CENA EN AUDOGHAST (Bruce Sterling)
Publicado en
septiembre 22, 2013
LUEGO UNO LLEGA A AUDOGHAST, una gran y muy populosa ciudad edificada en una arenosa llanura... Los habitantes viven cómodamente y poseen grandes riquezas. El mercado está siempre atestado; la multitud en él es tan grande y las charlas tan intensas que uno apenas puede oír sus propias palabras...La ciudad contiene hermosos edificios y moradas muy elegantes.
DESCRIPCIÓN DEL NORTE DE ÁFRICA, por Abu Ubayd al—Bakri (1040—1094 D.C.)
¡Deliciosa Audoghast! Renombrada en todo el mundo civilizado, desde Córdoba a Bagdad, la ciudad extiende su esplendor bajo el cielo crepuscular sahariano. El sol poniente tiñe de rosa y ámbar los domos de adobe, las casas de mampostería, las altas mezquitas de ladrillo de adobe y las amplias plazas llenas de cimbreantes palmeras datileras. Las melodiosas llamadas de los vendedores del mercado se mezclan con el remoto y suave reír de las hienas del Sahara.
Cuatro caballeros estaban sentados sobre alfombras en un atrio embaldosado y encalado, bebiendo café a la brisa vespertina. El anfitrión era el afable y culto mercader de esclavos, Manimenesh. Sus tres invitados eran Ibn Watunan, el maestro caravanero; Khayali, el poeta y músico; y Bagayoko, médico y asesino de la corte.
El hogar de Manimenesh se alzaba en la ladera de una colina en pleno barrio aristocrático, desde donde dominaba la amplia plaza del mercado y las casas de ladrillo de adobe de los barrios bajos. La brisa barría los olores de la ciudad y arrastraba desde el interior de la casa los deliciosos aromas del cordero al estragón y la perdiz asada con limón y berenjenas. Los cuatro hombres estaban confortablemente reclinados en torno a una baja mesa taraceada, bebiendo café de especias en tazas chinas y observando el fluir y refluir de la vida del mercado.
La escena a sus pies animaba un elevado desapego filosófico. Manimenesh, que poseía no menos de quince libros, era un bien conocido mecenas del conocimiento. Las joyas resplandecían en sus oscuras y gordezuelas manos, que mantenía cómodamente cruzadas sobre su estómago. Llevaba una larga túnica de terciopelo rojo bordado y en la cabeza un casquete trenzado con hilo de oro.
Khayali, el joven poeta, había estudiado arquitectura y métrica en las escuelas de Tombuctú. Vivía en casa de Manimenesh como su poeta y cantor de loas, y sus sonetos, cuartetas y odas eran recitados por toda la ciudad. Apoyaba un codo sobre el redondeado fondo de su guitarra guimbri de dos cuerdas, de ébano taraceado con cuerdas de tripa de leopardo.
Ibn Watunan poseía una sombría mirada de águila y las manos encallecidas por las riendas de los camellos. Llevaba un turbante índigo y una larga chilaba a rayas. En treinta años de marino y caravanero, había comprado y vendido marfil de Zanzíbar, pimienta de Sumatra, seda de Ferghana y cuero cordobés. Ahora, su afición al oro lo había traído hasta Audoghast, porque los lingotes africanos de Audoghast eran conocidos en todo el Islam por su estándar de calidad.
La piel de ébano del doctor Bagayoko estaba cruzada por las cicatrices de la iniciación, y su largo pelo teñido con cal festoneado con adornos de hueso biselado. Llevaba una túnica de algodón egipcio blanco, sobre la que colgaban collares de amuletos, y sus amplias mangas abultaban con hierbas y encantamientos. Era un nativo de Audoghast de creencias animistas, el médico personal del príncipe de la ciudad.
La habilidad de Bagayoko con polvos, pociones y ungüentos lo convertían en un amigo íntimo de la Muerte. A menudo emprendía misiones diplomáticas al imperio vecino de Ghana. Durante su última visita allí, la facción anti—Audoghast sufrió una letal y oportuna epidemia de sífilis.
