SI NO ME COMPRENDES (Corín Tellado)
Publicado en
septiembre 22, 2013
ARGUMENTO:
Millie Koufax era todo lo que Oscar Duke nunca sería… ¿era por eso que la deseaba?
La joven huérfana era pupila de los padres de Oscar, y prácticamente vivía en su casa. Para Oscar era una tortura tenerla todo el día rondando alrededor de él, pero no tenía más remedio que soportarlo. Era la mejor amiga de su hermana Judy y por lo que podía ver se entendía muy bien con su hermano menor Sandy.
¿Tendría Oscar el valor de declararle su amor? ¿Cómo se lo tomaría ella si lo hiciera?
Millie no daba ningún indicio de estar interesada en él.
¿Debería arriesgarse? Descúbranlo en esta apasionante historia de Corín Tellado… la dama de la novela romántica por excelencia.
CAPÍTULO 01
OSCAR Duke nunca decía nada.
Casi nunca tenía nada que decir. No por no tener, la verdad, sino porque no creía que mereciera la pena decir cuanto pensaba.
En aquel instante se hallaba tras el ventanal, con la frente pegada al cristal del mismo. Tenía un cigarrillo en la mano, que de vez en cuando, a pequeños intervalos, llevaba a los labios. Daba una gran chupada y expelía el humo lentamente, con profundo deleite.
Oía tras de sí la charla de sus padres.
Él nunca vio unos padres que se llevasen mejor. Siempre estaban de acuerdo en todo. Debieron de estarlo cuando se casaron, cuando nació él, a los nueve o diez meses, cuando nació Sandy, algunos años después, y cuando, más tarde, nació Judy. Cuando falleció míster Koufax y cuando se abrió el testamento del difunto señor Koufax y se pudo saber que los nombraba tutores de Millie. Sacudió la cabeza.
Tenía el cabello de un castaño muy oscuro, los ojos negrísimos y aquel aire de pensador que a veces apabullaba a los demás.
—¿Por qué no, Eva? —decía Fred Duke en aquel instante— No está lejos Banff. Las chicas pueden ir. Las acompañará Sandy, ¿no?
Oscar no movió un músculo de su pétreo semblante.
Oscar oyó la voz de su madre, entre tanto él contemplaba con expresión ausente lo que estaba ocurriendo a dos pasos, en el jardín.
—No me agrada que las niñas vayan a Banff, Fred. ¿Qué puede importarles a ellas una fiesta de esa categoría?
—Mujer, su mejor amiga se viste de largo. Han recibido una invitación...
—¿Solas en auto?
—¿No han ido más veces a otros sitios? ¿No bajan todos los días a Calgary? Son dos muchachas independientes.
—Aún si las acompañara Oscar... Pero Sandy es un atolondrado —advirtió la dama cautelosa— No me fío de Sandy. Le gusta mucho la velocidad.
El padre levantó la voz.
—Oscar —llamó.
El aludido tardó un instante en dar la vuelta.
Estaba observando a Millie Koufax, que en aquel momento fumaba un cigarrillo tendida en una hamaca en pleno jardín, no muy lejos de la piscina. Vestía un maillot rojo y su piel morena resaltaba de una forma casi llamativa. No lejos de ella, Sandy, tapado tan sólo con un taparrabos inverosímil, le decía algo, inclinado hacia ella. Millie reía alegremente. A pocos pasos, su hermana Judy parecía en las nubes. Seguro que pensaba en James.
Oscar dejó de mirar y giró la cabeza.
—¿Decías, papá?
—Acércate un momento, muchacho. Tu madre y yo estábamos pensando en ti...
Oscar se aproximó y se dejó caer en un sillón frente a sus padres. Los miró con ternura. ¡Qué culpa tenían ellos de nada!
Su madre aún lucía joven. Su padre, muy caballero, muy arrogante...
—Te escucho, papá.
—Ya sabes que Ann Kelway se pone de largo pasado mañana.
—No lo sé —dijo serenamente. Y no mentía. Él siempre vivía al margen de los sucesos sociales.
—Bueno, es igual. Lo sabes ahora. Se pone de largo cuando te dije. Judy y Millie están invitadas. También lo estáis vosotros dos. ¿No te lo dijo Sandy?
—¿Cuándo se acuerda Sandy de decir cosas así?
—Bueno, el caso es que estáis invitados todos. Ann fue compañera de colegio de Millie y Judy. Desea verlas ese día en su casa. Los Kelway son una familia muy importante del Canadá. Una de las más nombradas, ¿entiendes?
No entendía.
Y él, como jamás se mintió a sí mismo, excepto en una cosa, y esa no iba a decirla, murmuró con aplastante sinceridad:
—No entiendo.
—Oscar, no te hagas el idiota. No nos fiamos de Sandy —exclamó el padre casi furioso, pues siempre tropezaba con la incomprensión de su hijo mayor— Se trata de ti. Deseamos que seas tú quien acompañe a los otros tres. ¿Lo entiendes ahora?
Oscar no respondió en seguida.
No hemos dicho aún que Oscar Duke tenía una cicatriz en la mejilla. Apenas se le notaba con la barba rasurada, por supuesto, pero muy negra. Se la había hecho en un accidente de automóvil varios años antes. Cuando terminada la carrera de ingeniero de minas regresaba a su casa con el flamante título. Fue en un accidente afortunado, pese a dejar aquella cicatriz en la mejilla. Pudo haber sido mucho. Pudo causarle la muerte. Estuvo interno en un sanatorio más de dos meses y fue sometido a varias operaciones estéticas con el fin de suprimir la cicatriz, pero aquélla siempre dejaba su sello en la mejilla, lo cual producía en Óscar no pocos complejos íntimos, de los que su familia no tenía ni idea.
—No los acompañaré —dijo con una sinceridad apabullante— Tú sabes muy bien que me cargan las fiestas sociales. Eso por un lado, y por otro, no soporto las monerías de Sandy. Es un elegante gamberro.
—Pues si tú no les acompañas, no irán —decidió la dama— La distancia hacia Banff, desde estas Montañas Rocosas, no es mucha, pero aun así, no permitiré que Sandy se vaya con las chicas.
—¿Ya habéis terminado?
El padre se impacientó.
—No te van a perdonar que te niegues a llevarlas. Están ilusionadas con esa fiesta. Esta semana —añadió el padre— han estado yendo todos los días al centro de la ciudad de Calgary, con el fin de ultimar los detalles de sus modelos de noche, en casa del modista.
Oscar se puso perezosamente en pie.
—Lo siento por ellas.
—¡Oscar!
—Y por ti, mamá. Yo no iré. Sandy no es ningún loco con el volante. Déjalas ir con él.
—Imposible —gritó el padre—. ¿No sabes que Sandy, cuando bebe una copa se le calienta la boca, y después ya no sabe lo que hace?
Oscar sonrió apenas. Nunca reía. Se limitaba a sonreír, y su cicatriz enrojecía un poco.
—Ya me diréis después qué habéis acordado.
Salió sin esperar respuesta.
Hubo un silencio en la lujosa salita.
El caballero fumaba un habano.
Eva Duke sostenía en los dedos un oloroso cigarrillo que se consumía solo. En la mesita de centro se veían dos vasos de whisky.
—Tú dirás qué vamos a hacer —apuntó el padre.
—Convéncelo y oblígalo.
—¿Yo? ¿Crees eso posible? Oscar tiene treinta años. Ya no es un niño. Además, por su edad, podría ser un poco loco, ¿no? Pues ni eso. Porque ni a los veinte años era un muchacho frívolo.
—¿No es demasiado serio? —adujo la dama riendo—. Yo lo encuentro viejo, dado su carácter. Sólo piensa en trabajar. ¿Cuánto subieron las minas desde que él está al frente de ellas, Fred?
El marido fumó aprisa.
—El difunto señor Koufax sentía por él verdadera admiración. Es más, gracias a sus ideas, Oscar estudió ingeniería —hizo una pausa, como si reflexionara— Date cuenta, Eva. Yo nunca pasé de ser un capataz. Tengo dinero, gracias a la generosidad del difunto padre de Millie. ¿Recuerdas cuando llegamos a Calgary, hace más de treinta años?... Yo no era más que un emigrado de Estados Unidos. Había trabajado allí como capataz de minas. Pero..., ¿quién me conocía en el Canadá? Pregunté en Calgary qué minas había más cercanas. Me hablaron de éstas, en las Montañas Rocosas, remontando, el río Bow y Elbow. Aquí me vine dispuesto a pedir trabajo. ¿Recuerdas mi alegría cuando al anochecer regresé al hotel?
—Todo eso es viejo ya, Fred.
—Viejo, sí, pero nuevo todos los días cuando uno lo recuerda con satisfacción. Regresé feliz, porque el dueño de las minas me recibió con generosidad. Me dijo que había trabajo para mí. No me colocó aquí de simple picador. Me dio mi categoría, y aquí nos vinimos a vivir. ¿Recuerdas el palacio de los Koufax? Entonces aún vivía Mag Koufax. Era, lo que aún es hoy, una casa palacio maravillosa, como si mil cuentos de hadas se recopilaran en una noble fortaleza. Míster Koufax, que en paz descanse, me dijo, señalando una explanada al otro extremo de su palacio: «Ahí puede levantar su pabellón, Fred. Cuando tenga usted muchos hijos, si le agrada quedarse en estos lugares, levantará una casa preciosa.» ¿Lo has olvidado?
La dama suspiró.
—Querido Fred, si lo recuerdo todo. Si soy tan agradecida como tú.
—Levantamos el pabellón. Poco a poco, de simple capataz, fui ganando la estimación de míster Koufax. Este, tenía puesta en mí toda su confianza. Fuimos muy felices aquí, Eva. Después, nacieron los niños... Y míster Koufax pensó que el pabellón se quedaba chico. Levantamos esta casona y aquí seguimos viviendo felices. ¿Gracias a quién?
—Querido Fred...
—Gracias a la generosidad de míster Koufax —siguió el marido como si no se conformara con saber cuanto decía, sino que se complaciera en repetir lo que ambos habían vivido en el transcurso de aquellos años— Judy y Millie fueron educadas en el mismo colegio de Toronto. Regresaban juntas y crecían como hermanas. Fue míster Koufax, quien, al fallecer su esposa, se acercó más a nosotros, como si en nuestra familia hallara todo cuanto había perdido al fallecer su mujer. Los críos crecieron juntos, todos. Por sugerencia de míster Koufax, Oscar se hizo ingeniero. Ese ingeniero que yo nunca pude ser, Eva.
—Fred...
—Déjame repetírmelo a mí mismo. Sandy se hizo abogado. Todo estaba aquí. Entre nosotros. Todos los demás ingenieros quedaron atrás. Pero Oscar empezó a subir, y hoy es el ingeniero jefe de las minas más poderosas del Canadá. ¿No es cierto? ¿Y quién lleva toda la asesoría jurídica de la empresa?
Sandy. Pese a su corta edad, a su frivolidad, a su «yeyeísmo», resulta un abogado inteligente y competente. Al fallecer míster Koufax y dejarme a mí tutor de su hija..., ¿qué responsabilidades tengo, Eva?
—Hacer feliz a Millie y velar por los intereses de la joven. ¿No es eso?
—Lo es. Velo por los intereses de Millie. Lo hago yo y lo hacen mis hijos, como si fuesen sus propios intereses. Hoy, después de treinta y dos años, somos ricos. ¿Gracias a quién?
—Lo sé, querido.
—Pues si es así, y como Millie tiene interés en asistir a esa fiesta, yo pienso que lo mejor es que tú convenzas a Oscar.
—¿A ese punto deseabas llegar, querido?
—A ese.
—Pues no creo que pueda lograr nada, y tú lo sabes muy bien. Oscar no es fácil de convencer, pero lo intentaré —de repente dio un salto—. ¿Por qué no le convencen las niñas? ¿Crees que se atreverá a decirles a ellas que no las acompaña?
Fred Duke, quedó un poco suspenso.
—Es cierto. Díselo a Judy y a Millie. Procura hacerlo antes de que Millie se vaya a su casa esta tarde.
—La oí decir que se queda a dormir con Judy.
Fred Duke sonrió complacido.
—No sé por qué tiene abierta su casa palacio. Casi vive con nosotros. Lo mejor sería que lo hiciera definitivamente.
—Ella y Sandy se entienden bien —puntualizó la dama con cierta tierna picardía.
—No te fíes de los jóvenes. Por otra parte, no puedo coaccionar a Millie en ningún sentido. Su padre, en su lecho de muerte, me pidió que la hiciera feliz. A ella, se entiende. No a nosotros por medio de ella. Lo cual quiere decir que Millie es libre de elegir marido entre mis hijos o entre quien ella desee.
—Si no he dicho nada.
—Te lo advierto para que no te hagas ilusiones respecto a Sandy y Millie —se puso en pie— Se me hace tarde, querida. Tengo que pasar por la mina. Tú procura ver a las chicas, y diles que sobornen a Oscar, pues de lo contrario, no hay fiesta en Banff.
CAPÍTULO 02
EL AUTO estaba aparcado a dos pasos.
Era un «Ford» algo antiguo, pero que para Oscar, según expresión de él, tiraba formidablemente.
Lo usaba por aquellas carreteras ascendentes hacia las minas. Lo usaba para ir al centro y lo usaba a veces, para desplazarse a lugares cercanos y aún lejanos de Calgary.
Salió de casa, Oscar, y atravesó el jardín.
Hacía una mañana espléndida.
A él también le hubiera gustado ser un muchacho despreocupado como Sandy, y nadar en la piscina. Tomar el sol sobre el césped verdoso, tenderse en una hamaca y tomar el aperitivo fumándose un cigarrillo. Pero era un hombre demasiado ocupado para hacer tales dispendios.
—¡Eh, Oscar! —llamó su hermano desde el pequeño trampolín casero—, ¿no te bañas?
Lo miró apenas.
Llevaba gafas de sol cubriendo la desconcertante mirada. Vestía un pantalón de pana y altas botas de montar, y camisa de cuadros. Más que un ingeniero, parecía un labriego rudo. Llevaba bajo el brazo un portafolios, y en la mano una fusta.
Usaba el auto, pero cuando llegaba a las minas, para desplazarse de una a otra, necesitaba un caballo, caballo que siempre tenía a su disposición en las caballerizas de las minas.
—No tengo tiempo —dijo sin levantar la voz y siguió su camino.
Judy, soltó una risita.
—¡Qué hombre! No vive más que para su trabajo.
Millie no respondió.
Siguió la silueta alta, un poco enjuta, hasta que lo vio desaparecer en el interior del auto.
—Papá siempre decía que era un hombre formidable.
—¿Quién lo duda?
Una doncella se presentó ante ambas.
—Señorita Judy, dice la señora que pase a verla cuanto antes.
—¿Ahora? —se espantó Judy revolviéndose en el césped con impaciencia— Si estoy en traje de baño.
La doncella alcanzó un albornoz corto de felpa y se lo mostró.
—La señora dijo que no tenía usted necesidad de vestirse. Que acaba en seguida.
—¿Acabar con qué?
—Con lo que tiene que decirle.
—Está bien —miró a su amiga, tendida sobre la hierba— Vuelvo al segundo. ¿No iremos hoy al centro? —señaló a Sandy, que se hallaba aún en lo alto del trampolín— Sandy puede acompañarnos. Irá a las minas en una hora y regresará en media. Justo a las seis de la tarde, podemos ir a bailar un poco al club.
—Vete a ver qué desea tu madre de ti. Después hablaremos.
Judy no se dio por vencida,
A ella le gustaba mucho James Folson. Era un chico, hijo de un banquero que trabajaba en el banco más importante de Calgary.
Si no bajaba al centro, no era posible ver a James. Jamás hubiera subido de buena gana a las Montañas Rocosas, pero... no tenía amistad con sus hermanos. James era un chico muy sociable.
—Anda, ve —dijo Millie deteniendo sus pensamientos.
Al rato, Judy estaba de vuelta. Un poco sofocada, casi indignada y sudando de rabia.
—¿Qué paso? —preguntó Millie gateando sobre el césped y colocándose junto a su amiga más íntima, la cual, tirándose sobre la hierba, lanzó un largo suspiro.
—Casi nada. Oscar, el mico ese, no quiere llevarnos a la fiesta de Ann.
—Bueno, nos lleva Sandy.
—¿No sabes que papá detesta ver un volante en manos de Sandy?
—Pero, por la cuenta que le tiene a Sandy, llegará a Banff sano y salvo. Tú sabes que bebe los vientos por Ann.
—¡Jí!
—¿Qué pasa?
—Mamá dice que le hablemos nosotras dos a Oscar. Y yo ya te digo desde ahora, que no pienso hacerlo.
Millie no se desconcertó.
—Lo haré yo, por eso no te preocupes.
—¿Crees que te hará caso?
—¡Ah, eso no lo sé! Pero no creo yo, que Oscar sea un ogro. Le esperaré sentada en la terraza. ¿A qué hora regresa todos los días? A las ocho en punto, ¿no? Es como un cronómetro. Oscar nunca se retrasa. No podría decir otro tanto con Sandy, que si ve una sombra con figura de mujer entre los arbustos, se detiene y aguarda a que pase.
Ambas rieron.
—Si tú le hablas, yo no reniego más. Pero —le apuntó con el dedo enhiesto—. No te olvides que debe llevarnos. Tienes que convencerle. Recuerda que yo estoy citada con James Folson.
—No lo olvidaré.
Para todos, Oscar era algo así, como una especie de reyezuelo. Un ogro al que nadie se atrevía a abordar. Para ella, no. Para ella, Oscar era un miembro más de la familia. Cierto que no hablaba mucho. Que casi siempre observaba en silencio. Que tenía lo que se dice fobia a la sociedad, pues se pasaba la vida viajando por motivos de su trabajo, o simplemente, en las galerías de la mina, luchando con todo el negocio como un vulgar minero más.
En el fondo, ella le admiraba. Pero admitía, asimismo, que todos los demás miembros de la familia Duke, eran menos despreocupados que Oscar, y, sin embargo, todos eran formidables. A su manera, por supuesto, pero de todos modos, formidables.
Esperó a Oscar amparada en la terraza.
Había visto salir a Fred y a Eva. A cierta hora de la tarde, todos los días subían al auto y se iban al centro. Había visto marcharse a Sandy, y Judy estaba en su cuarto casi oculta, esperando que ella ventilara, como quien dice, aquella dura papeleta.
Las dos tenían ilusión por ir a Banff. Era una ciudad cercana y además... eran jóvenes y las fiestas sociales les encantaban.
Millie sacudió una mota de polvo del pantalón que vestía. Tenía un suéter rojo aprisionando el busto, descotado y sin manga y en torno al cuello, atado un pañuelo de colorines.
Era morena. Muy negros los ojos, de mirar sereno y apacible, tan negros como sus cabellos. Esbelta y joven (no más de veinte años), daba la sensación de ser una cosa muy frágil.
Vio cómo el viejo «Ford» se detenía ante el garaje.
Seguro que Oscar no iba a salir de nuevo. Tenía un estudio en lo alto de la casona, perdido en el amplio desván de techos bajos, y allí se pasaba las horas que no se hallaba en la mina.
Ella estuvo en aquel desván más de una vez.
Cuadros a medio iniciar. Libros por todas las esquinas. Todo curioso y en su sitio. Oscar debía ser la ordenación hecha hombre. Jamás se retrasaba. Se levantaba con el alba, se iba a la mina a la hora en que acudían los primeros turnos, y regresaba con los últimos. A veces traía el auto lleno de obreros. Por eso todos le querían. Si había que apadrinar una boda, era Óscar quien lo hacía, indiferente a lo que pudiera pensar su familia. Si un bautizo, Oscar acudía como un invitado más, con un regalo para su ahijado y una media sonrisa para los padres. Si habían enfermos o accidentes en las minas, Oscar se pasaba las noches enteras al lado del enfermo o accidentado, en sanatorios u hospitales.
Así era Oscar, y, siendo así, su familia temía pedirle algo.
A ella, no le asustaba Oscar. Sabiendo como sabía que era tan generoso y dispuesto siempre a darse por entero.
Tiró lejos el cigarrillo que fumaba. Y esperó.
Vio a Óscar descender del «Ford», cerrarlo con brusquedad muy propia de él, tirar lejos la punta del cigarrillo, meter las manos en los bolsillos del pantalón de montar abombado y caminar rectamente hacia la entrada principal de su casa.
