PEREGRINACIÓN, EL LIBRO DEL PUEBLO (Zenna Henderson)
Publicado en
septiembre 08, 2013
La ventanilla del autobús era un cuadrado oscuro contra la noche de formas indistintas. Los ojos de Lea dejaron lentamente la niebla difusa de la distracción y enfocaron el mundo; al fin se le materializó la cara, en débiles fragmentos, apenas visibles en la penumbra del interior del autobús. Mira, pensó, todavía tienes una cara. Inclinó la cabeza y observó la luz pálida que se le deslizaba por el borde nítido y delicado de la mejilla. Los ojos abiertos no veían ningún color, sólo oscuridad; los rizos recogidos en las sienes y la curva de las cejas, todo como una fotografía fuera de foco en la oscuridad exterior. Esto es lo que parezco a la gente, pensó de un modo impersonal. Mi exterior está intacto: una cáscara de huevo y nada dentro.
La figura de al lado se movió en el asiento.
— ¿Despierta, querida? —La cara redonda resplandeció en las sombras—. Parece que durmió bien. Estuvo usted tan quieta desde que yo subí. Déjeme que encienda la luz. —La mujer movió los dedos sobre la cabeza de Lea—. Estas luces son de veras ingeniosas. ¿Cómo habrán conseguido que apunten en la dirección justa? —La luz se encendió y Lea apartó los ojos parpadeando—. ¿Demasiado fuerte? —La cara de la anciana se arrugó en una sonrisa—. Me recuerda cuando yo era joven y veníamos de la oscuridad y encendíamos la lámpara de petróleo. Yo parpadeaba como usted ahora. Aunque cuando yo tenía los años de usted ya había luz eléctrica. Pero yo tuve mis dos primeros antes de la electricidad. Me casé a los diecisiete y estos dos no pudieron venir más rápido. Usted no puede tener más de veintidós o veintitrés. Señor. Yo ya había dado cuatro al mundo por ese entonces La ventanilla del autobús era un cuadrado oscuro contra la noche de formas indistintas. Los ojos de Lea dejaron lentamente la niebla difusa de la distracción y enfocaron el mundo; al fin se le materializó la cara, en débiles fragmentos, apenas visibles en la penumbra del interior del autobús. Mira, pensó, todavía tienes una cara. Inclinó la cabeza y observó la luz pálida que se le deslizaba por el borde nítido y delicado de la mejilla. Los ojos abiertos no veían ningún color, sólo oscuridad; los rizos recogidos en las sienes y la curva de las cejas, todo como una fotografía fuera de foco en la oscuridad exterior. Esto es lo que parezco a la gente, pensó de un modo impersonal. Mi exterior está intacto: una cáscara de huevo y nada dentro.
La figura de al lado se movió en el asiento.
— ¿Despierta, querida? —La cara redonda resplandeció en las sombras—. Parece que durmió bien. Estuvo usted tan quieta desde que yo subí. Déjeme que encienda la luz. —La mujer movió los dedos sobre la cabeza de Lea—. Estas luces son de veras ingeniosas. ¿Cómo habrán conseguido que apunten en la dirección justa? —La luz se encendió y Lea apartó los ojos parpadeando—. ¿Demasiado fuerte? —La cara de la anciana se arrugó en una sonrisa—. Me recuerda cuando yo era joven y veníamos de la oscuridad y encendíamos la lámpara de petróleo. Yo parpadeaba como usted ahora. Aunque cuando yo tenía los años de usted ya había luz eléctrica. Pero yo tuve mis dos primeros antes de la electricidad. Me casé a los diecisiete y estos dos no pudieron venir más rápido. Usted no puede tener más de veintidós o veintitrés. Señor. Yo ya había dado cuatro al mundo por ese entonces y había enterrado uno. Mire, fotografías de mis nietos.
Vengo de visitar al último de todos, el benjamín de Jenny. Una niña luego de tres varones. Usted me recuerda un poco a ella, los ojos oscuros y ese color de pelo. Jenny lo usa más largo, pero las dos tienen ese mismo tinte rojizo. —La mujer buscó en el bolso. Lea sentía que las palabras caían sobre ella como un agua tibia y espumosa. Tomó automáticamente la billetera abultada que le tendía la mujer y miró sin ver las ventanitas de celofán—: ...y éstos son Arthur y Jane. Ah, aquí está Jenny. Mírela, mírela bien y dígame si no se parece a usted.
Lea tomó aliento y recorrió de vuelta una larga y dolorosa distancia. Clavó los ojos en la billetera.
La cara la miraba ahora sonriendo, expectante.
—¿Bien?
—Es... —Lea no tenía voz. Carraspeó secamente—. Es bonita.
—Sí, lo es. —La mujer sonrió—. ¿No opina que se parece un poco a usted?
—Un poco... —comenzó a repetir Lea, y se le apagó la voz; la mujer entendió que esto era una respuesta. —Adelante, mire a los otros y dígame cuál de los niños le gusta más.
Lea volvió las páginas de celofán y se quedó mirando algo, con los ojos bajos.
—Bueno, ¿con cuál se ha quedado? —La mujer se inclinó hacia Lea—. ¡Bueno! —Un jadeo de indignación—. ¡Eso es mi licencia para conducir! ¡No le pedí que husmeara mis papeles!
La anciana le arrebató a Lea la billetera y apagó la luz. Hubo unos cuantos movimientos y murmullos en el asiento de al lado hasta que la tranquilidad volvió otra vez.
El zumbido del autobús era casi hipnótico y Lea se hundió de nuevo en aquella apatía, excepto una punta minúscula de incomodidad que continuaba aguijoneándole la conciencia. Tendría que hacer algo en la próxima parada. El billete alcanzaba hasta allí. ¿Luego qué? Habría que decidir otra vez. Y todo lo que ella quería era nada... nada. Y todo lo que tenia era nada... nada. ¿Por qué tenía que hacer algo? ¿No bastaba que ella no...? Lea apoyó la frente contra el vidrio de la ventanilla, disolviendo aquel nebuloso reflejo de ella misma, y clavó los ojos en la oscuridad. El hábito la dominó de nuevo, y los dolorosos pensamientos volvieron a los viejos surcos, los trillados senderos que llevaban a una futilidad sin remedio, a una nada oscura. Retuvo el aliento, y luchó contra el horror... la amenaza...
Todas las luces del interior del autobús se encendieron de pronto, y hubo un murmullo y un movimiento de gente adormilada. El autobús marchaba ahora más despacio entre las luces desperdigadas de las afueras de un pueblo.
Era un pueblo pequeño. Lea ni siquiera recordaba el nombre. Ni siquiera supo en qué dirección iba cuando dejó la estación. Se alejó de la parada de autobús caminando con pasos rápidos y silenciosos por la acera agrietada, complaciéndose en el balanceo rítmico del cuerpo después de las largas horas de inactividad. La mente todavía le daba vueltas, a ciegas, apartada, distraída, encerrada en sí misma.
El distrito comercial fue quedando atrás, y Lea comenzó a subir por una calle empinada. Arriba y al cabo de un rato se encontró con una baranda. Se apoyó en el borde esperando a que se le pasara el mareo. Escudriñó la oscuridad. ¡Es un puente!, pensó. Sobre un río. Sintió que algo se encendía en ella. Es la respuesta, se dijo, animada. Sí, y luego... ¡nada más! Apoyó los codos en la baranda, enmarcándose el mentón y las mejillas con las manos, los ojos puestos en la oscuridad de allá abajo, una oscuridad cerrada donde no había ni siquiera una onda que reflejase las luces del puente.
La voz familiar, tan razonable, hablaba de nuevo. Hay que desprenderse de ese dolor. Que sea sólo una incomodidad transitoria. Deja de respirar, deja de pensar, deja de sufrir, deja de alimentar ese ciego deseo. Lea se movió por la acera, acariciando la baranda. Puedo soportarlo ahora, pensó. Ahora que sé que hay un fin. Puedo soportar un minuto más de vida... para decir adiós. Sintió un estremecimiento en los hombros y la risa que se le ahogaba en la garganta. ¿Adiós? ¿A quién? ¿Quién notaría que ella se había ido? Una onda que se detiene en un mar tempestuoso. Que el agua tranquila la dejara sin aliento. Que esa bondad impersonal la ocultara, la disolviera, de modo que nadie pudiera suspirar y decir: Eso fue Lea. Oh, agua bendita.
No había nada que lo impidiera. Lea se encontró defendiendo lo que iba a hacer como si le hubiesen puesto alguna objeción. Escucha, pensó. Te lo he dicho tantas veces. No hay razón para seguir. Puedo aguantarlo cuando la inanidad me envuelve ocasionalmente, ¿pero no recuerdas? ¿No recuerdas la mañana en que estabas sentada vistiéndote, con un zapato puesto y el otro todavía en la mano, y no podías encontrar una razón válida para terminar de calzarte? ¡Ninguna razón! ¿Acabar de vestirse? ¿Para qué? ¿Por qué tenías que ir a trabajar? ¿Por qué? ¿Para ganarte la vida? ¿Por qué? ¿Para tener que comer? ¿Por qué? ¿Para no morirte de hambre? ¿Por qué? ¡Porque tienes que vivir! Por qué. ¿Por qué? ¡Por qué!
—Y no había respuestas. Y me quedé allí sentada hasta que el aire gris se disolvió a mi alrededor, como otras veces. Pero entonces... —Lea juntó las manos y se las retorció dolorosamente—. ¿Recuerdas qué ocurrió entonces? El cielo distorsionado se desgarró derramando todo el horror de un mundo sin significado y sin sentido; una existencia irracional que daba vueltas y vueltas como las manecillas de un reloj sin cara, una nada amenazadora que tironeaba del hilito de razón que aún me quedaba enredándolo y enredándolo. —Lea se estremeció y apretó los labios tratando de recobrarse—. Eso fue sólo el principio... Poco después esos mismos abismos de inutilidad llegaron a ser un refugio y no algo de lo que era necesario escapar, una negatividad casi cómoda comparada con ese horror positivo que era vivir. Pero ya no aguanto ni una cosa ni otra. — Se dobló sobre la baranda—. Y no tengo por qué hacerlo. —Se enderezó y contuvo una náusea repentina y seca—. Las aguas han de ser más profundas en el medio —se dijo—. Profundas, rápidas, silenciosas, alejándome de esta intolerable...
Y mientras daba un paso adelante se oyó un gritito, perdido dentro de ella.
—¡Pero yo hubiese podido tener amor a la vida! ¿Cómo he llegado a este punto muerto?
Calla, le decía la oscuridad a la vocecita, ¡calla! No te molestes en pensar. Trae dolor. ¿No descubriste que trae dolor? No tienes que pensar nunca más, ni hablar nunca más, ni respirar nunca más después del próximo aliento...
Los pulmones de Lea se llenaron lentamente. ¡El último aliento! Empezó a deslizarse a lo largo de la baranda del puente de piedra, hacia la oscuridad, hacia el acabamiento de todo, hacia el Fin.
—No tienes verdaderas ganas. —La voz risueña sorprendió a Lea como un golpe en la cara—. Por otra parte, aunque lo quisieras de veras no podrías aquí. Quizá te romperías una pierna, pero nada más.
— ¿Me rompería una pierna? —La voz de Lea era de estupefacción, y algo gritó dentro de ella, decepciona da—: ¡Te estoy hablando!
—Claro. —Unas manos fuertes la apartaron de la baranda y la arrastraron a un asiento dentro de lo que parecía ser un pequeño kiosco—. Tienes que ser muy nueva aquí, llegada en el autobús de las nueve y media de la noche.
—El autobús de las nueve y media de la noche —repitió Lea inexpresivamente.
—Porque si hubieses estado aquí a la luz del día sabrías que este puente es un engaño y una ilusión, por lo menos en lo que a agua se refiere. No podrías ahogar un mosquito en este río. Hay un dique arriba, y aquí sólo arena y tamariscos. Además, no quieres morir, mucho menos con un abrigo tan hermoso como ése, ¡casi nuevo!
—No quieres morir —repitió Lea como un eco distante. De pronto se soltó con una sacudida de aquellas manos firmes y torció el cuerpo tratando de librarse del brazo que la sostenía.
— ¡Quiero morir! ¡Vete! —Habló con una voz cada vez más aguda y casi escupió la última palabra.
—¿Pero no me oíste? —El resplandor del farol más cercano en el collar de luces que perlaba el puente brilló sobre una sonriente cara de muchacha, no mucho mayor que Lea—. No tendrás lo que piensas si tratas de suicidarte aquí. Probablemente te quedes tendida en la arena toda la noche, quizá con una rama afilada de tamarisco clavada en el hombro, y la pierna rota doliéndote corno todos los diablos. Y mañana te encontrarán las hormigas, y las moscas, los moscardones que zumban. Los atrae la sangre, ya lo sabrás. Tu sangre, derramada en la arena.
Lea ocultó la cara, con violencia, hundiendo las uñas en el cuero cabelludo. Esta... esta criatura no tiene por qué rascar esa costra que resuma sangre, pensó. Sería tan fácil saltar a la oscuridad, a la nada, y no quedarse pensando en moscardones y sangre, tu propia sangre.
—Además... —el brazo la rodeaba de nuevo, llevándola de vuelta al banco—, no puedes querer morir y perderlo todo.
—Todo es nada —jadeó Lea, tratando de volver a un camino gastado y conocido—. No es nada. Sólo una tiza gris que escribe palabras grises en un cielo gris de tormenta. ¡No hay nada! ¡No hay nada! —Esa frase tan redonda tienes que habértela dicho miles de veces para haber llegado tan adentro en la oscuridad —dijo la voz, seria ahora—. Pero tienes que volver, lo sabes, tienes que sentir de nuevo el deseo de vivir.
— ¡No, no! —gimió Lea, retorciéndose—. ¡Déjame ir! —No puedo. —La voz era dulce, las manos firmes—.
Los Poderes me enviaron aquí a propósito. No puedes volver a la Presencia con tu vida deshecha. Pero no me escuchas, ¿no es cierto? Deja que te diga.
»Te llamas Lea Holmes. Yo me llamo Karen, si quieres saberlo. Dejaste tu casa en Clivedale hace dos días. Juntaste todo tu dinero y compraste el pasaje que te llevara más lejos. Te pasaste dos días sin comer. Ni siquiera sabes muy bien en qué estado te encuentras, excepto que es un estado de desesperación y agotamiento completos, ¿no es así?
— ¿Cómo... cómo sabe? —Lea sintió que algo muerto desde hacía mucho se movía dentro de ella, y volvía a morir bajo la chata monotonía de la voz de la muchacha—. No importa. Nada importa. ¡Usted no sabe nada! —Una ira nauseosa aleteó en el estómago vacío de Lea—. Usted no sabe lo que es vivir de cara a una pared y sin embargo tener que caminar y caminar, día tras día, arrastrando siempre una rueda de molino, sin ninguna esperanza de poder atravesar la pared, ¡nada, nada, nada! ¡Ni siquiera un eco! ¡Nada!
Lea se arrancó de las manos de Karen, y en un movimiento ciego y enloquecido corrió a la baranda de cemento y se arrojó a la oscuridad.
Una vuelta y otra vuelta en el aire, interminable, lenta, lenta. ¿Se tardaba tanto en morir? Cayó blandamente en la arena.
—Ya ves —dijo Karen, agachándose en la arena y alzando la cabeza de Lea—. No puedo permitir que lo hagas.
—Pero... yo... ¡yo salté! —Las manos de Lea tocaron la arena a los costados y alzó los ojos y miró las luces de los coches que pasaban allá arriba como bastones a lo largo de una cerca de piquetes.
— Sí, saltaste. —Karen rió con una risita cálida—. Mira, Lea, todavía hay maravillas en este mundo. No todo está en el fondo de un pantano. ¿Cuál es esa otra cita que has estado usando como anestesia?
Lea volvió de mala gana la cabeza y se sentó.
—Déjeme sola.
Karen insistió con una voz imperiosa.
— ¿Cuál era esa otra cita?
—No hay más maravillas para mí —citó Lea con las manos sobre los labios—. Excepto preguntarme por qué ya no puedo maravillarme. Y por qué todas las maravillas parecen haberse agotado... —Unas lágrimas calientes le quemaron los ojos, pero no llegaron a caer—. No más maravillas...
El enorme vacío que estaba allí esperando siempre se extendió y extendió distorsionando...
¿No más maravillas? —Karen rompió la burbuja con una risa tierna—. ¡Oh, Lea, si yo sólo tuviera tiempo! ¡Ninguna maravilla! Pero tengo que irme. La más increíble maravilla... —Hubo un breve silencio y los coches pasaron arriba, uno tras otro—. ¡Escucha! —Karen tomó las manos de Lea—. Ya no te importa lo que pueda pasarte, ¿no es cierto?
¡No! —dijo Lea, pero una débil voz murmuró una protesta detrás de ese grito desanimado.
—Sientes que la vida es insufrible, ¿no? —Insistió Karen—. Que nada puede ser peor.
— Nada —dijo Lea, embotada, con un susurro ahogado.
—Escucha entonces. —Karen se arrimó a ella en la oscuridad—. Te llevaré conmigo. En verdad no tendría que hacerlo, especialmente ahora, pero ellos entenderán. Te llevaré allá conmigo y luego, luego, si cuando todo haya terminado tú todavía piensas que no hay nada de que maravillarse en el mundo, yo misma te llevaré a un sitio mucho más apropiado para suicidios, ¡y te daré un empujón!
Las manos de Lea se retorcían tratando de librarse de sí mismas.
—Pero dónde...
— ¡Ah, ja! —rió Karen—. ¡Recuerda que no te importa! ¡No te importa! Bien, ahora tendré que taparte los ojos, un minuto. Levántate. Deja que te ponga esta bufanda sobre los ojos. Listo. Me parece que no está demasiado apretada, y sí lo suficiente. —La charla de Karen siguió y siguió, y Lea buscó apoyo de pronto en la muchacha, sintiendo que el mundo se disolvía alrededor. Se tomó del hombro de Karen y dio unos pasos tambaleantes de la arena a terreno más sólido—. Oh, ¿te marea no ver nada? —Preguntó Karen—. Bueno, está bien. Te la sacaré. —Desató la bufanda—. De prisa, tenemos que tomar el autobús y es casi la hora. —Arrastró a Lea a lo largo de la vereda del puente, hacia la otra orilla, dejando atrás el pueblo.
—Pero... —Lea trastabillaba de cansancio y hambre—, ¿cómo estamos otra vez en el puente? ¡Esto es una locura! Estábamos abajo...
— ¿Preocupada, Lea? —Karen la tranquilizó tocándole el hombro—. Si nos damos prisa tendremos tiempo de que comas un sandwich antes de que llegue el autobús. Yo invito.
Un sandwich y un vaso de leche más tarde, el autobús se acercó rugiendo a la acera, devoró a Lea y a Karen y se alejó ruidosamente. Veinte minutos después el conductor, discutiendo, abrió la portezuela a la oscuridad.
—Pero, señora, ¡no hay nada ahí! ¡La casa más próxima está casi a dos kilómetros!
—Ya lo sé —sonrió Karen—. Pero éste es el sitio. Alguien nos espera. —Ayudó a Lea a bajar los peldaños—. ¡Gracias! —Dijo volviendo la cabeza—. ¡Muchas gracias!
— ¡Gracias! —Murmuró el conductor cerrando brusca mente la portezuela—. ¡Ni siquiera es un cruce! ¡Qué gente loca!
El autobús se fue rugiendo camino abajo. Las dos muchachas miraron la retirada de luciérnaga del autobús hasta que desapareció detrás de una curva.
— ¡Bueno! —Karen suspiró, feliz—. Miriam está esperándonos por aquí en algún sitio. Luego iremos...
—Yo no. —La voz de Lea era de una terquedad inexpresiva en la casi tangible oscuridad—. No me moveré un centímetro más. ¿Quién se cree que es usted? Me quedaré aquí hasta que pase un coche...
—¿Y te tirarás al camino? —La voz de Karen era fría y dura—. No tienes derecho a obligar a un desconocido a que sea tu verdugo. ¿Te parece bien derramar tu sangre sobre alguien cubriéndolo de pies a cabeza?
— ¡No me hable más de sangre! —gritó Lea, herida en lo vivo pues Karen estaba sacándole fuera todos los pensamientos—. ¡Déjeme morir! ¡Déjeme morir!
—Sí, quizá tendría que dejarte morir —dijo Karen sin ninguna simpatía—. No estoy segura de que valga la pena evitarlo. Pero mientras estés en mis manos vendrás conmigo y te callarás. Las niñas lloronas me aburren.
—Pero... usted... ¡no sabe! —Lea sollozó sin lágrimas, trastabillando detrás de Karen, arrastrada por el brazo, evitando cactos y arbustos, llorando el todo protector consuelo de la nada que ya hubiera sido suyo si Karen no hubiera intervenido.
—Quizá te sorprenda —soltó Karen—, pero al menos Dios lo sabe, y no le has dedicado un solo pensamiento en toda la noche. Si tienes tantas ganas de meterte en la casa del Señor aunque nadie te haya invitado, será mejor que dejes de lloriquear y pienses en alguna excusa convincente.
— ¡Usted es mala! —chilló Lea, como un niño.
—De modo que soy mala. —Karen se detuvo tan bruscamente que Lea se la llevó por delante—. Quizá debiera dejarte sola. No quiero que esta cosa maravillosa que está ocurriendo sea estropeada por tantas estupideces. ¡Adiós!
Y Karen desapareció antes que Lea alcanzara a parpadear. Desapareció completamente. No se había oído ni el sonido de una pisada, ni el susurro de un arbusto. Lea se encogió en la oscuridad, sintiendo que el pánico le crecía en el pecho y la dejaba sin aliento. El elevado arco del cielo resplandecía sobre ella y la noche de pronto hostil se cerraba arrastrándose, cada vez más cerca. No había ninguna parte a donde ir, ningún sitio donde esconderse, ningún rincón a donde pudiera retroceder. Nada... ¡Nada!
— ¡Karen! —chilló Lea, echando a correr ciegamente—. ¡Karen!
—Cuidado. —Karen salió de la oscuridad y la tomó por el brazo—. Hay cactos ahí. —La voz continuó con una exasperada paciencia—: Muerta de miedo por quedarse sola en la oscuridad dos minutos y catorce segundos, y todavía piensas que una eternidad de lo mismo sería mejor que vivir... Bueno, he hablado con Miriam y me ha dicho que puede ayudarme a tratar contigo, de modo que ven... Miriam, aquí está ella. ¿Crees que vale la pena salvarla? —Lea retrocedió, sorprendida, mientras Miriam se materializaba vagamente en la oscuridad.
—Karen, deja ese tono de censor —dijo la sombra—. Ya sabes que no podrías abandonar a Lea ahora. Necesita ayuda, y no reproches.
—Ni siquiera quiere ayuda —dijo Karen.
—Hablan como si yo ni siquiera estuviese aquí —dijo Lea, resentida—. No aquí. No aquí. —La ola de desesperación creció y creció y al fin rompió sobre ella—. ¡Oh, déjenme ir! ¡Déjenme morir!
Lea se apartó de Karen pero la sombra de Miriam la envolvió con brazos cálidos.
—Tampoco quiere vivir, pero no lo aceptarás, así como no aceptas que no quiera ayuda.
—Es tarde —dijo Karen—. ¿La sillita de oro?
— Supongo que sí —dijo Miriam—. De todos modos el shock será inevitable. Cuanto más contacto mejor.
De modo que las dos prepararon la silla, la mano tomando la muñeca, la muñeca tomada por la mano, y se agacharon.
—Vamos, Lea —dijo Karen—, siéntate. Los brazos alrededor de nuestros cuellos.
—Puedo caminar —dijo Lea fríamente—. No estoy tan cansada. No sean tontas.
—A donde vamos no puedes ir caminando. No discutas. Estamos retrasadas. Siéntate.
Lea apretó los labios, pero se sentó, torpemente, tomándose con fuerza cuando Karen y Miriam se incorporaron, levantándola del suelo.
— ¿Todo bien? —preguntó Miriam. —Todo bien —dijeron a la vez Karen y Lea.
— ¿Y ahora? —dijo Lea esperando a que empezaran los pasos.
—Bueno —rió Karen—, no digas que no te lo advertí, pero mira hacia abajo.
Lea miró hacia abajo, y abajo, ¡y abajo! Allá abajo se escurrían unas luces a lo largo de la borrosa cinta de un camino. Allá abajo se extendía el rocío enjoyado de los faroles de una calle. Allá abajo toda la panorámica perfección del valle brillaba mágicamente en la noche. Lea se miraba incrédula los dos pies que le colgaban en el aire; nada debajo sino aire, el mismo aire que le movía el cabello y le golpeaba los párpados a medida que aumentaban la velocidad. El terror la sofocaba. Los dos brazos apretaron convulsivamente los cuellos de las muchachas.
— ¡Eh! —jadeó Karen—. ¡Nos estás ahogando! No ten gas miedo. No aprietes tanto. ¡No aprietes tanto!
—Será mejor que la tranquilices —susurró Miriam—. No te oye.
—Tranquila —dijo Karen en voz baja—. Lea, tranquila.
Lea sintió que el miedo se alejaba de ella como una marea que retrocede. Aflojó los brazos. Los ojos que no entendían se alzaron a las estrellas y bajaron de nuevo a las luces. Dejó escapar un leve suspiro y apoyó la cabeza en el hombro de Karen.
Estoy muriéndome, se dijo. Salté del puente y esto es mi agonía, el delirio que precede a la muerte. Tardo mucho en morir. No me sorprende, con esa espina de tamarisco que me ha traspasado el hombro.
Lea cerró los ojos y los miembros se le aflojaron! Lea estaba tendida en una oscuridad de plata, detrás de los ojos cerrados, y saboreaba esa anónima inercia que separa el sueño del despertar. Una calma serena le cantaba en el cuerpo, un tranquilo zumbido. Se sentía tan anónima como un alga transparente que flota inmóvil entre dos capas de agua clara. Respiró despacio, pues no quería perturbar esa quietud de espejo, esa paz transparente. Si respiras con rapidez, empiezas a pensar, y si piensas... Lea se movió, se le estremecieron los párpados que no querían abrirse, pero la conciencia y la luz crecientes la despertaron del todo. Se quedó tendida y sin moverse en la cama, tratando de ser otra sábana blanca entre dos sábanas de algodón. Pero las sábanas blancas no oyen el canto de los pájaros en la mañana ni huelen desayunos. Se volvió y esperó a sentir otra vez el peso doloroso de la vida, esa carga que la abrumaría, que la trastornaría con aquella quemante inutilidad.
—Buenos días. —Karen estaba sentada en el alféizar de la ventana, extendiendo una mano abierta, con la palma hacia arriba—. ¿Sabes cómo llamar la atención de un pájaro, con unas migas en la mano? Me pregunto si notan otra cosa que no sea comida o unos huevos. ¿Respiran alguna vez por la pura alegría de respirar?
Deshizo las migas entre las manos y las echó fuera de la ventana.
—No sé mucho de pájaros —dijo Lea con una voz espesa y herrumbrosa—. Y tampoco mucho de la alegría, me parece.
Endureció el cuerpo esperando a que aquel pesado horror descendiera de nuevo.
—Cálmate —dijo Karen volviéndose desde la ventana—. Te he tranquilizado.
— ¿Quieres decir... que estoy curada? —preguntó Lea tratando de recordar los episodios de la noche anterior.
—Oh, no. Simplemente te he desconectado, por un tiempo. La curación es algo lenta. Tienes que hacerlo tú misma. Yo puedo llevarte la cuchara a los labios, pero el esfuerzo de tragar depende de ti.
— ¿Qué hay en la cuchara? —preguntó Lea ociosa mente, dejándose llevar por aquella corriente de paz.
— ¿De qué tienes que curarte?
—De la vida. —Lea apartó la cara—. Cúrame de la vida.
— Otra vez lo mismo. Podemos pasamos palabras todo el día una a otra y no llegar a ninguna parte. Además, no tengo tiempo. Tengo que irme ahora. —La cara se le iluminó a Karen, y se movió alrededor del cuarto, levemente—. ¡Oh, Lea! ¡Oh, Lea! —En seguida, rápidamente—: Te espera el desayuno en el otro cuarto. Te dejo. Volveré luego y entonces... bueno, quizá se me haya ocurrido algo. Dios te bendiga.
Karen se deslizó fuera del cuarto, pero Lea no oyó que la puerta se cerrara.
Fue hasta el otro cuarto, sintiendo una inquietud que reemplazaba la inercia enfermiza de costumbre. Deshizo un poco de jamón entre los dedos y se sirvió una taza de café. Al fin salió del cuarto, sin probar nada. De vuelta en el dormitorio se tocó el raro camisón que tenía puesto. De pronto se lo sacó, con un solo y repentino movimiento, y se escurrió dentro de sus propias ropas.
Probó el pestillo, no giraba. Martilleó débilmente con los puños en la puerta cerrada. Corrió a la ventana y sentándose en el alféizar comenzó a pasar las piernas al otro lado. Los pies le golpearon en algo invisible. Sorprendida, extendió una mano y tocó una cosa con la punta de los dedos. Sacó lentamente las dos manos y se quedó mirándolas cuando tropezaron con un obstáculo.
Volvió a la cama y la miró un rato. Al fin se puso a tenderla, rápida, minuciosamente, doblando bajo el colchón los bordes de las sábanas y ahuecando la almohada de plumas. Luego se dejó caer en el borde de la cama y se miró las manos apretadas y tensas. Poco a poco fue deslizándose hasta caer al suelo de rodillas. Hundió la cara en las manos y le susurró a aquella pena árida que le quemaba los ojos: —¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¿Estás de veras ahí?
Durante un largo tiempo se quedó allí de rodillas, sintiendo que apretaba la cara contra los barrotes que le impedían salir al mundo, y que ahora, quizás a causa de Karen, eran algo inerte e impersonal, y ya no más aquella maligna carga de agonía, la criatura deliberadamente malvada que había sido antes.
Entonces, de pronto, oyó una voz incongruente, la voz de Karen:
—No has comido. —Lea alzó la cabeza, sorprendida. No había nadie en el cuarto—. No has comido —dijo otra vez la voz, como enunciando simplemente un hecho—. No has comido.
Lea hizo un esfuerzo y se incorporó, sintiendo que la sangre le corría otra vez por las piernas entumecidas. Tiesamente fue cojeando hasta la otra habitación. El café humeaba todavía agradablemente aunque ella sentía que había pasado toda una vida desde que lo había servido en la taza. El jamón con huevos estaba todavía caliente. Rompió la tostada crujiente y tibia y comenzó a comer.
—Lo pensaré todo dentro de un rato —le murmuró a la mesa—. Y es posible que luego me ponga a chillar.
Karen llegó de vuelta en las primeras horas de la tarde, precipitándose a través de una puerta que se abrió antes que ella la tocara.
— ¡Oh, Lea! —gritó tomando a Lea por los hombros y haciéndola girar en una danza enloquecida—. ¡Nunca lo adivinarías, ni en un millón de años! ¡Oh, Lea! ¡Oh, Lea!
Karen cayó con Lea sobre la cama y rió alegremente. Lea se apartó.
— ¿Qué tengo que adivinar? —La voz parecía tan seca y tensa como los ojos sin lágrimas.
Karen se sentó enderezándose rápidamente.
— ¡Oh, Lea! Lo siento tanto. Estoy tan excitada que lo olvidé. Escucha. Jemmy dijo que asistirás a la Reunión esta noche. No puedo decírtelo. Bueno, no podrías entenderme sin una larga explicación, y aun entonces... —Miró los ojos extraviados de Lea—. ¿Duele, no es cierto? —preguntó en voz baja—. Aunque yo te haya tranquilizado, se abre paso corno un cuchillo desafilado, ¿no es así? ¿No puedes llorar, Lea? ¿Ni siquiera una lágrima?
—Lágrimas... —Las manos de Lea estaban inquietas—. De qué servirían todas las lágrimas. —Se llevó las manos al nudo apretado que tenía en el pecho. Le dolía mucho la garganta—. ¿Cómo podría soportarlo? —susurró—. Cuando tú permitas que salga otra vez, ¿cómo podré soportarlo?
—No tendrás que soportarlo sola. No había necesidad de que lo soportaras sola. Y no lo soltaré en ti hasta que tengas fuerzas suficientes.
»De cualquier modo... — Karen se puso de pie, vivamente—. Comerás de nuevo, y después una siesta. Te ayudaré a dormir. Luego la Reunión. Allí encontrarás tu nuevo principio.
Lea se encogió, temerosa, mirando cómo crecía la Reunión. Risas y gritos y músicas y corrientes secretas giraban alrededor del cuarto.
— ¡No te morderán! —Susurró Lea—. Ni siquiera se darán cuenta de que estás aquí, si tú no lo deseas. Sí —respondió a la pregunta muda de Lea—. Tienes que quedarte, te guste o no te guste, aunque te parezca que no servirá de nada. No sé muy bien por qué Jemmy llamó a esta Reunión, pero me parece bastante apropiado que te encuentres con nosotros en la escuela. Créeme o no, pero aquí me eduqué, y aquí... Bueno, aquí las maestras deshacían lo que nosotros éramos, o lo hacían todo, depende del punto de vista. Sabes, los adultos pueden ocultar muy bien cualquier secreto, pero los niños... —Karen rió—. Pobres querubines... o quizás eran los más sabios. Sin que nadie se lo pida, están dispuestos a decirles las cosas más íntimas a cualquier adulto que quiera escucharlos, ¿y quién está más preparado para escuchar que una maestra? Pregúntale alguna vez a una maestra cuánto aprenden del ambiente del niño y de las actividades cotidianas de la familia sólo por lo que hacen o dicen, a veces de un modo casi inconsciente. Los niños son la clave de cualquier comunidad, un hecho que es más cierto entre nosotros que en ninguna parte. Es así como las maestras se han visto envueltas tan a menudo en los asuntos del Pueblo. Recuérdamelo alguna vez y te contaré, cuando tengamos un minuto libre. Bueno, Melodye, por ejemplo. Pero ahora...
El cuarto pareció de pronto ordenarse a sí mismo y aquietarse en una espera atenta y expectante. Jemmy estaba sentado a medias en una esquina del pupitre de la maestra, de frente al Grupo, apretando un pedazo de papel en una mano.
—Nos hemos reunido hoy en Tu nombre —dijo. Un murmullo corrió por el cuarto y se apagó—. Por consideración a algunos de entre nosotros, los procedimientos se harán hoy de viva voz. Sé que alguien del Grupo se ha asombrado de que los hayamos invitado a todos. Hay dos razones principales. La primera, para compartir esta alegría con nosotros... —Un deleitado estremecimiento musical dio vueltas por el cuarto, seguido por una débil risa—. ¡Francher! —dijo Jemmy—. La otra es el proyecto que quisiéramos iniciar esta noche.
»En los últimos pocos días se ha hecho cada vez más evidente que ha llegado la hora de tomar una decisión muy importante. Decidamos lo que decidamos, muchos tendremos que decirnos adiós. Habrá separaciones dolo—rosas. Habrá cambios.
Había una pena tangible en el cuarto, y una débil escala menor de notas tristes que bajaba y subía, al borde de las lágrimas.
—Los Viejos han decidido que sería prudente registrar nuestra historia hasta hoy. Por eso estáis todos vosotros aquí. Cada uno de vosotros guarda en la mente una importante parte de nuestra historia. Cada uno de vosotros ha influido de modo indeleble en el curso de los acontecimientos, en nuestros Grupos. Queremos que contéis vuestras historias. No que las reinterpretéis a la luz de lo que ahora sabemos, pero sí que nos transmitáis las premisas originales, las primeras tentativas, los primeros logros... —Un murmullo se alzó en la habitación—. Sí —respondió Jemmy—. Como si lo viviéramos de nuevo, exactamente lo mismo, incluido el dolor.
»Bien —alisó el pedazo de papel—, en orden cronológico... Oh, antes que nada, ¿dónde está el aparato grabador de Davey?
— ¿El aparato? —preguntó alguien—. ¿Qué tienen de malo nuestros recuerdos?
—Nada —dijo Jemmy—, pero queremos que este registro sea algo independiente de cualquiera de nosotros, que vaya con cualquiera que se vaya, y se quede con cualquiera que se quede. Compartimos los recuerdos generales, por supuesto, pero todos esos detalles mínimos... Bien, de cualquier modo, el aparato de Davey. —El aparato había llegado a la mesa sin hacerse notar—. Bien, en orden cronológico... Karen, tú eres la primera...
— ¿Quién, yo? —Karen enderezó el cuerpo, sorprendida—. Bueno, sí —se contestó a sí misma, aflojándose—. Creo que soy la primera.
—Acércate al pupitre —dijo Jemmy—. Ponte cómoda.
Karen le apretó la mano a Lea y murmuró: —¡Prepárate a oír maravillas! —y luego de abrirse paso entre las filas de pupitres se sentó detrás de la mesa.
— Creo que daré nombre a este principio —dijo—. Ya hemos advertido alguna vez la analogía, recuerden.
» el arca se posó sobre las montañas de Ararat. Y además, ¡Ararat es más poético que monte Calvo! Y ahora —sonrió—, para retomar el tiempo. Vuestra ayuda, por favor.
Lea, fascinada a pesar de sí misma, observó a Karen. Vio que la cara le cambiaba y se hacía más joven. Vio que el cabello se le ordenaba de otro modo y era ahora más largo. Sintió que Karen se despojaba de años como si fuesen finas capas de tejido, y se inclinó hacia adelante, escuchando cómo la voz de Karen, más alta y más joven, comenzaba... ARARAT
En Cougar Canyon siempre hemos tenido problemas con las maestras. La escuela, por supuesto, es apenas una escuela de campaña, aislada, inaccesible. No hay nada en ella que pueda atraer a una maestra. Sin embargo, como el Pueblo continúa trayendo hijos al mundo, aun nuestro pequeño Grupo alcanza a reunir anualmente nueve escolares, el número reglamentario de acuerdo con las normas del condado.
Naturalmente, yo ya no estoy en edad escolar, al menos en la edad escolar de Cougar Canyon, y desde hace tiempo. Pero a veces, cuando comienzan las clases, falta algún alumno, y entonces vuelvo a inscribirme para un curso especial. Ahora, sin embargo, trabajo en otro nivel. Papá mismo me preparó, hace dos veranos, para mis exámenes secundarios, y me prometió que si este año estudio bien, el año que viene iré al Exterior. Allí obtendré mi diploma de maestra, y yo misma podré enseñar y no necesitaremos recurrir a los Extraños. Sí, los chicos, en general, preferirían que la escuela permaneciese cerrada, pero los Viejos quieren que se instruyan, y aquí, entre nosotros, los Viejos tienen siempre la última palabra.
Como papá es presidente del consejo escolar, yo me entero de muchas cosas que los otros chicos no saben. En el verano, por ejemplo, escribió a la Inspección diciendo que este año volveríamos a ser más de nueve, y pidió que nos enviaran una maestra. Le contestaron que no quedaba ninguna que no hubiese oído hablar de Cougar Canyon, de modo que tendríamos que buscarla nosotros mismos aunque fuese bajo tierra. Eso de «bajo tierra» me sonó como una broma demasiado macabra, pues todos sabemos que en un rincón de nuestro cementerio se levantan las tumbas de cuatro de nuestras maestras. Es verdad que siempre nos mandan a las más viejas, a las desheredadas y sin hogar, a las desahuciadas, dispuestas siempre —al fin y al cabo les queda poco tiempo de vida— a tirar un año aquí, otro allá, en empleos que nadie aceptaría, ya que en nuestro Estado no hay una buena ley de pensiones y las maestras, por lo general, mueren en la brecha. No obstante, viejas y todo, desalentadas como llegan, Cougar Canyon les reserva siempre toda clase de emociones violentas, y de horrores, aunque nada de todo esto sea, en verdad, premeditado.
Sin embargo, en estos últimos años tuvimos bastante suerte. Los Viejos piensan que empezamos a adaptarnos, pero los más disconformes afirman que la Travesía nos ha debilitado. Cualquiera de las dos explicaciones puede ser justa, tal vez las dos; o quizá las maestras mismas han empezado a cambiar, y son más fuertes. De cualquier modo, las dos últimas duraron casi hasta fin de año. Papá las llevó a Kerry Canyon, donde aguardaban las ambulancias; y ahora, después de una breve temporada en una casa de salud, están sanas otra vez. Antes, en cambio, casi siempre cambiábamos de maestra cuatro veces por año.
Bueno, lo cierto es que escribió a una agencia de la costa, y después de un intercambio de cartas, conseguimos, por fin, una maestra.
Papá lo anunció durante la comida.
—Es demasiado joven —dijo, tomando un escarbadientes mientras se balanceaba en su silla.
Mamá le sirvió una segunda porción de pastel a Jethro y volvió a levantar su tenedor.
Ser joven no es un crimen —dijo—. Además, para los chicos será un cambio agradable.
Sí, pero es una lástima —dijo papá, explorándose una muela con el escarbadientes.
Mamá frunció el ceño. Yo no sabía con exactitud si por el hecho de que papá había querido decir que era una lástima que una maestra tan joven fuese a parar a un lugar como Cougar Canyon. No es que seamos en realidad malos o crueles. Lo que pasa es que todos los maestros son Extraños y nosotros lo olvidamos a veces... sobre todo los chicos.
—Nadie la obliga a venir —opinó mamá—. Pudo decir que no.
— Sí, pero... —Papá enderezó la silla—. Basta de pastel, Jethro. Ve afuera y ayuda a Kiah a traer la leña. Karen, tú y Lizbeth: a lavar los platos. Pronto, hijos. Todos obedecimos. En Cougar Canyon los hijos obedecen siempre a sus padres, aunque tengo entendido que en el Exterior no ocurre así. Me fastidió porque yo sabía que papá quería alejarnos para poder hablar con mamá como hablan los mayores, de modo que le dije a Lizbeth que yo levantaría la mesa y me puse a trabajar lentamente y en silencio, aguzando el oído.
—No pudo conseguir ningún otro empleo —dijo papá—. La agencia me informó que en los dos últimos años le consiguieron dos colocaciones, pero que en ninguna de las dos alcanzó a terminar el curso.
—Bueno. —Mamá frunció los labios y arrugó el entrecejo—. Entonces, si es tan mala, ¿por qué diablos la contrataste?¡Como si pudiésemos elegir! —dijo papá, riéndose. En seguida se puso serio—. No, no fue por falta de capacidad. Es una buena maestra. Según ella, la despidieron sin motivo. Pidió recomendaciones y el director de una escuela escribió, al parecer: «La señorita Carmody es una maestra excelente, pero no nos atrevemos a recomendarla».
«¿No nos atrevemos?» —repitió mamá, perpleja.
«No nos atrevemos», sí, eso dijo. La agencia aseguró que había investigado a fondo, y que no habían podido explicarse el motivo de los despidos. Sin embargo, la muchacha no consiguió ningún otro empleo en la costa. Escribió diciendo que deseaba tentar suerte en otro Estado.
— Será horrible tal vez o deforme —sugirió mamá. Papá lanzó una carcajada.
— ¡Horrible o deforme! —dijo. Sacó un sobre del bolsillo—. Mira, aquí tienes la foto que acompañaba la solicitud.
Yo había terminado de levantar la mesa y me incliné por encima del hombro de papá.
— ¡Caramba! —dije.
Papá me miró, levantando una ceja. Había sabido evidentemente, desde un principio, que yo escuchaba toda la conversación.
Me puse colorada pero no me moví. Me pareció que papá me dejaría entrar en el mundo de los mayores, aunque sólo fuese por la puerta trasera.
La joven de la foto era hermosa. No podía tener más años que yo, pero era mucho más bonita. Cabello oscuro, corto y ondulado, y una piel cremosa, finísima, que parecía brillar con luz propia. Había en su mirada un no sé qué de perplejidad, de desconcierto, como si las cejas oscuras fuesen dos signos de interrogación horizontales. La boca se le curvaba en una expresión de tristeza, no mucho, en verdad: apenas lo bastante para que uno se preguntase por qué, y sintiese, inmediatamente, el deseo de consolarla.
—De algo estoy seguro —dijo papá—. De que va a alborotar a la gente de Canyon.
—No sé —dijo mamá con aire pensativo—. ¿Qué dirán los Viejos cuando vean llegar al Canyon a una Extraña joven y atractiva?
—Adonday Veeah —murmuró papá—. No lo había pensado. Ninguna de las maestras anteriores estaba en edad de crearnos problemas.
— ¿Qué pasaría? —pregunté—. Si un miembro del Grupo se casara con una Extraña, quiero decir.
—Imposible —dijo papá con un tono tan parecido al de los Viejos que comprendí por qué lo habían elegido en la asamblea de la primavera.
— ¿Y Jemmy? —dijo mamá, preocupada—. No hace más que decir que tendrá que buscar otro Grupo. No le gustan las muchachas de aquí. Y si esta Extraña... ¿Qué edad tiene?
Papá desplegó la solicitud. —Veintitrés años —dijo—. Hace tres que terminó sus estudios.
—Jernmy tiene veinticuatro —dijo mamá frunciendo los labios—. Papá, mucho me temo que debas rescindir el contrato. Si pasara algo... Bueno, bastante tuviste que esperar para que te eligieran, y sería una verdadera lástima que algo anduviera mal ahora.
—No puedo. La señorita Carmody ya está en camino. Y las clases empiezan el lunes. —Papá se despeinó el mechón que le caía sobre la frente. Siempre hace lo mismo cuando está preocupado—. Nos estamos ahogando en un vaso de agua —dijo con forzado optimismo.
—Bueno, esperemos que el Grupo no tenga problemas.
—Y ella tampoco —dijo papá, sonriendo—. ¿Dónde están mis cigarrillos?
—Sobre la biblioteca.
Mamá se puso de pie, recogió el mantel, y lo dobló para evitar que las migas cayeran al suelo.
Papá chasqueó los dedos y los cigarrillos llegaron por el aire desde la habitación contigua.
Mamá entró en la cocina. El mantel se sacudió sobre el cesto de papeles y la siguió.
La noche del domingo papá fue a Kerry Canyon a buscar a la nueva maestra. En realidad, ella debía haber estado con nosotros el sábado por la tarde, pero cuando llegó a la cabecera del condado ya había pasado la hora de la salida del autobús. La carretera termina en Kerry Canyon. Es decir, para los Extraños. Más allá no hay un verdadero camino, y es mejor así. Los turistas nos dejan en paz. Claro está que a nosotros no nos es difícil ir de un lado a otro con nuestros automóviles. Por eso, precisamente (a causa del estado de los caminos), el mundo se detiene en Kerry Canyon y tenemos que hacerlo todo: ir en busca de pasajeros, de provisiones...
En casa, todos los chicos quisieron quedarse levantados para esperar a la nueva maestra, y mamá los dejó, pero a eso de las siete y media los más pequeños empezaron a dormirse, y a las nueve sólo quedábamos Jethro y Kiah, Lizbeth, Jemmy y yo. Papá debía de haber vuelto hacía rato, y mamá empezaba a sentirse nerviosa e intranquila. Por fin, a las nueve y cuarto, oímos que el coche tosía y estornudaba en el camino. La ancha sonrisa de alivio de mamá se reflejó en todas nuestras caras.
— ¡Claro! —exclamó—. Olvidé que traía a una Extraña en el coche. Tuvo que venir por el camino y la llanura de los Asnos es realmente intransitable.
Sentí a la señorita Carmody antes que ella llegase a la puerta. Yo esperaba, y de pronto la sentí, tan claramente que supe entonces, con miedo y orgullo a la vez, que yo era como mi abuela, y que pronto tendría que llevar la carga y la gracia del Don, ese Don que nos abre las puertas de todas las mentes, las del Pueblo y las Extrañas, y que permite, además, aconsejar y ayudar, aclarar pensamientos y emociones.
Y entonces la señorita Carmody apareció en el umbral, parpadeando un poco a causa de la luz, sosteniéndose el cuello del abrigo para protegerse del áspero viento del otoño. Llevaba en la cabeza un pañuelo claro, y su piel tenía esa textura mate y luminosa de la foto. Sonreía tímidamente, pero con miedo, además. Yo cerré los ojos y entré, simplemente. Era la primera vez que yo entraba en alguien. La señorita Carmody temblaba de pies a cabeza, fatigada, desconcertada, y muy adentro de ella descubrí una pregunta, gastada —demasiado repetida— que no entendí. Y bajo esa inseguridad había tanta delicadeza, tanta ternura, una pena tan angustiosa que los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces, cuando papá la presentaba, volví a mirarla (entrar en alguien lleva tan poco tiempo), y advertí a mi lado un sobresalto. En seguida, vertiginosamente, me metí en la mente de Jemmy.
Jemmy y yo habíamos vivido siempre muy juntos, y muchas veces hablábamos sin palabras, pero yo nunca había entrado en él de este modo, y sin que él lo supiese. Me sentí intimidada, avergonzada, al descubrir tan claramente sus emociones, y salí de él cuanto antes, pero sabiendo que Jernmy ya nunca buscaría otro Grupo, y que los Viejos no podrían detenerlo.
Todo esto ocurrió en menos tiempo del que se necesita para decir cómo—está—usted y estrechar una mano. Mamá bajó las escaleras lanzando breves exclamaciones y llevó a la señorita Carmody y a papá a la cocina para servirles una taza de café. Jemmy le dio una palmada a Jethro y le dijo que subiese las maletas de la señorita Carmody... por las escaleras, no por el aire. Al fin y al cabo no queríamos perder a nuestra maestra antes que hubiese puesto los pies en la escuela. Esperé hasta que todo el mundo se acostó. La señorita Carmody en su cama fría, fría, y todos los demás, claro está, protegidos por nuestras propias sábanas. ¡Qué pena me dan los Extraños!
Luego fui a buscar a mamá. Nos encontramos en el oscuro vestíbulo y nos abrazamos y ella me consoló.
—Oh, mamá —murmuré—. Hace un momento entré en la señorita Carmody. Tengo miedo.
Mamá volvió a estrecharme entre sus brazos.
— Me lo imaginaba. Es una responsabilidad muy grande. Tienes que ser prudente y lúcida. Tu abuela supo llevar su Don con gracia y dignidad. Tú eres como ella.
—Pero, mamá, ¡ser una Vieja! Mamá se echó a reír.
—Aún te faltan años y años de aprendizaje para ser una Vieja. El trabajo de consejera es demasiado pesado.
— ¿Es necesario que lo diga? — rogué—. No quiero que nadie lo sepa aún. No quiero ser distinta de los demás.
—Se lo diré al Más Viejo. No es necesario que lo sepa ningún otro.
Mamá me abrazó otra vez, y yo, un poco más tranquila, regresé a mi cama.
Tendida en la oscuridad dejé la mente en blanco, sin saber cómo lo hacía. Sentí a mi familia alrededor, y era como el roce suave de unos dedos, como si me sostuviese una mano cálida y afectuosa. Algún día yo pertenecen a al Grupo como ahora pertenecía a la familia. ¿Pertenecer a otro? Con una rara sensación de pánico, aparté a la familia. Yo quería estar sola... ser únicamente yo misma, y ningún otro. Yo no quería el Don. Al cabo de un rato me quedé dormida.
La señorita Carmody salió para la escuela una hora antes que nosotros. Quería tener todo preparado en la escuela. Kiah, Jethro, Lizbeth y yo fuimos a pie y bajamos al valle para recoger a los tres pequeños Armister. El cielo era tan azul que podíamos sentir su sabor, un delicado sabor otoñal de mieses y de hojas secas. Las clases comenzaban; las hojas de los álamos tapizaban de oro el camino, y nosotros marchábamos con el corazón ligero y el paso ligero. A decir verdad, Jethro tenía el paso demasiado ligero, y la tercera vez que lo hice bajar le di una buena bofetada. Cuando llegamos a casa de los Armister lloriqueaba todavía.
— ¡Es bonita! —les gritó Lizbeth a los chicos que venían corriendo al portón, ansiosos por saber algo de la nueva maestra.
—Y es joven —añadió Kiah, apartando a Lizbeth.
—Es más pequeña que yo —moqueó Jethro, y todos nos echamos a reír, porque aunque no tiene todavía doce, Jethro mide ya un metro setenta.
