Publicado en
octubre 19, 2013
Un estudiante de medicina recibe la lección de su vida.
Por el Doctor David Haslam (nacido en 1949, ejerce como médico general en Cambridgeshire, Inglaterra. También es periodista independiente y autor de cinco libros para padres de familia.)
TODAS LAS LECCIONES que recibí en mi época de esudiante de medicina las recuerdo a medias. Todas, excepto la del primer día que visitamos un hospital. Esa experiencia la recuerdo como si hubiera ocurrido ayer.
Durante los dos primeros años de la carrera, mis condiscípulos y yo habíamos sobrellevado las clases de disección, de bioquímica y de otras materias que nos parecían inútiles. Pero afortunadamente ya había terminado aquella pérdida de tiempo anterior a la práctica clínica; por fin íbamos a ver pacientes. Me reuní con cinco compañeros en el hospital. Estábamos nerviosos.
Nos arrimamos al pie de la cama del primer enfermo, todos de bata blanca, impecable con los bolsillos repletos de libretas e instrumentos. Contra lo acostumbrado, no llevábamos nuestros estetoscopios. Nos habían dado instrucciones de que los dejáramos en la oficina de la jefa de enfermeras.
Nuestro maestro supervisor nos miró de arriba abajo.
—Les presento al señor Watkins —dijo—. Se le ha informado de las actividades de hoy, y no tiene inconveniente en que tomen el tiempo que necesiten para escucharle el corazón. Sufre de estenosis mitral, y dudo que ustedes, en el ejercicio de su profesión, encuentren un caso en el que se oiga más claramente el trastorno.
Sabíamos que la estenosis mitral es el estrechamiento del orificio auriculoventricular izquierdo. Aunque nunca habíamos escuchado un soplo cardiaco, le hicimos al supervisor una enumeración exacta de lo que íbamos a oír: primero, un latido fuerte; luego, una especie de chasquido, y luego, los dos soplos característicos de esa enfermedad.
El supervisor nos pasó su estetoscopio y nos aconsejó:
—No se apresuren. Escuchen bien. En el caso del señor Watkins, el chasquido es muy fuerte.
Uno tras otro, nos colocamos el instrumento, auscultamos al paciente con sumo cuidado y, con mirada reflexiva, movimos la cabeza en señal de afirmación.
—¡Sí, ahí está! —decíamos.
Vimos cómo se le iluminaban los ojos al compañero en turno en el momento en que percibía los sonidos. Al final le agradecimos al supervisor que nos hubiera mostrado un caso tan claro.
Terminada la sesión, regresamos a la oficina de la jefa de enfermeras y tomamos asiento. El supervisor nos preguntó:
—¿Están todos seguros de haber escuchado bien?
Le dijimos que sí. Entonces él, con calma y sin pronunciar una palabra más, comenzó a destornillar su estetoscopio. Luego sacó de su bolsillo unas pincitas y extrajo del tubo del aparato un taponzote de algodón que él le había puesto. El estetoscopio había estado inutilizado, muerto, silencioso. Ninguno de nosotros podía haber oído los latidos del corazón del paciente, y mucho menos los famosos chasquidos.
—No vuelvan a hacer eso —nos amonestó el supervisor—. Cuando no oigan algo, díganlo. Cuando no comprendan lo que alguien diga, háganselo saber. Fingiendo que entienden lo que no entienden, quizá logren engañar a sus colegas, pero no sacarán nada bueno para sus pacientes ni para ustedes mismos.
En ese momento nos sentimos muy avergonzados. Pero hoy, transcurridos 25 años, pienso que aquella ha sido la lección más importante en mi vida de médico.
FOTO: ROBERT MILAZZO