No vio a Millie hasta llegar a su lado.
—Buenas tardes.
Aún era día claro.
El sol parecía ocultarse tras las altas rocas, pero dejaba tras de sí como una estela entre rojiza, blanca y morada.
—¡Hola, Oscar! ¿Puedo hablar contigo?
Ni un temblor, ni una timidez.
Oscar en cambio, parpadeó.
Jamás Millie le pedía... audiencia.
Nunca se detenía mucho en él.
—¿Ahora? —preguntó un tanto perplejo.
—Si puedes escucharme, sí.
—Permíteme que cambie de ropa —y con aquella media sonrisa suya, que no abría los labios, pero que acentuaba la pequeña cicatriz— Estoy sudoroso y maloliente. Si no te importa que suba a mi cuarto...
—¡Claro que no! Me gusta estar aquí. Hace una tarde apacible, estupenda...
—Gracias, Millie. Bajaré en cinco minutos —y cuando ya iba en el umbral de la puerta encristalada que daba acceso al salón de estar—: ¿Se han ido todos?
—Tus padres, sí.
—¿Y los demás?
—Sandy también. Judy está en su cuarto.
—Bajaré en dos segundos.
Se perdió tras la puerta encristalada.
Millie esperó sin impacientarse.
Ella no sabía por qué todos se sentían algo así como intimidados ante la seriedad de Oscar. Ella no. ¿A qué fin? Oscar era así, porque era así; pero dio múltiples muestras de su inconmensurable humanidad.
CAPÍTULO 03
CASI inmediatamente tenía a Oscar ante sí. Llegaba enfundado en un pantalón de franela gris, una camisa verdosa abierta y un jersey de cuello en pico de una lana cremosa, hecho por su madre aquel invierno.
Tenía el cabello aún mojado, lo cual le indicaba a Millie que se había dado una ducha. La cicatriz menos pronunciada que otras veces. Millie, pensó que hasta la cicatriz le favorecía. Daba a su rostro, si cabe, mayor austeridad.
—¿Fumas? —preguntó alargándole la pitillera.
Millie no era una gran fumadora. Lo era Judy, y debido a eso, ella se habituó al tabaco. Pero igual fumaba que pasaba sin fumar un día entero.
No obstante, tomó un cigarrillo como pura cortesía.
—Tú dirás, Millie.
—A ti no te gusta la vida social.
Así.
Se lo espetaba sin ambages, lo cual no asombraba a Oscar, porque ya que era de toda su familia, y lo curioso era que Millie no pertenecía a la misma, que se atrevía a enfocar las cosas sin rodeos. Por eso le temía un poco.
—No mucho.
—Di que nada.
Sonrió apenas.
La sonrisa no abrió sus labios.
—Poco —dijo abriéndolos apenas.
—¿Por qué?
—¿Estoy obligado a decírtelo?
Ella casi enrojeció.
—¡Oh, no..., no! Pero esta vez, tu fobia a la sociedad, nos castiga a nosotros.
Oscar no se sentó.
Vestido de aquella forma deportiva, aún parecía más alto.
Se apoyó en la balaustrada y cruzó los brazos sin quitar el cigarrillo de los labios.
—¿Tanto te interesa?
—¿Ir a la fiesta de Ann?
—Sí.
—Mucho.
—Tenéis fiestas todos los días —dijo sencillamente—. Bajáis a Calgary todas las tardes —y mirando en torno—. ¿Por qué no habéis bajado hoy?
Millie era sincera.
Terriblemente sincera al modo de ver de Oscar. Por eso le temía un poco.
—Por hablar contigo. Parece ser que no quieres acompañarnos a la fiesta de Ann... No hay tantas millas. Podemos salir a las nueve. Llegar con adelanto y regresar a las tres de la madrugada.
—Está Sandy.
Millie se impacientó.
Sacudió la cabeza nerviosamente.
—Tus padres no nos permiten ir con él.
—Es un buen conductor.
—Pero le gusta beber en las fiestas.
—También a mí.
Millie levantó una ceja interrogante.
—Salvo el whisky que bebes a cierta hora de la tarde, no te he visto beber nunca.
«In mente» le molestaba que ella supiera aquello de él.
Pero no dio muestras de su íntima contrariedad.
—Tendrás que conseguir que mis padres os permitan ir con Sandy.
Fue cuando Millie se alteró un poco. Muy poco, pero lo suficiente para dar a entender que no estaba conforme.
—¿Qué te pasa a ti, respecto a las fiestas sociales? ¿Qué temes?
—¿Temer?
—Eso te pregunto.
—Millie..., me parece que te alteras sin necesidad.
Le dio rabia.
Por eso se levantó y caminó hacia él un poco desafiante.
—Te da miedo o terror, ¿no es eso?
—¡Millie!
—De lo contrario, no sé yo por qué no haces vida social. No eres tan viejo, ¿no? ¿O es que tienes novia y temes que ella se ofenda?
Se calmó como por ensalmo.
—Lo siento, Millie —dijo inalterable— Sé lo mucho que te contraría, pero no pienso acompañaros. Diles a mis padres que envíen a Sandy.
—Ellos dicen que si no vas tú, nunca nos permitirán llegar y regresar en el mismo día de Banff.
—Lo siento.
—Eres...
Iba a dar la vuelta. La miró cegador.
De una forma que la desconcertó.
—Dilo.
No quería decirlo.
Pero en aquel instante, le parecía odioso.
—¡Qué más da! De todos modos, yo trataré de convencer a tus padres. Mil veces prefiero ir con la alegría de Sandy que con tu funeral.
Y fue ella la que dejó la terraza.
Oscar no hizo nada por seguirla.
Apretó las manos en la balaustrada y se quedó allí, mudo y absorto, con el pitillo consumiéndose solo en los labios y la mirada perdida en el confín del paisaje casi árido.
Siempre los veía igual.
Después de la cena, y antes de que Millie se fuera a su casa o se quedara en aquella, y se retirara con Judy al cuarto que compartían las dos, charlaba con Sandy.
Sandy y ella se las componían para salir a la terraza, entre tanto Judy tocaba el piano o la guitarra, donde hacía sus primeros pinitos, y sus padres jugaban la partida. Él tenía los periódicos locales en las rodillas y se liaba a leerlos de cabo a rabo. No sólo porque le interesara, sino porque prefería enfrascarse en la lectura, a ver a Millie con Sandy...
En aquel instante los veía al otro extremo del salón discutiendo en voz baja. Fumaban los dos.
Parecían olvidarse de que no estaban solos en el saloncito, pues de vez en cuando, Millie levantaba la voz.
Palabras sueltas.
«Tienes que conseguirlo».
O...
«No es posible». ¿Se amaban?
Esa pregunta bullía en la mente de Oscar desde hacía algún tiempo. Desde que aquel verano Millie apenas fue por su casa palacio y se quedaba en la suya, como un miembro más de la familia.
Era lo que dolía.
¿Por qué se quedaba allí, si a dos pasos tenía su hogar, donde una docena de criados vivían sólo para complacerla? ¿Por Sandy?
Se puso en pie.
—Oscar —dijo Sandy—, ¿Puedo hablar contigo?
—Tengo que hacer.
Millie estuvo a punto de gritarle algo desagradable. Ella tenía un empeño loco en ir a la fiesta de Ann.
Lo tenía por sí misma, pues había un chico que le gustaba y que sabía se hallaría en la fiesta. Y lo tema, además, por Judy, que estaba citada allí con James. Y por el mismo Sandy.
—Es un segundo, Oscar.
Él debiera querer a su hermano menor. Sí, debiera quererlo. Pero en el interior de su ser, creía que le odiaba por obsequiar tanto a Millie...
¿No era una tontería?
¿Acaso él estaba enamorado de la pupila de su padre?
Era absurdo.
Para su madurez, Millie era una cría estúpida. Una cría que se divertía en fiestas y saraos. Todo lo contrario de lo que a él le gustaba.
Seguramente que, cambiando impresiones con Ted Ketter, se daría cuenta de que lo que sentía o pensaba, era una ridiculez.
—¿Puedes escucharme un segundo? —insistió Sandy.
Oscar temió que sus padres dejaran de jugar para escuchar su negación.
Vio cómo Millie se alejaba hacia el piano ante el cual se sentaba Judy, y decidió escuchar a Sandy.
—Tú dirás.
—¿Salimos?
—¿Tan... grave es?
—Se trata de esa fiesta a la cual no quieres llevar a las niñas.
Frunció el ceño. Casi mordió el cigarrillo.
—¿Qué haces tú, que no puedes ocupar mi lugar?
—No me rebelo contra lo que mis padres suponen. En efecto llevaría el auto hacia Banff de lo más bien. Pero al regreso...
—Las dos saben conducir.
—Oscar, no seas terco, ¡caramba! Tú eres un hombre de peso. Representas algo. Todo el mundo sabe lo maduro que eres. Yo no presumo dé eso.
—¿Acaso insinúas que presumo yo?
—Si presumieras tan solo..., serías tan irresponsable como yo.
Como viera que Oscar hacía intención de alejarse, Sandy no le retuvo. Pero caminó tras él, hacia la terraza.
—Yo no iré.
—Oscar...
—¡No!
—¿Qué te pasa a ti? ¿Iba a notárselo Sandy?
Él, menos que nadie.
Aquello no lo sabría jamás Sandy, ni nadie en absoluto.
Se amansó un poco.
—Comprende —dijo apaciguador en su seriedad casi ofensiva— Tengo que trabajar. Soy un hombre muy ocupado. Por otra parte, esa clase de fiestas me descompone.
—Muchas cosas nos desagradan y las hacemos por los demás. Tú eres el hombre que conoce perfectamente, sus responsabilidades. ¿Vas a decirme que no?
—Está bien —dijo para no dilatar más una conversación que le desagradaba—, mañana te contestaré.
—Recuérdalo. Mañana al mediodía. Más tarde ya no interesa.
Le miró rencoroso y desafiador.
—¿Y si me negara?
—Nadie puede obligarte —dijo Sandy furioso—. Pero yo tendría que considerarte muy injusto. Privar a las chicas de una fiesta..., una fiesta donde se pone de largo su mejor amiga. Yo no cuento. De todos modos, yo iría igual. No creo que a mis veinticuatro años, con un título en el bolsillo y una responsabilidad profesional, se atrevieran nuestros padres a prohibírmelo. Se fue sin responder.
No subió a su cuarto. Siguió adelante hacia su desván, donde tenía el estudio.
Se derrumbó en una hamaca y quedó un poco laso, con los ojos cerrados y el pitillo consumiéndose solo entre los labios.
—Siéntate, Oscar. Nunca tienes problemas a la vista, pero «in mente» estás cargado de ellos.
—Ya sabes lo que hay.
—Díselo.
—¿A Millie? Estás loco. Se reiría de mí.
—¿Y por qué? Una chica puede sentir indiferencia por el hombre que apenas si se fija en ella. Pero la experiencia como médico y como hombre simplemente, me demostró que, si se le dice algo íntimo a esa chica, suele despertarse su interés. Te ve como un ser ajeno a ella sentimentalmente. Después..., sería otra cosa.
—Estás loco. Es... absurdo. Absurdo, sí. ¿Sabes por cuánto yo confesaría esto? Por nada. A ti es distinto. A ti te digo cosas que yo mismo me niego a reconocer. Siempre hemos sido amigos. Tú eres médico y sabes más del ser humano. Yo busco en ti, ayuda para un dilema que me tiene como atrofiado.
—A tus años...
—¿Qué tienen que ver los años? ¿No es acaso un hecho que el amor hace al hombre más maduro, infantil?
Ted Ketter se echó a reír.
Vestía bata blanca. Acababa de recibir al último cuente, cuando la enfermera le anunció la visita de su amigo Oscar Duke. Él apreciaba a Oscar. Juntos asistieron al Instituto de Calgary. Juntos pasaron luego al selectivo, y sólo se separaron, uno, para ir a la Escuela de Ingenieros, el otro, para asistir a la Facultad de Medicina. Pero siempre dispusieron de un rato para verse. Para charlar, para cambiar impresiones de todo tipo.
Y allí estaba, con su dilema. Un dilema al cual, Oscar no estaba habituado. En los treinta años de su vida, jamás se enamoró. Se preguntaba ahora si lo estaba realmente de Millie Koufax.
—Aun así, Oscar. Tú nunca, ni enamorado y ciego como un topo, podrías ser infantil, cuando tu vida está llena de experiencia y madurez. Aborda el tema abiertamente.
El dedo de Oscar fue a caer sobre la cicatriz.
—¿Me has mirado?
Ted abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Tú con complejos?
—¿Y por qué no? ¿Acaso es un mandato del hombre? ¿Puede el hombre, me pregunto yo, huir de ciertas pequeñeces? Yo soy humano, Ted. Estoy lleno de madurez, como tú dices, pero tengo una cicatriz en la cara y esa la ve Millie Koufax. ¿Acaso Millie Koufax es una chica madura, sabedora de que las virtudes morales superan la perfección física? Suponiendo, naturalmente, que ella me considere un ser íntegro, cosa que dudo.
—Aquí se trata de que no quieres llevarlas a la fiesta de Ann, Kelway.
—Eso es lo que no quiero. Me molesta en extremo verla bailar con Sandy.
—¿Tu hermano?
—¿De qué hablan todos los días, a todas horas? Se diría que son dos enamorados —cambió el gesto. Juntó las cejas— Me hiere esa devoción que el uno siente por el otro.
Ted hizo un gesto vago.
Por un segundo, pareció que iba a decir algo, pero de súbito se quedó mudo, contemplando a su amigo con expresión ausente.
—Ted...
—No soy psiquiatra —rió éste— Siempre tuve aficiones a la psiquiatría, pero me especialicé en pediatría.
—Te estás burlando de mí.
—Mira, cuando tenías quince años, yo sabía que ya te entendías con mujeres. Fuiste siempre un zorro joven. Nunca confiaste en mí, pese a la amistad que nos unía. Si tienes tanta experiencia amatoria...
—Te olvidas de Maud Folson...
Ted se inclinó mucho hacia la mesa de escritorio.
Fijó los ojos en el semblante tirante de su amigo.
—¿Aún... así? Aquello dolió mucho.
Oscar agitó la mano en el aire.
—No por lo que tú supones —dijo fríamente— Sólo por el complejo que dejó en mí.
—Escucha, Oscar: Cuando ocurrió el accidente, todos pensamos que quedabas hecho un adefesio. Por muy artistas que fuesen los médicos, yo, como médico asimismo, no creí posible que tu rostro volviera a ser lo que fue. Salvo esa cicatriz que muchos ni notan, has quedado como antes. Pero Maud no lo pensó así. Y fue lo bastante humana como para ser sincera consigo misma. No te quería lo suficiente. Eras guapo y arrogante. Con el rostro deformado, no te quería. Pero, dime. ¿No volvió a ti? Lo sabemos todos. Lo sabemos todos los que te conocemos. Maud hizo lo posible y lo imposible por reanudar vuestras relaciones sentimentales. Ahora me pregunto yo: ¿La has querido lo suficiente?
—Pensaba casarme con ella, hace cuatro años.
—Pero no la amabas. Ahora, esto que sientes por Millie, es diferente. Por eso te duele más. Pero no intentes decirme a mí, ¡a mí!, que los complejos empezaron a despertar en ti cuando Maud dejó de ir a verte al sanatorio.
—¿No tengo motivos?
—No. Dada tu personalidad, no.
Tenía razón.
Con Maud, no. ¿Por qué? Porque seguramente nunca la amó de verdad. En cambio, empezaban a despertar al enamorarse de Millie.
Se puso en pie después de aplastar el cigarrillo.
—Vete con las chicas a Banff —dijo Ted conciliador— Te lo aconsejo. Tú no eres de los que da la espalda a la justicia. Tú estás siempre dispuesto a ayudarles a todos. Imagínate por un segundo, que te niegas a una cosa tan lógica. ¿Quieres que sepa Millie el motivo que te induce a negarte?
—¡Eso no! —salto con fiereza.
—Pues llévalas a Banff.
—Tú has ganado —dijo gravemente—. Las llevaré.
CAPÍTULO 04
DETRAS iban Sandy y Millie.
A su lado, una Judy preciosa, feliz, dicharachera, hablando por cuatro. Él al volante. Mudo, estático, cerrado en un mutismo casi ofensivo.
—Nunca has ido a una fiesta así —decía Sandy graciosamente— Todas las que se celebran en Calgary y a las pocas que vosotras habéis podido asistir, son sosas comparadas a la que esta noche ofrecen los Kelway. Son gente joven aún. Se equiparan a sus hijos. Verás qué divertido.
La charla de Sandy era pesada.
Para Millie, no, que reía feliz. Para él, que los iba oyendo, odiosa.
En un momento dado, no pudo por menos que gritarle:
—¿Quieres callarte? Pareces una cotorra.
Sandy se estiró.
Estaba estupendo en su traje de etiqueta.
Tan estupendo, que a Oscar, tan justo y tan lógico, en contraste le irritaba.
—¿Qué te pasa a ti? No hay quien te aguante de un tiempo a esta parte.
—Si tuviera tan pocas preocupaciones como tú.
—¡Dale! Siempre lo mismo. Pues buenas horas te pasas pintando en tu estudio.
Tuvo que callarse.
Siempre le ocurría igual con Sandy.
¿Por qué tenía él que odiar a su hermano?
Sólo por Millie.
Antes no ocurría así.
Cuando Millie era una niña y él no se había fijado en ella, no sucedía nada de aquello.
Pero Millie había crecido, era ya una mujer y él...
Apretó los labios.
—No hay quien te aguante —seguía diciendo Sandy— ¿No es cierto, chicas?
—Deja a las chicas en paz.
—¿También eso? ¿Por qué diablos has venido? Hubiera sido mejor que nos trajera el chófer de Millie.
—Para regresar tú borracho.
Intervino Millie.
—Estás siendo injusto con tu hermano, Oscar. Yo también te pregunto, ¿qué te pasa?
Ni contestó.
Prefería pasar por grosero, que por lo que era en realidad.
Guardó un mutismo absoluto hasta que el auto se detuvo ante la casa de los Kelway.
Descendió Judy toda vaporosa. Descendió después Sandy, manteniendo la portezuela abierta para que bajara Millie. Él no se movió del asiento.
—¿No entras?
—Luego.
—Pero si saben que vas.
—Luego, he dicho. Aparcaré el auto. Vosotros podéis entrar sin mí.
En la puerta principal de la regia mansión apareció Ann y otra amiga gritando:
—¡Millie, Judy. Qué alegría! Estuve temblando hasta hace cosa de una hora que llamé a vuestra casa y tu madre me dijo que habíais salido.
Ni se fijó en el conductor del auto. Besó a Judy, después a Millie, y luego se quedó mirando a Sandy con los ojos muy abiertos.
—¡Querido Sandy!...
Oscar puso el auto en marcha y se fue a aparcarlo.
Cuando descendió y caminó hacia la casa paso a paso, fumando un cigarrillo con ansiedad, ya no había nadie en la puerta principal.
Mejor.
¿No sería mejor volverse, dar un paseo por Banff y olvidarse de que en la casa de los Kelway daban una fiesta deslumbrante?
Pero, no.
Al día siguiente lo sabría su padre y él iba en representación de sus padres.
Entró.
Se quedó un rato en el umbral del salón observando cuanto pasaba a su alrededor. Hombres vestidos de etiqueta. Melenudos, unos; con pelusa en la nuca otros; los más, vistiendo trajes de etiqueta estrafalarios. Los había con casacas de colores y pantalones brillantes. Unos artistas famosos lucían collares a lo «hippie». Las mujeres, descotadas. Con pantalones largos y casacas del mismo color. Otras, muy descotadas. Las más, llamativas.
Joyas, sonrisas, perfumes caros...
Se quedó apoyado en la columna hasta que le vio el anfitrión.
—¡Oscar, muchacho!
—¡Hola, Richard! —y cortés añadió—, aún no vi a tu esposa.
—Anda loca con los invitados de nuestra hija. ¿Qué te parece esto? ¿No lo consideras una casa de locos? Pero, chico, no pude evadirme. Tuve que hacer lo que me pedían.
Rió, esperando el eco de su joven amigo.
Oscar sólo movió un poco los ojos.
—Por ahí tienes gente conocida a montones, Oscar. Yo no puedo atenderte. Se me amontonan los compromisos.
—Por mí, puedes irte. Ya sabes que me arreglo solo.
