Publicado en
septiembre 01, 2013
El Primer cañón, donde enormes crestones escalonados coronan cual mudos centinelas los paredones de mil metros de altura.
El parque selvático en el noroeste del país es un lugar impresionante de espléndidas montañas y ríos turbulentos.
Por Lois Neely.
OCULTO en el corazón del noroeste de Canadá se extiende el Parque Nacional de Nahanni, tierra de belleza increíble, surcada por un impetuoso río que corre por oscuros desfiladeros de enhiestas paredes y adornada por una enorme catarata cuyo tronar se oye en varios kilómetros a la redonda. La región de Nahanni, inaccesible desde tiempo inmemorial, es un mundo de magnificencia incomparable que cubre 37.000 kilómetros cuadrados en la comarca donde convergen Columbia Británica, el Yukón y los Territorios del Noroeste de Canadá. El gobierno canadiense reservó en 1971 alrededor de 4760 kilómetros cuadrados de ese esplendor natural para el establecimiento de un parque nacional.
Sin embargo, hasta ahora ningún camino lleva al Nahanni. El viajero debe partir de Fort Simpson, en los Territorios del Noroeste, y salvar en avión una distancia de 145 kilómetros para llegar a la aldea india de Nahanni Butte, situada en los linderos del Parque. Esta aldea se halla a unos 1450 kilómetros al noroeste de Edmonton, donde el río Nahanni del Sur confluye con el Liard, 210 kilómetros más abajo de las cataratas de Virginia, cuya altura es casi doble que las del Niágara.
Hasta hace poco tiempo sólo un puñado de indios, de tramperos, buscadores de oro, elementos de la Real Policía Montada de Canadá y hombres de ciencia del Servicio Canadiense de la Vida Silvestre habían tenido contacto con las impresionantes vistas de la región del Nahanni y con su "silencio que se palpa". Pocas canoas podían remontar el Nahanni del Sur, de aguas impetuosas y violentos recodos, y abrirse paso por las estrechas gargantas flanqueadas por paredones que se levantan a más de 1000 metros por encima de la corriente.
En la actualidad, cualquier turista lo bastante intrépido puede llegar al interior de la región y admirar sus prodigios a bordo de una embarcación de aluminio con fondo de acero, proyectada por pilotos de avionetas que vuelan en esos territorios y por guías indios, especialmente para navegar por ríos torrentosos y de escaso fondo, como el Nahanni del Sur. Estas barcas miden siete metros, son de altos costados, calan 15 centímetros y avanzan impulsadas por poderosos chorros de agua. La embarcación tiene capacidad para cuatro o cinco pasajeros, un cocinero y un lanchero, que también hace los oficios de guía. El gobierno canadiense patrocina travesías que parten de Fort Simpson, y hay asimismo una empresa privada autorizada para organizar excursiones que se inician directamente en Nahanni Butte.
La embarcación movida por un potente motor de chorro de agua avanza contra las blancas aguas del río Nahanni del Sur.
En una de las primerísimas travesías turísticas efectuadas río arriba, partiendo de Nahanni Butte, remontamos la corriente por un trecho llano parecido a un delta. Cuando Fred Sibbeston, nuestro guía y lanchero, hizo alto con objeto de desembarazar de broza y residuos la máquina, notamos que las aguas nos arrastraban río abajo a velocidad increíble. Poco después, los canales del delta se tornaron una corriente espumosa y veloz. Las montañas que se alzaban más allá parecían una muralla impenetrable, y sus picos, envueltos en niebla, semejaban marchar hacia un lejano horizonte.
Ya más entrado el mismo día, varamos la embarcación sobre la orilla y, tras escalar una empinada ribera, seguimos a pie por un sendero que nos llevó hasta las aguas termales de Kraus, laguna de color turquesa cuyas aguas brotan en burbujas de la tierra a una temperatura de 37°C. En torno a las fuentes la vegetación es lujuriante: helechos más altos que un hombre, gruesos y robustos abedules, una maraña de enredaderas y grandes extensiones de cerezas silvestres. Después llegamos al espectacular Primer cañón, por el cual seguimos durante una hora y 25 kilómetros de vueltas y revueltas, en extremo emocionantes. El impetuoso río ha puesto al descubierto capa tras capa de estratos anteriores a las glaciaciones cuaternarias, de colores amarillos, grises, naranjas, castaños oscuros. Los acantilados, que se alzan hasta más de 1000 metros sobre el cauce del río, aparecen coronados por altísimas crestas escalonadas que semejan centinelas de aquel sombrío desfiladero. En lo más alto de los acantilados se abren cuevas de piedra caliza. En una, conservados en el hielo perpetuo, se ven los esqueletos de unas cien cabras monteses blancas, y no se sabe cómo llegaron allí.