Debra y Rachel Armister tomaron del brazo a Lizbeth y se adelantaron con las cabezas muy juntas, atentas a las noticias que les proporcionaba Lizbeth acerca del cabello, el vestido, el esmalte de uñas, las maletas y el camisón de la maestra, aunque yo no podía saber cómo ella se las había ingeniado para descubrir tantas cosas.
Jethro y Kiah se unieron a Jeddy y treparon al cerco de alambres que bordea el sendero y caminaron por el alambre más alto. Jethro se aventuró a dar un paso o dos por encima del alambre, pero cuando advirtió que yo lo miraba bajó de un salto. Sabe perfectamente bien, como todos los chicos del Canyon, que a un niño de su edad le está prohibido caminar por el aire en la vía pública.
Tomamos el atajo que lleva a Mesa Road en busca de los chicos Kroginold. Los Kroginold habían arrancado suspiros a papá, más de una vez.
Bueno, después de la Travesía, en el último momento, cuando el aire rugía alrededor y el calor aumentaba, el Pueblo se dispersó. Los miembros de nuestro Grupo abandonaron la nave unos segundos antes que se hiciera pedazos en la hondonada, detrás del monte Calvo. La nave estalló, literalmente, y los fragmentos se desparramaron por el barranco, provocando un incendio que desnudó las colinas en muchos kilómetros a la redonda. Cuando los miembros del Pueblo —los que habían quedado con vida— se reunieron otra vez, se fundó Cougar Canyon, y se descubrió que la aleación de la nave era aquí un metal muy apreciado. Nuestro Grupo vivió desde entonces de la explotación de las minas del barranco, aunque la venta del producto plantea ciertos problemas. Todo el mundo sabe que no hay ese metal en la región, así que es preciso enviarlo fuera y traerlo luego de vuelta.
De cualquier modo, nuestro Grupo de Cougar Canyon es quizás el más grande de todos los del Pueblo, aunque podemos asegurar que hubo otros sobrevivientes. La abuela llegó a descubrir la presencia de dos Grupos más, aunque nunca pudo saber dónde estaban, y como en esta nueva vida queremos pasar inadvertidos, no nos empeñamos en buscarlos. Papá recuerda algo de la Travesía, pero algunos de los Viejos quedaron ciegos e inválidos a causa del calor y tratando de evitar que los otros ardieran como estrellas fugaces.
Pero volviendo a mi relato, papá solía lamentar que los Kroginold, precisamente, hubiesen ido a parar a nuestro grupo. Los Kroginold son gente rebelde —ya lo eran antes de la Travesía— y no hay peores alumnos que sus hijos. Los demás, en general, recordamos siempre que es necesario ser prudentes con los Extraños.
Cuando llegamos a casa de los Kroginold, Derek y Jake peleaban revolcándose en un montón de hojas secas, con tanto entusiasmo que ni siquiera nos oyeron. Me agaché y le solté una palmada al trasero más próximo. Los chiquillos se incorporaron, muertos de risa, entre una nube de hojas secas: dos imágenes de ese dios Pan que aparece en el libro de mitología.
—Bueno —nos preguntó Derek mientras revolvía las hojas buscando sus libros—, ¿qué especie de vejestorio nos ha tocado esta vez?
—No es ningún vejestorio —respondí con una cólera un poco injustificada. No sé por qué, pero Derek me saca siempre de mis casillas—. Es joven, y hermosa.
— ¡Sí, ya me la imagino! —dijo Jake, y volcando la gorra lanzó sobre las tres niñas aterrorizadas una nube de hojas secas.
—No sabes lo que dices —intervino Kiah—. Nunca tuvimos una maestra tan bonita.
— ¡Lo que es a mí no me va a enseñar nada! —gritó Derek, y subió flotando a la copa de un álamo en el recodo del camino.
—Yo sí te voy a enseñar —murmuré.
Tomé un puñado de sol y tiré de los tensores tan rápidamente que Derek cayó como una piedra. Chillaba como un gato, pensando sin duda que iba a matarse, pero lo detuve a cincuenta centímetros del suelo. Aunque la sacudida y la caída casi lo habían dejado sin aliento, Derek gritó:
—¡Se lo contaré a los Viejos! ¡Está prohibido tirar de los tensores!
—Cuéntalo si quieres —repliqué, mientras avanzaba con paso rápido por el camino cubierto de hojas—. Yo hablaré también. Ya veremos, criatura insolente, cómo explicas esa subida al árbol.
Me sentía avergonzada. Al fin y al cabo me estaba pareciendo a los Kroginold, pero estos chicos me exasperaban realmente.
Nuestra última parada antes de llegar a la escuela era la casa de los Clarinade. Cada vez que yo pensaba en los mellizos Clarinade se me encogía el corazón. Iban a la escuela por primera vez, con dos años de retraso. La señorita Kroginold decía que antes de nacer, Susie y Jerry, los mellizos, se habían repartido un solo cerebro. La ocurrencia es digna, ciertamente, de la maledicencia de los Kroginold; aunque no puede discutirse que comparados con los otros niños de Canyon los mellizos Clarinade están un poco atrasados. Carecen de muchos atributos del Pueblo. Papá dice que esto puede ser un efecto retardado de la Travesía —que será superado con los años— o un presagio de lo que el futuro reserva aquí a nuestros hijos, a todo el Pueblo en verdad. Sólo pensarlo me da escalofríos.
Susie y Jerry esperaban tomados de la mano, como siempre. Eran niños tímidos y retraídos, pero estaban muy contentos porque empezaban a ir a la escuela. Jerry, que hablaba casi siempre por los dos, contestó tímidamente a nuestro saludo.
De pronto Susie nos sorprendió a todos, exclamando:
¡Hoy vamos a la escuela! ¿No es cierto que es maravilloso? —le dije tomando entre mis manos su manita fría—. Y además tendrás una maestra muy hermosa.
Pero Susie se hundió en su ruborizada turbación y no dijo una sola palabra más en el resto del camino.
Jake y Derek me inquietaban. Caminaban delante murmurando entre ellos, y de vez en cuando nos miraban a hurtadillas y se echaban a reír. Era evidente que tramaban alguna diablura —para asustar a la nueva maestra—, y yo deseaba ansiosamente que la señorita Carmody se quedara con nosotros. En aquel momento descubrí que tendrían que pasar muchos años para que me admitieran entre los Viejos. Trataba de entrar en las mentes de Derek y Jake, y de descubrir sus intrigas, pero no lograba traspasar aquellos susurros burlones y sibilantes y aquellas miradas duras y opacas.
Acabábamos de doblar el último recodo del camino, e íbamos a entrar en el patio de la escuela, cuando de pronto, entre los arbustos, se nos apareció Jemmy, con las manos a la espalda. A aquella hora Jemmy debía de estar desde hacía tiempo en las minas. Miró furiosamente a Jake y Derek, y observó luego a los otros niños.
—Cuidado en la escuela, ¿eh? —les dijo—. Y vosotros dos, los Kroginold, haceros los graciosos y ya veréis. Os haré volar por encima del monte Calvo y luego tiraré de los tensores. Esta maestra se queda.
Susie y Jerry se abrazaron, mudos de terror. Los Kroginold enrojecieron y adelantaron la barbilla, desafiantes. Los demás miramos asombrados a Jemmy, que nunca se enojaba ni levantaba la voz.
—Hablo en serio, Jake y Derek. Perded la línea y los Viejos entenderán al fin ciertas cosas. El asunto de la campana de Kerry Canyon por ejemplo.
Los Kroginold cambiaron una mirada inquieta. Las niñas contuvieron el aliento. Una regla muy estricta prohíbe exhibirse fuera del Grupo. Si Derek y Jake eran los que habían lanzado al vuelo la campana de Kerry Canyon el cuatro de julio último...
—Y ahora ¡adentro! —ordenó Jemmy señalando la escuela con un movimiento de cabeza.
Los asustados mellizos se precipitaron por el camino de hojas secas, como un par de hojas brillantes. Los otros chicos fueron detrás. Los Kroginold, enfurruñados, se adelantaron mirando de vez en cuando por encima del hombro, murmurando entre dientes.
Jemmy meneó la cabeza, frunciendo el ceño.
—Es hora de que se civilicen —dijo—. Cada dos por tres nos quedamos sin maestra.
—Tienes razón —dije cautelosamente. Jemmy, cabizbajo, pateaba unas hojas.
—No tiene sentido matarlas de un susto.
—Claro que no —asentí, disimulando una sonrisa.
De pronto, Jemmy sonrió tristemente, como si se burlara de sí mismo.
— ¿Para qué te lo digo si tú ya lo sabes bien? Toma.
—Jemmy adelantó las manos que había tenido escondidas hasta entonces, y me alcanzó un ramillete de hojas otoñales multicolores—. Dáselas. Un regalo del primer día.
— ¡Oh, Jemmy! —dije envuelta en el naranja, el grana y el oro de las hojas—. Son hermosísimas. Fuiste al monte Calvo esta mañana.
—Sí, sí. Pero que ella no sepa de dónde son.
Jemmy desapareció.
Corrí para alcanzar a los chicos antes que llegaran a la puerta. Dominados por una repentina timidez daban vueltas al pie de las escaleras del porche, y se escondían unos detrás de los otros.
—Por favor —susurré—. Desayunasteis con ella esta mañana. No os va a comer. Vamos, entrad.
De pronto me sentí empujada a la cabeza de la fila y entré guiando a mi pequeño y sosegado grupo. Mientras le daba a la señorita Carmody el manojo de hojas otoñales, los demás chicos se acomodaron tranquilamente en sus pupitres de otros años. Sólo los mellizos se habían quedado de pie, muy juntos, asustados y pálidos.
La señorita Carmody puso las hojas sobre el escritorio, y arrodillándose junto a los mellizos les apartó con dulzura las apretadas manitas.
—Estoy tan contenta de que hayáis venido a la escuela —les dijo con su voz cálida—. Necesitaba un primer grado para que la escuela marchase bien, y aquí tengo un pupitre que parece hecho para mellizos.
Los llevó a un lado del aula, junto a la estufa panzuda — que en el invierno calentaba a los Extraños— y bastante cerca de la ventana. Había allí un pupitre doble, de polvoriento esplendor, que el Pueblo había heredado sin duda de alguna aldea fantasma de las colinas. Debajo del pupitre, dos cajones de madera servían de apoyo a las piernecitas demasiado cortas, y del orificio del tintero brotaba una llama de deslumbrantes hojas rojizas, idénticas a las que me había dado Jemmy.
Los mellizos se deslizaron en el banco con las manos juntas otra vez, y miraron a la señorita Carmody con los ojos muy abiertos. La maestra les sonrió, se agachó, y les tocó con las puntas de los dedos los hoyuelos de las redondas barbillas.
— Sonrisas escondidas —dijo.
Las dos caritas asustadas se iluminaron fugazmente con una sonrisa trémula. Luego la señorita Carmody nos habló a todos.
No llegué a oír aquel discurso de bienvenida. Yo estaba demasiado ocupaba pensando en el ramillete de hojas otoñales, y en las palabras con que la señorita Carmody los había hecho sonreír (las mismas que empleaba la señora Clarinade), y en el viejo pupitre que hasta ese día había estado en el cobertizo. Pero cuando nos pusimos de pie para saludar a la bandera y entonar el himno matutino, yo ya había resuelto el problema. Papá la había puesto al tanto, sin duda, la noche anterior, en el camino. Los mellizos eran una preocupación constante en el Grupo, y todos ansiábamos que aquel primer año de clase fuera para ellos realmente feliz. Papá conocía también la fórmula de la sonrisa, y el lugar donde se guardaban los pupitres. En cuanto al ramillete de hojas, bueno, algunas crecían al pie de la montaña, y la escarcha podía cambiarles el color en esta época del año.
Así transcurrió el primer día de clase y todo parecía marchar a pedir de boca. La señorita Carmody era una maestra excelente y hasta Derek y Jake estudiaron con interés.
La amenaza de Jemmy había bastado, parecía, para que los Kroginold no intentaran ninguna nueva travesura. Excepto aquella estúpida historia de la tiza. La señorita Carmody explicaba algo junto al pizarrón, y de cuando en cuando, sin volverse, buscaba a tientas la tiza. Jake, deliberadamente, la cambiaba entonces de lugar. Yo ya estaba a punto de intervenir, cuando la señorita Carmody chasqueó los dedos con fastidio y tomó firme— mente la tiza. Jake advirtió que yo lo miraba y se encogió en su asiento. No se lo dije a Jemmy, pero Jake se quedó tranquilo una larga temporada.
Los mellizos progresaban poco a poco. Reían y jugaban con los otros, y al mediodía Jerry iba a veces con sus compañeros mayores a la orilla del arroyo, de donde volvía tan despeinado y mojado como ellos después de haber trabajado un rato en la construcción de un dique.
La señorita Carmody se adaptaba tan bien a los hábitos de la comunidad, y era tan querida por todos, que ya empezábamos a pensar que al fin una maestra nos duraría todo el año. Ya había aguantado a pie firme algunas emociones que habían ahuyentado a sus predecesoras. Por ejemplo...
Una vez que Susie leyó sin equivocarse toda una página (seis líneas), la señorita Carmody le dio como premio un petirrojo de papel. La niña, emocionada, volvió a su asiento flotando, literalmente, a diez centímetros del suelo. Yo contuve el aliento hasta que Susie se sentó acariciando con un dedo el cromo brillante. Miré entonces de reojo a la maestra. La señorita Carmody, muy tiesa, sentada detrás de su escritorio, apoyaba las manos en los bordes, como si estuviera a punto de levantarse, y miraba a Susie con una expresión de sorpresa incrédula. Pero en seguida meneó la cabeza, sonriendo, y se hundió otra vez en sus papeles. Yo suspiré aliviada. Nuestra penúltima maestra había tenido una pataleta cuando una de las chicas, distraídamente, había ido flotando hasta su asiento porque le dolía un pie. Yo había tenido la esperanza de que la señorita Carmody fuese más fuerte, y aparentemente no me había equivocado.
Esa misma semana, un mediodía, Jethro llegó corriendo a la escuela. Valancy (cuando estábamos solas yo llamaba a la señorita Carmody por su nombre de pila, pues al fin y al cabo sólo tenía cuatro años más que yo) me explicaba unos tests y mediciones del curso que yo preparaba en aquellos días.
—Eh, Karen —gritó Jethro por la ventana—. ¿Puedes venir un momento?
— ¿Para qué? —pregunté fastidiada por la interrupción. En ese preciso instante yo estaba a punto de comprender qué era lo normal en una curva de inteligencia normal.
—Es urgente —gritó Jethro.
Cerré el libro.
—Perdóneme, Valancy. Iré a ver qué pasa.
— ¿Quieres que vaya contigo? —me preguntó Valancy—. Si es algo serio...
—Oh, no. Una tontería, sin duda —dije—, y me escabullí.
Cuando alguno del Pueblo dice que es urgente, todos sabemos que el asunto puede ser grave.
—Adonday Veeah —murmuré mientras corría con Jethro por el sendero que lleva al arroyo—. ¿Qué pasa? ¿Más dificultades?
—Mira —dijo Jethro.
Vi entonces a los chicos. Rodeaban a un asustado pero orgulloso Jerry, y en el aire, sobre las bases de una represa, flotaba un enorme peñasco.
— ¿Quién lo levantó? —murmuré azorada. —Yo —confesó Jerry, sonrojándose.
Me volví entonces a Jethro.
¿Y tú? ¿Por qué no tiraste de los tensores? Llegaste corriendo como un loco...
¿Tirar de los tensores? —gimió Jethro—. ¿En «o? Ya sabes que no nos permiten levantar cosas tan grandes, y menos aún bajarlas. Además —admitió, avergonzado—, no recuerdo ese maldito juego de niñas.
—Oh, Jethro. Qué estúpido eres a veces. —Miré a Jerry—. ¿Cómo se te ocurrió? Jerry se puso a temblar. —Vi cómo lo hacía papá una vez en la mina...
— ¿Te dejan levantar en tu casa?
—No sé. —Jerry aplastó el barro con el pie y bajó la cabeza—. Nunca levanté nada antes.
— Bueno, lo sabrás ahora. Los chicos no tienen que levantar nada que un Extraño de la misma edad no pueda levantar con las manos. Y menos cuando no es capaz de bajarlo.
—Ya lo sé —dijo Jerry, debatiéndose entre el miedo y el orgullo.
—Bueno, recuérdalo entonces.
Tomé un puñado de sol, tiré de los tensores, y el peñasco volvió a su sitio en la ladera de la montaña.
A las niñas les es más fácil tirar de los tensores, al menos con el sol. Por supuesto, sólo los Viejos unen los rayos del sol y de la lluvia, y únicamente los Más Viejos los de la luna y las tinieblas, capaces de mover montañas. Pero Jethro sabía cómo tirar de los tensores, y no debía haberlo olvidado. Habíamos corrido el riesgo de que Valancy viera lo que no debía ver.
Volví a la escuela y sólo entonces entendí lo que había ocurrido: Jerry había levantado el peñasco. Los niños levantan objetos pequeños casi desde que aprenden a caminar. En esos casos no es necesario bajarlos, pues los objetos se alzan a unos pocos centímetros, y sólo unos segundos. Luego la gravedad misma los devuelve al suelo. Pero Jerry y Susie nunca habían levantado nada. Estaban alcanzando el nivel de los otros niños. Quizá la Travesía los había retrasado, como decía papá, y quizá los únicos afectados eran los Clarinade. Estaba tan entusiasmada con el descubrimiento que me olvidé y subí al porche de la escuela sin tocar la escalera. Por suerte, Valancy estaba colgando unos grabados de la alta y anticuada moldura del aula, justo debajo del cielo raso, y no se dio cuenta. El esfuerzo le había encendido la cara y me pidió que le alcanzara el escabel para poder terminar el trabajo. Traje el escabel y se lo sostuve, y de pronto... casi la hago caer a Valancy. ¿Cómo había colgado aquellos cuatro primeros grabados antes que yo llegase?
Aquel otoño el tiempo fue excepcionalmente seco. Esto no nos preocupó demasiado, pues la lluvia, cuando hay un Extraño cerca, es una molestia terrible. No hay más remedio que dejarse mojar. Pero cuando pasó noviembre y nos acercamos a Navidad, empezamos a inquietarnos. El arroyo se quedó reducido a un hilo de agua, luego a unos charcos, y al fin se secó. Los Viejos pasaron toda una noche en el dique buscando una solución al problema. Una precaución elemental exigía que alejáramos a Valancy, y Jemrny se ofreció voluntariamente y la llevó a Kerry Canyon a una función teatral. Yo estaba todavía despierta cuando llegaron de vuelta, pasada la medianoche. Desde que había empezado a desarrollar el Don, yo tenía largos períodos de desasosiego, en los que no me sentía como un ser distinto de los demás, sino como parte de todos los del Grupo. Mis futuros estudios me enseñarán a apartarme, cuando no quiera estar con los otros. Aunque no sabemos quién me instruirá. Desde que murió la abuela, nadie sabe ver en el Grupo, y los libros y archivos que hubiesen podido ayudarnos se perdieron en la Travesía.
De cualquier modo, yo estaba despierta y asomada a la ventana, en la oscuridad. Jemmy y Valancy se detuvieron en el porche antes de separarse. (Jemmy dormía esos días en la mina.) No necesité imaginar nada ni recurrir al Don para entender aquella pantomima. Cuando las sombras de los dos se confundieron, cerré los ojos y la mente. La emoción de Jemmy y Valancy me hubiese permitido entrar en ellos en aquel momento, pero yo había estado observándolos todo el otoño. Sabía muy bien lo que ocurría entre ellos. Sabía también que más de una vez Valancy había subido llorando a su cuarto, y que Jemmy pasaba largas horas de soledad en el peñasco que corona la hondonada, en la cima del monte Calvo, como si quisiese que el corazón se le confundiera con la piedra y fuese tan inaccesible a los Extraños como el peñasco mismo. Yo conocía muy bien los sentimientos de Jemmy, pero —curiosamente— después de aquella primera noche no había podido leer otra vez en Valancy. Había algo en ella, ajeno a los Extraños y al Grupo, que yo no alcanzaba a entender.
La puerta se abrió y se cerró; los pasos ligeros de Valancy atravesaron el vestíbulo, y sentí que Jemmy me llamaba desde afuera. Me eché un abrigo sobre los hombros y bajé las escaleras, tiritando. Jemmy me esperaba junto a la escalera del porche, a la luz de la luna, preocupado y triste.
—Me rechazó —me dijo, simplemente.
¡Oh, Jemmy! Le pediste...
Sí. Dijo que no.
—Cuánto lo siento. —Me acurruqué en el peldaño superior cubriéndome los tobillos helados—. Pero Jemmy...
—Sí, ya lo sé —replicó Jemmy—. Es una Extraña. No tengo ningún derecho. Pero si ella me aceptara, no vacilaría un instante. Toda esta historia de la pureza del Grupo...
—Está muy bien —dije dulcemente— mientras no le toque a uno, ¿no es cierto? Pero piensa, Jemmy, ¿podrías vivir como un Extraño? Tu vida entera sería una continua represión, o perderías a tu mujer. Sería mejor que aceptases el no ahora, y no edificar algo que luego tendrás que destruir. Y si hubiera hijos... —Callé un momento—. Jemmy, ¿podrías tener hijos?
Jemmy retuvo bruscamente el aliento.
—No lo sabemos, ¿no es cierto? —continué—. No hemos podido comprobarlo. ¿Quieres realmente que Valancy sea parte de este primer experimento?
Jemmy se dio con la gorra un furioso golpe en el muslo. Luego se rió.
—Tú tienes el Don —dijo, aunque yo nunca le había revelado mi secreto—. ¿Sabes, hermanita, que te querrán muy poco cuando seas una Vieja?
—A la abuela la querían todos —respondí tranquilamente. De pronto grité—: No, Jemmy, no me apartes, tú, precisamente tú. ¿No me basta saber que soy distinta, en medio de un Pueblo que también es distinto? Oh, Jemmy, tú al menos no me abandones. Yo estaba a punto de echarme a llorar.
Jemmy se sentó a mi lado y me palmeó el hombro como en otros tiempos.
—Cálmate, Karen. Haremos lo que haya que hacer. He descargado en ti mi mal humor, y eso es todo. ¡Qué mundo éste!
Jemmy suspiró.
Yo me arrebujé en mi abrigo. Tenía el alma helada.
—Pero el otro mundo no existe —murmuré—. La Morada.
Y nos quedamos un rato callados, compartiendo esa tristeza honda que es la trama misma de la vida del Pueblo, aun para aquellos que no conocieron la Morada. Papá dice que es algo así como una memoria racial.
—No es porque no me quiera —dijo al fin Jemmy—. Me quiere. Me lo dijo.
— ¿Por qué entonces?
Yo no entendía que alguien pudiera rechazar a mi hermano.
Jemmy se echó a reír. Era una risa triste, entrecortada.
—Porque es diferente, dice.
—¿Diferente? ¿Ella?
—Eso me dijo, como si fuese una confesión. No puedo casarme, soy diferente, dijo. ¿Qué te parece? Es gracioso oírlo en boca de una Extraña.
—Pero no sabe que somos el Pueblo. No puede saberlo. Piensa que es distinta de todo el mundo. ¿Por qué?
—No lo sé. Sin embargo, hay algo en ella... Una especie de coraza, una pared. Nunca encontré nada igual en una Extraña, ni tampoco en la gente del Pueblo. A veces me parece uno de los nuestros, y de pronto me estrello contra un muro de piedra.
— Sí, es cierto, yo lo sentí.
Durante un instante escuchamos el silencio del mundo nocturno. Luego Jemmy se puso de pie.
—Bueno, Karen, buenas noches, hasta mañana.
Yo también me puse de pie.
—Hasta mañana.
Jemmy se alejó a la luz de la luna. Cuando llegó al portón, se volvió y me miró desde las sombras.
—No me resignaré —dijo—. La quiero.
El día siguiente amaneció templado y sin viento, lo que era raro en el mes de diciembre y en nuestras montañas. Una especie de calma amenazadora flotaba entre los árboles, y delgadas humaredas se elevaban en el cielo lechoso: signos de la sequía que asolaba la región. Detrás del monte Calvo asomaba —apenas visible— una rara masa de nubes que se confundía con el cielo blanco.
En la escuela todos estábamos inquietos. Los más pequeños, a causa del tiempo; Valancy, pálida y acongojada luego de la noche anterior. Yo quería ayudarla, pero mi mente se estrellaba una y otra vez contra aquel muro infranqueable.
Al fin algo ocurrió. Jerry se enojó con Susie, la empujó, y la niña cayó sobre una caja de acuarelas que Debra había dejado abierta en el suelo. Susie se echó a llorar. Debra gritó, y Jerry rió entre dientes, feliz y turbado a la vez. Valancy, sin volverse, buscó algo con qué golpear el escritorio y restablecer el orden, y derribó el viejo florero cuarteado donde unas flores silvestres se marchitaban en un agua de tres días. El florero se rompió y un agua nauseabunda corrió por el escritorio mojando el informe mensual que Valancy tenía ya casi listo.
Durante un instante hubo un silencio de muerte. Luego Valancy estalló en una carcajada nerviosa que se contagió a toda la clase. Limpiamos como pudimos a Susie y el escritorio, y Valancy decidió que el día era muy apropiado para trepar por las laderas del monte Calvo. Buscaríamos ramas y hojas para adornar el aula, pues se acercaban las fiestas. Todos llevábamos el almuerzo a la escuela, de modo que recogimos las cestas y un hule que los chicos habían traído para trabajar en la represa del arroyo. El arroyo estaba seco, y el hule podía servir ahora como mantel para traer de vuelta las hojas.
Dejamos la escuela charlando y jugueteando, y yo casi me quedé con el cuello torcido tratando de vigilar a todos los niños a la vez, decidida a cortar por lo sano cualquier intento de vuelo y otras actividades especiales del Grupo. Los pequeños, entusiasmados, podían olvidar las reglas.
Fuimos por la hondonada, pasamos por la represa de los chicos, y trepamos por el lecho seco de los torrentes que bajan como una escalinata desde la meseta. Ya arriba, desplegamos el hule y pusimos en él nuestras provisiones, como si estuviésemos en un verdadero picnic. De pronto me llamó la atención el silencio. Miré y vi a Debra, Rachel y Lizbeth que observaban aterradas el almuerzo de Susie. Susie sacaba tranquilamente de su cesta media docena de koomatkas y las depositaba junto a sus sandwiches.
Las koomatkas son casi las únicas plantas que sobrevivieron a la Travesía. Se dice que en el equipaje de un tripulante se encontraron cuatro koomatkas intactas. Se las plantó y se las cuidó como a bebés, y hoy casi todas las familias del Grupo cultivan una planta de koomatkas en algún rincón oculto. Las koomatkas no son hoy tanto un alimento —en el sentido terrestre— como un último recuerdo de otras muchas maravillas semejantes perdidas junto con la Morada. Se las reserva para las grandes ocasiones. Susie las había robado sin duda en algún momento de distracción de su madre. Y ahora estaban allí, a plena luz, sobre el mantel, ante los ojos de una Extraña.
Antes de que yo pudiera esconderlas o decir algo, Valancy se dio vuelta y vio las frutas que brillaban levemente con un resplandor verde azulado. Las miró un rato, con los ojos muy abiertos, y extendió la mano. Iba a decir algo, me pareció, pero bajó la cabeza, se echó hacia atrás, y se tomó las manos con fuerza. Las niñas, sin dejar de mirar a Valancy, guardaron las koomatkas en la cesta de Susie, y consolaron silenciosamente a la niña. Susie acababa de entender lo que había hecho, y parecía que iba a echarse a llorar por haber traicionado al Pueblo ante una Extraña.
En aquel momento, Kiah y Derek rodaron sobre el improvisado mantel, disputándose un bizcocho. Pusimos el almuerzo a salvo, limpiamos las manchas de chocolate de las camisas de los chicos, y olvidamos el incidente de las koomatkas. Sin embargo, después de comer, cuando nos echamos a descansar y contemplábamos las nubes amenazadoras que avanzaban por el cielo del mediodía, me sorprendí de pronto tratando de descifrar la expresión de Valancy en el momento en que había visto las frutas. ¡Era imposible que las hubiera reconocido!
Luego de un breve descanso enterramos los restos del almuerzo —la colina estaba demasiado seca y no era posible quemarlos— y reanudamos la marcha. Al cabo de un rato la cuesta se hizo más empinada. Las manzanitas, espinosas y enmarañadas, se nos prendían a la ropa, nos lastimaban las piernas y se enganchaban a los extremos del rollo de hule. Todos mirábamos ansiosamente el aire libre, allá arriba, y si Valancy no hubiera estado allí con nosotros hubiéramos podido flotar sobre muchos obstáculos, ahorrándonos aquellas molestias. No detuvimos un momento, jadeando y resoplando, y seguimos adelante.
Al cabo de casi una hora llegamos a un pequeño claro rocoso, una especie de islote en aquel mar de manzanitas, apoyado en la ladera del monte Calvo. Nos echamos aliviados sobre los lomos de granito, sintiendo cómo el corazón nos golpeaba el pecho.
De pronto Jethro se incorporó y olió el aire. Valancy y yo, alarmadas, miramos alrededor. De la pequeña hondonada lateral vino una súbita ráfaga de viento que nos trajo un olor acre y penetrante de arbustos quemados.
Jethro corrió a lo largo de la ladera del monte Calvo, y se perdió de vista en la hondonada. Volvió en seguida, haciendo ademanes, corriendo y flotando a la vez.
—Es espantoso —jadeó—. Espantoso. La hondonada está en llamas, y el fuego se acerca.
Valancy nos reunió a todos con una mirada.
— ¿Cómo no vimos el humo? —preguntó con una voz tensa—. No había humo cuando salimos.
—La pendiente no se ve desde abajo —dijo Jethro—. Toda esta parte podría arder sin que viésemos el humo. Este lado del monte Calvo es como un valle cerrado con muchas hondonadas.
— ¿Qué haremos? —gimió Lizbeth, abrazándose a Susie.
Llegó otra ráfaga de viento y de humo, y todos tosimos, y yo descubrí entonces a través de las lágrimas una larga lengua de fuego que lamía las laderas.
Valancy y yo nos miramos. Yo no podía leerle el pensamiento, pero en mí sólo había pánico. El fuego se acercaba, y estábamos rodeados por una maraña de manzanitas. En un momento pensé que podíamos escapar por el aire, pero los más chicos no sabían flotar en línea recta más que unos pocos segundos, y no podíamos abandonar a Valancy. Me llevé las manos a la cara. Yo no quería ver aquella inmensa extensión de manzanita seca, que ardería como una antorcha cuando la alcanzase el fuego. Y la lluvia no llegaba. La manzanita verde no arde fácilmente, pero luego de tantos meses de sequía...
Los niños pequeños lloraban ahora. Alcé la cabeza y vi a Valancy que me miraba fijamente, con una intensidad insoportable. En ese momento las llamaradas, brillantes y terribles, asomaron detrás de ella, en la hondonada.
Jake, con un grito ronco, se separó de nosotros y se elevó un par de metros por encima de la manzanita. Los pies se le enredaron en las zarzas, y cayó pesadamente entre las ramas espinosas.
— ¡Debajo del hule! —La voz de Valancy resonó como un latigazo—. ¡Todos debajo del hule! ¡De—bajo—del—hule!
La voz de Valancy era sibilante y helada. Desenrollamos el hule, lo extendimos, y nos metimos debajo. Esperando aún en ese espantoso momento que Valancy no me viese, fui flotando a donde estaba Jake y lo ayudé a incorporarse. No podía levantarme con él, de modo que lo llevé a empujones y a la rastra al refugio del hule. Valancy seguía de pie, de espaldas al fuego, tan cambiada, tan extraña, que cerré los ojos y me acurruqué con los otros chicos.
De pronto Valancy se puso a hablar con una voz terrible y atronadora que me heló los huesos. Ahogué un grito. Una ola de miedo recorrió el grupo y me asomé y miré.
Llegará un día mi última hora y veré aún la figura de Valancy, de pie, tensa, más alta que nunca, entre las convulsivas nubes de humo, con las manos extendidas, los dedos apartados, mientras ordenaba palabras con una voz de contenido terror, palabras que me angustiaban, pues yo tenía que haberlas oído alguna vez, y no las conocía. Y mientras miraba sentí en mí un frío helado, un frío sobrenatural y paralizante que me heló las lágrimas en la cara vuelta hacia el cielo.
Y entonces, de los dedos de Valancy, de sus manos tendidas, brotaron relámpagos, saltaron de uno a otro dedo. Y las nubes, en lo alto, respondieron con otros relámpagos. Con un brusco movimiento de la mano, Valancy lanzó hacia el cielo el frío, el relámpago, el humo espeso y móvil. Y el rugido siseante de la lluvia ahogó el rugido de las llamas.
Me quedé de rodillas, bajo el diluvio, y durante un instante interminable miré aquellos ojos vacíos, desesperados, acosados. Luego Valancy cayó pesadamente hacia adelante, y yo apenas alcancé a sostenerle la cabeza que ya iba a golpear la piedra.
Entonces, mientras yo tenía la cabeza de Valancy en mi regazo, temblando de frío y de miedo, y los chicos lloraban detrás, oí que papá nos llamaba. En seguida lo vi. Venía con Jemmy y Darcy Clarinade en la camioneta, notando en la lluvia, sobre la empapada y humeante extensión de manzanita, sobre la ladera de la inaccesible montaña. Papá bajó; una rueda del coche rozó una rama y giró lentamente en el aire. Entre los tres nos levantaron a todos y nos depositaron sanos y salvos en la querida y decrépita camioneta.
Jemmy recibió en sus brazos el cuerpo inerte de Valancy, y se acurrucó en el asiento, mirando acusadoramente al mundo.
Yo y los chicos nos amontonamos alrededor de papá, aliviados y felices. Papá nos abrazó a todos, y luego me tomó la barbilla y me miró a los ojos. — ¿Por qué llovió? —me preguntó muy serio, exacta mente como un Viejo, mientras el agua me chorreaba por el pelo y él estaba allí completamente seco, protegido por su coraza.
—No sé —sollocé, parpadeando en la lluvia—. Fue Valancy... con relámpagos... hacía frío... Valancy habló.
De pronto, ya sin fuerzas, me desplomé en el piso de madera de la camioneta, y a pesar de mis años me eché a llorar como los otros chicos.
Un grupo solemne y silencioso se reunió esa noche en la escuela. Yo estaba sentada en mi pupitre, con los dedos entrelazados, asustada de mi propio Pueblo. Nunca había asistido a una reunión oficial de Viejos. Todos estaban sentados en pupitres, excepto el Más Viejo, que ocupaba la silla de Valancy. Valancy, con un rostro de piedra, esperaba en el pupitre de los mellizos, desgarrando con dedos nerviosos unos pañuelos de papel.
El Más Viejo golpeó con el bastón el escritorio y paseó por el cuarto una mirada ciega.
—Nos hemos reunido —dijo— para investigar...
Valancy se puso de pie de un salto.
— ¡Oh, basta! —gritó—. ¿No pueden despedirme enseguida? Díganme que me vaya y me iré.
— Siéntese, señorita Carmody —dijo el Más Viejo.Valancy se sentó dócilmente.
¿Dónde nació usted? —preguntó con dulzura el Más Viejo.
¿Qué importa? —preguntó Valancy, y luego dijo, resignada—: Está en mi solicitud. Vista Mar, California.
— ¿Y sus padres? —No lo sé.
Hubo un estremecimiento en el cuarto.
— ¿Cómo no lo sabe?
—Oh, todo esto es tan inútil —dijo Valancy—. Pero si tienen que saberlo... Mis padres eran huérfanos. Los encontraron después de una explosión y un incendio, perdidos en las calles de Vista Mar. Crecieron en casa de un viejo matrimonio que había perdido en el incendio todos sus bienes. Al fin se casaron, y nací yo. Ahora están muertos. ¿Puedo irme?
Un murmullo recorrió la sala.
—¿Por qué dejó sus otros empleos? —preguntó papá.
Antes que Valancy pudiese responder, se abrió bruscamente la puerta y entró Jemmy, marcando el paso.
—Vete —ordenó el Más Viejo.
—Por favor —dijo Jemmy, desarmado de pronto—. Déjeme. Es también un problema mío...
El Más Viejo acarició el bastón y luego asintió en silencio. Jemmy sonrió apenas, aliviado, y se sentó en un banco de atrás.
—Continúe —le dijo a Valancy el Más Viejo.
—Bueno —dijo Valancy—, perdí mi primer empleo porque... me sorprendieron en un acto de levitación... así lo llamarían ustedes, supongo. Quise reparar un postigo de mi cuarto. Se había trabado y... bueno... subí a arreglarlo, simplemente. El director me vio. No podía creerlo, y se asustó tanto que me echaron.
Valancy calló y esperó.
Los Viejos se miraron entre ellos. Yo me puse a atar cabos, pensando que con un poco de sentido común hubiera podido descubrir la verdad hacía tiempo.
— ¿Y el segundo?
El Más Viejo se inclinó hacia adelante y apoyó la mejilla en el hueco de la mano.
Valancy enrojeció, sorprendida.
—Bueno... —dijo titubeando—. Llamé a mis libros... estaban en el escritorio quiero decir, y...
—Entendemos —dijo el Más Viejo. — ¿Entienden? ¿Ustedes? —preguntó Valancy, perpleja.
El Más Viejo se puso de pie.
— Valancy Carmody, ¡abre tu mente!
Valancy lo miró, y de pronto se echó a llorar.
—No puedo, no puedo —sollozó—. Ha pasado mucho tiempo. Soy distinta. Estoy sola. ¿No se dan cuenta? Todos murieron. Soy una extraña.
—Ya no eres una Extraña —dijo el Más Viejo—. Estás entre los tuyos, Valancy. Karen —me dijo—, entra en ella.
Así lo hice. Al principio tropecé una vez más con el muro impenetrable. De pronto, con un súbito grito silencioso, de angustia y de alegría, me encontré con Valancy. Vi los secretos que la habían atormentado desde la muerte de aquellos padres huérfanos... que eran del Pueblo. Y los ancianos... No sólo pertenecían al Pueblo, eran además los Más Viejos de la Travesía.
Reviví con Valancy aquellos secretos aterradores y ocultos. Había tenido que vivir como una Extraña, había tenido que esconder todas sus diferencias, ahogando todos los Dones del Pueblo. Había vivido siempre asustada, temiendo traicionarse, y sintiéndose profundamente sola, pues creía ser la última sobreviviente del Pueblo.
Y entonces, de pronto, Valancy entró en mí, inundándome con una presencia de poder desconocido...
Abrí los ojos y vi a los Viejos que miraban fijamente a Valancy. Hasta el Más Viejo había vuelto hacia ella su rostro arrugado y la observaba con asombro.
Inclinó la cabeza e hizo la Señal.
— Las Persuasiones y los Designios perdidos —murmuró—. Todo está en ella.
Yo supe entonces que Valancy, que había vivido encerrada en sí misma, protegiéndose de un mundo donde cualquier acto irreflexivo podía traicionarla, y que había vivido ignorada entre nosotros, e ignorándonos, no sólo era del Pueblo. Tenía poderes que nadie, desde la muerte de la abuela, había conocido, e incluso poderes superiores. Mis pensamientos incoherentes se resumieron en uno. Ahora había alguien que podía instruirme. Ahora yo llegaría a ver, aunque no tanto como Valancy.
Me volví hacia Jemmy, para compartir con él mi asombro. Jemmy miraba a Valancy como el Pueblo mismo debe haber mirado la Morada en la hora definitiva. Luego fue hacia la puerta.
Valancy se apartó rápidamente de mí y de los Viejos. Jemmy la esperaba con la manos extendidas.
Dejé la escuela y me precipité por el sendero como una poseída, flotando y corriendo hasta que llegué al porche de casa y caí en brazos de mamá.
— ¡Oh, mamá! ¡Es de los nuestros! Y Jemmy la quiere. ¡Es maravillosa!
Me eché a llorar en los brazos tibios y acogedores de mamá.
Así que ahora no necesito ir al Exterior para ser maestra. Ahora tenemos una maestra permanente. Pero iré de todos modos. Quiero parecerme a Valancy, y Valancy ha completado sus estudios. Además, para vivir en el Exterior hay que ser disciplinada, y esto puede servirme. Tengo tantas cosas que aprender... pero Valancy me acompañará. El Don no me apartará de todos.
Tal vez no debiera decirlo, pero hay una razón por la que quiero apresurar mis estudios. Pronto trataremos de descubrir a los otros sobrevivientes del Pueblo. Los muchachos de aquí no me gustan.
Era corno si unas cortinas de plata centellearan cerrándose sobre algún cuadro mágico, que se recordaba con deleite. Lea respiró hondo, y con una comprensión, casi repentina, corno el estallido de una burbuja, advirtió que se había olvidado completamente de sí misma y de sus dificultades por primera vez en muchos meses. Y se sentía bien, oh, tan bien, tan sin asperezas, tan animadamente descansada. Si al menos... Si al menos... se dijo en silencio, y en seguida se estremeció oyendo el golpe desnudo y seco de las cosas tal como son contra ese bendito refugio que Karen le había facilitado. Apretó las manos, con amargura.
Alguien rió quedamente en el silencio del cuarto.
— ¿Todavía no lo encontraste, Karen? Empezaste a buscar hace bastante tiempo...
—No tanto. —Karen sonrió envuelta todavía en los recuerdos que acababa de evocar—. Y tengo mi título ahora. Oh, y he olvidado tanto, la estupefacción, el terror. — Se quedó perdida en sus ensoñaciones, un rato, y luego sacudió la cabeza y se rió—. Bien, Jemmy. He entendido mi deber y he cumplido. ¿Qué manilas tibias nos traen el próximo relato?
Jemmy alisó el papel arrugado.
—Bueno, Peter es el que sigue. A no ser que Bethie quiera...
— ¡Oh, no, oh, no! —protestó la voz suave de Bethie—. Peter, Peter puede hacerlo mejor, es el indicado, quiero decir, ¡Peter!
Todos se rieron.
—Bueno, Bethie, bueno —dijo Jemmy—. Tranquilízate. Será Peter. Bueno, Peter. Tienes tiempo hasta mañana por la noche para prepararte. Creo que luego de las excitaciones de hoy... bueno, un relato es suficiente.
La gente se incorporó, giró, se movió. El murmullo de las voces y las risas empapó a Lea como un océano tibio.
—Lea. —La voz de Karen—. Aquí están Jemmy y Valancy. Quieren conocerte.
Lea se puso trabajosamente de pie, sintiendo que aquellos ojos interesados la atravesaban de parte a parte. Sintió que la bienvenida la envolvía, una bienvenida que iba mucho más allá de las palabras. Sintió, en algún lugar del pecho, una punzada, y que unas lágrimas inexplicables le rodaban ahora por las mejillas. Volvió la cabeza y buscó a tientas un pañuelo. Alguien le puso uno grande y blanco en las manos, y el hombro de alguien fue fuerte y tranquilizador un momento, y los brazos de alguien fueron ágiles y seguros cuando la alzaron y la llevaron, enceguecida por un llanto sin sollozos, fuera de la escuela.
Más tarde —oh, mucho más tarde— Lea se sentó de pronto en la cama. Karen apareció en seguida al lado, en silencio.
—Karen, ¿es posible que todo eso haya ocurrido de veras?
—¿De qué hablas, Lea?
—La historia que contaste. No es una historia real, por supuesto.
—Claro que lo es, del principio al fin.
¡No es posible! —gritó Lea—. ¡Gente que viene del espacio! ¡Gente mágica! No puede ser cierto.
¿Por qué no quieres que sea cierto?
—Porque no puede ser. No es verosímil. No hay nada fuera de lo que es... Quiero decir, una anda y anda por el mundo y al fin vuelve al sitio del principio. Todo termina donde comenzó. Más allá de ciertos límites... —Lea buscó las palabras—. ¡La realidad tiene límites!
— ¿Quién define los límites?
—Bueno, están ahí, simplemente, desde el momento en que una nace. Estás atrapada desde el principio y así tienes que seguir hasta el día de tu muerte.
¿Quién te vendió como esclava? —preguntó Karen, algo perpleja—. ¿No te habrás esclavizado tú misma? Estoy de acuerdo contigo en que todo vuelve a donde empezó, ¿pero, dónde empezó todo?
¡No! —chilló Lea, llevándose a los ojos unos puños apretados, y volviendo la cabeza sobre la almohada, a un lado y a otro—. ¡No quiero volver a ese tembladeral, a ese caos, esa agitación sin sentido!
La oscuridad más negra rodó y ardió y rugió, con un chillido insidioso; el poblado vacío, el frío de llamas; la imposibilidad de todas las imposibilidades... —Lea, Lea. —La voz de Karen atravesó con dulzura, pero firmemente la maraña de horror—. Lea, duerme ahora. Duerme ahora sabiendo que todo se inicia con la Presencia y que todas las cosas vuelven a su comienzo.
Lea desayunó con Karen a la mañana siguiente. El viento movía hacia afuera y adentro las cortinas cortas y fruncidas de la ventana.
— ¿Ninguna pantalla? —preguntó Lea sosteniendo la tregua armada, colmada de oscuridad, como si fuese una copa de agua llena hasta el borde.
—No, ninguna pantalla —dijo Karen—. Mantendremos las alimañas fuera de otro modo.
—Un modo que también les impida salir —dijo Lea sonriendo—. Traté de irme ayer.
—Ya sé —dijo Karen sosteniendo en la mano una rebanada de pan y observando cómo se iba tostando, lenta y aromáticamente—. Por esto tapié las ventanas un poco más que de costumbre. Pero no hoy.
— ¿Confías en mí? —preguntó Lea sintiendo el secreto balanceo de terror en la copa en equilibrio.
—No estás en una cárcel. Ayer estabas todavía aferrada a las faldas de la muerte. Hoy ya puedes sonreír. Ayer pusiste la botella de lejía en el último estante. Hoy puedes leer el rótulo tú misma.
— Quizá soy analfabeta —dijo Lea, sombría, recogiendo la copa—. Me gustaría salir un rato hoy, si estás de acuerdo. Hace mucho tiempo que no miro el mundo.
—No vayas muy lejos. En estos alrededores casi no puedes hacer otra cosa que trepar... o bien levitar. No tenemos muchos caminos en el mundo exterior. No vayas más allá de la escuela. Preferiríamos que no lo hicieras por ahora... —Sonrió apenas—. Además hay muchos otros sitios donde ir.
—Quizá vea a algunos de los niños —dijo Lea—. Davey o Lizbeth o Kiah.
Karen rió.
—No me parece muy posible, no en las actuales circunstancias. Y los «niños» se sentirían bastante insultados si te oyeran. Han crecido, son adultos ahora, o por lo menos creen que lo son. Mi historia ocurrió hace años, Lea.
— ¡Hace años! ¡Pensé que era muy reciente!
—Oh, no. ¿Qué te hizo creer...? —¡Recordabas todo de un modo tan completo! Cosas tan pequeñas. Y el modo como Jemmy miraba a Valancy y Valancy a Jemmy... —— —El Pueblo tiene una memoria especial. Y la mirada de Jemmy era de amor, y el amor no muere...
—El amor no... —Lea torció la boca—. Bueno, habría que definir eso que llamas amor... —Se incorporó bruscamente—. Quisiera caminar un rato. —Titubeó—. Y quizá meterme un poco en el agua, un arroyo fresco...
—Claro, por supuesto —dijo Karen—. Puedes ir hasta el arroyo y mojarte los pies, si quieres. Te servirán aquí el almuerzo y yo vendré para la cena. Iremos a la escuela juntas a oír la historia de Peter.
Lea subió hasta la laguna, los pies desnudos y lastimados, los bordes de la falda empapados con agua del arroyo y el estómago vacío. Había olvidado el almuerzo.
La laguna era ancha y tranquila. El agua entraba murmurando por un extremo y salía cloqueando por el otro. En el medio, la superficie era como un espejo. Una hoja amarilla cayó lentamente de un algodonero y tocó el agua con tanta delicadeza que los anillos resultantes fueron como hilos que corrían a las orillas de arena. Lea suspiró, se recogió la falda, y metió un pie en la laguna. La mordedura limpia y fría del agua la dejó sin aliento, pero dio otro paso adelante. El agua pronto le llegó a las rodillas y más arriba. Se detuvo bajo el árbol de algodón, esperando, esperando tan quieta que el agua se le cerró mansamente alrededor de las piernas. Sólo allá abajo, en la arena fina que tenía bajo los pies, alcanzaba a sentir el movimiento del agua. Se quedó allí hasta que cayó otra hoja, rozándole la mejilla, deslizándosele por el hombro y sobre la blusa arrugada, y deteniéndose un instante en los pliegues recogidos de la falda antes de dibujar un círculo tranquilo en la superficie brillante del agua. Lea miró un rato la hoja y la sombra de plata que era ella misma, sobre el agua, y luego alzó los ojos hacia las altas paredes de roca que se alzaban alrededor. Apretó los codos contra los costados y pensó: Estoy siendo otra vez una entidad. Tengo forma y proporciones. Tengo fronteras y límites. Tengo que aprender de algún modo cómo manejar un ser finito. La carga de no ser nada en una nada infinita era demasiado, demasiado...
Una agitación inquieta que en cualquier momento podía convertirse en pánico hizo que Lea mirara alrededor y buscara la costa. Salía a la orilla, las manos ocupadas en la falda, cuando resbaló, soltó las manos tratando de mantener el equilibrio, y cayó de espaldas en la laguna con un sonoro chapoteo. Chorreando agua y jadeando alcanzó a sentarse, el agua hasta los hombros. Parpadeó sacándose el agua de los ojos, y entonces vio al hombre.
El hombre tenía un pie en el agua, como avanzando hacia ella. Se reía.
Lea resopló, mirándolo, indignada, y el agua le salpicó el mentón.
— ¡Pude haberme ahogado! —gritó, sintiéndose muy tonta y muy mojada.
— Si se queda ahí puede ahogarse todavía. Las crecientes llegan en octubre.
—Si sigue tardando tanto en ayudarme —replicó Lea—, ¡quizá lo consiga! No puedo incorporarme sin que se me moje toda la cabeza.
—Pero ya está toda mojada —rió el hombre, vadeando hacia ella.
—Eso fue un accidente — resopló Lea otra vez—. ¡Es diferente hacerlo a propósito!
— ¡Lógica femenina! / El hombre tomó a Lea por las manos y tiró ayudando a que se pusiera de pie y llevándola a la orilla.
Lea alzó los ojos hacia la cara sonriente del hombre y le devolvió la sonrisa empezando a darle las gracias. De pronto el hombre pareció retroceder, fuera de foco, a kilómetros de distancia, y hablaba ahora con una voz muy débil. Se volvió aturdida y trató de alejarse. En ese momento el hombre la tomó por la mano, y ella sintió que el cuerpo le temblaba y se le disolvía y que la nada invadía el mundo, más y más oscura.
— ¡Karen! —gritó—. ¡Karen! ¡Karen! El mundo desapareció.
Lea apartó con irritación la mano extendida de Karen. La cama era blanda.
—No iré.
—Oh, sí, irás —dijo Karen—. El relato de Peter te gustará mucho. ¡Y Bethie! Tienes que oír los cuentos de Bethie.
—Oh, Karen, por favor, no me hagas probar de nuevo —rogó Lea—. No puedo soportar caer de nuevo luego de... luego de...
Lea calló meneando la cabeza.
—Hablas de probar —dijo Karen, fríamente—. Ni siquiera has empezado. Tienes que ir esta noche. Será la lección número dos para ti, de modo que prepárate.
Lea buscó una excusa.
Mis ropas —dijo—. Tienen que estar todavía empapadas.
Sí, lo están —dijo Karen, imperturbable—. Eres del tamaño de Lizbeth. Te he traído alguna ropa. Elige.
Lea volvió la cabeza.
—No.
—Levántate.
La voz de Karen continuaba siendo fría, pero Lea se levantó. Repasó en silencio las ropas que le ofrecían.