—¿De veras me disculpas?
—¡Claro, hombre!
Era sincero.
Prefería verlo todo desde la barrera...
—No me hace caso —se lamentó Sandy, buscando, como siempre, a su paño de lágrimas—. Está con ese Tom Fuchs que no la deja un momento.
Bailaban juntos.
Millie le pasó una mano por la nuca con toda familiaridad.
—Ann no puede amar a Tom.
—¿Y qué hace? Llevo en esta casa más de una hora y sólo pude bailar contigo. Me siento a gusto, Millie, comprende. Pero... estoy locamente enamorado de Ann.
—¿No se lo has dicho?
—¿Te parece a ti que se lo diga, estando como está, en brazos de Tom toda la noche?
—Una hora de la noche, Sandy —rió Millie divertida— Yo te prometí que hoy podrías verla. Mira cómo la saca a bailar tu hermano. ¿Por qué no cambiamos de pareja?
—Con lo seco que es Oscar... Además, no te olvides que baila con ella de compromiso. Porque es la agasajada.
—De todos modos...
—No —casi siseó Sandy heridísimo—. Me revienta hacer el tonto. Sólo tú sabes lo que la quiero. Yo puedo tener fama de frívolo y todo eso, pero desde que era una rata, estoy enamorado de Ann, y si nunca se lo he dicho, es porque la veo tremendamente alejada.
En aquel instante, Millie se encontró con los ojos de Oscar. Ella sonrió, pero Oscar ni siquiera movió los ojos. Siguió bailando con Ann, como si toda su vida se centrara en aquel baile.
—No sé qué le hice a tu hermano —murmuró Millie molesta— Jamás le he visto enrojecer su cicatriz.
Sandy no pudo por menos de reír.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Es que cuando sonríe, se le enrojece.
—¿Se lo has dicho a él?
—¿Crees que estoy loca? A lo que íbamos, Sandy. Yo quiero bailar con otros chicos y tú te pegas a mí toda la noche. Comprende.
—Es verdad. Soy un idiota acaparador. Por hablar de ella... me olvidé que tú tienes derecho a divertirte.
En aquel instante pasaban junto a la pareja formada por Ann y Oscar.
Millie apretó la mano de su pareja.
—¿Lo... digo yo?
—Si te fastidia estar un segundo con mi hermano..., ¿cómo puedes sacrificarte así?
—Tú necesitas bailar con Ann.
—No sé lo que voy a decir.
—¿Eres tonto?
—Ya ves. Tan frívolo, tan desenvuelto, tan «ye yé», y no me atrevo a declararle mi amor. Por nada del mundo, sería yo el hazmerreír de Ann.
—Te tomará en serio.
—Hice demasiadas tonterías por Banff para que nadie me tome en serio. Y Ann lo sabe. La última vez que vine aquí, a esta pequeña ciudad, me sentí con ganas de beber una cuba. Y bebí. ¿Sabes lo que ocurrió al final? Me emborraché e hice el indio. Tuve que dormir en casa de un amigo y todos se enteraron. Ann me despreció olímpicamente.
—¿Te lo dijo ella?
Otra vez pasaban junto a la pareja.
—Me lo dijo un amigo. Si quieres, te repito textualmente el comentario que hizo Ann. «Si es un borrachín estúpido, Si es un muñeco».
—Sandy, si te recibió con alegría.
—La cortesía.
No esperó más.
Oscar pasaba a su lado con Ann en brazos. Se armó de valor.
En realidad, a ella, Oscar la imponía mucho. No de poco tiempo a aquella parte, sino de siempre. Recordó cuando su padre salía de viaje por imperativos de sus muchos negocios y la dejaba en casa de sus amigos los Duke. Oscar, en aquella época, era un estudiante mudo. Casi no hablaba nunca. A ella le imponía su silencio, su forma de mirar recta, pero inmóvil. Su mueca, que nunca cuajaba en sonrisa, y cuando se dijo que era novio de Maud Folson, le asombró, porque no consideraba a Oscar capaz de expresar una frase amorosa. Pero luego, cuando aquello del accidente, Maud lo plantó, como quien dice, públicamente, se sintió casi tan afectada como el mismo Oscar. Nunca lo dijo, esa es la verdad, pero cuantas veces vio a Maud por la ciudad de Calgary, sintió odio hacia ella.
Una cosa era que Oscar no le fuera simpático e incluso le impusiera y le intimidara, y otra, saber y admitir que sufría por una chica como la simple Maud. ¿Por una cicatriz? Si aquélla favorecía a Oscar. Le hacía más duro, más viril, más...
Le tenía allí mismo.
Por eso, armándose de valor, se detuvo y le agarró por el brazo sin pedir permiso a Sandy.
—¿Cambiamos de pareja, Ann?
Esta, en el fondo, lo estaba deseando.
Oscar era demasiado silencioso. Valía para otras chicas más sesudas. En cambio, Sandy era lo que se dice un tarambana, un poco gamberro, pero cuando estaba cuerdo, una se reía con él. Y a ella, en el fondo, le gustaba mucho Sandy. Claro que todas las chicas de Banff y casi de toda la provincia de Alberta, suspiraban por Sandy.
—Bueno —dijo Ann haciéndose la remilgona—. Si tú lo deseas...
Tropezó con los ojos de Oscar.
Fríos y herméticos.
—¿No... quieres tú, Oscar?
—Bueno.
Sandy no decía nada. Pero, contra lo que pudiera pensarse de un chico tan mundano como él, estaba un poco colorado.
Cambiaron de pareja.
Sandy y Ann se fueron.
Ella quedó un poco confusa ante la enorme personalidad de aquel hombre vestido de etiqueta, que era mucho más alto que ella, que conocía de siempre, y que, sin embargo, siempre le parecía extraño.
—¿De veras... quieres bailar? —preguntó sin mover un músculo de su pétreo semblante.
—Creo que lo... demostré.
—Bien —la asió por la cintura— Vamos...
CAPÍTULO 05
COSA rara.
Sintió una sensación desconocida.
Jamás a ella le ocurrió aquello con un chico. Era la primera vez, y que le ocurriera con Oscar, lo consideraba tan raro como inverosímil.
Oscar la oprimió contra sí. Cualquier chico en su lugar, lo hubiese hecho, pero ella experimentó una sensación de pequeñez, y a la vez de turbación. No se atrevió a mover los labios.
No se atrevió a levantar los ojos.
Oscar no pronunció una sola palabra. Bailaba perfectamente. La oprimía como oprimiría a cualquier otra muchacha, pero ella...
Fue fatigoso, molesto, incluso para ella, que siempre se consideró dueña de la situación con un muchacho. Con Oscar, no. Sentía como si de repente le diera vergüenza y una rara ansiedad le hiciera cosquillas en la sangre.
Ni por un momento se atrevió a decirle a Oscar que la soltara un poco. Que no la oprimiera tanto. A ella, particularmente, le parecía poco correcta la forma de bailar de Oscar. Pero tal vez sólo fueran figuraciones suyas, y Oscar bailaba así con todas las chicas.
«Me fijaré después, pensó. Sí, sí, me fijaré».
Pero no respiraba. Le parecía que si respiraba, Oscar iba a mirarla.
La orquesta hizo un alto.
Oscar la soltó con rapidez.
Le pareció que quedaba vacía.
¡Qué rara sensación de excitación!
Claro que no podía decírselo a nadie.
¿No había sido Oscar muy abusón?
¿O hacía así con todas las chicas?
No la miró, cuando finalizó la pieza, pero sí preguntó como al descuido:
—Ahora te irás con Sandy, digo yo.
Le dio rabia que él decidiera lo que tenía que hacer.
—Veremos.
La orquesta empezaba de nuevo.
Todo el mundo salía a la pista cambiando de pareja.
Por eso se alegró mucho cuando vio a Tom galantemente inclinado hacia ella.
—¿Bailamos, Millie?
No miró a Oscar.
Pero sí le dijo:
—¡Hasta luego, Oscar!
Este se alejo sin responder.
—¿Qué le pasa a ése? ¿Habla siempre tanto? Estuvo en el grupo de mi padre, y se limitó a escuchar.
—Es así —dijo riendo nerviosamente.
—¡Pues vaya modo de ser más poco comunicativo! —olvidándose de Oscar— Tenía unas ganas locas de bailar contigo.
—¿Sí?
Seguía con los ojos la figura de Oscar Duke.
Pensó que iría a bailar con otra chica. Deseaba que lo hiciera para observar cómo llevaba a su pareja. Pero, no. Oscar se quedaba recostado en una columna, contemplando con los ojos entornados, los bailarines que se movían en la pista. Ni una sola vez pudo tropezar con sus ojos, ni juzgar cómo bailaba con las demás.
—Mañana pienso ir a Calgary. ¿Podré verte?
Se separó para mirarle.
—Oye, ¿y Ann?
Fue cínico.
Por eso en el fondo, le detestó como a muchos otros.
—No me gusta.
—Estás bailando con ella toda la noche.
—Aun así. Compromisos que uno tiene.
Procuró dejarle tan pronto se le presentó la ocasión. Tenía bastante en qué pensar. No en Tom, por supuesto, sino en aquella rara sensación que Oscar dejó en ella.
Fue escurriéndose como pudo, hasta llegar a la columna donde Oscar se apoyaba.
—¿No te aburres? —preguntó haciéndose la valiente.
—No —brevemente.
—Estás ahí... sin bailar.
—También tú.
—Yo estoy cansada.
Se vio obligado a invitarla a descansar.
—Si quieres tomar algo o dar una vuelta... Aquí hace mucho calor.
—Gracias. Te lo agradezco, sí.
Echaron a andar uno cerca de otro.
Judy pasó bailando con James.
—Oye, ¿no bailas? —y riendo—: ¿No te aburres ahí con el soso de Oscar?
No se aburría. De repente, no sabía por qué razón, casi estaba por asegurar que necesitaba el silencio de Oscar.
Movió la cabeza denegando y siguió a Oscar hacia la terraza.
—Si deseas quedar aquí...
—Prefiero pasear por el jardín.
—Está oscuro.
—Veo lo suficiente.
Se lanzaron al jardín, uno seguido de otro.
Ella sintió como un escalofrío. Su modelo de noche blanco, descotado, no ofrecía ni un poco de calor.
—Si tienes frío...
Le dio vergüenza admitir que lo tenía. Cruzó los brazos en el pecho, hasta tocar las dos manos cruzándose en la espalda.
—¡Claro que no!
Se diría que ambos, por lo que fuese, no sabían hablar o no querían. Ella, no, por supuesto. Millie era habladora; Oscar, guardaba un silencio hostil.
Millie, nerviosamente, sin dejar de caminar bajo el rocío de la noche, con los brazos protegiendo el pecho, exclamó riendo:
—Parecemos mudos.
—No lo somos.
—Pero lo parecemos.
—Sí.
—A ti no te gusta hablar —dijo sin preguntar.
—No.
—¿Por qué?
—No sé. No me gusta.
—Antes hablabas más.
—Sí.
Era inútil sacarle más palabras.
De repente se detuvo junto a un macizo.
Tropezó con él.
Oscar la sujetó por el brazo.
—Por nada te caes —dijo roncamente.
—Sí.
Y, aturdida, se libró de los dedos que la sujetaban.
Giró en redondo y siguió caminando. Delante de sí, veía proyectada la sombra altísima de Oscar.
No se atrevió a mirar hacia atrás. Dieron vueltas y vueltas en torno a los macizos. Tanto así, que de repente, ella volvió a tropezar, como si estuviese mareada o muerta de frío.
Oscar la sujetó de nuevo. Y de nuevo volvió a decir, con voz impersonal:
—Por nada te caes.
Esta vez, Millie no trató de rescatar su brazo. Pero preguntó quedamente:
—¿Tienes algo contra mí?
Lo tenía.
Pero no iba a decirlo.
La imagen de su hermano bailando media noche con ella, era una clara réplica a su interrogante.
—No.
—Lo parece.
—Pues no.
No soltaba el brazo femenino.
Millie, nerviosa, se echó un poco hacia adelante.
—Lo parece.
Le acercó la cara al decirlo. Fue simple, para él inevitable. ¿Por qué lo hizo?
¿Porque deseaba fervientemente hacerlo, o por dañarla?
La sujetó por los hombros. La besó largamente. Después la soltó.
Millie quedó como incrustada contra el macizo. Fue a decir algo, pero vio la alta figura girar y perderse en la oscuridad.
—¡Oscar! —llamó.
Silencio.
La figura masculina se alejaba más y más.
—¡Oscar! —gritó ya.
La misma respuesta.
Quedó tensa. Lasa.
Como si miles de cosas le pasaran por la mente. ¿Estaba loco?
¿Qué diría su padre si lo supiera? ¿Era así como protegía a la hija de su jefe? ¿Aunque el jefe estuviera muerto?
Aún llamó como un siseo:
—¡Oscar...!
La figura se desvaneció allá lejos. No entró en el salón.
Le vio cruzar por un recodo y salir hacia la verja.
¿Cobarde?
¿Por qué?
¿Por qué un hombre, que ella consideraba valiente, se comportaba como un cobarde?
No fue capaz de regresar al salón inmediatamente. Paso a paso se internó más en el jardín...
CAPÍTULO 06
NO SE dio cuenta de que las horas pasaban y de que ella estaba muriéndose de frío. Frío por dentro y frío por fuera. Frío moral y frío físico.
Oyó que alguien la llamaba.
—¡Millie, Millie!
No supo cómo salir del cenador y, paso a paso, como si arrastrara los pies, se dirigió a las escaleras principales desde cuyo lugar partía la voz que la llamaba.
Era Judy.
Seguramente estaba impaciente por ella. ¿Qué le había pasado? ¿Cuánto tiempo llevaba allí?
—¡Millie!...
—Estoy... aquí.
La sombra de Judy se precipitó hacia ella.
La sujetó por un brazo. Le tocó la cara.
—¡Dios mío! —exclamó Judy alarmada— Estás helada. ¿Dónde has estado? ¿Y por qué te has ido del salón? Hace más de una hora que Sandy y yo te buscamos. ¿Sabes la hora que es?
La sujetaba por los hombros, la apretaba contra sí y con ternura muy propia de Judy, le acariciaba el rostro.
—¡Oh, Dios mío, Millie, pero si pareces alelada! ¿Te ocurrió algo? Estabas bailando con Oscar, ¿no? Fue la última vez que te vi. Yo pensé que estabas con él, pese a su sosería. Le anduve buscando también, aunque de ese no me preocupo demasiado. Es tan desconcertante... ¿Ha sido capaz de dejarte sola? O, no. Le dejarías tú a él, sin duda.
Mejor que hablara tanto Judy. Así no tenía ella que dar explicaciones. Judy siempre hacía igual cuando se ponía nerviosa.
—¿Qué hora crees que es? Todos están yéndose. Si no has disfrutado de la fiesta. Total, apenas si bailaste con Tom y Sandy... A propósito. ¿Has reñido con él?
Movió la cabeza denegando.
Sandy apareció en aquel instante sofocado y violentísimo. Al ver a Millie exclamó ahogándose:
—Al fin. ¿Sabes que hace más de una hora que Judy y yo te buscamos?
—Perdona...
Uno la asía por un brazo y el otro por la mano.
—Estás helada —decía Sandy— ¿A quién se le ocurre salir al jardín sin capa?
Se la puso él por los hombros y se los oprimió con ternura.
—Vaya susto que nos has dado, Millie. ¿Por qué has salido al jardín? La noche es muy fresca. Y has estado bajo el rocío casi dos horas.
—¿Nos... vamos ya? —preguntó únicamente.
Tenía una voz hueca.
¿Dónde estuvo?
Apenas si lo sabía.
Ni pensar pudo. Estaba como atrofiada. ¿Decirles a ellos lo que había ocurrido? No. Sería como condenar a Oscar. Sería enfrentar a Oscar con Fred Duke. Y ella conocía bien al capataz de las minas de su padre. Fred siempre fue, dentro de su casi humilde categoría profesional, todo un hombre, todo un caballero, lleno de dignidad y de agradecimiento. Por eso su padre, conociéndole bien, desdeñó a sus amigos más poderosos y la dejó a ella bajo la tutela paternal de Fred Duke.
¿Enfrentar a éste con su hijo mayor? Sería una... crueldad, que, por mucho que mereciera Oscar, nunca ella buscaría la desavenencia entre padre e hijo.
Pero ella..., ella...
Con aquel dolor. Con aquella herida.
Con aquella inquietud que nacía de repente como si la magullara sin piedad.
—Estás alelada, Millie —susurró Judy más calmada.
Y Sandy, sin esperar respuesta, añadió:
—¿Te ocurrió algo?
—No, no —se agitó—. No, claro que no. He salido. Tenía calor... dentro... Empecé a pasear por el jardín... Y ni cuenta me di de que tenía frío.
—Ya nos hemos despedido de todos —siseó Sandy tirando de ella hacia la avenida, al otro lado de la cual aún quedaban autos esperando por sus dueños—. Como temí que te fueses con Oscar —añadió Sandy—, me despedí de los anfitriones en tu nombre. Estás disculpada.
Judy miró en aquel instante en torno a sí.
—¿Y Oscar?
Lo dijo Sandy.
—Buscando a Millie, fui al auto nuestro aparcado al otro lado de la verja. Allí estaba Oscar fumando incansable. Dijo que no te había visto.
Después, tirando de Millie:
—Vamos al auto. Oscar nos está esperando —Oprimió a Millie contra sí—. Estás helada, criatura. Nunca se te ocurra salir a un jardín en una noche casi helada.
El auto estaba a dos pasos.
Subieron ambos. Judy detrás. Los tres se acomodaron en la parte de atrás, dejando a Millie en medio. Óscar no dijo ni una palabra. Puso el auto en marcha y fumó aprisa. Judy y Sandy hablaron mucho. De vez en cuando le preguntaban algo a ella, pero Millie contestaba con monosílabos. «Sí, no, bueno, claro...»
La dejaron por inútil.
Sandy le dijo al fin:
—Apoya la cabeza en mi hombro, Millie: Estás cansada. En realidad, no estás habituada a estas fiestas tan prolongadas.
Fue un viaje odioso.
Un viaje que nunca, jamás olvidaría. La charla de Judy, un poco atropellada, como siempre. Sandy contando incidentes graciosos. Oscar, silencioso, como si en su silencio los despreciara a los tres. Y el único digno de desprecio, pensaba Millie, era él...
Míster Duke se quedó mirando a su hijo mayor con expresión rara.
—¿No has subido aún?
Oscar fumaba.
La cicatriz que adulteraba un poco la tersura de su mejilla parecía más pálida aquella tarde.
—¿Por qué he de subir?
—Te olvidas de muchas cosas. Puedes ser ingeniero. Puedes tener treinta años. Pudiste haber sufrido un duro desengaño y haber tenido un accidente. Pero estás obligado a interesarte por la salud de Millie.
—Ya sé que está mejor.
—Pero también sabes —intervino la madre— que ha venido el médico. Que estuvo a punto de pillar una pulmonía y que tendrá que guardar cama dos o tres días.
—Mamá, por favor, ¿qué tengo yo que ver en todo esto? Está enferma, de acuerdo. Es hija de un hombre a quien se lo debemos todo, de acuerdo. Pero..., ¿no estáis vosotros ahí, ocupándoos de ella todo el día? ¿No está Judy en su cuarto? ¿No pasa Sandy la mayor parte del día a su lado? ¿No vienen todos los amigos a verla? Esto parece un bacanal. No veo más que desfilar gente y más gente joven.
—¿También eso te molesta? —se alteró Fred Duke—. No te entiendo, Oscar. Eres mi hijo mayor. Estás obligado a ser más cortés, más galante y más respetuoso que ninguno de mis hijos. Y, sin embargo, te portas como un mal educado. Es lo raro, porque antes no eras así.
—Por favor —volvió a decir impacientándose—: No me gustan los remilgos. Detesto esas frases corteses que jamás dicen nada. Que cualquiera nota que están vacías. Que son sólo palabras sin expresión sincera.
—¿Por qué, Oscar?
La pregunta indefinida de su madre le desconcertó.
Acababa de llegar de la mina. Había ido a comer a casa, se había sentado a la mesa. Conoció allí, cuando empezaba a comer la sopa, la enfermedad de Millie. ¿Qué pudo hacer? ¿Acaso le quedaba a él algo que hacer? ¿Disculparse ante ella? No, claro que no. Para disculparse, tendría que ser sincero, y ser la risa de Millie... Nunca.