Entre los cuatro hombres reinaba el aire de camaradería común a los caballeros y eruditos.
Terminaron el café y un esclavo retiró la vacía jarra. Una segunda esclava, una muchacha del personal de cocina, llegó con una bandeja de mimbre llena de olivas, queso de cabra y huevos duros espolvoreados con bermellón. En aquel momento, un almuecín entonó la llamada vespertina para la plegaria.
—Ah —dijo Ibn Watunan, dudando—. Justo cuando íbamos a empezar.
—No importa—dijo Manimenesh, tomando un puñado de olivas—. Rezaremos el doble la próxima vez.
— ¿Por qué no ha habido hoy la plegaria del mediodía? —preguntó Watunan.
—Nuestro almuecín la olvidó —dijo el poeta.
Watunan alzó sus colgantes cejas.
—Eso parece un descuido imperdonable.
—Se trata de un almuecín nuevo —dijo el doctor Bagayoko—. El anterior era más puntual, pero, bueno, se puso enfermo. —Bagayoko sonrió educadamente y dio un mordisco a su queso.
—A nosotros, los audoghastianos, nos gusta más nuestro nuevo almuecín —dijo el poeta, Khayali—. Es uno de los nuestros, no como el otro tipo, que era de Fez. Nuestro almuecín duerme con una esposa cristiana. Es muy divertido.
— ¿Tenéis cristianos aquí? —preguntó Watunan.
—Un clan de coptos etíopes —dijo Manimenesh—. Y una pareja de nestorianos.
—Oh —dijo Watunan, y se relajó—. Por un momento pensé que te referías a auténticos cristianos feringhee, de Europa.
— ¿De dónde? —Manimenesh se mostró sorprendido.
—De muy lejos —dijo Ibn Watunan, sonriendo—. Pequeños y feos países, sin el menor provecho.
—Hubo un tiempo en el que había imperios en Europa —dijo Khayali, exhibiendo su erudición—. El imperio de Roma era casi tan grande como el mundo civilizado moderno.
Watunan asintió.
—He visto la Nueva Roma, llamada Bizancio. Poseen jinetes con armaduras, como vuestros vecinos en Ghana. Unos guerreros salvajes.
Bagayoko asintió y saló un huevo.
—Los cristianos se comen a los niños.
Watunan sonrió.
—Puedo aseguraros que los bizantinos no hacen tal cosa.
— ¿De veras? —dijo Bagayoko—. Bueno, nuestros cristianos sí.
—Eso es sólo un pequeño chiste del doctor —dijo Manimenesh—. A veces corren extraños rumores entre nosotros, debido a que obtenemos nuestros esclavos de las tribus caníbales nyam-nyam de la costa. Pero vigilamos estrechamente su dieta, puedo asegurároslo.
Watunan sonrió, incómodo.
—Siempre hay algo nuevo aquí en África. Uno oye las historias más extrañas. Hombres peludos, por ejemplo.
—Ah—dijo Manimenesh—. Te refieres a los gorilas de las junglas del sur. Lamento estropearte la historia, pero no son más que animales.
—Entiendo —dijo Watunan—. Qué lástima.
—Mi abuelo fue propietario de un gorila una vez —dijo Manimenesh—. Incluso después de diez años, apenas sabía hablar árabe.
Terminaron el aperitivo. Los esclavos limpiaron la mesa y trajeron una bandeja de cebadas perdices, rellenas con limón y berenjenas, sobre un fondo de menta y lechuga. Los cuatro comensales se acercaron a la bandeja y arrancaron diestramente patas y alas.
Watunan dio cuenta de la carne de un muslo y eructó educadamente.
—Audoghast es famosa por sus cocineros —dijo—. Me complace ver que esta leyenda, al menos, resulta confirmada.
—Nosotros, los audoghastianos, nos enorgullecemos de dedicar gran atención a los placeres de la mesa y de la cama —dijo Manimenesh, complacido—. He pedido a Elfelilet, una de nuestras principales cortesanas, que nos honre con una visita esta noche. Traerá a su grupo de bailarinas.
Watunan sonrió.
