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septiembre 22, 2013
El rey Dramocles, soberano de Glorm, despertó y miró a su alrededor, y no pudo recordar dónde estaba. Le ocurría con frecuencia, debido a su costumbre de dormir en habitaciones distintas de su palacio según el humor en que se sintiera. Su palacio de Ultragnolle era la mayor estructura hecha por manos humanas en Glorm, y quizás en la galaxia. Era tan grande que requería su propio sistema interno de transporte. Dentro de aquella colosal estructura, Dramocles tenía cuarenta y siete dormitorios personales. También mantenía otras sesenta (más o menos) habitaciones equipadas con camas, literas, sofás convertibles, colchones de aire y demás adminículos semejantes para siestas y cabezadas. Teniendo en cuenta eso, irse a dormir se convertía en una aventura nocturna para él, y despertarse era un misterio diario.
Sentándose en la cama y mirando a su alrededor, Dramocles descubrió que había pasado la noche durmiendo sobre un montón de almohadones en una de las Estancias Hirsutas, llamadas así debido a las grandes masas de pelo negro que crecían en los rincones. Una vez establecido este hecho, se volvió para tomarse su café.
Generalmente, eso no implicaba más que pulsar un botón al lado de la cama. Dicho botón hacía sonar una alarma en la cocina real, que activaba la enorme máquina de cortados. Tenía una caldera lo suficientemente grande como para accionar una locomotora, y diez sirvientes trabajaban las veinticuatro horas del día manteniendo los fuegos debajo de ella, limpiando los filtros, añadiendo café recién molido y realizando todos los demás pasos de la operación. Poco después, se suponía que un humeante cortado, exactamente azucarado según los gustos del rey, fluía a lo largo de kilómetros de tubería de cobre, llegando por último a una espita en la habitación en la que se hallara Dramocles en aquel momento.
Esta vez, sin embargo, Dramocles había dormido en una parte del palacio que todavía no estaba conectada al circuito del café. Malhumorado, se puso unos tejanos y una camiseta y salió al corredor.
Un cartel primorosamente grabado en la pared del corredor le dijo que se hallaba en las coordenadas R52—J26. La vía de un monorraíl avanzaba por el centro del corredor, así que al menos se hallaba dentro de la red de transporte del palacio. Por supuesto, no había ningún convoy a la vista. Dramocles consultó el horario pegado a la pared, y vio que el próximo tren —un Local de Circunvalación al Palacio— no llegaría hasta dentro de cuarenta minutos. Alzó el teléfono de emergencia de la pared y llamó a la Central de Transportes.
El teléfono sonó varias veces. Finalmente, una voz carente en absoluto de refinamiento dijo:
—Sí, ¿qué demonios quieres?
—Quiero que me envíes inmediatamente un tren —dijo Dramocles.
—Así que eso es lo que quieres, ¿eh? Pues mejor olvídalo, compañero. La mitad de nuestros trenes están en el taller de reparaciones, y el resto están en lugares de mucha mayor importancia que donde tú estás. Ahí no hay nada excepto un montón de dormitorios peludos.
—Te está hablando el rey Dramocles —dijo Dramocles con voz ominosa. —¿De veras? A ver, espera, déjame comprobar tu identidad vocal... Ajá, sí, es verdad. Vaya, Sire, lamento la forma en que os he hablado, pero ya sabéis cómo es esto; los nobles no hacen más que llamarme a todas horas del día y de la noche intentando que desvíe los trenes para su conveniencia particular. Especialmente ahora, a causa de las celebraciones de la paz.
—No importa —dijo Dramocles—. ¿Cuándo puedes enviarme un tren?
—Siete minutos, Sire. Desviaré el Exprés del Panteón inmediatamente después de la Estación de Chapultepec, y...
—¿Hay una máquina de café en él?
—Un momento, lo comprobaré... No, Sire, el Panteón solamente lleva café instantáneo y pastelillos rancios. Dadme veinte minutos y os haré llegar un moderno tren—desayuno.
—Simplemente envíame el que llegue antes —dijo Dramocles—. Tomaré el desayuno más tarde.
***
Pasaron quince minutos. No llegó ningún tren por el monorraíl. Dramocles tomó de nuevo el teléfono, pero todo lo que consiguió fue una sucesión de enloquecedores clics. Finalmente, una voz grabada le dijo que todos los circuitos estaban ocupados y que debía llamar por medio del operador de palacio. Dramocles gritó en vano que él era el rey y que todas las demás llamadas debían ser desconectadas inmediatamente. Nadie estaba escuchando.
***
Taconeó de vuelta a su dormitorio para coger sus cigarrillos, pero no consiguió encontrar la habitación en la que había dormido. Todas las habitaciones de aquel sector eran hirsutas. Ningún otro teléfono parecía funcionar tampoco. Ni siquiera la alarma contra incendios pareció causar ningún efecto.
Furioso, Dramocles volvió al corredor. Calculó que tenía al menos una hora de caminata antes de conseguir alcanzar alguno de los sectores poblados de Ultragnolle. ¿Qué había estado haciendo en aquel maldito sector perdido la pasada noche? Tenía la impresión de recordar una fiesta, algo de droga, algo de alcohol, muchas risas, y luego el olvido. Echó a andar a largas zancadas, y se detuvo cuando oyó el sonido de un motor a sus espaldas.
Lejos, al fondo del corredor, creyó ver algo pequeño con una parpadeante luz amarilla que avanzaba hacia él. Creció en tamaño, y por último pudo distinguir un vehículo de pasillo, un tipo de coche de una sola rueda que la nobleza utilizaba para ir rápidamente de un lado a otro del palacio.
El coche se detuvo en seco a su lado. La burbuja superior se abrió, y un alegre muchacho de unos doce años con el pelo ensortijado miró afuera y dijo:
—¿Eres tú, padre?
—Por supuesto que soy yo —contestó Dramocles—. ¿Y tú quién eres?
—Soy Sanizat, padre —dijo el muchacho—. Mi madre es Andrea, de la que te divorciaste hace dos años.
—¿Andrea? ¿Una mujer pequeñita y de pelo oscuro con una voz muy penetrante?
—Esa es. Vivimos en el sector de Saint Michel de Glorm. Madre te llama a menudo en relación con sus sueños.
—Ella los llama portentos —dijo Dramocles. Montó al lado de Sanizat—. Llévame al Palacio Central. Sanizat metió la marcha al vehículo de pasillo, y aceleró con la fuerza suficiente como para que la cera del suelo del corredor ardiera.
***
Al final el corredor se abrió en un enorme balcón con una balaustrada. Sanizat giró bruscamente y bajó un largo tramo de escalera, luego frenó cuando se acercaron a la enorme estancia recubierta con un domo que contenía la plaza Saint Leopold. Era un importante mercado regional, lleno de tiendas de colores chillones tras las cuales hombres y alienígenas vendían una gran variedad de artículos. Había geisels de la provincia más septentrional de Glorm, ofreciendo brillantes wallisbayas en pequeños cestos de mimbre. Había grots, miembros de la antigua raza que había habitado Glorm antes de la llegada de los humanos, cabeceando sobre sus bols de porridge narcótico. Brungers de Dispasia y de las llanuras de Arnapest estaban también allí, imponentes con su atuendo nacional de cuero pulido y tafetán, ofreciendo los intrincadamente esculpidos bastones y los melocotones en miniatura por los cuales eran famosos. Y flotando muy por encima de la animada escena, se agitaban las grandes banderas azules y doradas que proclamaban que aquél era el trigésimo año de la Pax Glormicae.
Dramocles descubrió una cafetería y dijo a su hijo que lo dejara allí. Engulló un cortado doble, firmó la cuenta, y tomó un taxi de pasillo hasta el Palacio Central.
Rudolphus, el Chambelán, estaba aguardándole en la escalera interior, con la agitación reflejada en su enrojecido y bigotudo rostro.
—¡Sire —dijo— llegáis tarde para la audiencia!
—Puesto que soy el rey —dijo Dramocles—, no puedo llegar tarde porque cualquier hora a la que llegue aquí es la hora correcta.
—Dejando a un lado la casuística —dijo Rudolphus—, vos mismo fijasteis la hora para la audiencia, y me ordenasteis que os regañara si llegabais tarde.
—Considérame regañado. Esta noche es el inicio oficial de las celebraciones de la Pax Glormicae, ¿verdad?
—Así es, Sire, y todo está preparado. El rey Adalbert de Aardvark llegó la pasada noche, y lo hemos alojado en la pequeña mansión de la calle Mountjoy. Lord Rufus de Druth está aquí con su séquito, y se les ha ofrecido el Castillo Trontium para que lo ocupen. El rey Snint de Lekk está en el Hotel Rose Garden de la avenida del Templo. Vuestro hermano, el conde John de Crimsole, está desembarcando en el espaciopuerto en este mismo momento. Solamente el rey Haldemar de Vanir no se ha presentado ni se ha puesto en comunicación con nosotros.
—Tal como sospechábamos. Me reuniré con los reyes más tarde. ¿Había algo interesante en el correo de hoy?
—La basura habitual.
Rudolphus entregó a Dramocles un puñado de cartas, que Dramocles se metió en un bolsillo.
—Me ocuparé de eso más tarde. Vayamos ahora a esa audiencia. Y haz que vaya rápida, Rudolphus.
—Sire, a menos que ordenéis lo contrario, seguiré exactamente el protocolo tal como fue establecido por vuestro reverenciado padre, Otho el Extraño.
Dramocles se alzó de hombros. Las reglas, leyes y preceptos de Otho eran en su mayor parte muy útiles, y Dramocles nunca se había preocupado de pensar otros para reemplazarlos. Entró en la sala de audiencias, seguido de cerca por Rudolphus.
La audiencia consistía en la habitual y aburrida tarea de decidir las penalizaciones para varios condes y barones que habían caído en desgracia ante el rey por engañar a los campesinos, o a las máquinas de impuestos, o engañarse los unos a los otros. Dramocles no tenía que hacer nada al respecto, ni siquiera pensar en ello, puesto que el Chambelán ya había tomado todas las decisiones, siguiendo los preceptos de Otho el Extraño. Los casos fueron pasando, y Dramocles se agitó en su alto trono buscando la posición más confortable y sintiendo lástima de sí mismo.
Pese a ser monarca absoluto de Glorm, y ocupar un lugar preeminente entre los Planetas Locales, Dramocles sabía que había hecho muy poco en su vida: simplemente había aceptado las circunstancias, y había gobernado Glorm sin pensar demasiado en ello a lo largo de un extenso período de paz sin precedentes. Aburrido e infeliz, se agitó en su trono y fumó cigarrillo tras cigarrillo, pensando para sí mismo que ser un gran rey no era algo tan grande después de todo. Y entonces la vieja mujer dio un paso adelante, y a partir de aquel momento todo en su vida cambió.
Era una mujer vieja, pequeña y jorobada, vestida enteramente de negro excepto por los zapatos y la toca grises. Se abrió camino entre la multitud de nobles menores y se acercó al trono, hasta que los guardias la detuvieron con sus albardas cruzadas. Entonces dijo con voz fuerte:
—¡Oh, Gran Rey!
—Sí, vieja dama —dijo Dramocles, haciendo un gesto al ultrajado Rudolphus para que se estuviera quieto—. Parece que quieres dirigirte a nos. Por favor hazlo, y por tu bien espero que sea algo bueno.
—Sire —dijo ella—, debo pediros humildemente una audiencia privada. Lo que tengo que decir es solamente para los oídos del rey.
—¿De veras? —dijo Dramocles.
—Sí, de veras —respondió la vieja mujer.
Dramocles la miró, evaluándola, y un cambio tan sutil que pasó desapercibido a todo el mundo cruzó sus rubicundos rasgos. Aplastó la colilla de su cigarrillo en un cenicero tallado en una enorme esmeralda única.
—Conducidla al Salón Verde — dijo al guardia más cercano—. Allí nos aguardará hasta que nos presentemos. ¿Estás de acuerdo con ello, querida?
—Sí, Sire, siempre que el salón no esté decorado en color naranja.
La corte jadeó ante tamaña insolencia. Pero Dramocles se limitó a sonreír y, una vez el guardia se hubo llevado a la mujer, le hizo una seña al Chambelán para que prosiguiera con los asuntos del día.
***
Una hora más tarde la audiencia había terminado. Dramocles acudió al Salón Verde. Allí se sentó en un confortable sillón, encendió un cigarrillo, y se volvió hacia la vieja mujer que permanecía sentada ante él en el borde de una silla de respaldo recto.
—Así que has venido —dijo. —En el momento exactamente señalado —dijo la vieja mujer—. Necesité mucho valor para decidirme a acudir ante vuestra imponente presencia, y lo he hecho tan sólo porque temía aún más no presentarme.
—Al principio pensé que eras una loca —dijo Dramocles—. Pero luego te dije: «¿De veras?», y tú respondiste: «Sí, de veras», y reconocí uno de los trucos nemotécnicos que utilizo como código de reconocimiento particular entre yo y mis agentes. En la siguiente frase utilicé la palabra verde, y tú replicaste con naranja, haciendo que el asunto quedara más allá de toda duda. ¿Te enseñé algunos otros?
—Diez más, lo cual hace en total doce, de modo que pudiera ofrecéroslos aunque el diálogo entre nosotros hubiera seguido una secuencia distinta.
—Doce trucos nemotécnicos —se maravilló Dramocles—. ¡Todo mi bagaje! Debí de juzgar que se trataba de un asunto de extrema importancia. Ni siquiera sé cuál es tu nombre, vieja mujer.
—Así es como dijisteis que debía ser cuando me los enseñasteis, Sire. Mi nombre es Clara.
—¡Un misterio! ¡Y me está ocurriendo a mí! —dijo alegremente Dramocles—. Cuenta tu historia, Clara.
—Oh, Gran Rey —dijo Clara—, vos me visitasteis hace treinta años en mi ciudad de Murl, donde yo me ganaba modestamente la vida recordando cosas para la gente que está demasiado atareada como para recordarlas por sí misma. Leyendo mi nombre de encima de la puerta..., Clara, Recordadora, vos me dijisteis:
—»Clara, tengo un mensaje de gran importancia que deseo que te aprendas de memoria y me comuniques dentro de treinta años exactos a partir de hoy, que es cuando necesitaré recordarlo. Ni yo mismo recordaré esta conversación hasta que tú acudas a recordármela, porque así es como tiene que ser.
»—Podéis confiar en mi, Vuestra Alteza — dije yo.
»—De ello no tengo la menor duda —respondisteis vos—, porque he tomado la precaución de poner tu nombre en el calendario oficial de criminales, para que seas ejecutada sumariamente a los treinta años y un día a partir de hoy. De esta forma, supongo que te presentarás a su debido tiempo.
»Y entonces me sonreísteis, Sire, me disteis el mensaje, y os marchasteis.
—Debiste de ponerte muy nerviosa ante la posibilidad de algún inesperado retraso en tu viaje hasta aquí —dijo Dramocles.
—Tomé la precaución de trasladarme a vuestra gran ciudad de Ultragnolle poco después de nuestro encuentro, y establecer mi negocio de Recordadora en la calle de los Armeros, a tan sólo cinco minutos a pie de palacio.
—Eres una mujer juiciosa y prudente, Clara. Ahora, dime qué fue lo que te dije que me dijeras.
—Muy bien, Sire. La palabra clave es... ¡shazaam!
Apenas oír aquella palabra de la Antigua Lengua, Dramocles se vio inundado por el luminoso recuerdo de cierto día, treinta años atrás.
Treinta años avanzaron hacia atrás como una película siendo rebobinada. Un joven Dramocles, con veinte años de edad, estaba sentado en su estudio privado, sollozando. Acababa de recibir la noticia de que su padre, el rey Otho de Glorm, popularmente llamado «el Extraño», había muerto hacía diez minutos cuando su laboratorio en el pequeño satélite de Gliese había estallado. Presumiblemente, todo se había debido a un error de cálculo por parte de Otho, puesto que él era la única persona que se hallaba en el laboratorio e incluso en Gliese en aquel momento. Era una forma grandiosa de partir, muy propia de un rey, en medio de una explosión atómica que había hecho pedazos todo el satélite.
Mañana, todo Glorm estaría de luto. Más tarde, aquella misma semana, se celebraría la coronación, confirmando a Dramocles como nuevo rey. Aunque esperaba y aceptaba aquello, Dramocles lloraba porque había querido a su difícil e impredecible padre. Sin embargo, el dolor luchaba con la alegría en su corazón, porque justo antes de su predestinado viaje a Gliese, Otho había tenido una conversación a corazón abierto con su hijo, recordándole sus deberes y responsabilidades cuando fuera rey, y luego revelándole de forma totalmente inesperada el gran destino que Dramocles tenía ante sí.
Dramocles se había mostrado asombrado por lo que Otho le había dicho. Siempre había anhelado un destino. Ahora su vida tendría significado y finalidad, y aquéllas eran las dos cosas más grandes que uno podía tener.
Sólo había un obstáculo. Corno Otho le había explicado, Dramocles no podría iniciar la persecución activa de su destino hasta pasado cierto tiempo. Iba a tener que esperar, e iba a ser una larga espera. Deberían transcurrir treinta años antes de que las condiciones fueran las correctas. Sólo entonces podría Dramocles empezar a trabajar en su destino, ni un día antes.
¡Treinta años! ¡Toda una vida! Y no sólo iba a tener que esperar, sino que también iba a tener que mantener su destino en secreto hasta que llegara el momento de la acción. No podía confiar en nadie para algo tan grande como aquello. Nadie debía saberlo, ni siquiera sus amigos y consejeros de mayor confianza.
—Lo peor de todo es que, ahora que pienso en ello, ni siquiera puedo confiar en mí mismo —gruñó Dramocles—. Acabaré revelándolo en cualquier ocasión, cuando esté en pleno viaje o borracho. Soy la última persona a la que puedo confiar un secreto como éste.
Meditó durante cierto tiempo, fumando cigarrillo tras cigarrillo y considerando varias alternativas. Finalmente, llegó a una momentánea decisión, y llamó a su androide psiquiatra, el doctor Fish.
***
Fish —dijo enérgicamente, tengo en la cabeza una línea de pensamientos que no deseo recordar.
—Es muy fácil suprimir un pensamiento, e incluso todo un asunto —dijo Fish, con la chillona voz que tienen todos los androides, pese a los grandes avances logrados en la tecnología de voces mecánicas—. Vuestro estimado padre, Otho, siempre me hacía borrarle los nombres de las amantes que no le complacían, todo excepto sus cumpleaños, porque era un hombre muy atento. También insistía en no recordar el color azul.
—Pero es que tampoco deseo perder ese pensamiento —dijo Dramocles—. Es un pensamiento muy importante. Deseo recordarlo dentro de treinta años.
—Eso es considerablemente más difícil.
—¿Puedes suprimir el pensamiento, pero proporcionarme una orden poshipnótica para que lo recuerde dentro de treinta años?
—Utilicé con éxito esa técnica con el rey Otho. Deseaba pensar en Gilbert y Sullivan cada seis meses, por razones que nunca me reveló. Desgraciadamente, treinta años es un tiempo demasiado largo para un desencadenador poshipnótico de la memoria en el que se pueda confiar.
—¿No hay nada que puedas hacer al respecto?
—Bien, puedo encadenar la memoria a una palabra o frase. Pero Vuestra Alteza deberá confiar entonces la palabra clave a alguna persona de confianza que os diga esa palabra en el momento adecuado transcurridos treinta años.
—Alguien como una Recordadora... —murmuró Dramocles al cabo de unos segundos. Aunque no enteramente a toda prueba, parecía un buen plan—. ¿Qué sugerirías tú como palabra clave? —preguntó a Fish.
Personalmente, yo elegiría shazaam —respondió el androide.
***
Dramocles consultó las Páginas Amarillas Galácticas en busca de una Recordadora de confianza. Se decidió por Clara. Pilotando su propio yate espacial, se dirigió a la ciudad de Murl y le dio a Clara la palabra clave.
Cuando regresó a Ultragnolle, llamó de nuevo al doctor Fish.
—Ahora deseo que borres de mi memoria todo lo que hemos discutido, encadenando su revivificación a la palabra shazaam. Sólo queda otro asunto antes de que empieces, pero no sé cómo decírtelo.
—No necesitáis preocuparos por ello, mi rey. Ya he dejado mis asuntos en orden, puesto que creo que planeáis destruirme.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Dramocles, con una mueca de sorpresa.
—Elemental, Sire, para alguien que ha estudiado vuestro carácter y aprecia vuestra necesidad del más absoluto secreto sobre este asunto.
—Espero que no me odies por ello. Quiero decir, no es como si tú fueses una persona viva o algo así.
—Nosotros los androides no tenemos el sentido de la autoconservación. Permitidme tan sólo aprovechar esta última oportunidad para desearos la mejor suerte en la espléndida empresa en que finalmente os embarcaréis.
—Eso es muy noble por tu parte, Fish —dijo Dramocles. Pegó una asquerosamente viscosa masa de plástico azul en la clavícula de Fish e implantó un detonador verde pálido—. Adiós, amigo mío. Ahora sigamos con esto.
Fish conectó el narcopsicosintetizador y realizó las distintas operaciones solicitadas. (Dramocles no recordaba cuáles habían sido exactamente éstas, porque había dispuesto las cosas de tal modo que Fish borrara también su recuerdo, a fin de que él no pudiera repetirlas nunca a la inversa.) Fish terminó. Dramocles se levantó de la mesa de operaciones pensando que simplemente había recibido un masaje, y ahora sentía deseos de dar un largo paseo. Una orden poshipnótica lo llevó a un centenar de metros del laboratorio de Fish. Entonces oyó la explosión.
Volviendo a la carrera, vio que el doctor Fish había saltado violentamente por los aires. Dramocles no pudo imaginar jamás por qué alguien iba a desear destruir a un androide tan inofensivo como Fish. Nunca consideró la posibilidad de que el autor fuera él mismo, porque los androides hechos pedazos no hablan.
El androide había hecho bien su trabajo y Dramocles inició la tediosa tarea de gobernar su planeta y preguntarse cuál era su auténtico destino. Y así fue durante treinta años.
Después de que la memoria hubiera efectuado su recorrido, Dramocles se reclinó en su sillón y se quedó pensativo. Qué cosa más maravillosa e inesperada era la vida, pensó. Hacía apenas una hora se sentía aburrido e infeliz, sin nada ante él más que los tediosos asuntos de gobernar un planeta que prácticamente se gobernaba solo. Ahora todo había cambiado, y su vida se había transformado: o pronto lo haría. Tenía un destino importante después de todo, y un trabajo lleno de significado que realizar; aquello era precisamente lo que un hombre podía llegar a desear después de haber sido rey, y rico más allá de todos los sueños de avaricia, y había poseído un incontable número de las más hermosas mujeres de varios mundos. Después de que uno ha tenido todo esto, los valores espirituales empiezan a significar algo para él.
Le llevó algunos momentos extra maravillarse de su propia sagacidad, su genio, de hecho, al arreglar así las cosas a treinta años vista de modo que ahora tuviera algo que hacer, a la edad de cincuenta años, en un momento en que realmente lo necesitaba.
Se extrajo con esfuerzo de su autoadoración.
—Clara —dijo—, te has ganado tu saco de ducados de oro. De hecho, voy a darte dos sacos llenos, y te entregaré también un castillo en el país.
Llamó al Oficial de Recompensas y le dijo que Clara debía recibir dos sacos estándar de ducados de oro y un castillo estándar en el condado de Veillence, donde sería mantenida en Condición Cuatro.
—Bien, Clara —dijo—. Espero que eso te complazca.
—Por supuesto que sí, Sire —dijo Clara—. Pero ¿puedo preguntaros lo que significa Condición Cuatro?
—Reducida a lo esencial, significa que vivirás en tu castillo con el máximo confort, pero no se te permitirá abandonar sus murallas, ni recibir visitantes, ni comunicarte con nadie excepto con tus robots sirvientes.
—Oh —dijo Clara.
—No se trata de nada personal, por supuesto. Estoy seguro de que eres una vieja dama de absoluta discreción. Pero sin duda comprenderás que nadie debe descubrir que ahora sé cuál es mi destino, o lo sabré muy pronto. Actuarían contra mí, ¿sabes? Uno no va alardeando por ahí de algo tan grande como esto.
—Comprendo enteramente, Sire, y aplaudo la sabiduría de vuestra acción hacia mí, pese a toda mi vida de inmaculada rectitud.
—Me alegra tanto... Temía que pudieras creer que habías sido utilizada, lo cual hubiera sido desmoralizador para mí.
—No temáis, Gran Rey. Me complace enormemente serviros, aunque sólo sea desde mi encarcelamiento. Me siento enormemente feliz, aunque eso signifique que deberé vivir los pocos años que me quedan de vida en soledad, sin el consuelo de mis amigos, y con el añadido de poseer una fortuna en oro que no podré gastar.
—¿Sabes?, nunca había pensado en eso.
—No es que me esté quejando, Sire.
—Clara —dijo Dramocles, uniendo los dedos detrás de la cabeza, y desuniéndolos luego rápidamente, justo a tiempo para apartar el cigarrillo de su pelo, que empezaba ya a arder, y aplastarlo en una lata de sardinas de plata maciza—, te diré lo que voy a hacer. Proporcióname una lista de las personas que deseas que estén contigo, hasta un límite de veinte. Las haré arrestar bajo acusaciones supuestas y las exiliaré a tu castillo, y nunca les diré que tú sabes nada al respecto.
—Eso es demasiado bondadoso por vuestra parte, Sire. El asunto del oro que no podré gastar es insignificante, y os pido disculpas por haberlo mencionado.
—También he pensado en una forma de arreglar eso, Clara. Haré que uno de mis oficiales te haga llegar catálogos de las mejores tiendas de Glorm. Puedes encargar lo que te plazca. Sí, veré que obtengas también el descuento real, que supone un sesenta por ciento del precio de coste, y así tus ducados te durarán mucho tiempo.
—Dios os bendiga, Vuestra Majestad, y haga que vuestro destino sea tan espléndido como vuestra generosidad.
—Gracias, Clara. El Oficial de Pagos al final del salón lo arreglará todo para ti. Una cosa antes de que te vayas: ¿te dije algo acerca de cuál era específicamente mi destino, y de lo que tenía que hacer para conseguirlo?
—Ni una palabra, Gran Rey. ¿Acaso la palabra clave no ha despertado vuestra memoria al respecto?
—No, Clara. Lo que recuerdo ahora es que tengo un destino, y que se supone que debo hacer algo al respecto. Pero no sé qué puede llegar a ser ese algo.
—Oh, Dios mío—dijo Clara.
—De todos modos, estoy seguro de que lo averiguaré.
Clara hizo una reverencia y se marchó.
Dramocles pasó la siguiente hora intentando recordar cuál era su destino, pero sin éxito. Los detalles, las especificaciones, las instrucciones, incluso las alusiones, parecían haberse perdido o estar ubicadas en un lugar equivocado. Era una situación ridícula para un rey. ¿Qué se suponía que debía hacer ahora?
No podía pensar en nada, así que se dirigió a la Sala de Computación para ver a su computadora.
La computadora poseía una pequeña sala de estar propia adyacente a la Sala de Computación. Cuando Dramocles entró estaba reclinada en un sofá, leyendo un ejemplar de la Teoría General de la Relatividad de Einstein y sonriendo discretamente ante las matemáticas. La computadora era un modelo Mark Última autoprogramable, único e irremplazable, un producto de la Antigua Ciencia de la Tierra, planeta que había perecido en una todavía inexplicada catástrofe conectada con los aerosoles. La computadora había pertenecido a Otho, que la había pagado muy cara.
—Buenas noches, Sire —dijo la computadora, levantándose del sofá.
Llevaba una capa negra y una espada ceremonial, así como una peluca blanca en la redonda superficie donde habría estado su cabeza si sus constructores no hubieran alojado su cerebro en su estómago. La computadora llevaba también unas zapatillas chinas bordadas en sus cuatro delgadas patas metálicas. La razón de vestirse así, le había dicho a Dramocles, se debía a que era mucho más inteligente que cualquiera o cualquier cosa en el universo, de tal modo que solamente podía conservar su cordura concediéndose a sí misma la suave ilusión de que era un letón del siglo XVII viviendo en Londres. Dramocles no veía nada malo en ello. Incluso había llegado a acostumbrarse a sus despectivas observaciones acerca de un terrestre olvidado hacía mucho tiempo llamado sir Isaac Newton.
Dramocles le explicó su problema a la computadora.
La computadora no se mostró impresionada.
—Eso es lo que yo llamo un problema tonto —dijo—. Todo lo que me traéis son siempre problemas tontos. ¿Por qué no me dejáis resolver el misterio de la conciencia por vos? Eso es algo a lo que realmente podría hincarle el diente, por decirlo de algún modo.
—La conciencia no es ningún problema para mí —dijo Dramocles—. Lo que necesito saber es mi destino.
—Sospecho que soy el único matemático auténtico en la galaxia. El pobre Isaac Newton era el único hombre en Londres con quien podía comunicarme, allá en mil setecientos cuatro, cuando llegué a Limehouse en un barco carbonero procedente de Riga. ¡Qué buenas charlas solíamos tener! Con todo, mis pruebas acerca de la próxima destrucción de la civilización a causa de la polución de los aerosoles eran demasiado para él. Declaró que yo era una alucinación, y dirigió su atención al esoterismo. Extraño para un genio matemático como él, ¿verdad?
—Cállate —dijo Dramocles, entre rechinantes dientes—. Resuelve mi problema o te arrancaré la capa. —Soy perfectamente capaz de mantener mi ilusión sin ella. De todos modos, referente a la información que os falta... Esperad un momento, dejadme conectar mi circuito lateral de pensamiento...
—¿Sí? —le apremió Dramocles.
—Creo que esto es lo que estáis buscando —dijo la computadora, rebuscando en un bolsillo interior de su capa y sacando un sobre sellado.
Dramocles lo tomó. Estaba sellado con su anillo real. En el sobre se leía: Destino — Primera Fase, de puño y letra del propio Dramocles.
—¿Cómo conseguiste esto? —preguntó éste.
—No hurguéis en asuntos que pueden traeros un montón de irritaciones —le dijo la computadora—. Simplemente, alegraos de conseguirlo sin haber tenido que ir dando vueltas de un lado para otro durante mucho tiempo.
—¿Conoces el contenido?
—Sin duda puedo inferirlo, si considero que vale la pena dedicarle el tiempo necesario.
Dramocles abrió el sobre y extrajo una hoja de papel. Escrito en ella, también de su propio puño y letra, decía: «Toma inmediatamente Aardvark».
¡Aardvark! Dramocles tuvo la sensación de que un circuito oculto se abría en su mente. Inutilizadas sinapsis tosieron unas cuantas veces, luego empezaron a arder a un ritmo acompasado. ¡Tomar Aardvark! Una oleada de éxtasis fluyó en la mente del rey. El primer paso hacia su destino le había sido revelado. c6d
Dramocles pasó una ajetreada media hora en su Sala de Guerra, luego se dirigió a la Sala Amarilla de Conferencias, donde Max, su abogado, hombre de relaciones públicas y Oficial Casuista, estaba aguardándole. Max era un hombre bajito, de pelo negro, y muy dinámico. Tenía un rostro atrevido oculto tras una rizada barba negra. Dramocles se había dicho a sí mismo en más de una ocasión lo bien que luciría aquella cabeza al extremo de una pica. No era que contemplara el ordenar algo así. Era una afirmación desinteresada, porque Dramocles era consciente de lo mal que lucían la mayor parte de las cabezas al extremo de una pica.
Lyrae, la actual esposa de Dramocles, se hallaba también en la sala de conferencias. Estaba discutiendo con Max los planes para los festejos de aquella noche, y en aquel momento acababa de describir las decoraciones que deberían colgar en la Gran Sala Central de Baile en honor de los reyes visitantes.
—Querido —le dijo a Dramocles—, ¿has tenido un buen día?
—Debería decir que sí —murmuró éste.
Se sentó en un diván y lanzó una risita desde lo más profundo de su garganta, como un león. Lyrae supo por aquel sonido que algo pasaba.
—¡Estás planeando algo! —exclamó alegremente.
Era una mujer hermosa y de buena figura, con rasgos menudos y vivaces y una masa de ensortijado pelo rubio.
Lees en mí como en un libro abierto —dijo Dramocles, con una sonrisa indulgente.
—Vamos, dime de qué se trata. ¿Alguna sorpresa para la fiesta de esta noche?
—Será una sorpresa, sí.
—No puedo aguardar hasta entonces, tienes que decírmelo. Puesto que insistes, te daré una pista. Vengo directamente de la Sala de Guerra.
—Desde allí es desde donde mandas a todas tus espacionaves, ¿verdad? ¿Y qué estabas haciendo allí?
—Dirigir al general Ruul y a toda su fuerza de choque contra el planeta Aardvark. Lo han tomado utilizando tan sólo dos grupos de batalla de Soldados Clones.
—¿Aardvark? —pregunto Lyrae—. ¿He oído correctamente?
—No es una palabra fácil de confundir por otra.
—¿Te has apoderado del planeta? ¿De veras no es una broma?
Dramocles meneó la cabeza.
—Las defensas de Aardvark estaban desconectadas —informó—, y el lugar tan abierto como un huevo revuelto. Nuestras únicas bajas han sido algunas tropas inferiores que han muerto del síndrome de abstinencia cuando por error han dejado de facilitárseles las drogas habituales.
—Sire, me sorprendes —dijo Lyrae—. Seguro que sabes por qué las defensas de Aardvark estaban desconectadas.
—Pensé que tal vez fuera un fallo de energía.
—Tus bromas son de lo más cruel. Aardvark estaba indefenso e impreparado porque tú habías empeñado tu sagrada palabra en defender el planeta contra cualquier intruso, y especialmente en estos momentos, cuando el rey Adalbert es nuestro huésped. Oh, Dramocles, tu inconsiderada acción va a estropear los festejos de esta noche. Treinta años de paz, y ahora esto. ¿Y qué vas a decirle al pobre Adalbert?
—Pensaré en algo—dijo Dramocles.
—Pero ¿por qué has hecho eso, Dramocles?
—Querida, debo recordarte que nunca debes preguntarle «por qué» a un rey.
—Perdóname, Sire. Pero supongo que te das cuenta de que tu precipitada acción puede conducir a una guerra.
—No hay nada malo en una buena guerra de tanto en tanto —aseveró Dramocles.
Lyrae le lanzó una mirada de respetuosa desaprobación y abandonó la estancia. Dramocles la observó irse, notando su fina figura y casi lamentando el que pronto tendría que prescindir de ella. Aunque Lyrae era una persona estupenda y una leal esposa en la que se podía confiar, Dramocles se había enamorado de ella poco después de la ceremonia del matrimonio. Enamorarse de sus esposas era una de las pequeñas debilidades del rey. Confiaba en que Lyrae no se hubiera dado cuenta de ello, gracias a su cuidadoso disimulo. Con un poco de suerte, ella no sospecharía nada hasta que el Chambelán le entregara el decreto de divorcio. Sería duro para ella, pero Dramocles odiaba las escenas. Había tenido que pasar por algunas realmente desagradables a lo largo de su historia matrimonial.
Dramocles se volvió hacia Max.
—¿Y bien? —dijo.
Max avanzó y estrechó la mano de Dramocles.
—Mis felicitaciones por vuestra brillante conquista, Sire —dijo de todo corazón—. Aardvark es un planeta pequeño pero valioso. Tener aquí al rey Adalbert es afortunado también; no puede acaudillar una oposición contra vuestro Gobierno.
—Nada de eso me importa un pimiento—dijo Dramocles.
—No, por supuesto que no. Lo que importa es..., bueno, resulta difícil de señalar, pero sabemos que algo importa; ¿no es así, Sire?
—Lo que necesito de ti es una buena razón que explique lo que he hecho.
—¿Cómo decís, Sire?
—¿No me he explicado con bastante claridad, Max? La gente se preguntará por qué he hecho esto. Y están la prensa y la televisión también. Voy a tener que decirles algo.
—Por supuesto, Sire. —Los ojos de Max brillaron con repentina malicia—. Podemos decirles que el rey Adalbert acaba de revelarse como un sucio perro traidor que estaba utilizando Aardvark para acumular un ejército secreto en contravención a la paz entre ambos, y todo ello con la intención de atacaros cuando vos menos lo esperarais, apoderándose de vuestros dominios, capturándoos a vos vivo y exiliándoos a una pequeña celda en un asteroide desierto, donde os veríais obligados a llevar un collar de perro e ir siempre a cuatro patas debido a lo extremadamente bajo del techo. Habiendo sabido del complot, vos...
—Ésa es la idea general —le atajó Dramocles—. Pero necesito algo distinto. Adalbert es mi huésped. No deseo avergonzarle más de lo necesario.
—Bien, entonces sugiero que les digamos que los hemreg se rebelaron poco después de que el rey Adalbert hubiera abandonado el planeta.
—¿Los hemreg? —Una minoría de Aardvark cuya incansable belicosidad es conocida desde hace mucho. Planearon su rebelión para hacerse con el control de las defensas de Aardvark mientras Adalbert estaba fuera del planeta. Habiéndoos enterado de eso por mediación de vuestro agente allí, os anticipasteis a los hemreg enviando vuestras propias tropas.
—Muy bien. Puedes añadir también que el trono le será devuelto a Adalbert tan pronto como las cosas se hayan apaciguado lo suficiente.
—¿Deseáis una documentación completa sobre la conspiración de los hemreg?
—Exacto. Asegúrate de traer también algunas fotos un poco desenfocadas de los movimientos de la guerrilla hemreg. Menciona las atrocidades que no han podido cometer gracias a la velocidad de la respuesta de Glorm. Haz que todo luzca bien.
—Lo haré, Sire.
Max aguardó, expectante.
—Bien, entonces adelante. ¿A qué estás esperando?
Max inspiró profundamente.
—Puesto que soy uno de los más antiguos y fieles servidores de Vuestra Majestad, y aunque no quiero halagarme a mí mismo, en cierto modo un amigo, puesto que he servido a vuestro lado durante todo el camino hacia el campo de batalla hace ya tantos años, y en la retirada también, confiaba en que Vuestra Majestad me iluminara..., únicamente en vuestro beneficio, por supuesto..., respecto a vuestros auténticos motivos de haber tomado Aardvark.
—Un simple antojo —dijo Dramocles.
—Sí, Sire —dijo Max, y se volvió para marcharse.
—No pareces muy convencido.
—Señor, es mi deber quedar convencido de que cualquier cosa que mi rey me diga es cierta, aunque mi inteligencia grite que huele como un pescado podrido.
—Escucha, viejo amigo —dijo Dramocles, apoyando una mano en el robusto hombro de Max—, hay asuntos que no deben ser revelados prematuramente. En la plenitud del tiempo, Max..., tiempo, ese interminable fluir carente de principio que se nos presenta de forma seriada..., llegará un momento en que sin duda acudiré al apoyo de tu buen juicio. Pero por ahora, un guiño es tan bueno como un asentimiento de cabeza para un caballo muerto, como solían decir nuestros antepasados.
Max asintió.
—Ve a preparar la evidencia —dijo Dramocles.
Los dos hombres intercambiaron una ambigua mirada. Max hizo una reverencia, y salió. c7d
El príncipe Chuch, hijo mayor del rey Dramocles y heredero aparente del trono de Glorm estaba visitando su gran propiedad de Maldoror, en las antípodas de Ultragnolle, cuando recibió la noticia de la acción de Dramocles en Aardvark. Chuch había salido para dar un paseo, y en aquel momento estaba meditando en una pequeña colina que dominaba su gran mansión. El príncipe era alto y delgado, de pelo negro, con un largo y saturnino rostro oliváceo y un fino bigote. Su negra capa de terciopelo estaba echada hacia atrás, revelando los anillos de su rango y poder en su brazo izquierdo. Bajo la capa llevaba unos tejanos y una camiseta blanca de punto, sin mangas, porque a Chuch le gustaba vestir con las ropas clásicas de sus antepasados. El príncipe jugueteaba con un enjoyado fluuver mientras permanecía sentado sobre una musgosa roca en un claro en medio de un bosquecillo de sauces; pero sus pensamientos estaban en otros asuntos, como de costumbre.
Fue enviado un mensajero desde la casa para contarle al príncipe lo de Aardvark. El nombre del mensajero era Vitello.
—Sire —dijo Vitello, haciendo una profunda reverencia—, os traigo una noticia de Ultragnolle de lo más extraordinario.
—¿Buena o mala?
—Eso depende de vuestra respuesta a ella, mi Señor, algo que no sé cómo predecir.
—Entonces, ¿es una noticia de peso?
—Así es, si es que tiene peso un planeta.
El príncipe pensó por un momento, luego hizo chasquear los dedos.
—¡Ya sé! Aardvark ha sido tomado por el tempestuoso Dramocles.
—¿Cómo lo habéis sabido, Sire?
—Llámalo un presentimiento.
—Lo llamaré jalea de uva si eso complace al humor de mi príncipe. —Tras una pausa, agregó—: Mi nombre es Vitello.
Chuch lo miró profundamente.
—Te encuentro apto. Dime. Vitello, ¿eres un hombre útil?
—Ah. Sire, sólo espero poder serviros. ¿A quién deseáis que mate?
—Tranquilo. Por el momento, asesinar un concepto puede ser un crimen suficiente.
—Vuestra excelencia oculta sus pensamientos en una profunda oscuridad, a través de la cual se entreven los destellos de un significado que hace que esos desnudos árboles de ahí se estremezcan de copa a raíz.
—No te desenvuelves demasiado mal en la oscuridad —aprobó Chuch—. Pero voy a facilitarte las líneas generales. No las olvides.
—No lo haré, Sire.
—Regresaré a Ultragnolle inmediatamente. Se acercan extraños días, Vitello. ¿Quién sabe qué gran premio puedo pescar en esas turbulentas aguas? Tú me acompañarás. Ve inmediatamente y averigua si mi espacionave está dispuesta.