Se fue a la mina de nuevo sin subir a verla. Y ahora, anochecido ya, estaba de nuevo en casa, oyendo a su padre reprobador.
—Me parece que tendré que explicarte de nuevo cómo llegamos aquí tu madre y yo. ¿Lo has olvidado? No sé qué filósofo dijo «que el que es desagradecido, es mal nacido». ¿Eres tú de esos?
—Si subiera a ver a Millie por agradecimiento a lo que su padre hizo por ti, sería yo un ente absurdo. Un embustero. ¿Qué puede importarle a Millie que tú, yo, todos, le agradezcamos una cosa que ya pasó a la historia? Está dentro si quieres, papá. Pero no me hagas manifestarla, porque sería ofrecer una migaja miserable a quien no merece nuestro agradecimiento, sino nuestro cariño.
Los dos, madre y padre, quedaron un poco cortados.
—Pues por ese cariño —adujo la dama molesta—, sube a preguntar cómo se encuentra.
Lo dijo rotundo.
—No.
—Millie pensará que tienes algo contra ella.
¿Y no lo tenía?
Claro que lo tenía. Que tuviera la culpa Millie o la tuviera él mismo, ¿qué importaba?
Se dirigió a la puerta.
Su padre llamó furioso:
—¡Oscar!
Se volvió apenas desde el umbral.
Desde que ocurrió lo de Maud, no lo comprendían. Se había endurecido. No para sus obreros o empleados. Para la vida misma en el hogar. En la mina parecía que se olvidaba de su dolor personal y se consagraba humanamente a su trabajo. En la casa, allí, entre todos ellos, parecía un ogro. Un ser mudo, o si hablaba, era para condenar todo lo incondenable.
—Tengo algo que hacer en mi despacho, papá.
—¿No subes a ver a Millie?
—No.
—Así..., rotundo —murmuró la madre.
—Rotundo.
—Se ha quedado en casa. No podíamos enviarla a la suya sabiéndola enferma. Tú lo has presenciado todo cuando llegasteis a casa al amanecer.
No lo olvidaría.
Fue un viaje odioso.
Se fue sin responder y se metió en su despacho, cerrando por dentro.
Se sentó en el sillón giratorio y hundió la cabeza entre las manos.
El silencio de Millie durante el viaje, anteriormente la búsqueda de Sandy. El deseo suyo de salir corriendo gritando su nombre, pero la fuerte voluntad clavándolo en el auto como si nada le agitara. Como si aquella ansiedad que sentía no fuese como un volcán en erupción. Y doblegándola allí como si todo en su ser, fuese fuerza de contención a la angustia que agitaba.
Después, el viaje. Aquellos ojos fijos en el espejo retrovisor. Aquellos ojos negros, enormes, interrogando.
Después, la charla de Sandy cansando. La de Judy, entorpeciendo. Su silencio y el ofensivo silencio de Millie. Luego, más tarde, bastante más tarde, la llegada a casa. La palidez de Millie y la ansiedad de Judy preguntándole qué tenía.
Él no quiso saber.
No podía saber sin gritar.
Por eso oyó el debate de lejos. Por eso, como un cobarde desalmado, se metió en su despacho, donde estaba ahora, y cubrió el rostro entre las manos.
Un beso no tenía importancia. Con otra mujer, o miles de mujeres, no; pero con Millie era distinto. Él no tuvo derecho. Él nunca debió' de hacerlo.
CAPÍTULO 07
OSCAR no subió a verte —dijo Judy quejosa.
—Me levanto mañana —replicó Millie evasiva.
—Pero, Oscar... Papá está furioso, ¿sabes? Pero no debes guardarle rencor a Oscar. Ya sabes cómo quedó desde que Maud le dejó...
—Oscar es un hombre muy ocupado —dijo Millie con voz rara que no captó su amiga— Lleva todo el peso de las minas. Comprende... No puede perder el tiempo visitándome a mí. Además, ya sabe que tengo sólo un resfriado sin importancia.
—Es que Oscar es distinto a como era antes —siseó Judy pensativa.
—Sí.
—¿Crees que pudo dolerle tanto lo de Maud?
—Puede.
—Pero es absurdo. Maud anduvo tras él, qué se yo el tiempo. Aun ahora, cuando Oscar baja a
Calgary, y va al club, Maud se le pega como una ostra. Es decir, él puede tener a Maud cuando quiera. Casarse con ella, dejarla... Maud está enamorada de él.
—Pero tu hermano es... como esto —y golpeó la pared.
Judy rió.
—Es verdad. Tiene un carácter difícil. ¿Lo comprendes tú, Millie?
Se puso en guardia.
No lo comprendía. Pero aunque lo comprendiera... no se lo diría a Judy.
—Nunca me detuve...
—Claro. Es raro. Cuando crees que va a sonreír, igual te manda al diablo. Parece imposible que todos los mineros e incluso sus familiares, le quieran tanto. Dicen que están organizando una fiesta para darle un homenaje.
—¡Ah!
—¿No lo has oído?
—No.
—Pues es así. Ayer noche le decía papá, lamentándose de que Oscar no subiera a verte. Decía papá, que es distinto fuera a como es en casa. Que todos los empleados le adoran. Que, tanto es así, que le están preparando la fiesta que te he dicho.
—¿Lo sabe Oscar?
—¡Claro que no!
—Pues creo que no la querrá.
—Cuando esté organizada... tendrá que admitirla. Tal vez si fuéramos nosotros, nos mandara al diablo. Pero se trata de sus obreros y empleados.
Todos le adoran. Oscar es de una humanidad sorprendente para ellos.
La llegada de un grupo de gente joven cortó la conversación.
Todos hablaban a la vez.
Judy decía, gritando para hacerse oír.
—¿Es cierto eso, Millie? ¿Que te levantas mañana? Y pasado podrás ir al club a bailar.
—El médico lo dijo así.
Una joven rubia buscaba en torno.
—¿Dónde está Sandy? ¿No ha venido aún?
—Está en la mina.
—Pero si debió regresar ya. Encontramos a unos grupos de mineros hacia sus casas.
La conversación se generalizó.
Judy sirvió después una merienda para todos. Terminaron poniendo discos y bailando.
—Si nos viera papá —decía Judy—, nos echaría de aquí.
—¿Por qué? —preguntó James.
Judy le guiño un ojo.
—Porque él pensaría que estamos cansando a Millie.
—No me cansáis —exclamó ésta.
Y tenía razón.
No podía soportar la soledad. Era... como un cilicio.
Evocar de nuevo aquella escena. A Oscar delante. El frío traspasándole los huesos y a Oscar apresándola en sus brazos, haciéndole sentir todo el peso turbador de sus músculos. Su inconmensurable virilidad. ¿Por qué? Ella vivía tranquila. Ella no pensaba en Oscar, y desde entonces, llevaba tres días que no cabía en sí de ansiedad.
Que no pensara Oscar que la cosa iba a quedar así. ¡Oh, no! Tendría que responsabilizarse de aquello. Al menos, dar una explicación plausible. Si otro muchacho la besa, ella se hubiese ofendido, pero la cosa no pasaría a mayores. Con Oscar era distinto. Oscar le imponía respeto. Oscar era como su hermano. Oscar... tenía el deber de respetarla por encima de todo, y si la había besado, existiría una causa...
—Prefiero que sigáis poniendo música —dijo, deteniendo sus pensamientos.
Sandy dejó su oficina.
Sabía que debía bajar cuanto antes de la montaña donde estaban enclavadas las minas, al valle donde se hallaba enclavada la residencia de su padre y la de Millie.
Pero no pensaba bajar, sin pasar antes por el despacho del director de las minas.
Por eso atravesó grandes pasillos, dejó atrás una galería y se adentro en la oficina central, especie de pabellón hecho de hormigón armado y madera.
Ya no quedaba nadie, excepto una secretaria que en aquel momento se ponía el abrigo, para bajar en el funicular.
—¿Se ha ido míster Duke?
—No, señor —dijo la secretaria haciéndose mieles, pues todas suspiraban por Sandy—, aún se halla en su oficina.
—Gracias.
Le hizo una carantoña.
No podía pasar sin hacer o decir algo. Era lo que Oscar odiaba en él. Su juventud, su exuberancia, su don de gentes. La adoración que todas las chicas sentían por él.
Claro que todo eso lo hubiera olvidado, pero estaba Millie. Y ella suspiraba por Sandy más que nadie...
—¿Puedo pasar, Oscar?
Silencio al otro lado. Después..., una voz ronca, diciendo:
—Pasa.
Sandy empujó la puerta.
Se quedó un segundo clavado en el umbral.
—No me esperabas.
Oscar no se movió de tras la mesa. Era el jefe de todo, y, sin embargo, era el último en dejar la mina. Hasta que no entraba el último turno, jamás i dejaba su oficina.
—No te quedes ahí —dijo—. Pasa y cierra.
Sandy obedeció. No se sentó. Quedóse de pie, mirando a su hermano con expresión censora.
—¿Sabes cuántos días lleva Millie en una cama de nuestra casa?
—¿Sabes tú, cuántas toneladas de carbón salieron esta semana de las entrañas de esta montaña?
La pregunta desconcertante le alteró más.
—¿Por qué comparas una cosa con otra?
—Porque para ti es muy fácil manejar papeles. Para mí es más difícil entrar en las galenas y mirarlo todo. Tengo que tener en cuenta que la mina dé un rendimiento adecuado. Tu trabajo es de rutina. El mío es muy distinto. Por eso tienes más tiempo para visitar a Millie. Yo, cuando llego a casa, tengo encerrarme en el despacho y continúo trabajando. Y aun en mi lecho, sigue mi cabeza dando vueltas. ¿Es una clara respuesta para ti? —y aún añadió, cosa insólita en él, que jamás pronunciaba dos palabras seguidas—: No pretendo con ello justificarme. Si cuando se levante Millie considera que me he portado como un grosero, trataré de disculparme, si creo que debo hacerlo. Porque si lo que ella diga, si es que dice algo, no es de mi gusto, tampoco le contestaré.
—Eres un animal, Oscar. No sabes ser un hombre sociable. No conoces las reglas de la cortesía.
—Conozco las del trabajo, que para Millie, creo yo, también son importantes. ¿No cuido de sus intereses?
—No estamos hablando de sus intereses. Hablamos de Millie, a secas.
—Estás tú.
—¿Yo? ¿Qué quieres decir?
Nada.
No pensaba aclarar la cuestión.
Todos los días le imaginaba besando a Millie, y cada vez que le imaginaba, sentía un odio mortal. Él no era un homicida, y sin embargo..., muchas veces se veía obligado a apretar los puños para evitar un crimen.
Así era él.
Introvertido.
Reconcentrado.
Vi viendo hacia adentro.
Pero viviendo con una fuerza y una intensidad que se asombrarían todos si le conocieran tal como era.
En cambio, nadie podía decir que fuese así. Su apariencia fría cortaba a cualquiera. Sólo por sus obras podía suponerse que era un hombre emotivo...
—Te estás portando como un cargador de muelle.
—¿Y por qué no como un minero? —rió entre dientes.
—¿Qué te hizo ella?
—Por favor, Sandy. Lárgate. Tengo demasiadas cosas que hacer.
—Así.
—¿Cómo así?
—Sin importarte un bledo la salud de Millie.
—¡Oh, no! —murmuró cachazudo—. Eso no, hombre. Por ti, por mamá, por papá, por Judy, sé cómo va la salud de Millie. Por otra parte, cuando yo llego a casa, al anochecer, se filtra la música por las ventanas abiertas y la algarabía de los amigos. Una enferma que puede escuchar ese tipo de música y puede ver bailar a sus amigos, no está muy enferma... —y sin transición—: ¿Ahora..., puedes largarte?
—Se diría que nos odias a todos.
No era así.
Él no quería que fuese así, pero en el fondo...
Encendió un cigarrillo y fumó muy aprisa.
Sandy giró en redondo y se fue, pisando muy fuerte.
—Nunca te comprenderé —se iba diciendo en voz clara y vibrante—. Y lo curioso es que antes creía conocerte. Pero, desde el accidente..., pareces un acomplejado.
Era lo que era.
Un acomplejado.
Por Maud, por la cicatriz, por el amor que sentía por Millie...
CAPÍTULO 08
HOY puedes salir —dijo Judy feliz—. ¿Qué te parece si fuésemos al centro? Estamos citadas con los amigos. Tan pronto llegue Sandy, podemos marcharnos. No pensaba hacerlo.
Estaba levantada desde el día anterior. Se sentía perfectamente bien. Había salido al jardín al mediodía y pensaba ver a Oscar a la hora de comer. Pero, cuando todos se sentaron a la mesa, una doncella advirtió que el señorito Oscar no pasaría a comer, debido a una comida que tenía en Calgary con unos clientes.
—Siempre igual —masculló Sandy como herido—. Yo no sé qué le han hecho a Oscar. Antes era más sociable. Ahora, parece un acomplejado.
Su padre dijo no sé qué disculpándole y añadió que tenía demasiadas responsabilidades.
Aquella noche se acostó temprano. Fred y Eva hubieron de salir a Edmonton por asuntos de negocios. No regresarían por lo menos en dos días.
Ella pensó regresar a su casa-palacio. Estaba a pocos metros. Alzada sobre un valle inmenso, pero era demasiada la soledad en aquel palacio, aunque estuviera lleno de criados que la conocían de toda la vida.
Por eso prefería siempre la casa de sus tutores. La compañía de Judy, la charla de Sandy...
—¿No te vistes? —preguntó Judy casi impaciente— Yo quedé con James... en el centro.
—No me visto, Judy. Pero me disgustarías mucho si te quedas en casa por mí —dijo, deteniendo sus pensamientos.
—¿Irme sola?
—Tienes un auto en la puerta.
—Sin ti, no.
Tenía que convencerla.
Sandy no regresaría hasta el amanecer. Era su día libre. Se iba al anochecer y. jamás regresaba los jueves, antes de las cinco de la madrugada. Era el único día que no las llevaba a ellas.
Judy, si se iba, regresaría a las once de la noche con James. Era, pues, la ocasión para abordar a Oscar.
Tenía que hacerlo.
No podría vivir tranquila mientras no lo hiciera.
—Sin mí, sí —insistió terca— Yo no puedo irme hoy. Prefiero quedarme aquí leyendo. Además, luego regresará Oscar.
—¿Oscar? —casi bramó Judy— Si no ha subido a verte.
—A vosotros, eso os saca de quicio. A mí, me parece natural. ¿Estuve sola en algún momento? No. Por tanto, Oscar nada haría en mi cuarto. Sabía por vosotros cómo me encontraba. ¿Para qué molestarme?
—Te pareces un poco a él.
Rió.
Fue una respuesta ambigua que conformó a Judy.
—De todos modos, si cuando vuelvan los papas saben que te dejé sola...
—Tú, tranquila. No lo sabrán jamás.
—Millie, que me tientas.
—¿No estás muy enamorada de James? ¿No has quedado en verte con él?
—Sí.
—Pues vete.
Tardó en convencerla, pero al fin lo logró. No era difícil convencer a Judy cuando estaba deseando algo con todas sus fuerzas.
La vio irse en el auto color cereza.
Entonces subió a su cuarto y se sentó junto a la ventana.
Conocía las costumbres de Oscar. Nunca se fijó mucho en ellas, pero a la sazón, cuando pensaba en él, y pensaba constantemente, por lo mucho que la inquietó lo sucedido, pensaba en todo lo que habitualmente hacía el hijo mayor de su tutor.
Llegaba tarde, a las ocho casi siempre. Bajaba en auto, o si estaba buen tiempo, a caballo. Entraba en casa, y, seguidamente, sin saludar a su familia, se iba a su cuarto. Se daba una ducha. Cambiaba la ropa de la mina por otra más ligera. Y después hacía una de estas dos cosas: O se metía en su despacho, lugar asequible para ella, o subía al desván y se entretenía en su afición predilecta. Pintar.
Lo que pintaba Oscar, nadie lo sabía. Tenía un gran armario empotrado que tomaba toda la fachada. Y, una vez perfeccionados sus cuadros, los encerraba allí y jamás los veía nadie.
Aquella tarde esperó.
Eran las ocho menos cuarto cuando lo vio aparecer, jinete en el pura sangre blanco.
Erguido en la silla, parecía un reyezuelo. Millie se preguntó de qué color estaría su cicatriz aquel día. También pensó en Maud... Era una mujer hermosa. No una niña. Tendría por lo menos veintiséis años. Fue novia de Oscar durante tres, por lo menos. ¿La seguiría amando?
¿Sería ese el motivo de su carácter más bien amargado?
Posiblemente. Pero esto no disculparía su proceder para con ella.
Lo vio atravesar el parque e internarse en las caballerizas.
Casi en seguida lo vio salir a pie, agitando la fusta sobre una de las altas botas que abombaban los calzones de montar.
Se perdió en la casa.
Esta no era muy grande, apaisada, de dos plantas tan sólo. Los salones abajo, los despachos, las salitas de estar, y en el segundo piso, separado del primero por seis anchos escalones, los dormitorios. Por eso, al salir al pasillo, oyó las pisadas de Oscar, fuertes y vigorosas como él.
Tenía aspecto rudo.
No era elegante, ni siquiera apolíneo. Pero tenía una virilidad inconmensurable.
Fue después.
Casi una hora después, cuando oyó la puerta del desván cerrarse tras los pasos menos recios, lo cual le hizo suponer que calzaba zapatos y no botas.
No esperó más.
Ella vestía unos pantalones largos, una chaqueta de punto abotonada hasta el principio del seno. Calzaba zapatos bajos. Llevaba el cabello trenzado en una sola coleta.
Así ascendió sin titubear.
No era ella muchacha que se cohibiera. Cierto que Oscar le imponía, pero tenía algo que aclarar y pensaba hacerlo.
Claro qué si ella no lo hiciera, era evidente que Oscar jamás se disculparía.
Subió uno a uno los escalones que la separaban del desván. Cuando llegó ante la puerta cerrada, pensó entrar sin llamar. Pero luego tuvo miedo. Miedo del descarado de Oscar, de su hiriente franqueza. De su media sonrisa ofensiva.
Por eso tocó con los nudillos.
Hubo un silencio.
¿Desconcierto allí dentro?
Es posible.
Él sabía a sus padres fuera. Sabía también que era jueves y Sandy no paraba en casa en su día libre. En cuando a Judy y ella... las imaginaba en el centro con Sandy. Eso ocurría con frecuencia, Sandy se iba con ellas, pero jamás regresaba a la misma hora, si bien eso tal vez lo ignorase Oscar, puesto que él, era hombre de buenas costumbres y se retiraba temprano a su cuarto, para levantarse al amanecer.
Volvió a tocar con los nudillos.
Nadie respondió al otro lado.
Pero Millie, un poco temblorosa, oyó sus pasos recios avanzar.
Se abrió la puerta.
—Soy... yo.
—¡Ah!
Un silencio embarazoso.
Una mirada oscura indefinible.
Después...
—¿Qué deseas? ¿No has salido? ¿Ya... estás bien? ¿Por qué no has salido?
—Son... muchas preguntas para contestar así... aquí... incómoda de pie.
Él abrió la puerta.
Estaba en mangas de camisa. Vestía un pantalón gris.
—¿Quieres... entrar... aquí?
—Sí.
—¿Por qué?
Titubeó.
Hubo como un destello en las pupilas ardientes.
—¿No crees que... debes justificarte?
—Pasa —dijo tan sólo.
Después, él mismo cerró la puerta.
Millie cruzó el desván. Al fondo había una lámpara y un sofá.
Se dejó caer en él pesadamente. Cruzó una pierna sobre otra.
—No soporto las situaciones equívocas —dijo sofocada por la mirada que Oscar fijó en ella insistentemente— No soy capaz de asimilar una situación confusa.
Oscar no se sentó.
De pie, se diría que pretendía crecer. Tieso, casi rígido, la miraba sin parpadear, como aquel que oye una pregunta y está pensando la respuesta.
—Si no te sientas —añadió ella nerviosamente—, tendré que levantarme yo.
Inmediatamente, Oscar se dejó caer frente a ella.
—Si lo dices porque no subí a verte...
—No —cortó—. Había un ardiente apasionamiento en aquel «no» casi violento.
Oscar, levantó una ceja.
¿Era un cínico? ¿O era tonto?
