UN PAR DE ASES Y MUCHA FE
Publicado en
septiembre 01, 2013
"Jamás en mi larga vida he sabido que fracase un proyecto emprendido por verdaderos creyentes", entonó el buen sacerdote mientras se deslizaba en la manga un par de ases.
Por Neil Boyd (NEIL BOYD es el seudónimo de un ex sacerdote católico, actualmente padre de familia. Los personajes e incidentes de este relato son reales, si bien se han cambiado los nombres).
AUNQUE la venta benéfica anual de San Judas, la iglesia del oeste de Londres en la que era yo asistente de párroco, se había programado para el primer sábado de septiembre, a mediados de junio ya estaban en marcha los preparativos, que dirigía nuestro formidable párroco irlandés, el padre Charles Duddleswell.
"Y bien, amados hermanos", anunció desde el púlpito, "la comisión de la iglesia nos ha fijado este año una meta de 600 libras esterlinas para la construcción del nuevo salón. Ruego al Espíritu Santo que les inspire proezas heroicas de generosidad".
A partir de entonces, cada domingo colocaron cestos en la parte trasera del templo para que la gente depositara en ellos determinados productos. El primer domingo se pidieron alimentos enlatados: melocotones, frijoles, salsa curry, mostaza, salmón, arenque; en otra ocasión, libros "útiles y edificantes... nada de novelitas sensacionalistas y excitantes, si me hacen favor", sermoneó el padre Duddleswell. La petición de juguetes, prendas tejidas y artículos mecánicos tuvo tanto eco que, cuando el sacerdote vio lo que habían aportado los feligreses en aquellos días de racionamiento y austeridad de posguerra, repitió una y otra vez: "Qué gente tan encantadora... Qué gente tan encantadora y tan generosa".
El domingo anterior al de la venta hizo notar a los fieles el carácter descampado del sitio que utilizarían: los campos de juego de la Argos, fábrica de productos químicos. "Recen, recen y recen para que tengamos un cielo de azul divino", los exhortó.
Con cierta timidez le recordé que sufríamos una ola de calor desde hacía tres semanas, lo que era ya un verano más prolongado que lo habitual en Inglaterra, y que aquello difícilmente continuaría.
—Quizá convenga alquilar una carpa grande para proteger por lo menos lo que pueda estropear el agua —insinué.
—¿Es que no tiene usted fe en el Todopoderoso, padre Neil?
Le contesté que conocía casos de creyentes a los que les había llovido.
—No serían verdaderos creyentes —replicó.
—Eran católicos, padre.
—De nombre solamente. Jamás en mi larga vida he sabido que fracase un proyecto emprendido por verdaderos creyentes. Además, padre Neil, ya he considerado la posibilidad de alquilar una carpa, ¿y sabe cuánto costaría? Cincuenta libras.
—Quizá valga la pena —opiné—. Parece que el buen tiempo está por terminar.
—Los profetas del desastre han seducido su débil corazón, padre Neil. He organizado diez ventas en San Judas y cada año hemos superado nuestra meta. Este no será la excepción. Recuerde las palabras de Cristo: "Pide y recibirás".
Más tarde, en la escuela, y luego en el orfanatorio, puso a los niños a orar por el éxito de la venta. "¿Cree usted", me preguntó, "que el Señor, que ama a los niños, puede desoír sus peticiones?"
Mentalmente hundí la cabeza en mis manos. ¿Qué respuesta puede haber para el chantaje bíblico?
Siguieron días despejados, pero la temperatura descendía y vientos ligeros agitaban las ramas altas de los árboles. El sábado amaneció nublado y gris. "No se preocupe", me aconsejó nuestra ama de llaves, la señora Pring. "Su Reverencia tiene arreglos especiales con el diablo mismo".
Pero, mientras pedaleaba hacia la fábrica Argos no pude menos que preocuparme. El pronóstico meteorológico del día auguraba lluvia y aguaceros en algunos sitios. Los campos de juego hervían de actividad. Algunos feligreses en mangas de camisa levantaban puestos cerca del terreno de criquet. Dos enormes camiones llegaron con alimentos enlatados y juguetes del sótano de la iglesia. Había dos camionetas con animales domésticos: conejos, hámsters y ratones blancos. Entre un convoy de camiones llegó uno con seis burros lanudos. Y aquí y allá desfilaban constantemente las "hacendosas damas de la parroquia" con pasteles recién horneados, bollos, rosquillas, tartas y galletas.
El párroco andaba por todas partes saludando, agradeciendo, adulando y, con toda seguridad, orando. Me cayeron sobre la cabeza unas cuantas gotas de lluvia, y el sacerdote me sorprendió mirando con aprensión al cielo. "Padre Neil, padre Neil", me reprochó.
Exactamente ocho minutos después de abrirse la feria se abrieron también los cielos. Nunca una epopeya bíblica de Hollywood plasmó en el celuloide semejante diluvio. Los relámpagos anaranjados nos encandilaron y los truenos nos ensordecieron.