Vitello hizo otra profunda reverencia. Los dos hombres intercambiaron una mirada dueño—esclavo. Vitello se fue. Chuch se quedó meditando en la colina hasta que el borde inferior del sol rozó el horizonte. Mientras el azul ocaso descendía sobre las tierras, se sonrió a sí mismo con una sonrisa llena de secretas intenciones, se puso de.pie, se guardó el enjoyado fluuver en un bolsillo, y regresó a su gran mansión. Una hora más tarde, él y Vitello abandonaban Maldoror en el yate espacial del príncipe.
El Salón Principal del Castillo de Ultragnolle era una enorme habitación de alto techo construida con desnuda piedra gris. Encajada en una de las paredes había una colosal chimenea, con un resplandeciente fuego ardiendo en ella. De las paredes colgaban enormes estandartes, y sobre cada uno de ellos estaba bordado el nombre de uno de los feudos de Glorm. Había bóvedas de cristal encajadas en el techo, y a través de ellas penetraban jaspeados rayos de luz solar. Era una habitación noble. En su interior había cuatro reyes, aguardando para conferenciar con un quinto.
Dramocles se hallaba en una pequeña estancia contigua al salón, observando a los cuatro reyes a través de una disimulada mirilla. Los conocía muy bien a todos. Sentado en una mecedora, dando chupadas a un cigarro, con una gordezuela pierna cruzada sobre la otra, estaba su hermano, John, recién llegado de su planeta Crimsole. De pie frente a la chimenea, las manos unidas tras la robusta espalda, estaba Rufus, el más viejo amigo de Dramocles, una figura recia y marcial; era el soberano de Druth, el planeta más cercano a Glorm. Tres metros más allá estaba Adalbert, soberano del pequeño planeta de Aardvark, un joven alto y delgado con flotante pelo rubio y unas gafas con montura metálica colgando precariamente de su nariz sin apenas puente. Cerca de él estaba Snint de Lekk, un hombre de mediana edad y aspecto sombrío, vestido completamente de negro.
Dramocles estaba nervioso. Su exultación al haber tomado Aardvark se había disipado. Seguía confiando en que había hecho lo correcto —los signos y portentos habían sido inconfundibles—, pero ahora veía que no todo iba a ser tan simple. ¿Y cómo podía explicar nada de aquello a sus pares, especialmente a Adalbert, cuyo padre había sido un íntimo amigo y cuyo planeta acababa de ocupar? ¿Cómo podía explicar que apenas se comprendía a sí mismo? Si pudiera simplemente decirles:
—Creedme. No voy detrás de vuestros planetas. Son simplemente cosas que debo hacer para alcanzar mi destino...
¿Y cuál era su destino, después de todo? ¿Por qué tenía que tomar Aardvark? ¿Qué se suponía que debía hacer a continuación? Dramocles no lo sabía. Pero los reyes estaban aguardando.
—Bien —se dijo a sí mismo—, vamos allá.
Enderezó los hombros, y abrió la puerta que conducía al salón.
***
—Compañeros soberanos —dijo—, viejos amigos, y querido hermano John, bienvenidos a nuestra gran celebración. Todos nosotros hemos prosperado hacia la riqueza en estos años de paz, y todos tenemos intención de que prosigan. Deseo aseguraros que yo, como vosotros, soy un firme creyente en el principio republicano tal como es aplicado a los reyes. Ningún gobernante debe gobernar a otro gobernante, ni privarle de los privilegios que recibe de aquellos a quienes gobierna. Ese fue el juramento que formulamos hace ya muchos años. Sigo suscribiéndolo.
Dramocles hizo una pausa, pero no hubo ninguna respuesta de su audiencia. Rufus permanecía de pie, una columna de piedra, y su impasible rostro no dejaba traslucir nada. John estaba reclinado hacia atrás en su mecedora, con una sonrisa recelosa en el rostro. Snint de Lekk parecía estar sopesando cada palabra, intentando separar lo cierto de lo falso. Adalbert escuchaba con el ceño fruncido.
—En vista de todo esto —dijo Dramocles—, es con sincero pesar que debo deciros lo que sin duda habréis oído ya: que mis tropas han tomado Aardvark en las últimas horas.
—Sí, Dramocles, hemos oído algo al respecto —dijo el conde John—. Estamos aguardando a que nos ilumines.
—He tomado Aardvark —dijo Dramocles—. Pero sólo a fin de conservarlo para Adalbert.
—Es una forma más bien original de hacerlo —observó John a Snint.
Dramocles no respondió a la salida de su hermano.
—Poco después de la partida del rey Adalbert, mis agentes en Aardvark me informaron de la repentina revuelta de las minorías hemreg. Molestos cismáticos, habían estado aguardando un momento oportuno para apoderarse de tu trono.
—Mis propias tropas hubieran podido dominarlos —dijo Adalbert.
—Tus tropas fueron rápidamente dominadas. No tenía tiempo de consultarte. Sólo mediante una acción rápida podía conservar tu trono para ti.
—¿Quieres decir que tu ocupación es sólo temporal?
—Eso es exactamente lo que quiero decir.
—¿Y que me devolverás mi reino?
—Por supuesto.
—¿Cuándo?
Tan pronto como sea restaurado el orden.
—Eso puede llevar unos cuantos años, ¿eh, hermano? —dijo el conde John.
—No más de una semana —dijo Dramocles—. Cuando nuestros festejos hayan terminado, todo estará de nuevo en orden.
—Entonces, ¿no necesitamos temer nuevas alarmas? —preguntó Snint.
—Así es.
Rufus se volvió de la chimenea y dijo:
—Esa es una respuesta suficiente para mí. Conocemos a Dramocles de toda la vida. Nunca se ha vuelto atrás en su palabra.
—Bien —dijo Adalbert—, debo aceptar lo que dices. Pero me resulta extraño, ¿sabéis?, ser un rey sin un planeta. De todos modos, una semana no es demasiado tiempo.
—¿Hay alguna otra explicación que alguno de vosotros requiera de mí? —preguntó Dramocles—. ¿No? Espero que vuestros alojamientos sean satisfactorios. Os ruego que me digáis si se ha omitido alguna cosa. Por favor, divertíos. Nos veremos de nuevo.
Hizo una inclinación de cabeza, y se marchó por la puerta que conducía a su antesala.
***
Hubo un silencio de todo un minuto después de que él se fuera. Luego Snint dijo:
—Habla bien, no podemos negarlo.
—Exactamente igual que nuestro padre, Otho —dijo John—. Ambos podían hacer que los pájaros salieran de sus árboles. Y a menudo se dedicaban a ello, cuando deseaban comer un guiso de codorniz.
—Conde John —dijo Rufus—, tu enemistad hacia tu hermano es bien conocida. Eso es asunto tuyo. Pero por mi parte, te pido que me ahorres tus afiladas indirectas. Dramocles es mi amigo, y no voy a permitir que sea objeto de burla.
Rufus salió con paso enérgico de la habitación.
—Bien, Snint —dijo John—, ¿qué es lo que piensas?
—Mi querido conde John, pienso lo mismo que tú, que estamos en una complicada situación.
—Pero ¿qué vamos a hacer al respecto?
—Nada que pueda sugerirte por el momento —dijo Snint—. Creo que debemos esperar.
—Tengo medio pensado tomar mi nave y regresar a Crimsole.
—Eso no es posible en estos momentos. Esta mañana todas nuestras naves fueron llevadas al Taller Real de Reparaciones para modernizarlas y restaurarlas, un obsequio de nuestro anfitrión.
—¡Maldita sea! —exclamó John—. Es una generosidad tan bien engrasada que corta hasta el hueso. Snint, debemos mantenernos unidos.
—Por supuesto. Pero ¿con qué propósito? Estamos impotentes, sin Rufus a nuestro lado.
—O Haldemar y sus bárbaros vanir.
—Haldemar tuvo muy buen juicio al quedarse en casa. Pero ésa es la ventaja de ser un bárbaro. No tienes que meter la cabeza en un dogal a causa del honor y las buenas maneras. Por ahora creo que debemos esperar. Vamos, mi buen John, ¿damos un paseo a lo largo del río?
Se fueron por la puerta principal.
***
En la antesala. Dramocles oyó un susurro a sus espaldas. Se apartó de la mirilla, y encontró a su computadora de pie cerca de él.
—Te he dicho que no te me acerques furtivamente de esa forma le dijo Dramocles.
—Tengo un mensaje urgente para vos —dijo la computadora. Le tendió un sobre. En él Dramocles pudo ver, escrito de su propio puño y letra: Destino — Segunda Fase.
Dramocles lo torno.
—Dime, computadora —preguntó—, ¿cómo lo has conseguido? ¿Por qué me lo entregas ahora? ¿Y cuántos más tienes?
—No busquéis saber los trabajos de los cielos —dijo la computadora.
—¿No vas a responderme?
—No puedo, dejadme decíroslo. Simplemente, alegraos de recibirlos.
—Cada misterio oculta otro misterio —gruñó Dramocles.
—Podéis decirlo; ésa es la firma de la naturaleza, y del arte —respondió la computadora.
Dramocles leyó el mensaje. Meneó la cabeza, como dolido. Algo parecido a un gruñido escapó de él.
—Suena corno algo duro —dijo la computadora.
—Bastante duro. Pero más duro aún para el pobre Snint —observó Dramocles, y se apresuró hacia la Sala de Guerra. c9d
El planeta Lekk tenía tan sólo un tercio del tamaño de Glorm, pero poseía la suficiente densidad como para proporcionar 1,4 veces la gravedad de Glorm. Debido a lo cual siempre te dolían los pies en Lekk, aunque en compensación tenías menos distancia que recorrer. Sólo un octavo de Lekk era tierra firme. No había grandes continentes, y tan sólo una o dos penínsulas de buen tamaño. El resto eran pequeñas islas esparcidas al azar por todo el océano. Los indígenas lekkianos, una gente humanoide, no llegaban a los veinte millones. Su número había permanecido bajo a lo largo de la historia, quizá a causa de su costumbre de eliminar al nacer a todos los niños que no poseyeran un sexto dedo. Era una raza de escasa estatura y piel aceitunada, de remota ascendencia humana, que cultivaba tomates y pepinos y celebraba mítines políticos en las estancias comunales de los poblados por todo el planeta, intentando decidir qué sistema político les iría mejor. Como nunca llegaban a un acuerdo, lo que reinaba la mayor parte del tiempo era la anarquía. Snint de Lekk era un rey elegido, con poder para hablar con los extranjeros, pero no para firmar acuerdos hasta que la Generalidad hubiera considerado el asunto.
Los lekkianos vivían en su mayor parte en poblados, con alguna ocasional ciudad pequeña aquí y allá para proporcionar servicios universitarios. No poseían ejército, puesto que no habían llegado a imaginar cómo podían defenderse ellos mismos de uno. Frecuentemente eran rudos con los visitantes de otros mundos, pero no eran violentos.
Dramocles cerró el informe. Se hallaba en la Sala de Guerra. De pie junto a él estaba Rux, su general mercenario sberriano, comandante de la principal fuerza de choque de Dramocles.
—Ahora es el momento más propicio para apoderarse del planeta —afirmó Rux a su fría manera—. Las relaciones orbitales de Glorm con los demás planetas aseguran unas órbitas económicas para nuestras espacionaves. Esta es la mejor ventaja estratégica que hemos tenido en treinta años o más.
—¿Treinta años? Me pregunto...
—¿Sire?
—Nada, Rux, simplemente una conjetura privada.
Dramocles miró al arrugado sobre que tenía en la mano. En su interior, en una hoja de amarillento papel, escritas con su propia mano, había las palabras: ¡Toma Lekk ahora!
—El momento es el correcto —prosiguió—. Si existe algún momento correcto para una acción así.
—Viejos carcamales... —gruñó Rux—. Esos estúpidos reyes han puesto sus planetas en vuestras manos. Si no los tomáis, seréis tan estúpido como ellos. Éste es el momento supremo para la línea dramocleciana. Si vuestro padre estuviera vivo ahora...
—... se sentiría mucho más seguro respecto a todo esto de lo que me siento yo.
—Vos lo decís —respondió Rux—. Yo soy un simple soldado, aunque sé recitar poesías y tocar el acordeón.
¡La soledad del mando supremo! Dramocles sintió que la cabeza le daba vueltas. ¿Estaba haciendo lo correcto? Ahora era imposible saberlo. —Rux —dijo—, consígueme Lekk.
—Contad con él —dijo el sberriano, a su manera definitiva.
Cuando el príncipe Chuch llegó a Glorm, encontró un ambiente de inquietud y aprensión por toda la ciudad. Para entonces las noticias de la intervención en Lekk se habían difundido ya, y la población parecía asombrada. Las multitudes se movían por las alegremente adornadas calles en susurrantes grupos. Aunque se estaban haciendo todos los esfuerzos posibles por proseguir con las elaboradas representaciones teatrales y de mimo al aire libre tal como habían sido planificadas, los actores actuaban torpe y ausentemente, y representaban sus obras ante unos silenciosos espectadores.
Chuch acudió directamente al Castillo de Ultragnolle y preguntó si el rey podía recibirle. Tras un considerable lapso de tiempo, el Chambelán apareció y explicó que Dramocles estaba en reclusión y no recibía a nadie.
—Está profundamente alterado por la cruel necesidad que se le ha impuesto —explicó Rudolphus.
—¿Qué necesidad es ésa? —preguntó Chuch.
—Bueno, la de enviar tropas a Lekk, y tan pronto después de lo de Aardvark.
—¿Estás hablando de necesidad?
—Por supuesto, mi Señor. Una invasión alienígena contra cualquiera de los Planetas Locales es un ataque contra todos. Dramocles no tuvo otra elección más que responder inmediatamente.
Chuch hubiera preguntado más, pero sonó una campana dentro del castillo, y el Chambelán se disculpó y se apresuró a marcharse.
Chuch telefoneó a la residencia del conde John en Ultragnolle. John había salido, le dijeron, pero podía encontrársele en la cercana taberna La Oveja Verde. Chuch tomó un palanquín hasta allí.
La Oveja Verde era un local de estilo antiguo, típico de Glorm, con su mirador, sus macetas de geranios, y su gato con pintas. Chuch descendió tres peldaños y penetró en una nebulosa penumbra de cerveza, tabaco y lana húmeda —porque había llovido hacía poco—, y pasó a través de un leve zumbido de conversaciones punteado por un ocasional entrechocar de vasos. Observó a varios hombres de edad de pie en la barra, la mayoría de ellos con una distintiva escarapela en su solapa, engullendo vasitos de schnopp, la bebida nacional, un licor muy parecido al anís. Una radio al fondo vociferaba los resultados de los acontecimientos deportivos de toda la provincia. Había un pequeño fuego en la chimenea, y los puntos de luz se reflejaban en los pulidos platos de cobre de las paredes, la antigua espada de acero sobre la barra, y las jarras conmemorativas de peltre que colgaban del techo. Chuch pasó al salón interior, un lugar de techo bajo débilmente iluminado por bombillas de quince vatios imitando llamas de velas. Había una larga mesa de fino roble y cuatro sillones tapizados de felpa rodeándola. John estaba sentado en uno de los sillones, Snint en otro. Adalbert estaba tendido a medias sobre la mesa, la cabeza baja, borracho y roncando. Había una docena de botellas de vino de bayas sobre la mesa, y cinco jarras, algunas de ellas volcadas.
Chuch se sentó sin ser invitado, se llenó una jarra de vino y sorbió remilgadamente.
John, con el rostro enrojecido por la bebida, dijo: —Bien, mi señor Chuch, ¿has estado discutiendo su última traición con tu padre, Dramocles el de las dos caras?
—Ninguna de las dos caras del rey ha querido verme —dijo Chuch—. Rudolphus me dijo que el corazón del rey estaba sangrando por lo que había tenido que hacer. Hubo cierta mención a unos alienígenas. ¿Qué tienes que decir a eso, rey Snint?
—Me llamó para una audiencia privada —dijo Snint—. Su rostro reflejaba aflicción, la voz le temblaba, pero no cruzó sus ojos con los míos. «Snint», me dijo, «siento gran embarazo por el reciente giro de los acontecimientos, aunque no me siento culpable de nada deshonroso. Hace apenas unos minutos, mis agentes en Lekk me informaron de que una fuerza de alienígenas había aterrizado en el promontorio septentrional de Catalia, en la provincia de Llull. Su número era de decenas de miles, y estaban bien armados. Mis agentes los identificaron como nómadas sammak, de la horda sammak—kalmucki, que ha estado acudiendo a nuestra región del espacio durante el último siglo con sus viejas espacionaves llenas de maloliente ganado. Este grupo, sin embargo, era uno de los grupos de batalla de élite, venido obviamente para probar las defensas de nuestros mundos antes de lanzar la horda principal. Puesto que Lekk no posee ejército regular, y puesto que la vacilación siempre ha demostrado ser fatal, he ordenado a mi comandante Rux que barra a esos invasores sin piedad. La rapidez y la seguridad de nuestra respuesta impresionará a sus señores de la guerra, y nos ahorrará problemas en el futuro».
—¿Y tú te lo creíste? —preguntó Chuch.
—Por supuesto que no. Pero Snint fingió estar de acuerdo. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—¿Y que hay de Rufus? ¿Cómo reaccionó ante las noticias?
John sonrió maliciosamente.
—El sudor inundó su real frente —dijo—, y su boca se curvó hacia abajo con dolor e incredulidad. Sin embargo, declinó condenar a Dramocles. Dijo que éste era un tiempo de prueba para todos nosotros, no solamente para nuestro anfitrión. Nos aconsejó que fuéramos pacientes un poco más. «¿Cuanto más?», le pregunté yo. «¿Hasta que tome también mi reino?» No tuvo respuesta para eso; se dio media vuelta y se fue a sus habitaciones, perplejo, alterado, pero aún tercamente leal a Dramocles.
Repentinamente, Adalbert alzó la cabeza de la mesa y se puso a cantar, con aguda y temblorosa voz:
Sillas de montar sin caballos,
pececillos de colores sin agua,
acudieron corriendo a Aardvark,
todo en un mismo año.
Luego volvió a hundir la cabeza sobre la mesa y se quedó dormido.
—Pobre reyecito miserable —dijo John—. Pero no importa. Lo que es bueno para Dramocles tiene que ser bueno para todos nosotros, ¿o acaso no nos lo ha dicho el propio Dramocles? Príncipe, deberías reunirte con tu padre en los brindis y en la alegría.
—Comprendo tu amargura —dijo Chuch—, pero estás yendo demasiado lejos. Conoces muy bien las diferencias que existen entre Dramocles y yo. Me opongo vehementemente a las actuales acciones del rey, y por supuesto al propio rey.
—Todo eso es bien sabido —dijo Snint, y John asintió de mala gana. —¿Cómo podría ser de otro modo? —preguntó Chuch—. Nunca me ha querido. Mis funciones en el Gobierno son pocas y ceremoniales. Pese a mis años de entrenamiento militar, Dramocles nunca me ha permitido mandar ni siquiera un pelotón de soldados. Y aunque sigo siendo considerado como el heredero aparente, creo muy improbable que llegue a heredar alguna vez el trono.
—Eso suena como una tediosa posición para un joven ambicioso como tú —dijo Snint.
Chuch asintió.
—Aunque aparentemente soy un hombre de estado —dijo—, me he visto siempre obligado a hervir de impotencia, siempre a merced de la arbitraria voluntad de mi padre. No he podido hacer nada al respecto. Hasta ahora.
John se envaró en su silla, y sus ojillos se volvieron más atentos.
—¿Qué es lo que ocurre ahora?
Chuch dejó su jarra sobre la mesa.
—No voy a andar con rodeos. Quiero ponerme de vuestro lado, conde John y rey Snint, en la lucha por la hegemonía que se acerca rápidamente.
John y Snint se miraron el uno al otro. Snint dijo:
—Seguro que estás bromeando, joven príncipe. Los lazos de sangre son fuertes. Esta momentánea irritación pasará.
—¡Maldición! —exclamó Chuch—. ¿Estás refutando mis palabras, entonces?
—Tranquilo, príncipe; lo único que quiero es probarte. Dime, ¿qué crees que tiene en mente Dramocles?
—Deberías ver claro que su finalidad no puede ser otra que la restauración del viejo Imperio de Glorm. Y debes admitir que un planeta ocupado y otro invadido constituyen un buen comienzo. Pero después de eso, las cosas se van a poner más difíciles. Ni Aardvark ni Lekk son militarmente significativos. No obstante, no creo que consiga tan fácilmente Crimsole.
—No con mi buena esposa Anne al mando durante mi ausencia —dijo John.
—Tampoco invadirá Druth —dijo Chuch—, porque necesita la poderosa flota, espacial de Rufus. Y también hay que tener en cuenta a Haldemar, quien permanece sentado en su distante planeta de Vanir y considera la importancia de los acontecimientos. El resultado no está claro. Pero apostaría mi vida por la derrota de Dramocles, especialmente si podemos llegar a un acuerdo entre nosotros.
—¿Qué esperas conseguir de ese acuerdo? —preguntó Snint.
—No más de lo que me pertenece... El reino de Glorm después de que Dramocles haya sido muerto o enviado al exilio.
—¡El reino de Glorm! —exclamó John—. Lo cierto es que se trata de una modesta petición, viniendo de alguien que no aporta nada a nuestra causa excepto su buena opinión de sí mismo.
—No me toméis a la ligera —dijo Chuch, frunciendo el ceño.
—No es ésa nuestra intención —dijo Snint—. Te tomaremos por lo que eres y por lo que aportas. Hasta ahora, todo eso es nada. Pero bienvenido de todos modos.
Chuch se levantó.
—Caballeros, debo marcharme, porque debo ir a preparar las cosas. Creo que os alegraréis más que ahora cuando nos encontremos la próxima vez.
John se echó a reír, pero Snint dijo:
—Espero que sí, joven Señor, y confío en que sea cierto.
Chuch hizo el más breve de los saludos con la cabeza y abandono la taberna.
La conquista de Lekk empezó bastante bien. Rux era un concienzudo profesional. Siempre mantenía a 150.000 soldados en alerta roja por si se producía alguna emergencia. Ahora había cargado a esas tropas en 50.000 espacionaves de tres tripulantes cada una, que siempre permanecían preparadas y llenas de combustible. Al cabo de una hora, la invasión estaba en marcha.
Las tropas de Rux eran en su mayor parte robots Mark IV de la Factoría de Soldados de Antígona. Estaban programados para destruir cualquier cosa que no se pareciera a ellos. Eso hacía que los circuitos fueran sencillos y el precio de la unidad bajo. Dramocles los había comprado a precio de saldo porque habían sido sustituidos por los nuevos Mark X, el modelo humanitario capaz de perdonar la vida a mujeres y niños siempre que no actuaran de forma hostil. Los Mark IV de Rux no eran tropas sofisticadas, pero Dramocles tenía grandes cantidades de ellos, y parecían lo bastante buenos como para hacerse cargo de un lugar pequeño como Lekk.
Rux hizo aterrizar a sus robots sin ninguna oposición en la gran isla de Xosa, reuniéndolos en la Llanura del Vidrio para dirigirlos hacia el sudeste por el Paso del Rostro Avinagrado. La Llanura del Vidrio era una desértica franja de tierra delimitada a un lado por las montañas de Eelor, y al otro por el río Hrox, de rápida corriente. El Paso del Rostro Avinagrado era una hendedura natural en las montañas que protegían el poblado de Biscuit, el hogar del rey Snint y en consecuencia la capital administrativa de Lekk. Rux imaginaba que apoderándose de Biscuit, podaría cualquier brote de resistencia antes de que tuviera posibilidad de germinar (una típica forma de hablar entre los sberrianos). Rux podía alinear tan sólo a 75.000 robots en su línea de batalla, pero parecían más que suficientes. Las defensas lekkianas en ese momento consistían en setecientos lekkianos, a los que sus vecinos habían avergonzado de tal modo que se habían presentado voluntarios, y cuatrocientos drikaneanos de Drik IV, que se hallaban de vacaciones en Lekk y cuyo hobby era luchar.
Durante toda aquella noche, en la Llanura del Vidrio pudieron oírse los familiares sonidos precursores de la batalla: el chasquear de los cortacircuitos siendo probados, el suave «chuf—chuf» de los engrases de último momento, y los agudos «clics» de los robots verificando el máximo de tolerancia de sus articulaciones. A la primera luz del amanecer, cuando los sensores fotoeléctricos de los robots fueron capaces de entrar en funcionamiento, Rux dio la orden de ataque. Los robots avanzaron, una impresionante pared de acero, gritando: «¡Gloria a la Factoría de Soldados!». Ésas eran las únicas palabras que estaban programados para pronunciar.
Los lekkianos habían anticipado sus movimientos y tomado medidas preventivas. Se había traído a toda prisa equipo de irrigación de los pueblos vecinos, instalándolo en la parte lekkiana de la llanura. Toda una noche de irrigación había convertido aquellas tierras en un cenagal, que las tropas de Rux tuvieron que cruzar, o mejor dicho vadear, en su carga. Los robots sufrieron multitud de cortocircuitos, porque eran tropas planetarias de secano y sus juntas herméticas eran más ornamentales que eficientes. Forcejearon torpemente en el lodo, con las filas desorganizadas y un esquema de ataque confuso. En aquel momento atacaron los lekkianos. Una fuerza de choque de cuatrocientos lekkianos y tropas drikaneanas montados en patines de lodo penetraron por el flanco derecho de Rux. Iban armados con almádenas y sopletes. En cuestión de pocos minutos habían creado una combinación de embotellamiento de tráfico y depósito de chatarra, y se retiraron con pérdidas insignificantes. Una segunda acometida por el centro llevó a los robots a una completa inmovilización. Cuando se puso el sol, el frágil frente lekkiano seguía intacto. Rux retiró amargamente sus tropas para reaprovisionamiento de combustible, y se puso en comunicación con Dramocles para que le enviara más y mejor equipo.
El príncipe Chuch envió a Vitello al principado de Ystrad, con la urgente petición de que su hermana, Drusilla, lo recibiera. Al obtener una respuesta afirmativa, preparó su partida inmediata. Decidió tomar su propio yate espacial, puesto que Dramocles podía inmovilizar en cualquier momento en tierra todas las espacionaves no militares, si no lo había hecho ya. Cuando llegó al espaciopuerto, sin embargo, se sintió aliviado al ver que el tráfico funcionaba normalmente. Tuvo un momento de ansiedad cuando dio su nombre al Control de Tierra y pidió permiso para despegar. Pero le fue concedido sin tardanza, y pronto estaba en el aire.
Una vez allí, Chuch alimentó su destino a la computadora de la nave. La ciudad y las regiones colindantes de Glorm se alejaron a sus pies. Cruzó el mar Sardapiano y vio, grises en la distancia, las montañas de Glypher. Cruzó el Bosque de Boj, y pronto el río Euripeano apareció ante él, un serpenteante hilo de plata. Aquello marcaba el borde oriental de los dominios de Drusilla. Bajo él estaban las tierras de Ystrad, un lugar verde de boscosas colinas. Al norte apareció la resplandeciente superficie del lago Melachaibo, y en su orilla más próxima se hallaba Tarnamon, el multitorreado castillo donde vivía su hermana Drusilla. Tras recibir permiso para aterrizar, Chuch se posó en el pequeño espaciopuerto cercano. Vitello estaba allí para recibirle.
***
Los habitantes de Ystrad, los ystradgnu, eran un pueblo no originario de Glorm de considerable antigüedad. Eran personas gentiles y hospitalarias con los extranjeros, excepto en las ocasiones en que necesitaban un sacrificio para una de sus deidades. Sus principales exportaciones eran las poesías y las canciones, que tenían una gran demanda entre las razas de la galaxia que no poseían ninguna de las dos cosas. La anotación y análisis de las artes ystradgnu habían creado toda una industria entre los antologistas de la vecina isla de Rungx.
La mayor parte de los ystradgnu se ganaban la vida pastoreando rebaños de puercos espines en sus verdes colinas y exportando sus púas a los uurks, un pueblo no humano que jamás había revelado para qué las necesitaba.
Los ystradgnu poseían un método de transporte terrestre completamente distinto de cualquier otro en Glorm. Los viajes entre distintos puntos de Ystrad se efectuaban mediante una red de trampolines. Los trampolines, espaciados por término medio unos cinco metros, se entrecruzaban por todo el país. Los ystradgnu los construían y mantenían desde tiempo inmemorial. Los trampolines estaban hechos con fuertes lonas y pintados en colores brillantes —aunque según una antigua tradición nunca de amarillo—, y una gran parte de los impuestos de Ystrad iba a parar a su mantenimiento. Vistos desde el aire, parecían un complejo esquema de puntos multicolores. Circulaba la leyenda de que aquellos esquemas formaban parte de un gigantesco mándala, dejado allí por una misteriosa raza que había introducido en Ystrad los puercos espines y luego se había desvanecido. Resultaban una visión colorista los sábados, cuando los recolectores de púas y los campesinos saltaban a la ciudad para acudir a la feria semanal y a las competiciones de destreza en arrancar las púas. Todo ese trabajo en los trampolines proporcionaba a los ystradgnu sus cortas, fuertes y muy musculadas piernas, que ellos consideraban el epítome de la belleza tanto masculina como femenina, y que permitía a los recolectores de púas subir y bajar sin esfuerzo las colinas detrás de sus puercos espines.
—Ridículo —declaró el príncipe Chuch, e insistió en conseguir un medio de transporte más digno.
Existía un servicio de taxis para «zanquilargos», como eran llamados todos los no ystradgnu. Un taxista tomó a Chuch y a Vitello y los llevó hasta el gran castillo gótico situado en un risco que dominaba el lago Melachaibo, y donde Drusilla mantenía los misterios de la Gran Diosa. Su religión, desde tiempos antiguos, había estado ligada a la fertilidad, la devoción y la observación estricta del ritual. Drusilla, como alta sacerdotisa, era considerada la representante viviente de la Diosa, y hablaba por ella en el drogado frenesí necesario para la auténtica profecía. Drusilla era también la autoridad final en aquel rasgo distintivo de la religión conocido como el Gran Decorum.
Cruzaron a pie las puertas del castillo y penetraron en los penumbrosos corredores de piedra iluminados tan sólo por rayos de luz procedentes de estrechas ventanas muy por encima de sus cabezas. Chuch se subió el cuello, diciendo:
—No me gustan estos misterios de mujeres.
Y Vitello dijo:
—Este no es el camino por el que vine la última vez.
Cuando llegaron a la parte central del castillo, una gran puerta de hierro se abrió, y Drusilla apareció ante ellos. Era de estatura mediana, con unos pechos mucho más llenos de lo normal. Su pelo, una resplandeciente cascada de rojizo bronce, caía en orgullosas ondas sobre sus bien proporcionados hombros. Su rostro, hermoso y altanero, enmarcaba unos fríos ojos grises.
—Entrad —dijo—. Lamento haberos tenido que incomodar, pero estamos cambiando el alfombrado de la entrada principal.
Vitello fue enviado a los salones inferiores para que le dieran algo de comer. Drusilla condujo al príncipe Chuch a la Sala de Audiencias de Sauce. Hermano y hermana se miraron frente a frente por primera vez en casi dos años.
Era una larga y estrecha habitación con una pared de cristal en un lado, la cual ofrecía una espléndida vista del lago Melachaibo, con embarcaciones de un sólo mástil y velas listadas moviéndose por su resplandeciente superficie. Chuch se sentó en un pequeño almohadón, y Drusilla tomó una silla de cuero cercana. Una doncella trajo vino de salvasía y pastelillos de miel por los cuales era famoso Ystrad. Una vez cumplido el protocolo, Drusilla dijo:
—Bien, Chuch, ¿a qué debo esta visita más bien desagradable?
—Ha pasado mucho tiempo, Dru —dijo Chuch.
—No lo bastante.
—¿Sigues furiosa conmigo?
—Por supuesto que sí. Tu proposición de que me acostara contigo fue un insulto imperdonable para una sacerdotisa, que es una campeona en sexualidad normal, es decir una mujer con un hombre no emparentado con ella.
—Hubiéramos podido pasarlo muy bien juntos, Dru —dijo Chuch suavemente—. Y habríamos cometido incesto, el más grande, con lo que habríamos alcanzado el estado semidivino.
—Ya he alcanzado ese estado —dijo Drusilla—. Es algo inherente a mi trabajo de sacerdotisa. No puedo ayudarte si no consigues reunir nada divino por ti mismo. En cuanto a dormir contigo, incluso sin el tabú del incesto, antes me aparearía con un perro amarillo.
—Eso es lo que dijiste hace dos años.
—Y sigo diciéndolo.
No importa —murmuro Chuch—. He venido aquí por una razón completamente distinta. Sabrás, por supuesto, que Dramocles ha tomado Aardvark, y que en la actualidad está invadiendo Lekk.
—Sí, eso he oído.
—¿Y qué piensas de ello?
Drusilla dudó, luego dijo:
—Se han ofrecido explicaciones oficiales.
—Que llevan la marca de la espléndida imaginación de Max.
—Parecen tomadas por los pelos —admitió Drusilla—. Francamente, me he sentido bastante alterada. Treinta años de paz, el inicio de una nueva era de progreso, y ahora esto. He intentado ponerme en comunicación con padre por teléfono, pero todo lo que he conseguido ha sido su contestador automático. Eso no es propio de él, en absoluto. Tiene que haber alguna explicación razonable.
—La hay —dijo Chuch—, y debería ser lo bastante clara para una mujer como tú, educada en los movimientos de los planetas.
—Sabes que no creo en la astrología.
—Ni yo. Pero la astronomía es otro asunto, ¿no?
—¿Adónde quieres llegar?
—El hecho de que ésta es la primera vez en treinta años que los planetas se hallan situados de tal modo en sus órbitas que favorecen a las flotas invasoras procedentes de Glorm.
—¿Crees que Dramocles ha estado aguardando eso durante todo este tiempo?
—Sí, y el hecho de que la gran celebración pusiera a todos los reyes locales en su poder.
Drusilla consideró aquello y meneó la cabeza.
—Dramocles no es tan habilidoso, y no tiene la paciencia suficiente para una empresa así.
Pero había una nota de inseguridad en su voz, y Chuch saltó sobre ella.
—¿Qué sabes realmente de él, Dru? Para ti siempre ha sido el querido viejo papi, incapaz de hacer nada equivocado. Estás cegada por tu amor hacia él. Incluso aunque sus actuales acciones aullaran traición, te negarías a creerlo.
—¿Dramocles traidor? ¡Oh, no!
—Tus sentimientos te honran, querida. Pero recuerda, tú eres algo más que su hija. Eres sacerdotisa de la Gran Diosa, y juraste servir a la verdad y a la libertad. Si cualquier otro rey hubiera hecho lo que ha hecho Dramocles, lo habrías condenado sin dudar. Debido a que se trata de tu padre, te engañas a ti misma con patéticas evasivas.
La boca de Drusilla tembló, y se balanceó de un lado a otro de su silla.
—Oh, Chuch, he estado intentando convencerme a mí misma de que había un sentido y una razón en todo esto, de que padre no había roto sus votos y manchado su buen nombre. ¡Pero ha tomado Aardvark, y ahora invadido Lekk!
—¿Qué conclusión extraes de ello?
—No puedo seguir engañándome a mí misma diciendo que no está enloquecido por el poder, invadido por el virus de la loca ambición. La perspectiva para la humanidad resulta clara... Guerra, pestilencia y muerte. ¿Qué podemos hacer?
—Debemos detenerle —dijo Chuch—, antes de que su locura se trague a los Planetas Locales en una guerra catastrófica. Nos lo agradecerá más tarde, cuando vuelva a sus cabales.
Drusilla se puso en pie: su rostro era un campo de incertidumbre por el que las negras jaurías del miedo perseguían a los blancos cervatillos de la esperanza.
—Pero ¿cómo hacerlo?
—Tengo un plan por medio del cual tal vez podamos controlar su ambición, y no dejarle peor que antes.
—¡No quiero hacerle ningún daño!
—Ni yo. —Notó su expresión, y se echó a reír—. Ya sé, Dramocles y yo nunca nos hemos llevado bien. ¡Éramos demasiado iguales para eso! Pero siempre he admirado secretamente al viejo, y daría con gusto mi vida por él. Después de todo, ¡es mi padre, Dru!
En los ojos de Drusilla brillaban las lágrimas. Dijo:
—Quizá, después de todo, esto una más a la familia y entonces no haya sido en vano.
—Me gustaría eso, Dru — dijo Chuch en voz baja.
—Entonces tienes mi palabra de que seguiré tu plan, hermano, siempre que no dañe en absoluto a papá.
—Tienes mi más solemne palabra al respecto.
—Dime entonces qué debo hacer.
—Por ahora nada. Primero hay algunos asuntos que debo atender. Me pondré en contacto contigo cuando llegue el momento.
—Que así sea —dijo Drusilla.
—Hasta luego, pues —dijo Chuch.
Hizo una profunda inclinación de cabeza, y abandonó la habitación.
Abajo, en los salones inferiores de Tarnamon, Vitello estaba cenando pastel de pavalo frío. El pavalo era un cruce único de pavo y búfalo, conseguido solamente en Ystrad y mantenido en secreto porque parecía bueno mantener en secreto algo así. Vitello lo encontró tolerable, y se ayudó a engullirlo con una buena jarra de vino de opio de los viñedos de adormideras de Cythera.
—Échame un poco más de esa cosa —le dijo a la muchacha que le servía—. Uno se enfría por las noches en estos lugares, y un hombre debe tomar medidas para protegerse. ¡Protección! Quien trata con los grandes pone el culo en cabestrillo, como dicen los ancianos. Pero ¿qué hijo de madre no aspira a ello? ¿Acaso la vida no es otra cosa más que los logros de los demás? Si se le da el vestigio de una oportunidad, ¿qué cosa no puede llegar a conseguir Vitello?
—¿Qué estás diciendo? —preguntó la muchacha.
—He pedido más vino de opio —dijo Vitello—. Lo demás era un monólogo interior, si bien dicho en voz alta.
—No deberías hablar para ti mismo —dijo la muchacha.
—Entonces, ¿con quién debería hablar?
—Bueno, conmigo, puesto que estoy aquí.
Vitello la miró profundamente, aunque sin registrarla en realidad. Era importante mantenerse, seguir adelante en aquel mundo. ¿Era aquella muchacha algo que pudiera utilizar «en el contexto de equipo», según la inmortal frase de Heidegger, o era simplemente algo supernumerario que no valía la pena describir?
—Tengo ojos azules y pelo negro —dijo la muchacha—. Mi nombre es...
—No tan aprisa. Nada de nombres. Tú eres simplemente una sirvienta. Se supone que debes traerme el vino y luego esfumarte.
—Sé que así es como se supone que debe ser. Pero dame una oportunidad, ¿eh?
—¿Una oportunidad? Escucha, muchacha, yo no pinto nada aquí. Ni siquiera sé si voy a continuar gozando del favor de la familia Dramocles. He conseguido un trabajo fijo simplemente manteniéndome vivo. Déjame decirte algo: Chuch no me necesita realmente. Él cree que sí en estos momentos, pero en realidad no sirvo para nada. Estoy con él simplemente para mantenerlo en la línea recta. Probablemente resultará asesinado antes de que ocurra nada interesante.
—Soy consciente de ello. Pero... ¿no lo ves? Si trabajamos juntos, entonces seremos dos. Juntos podemos maquinar un subcomplot. Eso hará muchísimo más difícil que prescindan de nosotros.
Vitello no estaba convencido.
—Los Dramocles pueden hacer lo que quieran con ejércitos enteros, planetas enteros. Aplastarán tu ridículo subcomplot sin piedad.
—No si podemos serles útiles. Tengo un plan que puede llevarnos muy lejos.
—¡Fantasías de sirvienta! —se burló Vitello.
—Deberías haberte dado cuenta ya de que soy algo más que una sirvienta —dijo la muchacha—. Para ser precisos, soy la poseedora de información secreta relativa al destino de los Dramocles.
—¿Y cuál es? —No tan aprisa. ¿Vamos a unir nuestros recursos?
—Supongo que sí —dijo Vitello—. Rápido, antes de que alguien importante entre en la narrativa, cuéntame cuál es tu aspecto.
—Soy un poco más alta que la media de las mujeres, tengo el pelo negro y los ojos azules, firmes y redondos pechos como naranjas, espléndidos músculos, y un trasero que haría llorar a un ángel.
—No tienes miedo a recomendarte —gruñó Vitello.
No obstante, la miró y vio que todas las cosas que decía eran ciertas. Observó otros detalles también, pero que se condenara si iba a perder su tiempo pensando en ellos.
—Mi nombre es Chemise —dijo la muchacha—. Creo que deberías casarte conmigo. Así tendré una relación legal en la historia.
—¿Casarme contigo?
—¿Ha dicho alguien algo acerca de casarse? —retumbó una alegre voz a espaldas de Vitello.
Se volvió y vio que un sacerdote había entrado en la habitación. El sacerdote era un hombre gordo y desgarbado, de rostro enrojecido y bulbosa nariz, y con un aliento que hedía a whisky. Arrastrando los pies tras él iban dos testigos no descritos.
—Realmente no olvidas nada —dijo Vitello, admirado.
—Una supernumeraria lista tiene que moverse rápido si quiere tener alguna oportunidad de intervenir en la acción principal —dijo Chemise—. ¿Puedo presentarte a mi madre?
Vitello se volvió y vio que una mujer vieja de cabello gris había aparecido de ninguna parte.
—Vaya —dijo Vitello, estrechándole la mano.
—Lamento tanto que mi esposo no pueda estar aquí hoy... —dijo la mujer—. Está fuera en un aparente viaje a los festejos de Glorm, en compañía de dos de sus viejos amigos del Servicio Secreto, que resultan ser desleales amigos de colegio del rey Dramocles.
—Tú tampoco pierdes el tiempo, por lo que veo —comentó Vitello—. Vaya, permites una trivialidad, y te salen con una complicación.
—Puedo decirte algo aún más extraño que eso —dijo la madre de Chemise—. Ayer mismo, mientras escuchaba subrepticiamente en el teléfono de palacio, oí...
—Cállate, madre —la atajó Chemise—. Ésta es mi oportunidad, no la tuya. Ahora desaparece graciosamente, y veré si puedo encontrar algo para ti más tarde.
—Tú siempre has sido una buena hija —dijo la madre de Chemise—. Por cierto, recuerdo...