—Bueno —dijo Karen—. Eres más alta de lo que pensaba. Y perdiste algunos kilos desde que decidiste dejar esta vida.
Lea tuvo un acceso de indignación, pero se quedó quieta mientras Karen se ponía de rodillas y tironeaba del vuelo del vestido. La tela se estiró y se quedó estirada, haciendo que la falda pareciera más adecuada para la altura de Lea. —Ya está —dijo Karen incorporándose y arreglándole el vestido a Lea alrededor de la cintura y poniendo un pliegue donde había una arruga. Luego, con un movimiento de la mano, hizo más intenso el color de la tela—. No está mal, es tu color. Vamos, o llegaremos tarde.
Lea se negaba tercamente a interesarse en algo. Sentada en un rincón se miraba fijamente las manos juntas, dejando que la marea y la charla que fluía y el movimiento de la gente la rozaran levemente, sin alzar los ojos. De pronto, luego de la serena invocación, sintió una punzada de nostalgia. Nostalgia de unas manos que la habían sujetado en la frescura del agua. Echó atrás la cabeza, sorprendida, en el momento en que Jemmy decía: —Te dejo el pupitre, Peter. Es todo tuyo, hasta la última decrépita astilla.
—Gracias —dijo Peter—. Espero que la silla sea cómoda. Esto llevará su tiempo. He decidido seguir el ejemplo de Karen y darle también un título a mi historia. Yo mismo pude haberme hecho esta pregunta en cualquier momento de estos largos años.
»No hay consuelo en Galaad. ¿No hay allí médicos? ¿Por qué entonces la hija de mi Pueblo no ha recuperado aún la salud?
En la breve pausa que siguió, Lea tuvo conciencia de un pensamiento que le cruzaba la mente. ¡Había olvidado el episodio de la laguna! ¿Quién era él? ¿Quién era él? Pero no supo qué contestarse y Peter empezó a hablar...
GALAAD
No sé en qué momento descubrí que nuestra familia no era como las otras familias. Nada parecía indicarlo. La casa en que vivíamos era muy parecida a las demás casas de Socorro. Nuestros prados descendían como los otros cubiertos de maleza y arbustos hasta el Río Gordo, generalmente seco, que rodeaba la ciudad. Y cuando nuestra vaca llamaba al toro de los Jacob, del otro lado del río, mugía del mismo modo que todas las otras vacas de todos los otros prados. Y yo pasaba días tan ociosos como cualquier otro muchacho de Socorro, tendido a la sombra escasa de los árboles mientras el trabajo esperaba en algún otro sitio. Nunca se me ocurrió pensar que fuésemos diferentes.
Me di cuenta, creo, poco después de haber entrado en la escuela, cuando me enamoré de la niña de trenzas más largas y de dientes más separados de toda la clase. Yo tenía seis años y me parece que ella tenía siete.
Mi amiga y yo nos habíamos refugiado detrás del cobertizo de la escuela, entre las plantas de algodón, para comer juntos nuestro almuerzo, ignorando el coro de «¡Peter anda con una chica! ¡Peter anda con una chica!» y las señas burlonas que querían avergonzarme. Comimos nuestros sandwiches y pickles, y luego nos tendimos de espaldas, con los brazos cruzados detrás de la cabeza, contemplando el cielo brillante con los ojos entornados, y tratando de comer nuestros pedazos de pastel sin que las migas nos cayeran en las orejas. Yo había comido tan bien, me sentía tan satisfecho y tan enamorado que se me ocurrió de pronto que yo debía intentar algo espectacular en honor de la dama de mis pensamientos. Me senté, electrizado. La idea era magnífica, y yo sabía que podía hacerlo.
— ¡Eh! ¿Sabes que puedo volar?
Alcé los brazos y me puse de pie dejando a mi amor boquiabierta, sentada en la hierba. —No puedes. No seas tonto.
¡Sí puedo!
¡No puedes!
¡Puedo! ¡Mírame! —Alcé los brazos y me elevé hasta el techo del cobertizo. Me asomé al borde y dije—: ¿Viste? ¡Puedo volar!
¡Se lo contaré a la maestra! —dijo ella con una voz entrecortada, mirándome con los ojos muy abiertos—. Está prohibido subirse al cobertizo.
—Oh, bah —dije—. No me subí. Vamos, tú puedes volar también. Te ayudaré.
Me deslicé por el aire hasta el suelo. Abracé a mi amor y me elevé. Ella gritó y pateó, y al fin se soltó y echó a correr hacia la escuela, chillando. Desanimado de algún modo por esta deserción, junté los restos de nuestros pasteles y posándome cómodamente en el alero del cobertizo, disfruté de los últimos mendrugos. Al cabo de un rato llegó la maestra, con media escuela detrás.
—¡Peter Merril! ¿Cuántas veces se te ha dicho que no hay que subirse a nada en la escuela?
La miré tranquilamente, notando con interés que la prisa y la agitación le habían desordenado los rizos, y descubriendo una tiesa mecha de cabellos que no armonizaba con aquella cara severa.
— ¡No te sueltes y espera a que Stanley traiga la escalera!
—Puedo bajar solo —dije, gateando hasta el poste que sostenía el techo—. Es fácil.
— ¡Peter! —chilló la maestra—. ¡Quédate donde estás!
Así lo hice, preguntándome el porqué de todo ese alboroto.
Me bajaron al fin y la maestra me tomó por el brazo y me arrastró hasta la escuela mientras yo gritaba a todo pulmón, ultrajado e indignado porque nadie quería creerme, ni siquiera mi amiga que negaba obstinadamente lo que había visto con sus propios ojos.
—No seas tonto, Peter. No puedes volar. Nadie puede volar. ¿Tienes alas acaso? —No necesito alas —aullaba yo—. La gente no necesita alas. ¡No soy un pájaro!
—Entonces no puedes volar. Sólo las cosas con alas vuelan.
Me pasé el resto del mediodía gritando y pateando los escalones de la escuela, hasta que me asusté pensando que la maestra podía decírselo a papá. Al fin y al cabo yo había estado en territorio prohibido, sin que importara tanto cómo había llegado allí.
La maestra no se lo contó a papá, pero aquella noche, cuando me metí en cama, sentí de pronto como un vacío dentro de mí. Quizá yo no podía volar. Quizá la maestra tenía razón. Me escurrí fuera de la cama, y volé cuidadosamente hasta lo alto del armario, y luego de vuelta hasta la cama.
—Puedo volar —murmuré, metiendo la barbilla bajo las mantas y suspirando hondamente.
No era más, por lo tanto, que una de esas cosas divertidas que los adultos le prohibían a uno, como comerse un pedazo de pastel por la mañana, o manejar el tractor, o subirse a la vaca para jugar a los indios.
Y en eso quedó el incidente, hasta que el sábado la maestra nos encontró a mamá y a mí en la tienda y revolviéndome el pelo me dijo:
— ¿Cómo está mi pajarito? —Luego se rió y le dijo a mamá—: ¡Se imagina que puede volar!
Vi que mamá apretaba tanto el portamonedas que los dedos se le ponían blancos, y que me miraba con unos ojos sin alegría. Me sentí abrumado por una sorpresa in— crédula y un miedo y una angustia que me daban ganas de llorar, aunque sabía bien que en ese momento no era una emoción mía lo que yo sentía, sino una emoción de mamá.
Mamá tenía siempre los ojos alegres. Era la madre más risueña de Socorro. Llevaba la felicidad dentro de ella como si fuese un ramillete de flores, y lo repartía entre todos los que encontraba. A las otras madres apenas les alcanzaba para repartir entre los de la propia familia. Y sin embargo, a veces, como en la tienda, mamá perdía toda alegría, y mostraba miedo, y un raro tormento. Otras veces mamá me hacía pensar en un pájaro enjaulado, que se apretaba contra los barrotes. Como una noche que recuerdo aún vividamente.
Mamá estaba junto a la ventana, vestida con una bata de franela que le llegaba a los tobillos, y el aire que entraba por los marcos mal ajustados le movía apenas el cabello oscuro. Se había desencadenado una tormenta sobre los Huachuchas, y afuera soplaba el viento. El rugido creciente me había despertado, y yo estaba acurrucado en el sofá, no sabiendo muy bien si los truenos que sacudían constantemente la casa me asustaban o me excitaban. Papá estaba sentado con el periódico en las rodillas.
Mamá habló en voz baja, pero yo la oí claramente en medio del tumulto.
— ¿Pensaste alguna vez cómo sería estar ahí arriba en plena tormenta, con nubes bajo los pies y encima de la cabeza, y un encaje de rayos alrededor, como calientes ríos de oro?
Papá movió las hojas del diario.
—No parece muy cómodo —dijo.
Pero yo, en el sofá, acuné las palabras en mí, maravillado. ¡Yo sabía! ¡Yo recordaba! Recité las palabras como una amada lección:
— «Y la lluvia como cabellos de hielo y plata te golpeaba el rostro que alzabas al cielo.» Mamá dio media vuelta y me miró fijamente. Papá clavaba en mí unos ojos sombríos y perturbados.
— ¿Cómo sabes eso? —me preguntó. Confuso, bajé la cabeza.
—No recuerdo —murmuré.
Mamá apretó las manos, una contra otra, inclinando la cabeza, de modo que los cabellos le cayeron sobre la cara sombría.
— Sabe porque yo sé. Yo sé porque mi madre sabía. Ella sabía porque el Pueblo sabía —dijo, y se le quebró la voz—. Son las palabras que empleaba ella.
Mamá calló y se volvió hacia la ventana, apoyando el brazo y la cabeza en el marco, como un niño que llora. — ¡Oh, Bruce, perdóname!
Yo miraba con los ojos muy abiertos, asombrados, tratando de que los ojos no se me llenaran de lágrimas mientras luchaba contra la pena y la desolación de mamá.
Papá se acercó a ella y la abrazó. Me miró por encima del hombro.
—Mejor que te vayas a la cama, Peter. Lo peor ha pasado.
Yo me fui arrastrando los pies, de mala gana, estupefacto. Poco antes de cerrar la puerta me detuve y escuché.
—Nunca le dije una palabra, te lo aseguro —dijo la voz entrecortada de mamá—. Oh, Bruce. Me esfuerzo tanto, pero a veces... ¡oh, a veces!
—Ya lo sé, Eve. Y es mucho lo que has logrado. Sé que te cuesta mucho, pero lo hemos hablado tan a menudo. No hay otro camino, querida.
— Sí —dijo mamá—, no hay otro camino, pero... ¡oh, dame tu fuerza, Bruce! ¡Bendito sea el Poder, que te ha traído a mí!
Cerré silenciosamente la puerta, y me acurruqué en la oscuridad, sobre la cama, y al fin sentí que la angustia de mamá se transformaba otra vez en una cálida ternura. Luego, sin razón aparente, volé gravemente hasta lo alto del armario, volví a mi cama y me acosté. Y recordé entonces. Recordé los calientes ríos de oro, las nubes arriba y abajo, y los vientos que golpeaban como olas de espuma escarchada. Pero junto con ese dulce recuerdo me llegaba también la advertencia: No puedes, pues tienes sólo ocho años. Tienes sólo ocho años. Hay que esperar.
Muy poco después nacía Bethie, cuando yo estaba por cumplir nueve años. Me veo aún inclinado sobre la cuna, sobre el milagro de aquellos deditos y aquellos cabellos de caramelo batido. Bethie, mi hermanita. Bethie, a quien todos miraban fijamente, murmurando entre ellos, cuando mamá la dejaba ir a la escuela, aunque se pasaba la mayor parte del tiempo en casa, aun cuando ya era bastante mayor. Porque Bethie era diferente... también.
Cuando Bethie tenía un mes, yo me apreté el dedo con la puerta del dormitorio y lloré durante un cuarto de hora, pero Bethie sollozó continuamente hasta que yo no sentí ningún dolor en el dedo.
Cuando Bethie tenía seis meses, nuestro pequeño terrier, Glib, cayó en una trampa para serpientes. Regresó a casa lloriqueando, arrastrando la trampa. Bethie chilló hasta que Glib se quedó dormido sobre la pata vendada.
Papá tuvo un ataque de apendicitis aguda cuando Bethie tenía dos años, pero fue ella quien tuvo que tomar un sedante hasta que pudimos llevar a papá al hospital.
Una noche papá y mamá estaban junto a la cama de Bethie, que dormía muy intranquila a pesar de los sedantes. Nuestro vecino, el señor Tyree, había estado cortando leña y el hacha se le había desviado. Había perdido un pulgar del pie y mucha sangre, pero cuando el doctor Dueff llegó corriendo en su coche, se precipitó primero a nuestra casa y luego fue a la del señor Tyree. El señor Tyree descansaba como podía, con el pie vendado apoyado en un sillón, y con las manos en las orejas para no oír los gritos de Bethie.
— ¿Qué podemos hacer, Eve? —preguntó papá—. ¿Qué dijo el doctor?
—Nada. No pueden hacer nada por ella. Supone que se le pasará con los años. No entiende. No sabe que ella...
—¿Qué ocurre? ¿Por qué Bethie es así? —preguntó papá desesperado.
Mamá se encogió.
—Es una sensitiva. Hay gente así en el Pueblo, aunque no de tan pocos años. Esa sensibilidad les permite ayudar a los que sufren. Bethie no tiene más que parte del Don. No lo domina.
— ¿Por mí? —gruñó papá.
Mamá lo miró con ojos serenos y amantes.
—Por los dos, Bruce. Corrimos ese riesgo. Tentamos a la suerte, luego de Peter.
De modo que ahora éramos dos los diferentes, aunque también diferentes entre nosotros. Para mí era una diversión, casi todo el tiempo, pero no para Bethie. Teníamos que tener cuidado con Bethie. Probó la escuela un tiempo, pero las rodillas despellejadas, los empujones, los dolores de dientes, los chichones, y los dolores de cabeza del portero después de las borracheras del fin de semana la devolvían a casa agotada y temblorosa, al borde de la histeria. De modo que Bethie aprendió las letras y los números con mamá, y se quedaba apoyada melancólicamente en la verja mientras pasaban los otros chicos.
No mucho después descubrí un modo de utilizar prácticamente mi diferencia. Papá me pidió que guardara en el cobertizo un montón de leña que Delfino había dejado en el patio de atrás. Yo me había citado con unos compañeros para explorar una vieja mina de espato flúor y ahora aquel trabajo me impediría ser de la partida. Fui al patio de atrás y me quedé un rato con las manos en los bolsillos pateando el montón de leña. Al fin cargué una brazada, gruñendo bajo el peso. Llegué al cobertizo, dejé caer la madera, y me lastimé el pulgar. Me senté en cuclillas en el patio y me succioné el dedo, con los ojos clavados en la leña. De pronto, se me ocurrió algo. ¿Si yo podía volar, no sería posible que la leña volase también? Sí, era posible. Me incliné hacia adelante y castañeteé los dedos ante media docena de leños, concentrándome. Los empujé hacia el cobertizo, los guié hacia el sitio donde yo quería dejarlos, y los ordené como si fuesen naipes. No tardé mucho en descubrir cuál era la carga máxima, y guardé toda la leña en un tiempo maravillosamente corto.
Entré silbando en casa y fui a buscar una luz. La mina era muy oscura y ninguno de mis amigos tenía una linterna.
Papá estaba revisando las cuentas de la leche y alzó los ojos.
—Te he dicho que guardaras la leña.
—Ya la guardé —respondí, sonriendo.
—Déjate de bromas —gruñó papá—. No tuviste tiempo.
—Es cierto —dije, triunfalmente—. Descubrí una técnica nueva. Verás...
Callé, paralizado por la mirada de papá.
—Nadie te ha pedido nuevas técnicas —dijo tranquilamente—. ¡Vuelve y quédate ahí hasta que hayas tenido tiempo de guardar bien la leña!
—Ya está guardada —protesté—. ¡Y los chicos están esperándome!
—No quiero discutir —dijo papá, muy pálido — . Vuelve a la leñera.
Volví a la leñera, pasando junto a mamá que había venido de la cocina y que había extendido hacia mí la mano. Me senté en la leñera, furioso, decidido a no salir de allí hasta que papá fuese a hablarme.
Luego, me puse a pensar. Papá no era comúnmente tan poco razonable. Quizá yo había hecho algo malo. Quizá no estaba bien guardar la leña de ese modo. Quizá... Se me confundieron los pensamientos mientras recordaba los murmullos que yo había alcanzado a oír a propósito de Bethie. Quizá lo que yo había hecho era un disparate, una cosa insensata.
Pensé mucho. Hacer algo insensato significaba no hacerlo como todo el mundo. Por ese motivo, quizá, papá había reaccionado así. Yo había hecho entonces una cosa insensata. Miré fijamente el suelo, desorientado. ¿Qué había de diferente en nuestra familia? Y por vez primera fui capaz de separar y reconocer el sentimiento que yo debía de tener desde hacía mucho tiempo, el sentimiento de estar mirando desde afuera, el sentimiento de estar aparte. Sí, descubrí, era necesario ocultarse, ser prudente. Si había algo anormal, nadie tenía que saberlo. Yo no debía traicionar...
Mamá estaba de pie a mi lado.
—Papá dice que ahora puedes irte —dijo, sentándose junto a mí, y mirándome sin alegría—. Peten.. Papá no podía hacer otra cosa. Todo lo que puedo decirte es esto: no olvides nunca, estés donde estés, hagas lo que hagas, que lo diferente muere. Tienes que conformarte... o morir. Pero no te avergüences, Peter, no. ¡Nunca te avergüences! —Mamá me puso rápidamente las manos en los hombros y me rozó la oreja con los labios—. ¡No dejes de ser diferente! —murmuró—. Tan diferente como puedas. ¡Pero que no lo vea nadie, que no lo sepa nadie!
Mamá desapareció en la escalera que llevaba a la cocina.
Entré en la adolescencia, y me alejé más y más de los chicos de mi edad. Las cosas que les parecían más divertidas, no me interesaban mucho. De modo que en los años siguientes seguí cada vez con mayor frecuencia el consejo que me había susurrado mamá, sin pedir nunca explicaciones, pues yo sabía que ella no me las daría. El incidente de la leña me había abierto todo un nuevo panorama de posibilidades, aunque yo no supiese muy exactamente qué posibilidades eran éstas. Me acostumbré a pasarme las horas en la parte baja del prado, donde ensayaba toda clase de experiencias, sin saber nunca si resultarían o no. Trabajé mucho y en algunos casos fracasé, y en otros tuve éxito.
Descubrí que un castañeteo de los dedos me bastaba para traer cosas hacia mí, o para enviarlas a cortas distancias sin molestarme o tocarlas, como había hecho con la leña. Yo subía regularmente hasta las puntas de los álamos altos, deslizándome luego en éxtasis hasta el suelo, hasta que una vez me extasié demasiado y aterricé de narices. En una ocasión, concentrándome tanto que me dolió la cabeza y quedé aturdido, logré encender un pequeño fuego. Luego quise tomar una llama y me ampollé y chamusqué las manos.
Me parece que por ese entonces me descuidé un poco y no me molesté en tratar de saber si me vigilaban o no, pues comenzaron a oírse ciertos rumores. Bub Jacobs le contaba a todo el mundo que yo «hacía cosas» cuando estaba solo en el prado. La mueca maligna con que acompañaba sus cuentos transformaba esas «cosas» en cualquier perversión que los oyentes pudieran imaginarse, y lo de «solo» terminaba de condenarme sin remedio. Experimenté así amargamente lo que mamá me había dicho. El que es diferente muere, y una sola muerte no es nunca bastante. Uno muere y muere, y muere, muchas veces.
Luego un día sorprendí a Bub mientras rondaba por nuestro bosque. Me vio y puso pies en polvorosa comprendiendo muy bien qué podía pasarle si yo lo atrapaba. Eché a correr detrás, pero en seguida me detuve. ¿Para qué fatigarme? ¿Por qué no hacer con aquel mentecato lo que había hecho con la leña?
Bub dio un grito de verdadero terror cuando sintió que el suelo le faltaba bajo los pies. Se debatió en el aire, convulsionado por el miedo y por aquella cosa terrible que le ocurría, y el grito se le apagó y se le quedó en la garganta. Y yo, abajo, me reí de él sintiéndome un gigante, muy por encima de la gente estúpida como Bub.
De pronto, antes que Bub se desmayara, sentí su terror, y asomó a mi garganta un eco de su grito. Caí al suelo, abrumado por una repentina certeza, un conocimiento que no me venía de la experiencia ordinaria: yo había cometido un terrible error, yo había prostituido mis poderes utilizándolos para aterrorizar injustamente.
Me arrodillé y alcé los ojos hacia Bub, doblado en el aire, por encima de mi cabeza, fuera del alcance de mis manos. Se me hizo un nudo en la garganta al descubrir que yo no sabía cómo hacerlo descender. No era un trozo de madera que uno podía bajar con un castañeteo de los dedos. No tenía la más remota idea de cómo traer al suelo a un ser humano.
Me arrastré aturdidamente hasta un rayo de sol que atravesaba la copa de un álamo y sentí que me corría por los dedos algo que era posible levantar —y retorcer— y utilizar. Utilizar en Bub. ¿Pero cómo? ¿Cómo? Cerré el puño sobre la onda de luz, y tropecé otra vez con una puerta que podía abrirse con una palabra, una mirada, un ademán; pero yo no sabía cómo pronunciar esa palabra, cómo lanzar esa mirada, cómo hacer ese ademán.
Me puse de pie y tomé aliento. Salté para atrapar los talones de Bub que le colgaban un poco más abajo que el resto del cuerpo. No acerté. Salté otra vez y le rocé el talón con la punta de un dedo, y Bub empezó a moverse lentamente en el aire. Me pasé el dorso de la mano por la frente sudorosa, y me reí, me reí de mi estupidez.
Con mucho cuidado, pues yo me había contentado con subir y bajar, y no había planeado casi nunca, me elevé hasta donde estaba Bub. Le puse las manos encima y empujé hacia abajo. Bub no se movió.
Tiré de él hacia arriba y Bub subió conmigo. Me alejé de él lenta y deliberadamente y pensé un rato. Fui hasta el otro lado de Bub y lo empujé hacia unas ramas altas. Ya estaba recuperando el conocimiento y movía la cabeza y los labios. Flotaba en el aire como un tronco en el agua, pero logré llevarlo hasta una rama gruesa, asegurándole lo mejor posible las piernas y los brazos. Poco después, cuando Bub abrió los ojos abrazándose frenéticamente al tronco, yo ya estaba al pie del álamo, gritándole.
— ¡No te sueltes, Bub! ¡Buscaré a alguien que te ayude a bajar!
De modo que durante la semana siguiente la gente se olvidó de mí y le tomaba el pelo a Bub con frases como éstas: «¿Qué hacías en el aire?», «¿Cómo está el tiempo allá arriba?» y «¡Trae una escalera, Bub, trae una escalera!».
Aun con estos problemas, yo me divertía bastante. ¿Por qué no podía ser igual para Bethie? Yo hubiese querido darle una parte de mi diversión y tomar en cambio una parte de su pena.
Luego murió papá, arrastrado por el Río Gordo mientras trataba de salvar a un tonto veraneante que había plantado su tienda en las arenas secas que eran el cauce de las aguas en los días de tormenta. Parecía imposible imaginarla sola a mamá. Siempre los habíamos visto juntos. No habían sido dos padres, sino una entidad única: papá—mamá. Y ahora nuestros pensamientos se interrumpían en mamá—y, mamá—y. Y mamá... bueno, una mitad de ella había muerto.
Después del funeral, mamá y Bethie y yo nos sentamos en la sala, con los ojos bajos. Bethie apretaba los dientes ante el dolor lancinante de mamá que se clavaba las uñas en las palmas.
Aparté dulcemente las manos apretadas de mamá y Bethie se serenó un poco.
—Mamá —dije en voz baja—, puedo cuidar de nosotros. Tengo mi trabajo en la fábrica. No te preocupes.
Yo sabía que era un pobre consuelo el que yo ofrecía a la angustia de mamá, pero era necesario llegar a ella de algún modo.
—Gracias, Peter —dijo mamá, animándose un poco—. Sé que lo harás. —Inclinó la cabeza y se llevó las manos a los ojos secos, con una contenida desesperación—. ¡Oh, Peter, Peter! Pertenezco ya bastante a este mundo como para sentir que la muerte es tristeza y desolación y no ese llamado solemne y dulce que es en realidad. Ayúdame, ¡ayúdame!
— Si soy capaz, mamá —dije tomándole una mano mientras Bethie tomaba la otra—. Pero tienes que ayudarme a recordar. Recuerda conmigo.
Cerré los ojos, y recordé. Un vuelo libre en la noche estrellada, un vuelo de mil seres felices, como pájaros en el cielo, que subían al encuentro del alba... el alba del Festival. Yo podía sentir ahora el perfume de las flores que adornaban a las mujeres y la alegría que acompañaba a la aurora. Luego oí las primeras magníficas notas del himno del Festival y el sol asomó sobre las colinas boscosas. Mil manos se alzaron para hacer el signo...
Abrí los ojos y descubrí que mis propios dedos hacían un signo que yo no conocía. Una nota que yo nunca había cantado me palpitaba en la garganta. Tomé aliento y miré de reojo a Bethie. Ella no había visto. Mamá estaba tranquila ahora, con los ojos cerrados, con la cara serena y en paz.
— ¿Qué fue eso, mamá? —murmuré.
—El Festival —dijo mamá dulcemente—. Para todos los que fueron llamados en el año. Por vuestro padre, Peter y Bethie. Lo recordamos por vuestro padre.
— ¿Dónde era eso? —pregunté—. ¿En qué lugar? —No en este... —Mamá abrió los ojos—. No importa, Peter. Tú eres de este mundo. No hay otro para ti.
—Mamá. —La voz de Bethie era un titubeante murmullo—. ¿Por qué dijiste «recordamos»?
Mamá la miró y las lágrimas le velaron los ojos.
—Oh, Bethie, Bethie, todas las cargas y ninguna de las bendiciones. Perdón, Bethie, perdón.
Mamá escapó por el pasillo hasta su cuarto.
Bethie se apretó contra mí.
—Peter —murmuró—, ¿por qué dijo mamá «ninguna de las bendiciones»?
—No sé —dije.
—Porque no puedo volar como tú, seguramente.
— ¡Volar! —Miré a mi hermana asombrado—. ¿Cómo lo sabes? —Sé muchas cosas —murmuró ella—. Pero sé sobre todo que somos diferentes. Las otras personas no son como nosotros. Peter, ¿qué nos hizo diferentes?
— ¿Mamá? —susurré—. ¿Mamá?
—Me parece que sí —murmuró Bethie —. ¿Pero cómo?
Nos quedamos callados y Bethie fue hasta la ventana y el sol de la tarde le aureoló los cabellos plateados.
—Puedo hacer cosas también —dijo—. Mira.
Extendió la mano y tomó un puñado de sol, la misma luz oblicua que se me había deslizado entre los dedos—, bajo los álamos, cuando Bub flotaba sobre mi cabeza. Bethie movió rápidamente los dedos y torció los rayos de sol en un dibujo brillante y complejo.
— ¿Pero para qué sirve? —murmuró—. Sólo para hacer cosas bonitas e inútiles.
Quise tomar el dibujo que Bethie tenía en la mano. Se me escapó entre los dedos y se perdió en la oscuridad.
Los años que siguieron pasaron sin incidentes importantes. Terminé mis estudios en el colegio, pero no pude pensar en ir a la universidad. Seguí trabajando en la fábrica que proporcionaba ocupación a la mayoría de los habitantes de Socorro.
Mamá se ganó una buena reputación como comadrona, profesión muy necesaria en una comunidad que tomaba al pie de la letra el mandato de crecer y poblar la tierra, y que estaba exactamente a cien kilómetros del hospital más cercano.
Bethie entró en la adolescencia y con la ayuda de mamá aprendió a dominar sus reacciones ante el dolor de los otros, pero yo sabía que ella aún sufría tanto, sino más, que en su infancia. No obstante, ya iba a menudo a la escuela y estaba haciéndose popular a pesar de que era una niña tranquila.
En conjunto, pues, la vida transcurría para nosotros agradablemente, y de modo bastante común, aunque... bueno, yo tenía continuamente la impresión de que iba a ocurrir algo, o de que alguien iba a venir. Y a Bethie le pasaba lo mismo, probablemente, pues se pasaba las horas mirando y escuchando. Y también mamá. A veces, cuando nos sentábamos en el porche en las largas noches, mamá inclinaba a un lado la cabeza y escuchaba con atención, sin mover la mecedora. Pero cuando le preguntábamos qué escuchaba, mamá suspiraba y decía: «Nada. Sólo la noche». Y se hamacaba en su mecedora. Por supuesto, yo seguía desarrollando mis diferencias. No con el fuego ardiente del principio, ante los posibles nuevos descubrimientos, sino como alimentando una pequeña llama, «por amor al arte». Yo me alejaba ahora más en mis paseos, pero Bethie venía conmigo. Bethie disfrutaba mucho de estas excursiones, especialmente cuando descubrimos que yo podía llevarla conmigo en mis vuelos, y más aún cuando Después de un accidente que nos dejó un momento sin respiración descubrimos que aunque ella no podía elevarse era capaz de bajar por sus propios medios. Desde entonces el juego preferido de Bethie fue que yo la llevara lo más alto posible, para descender luego ella sola, entreteniéndose a veces más de una hora en el aire, tejiendo a menudo alrededor del esplendor intrincado de sus dibujos de sol.
Un día grisáceo de octubre —la hojarasca ya cubría los campos—, nuestro mundo terminó otra vez. Desayunamos charlando y riendo, tomándole el pelo a Bethie a propósito de una cita que había tenido la noche anterior. Bethie tenía las mejillas encendidas, y con las risas y el aire vivo del otoño todo estaba realmente bien.
Pero entre una y otra burla, Bethie dejó de reír de pronto y el color se le fue de los labios.
¡Mamá! —murmuró.
¿Ya? —preguntó mamá, incorporándose y bebiéndose el resto de su café mientras yo iba en busca de un abrigo—. Tenía el presentimiento de que sería hoy. Reena no debiera conducir ese jeep hasta Peppersauce Canyon tan cerca del término.
La ayudé a ponerse el abrigo y la abracé.
—Escúchame, mamá —le dije—, ¿cuándo vas a retirarte y dejar que algún otro se encargue de la recolección de chicos en la primavera y el otoño?
—Cuando yo misma haya cosechado un nieto —dijo mamá bromeando, pero yo sentí su tristeza—. Además, Reena le va a dar a éste el nombre de Peter o Bethie, según el caso. —Fue a tomar su maletín negro y miró a Bethie—. ¿Nada más hasta ahora?
Bethie sonrió.
—No.
—Entonces me sobra tiempo. Peter, será mejor que lleves a pasear a Bethie. Reena nunca tiene prisa y vive demasiado cerca.
—Bien, mamá —dije—. Habíamos proyectado un paseo de cualquier modo, pero esperábamos que esta vez vinieses con nosotros.
Mamá me miró, titubeó y se hizo a un lado.
— Sí... sí, algún día.
Mamá nunca había titubeado hasta entonces.
— ¡Mamá! ¿De veras?
—Bueno, me lo habéis pedido tantas veces que me he preguntado si está bien que reneguemos de nosotros mismos. Al fin y al cabo, no es ninguna falta pertenecer al Pueblo.
— ¿Qué pueblo, mamá? —le pregunté—. ¿De dónde eres? ¿Por qué podemos...?
—Alguna otra vez, hijo —replicó mamá—. Quizá pronto. En estos últimos meses he empezado a sentir... sí, no estará mal que lo sepas, aunque quizá no te sirva de nada. Y quizá pueda ocurrir algo de pronto y tú tendrás que saber. Pero no —continuó mientras nos acercábamos a ella—, no en este momento. Reena podría adelantársenos. ¡En marcha, chicos!
Miramos hacia atrás cuando la camioneta cruzaba la carretera hacia el pico Mendigo. Mamá nos saludó con la mano y entró en el jardín de Reena, donde Dalt, a pesar de tener ya seis años, corría como un perrito ansioso de mamá al porche y de vuelta otra vez a mamá.
Fue un día perfecto para nosotros. La distensión del vuelo para mí, la delicia del lento descenso para Bethie, el luminoso esmalte del cielo, el rojo y el oro de los campos que se extendían interminablemente al pie del Mendigo, azul, dorado, y moteado de nieve.
Al mediodía nos entretuvimos disfrutando del sol en un cañón miniatura preferido, cerrado al viento. Luego de comer jugamos a nuestro juego favorito, recordar. Ante todo, yo me desembarazaba de pensamientos superfluos hasta que mi mente era un estanque abrigado y tranquilo, sensible a todos los estremecimientos que la brisa pudiera despertar en la superficie de las aguas.
Luego llegaban los recuerdos, extraños, muy distintos de todas las cosas terrestres, parecidos a los que habíamos tenido yo y mamá el día de la muerte de papá. Bethie no podía recordar conmigo, pero recibía las imágenes de mi mente antes que yo pudiera describírselas en palabras.
Caminábamos por las aguas oscuras y brillantes de un lago de montaña, y los dedos de los pies se nos crispaban en la frescura líquida, y disfrutábamos del movimiento de las olas bajo nuestros pies, sintiendo a nuestro alrededor, desde la costa y desde el cielo, una preciosa familiaridad que era más fuerte que cualquier lazo que nos hubiese unido hasta entonces a la Tierra.
Antes que nos diéramos cuenta, llegaron las primeras sombras de la tarde, el sol desapareció detrás de los picos de los Huachuchas, y sentimos un escalofrío. Guardamos los restos del picnic en la canasta y me volví hacia Bethie para levantarla y llevarla a la camioneta.
Bethie miraba el cielo con una sonrisita dulce y enigmática.
—Mira, Peter —murmuró.
Movió los dedos sobre su cabeza y una nube se abrió en copos de nieve, un torbellino de copos gigantescos que descendieron sobre ella como plumas, y se le posaron en la piel pálida y se fundieron y le brillaron en las mejillas y en la sonrisa maliciosa de los labios.
¡Invierno temprano, Peter! —dijo.
¡Invierno temprano, querida! —exclamé, y tomándola en mis brazos la saqué del cañón y la dejé entre las piedras del valle—. ¡De aquí en adelante irá caminando, señorita! Pero Bethie casi llegó antes que yo a la camioneta. Aunque no supiese volar, corría cada vez más.
Ya había caído la noche cuando llegamos a la carretera. Podíamos ver los faros de los automóviles que pasaban velozmente, con hombres que decían: «¿Así que esto es Socorro?», y seguían sin detenerse.
Subíamos la última pendiente que llevaba a la carretera cuando Bethie gritó. Yo casi perdí el dominio del volante. Luego Bethie gritó otra vez —un grito salvaje y torturado— y se dobló sobre sí misma.
— ¡Bethie! —llamé—. ¿Qué es? ¿Dónde está? ¿Dónde puedo llevarte?
Bethie ahogó un tercer grito y cayó desmayada en el piso. Me sentí aterrorizado. Hacía años que ella no reaccionaba así. Nunca se había desmayado de este modo. ¿Sería posible que Reena no hubiese tenido aún su chico? Pero aun la vez en que la señora Allbeg había muerto de parto, Bethie no... La puse en el asiento y apreté el acelerador rogando que mamá estuviese...
Y entonces vi aquello delante de nuestra casa. El coche enorme atravesado en el camino. El grupo de personas en la acera.
No recuerdo cómo llegué allí. En el instante siguiente yo estaba arrodillado junto al doctor Dueff, con el puño cerrado en el borde de la manta que cubría misericordiosamente a mamá de la barbilla a los pies. Alcé una mano temblorosa hacia el hilo oscuro de sangre que le brotaba a mamá de la frente.
—Mamá —murmuré—. Mamá.
Mamá parpadeó y alzó los ojos sin ver.
—Peter. —Yo apenas la oía—. ¿Dónde está Bethie?
—Se desmayó. Está en la camioneta —balbuceé—. ¡Oh, mamá!
—Dile al doctor que atienda a Bethie.
— ¡Pero, mamá, mamá! —exclamé—. Tú... —No he sido llamaba aún. Ocúpate de Bethie. Poco más tarde, Bethie y yo estábamos arrodillados junto a la cama de mamá. El médico se había ido. Era inútil tratar de llevar a mamá a un hospital. Llevarla hasta la casa había bastado para que le apareciera un líquido oscuro en las comisuras de la boca. Todos los vecinos se habían ido excepto la abuela Reuther, que no faltaba nunca en las casas de los moribundos y les había cruzado las manos a todos los muertos de Socorro desde la fundación del pueblo. La abuela estaba sentada ahora en la sala, con la gastada Biblia en las manos, después de tantos años en que no habíamos necesitado buscar consuelo en el libro.
El doctor le había aliviado los dolores a mamá y le había recomendado a Bethie que durmiese un rato, pues no sabía cuánto durarían los efectos de la droga. Pero Bethie no se movió.
De pronto mamá abrió los ojos.
Me casé con vuestro padre —dijo claramente, como si continuase una conversación—. Nos queríamos, y todos los otros estaban muertos, las gentes del Pueblo. Por supuesto, se lo dije antes, ¡y él me creyó! Después de tan tos años de haber tenido que cuidar todas las palabras, todos los movimientos, yo tenía alguien con quien hablar, alguien que me creía. Le hablé del Pueblo y me alcé en el aire y alcé el coche y lo hice flotar sobre la carretera, sólo por juego. Papá se divertía mucho, pero estaba preocupado también, y una vez me dijo: «Sabes, querida, tu mundo y el nuestro han tomado caminos muy diferentes. El nuestro se ha orientado hacia los aparatos mecánicos. El tuyo ha descubierto el Poder». —Los ojos de mamá sonrieron—. Sabía cuando yo extrañaba la Morada. Una vez dijo: « ¿Nostalgias, querida? Yo también. Por lo que este mundo pudo haber sido. O quizá por lo que puede llegar a ser». Vuestro padre era mi otra mitad.
Mamá cerró los ojos, y calló un rato, y oímos cómo respiraba: un sonido entrecortado y duro. Bethie se acurrucó en las sombras, con las manos apretadas contra el pecho, y el rostro muy blanco.
—Lo discutimos muchas veces —continuó mamá—. Pero no había otro camino. Pensábamos que yo era la última sobreviviente del Pueblo. Tenía que olvidarme de la Morada y aceptar la Tierra. Vosotros, niños, teníais que ser de la Tierra, aunque... Por eso era tan severo contigo, Peter. Por eso no quería que tú... experimentaras. Tenía miedo de que tú te manifestaras delante de la gente. —Mamá se interrumpió, jadeando—. El que es diferente muere —murmuró, y guardó silencio un rato, respirando apenas.
—Conocí la Morada —dijo luego con una voz cargada de pena—. Recuerdo la Morada. No porque la recordara mi Pueblo, sino porque yo la vi también. Nací allí. Ahora ya no existe. Desapareció para siempre. No hay Morada. Sólo un poco de arena entre los astros.
Mamá hizo un gesto de dolor que Bethie repitió como un eco. Luego la cara se le aclaró a mamá. Se incorporó a medias en la cama.
—La Morada también es vuestra. De los dos. Para siempre. Y será también de vuestros hijos. ¿Recuerdas, Peter? ¿Recuerdas? —Inclinó la cabeza, escuchando—. ¡Oh, Peter! ¡Oh, Bethie! —dijo, y la voz se le quebró en un sollozo de alegría—. ¿Oísteis! ¡He sido llamada! ¡He sido llamada!
Mamá alzó la mano haciendo el signo, y movió los labios dulcemente.
— ¡Mamá! —grité asustado—. ¿Qué quieres decir? Acuéstate. ¡Por favor, acuéstate!
Traté de que se apoyara otra vez en las almohadas.
—He sido llamada a la Presencia. Mis días han terminado. Mis horas están contadas.
—Pero, mamá —tartamudeé como un niño—, ¿qué haremos sin ti?
— ¡Escucha! —dijo mamá rápidamente, poniéndome una mano en la cabeza—. Tienes que encontrar a los otros. En seguida. Ellos ayudarán a Bethie. Te ayudarán a ti, Peter. Mientras estéis separados de ellos no estaréis completos. He escuchado el llamado del Pueblo todos estos últimos años, y ahora que he tomado el camino de la Presencia puedo oírlo más claramente, más claramente. —Hizo una pausa, conteniendo el aliento—. Hay un cañón, al norte. La nave estalló allí, después que los botes de salvamento... Peter, dame la mano.
Mamá extendió ansiosamente la mano y yo se la tomé.
Y vi la mitad del Estado extendida ante mí como un mapa gigantesco. Vi los pliegues tortuosos de las montañas, la superficie aparentemente lisa de los desiertos que subían hacia las pendientes hendidas. Vi las manchas de los bosques que recubrían las lomas y el zigzag de la ruta estrecha entre los pasos. Y sentí entonces un estremecimiento de placer, como el que se siente cuando se vuelve al hogar luego de muchos años de ausencia.
¡Ahí! —susurró mamá mientras el panorama se desvanecía—. Lamento no haberlo sabido antes. He estado tan sola... Pero tú, Peter —continuó con voz firme—, tú y Bethie tenéis que ir.
¿Por qué, mamá? —grité desesperadamente—. ¿Qué es esa gente para nosotros, qué somos para ellos? ¿Por qué tenemos que dejar Socorro y vivir entre extraños?
Mamá se incorporó otra vez, mirándome muy fijamente. Bethie se acercó para sostenerla.
—No son Extraños —dijo clara y lentamente—. Son el Pueblo. Compartimos con ellos la nave, durante la Travesía. Estuvimos juntos en la inmensidad vacía del cielo, cuando sabíamos que nos movíamos sólo porque las estrellas de atrás se apagaban y las de delante brillaban más y más. Juntos observamos en las sombras el brillante centelleo helado, preguntándonos si encontraríamos acogida en uno de esos mundos... Sois como ellos. Aunque vuestro padre no perteneciese al Pueblo...
Se le apagó la voz, y le cambió la cara. Bethie se movió a un lado y la acostó suavemente. Mamá se apretó las manos y suspiró.
—Es una empresa solitaria —murmuró—. Nadie puede acompañarnos. Aun con ellos allí, esperando, es una empresa solitaria.
En el silencio que siguió oímos a la abuela Reuther en la mecedora de la sala. Bethie se sentó en el suelo, a mi lado, con las mejillas encendidas, y los ojos muy abiertos, como en un oscuro y extraño asombro.
—Peter, no duele, no duele nada. ¡Hace bien!
Pero no fuimos. ¿Cómo podía yo dejar mi trabajo y nuestra casa para ir no sabíamos dónde? Buscando no sabíamos a quién. ¿Y por qué motivo? Yo no podía creer en lo que mamá había contado. Al fin y al cabo no había dicho nada preciso. Habían sido palabras sin significado. Bethie le daba vueltas y vueltas a lo que había dicho mamá, pero no fuimos.
Bethie enflaqueció y empalideció todavía más, hasta que al fin, un año más tarde, entré en casa y la encontré en la cama doblada sobre sí misma, con el cuerpo endurecido, los ojos apretados, y acompañando cada expiración con un gemido agudo.
Me volví casi loco hasta que al fin conseguí tomarle una mano y ella abrió los ojos y me miró sin verme.
—Como una represa, Peter —jadeó—. Todo viene aquí. Es necesario... es necesario. Nací para... —Le enjugué el sudor frío de la frente—. Sube y sube. Tiene que ir a alguna parte. ¡Tengo que hacer algo! ¡Peter, Peter, Peter!
Se retorció hundiendo en la almohada la cara crispada.
¿Hacer qué, Bethie! —le pregunté, volviéndole la cara hacia mí—. ¿Hacer qué?
La pata de Glib, la apendicitis de papá, el pulgar de nuestro vecino, el señor Tyree —y la voz de Bethie se apagó recitando la letanía de años de dolor.
—Llamaré al doctor Dueff —dije desesperado.
—No. —Bethie apartó la cara—. ¿Para qué construir un dique todavía más alto? Deja que se rompa. ¡Oh, pronto, pronto!
—Bethie, no hables así —dije sintiendo en mí esa terrible soledad que sólo Bethie podía destruir, ahora que mamá había muerto—. Encontraremos algo... algún modo...
—Mamá podía ayudar —dijo Bethie—. Un poco. Pero se ha ido. ¡Y ahora estoy recogiendo también penas y angustias! Reena está asustada. Cree tener un cáncer. ¡Oh, Peter, Peter! —La voz de Bethie fue sólo un susurro—. ¡Déjame morir! ¡Ayúdame a morir!
Los dos nos quedamos callados, sorprendidos. ¿Ayudarla a morir? Me incliné sobre su mano. ¿Regresar a la Presencia arrastrando el peso de años inacabados? Pues si ella iba, yo iría también.
Abrí de pronto los ojos y me quedé mirando la mano de Bethie. ¿Qué Presencia? ¿Qué éticas y costumbres estaban formándose en mí?
Yo tuve que decidir por lo tanto. Le di a Bethie una pastilla somnífera y me quedé junto a ella hasta que se durmió. Y mientras estaba a su lado recordé todos aquellos años de dolor. Qué calvario tenían que haber sido para Bethie, y yo no había querido pensarlo.
Poco antes del alba desperté a Bethie. Hicimos nuestras maletas y partimos. Dejé una nota en la mesa de la cocina para el doctor Dueff donde le decía sólo que íbamos a buscar ayuda para Bethie y que le pidiese a Reena que cuidara la casa.
Me detuve en la encrucijada al borde del camino.
—Bien —dije sin esperanza—, tú eliges ahora. ¿O tiraremos una moneda al aire? Cara, a la derecha. Cruz, a la izquierda. No sé por dónde ir, Bethie. Sólo tengo esa imagen borrosa que me dio mamá de la región. Hay un millón de cañones y un millón de caminos. Fue una locura dejar Socorro. Sólo sabemos lo que mamá nos dijo. Ella deliraba quizá.
—No —murmuró Bethie—. No. Tiene que ser cierto.
—Pero, Bethie —dije, apoyando la cabeza en el volante—, tú sabes cuánto deseo yo que sea cierto, no sólo por ti, por mí también. Escúchame. Si mamá no se equivocaba, eso significa que es posible viajar por el espacio, que era posible hace cincuenta años. Luego que mamá y el Pueblo vinieron de otro planeta, y que nosotros somos mestizos, por decirlo así, una cruza entre gentes de la Tierra y vaya a saber qué otro mundo. Además, no hay más de una posibilidad en diez millones de que podamos encontrar a la gente que vino con mamá, si alguno de ellos ha sobrevivido a esa Travesía.
»No, todo eso es cosa de locos para cualquier persona normal. Estamos construyendo castillos en el aire, Bethie. Volvamos. Tenemos dinero suficiente como para comprar el combustible de vuelta.
— ¿Y volver adonde? —preguntó Bethie, con un rostro atormentado—. No, Peter. Mira.
Alcé los ojos mientras Bethie me daba uno de sus dibujos de sol, un puñado de luz que brilló levemente entre mis dedos antes de apagarse.
— ¿Es esto la Tierra? —preguntó Bethie serenamente—. ¿Cuántos de nuestros amigos pueden volar? ¿Cuántos... cuántos pueden recordar?
—Recordar —dije lentamente, y le di un puñetazo al volante—. Oh, Bethie, volvemos otra vez a lo mismo. No me escuchas.
Puse en marcha la camioneta y seguí unas huellas que quizá podían llamarse una ruta. Al fin abandoné estas mismas huellas borrosas y me interné en el desierto casi desnudo hasta una duna con árboles al pie de la montaña. Acampamos mientras el sol del oeste dibujaba sus encajes de sombra a través del escaso follaje.
Poco después yo estaba tendido de espaldas en la arena mirando el arco del cielo del desierto. Los árboles trazaban sobre mí las típicas figuras desérticas de calor y frescura —calor al sol, fresco a la sombra—, y yo traté de serenarme, más y más, hasta que el aliento de Bethie, sentada a mi lado, fue como una onda brillante que cruzaba la superficie de mi mente.
Y recordé. Pero sólo a mamá y papá, y la hoguera que yo había encendido, y Glib con la trampa en la pata, y Bethie acurrucada en la cama, con la cara entre las rodillas, y el débil gemido de su penosa respiración.
Parpadeé mirando el cielo. Yo tenía que recordar. Tenía que hacerlo. Cerré los ojos y me concentré y me concentré hasta quedar agotado. Nada llegó, ni siquiera la sombra de una imagen. Desesperado, me abandoné totalmente sobre la arena cada vez más fría. Y, todos a la vez, unos engranajes desacostumbrados se movieron y unieron en mi mente, y me encontré de pronto, como aquella otra vez, sobre el mapa de tamaño natural.
Lenta y dolorosamente, localicé Socorro y el hilo delgado del Río Gordo. Lo seguí y lo perdí y lo seguí otra vez, con el dedo de mi atención. Luego encontré el valle del Volcán y fui por él hasta la elevación de sierra Cobreña. Era muy raro mirar desde arriba el surco infinitesimal donde yo estaba en ese momento. Mantuve mis pensamientos por los alrededores. Nada. Sondeé un poco más al norte, al este, al norte otra vez. Me quedé sin aliento. Allí estaba. El llamado de la Morada. El mundo familiar.
Abrí los ojos y descubrí que Bethie estaba llorando.
—¿Qué pasa, Bethie? —dije—. ¿No estás contenta?
Bethie trató de sonreír pero le temblaron los labios. Ocultó la cara en el hueco del codo y murmuró:
—Vi también. Oh, Peter, ¡esta vez yo vi también!
Sacamos el mapa de caminos y a la luz declinante del atardecer tratamos de traducir nuestros recuerdos. Parecía, ante todo, que debíamos ir a un lugar apartado llamado Kerry Canyon. Era aparentemente el único lugar habitado cerca de la montaña desnuda. Miré el puntito negro junto a un camino de tercer orden y me pregunté si sería el fin de todas nuestras esperanzas o el punto inicial de una nueva vida para nosotros dos. Vida y cordura para Bethie y para mí... En un brusco espasmo de emoción cerré la mano sobre el mapa. Yo sentía ciegamente que nunca había conocido a nadie sino a mamá, papá y Bethie. Que yo era un fantasma que se arrastraba por el mundo. Yo sólo quería ahora ver a alguna otra persona de nuestra especie. Saber que Bethie y yo no éramos los únicos herederos de nuestro mundo extraño.
Alisé el mapa y lo plegué otra vez. La noche había caído sobre nosotros y soplaba un viento frío. Nos estremecimos y buscamos alrededor un poco de leña para encender un fuego.
Kerry Canyon era una calle comercial, dos estaciones de gasolina, dos bares, dos tiendas, dos iglesias y un puñado de casas dispuestas desordenadamente en las faldas de las lomas, en un área que parecía demasiado pequeña para contener un camino. Había también un arroyo casi seco, que esperaba la estación de las lluvias.
Atravesamos el viejo puente y entramos en el pueblo. El camino ascendía bruscamente cruzando las vías enmohecidas de un ferrocarril y doblaba a la izquierda alejándose de la pendiente donde se alzaba una de las estaciones de gasolina.
Nos detuvimos allí. El empleado de uniforme se acercó a nosotros.
Sólo queríamos saber... —dije pensando en mi billetera casi vacía. Habíamos llenado por última vez el tanque antes de metemos en un laberinto de cañones entre la carretera principal y este sitio. Pronto tendríamos que detenernos, hubiésemos encontrado al Pueblo o no.
Muy bien, muy bien. —El empleado levantó la visera de la gorra—. ¿En qué puedo servirle?
Titubeé tratando de encontrar pensamientos y palabras... y un poco de la esperanza que yo había sentido en el desierto.
—Tratamos de localizar a unos... amigos nuestros. Nos dijeron que vivían al otro lado, cerca del monte Calvo. ¿Hay alguien...?
— ¿Amigos de esa gente? — preguntó el hombre asombrado—. Bueno, caramba, esto sí que es una novedad. Nadie preguntó nunca por ellos.
Sentí el brazo de Bethie que temblaba contra el mío, ¡había entonces algo más allá de Kerry Canyon!