¿O es que ella soñó con aquella visión turbadora? Oscar en el jardín junto a ella. Oscuro todo. Tan sólo una luz partiendo de los salones, desparramándose por los rincones del jardín, sin llegar a todos. Y después... los labios de Óscar casi clavados en los suyos, produciendo aquella sensación de pequeñez...
¿Acaso todo había sido un sueño?
No.
Ella era una mujer real, y jamás soñaba cosas absurdas.
—No necesitaba tu visita —dijo fuerte, demasiado fuerte—. En absoluto la necesitaba. Me molestaría verte en aquellos instantes. No me conoces bien, o tal vez me conoces demasiado. No lo sé, ni me importa mucho —hizo una pausa que él, tercamente, no interrumpió. Pero, seguidamente, volvió a decir—: Me has besado. ¿Por qué razón me has besado tú?
Oscar no se movió.
Se diría que el asunto no iba con él, pero la seca respuesta demostró lo contrario.
—Soy un hombre.
—¿Es esa tu razón?
—¿No puede serlo?
—No —rotunda, casi furiosa— No lo puede ser, porque yo, en ningún momento te di motivos para que me faltaras al respeto.
—No te falté. Te besé tan sólo.
—No tienes ni una disculpa.
—¿Por qué había de tenerla?
—¿No lo has pensado?
—¿Pensado, qué?
—Soy la pupila de tu padre. Me he criado con vosotros. Seguí día a día tu enfermedad, cuando tuviste el accidente. Tonta de mí, que me dolió que Maud te hiciera aquello. ¿No es bastante?
CAPÍTULO 09
SE diría que Oscar iba a estallar.
Todos sus complejos, y no cabía duda de que, pese a su enorme personalidad, tenía muchos, se agolpaban hiriendo su cerebro. La cicatriz, apenas visible bajo la piel rasurada, cuya oscuridad cubría en parte la cicatriz, estaba blanquecina, lo cual le indicó a Millie que la indignación, el dolor o la rabia, estaban a punto de hacer mella en él. Pero no fue así.
Si hubo rabia, indignación o dolor, se lo tragó, masculló y digirió él sólito.
Cruzó una pierna sobre otra. Encendió un cigarrillo y fumó aprisa, sin ofrecerle a ella.
—¿No tienes nada que decir?
—Sigo diciendo lo mismo. La noche, tu belleza, el momento, no sé. ¿Quieres más disculpa?
—No es suficiente.
Oscar se puso al fin en pie.
De espalda a ella, preguntó de modo raro.
—¿Qué prefieres que te diga? ¿Que te amo?
—Sería una mentira impropia de ti, y sería, al mismo tiempo, como es el hecho de tu acción, una villanía que yo no concebía en tu carácter.
—Me das demasiada importancia.
Se volvió.
Tenía la expresión inmóvil.
Fue para Millie más ofensivo que un montón de disculpas juntas.
—Nunca me besó un hombre —dijo fuerte, vibrante de apasionamiento—. ¿Por qué habías de ser tú el primero? ¿Por qué? Yo no te lo hubiese permitido de conocer tu intención.
No se alteró tampoco.
O estaba muy habituado a fingir, o era un redomado cínico. Pero ella no lo consideró ni lo uno ni lo otro. Le constaba que Oscar era hombre profundamente sincero. Y le constaba asimismo, que jamás se portó como un cínico.
Por eso la desconcertó más la posición de Oscar, totalmente inalterable, pese a cuanto ella le afeaba.
—Es que no hubo intención —dijo flemático—. Ocurrió así... Nada más.
—Lo cual indica que debo odiarte.
—¿Y por qué?
—¿Cómo, por qué? Cuando se besa a una mujer, un nombre debe tener una razón plausible. Amor, deseo, burla, sexualidad... ¿O es que besar, para ti es como un mecanismo extrayendo carbón de las entrañas de la tierra?
—Lo siento, Millie. No tengo nada contra ti.
—Tampoco me deseas —dijo sin preguntar.
—¿Y por qué no? Soy un hombre y tú eres una mujer muy bella. Sí, sí, ya sé que eres pupila de mi padre. Ya sé que te debo respeto. Ya sé todo eso. Pero yo me pregunto: ¿Por qué, pese a todo eso, no puedo desearte como un ser humano desea a otro ser humano?
—Porque si fuera así, yo te consideraría poco menos que un enfermo sexual.
—Es posible que lo sea.
Se alteró más.
Estaba dando de su persona, toda su emocional personalidad, mientras que Oscar se mantenía indiferente y frío ante sus reproches.
—Aun suponiendo que me desees..., ¿eres tan cafre que lo demuestras así? ¿Eres tan débil que no sabes contenerte? ¿Eres tan estúpido que no sabes comprender que yo desprecio tu deseo?
—Eso no lo pensé. Es más —añadió flemático—: No lo hice por una causa justificada y definida en aquel instante. Ni pensé en mi padre ni en el tuyo, ni en mis hermanos, ni en mí mismo, ni, por supuesto, en el respeto que te debía. Pensé que tenía que hacerlo y lo hice. Repito que, pido mil disculpas por haber cometido algo feo que a ti te desagrada en extremo, por lo que observo.
—¿Es que pretendías que encima me sintiera satisfecha?
—Das demasiada importancia a un hecho tan simple.
—Escucha —y le apuntó con el dedo enhiesto—. Escucha esto: Podrían besarme mil hombres esa noche. Podrían tomarme en sus brazos con mi consentimiento o sin él. Y le daría la importancia que tiene en realidad. Pero lo que no tolero es que tú, en quien confía tu padre, a quien adoran todos sus empleados, el hombre a quien consideran perfecto en toda la provincia de Alberta y aun fuera de ella, se comporte conmigo como lo que realmente es. Un ente sin sentido, sin responsabilidad...
Él alzó la mano.
Fue en el único momento que dio muestras de escucharla.
—Un momento, Millie. ¿Qué responsabilidades deseas? ¿Quieres que me case contigo por haberte besado una vez?
No era posible razonar con él.
Herida y humillada, giró hacia la puerta.
—Te tenía respeto —dijo—. Te tenía aprecio. Eras, me parecía a mí, un hombre completo. Cuando tuvo lugar el accidente, lloré por ti. Cuando te dejó Maud, la odié. Así te apreciaba. Ahora, pienso que lo mereciste todo.
—No te marches —dijo sesudo—. Aguarda. Creo que no hemos aclarado esta cuestión que te ha traído hasta mi estudio.
—No tengo nada más que decir y nada más que escuchar.
—Aguarda, te digo.
Tenía una voz rara Oscar.
Como si algo le vibrara dentro. Como si una fuerza íntima sujetara con dobles amarras la verdad de su vida que pretendía salir con ímpetu arrollador.
Ella leyó algo raro en aquella voz masculina, porque se detuvo en seco y bajó la mano del pomo de la puerta. Lentamente fue dando la vuelta hasta quedar junto a él. Los separaba un tresillo. La mesa de centro y el caballete con un lienzo en blanco.
—Serénate, Millie.
—No estoy alterada.
—Tus palabras me hieren mucho. Me pregunto qué deseabas que te dijera. ¿Que te amo?
—No quiero tu amor.
—Me lo suponía. No admites el deseo natural de un hombre hacia una mujer, teniendo en cuenta una situación propicia, un ambiente propicio... Comprende. No hubo motivo definido que empujara mi... acción. Llamémoslo así. Fue un acto natural, del que me disculpo. Me pregunto yo qué harías tú si te besara Sandy. Es decir, qué haces cuando él lo hace.
No lo pudo evitar.
Ni él supo lo que se proponía cuando la vio avanzar como una catapulta.
Llegó a su lado y alzó la mano.
Así.
Con fuerza.
Le azotó, precisamente sobre la cicatriz enrojecida.
Hubo un silencio tenso, como inmovilizándolos a los dos.
Millie quedó con la mano en alto temblándole. Él, firme, rígido, con la mejilla enrojecida.
—Lo... siento.
Tenía una voz confusa Millie.
Oscar, dudó un segundo.
Después giró.'
Abrió un armario y extrajo una botella y dos copas.
—¿Quieres... tomar algo?
¿Por qué no la insultaba?
¿Por qué no le azotaba el rostro como ella se lo azotó a él?
Tenía la cicatriz roja.
Algo le brillaba en los ojos oscuros.
Y la mano que sostenía la botella, temblaba perceptiblemente.
¿De qué madera estaba hecho aquel hombre? ¿Por qué no gritaba?
¿Por qué no le decía lo que sabía ella que le diría cualquier otro hombre en su lugar?
Y él, en cambio, parecía sereno. Si algo estaba alterado en su semblante, era la cicatriz roja, la mirada rutilante. La boca que plegaba el labio hacia abajo, de una forma extraña.
—Si quieres... tomar algo...
No.
No podía soportar aquella situación. Por eso giró.
—Una... copa de vino... —aún le oyó decir.
Se volvió desde la puerta.
—Creo que... —parecía morder cada frase— Creo que... mereces eso... y mucho más. Yo no te comprendo. No soy capaz de comprenderte.
Lo sabía.
No quería que le comprendiera.
Sería demasiado goce para ella comprender su derrota y pisarle encima.
Millie abrió la puerta como si vibrara tanto como ella misma.
Salió.
Pisó fuerte el pasillo.
Bajó los breves peldaños que la separaban del segundo piso. No supo cómo se metió en su cuarto. Se tiro sobre el lecho. Apretó las sienes con ambas manos. Estaba loca. ¿Qué había hecho?
Le había azotado el rostro. Precisamente sobre la cicatriz que siempre tendría que doler. ¿Y por qué no gritó él? ¿Por qué no la sacudió? ¿Por qué no se defendió? Era como un cilicio pensar todo aquello y no hallar una respuesta tranquilizante.
Ella no quería ofender a Oscar. La había besado, sí. No le daría una explicación plausible a su acción, pero ella tenía que comprender que Oscar era un caballero. Y si Oscar era un caballero, ¿por qué se comportó así con ella? ¿Por qué? Se tiró del lecho.
Empezó a pasear de un lado a otro, con las manos tras la espalda. Debió de transcurrir mucho tiempo. Sintió el gong anunciando la comida. ¿La comida para los dos? ¡Oh, no, no bajaría!
Y no bajó.
Cuando fueron a preguntarle si bajaba, dijo que le dolía la cabeza. Era una cobardía.
Escapaba una vez más de un enfrentamiento. Pero..., ¿no fue él quien huyó primero?
CAPÍTULO 10
ERA muy tarde. Seguro.
El reloj del lujoso vestíbulo dio las doce de la noche.
Apenas si se oían las voces de los criados procedentes de la cocina. Oscar estaba allí.
Sentado en un rincón de la biblioteca, apenas iluminado por una tenue luz esquinada. Tenía un cigarrillo entre los dedos, pero no se acordaba de llevarlo a los labios. Se consumía solo. Él miraba hacia adelante con expresión ausente. Como si nada tuviera en su cerebro. Como si nada le lastimara. Y era en realidad, todo una llaga. Nadie podría comprender aquello. No era fácil. Él mismo, analizándolo, se sentía pequeñísimo y absurdo.
Por eso, cuando oyó los pasos leves, cuando vio la puerta ceder y la figulina frágil en el umbral, no se movió. Ni siquiera su natural corrección masculina le empujó a levantarse.
—Oscar...
Tenía llanto la voz de Millie. La comprendía. Claro.
El llanto que ocasionaba el dolor de haberle abofeteado. Al fin y al cabo era una niña. Una niña mimada siempre. Una niña apasionada siempre. Una niña emocional que no sabía como él, contener y controlar sus iras.
—Pasa, Millie —dijo pausado y sesudo, sin rencor. Con una suavidad distinta— Pasa y cierra la puerta. —Y luego, bajo, paternalmente—: Debieras estar en cama. Si mamá se entera de que además de haber pasado una enfermedad, andas por ahí levantada a estas horas...
Estalló.
No podía más.
Que él encima de estar tan herido, porque tenía que estarlo, se comportase así, la desquiciaba. Empezó a llorar.
Como una niña pequeña, y tenía veinte años.
—Pero, Millie...
—Te he pegado —decía ahogándose por los sollozos— Te he pegado y tú..., tú no..., no lo merecías.
Oscar se puso en pie.
Parecía desdoblarse. ¡Era tan alto!
Acortó la distancia que los separaba y puso una mano en el hombro femenino.
—Calla y siéntate —la impulsaba hacia un sillón—Así. Eso es. Tranquilízate.
Le miró con el rostro levantado, bañado en lágrimas.
Eran sinceras. Le conmovieron hasta lo más profundo de su ser. Vio llorar a su madre alguna vez. Le conmovió también. Pero luego vio llorar a Maud cuando, insistente, le pedía reanudar sus relaciones amorosas. Él ya no la quería, ni creyó en su llanto. En el de Millie, sí. En ese estaba creyendo, por eso le afectaba tanto.
—Siéntate, así. Quédate así —susurró—. No te aflijas por mí, Millie. Cierto que te he besado y no puedo darte explicaciones de por qué lo hice. Pero no creas que te guardo rencor por... la bofetada.
—Es que a mí nunca me besó Sandy —gritó excitándose.
—Calla, Millie. Además, si lo hiciera, a mí... no me importaba nada.
—Te importaba. ¿Por qué no había de importarte, si mi padre dejó dicho que si muriera el tuyo, tú pasarías a ser mi tutor? Tengo que importarte. Debo de importarte.
—Sí, Millie. Pero yo no puedo privarte de vivir tu vida. Tienes derecho a ella.
—¿Besándome con tu hermano?
—¿Por qué no?
Quedó tensa.
Mirándole con los ojos muy abiertos.
—Me ofendes mucho, Oscar. ¿A qué fin?
Él estuvo a punto de gritarle: «Porque os queréis. Porque estáis siempre juntos. Porque os amáis. Porque no podéis pasar uno sin el otro». Pero se mordió los labios.
—Olvidemos eso, Millie. Olvidemos el beso que yo te di.
—No debiste —gimió la joven encogiéndose en el sillón— No debiste. Yo vivía tranquila. Me gustaba divertirme con los amigos. No pensaba en nada. Ahora...
—¿Ahora?
Suspiró Millie como si le faltara aire. Puso las dos manos en el pecho oprimiéndolo.
—Ahora no sé. Ahora... es como si de pronto madurara en unas horas. Yo no sabía lo que era un beso así. Yo, como Judy, como Ann, como todas mis amigas, pensábamos y hablábamos de eso. Nos sentíamos casi emocionadas pensando que un día amaríamos a un hombre y nos besaría y le besaríamos.
—Puedes seguir... pensando igual. Olvídate de aquello. Por favor..., piensa que no existió.
Millie negó y negó con la cabeza.
—Yo... —dijo bajísimo—, sentí una cosa. Una cosa desconocida. Una cosa que tengo aquí —golpeó el pecho—. Y aquí —la frente—. Es como si... todo girara en torno a eso. No tienes tú derecho a turbarme así. Yo no pensaba en nada y ahora..., ahora pienso.
Oscar giró sobre sí.
—Vete a la cama.
—Y después te di la bofetada. Tú no mereces que te dé una bofetada. Porque si me besaste, quizá ni cuenta te diste de que era yo.
Se la había dado.
Pero admitió aquella solución como la mejor.
—No te guardo rencor por la bofetada —dijo rotundo—. Y, por supuesto, te besé pensando que eras otra mujer. Ahí tienes la explicación que necesitas...
Y luego, sin que ella respondiera:
—Ahora, vete a la cama. Es muy tarde.
Dócilmente, se puso en pie. Salió de la biblioteca sin volver la cabeza.
Oscar llevó la mano a la frente y retiro el cabello de un manotazo.
—No duermes. No podía.
Tenía la luz apagada.
Pero se movía en el lecho, lo cual hacia a Judy darse cuenta de que no podía dormir.
—¿Te sientes mal?
—No.
—¿Qué has hecho durante toda la tarde?
No le diría la verdad.
No podía decirle que Oscar la había besado y que ella fue a pedirle una explicación y que luego le dio una bofetada.
—Estuve leyendo. ¿Y tú?
Las voces eran tenues.
De cama a cama, no hacía falta levantar la voz.
—Estuve en el club con James.
—¿Qué tal?
—Le adoro.
Pensó preguntarle. ¿Por qué no?
Eran amigas entrañables. Nunca tuvieron secretos una para la otra. Ahora, sí. Ella lo tenía para Judy.
—James quiere ponerse en relaciones serias conmigo. Al fin y al cabo ya terminó la carrera. Trabaja en la fábrica de explosivos de su padre como químico.
—Sí.
—¿Qué te parece?
—¿Parecerme, qué?
—Que se lo diga a papá.
Hizo la pregunta en vez de responder.
Era como algo obsesivo.
—¿Te besa?
Hubo un salto en la cama contigua. Después un silencio.
—Judy..., ¿te besa James?
—¡Millie!
—No creo que sea una pregunta incontestable ¿no?
—No lo es, Pero..., eso es tan íntimo...
—Yo soy tu íntima amiga.
—Sí.
—Y no me contestas.
—Sí, sí —dijo Judy nerviosa— Claro que te contesto. Pero como nunca me hiciste esa pregunta...
—Te la hago ahora.
—Sí, claro.
—Y no me... contestas.
—Me besa.
Así.
Un poco tenue la voz. Como sofocada o nerviosa.
Millie se ladeó en el lecho, apoyándose en un codo. No encendieron la luz, pero Millie trataba de localizar la figura de Judy en la oscuridad.
—Millie..., no me gusta que me hagas esas preguntas.
—Por favor... ¿Qué más te da?
Judy suspiró.
—Me besa, ya te lo dije. Desde que cumplí los dieciocho, James me sigue a todas partes. Es mi acompañante asiduo. ¿No comprendes?
Ella comprendía.
No era para juzgar para lo que quería saber. ¿Qué mayor goce y natural, que dos personas que se aman se besen?
Pero hay besos y besos, pensó Millie. Los besos por amor, los besos por deseo, los besos por ansiedad, los besos por dañar.
—¿Te gusta? —dijo bajo.
—Sí —suspiró Judy.
—¿Mucho?
—¡Millie!
—Perdona.
—Tú, no sé qué tienes estos días. Pareces ansiosa.
Millie se menguó en la cama.
Que le ocurría algo, era evidente. Pero no sabía qué.
Por eso, como deseando poner tregua, dijo de repente:
—Mañana me voy a mi casa.
Judy dio un salto y encendió la luz.
—¿Por qué enciendes la luz?
—Es que, de súbito, has dicho eso. ¿Qué tiene que ver uno con lo otro?
Millie rió.
Una risa nerviosa. Algo excitada.
—Nada, por supuesto. Pero llevo demasiado tiempo sin ir por mi casa y la tengo a dos pasos.
—Sandy lo va a sentir.
La miró asombradísima.
—¿Sandy? ¿También tú?
La asombrada fue ahora Judy.
—¿También, qué?...
—Nada. Digo que Sandy no es mi novio, ni siquiera mi pretendiente.
—Siempre está contigo.
—Porque está enamorado de Ann.
—¡Qué gracia!
—¿Te la causa?
—Mucho.
—Pues es así.
Judy volvió a tirarse sobre la almohada.
—Papá va a sentir que te marches.
—Pero si estoy a dos pasos.
—¿Por qué?
Era lo que temía.
Que preguntase el por qué. ¿Acaso podía ella responder?
Era como una inquietud rara, que lastimaba y sensibilizaba.
—Es mi casa. Tengo a Nini abandonada. ¿Sabes que Nini me crió? Me adora. Y cada vez que me ve pasar, pone expresión triste. Debo volver. Estaré con vosotros todos los días. ¿Qué distancia hay? Muy poca.
Judy cerró los ojos.
—Pero es distinto —dijo—. No estarás aquí, en casa con nosotros. ¿Cuánto tiempo hace que vives aquí, en nuestra casa?
No lo sabía.
Mucho tiempo. Por temporadas larguísimas. Se iba a su casa y de súbito un día volvía a casa de sus tutores, dormía en la habitación de Judy y ya se quedaba un mes o dos. Aquella era la temporada más larga. Casi dos meses.
—Creo que dos meses.
—Tal vez vuelva la semana próxima —dijo Millie riendo graciosamente—. De todos modos pasado mañana vendré a visitaros.
—Tendrás que esperar a que venga papá para irte.
—No esperaré.
Judy la miró insistente. Con una fijeza rara.
—¿Qué te pasa a ti? ¿Te hizo alguien algo?