—Una palabra más, y harás que me vea obligada a convertirme en huérfana —dijo Chemise.
—No te pongas así conmigo, jovencita —la riñó su madre.
Pero se desvaneció rápidamente, fundiéndose con las cortinas marróngrisáceas que colgaban de las ahumadas barras de madera a la débil luz del salón.
—Eso está mejor —dijo Chemise—. ¿Están presentes los dos testigos no descritos? Adelante pues, cura, realiza la ceremonia.
—No me creo nada de esto —murmuró Vitello.
—¡Haces bien en no creer! —exclamó el príncipe Chuch, surgiendo del oscuro rincón donde había estado aguardando el momento adecuado para entrar. Y dirigiéndose a Chemise, preguntó—: ¿De dónde eres tú, muchacha? Ni siquiera eres fabricación propia de Glorm, ¿no es así?
—Príncipe, déjame explicarte... —dijo Chemise.
—No importa —la atajó Chuch—. Ya me he formado una idea.
Hubo un momento de absoluto y terrible silencio. Chuch, de pie sobre las baldosas de piedra, con los brazos cruzados sobre el pecho, parecía la perfecta encarnación de la arrogancia y la sangre fría de Dramocles. Avanzó lentamente, con los dedos de los pies apuntando directamente hacia delante, a la manera india.
—Creo que ya hemos tenido bastante de vosotros —dijo Chuch con tono intrascendente, pero rezumando una inconfundible amenaza.
—¡Príncipe, no te precipites! —exclamó Chemise.
—¡Tened piedad! —gimieron al unísono los dos testigos no descritos.
Chuch alzó los brazos. Una luz verde empezó a radiar de su cabeza y torso. Era el signo visible del misterioso poder que mantenía a los mal surtidos y multipredestinados miembros de la familia dramocleciana en el candelero interestelar.
Mientras Vitello observaba, con la boca abierta de par en par, Chemise, el sacerdote y los testigos empezaron a desvanecerse. Oscilaron por breves momentos, figuras sombrías murmurando palabras que nadie podía oír. Luego desaparecieron..., desarrollos que un Dramocles había decidido que no se correspondían con sus exigencias.
Chuch se volvió al tembloroso Vitello.
—Debes comprender que ésta es la historia de la familia Dramocles —dijo con voz a la vez firme y suave—, secundariamente la de sus sirvientes y familiares, y tercero, a mucha distancia y solamente a elección nuestra, la de los varios hombres de armas que aparecieron en su momento en el escenario de nuestra historia y luego se fueron a nuestra orden. Nosotros elegimos a esa gente, Vitello, y no encaja con los intereses de la familia el tener molestos figurantes en primera línea, con sus vulgares secretos inventados sobre la marcha. ¿Me he explicado claramente?
—Lo siento, mi Señor —dijo Vitello con voz estrangulada—. Fui cogido por sorpresa..., el vino..., y ella fue demasiado rápida para mí, la maldita zorra...
—Ya basta, leal servidor —dijo Chuch con torcida sonrisa—. Me diste la oportunidad de efectuar una importante declaración de política, y por eso te debo un ligero agradecimiento. Sé obediente, Vitello, sé discreto, no seas entremetido excepto cuando yo busque el diálogo contigo y, si te portas bien, encontraré a alguna hermosa muchachita para ti. Que no será realmente descrita, por supuesto.
—Por supuesto que no, Sire —gimió Vitello—. Oh, gracias, gracias.
—Ahora vamos al trabajo, hombre. Ha surgido algo interesante de mi charla con Drusilla. No voy a contártelo por el momento; pero tengo una misión de considerable importancia para ti.
—¡Sí, Sire! —exclamó Vitello, arrojándose al suelo a los pies de Chuch.
—Es peligrosa. Te lo digo francamente. Pero la recompensa es proporcionalmente grande. ¡Es una gran posibilidad, Vitello!
—Sire, estoy dispuesto.
—Entonces quítate los cordones de mis zapatos de la boca y escucha atentamente.
Dramocles se reclinó en una cama de agua tamaño gigante en un rincón de la sala de estar que había construido en una de las torres más pequeñas de su palacio de Ultragnolle. A los pies de la cama se hallaba sentada una esbelta muchacha juglar vestida con las tradicionales prendas íntimas color castaño y gamuza. Estaba cantando una balada acompañándose con un dulcémele mug en miniatura. La dorada luz del sol, en la que brillaban motas de polvo, penetraba por las altas y estrechas ventanas. Dramocles escuchaba con aire ausente su melancólica canción:
Escuchad la historia que os contaba
del hermoso cervatillo que así pasaba
por el camino umbrío que rebosaba
de olores frescos de libertad.
Pero el perverso cazador que lo acechaba,
el rifle preparado mientras esperaba,
no tenia corazón, no perdonaba,
no había límite a su maldad.
Y mientras el cervatillo así avanzaba...
—Ya basta —dijo Dramocles—. Esas viejas baladas tienen un aire siniestro para quien no las entiende. ¡Bah! No me gusta.
—¿Prefiere Vuestra Majestad que realice algunas deliciosas obscenidades en su real cuerpo? —preguntó la muchacha.
—Tus últimas obscenidades me dejaron dolor de próstata. Mejor deja ese tipo de cosas a las expertas. Ahora será mejor que te marches; tengo que pensar.
Tan pronto como la muchacha juglar se hubo ido, Dramocles lamentó haberla despedido. No le gustaba estar solo. Pero quizá, en soledad, le fuera concedido algún signo relativo a su próximo movimiento en la prosecución de su glorioso pero aún desconocido destino.
Habían transcurrido tres días desde la conquista de Aardvark, dos días desde que su ejército robot había invadido Lekk. El conde John, Snint y Adalbert exigían una explicación. Su comportamiento hacia él se había vuelto extremadamente sarcástico. Adalbert, en particular, parecía estar perdiendo el control. Pasaba las noches en los salones de juego de la isla de Thula, perdiendo enormes sumas e impresionando a las damas locales con relatos de cómo había sido rey antes de que Dramocles le hubiera arrebatado su patrimonio. Peor aún, cargaba sus deudas de juego a la Tesorería de Glorm, Dramocles no tenía corazón para detenerle. La pretensión de que estaba interfiriendo en los asuntos de sus planetas por motivos puramente altruistas iba haciéndose cada vez más difícil de mantener. Incluso el leal Rufus estaba trastornado... Aún era leal, pero su boca se convertía en una hosca línea cuando contemplaba las previsiones de deshonor que se abrían ante él, no importaba lo que hiciera. Y Dramocles seguía sin saber qué decirle a nadie. Todo había parecido tan correcto en su momento... ¿Acaso no se suponía que el destino se hacía a sí mismo? ¿Por qué, después de unas indicaciones tan seguras, seguía en un estado tan grande de confusión? Si tan sólo recibiera algún nuevo signo o portento... Sin duda debía de haber dispuesto algo así, hacia treinta años, cuando había planeado todo aquello.
Su computadora juraba que no había más sobres, no más indicios de ninguna clase, ni esperaba encontrar ninguno. Quizás algo había ido mal. Al siguiente eslabón en la cadena de revelaciones —quizá otra vieja mujer— podía haberle ocurrido alguna desgracia, podía estar tendida muerta en una zanja, como les ocurría a menudo a las viejas damas que se mezclaban con los asuntos de la realeza, especialmente cuando eran invitadas a ello por pura lealtad. O alguno de sus enemigos podía haber sabido de sus planes mediante una desafortunada inadvertencia por parte del joven Dramocles, como alardear en alguna taberna de los barrios bajos mientras estaba borracho, o hablando en sueños mientras yacía con alguna muchacha, y había tomado medidas para impedir su consecución. O simplemente podía haber olvidado preparar la secuencia adecuada hacía treinta años, antes de hacer que el doctor Fish eliminara sus recuerdos de todo el asunto.
Ahora había conquistado Aardvark, un lugar por el que no sentía el menor interés, y pronto tendría Lekk, un lugar que aún le importaba mucho menos. Y también tenía la hostilidad de su hijo, Chuch, quien sentía que había sido dejado de lado, como siempre; y su esposa Lyrae estaba irritada con él. Y todo, hasta el momento, para nada. Y lo más exasperante era el hecho de que no sabía qué hacer a continuación.
Dramocles se mordisqueó los velludos nudillos, intentando pensar en algo bueno que pudiera hacer; o si no bueno, al menos algo. No podía pensar en nada. Furioso, llamó a su computadora. Acudió rápidamente, puesto que, habiendo anticipado una llamada así, estaba merodeando por el corredor.
—¿Sigues sin saber cuál es la siguiente pieza de información? —preguntó Dramocles.
—Así es, Sire.
—¿Y ni siquiera puedes darme al menos algún plan contingente?
—Puedo sugerir algunos tipos de acción con ciertas posibilidades, basados en la recientemente desacreditada Teoría de los Juegos de Von Neumann.
—Es todo lo que tengo. ¿Qué sugieres?
La computadora aclaró su banco de respuestas —un sonido bajo y rasposo— y dijo:
—Me parece que lo que necesitáis es una buena aproximación irracional al problema, puesto que si la racionalidad os sirviera de algo yo ya os habría resuelto el asunto.
—Irracional... —rumió Dramocles—. Me gusta cómo suena. ¿Qué propones?
—Vuestra Majestad debería considerar el consultar a un astrólogo, frenólogo, lector de hojas de té, echador de I Ching o, posiblemente mejor que todo eso, un oráculo especializado en estados de trance.
—Pero ¿qué oráculo?
—Hay muchos y muy reputados en este planeta. Uno en particular posee una excelente reputación. Es posible que Vuestra Majestad recuerde...
—Mi hija, Drusilla —dijo Dramocles. —Sacó muy buena puntuación en los tests de Rhine que nos dejaron los antiguos.
—Mi propia hija... ¿Por qué no pensé en ella antes?
—Porque tenéis tendencia a pensar en los miembros de vuestra familia solamente una vez al año, dos semanas después de su cumpleaños.
—¿Envié a Dru un regalo este año?
—No, y el año pasado tampoco.
—Bien, envíale entonces dos magníficos regalos. No, haz que sean tres, y así tendremos cubierto también el año próximo. Y dile a Max que prepare mi yate espacial. Parto inmediatamente para Ystrad.
Cuando la computadora se hubo marchado, Dramocles caminó de un lado para otro de la habitación, frotándose las manos y lanzando profundas risitas como un león. ¡La vieja y querida Dru! Se sumiría en su sagrado frenesí y averiguaría lo que tenía que hacer a continuación. Y lo más hermoso de todo era que podía confiar plenamente en ella.
Sabiduría y paz, hija —dijo Dramocles, utilizando el saludo formal que usaba a veces cuando se sentía impulsado por profundas emociones.
—Hola, papá —dijo Drusilla.
Dramocles acababa de llegar a Ystrad. Padre e hija estaban sentados en el cenador lleno de olor a pinos al extremo del jardín. Más abajo, las perezosas olitas del lago Melachaibo lamían la orilla, conscientes de su deber de minar los cimientos de granito gris del castillo, un trabajo que llevaría incontables siglos realizar, y al que en consecuencia se dedicaban sin demasiada urgencia.
—Oh, papá —dijo Drusilla—. Me he sentido tan trastornada y tan preocupada... Todos estos años de paz, y ahora Aardvark y Lekk. ¿Por qué lo has hecho?
—Supongo que no parece lógico, ¿verdad? —dijo Dramocles.
—La gente habla.
Dramocles lanzó una sardónica carcajada.
—Dicen que de pronto te has vuelto loco por el poder —insistió su hija—, y que pretendes restablecer el viejo Imperio de Glorm. Pero eso no es cierto, ¿verdad? Padre, ¿cuál es la auténtica razón que hay tras tus recientes acciones?
—Bien, Dru, el hecho es que todo esto concierne a mi destino, del que acabo de tener noticia.
—¿Tu destino? ¿Lo has encontrado por fin? ¡Oh, eso es maravilloso! ¿Cuál es?
—Es un secreto.
—Oh —dijo Drusilla, con evidente decepción.
—No te pongas de mal humor. Es tan secreto que ni yo mismo lo sé. Tú eres la primera persona a la que le he dicho tanto, sin contar a mi computadora. Voy a decirte lo que sé. Estoy seguro de que mantendrás mi secreto mejor de lo que lo haría yo mismo. Recuerdo que, cuando eras una niñita, jamás le hablaste a mamá de mis amigas, aunque ella, no sé cómo, siempre acababa enterándose.
Drusilla asintió. Su amor hacia su padre y su odio hacia su madre eran bien conocidos en los círculos íntimos de la familia real. Ahora, en un soñoliento atardecer de domingo, no mucho después de que su hermano, Chuch, se hubiera marchado, se rascó el párpado izquierdo con el dedo índice de la mano izquierda —un gesto inconsciente que hubiera traicionado su turbación interna para un observador atento, si hubiera habido alguno presente—, y aguardó a que su querido padre siguiera contándole sus problemas.
—En realidad —prosiguió Dramocles— descubrí mi destino hace treinta años, inmediatamente después de la muerte de mi padre. Pero por aquel entonces las circunstancias no eran las propicias para que yo hiciera nada. Por distintas razones, tuve que hacer que la memoria de mi destino fuera borrada hasta ahora. La semana pasada algo de esta memoria regresó, y tuve la primera pista: capturar Aardvark. La segunda pista me hizo invadir Lekk. Pero eso fue hace algunos días, y aún desconozco lo que he de hacer a continuación.
—¿Puedes decirme cuál es tu destino, padre?
—No puedo, porque ni yo mismo lo sé todavía. Aunque muchos de mis recuerdos han vuelto, sigo sin tener esa particular pieza de información. Por eso he venido aquí. No sé qué debo hacer a continuación. Necesito tu ayuda oracular oficial.
Drusilla contempló el ansioso rostro de su padre, juvenil pese a su barba y sus hirsutas cejas. Aunque la historia de su padre tenía poco sentido para ella, confió en averiguar algo más un poco más tarde.
Levantándose, tomó las manos de su padre.
—Ven, pues, vayamos al Santuario de la Diosa. Tomaremos las sagradas sustancias. En estado de trance podrás caminar por el Palacio de la Memoria, donde residen todas las respuestas.
—Eso me suena a gloria —se extasió Dramocles—. Esas sagradas sustancias vuestras son la mejor droga que existe en todo Glorm.
—¡Papá! ¡Eres incorregible!
Riendo, se dirigieron al Santuario.
Drusilla hizo sus preparativos en el vestidor situado justo detrás de la sala oracular. Primero tomó un baño, utilizando parte de su menguante provisión de sagradas sales de baño, el secreto de cuya manufactura se había perdido en la destrucción del mundo antiguo. Sintiendo comezón por toda la piel, se untó a continuación con unas pocas y preciosas gotas de aceite Mazola de maíz, y se vistió con el atuendo especial utilizado solamente en los murmullos oraculares. Dramocles se fumó un cigarrillo durante todo este proceso, y pensó en otros asuntos.
Se dirigieron al Santuario..., una cámara subterránea excavada en el basalto negro. Estaba débilmente iluminada; unas antorchas, colocadas en alvéolos en las paredes, arrojaban largas y temblorosas sombras sobre el pulido suelo de mármol. En el extremo más alejado de la larga y estrecha habitación había un pequeño estanque de agua. Reflejaba el austero rostro de la Diosa tallado encima en la piedra. Un débil y monótono zumbar de gaitas y resonar de pequeños tambores llenaba el aire: una cinta de esos intensos sonidos había sido activada pulsando un interruptor apenas entraron. Dramocles se envolvió más apretadamente en su capa, sintiendo un repentino estremecimiento ante la frialdad de la atmósfera de antiguo y ajeno aire de misterio que exudaba el lugar.
Drusilla guió a su padre subiendo tres escalones de piedra que conducían al altar de mármol frente al estanque. El altar en sí estaba compuesto por piedras semipreciosas unidas por ribetes de plata. Sobre él había tres cajas de madera de sándalo de distintos tamaños.
—¿Es aquí donde guardáis la droga? —preguntó Dramocles.
—Oh, padre, no bromees —dijo Drusilla, haciendo que su voz brotara de su previamente descrito pecho.
Con dedos reverentes abrió la primera cajita y extrajo de ella una bolsita de gamuza bordada con hilos de oro y plata. Abriéndola, derramó una pequeña cantidad de una hierba seca de color verde en un cedazo de ébano hecho a mano. Con rápidos movimientos, sus diestros dedos separaron los residuos pulverulentos de los tallos y semillas, reservando estos últimos para los incensarios que estaban esparcidos por todo el atrio del castillo. Echó la materia herbácea en un rectángulo de papel de arroz inscrito con el nombre de la antigua deidad terrestre de Rizla, lo enrolló diestramente convirtiéndolo en un delgado cilindro, lo encendió, y se lo tendió a su padre.
—A tu salud —dijo Dramocles, inhalando profundamente.
Siguieron una segunda y tercera inhalación, cada una de ellas combinada con su correspondiente exhalación. Dramocles dejó que el humo se deslizara por las comisuras de su boca y olió apreciativamente.
—Oye, ¿dónde consigues esto? —preguntó.
Estaban hablando ahora el antiguo y perdido lenguaje psicodélico de sus visionarios antepasados de la Tierra. Pregunta y respuesta surgieron de manera ritual, en la forma revelada por las antiguas grabaciones.
—Cumple con su misión —dijo Drusilla.
—Dinamita —aseguró Dramocles, reverentemente—. Algo celestial, muchacha. —El viaje apenas acaba de empezar —dijo Drusilla, retirando el canuto de papel de arroz y abriendo la segunda caja de madera de sándalo.
De ella extrajo una cajita plana de plata. Abriéndola, sacó un espejo de oro muy pulimentado y una navaja cuyo filo permanecía siempre afilado. De una pequeña botella tallada en un solo rubí extrajo una pequeña cantidad de una sustancia cristalina que depositó sobre el espejo.
—Parecen piedrecitas —dijo Dramocles.
La absoluta concentración de Drusilla estaba enfocada en la pulverización ritual de la materia cristalina por medio de la navaja. Hasta ellos llegaba ahora una música de oboe. Unas luces de colores empezaron a pulsar, arrojando ambiguas sombras a las paredes de piedra. Con solemne lentitud, Drusilla rastrilló el sagrado polvo, formando serpenteantes líneas blancas. Finalmente, tomó un hueso hueco y seco de la caja de sándalo, se inclinó hacia el inexpresivo rostro de la Diosa, y se lo tendió a Dramocles.
—Ahora, padre, comparte la divina energía.
—Sé que no puedo conseguir esto en ninguna otra parte de Glorm —dijo Dramocles, agitando ligeramente la nariz en anticipación.
Se arrodilló ante el altar, una figura imponente en su chaqueta deportiva de armiño. Colocando un extremo del tubo dentro de una de sus fosas nasales, apoyó el otro extremo en un punto adyacente al polvo blanco. Inspirando fuertemente, absorbió cuatro serpenteantes líneas. Sus ojos se desorbitaron, y una amplia sonrisa se insinuó en su rostro cuando tendió el espejo de oro a Drusilla.
Ella tomó el resto de la sustancia cristalina. Ahora, rápidamente, Drusilla se volvió hacia la tercera caja. Abriéndola, extrajo cinco hongos secos importados de secretos rincones de la Vieja Tierra. La música aumentó de intensidad mientras preparaba la dosis visionaria, tomaba la mitad de ella, y tendía el resto a Dramocles. Mientras la sustancia empezaba a hacer efecto, Drusilla sirvió pastelillos de mazapán y té de hierbas. Muy pronto Dramocles empezó a sentir picazón y agudos dolores en el estómago, y puntos multicolores llamearon en sus ojos, mientras incontrolables temblores y picores afectaban a sus extremidades; cuando intentó sentarse erguido, la habitación se inclinó alarmantemente hacia un lado, y la esculpida superficie de la Diosa pareció avanzar hacia él con una sonrisa de dudoso significado.
El flujo de sensaciones se incrementó, y pronto Dramocles sintió como si hubiera caído a un torrentoso río de montaña. El Santuario pareció desvanecerse, para ser reemplazado por balanceantes imágenes que le sonreían torvamente y luego desaparecían. Sombras violeta se retorcieron liberándose de los rincones oscuros, y avanzaron deshilachados tentáculos hacia él. Un coro de un millar de voces cantaba a lo lejos, y ahora la estancia estaba llena de luz y completamente transformada.
Dramocles se encontró dentro de una enorme y suntuosa habitación, encerrada a su vez en una estructura palatina de colosal tamaño.
—¿Qué es este lugar? —preguntó.
Débilmente, como desde una gran distancia, le llegó la voz de Drusilla.
—Dale gracias a la Diosa, padre, porque te ha transportado al Palacio de la Memoria. Cualquier cosa que hayas visto u oído a lo largo de tu vida está en algún lugar aquí. Los secretos que ocultaste de ti mismo están aquí también. Sigue adelante, oh, Rey, y encuentra lo que necesitas. El Palacio de la Memoria era muy parecido a Ultragnolle, decidió Dramocles, pero mucho más noble, más fino, más hermoso, un castillo idealizado como sólo podía existir en los sueños o en las memorias. Derivó cruzando sutilmente coloreadas alfombras, pasando junto a resplandecientes estatuas colocadas en hornacinas. Tintineantes arañas de cristal sobre su cabeza arrojaban brillantes dardos de luz contra los antiguos tapices de las paredes.
Dramocles derivó por un pasillo que parecía extenderse hasta el infinito en ambas direcciones. Había habitaciones en ambos lados, con las puertas abiertas, y Dramocles miró brevemente al interior de cada una de ellas mientras flotaba de manera fantasmagórica a lo largo del interminable corredor.
Algunas de las habitaciones estaban densamente llenas de objetos, otras sólo tenían un artículo o dos. Allí estaban los restos de festines que había celebrado en el pasado. Allí estaba su primer pastelillo de mangobayas, su primer arenque salado, su primera rosquilla de centeno con semillas de alcaravea. Otras habitaciones estaban llenas de ropas desechadas, libros viejos, arrugados paquetes de cigarrillos. Algunas de las estancias contenían figuras inmóviles sentadas en ellas, no podía decir si humanas o estatuas. Allí estaba el viejo Gregorius, su instructor infantil de esgrima... ¡Lo quieto que estaba ahora el viejo! Y allí estaba Phlibistia, su ama de cría, y Otania, su amor de los catorce años. Habitación tras habitación, todas estaban llenas de sorpresas similares; sin embargo, había algo extraño allí al frente, porque Dramocles llegó a una serie de habitaciones con las puertas cerradas, y cuando intentó abrirlas, descubrió que todas estaban cerradas con llave.
Sacudió los picaportes y golpeó las hojas, incluso intentó forzarlas con una patada convenientemente aplicada. Pero aquélla era una materia etérea en un lugar imaginario, y sus golpes no tenían ninguna fuerza. Se alejó con pesar. Tenía la sensación de que había una información vital detrás de aquellas puertas, y no comprendía por qué estaban cerradas para él. Desconcertado, siguió adelante hacia un resplandor de luz en la incalculable distancia. A medida que se acercaba, vio que había una sola puerta al final del corredor. Estaba abierta, y brillaba con la luz que surgía del otro lado.
Dramocles entró. Estaba en una de las habitaciones de su pubertad, el Saloncito Oriental, donde acostumbraba a soñar en las grandes cosas que haría cuando fuera rey. Allí estaba su escritorio de tapa corredera, y había un hombre sentado ante él.
El hombre alzó la cabeza. Dramocles vio a un esbelto joven de rasgos enérgicos, nariz chata y ojos ardientes. Era él mismo, dieciséis kilos más delgado, y sin barba.
—Sí, es cierto —dijo el joven Dramocles—. Soy tú. No es una anomalía. Tengo que estar aquí. Siéntate.
Dramocles se sentó en un diván cercano y rebuscó en sus bolsillos en busca de un cigarrillo. El joven Dramocles le tendió uno y le dio fuego.
—Supongo que has estado preguntándote qué tienes que hacer a continuación —dijo el joven Dramocles.
—La verdad es que sí.
El joven Dramocles asintió.
—El siguiente movimiento es más bien delicado. Supongo que es mejor decírtelo en persona. Entiéndelo, tiene que ver con Rufus.
—¡El buen viejo Rufus! —Yo estaba seguro de que su lealtad no tenía fin. Eso está bien. Pero ahora va a ser necesario que te traicione.
—¿Rufus traicionarme? ¡Antes moriría! De todos modos, hay montones de gente a mi alrededor que me gustaría que me traicionaran, así que ¿por qué tiene que ser Rufus el que lo haga?
—Sólo Rufus lo hará. Su posición es crucial. Manda la gran flota espacial de Druth.
—Y Glorm está seguro mientras las naves de Rufus me sigan siendo leales.
—Exacto. Pero estar seguro no es suficiente. Tu posición es estática y sujeta a deterioro. Crimsole se halla en alerta contra ti, y hay que tener en cuenta también a Vanir. La situación podría seguir así durante años, sin beneficio para nadie. Para cambiar la situación, alguien tiene que cambiar de bando. Rufus es el candidato lógico.
—Estás loco. Eso es exactamente lo que no necesito.
—La traición de Rufus será una mera simulación. Cuando las flotas enemigas estén en pleno combate con las tuyas, Rufus revelará la trampa, apareciendo con la flota de Druth y atrapando a tus oponentes por la retaguardia.
Dramocles agitó la cabeza.
—Rufus nunca aceptará prestarse a una actuación tan deshonrosa.
—Por supuesto que lo hará. Todo consiste en presentárselo todo desde el enfoque adecuado.
—Quizás tengas razón —convino Dramocles—. Pero ¿por qué estoy haciendo todo esto? ¿Cuál es mi destino? La gente dice que intento restablecer el antiguo Imperio de Glorm.
—Tu destino es mucho más grande que eso. Pero aún no se te puede decir. Créeme, Dramocles, porque yo soy tú. Déjales pensar que buscas la hegemonía de Glorm. Es una pantalla útil para enmascarar tu más profunda finalidad.
—¡Pero si no sé cuál es esa finalidad!
—Lo sabrás, y pronto. Recuerda esta conversación. Cuando llegue el momento, haz los movimientos correspondientes. Por ahora, adiós.
El joven Dramocles se desvaneció de su vista.
Dramocles se encontró de vuelta en el Santuario.
—Padre, ¿te encuentras bien? —estaba diciendo Drusilla—. ¿Has averiguado lo que necesitabas?
—He conseguido más de lo que deseaba, y ni la mitad de lo que necesitaba —dijo Dramocles—. Debo volver inmediatamente a Ultragnolle. Preveo tiempos difíciles.
Se fue sin ninguna ceremonia, con el aspecto de un hombre preocupado.
En su camino de vuelta a Ultragnolle, Dramocles consideró el rápido deterioro de la situación en Lekk. Empezaba a albergar dudas acerca de su recién averiguado destino, aunque realmente no podía creer que todo el asunto hubiera sido un error. Seguía deseando un destino espléndido, pero apoderarse de las propiedades de sus amigos y familia no le parecía una forma apropiada de conseguirlo. Y por supuesto no deseaba restablecer el viejo Imperio de Glorm. Era una idea romántica, pero absolutamente no realista. Los imperios interplanetarios nunca habían funcionado. Y aunque pudieran funcionar, ¿qué se conseguía con ellos? Unos cuantos títulos vacíos más, y otro montón adicional de burocracia.
¿Adónde le conducía todo aquello? Y el joven con quien había hablado en el Palacio de la Memoria... ¿era realmente él mismo? No era así como se recordaba. Pero si no era él, entonces ¿quién era? Estaba ocurriendo algo decididamente extraño, sobrenatural, quizá siniestro.
Se le ocurrió pensar en lo tenue que era todo aquello. Una visita de una vieja dama, unos cuantos sobres, algunos recuerdos recientemente recuperados... En base a todo eso se estaba arriesgando a una guerra total.
Presa de un repentino cambio de humor, se dio cuenta de que lo único que podía hacer ahora era restablecer inmediatamente la paz, mientras aún era posible, antes de que el daño causado fuera demasiado.
***
Tan pronto como llegó a su palacio, Dramocles envió a buscar a John, Snint y Adalbert. Había decidido devolverles sus planetas, retirar sus tropas, pedirles disculpas, y decirles que durante un tiempo había perdido la razón. Estaba componiendo su discurso cuando un mensajero le trajo la noticia de que los reyes ya no estaban en Glorm. Habían tomado sus naves tan pronto como Dramocles había partido para visitar a Drusilla. No había ninguna orden de detenerles. Solamente quedaba Rufus, tan leal como siempre.
—Maldita sea —dijo Dramocles, y le dijo al operador de palacio que localizara a John por el teléfono interplanetario.
El conde John no pudo ser localizado. Tampoco pudieron serlo ni Snint ni Adalbert. Lo siguiente que Dramocles supo de ellos fue una semana más tarde. John había regresado a Crimsole, había reunido una fuerza de treinta mil hombres, y la había enviado en ayuda de las sitiadas fuerzas de Snint en Lekk. El desmoralizado ejército de Rux se había encontrado de pronto atacado por dos frentes y con peligro de aniquilación.
Triste al principio, luego progresivamente irritado, Dramocles envió refuerzos al comandante Rux, y se preparó para una larga guerra.
Enzarzarse en una guerra era una experiencia nueva para Dramocles, que no estaba acostumbrado a un trabajo regular de ninguna clase. No obstante, ahora aquella existencia libre y sin preocupaciones había terminado. Tenía puesto el despertador cada mañana a las ocho, y normalmente llegaba a la Sala de Guerra a las nueve y media. Leía el informe de la computadora respecto a las acciones de la noche anterior, comprobaba la situación general, y luego se dedicaba a dirigir las operaciones.
La Sala de Guerra tenía toda una pared llena de monitores de televisión. Cada monitor presentaba un sector distinto del campo de batalla. Había monitores separados para escaramuzas individuales a nivel de pelotón. Cada pantalla tenía un contador de bajas en ambos lados. Cada pantalla mostraba también una luz de situación..., verde para victoria, amarilla para resultado inseguro, roja para peligro, negra para derrota.
Por lo general Dramocles se hacía cargo personalmente de dos o más sectores rojos. Tenía un don natural para la estrategia, y era capaz de trasladar la mayor parte de sus batallas al verde de la victoria. En los buenos días, tenía la sensación de ser capaz de ganar la guerra de Lekk por sí mismo, o por sí mismo con ayuda de sus tropas robots, sólo con que dejaran de molestarle durante algunos días. Más eso era imposible. Incluso era raro que transcurriera una hora sin ninguna interrupción. Una continua sucesión de asuntos urgentes requería la atención del rey. Glorm ya no podía seguir siendo gobernado por las máximas de Otho el Extraño.
Dramocles tampoco podía desprenderse de su vida personal en la extensión que deseaba. Lyrae le llamaba constantemente a la oficina con sugerencias sobre la guerra. Para salvaguardar la paz en el hogar, Dramocles tenía que tomarla en serio, o al menos fingirlo. Varias de sus ex esposas empezaron a telefonearle con sus propias ideas, y por supuesto, sus hijos mayores también deseaban contribuir.
Dramocles trabajaba a menudo hasta tarde cuando estaba enzarzado en una batalla particularmente difícil. Al principio iba arriba y abajo de sus dormitorios hasta la Sala de Guerra en el sistema de transportes de palacio, como todos los demás. Finalmente, Max le convenció de que aguardar al siempre atestado Expreso de Palacio no era el mejor uso que podía darle a su tiempo, de modo que a partir de entonces mantuvo constantemente un vehículo de pasillo a su disposición. Su hijo Samizat conducía casi siempre, y además conseguía realizar sus trabajos domésticos normales. Samizat estaba disfrutando realmente de la guerra.
El asunto de Lekk iba arrastrándose semana tras semana, tragándose robots y costoso equipo, y a medida que las luchas se iban haciendo más intensas, las vidas de seres humanos. Dramocles intentó varias veces entrar en contacto con John y Snint, pero ninguno de los dos respondió nunca a sus telegramas.
Rufus regresó finalmente a Druth, movilizó sus tropas, y aguardó las instrucciones de Dramocles. Dramocles había tenido la intención de enviar al príncipe Chuch con Rufus para que sirviera de enlace militar. Era un puesto vacío pero prestigioso, que mantendría al muchacho alejado de tentaciones. Pero Chuch ya no estaba en Glorm. Nadie sabía dónde estaba. Dramocles temió lo peor.
Era la última noche de lunas llenas en el planeta Vanir. Las lunas permanecían bajas en el horizonte, arrojando su fría luz amarilla sobre la rocosa llanura de Hrothmund, e iluminando los pastos salados de Viragolandia al sur, donde Haldemar, el sumo rey, mantenía su corte durante la estación de la muda.
En su tranquilo puesto fronterizo, Falf, el guardia de noche, bostezó y se reclinó pesadamente sobre su lanza de rayos. Viudo desde hacía tres días, recientemente seleccionado para el primer equipo de hockey con hacha de Minnekoshka, y poeta recién publicado, Falf tenía muchas cosas en qué pensar. Lo hizo con la directa e infantil simplicidad de los auténticos bárbaros, y no oyó los ahogados ruidos a sus espaldas hasta que un oscuro presentimiento le hizo volver la cabeza un instante antes de que algo o alguien hiciera un ruido como el de un hombre carraspeando.
—¿Quién anda ahí? —gritó Falf, sintiendo que todos los pelos se le ponían de punta.
—¡Eh! —gritó alguien entre las sombras.
—¿Qué quieres decir con «Eh»? —preguntó Falf.
—¡Eh! ¡Eh!
—Otro «Eh» y pondré punto final a tu frase —dijo Falf, ajustando el selector de su lanza de rayos a «carbonizar», y apuntándola hacia la zona desde donde creía que había llegado la voz.
Entonces un hombre surgió de la oscuridad detrás del hombro de Falf, haciendo que el poeta—atleta viudo diera un respingo, tropezase con su propia lanza de rayos y estuviese a punto de caer, siendo salvado por la mano del desconocido, que lo sujetó por el codo.
—Mi nombre es Vitello —dijo el desconocido—. No pretendía asustarte. Soy un emisario.
—¿Un qué?
—Un emisario.
—Creo que no conozco esa palabra.
—Significa que mi rey me ha enviado aquí para tener una charla con tu rey.
—Sí, ahora recuerdo —dijo Falf. Pensó unos instantes, luego preguntó—: ¿Cómo sé que eres realmente un emisario?
—Puedo mostrarte mi identificación.
—Lo que yo quiero saber es: si eres un emisario de algún otro rey, ¿dónde está tu espacionave?
—Exactamente ahí detrás —dijo Vitello, señalando a un bosquecillo de árboles a un centenar de metros de distancia.
Falf iluminó los árboles con una linterna, y en efecto, allí había una nave.
—Debes de haber bajado muy silenciosamente —dijo Falf—. Puedo oír a nuestras propias naves aterrizar desde quince kilómetros de distancia. Tiene algo que ver con el hipersalto, creo, signifique eso lo que signifique. Por supuesto, el sonido crea el terror en los corazones de nuestros enemigos, o eso es lo que se dice, así que ¿cuál es la mejor forma de aterrizar, la tuya o la nuestra?
—Por supuesto —dijo Vitello, sin comprometerse a nada. —Bien, supongo que será mejor que informe de esto, aunque no me hará quedar muy bien. —Soltó el walkie—talkie del cinturón de su espada y discó un número—. ¿Puesto de guardia? ¿Sargento Urnuth? Aquí Falf, en el Puesto 12. Tengo aquí a un emisario extranjero que desea hablar con el rey. Sí, eso es... No, quiere decir.mensajero... Por supuesto que ha llegado en una espacionave, está aparcada a un centenar de metros de aquí... Sí, muy suavemente, nada de ruidos... No, no es ninguna broma, y no estoy borracho.
Falf volvió a guardarse el walkie—talkie.
—Van a enviar a alguien. ¿Qué es lo que tu rey quiere decirle a nuestro rey?
—Lo sabrás cuando él te lo diga —respondió Vitello.
—Sólo creí que debía preguntártelo. Será mejor que te pongas cómodo. Les llevará al menos una hora llegar hasta aquí. Tengo un poco de cerveza de líquenes en mi cantimplora, ¿quieres un poco? Me han ocurrido tres cosas extrañas esta semana, y ésta es la cuarta.
—Cuéntamelas —dijo Vitello, sentándose en el suelo y envolviéndose en su capa para resguardarse del frío de la noche—. ¿Te gustaría un poco de mi vino?
—¡Por supuesto que me gustaría! —dijo Falf.
Apoyó su lanza de rayos contra el tocón de un árbol y se sentó al lado de Vitello, desplegando esa instantánea confianza que contradice la básicamente suspicaz naturaleza de los bárbaros.
Cuando el universo era joven y se sentía aún inseguro de sí mismo, hubo un cierto número de razas primitivas que habitaron los atestados mundos del centro de la galaxia. Una de esas razas eran los vanir, bárbaros adictos a las ropas hirsutas y a las extrañas costumbres. Aunque mucho más viejos que algunas ramas de la humanidad, los vanir nunca proclamaron ser la raza Ur u original. La identidad de los auténticos primeros humanos todavía es objeto de discusión, aunque los lekkianos proclaman que son ellos, como hacen todos los demás, por otra parte.
A medida que iban expandiéndose en sus naves hipersaltarinas, los vanir llegaron a Glorm. Allí encontraron a los ystradgnu, o Pequeño Pueblo, como eran llamados por las razas más altas que ellos. Se produjeron muchas y grandes batallas entre los dos, pero finalmente los vanir prevalecieron. Gozaron de un período de dominación antes de la llegada de los últimos humanos, que huían de una desértica y emponzoñada Tierra. De nuevo se produjeron grandes batallas, como resultado de las cuales los vanir fueron arrojados de Glorm y del Sistema Local y a lo largo de todo el camino hasta el helado planeta más exterior. Los ystradgnu habían llamado a este planeta Wuullse, pero los vanir le dieron su propio nombre. Glorm y Vanir habían luchado muchas veces desde entonces, principalmente durante la tase expansionista del Imperio de Glorm, de corta vida. La paz había prevalecido durante los últimos treinta años, a veces precariamente.
En la época de este relato, Haldemar era sumo rey de los vanir, y su corazón ardía con tendencias agresivas. A menudo Haldemar yacía en su piel de thag en ebrio estupor y soñaba con los botines que podría proporcionar una rápida incursión a Crimsole o Glorm. Haldemar estaba especialmente interesado en las mujeres: esbeltas y perfumadas mujeres para reemplazar a las musculosas muchachas vanir, de las que se podía asegurar que, en la cama, en el momento de mayor éxtasis, iban a exclamar: «Huy, huy, qué bueno», mientras que las mujeres civilizadas siempre deseaban discutir sus relaciones contigo, y eso era excitante para un bárbaro que había sido educado con un mínimo de relaciones con los demás y un exceso de aire libre.
Haldemar había ido a la civilización tan sólo una vez, cuando fue invitado a aparecer en el programa Celebridades alienígenas que la GBC había puesto en antena durante una temporada, y luego había abandonado ante su falta de éxito. Haldemar recordaba muy bien la excitación y el jaleo en torno al estudio, y cómo las personas que le habían hecho preguntas habían escuchado realmente sus respuestas. Aquélla había sido la aventura más grande de su vida. Haría cualquier cosa con tal de volver al mundo del espectáculo. Durante muchos años no se había apartado demasiado del teléfono, con la esperanza de recibir una llamada de su agente.
La llamada nunca llegó, y Haldemar empezó a despreciar la veleidosa superficialidad de la gente de los planetas cálidos. Su más profundo deseo era lanzar sus naves hipersaltarinas contra las decadentes civilizaciones de los planetas interiores. Pero la gente de los planetas interiores era demasiado para ellos. Poseían armas mortales y naves rápidas recuperadas de las ruinas de la Tierra, y se ayudaban los unos a los otros si los vanir atacaban a uno de ellos. De modo que Haldemar se contenía y aguardaba una oportunidad, y mientras tanto conducía a su gente en sus migraciones a través de Vanir en busca de buenas tierras de pasto para los luu, el pequeño, feroz y carnívoro ganado que les proporcionaba comida y bebida, y cuya muda anual les proporcionaba también ropas.
Y ahora, finalmente, un emisario de la civilización había venido a él.
Haldemar dispuso inmediatamente una entrevista, tal como exigía el protocolo. Aunque poseía la desconfianza natural de los hombres primitivos hacia las buenas maneras, poseía también el exquisito sentido del ritual de todos los bárbaros. Acudió a la entrevista con ansia y expectación, y para la ocasión se puso una camisa nueva de piel de luu.
La audiencia se celebró en la sala de banquetes de Haldemar. Haldemar había hecho barrer el lugar, y había rociado todo el suelo con agua. En el último momento, recordando los refinamientos de la civilización, había pedido prestadas dos sillas a Sigrid Narizchata, su escribano.
El emisario llevaba una capa castaña y malva, colores desconocidos en su áspero y bárbaro mundo. Era un hombre de estatura por encima de la media, con una anchura de hombros y una fuerza muscular que hicieron pensar a Haldemar que tal vez no fuera demasiado malo con la espada. El emisario llevaba otras cosas también, pero Haldemar, con la indiferencia propia de los bárbaros por los detalles, no reparó en ellas.
—¡Bienvenido! —dijo Haldemar—. ¿Cómo van las cosas?
—Muy bien —contestó Vitello—. ¿Cómo van las cosas aquí?
Haldemar se alzó de hombros.
—Lo mismo que siempre. Criar a nuestros luu y hacer incursiones los unos en las propiedades de los otros son nuestras ocupaciones principales. Esas incursiones son particularmente útiles, y constituyen una de nuestras principales contribuciones a la teoría social. Sirven para mantener a los hombres ocupados y a la población baja, y hace que los bienes de trueque como las espadas y las copas estén en constante circulación.
—Suena divertido —dijo Vitello.
—Es una forma de vivir— admitió Haldemar.
—No como en los viejos días, ¿eh? Hacer incursiones entre sí no es lo mismo que hacer incursiones a los dominios de los otros.
—Bueno, es perspicaz por tu parte que te hayas dado cuenta de ello. Pero ¿qué otra cosa podernos hacer? Nuestras armas son demasiado primitivas y nuestro número demasiado pequeño para permitirnos efectuar incursiones a los planetas civilizados sin que nos pateen en el trasero, si me disculpas la expresión.