— ¿Y cómo es eso? ¿Qué le pasa a esa gente? —Oh, nada de particular, nada. En realidad son muy buena gente. Compran mucho aquí. Vienen a la iglesia y a los bailes.
Miré las abruptas colinas.
— ¿Los bailes?
—Así es. No estamos tan muertos como parecemos —dijo el hombre mostrando los dientes—. Las noches de los sábados hay verdadera animación aquí. Hay muchos ranchos en esas lomas. Por supuesto, no muchos por el lado de Cougar Canyon. Ese es el sitio donde viven los amigos de ustedes, ¿no?
—Sí. Cerca del monte Calvo.
—Bueno, nadie más vive por ahí. —El hombre titubeó—. Espere, hay algo que quisiera preguntarle.
—Sí, ¿qué es?
—Bueno, esa gente no es muy habladora. No quiero decir que sea hosca o algo parecido... pero, bueno, ¿de dónde vienen? ¿De algún país superpoblado de Europa? ¿Son extranjeros, no es cierto? Y parece que Europa exporta principalmente gente desplazada. ¿Lo son de veras?
— Sí, algo parecido. ¿Por qué?
—Bueno, hablan tan bien como cualquiera, y la guerra debe de ser de hace tiempo, pues están aquí desde la fecha de mi padre, pero son... diferentes. —El hombre se mordió el labio superior, reflexionando—. Muy diferentes. Pero diferentes de un modo bueno. —Sonrió otra vez—. Las muchachas son atractivas. No dan muchas esperanzas sin embargo.
»En fin, tome ese camino. No hay ningún otro que llegue allá. Le destrozará a usted los neumáticos; pero pasará probablemente, si no llueve mucho. En ese caso terminará usted en alguna cuneta. No hay barro más resbaladizo en el mundo. Y arriba, en la meseta, cuando sopla el viento, hace un frío de todos los diablos. Será mejor que se abriguen.
—Gracias, amigo —dije—. Muchas gracias. ¿Le parece que llegaremos antes de la noche?
—Oh, seguro. No está tan lejos, aunque el camino es terrible. Llegarán en dos o tres horas, si no llueve, como dije antes.
Comprendimos cuando llegamos a la llanura de los Asnos. Al principio no era difícil seguir el camino. Luego las huellas se hundían en una arena pesada, sembrada de guijarros y pedruscos.
De pronto, aun estos restos de huellas cesaron bruscamente, como si los coches que las habían formado hubiesen retrocedido o hubieran seguido por el aire. ¡Por el aire! Seguí adelante, perdiendo y encontrando huellas, tan dedicado a mi tarea que apenas notaba los tumbos que daba la camioneta, hasta que un grito de Bethie me hizo saltar en el asiento.
—¡Para! —gritó—. ¡Oh, Peter! ¡Para!
Frené tan bruscamente que la camioneta resbaló, se salió de la huella y se detuvo al borde del camino. Un neumático de atrás estalló y se desinfló. — ¿Qué diablos te pasa? —grité, enojado con Bethie como nunca lo había estado en mi vida—. ¿Qué quieres ahora?
Bethie, muy pálida, asomó detrás de la manta en que se había envuelto para protegerse del frío.
—Acabo de pensarlo, Peter, ¿y si no nos quieren?
— ¿Si no nos quieren? No te entiendo —gruñí preguntándome si valdría la pena recurrir al cordón desflecado que yo llamaba mi rueda de auxilio.
—Nunca lo pensamos, nunca se nos ocurrió, Peter. No... no pertenecemos a ellos. No seremos como ellos. Somos en parte de la Tierra... tanto como de otro sitio. ¿Y si ellos nos rechazan? Si nos encuentran indeseables... —Bethie volvió la cara—. Quizá no somos de ningún sitio, Peter.
Sentí un escalofrió, y no por el viento. Habíamos supuesto tan confiadamente que nos recibirían con los brazos abiertos. Pero no tenía que ser así necesariamente. Quizás ellos no quisiesen recibimos. No éramos del Pueblo. No éramos de la Tierra.
—Claro que nos querrán —me obligué a decir animadamente. En seguida aparté los ojos de los de Bethie y murmuré defendiéndome—: Mamá dijo que nos ayudarán. Dijo que éramos de la misma extracción.
—Pero mamá no podía saber... No había... mestizos cuando se separó de ellos. Quizás estamos señalados por nuestra sangre terrestre.
—No hay nada de malo en la sangre terrestre —dije desafiante—. Además, ¿qué sería de ti si volviésemos?
Bethie se llevó los puños apretados a las mejillas.
Quizá —murmuró—, quizá si continúo y me vuelvo completamente loca no me haga tanto daño. Quizás hasta me haga bien.
¡Bethie! —Mi grito la sobresaltó—. ¡No digas esos disparates! Seguiremos adelante. El único punto de referencia que tenemos sobre el Pueblo es mamá, y ella nunca hubiera rechazado a personas como nosotros. Y el hombre de la estación dijo que eran buena gente. —Abrí la portezuela—. Será mejor que estires un poco las piernas mientras cambio la rueda. Por el aspecto del cielo me parece que vamos a patinar un poco antes de llegar a Cougar Canyon.
Pero a pesar de mis tranquilizadoras palabras, no me arrodillé detrás del coche sólo para cambiar la rueda, y no fue sólo el ruido del gato lo que subió con el viento hacia el cielo oscuro.
Miré entornando los ojos a través del mojado parabrisas, tratando de ver el camino. Las ráfagas de lluvia detenían casi el limpiaparabrisas. Yo apenas veía otra cosa que un río achocolatado de superficie engañosamente lisa; pero la camioneta se sacudía como una maraca gigantesca, lanzando a un lado y a otro cortinas de agua, como un bote de carreras, o se deslizaba sobre repentinas capas de barro apartándonos a veces a varios metros del camino.
Luego, de pronto, ya no hubo más camino. Se extendía unos pocos metros delante de nosotros y luego, aparentemente, desaparecía en la lluvia, en la nada.
—No puede no estar ahí —murmuró Bethie con incredulidad—. No puede desaparecer de este modo.
Me cubrí la cabeza con la manta.
—Iré a mirar.
Me deslicé en el muro sólido formado por la lluvia que siseaba y salpicaba a mi alrededor en la llanura inundada. En un instante quedé empapado y cubierto de barro hasta las rodillas. El camino, si se le podía dar este nombre, bordeaba el cañón y doblaba bruscamente hacia la derecha; luego se perdía en unos matorrales que descendían en diagonal la pendiente del cañón. Me incliné sobre el precipicio. El fondo se perdía en la oscuridad y la lluvia. Me estremecí.
Luego, rápidamente, antes de perder toda mi sangre fría, volví chapoteando hasta el coche.
—Reza, Bethie. Allá vamos.
Las ruedas giraron con un movimiento de succión, dimos media vuelta, y nos encontramos en equilibrio sobre el vacío con nuestro tren posterior girando en el aire.
Al fin aterrizamos con una brusca sacudida en la senda estrecha. Un sudor frío me cubría la cara.
Detuve la camioneta en el primer tramo ancho de la ruta. Nos quedamos sentados en silencio, escuchando la lluvia. Yo sentía ahora como si algo infinitamente precioso se alzara ante mí. Bethie deslizó la mano en la mía y supe que ella lo sentía también. Pero de pronto apartó la mano y empezó a golpearme el hombro con los puños cerrados de un modo insólito en ella.
— ¡No puedo soportarlo, Peter! —dijo roncamente, con la voz entrecortada por la emoción—. Vayámonos antes de descubrir algo más. ¡Si llegaran a rechazarnos! ¡Oh, Peter! ¡Vayámonos antes que nos encuentren! Por lo me— nos conservaremos nuestros sueños. Pensaremos por lo menos que podemos volver un día. ¡Si no, no podremos soñar otra vez, no nos quedará ninguna esperanza! —Ocultó la cara en las manos—. Me las arreglaré de algún modo. Prefiero escapar a correr el riesgo de que nos rechacen.
—No —dije poniendo en marcha el motor—. Tenemos tantas posibilidades de que nos reciban como de que nos rechacen. Y si pueden ayudarnos... Dime ¿qué te pasa hoy? Yo era el que dudaba antes, ¿recuerdas?
Le sonreí a Bethie, pero la tristeza de su rostro pálido me encogió el corazón. Bethie trató de sonreírme.
El camino descendía regularmente, en espiral, a lo largo de la pendiente del cañón, a veces abruptamente. Cuanto más avanzábamos, mejor me sentía, como si yo estuviese cerrando puertas a mis espaldas, y abriéndolas ante mí.
Poco después tropezamos con uno de esos milagros comunes en las regiones montañosas. Las nubes se abrieron de pronto descubriendo el sol de la tarde. Ante nosotros, casi amenazante, se alzó en la lejanía gris una inmensa montaña. Inundadas de luz, las vertientes parecían moverse hacia nosotros. Llovía aún, pero ahora en cortinas de abalorios de plata, y el vivido extremo de un arco iris derramaba su color sobre árboles y rocas desde un rincón del cielo.
Yo no miraba el camino. Miraba el esplendor y la gloria que se abrían a nuestro alrededor. De pronto Bethie gritó; yo volví los ojos al camino, y de la oscuridad y el alboroto que siguieron sólo recuerdo que pensé entonces en Bethie mientras el otro coche descendía desde las copas de unos árboles y chocaba contra nosotros de costado, a un metro de altura sobre el camino.
Pensé que yo estaba muerto. Temía abrir los ojos, pues sentía que la lluvia me golpeaba los párpados. Y de pronto respiré. Bien, yo estaba vivo. La hoja de un cu— chillo me desgarraba el pulmón izquierdo cada vez que respiraba.
Luego oí una voz.
—Alabados sean los Poderes. No están demasiado lastimados. ¡Pero oh, Valancy! ¿Qué dirá papá?
Era una voz joven y asustada.
—Tú lo has conocido más tiempo que yo —dijo otra voz de muchacha—. Puedes tener alguna idea.
—Nunca tuve un accidente antes, ni siquiera cuando he llevado el coche por el camino en vez de volar.
—Tengo la impresión de que te quedarás en tierra un buen tiempo —replicó la segunda voz—. Pero no es eso lo que me preocupa, Karen. ¿Cómo no supimos que venían? Siempre sentimos a los Extraños. Teníamos que haber sentido...
—Quod erat demostratum —dijo la voz—Karen.
—¿Quod erat demostratum?
—Sí. Si no los sentimos entonces no son Extraños... — Se oyó el sonido de un aliento retenido y luego—: ¿Qué he dicho, Valancy? ¿Te parece...? —Sentí un movimiento que se acercaba a mí y oí en seguida una suave respiración a mi lado—. ¿Pueden ser realmente dos más de nosotros? Oh, Valancy, tienen que pertenecer a la segunda generación... son de nuestra edad. ¿Cómo nos encontraron? ¿Quiénes de los Perdidos habrán sido sus padres?
Valancy parecía divertida.
—Son preguntas difíciles de contestar ahora, Karen. Será mejor que veamos qué podemos hacer. Mira, la chica está despertando.
Un gemido a mi lado terminó con mis disimulos. Traté de sentarme.
—Bethie... —comencé a decir, y todos los cuchillos me atravesaron el pecho. Bethie contestó a mi jadeo con un grito.
Yo tenía abiertos los ojos ahora. Mi pierna era un agónico y ardiente dolor en el fondo más lejano de mi conciencia. Apreté los dientes; Bethie se quejó de nuevo.
— ¡Ayúdenla, ayúdenla! —les rogué a las dos figuras que se inclinaban sobre nosotros mientras trataba de retener el aliento.
—Pero apenas está lastimada —dijo Karen—. Un chichón. Algunas cortaduras.
Hice un esfuerzo y me volví hacia un rostro claro y luminoso —el de Valancy— que me miraba con unos ojos profundos, desde muy cerca. Me sequé los labios y tartamudeé tontamente:
— ¡Ni siquiera está mojada con toda esta lluvia! Una sombra de consternación pasó sobre la cara de Valancy. Hubo una pausa mientras ella me miraba intensamente y luego dijo:
—Sus escudos no están activados, Karen. Será mejor que extendamos los nuestros.
—Muy bien, Valancy.
La enojosa humedad sibilante de la lluvia cesó de pronto.
— ¿Cómo está la muchacha?
—Debe de haber tenido un shock, o quizás hay algo interno.
Traté de darme vuelta para ver, pero el grito sollozante de Bethie me tendió otra vez de espaldas.
—Ayúdenla —gemí, buscando desesperadamente en mi memoria las palabras de mamá—. Es una... una Sensitiva.
— ¿Una Sensitiva? —las dos muchachas se miraron—. Entonces ¿por qué ella no...?
Valancy empezó a decir algo y luego se volvió rápidamente. Me cubrí los ojos con el brazo mientras escuchaba.
—Querida Bethie, atiéndeme. —La voz era cálida pero imperativa—. Voy a ayudarte. Te mostraré cómo.
Hubo un silencio. Una mano cálida tomó la mía y Karen se arrodilló a mi lado.
—Está entrando en ella —dijo—: En su mente. Le enseña cómo cerrarse. Es tan simple. ¿Cómo es que ella no sabía?
Oí una dulce exclamación de asombro de Bethie, que luego dijo:
— ¡Oh, gracias, Valancy!
Me alcé sobre un codo. Un fuego me quemaba de la cabeza a los pies, y me incliné sobre Bethie. Bethie me miraba, y en su rostro tranquilo había una felicidad que ninguna sonrisa hubiese podido expresar nunca. Nos miramos. Dos lágrimas nos asomaron a los ojos; luego ella dijo dulcemente:
—Cuéntales ahora, Peter. No podemos ir más lejos hasta que tú les cuentes.
Me acosté otra vez mirando el cielo de donde caían aún unas pocas gotas de lluvia, que no llegaban a nosotros. Sentí la tibieza de la mano de Karen y me estremecí. Si nos rechazaban... Pero no podían sacarnos lo que le habían dado a Bethie, aun si... Cerré los ojos y dije rápidamente:
—No somos del Pueblo... no del todo. Papá no era del Pueblo. Somos mestizos.
Hubo un silencio de estupefacción. — ¿Queréis decir que vuestra madre se casó con un Extraño? —Había asombro en la voz de Valancy—. ¿Que tú y Bethie sois...?
—Exactamente —respondí—. Y papá era el mejor... —me interrumpí sintiendo el borde afilado de mi dolor—. Los dos están muertos ahora. Mamá nos mandó aquí.
—Pero Bethie es una Sensitiva... —reflexionó Valancy.
Sí, y soy capaz de volar, y desplazar objetos en el aire y aun hacer fuego...
¡Entonces podemos] —Yo no entendí la emoción de la voz de Valancy—. Entonces... el Pueblo y los Extraños...pero es increíble que vosotros...
Hubo un silencio, y luego Bethie dijo con una voz trémula y asustada:
— ¿Nos van a rechazar?
Sentí que el dolor de la voz de Bethie me apretaba el corazón.
— ¡Rechazaros! ¡Oh, mis hermanos, mis hermanos! ¡Claro que no!
Valancy abrazó a Bethie y la mano de Karen se cerró sobre la mía. La tensión que yo había sentido en mí como un nudo apretado se disipó. Bethie y yo estábamos en casa. En seguida Valancy dijo vivamente:
—Bethie, ¿qué le pasa a Peter?
Bethie la miró sorprendida.
— ¿Cómo sabes su nombre? —En seguida sonrió—. Claro, lo leíste en mí.
Me tocó ligeramente el costado y las piernas. —Tienes lastimadas cuatro costillas. La pierna izquierda rota. Eso es casi todo. ¿Lo controlo?
— Sí —dijo Valancy—. Te ayudaré.
El dolor desapareció, adormecido bajo el calor persuasivo que me invadía mientras Bethie y Valancy entraban dulcemente en mí.
—Bien —dijo Valancy—. Es bueno dar la bienvenida a una Sensitiva. Karen y yo hacemos un poco este trabajo porque somos Videntes. Pero no tenemos una Sensitiva total en nuestro grupo.
— ¿Dijiste que sabes levantar cosas inanimadas? —No sé —dije—, no sé los nombres de muchas cosas. —No hagas ningún esfuerzo ahora. Casi nunca lo hacemos con gente. Pero si te quedas tranquilo, probaremos.
Me envolvieron en nuestras mantas, y poniéndome una mano bajo los hombros y otra bajo los talones me llevaron rápidamente entre los árboles seguidos por Bethie, tomada de la mano libre de Valancy.
Antes que llegáramos al patio, la puerta se abrió de par en par y una cálida luz dorada se derramó en la oscuridad. Las muchachas se detuvieron un momento en el porche y me dejaron entre las manos de dos hombres. En la pausa silenciosa que precedió a las preguntas y explicaciones sentí que Bethie tomaba aliento, profundamente, y se confundía con el Pueblo como una gota que cae en un río.
Pero cuando la luz se apagó otra vez para mí, mientras mi hambre y mi sed se apaciguaban al fin después de tanto tiempo, sentí que en mí había algo que no podía disolverse completamente —no, que no quería disolverse— en el seno del Pueblo.
Lea se escurrió en silencio hacia la puerta casi antes que Peter terminara de hablar. Estaba ya subiendo el camino empinado que remontaba el desfiladero cuando oyó a Karen que venía detrás de ella. Levitando y corriendo, Karen la alcanzó.
— ¡Lea! —llamó Karen, tomándola por el brazo. Con un movimiento del hombro, Lea evadió a Karen y sin palabras y sin aliento corrió camino arriba.
¡Lea! —Karen tomó a Lea por los dos hombros y la detuvo—. ¡Adonde vas!
¡Suéltame! —gritó Lea —. ¡Siempre persiguiéndome y espiándome! ¡Déjame!
Se retorció tratando de librarse de las manos de Karen.
—Lea, pienses lo que pienses, no es así. ¡Piense lo que piense! —Los ojos de Lea centellearon—. ¿No saben acaso lo que pienso? ¿No has escarbado bastante en todo ese barro y esa suciedad...? —Clavó las uñas en las manos de Karen—. ¡Suéltame!
¿Por qué te importa tanto, Lea? —La voz fría de Karen hurgaba sin misericordia—. ¿Por qué tiene que importarte? ¿Qué cambia para ti? Dejaste la vida hace mucho tiempo.
—La muerte... —Lea se quedó sin aire, sintiendo la polvorienta amargura de la palabra que había pensado tantas veces y que casi nunca había dicho—. La muerte es por lo menos algo privado, donde nadie anda metiendo las narices...
—¿Puedes estar tan segura? —dijo Karen con una voz tranquila—. De todos modos, créeme, Lea, no he mirado dentro de ti ni siquiera una vez. Por supuesto, podría haberlo hecho, y lo haré si es necesario, pero nunca sin que tú lo autorices, o por lo menos sin que lo sepas. Todo lo que aprendí de ti es por lo más exterior, lo que muestras a todos. Nada sé de tus pensamientos más secretos. Las gentes del Pueblo respetamos la intimidad. Los Poderes que tenemos son para curar, no para hacer daño. Podemos darte salud y vida, si tú lo aceptas. Pues verás, ¡hay consuelo en Galaad! No lo rechaces, Lea.
Las manos de Lea cayeron pesadamente. El cuerpo se le aflojó, poco a poco.
—Te escuché anoche —dijo, perpleja—. Escuché tu historia y no se me ocurrió que tú podrías... Quiero decir que no me pareció real y yo no sabía... —Dejó que Karen la ayudara a volverse en el camino—. Pero esta noche, cuando oí a Peter... No sé, me pareció que era cierto. Una no espera que un hombre se interese en cuentos de hadas. —Apretó de pronto el brazo de Karen—. Oh, Karen, ¿qué haré? Estoy tan confundida que no puedo...
—Bueno, lo más simple e inmediato es volver. Tenemos tiempo de escuchar otra historia y están esperándonos. Es el tumo de Melodye. Ella vio al Pueblo desde una perspectiva muy diferente.
De vuelta en la escuela, Lea se acomodó de nuevo en el rincón, sintiéndose bastante intimidada, aunque nadie se había vuelto hacia ella. Todos estaban muy ocupados reviviendo o comentando los días de Peter y Bethie. Melodye Anderson ocupó su sitio en el pupitre y la charla murió.
—Valancy está ayudándome —sonrió Melodye—. Elegimos juntas el tema, también. ¿Recuerdas? «Estoy en los umbrales de la muerte, y de qué me sirve ahora esta primogenitura? Y vendió la primogenitura por un poco de pan y potaje.» «Además, no podría evocar yo sola la historia. De modo que si nadie se opone habrá una pequeña pausa mientras tendemos nuestra red.
Melodye se aflojó visiblemente y Lea pudo sentir que una receptiva quietud se extendía hasta que todo el cuarto era corno la laguna, un espejo sereno, y entonces Melodye comenzó a hablar...
POTAJE
Al cabo de un tiempo una se cansa de enseñar. Bueno, no quizá de la enseñanza misma, un mal insidioso que se lleva en la sangre hasta la hora de la muerte. Pero un buen día una mira la hoja escrita que es necesario corregir o se oye a sí misma dando una respuesta a un niño y de pronto un gong golpea en el interior de la mente. Y cada eco de ese gong es un año de la propia vida, otra tropa de niños que pasa por nuestras manos, otra vuelta en una monótona máquina de moler. Se siente miedo entonces. El valor del trabajo no cuenta y la monotonía es como un gusto amargo en la boca.
A veces es posible calmar esta impresión saboreando ese precioso intervalo de seudolibertad entre el momento en que se recibe el contrato para el nuevo año y el momento de la firma. Es posible escapar entonces, pero —por algún motivo— no aprovechamos la ocasión.
Sin embargo, yo me escapé una primavera, abandoné la enseñanza. Decidí no firmar esa vez. Partí en persecución de algo. Excitación quizá, o un sueño maravilloso, un mundo nuevo, resplandeciente y magnífico, que debía de existir en alguna otra parte, pues yo no lo había encontrado aún. Quizás un lugar donde fuese posible empezar de nuevo y no encontrarse otra vez en el mismo horrible callejón sin salida. Abandoné, pues, el trabajo.
Pero en los últimos días de agosto sentí en mí un vacío mayor que el aburrimiento, mayor que la monotonía y la sed de libertad. Me pareció terrible estar a las puertas de setiembre y no preocuparse de que pocas semanas después —mañana— se abrirían las escuelas y sería el primer día de clase. Casi en el último minuto corrí a la agencia de empleos. Por supuesto, ya no podía volver a mi escuela, y además los años que yo había pasado allí eran un factor irritativo en muchos otros sitios.
— Bueno —me dijo el director de la agencia mirando las tarjetas de fin de año escolar, álgebra, economía doméstica, inglés —, siempre queda Bendo. —Hojeó una maltratada carpeta—. Siempre queda Bendo.
Advertí este énfasis, traté de entender su significado, y suspiré.
—¿Bendo?
—Escuela pequeña. Una sola aula. Aldea minera, hasta hace un tiempo por lo menos. Aldea fantasmal ahora. —El hombre suspiró cansadamente y se abandonó a las confidencias profesionales—. Gente fantasmal también. No conservan a una maestra más de un año. Sueldo bajo... vivienda... en la casa de alguien. Ninguna distracción organizada... ninguna vida social. La única población en ochenta kilómetros a la redonda. No hay cinematógrafo. Población escolar: diez niños este año.
— Se parece al pueblo de mi infancia —dije—. Pero había dos aulas en la escuela, y muchas distracciones.
—He estado en Bendo. —El director se reclinó en su silla, con las manos en la nuca—. Comunidad enferma. Gente desgraciada. Nada les interesa. Tienen una escuela sólo porque lo exige la ley. Respetuosos de las leyes al menos. Quizá no les interesa nada que esté fuera de la ley.
—Acepto el cargo —dije rápidamente antes de ponerme a analizar la impresión de que Bendo no era realmente un sitio adecuado para empezar de nuevo.
El director me miró con curiosidad.
—Si está usted pensando en encender la antorcha de las grandes reformas para que Bendo arda de entusiasmo, olvídelo. Muchas magníficas antorchas se han apagado allí.
—No tengo ninguna antorcha —dije—. Francamente, estoy harta de entusiasmos desbordantes, fiestas escolares y diversiones públicas. Bendo me descansará.
—De eso puede estar segura —dijo el director inclinándose otra vez sobre sus carpetas —. El presidente del consejo escolar es Saúl Diemus. Si usted no tiene coche, el único medio para llegar a Bendo es el autobús. Va una vez por semana.
Salí al sol de agosto después de esta entrevista. El calor era abrumador, y la frescura de la agencia se me evaporó de la piel casi con un siseo.
Caminé hasta la plaza y me senté en uno de los bancos de piedra que yo nunca había tenido tiempo de utilizar en mis días de estudiante. Miré la ventana de mi viejo dormitorio, y sentí una breve e intensa nostalgia, no sólo por los años que habían pasado y las esperanzas que habían muerto y los sueños que no se habían cumplido nunca, sino también por la magia especial que yo había encontrado en ese cuarto. Había sido una magia, una verdadera magia, y me había abierto tales perspectivas que durante un tiempo todo me pareció posible, todo realizable, si no para mí al menos para los otros, algún día. Aun ahora, luego de la dilución del tiempo, cuando yo ya no podía creer realmente en esa magia, me resistía a abandonar mi fe. Si esto fuera posible. Si esto por lo menos fuese posible.
Suspiré y me puse de pie. Supongo que todos viven alguna vez un momento mágico, y que todos creen que nadie puede vivir lo mismo. Pero mi momento era diferente. Ningún otro podía haber tenido la misma experiencia. Me reí. Basta de pasado y de sueños, me dije. Bendo y el trabajo me esperaban.
El autobús traqueteante levantaba unas pesadas nubes de polvo ocre que se alejaban como olas, y yo me llevé las palmas de las manos a la cara para respirar un poco de aire limpio. La arena que yo sentía en los dientes y que me invadía la ropa me era bastante familiar, pero yo esperaba que cuando llegáramos a Bendo habríamos dejado atrás esta llanura polvorienta encontrando un poco más de vegetación. Me moví en el asiento anguloso, preguntándome si habría sido diseñado para comodidad de alguien, y en ese momento el autobús frenó bruscamente proyectándome hacia adelante.
Esperamos a que las nubes de polvo levantadas por el autobús nos alcanzaran mientras el penúltimo pasajero, un indio viejo y arrugado, vestido con unas ropas brillantes parecidas a una túnica, recogía lentamente una gastada silla de montar y unos bultos de arpillera, y caminaba a pasos cortos por el pasillo y bajaba al camino desierto.
El motor rugió otra vez y nos alejamos dejando allá atrás una figura desolada en una extensión desolada. Me pregunté adonde iría el indio. Cuántos largos kilómetros lo separarían de su cabaña, en algún cañadón oculto o en un minúsculo oasis.
Corríamos ahora en línea recta hacia las montañas desnudas y rojas que se alzaban en el horizonte. La cinta rectilínea del camino se perdía en la distancia. Suspiré y me moví otra vez en el asiento y el rugido del motor y el cansancio que sentía en los huesos me hundieron en un somnoliento estupor.
Un cambio en el ronroneo del motor me despertó de pronto. Nos detuvimos otra vez, bruscamente. Miré por la ventanilla las nubes de polvo que descendían alrededor de nosotros y me pregunté a qué viajero podríamos recoger allí en medio de la nada. En ese momento se disolvió un telón de polvo y alcancé a leer:
OFICINA DE CORREOS DE BENDO Garaje y Estación de Servicio Mercería y Ferretería Periódicos
La inscripción cubría la fachada de un edificio golpeado por la intemperie, entre dos ruinas de piedras ennegrecidas por el humo. Luego de una inmensidad tan llana era realmente sorprendente ver esas piedras caídas que casi llegaban al camino y que alzaban al cielo sus bordes cubiertos de musgo.
—Bendo —dijo el conductor, desplegando las largas piernas e inclinándose para saltar del autobús—. Fin del viaje. Fin de la civilización, fin de todo.
Hizo una mueca y la máscara de polvo que le cubría el rostro se quebró en atractivas líneas de sonrisa.
Yo también sonreí.
—Pequeño, ¿no es cierto?
—Era más grande antes. Aunque de poco sirve eso ahora. Un verdadero centro minero en otro tiempo. —Mientras el hombre hablaba vislumbré unos edificios arruinados en las faldas de las colinas rocosas, sembradas de bloques de piedra—. Mi padre conoció el pueblo en su infancia. Hace mucho tiempo había agua aquí y el pueblo se alzaba en el recodo del rió.
— ¿Por eso se llama así?
—No sé. Quizás hubo alguien que se llamaba Bendo —gruñó el conductor mientras desataba las correas que sostenían mi equipaje en el techo del autobús.
— Oh, ¡hola! —gritó de pronto.
Me volví y me encontré con un hombre alto, corpulento... y viejo. Más viejo que su cara, de una vejez que no correspondía a sus años, pues era joven en realidad, casi tan joven como yo. Tenía una cara severa y triste, de rasgos inmóviles, y las manos tiesas, apretadas contra el pecho, sostenían un sombrero de fieltro.
En esa breve pausa, antes que el hombre me preguntase: — ¿La señorita Anderson? —me sentí como ante esa gente profundamente religiosa que no ve en Dios sino una entidad implacable y vengativa, irritada por la indignidad del hombre, y que espera un momento de descuido para golpearlo y abandonarlo en el pecado. Me pregunté por qué Dios se habría apoderado de él tan cruelmente. Me sorprendí respondiendo: —Sí. ¿Cómo está usted? —El hombre me tocó apenas la mano diciéndome: —Saúl Diemus —y volvió su atención hacia mis dos grandes valijas y mi fonógrafo.
El señor Diemus se alejó arrastrando los pies. Parecía que tenía pocas ganas de hablar y lo seguí sin decir nada. Yo no había esperado encontrarme con un comité de recepción, pero los niños tenían que haber cambiado mucho desde mi infancia, pues de otro modo la curiosidad por conocer a la nueva maestra debía de haber atraído por lo menos a un par de ellos. Nos alejamos en silencio de la carretera y de la oficina de correos y pronto doblamos la rocosa falda de una loma. Miré la otra orilla del cauce seco y la calle tortuosa: el barrio residencial de Bendo. Me detuve en el gastado puente de madera y miré alrededor atentamente. Bendo nunca sería para mí lo que era entonces. La familiaridad borraría algunos contornos y destacaría otros, y nunca vería el pueblo como cuando ignoraba quién vivía detrás de todas esas puertas desnudas.
Las casas estaban diseminadas en desorden por las faldas de las lomas y unos toscos escalones de piedra descendían hasta el camino que corría paralelamente al cauce seco del río. Eran realmente casas, y no cabañas, pero los años habían golpeado los muros despintados que se confundían ahora casi perfectamente con el escenario desértico. En todos los patios de delante crecían unas plantas, pero parecían haber sido sembradas tan tímidamente y florecían tan escondidas que podían haber sido muy bien macizos fortuitos de vegetación natural.
Ese culto del anonimato...
—La escuela...
Yo no había visto el rápido movimiento de la mano.
—¿Dónde?
Nada a mi alrededor se parecía a una escuela.
—En el codo del cauce.
Miré en la dirección que me indicaba el señor Diemus y vi de pronto, en la uniformidad del paisaje, un campanario que alcanzaba apenas la cima de la colina a la salida del pueblo, y un mástil al lado, fino como un lápiz. El señor Diemus se enderezó y dijo trabajosamente:
—La escuela está en el sitio más bonito de aquí. Hay un manantial y árboles... —Se quedó sin palabras y me miró como buscando algo que pudiese interesarme—. Tendrá usted diez niños, desde el primer grado elemental hasta el segundo año del bachillerato. Nadie sino usted mandará en la escuela. No tendrá que rendir cuentas a nadie. Tome las medidas que crea usted necesarias para asegurar la disciplina. No consentimos a nuestros niños. Enséñeles lo que deben saber. No canse a los padres con razones y explicaciones. La escuela es suya.
—Ya usted le gustaría librarse pronto de ella, y de mí también —le dije sonriendo.
El señor Diemus me miró sorprendido.
—La ley dice que es necesario instruirlos —replicó, poniéndose otra vez en marcha—. Instrúyalos entonces.
Lo seguí, sumisa, pensando con cierto malestar qué ocurriría si yo le preguntase por qué se odiaba a sí mismo, y por qué odiaba el mundo y aun —oh, apenas me atrevía a pensarlo— a los niños que yo iba a «instruir».
—Vivirá usted en mi casa —dijo el señor Diemus—. Nos sobra un cuarto.
Siguió un largo y penoso silencio, pero no se me ocurrió nada y callé. Pasé mi maleta de una mano a otra y clavé los ojos en el sendero donde las piedras sueltas y la grava protestaban con cada uno de nuestros pasos. Me pareció que el señor Diemus trataba de pisar ruidosamente. Pero a pesar del eco amplificado que venía de las lomas ninguna puerta se abrió, ninguna cara se apretó a una ventana, y sentí un verdadero alivio cuando oí de pronto el cloqueo feliz y descuidado de unas gallinas que rascaban en la arena dura.
Me acurruqué a oscuras en la cama estrecha tratando de calmar el malestar que sentía en el estómago. La comida no había sido mala —yo la había encontrado aceptable—, pero sí lúgubre. La tristeza parecía estar colgada en festones del cielo raso y el infortunio se había sentado casi visiblemente a la mesa.
Yo había tratado de decirme que me sentía desanimada por la fatiga del viaje, pero había mirado a mi alrededor y había visto una paciencia desesperanzada marcada en los rostros de los adultos y que comenzaba a asomar —débil, pero indiscutiblemente— en los rostros de los niños. Dos niños habían cenado con nosotros. Sarah, de nueve o diez años, y Matt, un adolescente, los dos demasiado silenciosos, demasiado formales, demasiado dueños de sí mismos, que no habían apartado los ojos del plato.
La comida me bajó al estómago en grandes bocados y allí luchó ásperamente con el café que llegó en largos tragos.
Habían pasado horas, penosas, interminables, y la comida se resistía aún a ser digerida.
Al día siguiente yo podría incorporarme a la rutina de la escuela, pues enseñar a los niños era enseñar a los niños, siempre, allí o en otra parte. Quizá pudiese entonces convencer a mi estómago de que todo estaba bien, y comenzar la tarea de deshelar a esos niños paralizados y artificiosos. Por supuesto, quizás eran pequeños demonios fuera de sus casas, como es a menudo el caso. De cualquier modo, yo sentía ya, afortunadamente, la emoción familiar de los primeros días de setiembre.
Me moví otra vez en la cama, y en seguida, endureciendo el cuello, alcé la cabeza de la almohada para oír mejor.
Era un murmullo, un siseo intermitente. Alguien susurraba en la habitación de al lado. Me senté y escuché sin vergüenza. Yo sabía que el cuarto de Sarah estaba junto al mío, ¿pero quién hablaba con ella? Al principio no alcancé a oír sino palabras truncas. Poco después se me agudizaron los oídos o las voces se hicieron más altas.
—... ¿y oíste tú cómo se reía? ¡Reírse así en la mesa! —Hubo un rápido murmullo y luego unas palabras a media voz—: Se le arrugaban los ojos y se reía.
—Las otras maestras se reían también.
La voz grave e insegura debía ser de Matt.
—Sí —murmuró Sarah—, pero sólo al principio. Oh, Matt. ¿Qué nos pasa? Las personas de los libros se divierten. Se ríen y corren y saltan, y hacen muchas cosas graciosas y nadie... —Sarah hizo una pausa, titubeando—. Nadie dice que es malo.
Son sólo historias —explicó Matt—. No es la vida real.
¡No lo creo! —exclamó Sarah—. Cuando crezca me iré de Bendo. Iré a ver...
¡Irte de Bendo! —interrumpió Matt con una voz dura—. ¿Separarte del Grupo?
No oí la réplica de Sarah, y sentí de pronto como si mi pie no hubiese encontrado un escalón. Y mientras trataba de recobrar el aliento, las visiones, los sonidos y olores del viejo dormitorio me abrumaron inundándome. Me dominé. No había sido más, sin duda, que un giro de lenguaje. Esta mísera y desolada tristeza no podía tener relación con aquella magia...
— ¿Dónde está Dorcas? —preguntó Sarah como si ya conociese la respuesta.
—Castigada. —La voz de Matt era dura, poco infantil—. Saltó.
—¡Saltó!
—Por encima de la baranda del porche. Hasta el camino. Papá la vio. Creo que lo hizo a propósito. —Matt hablaba ahora con una voz desafiante—. Algún día cuando yo crezca saltaré también, por encima de cualquier cosa, aun por encima de la casa. Delante de papá.
— ¡Oh, Matt! —El grito de Sarah había sido de horror y de admiración—. ¡No lo harás! No delante de papá.
—Sí, saltaré —replicó Matt—. Saltaré porque... —Se interrumpió bruscamente—. Sarah —continuó—, ¿me puedes decir por qué razón es malo saltar? No hace daño a nadie. No es feo. No hay ninguna ley...
— ¿Dónde está Dorcas? —La voz de Sarah era casi inaudible—. ¿En el sótano, de nuevo?
—Sí —dijo Matt—. En la oscuridad, a pan y agua. Para que se sienta como un animal perseguido. Un animal que los otros odian.
La voz amarga del niño subrayó las palabras.
—Ves —murmuró Sarah—. ¿Ves?
Hubo un silencio y luego oí una puerta que se cerraba suavemente y la leve vibración del piso cuando Matt pasó frente a mi cuarto. Me acosté de espaldas, con los ojos fijos en el techo. ¿Qué sombra pesaba sobre esta casa, esta comunidad? Niños asustados que murmuraban en la noche. Niños rebeldes encerrados en sótanos para que aprendieran cómo se sienten los animales perseguidos. Y un Grupo... No, era imposible. Sólo el recuerdo reciente de mis años de colegio podía haberme sugerido que esta pesada sombra era de algún modo el reverso de la moneda dorada que me había mostrado Karen.
Me sentí desfallecer cuando vi la escuela. Era una de esas monstruosidades de principios de siglo. Había sido construida para una población próspera, pero ahora todas las ventanas del piso superior estaban tapiadas con tablones y no se las utilizaba, aparentemente, desde hacía mucho tiempo. El piso bajo estaba vacío también, excepto dos habitaciones, pero era evidente que una sola hubiera bastado para el puñado de niños que esperaba en silencio junto a la puerta. No sólo el edificio había sido abandonado. El patio era una extensión vacía, de extremo a extremo, sin hierbas o árboles, o instalaciones de juegos. Había sin embargo un monte espeso detrás de la escuela, y un brillo de agua en el fondo del cañón.
¿No hay toboganes? —pregunté a los tres niños que me escoltaban—. ¿No hay columpios?
¡No! —exclamó Sarah con tristeza y sorpresa.
Matt le echó de reojo una mirada de advertencia. —No —dijo—, no nos hamacamos ni nos deslizamos por el tobogán. No nos columpiamos. Me sonrió débilmente.
— ¡Qué lástima! —dije —. ¿Se gastó todo? ¿La escuela no puede comprar otros aparatos?
—No nos hamacamos, no nos columpiamos, no jugamos en toboganes. —La sonrisa de Matt había desaparecido—. No nos interesa.
No hay nada tan categórico e incontestable como esta última afirmación, excusa de todo tipo de omisiones, pero yo nunca la había oído aplicada a juegos infantiles. No pude pensar en una respuesta más inteligente que «Oh», de modo que no dije nada.
Me sentí durante toda la semana como si estuviese vadeando un lago de jalea o tratara de alzar por encima de mi cabeza un enorme colchón de plumas. Recurrí a todas las estratagemas para despertar el interés de la clase, en cualquier cosa. Los niños eran corteses y sumisos, pero también apáticos, y de una resignada paciencia.
Al fin, poco antes de la hora de salida, el viernes, me incliné desesperada sobre el pupitre.
— ¿Nada os gusta? —imploré—. ¿Nada os divierte? Hubo un pesado silencio y Dorcas Diemus abrió la boca. Vi que Matt lanzaba un puntapié rápido y amenazante a la pata del pupitre. La niña cerró la boca.
—Yo creo que la escuela es divertida —dije—. Creo que podemos disfrutar de muchas cosas. Quiero que me gusten las clases, pero esto no es posible si no os gustan a vosotros.
—Aprendemos —dijo Dorcas rápidamente—. No somos estúpidos.
—Aprendéis —reconocí—. No sois estúpidos. ¿Pero a ninguno le gusta la escuela?
—A mí me gusta —cantó la vocecita de Martha, la más pequeña de mis alumnas—. ¡Es divertida!
—Gracias, Martha —dije—. Y a todos los demás —los miré poniendo cara de enojo— les gustará también, ¡aunque tenga que convencerlos a golpes!
Observé consternada que los niños se encogían en sus asientos y se miraban con miedo. Pero antes que yo pudiera dar una explicación, Matt se echó a reír y Dorcas lo imitó en seguida. Sonreí satisfecha al oír que las risas titubeantes y agudas se extendían por la sala, pero vi de pronto que Esther, una niña de diez años, se enjugaba las lágrimas con una mano temblorosa. Lágrimas... ¿de risa?
Aquella noche me volví y revolví en la cama, casi demasiado cansada para dormir, preocupada, pensando. ¿Qué había quebrado la vida de estas gentes? Eran sanos, eran hermosos —recordé la curva perfecta de la mejilla de Martha junto a la ventana, la gracia expresiva de las cejas de Dorcas—, tenían comida, ropa y casas adecuadas, y sin embargo, no eran lo que debían haber sido. Yo había visto más alegrías y placer y entusiasmo en niños nómadas que vivían en casas de cartón prensado y que se lavaban —cuando se lavaban— en los canales y comían cualquier cosa comestible, pero sonreían aun con eccemas o llagas en los labios.
¡En cambio estos niños sin vida...! Recé distraídamente y esa noche dormí mal.
Un mes después las cosas habían mejorado un poco, muy poco. Por lo menos había menos tensión en la clase. Y descubrí que no tenían prejuicios profundos contra las plantas, y cultivamos algunas en los alféizares anchos, brotes que traíamos del manantial o que crecían entre los árboles. Y en unas jarras guardamos pececitos del arroyo, y en una caja con barro, un sapo que sólo despertaba para comerse las hormigas que le llevábamos a la hora del almuerzo. Y cantábamos, en alta voz y con entusiasmo, y —milagro de milagros— sin una nota desentonada en toda la clase. Pero no cantábamos Subir, subir al cielo o ¿Te gusta subir en un columpio? Cuando yo entonaba estas canciones los niños enrojecían, inquietos, y bajaban los ojos.
Habíamos discutido a propósito de esa costumbre que tenían de arrastrar los pies.
—Levantad los pies, por favor —les dije irritada una mañana, ya harta del chu, chu, chu de las idas y venidas—. Parece que tuvierais pies de plomo.
Timmy, que estaba más animado esa mañana, se mordió cabizbajo una uña.
—No puedo —dijo—. No debo.
—¿No debes? —Olvidé momentáneamente la circunspección con que yo había tratado hasta entonces a estos niños asustadizos como ratones —. ¿Por qué no? No hay razón en el mundo que te impida caminar sin hacer ruido.
Matt miró tristemente a Miriam, mi única alumna de bachillerato. La niña apartó los ojos y se mordió los labios, perturbada. Al rato se volvió y dijo:
—Es la costumbre en Bendo.
—¿Arrastrar los pies? —Yo estaba a punto de perder la paciencia—. ¿Por qué motivo?
—Así lo hacemos todos en Bendo.
No había enojo en la defensa de la niña, sólo resignación.
— Quizá lo hagáis en vuestras casas —dije—, pero aquí en la escuela hay que levantar los pies. Además, hacéis mucho ruido.
—Pero es malo... —comenzó a decir Esther.
La mano de Matt la obligó a callar.
—El señor Diemus me dijo que en la escuela mando yo —continué—. Dijo que no molestara a vuestros padres con los problemas de la escuela. El problema ahora es que hacéis mucho ruido mientras otros tratan de trabajar. En el salón de clase, por lo menos, hay que caminar sin hacer ruido y levantando los pies.
Los niños consideraron solemnemente esta sugestión y se volvieron hacia Matt y hacia Miriam en busca de consejo. Los dos niños mayores asintieron y volvimos al trabajo. En los minutos siguientes vi con asombro cómo los niños iban inútilmente de un extremo a otro de la clase, levantando los pies, sonriéndose y mirándose a hurtadillas como si esos desplazamientos fuesen toda una aventura, algo difícil y delicioso a la vez. Yo estaba perpleja. Recordé entonces que no sólo los niños de Bendo arrastraban los pies sino también los adultos, como si temiesen perder contacto con la tierra, como si... Meneé la cabeza y continué mi lección.
Antes de mediodía, sin embargo, el interminable chu, chu, chu de los pies había empezado otra vez. El hábito dominaba a los niños. Clasifiqué mentalmente el sonido corno incurable y crónico, y no insistí.
Suspiré mientras observaba a los niños que salían para el almuerzo. Me había parecido al principio que aprovecharía ese lujo sin precedentes de una hora destinada al almuerzo para irse todos a sus casas. El campanario era visible desde la mayoría de las casas del pueblo. No obstante, los niños traían a la escuela unos emparedados secos y unas manzanas poco atractivas en apretados saquitos de papel. Al mediodía, sin decir una palabra, desaparecían con sus pasos arrastrados entre los árboles.
Todo es apagado aquí, pensé. Hasta el sol es débil cuando inunda las lomas y los cañadones. No hay alegría, no hay risas. No hay boberías infantiles, ni tonterías adolescentes. Sólo niños silenciosos y resignados.
No acostumbro espiar a mis alumnos, pero se me ocurrió que quizás estos niños eran diferentes cuando estaban lejos de mí y de sus padres. De modo que volví a las doce y media de un almuerzo adecuado, pero monótono, en casa de los Diemus, dejé atrás la escuela y me metí entre los árboles apartando con precaución los matorrales hasta que pude asomarme a una roca musgosa y mirar a los niños.
Algunos se habían tendido en la hierba escasa y corta, con las manos bajo las cabezas, mirando con ojos entornados el cielo brillante entre el follaje. Esther y la pequeña Martha buscaban semillas y les contaban los dientes. Sonreí recordando que yo había hecho lo mismo.
—Soñé anoche. —La afirmación de Dorcas fue como un desafío en el pesado silencio—. Soñé con la Morada.
Me sobresalté, y Martha gritó horrorizada:
— ¡Oh, Dorcas!
—No es nada malo —dijo Dorcas con las mejillas encendidas—. ¡Hubo una Morada! ¡Sí! ¡Sí! ¿Por qué no podemos hablar de la Morada?
Escuché ávidamente. Esto no podía ser una coincidencia, un Grupo y ahora la Morada. Tenía que haber alguna relación... Me apreté contra la roca rugosa.
¡Es una cosa mala! —gritó Esther—. ¡Te castigarán! Está prohibido hablar de la Morada.
¿Por qué? —preguntó Joel y pareció que lo pensaba por primera vez, como suele ocurrir a los trece años. Se sentó lentamente—. ¿Por qué está prohibido?
Hubo un silencio breve y tenso. —Yo también sueño a veces —dijo Matt—. Sueño con la Morada, y todo está bien entonces.
¿Quién no soñó? —preguntó Miriam—. Todos soñamos, ¿no es cierto? Aun nuestros padres. Cuando mamá ha soñado se le ve en los ojos.
¿Nadie se preguntó alguna vez por qué está prohibido? —insistió Joel—. Sólo nos dicen que es malo.
—Me parece que es una cosa de hace mucho tiempo —dijo Matt—. Algo que pasó cuando llegó el Grupo...
—No deben de ser sueños —declaró Miriam— porque yo no necesito estar dormida. Creo que son recuerdos.
— ¿Recuerdos? —preguntó Dorcas—. ¿Cómo podemos recordar algo que no conocimos?
—No sé —admitió Miriam—, pero me parece que es así.
—Yo recuerdo —dijo espontáneamente Thalita, que nunca decía nada espontáneamente.
—Cállate —murmuró Abie, la penúltima en edad, que hablaba siempre en un murmullo.
—Yo recuerdo —repitió Thalita, obstinada—. Recuerdo un vestido que era muy pequeño, y la mamá lo estiró para que fuera bastante largo y el vestido se quedó así. Después estiró la cintura para que fuese bastante grande y la niñita se lo puso y se fue volando.
—Bah —dijo Timmy, desdeñoso—. Yo recuerdo más. — Se le inmovilizó la cara y se le agrandaron los ojos—. La nave era alta como una montaña y la gente entró por la puerta que era alta, alta, y no tenía una escalera. Después aparecieron las estrellas grandes y brillantes, no pequeñitas como las de aquí.
— ¡La nave voló demasiado rápido! — Abie hablaba ahora, con una animación que yo no le conocía—. El aire calentó la nave y la niñita murió antes que los botes dejaran la nave.
El niño se encogió de pronto y se apoyó en Thalita, sollozando.
— ¡Ya veis! —Miriam alzó triunfante la barbilla—. To dos soñamos... Quiero decir, ¡todos recordamos!
—Creo que sí —dijo Matt—. Recuerdo. Es subir, Thalita, no volar. Subes y subes todo lo que quieras y nunca tienes que tocar el suelo. ¡Nunca!
Matt dio un puñetazo en el suelo rojo.
—Y también puedes bailar en el aire —suspiró Miriam—. Más libre que un pájaro, más liviano que...
Esther se puso rápidamente de pie, pálida, aterrorizada.
— ¡Basta! ¡Basta! ¡Es una cosa fea! ¡Es una cosa mala! ¡Se lo diré a papá! Está prohibido soñar, o volar, o bailar. ¡Os moriréis!
Joel se incorporó de un salto y apretó el brazo de Esther.
— ¿Podemos estar más muertos? —gritó sacudiéndola brutalmente—. ¿Llamas a esto estar vivo?
En seguida se encorvó temerosamente y dio algunos pasos en el claro, arrastrando los pies.
Regresé a la escuela corriendo como una posesa, parpadeando para enjugarme las lágrimas, sin querer reconocer que estaba llorando, llorando por esos pobres niños que buscaban desesperados algo que estaba dentro de ellos. ¿Por qué esa negación tan rigurosa? Si ellos eran lo que yo pensaba... Y tenían que serlo. ¡Tenían que serlo!
Tomé la cuerda de la campana y tiré con todas mis fuerzas. La campana se movió como de mala gana y llamó. La una, ¡la una!
Miré cómo volvían los niños con pasos arrastrados y lentos.
Aquella noche empecé una carta.
Querida, Karen:
Pues sí, luego de tantos años. ¡Oh, Karen! ¡He encontrado a otros! ¡Otros del Pueblo! ¿Recuerdas cómo deseabas saber si otros Grupos habían sobrevivido a la Travesía? Bueno, ¡encontré un Grupo entero! Pero es un Grupo enfermo y desgraciado. Se te haría pedazos el corazón, si los vieses. Si pudieses venir y ponerlos en el verdadero camino...
Dejé la pluma. Miré las líneas que yo había escrito y luego arrugué lentamente la hoja de papel. Éste era mi Grupo. Yo lo había encontrado. Sí, se lo diría a Karen, pero más tarde. Luego que... bueno, luego que yo tratara de ponerlos en el verdadero camino, a los niños por lo menos. Al fin y al cabo, yo sabía algo de sus posibilidades. ¿No me había hablado Karen secretamente en aquellas horas mágicas, en nuestro dormitorio, atraídas las dos por una mutua simpatía que parecía más fuerte que esos lazos que unen a las compañeras de cuarto, y no me había contado cosas que ningún extraño debía haber oído? Y cuando al fin yo se lo contara a Karen, y pusiera al Grupo en sus manos, quizá como un don precioso, entonces yo podría sentir que le devolvía algo de ese mundo maravilloso que ella me había abierto.
Sí, pensé tristemente, nada da una buena porción de confianza como una buena porción de ignorancia. Pero haré todo lo posible... desesperadamente. Quizá si puedo sacar de la prisión a algún otro, entonces mis propias barreras... Tiré la hoja de papel al cesto.
Pero pasaron varias semanas antes que me decidiese a mostrar a los niños, de una manera o de otra, que yo sabía algo de ellos. Era una situación tan extraordinaria, si yo no me había equivocado. Y si me había equivocado, ¿qué clase de locura sospecharían de mí?