—No, no. Pero aquella es mi casa. Tengo a los criados solos. Comprende.
—Tendrás que hablarlo con Oscar. Ausente papá, Oscar es el jefe de la familia.
—¿Por qué he de hablarlo con Oscar? Todos vosotros sabéis que tengo mi propia casa. Es lógico que desee volver a ella.
—Eres feliz entre nosotros.
—¿Quién lo duda, Judy? Pero tengo un deber.
—Que no recordaste hasta ahora.
—Será mejor dormir.
Cerró los ojos.
Judy, silenciosamente, apagó la luz.
Pudo alcanzar a Oscar antes de que éste saliera de casa. Le pilló en el final del vestíbulo a las siete de la mañana.
—¡Judy! —exclamó Oscar asombrado—. ¿Qué haces levantada? Nunca te levantas antes de las diez o las once.
—Tengo que hablarte.
—¡Caramba, y estás muy seria!
—Millie se quiere ir a su casa.
Oscar no se asombró. No hizo aspavientos. Ni siquiera se mostró ansioso.
—Bueno —dijo tras un silencio—. ¿Y qué? ¿Es esa una novedad? ¿Qué de raro le encuentras?
—Hace dos meses que vive con nosotros y no pensó marcharse.
Oscar le puso una mano en el hombro.
Sí. Prefería que Millie se fuese a su hogar. Era... vivir más tranquilo. ¿Por egoísmo? No. Tal vez porque a ella misma le convenía.
—En efecto —dijo en alta voz—, hace dos meses que vive con nosotros. Pero, fíjate bien en lo que tú misma dices. Dos meses. El invierno pasado vivió un mes. Se fue y todos los días venía por aquí. Ella tiene su hogar. Si vive en esta casa durante dos meses seguidos, es quizá por complacer a nuestros padres, por el cariño que nos tiene a todos. Pero, de todos modos, ella sigue teniendo su propio hogar.
—Es que Millie está distinta.
Eso no lo esperaba.
—¿Distinta? ¿En qué sentido?
—No sé. Más sensible, más emotiva. Más inquieta...
—Pueden ser figuraciones tuyas.
—La conozco bien.
—¿Enamorada?
—Es posible.
Oscar miró al frente.
—¿De Sandy?
Judy miró a su hermano con expresión dudosa.
—Pues no, ya ves. Yo lo creí, pero esta noche he llegado a pensar que no es Sandy.
—¿A... qué otro chico conoce?
—Tantos...
—Uno de ellos, tal vez...
—No lo sé.
—Pregúntaselo. Eres su mejor amiga.
—En esa cuestión, Millie es muy reservada.
Oscar se impacientó.
Hundió las manos en los bolsillos y se quedó mirando a su hermana casi con patetismo.
—¿Por qué has venido a verme ahora? ¿Qué quieres que haga yo por Millie?
—Háblale. Dile al menos que no se marche mientras no regrese mamá y papá.
—Está bien. A mi regreso de la mina, ¿sabes? Vete a la cama otra vez. Te prometo que trataré de retenerla hasta que regrese papá.
—Sabía que lo harías. Oscar. Gracias. A veces eres muy hosco, pero siempre eres enternecedoramente humano.
Oscar se fue serio. Rígido.
Parecía lleno de preocupaciones. Pero eso no lo vio Judy.
Esta giró en redondo y silenciosamente regresó a su cuarto, sujetando la bata contra el pecho.
CAPÍTULO 11
SE hallaba en un rincón del parque, tirada sobre la hierba, junto a Sandy, cuando el viejo «Ford» de Oscar se estacionó ante el garaje.
—Ya viene Oscar —dijo Millie quedamente a su compañero.
Sandy se hallaba como ella, boca abajo sobre la hierba. Tenía un pitillo en la boca y parecía fumar con impaciencia.
—Olvídate de Oscar —refunfuñó Sandy— ¿Qué dices a lo que acabo de decirte yo?
—No sé. ¿Por qué no se Jo dices tú a Ann?
—Fui ayer a Banff. Nos encontramos en el único club que hay en ese pueblo. Estuvo toda la tarde con Tom.
—Y tú...
—Eso es, pensarás que soy un chico de mucho valor, de mucha fuerza, muy desenvuelto, pero en el fondo..., para Ann soy un cobarde. Tengo miedo a su rechazo. Es posible que esté enamorada de Tom. ¿Me estás oyendo?
No mucho.
Veía a Oscar cerrando el auto. Avanzaba.
Vestía como siempre que regresaba de la mina, sus calzones de montar, sus altos leguis y un sombrero de ala ancha en la cabeza, tapándole casi medio rostro.
Le vio no muy lejos mirándoles, como indeciso o contrariado.
Pero siempre dentro de su grave seriedad.
—Millie...
—¿Qué pasa, Sandy?
—Te estoy hablando de mí.
Iba a marcharse aquella misma noche.
Precisamente estaba esperando por Oscar, para decírselo. Lejos los padres, Oscar era el jefe de la familia. Ella no podía marcharse a su casa sin hablar con Oscar.
—Tom no ama a Ann.
Lo dijo casi sin darse cuenta.
Sandy se sentó en la hierba y se la quedó mirando interrogante.
—¿Qué dices? ¿Por qué lo sabes?
Oscar pasaba a un metro escaso camino de su casa.
—Lo sé porque Tom me declaró su amor, el día de la fiesta de Ann.
—Eso no es posible.
—Lo es —se puso en pie—. Tengo que irme, Sandy. Ve pensando en que Tom no ama a Ann. Y si sale con ella será para darte a ti en la cabeza. Aprende a meterte por medio. Tan valeroso como eres y te falta el valor cuando más lo necesitas.
Sandy le asió una mano ansiosamente.
En aquel momento, Oscar llegaba a lo alto de la terraza y se volvía hacia el parque. Los vio así, unidos, mirándose largamente. Al menos a él eso le pareció. Que dijera luego Millie que no era novia de Sandy.
Claro que Sandy se llevaba de calle a todas las chicas. ¿Por qué había que respetar a la ahijada de su padre?
—¿Crees que Ann puede amarme? —preguntaba Sandy en aquel momento.
—Pregúntaselo a ella.
—¿Adónde vas?
—Tengo que hablar con tu hermano.
Sandy quedó tirado sobre la hierba pensando en Ann. Millie apresuró el paso yendo hacia la casa. Oscar ya no estaba en la terraza, pero, seguramente estaría en su cuarto cambiándose de ropa.
Se fue al suyo y encontró a Judy escribiendo.
—¿Qué haces? —preguntó sin acercarse.
—Como no pude bajar al centro, le escribo a James. Sandy saldrá esta noche y me llevará la carta. ¿Tú, qué haces por ahí?
—Estoy esperando que baje Oscar. Ha subido ahora a su cuarto. Quiero irme a casa esta misma noche.
—Sigues pensando igual.
—Sí.
Se fue.
Judy siguió escribiendo, pero ya no estaba segura de ser tan elocuente en su escritura.
Millie' vagó por la casa durante un rato. Hasta que oyó los pasos de Oscar por el pasillo superior. Creyó que bajaría a su despacho, pero sintió sus pasos ascendiendo hacia el desván.
Por eso, despacio, inició ella el ascenso.
Oyó el ruido.de la puerta al cerrarse, e, inmediatamente, tocó con los nudillos en la madera.
—¿Quién?...
Empujó la puerta y se deslizó dentro.
—Millie... —murmuró Oscar indeciso—. ¿Qué haces aquí?
—¿Puedo... hablarte?
—¿Ahora?
—Sí.
—Ven..., pasa —y con rara entonación—: ¿Quieres... tomar algo?
—No, no, gracias. Sólo deseaba hablar contigo.
—Siéntate —y bajo, dejando de mirarla y yendo hacia el mueble bar—: Yo voy a tomar un whisky —emitió una risita— Uno llega a casa rendido, después de bregar con todo aquello. Me gusta ponerme cómodo.
—No... sales nada.
Giró.
La miró interrogante.
Millie sintió aquella mirada rara en sus ojos.
Experimentó de nuevo una sensación de encogimiento, de pequeñez.
Era lo que no comprendía.
Que se pusiese tan nerviosa bajo la mirada grave de Oscar.
Como estaba sentada en un sillón, metió las dos manos entre las rodillas. Vestía pantalones negros y una camisa roja, abierta hasta el principio del seno. Llevaba el cabello suelto en una lacia melena.
Estaba bellísima, dentro de su misma ingenuidad e indecisión.
—¿Por qué dices que no salgo nada?
—¿Sales?
—No.
—Pues..., por eso.
—Estoy cansado. Es ese el motivo de mi recluimiento.
—No te... pido explicaciones, Oscar.
—Sería el colmo que lo hicieras —exclamó él súbitamente irritado.
—Bueno —atajó Millie—. No vengo a hablar de ti. Vengo a decirte que me voy a casa esta noche. Creo que tengo el deber de decírtelo, puesto que no están mis padrinos.
Hubo un silencio.
Oscar tenía el ancho vaso en la mano y de pronto bebió un trago. Seguidamente encendió un cigarrillo. Fumó aprisa. La cicatriz se pronunció más.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—Por qué te vas.
—Es mi casa.
—Siempre lo fue.
—Lo tengo todo abandonado allí.
—No es ese el mejor pretexto. Mi padre lo vigila todo. Vas por tu casa una vez al día...
—Pero no duermo allí ni como allí.
—Y de repente...
—Sí —atajó de nuevo—. De repente quiero marcharme.
—¿Y Sandy?
—¿Otra vez?
Oscar no quería ahondar en aquello. Por eso cambió el giro de la conversación casi inmediatamente. Después de una pausa injustificada, murmuró:
—Pasado mañana dan una fiesta en el valle. Una tiesta en mi honor —rió de buena gana— En el club de cazadores será esa fiesta. ¿Has estado alguna vez allí?
—¿En el club de cazadores?
—El que está en la falda de la montaña. Cierto que no es asequible a señoritas como tú. Allí se mezclan obreros, empleados, ingenieros y delineantes... Allí, todos somos unos. Pues esta vez acudirán las mujeres, las novias, los amigos y los familiares de todos los socios. Dicen que es en mi honor.
—Te... lo mereces.
No parpadeaba.
Oscar, parecía mofarse del honor que le dispensaban sus subordinados. Pero, en el fondo, se sentía profundamente emocionado por ello.
—Espera a que se celebre esa fiesta. Después inicia de nuevo tu vida en tu hogar.
—Pienso acudir a esa fiesta, pero... desde mi casa.
—Estás... decidida.
Asintió con un breve movimiento de cabeza.
Oscar, dejó el vaso a medio vaciar sobre la repisa de lo que parecía una chimenea antigua, con dos leños cruzados.
Después se acercó a ella despacio.
Era muy alto y al caminar, enfundado en una camisa blanca arremangada hasta el codo, y unos pantalones grises casi sin raya, casi parecía un crío, si una no miraba las dos o tres canas que lucía en los aladares y la cicatriz delatora que cruzaba su mejilla.
—¿Por qué? Lo tenía allí mismo.
Millie sintió la sensación de que estaba en el jardín de la casa de Ann en Banff. De que iba a ocurrir algo extraño entre ellos. De que Oscar dejaba de ser el ingeniero sesudo ante ella y de que aquel hombre se iba a olvidar de que ella era la pupila de su padre.
—¿De quién... escapas?
Se alteró.
Quedó un poco temblorosa. Casi se inclinó hacia adelante para verlo mejor. Pero quedaba bajo su cabeza.
—¿Por qué preguntas eso? ¿Por qué tenía yo que escapar de nada ni de nadie?
Oscar cerró un segundo los ojos. Los abrió después, pero apenas si los párpados se levantaron. Era distinto o lo parecía.
Por eso no se asombró cuando la mano de Oscar se levantó rápidamente y se metió bajo su nuca.
—Oscar...
Él no contestó. Pero después...
—Puedes irte —dijo—. Puedes irte a tu casa.
Pero no la soltó.
—Oscar..., me haces daño.
Ya lo sabía.
También se lo estaba haciendo a sí mismo.
Súbitamente, la echó hacia un lado, no soltó la nuca femenina. Fue rápido, casi pecador su ademán. La besó largamente en los labios. Así. Como si ella fuera cosa suya, o como si en ella quisiera desahogar un dolor que tenía dentro como un complejo odioso.
Mucho tiempo.
Millie sintió la sensación de que la poseía. Tal fuerza dio Oscar a aquel beso. La soltó después. Quedó tenso ante ella.
—¡Otra... vez! —gimió Millie a punto de ahogarse.
—Sí, sí —exclamó Oscar roncamente—. Otra vez me olvidé. Perdóname... Perdóname.
Y fue él quien salió del desván.
Millie se menguó junto al diván.
Lo miraba todo como asombrada.
Como si no fuera ella. Como si aún sintiera en el cuadro de sus labios, el calor y la habilidad de la boca de Oscar. ¡Oscar! ¿Por qué? ¿Por deseo? ¿Era eso lo que le inspiraba el mayor de los hijos de su padrino?
CAPÍTULO 12
JUDY miró a Oscar a la hora de cenar.
—¿Le has hablado a Millie?
—Me habló ella.
—Lo sé.
La miró interrogante. Estaba serio. Ceñudo. Raro.
—¿Te lo... dijo ella?
—Sí. Cuando iba al desván a verte. Pero después bajó y se fue. Se fue a su casa, hace apenas una hora. ¿Por qué no has sabido retenerla?
¿Lo había intentado?
Nadie podría comprender aquello.
Sandy los miró a los dos boquiabierto.
—¿Qué os pasa? ¿Y por qué no viene Millie?
—Se ha ido a su casa —dijo Judy con amargura— Se ha ido, pese a que yo le hablé a Oscar esta mañana a las siete para que la retuviera. Ocupa el lugar de papá. Por eso se lo pedí. Millie está rara. Millie no es la misma.
—¿Por qué no la has retenido, Oscar? —pidió Sandy quedamente.
—No pude. No... tuve argumentos que esgrimir. Es lógico que desee volver a su casa —y casi rabioso—: ¿Por qué os molesta tanto? Al fin y al cabo, está aquí todos los días. Ella tiene su propio hogar, y desde hace muchos años va y viene y a nadie asombra, ni nadie pretende retenerla. Si papá estuviera aquí, no la retendría tampoco.
—Iré a su casa ahora mismo —saltó Sandy.
Fue lo que le dolió.
Que Sandy se preocupara tanto. ¿Por qué negaban sus relaciones, si nada más verlos, uno comprendía que se amaban?
—Será mejor que esperes a mañana.
—De eso nada, Oscar. Iré ahora mismo.
Salió pisando fuerte.
Oscar quedó desmadejado.
Judy le miraba fijamente.
—Oscar...
Este levantó la cabeza como si le pillaran en falta.
—Sí..., ¿qué?
—Pareces raro tú también.
Por toda respuesta, Oscar se puso en pie y salió del comedor.
Judy no se conformó con quedarse allí. Siguió a su hermano mayor hasta el fondo de la biblioteca
—Oscar...
—¿Por qué no me dejas solo?
—Pareces...
Estaba desesperado.
Sólo podía parecer eso.
Pero sonrió. No estaba en su ánimo el que Judy penetrara en su verdad.
—Pareces muy inquieto, Oscar.
—Pelear en las minas y todo cuanto en ellas sucede, y a la par llevar el peso del hogar y solucionar todos vuestros problemas, no es fácil. Además, no me gusta que Sandy vaya ahora, de noche, a casa de Millie. Será su novio, pero..., no están aún prometidos.
—No son novios.
—¿No son?...
—No. Me lo dijo Millie.
—Pero, no me dirás que no están enamorados uno de otro.
—No lo están —dijo Judy rotunda—. Por ese lado, no temas.
¿Qué era el amor para Sandy? ¿Y para Millie?
Evocó aquel último beso.
Sintió la sensación de ser un criminal besando a Millie. Pero no pudo remediarlo. Fue... como una necesidad insufrible.
Pasó los dedos por la frente y quedó como incrustado en la butaca.
Iría después.
Se disculparía. Tenía ese deber.
—Oscar —exclamó Judy como despertándolo—. Tú sufres mucho.
—¿Yo?
—¿No es así?
Se puso en pie, agitando las dos manos.
—¡Claro que no! ¡Qué niña eres!
Y salió de la biblioteca pisando muy fuerte.
Judy quedó desconcertada. No entendía a nadie. No entendía a Millie; no entendía a Oscar; no entendía a Sandy. '
¿Qué les pasaba a los tres? Oscar parecía distinto. Sandy andaba siempre detrás de Millie y ésta aseguraba que no eran novios, y ella sabía que Millie no decía mentiras. Además, en el supuesto de que lo fuesen, no tenían ningún motivo para negar.
Oscar fumaba recostado en una columna de la terraza. Un farol derramaba su luz al revés, de modo que él quedaba casi en la penumbra. Por eso, porque sabía que Sandy no podría ver la expresión de sus ojos, se atrevió a abordarlo cuando su hermano regresaba de la casa de Millie.
—¿Qué ha dicho?
Sandy jadeó.
Busco un cigarrillo, palpando los bolsillos de su americana a cuadros.
—No la vi.
—¿Qué?
Sandy encontró al fin el cigarrillo y lo encendió presuroso.
—Eso —dijo alterado—. No la vi.
—Pero fuiste a su casa.
—Y Nini me dijo que la señorita Millie estaba en cama.
—Háblale por teléfono —sugirió Oscar con rara entonación.
—Lo intenté. Pero debe tener el teléfono descolgado, porque está comunicando continuamente.
—Hablará con alguna amiga.
—No. La conozco bien.
Oscar expulsó el humo a borbotones.
Su cicatriz parecía más roja, pero no se veía bien, por ocultar él el rostro en la penumbra.
—¿Qué... conoces de ella?
—Nunca dice lo que siente.
—¿Ni a ti?
Le buscó en la oscuridad con irritación.
—¿Y por qué he de ser yo distinto a los demás para ella?
—Porque... la amas, ¿no?
Sandy rió fuerte. No contestó.
Oscar hubiera querido taladrar su pecho.
—Sandy.
—Déjate de majaderías —le gritó irritado—. Me voy a la cama. Ni ganas tengo de comer.
—¿Y dices que no la amas?
—¿Y si la amara, qué? ¿A quién tengo yo que dar cuenta de mis actos? Parece que me espías —y de súbito, iniciando de nuevo el paso hacia el interior de la casa—: ¿Es que la amas tú?
Oscar quedó paralizado.
—Eres..., .eres... —dijo titubeante— un majadero.
Sandy no respondió.
Su alta figura juvenil, se perdía ya tras la puerta encristalada.
Oscar fumó muy aprisa. Como si los dedos ardieran, como si el cigarrillo fuese el tubo de escape que necesitaba para sus nervios.
Pero ni los dedos sujetando aquél, ni el cigarrillo mismo, lograron calmarlo.
Por eso lo decidió en aquel instante.
Él tenía la culpa de todo.
¿Qué podía decirle a Millie?
«Me disculpo. Te he besado... porque te amo más que a mi vida».
No, nunca.
Sería... ponerse a merced de la burla de Millie. A sus años, convertido en un cadete, declarando su amor a una criatura. ¡Absurdo!
—Y si le dijera...: «Millie, eres muy bonita. Miras a uno..., uno pierde el control. Al fin y al cabo, soy hombre y yo te deseo».
Tampoco.
Sería ofenderla en lo más vivo. Millie merecía otra cosa. Más respeto, toda la consideración...
Giró sobre sí mismo y no se dio cuenta de que caminaba sendero abajo.
¿Y si la llamara por teléfono?
No podía ser.
Miro el reloj.
El teléfono era un instrumento inexpresivo.
Él tenía que ver la cara de Millie para disculparse.
Las once.
No era tan tarde.
¿Por qué no hacerle una visita?
Él siempre fue el ojo derecho de Nini. Nini era la mujer de confianza de los Koufax. Él siempre fue en aquella casa, bien recibido. Sandy, no tanto. Sandy era un tarambana loco, y Nini lo sabía.
Caminó aprisa.
El sendero brillaba bajo la luna. Tenía como un poder extraño para atraer sus pisadas.
Un criado le abrió la puerta.
El palacio imponía a aquella hora de la noche. Sus bosques bordeándolo, sus almenas. Sus anchos muros y el vestíbulo a media luz, y la cara del criado, de largas patillas blancas.