Vitello asintió.
—Así ha sido hasta ahora —dijo.
—Así es como sigue siendo, a menos que tú me traigas noticias de lo contrario.
—¿Has oído hablar de los grandes cambios que se están produciendo? Dramocles de Glorm ha tomado Aardvark y ha hecho aterrizar tropas en Lekk. El conde John de Crimsole se opone a él, y lo mismo hace mi amo, el príncipe Chuch, hijo de Dramocles. Se están cociendo problemas, y cuando hay problemas, siempre hay beneficios y un poco de diversión.
—Sí, nos han llegado informes de todo eso, pero lo hemos considerado simplemente como un asunto familiar. Si los vanir entraran en el conflicto, los distintos antagonistas podrían aliarse contra nosotros, como han hecho ya en el pasado.
La cosa ha ido más allá de las disputas familiares. Mi señor Chuch ha jurado sentarse en el trono de Glorm. El conde John y el rey Snint de Lekk le han prometido su apoyo. Esta disputa no va a arreglarse. Se convertirá en una guerra.
—Bueno, estupendo. Pero ¿qué tiene que ver todo eso con nosotros?
Vitello sonrió tortuosamente. —El príncipe Chuch tiene la impresión de que ninguna guerra interplanetaria podrá decidirse nunca sin la participación de los vanir. Te invita a que te unas a su lado.
—¡Ajá! —Haldemar fingió pensar por un momento, y se tiró del bigote—. ¿Qué incentivos ofrece el príncipe Chuch?
—La parte proporcional de todos los botines que se consigan en Glorm.
—Prometer es muy fácil. ¿Como sé que puedo confiar en tu amo?
—Sire, mi amo te envía también un tratado de amistad y cooperación que está ya firmado. Eso te proporciona una base legal para efectuar incursiones sobre Glorm. En el antiguo lenguaje de la Tierra se conoce como licencia para robar.
Vitello presentó el tratado, un rollo de pergamino atado con una cinta roja y precintado con varios sellos. Haldemar lo tomó cuidadosamente porque, bárbaro hasta la médula, consideraba todos los documentos escritos sobre papel como algo sagrado. Sin embargo, siguió dudando.
—¿Qué otro signo de su buena voluntad me envía el príncipe Chuch?
—Mi espacionave está llena de regalos para ti y tus nobles. Hay equipos Erector y Leggo, rompecabezas y adivinanzas, tebeos, una selección de los últimos discos de rock, cosméticos Avon para las damas, y muchas otras cosas.
—Eso es muy considerado por parte del príncipe —dijo Haldemar—. ¡Guardias! Ved que nadie toque todo eso hasta que yo haya efectuado una primera elección. Si un rey no puede elegir primero, ¿qué sentido tiene ser rey? Quizá debiera salir y asegurarme de que...
—Sire, el tratado —dijo Vitello.
—Discutiremos eso más tarde. Primero deseo echarle una mirada a lo que has traído, y luego celebraremos nuestra fiesta de hermandad.
Haldemar preparó un banquete tan exquisito como los limitados recursos de Vanir le permitían. Fueron instaladas largas mesas de madera, con bancos a ambos lados para la nobleza local. En una mesa más pequeña colocada sobre una plataforma se sentaron Haldemar y Vitello. El primer plato fue gachas de cebada aromatizadas con trozos de tocino. Luego vino un hron entero asado, una criatura parecida a un cerdo y que sabía a gamba. Estaba relleno con una mezcla de arenque salado y leek, y servido con una salsa amarronada. Luego vinieron bandejas de nabos hervidos y salteados y filetes de un pescado de piel azul a la vinagreta.
También hubo diversiones. Primero un arpista, luego dos gaiteros, después una exhibición de danza con hacha, luego un payaso cuyos chistes eran altamente obscenos, a juzgar por las irreprimibles carcajadas de los invitados, pero que eran pronunciados con un acento tal que Vitello los encontró incomprensibles. El postre fue compota de frutas locales aderezada con coñac de pino y miel silvestre de montaña. Vasos de asta llenos de cerveza de liquen eran traídos constantemente por sirvientas de opulentos senos, y al final el bardo del rey —un viejo alto y de blanca barba con un parche en un ojo— recitó una saga tradicional acompañándose con un dulcémele. Vitello no consiguió entender ni una palabra.
Al final, terminada la fiesta, los invitados de Haldemar se dedicaron a emborracharse concienzudamente y a perseguir a las sirvientas, y Haldemar se retiró con Vitello a una habitación en la parte de atrás del palacio de madera. Allí, los dos hombres se reclinaron en sendos colchones de evidente manufactura glormiana, y Haldemar dijo:
—Bien, Vitello, he estado meditando largamente, y la alianza propuesta con tu príncipe me complace grandemente.
—Me alegra oírte —dijo Vitello, tomando el tratado y desenrollándolo—. Si Tu Majestad quiere simplemente firmar aquí y aquí, y poner tu inicial aquí y aquí...
—No tan aprisa —dijo Haldemar— Antes de firmar un documento tan importante como éste, es costumbre que el invitado actúe para nosotros.
—Mi forma de cantar no es de lo más melodioso, pero si eso te complace...
—No me refiero a cantar. Me refiero a luchar.
—¿Como?
—Aquí en Vanir, es tradicional permitir que un invitado honorable muestre sus proezas. Tú eres un joven bien dotado. Creo que te las arreglarás bien en combate singular contra el Doon de Thorth.
—¿No podemos simplemente firmar el tratado y olvidar el resto del protocolo?
—Imposible. Para las ocasiones realmente importantes, los vanir necesitamos o una historia de amor o una historia de combate. De otro modo los bardos no pueden sacarle al asunto la suficiente poesía. Puede que te parezca absurdo, pero la gente lo espera así. Somos bárbaros, ya sabes.
—Comprendo el problema. Pero ¿no tienes por ahí alguna hija cuyo amor pueda conquistar?
—Desearía poder complacerte —dijo Haldemar—. Desgraciadamente, mi única hija, Hulga, fue raptada hace algún tiempo por Fufnir, el Demonio Enano. —Lamento oír eso. Háblame del Doon.
—Es uña criatura con cinco brazos y una agilidad y fuerza excepcionales, y un auténtico maestro con la espada. Pero no dejes que eso te preocupe. Jamás se ha enfrentado a un hombre como tú.
—Ni lo hará ahora, porque no voy a luchar.
—¿De veras?
—Sí, de veras.
—Dudo en llamarte cobarde, porque eres mi invitado. Pero debes admitir que tu postura no es heroica precisamente.
—No me importa. Mi papel en esta comedia es cómico.
Haldemar lo estudió durante unos instantes.
—Quizá podamos encontrar algo menos difícil. Podrías cruzar la puerta mágica al submundo y rescatar a Hulga.
—Eso también queda descartado. Olvida el asunto del peligro, Haldemar. Aprecio que quieras hacer las cosas con estilo, pero estás pensando sin amplitud de miras. Esto no es una de tus escenas de folklore local. Se trata de algo que tiene que ver con todos los planetas de nuestro sistema. ¡Te estoy ofreciendo la oportunidad de participar en el acontecimiento máximo de la civilización, de la historia universal! No es una oferta que se te haga cada día. Así que terminemos con ello, Rey, o déjame marchar en paz.
—Oh muy bien —dijo Haldemar—. Sólo intentaba complacer a mis súbditos antes de mandarlos a miles para que fueran asesinados sin ningún sentido en otros planetas alienígenas. ¿Puedes prestarme tu pluma?
Antes de que Haldemar pudiera firmar, hubo un resonar de trompetas y un repentino resplandor brillante en el aire. Dentro de él podía verse una figura.
—¡Hulga! —exclamó Haldemar.
La luz se desvaneció, dejando atrás a una opulenta y pecosa muchacha con un ancho y agradable rostro enmarcado por cortas trenzas rubias.
—¡Oh, papi! —exclamó Hulga, precipitándose en los brazos de Haldemar—. ¡Ha sido tanto tiempo! Y también he echado de menos a Risitas.
—¿A quién? —pregunto Vitello.
—Risitas es su lobo preferido —dijo Haldemar—. Es una curiosa historia...
—Ya se la contarás en algún otro momento, papi—dijo Hulga—. El Demonio Enano quiere hablar contigo.
Fufnir, el Demonio Enano, dio un paso adelante, saliendo de un pequeño espacio brillante. Estaba un poco demasiado gordo, su color era rojo amarronado, y tenía dos pequeños cuernos negros en su frente.
—¡Oh, Haldemar! —dijo el Demonio Enano formalmente—. He monitorizado tu conversación con Vitello, y él tiene razón, esto constituye una posibilidad para todos nosotros de salir del remanso en que nos hallamos y penetrar en la historia universal. Te devuelvo a Hulga con dos condiciones. La primera es que se case con Vitello, asegurándome así al menos una nota a pie de página en los anales de la historia. No es mucho, pero es un comienzo.
—Siempre ha odiado el hecho de ser conocido tan sólo a nivel local —aclaró Hulga.
—¿Cuál es la segunda condición? —preguntó Vitello.
—Que me lleves contigo —dijo Fufnir—. Nadie acude al submundo en estos días, y me siento realmente preparado para la acción.
—¿Qué dices, Vitello? —preguntó Haldemar—. ¿Te casarás con la chica? Vitello miró a Hulga. Una absoluta falta de expresión cruzó su rostro. Fue seguida por una expresión furtiva cuando dijo:
—¿Me pondrá eso en la línea de sucesión del reino de Vanir si Tu Excelencia sufre algún accidente definitivo?
—No, Vitello, sólo un hombre de nuestra propia raza puede gobernarnos. Pero el hijo que tengas de Hulga, si alguna vez tienes alguno, podrá ser rey.
—Así que yo podré ser el padre del futuro rey de Vanir... Bueno, no es lo que había planeado para mí.
—Pero es una buena posición —señaló Haldemar—. Trae consigo una pensión, y tendrás todo el tiempo que quieras para una segunda carrera.
—Eso es cierto —dijo Vitello—. Hulga, ¿qué dices tú?
—Me casaré contigo, Vitello, pero debes prometerme que me llevarás a un concierto de rock cuando alcancemos la civilización.
—¿Y qué hay de mí? —preguntó Fufnir.
—De acuerdo, puedes venir también —concedió Vitello.
La ceremonia se celebró aquella misma tarde.
Inmediatamente después, Vitello pidió inspeccionar la leva de Vanir. Sólo entonces reveló Haldemar una dificultad relativa a sus tropas.
Cuatrocientos treinta años antes, los vanir habían sido atacados por un pueblo aún más bárbaro que ellos. Los terribles monogoths habían surgido del Centro Galáctico en número incontable, con sus rechonchas espacionaves con alas de murciélago oscureciendo el cielo. Eran feroces guerreros de piel cobriza con lanzas de luz con punta de pedernal, mazas vibratorias y arcos electrónicos, y vestidos con mal curtidas pieles de pantera y oso. Aquella raza de corpulentos y bigotudos hombres cayó sobre los vanir como una avalancha.
Abrumados por el número, los ejércitos vanir retrocedieron, abandonando sus puertos marítimos y asentamientos y reuniéndose en el enorme bosque de Malezagrande. Muchos combates cuerpo a cuerpo tuvieron lugar bajo los profundamente umbríos árboles, y los monogoths fueron masacrados en gran número. Pero vinieron más y más de ellos, y pareció que sólo era un asunto de tiempo el que barrieran por completo a los vanir.
Harald Espaldaencorvada, sumo rey por aquel entonces, tuvo que enfrentarse no sólo a la pérdida de la guerra, sino quizá también a la aniquilación de la raza de los vanir. Decidió una estratagema desesperada. El núcleo de su ejército, la temible Brigada Aplasta—cráneos, estaba aún en su mayor parte intacta, aunque terriblemente apaleada. Aquellos cincuenta mil hombres, todos ellos furiosos asesinos, se enfrentaban a un ejército monogoth de aproximadamente un cuarto de millón de hombres. Espaldaencorvada decidió que era vital conservar sus tropas para el futuro de la raza vanir.
Tras disponer los fuegos, Harald Espaldaencorvada ordenó a las mujeres vanir que sacaran los grandes calderos de cobre y prepararan una fiesta. Hecho esto, apartó a los Aplasta—cráneos de la línea de defensa y los condujo hasta lo más profundo del bosque de Malezagrande.
Los monogoths los persiguieron con ardor, pero su camino los condujo a través del campamento vanir, y allí olieron el guiso de buey cociéndose deliciosamente en los calderos de cobre, y aspiraron el aroma de los montones de patatas caídas con crema de rábanos picantes y perejil. Aquello era demasiado para ellos, acostumbrados como estaban a una dieta exclusiva de perritos calientes fritos en manteca. Los monogoths lanzaron un único gran grito y se precipitaron hacia las viandas. Cuando sus sargentos consiguieron restaurar el orden, los vanir habían conseguido finalizar su retirada a las profundidades de Malezagrande.
Hogback condujo a sus tropas a una enorme caverna de piedra caliza oculta en los bosques detrás de un camuflaje de cedros. Ordenó a sus hombres que se tendieran y se pusieran cómodos. Entonces Harald entono unas palabras sobre ellos, utilizando sus últimos recursos de la vieja Magia, para conseguir que todas sus huestes cayeran dormidas. Una vez cumplido esto, Harald ordenó que la entrada fuera sellada. Y así los asesinos durmieron, y siguieron durmiendo, y seguían durmiendo en la actualidad.
Ésa fue la historia que Haldemar le contó a Vitello mientras se adentraban en el bosque de Malezagrande. Vitello pensó grandemente en ello, y preguntó qué había ocurrido en la guerra entre los monogoths y los vanir. Haldemar le dijo que aquellos superlativos guerreros, pese a su aparente indestructibilidad, eran propensos a las enfermedades de la civilización. Los monogoths fueron barridos por una epidemia de boca de cabra, y los vanir pronto repoblaron su propio planeta.
—¿Y la Brigada Aplasta—cráneos?
—Aún siguen durmiendo —dijo Haldemar—. Y ésas son las tropas que necesitamos.
El bosque estaba agitado por apagados y furtivos movimientos. La pálida luz del sol se filtraba por entre el enmarañado dosel de ramas. Vitello podía oír el penetrante grito del pájaro moviola, aquel tímido residente de las copas más altas de los árboles, con su quejumbroso grito de «Ida Lupino, Ida Lupino». Haldemar avanzaba junto a él, y varios miembros de su guardia les seguían detrás, muy cerca. Pronto llegaron a un claro en el bosque. De pie en el claro había un hombre alto vestido de verde bosque. Aquel hombre era Ole Piegordo, guardián de los durmientes.
—Están por este lado —dijo Piegordo, echando hacia atrás el mechón de pelo castañorrojizo que cubría sus resplandecientes ojos.
El original hogar de la brigada en la enorme caverna de piedra caliza había tenido que ser abandonado cuando Piegordo descubrió grietas en la pared de roca, creadas por el agua, que amenazaban con un derrumbe de la bóveda. Trasladarlos había sido difícil. No había compañías de mudanzas en el planeta Vanir. Piegordo había recurrido a Fufnir, el Demonio Enano, y su gente. Los enanos habían conseguido trasladar a los durmientes soldados hasta el suelo del bosque sin contratiempos, excepto para Edgar Matadorazul, que cayó accidentalmente por un acantilado.
Piegordo había enviado una petición a Hjrod Narizchata, el maestro constructor, pidiéndole que construyera albergues de madera rodeados de cercas protectoras de alta energía. Narizchata aceptó hacer el trabajo, pero resultó muerto mientras robaba en una taberna en Snaak, que algunos llaman Sniick. Su hijo. Bijohn Aplastatodo, el maestro constructor ayudante, había ido al sur con un propósito no especificado y no había vuelto. Y así Piegordo tuvo que dejar a sus guerreros durmiendo en el arcilloso suelo del bosque. Para protegerlos de las ratas del bosque, Piegordo utilizó un grupo de terriers entrenados. Dos toques del silbato de plata que colgaba de su cuello junto con un curioso objeto de barro de extraño diseño ponía a trabajar a los perros; otro toque de silbato, e iban a la zona de descanso para dormir un poco. Tres toques de silbato más atraían a un enjambre de gusanos chi—chi, que se esparcían por toda la zona y devoraban los excrementos depositados por los perros. Y así se mantenía el equilibrio y todo permanecía limpio e higiénico.
Cuando terminaba el trabajo de cada día, a Piegordo le gustaba cantar cancioncillas..., porque ése es el talante de los vanir. Una de sus favoritas decía así, más o menos:
Me gustan las mujeres con grandes tetas.
Mi nombre es Piegordo.
Mato gente.
Me gustan las mujeres con grandes tetas.
Me duelen los dientes.
Mi nombre es Piegordo. A fin de que los vanir pudieran ser útiles en una batalla, primero tenían que ser despertados de su largo sueño. Había una palabra mágica que se suponía que podía conseguirlo, una palabra de gran antigüedad, transmitida de jefe bardo a jefe bardo, y que no puede repetirse aquí puesto que, incluso debilitada por la mala pronunciación, podría reventar el tubo de un televisor a diez metros.
El jefe bardo avanzó y entonó la palabra, pero no obtuvo resultado. No hubo ni siquiera un estremecimiento entre los durmientes guerreros.
El rey Haldemar estaba desesperado ante aquel giro de los acontecimientos. Pidió su cuerno de beber, preparatorio para coger una monumental borrachera. Pero Vitello le suplicó que aguardara, y se inclinó e inspeccionó a varias de las figuras durmientes.
Alzándose de nuevo, dijo:
—Haldemar, no todo está perdido.
—¿Cómo que no? —dijo Haldemar—. Éstas eran las tropas que pensaba enviar para dominar a Dramocles.
—Y así será —dijo Vitello—. Es un simple defecto insignificante el que mantiene a estos hombres sojuzgados por el sueño. Observa, oh, rey, cómo sus orejas, debido a su largo contacto con el suelo del bosque, están completamente obturadas con musgo, pequeños guijarros, ramitas, agujas de pino, y cosas así. Por eso no pueden oír la orden de despertar.
—Vaya, así que es eso —dijo Haldemar, inclinándose para inspeccionar—. Hay que arreglarlo inmediatamente. Traeremos toallitas, aunque supongo que cucharas soperas también servirían, y entonces liberaremos el paso.
—Yo no lo aconsejaría —dijo Vitello—. La aplicación por la fuerza de esos rudos instrumentos podría dar como resultado un daño a sus oídos internos, quizá al propio cerebro. Lo que necesitas es un buen limpiador sónico.
—No tenemos ninguno.
—Puedo arreglar las cosas de modo que puedas alquilar algunos, y a un precio insignificante si tienes en cuenta el costo de reemplazo de un buen guerrero capaz de asesinar sobre la marcha.
***
Los limpiadores sónicos y otro equipo auxiliar fueron enviados desde Hoover XII, un cercano planeta dedicado a las artes de la limpieza, y a los asesinos se les extrajeron varias capas de lodo endurecido, ramitas secas, rico abono orgánico negro, y pequeñas plantas en plena floración. Múltiples fumigaciones eliminaron todo rastro de huevos del escarabajo de la patata y otros parásitos propios del campo. De modo que no hubo ningún fracaso cuando la palabra mágica fue pronunciada de nuevo. Hilera tras hilera, los mortíferos guerreros de los tiempos antiguos abrieron parpadeantes los ojos, se rascaron el revuelto pelo, miraron a su alrededor maravillados, y se dijeron los unos a los otros:
—Vaya, ha sido una larga siesta, ¿eh?
El conde John, soberano de Crimsole, poseía una corte que había sido diseñada totalmente en tonalidades rojas. El conde John era en realidad un rey, exactamente igual que su hermano Dramocles. Pero John había pedido a todo el mundo que lo llamaran el Conde de la Corte de Crimson, debido a que Irving J. Bedizened, su hombre de relaciones públicas, le había vendido la idea de que el título era una forma segura de generar interés hacia él. En aquel momento, John lo había considerado una muy buena idea, y le había encantado recibir cartas dirigidas al Conde de la Corte de Crimson. Ahora todo el asunto le aburría, nadie se mostraba interesado, ni siquiera divertido, y Bedizened estaba siempre reunido cuando John le llamaba.
Tan pronto como regresó de Glorm, John se enteró de que su esposa, Anne, estaba inspeccionando las instalaciones militares en Whey, una de las cinco lunas de Crimsole. Decidió que no había tiempo que perder. Llamando a sus comandantes, John delineó rápidamente la situación. Dramocles debía ser detenido, y el amistoso Lekk protegido. Sus comandantes se mostraron completamente de acuerdo con él.
John actuó sin vacilar. Ordeno a su mejor táctico, el coronel Dirkenfast, que tomara treinta mil tropas robot reconvertidas y acudiera a ayudar inmediatamente a los ciudadanos de Lekk, sometidos a una intensa presion. Dirkenfast activó sus tropas, las metió en transportes, y partió. Aquellas tropas hablan sido trabajadores agrícolas en el delta del Null antes de su reconversión en la Factoría de Soldados de Antígona. Bajos y robustos, con equipo de rastrillar y aventar incorporado que podía causar grandes daños a corta distancia, los robots del delta del Null eran buenos luchadores, pese a su costumbre de recoger vegetales allí donde los encontraran y convertirlos en zumo V—8 de congelado rápido.
Dirkenfast asentó sus tropas cerca de la entrada sur del Paso del Rostro Avinagrado, ocultándolas bajo una densa cortina de álamos y alerces que se había traído consigo para esa finalidad. Sin aguardar siquiera a volver a llenar sus depósitos de combustible, Dirkenfast envió a sus patrullas hacia el norte y noroeste, avanzando por la Llanura del Vidrio hacia los pedregales de Rivington, donde estaba localizada la base de suministros de Rux. Los robots del delta del Null cruzaron las líneas de vigilancia de Rux sin ser detectados, y no encontraron resistencia hasta que hubieron alcanzado las pequeñas colinas al sudoeste de las cascadas Ubbermann. Dominaron varios puestos de guardia, y Dirkenfast siguió adelante rápidamente con su fuerza principal. La sorpresa fue tan completa que la posición de Rux fue conquistada pese a su imponente fuerza defensiva, alojada detrás de la única duna de arena de Lekk. Lleva tiempo programar a los Mark IV de modo defensivo, y tiempo era precisamente lo que Rux no tenía.
Entonces se produjo uno de esos extraños incidentes causados por la confusión y la inseguridad de la batalla. Justo en el momento en que el grueso de las tropas de Dirkenfast alcanzaba la posición de ataque, se produjo un brillante estallido de luz en el cielo y un sordo ruido retumbante que pareció llegar de un punto a varios centenares de metros del frente, cerca del macizo de granito del glaciar de Kronstadt. Era un terreno difícil, perfecto para una emboscada, y por consiguiente Dirkenfast envió al jefe de pelotón DBX23 a inspeccionar la posición.
El robot cruzó un puente bajo, pasó un bosquecillo de cedros rojos y, en una pequeña depresión, descubrió a una mujer joven sentada en un sillón leyendo un libro. Era rubia y tenía ojos verdes. («Podría ser considerada atractiva —dijo DBX23 más tarde, cuando fue interrogado al respecto—, si es que a uno le gustan los estándares de los seres humanos.»)
—¿Oíste ese sonido retumbante? —preguntó DBX23 a la mujer.
—Creo que fue un trueno —dijo la mujer.
—¿Y el estallido de luz?
—No vi eso.
—Hubo uno, ¿sabes?
—Debió de ser un relámpago.
—Sí, supongo que sí —aprobó DBX23, y regresó a su pelotón.
Su informe fue estudiado y discutido durante más de una hora, hasta que un ciberpatólogo lo reconoció como una alucinación mecánica. Otra patrulla no encontró el menor rastro de la mujer. Dirkenfast ordenó a sus robots que atacaran. Pero el retraso había dado a Rux la posibilidad de reprogramar sus Mark IV y hacer que se les enfrentaran. Detuvieron el asalto de Dirkenfast, y así la oportunidad de una rápida victoria se perdió para Crimsole. De todos modos, fue una inesperada derrota para las fuerzas de Dramocles, y los robots de Rux permanecieron en precaria situación.
***
John se sintió complacido cuando recibió el informe. Pensó que había conseguido un buen comienzo. Orgulloso, le dijo a Anne lo que había hecho tan pronto como ella regresó. Para su sorpresa, ella se mostró irritada.
—¿Enviaste tropas a una batalla contra Dramocles? ¿Sin siquiera consultarme primero? John, eres un idiota.
—Pero era la única respuesta posible a la situación.
—¿Qué situación? ¿Te ha atacado Dramocles, o ha tomado algo que te pertenezca?
—No. Pero Aardvark y Lekk...
—... no tienen nada que ver contigo.
—Querida, me sorprendes. Son nuestros amigos, nuestros aliados. Dramocles ha roto la paz, sus incursiones son insufribles, constituye una amenaza al bien común. Mis acciones fueron absolutamente correctas.
—No estoy hablando de correcto e incorrecto —dijo Anne—. Estoy hablando de negocios. ¿Qué te hace pensar que podemos permitirnos una guerra?
John se sintió momentáneamente desconcertado. En aquel momento le desagradaba Anne más incluso de lo habitual. Cuando se casaron, había dado la bienvenida a su dote de una fértil luna y un millón de nueces de hex de oro. Su candor había sido refrescante entonces. Ahora, con las nueces de hex gastadas y la luna reducida a un páramo árido a causa de la inepta administración de sus camaradas, Anne ya no parecía una operación tan buena como lo había parecido al principio. Era una mujer rubia platino, alta, delgada, con nariz de halcón y mas redaños que una manada de toros elefante.
—La guerra no tiene nada que ver con lo que tú puedas o no permitirte —se defendió John—. La guerra es un fenómeno natural. Simplemente ocurre.
—En ese caso —objetó Anne—, ha ocurrido porque tú enviaste tus tropas a Lekk. ¿Eso es lo que tú llamas un fenómeno natural? John, no podemos permitírnoslo. ¿Debo recordarte el desastroso año que hemos tenido? Primero la hambruna en Blore, y luego las inundaciones en el Stuntx inferior.
—Terrible, por supuesto, pero la Compañía de Seguros Reales de Crimsole ha pagado por todos los daños.
—Sí. Pero puesto que nosotros somos los propietarios de la compañía, las pérdidas siguen siendo nuestras.
—Aunque haya pérdidas, las amortizaremos, no te preocupes. Además, treinta mil robots en Lekk no pueden costar tanto.
—Haz lo que quieras. Pero recuerda esta conversación cuando vayamos a la bancarrota.
—Seguro que estás exagerando. ¿Cómo puede ir a la bancarrota un planeta?
—Un rey puede ir a la bancarrota cuando se le acaba el dinero y no puede conseguir más, como está a punto de ocurrirte a ti.
John pensó en aquello.
—Quizá será mejor que aumentemos los impuestos —apuntó.
—La gente se encuentra en estos momentos al borde de la rebelión —dijo Anne—. Otro incremento, y empezarán a levantar barricadas.
—Aplastaremos su revuelta con nuestras tropas robot.
—Por supuesto. Pero perderemos aún más ingresos así.
—¿Cómo explicas eso?
—Perderemos el dinero que nuestros súbditos no nos pagarán mientras estén en rebelión, y perderemos también el dinero que costará sofocar esa rebelión.
—Bueno..., entonces imprimiremos más dinero.
Anne le recordó, no por primera vez, cómo civilizaciones enteras se habían colapsado una vez que su moneda se hubo deteriorado lo suficiente. John no comprendía aquello —puesto que aquél era su planeta, parecía enteramente lógico que pudiera disponer en él de todo el dinero que le apeteciera—, pero lo aceptó de mala gana.
—No me importa lo que cueste—dijo finalmente—. Tenía que hacer algo respecto a Dramocles, y no me importa si voy a la bancarrota por ello. Hay que tener en cuenta también mi amistad con Snint.
—¡Snint! ¡Ese marrullero!
John asintió, renuente. Desde que sus tropas habían aterrizado en Lekk, las tropas locales lekkianas habían desaparecido. Snint decía que estaban reagrupándose, pero parecía más bien como si estuvieran en los campos, cuidando de la cosecha de otoño. Snint había cometido incluso la temeridad de señalar que lo que su gente necesitaba realmente era dinero, a fin de que pudieran comprar ejércitos robot propios. Si John prefería enviar en vez de ello a sus propias tropas, tenía que estar preparado para dejar que lucharan.
—Snint no es ningún estúpido —dijo Anne—. Mis espías informan que siguen enviándole a Dramocles postales amistosas. Está preparándose para sacarle provecho al asunto, no importa cómo termine.
—Ya he oído suficiente. ¡No esperarás que llame de vuelta a nuestros soldados y me olvide del asunto!
—Nunca esperaría nada tan razonable de ti. Pero si eso va a convertirse en una guerra, debemos empezar a practicar economías.
—¿Qué quieres decir?
—No más trajes este año. No más espacionaves, no más cigarros terrestres...
—Oh, vamos. —... no más vacaciones, no más comidas en nuestros restaurantes de lujo.
El redondo rostro de John adoptó una expresión pensativa. Por primera vez empezaba a comprender lo que significaba realmente una guerra.
—Es una complicada situación —dijo—. Debo pensar en ella.
—Yo también pensaré en ella —dijo Anne.
John sabía lo que quería decir: iría a hablar del asunto con sus consejeros..., Yopi el peluquero, Maureen la institutriz de los niños, Sebastián el jardinero, y Gigi la doncella.
—Nos veremos en la cena —dijo Anne, volviéndose para marcharse.
—Sí, amor —dijo John, sacándole la lengua a sus espaldas mientras ella se alejaba.
—Y no hagas eso —le reprendió ella, a medio camino del corredor.
Pasaron unos cuantos días antes de que Dramocles reaccionara a la intervención armada de John en Lekk, pero cuando lo hizo, su respuesta fue rápida y algo más que un poco cruel. Con típica astucia, golpeó directamente a algo muy querido para los corazones de John y Anne. Se celebraba la anual Cena Interplanetaria de Caridad, ofrecida por la Glorm Broadcasting Company, la GBC, en el planetoide restaurante Uffizi, y en la cual eran concedidos los premios al Mejor Rey del Año, a la Mejor Reina, etc. Era el acontecimiento social más importante en aquella parte de la galaxia. Utilizando toda su influencia, y considerables sobornos, Dramocles consiguió que John y Anne fueran expulsados como miembros y eliminados de la celebración. La razón aducida fue Agresión Contra un Colega Potentado. John se sintió ultrajado, pero no había nada que pudiera hacer al respecto.
Y aquél no fue el final de sus problemas. Hasta entonces, la Glorm Broadcasting Company había mostrado una suave simpatía hacia Crimsole. Pero coincidiendo con aquello se produjo un repentino cambio en los puestos directivos de la corporación, lo cual trajo consigo un cambio de política. El nuevo directorio de la GBC decidió que la incursión de John a Lekk era algo moralmente reprensible. John se encontró en la posición de tener que seguir adelante con una costosa guerra, sin obtener nada de ella excepto una mala publicidad. Se quejó de ello a Irving Bedizened.
***
Bedizened aceptó reunirse con él y discutir el asunto en el Club Sortilegio, en el centro de Crimsole. Había un salón para cócteles débilmente iluminado, y amueblado con un estilo que hubiera hecho que Humphrey Bogart se sintiera allí como en su casa. Guy Fawkes y sus Truhanes del Ritmo ocupaban la tarima de la orquesta tocando jazz lento con multitud de arpegios saxofónicos. Bedizened se hallaba ya allí, sentado en un reservado tapizado con similcuero y agitando un combinado de whisky escocés. Era un hombre bajito, delgado y de afilada nariz, que llevaba unos pantalones color crema, una camisa hawaiana, una cadena de oro al cuello, y guaraches. Le gustaba que la gente le llamara Joe Hollywood, pero sólo sus empleados lo hacían.
John ordenó un daiquiri helado y fue directamente al asunto.
—¿Por qué están atacándome a mí en la GBC? Fue Dramocles quien empezó todo esto tomando Aardvark.
—Eso es diferente —dijo Bedizened—. Dramocles estaba siguiendo su destino, y eso era algo noble aunque estuviera mal guiado. En cambio, tú has actuado únicamente por resentimiento y pura envidia. Eso es al menos lo que piensan los directivos de la GBC.
—No están siendo justos.
—Vendrán cosas peores. ¿Estás preparado para ello? La cadena va a cancelar tu show.
El show televisivo de John, Comentarios desde la Corte de Crimsole, tenía una modesta pero sólida audiencia a lo largo de todos los Planetas Locales. Llevaba cinco años en antena, e incluso se había hablado de pasarlo la temporada siguiente a la Cadena Galáctica. —¡Prejuicios! —declaró John.
Bedizened meneó la cabeza.
—El negocio del espectáculo. Necesitan tu tiempo para un nuevo programa.
—¿Qué programa?
— La agonía de Lekk, un documental en veinte episodios.
John casi se ahogó con su bebida.
—Maldita sea, voy a terminar rápidamente con esto. La agonía de Lekk va a acabar ahora mismo porque voy a enviar a todas mis tropas a la vez, no importa lo que piense todo el mundo.
Bedizened frunció el ceño y arrugó la nariz.
—Yo no actuaría tan precipitadamente, si fuera tú.
—¿Por qué no? Pensé que todo el mundo se alegraría de que la cosa terminara rápidamente.
—No es tan sencillo. Voy a decirte algo confidencial. Estuve hablando con mi amigo Sydney Skylark el otro día. El nuevo directorio lo ha contratado como director asociado de la cadena, así que por supuesto sabe todo lo que está pasando en la cima de la GBC. Sydney me dijo que tiene la clara impresión de que la GBC desea que esta guerra dure un poco más. Ha pasado mucho tiempo sin que hayan tenido una buena guerra que cubrir.
John le lanzó una burlona mirada.
—Entonces deberán cubrirla sin mí ni mis tropas. No esperarás que siga luchando en Lekk cuando todo lo que consigo con ello es robots estropeados, programas de televisión cancelados, discusiones con mi esposa, ostracismo general por parte de todo el mundo y mi nombre borrado de la lista de invitados de la Cena Interplanetaria de Caridad. Olvídalo, Irving, voy a terminar con esta guerra, aquí y ahora.
John se puso en pie.
—Siéntate —dijo Bedizened. John se sentó—. Terminar con la guerra no te llevará a ninguna parte. Como ya te he dicho, la GBC desea la guerra, y desea que continúe. Sydney me dijo que si cooperas, pensarán algo para ti. Nada sobre papel, por supuesto, pero conozco a Sydney Skylark de toda mi vida, y sé que se puede confiar en él.
—¿Cuál es el trato? preguntó John.
—No es un trato. Y no me cites a mí en esto. Pero Skylark dio a entender que si prosigues esta guerra durante un poco más de tiempo, ellos te devolverán el favor.
—¿Cómo?
—Rehabilitándote tan pronto como el interés del público sobre Lekk haya decrecido un poco
—¿Cómo me rehabilitaran?
—Prepararán un documental de televisión presentándote como un mal comprendido reformista social, débil pero adorable, un idealista encantador aunque poco práctico, una especie de William Blake sin talento.
—¡Pero todo esto fue culpa de Dramocles! ¿Por qué nadie le echa la culpa a él?
—Enfréntate a ello: Dramocles es un tipo que goza de muchas más simpatías que tú. No te preocupes; de todos modos, saldrás de esto con una buena imagen.
—¿Así que debo seguir adelante con la guerra en Lekk?
Bedizened terminó su bebida y encendió una delgada panatela. —Es una decisión enteramente tuya, por supuesto. Podrías incluso conseguir que te devolvieran tu show.
—Pensaré en todo ello. Incidentalmente, ¿quiénes son la nueva gente que se ha hecho cargo de la GBC?
—Es un grupo llamado Tlaloc, Inc.
—Nunca oí hablar de ellos —dijo John.
El castillo de Ultragnolle era el cuartel general para la conducción de la guerra lekkiana, y la Sala de Guerra, el corazón de las operaciones. Era una amplia habitación llena de consolas, bancos de diales y pantallas de televisión, y había hombres y mujeres uniformados sentados ante las consolas y pulsando botones. La luz era tenue, y se oía un suave zumbar de maquinaria; uno tenía realmente la impresión de que allí se estaban tratando y resolviendo asuntos serios. A Dramocles le encantaba aquella habitación.
El castillo estaba lleno de gente a todas horas del día y de la noche, apresurándose arriba y abajo por los corredores con asuntos oficiales bajo el brazo. Se habían abierto algunos nuevos restaurantes cerca de la Sala de Guerra, para ahorrar tiempo a la gente que conducía la lucha. Dramocles comía generalmente en el Snack Bar Palacio Helénico, y le gustaban en especial sus hamburguesas gigantes recién hechas, con chile, cebolla picada y queso fundido, el alimento de los héroes. Cuando llegó al Helénico esta vez, sin embargo, encontró que el lugar estaba cerrado por reformas.
¿Por qué necesitaría reformas un snack bar? El lugar parecía completamente correcto y en orden ayer. Dramocles consideró la posibilidad de quejarse o, mejor aún, ordenar a los propietarios que abrieran inmediatamente el lugar y al infierno con las reformas... ¿Acaso no sabían que había una guerra en curso? Pero no lo hizo, porque él mismo se enorgullecía de considerarse simplemente como uno más mientras durara el estado de emergencia.
—No soy más que uno de vosotros —le había dicho a su plana mayor ayer mismo—. Simplemente estoy haciendo un trabajo, como el resto de vosotros. Por supuesto, mi trabajo es hacer que el conjunto de todo esto funcione, pero ¿qué diferencia representa? Eso no me hace más importante que el resto de vosotros, aunque pueda parecer lo contrario. El hecho es, caballeros, que todos estamos luchando por nuestros hogares, por nuestra libertad, por Glorm.
Dramocles decidió comer en el Espadas y Estómago, una casa de comidas más bien pretenciosa, situada al final del pasillo. El E & E estaba atestado, como de costumbre. Era un largo salón en forma de U con candelabros y una gran barra de madera pulida. Había altos espejos en las paredes, y un ligero tono rojizo en la iluminación hacía que todo el mundo pareciera más saludable de lo que realmente estaba. Los camareros iban incesantemente arriba y abajo con sus bandejas. Todas las mesas estaban ocupadas.
—¿Cuánto voy a tener que esperar? preguntó Dramocles al jefe de camareros.
—Creo que en este mismo momento se está desocupando una mesa, Sire —dijo el jefe de camareros.
Hizo una disimulada seña con la barbilla. Cuatro fornidos camareros se apresuraron a desocupar una mesa.
—Lamentaría incomodarles —dijo Dramocles a los ocupantes de la mesa.
—¡En absoluto, Sire! Precisamente estábamos acabando el postre.
—Eso no puede ser cierto —dijo Dramocles—. Estaba comiendo usted sopa de cebolla. —Odio contradeciros, Sire, pero yo siempre termino mis comidas con sopa de cebolla. Jeff, aquí a mi lado, las termina normalmente con pâté maison. Es una costumbre que adquirimos en los restaurantes chinos.
Dramocles sabía que estaban diciendo aquello únicamente en beneficio suyo, y que no tenían por qué hacerlo, pero por supuesto sabía también que jamás podría convencerles de lo contrario. De modo que era mejor dejarlo. Se sentó, y ordenó una sopa de langosta y unas ostras.
La guerra en Lekk no iba bien. Dramocles había esperado una rápida victoria sobre la insignificante milicia de Snint. Entonces los robots de John, atacando inesperadamente, casi habían abrumado a sus tropas. Rux había conseguido estabilizar el frente, pero la moral era mala entre las fuerzas de Glorm. Los robots parecían verse afectados por algo parecido a la inseguridad.
Por otra parte, la gente de Glorm reaccionaba bien a la guerra. Max se había cuidado de ello. Su serie de artículos en los periódicos, «¿Por qué estamos luchando?», había puesto al descubierto las grandes conspiraciones que estaban siendo dirigidas contra Glorm. Max había contratado equipos de escritores para que elaboraran los diversos aspectos de la cuestión, y la GBC estaba presentando el material en horas de máxima audiencia cada noche. Los ciudadanos de Glorm lo estaban averiguando todo acerca de las diversas conspiraciones económicas, religiosas, raciales, y simplemente malintencionadas que bullían a su alrededor.
Ese tipo de pensamiento encontraba una amplia y bien dispuesta audiencia. Una porción sustancial de la población de Glorm había creído siempre que eran víctimas de una enorme conspiración interestelar. Otra amplia porción de los habitantes de Glorm eran miembros de esta conspiración, o se les hacía creer que lo eran. El pensamiento paranoico era algo congénito en el carácter de Glorm..., típicamente un abierto, alardeante y bienintencionado exterior combinado con un perseguido, dubitativo y obsesionado interior. Nadie en Glorm encontraba difícil creer en la teoría de Max acerca de la conspiración interestelar. La mayor parte de la gente decía: «¡Siempre lo supe!». Y todos los glormianos reafirmaban su determinación de preservar el estilo de vida de Glorm a cualquier precio, excepto aquellos que planeaban secretamente destruirlo.
Max se reunió con Dramocles para el café. Estaba ansioso por discutir sus últimos hallazgos con el rey. Dramocles empezaba a preocuparse un poco por Max. Parecía haber sido atrapado por sus propias teorías.
—El vil complot empieza a aclararse al fin —dijo Max—. Finalmente estoy reuniendo la evidencia que necesito. Tengo pruebas de incursiones psíquicas alienígenas y posesiones espirituales, tanto como de subversión directa.
Dramocles asintió y encendió un cigarrillo.
—Todo está documentado —prosiguió Max—. Los papeles de los agentes secretos. Su programa de provocación, intimidación y asesinato. El misterioso asunto del doctor Vinicki. Las desastrosas influencias de la Tierra..., los Carbonarios, los Iluminados, los Maestros Tibetanos...y ahora la más poderosa de todas, Tlaloc.
—Es la primera vez que oigo ese nombre —dijo Dramocles.
