Publicado en
octubre 19, 2013
Drama de la vida real
Ella comprendió que, para sobrevivir, tenía que hacer exactamente lo que su secuestrador le ordenara.
Por Peter Michelmore.
DE CAMINO A SU TRABAJO, el 18 de diciembre de 1990, Angela Petsch iba haciendo una lista mental de los regalos de Navidad que le faltaba comprar. La atractiva enfermera de 26 años era responsable del turno de la noche en el Asilo Jefferson Oaks, de la población de Festus, Missouri.
Después de estacionar su Dodge color castaño cerca de la puerta, entró aprisa para recibir el informe acostumbrado que debía proporcionarle la enfermera encargada del turno anterior. Luego empezaría a preparar los medicamentos que debía administrar a los internos.
Poco antes de la medianoche llegó corriendo un empleado de la lavandería y anunció:
—¡Tres individuos asaltaron el supermercado Nacional! ¡La policía los está buscando por esta zona!
Angela sintió una punzada de alarma. El supermercado Nacional era visible desde el asilo.
—¡Enciendan las luces del vestíbulo! —ordenó a sus ayudantes.
Luego cerró con llave la puerta de la entrada. A través de la ventana vio un auto de la policía de Festus estacionado cerca. Entonces volvió a su trabajo, más tranquila.
LOS TRES HOMBRES habían asaltado el supermercado media hora antes. Uno de ellos se quedó vigilando mientras otro amagaba con una escopeta a los empleados y los clientes. El tercero irrumpió en la oficina situada detrás de la caja registradora y le exigió a una empleada que le entregara el dinero.
Cuando el ladrón estaba metiendo el botín en un saco, el guardia del establecimiento se sorprendió al ver que había gente agazapada junto a la caja registradora, por lo que extrajo su revólver de la funda y avanzó con sigilo.
—¡Quieto! —le gritó al asaltante que empuñaba la escopeta.
De inmediato, el hombre armado y el que vigilaba huyeron de la tienda. El guardia abrió fuego, destrozando la puerta de vidrio. El estrépito hizo salir de la oficina al tercer individuo, que rodeaba el cuello de la empleada con su fuerte brazo.
—¡Abran paso! —rugió.
Con la mujer bien pegada a su pecho, el maleante se dirigió al estacionamiento. Como no divisó a sus cómplices, soltó a la rehén y echó a correr en la oscuridad.
ALREDEDOR de las 4 de la mañana, la ayudante de enfermera Carrie Hoff se sintió mal, y Jackie Ward, otra ayudante, se ofreció para llevarla a un hospital cercano. Angela las vio caminar hacia el auto de Jackie.
Carrie estaba abriendo la puerta del lado del pasajero cuando, de pronto, un hombre saltó del asiento trasero y rugió:
—¡Entren!... ¡Alto!
Pero las dos mujeres ya huían hacia el asilo. Pasaron junto a Angela y siguieron corriendo por el pasillo. Angela cerró la puerta de un golpe y se precipitó al puesto de enfermeras para llamar a la policía.
—¡Deja el teléfono! —bramó alguien a sus espaldas.
Angela dio media vuelta con el corazón desbocado. A menos de tres metros de ella estaba un individuo enorme, con el rostro y la ropa manchados de lodo. Respiraba agitadamente, y llevaba un abultado saco en una mano. El hombre se adelantó y la agarró por el brazo.
—¡Las llaves de tu auto! —dijo.
—¡No! —gritó ella.
Entonces el rufián envolvió su puño con el saco y le asestó un duro golpe en la cara. Su alarido de dolor resonó por todo el asilo.
—¡Tengo una pistola en el saco! —advirtió el atacante—. ¡No me obligues a usarla!
Temblando de pánico, Angela buscó su bolso y le entregó las llaves.
—Aquí están —susurró.
—¡Tú vendrás conmigo! —le ordenó el asaltante, y la arrastró afuera del edificio, hasta su automóvil—. ¡Entra! ¡Conduce!
La obligó a sentarse ante el volante y acomodó su corpachón en el asiento trasero. Sus dos manos atenazaban los hombros de la mujer.
—¡Llévame a Saint Louis! —dijo—. ¡Ahí te dejaré libre!
Mientras se dirigían a la autopista interestatal, Angela pensó en su hijo de seis años, Tyler, y en su esposo, Tom. Las manos le temblaban sobre el volante. Tranquilízate, se dijo. Tienes que encontrar la manera de salir de esto.
YA EN LA AUTOPISTA, Angela trató de concentrarse en la conducción del vehículo, pero experimentaba comezón en el cuero cabelludo cada vez que su secuestrador se movía. Para entonces, la voz de este había perdido el tono de desesperación, y eso le daba cierta esperanza. Pensó que, si conservaba la calma, quizá el hombre bajara del auto y la dejara marchar. Ocurra lo que ocurra, no dejes el coche, se dijo a sí misma.