—Espléndido. Uno empieza a estar cansado ya de los muchachos. Vuestras mujeres son notables. He observado que no llevan velo.
Khayali alzó su voz en una canción:
—Cuando aparece una mujer de Audoghast, / las muchachas de Fez se muerden los labios, / las damas de Trípoli se ocultan en los armarios, / y las mujeres de Ghana se ahorcan.
—Nos sentimos orgullosos de la gran consideración que tienen nuestras mujeres —dijo Manimenesh—. ¡No es por nada que siempre consiguen el precio máximo en el mercado!
En la plaza del mercado, al pie de la colina, los vendedores estaban encendiendo pequeñas lámparas de aceite, que arrojaban un parpadeante resplandor por entre las paredes de las tiendas y los abrevaderos. Un pelotón de los hombres del príncipe, con lanzas de hierro, escudos y cotas de malla, cruzaron la plaza para iniciar su guardia nocturna en la Puerta del Este. Esclavos cargados con grandes jarras para el agua chis morreaban junto al pozo.
—Se ha reunido una auténtica multitud en torno a uno de los puestos —dijo Bagayoko.
—Eso veo —admitió Watunan—. ¿De qué se trata? ¿Alguna noticia que puede afectar el mercado?
Bagayoko recogió un poco de salsa del asado con una ramita de menta y una hoja de lechuga.
—Los rumores dicen que ha llegado a la ciudad un nuevo adivino. Los nuevos profetas siempre están de moda.
—Oh, sí —dijo Khayali, sentándose erguido—. Le llaman «El Sufridor». Se dice que pronuncia las más sorprendentes y divertidas predicciones.
—Yo nunca he confiado en las palabras de ningún adivino de mercado —dijo Manimenesh—. Si quieres conocer el mercado tienes que conocer el corazón de la gente, y para eso necesitas un buen poeta.
Khayali inclinó la cabeza en asentimiento.
—Señor, que vivas eternamente —dijo.
Estaba haciéndose oscuro. Acudieron los esclavos de la casa con lámparas de cerámica a base de aceite de sésamo, que colgaron de los soportes del atrio. Otros retiraron los huesos de las perdices y trajeron una pierna y una cabeza de cordero con un plato de acompañamiento de tripas a la canela.
En un gesto de estima, el anfitrión ofreció los ojos a Watunan, y después de las tres negativas rituales el maestro caravanero los aceptó con agrado.
—Yo confío mucho en lo que dicen los adivinos —dijo, masticando—. A menudo son depositarios de extraños secretos. No del tipo oculto, sino de las habladurías de los supersticiosos. Esclavas ansiosas sobre algún escándalo doméstico, u oficiales de baja graduación preocupados acerca de promociones..., noticias interesantes de aquellos que acuden a consultarles. Puede ser útil.
—Si es ése el caso —murmuró Manimenesh—, entonces quizá debiéramos llamarle.
—Dicen que es grotescamente feo —advirtió Khayali—. Le llaman «El Sufridor» porque está abrumadoramente afligido por las enfermedades.
Bagayoko se secó elegantemente la barbilla con una manga.
— ¡Ahora empiezas a interesarme!
—Entonces queda decidido. —Manimenesh dio unas palmadas—. ¡Traed al joven Sidi, mi chico de los recados!
Sidi llegó de inmediato, sacudiéndose harina de las manos. Era el hijo de la cocinera, poco más de diez años, alto y muy negro y vestido con una chilaba de lana teñida. Sus mejillas lucían toda una serie de elegantes cicatrices, y llevaba trozos de hilo de cobre entretejido en su denso pelo rizado. Manimenesh le dio sus órdenes: Sidi partió a toda prisa del atrio, cruzó corriendo el jardín y desapareció colina abajo a través de la puerta de entrada.
El tratante de esclavos suspiró.