Al fin las paredes del desfiladero se separaron y nos lanzamos por espacio de unos 800 metros a través de las furiosas aguas coronadas de espuma de los rabiones de George. Acampamos luego en Deadmen Valley (o valle de los Muertos). Sentados alrededor de la fogata, charlamos del mito y el misterio que envuelven a esta región: valles tropicales, oro en cantidades jamás soñadas y muerte repentina pare sus buscadores.
Nadie habita actualmente a lo largo del río, pero persisten relatos que hablan de sus salvajes habitantes: montañeses bravíos que coexistían con las cabras monteses, indios que se negaban a entrar en el lugar o a hablar siquiera de él. En 1904 aparecieron en Fort Liard unos cristales de cuarzo incrustado de oro, lo que desató una busca febril del metal. No se hicieron hallazgos de importancia, quizá porque muy pocos buscadores volvieron con vida. Sólo se hallaron después cabañas quemadas y varios esqueletos decapitados. Y así se originó la leyenda del "valle de donde nadie regresa".
Las cataratas gemelas de Virginia se desploman desde 90 metros de altura con una explosión de llovizna y espuma.
Al siguiente día echamos por el Segundo cañón, con paredones verticales de 600 a 900 metros, tallado en la sierra Headless (o Acéfala), con abundante piedra caliza, dolomita y pizarra. De nuevo se abrió el desfiladero y apareció un valle a nuestros ojos. En las alturas avistamos espléndidas cabras monteses con sus cabritos; un oso negro, bien nutrido, pescaba en un banco de arena, y al pasar nosotros ni siquiera movió la cabeza; de entre las mimbreras alzó el vuelo un águila dorada y remontó el vuelo hacia el firmamento.
Río adelante aparecía el Tercer cañón, al que guarda el Pórtico del Nahanni, donde el río se retuerce en un cerrado recodo y se estrecha entre enhiestos pilonos de 450 metros de elevación, que al sol de la tarde resplandecían con fulgor rojo de ladrillo. A la entrada se yergue el peñasco del Púlpito, pináculo de piedra caliza que se alza de las oscuras aguas hasta más de 200 metros de altura. Navegamos en lucha contra las turbulentas aguas del Tercer cañón en una distancia de más de tres kilómetros, donde las paredes del desfiladero ascienden a 900 metros, y avanzamos a través de la sierra Funeral (o Funeraria) ; y poco más allá de donde el Nahanni confluye con el río Flat, armamos otro campamento.
Reanudamos la navegación a la mañana siguiente, para seguir el último tramo de la corriente antes de llegar a las cataratas de Virginia, remontando el río embravecido a lo largo de 15 kilómetros, y las densas y turbulentas olas de Hell's Gate (o Puerta del Infierno), con sus cerrados meandros contra cuyas paredes verticales se han hecho trizas muchas embarcaciones. Y al fin llegamos ante las cataratas de cascadas gemelas que se desploman por una pared de 90 metros de altura y 180 de ancho para desaparecer en una explosión de llovizna y espuma.
Tras bajar a tierra, trepamos la inclinada pendiente de 2400 metros de altitud hasta lo alto de las majestuosas cataratas. En aquel punto el río se estrecha formando una "esclusa" de 800 metros de longitud, donde las aguas se precipitan en furiosa e hirviente espuma hacia el abismo. Estuvimos mucho tiempo junto al torrente atronador, fascinados por su belleza salvaje. Por la parte norte, montaba guardia la Sunblood Mountain (o montaña de Sangre del Sol). A lo lejos, hacia el noroeste, se alzaban contra el horizonte, los serrados picos de la Ragged Range (o sierra Escabrosa). El panorama entero me cautivaba como el canto de una sirena, incitándome a internarme en la vasta extensión desconocida.
En el parque del indómito noroeste canadiense, el río Nahanni del Sur serpentea por entre estratos anteriores a las glaciaciones.
Con el almuerzo que hicimos en tierra dimos por concluida nuestra visita a las cataratas de Virginia. Nos volvimos, tomamos una foto de despedida, y emprendimos la navegación corriente abajo. La travesía de regreso fue muy rápida. Atravesamos velozmente por Hell's Gate, rozando las paredes del desfiladero y los peñascos que de ellas sobresalían, al mismo tiempo que nos alzábamos y nos sacudíamos con nuestra barca en el torrente de olas que se entrecruzaban siguiendo la carrera del río, lanzándonos por los cañones, atravesando los valles, cruzando la llanura inundada para llegar al fin a Nahanni Butte.
Volví la mirada hacia el lugar donde había estado. Las montañas se erguían tan sombrías y pavorosas como antes, pero ya sabía yo lo que hay tras aquella impresionante fachada. La primitiva soledad no puede ya ocultar a la mirada del forastero sus peñascos y su río, sus cascadas atronadoras y sus furiosos rabiones, sus oscuros desfiladeros y lagunas sin fondo, sus cuevas y sus manantiales de aguas termales: el festín de indómita belleza que brinda al viajero el Parque Nacional de Nahanni.