Publicado en
octubre 06, 2013
Ilustración: Eva Lovaton de Chávez
CUANDO era yo ujier en nuestra iglesia, me encargaba, como lo exigen nuestras tradiciones, de escoltar a los feligreses hasta sus asientos antes de que se iniciaran los servicios. Al regresar a la entrada del templo para acompañar al siguiente grupo, saludé a dos fuereños y les pregunté en dónde preferían sentarse. Uno de ellos, confundido, sonrió y respondió:
—En la sección de no fumar, por favor.
—J. P.
AL SALIR yo de la cocina para ir al garaje, la puerta se cerró accidentalmente tras de mí. Cuando intenté persuadir a Taylor, mi hijito de 18 meses, de que me abriera, fallaron todos mis artilugios. Dándome por vencida, caminé alrededor de la casa en busca de alguna ventana abierta. Para mi sorpresa, encontré la puerta del frente abierta de par en par; Taylor estaba ahí con un vendedor.
—¡He estado aquí afuera desde hace 20 minutos! —exclamé—. ¿Cómo pudo convencerlo de que le abriera la puerta?
Con expresión de perplejidad, el hombre respondió:
—Toqué el timbre.
—T.A.P.
CUANDO MI HIJA Rebeca tenía tres años, nos mudamos a otra ciudad. Me preocupaba hallar un nuevo pediatra para ella, y hablé de esto con varios vecinos, quienes me recomendaron uno.
A los cinco minutos de estar en el consultorio, me complació lo bien que Rebeca reaccionaba a la exploración del médico, el cual le hablaba con suavidad, explicándole lo que estaba haciendo. En el momento en que se disponía a probar sus reflejos, el pediatra le dijo:
—Ahora voy a golpearte ligeramente la rodilla con un martillo.
Mi hija lanzó entonces un espeluznante grito. Desconcertado, el pediatra me preguntó:
—¿Qué hice? ¿Por qué grita? Le respondí:
—Mire usted... Sucede que el padre de la niña es carpintero.
—P.K.E.
EN OCASIÓN de un viaje de negocios fuera de la ciudad, caí en la cuenta de que se me había olvidado el cumpleaños de mi esposa, que había sido el día anterior. Consciente del aprieto en que me había metido, me dirigí al departamento de joyería de una gran tienda. Después de explicar a la vendedora que me urgía comprar un regalo que compensara semejante olvido, ella me respondió burlonamente:
—¡Lo siento señor, pero aquí no encontrará ningún artículo de precio tan alto!
—E.L.R.
EN UNA NOCHE fría en Manhattan, durante una tormenta de nieve, mi amiga Thea debía recoger su flamante camioneta nueva. Le telefoneé para preguntarle cómo le había ido.
—¿Ya tienes el auto?
—¡Sí! —me respondió, emocionada—. Está frente a nuestro edificio, y en este momento bajaremos a sentarnos en él. Pero, por supuesto, no nos moveremos de allí.
—¡Claro! Con el tiempo que hace...
—No es por el tiempo —replicó Thea—. ¡Lo que sucede es que no queremos perder nuestro lugar de estacionamiento!
—N.S.
EL PERSONAL de la oficina donde trabaja mi esposa iba a ofrecer una comida de despedida a un colega que se jubilaba. Cuando el grupo se disponía a partir hacia el restaurante, se dieron cuenta de que no podían meter en el auto el gigantesco globo que habían comprado para el invitado de honor. Sin amilanarse, decidieron llevarlo fuera de la ventanilla.
Mi esposa y sus compañeros no se explicaban por qué los transeúntes los miraban con indignación. Cuando la larga fila de automóviles que iba delante de ellos empezó a doblar una esquina, se percataron de que su auto iba detrás de una procesión fúnebre. Aun así no les quedó más remedio que seguir con su globo, en el que se leía este mensaje de despedida: "Te vas, pero no te olvidamos".
—D.W.V.
CIERTA MAÑANA apareció en nuestra granja una enorme gansa blanca. Pensando que debía de ser de alguien, llamé a la policía para que me dijera qué debía yo hacer. El oficial me indicó que esperara mientras él iba a investigar. A su regreso me dio estas instrucciones: "Primero, caliente el horno a 200° C..."
—N.N.
AL ALEJARSE el autobús, me di cuenta de que había dejado mi bolsa debajo del asiento. Después, llamé a la compañía y me tranquilizó saber que el chofer la había encontrado. Cuando fui a recogerla, varios choferes, que en ese momento estaban libres, me rodearon. Uno de ellos me tendió mi bolsa, dos páginas mecanografiadas y una caja en que se hallaba todo lo que traía aquella.
—Nos exigen hacer un inventario de lo que llevan adentro las billeteras y las bolsas perdidas —explicó—. Creo que ahí lo encontrará todo.
Mientras ponía mis cosas en la bolsa, aquel hombre concluyó:
—Espero que no le moleste si la vemos hacerlo. Aunque todos lo intentamos, nadie pudo meter todas esas cosas en su bolsa, y quisiéramos ver cómo lo hace.
—L.S.H