—Éste es uno de los problemas de mi negocio. Cuando compré mi cocinera era una muchacha ágil y esbelta, y gocé libremente de ella. Ahora, años de dedicación a sus tareas han incrementado veinte veces su valor de mercado, y la han vuelto también tan gorda como un hipopótamo, aunque esto es secundario. Siempre ha afirmado que Sidi es mi hijo y, puesto que no deseo venderla, tengo que transigir. Le he convertido en un hombre libre; me temo que le he malcriado. A mi muerte, mis hijos legítimos van a luchar cruelmente contra él.
El maestro caravanero captó las implicaciones de aquellas palabras y sonrió educadamente—.
— ¿Sabe montar? ¿Sabe hacer negocios? ¿Sabe sumar?
—Oh —dijo Manimenesh con fingida indiferencia—, puede arreglárselas bastante bien con esa curiosa novedad de los ceros.
—Ya sabes que me dirijo a China—dijo Watunan—. Es un camino difícil, que conduce o a la riqueza o a la muerte.
—Es un riesgo en cualquier caso —dijo filosóficamente el tratante de esclavos—. La riqueza es decisión de Alá.
—Eso es cierto —admitió el maestro caravanero. Hizo un signo secreto debajo de la mesa, allá donde los demás no pudieran verlo. Su anfitrión se lo devolvió, y Sidi fue propuesto, y aceptado, para la Hermandad.
Rematados los negocios de la noche, Manimenesh se relajó y partió la cabeza guisada del cordero con un martillito de plata. Dieron cuenta de los sesos con sendas cucharillas, luego atacaron las tripas, que estaban rellenas con cebolla, repollo, canela, cilantro, clavo, jengibre, pimienta, y ligeramente espolvoreadas con ámbar gris. Acabaron la mostaza y pidieron más, comiendo ahora un poco más lentamente, porque estaban acercándose al límite de la capacidad humana.
Luego se reclinaron hacia atrás, apartando bandejas de grasa semicoagulada y sintiendo una profunda satisfacción hacia el estado del mundo. Allá en la plaza del mercado, los murciélagos de una mezquita abandonada cazaban polillas en torno a las linternas de los vendedores.
El poeta eructó suavemente y tomó su guitarra de dos cuerdas.
—Querido Dios —dijo—, éste es un espléndido lugar. Observa, maestro caravanero, cómo sonríen las estrellas allá en nuestro bien amado sudoeste. —
Hizo sonar una nota cantarina en sus cuerdas de tripa de leopardo—. Me siento unido a la Eternidad.
Watunan sonrió.
—Cuando encuentro un hombre así, tengo que enterrarlo.
—Aquí habla el hombre de negocios —dijo el médico. Espolvoreó discretamente una pequeña pulgarada de veneno en el último bocado de tripa y lo comió. Estaba acostumbrando poco a poco su cuerpo al veneno. Era una precaución profesional.
Oyeron, procedente de la calle más allá de la puerta de entrada, el resonar de anillos de cobre acercándose. El guardia de la puerta indicó:
— ¡Dama Elfelilet y sus escoltas, señor!
—Démosles la bienvenida —dijo Manimenesh. Los esclavos se llevaron las bandejas y trajeron un diván de terciopelo al espacioso atrio. Los comensales extendieron sus manos; los esclavos las lavaron y secaron cuidadosamente.
El grupo de Elfelilet cruzó las higueras que poblaban el jardín: los escoltas con varas rematadas en oro y repletas de tintineantes cascabeles de cobre; tres danzarinas, aprendices de cortesanas vestidas con capas de lana azul sobre unos pantalones de gasa de algodón y blusas bordadas; y cuatro palanquineros, robustos esclavos de aceitados torsos y encallecidos hombros. Los palanquineros depositaron su palanquín en el suelo con sofocados gruñidos de alivio y abrieron las cortinas doradas que lo cubrían.
Salió Elfelilet, una mujer de cobriza piel, ojos espolvoreados con alcohol cosmético y colirio y pelo color alheña recogido con hilo de oro. Las palmas y uñas de sus manos estaban teñidas de rosa; llevaba una capa azul bordada sobre una intrincada chaquetilla sin mangas y unos pantalones de seda atados a los tobillos almidonados y pulidos con laca de mirobálano. Un ligero salpicar de cicatrices de viruela en una de sus mejillas acentuaba deliciosamente su amplio rostro lunar.