—¡Míster Duke! —exclamó feliz— Cuánto tiempo sin verle. ¿Qué tal mi hijo Sam?
—Trabaja como un negro —dijo Oscar gravemente—. Está muy bien allí, Jim. No pudo usted pensar cosa mejor. Creo que será un buen delineante.
—Gracias a usted, señor. Pase, pase. La señorita está en cama. ¿Quiere usted hablar con Nini? Andaba por aquí hace un momento. La busco en seguida.
—Gracias, Jim.
Nini apareció al instante.
Era una mujer menuda, delgadita, con aspecto dinámico. Tenía el cabello totalmente blanco, y el rostro, en contraste, casi desprovisto de arrugas. Vestía de negro y colgaba a la cintura un gran manojo de llaves. Al ver a Oscar fue hacia él y con la mayor desenvoltura le estampó dos besos en cada mejilla.
—Cada día estás más fuerte, Oscar. Hace siglos que no te veo. ¿Qué pasa con la niña?
Para ella, Millie siempre era la niña.
—No lo sé. Se ha venido.
—Ven para acá. Hablemos tú y yo en esta salita —bajó la voz sin soltar el brazo del ingeniero—. No me gusta que me oigan los criados.
Ella misma cerró la puerta. Después miró a Oscar, desde su corta estatura.
—Algo le ocurre a la niña —siseó, sentándose frente a su amigo—. Llegó pálida, exaltada. Se encerró en su cuarto y aún no pude entrar allí. Traté de comunicarme con ella por teléfono y logré hacerlo, pero después ya no pude, porque debe de tener el teléfono descolgado.
—¿Y qué te dijo cuando hablaste con ella por teléfono?
—Tenía una voz ahogada. Dijo que deseaba dormir. Eso únicamente. Que la dejara en paz.
—¿Y tú?
—Tuve que dejarla.
—¿Tiene crisis así... alguna vez?
—¿Y qué puedo saber yo de Millie-mujer, muchacho? Siempre está en vuestra casa. Viene por aquí una vez al día, pero se detiene tanto como un pájaro sobre una rama, teniendo la hembra en otro árbol. ¿Entiendes tú?
Oscar no tenía deseos de reír. Pero lo hizo a su pesar.
—Ve a su cuarto y dile que deseo verla.
—¿Tú?
—Sí.
—¿Qué ha pasado?
Oscar pensó que tenía que decir algo plausible.
—Hemos regañado los dos.
—¿Contigo? Pero, si siempre fuisteis buenos amigos.
—Y lo seguimos siendo.
—La reñiste por lo de Sandy.
—¿Qué pasa con Sandy?
—Nada. Pero si pasa algo... yo me disgustaré mucho. Mira, Oscar, desde que falleció el señor, yo vivo pendiente de la niña. Es sensible y buenecita, y siempre tengo miedo de que cometa una locura. Se enamora de Sandy, por ejemplo. ¿Crees tú a Sandy un hombre adecuado para mi niña?
—Si se aman...
—¡El amor! ¡El amor! Ta, ta. Lo que queda después de un deslumbramiento, es una vida, una existencia. ¿No es eso? Pues no me parece a mí Sandy el hombre adecuado para hacer feliz a mi niña —se puso en pie—. Le diré que tú estás aquí. A Sandy no quiso recibirle, ¿sabes?
—Prueba conmigo.
—Es lo que voy a hacer.
Se quedo solo.
Un minuto, cinco, diez. Al fin regresó Nini casi radiante.
—Me costó —dijo riendo—. Pero al fin me dijo que bajaría. Espera aquí. Yo no quiero ser testigo de vuestra entrevista —y yendo hacia la puerta— ¡Cuánto daría yo porque mi niña se casara con un nombre tan sensato como tú!
Era irónico. El sensato, y ella, Millie, fue para él como un imposible. Y a la par, él fue para ella el más insensato y aprovechado de los hombres.
Esperó. Le ardía la sangre en el cuerpo. ¿Qué iba a decirle a Millie? No lo sabía aún.
¿La verdad sobre sus besos?
No podía. Tenía razón Ted Ketter. Estaba lleno de complejos. Y lo curioso era que eran complejos físicos. ¿Cuándo comulgó él con tales complejos? Desde que tuvo el accidente y apareció aquella odiosa cicatriz en su rostro...
O tal vez Maud... Sí, Maud con su desdén. ¿De qué servía que le incitara siempre que le veía? Ahora, ya no. El mal estaba hecho y lo peor era que las consecuencias las sufría Millie.
CAPÍTULO 13
TED Ketter entró en la salita contigua a su consultorio, frotándose las manos.
—Oscar —exclamó riéndose—, perdóname que no haya podido venir antes. Esta tarde estuve sobrecargado de trabajo.
Oscar emitió una mueca. Tenía un cigarrillo en la boca y fumaba de él muy aprisa.
—No esperé mucho —dijo—. Media hora escasa.
—¿Te ocurre algo? Hizo un gesto vago.
—Siempre que vengo a verte es para pedirte algo. O una recomendación para un hospital, para un empleado mío, o algo propio. ¿No es eso?
—Pasa al consultorio —decidió Ted asiéndole por el brazo—. La enfermera no se había ido aún. Puede oírnos. En el consultorio no nos oirá nadie. Ven.
Le empujó blandamente y cerró la puerta tras de sí.
—Apuesto que se trata de Millie.
Sin esperar respuesta, señaló un sillón frente a él, al fondo del consultorio.
—¿Un whisky? Tengo aquí una botella para casos como éste, A veces vienen a consultarme amigos que no están demasiado enfermos. Entonces, mientras hablamos, nos bebemos un whisky.
—En efecto, se trata de Millie —refirió todo lo ocurrido desde un principio, añadiendo seguidamente—. No me preguntes por qué la besé. Tú lo sabes mejor que nadie.
—Pero no se lo has dicho.
—¿Te imaginas la expresión de incredulidad, burla o mofa que hubiese puesto?
Ted le dio una palmada en la rodilla.
—Eso es lo que tú supones. ¿Aún por motivos de la cicatriz? ¿No has pensado que cuando una mujer de verdad ama a un hombre, le importa un bledo cosas así?
—Millie es una niña.
—Eso no, Oscar. Una niña de veinte años. Ya no hay niñas a esa edad. La prueba la tienes en que fue ella la que abordó el asunto. La que quiso saber el motivo por el cual la besaste.
—Eso es imposible que sea una ingenuidad más.
—O una indescriptible madurez.
—Bueno, eso ya pasó. Pude justificarme. A mi manera y no muy claramente, porque mentía, pero lo cierto es que se fue a su casa.
—¿No se va con mucha frecuencia sin motivo alguno? Es su deber. Tiene una casa, unos criados, una vida, ¿no es así? Tengo entendido que vive con vosotros por temporadas y jamás os molestó que se fuese a su casa.
—Esta vez es distinto. Mis padres no están. Llegan esta noche con el fin de acudir a la fiesta que damos mañana en el club de cazadores.
—¿Y bien?
—¿Qué les digo? Sabrás que ayer noche fui a su casa, hablé con Nini, pedí ver a Millie. Nini regresó al saloncito diciéndome que Millie bajaría en seguida.
—¿Y..., qué?
—No bajó.
Se puso en pie.
Miró a su amigo desde su altura, pues Ted continuaba como clavado en la silla.
—Esperé más de una hora. Nini debió pensar que estábamos hablando. Fumé cigarro tras cigarro. Al fin hube de salir y buscar a Nini. La encontré mirando tranquilamente la televisión con unos criados. Al verme se puso en pie, vino a mí y me dijo con la mayor naturalidad: «¿Te vas ya, querido muchacho? ¿Os habéis arreglado?»
—¿Y... tú?
Oscar no contestó en seguida. Pasó los dedos por la frente y tensó el busto.
—Yo le dije la verdad, que no había visto a Millie. Que no había bajado, sencillamente. «Iré a ver qué pasa» —se asustó Nini. —La dejé ir. Incluso pensé que Millie no lo hacía adrede, sino por cualquier causa, estaría enferma o no podría bajar. Total, que Nini volvió a mi lado minutos después con la expresión consternada. Me dijo nerviosamente: «Está en su cuarto. Dice que no piensa bajar. Que todo lo que tenía que hablar contigo, ya está hablado».
—Y tú te fuiste.
—Sí. No pude ni contestar a Nini.
Ted se puso en pie para verle mejor. Cruzó los brazos en el pecho y emitió una risita ahogada.
—Si no supiera que eres un hombre con todas las de la ley, si no conociera tu madurez sentimental y emocional, diría que estoy ante un indeciso. Te diré algo más. Cualquier mujer en lugar de Millie, obraría igual. No te extrañe que tenga fija en la mente la escena que tuvisteis en el desván, el día que te abofeteó. Y no conforme con eso, reincides, tú que eres la sensatez hecha hombre, te comportas como se comportaría tu hermano o cualquiera de sus amigotes. Un consejo, Oscar. ¿No has venido a pedirme eso?
—En cierto modo, sí. Estoy... desorientado.
—Procura dejar a Millie en paz. Mañana es la fiesta. Supongo que Millie tendrá una invitación.
—Por supuesto.
—Bien, pues mañana, seguramente que asistirá a la fiesta. Allí dale toda clase de explicaciones. Búscala, trata de hablarle y dile la verdad de tus besos. Sólo así, existiendo una verdad y manifestándola, pueden dos seres humanos comprenderse.
—Estará con Sandy.
Ted le miró cegador.
—Tú odias a tu hermano.
—¿Y por qué no? Él... siempre lo tiene todo.
—Oscar, ¿cómo es posible que una simple cicatriz cruzando tu rostro, te haya menguado tanto la personalidad?
Creyó ir allí a buscar un consuelo y salió infinitamente más avergonzado que entró.
En contra de lo que pudiera suponerse, Fred y Eva no se asombraron cuando su hija Judy les dijo que Millie se había ido a su casa.
—Supongo que volverá pronto —filosofó Fred tranquilísimo—. Cuando me hice cargo de la tutela de Millie, no fue para sojuzgarla. Millie puede hacer lo que desee. Tiene y debe tener siempre libertad para salir y entrar en esta casa como si fuese su segundo hogar. Llámala por teléfono y dile que hemos regresado nosotros. Que esta noche iremos todos juntos a la fiesta.
Oscar se hallaba hundido en un sillón al otro lado del «living».
Fumaba incansablemente y parecía, como siempre, muy lejos de la conversación que sostenían sus padres y sus hermanos.
—Yo he ido a verla —dijo Sandy— y no quiso recibirme. Volví esta mañana y Nini me puso una barrera delante.
Judy salía en aquel instante, pero desde el umbral dijo:
—Sabes muy bien que Nini a ti te tiene miedo.
—¿Por qué?
Judy ya no estaba en el umbral.
—¿Qué quiere decir tu hermana, Sandy? —preguntó Eva— ¿Acaso le has hecho algo a Millie?
—¡Claro que no!
—Si Millie se fue porque quiso irse, como lo hizo infinidad de veces para volver dos o tres días después, estoy de acuerdo. Pero si se fue por una causa, os aseguro que nos vamos a ver las caras los dos —de súbito miró a Oscar— ¿Es así como vigilas tú el hogar cuando yo me marcho, Oscar?
Este levantó indolentemente la cabeza.
La sacudió como si no comprendiera.
—Millie hizo lo que quiso hacer —dijo inexpresivo—. No creo que nadie haya tenido la culpa...
Judy entró en aquel instante con expresión alegre.
—Millie dice que vendrá a saludaros más tarde. Que sí, que va a la fiesta con nosotros, pero que volverá para su casa, porque tiene muy abandonada a Nini.
Oscar empequeñeció los ojos.
Sandy dio un salto de alegría. Los padres respiraron tranquilos.
—¿Qué dices ahora, papá? ¿Ves como no fue por mi causa?
—Si tanto la quieres, cásate con ella. Pídeselo al menos —adujo la dama— Estás ahora como unas castañuelas.
Sandy salió sin responder, lo cual dejó a Oscar más menguado y silencioso en la silla que ocupaba.
—Mucho me alegraría —decía Fred Duke satisfecho—, que se casara Sandy con Millie. Eso fue lo que me recomendó su padre antes de morir. Aún recuerdo su voz ahogada y enronquecida, sacudida por la angustia: «Educa bien a tus hijos, Fred, me decía, y, por favor, que mi hija Millie se case con uno de ellos. Si se aman, ¿eh? No la obligues a hacer lo que ella no desee. Pero yo sería infinitamente feliz si la supiera casada con uno de tus hijos». Sandy es el apropiado —añadió el padre feliz— Y parece que la ama.
—No creo eso, papá —adujo Judy—. Hablé con los dos por separado de eso. Sandy no ama a Millie y me da la sensación de que Millie nunca amará a Sandy.
—¿Y por qué no?
Oscar fumaba.
Parecía estar envuelto en humo.
—No lo sé, papá. Es lo que yo pienso.
—Cierto que Sandy es un poco tarambana, pero... en el fondo es un gran chico. Y cuando le llegue la hora de formalizar, será un buen marido.
Oscar se puso en pie con cierta precipitación desusada en él.
Sus padres le miraron.
—¿Tú no dices nada, Oscar?
—¿Decir? —preguntó desde el umbral sin volverse.
—De todos estos proyectos.
—No sé nada. Nada tengo que decir.
—Pareces malhumorado. No quería parecerlo.
Se volvió. Una sonrisa apenas esbozada, adulteró su cicatriz.
—Tengo que irme. Llevo en el maletín mi ropa de etiqueta. No volveré para acompañaros. Os veré en la fiesta. ¡Ah!, no os olvidéis que la cena es a las once en punto de la noche, no me gustaría que faltaran los míos.
—Pierde cuidado. Pero..., ¿no estás contrariado por algo?
—No, mamá. Me pone nervioso esta fiesta que dan en mi honor y que yo no creo merecer.
Agitó la mano y salió.
Hubo un silencio.
Fred Duke parecía pensativo.
—Este chico —dijo al rato, como siguiendo el curso de sus pensamientos—, me inquieta un poco. Antes del accidente, cuando era novio de Maud Folson, resultaba un muchacho dicharachero. Siempre tenía ganas de bromas. Era un hombre feliz. Pienso que aún sigue enamorado de Maud.
—Eso no —saltó Judy que no soportaba a Maud—. Te digo que no, papá. Ella hace números por él. Cuando los veo juntos en Calgary, Maud esta como pendiente de Oscar. Le mira con expresión lánguida. Anda todo el tiempo colgada de su brazo, pero Oscar no le hace ningún caso. Fíjate cómo será, que le envía cartas a la mina. Lo sé por la secretaria de Oscar. Le llama por teléfono y todo eso. Y Oscar tiene dada orden a Ketty, de que cuando llame Maud, le mienta con toda tranquilidad. Incluso Maud, alguna vez, se presenta en las minas y le espera a la salida. Pero Oscar no la ama ya.
—Mejor —murmuró la dama inquieta— No es Maud mujer para Oscar. Oscar lo que necesita, es una mujer llena de ternura y comprensión. Una muchacha inteligente, que le comprenda. Y Maud es un tanto estúpida. Al menos así lo demostró.
—Pues no me cabe duda de que este muchacho tiene algo.
CAPÍTULO 14
NINI empujó sin llamar.
Hacía dos días que Millie se hallaba en su habitación, sin salir para nada, pues hasta la comida se la servían allí. No obstante, aquella tarde, cuando Nini abordó la habitación, quedóse mirando en torno con expresión incrédula.
—¿Qué es esto, Millie?
Millie no se asombró de ver a Nini, ni se enfadó tampoco. Empezó a reír.
—¿Cuál te gusta más?
—¿De todos estos?
—¡Claro!
—El blanco. A ti te favorece el blanco. Porque eres morena, porque tienes la piel tostada y porque eres muy gentil. Pero, oye, ¿tanto te interesa estar linda esta noche?
Millie no parecía enojada, ni siquiera asustada.
Inquieta, sí. Algo le bailaba en las pupilas. Algo como una ilusión, para Nini desconocida en su niña.
—Has hecho mal —gruñó la anciana— No recibir a Oscar. Es el mejor de la familia Duke. ¿No lo sabías?
El mejor.
¡Si ella supiera!
Pero ya no importaba. Ella ya sabía lo que le pasaba, lo que sentía, lo que deseaba.
—Millie..., ¿crees que has hecho bien? Quisiera que vieras la cara de Oscar cuando le dije que no esperara más, que tú no bajabas.
—Decididamente, tienes razón —dijo la joven como si no la oyese—. Llevo el blanco. Me favorece más.
—Millie.
—Sí.
—No me estás oyendo.
No quería.
Ya sabía de aquello.
Dos días... le dieron tiempo a pensar. Dos días con los ojos cerrados, tendida en aquel lecho...
Dos días tendida en el lecho, sí; con la mente llena de cosas.
Mil cosas raras. Mil cosas evidentes. Mil angustias, mil ansiedades, mil inquietudes.
—Que no recibieras a Sandy —seguía Nini machacona—, me parece normal. Pero a Oscar... Oscar es un hombre de veras. El hombre mejor de toda la provincia de Alberta. Yo no sé cómo esa tonta de los Folson le dejó cuando tuvo aquel accidente.
—Estos zapatos me irán bien con el vestido.
—¡Millie!
—No grites así, Nini. Por favor...
—¿Es que no me oyes?
—Es que no quiero oírte. ¿No te diste cuenta aún?
—Le has dañado.
Claro.
Como si ella no se sintiera infinitamente más dañada por él. ¡Qué sabía Nini!
¿Qué diría Nini si ella le contara a gritos, o muy calladamente: «Me ha besado, ¿sabes? Ese hombre perfecto que tú dices, me ha turbado. Fue el único hombre que me turbó. Empezó a turbarme cuando me apretaba bailando. Casi no podía respirar. Y yo empecé a sentir que me gustaba que me apretase, y aquella me humilló. Y después, me besó. ¿Sabes lo que es eso, Nini? ¿Nunca te besó un hombre? Pues no te imaginas lo que es. No puedes darte cuenta de lo que yo sentí. Mil emociones encontradas. Mil rabias, mil goces. Sí, sí. No me mires con esa expresión rara, Nini. Mil goces sentí, y eso fue lo que más me inquietó. No me besó como besa un amigo o una amiga. Me besó hasta dejarme inerte, me besó...» No. No podría decirlo.
Nini nunca lo comprendería. Y si lo comprendía... sería para condenarlos a los dos desde sus muchos años. Ella no podía comprender la vida moderna. Ni los besos que se daban las chicas y los chicos. Ella, criada junto a Nini, apenas si sabía tampoco nada. Lo condenaba todo. Y era condenable, pero... Oscar debía ser distinto, porque ella no se encerró en su cuarto por rabia; se encerró por miedo. Por inquietud, por pena.
—Decididamente, me pondré este vestido —dijo con voz ahogada— Luego pasarán por aquí los Duke. Me vestiré en un segundo. ¿Me ayudas, Nini? Recuerda que, cuando a los dieciocho años dieron una fiesta los Duke para presentarme a mí y a Judy en sociedad, no quise que me ayudara nadie más que tú. Esta noche... quiero también que seas tú la que dé los últimos toques a mi tocado.
Nini se emocionó.
—Millie, estás... muy sensible esta noche.
—Me hace ilusión la fiesta.
Entraron primero ellas dos.
Judy vestía un modelo verde muy tenue. Millie con el suyo blanco, descotado, sin mangas, cayendo en amplios vuelos hasta los pies, primorosamente calzados éstos. Llevaba una capa recamada por los hombros y el cabello peinado en un moño en lo alto de la cabeza, dando a su semblante moreno, mayor madurez. Estaba guapísima. Pero, aún más que eso, interesante, esbeltísima. Indescriptiblemente femenina.
Detrás de ella entraron los padres y después, Sandy, tan elegante, tan de etiqueta. El salón estaba lleno.
Eran las once menos veinte de la noche, y allí se congregaba toda la sociedad obrera y aristocrática de Calgary.
Había, desde un simple minero picador, a un jefe supremo. Desde la hija de un delineante, a la heredera de una gran familia. Era la fiesta que todos los años se celebraba en las Montañas Rocosas cercanas a Calgary, acudiendo a ella toda la comarca. Aquella vez, como tantas otras en el transcurso de los años, no había distinción de clases. La fiesta, en realidad, fue impuesta por el difunto señor Koufax, y jamás dejó de celebrarse. Se esperaba aquella fiesta siempre, para hacer honor a alguien o a algo. Aquella noche el homenaje era para el ingeniero jefe de las minas de Koufax.