Cuando al fin apreté los dientes y me juré a mí misma que haría algo, me temblaban las manos y el aliento se me había quedado en la garganta seca.
—Hoy —dije con un esfuerzo—, es viernes. —Los niños recibieron con un silencio caritativo esta sabia revelación—. Hemos trabajado durante toda la semana, de modo que hoy nos divertiremos. —Los niños se movieron en sus asientos, inquietos, contentos, y temerosos a la vez. Pobres niños, mis «diversiones» eran para ellos mucho más penosas que cualquier tarea escolar. Pero algunos aprendían ya a disfrutar de ellas. ¡Hasta la misma Martha había aprendido a saltar a la cuerda!
—Primero los monitores distribuirán las hojas de composición.
Esther y Abie corrieron de un lado a otro con los papeles, y los afilalápices trabajaron afanosamente. En esto los niños no se diferenciaban de otros y les sacaban punta a los lápices con el menor pretexto.
—Ahora —dije, y se me cerró la garganta—, vamos a escribir. —Esta obvia observación fue aceptada con indulgencia, aunque Miriam me miró sorprendida antes de inclinar la cabeza, de modo que el pelo le cayó sobre la cara—. Hoy quiero que todos escriban sobre lo mismo. Éste es el tema.
Aliviada, di la espalda a las miradas expectantes de los niños y escribí lentamente con letras mayúsculas:
RECUERDO LA MORADA Oí las respiraciones entrecortadas de Miriam y Thalita y luego el rápido susurro que informaba a Abie y a Martha. Oí el grito alborotado de Esther y me volví lentamente apoyándome en el pupitre.
—Hay tantos recuerdos hermosos de la Morada —dije en el tenso silencio—. Tantas cosas maravillosas. Y aun los recuerdos tristes son mejores que el olvido, pues la Morada es buena. Decidme lo que recordáis de la Morada. Joel y Matt se pusieron de pie simultáneamente.
¡No podemos!
¿Por qué no podemos? —gritó Dorcas—. ¿Por qué?
¡Es una cosa fea! —gritó Esther—. ¡Una cosa mala!
¡No es nada de eso! —chilló Abie—. ¡No es nada de eso!
—No podemos. —Miriam se recogió el pelo con unas manos temblorosas —. Está prohibido.
—Sentaos todos —dije dulcemente—. El día que llegué a Bendo el señor Diemus me dijo que os enseñara lo que fuese necesario. Tengo que enseñaros que recordar la Morada es una cosa buena.
¿Por qué entonces los mayores no piensan así? —preguntó Matt lentamente—. Nos dicen que no hablemos de eso. No hay que desobedecer a los padres.
Sí —admití—, es cierto, pero esto es también muy importante. Si os parece, lo guardaremos como un secreto entre nosotros. El señor Diemus me dijo que no los moleste con razones o explicaciones. Yo hablaré con vuestros padres cuando llegue la hora. —Hice una pausa para tomar aliento y desembarazarme de una visión en la que yo dejaba el pueblo envuelta en una nube de polvo seguida de cerca por una tropa de padres furiosos—. Bueno, a trabajar —dije bruscamente—. Recuerdo la Morada.
Hubo un pesado momento de indecisión, y contuve el aliento, preguntándome de qué lado se inclinaría la balanza. Y luego... Seguramente todos querían hablar y afirmar la maravilla del pasado, pues si no no hubiesen capitulado tan pronto. Las cabezas se inclinaron hacia adelante y los lápices corrieron sobre el papel. Sólo Martha se quedó cabizbaja y mirando la hoja con una expresión de tristeza.
—No conozco bastantes palabras —se quejó—. ¿Cómo se escribe toólas?
Y Abie borró trabajosamente hasta agujerear el papel y chupó otra vez la punta del lápiz.
— ¿Por qué tú y Abie no hacéis algunos dibujos? —sugerí—. Una pequeña historia con láminas y luego podríamos juntar las páginas como en un verdadero libro.
Miré al grupito silencioso y ocupado y sentí que se me doblaban las rodillas. Me sequé las palmas húmedas y me recliné en la silla. Advertí, lentamente, que había una nueva atmósfera en la sala de clase. La tensión intolerable, la contención inconsciente, esa prudencia, esa vigilancia, ese sentimiento de culpa provocado por el deseo de lo prohibido se habían desvanecido del todo.
Una oración de acción de gracias creció en mí. Se transformó rápidamente en un ruego de misericordia cuando entreví de pronto lo que podía ocurrirme si los padres me descubrían. ¿Cuánto duraban ya esta negación y este renunciamiento, esta ocultación y este miedo cuidadosamente alimentado? De acuerdo con lo que Karen me había dicho podían haber pasado más de cincuenta años, bastante como para marcar a tres generaciones.
Y allí estaba yo tratando de que las llamas consumiesen un pequeño mundo. Luego de esta oscura metáfora enderecé mis piernas débiles y me puse de pie. Caminé hacia arriba y abajo, entre los pupitres, sin que nadie me prestara atención, apartándome para dejar pasar a Joe que corría al estante en busca de más papel, inclinándome sobre Miriam y maravillándome de que ella hubiera empleado sus pasteles y de que una parte de su composición fuese en colores. Y los colores me hablaban de algo que el lápiz negro no podía expresar, aunque yo nunca había visto esas formas.
Los niños se fueron, felices y excitados, charlando y riéndose hasta que llegaron a los límites del patio de la es— cuela. Allí las risas y las sonrisas murieron, y las caras fueron otra vez graves, y los pies se arrastraron pesadamente. Suspiré y examiné las composiciones. Allí estaba el librito de Abie. Lo hojeé, tomé aliento y lo examiné atentamente.
¿Un niño había dibujado todo esto? Seis páginas, seis páginas acabadas que parecían de un adulto. Efectos de pastel que yo no había visto nunca, imágenes que contaban una historia claramente y en voz alta.
Estrellas que llameaban en un cielo negro, y la delgada aguja de una nave, como una nota en la oscuridad.
La vasta curvatura de la Tierra, verde y cubierta de nubes, sobre un fondo negro. Una línea rosa en el vientre de la nave: la fricción de la atmósfera. Toqué el resplandor con un dedo. Yo casi podía sentir el calor.
Dentro de la nave, dolor y sufrimiento, una lucha heroica, cuerpos amontonados y caras quemadas. Un niño en brazos de su madre. Luego un enjambre de diminutas formas afiladas que salían del vientre de la máquina. Y el último chillido de incandescencia mientras la nave se volatilizaba en el aire cada vez más denso.
Apoyé la cabeza en las manos y cerré los ojos. ¿Todo esto, todo esto en los sentimientos de una criatura? Pues Abie sabía. Conocía el calor, la lucha, la muerte y la huida. No era asombroso que Abie hubiese dibujado encorvado, murmurando entre dientes. La memoria racial era realmente una moneda de dos caras.
Sentí una dolorosa aprensión. Quizá me había equivocado al permitir que recordara tan vividamente. Quizá yo no hubiera debido...
Me volví a las hojas de Martha. Eran unos dibujos delicados, casi aracnoides, de un animalito velludo (¿toólas?) que anidaba en una hamaca suspendida, guardaba frutos en un cesto de hojas, y vivía en compañía de un pájaro. Un pájaro realmente de otro mundo. La mayor parte de la historia de Martha se me escapaba, pues en los niños de esta edad —más que en todos los otros— el arte es un movimiento de símbolos, y como no teníamos puntos comunes de referencia, había muchas cosas que yo no podía interpretar. Pero todo este librito era alegre y luminoso.
Y ahora, las historias...
Alcé la cabeza y parpadeé a la luz del sol poniente. Yo había leído todas las composiciones, excepto la de Esther. La escritura de Esther, confusa, de patas de mosca, me hizo advertir que caía la noche y descubrí que yo estaba temblando en el cuarto en sombras, y que la vieja estufa de leña se había apagado.
Guardé lentamente las hojas en el cajón de mi pupitre, titubeé y tomé la de Esther. La leería en mi cuarto. Me puse el abrigo y dejé la escuela pensando continuamente en las composiciones de los niños. Y de pronto tuve ganas de llorar, de llorar por las maravillas que eran ahora sólo un recuerdo. Por la herencia de talentos y dones que tenían estos niños, pero que no podían utilizar. Por los sueños realizados que les estaban vedados. Por la nostalgia que yo había descubierto en todas esas líneas escritas, la nostalgia de estos tristes exiliados alejados desde hacía tres generaciones de todo conocimiento material de la Morada.
Me detuve en el puente y me apoyé en la balaustrada envuelta en las primeras sombras de la noche. Sentí de pronto una creciente nostalgia. Así debía haber sido el mundo, así podía haber sido sólo si...
Cuando entré en la cocina, mis lágrimas eran ya algo tan secreto como las emociones de la señora Diemus, que alzó los ojos y me miró sin interés.
—Buenas noches —me dijo—. Le he guardado la cena.
— Gracias. —Me estremecí convulsivamente—. Hace frío.
Me senté aquella noche en el borde de la cama, dejando que el recuerdo de las composiciones me inundase, tratando de unir los fragmentos que hablaban de la Morada. Y comencé entonces a maravillarme. Los recuerdos de todos parecían ser tan felices... Timmy había escrito: La nave brillante alta como una montaña y más rápida que dos aviones, y Dorcas, sin preocuparse de la concordancia de los tiempos y como si el ayer no se distinguiese del hoy: Las flores eran como luces. Las noches no son muy oscuras porque las flores brillan mucho y cuando salía la luna los bréeos cantan y la música caía sobre uno como la lluvia, pero menos triste. Y las líneas anhelantes de Miriam: El día de la Reunión hubo una gran fiesta. Todos tenían hermosos trajes y las muchachas se habían puesto flahmens en el pelo. Las flahmens son flores, pero también buenas para comer. Y si una muchacha siente que le canta el corazón por un muchacho comen una flahmen juntos y ya no se separan nunca.
Si todos los recuerdos eran felices, ¿por qué los adultos los ahogaban con tanta dureza? ¿Por qué ese palio de infelicidad sobre todas las cosas? No es posible lamentar eternamente la pérdida de una nave. ¿Por qué un sótano para todos los niños desobedientes? ¿Por qué toda esa miseria y frustración si eran capaces de llevar a cabo la mitad por lo menos de lo que describían las composiciones —con términos técnicos que yo no entendía del todo— de Joel y Matt, y transformar a Bendo en un paraíso?
Tomé la hoja de Esther. Temía leerla. Mientras los otros escribían rápidamente Esther se había pasado casi todo el tiempo con la cabeza hundida en los brazos, cruzados sobre el pupitre. De cuando en cuando garrapateaba una línea o dos como si estuviese haciendo algo vergonzoso. Sólo ella, entre todos los niños, parecía no encontrar ningún consuelo en esos recuerdos.
Alisé la hoja en mi regazo.
Recuerdo, había escrito Esther. Teníamos sed. Había agua en el arroyo y estábamos escondidos entre las hierbas. No podíamos beber. Dispararían sus armas contra nosotros. El sol quemaba desde hacía tres días. La mujer gritó pidiendo agua y corrió al arroyo. Ellos dispararon. El agua se volvió roja, Las lágrimas de Esther habían arrugado el papel.
Encontraron a un bebe bajo un matorral. El hombre lo golpeó con la madera del fusil. Lo golpeó y lo golpeó. Como yo aplasto los escorpiones.
Nos atraparon y nos encerraron. Encendieron un fuego alrededor. «Vuelen», dijeron, «vuelen y sálvense». Volamos porque el fuego nos hacía daño. Ellos dispararon contra nosotros.
«Monstruos», gritaban, «monstruos malvados. La gente no vuela. La gente no mueve cosas. La gente se parece. Ustedes no son gente. Mueran, mueran, mueran».
Luego, en letras muy negras que habían roto el papel:
Si alguien descubre que no somos de la Tierra, moriremos.
No levantéis los pies del suelo.
Tristemente, dejé a un lado la hoja. La respuesta estaba ahí, sumando las confidencias de Karen a todo esto. Los náufragos que llegan a una isla y tropiezan con salvajes. Unos pocos sobreviven, adaptándose, suprimiendo y negando. Otra generación reniega de la Morada para asegurar la inmunidad presente y futura de los descendientes. Luego la generación siguiente duda e interroga, y se rebela.
Apagué la luz y me metí lentamente en la cama. Me quedé inmóvil, mirando la oscuridad, viendo la imagen que Esther había evocado. Al fin me abandoné al sueño.
—Que Dios la ayude —suspiré—. Que Dios nos ayude a todos.
Había pasado casi otra semana. Ordenamos el aula rápidamente, anticipándonos esta vez con alegría a la hora de las diversiones en vez de temerla. Sonreí al oír a mi alrededor esa algarabía, sintiendo que yo misma me animaba con la expectación de los niños. ¡Qué cambio se había operado en ellos desde aquella tarde! Ahora empezaban a parecerme verdaderos niños. Ahora empezaban a aceptarme. Tragué saliva. En cualquier momento me preguntarían: « ¿Cómo ocurrió? ¿Cómo lo sé?». Ahí estaban todos sentados, los nueve —faltaba Esther, la primera ausencia del año —, esperando con los ojos brillantes.
— ¿Podemos escribir otra vez? —Preguntó Sarah—. Recuerdo muchas otras cosas.
—No —dije—. Hoy no. —Las sonrisas murieron y un murmullo de protestas recorrió la clase—. Hoy veremos qué somos capaces de hacer, Joel. —Miré a Joel apretando los dientes—. Joel, dame el diccionario. —Joel empezó a ponerse de pie—. ¡Sin moverte de tu sitio!
Hubo un silencio de horror.
—Pero... —dijo Joel al fin—. ¡No puedo!
—Sí puedes —insistí—. Sí, puedes. Tráeme el diccionario. Aquí, a mi pupitre.
Joel se volvió y clavó los ojos en el viejo diccionario, del que se habían soltado las páginas 1965 a 1998.
— ¿Miriam? —dijo con una voz aguda.
Miriam meneó la cabeza y se hundió en su asiento, los ojos grandes y sombríos en la cara blanca.
—Puedes, Joel. —La voz de Miriam era apenas un soplo—. Es apenas más grande que...
Joel se tomó con las dos manos del borde del pupitre y la transpiración le cubrió la frente. Hubo un movimiento en el estante. Luego, como disparadas por un fusil, las páginas 1965 a 1998 volaron a mi pupitre y cayeron aleteando. Luego del primer momento de estupor todos nos reímos hasta las lágrimas.
— ¡Te has lucido, Joel! —gritó Matt—. Eso es lo que se llama una demostración de fuerza.
—Bueno, es un comienzo. —Joel sonrió débilmente—. Hazlo tú, si te parece tan fácil.
Matt sudó y se esforzó y al fin Joel trató de ayudarlo, pero sólo consiguieron que el libro resbalara hasta el borde del estante, donde se quedó oscilando peligrosamente.
Entonces Abie alzó tímidamente la mano.
—Yo puedo. Me alegró que mi niño silencioso se hubiese decidido a hablar, y al mismo tiempo fruncí el ceño al oír las risas protectoras de los mayores.
—Muy bien, Abie —le dije animándolo—. Les enseñarás cómo se hace.
El diccionario voló lentamente desde el estante y se posó sin hacer ruido en mi pupitre. Todos clavaron los ojos en Abie, que se retorció en su asiento.
—Los barquitos —dijo como si se defendiera—. Así salían de la nave. Así mismo.
Joel y Matt entornaron los ojos concentrándose y luego cambiaron unas miradas exasperadas.
—Claro, sí —dijo Matt—. Claro, sí.
El diccionario volvió al estante.
— ¡Eh! —protestó Timmy—. Me toca a mí. —Pobre diccionario —dije—. Es demasiado viejo para dar tantos saltos. Lleva las hojas sueltas al estante.
Timmy hizo volar las hojas.
Todos suspiraron y me miraron expectantes.
— ¿Miriam? —Miriam apretó las manos convulsiva mente—. Ven aquí —dije, sintiendo un escalofrío en la espalda—. Vuela hasta mí, Miriam.
Mirándome fijamente, Miriam salió de su asiento y se quedó de pie en el pasillo. Los pies se elevaron un poco del suelo y la falda se le movió en el aire. Lentamente al principio, y luego con más rapidez, Miriam vino hacia mí silenciosamente, flotando, hasta que al fin se precipitó en mis brazos y con un gemido entrecortado apoyó la cabeza en mi hombro. La aparté, estremeciéndome, y busqué mi pañuelo.
—Miriam, cuida a los otros —dije con una voz temblorosa—. Vuelvo en seguida.
Entré tambaleándome en el otro cuarto. Encogida entre aquellos objetos amontonados y cubiertos de polvo, lloré en silencio con la cara entre las manos. Lloré y lloré, pues al fin y al cabo... ¡al fin y al cabo!
Y entonces, de pronto, oí un ruido y el pánico me inundó paralizándome. Era un ruido de pisadas, muchas pisadas, que se acercaban a la escuela. Salté a la puerta y la abrí de par en par y vi que en ese mismo momento el señor Diemus, Esther y el padre de Esther, el señor Jonso, entraban en el aula.
En uno de esos relámpagos de claridad que se le graban a uno en la mente en una fracción de segundo vi a todos mis alumnos.
Joel y Matt se balanceaban en unas barras invisibles, y al subir rozaban el cielo raso con las cabezas. Abie se hamacaba en un columpio ausente, describiendo un arco de círculo en un rincón de la sala, tocando casi la chimenea de la vieja estufa, cantando:
— ¡Volar, volar al cielo!
¡No era la primera vez que los niños probaban sus alas! Unos libros flotaban sobre el círculo de Miriam y las otras niñas que se habían arrodillado en el suelo, y Timmy hacía volar a dos aeroplanos de papel en complicadas maniobras entre los bancos.
Me encontré con la mirada del señor Diemus y sentí que se me encogía el corazón. Esther ahogó un grito al ver a los niños, y las niñas volvieron hacia los intrusos unos rostros aterrorizados. Matt y Joel descendieron rápidamente y se pusieron de pie. Pero Abie, absorto en su juego, siguió hamacándose hasta que Thalita gritó, frenética:
—¡Abie!
Abie volvió bruscamente la cabeza, y descubrió al grupo que miraba desde el umbral. Con un grito de decepción, como si le hubiesen arrebatado un juguete favorito, se detuvo en medio del aire, apretando los puños. Luego, comprendiendo al fin, lanzó un grito, un verdadero aullido de terror, y subió rápidamente en una línea oblicua, tratando de escapar, chocó con el borde del armario alto donde se guardaban los mapas, dio media vuelta, y cayó.
Traté de alcanzarlo en el aire. Oh, corrí hacia él. Pero sólo alcancé a tomarle la manilla en el momento en que caía sobre la vieja estufa de leña. El cráneo de Abie chocó contra el borde de hierro labrado, y el ruido del golpe resonó en el silencio de la sala.
Enderecé cuidadosamente el cuerpecito sin atreverme a tocar la cabeza inerte. Nos arrodillamos, el señor Diemus y yo, y nos miramos por encima del cuerpo de Abie. El señor Diemus entreabrió los labios para decir algo, pero yo hablé antes.
— Si Abie muere —dije mordiendo con furia las palabras—, ¡usted lo habrá matado!
El señor Diemus abrió otra vez la boca, asombrado. —Yo... —comenzó a decir.
— ¡Metiéndose así en mi clase! —grité—. ¡Interrumpiendo el trabajo! ¡Asustando a los niños! La responsabilidad es toda suya, ¡toda suya!
Yo no era capaz de soportar sola todo el peso de la culpa. Tenía que compartirlo con alguien. Pero el fuego se apagó y acaricié la manita de Abie, estremeciéndome.
—Por favor, llamen a un médico. Quizás esté muñéndose.
—El más cercano vive en el paso Tortura —dijo el señor Diemus—. Cien kilómetros por la ruta.
— ¿Y en línea recta?
—Dos cadenas de montañas y una meseta desierta.
—Entonces... entonces...
Yo no soltaba la mano de Abie.
—Hay un médico de vacaciones en el rancho La Rodada —dijo Joel débilmente.
—Ve a buscarlo —dijo mirando fijamente a Joel—. Ve tan rápido como puedas.
Joel me miró sin aliento.
Bueno —dijo.
Seguramente tendrán caballos para volver —dije—. No te hagas notar demasiado.
—No.
Joel corrió hacia la puerta. Oímos el ruido de sus pasos hasta que llegó a la mitad del patio. Luego, silencio. Segundos más tarde, débilmente, el ruido de algo que golpeaba la arena del arroyo, al pie de la loma. Joel, evidentemente, no era capaz de volar mucho tiempo y se alejaba dando unos larguísimos saltos.
Los niños habían regresado a sus casas en silencio, ansiosamente, y luego de la llegada del médico habíamos improvisado unas parihuelas y habíamos llevado a Abie a casa de los Peters. Yo caminé junto a él, mirándole la carita apretada, tocándole de cuando en cuando el pecho como para estar segura de que todavía respiraba.
Y ahora... la espera.
Miré otra vez mi reloj. Lo había mirado hacía un minuto. Sesenta segundos si me guiaba por las manecillas, horas y horas si me guiaba por mi ansiedad.
—No será nada —murmuraba yo, para tranquilizarme—. El médico sabrá cómo curarlo.
El señor Diemus volvió hacia mí unos ojos oscuros e inexpresivos.
— ¿Por qué lo hizo? —me preguntó—. Habíamos borrado casi todos los recuerdos. Eramos ya casi libres.
—¿Libres de qué? —Tomé aliento—. ¿Por qué lo hicieron ustedes? ¿Por qué le negaron a los niños su herencia?
—No es asunto suyo.
—Todo lo que impide la felicidad de los niños es asunto mío. Todo lo que transforma a los niños en ratitas asustadas está mal. Es posible que yo haya abordado mal el problema; pero usted me dijo que les enseñara lo que era necesario enseñarles, y así lo hice.
—Les enseñó a desobedecer, a rebelarse, a desafiar a la autoridad.
—Me obedecían a mí —repliqué—. Aceptaban mi autoridad. No puedo reprocharles nada —confesé, con voz serena—. Se sintieron muy perturbados. Me dijeron que eso estaba mal, que les habían enseñado que estaba mal. Discutí con ellos. Pero, oh, señor Diemus. Bastaron unas pocas palabras para abrir la brecha en el dique. Nunca pusieron en duda mi conocimiento, no más que usted, señor Diemus. Todo esto, esta maravilla, les hervía adentro, quería liberarse. La rebelión estaba allí antes que yo llegara. No los incité a algo nuevo. Apuesto que ninguno de ellos, excepto quizá Esther, dejó de practicar una y otra vez, furtivamente y con vergüenza, las cosas que yo les permití, que yo les pedí que hicieran. Fue una iniquidad, una verdadera iniquidad, imponerles todas esas restricciones.
—Usted no entiende. —La cara del señor Diemus era de piedra—. No sabe usted todo...
— Sé bastante —dije—. Están ustedes obsesionados por los recuerdos de una época desgraciada. ¿Pero qué pueblo no tiene recuerdos semejantes en mayor o menos grado? Que esos recuerdos fueran en ustedes, y en los hijos de ustedes, más vividos, debiera haber sido una ayuda, no un impedimento. Podían haber encontrado ustedes muchas soluciones. Pero dejemos eso por ahora. ¿Qué hubieran podido obtener con este renunciamiento y esta resignación? ¿Acaso algo de mayor valor que to dos esos dones?
—No hay otro camino —dijo el señor Diemus—. La Tierra no nos acepta pero tenemos que quedarnos. Tenemos que adaptarnos...
Sí, por supuesto, tienen que adaptarse —dije—. Todos tienen que adaptarse cuando las sociedades cambian. Esperar por lo menos a que lleguen otros que puedan adaptarse mejor. Pero meterse en un agujero y ya no salir más... En fin, el otro Grupo...
¡El otro Grupo! —El señor Diemus empalideció y me miró con los ojos muy abiertos—. ¿Otro Grupo? ¿Hay acaso otros? —Se inclinó hacia adelante en su silla, con el cuerpo en tensión—. ¿Dónde? ¿Dónde?
La voz se le quebró en una nota aguda. Cerró los ojos y trató de dominarse. Le temblaban los labios.
La puerta del dormitorio se abrió y en el umbral apareció el doctor Curtís, con los hombros encorvados. Miró al señor Diemus y luego a mí.
—Tendría que estar en un hospital. Hay un hundimiento de la caja craneana y no sé qué otra cosa. Quizás una lesión en el cerebro. Necesitamos rayos X y... y... — Se pasó lentamente la mano por la cara joven y fatigada—. Francamente, no tengo bastante experiencia como para ocuparme de un caso semejante. Necesitamos especialistas. Si hubiera algún medio de transporte que no lo sacudiera demasiado...
Meneó la cabeza recordando la clase de terreno que se extendía entre nosotros y cualquier otro sitio y entró otra vez en el dormitorio.
— Se muere —dijo el señor Diemus—. Tenga usted razón o no, Abie se muere.
—Un momento. Un momento —dije vislumbrando algo—. Déjeme pensar. —Retrocedí rápidamente a mi dormitorio de estudiante, y al fin recordé.
— ¿Hay alguien en este grupo capaz de entrar en la mente de otro? —dije.
—No —contestó el señor Diemus—. Hubo alguien que pudo haber tenido ese Don, pero lo ha perdido.
— ¿Y algún comunicador? ¿Alguien capaz de enviar o recibir?
—No —dijo el señor Diemus, con la frente transpirada—. Hubo uno que pudo haber sido, pero...
— ¿Entiende ahora? —lo acusé—. Se han privado de todo eso, ¿y qué han obtenido en cambio? ¿Quiénes son los que hubieran podido? ¿Quiénes son?
—Yo —dijo el señor Diemus como si esa palabra tuviese un sabor amargo—. Yo y mi mujer.
Lo miré confundida, preguntándome si el entrenamiento sería un factor decisivo. ¿Qué podíamos hacer con lo que teníamos?
—Escúcheme —dije rápidamente—. Hay otro Grupo. Y ellos... ellos tienen... las Persuasiones y los Designios. Karen ha intentando encontrarlos a ustedes, encontrar a alguien del Pueblo. Me dijo... oh Señor, hace tantos años, espero que sea así aún. Me dijo que todas las noches llaman al Pueblo. Si nosotros podemos oírlo, si ustedes pueden oírlos y responder, los ayudarán. Sé que los ayudarán. Son mucho más rápidos que un automóvil, más rápidos que un aeroplano, más seguros que cualquier especialista...
—Pero si el doctor nos descubre... —dijo el señor Diemus con una voz asustada y temblorosa.
Me puse bruscamente de pie.
—Buenas noches, señor Diemus —dije volviéndome hacia la puerta—, y llámeme luego, cuando muera Abie.
La mano fría del señor Diemus me sacudió el brazo.
— ¡No entiende! —gritó—. Me enseñaron demasiado tiempo y con más fuerza que a estos niños. Nunca nos atrevimos a imaginar una rebelión. Ayúdeme. ¡Ayúdeme!
—Busque a su mujer —dije—. Búsquela y busque también a los padres de Abie. Llévelos al bosquecillo. No podemos hacer nada aquí en la casa. Ha asistido a demasiados renunciamientos.
Corrí y caí de rodillas en la sombra, entre los árboles.
—No sé qué hago —dije ocultando la cara en el hueco del brazo—. Tengo una idea, pero no sé. Ayúdanos. Guíanos.
Abrí los ojos cuando llegaban los otros cuatro.
—Le dijimos que salíamos un rato a rezar —murmuró el señor Diemus.
Y todos rezamos.
Luego el señor Diemus comenzó a llamar con las palabras que yo le dictaba, en silencio, pero tan intensamente que el sudor le bañó otra vez el rostro. Karen, Karen, ven al Pueblo, ven al Pueblo. Los otros tres, alrededor, apoyaban los esfuerzos del señor Diemus, sostenían su grito. Yo miraba las caras tensas, y la mía se me crispaba, y el tiempo pasó mientras trabajábamos.
Luego, lentamente, el señor Diemus respiró con más calma, se le distendió el rostro, y yo sentí como si algo pasara rozándome apenas el cerebro.
—Recuerda otra vez —murmuró la señora Diemus—. Ha encontrado el camino.
Y en el momento en que el último rayo de sol se reflejaba en el cuarzo de la cima de la loma, el señor Diemus extendió lentamente las manos y dijo con un alivio profundo:
—Ahí están.
Miré a mi alrededor, sobresaltada, casi esperando ver cómo Karen descendía entre los árboles. Pero el señor Diemus habló otra vez.
—Karen, necesitamos ayuda. Uno de nuestro Grupo se está muriendo. Ha venido un médico, un Extraño, pero no tiene el equipo ni la capacidad necesarios. ¿Qué hacemos?
Hubo una pausa y yo sentí poco a poco algo nuevo. No podía saber exactamente qué era. Algo que se desplegaba, que se abría. Una distensión. Las duras defensas de los adultos de Bendo se desvanecían poco a poco.
—Sí, Valancy —dijo el señor Diemus—. Es grave. No podemos ayudar porque...
La voz del señor Diemus se apagó temblorosamente. El mensaje continuó sin palabras y sentí otra vez miedo y desesperación.
—Os esperamos entonces —dijo el señor Diemus—. Conocéis el camino.
Se volvió hacia nosotros y vi en la oscuridad de los árboles la mancha pálida del rostro.
—Vienen —dijo y parecía sorprendido—. Karen y Valancy. Están tan contentas por habernos encontrado. —Se le quebró la voz—. No estamos solos...
Me alejé mientras las dos parejas se perdían en la oscuridad. Yo, de algún modo, las había alejado de mí.
Regresé a la casa sintiéndome realmente sola.
Descendieron en la oscuridad del crepúsculo... los cuatro. Durante un breve instante me asombró ser capaz de estar ahí, tranquilamente, mirando cómo cuatro adultos descendían del cielo. Los cabellos arreglados, las ropas limpias sin huellas del viaje. Y yo sabía que hacía un momento habían estado a centenares de kilómetros sin conocer siquiera la existencia de Bendo. Pero toda impresión de extrañeza desapareció cuando Karen me abrazó con alegría.
—Oh, Melodye —dijo—, ¡eres tú! El señor Diemus me lo había dicho, pero yo no estaba segura. ¡Oh, es tan bueno verte otra vez! ¿Quién le debe carta a quién?
Karen se rió y se volvió hacia las otras tres figuras sonrientes.
—Valancy, la Vieja de nuestro Grupo. —La cara radiante de Valancy mostraba que el título de Vieja no tenía relación con la edad—. Bethie, nuestra Sensitiva. —La muchachita rubia y delgada inclinó tímidamente la cabeza—. Y mi hermano Jemmy. Valancy es su mujer.
—El señor Diemus, la señora Diemus —dije—. Y el señor y la señora Peters, los padres de Abie. Abie es nuestro enfermo, mi pequeño alumno.
Me sentí angustiada de pronto pensando hasta qué punto yo estaba lejos de la escuela en aquel momento. ¡Cómo me había apartado de la rutina diaria!
— ¿Qué hacemos con el doctor? —pregunté—. ¿Tendremos que decírselo?
—Sí —dijo Valancy—. Podemos ayudarlo, pero no hacer el trabajo. ¿Es un hombre digno de confianza?
Titubeé recordando las pocas veces que yo lo había visto.
—Yo... —comencé a decir.
—Perdóname —dijo Karen—. Quise ahorrar tiempo. Entré en ti. Ya sabemos lo que sabes de él. Confiaremos en el doctor Curtis.
Sentí que un raro escalofrío me subía por la espalda. ¿Era posible que me hubieran leído tan rápidamente el pensamiento? ¡Hasta el nombre del doctor!
Bethie se movió nerviosamente y miró a Valancy.
—Pronto tendrá convulsiones. Hay que darse prisa.
— ¿Estás segura de haber visto bien? —preguntó Valancy.
—Sí —murmuró Bethie—. Si ahora conseguimos que el doctor... Si quisiera seguir...
— ¿Seguir qué?
La voz profunda del médico nos sobresaltó a todos cuando apareció en la puerta del porche.
Aterrorizada por las dificultades de la tarea que nos habíamos impuesto, miré a Valancy y a Karen preguntándome cómo convencerían al doctor. No dijeron nada. Miraron al médico, y durante un rato los dos contuvieron el aliento. La luz de la puerta iluminó el rostro sorprendido del doctor, que se volvió hacia Valancy. Se pasó la mano por la cara, estupefacto, y al cabo de un momento me miró.
— ¿La ha oído usted?
—No —admití—. No hablaba conmigo.
¿Conoce usted a esta gente?
¡Oh, sí! —exclamé, deseando apasionadamente que fuese cierto—. ¡Oh, sí!
— ¿Y cree en ellos? —También.
—Pero ella me dijo que Bethie... ¿Quién es Bethie?
El médico miró alrededor.
—Ella es Bethie —dijo Karen señalando a Bethie con un movimiento de cabeza.
—¿Ella?
El doctor Curtis miró atentamente la cara tímida y hermosa. Meneó un rato la cabeza y se volvió otra vez hacia mí.
—En fin. Valancy me dice que Bethie puede descubrir en qué estado se encuentran todas las partes del cuerpo de Abie y que es capaz de localizar las heridas sin rayos X. ¡Sin equipo!
—Sí, es cierto —asentí—. Si ellas lo dicen.
¿Y está usted dispuesta a arriesgar la vida de un niño...?
Sí. Ellas saben. Saben realmente. Y yo tragué saliva tratando de reprimir esa duda que me apretaba el pecho.
— ¿Cree usted que son capaces de ver a través de la carne y los huesos?
—Quizá no se trate de ver —dije sorprendida ante mis propias palabras —. Sino de saber con un conocimiento firme y completo.
Miré asombrada a Karen, que me respondió con un movimiento de cabeza casi imperceptible. Sí, mis palabras nacían en ella.
El doctor Curtís se volvió hacia los padres de Abie.
¿Y están decididos a confiar en estas gentes?
Son nuestro Pueblo —dijo el señor Peters con un orgullo sereno—. Yo mismo lo operaría con una zapa si ellos me dijeran que es necesario.
—Oh, nunca me he encontrado con nada más insensato... —El doctor se pasó otra vez la mano por la cara—. Necesitaba de veras unas vacaciones, pero esto es ridículo.
Todos nos quedamos escuchando el silencio de la noche, y yo por lo menos traté de oír los latidos de los corazones ansiosos hasta que el doctor suspiró pesadamente.
— Muy bien, Valancy. No creo una sola palabra. Por lo menos no debiera creerlo, si no he perdido todavía el juicio. Pero ha empleado usted términos científicos exactos, como si algo supiese... Bueno, habrá que hacerlo. La alternativa es dejarlo morir. Dios se apiade de nosotros.
No pude soportar la idea de encerrarme en mí misma, y encontrarme allí con mis temores sombríos, de modo que caminé hasta la escuela, apretándome el abrigo, demasiado liviano para protegerme del frío repentino de la noche. Llegué al bosquecillo, rezando en silencio, y seguí hacia la escuela. Pero no fui capaz de entrar. Los reflejos pálidos de las ventanas me estremecieron y volví otra vez al bosque. No había allí tiempo, ni direcciones, ni luz, ni nada conocido. Sólo una nube confusa de ansiedad y un cansancio final y helado que me arrastró de vuelta a la casa de Abie.
Entré en la cocina luego de haber buscado un rato el picaporte con manos entumecidas. Me dejé caer en una silla inclinándome hacia la estufa de leña que brillaba en la penumbra con una cálida luz roja, y me froté los dedos insensibles.
Sentí que el calor me entraba en el cuerpo y empezaba a adormecerme cuando de pronto alguien entró y dio un portazo. El doctor Curtis se apoyó de espaldas en la puerta, con la mano aún en el picaporte.
—¿Sabe usted qué hicieron? —exclamó como si se hablara a sí mismo—. ¿Qué me obligaron a hacer? Oh, Señor. —Se acercó a la estufa y tropezó con mis piernas. Se sentó en el suelo junto a mí tomándose la cabeza entre las manos—. Me obligaron a que le operara el cerebro. Tuve que repararlo. Encontrar los circuitos nerviosos y reconstruirlos. ¡Nadie puede hacerlo! Los daños en el cerebro son irreparables. No es posible restablecer circuitos destruidos. Pero yo lo hice. ¡Lo hice!
Me arrodillé junto a él y lo abracé tratando de consolarlo.
—Bueno, bueno —le dije.
El doctor se apretó a mí como un niño aterrorizado.
— ¡Sin anestesia! —gritó—. ¡Sin hemorragia! Ellos la pararon. ¡Las cosas imposibles que hice con esos pocos instrumentos! Y el cerebro comenzó a curarse allí mismo ante mis ojos. Nada era como debía ser.
—Pero nada estuvo mal hecho —murmuré—. Abie se recuperará, ¿no es así?
— ¿Cómo puedo saberlo? —gritó el doctor Curtis de pronto, apartándose—. Nunca vi nada parecido. Le reconstruí el cerebro y el niño respira todavía, ¿pero cómo puedo saber?
—Bueno, bueno —lo calmé—. Todo ha terminado ahora.
— ¡Nunca terminará! —El doctor trató de serenarse y los dos nos ayudamos a ponernos de pie—. Una cosa como ésta no se olvida en toda la vida.
—Podemos ayudarle a olvidar si usted quiere —dijo Valancy dulcemente desde la puerta—. Podemos devolverlo a La Rodada y no recordará nada de esta noche, excepto que hizo una visita agradable a Bendo.
— ¿Pueden? —El doctor volvió hacia Valancy una mirada interrogativa—. Pueden —admitió.
— ¿Quiere usted olvidar? —preguntó Valancy. —Por supuesto que no —dijo el médico secamente, y añadió en seguida—: Perdón, pero no estoy acostumbrado a hacer milagros en el desierto. Aunque si lo logré una vez, quizá...
— ¿Ha entendido usted entonces? —preguntó Valancy sonriendo.
—Bueno, no, pero si lo he hecho... si ustedes quisieran... Tiene que haber algún modo...
—Sí —dijo Valancy—. Pero tendría usted que trabajar con una Sensitiva, y Bethie es todo lo que tenemos ahora.
— ¿Entonces es cierto lo que he visto, lo que ustedes me dijeron acerca de la Morada? ¿Son ustedes extraterrestres?
—Sí —suspiró Valancy—. Por lo menos nuestros abuelos lo eran. —Sonrió—. Pero estamos aprendiendo a adaptarnos a este mundo. Algún día... algún día seremos capaces... —Cambió bruscamente de tema—. Usted comprende, por supuesto, doctor Curtís, que preferimos que no hable usted con nadie de Bendo o de nosotros. Tenemos que ser común para los Extraños.
El doctor rió brevemente.
— ¿Alguien me creería si hablase?
—Quizá no, quizá sí —dijo Valancy—. Quizá lo suficiente como para que la gente empezara a curiosear. Y eso ya sería demasiado. Estamos aquí en una situación precaria y tardaremos mucho en borrar...
Valancy calló, y comprendí que había elegido el camino de los pensamientos para informar al doctor acerca de los problemas locales. ¿Cuánto tiempo dura un pensamiento? ¿Cuánto tiempo se necesita para pensar en el infierno y en el cielo? Pasó ese tiempo y luego el doctor parpadeó y suspiró.
—Sí —dijo—, tardarán mucho.
— Si quiere —dijo Valancy—, puedo bloquear en usted la capacidad de hablar de nosotros.
—No es necesario —replicó el doctor—. Puedo censurarme yo solo, gracias. Valancy enrojeció.
—Perdón. No tuve intención de molestarlo.
—No es nada —dijo el médico—. Estoy un poco nervioso esta noche. Qué día, Señor.
— ¿No es cierto? —comenté sonriendo.
En seguida, asombrada, sentí que las lágrimas me corrían por las mejillas y me las sequé con el dorso de la mano. Reí, embarazada, sin poder contenerme. La risa se convirtió pronto en sollozos y me avergonzó de veras oírme llorar como un niño. Tomé las manos fuertes de Valancy hasta que de pronto me deslicé en una oscuridad bienvenida y cálida donde ya no había pensamientos, ni temor ni necesidad de creer en nada desagradable, sino sólo sueño.
Fue un año mágico que pasó aleteando rápidamente, y los días feriados desfilaron como postes de telégrafo a lo largo de una vía férrea. La Navidad fue particularmente mágica, pues mis ángeles volaban realmente y la gloria brillaba también alrededor, y las niñas habían tejido las vestiduras angélicas con rayos de sol. Y Rudolph, el reno de nariz roja, con cuernos de cartón que no querían sostenerse derechos, caminó realmente y dio una vuelta por el cuarto. Y cuando nuestra María y nuestro José se inclinaron en éxtasis sobre la cuna, con caras serias y atentas al milagro, sentí de pronto que veían realmente, que se arrodillaban realmente junto a la cuna de Belén. Los meses volaron y Bendo floreció maravillosamente. Hubo risas y bromas y hasta las casas se adornaron con colores sutiles. La vegetación creció donde antes sólo había rocas, y en el cauce seco apareció un tímido hilo de agua. Me explicaron que no era posible apresurarse, pues a la gente le parecería muy raro que el arroyo reapareciese de la noche a la mañana. Aun los toscos escalones que llevaban a las casas se cubrieron de vegetación, pues se los usaba muy poco ahora, y yo ya estaba acostumbrada a ver que los niños llegaban a la escuela como una bandada de pájaros brillantes jugando entre las copas de los árboles. Yo me había adaptado con asombrosa facilidad a todas las cosas increíbles que el Pueblo hacía a mi alrededor, y me alegraba que me hubiesen aceptado de un modo tan completo. Pero sentía siempre que se me encogía el corazón cuando los niños me escoltaban a la salida de la escuela, pues entonces tenían que caminar.
Sin embargo, todas las cosas tienen un fin, y una tarde de mayo me quedé mirando el cajón superior de mi pupitre, el único que no había limpiado aún, preguntándome qué haría con todas las cosas inútiles que yo había acumulado. Pero yo no miraba realmente el contenido del cajón. Un fatigado vacío me doblaba los hombros y me pesaba en la mente.
—No es justo —murmuré en voz alta— mostrarme el cielo y luego arrebatármelo.
—Algo parecido le ocurrió a Moisés, ¿no es cierto?
Me sobresalté bruscamente volcando la caja que tenía en la mano y desparramando por el suelo unos broches de papel y unas tachuelas.
— ¡Bueno, qué sorpresa! —exclamé enderezando la caja—. ¡Doctor Curtis! ¿Qué hace usted por aquí?
—De regreso en la escena del crimen. —El doctor sonrió y atravesó el umbral—. No podía dejar de pensar en Abie. No podía creer que hubiera sobrevivido a... llamémosle ese trabajo de reparación. Tuve que venir a verlo, y lo haré cada vez que pase por aquí cerca.
—Pero está curado.
—Totalmente. Tuve que pescarlo en la copa de un árbol para examinarlo. —El doctor se encogió dramáticamente de hombros y se rió—. ¡Cuando vi cómo bajaba se me heló la sangre! Pero apenas se le ven las cicatrices.
—Sí —dije recogiendo una tachuela y pinchándome el dedo—. Lo miré anoche. Me voy mañana, ¿sabe usted? — Me observé atentamente las manos—. Aún me falta arreglar esto.
—Es difícil, ¿no es verdad? —dijo el doctor, y los dos supimos que no hablaba de arreglos.
—Sí —dije serenamente—. Muy difícil. La Tierra me pesa cada día más.
—Yo también advierto eso desde hace un tiempo. Pero usted tiene por lo menos la satisfacción de...
Me moví, incómoda, y me reí.
—Bueno, dicen que quienes saben hacen, y quienes no saben enseñan.
— ¡Hum! —dijo el doctor no muy convencido. Sentí que me miraba, y dando media vuelta me puse a buscar una caja mejor para guardar los broches.
La voz del doctor me llegó desde las cercanías de la ventana.
— ¿Asistirá a algún curso de verano?
—No —dije prudentemente—. No. Juré al graduarme que para mí se habían terminado los estudios. Al menos esos de venga—todos—los—días—y—aprenda algo.
¡Hum! —Había diversión en la voz del doctor—. Lástima. Yo seguiré un curso este verano. Pensé que quizás a usted le gustaría ir también.
¿Dónde? —le pregunté sorprendida, mirándolo al fin.
—Cursos de verano de Cougar Canyon —dijo el doctor sonriendo—. Muy privados, por cierto.
— ¡Cougar Canyon! Pero si ahí es donde Karen... —Exactamente —dijo el doctor—. Ahí es donde vive el otro Grupo. Vengo de allá. Karen y Valancy quieren que vayamos los dos. ¿Se opone usted a ser sujeto de una experiencia?
—No, por supuesto —exclamé, y añadí en seguida prudentemente—: ¿Qué experiencia?
Unos cerebros seccionados desfilaron ante mis ojos.
El doctor se rió.
—Nada tan espantoso como usted se imagina, quizá. — Se sentó en mi pupitre, serio otra vez—. He estado en Cougar Canyon un par de veces tratando de descubrir de qué modo podría yo utilizar a Bethie cuando me encontrase con un caso como el de Abie. Valancy y Karen desearían entrenar a Extraños —el doctor torció la boca—, es decir desearían entrenarnos a nosotros y ver hasta qué punto pueden transmitirnos sus Dones mediante ejercicios repetidos. Sabe usted que Bethie es en parte una Extraña. Sólo la madre era del Pueblo.
El doctor me observaba con atención.
—Sí dije distraídamente, sintiendo que la cabeza me daba vueltas y vueltas—. Karen me lo contó.
—Bueno, ¿quiere probar? ¿Quiere ir?
— ¡Si yo quiero ir! —grité, metiendo de prisa los broches en una caja de bandas de goma—. ¿Cuándo salimos? ¿Dentro de media hora? ¿Dentro de diez minutos? ¿Dejó el motor del auto encendido?
El doctor me tomó por los brazos y me miró gravemente a los ojos.
—No creo que debamos hacernos muchas ilusiones —dijo serenamente—. No me sorprendería que esos conocimientos no puedan transmitirse...
Lo miré también gravemente sintiendo un nudo en el corazón.
—Escúcheme —dije lentamente—, si usted tuviese hambre, un hambre insaciable, atroz, y ningún dinero, y se encontrase de pronto ante el escaparate de una panadería, ¿qué haría usted? ¿Volverse de espaldas? ¿O apretaría la nariz contra el vidrio para regalarse por lo menos los ojos? Sé lo que haría yo.
Busqué mi chaqueta.
—Además, nunca se sabe —continué—. La puerta de la panadería puede entreabrirse quizás... algún día...
—Me gustaría hablar con ella un minuto —le dijo Lea a Karen cuando los murmullos de la gente se apagaron del todo—. ¿Puedo?
Claro, sí —dijo Karen—. Melodye, ¿tienes un minuto?
¡Oh, Karen! —Melodye retrocedió entre las filas de pupitres hasta el rincón de Lea—. ¡Fue maravilloso! Sentí que lo vivía todo como la primera vez, sólo que de algún modo yo sabía lo que iba a venir. Pero aun así se me heló la sangre cuando Abie... —Se estremeció—. ¡Señor! ¡Qué día aquél!
—Melodye —dijo Karen—, ésta es Lea. Quiere hablar contigo.
—Hola, amiga Extraña —sonrió Melodye—. He estado esperando el momento de conocerte.
— ¿Cree usted...? —Lea titubeó—. ¿Todo eso ocurrió de veras?
—Por supuesto —dijo Melodye—. Puedo mostrarte mis cicatrices, mentales, claro, del tiempo en que trataba de aprender a levitar. —Se rió—. No necesitas explicarme tus dudas. Hay momentos en la madrugada en que yo tampoco puedo creerlo. —Se puso seria—. Pero es cierto. El Pueblo es el Pueblo.
—Y aunque una no pertenezca al Pueblo —Lea titubeó—, ¿pueden ellos... pueden ellos ayudar de algún modo? No me refiero a algo roto, a nada visible...
Lea se sintió de pronto avergonzada y al descubierto, como si la hubieran sorprendido tendiendo una negra hilera de pecados al sol de la mañana. Apartó los ojos.
—Pueden ayudar. —Melodye tocó levemente el hombro de Lea—. Y ellos nunca juzgan, Lea. Arreglan lo que es necesario arreglar y dejan que Dios juzgue.
Melodye se alejó.
— Quizá —se quejó Lea— si yo hubiese cometido enormes pecados tendría algo grande que hacerme perdonar y empezar así de nuevo, pero todas esas naditas tontas...
—Todas esas naditas tontas que juntas hacen una terrible desesperación —dijo Karen—. Y qué es la desesperación sino estar separado de la Presencia...
—Entonces el Pueblo cree que hay...
—Quizás hayamos perdido nuestra Morada —dijo Karen con firmeza—, y todos nosotros somos exiliados si quieres mirarlo así, pero no hay una galaxia suficientemente vasta para separarnos de la Presencia.
Más tarde, esa noche Lea se sentó de pronto en la cama. — ¿Karen?
—¿Sí? —La voz de Karen llegó inmediatamente desde la oscuridad aunque Lea sabía que ella estaba abajo en el vestíbulo.
—¿Estás todavía protegiéndome... de lo que sea?
—No —dijo Karen—. Quité las defensas esta mañana.
—Eso me pareció. —Lea aspiró una trémula bocanada de aire—. Ha desaparecido del todo, como si nunca hubiese existido, pero no sé todavía dónde estoy o adonde voy. Espero y nada más. Y si espero bastante volverá de nuevo, estoy segura. Karen, ¿qué puedo hacer para... no estar donde estoy ahora cuando el dolor vuelva?
—Ya estás trabajando en eso ahora —dijo Karen—. Y si el dolor vuelve, aquí estamos para ayudarte. Nunca será tan impenetrable como antes.
— ¿Cómo es posible? —murmuró Lea—. ¿Cómo es posible que yo haya pasado por algo tan negro y haya sobrevivido? ¿Cómo puede repetirse otra vez? —Lea se tendió de nuevo en la cama, suspirando. Al cabo de un rato llamó, somnolienta—: ¿Karen?
—¿Sí?
¿Quién era ese hombre de la laguna?
¿No lo sabes? —La voz de Karen sonreía—. ¿No has mirado alrededor?
¿De qué me hubiera servido? No puedo recordar cómo era. Hace tanto tiempo que no presto atención a nada... y además ese desmayo. Pero me trajo de vuelta a la casa, ¿no es así? Tienes que haberlo visto.
¿Tengo que haberlo visto? —bromeó Karen—. Quizá podamos arreglar que te lleve en brazos de nuevo. «Cuando los ojos olvidan, los brazos recuerdan.» —Hay algo que no está bien en esa cita —dijo Lea adormilada—. Pero lo dejaremos por ahora.
Le pareció a Lea que acababa de deslizarse bajo las aguas del sueño cuando oyó a Karen.
¿Qué? —exclamó Karen—. ¿Ahora? ¿No mañana?
¡Karen! —llamó Lea, buscando a tientas en la oscuridad la llave de la luz—. ¿Qué pasa?
¿Qué pasa? —Karen rió y entró por la ventana, girando y volviéndose en el aire.
— ¡Nada pasa! ¡Oh, Lea, ven y alégrate con nosotros! Tomó las manos de Lea y la alzó sobre la cama.
¡No, Karen, no! —gritó Lea y los pies desnudos se le curvaron como apartándose del aire, que parecía lamerlos. El terror le afinaba la voz — . ¡Bájame!
¡Oh, lo siento! —dijo Karen soltándola y dejándola caer con suavidad sobre la cama, y moviéndose de nuevo ella misma a través del cuarto en una espuma de frunces de camisa de dormir—. ¡Oh, regocíjate, regocíjate en el Señor!
¡Pero qué ocurre! —gritó Lea de pronto asustada, asustada de algo que quizá podía cambiar las cosas. El vasto vacío comenzó a ahuecarse en ella. La negrura era una nube del tamaño de una mano en el horizonte distante.
¡Valancy! —gritó Karen lanzándose otra vez por la ventana—. ¡Tengo que vestirme! ¡Ha llegado el bebé!