—Elfelilet, querida —dijo Manimenesh—, llegas justo a tiempo para el postre.
Elfelilet avanzó graciosamente por el embaldosado suelo y se reclinó en el diván de terciopelo, en una postura que resaltaba de forma sugestiva su bien conocido posterior.
—Saludo a mi amigo y patrón, el noble Manimenesh. ¡Que vivas eternamente! Erudito doctor Bagayoko, soy tu servidora. Hola, poeta.
—Hola, querida —dijo Khayali, sonriendo con la camaradería natural de poetas y cortesanas—. Tú eres la luna, y tu grupo de bellezas los cometas que realzan tu visión.
—Aquí tienes a nuestro estimado invitado, el maestro caravanero, Abou Bekr Ahmed Ibn Watunan —dijo el anfitrión.
Watunan, que se había quedado con la boca abierta, arrebatado por la sorpresa, consiguió recuperarse con un sobresalto.
—Soy un simple hombre del desierto —dijo—. No poseo el don de la palabra de un poeta. Pero soy tu más ferviente servidor.
Elfelilet sonrió y agitó la cabeza; los distendidos lóbulos de sus orejas resonaron con el fuerte golpear de la filigrana de oro de sus pendientes.
—Bienvenido a Audoghast.
Llegaron los postres.
—Bien —dijo Manimenesh—. Nuestros platos anteriores fueron sencillos y no muy elaborados, pero en eso sí somos espléndidos. Dejadme tentaros con esos pastelillos de frutos secos djouzinkat. Y probad nuestros almendrados de miel..., creo que hay suficientes para todos.
Todo el mundo, excepto por supuesto los esclavos, disfrutaron de los ligeros y hojaldrados cataif, liberalmente espolvoreados con azúcar kairwan. Los pastelillos de frutos secos estaban simplemente más allá de toda comparación: de trigo, sorprendentemente molidos a mano, deliciosamente azucarados y con abundante mantequilla, y artísticamente rellenos con pasas, dátiles y almendras.
—Comemos pastelillos djouzinkat durante las sequías —dijo el poeta—, porque los ángeles lloran de envidia cuando los probamos.
Manimenesh eructó estruendosamente y se reajustó el casquete sobre su cabeza.
—Ahora —dijo— disfrutaremos de un poco de vino dulce. Sólo un pequeño sorbo, no os preocupéis, porque el pecado de beber es un pecado menor, y apenas carga las almas. Tras lo cual nuestro poeta nos recitará una oda que ha compuesto para la ocasión.
Khayali empezó a afinar su guitarra de dos cuerdas.
—También, puesto que me lo han pedido, improvisaré ghazals de doce versos, en modo lírico, sobre los temas que me sugiráis.
—Y, después de que nuestra digestión se haya visto dulcificada con epigramas —dijo su anfitrión—, disfrutaremos de las justamente famosas danzas del grupo de nuestra querida dama. Tras lo cual nos retiraremos al interior de la mansión y gozaremos de sus otras e igualmente alabadas habilidades.
El guardia de la puerta gritó:
— ¡Vuestro recadero, señor! ¡Aguarda vuestra venia, con el adivino!
—Oh —dijo Manimenesh—. Lo había olvidado.
—No importa, señor —dijo Watunan, cuya imaginación se había visto prendida por la agenda de la noche.
—Echémosle una mirada —accedió Bagayoko—. Su fealdad realzará, con su contraste, la belleza de estas mujeres.
—Cosa que sería imposible de otro modo —añadió el poeta.
—Muy bien —dijo Manimenesh—. Traedlo aquí.
Sidi, el muchacho de los recados, cruzó el jardín, seguido con espectral lentitud por el adivino, que andaba apoyado en unas muletas.
A la luz de las lámparas, el hombre parecía un insecto tullido. Su voluminosa capa, gris y polvorienta, estaba manchada de sudor y de innombrables exudaciones. Era albino. Sus rosados ojos estaban cubiertos de cataratas, y había perdido un pie, y varios dedos, a causa de la lepra. Un hombro era mucho más bajo que el otro, sugiriendo una joroba, y el muñón de su tobillo estaba estriado por las mordeduras de los gusanos.