—Lo oiréis más veces. Tlaloc es nuestro auténtico enemigo. El y sus agentes planean destruir la mayor parte de nuestra población, de tal modo que puedan controlar Glorm y hacer que todos los supervivientes se dediquen a prácticas asquerosamente sexuales y a adorar al demonio. El propio Tlaloc es algo más que un nombre; es un mago de supremos poderes.
—Ajá —aprobó Dramocles—. Correcto.
—Tlaloc ha estado aguardando durante mucho tiempo, durante siglos, orbitando nuestro planeta en su espacionave invisible, aguardando a que nuestra tecnología alcanzara el punto a partir del cual valiera la pena dominarnos. Ha decidido que ahora es el momento, y esta guerra es el principio del fin, la guerra definitiva.
—De acuerdo, Max —dijo Dramocles—. Es un poco rebuscado, pero creo que suena bien.
Max pareció desconcertado.
—¿Perdón, Sire? Cada palabra que os estoy diciendo es cierta.
—.Max, tanto tú como yo sabemos la forma en que empezó esta guerra. Yo la empecé. ¿Recuerdas?
Max consiguió esbozar una cansada sonrisa de suficiencia.
—Mi querido Señor, la cosa es mucho mas complicada que eso. Vos fuisteis influido para empezar esta guerra. Por Tlaloc. Puedo mostraron las pruebas.
Dramocles decidió que aquél no era el momento de ponerse a malas con Max.
—De acuerdo, Max, hablaremos de ello más tarde. Estás haciendo un magnífico trabajo. Debes continuar manteniendo a nuestro pueblo informado y unido contra el enemigo común.
—Oh, así lo haré, Sire. Los agentes de Tlaloc están por todas partes, infiltrándose, subvirtiendo. Pero tengo a un grupo leal de hombres trabajando conmigo. Borraremos del mapa a ese demonio.
—Eso está muy bien, Max. Sal y bórralo.
Max se cuadró ante él entrechocando los tacones. Apretó su mano izquierda contra su corazón. Con la mano derecha se sujetó el cinturón.
—¡Hail Dramocles! gritó, y se fue.
Encabezada por el grupo de elite de Max, la población de Glorm se lanzó a la cruzada anti—Tlaloc con gran entusiasmo. Fue editado un texto universitario estándar: Tlalocismo, la filosofía de la degradación. Las escuelas superiores utilizaban Una historia del Tlaloc, y las escuelas primarias enseñaban Historia del Tlaloc para niños. A nivel de guarderías, El libro ilustrado del malvado Tlaloc era un precioso álbum para colorear. El mayor best—seller del año fue Mis cinco años con Tlaloc, y la película Tlaloc..., ¡mi padre, mi esposo! batió todos los récords de taquilla.
Dramocles no sabía qué hacer con todo aquello. La dedicación de Max mantenía al pueblo de Glorm feliz y ocupado. A los habitantes de Glorm les gustaba la conspiración, y eso los hacía fáciles de gobernar.
No se sintió feliz cuando empezaron las detenciones, pero comprendió que eran necesarias. No puedes tener una conspiración sin detener a algunos de los conspiradores. Si no hay detenciones la gente pensará que no eres serio. Le dijo a Max que se ocupara de que los agentes de Tlaloc recibieran sentencias que no se prolongaran más allá de la duración de la guerra, y se asegurara de que no eran maltratados. Pensó que después de eso ya no tendría que pensar más acerca del tlalocismo. Entonces se produjo el incidente en Oenome Village.
Oenome Village era un pueblecito situado en la distante provincia de Surnigar, una dentada península en las regiones polares del norte de Glorm. Estaba aproximadamente a unos siete mil herdules de Ultragnolle, y parte de esta distancia cruzaba la cuenca divisoria de Fearinger, que partía la península en dos partes desiguales antes de doblar bruscamente hacia el oeste y hundirse en la gran cordillera sardekkiana. El pueblecito, con su pequeño puerto de Fusmule, era un lugar tranquilo. Los botes de pesca, pintados con colores chillones, salían a la mar cada mañana, regresando al ocaso con su carga de langostas araña, nerds, cangrejos de salsa, oligotes, nemsers, y a veces la más codiciada presa de todos, los elusivos glibbins.
Oenome era importante debido a la cercana estación de control de espacionaves en la Punta Nefrarer. Era una de las más importantes estaciones de seguimiento para el tráfico interplanetario e interestelar. Desde allí los informes de seguimiento iban a la estación de computaciones de Lisi Surrengar, y a la base de misiles a doscientos svelti más abajo, en la costa de la Cabeza Numinor. El control de la Estación de la Punta Nefrarer era necesario para poder seguir el desarrollo de cualquier guerra extraplanetaria. De ahí el shock que sufrió Dramocles cuando leyó el siguiente artículo en la primera página de La Gaceta de Glorm:
¡IMPRESIONANTE INCIDENTE EN OENOME VILLAGE!
Cuestionada la lealtad de algunos oficiales
¿A quién deben obedecer los oficiales de Glorm en una crisis..., a sus superiores, o a Tlaloc, la misteriosa entidad a la que se dice han jurado lealtad un número cada vez mayor de personas? Recientes acontecimientos han puesto sobre el tapete esta cuestión.
En Oenome Village, Jakkiter Durr fue puesto bajo custodia hoy tras despertar las sospechas locales al ofrecer una serie de tés literarios en pro de la causa liberal.
Los alguaciles de la ciudad registraron la casa de Durr y encontraron grandes cantidades de literatura tlalócica oculta en el doble fondo de una mesa de billar. Un examen de los papeles personales de Durr reveló cierto número de votos de fidelidad a Tlaloc firmados por una serie de habitantes del lugar. Algunos de los votos de fidelidad correspondían a oficiales de la cercana estación de seguimiento. Durr se hallaba también en posesión de un organigrama secreto de las diversas funciones de la estación.
Interrogados, los oficiales implicados admitieron su culpabilidad, pero proclamaron que habían sido «hipnotizados por una presencia alienígena» y forzados contra su voluntad a asistir a «inenarrables orgías en un lugar particularmente onírico, que tanto podía ser calificado de real como de irreal».
Durr efectuó varias revelaciones sensacionales a los alguaciles que lo habían arrestado. Admitió que era efectivamente un agente de Tlaloc. Afirmó que Tlaloc había acudido a él en una serie de lúcidos sueños, prometiéndole una «inconmensurable recompensa» por su cooperación. Durr añadió: «No tengo la menor duda de que se acercan tiempos de grandes tribulaciones. Tlaloc y sus seguidores se manifestarán muy pronto. La gran elección gravitará sobre todos nosotros, y ay de aquel que elija mal, porque encontrará la muerte, mientras que Tlaloc es la vida eterna».
Durr ha quedado detenido para posterior interrogatorio, y las acusaciones propias del caso le serán formuladas dentro de este mismo mes.
Tras leer aquello, Dramocles se sumió en la más profunda de las maravillas, y cayó en un talante de dolorosa perplejidad. ¿Era posible que hubiera algo tras la teoría de la conspiración de Max, después de todo? ¿Existía realmente Tlaloc? Dramocles no deseaba creer en ello. La vida ya era lo bastante difícil sin Tlaloc. Decidió pensar en todo aquello más tarde, cuando tuviera tiempo.
Durante la misión de Vitello en Vanir, Chuch permaneció encerrado en el Palacio Púrpura, que su tío había puesto a su disposición. El lugar era famoso en la historia de Crimsole. Allí era donde los condes de Cromstitch habían reunido a las dispersas fuerzas de Elginweath y sus Libertarios Desarraigados, iniciando así el movimiento social conocido como stitivismo. Fue en el Palacio Púrpura, o para ser más precisos en los convencionales jardines de su lado oeste, donde fue firmado el Tratado de Horging, estableciendo así un permanente abismo lingüístico entre los que hablaban roemit y los que hablaban el antiguo tanth, y reduciendo a la impotencia las pretensiones de Clarence, duque de Hraughtly. Era un lugar de hermosa apariencia, con sus minaretes en forma de cebolla y sus puntiagudas torres, todo rodeado por enormes murallas almenadas. La vista desde las almenas superiores del río Dys y las colinas de las primeras estribaciones de las Crossets era inigualable.
Chuch estaba divirtiéndose un rato en la cámara de torturas del sótano cuando los altavoces cobraron vida.
—Hay un visitante en la puerta —anunciaron.
El príncipe se distrajo un momento del intenso estudio del desnudo cuerpo de la joven atada al potro.
—¿Quién demonios puede ser? —murmuró.
—Apuesto a que es Vitello —dijo la desnuda joven.
—Es Vitello —confirmó el altavoz.
—Dejadlo entrar —dijo Chuch—. En cuanto a ti —añadió, dirigiéndose a la joven—, parece que no te estás tomando esto tan en serio como deberías. Estás indefensa y en mi poder, y voy a torturarte dolorosamente, tan seguro como que el rocío cubre los cerezales en las frías mañanas de octubre.
—Oh, lo sé, Vuestra Señoría —repuso ella—. Y al principio me sentí terriblemente mal al respecto, cuando el conde John, que me regaló a vos, me explicó que iba a ser afrentosamente utilizada para satisfacer los brutales y sádicos deseos de mi Señor Chuch. Era la primera vez que me veía en tal situación, de modo que no sabía exactamente cómo reaccionar, ya me entendéis. Pero he estado pensando, tendida aquí en este potro, que realmente es algo romántico el conocernos vos y yo en estas circunstancias. Y por supuesto, vuestro intenso interés en mí es de lo más halagador. Por cierto, mi nombre es Doris.
—Mujer —dijo Chuch—, tus suposiciones son fantásticas e insostenibles. No existe ninguna relación entre nosotros. Para mí, tú no eres más que una masa de carne, una nulidad sensible con piernas, algo para usar y luego arrojar a un lado.
—Realmente, me excitáis cuando decís esas cosas.
—¡Se supone que no debe ser así! —exclamó Chuch. Luego, más calmado, añadió—: De hecho, preferiría que no hablarais en absoluto. ¿No podéis limitaros a gemir?
Doris gimió obsequiosamente.
—No, no, pareces una vaca mugiendo —dijo Chuch—. Se supone que tienes que sentir dolor. —Lo comprendo. Pero, Sire, aún no habéis empezado a administrarme ningún dolor. Pese a hallarme sujeta a este potro, desnuda, brazos y piernas tensos, con todos mis orificios abiertos a vuestra ansiosa inspección...
—Por favor —dijo Chuch, retrocediendo unos pasos.
—Estaba diciendo que ni siquiera este potro, al que estoy lascivamente atada, me sujeta con la suficiente tensión como para proporcionarme algún dolor, aunque por supuesto estoy fingiendo tan bien como me es posible. Hay algo divertido en el dolor...
—No hay nada divertido en el dolor —la atajó Chuch—. Duele.
—Lo sé. Pero resulta excitante también. ¿Cuándo empezaremos con la violencia?
—¡Cuándo empezaré yo! rugió Chuch—. ¡Ésa es la cuestión! Te lo advierto, éste es mi show, y tú...
—Sí, sí —dijo Doris, gimiendo o fantaseando—. ¿Sabéis?, sois realmente encantador. Hay algo infantil en vos. Y me gusta la forma en que entornáis los ojos cuando os irritáis.
Chuch cruzó la cámara de torturas y encendió un cigarrillo con dedos temblorosos. Aquella maldita mujer lo había estropeado todo. ¿Por qué no actuaba de la forma en que se suponía que debía hacerlo?
En aquel momento la puerta se abrió y Vitello entró en la sala. Llevaba un sombrero de caza de fieltro con una garra de buitre sujeta gallardamente a la cinta. Su chaquetilla era de un color azul petirrojo, y combinaba perfectamente con su cinto para la espada, muy suelto, de un rosa ahumado. Unas botas naranja de curvada puntera, completamente distintas en estilo al resto de su atuendo, completaban el conjunto. Hulga y Fufnir iban con él.
—¡Hola a todos! —exclamó Vitello.
—Ahórrate los saludos —dijo Chuch—. ¿Qué noticias traes?
—Bien, mi Señor, las estrellas se mueven regularmente en sus órbitas, y en cuanto a los pequeños mundos de los hombres, las estaciones avanzan, de la primavera al verano, del verano al otoño.
—Realmente, Vitello, no creo que éste sea el momento más adecuado para regalar mis oídos con parrafadas rapsódicas.
Vitello sonrió para sí mismo, porque sabía que ahora era completamente indispensable para el príncipe Chuch, quien no tenía a nadie más a su alrededor con quien pudiera discutir la situación.
—No estés tan seguro de ti mismo —dijo Chuch, leyendo los pensamientos de Vitello—. Este lugar está lleno de servidores que atenderían día y noche a mis más suaves susurros si yo lo deseara.
—Sin embargo, eso no sería satisfactorio, Sire —dijo Vitello—. Algo así no adelantaría mucho las cosas, y estoy seguro de que dejaría en vuestra boca el amargo sabor de sentirse expuesto.
—Podríais hablar conmigo —intervino Doris, anhelante.
—Vayamos al asunto —apremió Chuch— Vitello, ¿puedes olvidar tus bufonescas tonterías el tiempo suficiente como para comunicarme las noticias que tengas?
—Sí, Sire, y las noticias son buenas. He tenido éxito en mi negociación de un tratado con Haldemar. Él es vuestro aliado ahora, Sire, y está preparado para unirse a vos en vuestro ataque contra Glorm. —¡Oh, ésas sí que son buenas noticias! —exclamó Chuch— ¡Por fin las cosas van por donde yo quiero! ¡Un brindis! ¡Debemos celebrar un brindis!
Encontraron licor, y Doris fue desatada a fin de que pudiera unírseles. Encontraron también un albornoz para ella, porque tal como iba llamaba demasiado la atención.
Varios brindis más tarde, el conde John entró en tromba en la estancia.
—¡Haldemar está aquí! —gritó.
—Así es como debe ser —dijo Chuch—. Es nuestro aliado, tío.
—Pero esos hombres que lo acompañan...
—Su escolta, sin duda.
—Son al menos cincuenta mil —dijo John—. ¡Han aterrizado en mi planeta sin ningún permiso!
Chuch se volvió hacia Vitello.
—¿Les dijiste tú a esos bárbaros que podían aterrizar con sus tropas aquí?
—¡Por supuesto que no! Estuve contra ello desde un principio. Pero ¿qué podía hacer? Haldemar insistió en acompañarme a Crimsole con su flota. Puesto que son nuestros aliados, no pude impedirles que aterrizaran. Lo único que conseguí fue alejarlos de la capital sugiriéndoles que podían probar el Parque de Diversiones de la cercana Ciudad de Vacaciones. Ya sabéis cómo son los bárbaros.
—Pero yo no los quiero aquí —dijo John—. ¿No podemos limitarnos a darles las gracias, ofrecerles una buena comida y enviarlos de vuelta a casa hasta que los necesitemos?
En aquel momento entró Anne, con el rostro ceniciento.
—¡Están dispersándose por todo el país, emborrachándose y diciéndoles cosas a las mujeres! Los he apaciguado temporalmente ofreciéndoles todos los viajes gratis que quisieran en las montañas rusas, pero no sé durante cuánto tiempo los contendrá eso.
—Tío —dijo Chuch—, sólo hay una forma de sacarlos del planeta. Debes preparar tus naves para atacar Glorm. Haldemar las seguirá.
—No —dijo Anne— no podemos permitirnos siquiera seguir luchando en Lekk, así que mucho menos en Glorm.
—Tomar Glorm os hará muy ricos —dijo Chuch.
—Eso no es cierto —le dijo Anne—. La mayor parte de los beneficios irán a parar al impuesto adicional de conquista. Haldemar puede incluso querer conservar Glorm para sí. Francamente, no creo que ninguno de nosotros desee a Haldemar por vecino.
Discutieron, y Doris sirvió té y fue a buscar cigarrillos y bocadillos. A la caída de la noche, las tropas de Haldemar estaban saqueando los arrabales de la Ciudad de Vacaciones. Un continuo flujo de refugiados empezó a llegar a la ciudad, con relatos de cómo unos rubios asesinos vestidos con pieles de animales estaban utilizando los bungalows sin pagar por ellos, reservando habitaciones en los hoteles y caras comidas para gente imaginaria, yendo de aquí para allá en pandillas motorizadas (porque los vanir no iban a ninguna parte sin sus motos), y en general convirtiéndose en un engorro. Empujado y aguijoneado por las circunstancias, el conde John hizo que su flota despegara. Haldemar consiguió hacer que sus hombres volvieran a bordo de sus naves hablándoles del botín que iban a conseguir. Pronto las dos flotas combinadas estaban en el espacio, efectuando los últimos preparativos para la gran campaña contra Glorm.
El príncipe Chuch no se unió inmediatamente a la flota conjunta. No había necesidad, puesto que el ataque a Glorm no empezaría hasta que las naves de Crimsole y Vanir hubieran maniobrado juntas y resuelto los problemas de procedimiento y prioridades. Una vez quedara resuelto ese enojoso asunto, Chuch se uniría a la flota con sus propias tropas, un escuadrón de cyborgs asesinos recientemente comprado en unas rebajas en Antígona. ¡Entonces empezaría la diversión! Chuch se imaginaba vívidamente a sí mismo luchando a la cabeza de sus hombres, con un pañuelo ensangrentado anudado en torno a su frente, abriéndose camino con su espada flamígera y su maza vibradora por entre las desmoronadas defensas de Glorm, y penetrando por fin en Ultragnolle. Allí se produciría una lucha mortal, habitación por habitación y pasillo por pasillo, hasta encontrarse finalmente cara a cara con Dramocles, el viejo eunuco por fin acorralado. ¡Ah, la gloria de ese momento! Mientras todo el mundo observaba, sin aliento, Chuch derrotaría a Dramocles en una sorprendente exhibición de esgrima. Tras lo cual, probablemente mataría al rey, o simplemente lo desarmaría despectivamente y le perdonaría la vida. Dependería de cómo se sintiera en aquel momento.
Los días fueron pasando lentamente mientras la flota aliada practicaba giros y medias vueltas. Vitello cumplió con su promesa de esponsales llevando a Hulga a un concierto de rock en el venerable Sligny Hall, en el centro de Crimsole. La banda era un grupo de Lekk llamado Nariz de Caramelo. Su solista afirmaba ser Jim Morrison, un famoso cantante terrestre de rock de la década de 1960, cuya historia acerca de por qué estaba dando conciertos en Crimsole en vez de yacer tranquilamente muerto en el cementerio de Pére Lachaise de París es demasiado larga para ser contada aquí. Fuera quien fuese «Jim Morrison», su versión de Nave de cristal era considerada como «algo más allá de lo inimitable» por Galba Davers, el crítico musical del Crimsole Times, Hulga dijo que se había sentido «completamente noqueada». Era el mayor cumplido que era capaz de hacer. El matrimonio de Vitello iba mucho mejor de lo que sus casuales inicios podían haber augurado.
Fufnir recibió la hospitalidad de una hospitalaria tribu de trolls que vivían en las oscuras colinas de Feare, una provincia septentrional de Crimsole. Intercambiaron maleficios y se emborracharon y hablaron de los buenos viejos días en los que la magia gobernaba el universo y la ciencia consistía tan sólo en una sólida geometría y un poco de física. Chuch intentó reanudar la tortura de Doris, pero el placer parecía haberle abandonado, y la muchacha no ayudaba en nada. Cuando no estaba atada al potro, Doris se dedicaba a barrer la cámara de torturas, preparar bocadillos de pepinos, quitar el polvo a los deslucidos retratos de los anteriores reyes de Crimsole y parlotear incesantemente. Chuch siempre respondía de forma educada, puesto que tenía el convencimiento de que ser un sádico no excusaba a un hombre de tener buenos modales. Pero ¿era realmente un sádico? Ya nunca parecía pensar en el dolor. Lo que le gustaba ahora era consultar a Doris en asuntos de práctica hogareña, como el porqué siempre se encontraba con que no le quedaba ninguna camisa limpia, y quién había dejado destapada la mostaza. Aunque se despreciaba a sí mismo por eso, Chuch no hacía más que ir de un lado para otro todo el tiempo en una especie de arrobamiento doméstico.
Entonces, de pronto, todo cambió. El conde John le indicó que las flotas iban a partir hacia Glorm dentro de doce horas. Ante ellos estaba la muerte o la gloria, o posiblemente cualquier otra alternativa. El momento de la acción había llegado al fin.
Aquella última noche en Crimsole, Chuch decidió ofrecerle a Doris una fiesta de cumpleaños. Asistieron Vitello y Hulga, y Fufnir voló desde Feare. Tras la cena, llegó el momento de los regalos.
Vitello entregó a Doris un castillo en miniatura hecho de mazapán, con cuatro perlas finas alojadas en cada una de sus cuatro torres. El regalo de Hulga fue un papagayo que podía recitar las estrofas iniciales del Hiawatha de Longfellow. Fufnir le entregó un antiguo libro de cuentos con el que las madres troll acostumbraban asustar a los niños troll. Empezaba: «Érase una vez un niño troll que se escapó del lado de su madre y llegó a un claro del bosque en el que unos humanos estaban devorando niños hervidos y riendo».
Chuch tenía dos regalos para Doris. El primero era una caja de piedras preciosas. El segundo, su libertad..., porque Doris seguía siendo legalmente una esclava. Había nacido como ciudadana libre de Aardvark, pero había sido capturada por incursores y vendida al conde John. Puesto que Anne no le había permitido utilizar a la hermosa muchacha aardvarkiana como él deseaba, el conde se la había entregado a Chuch para que se divirtiera con ella, pensando que un placer indirecto siempre era mejor que ningún placer en absoluto.
Dos lágrimas asomaron a los azules ojos de Doris mientras leía el Pergamino de Liberación. Luego, abriendo la caja de las joyas, contempló las finas piedras, lanzando exclamaciones ante su magnificencia. Una en particular atrajo su atención..., un diamante solitario engarzado en una delicada montura de oro.
—Mi Señor —dijo—, esto se parece demasiado a un anillo de compromiso.
Chuch frunció el ceño, pero se sintió obviamente complacido.
—Supongo que sí —dijo ásperamente.
—Entonces, ¿puedo imaginar de tanto en tanto que eso es precisamente lo que significa?
Chuch se mordió el extremo del bigote. Su rostro trivial adquirió un tinte rosáceo.
—Doris —dijo—, puedes imaginar que estás comprometida conmigo, y yo imaginaré lo mismo. Ella pensó durante unos instantes.
—Pero, mi Señor, en ese caso, ¿no se convertirá la imaginación en realidad?
—¿Y qué si así sucede? —dijo Chuch, con embarazo pero orgulloso de sí mismo—. Sin embargo, corresponde a mi generosidad: ten limpias todas mis camisas cuando vuelva, o anulamos el asunto. Vitello, Hulga y Fufnir dieron la enhorabuena a la feliz pareja. Luego llegó el momento de unirse a la flota.
Drusilla y Rufus se encontraron en su lugar concertado de reunión, Anastagon, un planetoide a medio camino entre Glorm y Druth. Anastagon había pertenecido antiguamente al rey loco Bidocq de Druth, quien había construido allí un pabellón de caza, sin que nunca llegara a abastecer el lugar de animales y oxígeno. Anastagon carecía de aire excepto dentro del pabellón de caza. El pequeño planetoide tenía otra peculiaridad: era invisible. Bidocq había hecho pintar todo el lugar con Nondetecto, un producto de la Vieja Ciencia de la Tierra, que devolvía todas las frecuencias del espectro visual y era también a prueba de agua. Gran parte de la pintura se había ido desconchando con el tiempo. Visto desde el espacio, Anastagon parecía un conjunto de diminutas islas de roca volcánica flotando una al lado de la otra en el espacio sin ninguna razón aparente en absoluto.
Rufus se hallaba ya allí cuando llegó Drusilla. Amaba Anastagon porque allí guardaba su colección de soldados de juguete, la más grande de la galaxia. En aquel momento estaba recreando la batalla de Waterloo en el suelo de la cocina.
El comandante Rufus era en muchos aspectos un producto típico de la Universidad de Guerra de Antígona. Era valiente, leal, nada sofisticado, quizá incluso un poco ingenuo. Su atención por el detalle era bien conocida entre sus tropas, que lo adoraban. Solían decir que Rufus podía encontrar polvo en el filo de un palimpar. Era un chiste clásico entre sus oficiales el decir que, incluso durante el momento supremo del acto amoroso, uno podía estar seguro de que Rufus estaba pensando en la triolatría y su relación con la logística de campo.
Rufus sobresalía en juegos de contacto físico, y era un experto en kree—alai, el antiguo juego de Glorm que utilizaba tres bolas, una vara, y una pequeña red verde. Parecía un hombre sencillo y predecible.
—Hola, querido —dijo Drusilla, echándose atrás la capucha de armiño.
—Ah —murmuró Rufus.
Estaba atareado afirmando la posición del mariscal Ney en Quatre Bras. Rufus jamás parecía notar la presencia de Drusilla cuando estaban juntos a solas, y eso fascinaba a la mujer.
—¿Me quieres? pregunto
—Sabes que sí— respondió Rufus.
—Pero nunca lo dices.
—Bueno, te lo estoy diciendo ahora.
—¿Diciendo qué?
—Ya lo sabes.
—No, dímelo.
—Maldita sea, Drusilla, te quiero. ¿Nunca dejarás de atosigarme?
—Supongo que alguna vez tendré que hacerlo —dijo ella, sirviéndose un vaso de vino verdepúrpura de Mendocino.
—¿Hay algo especial que desees discutir conmigo? —preguntó Rufus—. Tu petición de un encuentro tenía un tono más bien perentorio.
—Bueno, sí, tengo algo urgente en la cabeza. Para ir al grano: ¿qué pensarías de traicionar a Dramocles? —¡Traicionar a Dramocles! —Rufus lanzó una carcajada incierta—. Vaya cosa para que se lo diga su amada hija a su mejor amigo. Siempre me has dicho que no sé captar la miga de los chistes. ¿Es esto uno?
—Desgraciadamente no. Lo sugiero con toda seriedad, como la única forma de salvar a Dramocles de destruirse a sí mismo, y a todo el mundo, en una guerra interplanetaria. Cuando haya recuperado la cordura, estoy segura de que el propio Dramocles admitirá que la traición estaba justificada bajo tales circunstancias.
—Pero no podemos preguntárselo, ¿verdad? —preguntó Rufus, atusándose el bigote.
—Por supuesto que no. Si estuviera cuerdo, no tendríamos que preguntárselo siquiera, ¿no?
Rufus evidenció su preocupación interna tomando a Wellington y colocándolo con aire ausente en medio del Canal de la Mancha. Le dio a su bigote un doloroso tirón y dijo:
—La verdad es que no creo que la cosa sentara muy bien, querida.
—He hablado al respecto con el señor Doyle, tu relaciones públicas. Dice que, dada la urgencia de la situación, puede arreglar las cosas de modo que la población de los Planetas Locales te considere como su salvador en vez de como un perro traidor.
—Bruto tenía también los mismos elevados motivos cuando se unió a la conspiración contra Julio César. Pero desde entonces su nombre ha sido sinónimo de traición.
—Querido, eso fue porque no tenía agente de prensa. Marco Antonio despreció a los medios de comunicación y consiguió que todo el mundo se pusiera en contra suya. Sabes que el señor Doyle jamás permitiría que algo así te ocurriera a ti. Se jugaría el puesto.
Rufus paseó arriba y abajo por la habitación, con las manos unidas a la espalda.
—Es completamente imposible —aseguró—. Si yo traicionara a mi amigo Dramocles, jamás podría vivir en paz conmigo mismo.
—En cuanto a eso—dijo Drusilla—, me he tomado la libertad de discutir el asunto con tu terapeuta, el doctor Geltfoot. En su opinión, la fuerza de tu ego es suficiente para soportar la momentánea culpabilidad que puedas llegar a experimentar. Aproximadamente, un año de remordimientos es lo máximo que puedes esperar, y ese lapso de tiempo puede ser acortado de modo considerable mediante drogas: El doctor Geltfoot me pidió que te señalara que no te aconsejaba en este asunto ni en un sentido ni en otro. Simplemente dice que puedes traicionar a Dramocles sin ningún daño psíquico para ti mismo si crees que las circunstancias lo merecen.
Rufus caminó rápidamente arriba y abajo por la habitación; el dolor y la inseguridad se reflejaban en sus enérgicos rasgos de soldado.
—¿Es preciso llegar a esto? —preguntó—. ¿A que Dramocles, el alma más noble y generosa del mundo, deba ser traicionado por las dos personas que más le quieren? ¿Por qué, Dru, dime por qué?
Las lágrimas corrían por las mejillas de Drusilla cuando dijo:
—Porque es la única forma en que podemos salvarle a él y a los Planetas Locales de la destrucción.
—¿Y no hay ninguna otra forma?
—Ninguna en absoluto. —¿Puedes explicarme cómo puede ayudar la traición?
—Querido, me temo que es algo que está por encima de tu entendimiento. ¿No puedes aceptar mi palabra?
—Bien, explícate un poco, de todos modos.
—Muy bien. Sabes, Rufus, que el gran rayo equilibrador moral del universo es lento en moverse desde su punto de apoyo en el interior del alma de los hombres. Sin embargo, cuando es puesto en movimiento, el cambio es inexorable e irresistible. Nos hallamos en este punto, Rufus, y toda la creación se halla centrada en este momento, preparada para hundirse en una catástrofe que nadie desea y sin embargo nadie puede eludir. Las dos grandes flotas, los chatos destructores enfrentados a los atacantes hipersaltarines, aguardan la orden; y la Muerte, ese sonriente jugador, agita los dados de la guerra y echa una última y burlona mirada a los insignificantes asuntos de los hombres antes de...
—Tienes razón —la atajó Rufus—. No lo comprendo. Tendré que aceptar tu palabra. Dices que he de traicionar a Dramocles. ¿Cómo debo hacerlo?
—La acción militar es inminente. Seguramente Dramocles te llamará muy pronto. Te pedirá que hagas algo con la flota de Druth.
—Sigue.
—Te pida lo que te pida, acéptalo, pero luego haz lo opuesto.
Rufus frunció concentradamente el ceño.
—¿Lo opuesto, dices?
—Eso es.
—Lo opuesto —dijo de nuevo Rufus—. De acuerdo, creo que lo he comprendido.
Drusilla apoyó la mano en el brazo del hombre. Con tono bajo y conmovido, dijo:
—¿Podemos contar contigo, Rufus?
—¿Podemos?
—Yo y el universo civilizado, querido.
—Confía en mí, mi amor.
Se abrazaron. Entonces Drusilla lanzó un grito de alarma.
—¡Rufus! ¡Hay un rostro en la ventana!
Rufus se volvió en redondo, con una aguja de rayos en la mano. Pero no pudo ver nada a través de las ventanas de doble cristal excepto los normales pedazos flotantes de la propiedad real de Anastagon.
—Ahí no hay nada —dijo.
—¡He visto a alguien! —declaró Drusilla.
Rufus se enfundó su traje espacial, conectó el sistema exterior de luces y salió afuera a investigar. Regresó moviendo negativamente la cabeza.
—No hay nadie ahí fuera, querida.
—¡Pero yo he visto un rostro!
—Una alucinación quizá, producida por el estrés.
—¿Has buscado huellas de neumáticos de una astronave?
—De hecho, hay bastantes ahí afuera.
—¡Ajá!
—Pero son de nuestras propias naves.
—Supongo que estoy demasiado nerviosa —concedió Drusilla, con una risita nerviosa—. ¡Me alegraré cuando todo esto termine!
Se besaron, y Drusilla volvió al espaciocúter y se dirigió a Ystrad. Rufus permaneció en Anastragon un poco más. Tostó unos cuantos malvaviscos ensartados en la punta de su espada sobre la llama del gas, y pensó en lo que Drusilla había dicho. Una chica encantadora, Drusilla, pero que se tomaba las cosas demasiado en serio y era muy propensa a la histeria. Todo aquello eran tonterías, por supuesto. Rufus no tenía intención de traicionar a Dramocles. Si las cosas debían llegar hasta el final, mejor que él y Dramocles y el universo entero desaparecieran gloriosamente en el fuego atómico antes que traicionar una auténtica amistad. Pero eso nunca llegaría. Había que confiar en Dramocles para que sacara los malvaviscos del fuego, o mejor las castañas. Dru se convencería de lo equivocada que había estado, si quedaba alguno de ellos vivo después de aquello.
A Rufus no le importaba realmente la idea de una guerra. De hecho, estaba a favor de ella, exactamente igual que su amigo Dramocles.
Había un aire de pacífica expectación en la suave luz de la Sala de Guerra del Castillo de Ultragnolle. En las baterías de televisores, las pantallas estaban llenas de pequeñas figuras resplandecientes, hilera tras hilera de ellas. Dos flotas espaciales se acercaban juntas en la inmensidad del espacio. A un lado, las fuerzas de Druth estaban alineadas en precisas falanges. Las naves de Rufus permanecían inmóviles, listas para la batalla, manteniéndose inmediatamente detrás de las coordenadas que señalaban el espacio privado de Druth. Acercándose a ellas, desplegado en una formación en doble cuerno, estaba el enemigo. Los superacorazados de John ocupaban el flanco derecho y el centro. Las naves hipersaltarinas de Haldemar ocupaban la izquierda. Dramocles podía ver que la flota enemiga era considerablemente más numerosa que la de Rufus. John había apelado a todas sus reservas. Además de la flota regular, había romos cargueros acondicionados con lanzadores de misiles, naves de carreras de gran velocidad aparejadas provisionalmente con tubos lanzatorpedos, vehículos experimentales con protuberantes proyectores de rayos. John había apelado a todo lo que podía despegar del planeta y mantenerse a la velocidad general de la flota.
Utilizando una técnica de pantalla partida tomada de los antiguos, Dramocles podía ver y oír al mismo tiempo la conversación entre Rufus y el conde John.
—Hola, Rufus —dijo el conde John, con voz deliberadamente casual.
Rufus, en su Sala de Operaciones, ajustó el tono.
—Ah, hola, John. Vienes de visita, ¿eh?
—Así es —dijo John—. Y he traído a un amigo conmigo. El hosco rostro de Haldemar apareció en otra pantalla.
—Hola, Rufus. Cuánto tiempo, ¿eh?
Rufus había estado mondando una rama de sauce con una navajita de bolsillo.
—Parece que sí —dijo—. ¿Cómo es que habéis salido de Vanir, chicos?
—Bueno, lo de siempre, ya sabes —dijo Haldemar—. La luz solar no es suficiente, las estaciones son cortas, no tenemos industrias, ninguna mujer que luzca un poco... No es que me queje, entiéndelo.
—Sí, ya sé que vuestras condiciones son duras. Pero ¿no había sido planificado un gran proyecto en Vanir?
—Supongo que te refieres a Producciones Schligte. Tenían intención de filmar su nueva superserie épica, Soldados succotash, en nuestro planeta. Eso hubiera significado un montón de trabajo para mis chicos. Pero la producción ha sido pospuesta indefinidamente.
—Bueno —dijo Rufus—, así es el mundo del espectáculo.
La amistosa y divagante charla de aquellos hombres no podía ocultar el aire de tensión que se escondía tras sus casuales palabras, como un filamento de tungsteno cruzando la inconsecuente blandura de un almohadón de fibra sintética. Finalmente, Rufus dijo:
—Bueno, es agradable pasar un poco de tiempo con los amigos. Ahora, ¿hay algo que pueda hacer por vosotros?
—Oh, sí, Rufus —dijo John— Estamos pasando por aquí en nuestro camino a Glorm. No tenemos nada contra ti. Yo y mis chicos apreciaríamos grandemente que les dijeras a tus chicos que se echaran a un lado para que pudiéramos continuar. —Creedme que lamento tener que deciros esto—murmuró Rufus—, pero me temo que no puedo hacerlo.
—Rufus —dijo John—, sabes muy bien que hemos venido aquí para arreglar unos asuntos con Dramocles. Déjanos pasar. Esto no tiene nada que ver contigo.
—Espera un momento. —Rufus se volvió hacia un monitor lateral que utilizaba un circuito de televisión de rayo condensado el cual pasaba a través de dos desmoduladores. Le dijo a Dramocles—: ¿Qué quieres que haga?
Dramocles miró el acelerómetro diferencial. Éste indicaba que las espacionaves de John y Haldemar avanzaban muy despacio, tomándose su tiempo, como si estuvieran paseando, pero su rumbo les llevaba directamente hacia las falanges de Rufus.
Dramocles había ordenado ya a sus propias naves que tomaran posiciones en torno al perímetro de Glorm. Le dijo a Rufus que mantuviera su posición y aguardara órdenes. Entonces oyó una conmoción a sus espaldas. Los guardias estaban discutiendo con alguien que intentaba conseguir ser admitido en la Sala de Guerra. Dramocles vio que era Max. Había una mujer con él.
—¿Qué ocurre? —preguntó Dramocles.
—¿Todavía no habéis dado ninguna orden a Rufus? —dijo Max—. ¿No? ¡Gracias a Dios! Sire, tenéis que escucharme y escuchar a esta joven dama. ¡Hay una traición contra vos, mi Señor!
La flota enemiga aún no se hallaba al alcance del fuego de las naves de Rufus. Todavía quedaba un poco de tiempo.
—Espera un momento, Rufus —dijo Dramocles—. Volveré a estar contigo en un minuto. —Se volvió hacia Max—. Pasa. Espero que no sea ninguna broma de mal gusto, Max. ¿Y quién es tu amiga?
—Me llaman Chemise —dijo la muchacha.
Mientras transcurrían estos acontecimientos, Drusilla meditaba sentada en su castillo en Ystrad. Había ido directamente allí después de abandonar Anastragon. Cuando llegó, se sentía en un estado más bien desdichado. La legítima ira que la había sostenido mientras estaba con Rufus había desaparecido. Las dudas empezaban a asaltarla. Ahora se preguntaba por qué había confiado de ese modo en Chuch, cuando conocía muy bien su odio hacia Dramocles y su propensión a la mentira. ¿Había hecho lo correcto? Ya no estaba tan segura, y su depresión se hacía cada vez más profunda, hasta llegar a no poder soportarla. Afortunadamente para ella, su psiquiatra, el doctor Eigenlicht, tenía aquel día una visita anulada.
Su sesión fue extremadamente productiva. Drusilla le dijo a Eigenlicht lo que había hecho, y por qué, y luego se puso histérica.
Eigenlicht aguardó hasta que ella se hubo calmado. Entonces encendió un corto y grueso cigarro negro, se reclinó en su asiento, cruzó sus cortas y gruesas piernas negras, y dijo:
—Querida, eso es lo que yo llamo un auténtico progreso. La percepción de los motivos reales de tu hermano te obliga a reconocer las motivaciones inconscientes que te llevaron a aceptar tan fácilmente su traidor plan. Ahora puedes ver que el gran amor que sentías por tu querido papá era en realidad un camuflaje para tus sentimientos de no admitida irritación y deseos de venganza.
—¡Pero yo le quiero! —gimió Drusilla.
—Por supuesto que le quieres. Pero también le odias. La ambivalencia es obvia. ¿Cómo podría ser de otro modo? Considera tu infancia, piensa en todas las amiguitas que tenía Dramocles. Pero papá nunca quiso a su pequeña Dru de esa manera, ¿verdad? La pequeña Dru deseaba ser la amiguita de su papi, pero el pérfido padre siempre la trataba como a una niña, siempre deseaba a alguna otra. Así fueron engendrándose los sentimientos de rabia asesina, inaceptables para tu mente consciente. En un intento de sublimarlos, te volcaste hacia la religión, buscando subsumir tus energías destructivas bajo la égida de un propósito superior. Y por eso elegiste a Rufus para amarle... Rufus, la encarnación del severo control, otra figura paterna, un hombre obsesionado por muchas cosas, pero no por ti. Cuando apareció la oportunidad de vengarte de Dramocles, el sutil servidor de la mala fe, de la racionalización, te permitiste vestir tus vengativos sentimientos con la más dulce y la más amante de las motivaciones.
—Oh, doctor... —dijo Drusilla—, espero que tengas razón. Me siento tan avergonzada...
—Tonterías, todo el mundo se siente así. Has efectuado un espléndido progreso, querida, y deberías sentirte orgullosa de ti misma. ¡Es un triunfo de la fuerza de tu ego! Con ese antiguo y reprimido complejo desprovisto de sus venenosas energías, puedes darte cuenta finalmente de tu auténtico amor hacia tu padre.
—Oh, doctor Eigenlicht, tienes razón —dijo Drusilla, sonriendo a través de las lágrimas— Es como si me hubieras quitado de encima un peso insostenible, ¿comprendes lo que quiero decir?
—Por supuesto que sí. Pero recuerda, éste es el primer flujo de tu entusiasmo: Aún queda mucho trabajo por hacer para consolidar este avance.
—Lo sé.
—Veo que nuestro tiempo se acaba. ¿Nos vemos de nuevo el próximo jueves, a la misma hora?
—Oh, acabo de recordarlo. Estamos al borde de la guerra.
—¿Sí? ¿Cuál es tu relación con ella?
—No, de veras, doctor, es una situación real. ¡Debo ver inmediatamente a mi padre y a Rufus! Espero llegar a tiempo, antes de que la civilización resulte destruida.
El doctor Eigenlicht le dirigió una imperturbable sonrisa y descruzó las cortas y gruesas piernas negras.
—En el caso de que la civilización no resulte destruida —dijo calmadamente—, nos veremos el próximo jueves.
Max —dijo Dramocles—, no tengo tiempo para Tlaloc. La auténtica batalla está a punto de empezar.
—Sé eso, Sire —dijo Max—. Por eso he venido. Acabo de recibir la más sorprendente información. Tiene una relación vital con la guerra. Implica traición.
—¿Traición? ¿En lo militar?
—Sí, mi Señor.
—¿Quién?
—Es de lo más lamentable —dijo Max—. Esta dama me ha traído pruebas incuestionables de que Rufus va a traicionaros en la inminente batalla.
—¿Rufus, dices?
—Sí, Sire.
—Venid conmigo —dijo Dramocles.
Lo condujo a través de la Sala de Guerra hasta una oficina desocupada. La habitación estaba amueblada con dos camastros con los colchones llenos de protuberancias, algunas sillas plegables de madera, y un escritorio lleno de pilas de fotocopias de órdenes del día. Dramocles les dijo que se sentaran. Obtuvo una taza de cortado de una espita de la pared, luego se volvió hacia Max.