—Está Ann —dijo Sandy al oído de Millie.
Ya lo sabía.
Pero también sabía que estaba Maud.
La buscó con los ojos.
—Esta noche le declaro mi amor —decía Sandy al oído de Millie.
No le oía.
Allá abajo había un grupo de personas elegantemente vestidas. Entre ellas estaba Oscar, rasurado, firme, enfundado en el traje de etiqueta, la pechera almidonada, los botones de perlas. La pajarita en forma de lazo, dando a su rostro mayor gravedad.
Y colgada de su brazo... Maud Folson.
—Millie..., voy a saludar a Ann.
Que se fuese.
Ella estaba allí, entre un grupo de amigos pretendientes que llegaban a saludarla. También Judy estaba ya emparejada con James.
Algunos señores se iban hacia los anchísimos comedores, donde se ofrecía una cena fría. La orquesta disponía sus instrumentos allá arriba, en la tarima.
—Millie —dijo una voz tras de ella— ¿Cuántos bailes me concederás esta noche?
Era Tom.
Odió a Tom.
¿Por qué?
Sencillamente, porque le privaba de observar. Se encontró con los ojos de Fred, interrogantes, fijos en ella.
Como diciéndole: «Pareces alelada. ¿Puedo ayudarte, pequeña?»
Nadie podía ayudarle.
De repente, se encontró con los ojos de Oscar.
Pero Tom no la dejó recrearse en aquellos ojos.
Ella lo necesitaba.
No sabía desde cuándo.
Quizá desde que tuvo uso de razón.
—Millie, no me has contestado.
Todos hablaban a la vez.
Por eso, ella no tuvo necesidad de contestar. Una chica se colgó del brazo de Tom y se lo llevó. Ella quedó entre tres muchachos muy respetuosos.
Los atendía un poco distraídamente, pero aún así, podía ver a Maud apretada en el hombro de Oscar, diciéndole algo.
¿Qué le pasaba a Oscar?
Parecía deseoso de soltar a Maud.
O quizá no era así.
Es que ella deseaba pensarlo así.
¿Qué le pasaba?
¿Desde cuándo, ella amaba... al mayor de los hijos de sus tutores?
—Todo el mundo pasa al salón comedor, Millie —le dijo Diego, un chico que, cada día que se veían, le declaraba su amor— ¿Puedo conducirte yo, Millie?
Los otros dos también le ofrecieron su brazo.
Sonrió.
Fue en aquel momento cuando volvió a sentir la mirada de Oscar fija en ella. Pero ella no miró aquellos ojos. Miró a Maud colgada de su brazo.
Era hermosa Maud.
¿La besaría Oscar como la besó a ella?
Era absurdo.
Sacudió la cabeza.
—Lo siento —dijo aturdida— Me ofrecéis tres brazos... Sólo puedo servirme de dos.
Uno de los chicos se retiró discretamente.
Millie pasó al comedor colgada de los brazos de los dos muchachos.
Fue al cruzar el umbral cuando vio a Oscar solo. Y a Maud a dos pasos, como buscándolo.
—Estás... muy guapa —dijo Oscar al pasar ella.
Fue tonta.
Enrojeció.
Maud llegaba en aquel momento, exclamando:
—¡Cariño, amor mío, cómo te me despista!
Se colgó del brazo de Oscar y tiró de él. Millie sintió que algo se le rompía dentro. «Cariño, amor mío»... ¿Lo era para ella Oscar Duke?
CAPÍTULO 15
NADIE se sentaba.
Comían de pie, yendo de una mesa a otra. Ella, no.
Ella no se movió. Sentía a su lado la voz de Diego que al fin logró quedarse solo a su lado. Una vez más le declaraba su amor. ¿Para qué? Ni siquiera como joven mujer le halagaba aquella undécima declaración de Diego Beatty. Uno de los chicos más importantes, mejor relacionados y más ricos de Calgary.
Hasta hacia escasamente tres días, ella se consideró libre de ataduras. Y de súbito, como si le amarraran a una ansiedad definida, concreta, terriblemente dolorosa.
—Ya se inició el baile —le dijo Diego en un momento dado—. ¿Bailamos tú y yo?
No podría.
Tenía a Maud delante. Al otro extremo de la mesa, siseando con Oscar. Cierto que Oscar parecía una estatua. Pero..., ¿no le complacía el que todo el mundo pudiera ver, que la mujer que un día le dejó plantado, estuviera en aquel momento públicamente pegada a él?
¿No la amaba acaso?
Giró súbitamente.
—Vamos, Diego.
Se fue a la pista de baile. Muchos ojos la seguían.
Era muy linda y a la vez, la heredera más rica del país. Una de las más importantes y a la par una de las muchachas más sencillas, en contraste con el orgullo que pudiera imprimirle su riqueza.
—Millie...
—No me digas nada de tu... amor.
Diego la separó un poco.
Ella pudo ver por el hombro de Diego la figura de Oscar solo, incrustado en el umbral del salón.
Se encontraron sus ojos.
Oscar esbozó una de sus medias sonrisas.
Ella... no pudo por menos de sonreír a su vez.
Maud apareció tras Oscar, y Millie giró con su pareja, porque le daba rabia ver aquella escena.
No supo cuándo se encontró sola.
Alguien le llevaba a Diego.
Mejor.
Ella nunca podría amar a Diego. Diego era como Sandy, como Tom, como James..., como tantos otros que parecían cortados por el mismo patrón. Oscar era distinto. ¿Cómo no se dio cuenta antes?
Alguien la llamó al verla cruzar por una esquina del salón.
Pero no quiso mirar.
Tom seguramente.
No supo en qué instante se encontró junto a Oscar y Maud.
—¿A quién... buscas, Millie? —preguntó Oscar destacándose un poco.
Ella aspiró hondo.
No miró a Maud.
No podía.
De mirarla, tenía que despreciarla mucho con los ojos y no le parecía correcto. La odiaba.
¿Es que siempre amó a Oscar? Por eso siempre odió a Maud, que tanto daño le hizo.
—Te buscaba a ti —dijo con la mayor ingenuidad del mundo.
Oscar abrió mucho los ojos.
—Perdona, Maud.
—Me prometiste...
Oscar no le dejó terminar. Tenía una mano en el brazo de Millie, y decía con suma suavidad:
—Le prometí a la pupila de papá bailar con ella.
—Te... espero aquí —casi gritó Maud.
Era hermosa.
Millie pensó que lo era mucho Maud. Pero..., ¿no estaba vacía? ¿No servía mejor para un chico como Diego, como Sandy...? No para Oscar.
Su atrevimiento al buscar a Oscar no parecía menguarla. Millie pensó, al tiempo de salir a la pista junto a Oscar, en su bisabuelo. Decía su padre que había sido un gran luchador. Que nada e arredraba. ¿Estaba ella dispuesta a imitar a su bisabuelo?
—Dirás que soy una entrometida —dijo cuando Oscar la asió por la cintura.
—No. Me... gusta.
—¿Te gusta?
Sin mirarle.
No se atrevía.
A tanto, no. Además, de mirarle quizá se delatara y eso... le costaba mucho.
—Ya sabes lo que siento por Maud.
La apretaba contra sí.
Como aquella vez.
Haciéndole sentir todo el peso de sus fuertes músculos.
—¿Amor?
Un silencio.
La apartó un poco para mirarla.
Millie sintió vergüenza. Como si el rostro se le pusiera rojo como la grana.
—¿Por qué... me preguntas eso? —y después, sin transición, de una forma rara, íntima— ¿Por qué... no bajaste?
Un titubeo.
—¿Bajar?
—Sí.
—No... debía.
—Debías.
—No.
—¿Qué te pasa? Trato de mirarte... y me hurtas tus ojos. No podía.
Se sentía valiente. Se había jugado mucho arrancándole del lado de Maud. Pero costaba seguir en su papel de inocente, cuando en realidad no lo era.
—Eres... demasiado alto. Si te miro me duele la nuca.
La oprimió más.
Debiera decírselo.
¿Por qué?
¿Por qué me aprietas, si te vi bailar con otras mujeres y no las llevas así? ¿Y, por qué me besaste aquella vez?
—Millie..., ¿de veras te duele la nuca?
Le miró un segundo.
Al encontrarse sus ojos, los dos quedaron paralizados.
—Si sientes calor... —dijo él como rompiendo un sortilegio—, te llevo al jardín.
Se estremeció.
Le costó, sí, pero lo dijo, aunque ahogadamente.
—Como aquella vez.
—No lo has olvidado.
¿Podía?
—Di... —la mano masculina oscilaba en su espalda. Bajaba y subía. Ella quisiera decirle que no lo hiciera, pero no podía— Di...
—Decir..., ¿qué?
—Eso. Si lo has olvidado.
—¿Debo?
—No.
Un silencio.
De nuevo bailaron casi sin moverse.
Nadie se fijaba en ellos.
¡Había tantas parejas!
Además, las luces se atenuaban.
Maud pasó a su lado bailando con un militar.
—Oscar..., ya sabes lo que me prometiste.
Oscar la miró asombrado, pero no dijo nada. Siguió silencioso bailando con Millie. Fue ésta, de modo raro, la que dijo quedamente:
—¿Qué... le prometiste?
—Nada.
—¿Nada?
—Te aseguro que nada.
—Lo dices... por tranquilizarme.
Oscar la separó.
Era raro oírle a Millie expresarse así. No encontró sus ojos por más que los buscó. Pero sí dijo roncamente:
—¿Qué dices, Millie?
—Es que yo..., yo... No podía.
Iba a decírselo ella. Pero algo se le atragantó en la garganta.
—Tú..., tú..., ¿qué?
Se sofocó.
La mano de Oscar iba desde la espalda a la nuca. Se quedaba allí. Fue como inconsciente el ademán de Millie. Se oprimió contra él.
Oscar parpadeó.
Enrojeció su cicatriz.
—Millie...
—Sí —dijo ella— Sí.
—¿Sí?
—¿Tengo que decírtelo... yo?
—Millie..., Millie...
Iba a estallar allí mismo. Por eso, como no quería dar un espectáculo, la soltó.
—Vamos... al jardín, Millie —dijo Oscar roncamente, apretando su mano.
Se dejó llevar.
Tal vez nadie se fijaba en ellos. Pero Maud, sí. Súbitamente, cuando ellos iban a cruzar la puerta encristalada que conducía al jardín, Maud se soltó de su pareja. Una fútil excusa y después se atravesó en la puerta.
—Oscar..., no me dirás que te entretiene esta niña.
La niña, que era una mujer hecha y derecha, no se alteró en absoluto. Jamás estuvo tan firme, tan digna y tan sarcástica al mismo tiempo.
—¿Qué manías tenéis vosotros de no dar paso a la juventud, Maud?
Esta enrojeció.
Fue a decir algo, pero Millie, en su papel seductor, de mujer verdadera que sabe fijamente lo que quiere, se colgó con las dos manos del brazo de Oscar y le empujó blandamente hacia el exterior.
Maud debió de leer la verdad que no había visto aún Oscar en los ojos de Millie. Debió de ver su fuerza y su seguridad y su... hermosa juventud, porque giró en redondo y se fue, pálida y humillada, a buscar al militar.
CAPÍTULO 16
AGARRADOS de la mano iban los dos.
Los dedos dolían. Los labios callaban. Oscar con sus complejos, su cicatriz pálida en aquel instante, su doblegada ansiedad, tenía miedo. Miedo de haber comprendido mal. Miedo de cometer otro disparate que ofendiera la dignidad de aquella muchacha que él respetaba por encima de cualquier cosa. Miedo a lanzarse a una declaración que causaría o podría causar la mofa de Millie.
Por eso iba silencioso. Y por eso apretaba los dedos femeninos como si pretendiera destruirlos.
—Me lastimas —dijo la vocecilla vacilante.
—¡Oh, per... perdona!
Se detuvieron bajo un emparrado.
No hacía frío, pero tampoco abundaba el calor. La noche era apacible.
Oscar parecía una estatua inexpresiva. Evidentemente no se atrevía ni a mover los labios.
—No... dices nada.
No era una pregunta.
Era como un gemido.
—¿Tengo... algo que decir?
Mucho.
Ella quería que dijera muchas cosas. ¿Acaso en verdad no tenía nada que decir? ¿Entonces, qué había visto ella en Oscar?
Aspiró hondo.
No era Millie Koufax muchacha que se arredrara. Estuvo mucho tiempo sin saber qué le ocurría, qué causa le inquietaba. Al descubrirlo... tenía que decirlo sin remedio. Debía y tenía que conseguir lo que deseaba. Y deseaba a Oscar. Amaba a Oscar, con su madurez, su seriedad, su parquedad..., su enorme altura. Y su cicatriz. Al evocar ésta, su mano se alzó despacio.
Quedó un segundo como indecisa en el aire, y después cayó sobre la mejilla masculina.
Allí fue Oscar a oprimir sus dedos con sus dos manos.
—Millie.
—Un día..., un día... te di..., te di... una bofetada.
—¿Qué nos ocurre? —casi gimió Oscar oprimiéndola súbitamente contra sí— Di. ¿Lo sabes tú?
—Yo..., sí.
Parecía una cosa.
Una cosa en sus brazos. Pero una cosa maravillosamente emotiva y llena de sensibilidad.
—Millie...
—Lo sé, lo sé.
—¿Lo... sabes? —la apretaba un poco para mirarla profundamente a los ojos.
Fue ella la que se colgó de su cuello. Así, con ingenuidad y madurez al mismo tiempo.
Surgió aquel beso.
El que se dieron a medias una vez. Esta, era entero. Como si lo llevara todo, lo encendiera todo. Como si un dique se sostuviera tras unos fuertes muros y de repente éstos se rompieran y el dique con sus aguas turbulentas se desbordaran.
—Oscar..., tuve que decírtelo yo.
No le dejaba hablar.
Era como si miles de días, de años o meses estuviera anhelando aquel instante y de repente, al alcanzarlo, se sintiera como hambriento de besarla, de acariciarla, de oprimirla contra sí.
—Oscar...
—No sé qué me pasa. ¿Si seré tonto? Me parece que..., que... estoy soñando.
—Me quieres así..., como yo a ti. Así...
—¿Cuándo?
—¿Cuándo empecé a darme cuenta?
—Sí —reía en sus labios—. Sí, Millie, muchachita.
—Aquel día en Banff. No sé qué sentí —se arrebujaba contra él— Fue como si de repente dejara de ser niña. La niña tonta que jugaba a coquetear con los chicos. ¿Sabes? Desde aquel día —hablaba y le acariciaba la cicatriz—, todos los chicos me parecen absurdos. Todos niños, todos...
—Querida.
Alguien venía.
Oscar quiso separarse, pero Millie se oprimió contra él empujándole hacia el interior del invernadero.
—Nos van a ver —decía Oscar un poco aturdido.
—No, aquí no.
—Y si nos ven..., ¡qué más da!
Pasó una pareja.
—Pero si es Sandy —susurró Oscar— y yo que pensé...
—¿De Sandy y yo?
—Sí —cuchicheó sin soltarla—, sí. Pensé que os amabais. ¿Sabes? Hasta llegué a odiar a Sandy.
—¡Pobre Sandy! Toda la vida estuvo enamorado de Ann Kelway.
—No.
—Sí —reía ella juguetona bajo sus labios.
Fue después, cuando encontraron a Judy, que se lo dijeron.
—Nos hemos... prometido, Judy.
Esta dio un salto.
—¿Qué? ¿También vosotros?
Se confundían con las demás parejas. Los empujaban, pero ellos cuatro estaban agarrados unos a otros y no se movían.
—Anúncialo, Oscar. El compromiso tuyo con Millie y el mío con James —miró a éste—. ¿No te parece? ¡Vaya sorpresa la de los papás!
Sandy y Ann se les acercaron radiantes en aquel momento.
—Os vamos a dar la gran noticia —dijo Sandy sin soltar la monada que era su novia— Ann y yo acabamos de prometernos. Nos casaremos pronto. Nos dimos cuenta de que los dos lo estamos deseando.
Rieron los otros cuatro.
—¿Qué pasa? ¿También ahora me tomáis a broma?
Fue Oscar. El Oscar de antes. El Oscar comprensivo, sesudo, amable y cortés, quien dijo, apretando la mano de su hermano:
—Por lo visto, sin darnos cuenta, todos nos pusimos de acuerdo —pasó un brazo por los hombros de Millie—. Hemos decidido casarnos todos. Judy y James, tú y Ann, Millie y yo...
Ann lanzó un silbido. Sandy empezó a dar saltos, hasta el punto de que todo el mundo en el salón, se percató del pequeño escándalo.
Entonces, Oscar pidió silencio. La orquesta cesó. Todos dejaron de bailar. Hasta los que se refugiaban en la terraza, acudieron al salón. La voz de Oscar se levantó vibrante y clara. No soltaba a Millie. Las tres parejas formando una línea, fueron, durante unos minutos, el centro de las miradas de todos.
—Os vamos a dar una noticia triple. Judy y James, se han prometido esta noche. Sandy y Ann, también. Y nosotros dos..., Millie y yo...
Hubo un silencio.
De los grupos se destacaron Eva y Fred.
Hubo abrazos. Parabienes. Después, todo el mundo hablaba a la vez. Tardó mucho tiempo en organizarse de nuevo el baile. Maud Folson se escurrió hacia la salida, sin soltar la mano de su militar, el último recurso que le quedaba ya.
La casa apaisada de los Duke parecía aquella noche un hormiguero humano. Había gente de todas las esferas sociales. Desde el minero picador vestido de fiesta, hasta el personaje más importante de Calgary y provincias.
Pero también, detrás de la casa, había tres autos. La triple boda se había celebrado por todo lo alto. Sandy y Ann, se iban huyendo en aquel instante. Sin despedirse de nadie. Como dos ladrones.
James y Judy salían por la puerta de servicio, mirando graciosamente a un lado y a otro, temiendo ser descubiertos. Subieron al auto y escaparon.
Quedaba un auto.
Quedaba dentro una pareja. En el salón.
Quizá tan impaciente como las otras dos, pero más comedida. Más sesuda.
Fue ella, tal vez más apasionada o más impetuosa, quien tiró de la chaqueta de su marido.
—Oscar...
Él le guiñó un ojo.
—En seguida.
—Es que...
—Espérame fuera —le dijo al oído—. En el auto. Tengo que ver a papá...
Se escurrió como pudo. La vieron primero, pero los despistó después. El baile comenzaba en los salones en aquel instante. Nadie se preocupaba de los novios.
Anochecía.
Millie corrió hacia el auto. Vestía pantalones y una chaqueta de fieltro con una gran abertura atrás. Calzaba zapatos bajos. Nadie diría al verla en aquel instante, que era una esposa recién casada.
Se sentó ante el volante y aguardó impaciente. Situó el auto ante la puerta de servicio, y cuando vio a Oscar, lo puso en marcha. Oscar saltó. Hubo un grupo en la puerta gritando, llamándoles egoístas.
Pero Millie conducía con mano segura. Riendo, riendo nerviosamente, porque si bien Oscar ya era su marido, seguía imponiéndola mucho su tremenda personalidad.
—¿Hasta..., hasta dónde, Oscar? —preguntó bajo.
Él soltó la risa. Una risa diferente.
La risa de Oscar antes de tener lugar el accidente.
—Te ríes de... mí.
—No me miras —dijo él apasionadamente jocoso—. ¿Por qué? Ya soy tu marido. Ahora ya puedes... mirarme y besarme y decirme...
Fue él quien detuvo el auto.
Quien le quitó las manos del volante. Quien la levantó un poco y la pasó por delante de él. Pero no la soltó al tenerla en sus rodillas. La besó en la nuca. Después sus labios resbalaron...
Ya le conocía.
Aquellos pocos días que siguieron desde la noche del baile en que se prometieron, fue conociéndole. Su forma lenta de besar. Su forma de acariciar. Su forma de decir...
—Oscar...
—Voy a conducir yo...
La besaba al hablar. Buscaba su garganta y de allí se iba a la boca. Millie abrió los labios.
Se quedaron así mucho tiempo.
—Voy a conducir yo —decía Oscar suavemente, sin soltarla— Por eso... te tengo aquí, en mis rodillas...
—Pero...
—Te da vergüenza.
Se la daba.
Pero no dejaba de besar los labios que la besaban...
FIN
Si no me comprendes (1969)