— ¡Por las barbas del profeta! —exclamó el poeta—. Su fealdad es realmente insuperable.
Elfelilet frunció la nariz.
— ¡La supera su pestilencia!
— ¡Hemos venido tan aprisa como nos ha sido posible, señor! —exclamó Sidi.
—Ve adentro, muchacho —dijo Watunan—, sumerge diez varillas de canela en un cubo de agua, luego vuelve y derrámalo sobre él.
Sidi partió de inmediato.
Watunan observó al horrible hombre, que permanecía de pie, tambaleándose sobre una pierna, al borde del círculo de luz.
— ¿Cómo es, hombre, que todavía vives?
—He retirado mi mirada de este mundo —dijo el Sufridor—. He vuelto mi mirada hacia Dios, y Él ha derramado copiosamente el conocimiento sobre mí. He heredado un conocimiento que ningún cuerpo mortal puede soportar.
—Pero Dios es misericordioso —dijo Watunan—. ¿Cómo puedes afirmar que esto es obra Suya?
—Si no temes a Dios —dijo el adivino—, entonces témele después de haberme visto. —El horrible albino se sentó, con artrítica y dolorosa lentitud, en el polvo de la parte exterior del atrio. Prosiguió—: Tienes razón, maestro caravanero, al pensar que la muerte hubiera sido más piadosa conmigo. Pero la muerte viene cuando ella quiere, como lo hará sobre cada uno de vosotros.
Manimenesh carraspeó.
— ¿Puedes ver nuestros destinos, entonces?
—Veo el mundo —dijo el Sufridor—. Ver el destino de un solo hombre es seguir a una sola hormiga en un hormiguero.
Sidi apareció de nuevo y arrojó un cubo de agua perfumada sobre el tullido. El adivino colocó su impedida mano formando copa y bebió.
—Gracias, muchacho —dijo. Volvió sus nublados ojos hacia él—. Tus hijos serán rubios.
Sidi, sorprendido, se echó a reír.
— ¿Rubios? ¿Por qué?
—Tus esposas serán rubias.
Las danzarinas, que se habían retirado al extremo más alejado de la mesa, dejaron escapar al unísono sendas risitas. Bagayoko extrajo una moneda de oro de su manga.
—Te daré este dírham de oro si me muestras tu cuerpo.
Elfelilet frunció el ceño y agitó sus pestañas empapadas de alcohol cosmético.
—Oh, querido doctor, por favor, ahórranos eso.
—Verás mi cuerpo, señor, si tienes paciencia —dijo el Sufridor—. Y, sin embargo, la gente de Audoghast se ríe de mis profecías. Estoy condenado a decir la verdad, que es dura y cruel, y en consecuencia absurda. Cuando mi fama crezca, sin embargo, llegará a oídos del príncipe, el cual ordenará que sea detenido como una amenaza al orden público. Entonces tú espolvorearás tu veneno preferido, veneno de áspid en polvo, en un bol de sopa de garbanzos que recibiré como comida. No te guardaré rencor por eso, puesto que es tu deber cívico, y además me aliviará de mis dolores.
—Qué extraña idea —dijo Bagayoko, frunciendo el ceño—. No veo ninguna necesidad para que el príncipe reclame mis servicios. Uno de sus espadachines puede traspasarte como si fueras un odre de agua.
—Por entonces —dijo el profeta—, mis ocultos poderes habrán despertado tanta intranquilidad que parecerá mejor tomar medidas extremas.
—Bueno —dijo Bagayoko—, parece lógico, aunque excesivamente grotesco.
—Al contrario que otros profetas —dijo el Sufridor—, veo el futuro no como uno desearía verlo, sino en toda su cataclísmica y ciega futilidad. Por eso he venido aquí, a vuestra hermosa ciudad. Mis numerosas y totalmente exactas profecías se desvanecerán cuando lo haga la ciudad. Eso ahorrará al mundo cualquier problemático conflicto de predestinación y libre albedrío.