Cuando pasaron por la pequeña ciudad de Pevely, Angela no advirtió que un auto policial empezaba a seguirlos por la autopista. El oficial Jeff McCreary había escuchado el informe sobre el secuestro y la descripción del vehículo radiados por la policía. Manipuló su radio de banda civil y solicitó la ayuda de los camioneros, quienes de inmediato localizaron el Dodge.
McCreary se acercó hasta que pudo leer la matrícula: PETSCH.
—¡Encontré el coche! —anunció por la radio, y dio su ubicación exacta.
Más adelante, un policía del pueblo de Arnold se unió a la persecución. Un ligero estremecimiento recorrió a Angela cuando lo vio por el espejo retrovisor lateral. Al punto desvió la mirada, pero ya era demasiado tarde. Percibió que el asaltante se volvía.
—¡Un coche patrulla! ¡No te detengas! —exclamó.
En ese momento, el oficial de Arnold encendió las luces y la sirena de su vehículo y se emparejó con ellos. Otro auto de la policía de Arnold entró en el camino a toda velocidad y se colocó enfrente. Ahora estaban rodeados por tres flancos: por delante, por detrás y por un lado.
Desde el asiento trasero llegó una orden:
—¡Embístelo! ¡Choca con él!
La mujer protestó, pero el maleante le apretó el cuello con ambas manos. Podía estrangularla en cuestión de segundos. Entonces pisó el acelerador hasta el fondo. Se oyó un impacto metálico, y el auto patrulla se desvió.
Angela vio que la aguja del velocímetro llegaba a los 110 kilómetros por hora, y luego a los 120.
—¡Más rápido! ¡Ve más rápido! —gritaba el hombre.
¡No puedo creerlo!, pensó ella. ¡Estoy conduciendo como una demente!
Cuando el bólido llegó a la cima de una colina, Angela sintió el corazón en la garganta, pues más adelante la carretera de cuatro carriles estaba obstruida por vehículos particulares, y poco más allá había dos automóviles de la policía, colocados defensa contra defensa.
—¡Tengo que detenerme! —dijo por encima del hombro.
Y pensó: ¡Por fin! ¡Esto se acabó! Sin embargo, el secuestrador le clavó los dedos en la carne.
—¡Sigue adelante! —vociferó—. ¡Rompe la barrera!
Entrecerrando los ojos, Angela distinguió a través de las deslumbrantes luces de la policía un estrecho espacio entre los automóviles. Acometió con el vehículo, pasó y prosiguió en su frenética huida. Dejó atrás un anuncio colocado a la orilla de la autopista que decía: "Límite de la ciudad".
Como ya se encontraban fuera de su distrito, los dos oficiales de Arnold abandonaron la caza a regañadientes. En muchos departamentos de policía de Missouri está prohibida la persecución de delincuentes en jurisdicciones ajenas.
McCreary siguió al Dodge hasta que lo relevaron dos vehículos policiales de Saint Louis, Missouri. Entonces abandonó la autopista, pero mantuvo la oreja pegada a la radio durante el camino de vuelta.
"El vehículo sospechoso está tomando el puente que conduce a Illinois", crepitó una voz. "Suspendemos la persecución".
McCreary experimentó un doloroso sentimiento de impotencia.
OBEDECIENDO INSTRUCCIONES, Angela había continuado por la autopista y había cruzado el río Mississippi en dirección a Illinois.
—Dirígete a East Saint Louis —exigió el secuestrador—. Ahí me quedaré.
En la tercera salida después del puente, sin ningún auto policial a la vista, Angela abandonó la autopista y descendió hasta las calles de esa ciudad de Illinois asolada por el crimen.
Tan pronto como este tipo deje el coche, iré a una estación de servicio y llamaré a la policía. pensó.
Al igual que otros elementos de la policía de Illinois, el oficial Mike Terrell había permanecido al tanto de los informes procedentes de Missouri. Y tuvo una corazonada acerca del rumbo que el vehículo debía de estar siguiendo. Desde el norte, se encaminó hacia East Saint Louis y condujo por una de sus avenidas principales. En una bocacalle vio las luces de un automóvil que se acercaba y que de pronto se detuvo, dio una rápida vuelta en U y se alejó hacia el este.
Terrell maniobró su enorme coche patrulla blanco y comenzó a perseguirlo.
—¡He encontrado el vehículo sospechoso! —anunció por la frecuencia de urgencias de la radio, y precisó su localización.
A unos cinco kilómetros al sur, el oficial John Parisi recibió el aviso y se dirigió a toda velocidad hacia el lugar señalado.