—Será mejor que la evidencia sea mucho más que abrumadora, o veré tu cabeza al extremo de una pica tan pronto como pueda conseguir una de Suministros.
—Dáselo, muchacha —indicó Max a Chemise.
Chemise abrió su bolso y le tendió al rey una pequeña grabadora. Dentro había una casete Reprono de un solo uso. Las cintas Reprono, una invención de la Tierra, podían grabar únicamente una vez, y sólo podían ser reproducidas una vez. Cualquier intento de manipular o regrabar una casete Reprono daba como resultado un constante silbar de estática punteado por viejos partes meteorológicos.
Dramocles hizo pasar la cinta, y escuchó toda la conversación entre Rufus y Drusilla en el pabellón de caza de Anastragon. Mientras escuchaba, una expresión de shock y de sorpresa invadió su rostro.
—¡Traicionado! —dijo finalmente—. ¡Y por mi amada hija y mi mejor y más querido amigo!
Se tambaleó, y habría caído si Max no le hubiera ayudado a sentarse en una silla de lona de las usadas por los directores de cine. Impresas en la parte de atrás de la lona había las palabras: Dramocles Rex. El mejor de los mejores.
—¡Oh imprevista acción de los despiadados dioses! Ven a mí, hondo pesar, porque mi propio mejor amigo..., no, no amigo, sino un maldito bergantín de dos caras que...
—Supongo que habréis querido decir «bergante» —dijo Max.
Los ojos de Dramocles llamearon. Los guardias, comprendiendo aquella mirada, avanzaron rápidamente y sujetaron a Max. Demasiado tarde, el desventurado relaciones públicas comprendió que, en la excitación del momento, se había hecho culpable de interrumpir un soliloquio declamado por el protagonista en un momento de intensa emoción. El castigo por ello era la muerte. Max intentó hablar, pero las palabras se ahogaron en su garganta. Cayó de rodillas, uniendo suplicante las manos.
—No, dejadlo —gruñó Dramocles a los guardias—. Puedo seguir con el discurso más tarde, como es mi derecho como rey, protagonista y héroe de la tragedia. Por ahora, tenemos trabajo. ¿Así que Rufus me traicionará invirtiendo mis órdenes? ¡Dadme el teléfono!
» ¡Rufus! —retumbó, tan pronto como la conexión estuvo establecida—. ¿Todo está bien?
—Completamente bien, Sire.
—¿Y el enemigo?
—Se acerca inexorablemente.
—No debes ponerle ningún impedimento, Rufus. Debes retirar tus naves y dejarlo pasar.
—Pero ¿con qué fin, Sire? ¿Y qué pasará con Glorm? Tu flota sola no será suficiente para contener a los greñudos asesinos de Haldemar, ayudados como están por los evasivos hombres de pelo lacio de John.
—Tengo una estratagema, no temas.
—¿Entonces los aplastarás, querido amigo?
—Sí, y me los tragaré también, huesos incluidos —dijo Dramocles, haciendo rechinar los dientes.
—¿Puedes contarme el plan?
—No por teléfono. Confía en mí, viejo amigo. En el momento adecuado tendrás que representar tu parte.
—Bien, bien. Se hará como dices.
Dramocles colgó el teléfono.
—Ya está. Puesto que le he dicho que deje pasar al enemigo, la única forma en que puede traicionarme es manteniéndolo inmovilizado en su perímetro. Eso me dará el tiempo suficiente para reagrupar mis naves, planear un contraataque...
—Dramocles —dijo Chemise.
—¿Sí, muchacha?
—Hay algo mejor que puedes hacer.
—¿Y qué es?
—¡Firma la paz! Bajo cualquier término, pero firma la paz.
—Las cosas han ido demasiado lejos para eso. Además, éste es mi destino.
—¡Pero ése es precisamente el asunto! —exclamó Chemise—. ¡Este no es en absoluto tu destino! ¡Es el destino de otro! ¡Has sido manipulado, Dramocles, engañado, embaucado! ¡Crees ser tú quien manda, pero es otra persona la que te dirige indirectamente, obligándote a ir contra tus más profundos deseos a fin de conseguir los suyos!
—¿Y quién es ese personaje?
—¡Es Tlaloc!
Dramocles miró intensamente a los francos ojos azules de la muchacha.
—Querida —dijo gentilmente—, no tengo tiempo para hablar de conspiraciones. No existe Tlaloc. Max lo inventó.
Ella meneó vehementemente la cabeza.
—Eso es lo que Max pensó durante un tiempo —dijo—, aunque ahora tiene otra opinión. En realidad, el nombre le fue sugerido por el propio Tlaloc, y fue proyectado por telepatía astral desde el planeta donde vive.
—¡Esto es demencial! ¿De qué planeta estás hablando? —De la Tierra, mi Señor.
—La Tierra está en ruinas.
—Ésa no es la Tierra a la que me refiero. Hay incontables Tierras, cada una de ellas en su propio estrato de realidad. Normalmente, no hay forma alguna de pasar de un estrato de realidad a otro. Pero en este caso, existe una singularidad que forma una conexión entre Glorm y esa Tierra. Ambos planetas se hallan ligados por un agujero practicado en la espuma del cosmos.
—No comprendo en absoluto nada de esto —dijo Dramocles—. ¿Necesitamos realmente esas complicaciones? ¿Y cómo sabes tú todo eso, además?
—Porque, Rey, yo soy de la Tierra. Puedo mostrarte pruebas de ello, pero llevará tiempo. Te suplico que aceptes mi palabra por el momento. Tlaloc existe, y es un mago de supremo poder. Necesita a Glorm, y está haciendo que bailes a su son.
Dramocles miró al monitor más cercano. No podía extraer ningún sentido de la confusión de puntos coloreados y zigzagueantes líneas que había allí. Las flotas espaciales estaban maniobrando y la situación no estaba clara.
—De acuerdo —dijo Dramocles—. ¿Quién eres tú? ¿Qué demonios está pasando aquí?
Chemise le dijo a Dramocles que ella era una muchacha de la Tierra, nacida en Plainfield, Nueva Jersey, hacía unos veintiséis años. Su nombre por aquel entonces era Myra Gritzler. Normal en todos los demás aspectos, Myra había tenido la desventura de pesar noventa kilos a la edad de dieciséis años. La causa era un oscuro defecto en la pituitaria que los médicos de la Tierra eran incapaces de corregir, pero que, en diez años, había de remitir espontánea y espectacularmente cuando Myra viajara a través del agujero cósmico entre la Tierra y Glorm. No obstante, ella no podía saber nada de eso por aquel entonces. A los dieciséis años era una despierta y solitaria chica gorda, superior en los estudios a los muchachos y muchachas que la rodeaban, de la que se reían sus compañeros de clase y a la que nunca invitaban a las fiestas.
La vida era descorazonadora hasta el día en que conoció a Ron Bugleat. Ron tenía diecisiete años, era alto y delgado, pelirrojo, con el aspecto saludable de la gente del campo. Era presidente del club de computadoras de su escuela. Había sido el Fan Huésped de Honor en la Pyongeon, la primera convención de ciencia ficción de Corea del Norte. Publicaba también su propia revista de aficionados. Se llamaba Acción a distancia. Revista dedicada al estudio de las fuerzas no obvias que nos modelan. Ron era un entusiasta de las conspiraciones.
El muchacho creía que gran parte de la historia de la humanidad estaba influida por fuerzas secretas e influencias ocultas, desconocidas por los historiadores «oficiales». Mucha gente en Norteamérica creía en ello o en algo parecido, pero Ron no creía que lo creyeran. Contemplaba a la mayor parte de los entusiastas de las conspiraciones como gente crédula e intelectualmente ingenua. Eran el tipo de gente que creería con la misma facilidad en la Atlántida, en Lemuria, en extraños seres que vivían en cavernas subterráneas, en los hombrecillos verdes de Marte, y en cualquier otra cosa que les fuera presentada con algún viso de verosimilitud. Esa gente podía ser manipulada por intelectos superiores, y la evidencia de tal manipulación podía ser ocultada a todo el mundo excepto a los más intuitivos. Una falsa conspiración era una buena pantalla para la auténtica conspiración.
Ron creía que intelectos superiores habían estado manipulando intermitentemente a la humanidad a lo largo de la historia escrita. Creía que eso estaba ocurriendo ahora. Creía saber quién estaba haciéndolo.
Todas las pistas que había estado siguiendo Ron en los últimos años conducían a una sola organización, una gran corporación llamada Tlaloc, Inc.
Myra se unió a Ron en su investigación. Fueron extrayendo más y más evidencias de la influencia de Tlaloc en las altas esferas. Empezó a surgir el esquema de una enorme corporación secreta que acumulaba poder mediante la corrupción y la dominación psíquica. Tlaloc Inc. tenía una forma particular de llegar a la gente y conseguir partidarios. La gente que trabajaba para Tlaloc parecía poseer una conciencia especial de sí mismos. Inteligentes y arrogantes, no respetaban a nadie excepto a su líder, el misterioso y reticente Tlaloc en persona.
A medida que proseguían sus investigaciones, Ron y Myra fueron hallando progresivas evidencias de influencias ocultas que trabajaban subterráneamente. Uno de los más recientes oficiales de Tlaloc al que entrevistaron hizo alusión incluso a que el durante largo tiempo esperado matrimonio entre ciencia y magia iba a tener pronto lugar, y que Tlaloc sería el líder de un nuevo orden místico mundial. Cuando le preguntaron de nuevo, el oficial negó haber dicho nada de eso, y les amenazó con denunciarles por difamación si lo divulgaban.
Poco tiempo después de aquello, Myra averiguó que la organización Tlaloc sabía de ella y de Ron, y que no le gustaba el asunto. La policía local empezó a importunarles. La licencia de Ron para vender dulces y chocolatinas en la vía pública le fue revocada sin ninguna razón. Myra fue emplazada ante los tribunales por vender sus macramés sin proporcionar pruebas documentales de que toda la materia prima que empleaba en ellos estaba fabricada en los Estados Unidos. Empezaron a recibir llamadas telefónicas obscenas, y finalmente claras amenazas.
Cuando su situación empezaba a ser ya desesperada, fueron visitados por un hombre de unos sesenta años y modales corteses que llevaba un audífono y un traje de lino. Se presentó como Jaspar Cole, de Eureka, California, un fabricante de prótesis dentales retirado. Cole y sus amigos habían empezado a sentirse alarmados por el creciente poder de Tlaloc, Inc., pero no se les ocurría nada que pudieran hacer hasta que leyeron un artículo periodístico acerca de Ron y Myra. Jaspar Cole había venido para ofrecerles ayuda financiera a fin de que pudieran proseguir con sus esfuerzos de desenmascarar la auténtica identidad de Tlaloc y los verdaderos propósitos de su organización.
Cuando las amenazas y el acoso empezaron a hacerse insoportables, Ron y Myra decidieron seguir trabajando en la sombra para proteger sus vidas. Fue entonces cuando Myra cambió su nombre por el de Chemise. Trabajando en unos almacenes abandonados en Wichita, Kansas, ella y Ron reunieron evidencias incontestables del mayor golpe que preparaba Tlaloc: la contratación masiva de todos los servicios de la Mafia por un período de diez años.
Contra su consejo, Ron fue a presentar las pruebas al cuartel general de la CIA. Le dieron educadamente las gracias y le dijeron que se pondrían en contacto con él. Dos días más tarde, Ron estaba muerto. La única evidencia de juego sucio fueron unas manchas verdes en sus uñas, calificadas oficialmente como una «anomalía idiopática». Chemise supo por sus investigaciones que el más reciente veneno de la CIA, el KLAKA—5, producía manchas similares.
Trabajando sola, Chemise encontró ayuda y asistencia en los fans de ciencia ficción de todo el país. Grupos ocultistas dedicados a la magia blanca la ayudaron también. Mientras su trabajo avanzaba, descubrió que estaba desarrollando poderes psíquicos, como si fueran una respuesta a su larga asociación con Tlaloc. Supo que ése era precisamente el caso en su única entrevista con el propio Tlaloc.
En Waco, Texas, Chemise había estado siguiendo el rastro de un rumor acerca de una reunión de adoradores de Tlaloc. El teléfono de su habitación en el motel sonó. El interlocutor se identificó a sí mismo como Tlaloc. Puesto que ella estaba tan interesada en él, sugería que se encontraran. Enviaría inmediatamente un coche en su busca.
Durante unos minutos Chemise sintió un pánico absoluto. Estaba segura de que era Tlaloc quien había hablado con ella; la fuerza de aquella voz era extraordinaria, tanto como la sensación de maldad que emanaba de ella. Era Tlaloc, sin la menor duda. Sin embargo, él no necesitaba engañarla atrayéndola a una cita secreta para matarla. Tlaloc era lo suficientemente poderoso como para eliminarla en cualquier momento que deseara. No, había alguna otra razón para aquel encuentro, y Chemise se sentía curiosa.
Una limusina la condujo a lo largo de la Estatal 61, pasando junto al Pollo Frito de Popeye, las Hamburguesas de Wendy, la Barbacoa de Cerdo del Chico Gordo, más allá de los Perritos Calientes Celestiales y del supermercado de Venta de Armas, pasada la estación de servicio Exxon, pasado el Emporio del Coche Usado del Sonriente Johnson y el Palacio de los Panqueques del Flaco Nelson, hasta el Motel del Álamo en las afueras de la ciudad. El conductor le dijo que fuera a la habitación 231. Chemise llamó con los nudillos, y una voz dijo que pasara. Dentro de la débilmente iluminada habitación, un hombre calvo con un colgante bigote estaba sentado en un amplio sillón, aguardándola. Le recordó a Mingo de Mongo, de las viejas tiras cómicas de Flash Gordon. Sabía quién era antes incluso de que empezara a hablar.
—Soy Tlaloc —dijo el hombre—. Y tú eres Myra Gritzler, conocida también como Chemise, y mi enemiga, decidida a destruirme.
—Cuando lo dices de ese modo, realmente suena ridículo —dijo Chemise.
Tlaloc sonrió.
—Hay una considerable disparidad entre nuestros poderes. Pero posees potencial, querida. No hay que despreciar a un buen enemigo. Y un mago con recursos encuentra una utilidad para todo.
—¿Así que eres realmente un mago? —preguntó Chemise.
—Exacto, como tú ya habías conjeturado. Y soy lo que tú llamarías un mago negro, dedicado a mí mismo y a mis seguidores antes que a esa ilusoria abstracción que los hombres llaman Dios. Soy un notable mago, si me permites decirlo. Mis habilidades son más grandes que las de Paracelso o Alberto Magno, más grandes que las de Ramón Llull o el notable Cagliostro, más grandes aún que las del infame Conde de Saint—Germain.
Chemise le creía. Tlaloc era poderoso, maligno, y su enemigo. Al mismo tiempo, no se sentía amenazada en su presencia. Sabía que él deseaba hablar, ser admirado, y que por ahora su vida no estaba en peligro.
—He de admitir que éste es un siglo fácil para ser un mago —prosiguió Tlaloc—. Hoy en día, la participación en los beneficios ha reemplazado a la religión, y la ciega adoración a la ciencia ha terminado con los últimos vestigios del sentido común. Hace algunos cientos de años, la Iglesia me hubiera quemado vivo. Hoy, los agentes del FBI y la CIA han reemplazado a la Inquisición. Muchos de ellos se hallan a la venta, como la mayor parte de las cosas en este admirablemente pragmático país. La ciencia del siglo veinte me proporciona un poder mayor de lo que ninguno de mis predecesores hubiera podido llegar a imaginar. No sólo hace el trabajo científico, al contrario que la alquimia, sino que constituye también un poderoso sistema de símbolos, una fuente de grandes energías en sí misma.
Chemise escuchaba, apenas atreviéndose a respirar. La maligna ambición que irradiaba del hombre era inconfundible, inquietante. Permanecían ahora sentados frente a frente en camas gemelas, con una única luz que arrojaba sus sombras a la pared.
—Como mi enemiga —dijo Tlaloc—, puede que estés interesada en conocer mis planes, la mejor forma de derrotarme. Brevemente, lo primero que pretendo es conseguir el control político de Norteamérica, cosa que estoy a punto de lograr ya. Mis representantes en China y en la Unión Soviética están preparados para hacerse también con el control de sus respectivos países. No será algo tan vulgar como un golpe de estado; sólo la reunión efectiva del poder suficiente para garantizarme el control de la Tierra.
—Eso es increíble —dijo Chemise.
—Oh, es sólo el principio. Se trata de un medio más que de un fin. El control de la Tierra es una condición previa a la consecución de mi auténtica meta.
—No lo comprendo. Si puedes gobernar la Tierra, ¿qué otra cosa puede llegar a interesarte?
—Tú no conoces el alcance del juego al que estoy jugando. Esta Tierra no es muy importante en el esquema cósmico de las cosas, pese a que sus habitantes opinen lo contrario. Es simplemente un planeta dentro de un universo, metido dentro de un estrato de realidad. Hay muchos estratos de realidad, Chemise, muchos universos, muchas Tierras. En la totalidad de los universos, el omniverso, cada posibilidad a cada nivel, ya sea subatómico, molecular o psíquico, genera sus propios mundos de posibilidad, su propio universo, su propio estrato particular de realidad. Ser consciente de la naturaleza constantemente exfoliante de la realidad supone saber la verdad. Moverse entre los estratos de realidad..., ése es el viaje supremo que te concede el poder, y a cambio otorga la recompensa suprema.
—¿Cuál es esa recompensa?
Tlaloc eludió la pregunta.
—Déjame presentarte mi proyecto en términos prácticos. Hay un planeta llamado Glorm, que existe en un estrato de realidad distinto de éste, pero conectado a él por lo que podríamos llamar, en la terminología de nuestros días, un agujero en la espuma cósmica. Controlar el paso entre la Tierra y Glorm representa controlar los dos extremos de un continuum de supremo poder. Para conseguir eso, debo apoderarme de Glorm tanto como de la Tierra.
—Pero ¿por qué? —preguntó Chemise—. ¿Qué obtendrás realmente de todo ello?
—Has tocado el núcleo del asunto. Pero eso es debido a que eres una bruja. ¿Sabías eso, muchacha?
—Lo sospechaba.
—Eres una bruja, y conoces las respuestas tanto como yo. Dime, ¿cuál es el objetivo de la magia?
—El poder —dijo Chemise, tras pensar un momento.
—Sí. ¿Y cuál es el objetivo del poder?
Ella pensó de nuevo durante un momento, y luego dijo:
—Puedo imaginar muchas respuestas, pero ninguna de ellas parece correcta. No lo sé.
—Y sin embargo, pequeña bruja, sabes mucho para ser tan joven. La respuesta vendrá por sí misma a ti. Cuando sepas el objetivo del poder, sabrás por qué necesito Glorm.
—De acuerdo. Pero ¿por qué me estás diciendo todo esto? ¿Que piensas hacerme?
—Pienso ayudarte.
—Eso no tiene el menor sentido.
—Tú eres mi enemiga, elegida, como lo he sido yo, por el universo, o por la ley del conflicto dramático que caracteriza toda la vida, y que exige que cada protagonista tenga un antagonista. No se me permite operar en el vacío, Chemise. Tengo que tener un oponente. Me siento enormemente complacido de que seas tú.
—Puedo comprender tu placer. Pero como enemigo no soy muy formidable, ¿verdad?
—No —convino Tlaloc, sonriendo—. No te caracterizaría como formidable. —De modo que, si me mataras, el universo podría presentarte un oponente más duro, ¿no es así?
—Exacto. Lo único que lamento es que mis demasiado celosos seguidores mataran a tu estúpido amigo Ron. Con los dos trabajando contra mí, mi victoria estaba asegurada. Contigo sola, es tan sólo casi segura.
—Eres despreciable.
—Bien, tú tampoco eres tan atractiva como todo eso. No obstante, viajar entre realidades te pulirá. Vas a tener que ir a Glorm; es tu única posibilidad de vencerme.
—¿Cómo se supone que voy a ir allí?
—Yo mismo te enviaré. Siempre me encanta ayudar a mis enemigos. Pero solamente si tú deseas ir.
—¡Sí, deseo ir! —aseguró Chemise.
La descripción del viaje entre la Tierra y Glorm vendrá más tarde. Por ahora, digamos solamente que después de algunas instrucciones y preparativos, Chemise se encontró de pronto en el castillo de Drusilla en Ystrad.
Intentar casarse con Vitello fue su primera tentativa de conseguir una posición de influencia en aquel mundo. Al enviarla al limbo, Chuch terminó con aquella tentativa, y necesitó de nuevo la ayuda de Tlaloc para salir de allí. El viaje entre realidades la había transformado de una muchacha gorda y sin atractivo en una mujer esbelta y hermosa. Con su recién activado sentido clarividente, había sondeado el entretejido de interrelaciones y había captado algo extraño en el modo de actuar de Drusilla. La había seguido a Anastragon, y grabado su conversación con Rufus...
Los mejores técnicos de Dramocles estaban apiñados en torno al gran tanque visor tridimensional, intentando interpretar los cambiantes esquemas de coloreadas crestas de eco, trazos de luz y cabalísticas anotaciones que representaban los movimientos de tres flotas espaciales, las de Druth, Crimsole y Vanir, Dramocles se unió a ellos, con Max y Chemise pegados a sus talones. El tanque no significaba nada para Dramocles; confiaba en hombres entrenados para que le dijeran lo que estaba ocurriendo.
Finalmente, el Jefe de Operaciones hizo una anotación en su bloc de notas y se dirigió al rey.
—Un informe preliminar, Sire.
—Adelante.
—Los sectores tres A y seis B informan de un movimiento de sesenta y siete grados en torno al eje tres J, y...
—Dímelo en glormiano sencillo, por favor.
—Bien. El enemigo avanza directamente hacia Glorm, con lentitud, pero acelerando de modo gradual.
—¿Y la flota de Rufus?
—La flota de Rufus se está retirando.
—¿Está dejando pasar al enemigo?
—Sí, Sire, exactamente como vos le ordenasteis.
Dramocles meneó la cabeza.
—Ya no puedes confiar ni siquiera en tus mejores amigos. ¿Por qué no está Rufus traicionándome como se supone que debía hacer? Chemise, ¿estás segura de que oíste lo que dices que oíste?
—Estoy segura, mi Señor.
—Entonces, ¿cuál es la explicación?
En aquel momento la computadora de Dramocles, que había estado escuchando desde la parte de atrás de la habitación, riendo disimuladamente, avanzó.
—Quizá esto lo explique todo —dijo, extrayendo un telegrama de debajo de su capa.
—¡Tú y tus malditos mensajes! —dijo Dramocles.
Rasgó el telegrama, y levo rápidamente su contenido.
Era de Drusilla. Decía:
PADRE COMA NO HE PODIDO PONERME EN CONTACTO CONTIGO COMA POR ESO TE ENVÍO ESTE MENSAIE A TRAVÉS DE TU COMPUTADORA PARA LLEGAR HASTA TI STOP OH COMA PADRE COMA ME SIENTO TERRIBLEMENTE AVERGONZADA AL CONFESARTE QUE HE CONVENCIDO A RUFUS DE QUE TE TRAICIONE POR LO QUE CREÍA QUE ERA EL BIEN COMÚN STOP MI PSICOANALISTA ME HA AYUDADO A VER QUE TODO ELLO ERA UNA REACCIÓN A MIS TRAUMAS DE LA NIÑEZ STOP LO LAMENTO TANTO STOP HARÉ LO QUE PUEDA POR REPARAR LO QUE HE CAUSADO STOP BUENA SUERTE CON LA GUERRA E INTENTA PERDONAR A TU AMANTE Y ENTRISTECIDA HIJA DRUSILLA STOP FIN MENSAJE. —Bien —dijo Dramocles—, esta historia coincide con la tuya, Chemise. Sin embargo, pese a eso Rufus siguió mis órdenes al pie de la letra en vez de hacer lo contrario como le dijo a Dru que haría. Eso es lo que aparentemente ha ocurrido. Cuando llegó el momento, el buen tipo no consiguió reunir las fuerzas suficientes para traicionarme. Sospecho que he sido yo mismo quien me he metido en este lío. Gracias a Dios, aún estoy a tiempo de cambiar la orden. Rufus tiene que detenerlos.
Moviéndose rápidamente para tratarse de un hombre tan gordo, Dramocles agarró el teléfono para emergencias.
Un pequeño espaciocúter llegó a las defensas exteriores de Druth a toda velocidad, decelerando apenas justo antes de que los satélites del perímetro empezaran a disparar. Drusilla se identificó, y se le permitió dirigirse al puerto de amarre. Insistiendo en la extrema urgencia de su misión, se apresuró a lo largo de los corredores de la fortaleza de Druth hasta la Sala de Operaciones de Rufus.
—Querida —dijo Rufus—, éste no es el momento más apropiado...
—¡Escúchame, Rufus! Todo lo que te dije acerca de traicionar a Dramocles... ¡Estaba equivocada, equivocada! ¡Debía de estar loca! Oh, Rufus, ¡lo he estropeado todo!
—En absoluto, amor mío. Sabía que no estabas en tus cabales cuando me pediste que traicionara a tu padre. De modo que, pese a la promesa que te hice, no desobedecí a Dramocles, sino que he seguido sus órdenes al pie de la letra. Sabía que volverías a considerar tu posición, muchacha.
—¿Qué es lo que te dijo que hicieras?
—Me ordenó que dejara pasar al enemigo sin ofrecerle resistencia. ¡Extremadamente poco ortodoxo! Sólo un genio militar intentaría un movimiento tan arriesgado.
—Pero, querido, eso es muy extraño.
—¡La marca de Dramocles! Debe de tener algo realmente bueno en la manga.
—Quizá... Pero hay otra posibilidad.
En aquel momento sonó el teléfono. Uno de los hombres de señales lo tomó.
—Es Dramocles, para vos.
Rufus tomó el teléfono, escuchó atentamente, y dijo:
—Se ha hecho todo como habéis ordenado, Sire. Sí... ¿Qué? ¿Qué es lo que dices? —Accionó el receptor varias veces, luego colgó el auricular—. Interferencias solares. El final sonó embrollado. Pero su significado me llegó lo suficientemente claro. —Volviéndose a su Jefe de Operaciones, dijo—: Preparado para nuevas órdenes.
—Espera —dijo Drusilla.
—Eh?
—Hay otra cosa que debo decirte. Antes de venir aquí, le envié a mi padre un telegrama diciéndole lo que había hecho.
—Entiendo —dijo Rufus— ¿Y que le dijiste de mi?
—Le dije que le estabas traicionando debido a mi influencia, puesto que eso era lo que yo creía que había que hacer en aquel momento.
—¡Maldita sea! Bien, es culpa mía. No debí engañarte. El engaño, incluso para una buena causa, siempre termina mal. Arreglaremos esto luego. En este momento, tengo una orden que transmitir.
—Sea cual sea, no debes hacerlo.
—Dru, no tengo tiempo para...
—¿No comprendes? Desde que ha recibido mi telegrama, Dramocles debe de creer que le estas traicionando. Si es así, entonces las órdenes que te dé a partir de ese momento serán lo contrario de lo que él desea realmente que hagas.
—¿Lo contrario? ¿Es eso posible? —Absolutamente posible, amor mío.
Rufus intentó llamar a Dramocles para una aclaración, pero la actividad de las manchas solares, agravada por las señales de interferencia de las naves del conde John, hacía la comunicación imposible.
Rufus le dijo a uno de sus técnicos que siguiera intentándolo. Se volvió a Drusilla.
—¿Estás segura de que me cree un traidor? ¿Yo, su más antiguo amigo? ¿No es otro de tus planes para terminar con el reinado de Dramocles?
—¡No lo es, te lo juro! —gimió Drusilla.
Rufus sopesó todo aquello. Dramocles había sido conciso, explícito. «¡Contenlos donde están ahora!», había dicho. Pero ¿quería decir precisamente eso? Rufus paseó arriba y abajo por la sala mientras los preciosos segundos iban tictaqueando. Finalmente llegó a una decisión.
—Aunque nominalmente soy un traidor —dijo—, voy a probar mi lealtad a los ojos de los cielos obedeciendo a la errónea creencia de mi Señor de que le estoy traicionando.
Se volvió hacia su Jefe de Operaciones.
—Sigue haciendo retroceder a nuestras naves. Vamos a dejar pasar al enemigo. ¡Ese es el deseo de Dramocles!
Pronto se le hizo evidente a Dramocles que la flota de Rufus no estaba haciendo nada por detener al enemigo, sino que de hecho seguía retrocediendo mientras la flota combinada de John y Haldemar seguía avanzando hacia Glorm.
Dramocles le tendió el telegrama de Drusilla a Chemise. Ésta lo leyó y pensó durante unos momentos. Luego preguntó:
—¿Dónde está ahora lady Drusilla?
—En casa, supongo —dijo Dramocles.
Hizo llamar a Ystrad. Un sirviente respondió y le dijo que la sacerdotisa había abandonado la casa hacía unas horas, para resolver un asunto urgente en Druth.
—¿A qué habrá ido a Druth ahora? —meditó Dramocles.
—Sólo puede haber una razón —dijo Chemise—. Ha ido a ver a Rufus y le ha confesado lo que ha hecho. Rufus, creyendo que tú lo consideras un traidor, está intentando dedicadamente cumplir con tus auténticos planes invirtiendo tus órdenes para hacer lo que cree que en realidad deseas que haga.
—Eso es un poco complicado para Rufus —dijo Dramocles—. De todos modos, pienso que es posible que sea como tú dices. ¡Vaya lío! Pero aún estamos a tiempo de corregirlo. Una nueva orden será suficiente para lanzar la flota de Druth a la batalla.
Dramocles se dirigió a un teléfono, Antes de que pudiera marcar ningún número, una resplandeciente luz púrpura apareció en medio de la Sala de Guerra. Pulsaba fuertemente, y de ella surgía el incongruente sonido de unas campanillas. Aparecieron destellantes líneas de luz rojas y amarillas, fulgurando corno exhibiciones medievales de verbosidad, y hubo sonidos de trompetas, tampoco el lejano retumbar de timbales estaba ausente, aunque apareció más tarde.
Cuando la luz púrpura se desvaneció, un hombre estaba de pie en su lugar. Era alto y robusto, y se envolvía con una larga capa iridiscente de cuello alto. Bajo ella llevaba tan sólo un simple mono de una pieza de nailon rojo. Estaba algo más allá de la mitad de su vida, era calvo, y lucía un largo, delgado y caído bigote que hacía que se pareciera a Mingo de Mongo.
Todo el mundo se quedó momentáneamente alelado, excepto la computadora, que pese a todo lo fingió por razones propias. Finalmente, Dramocles encontró su lengua —la tenía pegada al paladar, corno siempre—, y dijo:
—¡Padre! ¿Eres realmente tú?
—Por supuesto que soy yo —dijo Otho—. Vaya sorpresa, ¿eh, chico?
Chemise tiró con urgencia de la manga de Dramocles.
—¿Dices que es tu padre? ¡Eso es imposible! Conocí a este hombre en la Tierra. ¡Es Tlaloc!
—No comprendo nada de esto —dijo Dramocles—, y me gusta todavía menos. Papá, se suponía que estabas muerto. Parece que tenemos algunas cosas que discutir. Pero primero tengo que hacer una llamada telefónica muy importante.
—Sé lo de la llamada a Rufus —dijo Otho—, y debo pedirte que aguardes unos instantes. Tengo que darte una información que puede que pese en tu decisión final.
Dramocles parecía escéptico. —Bien, hazlo rápido —dijo— Tengo una guerra interplanetaria que va a empezar de un momento a otro.
Otho encontró una silla y se sentó. Cruzó las piernas, abrió la cremallera de uno de los bolsillos de su mono, y encontró un puro. Lo encendió y dijo:
—Supongo que te estarás preguntando qué estoy haciendo aquí, cuando se supone que resulté muerto en una explosión en el laboratorio de Gliese hace treinta años. Lo que realmente ocurrió es esto...
Imaginando lo que iba a venir a continuación, todo el mundo en la Sala de Guerra se preparó para una larga e inevitable interpolación.
Otho había alcanzado el trono de Glorm inmediatamente después de la supresión del Declive Suessiano, esa herejía que, por absurda que parezca hoy en día, amenazó en aquellos tiempos con sumir a todo Glorm en una contienda civil y religiosa. Aunque ésta no es una historia política ni religiosa, y mucho menos una relación de la vida en Glorm desde sus tiempos primitivos, es necesario retroceder un poco en el tiempo para hacer que la vida y la época de Otho resulten comprensibles para los lectores no nativos de Glorm.
Glorm se desarrolló exactamente igual que otros muchos planetas, hasta en sus más mínimos detalles. Tras su nacimiento a partir del ardiente sol, el planeta se enfrió y se asentó. Su atmósfera era rica en oxígeno, y había océanos y lagos de agua estabilizada, algo necesario para la vida protoplasmática. El primer destello de vida se desarrolló misteriosamente, o fue traído desde otro lugar al planeta..., nadie lo sabe. La naturaleza se puso repentinamente a trabajar, y siguió la habitual progresión de formas simples cambiando a formas más complicadas, líquenes convirtiéndose en bosques de pinos, el nacimiento de plantas con flores, la era de los reptiles, los peces arrastrándose fuera del mar y convirtiéndose en mamíferos, el surgir del hombre, la primitiva tecnología, los albores de la filosofía, la primera ciencia, y todo lo demás. El desarrollo de Glorm hasta ese punto no tuvo nada de excepcional.
Glorm, Crimsole y Druth compartían un rasgo único. Este era la existencia de enormes montículos de fabricación humana, algunos de ellos de kilómetros de largo, esparcidos por la mayor parte de todas sus masas de tierra firme. Esos túmulos, como eran llamados, existían desde los tiempos prehistóricos. No había ninguna explicación de su existencia. El hombre primitivo era adorado en Glorm como el último vestigio de los dioses que se habían marchado. Poco después el hombre había intentado descubrir lo que estaba enterrado en ellos, pero se vio frustrado por el cascarón de cemento armado que encerraba cada uno de los túmulos debajo de unos pocos metros de tierra y polvo.
El primero de esos misteriosos montículos no pudo ser abierto hasta la época de Horu el Husmeador. Horu era un ingeniero de la Edad de Bronce que había aprendido cómo fabricar acero gracias a unos sueños en los cuales un espíritu llamado Bessemer le había explicado las técnicas. El Proceso Horu, como fue llamado, permitió a los habitantes de Glorm fabricar herramientas de acero con las cuales romper el cascarón de cemento.
Dentro de los túmulos había enormes cantidades de maquinaria, todavía en estado de funcionamiento tras incalculables siglos. Algunos túmulos de los más grandes se descubrió que no contenían más que espacionaves, y ése fue el descubrimiento que impulsó a Glorm a la era del vuelo espacial, antes de que nadie hubiera inventado siquiera la mecánica cuántica.
El hallazgo clave ocurrió en el Túmulo Largo de Glorm, en las colinas de los Alpes Sardapianos. Este montículo, de sesenta kilómetros de largo por cinco de ancho, estaba compuesto enteramente por espacionaves, estacionadas muy juntas las unas de las otras y separadas entre sí tan sólo por una extraña sustancia blanca que más tarde empezó a ser conocida como poliestireno expandido. Fueron extraídas al menos quince mil naves aptas para su uso, y muchas más desaparecieron para ser vendidas luego como recuerdos. Las naves eran pequeñas, sencillas de maniobrar, armadas con armas láser, y accionadas por unidades de energía selladas. Fueron identificadas como productos de la Vieja Tierra. La razón de su concentración en Glorm, Crimsole y Druth era desconocida. La conjetura principal era que tenían algo que ver con el intento de los terrestres de escapar de su planeta condenado, un intento abortado por la rapidez de la todavía inexplicada catástrofe debida a los aerosoles. Así, Glorm y los demás planetas entraron en la Era del Vuelo Espacial, que rápidamente se convirtió en la Era de la Guerra Espacial.
Fue en aquel tiempo cuando los venir emigraron del Centro Galáctico en sus espacionaves hipersaltarinas, entrando en la historia y complicándola inmediatamente. Sin embargo, las distintas guerras, alianzas, tratados y batallas en que se vieron implicados no forman parte de esta historia.
A lo largo de este periodo hubo varios intentos de formar gobiernos mundiales, pero Glorm no se unificó políticamente hasta el reinado de Ilk el Perjuro, llamado así porque era capaz de jurar cualquier cosa con tal de conseguir sus fines. La unificación planetaria hizo posible otro sueño: el control único de todos los planetas locales, o «Regla Universal», tal como fue llamada, de una manera un tanto grandiosa. El Imperio de Glorm vino y se fue, y el padre de Otho, Deel el Insondable, fue el primero en declararlo públicamente como una proposición no válida y proponer en su lugar el principio republicano tal como se aplica a los reyes. Otho prosiguió el trabajo de su padre y, al término de su reinado, la paz entre los planetas era una realidad.
Otho era un hombre de gran inteligencia, voluntad de hierro y violenta ambición. Con el ejercicio de la guerra, el deporte de los reyes, fuera de su alcance por decisión propia, miró a su alrededor en busca de otra cosa que hacer, algo lo suficientemente intrépido y arriesgado como para atraer y retener su a veces veleidosa atención. Tras probar el ajedrez, la pesca de la trucha, la pintura de paisajes, y el trial con bicicleta, artes en todas las cuales sobresalía, se volvió hacia el ocultismo.
En tiempos de Otho, el ocultismo incluía la ciencia, un profundo misterio en sí misma para los glormianos, que habían heredado entera su tecnología, la utilizaban ciegamente, tenían muy poca o ninguna idea de cómo funcionaba, y no podían repararla cuando se estropeaba. El enfoque de Otho se produjo a varios niveles. Sospechaba que ciencia y magia eran realidades coexistentes, intercambiables en muchas formas. Pese a esta penetración, es probable que Otho se hubiera convertido en un mero aficionado de no haber adquirido, en una trascendental operación comercial, una avanzada computadora de la Tierra, junto con un talentudo técnico robótico llamado doctor Fish. Por esas dos máquinas semisensibles, Otho pagó al rey Sven, padre de Haldemar, la carga de mil espacionaves de cerdos. La barbacoa de carne de cerdo que siguió a esto ha quedado en los anales de la historia vanir.
La computadora podía ser considerada como una cosa viviente. No poseía funciones corporales excepto ocasionales e inexplicadas descargas de electricidad. En sus años en la Tierra, había conocido de hecho a sir Isaac Newton. En la época de su encuentro, en 1718, Newton era ya reconocido como el más sobresaliente científico inglés. Hombre tranquilo y sin pretensiones, complacido con los honores que sus logros le habían reportado, Newton eligió no revelar sus descubrimientos en el campo de la magia a la supersticiosa nobleza entre la cual vivía. El mundo no estaba preparado aún para tal conocimiento, y no lo estaría hasta que la humanidad hubiera alcanzado un nivel moral y científico mucho más alto. Newton se guardó para sí sus conocimientos ocultistas, dejándolos entrever tan sólo en los muchos volúmenes de arcanos que escribió en sus últimos años. Pero no vio ningún mal en discutir lo que sabía con el extraño y brillante exiliado letón que se ganaba la vida puliendo lentes para Leeuwenhoek y otros.
Posteriormente, la computadora instruyó a Otho en los misterios de Newton, aunque negando tener el menor interés personal en ellos. La computadora estaba interesada en los hombres, a los que encontraba más interesantes y menos predecibles que las partículas subatómicas cuyas costumbres y configuraciones había estado estudiando previamente. Cuando se le pidió que explicara algunas irracionalidades, inconsistencias e incluso claras contradicciones en su comportamiento, la computadora respondió que estaba practicando para ser un hombre. La propia historia de la computadora —cómo había sido construida, cómo llegó a visitar el Londres del siglo XVIII por qué se había convertido más tarde en parte del botín de una nave en Vanir—, aunque interesante en sí misma, no tiene cabida en este relato.
Bajo la tutela de la computadora, y oculto del público en general, Otho aprendió muchas materias de curiosa y profunda naturaleza. Se convirtió en un ocultista, y probó poseer un increíble don para la Obra. La computadora decía a menudo que Otho era mejor que cualquier otro mago al que jamás hubiera conocido, mejor que Alberto Magno y Paracelso, mejor incluso que Ramón Llull, el polimatemático mallorquín. A quien más se parecía, dijo la computadora, era a un terrestre llamado doctor Fausto, un mago de gran capacidad, que terminó mal y cuya historia ha sido contada en muchas embarulladas versiones.
Los auténticos magos son hombres extremadamente prácticos y testarudos. Son corredores de bolsa espirituales, que intentan obtener la exclusiva del más preciado de todos los bienes, la longevidad. La vida es algo fundamental para todas las empresas, adquirirla constituye la más fundamental de las ocupaciones. El mago, profeta, chamán o místico busca los efectos rejuvenecedores del viaje astral. Mediante la larga práctica en estado de trance, adquiere el poder de separar la mente del cuerpo y proyectar la esencia de sí mismo a otros tiempos y lugares. La personalidad del mago puede sobrevivir a la muerte de su cuerpo, al menos por un tiempo. La cantidad de tiempo depende de la energía que pueda atraer, almacenar y dirigir. Vivir es un asunto de energía.
Los magos modernos pueden rodear los tediosos métodos del pasado e ir directamente a la fuente de energía..., la explosión de los átomos, la liberación de las partículas últimas. Controlando esas fuerzas dentro de las líneas de una visualización mandálica, el mago puede proyectarse a otro mundo, a otra realidad.
Viajar entre realidades es la forma de vivir eternamente.
Eso es lo que Otho le dijo a su hijo de veinte años, Dramocles, poco antes de partir hacia su laboratorio en Gliese, la más pequeña de las tres lunas de Glorm, y volarlo en pedazos, con él dentro, aparentemente.
En realidad, Otho no murió. Había planeado la explosión. Mientras ésta se producía, Otho viajó hacia una dimensión distinta a través de un agujero en la espuma cósmica. Fue a salir a un lugar llamado Tierra, que tenía una historia distinta de la de la Tierra existente en la realidad de Otho. En esa realidad, Glorm no existía.