— ¡Es un teólogo! —exclamó el poeta—. Un teólogo leproso..., ¡es una lástima que mis profesores de Tombuctú no estén aquí para debatir con él!
— ¿Profetizas el destino de nuestra ciudad? —dijo Manimenesh.
—Sí. Seré específico. Éste es el año 406 de la hégira del profeta, y mil catorce años después del nacimiento de Cristo. Dentro de cuarenta años surgirá un culto fanático y puritano de musulmanes, conocido como los almorávides. En aquel tiempo, Audoghast será un aliado del imperio de Ghana, que son adoradores de ídolos. Ibn Yasin, el guerrero santo de los almorávides, condenará Audoghast como un nido de paganos. Enviará a sus hordas de merodeadores del desierto contra la ciudad; estarán inflamados por la rectitud y la codicia. Masacrarán a los hombres y violarán y esclavizarán a las mujeres. Audoghast será saqueada, los pozos envenenados y los campos cultivados se marchitarán y desaparecerán. Dentro de cien años, las dunas de arena enterrarán las ruinas. Dentro de quinientos años, Audoghast sobrevivirá sólo como una docena escasa de líneas de narrativa en los libros de viajes de los eruditos árabes.
Khayali agitó su guitarra.
—Pero las bibliotecas de Tombuctú están llenas de libros sobre Audoghast, incluida, si me permites decirlo, nuestra inmortal tradición poética.
—Todavía no he mencionado Tombuctú —dijo el profeta—, que será saqueada por los invasores moriscos capitaneados por un rubio eunuco español. Arrojarán los libros a las cabras para que se los coman.
La concurrencia estalló en incrédulas risas. Imperturbable, el profeta dijo:
—La ruina será tan general, tan completa y tan extendida, que en los siglos futuros se afirmará, y se creerá, que el África Occidental siempre fue un país de salvajes.
— ¿Quién en el mundo podría cometer tamaña difamación? —dijo el poeta.
—Serán los europeos, que emergerán de su actual y escuálido declive y se armarán con poderosas ciencias.
— ¿Qué ocurrirá entonces? —quiso saber Bagayoko, sonriendo.
—Puedo mirar a esas épocas futuras —dijo el profeta—, pero prefiero no hacerlo, pues hace que me duela el corazón.
—Entonces —dijo Manimenesh—, profetizas que nuestra famosa metrópoli, con sus altivas mezquitas y su milicia armada, se verá reducida a una completa desolación.
—Ésa es la verdad, por lamentable que parezca. Tú, y todos aquellos a los que amas, no dejaréis el menor rastro en este mundo, excepto unas pocas líneas en los escritos de algunos extranjeros.
— ¿Y nuestra ciudad se verá reducida a unas pocas tribus salvajes?
—Nadie de los de aquí será testigo de ese desastre futuro —dijo el Sufridor—. Viviréis vuestras vidas, año tras año, gozando de la comodidad y del lujo, no porque os lo merezcáis, sino simplemente debido a que el destino es ciego. Con el tiempo olvidaréis esta noche; olvidaréis todo lo que he dicho aquí, del mismo modo que el mundo os olvidará a vosotros y vuestra ciudad. Cuando Audoghast caiga, este muchacho, Sidi, este hijo de una esclava, será el único superviviente de la reunión de esta noche. Por aquel entonces él también habrá olvidado Audoghast, que no posee ninguna razón para ser amada. Será un viejo y rico mercader en Ch'ang-an, que es una ciudad china con unas riquezas tan fantásticas que podrían comprar diez Audoghasts, y que no será saqueada y aniquilada hasta una fecha considerablemente posterior.
—Todo esto es una locura —dijo Watunan.
Bagayoko enrolló un mechón de apelmazados cabellos entre sus flexibles dedos.
—El guardia de tu puerta es un hombre robusto, amigo Manimenesh. ¿Qué te parece si le decimos que retuerza un poco la cabeza de este cuervo de mal agüero y arroje su cuerpo como alimento a las hienas?