¡El bebé! —Lea se sentía confundida—. ¿Qué bebé?
¿Hay algún otro bebé? —La voz de Karen volvió flotando, apagada—. El bebé de Valancy y Jemmy. ¡Está aquí! ¡Soy tía! Ahora estoy de veras en camino de convertirme en una antepasada. Me parecía que este momento no llegaría nunca. ¡Es una niña! Por lo menos Jemmy dice que cree que es una niña. ¡Está tan excitado que podría ser una niña y un niño, y aun trillizos! Bueno, tan pronto como Valancy vuelva...
Karen regresó al cuarto por la puerta, cepillándose el pelo con movimientos rápidos.
¿A qué hospital ha ido? —preguntó Lea—. ¿No es éste un sitio bastante aislado de todo?
¿Hospital? Oh, ninguno, por supuesto. Está en su casa.
—Pero dijiste que cuando ella volviera... Sí. Lleva tiempo traer una nueva vida desde la Presencia. Es un viaje bastante largo.
¡Pero no noté nada! —exclamó Lea—. Valancy estaba allí anoche y no recuerdo...
—No has notado mucho de nada en los últimos tiempos —dijo Karen, gentilmente.
— ¡Pero algo tan obvio! —protestó Lea.
—El caso es que el bebé ha llegado, y es el bebé de Valancy... con alguna ayuda de Jemmy... ¡Claro que ella no ha estado llevándolo de un lado a otro en una bolsa junto con las agujas y el tejido!
» ¡Muy bien, Jemmy, allá voy, no desmayes!
Karen se precipitó fuera del cuarto, sin tocar el piso, olvidando el cepillo del pelo que quedó balanceándose en el aire y al fin salió lentamente por la puerta, flotando hacia el pasillo.
Lea se tendió de nuevo en la cama, acurrucándose. Un bebé. Una vida nueva. Me había olvidado, pensó. Nacimientos y muertes han continuado como siempre. El mundo está todavía ahí, marchando como de costumbre. Pensé que se había detenido sólo para mí. Perdí el invierno. Perdí la primavera. Ya habrá llegado el verano. Piénsalo un momento. Hay gente para quienes mis días más negros han sido jornadas de gozosa anticipación, ¡joyas brillantes desprendidas de las hebras del tiempo! Y yo he estado dando vueltas y vueltas como un asno al— rededor de una estaca, tironeando de una cuerda que me apretaba cada vez más...
Lea se enderezó de pronto sobre la cama, desanudándose, como si fuera a volar. La oscuridad se derramó como una corriente pesada entrando por la puerta, bajando del cielo raso, subiendo desde el piso.
¡Karen! —gritó Lea sintiendo que caía otra vez en las tenazas de una nada ilimitada, que era ella misma.
¡No! —chilló entre dientes—. ¡No esta vez! —Se volvió cara abajo en la cama, aferrándose a la almohada con las dos manos—. ¡Ayúdame! ¡Ayúdame! —Haciendo un esfuerzo casi físico cambió el rumbo de sus pensamientos—. El bebé, un nuevo bebé, que llora. ¿Lloran los bebés del Pueblo? Seguramente, pues tienen que dejar la Presencia para venir a la Tierra. El bebé, unas manilas que se cierran apretadas, unos ojos que se cierran apretados. Talco y franelas y piececitos que se encorvan. Puedo tenerlo en brazos. Mañana lo tendré en brazos. Y sentiré la continuidad de la existencia, la eterna venida de Dios al mundo. Duerme, bebé, duerme. El Padre guarda Sus ovejas. Un nuevo bebé. Deditos rojos que me aprietan el dedo. Un bebé, el bebé de Valancy...
A la hora del alba, Lea se había dormido, la cara cada vez más serena, saliendo de la agonía de la noche oscura, con una expresión que era casi de triunfo.
Esa noche Karen y Lea caminaron entre las sombras hacia la escuela. El aire era límpido y tranquilo, y las voces y las risas lejanas resonaban alrededor.
—Espera, Lea. —Karen le hacía señal a alguien—. Ahí viene Santhy. En estos días está aprendiendo a levitar. Apuesto que la madre no sabe que está todavía levantada.
Karen rió entre dientes y Lea observó asombrada a la diminuta criatura de cinco años que se acercaba describiendo pequeños arcos abruptos; las falditas cortas ondeaban y caían cada vez que ella subía y bajaba.
—Pone demasiado empeño y le costaría menos caminar —dijo Karen en voz baja—, pero está tan orgullosa de sí misma. Esperémosla. Quiere unirse a nosotras.
Lea alcanzaba a ver ahora la expresión decidida y grave de Santhy y casi podía oír los gruñiditos con que dejaba el suelo. Al fin la niñita aterrizó trastabillando junto a Lea. Lea la sostuvo, agachándose, abrazándola con dulzura.
—Tú eres Lea —dijo Santhy sonriendo tímidamente.
— Sí —dijo Lea—. ¿Cómo lo sabes?
—Oh, todos te conocemos. Pedirnos a Dios por ti en las oraciones de la noche.
Lea se quedó desconcertada.
—Oh.
—Te traje algo —dijo Santhy, la mano metida en un bolsillo abultado—. Es de la fiesta que tuvimos por el nuevo bebé. A mí no me importa que seas una Extraña. Te vi caminando por el arroyo y eres hermosa. —Sacó la mano del bolsillo y puso en la palma de Lea un objeto azul verdoso que brillaba pálidamente—. Es un kumatka —murmuró—. No dejes que mamá lo vea. Me lo dieron para que lo comiese, pero yo tenía dos.
Santhy abrió los brazos y se elevó ante las narices de Lea.
—Un kumatka —dijo Lea enderezándose y extendiendo la mano y mirando con curiosidad el resplandor que aumentaba en el crepúsculo.
Sí —dijo Karen—. En realidad no debiera habértelo dado. Está prohibido mostrarlo a los Extraños, sabes.
¿Tengo que devolverlo? —preguntó Lea, preocupada—. ¿Puedo conservarlo aunque yo no sea del Pueblo?
Karen la miró seriamente un momento y luego sonrió.
—Puedes conservarlo, o comértelo, aunque probablemente no te guste. Sabe a sonidos de música. Pero no es necesario que lo devuelvas.
La mano de Lea se cerró suavemente sobre el kumatka y las dos muchachas se volvieron hacia la escuela.
—Hablando de pertenecer al Pueblo —dijo Karen—,hoy es el tumo de Dita. Ella sabe mucho de pertenecer y no pertenecer.
—Me pregunto sobre esta noche. No estarán todos. Quiero decir no vendrá Valancy...
Subieron los escalones y Lea se protegió los ojos contra la luz brillante que venía de la puerta abierta.
—Oh, ella no se lo perderá —dijo Karen—. Escuchará desde la casa.
Eran los últimos en llegar. La invocación había concluido y Dita ya estaba sentada detrás del pupitre, las manos juntas y tranquilas frente a ella.
—Valancy —dijo—, ya no falta nadie. ¿Estás lista?
—Oh, sí. —Lea pudo sentir la respuesta de Valancy—. Nuestro Bebé duerme ahora.
El Grupo se rió de la mayúscula en la voz de Valancy.
—Los bebés no se inventan —rió Dita.
— Ja! —Respondió triunfalmente la voz de Jemmy—. ¡Este lo inventamos!
Lea miró alrededor la gente que se reía. Son felices, pensó. En un mundo como éste son todavía felices. ¿Cuál es la razón del milagro? Observó al Grupo mientras Dita comenzaba a hablar y pensó que quizás aquella era la respuesta. Cuando cualquiera de ellos lloraba, los otros oían... y escuchaban. No sólo con los oídos sino también con los corazones. No importa quien llore, se dijo. Siempre hay alguien que escucha...
—Mi tema —dijo Dita muy seria— es breve... pero, oh, expresa mi dolor de entonces. «Y tus niños errarán en el desierto.» —Apretó las manos juntas—. Yo era una criatura errante aquel día...
DESIERTO
Bueno, ¿cómo espera que Bruce atienda a la ortografía cuando está tan preocupado por su padre?
Hojeé las hojas del dibujo de mis jóvenes alumnos, esperando encontrar alguna menos prosaica.
La señora Kanz alzó los ojos de las pruebas de ortografía.
¿Preocupado por su padre? ¿Por qué lo dice?
Bueno está casi enfermo pensando que su padre no volverá esta vez. —Puse cabeza abajo el dibujo y lo miré de nuevo—. Pensé que usted conocía los secretos de todos —añadí para tranquilizar a la señora Kanz—. Me ha contado usted tantas cosas estas tres semanas que no me siento realmente una recién llegada.
Suspiré y enderecé el dibujo. Era aún un árbol con seis manzanas.
La señora Kanz parecía todavía molesta.
—Pues yo ignoraba que Stell y Mark no se entendiesen.
—Hubo una escena terrible la noche de la partida —dije—. Bruce estaba medio muerto de miedo.
La señora Kanz me miró entornando los ojos.
— ¿Cómo lo sabe? Usted todavía no conoce a Stell, y Bruce no dijo una sola palabra esta semana, excepto sí o no.
Suspiré largamente.
Oh, no, pensé. No tan pronto. ¡No tan pronto!
—Oh, me lo contó un pajarito —dije animadamente, moviendo mis papeles para ocultar el temblor que me sacudía las manos.
— ¿Un pajarito? Por favor. Se lo habrá oído a Marie, aunque no sé cómo ella...
—Quizá —dije—. Quizá. —Junté de prisa mis hojas—. Caramba. El recreo ya está terminando. Tengo que adelantarme a esos demonios.
Los viejos peldaños sonaron a hueco bajo mis pies apresurados, pero yo me sentía todavía más hueca.
Sólo tres semanas y ya casi me había traicionado. ¿Cómo podía acordarme? Además, el niño no era de mi clase. Yo no tenía por qué saber nada de él. Lo había visto inclinado sobre el libro de lectura tan silenciosamente, durante tanto tiempo... y yo al fin había mirado, pero apenas un poco...
Al pie de las escaleras, la ola de niños que llegaba del patio me inundó hasta la cintura. Aliviada, dejé que me arrastraran a la clase.
Esa tarde me apoyé de espaldas en el borde de la ventana y miré mi clase tranquila. Quiero decir que no había idas y venidas por el aula, pero cada uno de los niños zumbaba a su modo, con las infatigables dínamos de los jóvenes, esos pensamientos casi siempre inarticulados de los niños felices. Todos menos Lucine, una niña de doce años que zumbaba brevemente ante un estímulo y callaba, zumbaba otra vez y callaba. Había algo desconectado en ella, y eso se notaba también en su mirada vacía e inexpresiva.
Suspiré, di la espalda a mis alumnos y dejé que mis ojos subiesen por la pendiente de la meseta Negra que dominaba la escuela, tratando de olvidar, tratando de olvidar por qué me había escapado —alejándome casi ochocientos kilómetros—, tratando de olvidar todo aquello que amenazaba mi cordura, todo lo que podía arrancarme a la realidad y dejarme a la deriva... ¿A la deriva? Oh, esplendor. Poder liberarme. ¡Liberarme! Metí los dedos en la tela de alambre que protegía el borde inferior de la ventana y tironeé. Las uñas chillaron y el viejo alambre cedió, y sentí la mordedura seca y ácida del polvo, y estornudé.
Me senté en mi escritorio y busqué mi pañuelo y estornudé otra vez tratando de ignorar esas punzadas y tirones demasiado conocidos. Aquella pequeña torpeza me había agrietado la apretada coraza protectora. Todo lo que yo había apartado tan resueltamente estaba empujando y tratando de salir...
Hice pasar con tanta rapidez a los niños de la lección de ortografía a la de aritmética que Lucine se contuvo precariamente al borde de las lágrimas hasta que empezó a funcionar de nuevo y comprendió dónde estábamos.
—Atiende, Petie —dije tratando otra vez de horadar la pared que Petie había levantado contra los nombres de los números—, éste es el signo del dos, pero éste es el nombre del dos...
Después que se fueron los autobuses escolares guardé rápidamente mis cosas y descendí la pendiente empinada de la loma donde se elevaba el deteriorado edificio escolar y caminé por las vías del tren hasta la casa de pensión. Mirando atentamente donde ponía los pies, pero sin perder de vista los rieles brillantes a uno y otro lado, me entretuve en contar mis pasos entre los viejos edificios. Si mantenía la cabeza ocupada con algo, quizá pudiese alejar a los fantasmas que me acosaban.
Me detuve brevemente en la pensión para dejar mis cosas y luego seguí mi camino a lo largo de la vía férrea hasta el pequeño valle, atravesé el puente destartalado que ya nadie usaba, y empecé a remontar la colina, disfrutando intensamente cuando tenía que trepar con el cuerpo inclinado, apoyándome en cualquier parte, y sintiendo cómo se me desentumecían los músculos, se me aceleraba el corazón, y el aire de los pulmones me golpeaba la garganta.
Jadeando, me tomé de un matorral de manzanitas y alcancé la cima. Me acurruqué allí, en el afloramiento de esquistos, al pie de la enorme chimenea de ladrillos, abrazada a mis piernas y apoyando la mejilla en las rodillas. Cerré los ojos y dejé que el sol de las últimas horas de la tarde rne empapara el cuerpo. Si esto pudiese ser todo, pensé tristemente. Si una no necesitase hacer otra cosa que sentarse al sol y absorber calor. Sólo ser, sin preguntas.
Durante un largo y venturoso momento dejé que esto fuera todo. Pero al fin el asalto comenzó otra vez. Sentí que la primera gota lenta se me metía en el cuerpo por la grieta de la armadura. Conté postes de teléfono. Recité tablas de multiplicar hasta que me descubrí diciendo: seis por nueve, noventa y seis. Abandoné entonces y abrí las esclusas de par en par.
Es siempre así, le gritó una parte de mí misma a todo el resto. Hiciste una promesa. Hiciste una promesa y ahora cedes otra vez... luego de tanto tiempo.
Podría prometer también que no respiraré más, repliqué. Pero esto es estar loca, lo sabes. ¡Todos lo saben!
De cualquier modo soy siempre yo, grité en silencio. Yo. ¡Yo! Basta de discusiones, dijo otra parte de mí. Esto es demasiado serio para pelearse. Sí, tenemos problemas.
Arranqué una rama de manzanita y limpié el suelo de grava, descubriendo un viejo clavo cuadrado y un pedazo de vidrio verde. Tomé la rama con la otra mano, alcé el clavo y lo limpié con el pulgar. Estaba cubierto de herrumbre, pero era muy fuerte y pesado. Me pregunté qué habría sostenido en otro tiempo, y si la mano que lo había clavado sería polvo ahora, y qué cargas habría tenido que soportar aquel hombre...
Tiré a lo lejos la rama e inclinándome hacia adelante tracé una marca en el suelo con el clavo. Todo esto era un inventario terriblemente familiar, y yo me lo había repetido tantas veces, tratando de simplificar este complicado problema, que caía automáticamente en los mismos pensamientos.
Primer punto. ¿Estaba yo realmente loca, o volviéndome loca, o en camino de volverme loca? Así parecía. La otra gente no veía sonidos. Ni gustaba colores. Ni sentía las emociones de los demás como cosas vivas. La carne no era para ellos un apretado chaleco de fuerza. No creían sino a medias que la muerte pudiera desembarazarlos de ese fardo.
Pero sin embargo, me dije, vivo en sociedad y no echo espuma por la boca. No actúo como una demente, y mientras me vigile la lengua no parezco demente.
Reflexioné un instante y dibujé una marca en el suelo. Creo que estoy cuerda... hasta ahora.
Segundo punto. ¿Qué me pasa entonces? ¿Dejo que la imaginación me arrastre? Hice unos agujeros alrededor de mi segunda marca. No, era algo más, algo que estaba más allá de la simple imaginación, algo más allá de... ¿qué?
Crucé la segunda marca con otra dibujando una X.
¿Qué haré entonces? ¿Seguiré así, luchando como hasta ahora? Negaré y negaré hasta que un día... Me estremecí recordando el pánico ciego y la huida que me había traído a Kruper y sentí que perdía toda posible alegría.
Borré las dos marcas y oculté la cara otra vez en las rodillas y esperé a que la marea oscura del miedo subiera en espumas de desesperación, sumergiéndome. Siempre ocurría lo mismo. ¿Quería yo realmente hacer algo? ¿Debería detener todo esto con un acto de voluntad? ¿Podría detenerlo? ¿Deseaba detenerlo?
Me puse de pie y corrí alrededor del cañón de la chimenea enorme, buscando una entrada. Mis pies gritaban no, no, sobre la grava. Mi agitada respiración gritaba no, no, mientras yo me deslizaba resbalando por la escarpada pendiente. Me escurrí al fin en el interior sombrío de la chimenea y me apreté contra los ladrillos gastados y negros mientras mis músculos en tensión gritaban no, no.
— ¡No! —grité en el silencio perturbado por el viento, y mi grito subió y resonó en la oscuridad de allá arriba, y casi pude ver cómo ascendía por la chimenea hacia el disco pálido del cielo.
¡Podría!, grité dentro de mí, desafiante. Si no tuviese miedo podría subir como ese grito y estallar en el cielo como un fuego de artificio, y no sentiría nunca más, nunca más, el peso del mundo.
Pero la pesada carga de la raza me ataba las rodillas y los codos mostrándome la realidad del mundo. Me eché a llorar débilmente apoyándome en la pared curva y rugosa. La sal de las lágrimas me quemó las mejillas arrancándome a mi rebelión. ¿Llorando? ¿Gimiendo contra el viejo muro de una fundición a causa de un sueño? Excelente actitud en una maestra responsable.
Me enjugué las mejillas con un pañuelo y sonreí al verlo sucio de hollín. Sería mejor que volviese al hotel y me lavara la cara antes de sentarme ante la inevitable sopa de ajo.
Salí trastabillando a las aguas rojas del crepúsculo y descendí por el sendero tortuoso que no había querido tomar para llegar a la cima. Me hundí rápidamente en las sombras de los álamos que bordeaban el arroyo al pie de la colina. Aquí, donde nadie podía verme, donde ninguna lengua chasquearía reprobando mi indigna conducta, eché a correr, diciéndome que me escapaba, me escapaba dejando todo atrás. Quizá con bastantes lágrimas y corriendo con bastante rapidez podría ganarme una noche sin sueños.
Llegué al sitio donde el peñasco de granito rosa se unía al camino, y de pronto un golpe me hizo trastabillar. Había chocado con alguien. Antes que yo pudiera verlo, me ayudó a levantarme y me dejó sola otra vez en la oscuridad.
Me froté suavemente la nariz.
—Bueno —dije en voz alta—, es un modo tan eficaz como cualquier otro de sacarme de la cabeza tantas tonterías.
Me pregunté inmediatamente si esto de hablar sola no sería un signo de desequilibrio.
Cuando salí de las sombras del bosque, me volví y miré la cima de la loma. La chimenea era una silueta negra en el cielo, sobre las ruinas de la fábrica. Tenía una belleza desolada, y la contemplé un instante.
De pronto vi otra sombra allí arriba. Alguien había salido de detrás de la chimenea, una figura iluminada por la luz del horizonte.
Pensé un momento si el sonido de mi pena no resonaría aún en la chimenea, y en seguida me di vuelta, avergonzada. La criatura que estaba allí arriba no sería tan insensata como para ponerse a escuchar los sonidos de unas viejas penas.
Aquella noche, a pesar de mi carrera de la tarde, apenas alcancé a deslizarme bajo una delgada película de sueño, y durante un tiempo que no acababa nunca busqué algo que me arrastrara a un olvido completo. Luego sentí la punzada y los tirones familiares, y me arrojé al sueño, sin esperanzas, impetuosamente, a ese sueño que había llegado a ahogar en mí.
No hay palabras que puedan describir mi sueño. Fue para mí, como siempre, la alegría de un nacimiento, una expansión del alma, una libertad sin límites, una cálida posesión. Me abracé a mi emoción —oh, tan apretadamente— sabiendo que de pronto despertaría...
Y el despertar llegó, derribándome, envolviéndome en la carne, quitándome la alegría, limitándome el alma, cerrándome el cielo, y abandonándome en el resplandor acuoso de la mañana, tan abatida otra vez que no me sentía con fuerzas para abrir los ojos.
Acostada, con el cuerpo rígido bajo el peso de las mantas, junté todos los fragmentos de mi sueño en un nudo pequeño y duro que guardé en el rincón más oculto de la conciencia. Quédate ahí, quédate ahí, quédate ahí.
Me decidí al fin a desayunar y bajé al comedor de la pensión. Yo era la única pensionista mujer y siempre me desconcertaba un poco entrar en el comedor, pues todas las manos y todas las mandíbulas se inmovilizaban entonces esperando a que yo encontrara un sitio libre, y luego volvían juntas a su trabajo como a una voz de orden. Pero esta mañana era más tarde que de costumbre y el salón estaba casi vacío.
—¿Cómo está esa vieja chimenea?
Marie me sonrió con la mitad de la boca mientras me ponía un plato de bizcochos calientes debajo de las narices y lo dejaba caer desde una altura de quince centímetros. Reprimí un sobresalto cuando el plato golpeó la mesa, pero no pude ignorar completamente la huella negra de un pulgar en el borde de loza. Marie sacó el trapo grasiento que le colgaba como siempre del bolsillo del delantal y frotó un rato hasta que ya no pudo distinguir los arabescos.
—Era interesante —dije, sin tratar de saber cómo sabía ella que yo había estado allí—. Kruper debe de haber sido toda una ciudad cuando esa fundición marchaba aún.
—Desde que estoy aquí es un pueblito moribundo —dijo Marie—. Se cumplirán treinta y cinco años en febrero y nunca he estado en la chimenea. No he perdido nada. —Se rió en silencio pero abriendo la boca, y yo tuve que retener el aliento esperando a que se disipara el olor a ajo—. Pero sé que algunas muchachas subieron y se perdieron...
¡Marie! —El viejo Charlie aulló desde el otro extremo de la mesa—. Deja esa charla y tráeme algo que comer. Si la maestra quiere subir a esa vieja chimenea, déjala. Quizá le gusta.
Un modo tonto de perder el tiempo —murmuró Marie y se alejó hacia la cocina balanceando su cuerpo macizo sobre unas piernas increíblemente delgadas.
—No le haga caso —dijo el viejo Charlie—. Para Marie no hay otra diversión que la cerveza. No es usted la única a quien le gusta mirar esas cosas. Aquí lo tiene a Lowmanigh. Subió ayer mismo...
— ¿Ayer?
Alcé las cejas, subrayando involuntariamente mi pregunta, y miré al hombre sentado ante mí. Nunca había hablado con él. El viejo Charlie me lo había presentado la primera noche, probablemente, pero yo me había olvidado de todos los nombres excepto el del mismo Charlie y el de Severeid Swanson, un mexicano de frágil aspecto, que parecía subsistir gracias al ajo y al vino, y que siempre parpadeaba cuatro veces cuando yo le sonreía.
—Sí.
Lowmanigh me miró desde el otro lado de la mesa sin endulzar el monosílabo con una sonrisa. Me estremecí cuando advertí en aquel rostro la dureza pálida de las almas transidas. Yo conocía muy bien esa expresión. Así me había visto en el espejo esa misma mañana antes de firmar mi tregua con el día.
El hombre debió de leer algo en mis ojos, pues la cara se le cerró de pronto en una máscara curiosamente neutra, y al fin dijo con un esfuerzo evidente:
— Miré la puesta de sol desde arriba.
Me toqué maquinalmente la nariz dolorida. —Oh.
¡Puestas de sol! — Marie había vuelto con el líquido barroso que ella llamaba café—. Siempre perdiendo el tiempo en tonterías.
¿Cómo pasa usted el tiempo? —dijo Lowmanigh, muy dulcemente.
La mente de Marie saltó como un pájaro asustado, y gritó: ¡Esperando a la muerte!
—Bebiendo cerveza —dijo en voz alta, con una sonrisa que le torció la mitad de la cara—. Cuatro cervezas valen una puesta de sol.
Dejó la cafetera en la mesa y regresó a la cocina dejando detrás de ella un dolor neto, agudo, casi visible.
—Vosotros dos estáis hechos para entenderos —dijo la voz profunda de Charlie—. Os gustan las mismas cosas. Low es el mejor conocedor de ruinas y depósitos de chatarra de todo el condado. Colecciona pueblos fantasmas.
—Me gustan los pueblos fantasmas —le dije a Charlie tratando de colmar el vacío inmenso que amenazaba a la conversación—. Yo misma tengo toda una colección.
— ¡Ya ves, Low! —atronó la voz del viejo—. Ésta es tu oportunidad. Acompañas a una linda maestra y le muestras los alrededores. Juntos podrían coleccionar todo un condado!
El viejo Charlie se atragantó con la broma y el último sorbo de café y dejó el salón tosiendo ruidosamente en su pañuelo.
Lowmanigh y yo nos habíamos quedado solos. El sol temprano de la mañana se deslizaba oblicuamente por el piso de madera pulida, tropezaba con las sillas despintadas, se subía al espejo monumental que colgaba sobre el aparador, y se derramaba brillantemente sobre el mantel encerado que cubría la enorme mesa de roble.
El silencio creció cada vez más hasta que al fin dejé mi tenedor, temiendo golpearlo contra el plato. Me quedé sentada medio minuto, estupefacta, sintiendo unos pesados latidos que crecían lentamente hasta que casi oí una pregunta: ¿Juntos? ¿Juntos? ¿Juntos? Los latidos se quebraron en la cima de una ola de desolación y salí tambaleándome del comedor.
No, susurré mientras me apoyaba en el pasamanos al pie de la escalera. No voluntariamente. ¡No tan temprano!
Me dominé, con un esfuerzo. Deja esas extravagancias, me dije. ¡Podrías volver loco a cualquiera!
Empecé a subir la escalera, resueltamente, y me detuve con un pie en el aire. No era mi desolación, grité en silencio. ¡Era su desolación!
Qué raro, pensé al despertar a las dos de la mañana recordando la desolación.
Qué raro, pensé cuando desperté a las tres, recordando el latido: ¿Juntos?
Muy raro, pensé cuando me desperté a las siete y dejé somnolienta la cama, habiendo olvidado completamente el aspecto de Lowmanigh, pero guardando de él un recuerdo más perfecto que una imagen de tres dimensiones.
La escuela me mantuvo ocupada toda la semana siguiente, tanto que casi olvidé el viejo dolor familiar. Nada turbó esa calma hasta el viernes, día en que todo pareció estallar en el patio de recreo. Ante todo tuve que separar a Esperanza de Joseph. La niña lo había tomado por el pelo y le aplastaba la nariz contra la grava. Se parecía muy poco, en verdad, a su tío Severeid mientras se sacudía el polvo del delantal con aire desafiante.
— ¡Me llamó mexicana! —gritó—. ¿Y qué? Soy mexicana. Estoy orgullosa de ser mexicana. Lo golpearé mucho más si me llama otra vez así, como si mexicana friese una palabrota. Estoy orgullosa de ser...
—Claro que estás orgullosa —dije, ayudándola a sacarse el polvo—. Dios nos hizo a todos. ¿Qué importan los nombres! —Me volví repentinamente hacia Joseph, sobresaltándolo—. Joseph! ¿Eres una niña?
¿Eh? —Joseph parpadeó sin comprender, y al fin dijo indignado—: ¡Claro que no! ¡Soy un chico!
Joseph es un chico! Joseph es un chico! —le dije, riéndome—. ¿Ves qué tonto suena? Somos lo que somos. Es tonto pelearse por estas cosas. Ve a lavarte, y tú también, Esperanza.
Los empujé hacia la escuela y suspiré mirando cómo se iban.
Salí otra vez al patio al oír una burlona salmodia:
— ¡Lucine está loca! ¡Lucine está loca! ¡Lucine está loca!
El grupo giraba bailando alrededor de Lucine, apoyada de espaldas en un árbol seco, el único que quedaba en el patio. Miraba a todos inexpresivamente, boquiabierta, pero unas llamas humeantes comenzaron a arder ya en ese vacío y noté que se le endurecían los músculos.
— ¡Lucine! —grité, y el miedo me dio alas—. ¡Lucine! Me adelanté a mí misma y alcancé la mente homicida y pesada de Lucine. Traté de calmarla hasta que pude llegar a ella.
— ¡Basta! —les chillé a los niños—. ¡Váyanse todos! Mi voz traspasó la mente del grupo, que se disolvió en individuos asustados. Tomé las dos manos de Lucine y durante un angustioso momento se las apreté firmemente. En seguida Lucine lanzó un grito —un grito curiosamente animal— y con un movimiento del brazo me arrojó lejos.
Dominada por un desordenado terror, me sentí arrastrada —casi físicamente, me parece— al delirio irracional de la furia y la confusión de Lucine. Me perdí en laberintos de pensamientos insensatos y en terribles callejones sin salida, y hasta hoy no puedo recordar qué ocurrió realmente.
Cuando la marea roja se retiró, y llegó ese momento triste y gris en que algo se desconectaba en Lucine, me encontré sentada contra el viejo árbol, con la cabeza de la niña en las rodillas y su boca húmeda apretada a mi palma. Las lágrimas de Lucine me mojaban el vestido, y sentí el peso de su cuerpo, tan joven y tan fatigado.
Se le movieron los labios.
—No estoy loca.
—No —dije, alisándole el pelo y asombrándome al descubrir una marca roja en el dorso de mi mano—. No, Lucine, ya lo sé.
—Él también lo hace —murmuró Lucine—. Casi lo puso derecho, pero se le torció otra vez.
—Oh —dije tratando de tranquilizarla y arqueando el hombro para poner en su sitio la manga desgarrada de la blusa—. ¿Quién?
Lucine alzó un poco la cabeza y sentí que se retiraba otra vez a sí misma, tan claramente como si un conejo asustado tratara de escapar a la presión de mi mano.
Yo, pensé. Yo sin mi coraza. Interiormente estoy tan enferma como Lucine, pero mi enfermedad es aceptada como normal. Me gustaría poder desconectarme también algunas veces y no soñar nunca más que vivo sin impedimentos... dulce sueño imposible.
Lucine tomó aliento —una larga inspiración húmeda— y se sentó volviendo hacia mí una mirada inexpresiva.
—Tiene la cara sucia —dijo—. Las maestras no tienen la cara sucia.
—Es cierto. —Me incorporé lentamente e hice girar la falda poniéndola en su posición normal—. Será mejor que vaya a lavarme. Ahí viene la señora Kanz.
En el otro extremo del patio los alumnos se habían puesto en fila para volver a las aulas. Los empujones se sucedían allí como siempre, pero nadie miraba hacia nosotras. Si supiesen por lo menos, pensé, qué cerca han estado algunos de la muerte...
—He sido mala —lloriqueó Lucine —. Me he peleado otra vez.
— ¡Lucine, niña mala! —gritó la señora Kanz cuando estaba bastante cerca de nosotras —. Te has peleado de nuevo. Te pasarás el resto del día en penitencia. ¡Qué vergüenza!
Lucine se fue llorando hacia el edificio. La señora Kanz me miró largamente.
Bueno. —Se rió, excusándose — . Debí haberla advertido a propósito de Lucine. Déjela sola cuando tiene un ataque. No trate de detenerla.
¡Pero iba a matar a alguien! —grité, sintiendo otra vez aquella sed de sangre y oyendo el crujido de los huesos.
—Es muy lenta. Los otros chicos siempre se le escapan.
—Pero un día...
La señora Kanz se encogió de hombros.
Si se pone peligrosa, habrá que alejarla.
¿Pero por qué deja usted que los niños se burlen de ella? —protesté, sintiendo un espasmo de cólera.
La señora Kanz me miró fríamente. —No los dejo. Los niños son siempre crueles con quienes no son como ellos. ¿No lo ha observado nunca?
— Sí —murmuré—. Oh, sí, sí.
Me encogí protegiéndome de la invasión helada de la memoria.
—No está bien, pero es así —dijo la señora Kanz—. No es posible que todo marche bien. A veces es necesario ser duro.
Me sacudí el polvo de las ropas.
— Sí —suspiré—. La dureza es un recurso. Pero sigo pensando que se podría hacer algo por Lucine.
—No lo diga tan alto —advirtió la señora Kanz—. La madre se ha roto la cabeza tratando de encontrar un modo de ayudarla. Estas cosas ocurren en las mejores familias. Nadie puede ayudarla.
— ¿Entonces quién...?
Recordé demasiado tarde cómo Lucine se había recogido en sí misma y me atraganté con las palabras.
¿Quién qué? —preguntó la señora Kanz por encima del hombro mientras volvíamos a la escuela.
¿Quién se ocupará de ella? —dije con tristeza.
¡Bueno! Eso es lo que se llama inventarse dificulta des. —La señora Kanz se rió—. Olvide el asunto. Es bastante por hoy. Aunque es realmente una lástima que se le haya estropeado esa hermosa blusa.
Ya de vuelta en la pensión, mientras me sacaba la blusa desgarrada, pensé en Lucine. Me miré el hombro, tratando de ver si lo tenía amoratado, cuando la puerta se abrió y se cerró bruscamente. Me volví y vi a Lowmanigh que jadeaba apoyado de espaldas contra la puerta.
¡Bueno! —Me puse la blusa nueva y me la abotoné nerviosamente—. No lo oí llamar. ¿Quiere salir y probar otra vez?
¿Se lastimó Lucine? — Lowmanigh se echó el pelo hacia atrás descubriendo la frente húmeda—. ¿Fue una crisis? Creí haber asegurado...
—Si quiere hablarme de Lucine —dije, cuando me repuse de mi sorpresa—, estaré en el porche dentro de un minuto. ¿Quiere esperarme ahí? Todavía me arden las orejas por la conferencia que me dio Marie a propósito de «la conducta de una mujer decente en este hotel».
—Oh —Lowmanigh miró alrededor inexpresivamente—. Oh, sí... sí.
La puerta del cuarto se cerró en silencio antes que yo me diera cuenta de que se había ido. Me metí los faldones de la blusa en la falda y me pasé un peine por el pelo.
Lowmanigh y Lucine, pensé, confusa. ¿Qué significa? Parece que la señora Kanz no es infalible, no me dijo nada. Dejé lentamente el peine. Oh, quizá Lucine hablaba de Lowmanigh. Casi lo puso derecho, pero se le torció otra vez, me dijo. ¿Qué puede ser eso?
Lowmanigh estaba apoyado en la baranda del balcón despintado que corría por dos lados de la pensión, a la altura del segundo piso. Me acerqué a la mesa y el banco polvorientos que amueblaban el balcón, y las tablas crujieron bajo mis pasos, pero el hombre no se volvió.
— ¿Quién es usted? —me preguntó con una voz ahoga da—. ¿Qué hace aquí?
Tuve un presentimiento y un dedo frío y helado me corrió por la nuca.
—Nos presentaron —dije débilmente—. Soy Perdita, Perdita Verist, la nueva maestra, ¿no me recuerda?
Lowmanigh se volvió con brusquedad. —No hable en voz alta —dijo—. La escucho interiormente. Sabe tan bien como yo que no puede escaparse... ¿Pero cómo lo sabe? ¿Quién es usted?
— ¡Basta! —grité—. No tiene derecho a escuchar de ese modo. ¿Quién es usted?
Nos quedamos de pie, inmóviles, mirándonos fijamente, hasta que al fin, suspirando juntos, nos dejamos caer en los desvencijados asientos. Junté las manos sobre el regazo y sentí que el nudo duro y apretado que tenía dentro empezaba a fundirse y desatarse hasta que al fin me volví hacia Low y le tendí la mano y me encontré con la de él que buscaba la mía. Alguien gritó en mí: ¿Cómo yo? ¿Cómo yo? Pero otra parte de mí apretó el botón del pánico.
—No, no —exclamé, apartando bruscamente la mano y poniéndome de pie—. ¡No!
—No. —La voz de Lowmanigh era dulce y tierna—. Yo no la traiciono.
Tragué saliva con dificultad y me quedé contemplando a Severeid Swanson que volvía al hotel, ebrio como siempre, zigzagueando a lo largo del camino.
—Lucine —dije al fin—. Lucine y usted.
— ¿Fue terrible?
Lowmanigh hablaba ahora en voz alta, y la otra banda de ondas ya no me golpeó los huesos.
—Lo que podía esperarse, según la señora Kanz —dije en voz baja—. Traté de detener una sierra circular.
— ¡Fue terrible!
Sentí que la voz de Lowmanigh entraba claramente en mí.
— ¡Fuera! —grité—. ¡Fuera!
Pero Lowmanigh estaba dentro de mí y yo era Lucine y él era yo y teníamos el horror rojinegro en las manos desnudas y lo mirábamos. Juntos retrocedimos por el vacío grisáceo hasta que Lowmanigh fue Lucine y yo fui yo y me vi dentro de Lucine y enrojecí sintiendo el cariño apasionado y agradecido que ella me tenía. Embarazada, encontré de pronto un modo de que Lowmanigh saliera de mí y parpadeé ante la oscura soledad.
¡Y quédese fuera! —grité.
¡Bravo! —La exclamación indignada de Marie me sobresaltó—. ¡Vi cómo entraba en el cuarto de usted sin llamar y cómo cerraba la puerta! —Marie estaba ahora horrorizada—. ¡Hizo muy bien en echarlo y en cantarle cuatro verdades!
Mi risa interior entreabrió una grieta en la barrera y me encontré con la diversión de Lowmanigh.
— Sí, Marie —dije—. Recordé sus advertencias.
—Bueno, magnífico, magnífico. —Marie torció la mitad de la cara en una sonrisa de satisfacción—. Ya me había dado cuenta de que era usted una chica decente. Lowmanigh, me avergüenza usted. Lo creía distinto a esos demonios que van de aquí para allá persiguiendo faldas en pleno día. —Se alejó por el pasillo y oímos cómo gritaba en la escalera—: ¡En pleno día! La cena estará lista en un periquete. Lávense las manos.
Lowmanigh y yo nos reímos juntos y fuimos a lavarnos las manos.
Un poco más tarde miré cómo el agua de la palangana de loza se me escurría entre las manos y sentí en mí un luminoso calor al comprender que yo me había reído interiormente por primera vez en muchos años. Miré largamente la imagen temblorosa de mi rostro reflejado en el agua. Y no sola, gritó una parte de mí misma, asombrada. ¡No sola!
A la mañana siguiente recorrí los cuarenta kilómetros que nos separaban del pueblo y descendí en un hotel que tenía agua corriente y hasta baño privado. Aproveché ese lujo desacostumbrado para librarme del polvo, la suciedad, las torpezas y la fealdad con que me había impregnado Kruper, hasta descubrir en los intersticios del alma unos brillantes fragmentos de simpatía, diversión y encanto.
Me recosté a descansar en esa tarde de domingo, retrasando el momento en que debía prepararme para tomar el autobús de vuelta a Kruper, cuando de pronto, sutilmente, entre dos respiraciones, descubrí que mi atención era un alambre tenso y me senté muy tiesa en la cama. Había alguien en el hotel. ¿Lowmanigh había venido a la ciudad? ¿Estaba aquí? Me levanté y me vestí rápidamente. Me senté luego en el borde de la cama, sintiendo que algo fluía y refluía en mi interior. Al fin bajé al vestíbulo. Me detuve en el último escalón. No había nada raro en el vestíbulo, atestado de muebles elaboradamente rústicos. Pero mientras yo iba hacia la ventana para mirar otra vez la hermosa pendiente del cañón arbolado, Lowmanigh entró en el hotel.
— ¿Estaba usted aquí hace un minuto? —le pregunté a boca de jarro.
—No. ¿Por qué?
—Pensé... —Me interrumpí. En seguida, delicadamente, los engranajes empezaron a moverse otra vez en el mundo cotidiano, y dije—: ¡Bueno! ¿Qué hace usted aquí?
—El viejo Charlie me dijo que usted había venido al pueblo y que si yo venía a buscarla le evitaría el viaje de vuelta en autobús. —Lowmanigh sonrió débilmente—. Marie no me tiene confianza luego que yo mostré mi verdadera naturaleza el viernes, pero al fin me dijo que usted estaba en este hotel.
— ¡Pero yo no había elegido ningún hotel cuando salí de Kruper!
— Caramba. — Lowmanigh me sonrió con simpatía—. Es usted muy nueva aquí, ¿no es cierto? ¿En marcha?
—Espero que no tenga prisa en llegar a Kruper. — Lowmanigh maniobró hábilmente mientras salíamos del puente de Lynx Hill y subíamos la cuesta empinada—. Tengo que detenerme en un sitio.
Yo podía sentir cómo Lowmanigh estaba pendiente de mí a pesar de mirar atentamente el camino.
—No —le dije, suspirando interiormente, imaginando largas horas de espera mientras Low, apoyado en una cerca, cambiaba largos silencios y breves observaciones con algún minero conocido—. No tengo prisa. Basta con que esté en la escuela a las nueve de la mañana.
Magnífico. —Lowmanigh parecía divertido, y turbado. Probé otra vez la barrera de mi mente. Estaba aún intacta—. En verdad —siguió diciendo—, podrá añadir esto a su colección.
¿Mi colección? —le pregunté asombrada.
—Su colección de pueblos fantasmas. Pasaremos por Machron, o lo que era Machron. Un cañón estrecho, poco más allá de la meseta del Oso. Quizá...
Un obstáculo en la ruta —una piedra y una rama de pino— interrumpieron a Lowmanigh.
— ¿Quizá qué? —pregunté, apoyándome deliberadamente en lo que Lowmanigh quería decirme—. Quizá sea interesante explorar el sitio.
Lowmanigh sonrió débilmente, divertido otra vez.
—Me gustaría encontrar un trozo de vidrio de fundición —dije—. Tengo un hermoso jarrón púrpura en mi cuarto. Pero le falta un pedazo en el borde.
Un día le mostraré mi colección —dijo Lowmanigh—. Quedará usted maravillada.
¿Cómo llegó a aficionarse a los pueblos fantasmas? ¿Por qué lo atraen? ¿La historia? ¿Los tesoros? ¿Una curiosidad mórbida?
—Los tesoros... la historia... una curiosidad mórbida. —Lowmanigh saboreó lentamente las palabras y aprobó cada una con un movimiento de cabeza—. Creo que las tres cosas. Estoy investigando.
— ¿Investigando? —Investigando.
El tono de la voz de Lowmanigh interrumpió la conversación. Sentí que Lowmanigh me había apartado y tuve que hacer un esfuerzo para no dejarme arrastrar por un enojo insensato. Me puse a observar las maravillosas pendientes boscosas que estrechaban más y más el camino.
Al fin Lowmanigh hizo girar el volante y las ruedas resbalaron en la arena hasta que nos detuvimos bajo un nogal sombrío.
— ¿Tiene usted zapatos para caminar? El auto no pasa de aquí.
Media hora más tarde, llegamos a una pequeña meseta, luego de haber trepado resbalando y tropezando por un paso rocoso. En las piedras se veían aún las huellas de las altas ruedas de los vagones de minerales que habían pasado por allí hacía medio siglo. En sus días de esplendor, el pueblo se había extendido por las faldas de las lomas y a lo largo de los arroyos que bajaban de la meseta como dedos de una mano. Unos escalones de cemento subían hasta las fundiciones derruidas, y en unos muros asaltados por matorrales se veían aún los marcos de unas puertas.
Algunos edificios estaban todavía intactos, resistiéndose tercamente a la destrucción. Yo había caminado a lo largo de lo que había sido una calle y me metí en otra cuando advertí que Lowmanigh no estaba conmigo. Conociendo las costumbres solitarias de los aficionados a los pueblos fantasmas, no traté de encontrarlo. Me hubiera gustado saber qué buscaba allí, pero me abstuve de preguntarme quién era en verdad, y por qué yo y él nos hablábamos interiormente. Pero aun tácita, la pregunta me quemaba, bajo mi irritación superficial, mientras yo caminaba entre las ruinas de la ciudad muerta.
Encontré un botón blanco con sólo tres agujeros, y un pedazo de una cabeza de muñeca, que conservaba aún un ojo de color azul lechoso, y escarbando entre los escombros con la mano desnuda sentí una viva alegría cuando pensé que había encontrado un azucarero, pero era sólo un asa y un fragmento de vidrio hundidos en la tierra.
Estaba lamentando una uña rota cuando de pronto un grito silencioso me golpeó el pecho con una fuerza inesperada que me dejó jadeando. Descendí el terraplén y corrí por el sendero de piedra. Encontré a Lowmanigh junto al vaciadero del pueblo, sosteniendo algo en la mano.
Lowmanigh me miró sin verme.
— ¡Quizá...! —gritó—. Esto puede ser un pedazo. No hay nada parecido en este pueblo. ¡Mire! ¡Mire esta forma! ¡Mire estas líneas! —Acarició amorosamente la belleza lisa del metal—. Y si esto es un pedazo, no fue entonces muy lejos de aquí... — Lowmanigh se interrumpió bruscamente, deteniendo el pulgar en la cara inferior del objeto. Dio vuelta al metal y lo miró de cerca—. General Electric —dijo con una voz apagada—. Made in USA. —El trozo de metal se le cayó de las manos rígidas. Lowmanigh se agachó y golpeó el suelo pedregoso con el puño—. ¡Nada! ¡Nada! ¡Un callejón sin salida!
Le tomé las manos y les quité el polvo y luego le apreté con un pañuelo la herida del pulgar.
— ¿Qué perdió? —le pregunté.
—Mi vida —murmuró Lowmanigh—. Me extravié y no encuentro el camino de vuelta.
Nos pusimos de pie sin que Lowmanigh se diera mucha cuenta y lo llevé hasta las ruinas de un muro que sostenía un saúco raquítico, impidiéndole caer en el cañón. Nos sentamos allí y durante un rato el océano de desolación de Lowmanigh nos sacudió mientras yo pensaba: él también, perdido también. Lo dos perdidos. Luego lo ayudé a pensar en palabras aunque no recuerdo si me habló en voz alta.
—Yo era tan pequeño —dijo Lowmanigh—. No tenía más de tres años me parece. ¿Cuánto tiempo se puede vivir con los recuerdos de un niño de tres años? Mi madre adoptiva me dijo todo lo que ella sabía, pero yo recuerdo más. Hubo un accidente, un choque con otro auto que venía de Chukawalla. Mi gente murió. El coche nuestro trató de volar poco antes. Recuerdo que mi padre trató de esquivar el otro coche y que mamá tomó un puñado de sol y me alejó del peligro, pero los dos autos chocaron y apenas alcancé a oír el grito de mamá: «¡No te olvides! Vuelve al cañón», y papá que decía: «¡Recuerda! ¡Recuerda la Morada!», y luego el fuego los consumió. Mis padres adoptivos me criaron como a un hijo propio, pero yo tengo que volver. Tengo que volver al cañón. Allí está mi gente.
¿Qué cañón? —pregunté.
¿Qué cañón? —repitió Low—. El cañón donde ahora vive el Pueblo. El cañón donde se establecieron luego de la caída de la nave. La nave que busco, pensando que si encuentro un pedazo podré saber dónde está el cañón. Por lo menos en qué región del Estado. El cañón donde dormí antes de despertarme en el accidente. El cañón que no puedo encontrar, pues no recuerdo el camino... ¡Pero usted sabe! ¡Usted tiene que saber! ¡Usted no es como los otros!
Me encogí en mí misma.
—No soy nadie —dije—. No sé qué soy. Mis padres hablaban de mis abuelos y mis bisabuelos, y me preguntaban por qué tendrían una hija como yo, hasta que al fin pude aparentar que yo era «normal». Usted piensa que ha perdido el camino. ¡Por lo menos sabe eso! Puede buscarlo. Pero yo no. ¡Nunca encontraré nada!
—Pero usted puede hablar interiormente —dijo Lowmanigh parpadeando ante mi violencia—. Me mostró a Lucine...
—Sí —dije temerariamente—. ¡Y mire esto!
En lo alto de la loma una roca se puso de pronto en movimiento. Se precipitó cuesta abajo, levantando una polvareda, y al fin se hizo pedazos contra una roca del fondo del cañón.
— ¡Y nunca intente esto, pero mire!
Avancé hacia el muro en ruinas alejándome de Lowmanigh, y caminé directamente hacia el desfiladero, sintiendo que me faltaba el suelo bajo los pies, dulcemente acunada por el viento, deslizándome hacia arriba y hacia afuera, sin límites. Grité, alzando los brazos, buscando extáticamente la clave de mi sueño de libertad. Un minuto, un minuto más, y yo podría salir de mí misma, y ya nunca, nunca, nunca...
Y entonces...
Lowmanigh me tomó en sus brazos cuando yo ya iba a caer sobre las copas de los pinos que crecían en el cañón. Me alzó, mientras yo me debatía y protestaba, y me hizo subir por el frágil vacío del aire, hasta el saúco achaparrado.
— ¡Puedo! ¡Puedo hacerlo! —Sollocé apoyándome en Lowmanigh—. No me caí. ¡Durante un rato dejé realmente el suelo!
—Sí, durante un rato, Dita —me murmuró Lowmanigh como si yo fuese una niña—. Tan bien como yo podría hacerlo. Tiene usted algunas de las Persuasiones. ¿Cómo es posible si no es de los nuestros?
Mis sollozos se interrumpieron bruscamente, aunque seguía llorando. Miré a Lowmanigh a los ojos luchando contra la cólera que se encendía en mí, contra esa insistencia que reabría mi herida. Lowmanigh me miró también fijamente hasta que se me secaron las lágrimas y alcancé a esbozar el fantasma de una sonrisa.
—No sé qué es una Persuasión, pero la encontré probablemente en el mismo lugar en que usted encontró esas cejas.
Lowmanigh enrojeció y dio un paso atrás.
—Será mejor que volvamos. No conviene que nos sorprenda la noche en estos caminos.
Descendimos por el sendero.
—Por supuesto, me explicará usted todo lo demás en el coche —dije resbalando en una piedra de granito y manteniendo apenas el equilibrio. Sentí inmediatamente la protesta de Lowmanigh—. No creerá que me olvidaré del día de hoy, sobre todo luego de haber encontrado a alguien tan loco como yo—No me creerá usted...
Lowmanigh esquivó una rama gruesa que cerraba el estrecho sendero.
Me he pasado años —dije— tratando de creer cosas de mí misma que me resistía a creer. Es más fácil creer cosas que conciernen a otros.
Avanzamos un tiempo en el coche a la luz del crepúsculo temprano y pronto cayó la noche. Yo miraba las luces de las estrellas sobre la bóveda de árboles que bordeaban la ruta y escuchaba la historia de Lowmanigh, que habló hasta mostrarme la armazón interior, unos huesos que brillaban como el fuego.
—Nosotros venimos de otro mundo —me dijo, y había un fiero orgullo en ese nosotros —. Perdimos la Morada. Buscamos algún refugio y encontramos esta tierra. Nuestras naves se hicieron pedazos o ardieron al descender, pero algunos pudimos escapar en los botes salvavidas. Mis abuelos pertenecían al primer Grupo, que se instaló en el cañón. Pero todos estábamos allí en realidad, pues nuestros recuerdos se unían continuamente en el Brillante Comienzo. Esto explica que yo conozca la historia del Pueblo. Pero no puedo recordar dónde está el cañón, pues yo dormía la vez que lo dejamos, y mis padres no alcanzaron a decírmelo en la fracción de segundo anterior al accidente... Tengo que encontrar otra vez el cañón. No puedo pasarme la vida cojeando.
Me sobresalté al oír este eco de lo que se me había ocurrido mientras yo estaba con Lucine en el patio, pero Low no se dio cuenta.
—No seré nada hasta que me encuentre con mi Pueblo... Ni siquiera conozco el nombre del cañón, pero recuerdo que la nave estalló sobre las colinas, y espero que un día podré encontrar alguna huella en uno de esos pueblos fantasmas. Llegamos poco antes que comenzara el siglo, y tiene que haber alguna huella, en alguna parte. Low, evidentemente, se había repetido muchas veces esta historia, como yo me había repetido la mía, y ahora la contaba maquinalmente, como una serie de lugares comunes. Me pregunté un momento, viéndolo tan desgraciado, cómo era posible que yo sintiera ahora un agradable alivio, pero entendí en seguida. Entre nosotros no había necesidad de murmullos de simpatía, de frases convencionales, y ni siquiera de explicaciones. Nos comunicábamos sin palabras. Low parecía casi decepcionado.