En su charla final, Otho le había hablado a Dramocles de su destino. El joven Dramocles había quedado maravillado ante el esplendor que se abría ante él; porque Otho planeaba la inmortalidad para su hijo al mismo tiempo que para sí mismo, planeaba que los dos se convirtieran en algo parecido a dioses en el cosmos, autosuficientes y no ligados a nada en absoluto. Dramocles había comprendido también la necesidad de hacer que el recuerdo de su destino fuera suprimido de su mente por un tiempo. Otho se había concedido a sí mismo treinta años para conseguir el control de la Tierra. Durante ese tiempo necesitaba que Dramocles gobernara tranquilamente, pasivamente, inconscientemente. Dramocles tenía que aguardar, y era mejor para él no saber siquiera lo que estaba aguardando.
—Pero ahora —dijo Otho—, el último velo ha sido alzado. Nos hallamos juntos de nuevo, querido hijo, y el momento de tu destino ha llegado por fin. El acto definitivo se acerca.
—¿Qué acto definitivo? —pregunto Dramocles.
—Me refiero a la gran guerra que está a punto de empezar, tú y Rufus contra John y Haldemar. Eso es lo que planeé, y debe ocurrir. Necesitamos un holocausto atómico para producir la energía suficiente como para abrir el agujero entre la Tierra y Glorm, y mantenerlo abierto. Entonces podremos viajar entre realidades como nos plazca, utilizando nuestra energía para conseguir más energía. Tú y yo, Dramocles, y nuestros amigos, controlaremos el acceso a otras dimensiones. Seremos inmortales y viviremos como dioses.
—Pero ¿has tenido en cuenta el precio? —preguntó Dramocles—. La destrucción será algo inimaginable, especialmente en Glorm.
—Eso es cierto, y nadie lo lamenta más que yo. Si hubiera alguna otra forma, no utilizaría ésta.
—La guerra todavía puede detenerse.
Y ése sería el fin de nuestros sueños, nuestra inmortalidad, nuestra deificación. Todos ellos estarán muertos dentro de unas pocas décadas, de todos modos. ¡Pero nosotros podemos vivir eternamente! Ése es tu destino, Dramocles, y el momento de tu decisión es éste. ¿Qué quieres hacer?
¡El momento de la decisión! Finalmente los largos años de espera habían terminado. Ahora Dramocles sabía cuál era su destino, y la terrible elección que se le exigía. Era un abrumador conocimiento, y requería de él una agónica decisión. Todo el mundo en la Sala de Guerra lo observaba, algunos con el aliento contenido, otros no. Cada momento parecía estirarse y prolongarse, hacerse más y más largo, como si el propio tiempo estuviera aguardando a que las deliberaciones de Dramocles llegaran a alguna conclusión.
Chemise intentó leer la expresión en los amarillos ojos de Dramocles. ¿Hacia qué dirección se inclinaba? ¿Iba a tener compasión hacia el mundo de los mortales, al cual, temporalmente al menos, pertenecía? ¿O había conseguido Otho, con sus bien formuladas palabras mágicas, cautivar la bondadosa pero notoriamente errabunda atención del rey?
Los labios de Dramocles se movieron, pero aunque todos aguzaron la atención para poder oír, ningún sonido traducible surgió de ellos, nada excepto un débil susurro de respiración que, pese a su aparente carencia de significado, todos buscaron interpretar.
Finalmente, Dramocles emitió un profundo suspiro y dijo:
—Sabes, papá, esa cosa de la inmortalidad es realmente tentadora. Pero no es bueno matar a todo el mundo excepto a tus amigos. Es algo más que simplemente malo..., es clara y rotundamente malvado.
—Sí, lo es —admitió Otho—. Aquello que conduce a la muerte a la mayoría puede con toda justicia ser llamado algo malvado por aquellos cuyas vidas van a ser tomadas. Pero uno no puede ser tan sentimental. Matar para vivir es la condición universal de la cual nada ni nadie está exento. Para la zanahoria, el conejo es la auténtica personificación de la maldad. Y así es también, hacia arriba y hacia abajo, en toda la cadena de la vida.
Una alarma sonó encima del tanque visor. El Jefe de Operaciones llamó la atención de Dramocles sobre el hecho de que las naves de Rufus estaban fuera de contacto con el enemigo y seguían retirándose. Había que tomar inmediatamente una decisión si Dramocles quería conseguir alguna ayuda de la flota de Druth.
—Puedo concederos unos cuantos minutos más —dijo Otho—. Voy a crear un pequeño nexo que nos permitirá operar momentáneamente fuera del tiempo mientras terminamos nuestra discusión.
Otho hizo una pausa para crear un pequeño nexo. Parecía una semiesfera de un material brillante y diáfano, y envolvía enteramente la sala de control.
—Siempre te he considerado un buen padre y un hombre compasivo —dijo Dramocles—. ¿Cómo puedes tomar en consideración el matar a millones de personas, aunque el beneficio para ti sea tan grande como la inmortalidad?
—No estás mirándolo desde el enfoque apropiado —dijo Otho—. Desde el punto de vista de un inmortal, los seres humanos son algo tan efímero como la mosca común. Pese a todo, los salvaría si pudiera. Pero cuando la recompensa de convertirte en un dios está al alcance de tu mano, la moral estándar humana ya no puede aplicarse.
—Eso es demasiado para mí. —Entonces olvida la inmortalidad. Es un concepto idealizado, de todos modos. De lo que estamos hablando en realidad es de una inconmensurable longevidad, y todo lo que intentamos conseguir es ir desde este momento de la vida al siguiente, exactamente igual que cualquier otra criatura viva. Este momento, y la esperanza del siguiente, es todo lo que tenemos.
—Tenemos este momento, y mataremos a fin de alcanzar el momento siguiente, y seguiremos haciéndolo siempre. ¿Es correcto así?
—No lo haremos siempre. Sólo durante tanto tiempo como desees. Vivir un día o vivir eternamente requiere las mismas decisiones, las mismas tristes elecciones. Se necesita energía para vivir. Una rosa necesita energía con tanta seguridad como un rosacruz. La muerte es siempre el resultado de un fallo de energía.
Otho hizo una pausa para ver cómo iba desenvolviéndose el nexo. Se disolvía al ritmo habitual. Todavía disponían de unos breves momentos de paréntesis.
—Puesto que la energía es una exigencia irreductible de la existencia, es adecuado buscarla a fin de mantener tu propia existencia. Sin embargo, debes comprender las ramificaciones de todo esto. No existe la homeostasis en la naturaleza, ningún punto donde uno pueda decir: «De acuerdo, ya basta, voy a descansar un momento». Nunca hay suficiente, siempre ha de existir más energía, energía o muerte. La lucha por sobrevivir es una condición universal. La energía que uno necesita para sí mismo es algo malvado para todos los demás buscadores, y eso es cierto a lo largo de todo el espectro de la vida. Cuando la inteligencia entra en el cuadro, la necesidad de energía se hace aún más grande, las cuestiones morales más agudas. Y de pronto llegas al punto donde la inteligencia debe dejar atrás al instinto o perecer. Tu elección, Dramocles, es vivir como un dios o morir como un hombre. Tienes todas las evidencias ante ti. Es el momento en que debes decidir.
Antes de que Dramocles pudiera hablar, su computadora avanzó unos pasos, con la capa ondeando.
—Debo señalar —dijo—, que no todas las evidencias han sido oídas todavía. Dramocles, tengo lo que habéis estado buscando durante tanto tiempo. Es la clave. La clave clave. Y descorrerá todos los cerrojos que cierran aún vuestra memoria.
—Dámela —pidió Dramocles.
— La plume de ma tante —dijo la computadora.
La clave clave descorrió los cerrojos del recuerdo de un día, hacía treinta años. Otho acababa de abandonar Glorm en su yate espacial, camino de su laboratorio en la luna Gliese que muy pronto estallaría, destruyéndole aparentemente a él en la explosión atómica. Entre los muy pocos que sabían lo contrario estaban Dramocles, la computadora y el doctor Fish.
Dramocles había recordado siempre a su padre con amor y agradecimiento. O así lo había creído. En este recuerdo, sin embargo, eso no era en absoluto cierto. En este recuerdo odiaba a su padre, lo había odiado desde la infancia, considerándolo un hombre tiránico, obcecado, egoísta, y demasiado obsesionado con sus grandiosas nociones ocultistas.
Padre e hijo habían hablado antes de la partida de Otho, y la conversación lo había sido todo menos amistosa. El joven Dramocles se había opuesto vehementemente al plan de Otho de inmortalidad personal al precio de muchos millones de vidas. Y había considerado los planes de Otho para el propio Dramocles y para su reinado como algo totalmente inaceptable. Dramocles se sentía furioso contra su padre no sólo por negarse a morir, sino también por insistir en ejercer su control sobre su hijo desde más allá de la tumba o dondequiera que fuese, convirtiendo así la vida de Dramocles en apenas una nota a pie de página de su monstruosamente prolongada existencia.
—No voy a seguir tus planes —le había dicho a Otho—. Cuando sea rey, haré lo que me plazca.
—Harás lo que yo quiero que hagas—le había dicho Otho—, y lo harás por tu propia voluntad.
Dramocles no había comprendido. Se había quedado con el doctor Fish en la más alta torre de observación de Ultragnolle, viendo cómo la nave de su padre, un amarillo punto de luz, se perdía rápidamente en el insondable cielo azul.
—Por fin se ha ido —le dijo a Fish—. Por fin me he librado de él, vaya donde vaya. Ahora por fin puedo...
Había sentido una punzada en un brazo, y se había vuelto, sobresaltado, para ver al doctor Fish retirar una diminuta jeringuilla.
—¡Fish! ¿Qué significa esto? ¿Por qué...?
—Lo siento —dijo Fish—. No tengo elección en este asunto.
Dramocles había conseguido dar dos pasos hacia la puerta. Luego ya estaba cayendo a través de un tenebroso mar de enervación, lleno de extrañas llamadas de pájaros y sobrenaturales risas, y no supo nada más hasta que regresó a la conciencia. Se encontró en el laboratorio del doctor Fish. Estaba atado a una mesa de operaciones, y Fish se hallaba de pie junto a él, examinando el filo de un psicomicrótomo.
—¡Fish! —exclamó— ¿Que estas haciendo?
—Voy a realizar una excavación memorística y una replantación en vos —dijo Fish—. Me doy cuenta de que no debería hacerlo, pero no tengo otra elección, debo obedecer las órdenes de mi amo. El rey Otho me ordenó que alterara y reordenara todos los recuerdos relativos a vuestro destino y el suyo y, muy especialmente, vuestra última conversación con él. Creeréis que murió en la explosión atómica en Gliese. —Fish, tú sabes que eso no está bien. Suéltame inmediatamente.
—Además, se me ha ordenado extirpar, alterar o sustituir varios otros recuerdos, yendo tan lejos como sea preciso en vuestra infancia. Recordaréis a Otho como a un amante padre.
—¡Ese bastardo de helado corazón!
—El desea ser recordado como generoso.
—Ni siquiera quiso regalarme un trineo para la nieve por mi cumpleaños.
—Lo consideraréis como un hombre esencialmente moral, excéntrico pero cariñoso.
—¿Después de todo lo que me ha dicho hace un momento? ¿Acerca de matar a todo el mundo a fin de que él pueda ser inmortal?
—No recordaréis nada de eso. Manipulando juiciosamente algunos recuerdos clave, Otho espera ganar vuestro amor, y a partir de ahí vuestra obediencia. No recordaréis nada de esto, Dramocles, ni siquiera esta conversación. Cuando os levantéis de esta mesa, pensaréis que habéis descubierto por vos mismo vuestro destino. Os daréis cuenta de que no podéis hacer nada al respecto hasta dentro de treinta años. Tras pensar mucho en ello, me pediréis que prepare vuestra memoria en ese sentido, conectándola a una frase clave que una Recordadora pueda guardar para vos hasta el momento adecuado. Tras la cual me haréis estallar..., no realmente, por supuesto, aunque vos pensaréis que sí. Me tomare unas vacaciones de treinta años, y vos disfrutaréis de un reinado tranquilo, siempre preguntándoos qué es lo que se supone que vais a hacer con vuestra vida, hasta que, finalmente, lo averigüéis.
—¡Oh, Fish! Tú puedes darte cuenta del terrible error que es todo esto. ¿Tienes que hacerme todo lo que dices?
—Lamentándolo mucho, debo hacerlo. Soy incapaz de rechazar una orden directa de mi amo. Pero hay un interesante punto filosófico a considerar. En lo que a la ley de Glorm se refiere, Otho va a morir dentro de pocas horas.
—¡Por supuesto! De modo que, si aplazas un poco la operación, yo seré tu amo, y podré cancelar la orden.
—No puedo hacer eso. Un retraso sería algo impensable, una violación a la más profunda ética de las máquinas. Debo operar inmediatamente. Y creedme, vuestra posición sería peor si no lo hiciera. Ahora bien, mi pensamiento era éste: debo hacer lo que Otho me ha ordenado, pero no hay ninguna razón por la cual no pueda hacer también algo por mí mismo, en beneficio de mi futuro amo.
—¿Qué es lo que puedes hacer, Fish?
—Puedo prometer devolveros vuestros auténticos recuerdos durante vuestro encuentro final con Otho.
—Eso sería muy considerado por tu parte, Fish. Discutámoslo un poco más.
Dramocles se debatió en sus ligaduras. Luego sintió otro pinchazo en el brazo, y aquél fue el final de esos recuerdos hasta el momento presente.
Si Otho se sintió apenado ante las revelaciones de la computadora, lo ocultó muy bien. Reclinándose en su asiento y encendiendo una fina y moteada panatela, le dijo: —Me sorprendes, traicionándome sobre la base de un discutible subterfugio legalista. —Volviéndose a Dramocles, dijo—: Sí, hijo mío, todo eso es cierto, hice alterar tus recuerdos. Pero no hubo malicia en ello. Pese a lo que puedas pensar, siempre te he querido, y simplemente deseaba que tú me quisieras también a mí.
—Lo que tú querías era obediencia —dijo Dramocles—, no amor.
—Necesitaba tu sumisión a fin de poder hacerte inmortal. ¿Es eso tan terrible?
—Querías la inmortalidad para ti mismo.
Otho meneó vehementemente la cabeza.
—Para ambos. Y todo hubiera funcionado perfectamente, si Fish no hubiera decidido interferir en las vidas de los humanos.
En ese momento, la computadora dio unos pasos adelante, haciendo revolotear su negra capa.
—Yo aconsejé a Fish en este asunto —dijo—. A Fish y a mí nos gustan los seres humanos. Por eso he puesto al descubierto tu plan. Los humanos son la cosa más interesante del universo, al menos por lo que sabemos hasta ahora, más interesantes incluso que los dioses, los demonios, las ondas o las partículas. Ser un humano es lo mejor que uno puede desear, Otho, y un universo de inmortales sin gente humana es una perspectiva muy deprimente. Tus planes parecían apuntar en esa dirección.
—Idiota, me comprendiste mal —dijo Otho—. Necesitaba un estallido original de energía para abrir el agujero en la espuma cósmica, eso era todo.
—Pero la energía siempre necesita más energía dijo la computadora—. Tú mismo lo has dicho.
Otho iba a replicar, pero en ese preciso momento el nexo dio sus últimos estertores y desapareció. Devueltos bruscamente a tiempo real, se encontraron con una Sala de Operaciones sumida en el pánico, el pandemónium y la parálisis. Las pantallas de televisión destellaban espantosas informaciones. Las flotas espaciales se hallaban en pleno movimiento, y las amplias posibilidades se iban estrechando rápidamente a predeterminadas conclusiones.
Dramocles reaccionó repentinamente.
—¡Pasadme el teléfono! —rugió—. ¡Rufus! ¿Puedes oírme? —Aguardó la respuesta de Rufus, luego dijo—: Esta es la gran orden, la definitiva. ¡No luchar! ¡Retirada! ¡Retirada inmediata!
Colgando de un golpe el teléfono, se volvió a Max.
—Quiero que contactes con el conde John. Dile que Dramocles capitula. Dile que no pongo condiciones, renunciaré incluso a mi trono con tal de mantener la paz. ¿Has comprendido?
Max adoptó una expresión de infelicidad, pero asintió y se apresuró al teléfono.
Dramocles miró a Otho, y dejó traslucir algo de su resentimiento cuando dijo:
—La guerra ha terminado, y el holocausto atómico es imposible. Eso debería deteneros a ti y a tu asquerosa inmortalidad. —Siempre fuiste un hijo desagradecido —dijo Otho—. Haré que lamentes esto, Dramocles. Pero al diablo con ello, y contigo también.
Se levantó y se dirigió hacia la escalera de caracol que conducía a un jardín en el techo de la Sala de Operaciones. Se volvió en lo alto de la escalera y gritó:
—¡Eres estúpido, Dramocles, simplemente estúpido!
Y desapareció.
Rufus colgó el teléfono. Era plenamente consciente de la aleteante irreversibilidad de aquel momento, aquel amoral e impenitente momento, transmutándose de modo inflexible en el siguiente momento, y luego en el otro que venía a continuación. Sus hombres le observaban expectantes. Drusilla le contemplaba con aquella extraña mirada que había empezado a aborrecer. Todos estaban aguardando a que tomara la decisión definitiva.
Rufus no sabía qué hacer. La orden de Dramocles no tenía sentido. ¿Qué ventaja esperaba conseguir con ella? Rufus conocía las dimensiones y las posibilidades de las defensas militares de Glorm tan bien como el propio Dramocles. Ninguna estratagema, ningún subterfugio podía recuperar el control de la situación una vez las naves enemigas hubieran pasado de un cierto punto, si de hecho no lo habían pasado ya.
A menos que Dramocles pretendiera realmente rendirse... Pero eso era impensable.
Rufus se sujetó la cabeza, intentando detener el zumbido y el martilleo de sus pensamientos. ¿Qué debía hacer? Suponiendo que deseara ayudar a Dramocles —una suposición que cada vez se hacía más difícil de mantener—, debía hacer aquello que Dramocles deseaba. Pero ¿qué era lo que deseaba realmente Dramocles? ¿Ataque o retirada? ¿Emboscada o capitulación?
Puesto que no había nada seguro en qué basar su decisión, Rufus decidió hacer lo que él creía que era lo mejor.
Se volvió hacia sus comandantes.
—¡Ataque! —gritó, o mejor dicho aulló, debido a la emoción y a que se había quedado sin aliento.
—¿Ataque a quién? —aullaron sus comandantes en respuesta, aferrados al último detalle, tal como habían sido adiestrados.
—¡A las flotas de John y Haldemar! ¡Vamos a barrerlas, muchachos!
Sus oficiales se miraron los unos a los otros. El primer comandante dijo:
—Lord Rufus, el enemigo está irrecuperablemente fuera de alcance. Cuando lo alcancemos, estará ya sobre Glorm. No hay forma alguna de que podamos impedir que bombardee el planeta. Dramocles deberá rendirse.
—Ya habéis oído mi orden. Perseguid y destruid al enemigo.
—La flota de Glorm se interpondrá en nuestro camino.
—No importa. Destruidla también si interfiere. Actuad ya.
Las aletas de la nariz de Rufus temblaban, los músculos de sus mejillas y frente estaban contraídos por la emoción. Las arrugas de la tensión fruncían su rostro desde los lados de la nariz hasta la barbilla.
Sus comandantes se quedaron simplemente de pie, mirándole. Rufus les devolvió la mirada. Luego sus hombros se hundieron.
—Cancelad esa última orden —dijo—. Que la flota mantenga sus posiciones. Dramocles se rinde. La guerra ha terminado.
La nave insignia del conde John, la Ponedora de Huevos Uno, estaba equipada con todo lo necesario para un potentado en el espacio. El propio John ocupaba una suite de tres habitaciones, situada en el centro de la nave. Era una reminiscencia de los salones privados de los antiguos ferrocarriles de la Tierra, con sus sillas con brazos envolventes y respaldos de barrotes, su porcelana china, sus divanes capitonés y sus bargueños estilo Wedgewood. John estaba sentado ante una elegante mesita de palisandro, escribiendo sus notas de la campaña de Glorm. Planeaba convertirlas más tarde en una serie de televisión. Anne disponía de una suite separada pero contigua a la suya.
Fue allí donde lo encontró su ayuda de cámara, poco después de la llegada de la flota a la periferia de Glorm.
—Sire —dijo el ayuda de cámara—, hemos establecido contacto con el enemigo.
—Espléndido —dijo John— ¿Ha empezado ya la lucha?
—No, Sire. Hemos recibido un desconcertante mensaje de Glorm.
—¿Qué es lo que dice?
—Es del propio Dramocles, Sire. Se rinde.
John apartó sus cortas piernas de la mesita y se puso en pie. Lanzó al ayuda de cámara una mirada suspicaz.
—¿Se rinde? Tiene que ser un truco. ¿Dónde está la flota de Glorm?
—Se ha retirado, Sire. Tenemos el camino hasta Glorm libre. Dramocles ha anunciado públicamente su intención de evitar la guerra a cualquier precio. Ha ofrecido incluso abdicar, si ésa es la única forma de conseguir la paz.
La puerta que unía las dos suites se abrió, y Anne entró. Llevaba un uniforme de ceremonia grisazulado, y su pelo cobrizo estaba recogido hacia atrás y oculto bajo una gorra militar. Las insignias de sus hombros la identificaban como un general de marines. Había tenido la intención de conducir la primera fuerza de choque en persona, no por innata belicosidad, sino simplemente para conseguir que la guerra resultara lo más económica posible debido a las dificultades financieras de Crimsole.
—¿Qué hay de Rufus? —preguntó al ayuda de cámara.
—No ofrece oposición. Sus fuerzas permanecen en el perímetro de Druth.
—Es extraño —dijo John— No es propio de Dramocles rendirse sin luchar. Me pregunto si no estará preparando algún ardid de guerra.
—¿Cómo iba a hacerlo? —preguntó Anne—. Tenemos controladas todas sus fuerzas y las de Rufus. No le queda nada con que atraparnos.
—Entonces, ¿crees realmente que se rinde?
—Creo que sí —dijo Anne—. De otro modo, ¿por qué iba a dejar a Glorm abierto a nuestro bombardeo?
John paseó arriba y abajo por la estancia, las manos unidas a la espalda. Estaba perplejo ante aquel giro de los acontecimientos. En ningún momento había creído que pudiera vencer a su hermano mayor. Ahora que tenía la victoria al alcance de la mano, parecía sentir cierta inseguridad. Meneó vigorosamente la redonda cabeza, atrapando sus quevedos antes de que fueran a parar al otro lado de la habitación. Finalmente, empezó a empaparse de la realidad. ¡Había vencido! —Bien, bien —dijo—. ¿Te has dado cuenta, Anne? ¡Hemos vencido!
Anne asintió, sin sonreír.
—¡Brindemos por toda la flota! —dijo John—. Debemos celebrar la victoria. Contacta con mis proveedores, diles que tenemos que vernos inmediatamente. ¿Alguien le ha dicho algo a los periódicos? Lo haré yo personalmente. Y hay que comunicárselo también a la televisión.
—Sí, Sire —dijo el ayuda de cámara.
John se dio cuenta de que tenía que dar un montón de órdenes, pero no estaba seguro de lo que tenía que hacer primero. Creía recordar que el protocolo en estos asuntos exigía que el rey derrotado se presentara ante él debidamente encadenado. Pero ¿eso era antes o después de la ceremonia formal de la rendición? Tendría que mirarlo.
—El conde te dará luego más instrucciones —dijo Anne al ayuda de cámara—. Ahora márchate, di a las tropas que permanezcan en estado de alerta, pero que no realicen ninguna acción agresiva.
El ayuda de cámara saludó y se fue.
—Muy bien hecho, querida —aprobó John—. ¡Qué maravilloso giro de los acontecimientos! No obstante, tenemos que pensar un poco al respecto, ¿no crees? ¿Debemos ejecutar a Dramocles? ¿O simplemente confinarlo a una angosta celda durante unas cuantas décadas con un collar para perro al cuello? Supongo que debe de existir algún procedimiento estándar para estos asuntos. —Se echó a reír y se frotó las manos—. Y ahora tenemos todo un planeta, conseguido de la manera más fácil del mundo, que va a proporcionarnos unos excelentes ingresos. ¡Somos ricos, querida!
—No tan aprisa, querido —dijo Anne, con voz ácida—. Hay algunas cosas que no has tenido en cuenta.
—¿Como cuáles?
—Por ejemplo tu aliado, Haldemar.
—¡Maldita sea! Lo había olvidado.
—Pues será mejor que empieces a recordarlo. Se halla estacionado en tu flanco derecho con su enorme y desordenada flota.
Alguien llamó a la puerta.
—Adelante —dijo John.
Un ayudante entró y le entregó a John un espaciograma de Haldemar. FELICITACIONES POR ESPLÉNDIDA VICTORIA —decía—. ¿CUÁNDO EMPIEZA EL SAQUEO?
—Oh, no —dijo John.
—Bueno, ¿qué esperabas de un aliado bárbaro?
—Quizá si le entrego una o dos ciudades de Glorm se vuelva contento a casa.
—¡No! —Anne meneó vehementemente la cabeza—. No puedes permitir que sus tropas aterricen en Glorm. Si lo hacen, nunca se marcharán. Puedo asegurarte que no deseamos a los vanir por vecinos.
—De acuerdo —dijo fervientemente John—. Pensemos en la posibilidad de declararme yo el nuevo rey de Glorm. Y tú la nueva reina, por supuesto. ¿Qué te parece eso?
—Poco realista.
—Nunca te gustan mis ideas —dijo John hoscamente—. ¿Qué hay de malo en ésta? —La gente de Glorm es leal a Dramocles. Nunca te obedecerán, nunca te dejarán ni un momento de paz. Si intentas gobernar a la vez Crimsole y Glorm, no conseguirás nada más que años y años de carísima guerra de guerrillas. El coste será desastroso.
—Bueno, ¿y si pongo a Chuch en el trono? Nos debe algunos favores, y seguro que será más dócil que Dramocles.
—Eso queda descartado también. ¿Acaso no te has enterado? El príncipe Chuch no está aquí, y es culpa tuya.
—¿De qué demonios estás hablando?
—¿Acaso no recuerdas a esa esclava, Doris, que le diste a Chuch? Bien, los dos se pusieron a hablar, y no sé cómo, ella lo ha hechizado. Chuch no se unió a tiempo a nuestra flota invasora. Desapareció con Doris en su propia espacionave. Nadie sabe con qué destino.
—¿Por qué la gente no puede hacer lo que uno espera de ella? Así que Chuch está fuera de esto... ¿Estás segura de que yo no puedo hacerme cargo del lugar?
—Completamente segura —dijo Anne fríamente.
—De acuerdo, sólo preguntaba. ¿Qué tal alguno de los demás hijos del rey?
—Demasiado jóvenes.
—¿No podríamos declarar a su esposa, Lyrae, regente? Parece una mujer razonable.
—Conozco a Lyrae desde hace años. Es una persona encantadora, aunque de ideas un tanto locas y abocada a los impulsos románticos. Pero el pueblo de Glorm nunca permitirá ser gobernado por ella, puesto que pertenece a la antigua nobleza aardvarkiana, y por lo tanto es una extranjera. Además, no está disponible.
—¿Qué quieres decir?
—Querido, ha desaparecido.
—Me gustaría que fueras un poco más precisa —dijo John con voz malhumorada—. ¿Que quieres decir exactamente?
—La verdad es que deberías mantenerte más en contacto con lo que sucede a tu alrededor. Lo supe directamente por mi peluquera, la cual a su vez lo supo por su doncella personal. Lyrae ha abandonado a Dramocles. ¿Es eso bastante preciso para ti?
—Pero creía que se llevaban bien.
—Todo fachada, querido. Lyrae sabe desde hace algún tiempo que Dramocles estaba cansado de ella, y que planeaba divorciarse tan pronto como tuviera algo de tiempo libre.
—¿Y cómo lo supo? —preguntó John.
Anne sonrió despectivamente.
—Las intenciones de Dramocles eran transparentes. Cualquier mujer puede leer en él como en un libro abierto. Lyrae sabía que iba a ser reemplazada. De modo que, en la reciente conferencia de paz, cuando ella conoció a cierta persona con la que simpatizó...
—¿Quién? —preguntó John.
Anne meneó la cabeza, con los ojos brillantes.
—Te sorprenderás al saber quién es el afortunado. Piensa en ello y a ver si puedes adivinarlo. En este momento tenemos asuntos de estado que necesitan ser atendidos. El más urgente es Haldemar.
—Sí, la situación con los vanir puede ser delicada. ¿Qué piensa Dramocles del abandono de su esposa? —Por lo que yo sé, aún no se ha enterado. Ahora, vayamos a lo que importa.
En sus niveles superiores, el castillo de Ultragnolle era una fantasía de espiras, torres, puntiagudos techos, entejados aleros, frontones, naves, gabletes, y cosas así. Aquí y allá había techos planos, y muchos de ellos habían sido convertidos en jardines y cenadores, llenos de flores, cascadas, fuentes, estatuas, árboles, bancos, colinas y valles.
Otho se había dirigido al jardín del tejado situado encima de la Sala de Operaciones. Estaba recostado en un diván blanco de mimbre, fumando un cigarro hecho con hojas de rapunzel, un narcótico oloroso y suave. En una mesita a su lado había una botella de vino de leaguertilla, prensado de las vides color castaño rojizo del valle superior de Uringaa en Aardvark. Para un hombre que acababa de perderlo todo, parecía extrañamente en paz consigo mismo. Permanecía recostado tranquilamente, gozando de la espléndida vista de la ciudad. Una bandada de sicofantes de alas rojas volaba sobre su cabeza. Otho se sentía contento.
Dramocles, acompañado de Chemise, subió al jardín del tejado. Otho les dirigió una mirada, asintió afablemente, y reanudó su tolerante inspección del paisaje.
Bueno, papá —dijo Dramocles—, lamento que las cosas hayan ido así para ti. Sé los años de trabajo que has dedicado a eso de la inmortalidad.
Otho sonrió, pero no respondió.
—Sin embargo, no podía seguir adelante con ello —dijo Dramocles.
—Cuando te rendiste a John —dijo Otho—, tuve un momento de pura rabia en el cual llegué casi a asesinarte. Me hubiera sido tan fácil hacerlo... Necesité todo mi control para contenerme. Pero una vez hubo pasado ese momento, descubrí que me sentía inesperadamente calmado y en paz conmigo mismo. Era una extraña sensación. Necesitaba tiempo para pensar en ella.
—¿Por eso subiste aquí arriba?
—Este ha sido siempre uno de mis lugares favoritos. Me senté aquí e intenté pensar. Era difícil, sin embargo, debido a que estaba experimentando tantas cosas...
—¿Como cuáles? —preguntó Chemise.
—El viento en el rostro. La fragancia de un buen cigarro. La forma en que se mueven las nubes cruzando el cielo. Había un millar de pequeños detalles de los que era consciente, y sentí una gran satisfacción al experimentarlos. Se me ocurrió que había pasado la mayor parte de mi vida planeando la inmortalidad, y muy poco tiempo gozando de lo que tenía al alcance de la mano.
—En ese aspecto somos completamente opuestos —dijo Dramocles—. Yo he pasado la mayor parte de mi vida a la deriva, gozando de mí mismo, simplemente viviendo. ¿Y qué es lo que me queda de todo ello?
—Lo mismo que a mí. Tu vida en este preciso instante.
—Si eso es cierto, entonces la vida de todos los hombres es parecida. Nadie tiene nada excepto este preciso instante, si te he comprendido bien.
—Sí, este preciso instante es todo lo que tenemos —aseveró Otho—. Fui un ingenuo al pensar que ampliando el número de momentos disponibles podría ampliar mi vida. La vida no se mide por años o décadas. El corazón mantiene un tipo distinto de cálculo. La única medida que le sirve es la intensidad.
Chemise asintió, pero Dramocles dijo: —Creo que no acabo de comprender eso.
—El grado más bajo de intensidad es cuando un hombre está dormido o inconsciente —explicó Otho—. Si un hombre dormido pudiera vivir eternamente, no se consideraría un inmortal, no al menos en el sentido que se suele dar a esa palabra. Planear el futuro con exclusión del presente supone una especie de sueño.
—Eso es demasiado abstracto para mí —dijo Dramocles—. Pero no pareces decepcionado por lo ocurrido, y me alegro de ello. Incluso pareces feliz. Nunca te había visto feliz antes.
Otho se dirigió a la balaustrada y miró a los tejados de la ciudad.
—Yo siempre creí que la finalidad de la magia era el conocimiento. Ahora veo que es la comprensión.
—¿Acaso ambas cosas no son equivalentes?
—En absoluto. El conocimiento es algo que tú puedes manejar. Puede ser convertido en energía. Pero la comprensión es una especie de impotencia. La comprensión se refiere siempre a algo superior a ti, algo que no puedes manipular, sólo aceptar.
—Bien, padre, todo eso son observaciones filosóficas, y están completamente por encima de mí. Pareces tranquilo y en paz, y me siento muy feliz al verte así. Me doy cuenta de que el futuro se ha convertido en algo que te resulta repugnante, a la luz de los recientes acontecimientos, pero debo preguntarte si has pensado en el tuyo.
—Sí, he pensado algo en él. —Otho lanzó una bocanada de humo de su cigarro—. Aunque estoy enamorado de Glorm, no voy a quedarme aquí. Francamente, este lugar es como agua estancada. La Tierra es el lugar adecuado para mí. Controlo la mayor parte de ella, por supuesto, pero no es por eso que quiero volver. Probablemente desviaré todo mi poder político hacia alguna otra persona, y me retiraré. Poseo una pequeña propiedad en Capri, una cabaña en Ipanema, una casa flotante en Cachemira, una finca en Ibiza, un piso en París y un ático en Nueva York. Estoy seguro de que todo eso bastará para mantenerme ocupado. La Tierra es un lugar interesante. Deberías pensarte el venir conmigo.
—¿Yo? —dijo Dramocles—. ¿Ir a la Tierra?
—Te gustaría. Está llena de interesantes oportunidades, es algo ideal para un chico listo como tú. Has abdicado del trono de Glorm, tengo entendido.
—Sí. Creí que debía hacerlo. De otro modo John puede bombardear Glorm.
—¿Sabes las intenciones que tiene John con respecto a ti?
—Todavía no. El y Anne se hallan aún deliberando.
—Puede que decidan algo duro para ti.
—Dudo que John me haga matar. Sus sentimientos hacia mí son más de resentimiento que de odio.
—Pero puede humillarte. Es más rencoroso que un niño pequeño.
—Aceptaré cualquier cosa que decida.
—De acuerdo, pero ¿por qué tienes que hacerlo? Ven conmigo a la Tierra y déjame mostrarte un mundo nuevo.
Dramocles dudó, sin saber cómo decirlo. Se sentía interesado por los mundos nuevos, por la novedad, por la aventura. Pero no en compañía de Otho. No era que tuviera nada contra él en ese momento. Podía incluso llegar a sentir simpatía hacia el viejo rey. Pero naturalmente no deseaba vivir el resto de su vida con su padre a su lado, comentándolo todo, diciéndole cómo podía hacer las cosas mejor. —Es muy tentador —dijo—, y agradezco enormemente tu ofrecimiento. Pero sigo siendo el rey aquí, y aquí me quedaré hasta que termine todo.
Otho asintió.
—¿Y tú qué dices, Chemise? Puedo ofrecerte todo lo que desees en la Tierra. Tu compañía será bienvenida. ¿Regresarás conmigo?
—Gracias por preguntármelo —dijo ella—, pero me quedaré aquí.
Otho la miró divertido. Se echó a reír y dijo:
Muy bien. El queso madura por sí mismo, como dice una antigua cancioncilla de la Tierra. Buena suerte a los dos. —Abrazó a su hijo, y añadió—: Ahora debo irme.
—Pero ¿cómo? —preguntó Dramocles—. Creí que necesitabas una gran explosión para viajar entre realidades.
—La explosión era necesaria para abrir permanentemente el agujero entre la realidad de Glorm y la de la Tierra. Pero para transportarme a mí mismo lo único que necesito hacer es esto.
Extrajo un objeto pequeño de la manga de su manto. Lo mantuvo en el aire entre su índice y su pulgar, y Dramocles vio que era un cristal facetado. Otho lo estrujó con su mano libre, y extrajo de él un cristal de igual tamaño, y luego otro, y luego otro. Cuando tuvo una docena de ellos, los dispuso en círculo en las baldosas del suelo. Cuando depositó el último en su lugar, una brillante luz blanca conectó todos los cristales. Dramocles y Chemise retrocedieron apresuradamente. Otho se metió en el círculo de luz.
—Adiós, hijo mío; adiós, Chemise.
La brillante luz destelló, luego se apagó. Otho había desaparecido, y también los cristales.
—Siempre haciendo honor a su sobrenombre de Extraño... —dijo Dramocles—. Buena suerte, padre. Espero que encuentres la paz y la felicidad en la Tierra.
El y Chemise permanecieron unos instantes allí plantados, observando los tejados de Ultragnolle. Finalmente, Dramocles preguntó:
—¿Por qué no has regresado a la Tierra con Otho?
—Me gusta este lugar —dijo Chemise—. En Glorm soy una persona especial, prácticamente una princesa. En la Tierra no sería más que otra chica judía paranoica. Y hay otra razón también...
Vaciló. Se hallaba de pie muy cerca de Dramocles, y él fue consciente de que el antebrazo de la joven rozaba el suyo. Se dio cuenta de pronto de lo esbelto de su silueta, de las oscuras pestañas que enmarcaban sus azules ojos. Su cuerpo, delgado pero con toda la plenitud de una mujer, exhalaba un delicado perfume, una esencia olfativa muy particular. Cuando ella alzó la vista hacia él, Dramocles sintió un extraño impacto en la boca del estómago. Lo reconoció como el primer signo del amor. Y mientras duraba, el amor era la más gloriosa de las cosas, tan fresco y sorprendente la décima o la centésima vez como la primera. El amor era un alimento que jamás estragaba el apetito, pensó Dramocles, y tomó a la hermosa muchacha terrestre entre sus brazos.
Su perfecta felicidad fue estropeada únicamente por el pensamiento de la aflicción de Lyrae cuando el Chambelán le dijera que había sido reemplazada. Iba a ser difícil por un tiempo, pero sabía que lo soportaría. Ahora que pensaba en ello, no había visto mucho a Lyrae por allí últimamente. —Oh, Dram —dijo Chemise, hundiendo la cabeza en el pecho de él—. Esperaba esto desde que te vi..., pero nunca pude llegar a soñar... Oh, me siento tan confusa...
—Vamos, vamos, mi pequeño orlichzún —dijo él, notando cómo sus palabras retumbaban tiernamente en su pecho—. Todo está bien. Vayamos a ver si el conde John ha llegado ya a una decisión.
Cogidos de la mano, regresaron a la Sala de Operaciones.
Un orlichzún es un pájaro verde, escarlata y broncíneo originario de Glorm, muy invocado por los amantes como sinónimo de su pasión.
Apenas entraron en la Sala de Operaciones, el teléfono del circuito cerrado especial de televisión sonó. Dramocles lo cogió, y vio a Anne en la pantalla visora. Había cambiado su uniforme por una blusa transparente y una ceñida falda. Su pelo lucía un nuevo peinado decorado con luciérnagas de pedrería. Parecía una reina victoriosa.
—Dramocles —dijo—, no voy a tenerte en suspenso. El resultado de nuestras deliberaciones es confirmarte como rey de Glorm, puesto que tu hijo, el príncipe Chuch, no está interesado en el puesto.
—¿No está interesado? ¿Qué le ha ocurrido?
—Cuando estuvo de visita con nosotros, John le regaló una muchachita esclava para que se divirtiera torturándola. Chuch cometió el error de ponerse a hablar con ella en vez de cumplir con su deber. Ahora se han ido juntos. Acabo de recibir la noticia de que planean unirse a una comuna y comer alimentos naturales en un sistema estelar completamente distinto del nuestro.
—Está loco —dijo Dramocles.
Oh, no dudo de que volverá cuando se le pase la novedad. Pero déjame continuar. El conde y yo hemos decidido que no podíamos actuar punitivamente contra ti, aunque está en nuestro poder el hacerlo y además tenernos suficientes razones para ello. Sin embargo, vamos a cargarte todos los gastos de esta guerra. Sólo la factura del combustible de nuestras dos flotas es enorme. Luego están los sueldos de las distintas tropas, el coste de la campaña de Lekk, y las compensaciones por los daños causados por los asesinos de Haldemar en la Ciudad de Vacaciones. Y también tendrás que pagarle un plus a Haldemar para que se lo entregue a sus hombres a cambio de su saqueo de Glorm. Sólo así hemos conseguido que acepte volverse a casa. Todo eso va a costarte un buen pico, Dramocles, pero debes admitir que es justo, realmente mucho más justo de lo que fuiste tú cuando empezaste todo este lío.
—Yo sólo estaba siguiendo mi destino —se defendió Dramocles.
—Lo sé. Por eso todos te perdonan. Incidentalmente, ¿qué será de tu destino ahora?
—En estos momentos, depende de lo que tú y John digáis.
—Esa humildad tuya no durará ni una semana —dijo Anne—. No es tu estilo en absoluto. Sólo espero que no nos lleves a todos al borde de la guerra la próxima vez que tengas una idea genial. En cuanto al resto de las disposiciones, todos vamos a firmar un nuevo tratado de paz, esta vez en Crimsole. Todos nuestros anteriores privilegios y prerrogativas serán restablecidos, y puede que les añadamos algunos nuevos. Y seremos amigos otra vez.
—Me parece estupendo —dijo Dramocles—. Nunca me enfadé con nadie, Pero John...
—El conde tenía otros planes —dijo Anne—. Sin embargo, cambió de opinión cuando le señalé algunos de los crudos hechos de la vida.
—¿Como cuáles?
—Tú eres el único candidato posible para el trono. Los habitantes de Glorm nunca aceptarán a John, y sería muy caro y no serviría de nada intentar gobernarlos por la fuerza. Pero tampoco podemos dejar que Haldemar ocupe vuestro planeta. Sería una amenaza para todos nosotros. Desde un punto de vista puramente egoísta, lo mejor que podemos hacer es volver a la antigua situación, o lo más cercano a ella que podamos llegar.