Los valerosos voluntarios trataron de mantener en pie sus puestos y protegerlos contra la furia del viento y la lluvia; los burros se espantaron y a coces voltearon las cajas de los conejos, hámsters y ratones blancos; los pasteles y las rosquillas comenzaron a flotar corriente abajo.
"Por suerte no alquilamos la carpa, padre Neil", comentó el padre Duddleswell mientras observaba el panorama por encima de sus gafas empañadas. "Habría volado con este ventarrón y tal vez matado a alguien".
Durante la cena el párroco estuvo callado y reservado. A la mañana siguiente anunció en la misa que no predicaría por haber pescado un resfriado, y añadió que había enviado al orfanatorio los alimentos y los juguetes que habían salvado. Agradeció de corazón a todos los colaboradores y dijo estar seguro de que una vez contados los ingresos, se vería que habíamos alcanzado nuestro objetivo.
Después de aquella asombrosa afirmación se fue a la cama con 39° C. de temperatura y, a mi juicio, delirante. "No es una pulmonía, como se merece, Dios sea alabado, sino una gripe de 48 horas", diagnosticó el ama de llaves. Y estaba en lo cierto.
El miércoles por la mañana el padre Duddleswell y yo desayunamos juntos en el comedor. Al lado de su plato había una enorme pila de cartas. "Hay otros dos paquetes en su estudio", le informó la señora Pring mientras nos servía.
Entre bocado y bocado de pan tostado, el padre fue abriendo los sobres con un cuchillo y encomiando "esta generosidad incomparable de nuestra buena gente" que ayudaba a mitigar el desastre. "Aquí hay un giro postal por dos libras y diez chelines de un pensionado. Esta carta me desea un rápido restablecimiento y trae un cheque por una libra". Sus anteojos se empañaron por la emoción.
Con todo, para reunir la suma prevista, los dos "paquetes" que aguardaban en su estudio tendrían que llegar hasta el cielo raso. Debió de haber leído mis pensamientos, pues susurró: "¿Cuándo haremos de usted un verdadero cristiano, padre Neil?"
Mientras sorbía mi café me sorprendió con un grito jubiloso:
—Esta es la muestra de caridad que esperaba.
De un sobre largo extrajo un cheque de la compañía de seguros Moonlight, por 600 libras.
—¿Quiere decir —le pregunté con asombro—, que aseguró la venta contra un aguacero ?
—Lo hago todos los años, padre Neil. Es más, puesto que no había siquiera lloviznado el día de la venta en los últimos ocho años, la prima fue de sólo diez libras.—Más barato que una tienda.
—Eso sí, padre Neil: recibimos las 600 libras sólo porque la lluvia arruinó por completo la venta.
En eso entró la señora Pring con un sobre aún más grande.
—Otra ofrenda de los fieles, si no me equivoco —comentó, y se quedó esperando.
—Puede retirarse, señora Pring —le dijo con impaciencia—. Seguramente tiene muchas cosas que atender.
—No tengo prisa —insistió ella sin moverse de su sitio.
El sacerdote refunfuñó antes de volcar sobre la mesa el contenido del sobre. Ahí, delante de mis ojos, cayeron billetes de cinco libras como nunca había visto en mi vida.
—Un feligrés sumamente caritativo —observó el ama de llaves.
—Señora mía, usted sabe tan bien como yo de dónde nos viene este dinero.
—¿De dónde? —pregunté ingenuamente.
—De Billy Buzzle —terció ella.
Billy Buzzle, que vivía al lado de la iglesia, tenía varios negocios, en su mayoría turbios. También era corredor de apuestas.
—¿Cuánto, padre? ¿Seiscientos?
—Seiscientos treinta, porque me devuelven el dinero que aposté.
—¿Apostó usted treinta libras a que llovería?
—El riesgo era tentador: a veinte por uno. Billy estaba seguro de ganar. Después de todo, no había llovido en casi cuatro semanas.
—De manera que en total ha obtenido un beneficio de 1200 libras.
—Más —admitió a regañadientes—. Hay que sumar todas las contribuciones de los fieles. ¡La buena gente se alegrará tanto de que hayamos conseguido nuestro objetivo después de todos sus esfuerzos y plegarias! De haber fracasado, su fe en el Todopoderoso quizá hubiera flaqueado.
—Pero, padre —protesté—, ¿cómo puede hablar de fe en Dios cuando desde un principio negoció con una compañía de seguros y con un corredor de apuestas sin escrúpulos?
—¿Acaso no ayuda Dios a quienes...? Pero, claro, tiene usted toda la razón. El juego es un pecado abominable. Acabaré sin duda en el infierno.
"¿Sabe una cosa, padre Neil ? —agregó con un destello de picardía en sus ojos azules— A veces me pregunto si tengo siquiera una pizca de fe".
CONDENSADO DE "BLESS ME FATHER". © 1977 POR PETER DE ROSA. ILUSTRACION: JACK MCCARTHY