¿No la sorprende?
¿Que usted sea de otro mundo? —Sonreí—. Bueno, es la primera vez que me encuentro con un extraterrestre, y me parece interesante. Ojalá se me hubiera ocurrido una fantasía semejante, que explicara mis rarezas. Es casi una variante de la frase «Soy tan distinto a mis padres que deben de haberme adoptado». Pero...
La furia de Low me encontró desprevenida. ¡Una fantasía! Soy adoptado. Pensé que usted sabía. Pensé que usted seguramente era uno de los nuestros... ¡No soy de nadie! —estallé—. Usted puede ser lo que se le antoje, pero yo soy de la Tierra. Tanto, que es una maravilla que no eche polvo por la boca cuando hablo. Pero por lo menos no trato de engañarme diciéndome que soy normal de acuerdo con ciertas normas. Terrestres o de otro tipo.
Durante un momento permanecimos inmóviles, mirándonos con hostilidad. Yo tenía las mandíbulas tan apretadas que me dolían los dientes. Al fin Low suspiró y extendiendo un dedo me acarició el contorno de la cara, de la frente a la barbilla y de la barbilla a la frente.
—Piense lo que quiera —dijo—. Ha pasado usted por muchos malos ratos, seguramente, y no me sorprende que quiera olvidar. Quizás un día recuerde que es de los nuestros y entonces...
—Quizá, quizá —dije entrecortadamente—. Pero ahora ya no tengo fuerzas. Es demasiado para un solo día. —Traté de cerrar todas las puertas y adelanté mi personalidad cotidiana. Cuando el coche se puso otra vez en movimiento, entreabrí lo suficiente una puerta como para preguntar—: ¿Qué hay entre usted y Lucine? ¿Es usted un amigo de la familia o algo parecido?
— Conozco un poco a la familia —dijo Low—. Pero no saben nada de Lucine y yo. La niña me sorprendió un día, el año pasado, mientras yo pasaba frente a la escuela. Los otros chicos la atormentaban. Yo nunca había sentido en mi vida esa confusión, ese desgarramiento. Pobre niña terrestre. Una inteligencia de tres años en un cuerpo de doce.
—Una inteligencia de cuatro años —murmuré—. O casi cinco. Está aprendiendo un poco.
—Cuatro o cinco —dijo Low—. Debe de ser terrible estar atrapado en un cuerpo.
— Sí —suspiré —. Estar encerrado en la prisión de uno mismo.
Sentí de nuevo que el dedo tibio me acariciaba, suavemente, consolándome, aunque Low no se había movido. Volví la cara a la oscuridad, ocultando las lágrimas.
Era tarde cuando llegamos a Kruper. Aún había luces en los bares y en una casa o dos, pero la pensión estaba a oscuras, y al detenerse el coche pude oír los chirridos débiles del portal de entrada, sacudido por el viento. Descendimos sin hacer ruido, murmurando, sintiendo el peso del silencio, y fuimos de puntillas hasta el portal. Allí los cabellos se me enredaron como siempre en el rosal trepador, y mientras Low me ayudaba a soltarme, nos echamos a reír. Supongo que ninguno de los dos nos sentíamos jóvenes y felices desde hacía tiempo, libres de nuestras amargas tensiones, aceptándonos mutuamente tal como queríamos ser, con todo lo que el mundo rechazaba en nosotros. Habíamos vislumbrado los dos un alma hermana y ahora mostrábamos nuestra alegría.
Nos detuvimos bajo el balcón del primer piso tratando de contener la risa.
— Creerán que estamos locos si nos oyen —dije, ahogándome.
—Tengo una noticia que darle —me dijo Low en el oído—. Estamos locos. Y estoy dispuesto a probárselo. —Oh.
Corno si yo necesitara una prueba. La risa de Low me hacía cosquillas en la mejilla. —Probémoslo.
— ¿Cómo?
—No subamos por la escalera —susurró Low—. Subamos por el aire. Para qué cansarnos si podemos...
Me extendió la mano. Serios de pronto, bajarnos otra vez al jardín y nos quedamos allí un momento, inmóviles, tomados de la mano, mirando hacia arriba.
— ¿Listos? —murmuró Low, y sentí que tiraba de mí. Me elevé en el aire detrás de él, apretando todo mi miedo en mi otra mano crispada.
Y entonces una rama del rosal se me enganchó en el pelo.
— ¡Espere! —Murmuré, sintiendo otra vez la risa en la garganta—. Estoy presa.
—Atada a la Tierra —rió entre dientes Low, desprendiéndome el pelo.
— Sonría al decirlo, amigo mío —repliqué, sintiendo que la alegría me cundía el corazón, pues ahora podía bromear a propósito de algo tan amargo, y tratando de ignorar que mis pies flotaban en el aire.
Al fin me libré de la rama y Low me alzó hacia él. Me parece que nuestros labios apenas se rozaron, pero subimos más arriba del balcón y tuvimos que descender un poco. Low me ayudó a pasar por encima de la baranda.
—Lo hicimos —murmuró.
— Sí —dije—. Lo hicimos.
De pronto nos quedamos petrificados. Alguien venía hacia el hotel. Alguien que se tambaleaba y zigzagueaba y golpeaba el portal con un estrépito de vidrios rotos.
— ¡Ay! ¡Ay! ¡Madre mía! —Severeid Swanson cayó de rodillas junto a la botella rota—. ¡Ay! ¡Virgen purísima!
— ¿Nos vio? —murmuré conteniendo el aliento. —No lo creo. —Las palabras de Low eran un aire tibio en mi mejilla—. Sólo se ve a sí mismo, desde hace años.
—Cuidado con esa silla.
Fuimos a tientas por la oscuridad hasta el vestíbulo. Una débil lámpara de quince vatios se reflejaba en los grifos amarillos y en el agua de la pileta. Gracias a aquellos grifos disponíamos de agua en el primer piso.
Nos despedimos rápidamente, en silencio.
Yo estaba sentada al borde de la cama, en camisón y en bata, cepillándome el pelo, cuando oí unos pasos y un murmullo junto a mi puerta. Comprobé que el cerrojo estaba bien echado y seguí cepillándome. Siguió el ruido de un golpe, unos nudillos llamaron a la puerta, y vi que movían el picaporte.
— ¡Maestra! —Me llamaban en voz baja—. ¡Maestra! ¿Quién diablos puede ser?, pensé. Fui hasta la puerta y me incliné a escuchar.
—¿Sí?
—Déjeme entrar.
El hombre hablaba trabajosamente, espaciando las palabras.
— ¿Qué quiere?
—Hablar con usted, maestra. Asombrada, abrí la puerta. Severeid Swanson estaba de pie en el pasillo, tambaleándose. Pero me habían dicho que no hablaba inglés... se inclinó peligrosamente hacia adelante. Le brillaba el rostro y parecía más joven que nunca.
—Se me rompió la botella. Por culpa de ustedes. No es bueno volar sin alas. Los ángeles santos, sí, pero no los enamorados. No deben volar para besarse. Eso me hace caer la botella. Todos los sueños por el suelo.
Severeid se echó hacia atrás y se enjugó el sudor de la frente.
—No está bien. Le digo esto porque usted tiene luz en la cara. Usted es buena con Esperanza. Tiene sueños que no son de la botella. Tiene sonrisas y no risas para los que están perdidos. Pero no debe volar. No está bien. Se me rompió la botella.
—Lo siento —dije, asombrada—. Le compraré otra.
—No —dijo Severeid—. La última vez me dijeron esto también, pero el milagro me quita las ganas de beber. La última vez, como pájaros, todos, todos en el cielo... sobre las lomas... los buenos. Los que tampoco se ríen de los perdidos.
— ¿La última vez? —Torné a Severeid por el codo y lo metí en mi habitación, cerrando la puerta, sintiendo un escalofrío de excitación a lo largo de los brazos—. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Quién volaba?
Severeid me miró guiñando unos ojos de buho y pasándose la punta de la lengua por los labios resecos. —No está bien volar sin alas —repitió.
— Sí, sí, ya sé. ¿Cuándo vio a esos otros que volaban sin alas? Tengo que encontrarlos. ¡Tengo que encontrarlos!
—Como pájaros —dijo Severeid, balanceándose—. Sobre las lomas.
—Por favor —dije, tratando desesperadamente de recordar lo poco que sabía de español.
—Trabajé allí mucho tiempo. No los vi más. Bebo más que antes. El chino Joe me dio una botella nueva.
—Por favor, señor —le grité—, ¿dónde? ¿Dónde?
Una sombra cubrió el rostro de Severeid. Se le aflojó la boca. Entornó los párpados y me miró con unos ojos muertos.
—No comprendo. —Miró alrededor, aturdido—. Buenas noches, señorita.
Salió retrocediendo y cerró suavemente la puerta.
—Pero... —grité mirando la puerta—. ¡Espere!
Me eché en la cama y apreté contra mí lo que acababa de oír.
¡Otros!, pensé, ¡Volando sobre las lomas! ¡Todos, to— dos en el cielo! Quizás, oh, quizás uno de ellos estaba esta tarde en el hotel de la ciudad. Quizá no estén lejos. Si lo hubiésemos sabido...
De pronto sentí que se abría ante mí un abismo terrible. Si era cierto, si Severeid había visto a otros que volaban como pájaros por encima de las lomas, entonces Low tenía razón, ¡había realmente otros! Había entonces un cañón, una nave, y una Morada. ¿Pero y yo? Retrocedí hundiéndome en mí misma. Me volví y apreté la cara contra la almohada. Mis padres. Mi abuelo Josh, y mi abuela Malvina, y mi bisabuelo Bonedaly y... Busqué todos los recuerdos de familia que yo había oído alguna vez. El cruce del océano. La nueva patria. Sí, mis antepasados eran tan sólidos como un muro de piedra a mis espaldas, y se remontaban a... al mismo Adán, casi. Me apoyé en esa certeza y grité sintiendo que el muro de piedra oscilaba y se convertía en una cortina agitada por los vientos de la duda.
No, no, sollocé, y por primera vez en mi vida, llamé llorando a mi madre, sintiéndome tan abandonada como si ella estuviese muerta.
En seguida me senté en la cama, bruscamente.
No puede ser cierto, grité, Severeid es un borracho. Quién sabe qué extravagancias le inspira su botella. No puede ser cierto.
Pero quizá sea cierto, murmuraba maliciosamente otra parte de mí misma. Quizá sea cierto. En los días que siguieron no hubo nada notable. En la batalla que libraba conmigo yo había alcanzado una plácida llanura, quizá porque tenía algo nuevo en que ocupar mi mente, o quizá porque todas las emociones necesitan un reposo.
No obstante, la alegría de haber encontrado a Low no se calmaba fácilmente. Sentía en mí sus «buenos días» cuando pisaba el primer escalón a la mañana, y a veces su mudo «buenas noches» me despertaba en la oscuridad.
Un día, luego de la cena, Marie se plantó firmemente ante mí cuando yo dejaba la mesa. Sin decir una palabra señaló mi plato. Parecía que yo había estado jugueteando con la comida, como un chico. Enrojecí.
— ¿No está buena? —preguntó cruzando las manos sobre el abdomen rotundo e inclinándose peligrosamente hacia atrás.
—Al contrario, Marie —alcancé a decir—, está muy buena, pero no tengo hambre.
Escapé de la nube de ajo del indignado resoplido de Marie, y de la secreta diversión de Low. ¿Cómo podía decirle a Marie que Low había estado mostrándome el doble arco iris que él había visto esa misma tarde y que yo había estado tan absorta en la contemplación de los colores y tan maravillada por poder recibirlos de Low que me había olvidado de la comida?
Low y yo estábamos mucho tiempo juntos, conociéndonos, pero la mayor parte del tiempo nos la pasábamos sentados ostensiblemente con los otros, en el porche, al atardecer, escuchando las viejas historias de minas y ganado que pasaban de mano en mano corno monedas usadas cada vez que los ciudadanos de Kruper se reunían en algún sitio. Una buena historia nunca se gasta, de modo que al cabo de un tiempo no nos costaba mucho seguir las repeticiones familiares sin dejar de estar solos y juntos en el grupo.
¿No piensas que necesitas un poco más de práctica?
La silenciosa pregunta de Low era como una débil claridad detrás del rumor de voces.
¿Práctica?
Me moví en mi silla, menos hábil que Low en seguir a la vez el hilo de dos conversaciones.
De vuelo, dijo Low con exagerada paciencia. Como la última vez en la loma y hacia el balcón.
Oh. El éxtasis y el terror se confundieron en algo que giró dentro de mí. Sentí que me abandonaba a los brazos cálidos y fuertes de Low en vez de debatirme como en el cañón.
Oh, no sé, respondí, cerrándome rápidamente a él, todo lo posible. Me parece que ya lo hago muy bien.
Un poco más de práctica no te hará daño. Había risas en la réplica de Low. Pero sería mejor esperar a que yo estuviera cerca. Nunca puede saberse.
¿De veras?, pregunté. Mira. Me alcé en la oscuridad a diez centímetros por encima de la silla. Ya está.
Algo me empujó suavemente y empecé a flotar a la deriva. Me eché hacia atrás rápidamente y caí sentada al borde de la silla, golpeando ruidosamente el piso con los talones. La historia que contaban en ese momento se interrumpió de pronto y todos se miraron.
—Mosquitos —improvisé—. No puedo soportarlos.
¡Esto no es justo!, balbuceé. ¡Haces trampa!
Todo está permitido en... respondió Low y calló rápidamente sin continuar la cita.
Aja, pensé. Aja. ¿Y esto es una guerra?
En todo el resto de la velada me sentí desproporcionadamente feliz.
Luego llegó el sábado, de un cielo tan azul y nubes tan luminosas que no fui capaz de quedarme adentro lavando ropa y cosiendo botones y dudando entre arreglarme el esmalte de las uñas o sacármelo. Me calcé un par de sandalias, me puse una falda de lana, me recogí las mangas de la blusa escocesa, me anudé las mangas del suéter a la cintura, y partí hacia las colinas. Seguiría el trazado de la cañería de agua del pueblo hasta el manantial y vería si estaba en tan malas condiciones como decían todos.
Hice una pausa, jadeando, en la última terraza rocosa que dominaba el pueblo y miré el grupo de casas golpeadas por la intemperie que se alzaban de este lado de Kruper. Más allá de las vías del ferrocarril, en un espacio abierto, había cuatro casas nuevas, una al lado de la otra. Habían sido construidas cuando se reabrió la mina del Pavo Dorado, y brillaban como cubos de juguete contra el rojo sombrío de la colina.
Me aparté el pelo de la cara arrebatada y di la espalda a Kruper. Aquí y allá, a intervalos, entre las colinas, asomaban unas secciones del conducto de agua del pueblo, sostenidas en algunos casos por caballetes de madera para franquear las desigualdades del terreno. En otros sitios seguían los contornos irregulares de las lomas. Algunos minutos, y algunas secciones de cañería más tarde, me divertí en tratar de parar con las manos el chorro de agua que salía de uno de los tantos agujeros del viejo caño herrumbrado y contando los tarugos de madera tallados a mano que obstruían otras aberturas. Parecía un milagro que llegase agua al pueblo. Estaba tan distraída que me llevé inconscientemente la mano a la cara cuando un dedo cálido empezó a dibujar...
— ¡Low! —exclamé, volviéndome hacia él—. ¿Qué haces aquí?
Low se dejó caer desde una roca que se alzaba por encima de la cañería.
—Johnny no se siente bien hoy. Me pidió que mirara si se había caído algún tarugo.
Nos echamos a reír mientras mirábamos a lo lejos y veíamos los abanicos de agua y la vegetación más verde que señalaban el paso del acueducto.
—Apuesto que ha colocado mil tarugos —dijo Low.
— ¿Cómo no se le ocurre poner una cañería nueva? —Los tarugos son para él objetos de familia —dijo Low, tallando vigorosamente un trozo de madera—. Ha de sentirse realmente muy débil para permitir que yo tapone hoy los agujeros. Todos esos tarugos tienen un valor sentimental para él. Se remontan por lo menos a tres generaciones atrás.
Low metió el tarugo en el mayor de los agujeros y dio un paso atrás secándose la cara con el dorso de la mano.
—Sigamos subiendo —dijo—. Te mostraré el manantial.
Nos sentamos a la sombra húmeda de los árboles que crecían a la entrada de la caverna. En el interior, el agua burbujeaba y borboteaba, azul, blanca y verde antes de desaparecer en el caño carcomido. Estábamos sentados a ambos lados de la cañería, abandonándonos felizmente a la conciencia de la presencia del otro, cuando de pronto, durante un precioso minuto, fluimos juntos como cursos de agua que se confunden, tan completamente unidos que el movimiento con que nos separamos nos dejó aturdidos. ¿Una dulzura semejante sin que siquiera nos tocásemos?
De cualquier modo, dimos la espalda rápidamente a esta emoción nueva y terrible, y Low hizo descender una flor de lo alto de la pared de piedra.
—Gracias —dije oliéndola y estornudando con fuerza—. Me gustaría poder hacer eso.
—Bueno, puedes hacerlo. Alzaste aquella roca en Machron y te alzaste tú misma.
—Sí, yo misma. —Me estremecí, recordando—. Pero no la roca. Sólo la moví.
—Prueba con esa. —Low hizo rodar una piedra hasta un estrado azul que asomaba en la arena húmeda. Luego, sumisa, la piedra descendió trazando un débil surco en la arena hasta los pies de Low—. Levántala.
—No puedo. Ya te dije que no puedo levantar nada del suelo. Sólo puedo mover las cosas.
Moví a un lado un pie de Low.
Low, sorprendido, puso el pie en la posición anterior.
—Pero puedes hacerlo, Dita. Eres de...
Tiré al agua la flor con que había estado jugueteando y vi cómo desaparecía en la cañería. Alguien, allá abajo, se sorprendería al verla aparecer en su fregadero, si una de las mil fuentes del acueducto no florecía antes...
—Pero todo lo que tienes que hacer es... es...
Low buscó inútilmente las palabras.
Me incliné hacia adelante, ansiosamente. Sí, quizá yo pudiera aprender.
—¿Sí?
—Bueno, levantalo —Qué revelación —dije, decepcionada—. En fin. ¿Puedes tú hacer esto? Mira. —Busqué en mi bolsillo y saqué dos alfileres de gancho y un poco de polvo entre las uñas—. ¿Tienes ahí una moneda?
— Seguro.
Low sacó una moneda del bolsillo y me la hizo llegar. Se la devolví.
—Enciéndela —dije.
— ¿Que la encienda? ¿Que la queme quieres decir? Low miraba la moneda por un lado y por otro.
No. Enciéndela. Adelante. Es fácil. Todo lo que tienes que hacer es encenderla. Cualquier metal sirve, pero la plata es mejor.
Nunca oí nada parecido —dijo Low frunciendo el ceño.
—Tienes que saberlo —grité— si eres parte de mí. ¡Si los dos venimos del Radiante Principio tienes que recordar!
Low volvió la moneda lentamente.
—Es una broma. Quieres reírte de mí.
— ¡Una broma! —Me acerqué y lo miré a la cara—. ¿No busco una respuesta desde hace tanto tiempo? ¿No me gustaría acaso ser parte de algo? ¿Crees tú que me complazco en torturarme diciendo que no cuando podría tranquilizarme diciendo que sí? Si yo pudiera tender las manos y decir: soy como vosotros... —Volví la cabeza, parpadeando—. Dame —dije sorbiendo las lágrimas—.Dame esa moneda.
Tomé la moneda de los dedos de Low, y sentándome otra vez la hice girar rápidamente sobre mi palma. Se iluminó inmediatamente, resplandeciendo cada vez más y al fin para poder mirarla tuve que entornar los ojos. Cerré la mano y sentí en la piel el pulso fresco de la moneda.
—Ya está. —Extendí la mano hacia Low y los huesos me brillaban con una luz rosada—. Está encendida.
—Luz —murmuró Low, tomando la moneda con una admiración temerosa—. ¡Luz fría! ¿Cuánto tiempo puedes tenerla así?
—No necesito tenerla así. Brillará hasta que yo la apague.
¿Cuánto tiempo?
¿Cuánto tiempo tarda el metal en convertirse en polvo? —Me encogí de hombros — . No sé. ¿Sabe ese Pueblo tuyo encender el metal?
Low me miró fijamente.
—No. No recuerdo eso.
—Por lo tanto yo no soy como vosotros. —Traté de decirlo ligeramente, aunque se me desgarraba el corazón—. Parece casi como si fuésemos iguales, pero no es así. Tú viniste por un camino. Yo por otro.
¡Ni siquiera como él!, grité interiormente. ¡Ni siquiera soy como él! Respiré profundamente e hice a un lado toda aquella emoción.
—Mira —dije—, ninguno de los dos pertenecemos a un tipo. Somos diferentes. Pero tú estás satisfecho con la explicación que has encontrado. Yo no la he encontrado aún. ¿Podríamos dejarlo así?
Low me tomó por los hombros y la moneda describió un arco en el aire y cayó en el manantial. Me sacudió con una firmeza contenida, como si le temblaran las manos.
—Te aseguro, Dita, que no invento historias. Soy parte del Pueblo, y tú también, y todas tus negativas no cambiarán las cosas. Somos iguales... Nos miramos un rato, obstinadamente, y al fin Low me soltó y sus manos cayeron a lo largo de mis brazos. Dejamos el manantial y nos alejamos silenciosamente por el sendero, tomados de la mano. Miré hacia atrás y vi la luz de la moneda y la apagué.
No, me dije a mí misma, no es así. Yo lo sabría si fuese cierto. No somos iguales. ¿Pero qué soy entonces? ¿Qué soy?
Fatigada, trastabillé en la senda estrecha.
Durante este tiempo todo estaba en calma en la escuela. Petie había decidido al fin que «dos» podía tener un nombre y un signo, y aprendió los números hasta diez en un solo día.
Y Lucine —símbolo para Low y para mí de nuestro propio encierro— enrojecía de placer leyendo su segundo libro de lectura.
Sin embargo, me acuerdo del último día de tranquilidad. Yo estaba sentada a mi escritorio releyendo una carta donde me decían —como en las nueve anteriores— que no conocían a ningún chino Joe. Hasta entonces yo le había ocultado a Low el asombroso episodio de Severeid Swanson. Quería darle yo misma ese Cañón, si existía. Y quería que ése fuese mi regalo, para él y para mi pobre trastornado yo. Y sobre todo yo quería estar segura de una cosa por lo menos, aunque esto probara que estaba equivocada y que Low y yo debíamos separamos. Una sola certidumbre sería un consuelo y un principio de unión para nosotros.
Yo deseaba, y frecuentemente, poder enfrentarme con Severeid y sacarle a la fuerza alguna información, pero el hombre había desaparecido... Había dejado el empleo sin retirar siquiera su última paga. Nadie sabía adonde había ido. Lo habían visto por última vez en Kruper al día siguiente de haber hablado conmigo, en las primeras horas de la mañana. De pie, tambaleándose, con una botella en cada mano, parecía esperar en la encrucijada a que algún vehículo se detuviese espontáneamente, y parecía en verdad que alguien se había detenido, y que lo había llevado.
Le pregunté a Esperanza acerca de Severeid, y la niña jugueteó con la pulsera brillante que llevaba en la muñeca.
—Es un borracho —dijo al fin desapasionadamente—. Quizá se perdió. —Le brillaron los ojos—. El año pasado se perdió y los policías lo recogieron en El Paso. Trajo un perfume. Quizá fue a El Paso otra vez. Era un perfume muy agradable. —Esperanza se alejó escaleras abajo—. Volverá —dijo—, si no está muerto en alguna zanja.
Sacudí la cabeza y sonreí de mala gana pensando que Esperanza hubiera luchado como un gato salvaje si alguien le hubiese hablado así de Severeid...
Suspiré y volví a esa carta decepcionante. De pronto fruncí el ceño y me moví incómoda en la silla. ¿Qué andaba mal? Me sentí terriblemente inquieta. No parecía ser nada físico. Paseé los ojos por el cuarto. Petie era una escuadrilla de aviones de reacción mientras dibujaba los aparatos, y los suaves vrrr, vrrr, vrrr eran casi el único sonido vocal que se oía en la sala. Debajo había un zumbido plácido, como de costumbre. Había vuelto al nivel vocal cuando de pronto me sumergí otra vez. Había ahora un zumbido agudo y penetrante, parecido al de una una abeja irritada, un zumbido malicioso y de furia. ¿Qué era eso? Me encontré con los ojos inflamados de Lucine y comprendí.
Perdí casi el aliento ante esa ola repentina de cólera y de odio. Y cuando traté de llegar a la niña, por debajo, me sentí rechazada... no deliberadamente, pero como si nunca hubiese habido contacto alguno entre nosotras. Me sequé en la falda las manos temblorosas, como si se me hubieran mojado en lo que acababa de leer.
La campana del recreo sonó tan estruendosamente que tuve un sobresalto. En seguida me reí con los niños, y tan pronto como me fue posible corrí a la sala de la señora Kanz.
— Lucine va a tener otro ataque —dije sin más preámbulos.
La señora Kanz escribió una nota en lo alto de una composición de literatura.
— ¿Por qué lo supone?
—No lo supongo, lo sé. Y esta vez no será demasiado lenta. Ocurrirá una desgracia si no hacemos algo.
La señora Kanz dejó el lápiz y se cruzó de brazos, con la boca apretada.
—Piensa usted demasiado en Lucine —dijo, ásperamente—. Si está usted a punto de creer que ya puede predecir la conducta de la niña, está usted yendo demasiado lejos. La gente empezará a decir que es usted muy rara. ¿Por qué no la olvida y se dedica a... bueno, a Low? Debe de ser mucho más divertido que Lucine, estoy segura.
—Low también podría decírselo —grité—. Sabe más de Lucine de lo que nadie cree.
—Eso me han dicho. —En la voz de la señora Kanz había un ronroneo malicioso que yo no le había oído nunca—. Los han visto juntos en las lomas. Bueno, Lucine es retardada sólo mentalmente. Recuerde que tiene más de doce años, y algunos hombres...
Golpeé violentamente la superficie del escritorio con la mano abierta. Sentí un fuego en los ojos y la señora Kanz se echó hacia atrás como si hubiese recibido un puñetazo, llevándose el dorso de la mano a la mejilla en un ademán defensivo.
—Yo... yo... era una broma —balbuceó.
Respiré profundamente para contener mi cólera.
— ¿Qué hará con Lucine?
Mi voz era muy suave.
—¿Qué puedo hacer? ¿Qué se puede hacer?
—Muy bien —dije amargamente—. Olvídelo.
Traté toda la tarde de comunicarme con Lucine, pero la niña parecía abotagada e indiferente... en la superficie. Adentro, la violencia y el odio hervían como una lava, y una vez, sin provocación aparente, se inclinó en el pasillo y le pellizcó el brazo a Petie, que se puso a gritar.
Lucine estaba de pie frente a la clase, de cara a la pared, cuando sonó la última campana.
—Puedes irte, Lucine —le dije a esa torva desconocida en que se había transformado la niña.
Le puse una mano en el hombro. Lucine esquivó el cuerpo con un movimiento fluido y rápido. Le alcancé a ver el perfil cuando se iba. Apretaba las mandíbulas y tenía en tensión los músculos del cuello.
Corrí al hotel, casi aturdida por la preocupación, a esperar a que Low saliera de la mina. Me paseé por la alfombra oriental dando vueltas en torno de la estufa panzuda, mirando una docena de veces a través de los visillos y los vidrios sucios y agrietados, y golpeándome la palma con el puño. El teléfono chilló de pronto en la pared y sentí casi un dolor físico.
Alcé bruscamente el receptor.
—¡Sí! —grité—. ¡Hola!
—Marie. Quiero hablar con Marie. —Era una voz lejana y chirriante—. Llame a Marie.
Llamé a Marie, la dejé en el teléfono, y salí al porche. Caminé de arriba abajo, de arriba abajo, y la voz de Marie crecía y se apagaba.
...bueno, era de esperar. Una loca como ella...
¡Lucine! —grité, y corrí adentro—. ¿Qué ha pasado?
¿Lucine? —Marie me miró desde el teléfono frunciendo el ceño—. ¿Qué tiene que ver Lucine? La hija de Marson se escapó anoche con el hombre del ascensor del Golden Turkey. Él tiene por lo menos cincuenta años y ella apenas dieciséis. —Marie se volvió al teléfono, ávidamente—. Sí, sí, sí.
Llegué de vuelta a la puerta justo a tiempo para ver que un coche se detenía en la calle. Recogí mi abrigo y llegué al pie de los escalones cuando en el coche se abría una portezuela.
— ¿Lucine? —jadeé.
—Sí. —El sheriff me abrió la portezuela de atrás. El ayudante me miró con unos ojos saltones, asombrado por la rapidez de los acontecimientos—. ¿Dónde está la chica? —No sé —dije—. ¿Qué ocurrió?
—Se volvió loca al salir de la escuela. —Nos alejamos velozmente del hotel—. Tomó a Petie por los talones y lo lanzó contra una roca. Persiguió a los otros niños a pedradas y luego se encarnizó otra vez con Petie. Está vivo aún, pero el doctor ya no sabe cuántas heridas tiene y le están haciendo transfusiones. La señora Kanz dice que usted debe de saber dónde está Lucine.
—No. —Cerré los ojos y tragué saliva—. Pero la encontraremos. Busquemos a Low primero.
El autobús de la mina se detenía en ese momento en el puesto de combustible. Low bajó del autobús y entró en el coche del sheriff antes que pudiéramos pronunciar una palabra. Vi mi ansiedad reflejada en la cara de él y nos estrechamos las manos.
Durante las dos horas siguientes recorrimos los caminos de Kruper. Fuimos a todos los lugares donde Lucine podía haberse escondido, pero no estaba en ninguna parte, ni entre los matorrales al pie de las colinas ni en los pinares de las montañas.
—Daremos otra vuelta, pasando por el cañón de Polonia. Si no la encontramos ahí habrá que llamar a los hombres y traer perros. —El sheriff aceleró para subir la cuesta que llevaba al cañón—. No entiendo cómo una chica pudo escapar tan rápido.
—No la ha visto correr —dijo Low—. Nunca corre delante de otra gente. Parece que volara apenas un poco más bajo que un aeroplano. Jamás pude alcanzarla. Toma aliento y luego ya casi no pisa el suelo. Ni los perros de Claude la alcanzarían.
— ¡Paren! —Me tomé del borde del asiento—. ¡Paren el coche!
Los frenos funcionaban bien. Nos desenredamos y saltamos a tierra.
—Por allí —dije—. Está en algún sitio por allí.
Miramos los matorrales de una colina, del otro lado del cañón.
—Oh, no —gruñó el sheriff—. No en Cleo II. Ese agujero del infierno no nos ha traído más que desgracias desde que abrieron el primer pozo. Agua y gas y desprendimientos de arena, todo lo que puede encontrarse. He retirado bastantes cadáveres de ahí, y mi padre antes que yo. ¿Por qué piensa que Lucine está por ese lado, maestra? ¿Vio usted algo?
—Sé que está por ahí cerca —dije evasivamente—. Quizá no en la mina, pero sí en los alrededores.
—Echemos una ojeada —suspiró el sheriff—. Me gustaría saber cómo pudo verla desde el otro lado del auto.
El sheriff bajó al camino y vi que empuñaba un fusil de caza.
¿Un fusil? —le pregunté sin aliento—. ¿Para Lucine?
¿Usted no ha visto a Pede, no es cierto? —dijo el hombre—. Yo sí. Las bestias peligrosas se cazan con fusil.
— ¡No! —grité—. La llamaremos y vendrá. —Quizá sí —dijo el sheriff—. Y quizá no. Cruzamos el camino y bajamos al cañón.
— ¿Estás segura, Dita? —murmuró Low—. Yo no la siento. Sólo una bestia de presa que...
—Es Lucine —dije con una voz ahogada—. Es Lucine. Sentí la repugnancia de Low.
— ¿Ese... ese animal?
—Ese animal. ¿Qué venimos a hacer, Low? Quizá debiéramos dejarla sola.
—No sé. —Sufrí con el dolor de Low—. Por Dios que no lo sé.
Lucine estaba en Cleo II.
El ruido de unas piedras, en el interior de la mina, turbó de pronto nuestro angustiado silencio. Me sentí casi físicamente enferma.
—Lucine —llamé en la oscuridad del pozo—. Lucine, sal de ahí. Es hora de volver a casa.
Una piedra del tamaño de un puño me hizo tambalear. Me froté el hombro dolorido.
— ¡Lucine! La voz de Low, imperiosa, se extendió a lo largo de toda la banda. La respuesta fue un gruñido inarticulado.
El sheriff nos miró.
—¿Y bien?
—Está completamente loca —dijo Low—. No nos escuchará.
—Maldición —dijo el sheriff—. ¿Cómo la sacaremos de ahí?
Nadie tenía una respuesta, y nos quedarnos un rato inmóviles, sin saber qué hacer, mientras el sol de la tarde zumbaba a nuestras espaldas iluminando apenas la entrada de la mina. De pronto una lluvia de piedras cayó alrededor de nosotros, golpeando el suelo desnudo y sacudiendo los matorrales. En seguida una larga queja gutural me heló los huesos.
—Voy a tirar —dijo el sheriff, muy pálido—. Voy a tirar.
Alzó el fusil y asentó los pies en el suelo.
¡No! —grité—. ¡Es una niña! ¡Una criatura! El hombre me miró torciendo la boca.
¿Eso? —dijo, y escupió.
El ayudante le tironeó de la manga y se lo llevó a un costado murmurando rápidamente. Le lanzó a Low una mirada inquieta. Low buscaba a Lucine en él mismo, con los ojos cerrados y la cara tensa.
Los dos hombres se pusieron a juntar unas piedras amontonándolas a la entrada de la mina, al alcance de la mano. Luego, tomando aliento, se pusieron a bombardear el pozo. Durante un rato la respuesta fue una lluvia de piedras y en seguida un grito ultrajado que decreció cuando Lucine se internó un poco más en la oscuridad.
— ¡Ya la tengo!
Los dos hombres redoblaron sus esfuerzos, acercándose más a la entrada, y Low me tomó por el brazo para impedir que los siguiera.
—Hay una grieta adentro —me dijo—. Están tratando de llevarla ahí. Una vez eché una piedra y no la oí tocar fondo.
— ¡Es un asesinato! —grité librándome de Low y tomando al sheriff por la manga—. ¡Paren!
—No hay otra posibilidad —gruñó el sheriff, hinchando los músculos del brazo—. Es mejor que muera ella y no Petie y todos nosotros. Está decidida a matar.
—Yo haré que venga —dije cayendo de rodillas y llevándome las manos a la cara—. Yo haré que venga. Denme un minuto.
Me concentré como nunca lo había hecho hasta entonces. Salí impetuosamente de mí misma y me lancé a la oscuridad de la mina, internándome en una oscuridad cada vez más densa y horrorosa, y luché con la oscuridad que había en Lucine hasta que al fin esas mismas sombras me invadieron. Insistí, tercamente, tratando de meter un filo de sentido común en aquella locura. Low me alcanzó cuando yo ya me perdía en la marea oscura. Me alcanzó y me sostuvo hasta que al fin pude librarme y regresé del infierno.
De pronto un rumor apagado sacudió la colina, y la entrada de la galería vomitó una nube de polvo amarillo.
Hubo un aullido animal que se interrumpió bruscamente, y luego un grito de dolor y terror, el grito de una niña aterrorizada, un horrorizado despertar en la oscuridad, un grito que pedía ayuda y luz.
— ¡Es Lucine, Lucine! —sollocé—. Ha vuelto. ¿Qué ocurrió?
—Un derrumbe —dijo el sheriff—. Han cedido los puntales. Estaban podridos desde hacía muchos años. La chica ha quedado debajo, seguro.
—Pero es Lucine de nuevo —dijo Low—. Tenemos que sacarla.
—Si el derrumbe se ha producido donde pienso —dijo el sheriff—, está perdida. Hay un pasaje que es todo polvo. El polvo más fino que pueda encontrarse. Se mueve como una cascada de agua, y ahoga a un hombre del mismo modo. —Apretó los labios — . El primer cadáver que vi en mi vida lo saqué de ese polvo. Yo tenía dieciséis años, y era el más flaco del grupo, y cuando localizaron el cuerpo me enviaron abajo. Lo saqué tirando de los pies. Un nombre terco, hundido en ese polvo como en un pantano. Sacar a este cuerpo también llevará mucho trabajo... Bueno —concluyó poniéndose el fusil a la espalda—, será mejor que volvamos al pueblo y traigamos una cuadrilla.
—No está muerta —dijo Low—. Respira todavía. Está debajo de algo y no puede librarse.
El sheriff lo miró entornando los ojos.
— Me habían dicho ya que era usted un poco raro —di jo—. Me parece que éste es un momento de crisis, si se puede decir así. ¿Quiere que la lleve de vuelta al pueblo, señora? —me preguntó con una voz más dulce—. No hay nada que hacer aquí. La chica ha muerto.
—No, no ha muerto —dije—. Está viva aún. La oigo.
—Dios —dijo el sheriff—. Son dos ahora. Bueno, perfecto. Los dejo aquí para cuidar que la galería no se escape mientras yo no estoy.
Torció la boca en una sonrisa, como orgulloso de su propio ingenio, y se alejó con el ayudante.
Escuchamos los ecos del motor hasta que se desvanecieron en las colinas boscosas de alrededor. Oímos el ruido del viento en los matorrales y el grito lejano de algún pájaro. Oímos los golpes de nuestros corazones y la aterrorizada confusión de Lucine. Y oímos el dolor que empezaba a martillar el cuerpo de la niña, y la hoja afilada y brillante de una agonía que terminaba en la inconsciencia. Y luego los dos nos encontramos abriéndonos paso a tientas en la oscuridad del túnel. Trastabillé y caí y sentí que algo pesado fluía sobre mis piernas y mi vientre, atándome al suelo. Low seguía avanzando ante mí.
—Vuelve —me advirtió—. Vuelve o nos quedaremos aquí los dos.
— ¡No! —grité tratando de librarme—. No puedo dejarte solo.
—Vuelve —dijo Low—. La encontraré y la sostendré hasta que lleguen los hombres. Tú tienes que ayudarme a retener el polvo.
—No puedo —gemí—. No sé cómo hacerlo.
Hundí las manos en la sábana pesada que me cubría las piernas.
— Sí, puedes hacerlo —dijo Low dentro de mí—. Con céntrate y ya verás.
Rehice de rodillas la increíble distancia que me separaba de la entrada del túnel, y me acurruqué allí apretándome la cara con las manos sucias. Miré adentro de mí, muy adentro hasta llegar a una profundidad que de pronto fue una cima. Me alcé, mente y alma, hacia arriba, hacia arriba, hasta encontrar una nueva Persuasión, una nueva capacidad, y lentamente, lentamente, me interné en la marea seca que llenaba la mina, y comencé a apartar el río sombrío que había cubierto a Lucine de modo que únicamente el brazo replegado impedía que el polvo le entrara por la nariz y la boca.
Low se internaba en la masa de arena tratando de llegar a Lucine antes que se agotara todo el oxígeno.
Estábamos juntos, trabajando de tal modo que ya no éramos dos personas. Eramos una persona, que era a la vez una multitud de personas, unidas en un tremendo esfuerzo. Como éramos todos, no necesitamos palabras mientras trabajábamos hacia Lucine. Encontramos una rodilla doblada, una falda desgarrada, un tobillo torcido... y el madero astillado que la clavaba al suelo. Retuve el polvo mientras Low escarbaba para encontrar la cabeza.
Cuidadosamente, abrimos un espacio para la cara de Lucine. Cuidadosamente, trabajamos para librarla del madero. Al fin Low tomó en sus brazos el cuerpo inerte de Lucine... y desapareció. Desapareció completamente, entre una respiración y otra.
— ¡Low! —grité, incorporándome en la boca del túnel, pero el sonido de mi grito murió en el estruendo que sacudió el suelo. Miré horrorizada cómo la colina se doblaba y cedía y caía en el silencio luego que un puñado de guijarros, casi ocultos en una nube de polvo, rodaron hasta mis pies.
Grité otra vez y el cielo giró en una espiral enceguece—dora de bordes de afiladas copas de pinos, y de pronto innumerables Severeid Swanson aparecieron en las copas y en el cielo y giraron llamando:
— ¡Maestra! ¡Maestra!
El mundo entero se detuvo, como si alguien hubiese apoyado una mano sobre él. Me incorporé.
— ¡Severeid! —le grité—. ¡Están ahí! ¡Ayúdeme a sacarlos! ¡Ayúdeme!
—Maestra —dijo Severeid encogiéndose de hombros—, no comprendo. Le traigo a alguien que vuela. Lo busqué. Usted me dijo que lo necesitaba. Lo encontré. ¿Qué hace ahí llorando?
Antes que yo tuviese conciencia de una presencia junto a Severeid, sentí a alguien en mi mente. Antes que yo pudiera articular una palabra, me la arrancaron. Antes que yo pudiera moverme, oí el ruido de las rocas, y dándome vuelta caí de rodillas y observé, aterrorizada y maravillada, cómo se alzaba todo el flanco de la colina y caía en arcos a un costado y a otro, como tierra removida por un arado. Vi que el polvo se levantaba como una fuente roja y amarilla por encima del surco. Vi el flanco de la colina que caía otra vez. Vi a Low y a Lucine que se posaban en el suelo, ante mí, y vi que toda la luz se desvanecía mientras yo caía hacia adelante, y mis dedos acariciaban la mejilla de Low antes de hundirme profundamente en la oscuridad.
El sol estaba en todas partes. Yo podía sentir bajo la manta delgada, en mi mejilla, el almohadón de arena. Podía oír el viento frío que soplaba entre los árboles, y los árboles gemían allá arriba. Pero en nuestro refugio, contra la montaña, unas palmas de granito recogían el sol del otoño. Yo podía alcanzar a Low sin moverme, y a Valancy y a Jemmy. Sin abrir los ojos, podía verlos a mi alrededor, consolándome. El momento era demasiado precioso. Me volví y me senté.
—Cuéntenme otra vez —dije— cómo Severeid los encontró de nuevo.
No presté atención a la sonrisa indulgente que intercambiaron Valancy y Jemmy. No me importó sentirme como una niña... si ellos eran el mundo de los adultos.
—Nos vio por primera vez —dijo Jemmy— cuando el vino le dio sueño y decidió dormir a la sombra de una roca, en un sitio que habíamos elegido para un picnic. Estaba tan borracho, o era tan ingenuo, o las dos cosas, que no se asombró ni se sintió ofendido cuando nos ele— vamos y nos movimos en el cielo. Se sentía en verdad intrigado y encantado. Pensó que estaba muerto y que había escapado al purgatorio y nos costó impedir que se lanzara detrás de nosotros. Por supuesto, antes de separarnos le bloqueamos el recuerdo de esa escena, para que no pudiera hablar de nosotros con nadie excepto con otras gentes del Pueblo. —Me sonrió—. Por eso nos sentimos realmente inquietos al enterarnos de que había hablado con usted y que usted no era del Pueblo. Por lo menos no de la Morada. Nuestro provincialismo recibe con usted un tercer golpe. Peter y Bethie fueron el primero, pero al menos ellos eran en parte del Pueblo, en cambio usted... —Jemmy meneó la cabeza—. No, usted estaba fuera.
—Sí. —Me estremecí pensando en los largos años en que yo había estado fuera de todo el mundo—. Estaba fuera.
Y me abandoné al triple consuelo que emanaba de Low, de Jemmy, y de su mujer, Valancy.
—Bueno, cuando usted le dijo a Severeid que quería encontrarnos vino tambaleándose lo menos posible al sitio del picnic. Cuando lo encontramos, debía de estar tendido allí, sobre las cenizas del campamento, desde hacía varios días. Se moría de sed y había perdido hasta el recuerdo de la comida. —Jemmy tomó aliento—. Bueno, cuando supimos que Severeid conocía por lo menos a dos que se parecían a nosotros... Bueno, hemos estado buscándonos casi desde que llegaron las primeras naves. Tiene que haberse sentido bastante mal con la altura y la velocidad, sin la tranquilidad de un avión ni nada... Sentimos cómo usted luchaba tratando de salvar a Low y a Lucine cuando estábamos a kilómetros. Alabados sean los Poderes que nos permitieron llegar a tiempo.
Suspiré y busqué el calor de la mano de Low, para deshelar el recuerdo de aquel momento terrible.
— Sí —dije.
—Yo nunca lo había hecho con tanta rapidez — continuó Jemmy—, ni en una escala tan grande. No sabía bien si la luz crepuscular sería bastante fuerte, de modo que yo mismo me quedé boquiabierto cuando vi cómo se abría la montaña. —Sonrió débilmente—. Convendrá, me parece, que restrinjamos la práctica de los Poderes. Fue un verdadero terremoto.
—Muy cierto. —Me estremecí—. ¿Y qué pensó Severeid de todo eso?
—Hicimos que Severeid olvidara todo el episodio de la mina —dijo Valancy—. Pero el sheriff se sintió realmente sorprendido, cuando llegó con la cuadrilla. Apenas pudo articular: «¡Dios! ¡Cleo II se ha escapado!».
— ¿Y Lucine? —pregunté saboreando la respuesta que ya conocía.
—Y Lucine aprende ahora —dijo Valancy—. Bethie, nuestra Sensitiva, descubrió lo que anda mal en ella y ya está arreglado. Será una criatura normal, muy pronto.
— ¿Y... yo? —murmuré, sin saber qué esperar.
—Un ser como nosotros —dijeron los tres dentro de mí—. Nacida o no en la Tierra, como nosotros.
—Pero qué problema —comentó Jemmy—. Pensamos que lo habíamos catalogado todo. Había gente entre nosotros que era toda del Pueblo, y otra que era mitad del Pueblo y mitad de la Tierra como Bethie y Peter. Y luego apareció usted. ¡Y sin nada del Pueblo!
Sí —dije, apoyándome otra vez, cómodamente, en mi ancestral pared de piedra—. Sin nada del Pueblo.
Sin embargo, usted es como una respuesta a algo que nos preguntamos desde hace mucho tiempo —dijo Valancy—. Quizá luego de tantos siglos de extravío la gente de la Tierra está alcanzando también las Persuasiones. Hemos encontrado huellas de ese desarrollo, pero muy fragmentarias. No imaginábamos que alguien hubiese llegado tan lejos. Quién sabe cuántos hay en el mundo, esperando también que lo encuentren.
—Ocultándose, querrá decir —comenté—. Nadie anda de un lado a otro pidiendo que lo encuentren. No luego de las primeras reacciones de los demás. Oh, quizás al principio uno corre para que los otros compartan esa maravilla, pero uno aprende pronto a ocultarse.
—¡Pero tan parecida a nosotros! —exclamó Valancy—. ¡Dos mundos y sin embargo tan parecida a nosotros!
—Pero Dita no puede alzar cosas inanimadas —la interrumpió Low.
—Y ustedes no pueden encender metales —repliqué.
—Y tampoco puede emplear los rayos del sol y de la luna.
—Y Low no puede reunir las nubes —dije—. Y si no deja de atormentarme traeré en seguida esa tormenta que está ahora sobre Morenci y lo empaparé hasta los huesos.
— ¡Sería capaz de hacerlo! —rió Valancy—. De modo que dejémosla tranquila.
Callamos todos y descansamos en la arena tibia hasta que al fin Jemmy se dio vuelta y abrió un ojo.
—Valancy —dijo—, Dita y Low pueden comunicarse más fácilmente que tú y yo. A veces es casi involuntario.
Valancy también se volvió.
— Sí —dijo—. Y Dita puede bloquearme también. Sólo una vidente puede bloquear normalmente a otra, y Dita no es una vidente.
Jemmy sacudió la cabeza.
—Como todas las criaturas terrestres. Siempre marchando a destiempo. ¡Qué problema nos trae esta muchacha!
Sí, interrumpió Low, un problema y medio. Sin embargo creo que voy a quedarme con ella de veras.
Sentí en mí la risa tierna de Low.
Cerré los ojos contra el sol y vi la luz dorada en los párpados. Me he reencontrado, pensé incrédulamente, sintiendo una punzada de repentina alegría. Me he reencontrado de veras.
Me envolví en el manto de mi sueño, sabiendo al fin y con seguridad que un día podría extender esa tela no sólo sobre mí sino sobre todos los extraviados y confundidos también. Algún día todos seríamos lo que ahora era sólo un sueño.
Me dormí dulcemente, sintiendo en la mejilla el calor de la mano de Low... Me dormí al fin, sin el temor de despertar.
Oh, ¿sería posible? ¿Sería posible?, pensó Lea, excitada. Quizá, quizá...
Sintió la presión de una mano en el hombro, se volvió, y se encontró con los ojos comprensivos de Melodye.
—No —dijo Melodye—, todavía somos Extraños. Es como el color de los ojos. Tienes los ojos de color castaño, o no. No somos el Pueblo. Bienvenida a las puertas del horno.
—Parecería —dijo el doctor Curtis— que estuvieras engordando con sólo mirar y oler.
— ¡Que estuviera engordando! —se quejó Melodye—. ¡Oh, no! No luego de tantos esfuerzos...
—Bueno, quizá que te estuvieras alimentando sería un modo más amable de decirlo, además de más exacto. No parece por lo menos que estuvieras consumiéndote.
—Quizá —dijo Melodye, tranquilizándose—, quizás es porque sé que puede haber esa clase de comunicación entre la gente del Pueblo, y tratando de tener yo también ese Don me he hecho más receptiva a una fuente que no sabe de Extraños, ni del Este y el Oeste, ni de esclavos ni libres...
—Jummm —dijo el doctor Curtis—. Tienes ahí un buen tema para meditar.
Karen y Lea se separaron de las gentes que iban charlando, felices. Habían llegado frente a la casa. Las dos muchachas se detuvieron, arrebujadas en sus chaquetas, hasta que el sonido de las otras voces murieron en ecos de sombra en los bajos del cañón. Lea alzó la barbilla a una brisa repentina y fresca.
—Karen, ¿piensas de veras que alguna vez saldré adelante? —preguntó.
Si no estás demasiado enamorada de tus dificultades —dijo Karen, la mano en el pestillo—. Si no estás demasiado decidida a remodelarte de acuerdo con tus propios deseos. Quizá te parezca que cualquier otra solución no sería satisfactoria, pero tienes que saber que tu propio juicio no es siempre completamente válido ni la estrella que señala el rumbo de tu viaje. Actuamos demasiado a menudo como si nuestro pensamiento fuera una norma universal. Pero en verdad es preferible admitir que la marcha del universo no depende enteramente de ti, que no puedes ser responsable de todo, y que hay muchas cosas que es posible y conveniente dejar en manos de otro.
Dejar que... —Lea se miró las manos apretadas—. Las he tenido así tanto tiempo que es asombroso que las uñas no me hayan crecido atravesándome las palmas.
¡Un buen recurso para no tener que usar esmalte de uñas! —rió Karen—. Pero entremos, es hora de dormir. ¡Oh, seré tan feliz cuando un día pueda llevarte a la colina! —Abrió la puerta y entró, tironeando de la chaqueta de Lea—. Tengo tantas ganas de hablarlo contigo, una buena y vieja charla de las que sólo se puede tener con un Extraño. Llegué a aficionarme a eso en el año que pasé entre Extraños...
La voz de Karen se fue apagando en el pasillo. Lea alzó los ojos a las estrellas brillantes que puntuaban el cercano horizonte.
Las estrellas descienden, pensó, a las lomas y la oscuridad. La oscuridad sube a las lomas y las estrellas. Y aquí en este porche hay un sitio vacío del tamaño de mí misma que trata de llegar a ser. Es tan difícil reconciliar la oscuridad y las estrellas, ¿pero qué otra cosa somos sino un intento de reconciliación?