EL SECUESTRADOR estaba sumido en una tormenta de rabia y confusión. Angela comprendió que, si quería volver a ver a su esposo y a su hijo, tenía que hacer exactamente lo que le mandara. Viró a la izquierda con brusquedad, se lanzó por el camino particular de una escuela y, tras rodear el edificio, volvió a salir a la calle.
El coche de Parisi se acercaba en sentido opuesto.
—¡Van derecho hacia ti! —le advirtió Terrell por la radio.
Parisi atravesó su auto en la calle. El Dodge se desvió, subió a la acera y pasó por ahí. Sin perder tiempo, Parisi se lanzó a la carrera detrás de Terrell. El auto fugitivo iba tan aprisa sobre el maltratado pavimento que saltaban chispas de su parte inferior.
Después de serpentear de una calle a otra, Angela tomó la avenida Broadway a gran velocidad.
—¡Se están metiendo en un callejón sin salida! —radió el oficial Terrell—. ¡Tendrán que abandonar el auto!
Angela vio una cerca metálica que se levantaba a su derecha, y detrás de ella un complejo industrial. Dio vuelta, pasó por una entrada abierta y condujo por el terreno de la fábrica. Luego describió un círculo y enfiló hacia una salida que estaba cerrada.
—¡Derriba la puerta! —aulló el secuestrador.
Con una mano en el volante y la otra sobre el rostro, embistió el obstáculo con tal fuerza que este voló por los aires. Terrell y Parisi la siguieron por el boquete.
A escasos metros de distancia, los faros del Dodge alumbraron un pronunciado repecho en el camino, coronado por unas vías de tren. Dio vuelta al volante para esquivarlo, y fue a dar a un lugar lleno de maleza y grava. La llanta derecha se reventó, y el auto derrapó y se detuvo.
Los policías salieron de sus vehículos como rayo, pistola en mano. El secuestrador abrió la puerta, sacó a la mujer a tirones y la sujetó por el cuello.
—¡Atrás, o la mato! —bramó.
Por la posición de su otra mano, los oficiales supusieron que empuñaba un arma.
Terrell se acercó unos pasos, buscando una buena posición de tiro. Su coche patrulla, con la puerta abierta y el motor encendido, estaba a tres metros del Dodge.
Escudándose con el cuerpo deAngela, el ladrón la arrastró hasta el automóvil de Terrell y trató de meterla a empujones. Ella se resistió, pataleando y dando manotazos.
—¡Suélteme! —gritaba.
Con un poderoso empellón, el hombre la arrojó sobre el asiento delantero y de inmediato subió tras ella. Luego cerró la puerta y tiró de la mujer para hacerla pasar bajo su propio cuerpo, a fin de que quedara ante el volante.
—¡Conduce! —vociferó.
—¡No! —respondió ella.
Entonces, el hombre tomó un objeto del tablero y lo oprimió contra su cuello:
—¡Te voy a degollar!
Al no percibir filo alguno, Angela siguió debatiéndose. Sintiendo que perdía terreno, el hombre le hincó los dientes en el antebrazo con toda su fuerza, como un perro rabioso. Un acceso de furia se apoderó de ella, y lanzó sus manos hacia la cara del maleante, tratando de arañarle los ojos.
Cada vez llegaban más coches patrulla, y Parisi seguía aproximándose, hasta que por fin vio su oportunidad. Se situó junto a la ventana cerrada del lado del pasajero, afirmó las piernas, elevó ambas manos y disparó a través del vidrio.
Angela se quedó petrificada. Sintió la vibración de la bala cuando esta penetró en el hombro del secuestrador. Parisi .disparó cinco veces antes de que el hombre se desplomara hacia adelante.
Agotada por el forcejeo y por la salvaje carrera, que había durado 54 minutos, Angela salió del auto, dio unos pasos y hundió el rostro en la chaqueta de un policía.
Una vez que se serenó, Mike Terrell le pasó un teléfono portátil.
—¿Angie?
Era Tom, que había acudido a toda prisa al Departamento de Policía de De Soto en cuanto se enteró del secuestro.
—¡Ay, Tom! —le dijo—. ¡El coche está destrozado!
EL SECUESTRADOR de Angela, Jerry Buck, falleció en un hospital de East Saint Louis menos de dos horas después del tiroteo. En el auto patrulla se encontró un saco con 11,959 dólares, producto del asalto en el supermercado. Sus cómplices fueron detenidos antes de dos semanas. Todos tenían antecedentes penales. El propio Buck había cumplido una sentencia por robo a mano armada, y se le buscaba por la violación del régimen de libertad condicional en el que se hallaba.
Dos días después, Angela llamó por teléfono a John Parisi.
—¡Usted me salvó la vida! —le dijo, con gratitud.
Parisi recordó la increíble forma en que aquella mujer había conducido su auto, y su espíritu combativo.
—No, Angela —respondió—Usted salvó su vida.
ILUSTRACIONE: BILL DODGE