—Por eso que has dicho, doctor—dijo el Sufridor—, te contaré la forma en que vas a morir. Serás muerto por la guardia real de Ghana en el momento en que intentes asesinar a su príncipe coronado introduciendo un veneno sutil en su ano mediante una caña hueca.
Bagayoko se sobresaltó.
—Idiota, no hay ningún príncipe coronado en Ghana.
—Fue concebido ayer.
Bagayoko se volvió impaciente hacia su anfitrión.
— ¡Librémonos de este prodigio!
Manimenesh asintió firmemente.
—Sufridor, has insultado a mis invitados y a mi ciudad. Eres afortunado abandonando mi casa con vida.
El Sufridor se alzó con agónica lentitud sobre su único pie.
—Tu muchacho me habló de tu generosidad.
— ¿Qué? Ni una moneda de cobre por tus estupideces.
—Dame uno de los dírhams de oro que tienes en tu bolsa. De otro modo me veré obligado a seguir profetizando, y a un nivel mucho más personal.
Manimenesh consideró aquello.
—Quizá sea lo mejor —murmuró. Arrojó a Sidi una moneda—. Dale esto a ese loco y escóltalo de vuelta a su madriguera.
Aguardaron con atormentada paciencia mientras el adivino se alejaba con dolorida lentitud, apoyándose en sus muletas, hasta desaparecer en la oscuridad.
Manimenesh se subió bruscamente las mangas de su traje de terciopelo rojo y dio unas palmadas pidiendo más vino.
—Cántanos una canción, Khayali.
El poeta se echó la capucha de su capa sobre su cabeza.
—Mi cabeza resuena con un horrible silencio —dijo—. Veo todas las huellas de nuestra ciudad borradas, los alegres edificios convertidos en un árido desierto donde merodean los chacales, gimen los fantasmas y se regocijan los demonios; los graciosos salones, los elegantes dormitorios, que brillaron tan esplendorosos como el sol, abrumados ahora por la desolación, parecen como las fauces abiertas de animales salvajes. —Miró a las danzarinas, con los ojos anegados en lágrimas—. Imagino a esas doncellas yaciendo bajo el polvo, o dispersas en lugares distantes y remotas regiones, alejadas por la mano del exilio, desgarradas por los dedos de la expatriación.
Manimenesh le dirigió una amable sonrisa.
—Muchacho —dijo—, si otros no van a poder oír tus canciones, o abrazar a estas mujeres, o beber este vino, la pérdida no será nuestra, sino suya. Gocemos pues nosotros, y dejemos que esos aún no nacidos se lamenten.
—Tu patrón es sabio —dijo Ibn Watunan, palmeando el hombro del poeta—. Aquí lo tienes, favorecido por Alá con todos los lujos posibles; y has visto a ese asqueroso loco, carcomido por las plagas. Ese lunático, que pretende poseer tan gran sabiduría, no hace más que crujir con su propia ruina; mientras que nuestro industrioso amigo hace del mundo un lugar mejor, reuniendo en torno suyo nobleza y conocimiento. ¿Puede Dios olvidar una ciudad como ésta, con todos sus encantos, para cumplir con las profecías de ese horrible estúpido? —Alzó su copa hacia Elfelilet, y apuró su contenido de un trago.
—Pero la deliciosa Audoghast —dijo el poeta, con los ojos llenos de lágrimas—. Todo lo que más amamos, perdido en la arena.
—El mundo es amplio —dijo Bagayoko—, y los años son largos. No nos corresponde a nosotros reclamar la inmortalidad, ni siquiera aunque seamos poetas. Pero consuélate, amigo. ¡Aunque estas paredes y edificios se derrumben, siempre existirá un lugar como Audoghast, en tanto que los hombres amen el lucro! Mis amores son inagotables, y los elefantes son tan numerosos como las moscas. Madre África siempre nos proporcionará su oro y su marfil.
— ¿Siempre? —dijo esperanzado el poeta, secándose los ojos.
—Bueno, seguro que siempre habrá esclavos —dijo Manimenesh, y sonrió, y guiñó un ojo. Los otros rieron con él, y de nuevo hubo alegría.
Fin