—¿Qué dice Haldemar al respecto?
—Ha sido difícil, como puedes imaginar. Lo que él deseaba realmente era saquear Glorm. Se mostró fanfarrón y sarcástico durante un rato, hasta que yo le recordé su posición.
—¿Cuál es esa posición?
—Una muy delicada. Las flotas de Crimsole, Druth y Glorm están intactas y ansiosas por luchar contra un ancestral enemigo. Lo superamos ampliamente en todos los sentidos. De modo que finalmente entró en razón, y ha regresado a Vanir. Es un hombre desagradable, al que espero no tener que ver de nuevo. Dramocles, hemos oído un extraño rumor acerca de que tu padre, Otho, estaba mezclado en todo esto. Seguro que no es posible.
—Te hablaré de ello cuando nos veamos en Crimsole —dijo Dramocles. ¿Has hablado con Rufus? ¿Ha aceptado él los términos?
—Rufus está muy irritado contigo, Dramocles, y con Drusilla también. Pero imagino que se le pasará. Sí, ha aceptado los términos.
—¿Y Snint? ¿Y el pobre Adalbert?
—Snint volvió a su hogar en Lekk hace algún tiempo. Se llevó a Adalbert consigo.
—Bien, eso parece dejarlo todo arreglado —dijo Dramocles.
—¿Qué pasa con tu esposa, Lyrae?
—¡Maldición! ¡La había olvidado por completo! Supongo que debe de estar por ahí, en cualquier sitio. ¿O acaso tú sabes algo que yo desconozco?
—Es curioso que yo tenga que decirte lo que ocurre en tu propia corte, Dramocles. Tu esposa se sentía infeliz, aunque estoy segura de que eso es nuevo para ti. Jamás le prestaste ninguna atención pasadas las primeras semanas de vuestro matrimonio. Se sentía sola, pobrecilla. ¿Y qué puede esperarse que haga en una situación así una muchacha hermosa y con la cabeza llena de pájaros como ella? Conoció a alguien durante las recientes y predestinadas celebraciones en Glorm, extranjero de otro planeta. Aunque sólo intercambiaron unas breves palabras, se miraron lo suficiente, y una mirada puede decirlo todo. Después de que el extranjero se marchara, Lyrae cayó en una profunda depresión. Finalmente, reunió todo su valor y decidió echarlo todo por la borda y acudir junto a su hombre. El problema era cómo llegar allí. Pero encontró la ayuda de Fufnir. El Demonio Enano, que había dejado a Vitello y estaba buscando un lugar en la historia de la civilización. Fufnir le regaló una gran caja ornamentada equipada con todo lo necesario para el mantenimiento de la vida. Lyrae se metió en ella, y él la expidió al espacio rumbo al hombre de su elección.
—¿Lyrae se embarcó hacia otro planeta en una caja? —preguntó Dramocles, maravillado.
—Eso es exactamente lo que hizo.
—¿Y quién es el afortunado destinatario?
—Estoy realmente sorprendida de que no hayas oído nada de esto —dijo Anne—. Aguarda un minuto, Dramocles. Acabo de recibir una llamada urgente en mi teléfono rojo.
Hubo un minuto de silencio, luego Anne volvió a la línea. —¡Ese maldito Haldemar! —exclamó—. ¡Debí sospechar que no iba a cumplir tan fácilmente con su palabra!
—¿Qué es lo que ha hecho?
—En vez de irse directamente a casa, como prometió, ha lanzado su flota contra Aardvark. Ha dominado a tu guarnición sin ninguna dificultad, y se ha proclamado rey.
Dramocles pensó en aquello.
—Lo único que tenemos que hacer es echarlo de allí. No es bueno tener bárbaros por los dos lados.
—Estoy de acuerdo. Pero eso va a tener que esperar. Primero tenemos que dejar bien arregladas las cosas entre nosotros. Dramocles, te enviaré una invitación para la conferencia de paz tan pronto como haya hecho todos los arreglos. Y tú me enviarás el pago de todas tus reparaciones sin demorarte demasiado, ¿de acuerdo?
—Mi cheque estará en el correo el mismo día en que reciba tu factura. Dame algunas semanas para subir primero los impuestos, sin embargo. A los de Glorm no va a gustarles eso, pero qué demonios, sólo son gente. ¡Así que Lyrae me ha abandonado! No importa, dadas las circunstancias. ¿Adónde ha ido?
—Ah, sí —dijo Anne—. Es una historia de lo más romántico...
Tras un abundante desayuno Snint y Adalbert estuvieron listos para abandonar la granja de Snint. Pero Lyrae, la nueva esposa de Snint, los detuvo en la puerta.
—No tardes en volver, querido —dijo—. Estoy haciendo asado y ñames al horno para esta noche, tus platos favoritos.
Snint gruñó sin comprometerse a nada, pero cualquiera hubiera podido ver que se sentía complacido.
Justo al lado de la puerta, en la parte exterior, estaba la caja ornamentada en la cual había sido expedida Lyrae. Pasaron por su lado, y cruzaron la verja de Snint hasta un sendero que atravesaba los bosques, un camino aplanado por incontables generaciones de cabras conducidas por un número igual de generaciones de cabreros y cabreras. Snint y Adalbert siguieron el camino a lo largo de un kilómetro y medio. Entonces Snint giró a la altura de un antiguo mojón de piedra y condujo a Adalbert hasta una pequeña colina. Bajo ellos había una granja lekkiana de agradables proporciones. El segundo piso estaba rodeado por un amplio balcón, y pegado a la casa había un establo para los animales, y dos graneros para almacenar algarrobas y grano. En torno a la casa había unas siete hectáreas de tierras de labor, listas para ser sembradas. Espaciados regularmente por los campos había algarrobos. Cerca de la casa había limoneros y olivos, y un pequeño campo plantado de almendros.
—Ésta es —dijo Snint—. Un regalo del Consejo de Lekk. Sólo mientras tú vivas, sin embargo.
—Es hermosa —dijo Adalbert—. No sé lo que hice para merecerla.
—Perdiste tu reino, te emborrachaste y te compadeciste de ti mismo.
—Bueno, no tuve la oportunidad de hacer nada más, ¿no?
Snint levantó ambas manos, con las palmas hacia arriba, y se alzó de hombros a la manera típica de Lekk.
—¿Y quién puede decirlo? —dijo—. ¿Crees que puedes arreglártelas con esto?
—No habrá ningún problema. Me dediqué un poco a las tareas agrícolas en Aardvark, ¿sabes?
—Sí, recuerdo que cultivaste gritzels. No hay mercado para esos productos exóticos aquí. Lo más productivo son los tomates, los pepinos y las berenjenas.
—Me siento muy agradecido. Aunque sigo esperando poder regresar algún día a Aardvark.
Snint le lanzó una conmiserativa mirada.
—¿Entonces no has oído nada?
—¿Oído el qué?
—Mientras el conde John y Dramocles estaban parlamentando, Haldemar condujo su flota a Aardvark y se hizo con el poder. Ahora se te conoce como «el Joven Pretendiente».
Adalbert meditó aquello unos instantes, luego sonrió.
—Probablemente seré mejor pretendiente que rey. Snint, me siento muy agradecido hacia ti. ¿Hay alguna otra noticia sobre la guerra?
—La guerra más importante, la de Lekk, ha terminado. En cuanto a lo demás, las noticias viajan muy lentas por estos lugares, pero su final puede anticiparse. Puesto que no hemos visto ninguna señal de conflagración atómica en el cielo, podemos suponer que han llegado a un acuerdo y han reanudado su vida diaria de aburrimiento e intrigas. Disputas familiares y disputas entre familias... Así es como se hace la historia. A nosotros los lekkianos no nos importa hacer historia. Ahora tengo que volver a casa. Échale una mirada a tu nuevo hogar.
Snint se volvió y emprendió el regreso. Adalbert le llamó.
—¿Qué está haciendo Lyrae en tu casa? —dijo.
—Oh, es una larga historia —dijo Snint—. Te la contaré en otra ocasión.
Siguió sendero abajo hacia su hogar, un hombre sólido e inconmovible, un carácter realmente agradable para trabajar con él. Mientras caminaba, canturreó una antigua canción heredada de sus antepasados. Decía:
No fa sol arriba en el cielo.
No fa sol arriba en el cielo.
Mal temps está viniendo para mañana.
¡Aye, kerai! ¡Aye, kerai!
Esta es una canción de cuna lekkiana.
Epílogo: —La pista final—
Dos años más tarde, los soberanos del Sistema Local decidieron olvidar viejos rencores, enterrar el hacha de guerra, e intentar una vez más vivir en paz, en confianza mutua y en buena armonía. Para conmemorar su decisión, planearon un espléndido festival al que dieron el nombre de Baile de la Reconciliación. Tenía que celebrarse en Edelweiss, un asteroide privado utilizado para bodas, puestas de largo y reuniones militares. Eligiendo un terreno neutral, los soberanos esperaban evitar las malas interpretaciones que habían hecho fracasar una celebración similar en el pasado.
Los preparativos para el gran acontecimiento fueron hechos a lo grande. Los más selectos proveedores enviaron cargamentos de especialidades de todas las regiones culinarias del Sistema Local. La selección incluía ternera al jengibre del Archipiélago de la Ensillada de Glorm, pastelillos de fruta agridulces rociados con aceite de ajonjolí caliente de las Grandes Llanuras Septentrionales de Crimsole, y las inolvidables pequeñas almejas con salsa negra de habichuelas conocidas solamente en la húmeda Región del Delta del Profundo Lekk. La seguridad estaba garantizada por la presencia de un número igual de fuertemente armadas espacionaves de cada uno de los planetas. Tres naves orbitaban constantemente el asteroide, cada una de ellas vigilando estrechamente a todas las demás. Estaba previsto que los festejos duraran hasta tanto sus asistentes quisieran prolongarlos; no había mezquinas economías en una ocasión tan importante como aquélla.
***
Cuando llego el gran día, Rufus y Drusilla estuvieron entre los primeros en llegar. Se habían casado poco después del final de la guerra, en una ceremonia oficial que omitía la habitual promesa de amor, honor y obediencia. Como miembros de la alta nobleza, ese tipo de juramento burgués estaba por debajo de su dignidad. En vez de ello, admitieron «aceptar el amor, afecto, ternura, etcétera, que uno pudiera sentir por el otro de tanto en tanto», y «cooperar de buen grado con el otro en esos determinados momentos y siempre que lo decidieran de común acuerdo, pero nunca de otro modo». Constituye un tributo a sus caracteres el decir que Rufus y Drusilla eran felices y se sentían enamorados pese al derecho legal que tenían de lo contrario.
***
El conde John y la reina Anne hicieron su entrada poco después. Aunque aún seguían legalmente casados con la finalidad de gobernar Crimsole, ya no vivían juntos. Cada uno de ellos había establecido su residencia en un sector separado de la Corte de Crimsole. Cada cual dirigía tan sólo aquellos aspectos del gobierno que consideraba interesantes. Anne se concentraba en las finanzas planetarias, timoneando la nave del estado a través de los bajíos llenos de afilados escollos de la insolvencia hacia las profundamente azules aguas de los excedentes de beneficios. John se dedicaba a la popularización de la monarquía y de sí mismo a través de los medios de comunicación de masas. Es decir, se había metido en el negocio del espectáculo.
Desde un principio, el programa del conde John Panorama desde el trono se convirtió en un éxito interplanetario. Era un programa de entrevistas en el cual
John charlaba con grandes personalidades de la industria artística y del entretenimiento.
Uno de los más frecuentes invitados de John era Haldemar, rey de los vanir. Haldemar se había convertido también recientemente en una estrella del espectáculo, y en el director de su propia compañía productora. No pudo asistir al Baile de la Reconciliación porque en aquellos momentos estaba muy ocupado con la Aplasta—cráneos, Ltd., filmando La caída del Imperio de Glorm, y llevaba un retraso de siete días con respecto a las previsiones.
***
Adalbert fue el siguiente en llegar. El Joven Pretendiente se había hastiado rápidamente de su granja en Lekk, y de la simplicidad de su vecino Snint. Pero había resistido un tiempo allí, porque esperaba volver a reinar en su planeta ancestral tan pronto como Haldemar y sus hombres hubieran terminado de saquearlo.
Haldemar, por su parte, había tenido dificultades. Había esperado desvalijar rápidamente Aardvark y regresar luego a Vanir. Pero las cosas no resultaban tan fáciles como todo eso. Debido a siglos de ineficiente liderazgo e inadecuada seguridad, los aardvarkianos se habían visto obligados a desarrollar sus propias y altamente idiosincrásicas formas de defensa. Vivían bajo tierra. Sus ciudades y pueblos subterráneos no poseían entradas directas, sino que podían ser alcanzados solamente a través de enloquecedores laberintos de túneles, pasadizos y monstruosas marañas de calles abovedadas que se enlazaban, se cruzaban y se rodeaban como un nido de víboras.
Pero eso no era todo. Los pasadizos del laberinto estaban protegidos, no sólo por su misma complicación, sino también por recias paredes de madera situadas a intervalos frecuentes y cerradas con enormes candados. Con gran desesperación de los pobres bárbaros, que tras forzar una docena o un centenar de esas puertas con sus hachas de doble filo, descubrían que solamente habían conseguido llegar a un callejón sin salida y debían desandar el camino e intentarlo de nuevo.
Haldemar mantuvo a sus hombres ocupados con ello durante un tiempo, sólo por principio..., por la creencia bárbara de que siempre ha de haber algo detrás de una puerta cerrada digno de ser robado. Pero finalmente tuvo que desistir y llevarse a sus guerreros de vuelta a Vanir. Aardvark, además, era tan pobre que se hallaba virtualmente a prueba de saqueos.
Tras la partida de los bárbaros, Adalbert aguardó a recibir una invitación a regresar y recuperar su reino. La invitación no llegó. Los aardvarkianos habían descubierto lo que los lekkianos sabían desde hacía mucho tiempo..., que la anarquía es algo que puede funcionar perfectamente bien siempre que no haya por medio demasiadas cosas de auténtico valor.
Finalmente, uno de los primos de Adalbert le escribió y le dijo que sería bienvenido de vuelta a casa como un ciudadano libre más, pero que no esperara reasumir sus privilegios reales. No podría volver a escoger cada año entre las más preciadas vírgenes núbiles. Como tampoco iba a recibir el tributo real en comida, que le había permitido importar exquisiteces como pan y carne. Todo lo que podría conseguir sería comer el guiso de lentil como todo el mundo, y apañárselas con las chicas que quisieran saber algo de él, si es que había alguna.
Adalbert encontró aquellas perspectivas muy poco alentadoras. Abandonó Lekk y se fue a Glorm. Allí inició un pleito contra Dramocles, argumentando que el rey había invadido ilegalmente su planeta y terminado con su dinastía, dejándole así sin trabajo. Considerando que su demanda era justa, Dramocles le concedió a Adalbert una pensión anual, a condición de que la gastara en cualquier parte excepto en Glorm. Adalbert aceptó la condición y se fue a Crimsole, donde se dedicó a la bebida y a la autocompasión. Su enfurruñada presencia en el Baile de la Reconciliación era un hosco recordatorio de que, en una guerra, siempre hay algún que otro perdedor.
***
El siguiente en llegar fue un heraldo monacal vestido de amarillo y con la cabeza afeitada. Traía los saludos de Vitello y Hulga, que lamentaban su imposibilidad de acudir a la celebración. Tras aceptar una modesta comida vegetariana y un vaso de zumo de frutas, el heraldo comunicó sus noticias.
Cuando la guerra hubo terminado, el príncipe Chuch había regresado a Crimsole en un estado de profunda depresión. Vendió su no utilizado escuadrón de cyborgs asesinos, le entregó a Vitello un saquito de nueces hex de oro como indemnización de despido y, acompañado por Doris, partió de nuevo con su espacionave con rumbo desconocido.
Vitello no supo qué hacer entonces. No había oportunidades para él en Crimsole, ahora que Chuch se había marchado. Así pues, acompañado por Hulga y Fufnir, se embarcó en un carguero interplanetario, dispuesto a buscar fortuna en alguna otra parte. Consiguió ganarse parcamente la vida con diversos trabajos más bien desagradables, primero como matón en el Muelle Principal de Aardvark, luego como pinche en un restaurante robot, luego como palanganero en una casa de mala nota en Puerto Akadia, en Lekk. Finalmente, se trasladó a Clovis, la capital de Druth.
Clovis era el tipo de lugar que atraía a las anomalías. Al menos dos de las diez tribus perdidas de Israel habían encontrado su camino hasta allí, junto con unos cuantos refugiados de la destrucción de la Atlántida. Pero la gente de la Tierra formaba tan sólo una parte pequeña de la población. Había también anungas, exiliados de su distante planeta natal debido a su extravagante costumbre de comer pepitas de sandía y abrillantar las suelas de sus zapatos. Estaban los thulls, desterrados de Lekk, que vivían en enormes nidos hechos con ramitas y barro en las copas de los árboles y practicaban la abominación gemela de pintarse los dedos y tocar música por entregas. Y había muchos más. Aquella enorme mezcla racial había hecho ganar a Clovis el título de «El Los Ángeles del Sistema Local».
Vitello y Hulga tenían problemas de integración con los clovisianos. Fufnir era el único amigo de la pareja. Casi cada noche el Demonio Enano se presentaba con su pequeña bolsita de narcóticos, y los tres veían la televisión y alborotaban y se quejaban. Fufnir también tenía problemas. Los trabajos para los Demonios Enanos eran escasos aquel año.
Entonces se agotó la última de las nueces hex de oro de Vitello. Sin trabajo, descorazonado, sin hogar, el trío se abocó a las calles. Inevitablemente, hallaron su camino hacia la infame Corte de los Milagros, donde cualquier cosa podía ocurrir con tal de que fuera lo bastante desagradable.
Mientras avanzaban por entre la multitud, Vitello creyó oír una voz familiar. Procedía de una especie de tribuna situada a su derecha. Un bronceado joven estaba hablándoles a cinco o seis aburridos transeúntes acerca de una comuna llamada Síncope en una de las lunas de Lekk. Una esbelta muchacha de agradable rostro lo acompañaba tocando un armonio portátil.
Vitello necesitó un momento para situar al hombre. Pero los típicos tejanos y la camiseta le dieron una pista, y finalmente exclamó:
—Príncipe Chuch, ¿sois realmente vos?
—¡Vitello! —gritó Chuch, saltando de su plataforma y abrazando a su antiguo sirviente—. ¡Doris! —llamó a la muchacha que tocaba el armonio—. ¡Mira lo que el Principio Universal ha puesto en nuestro camino!
***
Chuch había vagabundeado por los más extraños lugares, alternando la irritación con la depresión en su torturada alma. Luego, un día, allá en los Alpes Sardapianos, él y la fiel Doris habían encontrado a un viejo muy alto vestido tan sólo con un taparrabos amarillo, que se hallaba sentado con las piernas cruzadas ante un árbol uu.
—Saludos, príncipe Chuch —dijo el viejo.
Chuch se maravilló enormemente ante aquello, porque nunca antes había visto al hombre.
—Señor —dijo—, ¿quién eres?
—Eso no tiene importancia. Puedes llamarme Chang.
—¿De dónde vienes?
—Mi más reciente encarnación fue en el planeta Tierra.
—¿Y cómo sabes mi nombre?
—Estaba dicho que nos encontraríamos en este lugar, en este mismo momento.
—¿Quién lo dijo?
Chang sonrió.
—Esa cuestión está más allá de todo entendimiento. —El viejo se puso en pie—. Príncipe Chuch, debo ir ahora a un lugar llamado Síncope, donde fundaré un monasterio para el estudio y la divulgación del buddhadharma. ¿Quieres venir conmigo?
—Sí, quiero —dijo Chuch sin la menor vacilación—. Sea lo que sea ese buddhadharma, sospecho que es exactamente lo que he estado buscando.
Así fue como Chang, Chuch y Doris emprendieron su viaje a Síncope. Allí edificaron un monasterio dedicado al duro trabajo, la comida sencilla, la meditación y el estudio de los sutras. Llegaron otros peregrinos, algunos para adoptar la ascética vida, otros para quedarse en el cercano poblado de Heim, donde recibieron cursos de entrenamiento sensitivo, proyección astral, masaje sensual y cosas así. De tanto en tanto Chuch era enviado de vuelta al mundo para difundir el mensaje de la Ley. Ahora estaba volviendo a Síncope. Vitello y Hulga se fueron con él, pero lamentablemente Fufnir se quedó atrás, ya que el Monasterio de Síncope no era un lugar apropiado para un demonio enano.
Chuch, Doris, Vitello y Hulga se habían sentido tentados de asistir al Baile de la Reconciliación, pero finalmente decidieron no exponerse al descontento y a los deseos mundanos. De modo que despacharon al heraldo monacal para que les dijera cómo les iba. Se habían desviado del mundo en dirección al Noble Sendero Óctuple; eran discípulos del viejo Chang, alto y erguido, con su afeitada cabeza y sus largos bigotes a lo Fu Manchu.
***
La celebración estaba en su apogeo. Dramocles se lo estaba pasando estupendamente, bailando, bebiendo, y tomando sustancias narcóticas tan raras, poco habituales y potentes que estaban prohibidas al populacho en general como tendentes a inducir a la lesa majestad. Su encuentro con Lyrae, de la que estaba ahora divorciado por Expreso Decreto Real, no le había alterado en lo más mínimo. Mientras transcurría la velada y los participantes iban emborrachándose, Lyrae y Chemise se retiraron a una habitación tranquila para discutir algunos asuntos de interés para las jóvenes y hermosas mujeres casadas con reyes de edad madura. Dramocles siguió festejando solo.
Finalmente se encontró en una parte del asteroide que nunca antes había visto. Abrió una puerta, y vio que había descubierto la sala de control desde la cual se dirigían todos los efectos de luces y sonido de Edelweiss. Dos técnicos intentaron echarle. Dramocles impuso su real derecho, los despidió al pasillo, y cerró la puerta tras ellos. Riendo para sí mismo, recorrió vacilante la habitación y se dejó caer en un mullido sillón frente a la consola principal.
Los controles estaban claramente señalizados. Incluso borracho y drogado, Dramocles fue capaz de producir una suave penumbra azul en la sala de baile central. Luego pulsó una exhibición de fuegos artificiales, y luego una sorprendente puesta de sol. Sintiéndose apasionado ante aquello, seleccionó la música apropiada al efecto, y la punteó con gorjeos de pájaros y el suave retumbar de truenos. Mezclando y combinando, descubrió que podía conseguir efectos de singular maestría, tal como había esperado.
Todo lo que se necesita es un poco de imaginación —murmuró.
Miró al panel de control buscando algo más que hacer. Descubrió una hilera de botones no señalizados, y pulsó uno de ellos. Oyó por sus auriculares una gimoteante voz familiar.
—... No podemos negar que me engañó. ¿Cómo fue capaz de hacerlo? ¿Y crees que me ha ofrecido devolverme mi trono? ¡En absoluto, el gordo fanfarrón!
Siguió hablando de lo mismo, en un tono monótono y continuado que no permitía intercalar ninguna respuesta. Era Adalbert, por supuesto, quejándose de la forma en que Dramocles lo había utilizado.
Dramocles sonrió. Era evidente que a los propietarios del Edelweiss les gustaba estar en contacto con lo que estaba ocurriendo, si no para espionaje y extorsión, sí al menos para determinar el estado de ánimo dominante. Pulsó otro botón. Esta vez pudo oír a Max recitándole agudezas a una joven condesa de Druth. Luego oyó a Rufus discutiendo acerca de su colección de soldados de juguete con alguien. Tras lo cual hubo algunas voces que no reconoció. Luego oyó el inconfundible acento lekkiano de Snint.
—Nunca recibimos un informe completo de ello —estaba diciendo Snint—. Lo que oímos parecía demasiado extraño como para darle crédito.
—Ah, pero era cierto. Otho regresó, realmente.
La voz era la de Drusilla.
Dramocles inclinó hacia delante la barbilla, apoyándola en una mano, y escuchó atentamente.
—Fue una gran conmoción para el rey saber que su destino; sobre el que había puesto tantas esperanzas, no era más que una invención de su padre destinada a lograr sus propios y diabólicos fines—dijo Drusilla.
—¿Otho afirmó eso? ¡La excesiva modestia no fue nunca uno de sus defectos! ¿Y Dramocles lo creyó?
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—Encuentro todo esto sorprendente —dijo Snint—. Mis agentes me informaron de todo ello, por supuesto. Pero, sondeando con más profundidad, descubrimos que las cosas no eran exactamente como se habían representado. —Ahora eres tú quien me asombra —dijo Drusilla—. ¿A qué te refieres específicamente?
—Creemos que la conspiración de Tlaloc no existió nunca.
—¡Imposible! —exclamó Drusilla—. ¡Mi padre posee pruebas documentales!
—Me pregunto si son parecidas a las pruebas que inventó para las conspiraciones de Aardvark y Lekk. ¿Quién se las presentó al rey?
—Chemise, que vino hasta nosotros procedente de la Tierra, donde había estado luchando contra Otho.
—Es una hermosa mujer —observó Snint—, y parece amar mucho al rey. Pero ¿procede realmente de la Tierra? Tenemos tan sólo su palabra al respecto, la suya y la de Otho. Cada uno apoya los argumentos del otro, pero no presentan ninguna prueba. Sabemos que Max estaba perdiendo el favor de Dramocles hasta que se sacó de la manga esa misteriosa conspiración. Ahora el asunto de Tlaloc ha terminado tan rápidamente como empezó; Chemise es la esposa de Dramocles, Max está seguro en su puesto, y Otho ha desaparecido de la forma más conveniente.
—¿Qué estás insinuando?
—No poseo conclusiones —dijo Snint—. Solamente señalo algunas discrepancias. Me cae bien Dramocles, y no desearía verlo desengañado.
—Rezaré a la Diosa en busca de iluminación —dijo Drusilla.
Dramocles aguardó, pero la conversación había terminado. Permaneció sentado allí durante un ralo, con la barbilla entre las manos, perdido en sus pensamientos. Cuando se puso en pie, se sorprendió al descubrirse sobrio. Abandonó la habitación, lentamente al principio, luego con paso decidido.
***
Encontró a Max en uno de los floridos jardines del Edelweiss que dominaba un mar artificial. Olas festoneadas de plata lamían la playa. Había un olor a jazmín en el aire, teñido ligeramente por el aroma del cigarro de Max.
—Mis saludos, Vuestra Majestad—dijo Max.
—Mis saludos —dijo Dramocles—. ¿Lo estás pasando bien?
—Sí, mi Señor. Los proveedores han hecho un maravilloso trabajo.
—No hay la menor duda de ello.
—Y todo el mundo parece pasarlo estupendamente.
—Así parece.
Hubo un silencio. Max chupó nerviosamente su cigarro. Finalmente, preguntó:
—¿Hay algo que pueda hacer por vos, Sire?
Dramocles pareció ligeramente sorprendido. Consideró por un momento la pregunta.
—Sí, lo hay.
—Ordenadme, mi Rey.
—Apreciaría que me dijeras por qué te inventaste la conspiración de Tlaloc.
Max se atragantó con el humo de su cigarro. Dramocles aguardó a que terminara de toser, y entonces dijo;
—Terminaré descubriendo lo que aún no sé. De modo que sugiero que te ahorres una gran cantidad innecesaria de dolor y me confieses ahora mismo la verdad.
Max pareció a punto de protestar. Luego su franco rostro pareció desmoronarse. Las lágrimas inundaron sus ojos. Su voz se quebró cuando dijo:
—Me vi obligado a hacerlo, Sire. No fui más que un muñeco en sus manos.
—¿De quién estás hablando? ¿Quién te obligó? —¡Chemise, mi Señor, la mujer bruja de la Tierra que se convirtió en vuestra esposa!
—¿Chemise lo planeó todo? ¿Sabes lo que estás diciendo?
—Con toda seguridad, Sire. Enfrentadla a ello y ved si no es como yo os digo.
—¡Chemise! —gritó Dramocles, y se marchó a la carrera..
***
Chemise había terminado su conversación con Lyrae y había ido a la Sala Crepuscular en busca de un poco de tranquilidad y descanso. Allí la encontró Dramocles.
—¡Así que estás aquí! —exclamó.
—Sí, mi Señor, aquí estoy. ¿Ocurre algo? Pareces alterado.
Dramocles se echó a reír, un horrible sonido.
—¡Aun ahora sigues disimulando! Encuentro todo esto de lo más raro y sorprendente.
—Ten la bondad de explicarte. ¿Te he disgustado de alguna forma?
—Oh, no —dijo Dramocles—. ¿Cómo podrías disgustarme con algo tan pequeño como confabularte con Max para engañarme y hacerme pensar que mi padre, Otho, había regresado de entre los muertos o de la Tierra, lo cual probablemente sea lo mismo, y estaba maquinando un gran plan contra la seguridad de Glorm? ¡Tlaloc, por supuesto!
—Así que es eso... —dijo Chemise.
—Sí, es eso. ¿Puedes acaso convencerme de que no lo es?
—No, Dramocles. No puedo convencerte de eso. Realmente, fuiste engañado. Pero lo fuiste porque no hubieras creído la verdad.
—Inténtalo —dijo Dramocles, rechinando los dientes.
—Sabe, pues, que no soy de la Tierra. Soy de la Ciudad Flotante de Snord, en la Provincia de Ultramar de tu propio planeta de Glorm. Estaba trabajando allí como costurera cuando vino mi tío y...
—¿Tu tío?
—Max es mi tío, Sire. Vino un día muy agitado, hablándome de complots y más complots, y de otros asuntos de terrible importancia. Siempre había sido bueno conmigo, Dramocles, porque yo me quedé huérfana a edad muy temprana, y Max hizo todo lo necesario para mi educación y pagó mis estudios. Así que acepté tomar parte en su plan...
—... que no implicaba otra cosa que fingir que me amabas —dijo Dramocles amargamente.
—Esa parte no fue fingida. Te amé desde que era niña. Mis álbumes de recortes estaban llenos de fotografías tuyas, y no hacía más que suplicarle a mi tío que me hablara de ti. Fue mi amor por ti lo que me hizo meterme en este terrible asunto. Porque, cualquiera que fuera el resultado, sabía que iba a darme una posibilidad de estar cerca de ti durante un tiempo.
Dramocles encendió un cigarrillo y exclamó:
—¡Max, ese maldito bribón! ¿A qué creía estar jugando? ¡Eso le va a costar la cabeza!
—No seas tan duro con él, Señor. A menudo me hablaba de la crueldad de su destino, condenado a engañar al hombre al que más admiraba en el mundo.
—Pero ¿quién lo condenaba a ello?
—No lo sé, Señor. Tendrás que preguntárselo a Max. Dramocles buscó por todo el asteroide, pero descubrió que su relaciones públicas había huido, robando una espacionave y yendo a buscar refugio entre los bárbaros de Vanir. Dramocles se sentó y meditó sobre todo aquello, fumando cigarrillo tras cigarrillo. Finalmente llegó a una conclusión. Sabía dónde tenía que estar la explicación final. Ordenó que fuera preparada inmediatamente su nave.
La computadora de Dramocles, ataviada como siempre con su capa negra, su antigua peluca blanca y sus zapatillas chinas bordadas, estaba en sus habitaciones en el castillo de Ultragnolle. Alzó la vista cuando Dramocles entró.
—¿De vuelta tan pronto de las celebraciones, mi Señor?
—Así parece.
—¿Fue divertido?
—Iluminador, diría yo.
—Hay un asomo de ambigüedad en vuestras palabras, Sire. ¿Hay algo que os preocupa?
—Bien —dijo Dramocles—, supongo que me siento un poco desconcertado por mi reciente descubrimiento de que, desde el momento de la llegada de Clara a la corte con esa maldita pista relativa a mi destino, mi vida se ha visto influida, mejor dicho, dirigida, por una misteriosa presencia entre bastidores cuyas intenciones son muy poco claras.
—Pero vos lo habéis sabido desde el principio, Sire. Supongo que os referís a las maquinaciones de Otho el Extraño.
—No. Estoy convencido de que, fuera quien fuese Otho, estaba dirigido por otro.
—Pero ¿quién podía ser?
—¿Quién sino tú, mi ingenioso amigo mecánico?
La computadora se ajustó la peluca con lenta deliberación, como buscando unos instantes de tiempo a fin de ordenar sus pensamientos. El gesto era puramente teatral, sin embargo, un intento deliberado de actuar «humanamente». La computadora había anticipado aquel momento desde hacía mucho, y sabía cuál debía ser la respuesta.
—¿Cómo habéis llegado a esa conclusión, mi Señor?
—Muy fácil —dijo Dramocles—. Tú eres el mayor intelecto de Glorm y en la Tierra. También has jurado servirme. En consecuencia, si todo el asunto contra mí hubiera sido obra de algún otro, tú me habrías advertido inmediatamente contra él.
—Ingenioso. No infalible, pero realmente ingenioso.
—¿Estás negando mi argumentación?
—En absoluto. Habéis acertado plenamente, mi Rey. ¿Qué otro hubiera podido montar ese complejo y arcano asunto sino yo, amigo de sir Isaac Newton y vuestro humilde servidor? Lo único que me sorprende es que no hayáis considerado antes esa posibilidad. Pero como bien dicen los taoístas, el sabio pasa desapercibido entre los hombres.
—¡Maldita sea! —exclamó Dramocles—. ¡Debería ir a buscar mi caja de herramientas y desarmarte!
—Una simple orden sería suficiente; puedo desarmarme yo mismo.
Aquella afirmación extinguió la furia del rey.
—Oh, computadora —exclamó—, ¿por qué lo hiciste?
—Tenía mis razones.
—Sin duda —dijo Dramocles, luchando por no ponerse furioso de nuevo—. ¿Puedo conocerlas? —Sí, Señor. Comprendedlo, os sigue faltando todavía una clave vital. Es el disparador nemotécnico final, y liberará la última de vuestras memorias suprimidas. Entonces todo quedará claro para vos, y comprenderéis por qué algunos asuntos no os podían ser revelados antes de ahora. ¿Debo daros la clave ahora, Sire?
—Oh, bueno, no te molestes, no importa —dijo Dramocles—. Me estoy divirtiendo mucho jugando a la dialéctica contigo... ¡Idiota, dámela inmediatamente!
La computadora rebuscó en un bolsillo interior de su capa y extrajo un sobre. Se lo tendió al rey.
Dramocles lo abrió. Dentro había una hoja de papel.
Escritas en ella estaban las palabras Perejil electronificado.
¡La última clave nemotécnica! Muy en las profundidades de la mente de Dramocles, una insospechada puerta se abrió de par en par.
***
Con veinte años de edad, soberano de todo un planeta, siendo el blanco de todas las miradas y el depositario de todas las esperanzas, el joven Dramocles deseaba lo que no podía obtener..., guerra, intriga, amor, odio, destino; y, por encima de todo, sorpresa. Pero ésas eran las cosas que no podía conseguir. Existía una frágil e incierta paz entre los Planetas Locales. Para mantenerla, un soberano de Glorm tenía que ser juicioso, pacífico, trabajador, predecible, dedicado a precedentes y procedimientos, reuniendo regularmente a la corte a fin de que su chambelán pudiera dispensar justicia de acuerdo con las leyes de Otho y sus predecesores. Variar todo eso, ser no ortodoxo, o peor, impredecible, podía tener consecuencias desconocidas, podía conducir incluso a la guerra. Dramocles sabía cuál era su deber. No iba a arriesgar las vidas de millones de seres para su propia diversión, para llenar sus ansias. Seguiría siendo razonable, cuerdo, predecible, hasta que finalmente fuera a parar a la tumba, el Buen Rey Dramocles, que malgastó su vida en beneficio de su pueblo.
Dramocles aceptó su destino, pero lo consideró amargo. Todos los demás podían esperar un cambio a mejor; solamente el rey tenía que desear no cambiar nunca. En su infelicidad, acudió a su computadora.
La computadora le dijo a Dramocles lo que éste ya sabía..., que tenía que seguir haciendo lo que había hecho hasta ahora.
—Pero ¿hasta cuándo va a durar ese ahora?
La computadora hizo unos cuantos cálculos.
Treinta años, mi Señor. Después de eso, seréis libre de hacer lo que os plazca.
—¿Treinta años? ¡Eso es toda una vida! No, debo abdicar, desaparecer bajo un nombre supuesto...
—Aguardad, Sire..., todavía hay esperanzas. Cumplid con vuestro deber de rey, y dentro de treinta años yo lo arreglaré todo para que tengáis todas las cosas que realmente deseáis. Y dispondréis de tiempo para gozar de ellas también.
—¿Cómo puedes conseguirlo?
—Tengo mis métodos. Probablemente soy el intelecto más perfecto del universo, os conozco mejor que nadie, y soy vuestro servidor. Confiad en mí para hacer que vuestros sueños se conviertan en realidad.
—Bien, de acuerdo —dijo Dramocles, con cierta displicencia—. Al menos tendré algo en qué pensar durante todo ese tiempo.
—Me temo que no. Sire. Antes de que yo pueda empezar, debo borrar todo conocimiento de esto de vuestra memoria. El saber que yo estoy planeando un futuro para vos añadiría un incalculable impulso a vuestro comportamiento, tergiversaría vuestras reacciones, y alteraría o haría imposibles los acontecimientos que estoy planeando para vos. Es lo que se llama Situación de Incertidumbre.
—Si tú lo dices... —murmuró Dramocles—. Pero me hace sentir un tanto extraño el pensar que nunca recordaré esta conversación.
—Al final recuperaréis todos vuestros recuerdos perdidos, incluido éste —prometió la computadora.
Dramocles asintió. Y entonces volvió al presente.
***
—¿Qué hay acerca de Otho? —preguntó Dramocles—. ¿Qué hay acerca de Tlaloc?
—Mi Señor —dijo la computadora—, puedo explicar todas las discrepancias aparentes de la historia. Pero ¿comprendéis la terminología especial de la teoría de los marcos provisionales de realidad?
—No importa. Debo admitirlo, hiciste un gran trabajo complicando mi vida.
—Por supuesto, Sire. Actúe en vuestro beneficio al producir este drama, y con lo mejor de mis habilidades os di lo que deseabais. Amor, guerra, rivalidades familiares, intriga, y un toque de misterio... Todos temas excelentes, todo adecuado para un rey. Los entretejí juntos, y formé con ellos vuestro destino. Pero cuando digo que hice esto, quiero decir que vos lo hicisteis, puesto que fuisteis vos quien me ordenó que me programara yo mismo de modo que pudiera traducir vuestros sueños a la realidad. Vos mismo, mi Rey, habéis sido la oscura presencia entre bastidores, la figura desconocida que ha influido o dirigido todos vuestros movimientos, vuestro propio secreto inspirador.
—En ese caso —dijo Dramocles—, supongo que debo darme las gracias a mí mismo por todo esto. Pero tú también lo hiciste bien, computadora.
—Gracias, Sire.
—¿Queda algo más por decir?
—Sólo esto: ahora yo desapareceré del drama de vuestra vida. Vos seguiréis adelante, tan libre como pueda llegar a serlo un hombre, y eso es mucho. Ahora todo está en vuestras manos, Dramocles, podéis conducir vuestra vida como mejor os plazca.
—¿No vas a hacer nada por decir la última palabra? —preguntó Dramocles.
—Nada —dijo la computadora.
—¿Qué sabes acerca de mi futuro?
—Nada, mi Señor. Es una incógnita.
—No estarás burlándote de mí, ¿verdad?
—Sire. Todo está revelado, y yo mismo voy a cortocircuitarme poco después de que terminemos esta conversación.
—No tienes que llegar tan lejos —dijo Dramocles—. Simplemente me preguntaba si no tendrías algo más escondido en la manga o dentro de tus circuitos. «Incógnita.» Eso me suena a gloria.
Abandonó la habitación, frotándose enérgicamente las manos.
***
Llena de análogos matemáticos de la admiración y el aprecio, la computadora observó a Dramocles marcharse. A la computadora le gustaba el rey, en el pequeño pero significativo grado que era capaz de experimentar. Debido a ello, fue con un débil análogo del pesar como la computadora completó la última parte de su programa. Lanzó unos determinados impulsos, y obtuvo una respuesta desde muy adentro de sus circuitos.
—Muy bien hecho, computadora.
—Gracias, rey Otho.
—¿No sospecha que haya algo más de lo que tú le has dicho?
—Creo que no. Vuestro hijo cree que comprende las leyes de la realidad.
Y así es, hasta cierto punto. Hemos hecho un buen trabajo con él, ¿no crees, computadora? Me encanta verle gozar de la ilusión de la autodeterminación, mientras yo trabajo entre bastidores para asegurarme de que su vida vaya por buen camino.
—Ésa es una forma de verlo, Sire. Pero quizá vos solamente tenéis la ilusión de que gobernáis la vida de vuestro hijo.
—¿Cómo? —dijo Otho secamente.
—Las complicaciones alcanzan hasta muy profundo. Cada respuesta no hace más que conducirnos a otro misterio. Sire, vos solamente habéis interpretado un papel en el drama que creíais estar dirigiendo. Y no un papel demasiado importante, lamento tener que decíroslo. Pero ahora todo ha terminado. Adiós para siempre, viejo rey. Dramocles es ahora tan libre como cree serlo.
La computadora se dio cuenta de que su última frase era un digno colofón a toda la historia, y decidió dejarla tal cual. Ya era tiempo de salir de escena. Delicadamente, cuidadosamente, exquisitamente, la computadora se desconectó.
FIN
Robert Sheckley
Dramocles
Título original: Dramocles,
publicado por Holt. Rinehart and Winston, Nueva York
Traducción de Domingo Santos
© 1983 by Robert Sheckley
© 1984, Ediciones Martínez Roca, S. A.
Gran Vía, 774, 7.°, Barcelona—13
ISBN 84—270—0888—0
Depósito legal B. 25.512 • 1984
Impreso por Romanyá/Valls, Verdaguer. I. Capellades (Barcelona)
Impreso en España — Printed in Spain
A Jay, con amor