La noche cayó de nuevo. A Lea le parecía que el tiempo era como un abanico. Las noches eran los huesos firmes, cuidadosamente labrados, que sostenían la identidad del tiempo. Los días se plegaban dócilmente entre las noches; días que contenían figuras sólo porque estaban limitados a un lado y a otro por las noches; días plegados con garabatos ininteligibles. Lea se cuidaba muy bien de tratar de leer esos garabatos. Si significaban algo, ella no quería saberlo. Sólo mientras no tratara de descubrir significados o de relacionar una cosa con otra podría ella conservar esa paz precaria de los días plegados y las noches activas.
Se instaló casi con alegría en el pupitre que había llegado a ser agradablemente familiar. Es casi como drogarse con películas o libros o televisión, se dijo a sí misma. Traigo mi mente vacía a las reuniones, dejo que las historias fluyan atravesándome, y llevo de vuelta a casa mi mente vacía.
¿A casa? ¿A casa? Sintió en el pecho la torsión de un puño cerrado, pero se concentró obstinada en las luces que colgaban del cielo raso. Las miró con atención.
—No son luces eléctricas —le susurró a Karen—. Ni tampoco lámparas de petróleo. ¿Qué son?
—Luces —sonrió Karen—. Cuestan unos pocos centavos cada una. Unos pocos centavos y Dita. Ella las enciende para nosotros. Yo he estado practicando corno loca y casi enciendo una el otro día. —Rió de buena gana—. ¡Y ella es una Extraña! Oh, Lea, te digo que no sabes hasta qué punto recurres al orgullo para calentarte en este mundo frío hasta que alguien abre un agujero en ese orgullo y una corriente de aire te hace temblar de pies a cabeza. Dita fue ese necesario desgarrón para muchos de nosotros, benditas sean sus puntiagudas orejitas.
—Hola —dijo el doctor Curtis deslizándose en su asiento junto a Lea—. Le gustará la historia de esta noche —dijo saludando a Lea con un movimiento de cabeza—. Hay muchas cosas en común entre usted y la señorita Carolle. Me parece muy interesante, la historia, quiero decir, y también la semejanza. Bueno, de todos modos la historia me parece interesante pues mi delicada mano italiana...
La señorita Carolle bajó por el pasillo y el doctor Curtis calló.
Oh, ¡pero es una impedida!, pensó Lea asombrada. O lo ha sido, se corrigió. En seguida se preguntó por qué la señorita Carolle le había hecho pensar en impedimentos.
¿Impedimentos? Lea enrojeció. ¿Muchas cosas en común entre nosotras? Retorció la punta del pañuelo. Por supuesto, admitió con humildad, inclinando la cabeza. Tullida, impedida... Contuvo el aliento sintiendo que la oscuridad crecía y la desgarraba, para entrar, o para salir, o simplemente para desgarrarla. Antes que unas cuentecitas de sudor frío tuvieran tiempo de formársele en el labio superior y en el nacimiento del cabello sintió que Karen la tocaba, con una fuerza curativa. Gracias, mi jarabe balsámico, pensó fatigosamente. ¡No seas tonta!, dijo el pensamiento afilado de Karen. ¡Ríete de las vendas ahora que las heridas se han cerrado!
La señorita Carolle murmuró en el repentino silencio:
—Nos hemos reunido aquí en Tu Nombre.
Lea dejó que el mundo se alejara de ella.
—Mi tema es el tema de una canción —dijo la señorita Carolle—. ¿Listos?
La música se alzó suavemente, viniendo de ninguna parte y de todas partes. Lea se sintió envuelta en una dulce plenitud. En seguida una voz tomó la melodía, suavemente, poco a poco, de modo que a Lea le pareció que la música misma se había modulado en palabras, y era ahora un llanto que antes nunca había encontrado expresión.
A orillas de los ríos de Babilonia Llorábamos recordando a Sión y las arpas colgaban de los sauces.
Aquellos que nos habían esclavizado nos pedían una canción y aquellos que nos habían arruinado nos pedían alegría y que cantáramos una canción de Sión.
¿Cómo podíamos cantar una canción del Señor en esa tierra extraña?
Lea cerró los ojos y sintió que unas lágrimas débiles se le deslizaban bajo los párpados. Apoyó la cabeza en los brazos, sobe el pupitre, ocultando la cara. Sentía en el corazón, desgarrado por la angustia de la música, el dolor de todos los cautivos que alguna vez habían sido, y el dolor de todos los cautiverios, pero más especialmente el de aquellos que se habían exiliado ellos mismos, que se habían encerrado en sí mismos, y habían perdido la llave.
La gente era ahora una persona que escuchaba mientras la señorita Carolle se retorcía las manos y extendía los dedos, tensos un instante, y luego comenzaba...
CAUTIVERIO
Supongo que muchas almas solitarias se habrán sentado a la ventana por las noches, mirando afuera el diluvio de luz de luna, tristes con una tristeza que no sabe de consuelos, una tristeza subrayada por esa belleza que es en sí misma una pena agradable; pero muy pocos sin duda habrán visto lo que yo vi aquella noche.
Estaba yo apoyada contra el marco de la ventana, bastante cerca como para que el diluvio de luz me tocara los pies desnudos y el borde del camisón, salpicando de blanco las patas de la cama, pero sin iluminar nada de mí que pudiera mostrarme como una persona, separada de la noche. Yo disfrutaba precipitada, brevemente de la magia de esa belleza antes que la luna se perdiera detrás del espeso boscaje de álamos a orillas del arroyo, más allá de la curva del jardín. La primera mata de hojas se dibujaba contra el filo de la luna cuando de pronto lo vi: el chico Francher. Sentí una momentánea oleada de desilusión y molestia, pues me pareció que la presencia de alguien, quienquiera que fuese, no digamos el chico Francher, estropearía esa perfecta belleza; pero mi molestia pasó en seguida, cuando se despertó mi interés.
¿Qué hacía allí ese chico, mitad negro y mitad blanco, al filo del claro de luna? En el caprichoso ordenamiento del pueblo, una esquina de la tienda de Croman, a no más de media docena de metros, apuntaba al jardín de atrás de la casa de los Somatasen donde yo alquilaba una habitación. Las ventanitas de la tienda parpadeaban bajo el alero, a plena luz. El chico Francher estaba de pie, de espaldas a la luna, observando las ventanas. Me asomé a mirar. El chico encogía los hombros, como en una actitud de expectativa, un preludio de movimiento, el principio de algo. Y de pronto lo vi allá arriba, en las ventanas, empujando suavemente las hojas de vidrio, abriendo un oscuro rectángulo en el costado blanco de la tienda. Y casi en seguida desapareció. Parpadeé y miré de nuevo. Tienda. Ventanas. Un hueco abierto. Nada del chico Francher. Ventanas, allá arriba bajo los aleros. Una abertura. Nada del chico Francher.
Poco después hubo un movimiento en la abertura, y el chico Francher asomó con las manos llenas y bajó deslizándose por la luz de la luna, hasta el suelo.
Eh, me dije a mí misma, un momento.
El chico Francher se sentó en el extremo del madero de doce por doce que estaba allí tirado, la mitad en nuestro jardín y la otra mitad detrás de la tienda. Cuidadosa y ordenadamente dispuso el botín a lo largo de la tabla. Tres botellas de cola, una caja de caramelos largos, y una armónica grande que había estado durante años en la tienda. El chico se sentó y estudió los objetos, tocándolos con las puntas de los dedos. Alzó una botella y observó la tapa. Abrió la caja de caramelos y la cerró de nuevo. Pasó un dedo por la armónica y la levantó sosteniéndola entre las puntas de los dedos índices. La miró a la luz de la luna, balanceando lentamente la cabeza. Y mientras el chico movía la cabeza, débil, débilmente oí cómo subía una escala musical, y cómo descendía luego.
Las notas cautelosas cantaban bajas pero claras en la noche tranquila.
La luz de la luna encendía agujeros en las copas de los álamos, y el patio se iba deslizando hacia la sombra. Oí cómo las notas se empinaban rápidamente, y bajaban en cascadas jubilosas, felices, y vi el reflejo cromado de la armónica, bailando de las sombras a la luz y retrocediendo de nuevo, cantando, intacta en el aire. Y la luna llegó a un espacio abierto entre los árboles e iluminó casi con violencia al chico Francher. Estaba sentado en la tabla, mirando la armónica, con una sonrisita en la cara, hosca de ordinario. Y mientras él miraba, la armónica cantaba una sencilla canción. De pronto la cara se le ensombreció, y miró las cosas que había dejado sobre el madero. Las recogió bruscamente y caminó por la luz de la luna hasta la ventanita y entró por allí de cabeza. Detrás, sola, desatendida, la armónica bailaba y tocaba, revoloteando y disparándose como una libélula. El chico reapareció poco después, sacando primero la cabeza. Se sentó en el aire, junto con la armónica, y la miró y la escuchó. La alegre danza se hizo más lenta y cambió. La armónica lloró en voz baja a la luz de la luna, un llanto doliente e interrogativo que subía en espiral, dando vueltas; al fin entró por la ventana y la música se perdió en la oscuridad. La ventana se cerró con un dic, y el chico Francher bajó golpeando el suelo. Se alejó entre las sombras, los codos aleteando hacia atrás, los puños hundidos en los bolsillos.
Solté la cortina de viejo encaje en la que mis dedos apretados habían abierto cuatro agujeros del tamaño de mis uñas, y dejé escapar un suspiro que no recordaba haber retenido. Miré el madero desierto y me pasé la lengua por los labios. Aspiré una larga bocanada de ese aire de la montaña que —se suponía— me hacía tanto bien, y me volví. Por milésima vez murmuré no, y caminé a tientas hasta la cama. Por milésima vez alcancé mis muletas y me columpié al borde del lecho. Arrastré mi parte inerte sobre la cama, y me acomodé para dormir.
Me recosté en la almohada y me puse las manos detrás de la cabeza, los codos sobresaliendo a los costados. Miré el cuadrado encendido que era la ventana hasta que al fin la luz onduló y se encrespó ante mis ojos somnolientos. La mente me daba vueltas alrededor de lo que había pasado, pero no parecía inclinada a hincar los dientes en alguna clase de explicación. Me desperté sobresaltada; la luz de la luna se había ido, se me habían dormido los brazos, y no había dicho mis oraciones. Arropada en cama, envuelta en el consuelo familiar de mis oraciones de la noche, fui pasando de la vigilia al sueño, siguiendo la danza y el fulgor de una armónica que lloraba a la luz de la luna.
La luz del sol de la mañana llegó hasta la mesa del desayuno, echando sombras alpinas al otro lado de los copos de maíz, más allá del tazón de azúcar. Entorné los ojos a la luz, y no pude entender que hubiera algo vivo y activo y tan... esperanzado a esa hora de la mañana. Me apoyé sobre los codos por encima de la taza de café, y me quedé mirando mi desánimo, tan oscuro como ese café.
—... el chico Francher.
Mi cabeza dio media vuelta sobre el apoyo de las manos. Anoche, recordé a medias, anoche.
—Me rindo. —Anna Semper puso la tercera cucharada de azúcar en el café y se movió morosamente—. En todos los niños hay algo... quiero decir, siempre hay alguna manera de llegar a ellos... en todos menos en el chico Francher. No puedo llegar a él de ningún modo. Si por lo menos fuera agresivo, o activamente malo, o activamente cualquier cosa, tal vez yo pudiese hacer algo. Pero no, se sienta ahí, como una planta, y cuando pasamos todos los límites, y al fin él hace algo, mi reacción es de furia. No soporto a los niños que pueden y no quieren. —Anna frunció oscuramente el ceño y agregó otras dos cucharadas de azúcar al café—. Prefiero de veras un idiota activo a un genio apático. —Probó el café e hizo una mueca—. Ni siquiera una decente taza de café que me dé ánimos para enfrentar a ese monstruito.
Me reí:
—Cinco cucharadas de azúcar estropearían cualquier cosa. Y no desesperes. ¿Probaste con la música? La música hace milagros...Anna se ruborizó hasta las orejas. No supe decir si furiosa o turbada.
¡Música! —La cucharita tintineó contra el plato. Anna vaciló buscando las palabras — . Es ridículo, pero tengo que mandarlo fuera en las clases de música.
¿Al chico Francher? ¿Fuera? ¿Por qué? Creí que se estaba siempre quieto, como una planta.
Anna se ruborizó todavía más.
— Sí, es como una planta —dijo lentamente—, pero... —Jugueteó con la cucharita y al fin estalló—: Pero a veces el tocadiscos no funciona cuando él está.
Bajé despacio mi taza.
— ¡Vamos! —dije—. Admito que el café está demasiado fuerte, pero no exageres.
—No exagero, es cierto. —Anna hacía girar la cucharita entre las manos — . Cuando el chico está en la sala, ese maldito tocadiscos marcha siempre demasiado despacio o demasiado rápido, y hasta para atrás. Te lo juro. Y una vez... —Miró furtivamente alrededor y bajó la voz—: Una vez tocó todo un disco sin estar enchufado.
—Tendrías que patentar eso —dije—. Te daría montones de dinero.
— ¡Ríete! —Anna bebió otro sorbo de café, haciendo una mueca—. Empiezo a creer en poltergeists... ya sabes, eso que actúa por medio o a causa de un adolescente. Si tuvieras que lidiar con ese chico en clase...
Toqué una tostada fría.
— Sí, si tuviera...
Y durante un instante la odié a Anna; tenía una cara sincera y me miraba con simpatía, y al mismo tiempo evitaba volverse hacia las muletas apoyadas en la mesa. Abrió la boca, la cerró, y se inclinó sobre la taza.
— ¿Polio? —me dijo, enrojeciendo otra vez. —No —contesté—, un accidente de auto.
—Ah. —Anna vaciló—. Bueno, a lo mejor un día...
—No —dije—. No —negando esa leve posibilidad que me hubiese mantenido fuera de la resignación. —Ah —dijo Anna—. ¿Hace mucho?
— ¿Mucho? —Durante un momento me quedé como perpleja, mirando la distorsión del tiempo. ¿Cuánto hacía? Bastante como para estremecerme cada vez que me sorprendía la inmovilidad, en donde había esperado un movimiento. Bastante como para que hubiese una eternidad entre lo que yo era ahora y la última vez que me había movido descuidadamente—. Casi un año —dije, sintiendo en la memoria ese dolor que comenta—: Hace un año yo podía...
Anna se miró el reloj de pulsera, rápida, apreciativamente.
— ¿Eras maestra?
Yo ya no verificaba automáticamente la hora. La inmediatez de los relojes había muerto para mí. Continué, sonriendo:
— Sí —dije—. Por eso te entiendo en eso del chico Francher. Yo también tuve niños como ése.
—Siempre hay alguno. —Anna suspiró levantándose—. Bueno, es hora de mi peregrinaje a la colina. Hasta luego.
Y la puerta vaivén del vestíbulo repitió la partida de Anna, una y otra vez, con entusiasmo decreciente. Luché sobre mis pies y me balanceé hasta la ventana.
—¡Eh! —grité.
Anna se detuvo en la cerca y me miró por encima del hombro mientras apoyaba los libros en el poste del portón.
—¿Sí?
— Si te da mucho trabajo, mándamelo con una nota. Al menos descansarás un rato.
—Eh, qué buena idea. Gracias. Magnífico. ¡Enderézate la aureola!
Arma me saludó sacudiendo un codo mientras desaparecía detrás del viejo sauce, más allá del portón.
No pensé que lo haría, pero lo hizo.
No fue más que un par de días después; oí el ruido del portón y alcé los ojos del libro. El viejo mecanismo que cerraba el portón con un contrapeso golpeó duramente detrás del chico Francher. El chico subió los escalones del porche mientras yo lo estudiaba, sin mostrar nada de la incomodidad que cualquier otro niño hubiera sentido, en una situación semejante. Trepó los tres escalones y me alargó un sobre en silencio. Lo abrí: Decía: ¡Sacúdete la aureola! Me encuentro en un atolladero, y no puedo salir. ¿No querrías tenerlo para siempre?
— ¿Por qué no te sientas? —le dije al chico señalando la mecedora del porche, mientras me preguntaba cómo me las arreglaría con este asunto.
El chico miró la mecedora, y se dejó caer en el escalón superior.
— ¿Cómo te llamas?
Francher me miró sin curiosidad.
—Francher. —Tenía una voz áspera, de sonido raro.
— ¿Tu primer nombre? —Mi nombre. — ¿No tienes otro? —le pregunté pacientemente, como en un diálogo de primer grado, a pesar de su edad.
—Dicen que Clement.
—Clement Francher —repetí—. Suena bien, ¿pero cómo te llaman?
Las cejas se le alzaron oblicuamente y una sonrisita amarga le dobló las comisuras de los labios.
—Con la mirada... delincuente juvenil, haragán, inútil, carga insoportable...
Retrocedí ante la helada malicia de aquella voz.
—Pero sobre todo me dicen una frase entera, como «Bueno, qué puede esperarse de un ambiente como ése».
El chico Francher apretó los nudillos blancos contra los desteñidos pantalones de dril. De pronto los dedos fueron rosados otra vez, y sin que hubiera habido ningún movimiento visible de relajación, la tensión cesó del todo. Pero los ojos seguían siendo los de un muchachito demasiado grande para llorar y demasiado chico para cualquier otra clase de consuelo.
— ¿De qué ambiente hablan? —le pregunté con tranquilidad, como si tuviera algún derecho a saberlo. Me contestó sencillamente, como si me debiera la respuesta.
—La feria, íbamos por todas las ferias del país. Mamá —la voz se le apagó casi del todo—, mamá hacía un número, leía el pensamiento. Era un número muy bueno. Mejor que cualquiera... mejor de lo que ella quería. A veces le hacía daño y la asustaba, eso de meterse en las mentes de otras personas. A veces volvía a la casa rodante y lloraba y lloraba y se daba una ducha muy muy larga y se lavaba hasta que se le arrugaban las manos y el pelo le colgaba en mechones empapados. Se le torcía en las puntas. No podía sacarse el miedo y el odio y... y el cansancio y la suciedad, ni aun así. Sólo cuando le leía la mente a un Bueno, o visitaba una iglesia oscura, de velas altas.
— ¿Y dónde está ahora? —le pregunté, observando en mi mente esa imagen cálida: espaldas estrechas e indefensas bajo un batón ligero y húmedo, con hebras de pelo mojado que le goteaban sobre un hombro.
—Se fue. —Los ojos del chico miraban por encima de mi cabeza—. Murió. Hace tres años. Me adoptaron luego. Quieren hacer de mí un ciudadano decente.
El chico hablaba sin ninguna inflexión en la voz. Las palabras caían entre nosotros, en nuestro silencio, chatas como hojas de papel.
—Te gusta la música —le dije enroscándome la nota de Arma en el dedo índice, recordando lo que había visto aquella noche.
— Sí. —El chico miraba la nota—. Pero la señorita Semper no me cree. Odio esa música envasada, que suena como rasguños.
— ¿Cantas?
—No. Yo hago música.
— ¿Quieres decir que tocas un instrumento? El chico se enfurruñó, impaciente.
—No. Yo hago música con instrumentos.
—Ah —dije—, ¿hay alguna diferencia?
—Sí. —El chico miró para otro lado. Yo lo había decepcionado o le había fallado de algún modo.
—Espera —le dije—. Hay una cosa que quiero mostrarte.
Me arrastré sobre mis pies. Oh, fui bastante rápida y hábil en vista de las circunstancias, creo, pero allí, ante los ojos del chico Francher, el esfuerzo me pareció interminable y doloroso. Al fin estuve de pie y salí balanceándome por la puerta. Cuando volví con la cadena del llavero, el chico miraba todavía mi silla vacía, y tuve que volver a sentarme observada por aquellos ojos fijos.
— ¿No puede levantarse sola? —me preguntó natural mente.
—Muy poco, por muy poco tiempo —le contesté, como si no pudiera hacer otra cosa.
—No camina sin esos aparatos —me dijo él.
—No puedo caminar sin esos aparatos. Toma. —Le extendí mi llavero. Había un dije allí: una armónica de cuatro notas, tan diminuta que yo nunca había podido hacer sonar una nota por separado. Las cuatro notas juntas eran como el aliento débil de un acorde, un leve sonido vacilante.
El chico Francher tomó la cadenita entre los dedos y balanceó el dije hacia atrás y adelante, inclinando la cabeza de modo que el sol le tembló sobre el pelo. La cadena dejó de moverse. Pasó un rato, y luego, nítidas, altas, llegaron las cuatro notas, una después de la otra. Hubo una leve pausa, y las cuatro notas solitarias se unieron en un acorde dulce y claro.
—Haces música —le dije con una voz que apenas se oía.
Sí. —El chico me devolvió la cadena y se puso de pie —. Espero que a ella se le haya pasado ya. Me vuelvo.
¿A trabajar?
—A trabajar. —Sonrió torcidamente—. Por ahora al menos.
Se alejó por el pasillo.
— ¿Y si se lo digo? —Le grité mirándolo.
—Se lo dije ya una vez —me contestó por encima del hombro—. Pruebe si quiere.
El chico Francher se fue, y me quedé sentada largo rato en el porche, los dedos cerrados sobre la armónica, mientras miraba cómo el sol me trepaba por la falda hasta el regazo. Al fin di vuelta el sobre de Anna. El borde engomado estaba intacto. Había un extremo roto, por donde yo había abierto el sobre. El papel era opaco. Soplé un pequeño acorde en la armónica y sentí que un escalofrío me subía por la espalda. El escalofrío fue desplazado en seguida por una ola de cálida excitación. ¿De modo que la madre del chico Francher había tenido el poder de leer los pensamientos? ¿De modo que él conocía lo que había en el sobre cerrado? ¿O lo había sabido antes por Anna? De modo que podía hacer música en una armónica. De modo que el chico Francher era... Mis atropellados pensamientos se detuvieron. ¿Qué era el chico Francher?
Ese día Anna volvió de la escuela, subió cansadamente los cuatro escalones, y se apoyó contra la balaustrada, mitad sentada, mitad recostada.
—Estoy demasiado cansada para sentarme —dijo—. Me han dado cuerda como un reloj y sonaré en cualquier momento. —Medio se rió e hizo una mueca—. Quizá sea culpa de la lavandería. Me he quedado escasa de ropas. —Tomó aliento, con un sonido ronco—. Parece que encendiste un fuego debajo de ese chico Francher —dijo—. Volvió y se metió en el libro de matemática e hizo todos los trabajos de la semana, que había descuidado hasta entonces. Además los hizo en menos de una hora. Me enfurece de veras. —Hizo otras muecas y se llevó una mano al pecho—. Maldito polvo de tiza. Gracias por tu ayuda. Quisiera ser optimista, sí, y creer que va a durar. —Echó atrás la cabeza y aspiró otra bocanada, los ojos cerrados por el esfuerzo—. Falta aire aquí. — Se llevó los dedos al cuello de la blusa—. De todos modos, el chico Francher dijo que me reemplazarías hasta que se me curara la neumonía. —Ahora se rió; una risita silenciosa—. No sabe que no es más que polvo de tiza, que nunca me enfermo. —Hundió la cara entre las manos y rompió a llorar—. No estoy enferma, ¿no es cierto? Es sólo ese maldito chico Francher...
Todavía hablaba del chico Francher cuando vino la señora Somansen y la llevó a la cama; luego llegó el médico y le auscultó el pecho y meneó la cabeza.
Y así fue como el primer grado que estaba en la planta baja fue trasladado de prisa arriba, y el octavo grado fue trasladado de prisa abajo, y yo me encontré una vez más aceptando el desafío de una clase, diciéndome a mí misma que el chico Francher no necesitaba ningún conocimiento especial para saber que yo sería la suplente. Al fin y al cabo, a mí me gustaba Arma, yo era la única suplente disponible. Además, cualquier aumento de la mensualidad, aun el sueldo de una suplente, era siempre bienvenido. Los cheques mensuales alcanzaban para vivir, pero era bueno llevar en los bolsillos un poco de dinero extra.
A media mañana yo ya conocía algo de lo que tanto perturbaba a Anna. La presencia del chico Francher era como un peso muerto para cualquier tarea que nos propusiéramos. Las lecciones cojeaban, se atascaban, y se detenían cuando llegaban a él. La actividad daba vueltas alrededor de su inactividad, creando remolinos de distracción. No era sólo una especie negativa de no—participación lo que emanaba del chico Francher, sino un agresivo, positivo no—hacer. No era sólo un estorbo, sino una oposición activa, aunque nadie hubiese podido decir en qué consistía exactamente esa oposición. Esto, junto con mi decepción —la fácil comunicación que había habido alguna vez entre nosotros se había interrumpido del todo—, la fatiga de estar en posición vertical todo el día en vez de caer de cuando en cuando en la horizontal, y la tensión de sentirme otra vez presa, helada, en un cuarto poblado de adolescentes y preadolescentes, me habían abrumado de veras, y a eso de la media tarde me sentí como atontada.
Así que caí en el eterno refugio de las maestras fatigadas, y abrí una discusión acerca de qué—quiero—ser—cuando—sea—grande. Ya habíamos pasado por las acostumbradas enfermeras y pilotos y camareras de avión, y constructores de puentes, con las acostumbradas y también inesperadas bailarinas de ballet y físicos atómicos (aunque el niño todavía no sabía sumar seis más nueve), cuando la polémica se rompió en espumas como una ola contra el chico Francher, y allí se quedó.
El chico Francher estaba echado en su asiento, apoyando todo el peso del cuerpo en la nuca y el extremo lejano de la columna vertebral. La clase suspiró, todos juntos pero en silencio, y esperó la contribución de Clement Francher.
— ¿Y tú, Clement? —lo incité, cambiando en vano de posición, tratando de aliviar el grito tenso de unos músculos doloridos.
—Un enemigo de la ley —dijo Francher hoscamente, sin tomarse la molestia de enderezarse—. Haré una lista y violaré las leyes que haya... y no me meterán preso.
—¿Para qué? —le pregunté tratando de acallar un espasmo de dolor—. Un enemigo de la ley no es un hombre útil.
—¿Quién quiere ser útil? —preguntó Francher—. Yo utilizaré a los otros, puedo hacerlo.
—Quizá —dije, sabiendo que era cierto—. Pero ése no es el camino de la felicidad.
— ¿Y quién es feliz? —dijo el chico—. Los malos no son felices porque son malos. Los buenos no son felices porque tienen miedo de los malos.
—Clement —le dije suavemente—, creo que tú...
—Yo digo que está loco —interrumpió Rigo con una luz en los ojos negros—. No le haga caso, señorita Carolle. Se pasa el tiempo diciendo locuras.
Vi de pronto que el pesado globo terráqueo se movía en el último estante de la biblioteca, detrás de Rigo, deslizándose hacia el borde. Vi cómo se alzaba en el estante y grité:
—¡Clement!
La urgencia de mi voz sobresaltó a toda la clase, incluso al chico Francher, y Rigo se hizo a un lado, apartándose de la línea de caída del globo terráqueo, que se hizo trizas a sus pies.
Algunos niños gritaron, otros boquearon, y al fin se alzó una babel de voces. Encontré los ojos del chico Francher y vi que enrojecía y bajaba la cabeza. Pero en seguida se enderezó, orgulloso, desafiante, y me devolvió la mirada. Se mojó el dedo índice en la lengua y dibujó una marca invisible en el aire. Meneé la cabeza lentamente, apenada. ¿Qué podía hacer yo con semejante chico?
Bueno, pero tenía que hacer algo, de modo que le dije que se quedara después de terminadas las clases, aunque los otros se preguntaban por qué. Francher esperó apoyado contra la puerta desafiándome con todos los desgarbados ángulos del cuerpo, y los pulgares enganchados en los bolsillos de delante. Dejé que los ruidos de la partida se desvanecieran y murieran: el último retintín apresurado de una caja de almuerzo, el último susurro de unas pisadas, el último portazo reverberante. El chico Francher se apoyaba ya en un pie ya en otro, aflojando los hombros.
— Siéntate —le dije al fin.
—No.
El tono había sido inexpresivo, indiferente. Miré al chico. Le miré los planos jóvenes y descarnados del rostro; la boca triste, apretada, terca; los ojos que se le nublaban en una obstinada resolución. Me incliné sobre el escritorio, apoyando las manos en el borde, y pensé qué podría decirle. Los razonamientos eran inútiles. Un chico de esa edad tiene respuestas para todo.
—Todos sentimos la violencia en nosotros, alguna vez —dije apretando las manos—, pero no siempre podemos dejarla salir. Piensa en lo que ocurriría si fuera de otro modo. —Sonreí torciendo la boca—. Si hace un rato yo hubiera obedecido a mis impulsos, es posible que te hubiera golpeado la cabeza con una enciclopedia.
Las pestañas del chico Francher aletearon, saltaron. Me miró a los ojos por primera vez.
—Hay ocasiones en que basta contener el aliento, hasta que la violencia se va de nosotros. En otros momentos es demasiado grande, y crece dentro como un globo hasta que nos ahoga los pulmones y nos lastima las mandíbulas. —Las cejas de Francher bajaban ahora sobre unos ojos vigilantes —. Pero, a veces, la violencia puede servirnos, como cuando batimos una torta, o cortamos leña, o pateamos una lata vacía, o cuando —vacilé—, o cuando corremos hasta que las rodillas se nos doblan de cansancio.
Callé un rato, mientras contenía el aliento esperando a que mi reacción contra unas rodillas inertes se apagara del todo.
—Hay violencias mayores quizá —proseguí—. La violencia del asalto y el crimen, del vandalismo y la guerra, pero hasta esa violencia puede servirte de algo. Si quieres destruir, hay muchas cosas inútiles que necesitan ser destruidas, y para siempre. Pero todavía no sabes qué cosas son ésas, y convendría que guardaras tu violencia, por ahora.
Francher habló con una voz ronca.
—Puedo destruir.
—Sí —dije—, pero destruye para construir. No tienes derecho a hacer daño a la gente con tu propio daño.
— ¡La gente! —lo dijo como si fuera una blasfemia.
Tomé aliento. Si Francher hubiese sido más pequeño... Un cálido abrazo, una mano que acaricia una cabeza despeinada, una larga mirada que aletea al borde de una sonrisa pueden ablandar los brazos y piernas más rígidos y rebeldes, ¿pero qué se puede hacer con una criatura que no es un adulto ni un niño, sino enigmáticamente ambas cosas? Me incliné hacia adelante.
—Francher —le dije suavemente—, si tu madre pudiera entrar en tu mente, ahora...
Francher enrojeció, y en seguida empalideció. Abrió la boca. Tragó saliva. Se lanzó hacia la puerta.
—Deje tranquila a mi madre. —La voz era agitada y ronca—. Déjela tranquila. Está muerta.
Escuché el ruido de los pasos que se alejaban y el golpe devastador de la puerta de calle. De súbito, por alguna razón, sentí que mi corazón lo seguía por la loma hasta el pueblo. Suspiré, casi con exasperación. De manera que éste sería mi niño. Nosotras las maestras los encontramos a veces. No son nuestros preferidos. A veces ni siquiera los tenemos en nuestra clase. Son los niños que se nos aposentan en nuestro corazón, sin que nadie los haya invitado, y demandan sus derechos por encima de la—llamada—del—deber. Y yo tenía que llegar a este mi niño. De algún modo tenía que impedir que cruzase la frontera, deslizándose a la tierra de nadie, como seguramente ya estaba haciéndolo. Este mi niño (más aún que el mi niño de costumbre) era diferente.
Apoyé la cabeza sobre el escritorio y dejé que la fatiga me inundara. Un minuto después me puse a acomodar los papeles. Ordené el escritorio y saqué mi bolso del cajón de abajo. Me enderecé trabajosamente, eché una mirada hacia mis muletas, y les hice una mueca.
—Vamos, amigas —dije—. Ayudémonos a partir.
Arma estuvo ausente una semana; mi resistencia a dejar la clase me sorprendió de veras. El olor del polvo de tiza se me había metido de nuevo en la nariz, y no veía la hora de empezar a trabajar de nuevo. De manera que ayudé con los programas escolares y los bailes de los jóvenes, y todo eso llevó naturalmente al día en que la comisión y yo nos encontramos en el salón municipal de fiestas y todos miramos alrededor desesperanzada—mente.
— ¿Cuánto hace que están ahí esos adornos?
Eché atrás la cabeza para ver mejor las ennegrecidas telarañas de papel crepé que cubría todo el cielo raso y la parte alta de las paredes. Twyla dejó de mordisquearse la punta de una trenza.
—Cerca de cuatro años, creo. Por lo menos las más nuevas. Haba Verde las puso.
—¿Haba Verde?
—Sí. Un loco. Juntó todo el papel crepé del pueblo y lo sujetó con clavos, clavos grandes. Ya no vive en la aldea. Tuvo silicosis y se fue a Manantiales Calientes.
—Bueno, clavos o no clavos no vamos a tener un baile de disfraz con esas cosas ahí colgando.
—Extrañaremos esos viejos adornos. ¿Cómo los sacamos? —preguntó Janniset.
—Haba Verde pidió prestada una escalera a una cuadrilla que tendía cables en la mina de Campana Azul —dijo Rigo—. Tendremos que buscar otro modo de sacarlas.
Sentí que algo se movía apenas junto a mi brazo. Pudo haber sido el chico Francher, que cambiaba de posición y se apoyaba en el otro pie, o pudo haber sido la sombra de un pensamiento. Miré de soslayo, pero sólo alcancé a verle el borde afilado de la mejilla, y la pelusa de la nuca.
— Creo que podría conseguir una escalera. —Rigo hizo sonar la uña de un pulgar contra el filo de los dientes blancos—. No llegará muy arriba, pero ayudará.
—Podríamos traer rastrillos y arrancarlos tirando —sugirió Twyla.
Todos nos reímos hasta que calmé a los niños diciéndoles:
—Quizá tengamos que hacerlo. A quién se le habrá ocurrido hacer techos de seis metros de altura. Bueno, mañana es sábado. Todos aquí a las nueve, y nos pondremos a trabajar.
—Yo no puedo. —El chico Francher echó anclas, tercamente, estropeando en un segundo todo nuestro entusiasmo.
—Oh. —Enderecé las muletas, y Francher les clavó de nuevo los ojos, como hipnotizado.
—Es una lástima.
— ¿Cómo? — Rigo estaba belicoso—. Si nosotros podemos, tú puedes también. Se supone que trabajamos todos juntos, y nos divertimos juntos. Tú no eres nadie en especial. Estás en la comisión, ¿no?
Tuve ganas de taparle la boca a Rigo, pero me contuve. No me gustaba la inmovilidad de las manos de Francher, aunque todo lo que hizo el chico fue mirar de soslayo a Rigo y decir:
— Me pusieron como voluntario en esta comisión. Yo no lo pedí. Y esto íbamos a arreglarlo hoy. Mañana tengo que trabajar.
Rigo parecía incrédulo.
— ¿Trabajar? ¿Dónde? —Separando escoria en lo de Absalom.
Rigo hizo sonar de nuevo la uña, burlonamente.
—Un trabajo miserable. Pagan monedas.
—Sí.
Y el chico Francher se escurrió, cabizbajo, y desapareció del otro lado del edificio, sin una mirada de despedida.
—Bueno, ¡está trabajando! —Twyla escupió pensativa un pelo extraviado, y retorció entre los dedos la punta mojada de una trenza—. El chico Francher está haciendo algo. Digo yo, ¿cómo habrá sido?
—¿Estás tratando de entender a ese idiota? — preguntó Janniset—. No pierdas el tiempo. Te apuesto a que no es verdad. —Váyanse, niños —dije—. Hoy no podemos hacer nada. Yo cerraré. Hasta mañana.
Esperé dentro del vestíbulo polvoriento y resonante hasta que los ecos de la partida murieron en el rocoso callejón que bordeaba el terraplén del ferrocarril y desembocaba en una calle del pueblo. No me parecía bien pedirles que no corrieran tanto, adecuando la marcha a mis pies vacilantes. Tal vez algún día yo podría aceptar mis soportes como otros aceptan un par de anteojos, pero todavía no, ¡oh, todavía no!
Dejé el salón y cerré con candado. Bregué precariamente sobre las losas y piedras sueltas, y de pronto el borde de una losa se quebró bajo la presión de mi muleta y trastabillé, perdiendo el equilibrio. Vi con una estremecida claridad, en un rápido segundo, que el único lugar donde podría apoyar mi muleta vacilante era un pedrusco pulido y redondo, y me vi a mí misma tendida, caída y sola en el callejón, un pedazo de humanidad inútil y fuera de servicio, una carga y un estorbo para todos. Y entonces, en el último instante, el pedrusco resbaló a un lado y mi muleta cayó clavándose en el agujero blando y húmedo donde había estado la piedra. Recobré el aliento, aliviada, y aflojé un poco las manos contraídas. ¡Qué suerte!
Y en ese mismo momento vi que el chico Francher estaba a mi lado, aguardando otra vez, en silencio.
—Oh. —Esperé que no me hubiera visto debatiéndome en mi torpeza—. ¡Hola! Creí que te habías ido.
—De veras tengo que trabajar. —La voz de Francher había perdido el tono monótono de costumbre—. No es mucho, pero estoy ahorrando para comprarme un instrumento de música.
—Bueno, pero muy bien —dije sonriéndole a aquella mirada insólita que se clavaba en mí—. ¿Qué clase de instrumento?
—No sé —dijo el chico—. Algo que canté así...
Y allí, en el rocoso sendero, a la larga luz oblicua del crepúsculo que traspasaba los árboles, oí unas notas débiles que vacilaban y tropezaban al principio, y luego empezaron a cantar: Oh, oye las, flautas,, las, flautas, que llaman... Cada una de las notas de esa melodía, que era mi preferida, se abría en mí corno una flor blanca, y se alzaba como en escalones, escalones por los que yo podía subir libre, ágilmente.
La voz de Francher me bajó de nuevo a la tierra.
— ¿Qué instrumento es ése? Hablé con una voz temblorosa.
—Tendrás que contentarte con algo menos. No hay un instrumento así.
El chico parecía desorientado.
—Pero yo lo he oído.
—Tal vez —dije—. ¿Quién lo tocaba?
Bueno... —dijo Francher—. Se lo oía a mamá. Mamá lo pensaba para mí.
¿De dónde era tu mamá? —pregunté impulsiva mente.
—De sitios de miedo y de terror. De hambre y oscuridad. A medio camino entre la locura y el sueño... —El chico me miró frunciendo la boca, con una expresión de algún modo desanimada—. Ella me prometió que yo entendería algún día, pero ahora es algún día, y ella se ha ido.
—Sí —suspiré recordando cómo yo había soñado que algún día podría correr de nuevo—. Pero hay otros algún día en el futuro, y que te esperan.
— Sí —dijo Francher—. Y el tiempo tampoco se detuvo para usted.
Dio media vuelta, y echó a andar.
Lo miré irse, preocupada. Pero caramba, pensé. Aquí estoy de nuevo, metida en una charla que no tiene sentido. La punta de mi muleta trazó en la tierra unos círculos concéntricos, hasta que de pronto aparté la piedra que había salido a tiempo del agujero.
—Qué sinvergüenza —dije en voz alta—. ¡Qué sinvergüenza!
A la mañana siguiente, a las nueve menos cinco, los chicos me esperaban a la puerta del salón, arrebujados contra el frío de octubre que un sol lechoso no había tenido tiempo aún de dispersar. Rigo sostenía una escalera descolada, cubierta generosamente de goterones de pintura, y con dos peldaños rotos.
—Parece bastante raquítica —le dije—. No queremos sangre derramada en la pista de baile. Es mala para la cera.
Rigo sonrió mostrando los dientes.
—Me sostendrá —dijo—. La usé anoche para recoger manzanas. Hay que tener un poco de cuidado, nada más.
—Bueno, pues ten cuidado entonces —sonreí mientras abría la puerta—. Mejor prevenir que...
La voz se me apagó y murió mientras yo miraba dentro. Los otros se empujaron en silencio a mi alrededor, los ojos muy abiertos. Yo tenía la impresión de que el cielo raso se había venido abajo.
—Demonios —boqueó Janniset—, ¿qué pasó aquí?
— ¡Miren, miren! —chillaba Twyla—. Eh, ¡miren!
Miramos mientras entrábamos arrastrando los pies. No quedaba ningún papel en las paredes y el cielo raso, y los restos cubrían el suelo en trocitos, como una andrajosa nevada. Tenía que haber sido una increíble cantidad de papel, pues ahora nos llegaba casi a los tobillos mientras vadeábamos el salón.
Rigo clavaba los ojos en el entarimado de la orquesta. Ordenadamente alineados en el borde de la tarima estaban todos los clavos que había sostenido el papel, con las puntas hacia arriba, en equilibro sobre las cabezas.
Twyla se estremeció y se mordió los labios.
—Me da miedo —dijo—. No es normal. Parece como si alguien hubiese tenido un ataque de furia, o se hubiera vuelto loco, y hubiera roto todos los papeles imaginando que mataba a alguien. Y esos clavos tan... tan ordenados, y con tanto cuidado, como si los hubieran puesto ahí uno por uno... es más loco que lo del papel.
Twyla se adelantó y movió un dedo hacia los clavos, retrocediendo, como si esperase que la golpearan. Algunos clavos cayeron rodando, sonando débilmente sobre la madera de la tarima. De pronto, turbada, Twyla volteó todos los clavos.
— ¡Ya está! —dijo frotándose el dedo contra el vestido—. Todo es una locura ahora.
—Bueno —dije—, loco o no loco, alguien nos ahorró el trabajo. Rigo, no necesitaremos la escalera. Traigan las escobas y saquemos esta basura.
Mientras los niños iban a buscar las escobas alcé dos clavos y los golpeé uno contra otro, y los clavos tintinearon: Oh, oye Latí flautas, las flautas, que llaman...
A mediodía teníamos el lugar bien limpio, brillante casi, a pesar de la vieja pintura. A la tarde ya habíamos colgado los nuevos adornos: guirnaldas de color naranja y negro, y todos suspiramos satisfechos, y qué hermoso era. Cuando cerramos, Twyla me dijo de pronto, con una vocecita:
— ¿Y si ocurre de nuevo antes del baile del viernes? Todo este trabajo...
—No ocurrirá —prometí—. No ocurrirá.
Retrocedí y toqué el candado un par de veces, pero Twyla me esperaba aún cuando me volví desde la puerta. Se miró con atención la punta de una trenza y me dijo:
—Fue él, ¿no es cierto?
—Sí, supongo que sí —dije.
— ¿Cómo lo hizo?
—Lo conoces desde antes que yo —repliqué—. ¿Cómo lo hizo? —Nadie conoce al chico Francher —dijo Twyla, y luego en voz baja—. Me miró una vez, realmente me miró. Es gracioso, pero no causa risa —continuó apresuradamente—. Cuando me miró... —La mano se le endureció sobre la trenza, e inclinando la cabeza me miró de soslayo—. Hizo música en mí...
»¿Sabe? —dijo en seguida, todavía dentro del eco de esas extrañas palabras — . Usted es un poco como él. Francher me hace pensar y creer cosas que yo nunca pensaría ni creería sola. Usted me hace decir cosas que yo nunca diría... No, no es cierto. Usted deja que yo diga cosas que no me animaría a decirles a los otros. —Gracias —dije—. Gracias, Twyla.
Yo había olvidado el estremecido canto de un baile de adolescentes. Había olvidado los pasitos cautelosos sobre tacones altos, las miradas que asomaban a la madurez gracias a una corbata y una chaqueta. Y cómo, cómo se parecen los adolescentes a los adultos cuando se sacan las camisas de franela y los pantalones de dril. Janniset apenas cabía en su propio esplendor, y no le tembló ni un pelo de la cabeza increíblemente brillante cuando le sonreí mis: —Buenas noches, señor Janniset. —Pero en la complacida satisfacción que le había dejado mi formalidad, se olvidó de sí mismo en cuanto se dio vuelta y se levantó los estrechos pantalones como si hubiesen sido los viejos vaqueros de dril.
La belleza latina de Rigo resplandecía de veras; estaba tan hundido en los ojos oscuros de Angie, y Angie tan hundida en los ojos oscuros de él, que entendí por qué los jóvenes mexicanos se casan tan pronto. ¡Y Angie! Bueno, no parecía una alumna de octavo grado: vestido sin breteles, pendientes, ojos tentadores y alegres; afuera del contexto de las costumbres y tradiciones estaba tan hermosa que quitaba el aliento. Por supuesto, tenía un vestido «muy poco adecuado para su edad», y unas joyas y un maquillaje que la larga fila de madres y tías observaron con desaprobación. Pero yo hubiese apostado que muchas de ellas hubiesen querido ver esa belleza en sus propios niños.
En esta pequeña comunidad las chicas se vestían siempre de gala con cualquier pretexto, y el baile de la víspera de Todos los Santos era casi siempre el primer acontecimiento del otoño. Las faldas de crinolina se deslizaban como pimpollos invertidos sobre el brillo de los tacones altos, pero no pasaba mucho tiempo antes de que los zapatos fueran desechados y olvidados bajo alguna silla o colgaran de alguna mano materna mientras los pies desnudos desafiaban los pasos de los muchachos.
Twyla tenía las mejillas brillantes y rió, pieza tras pieza, hasta el primer intervalo. Ella y Janniset me trajeron ponche hasta donde yo estaba sentada junto con otros espectadores, y luego Janniset se escurrió para ir a ver de nuevo a Marty, que en la escuela era sólo una chica, pero que aquí, vestida de fiesta, se aparecía como la aurora de un milagro femenino. Twyla apuró el ponche, y se pasó la lengua por la comisura de los labios.
—No vino —dijo hoscamente.
—Lo siento —dije—. Quería que él se divirtiera con el resto de ustedes. Tal vez venga aún.
—Tal vez. —Twyla inclinó el vaso lentamente, y en seguida, con brusquedad, lo tiró debajo de la silla, exponiendo su vestido al peligro de las salpicaduras.
—Tienes un hermoso vestido —le dije—. Me gusta cuando giras y se te ven las enaguas rojas bajo el azul.
—Gracias —Twyla se alisó los pliegues de la falda—. Me siento rara con mangas. Nadie las usa. Apuesto que por eso no vino. Porque no tiene ropa de fiesta como los otros, quiero decir. Nada más que los pantalones de dril.
—Ah, qué pena —dije—. Si yo hubiera sabido...
—No —contestó Twyla—. Se supone que la señora McVey tiene que comprarle ropa. Le dan dinero para eso. Todo lo que hace esa mujer es quejarse de lo mucho que se sacrifica cuidando del chico Francher, y no lo cuida para nada. Es culpa de ella...
—No critiquemos a los demás —le dije—. Quizás haya razones que no conocemos, y además —señalé con un movimiento de cabeza—, ahí está.
Twyla se volvió a mirar y casi pude verle los golpes del corazón bajo la tela azul.
El chico Francher estaba apoyado contra la puerta, la cara apretada, impasible. Tuve un acceso de furia, recordando a la señora McVey; Francher llevaba los pantalones de dril de siempre, desteñidos y casi blancos a fuerza de lavados, y la camisa de dibujos ya apenas visibles excepto a lo largo de las costuras. No estaba bien, esto de no permitirle ser como los otros chicos, aunque fuera en este modo menor, o tal vez especialmente en este modo menor, pues las ropas no pueden esconderse como la mente o el alma.
Traté de encontrar la mirada de Francher y hacerle señas, pero él tenía los ojos clavados en la tarima de los músicos, que se preparaban para seguir tocando. Era trágico que el chico Francher tuviera que satisfacer casi toda su hambre con este puñado de músicos inexpertos. Ante el primer acorde retrocedió a la oscuridad, y sentí cómo Twyla se ponía muy rígida, volviéndose a mí.
—No entrará —casi gritó entre la música que destruía una melodía y juntaba los trozos sanguinolientos.
Meneé la cabeza, tristemente.
—Me parece que no —dije, y me vi envuelta en una conversación del todo incomprensible, y audible a medias, con la señora Frisney. Hasta que no empezó la pieza siguiente, y la mujer fue remolcada
por el abuelo Griggs, no pude volverme hacia Twyla. La niña se había ido. La busqué mirando por el salón. Ningún giro de azul en contraste con el pesado balanceo de una cola de caballo castaño—dorada.
No había motivo para que yo me sintiera inquieta. Había muchos sitios a los que ella podía haber ido con todo derecho, pero sentí de pronto una inconfundible necesidad de aire fresco, y fui balanceándome por entre los bailarines hasta salir al paralizante escalofrío de la noche. Me arrebujé en el abrigo, deseando haberlo tenido bien puesto y no sólo echado sobre los hombros. Pero el aire era claro y limpio. No podía decir qué cosa se respiraba allá atrás en el salón, pero no era aire. Cuando terminé de sacar lo que fuera de mis pulmones y los llené con la frescura de la noche, me encontraba ya a mitad de camino en el sendero que acompañaba a las vías del ferrocarril. No había pasado un tren por esos rieles desde principios de siglo, y justo del otro lado crecía un monte de sauces y álamos y unos pocos pinos ásperos. Cuando entré a la sombra de los árboles, miré el cielo abrasado de estrellas que se transformaban en una claridad blanca junto a la media luna y perforaban de luz el horizonte oscuro. El ruido del movimiento y la música me sacaron de mi abstracción. Di un paso vacilante hacia la oscuridad. Un metro más allá vi el revoloteo de la falda y quise llamar a Twyla. En cambio me detuve al otro lado del arbusto que tenía delante y miré lo que ella hacía.
El chico Francher estaba bailando: bailando solo en la noche quieta. No, no solo, pues una columna de hojas amarillas se alzaba desde el suelo y giraba a su alrededor, danzando junto con Francher, siguiendo una melodía con movimientos tan exactos que yo no alcanzaba a distinguirlos del sonido de la música. Fascinada, miré el torbellino y el balanceo, las vueltas y los giros, el vuelo hasta más arriba de las copas de los árboles, y el lento descenso del chico junto con las hojas de otoño. Pero de algún modo yo no podía verlo a Francher como una entidad separada, vestida con pantalones de dril y camisa de franela. Él y las hojas estaban unidos de tal modo que la repentina, la aguda definición de una mano o una cabeza que se volvían en el aire me sobresaltaba de veras. El chico era una hoja mayor que las otras, llevadas todas por los helados vientos del otoño. Una última frase deslizante y el chico Francher bajó a tierra.
Se detuvo un instante, la cabeza inclinada, deshaciendo en polvo una hoja quebradiza que tenía entre los dedos. De pronto oyó el susurro de un movimiento y se volvió rápidamente, a la defensiva. Twyla había salido al claro. Durante un instante los dos niños se quedaron mirándose en silencio. La voz de Twyla fue tan suave que yo apenas alcancé a oírla.
—Hubiera bailado contigo.
¿Conmigo? ¿Así? —El chico se señaló las ropas. —Claro —dijo Twyla—. Eso no importa.
¿Delante de todos?
¿Por qué no? —dijo Twyla—. Si tú hubieras querido.
—No en el salón —dijo Francher—. Hay algo ahí apretado y duro.
—Entonces aquí —dijo Twyla extendiendo las manos.
—La música —pero las manos de Francher buscaban las de ella.
—Tu música —dijo Twyla.
—La música de mi madre — corrigió Francher.
Y la música comenzó, una melodía extraña, oscilante, como un vals. Tan leve como las hojas que se movían a los pies de los dos niños, mientras circundaban el claro.
Todavía los veo, pero aun ahora no hay adjetivos en mi corazón para aquel encantamiento. La música se hizo más rápida y creció, suave, plenamente: la música perdida que una madre había legado a su niño.
Twyla estaba tan entregada a la magia del momento que no advirtió —estoy segura— que sus pies ya no tocaban las hojas caídas. No notó que sus zapatos rozaban de pronto las copas de los árboles. Cuando los largos giros de la música los trajeron de vuelta en espiral hacia el claro, las enaguas de color escarlata de Twyla se le enredaron en una rama y dejaron un jirón brillante que se agitó en el viento, pero eso tampoco la distrajo.
Antes que el corazón asombrado se me quebrara del todo, la música se apagó lentamente, dejándolos de pie sobre la hierba desigual. Luego de una pausa sin aliento, la mano de Twyla se alzó, despacio, maravillada, hasta la mejilla de Francher. El muchacho volvió la cara y puso la boca contra la palma de la mano de Twyla. Luego dieron los dos media vuelta y se separaron sin decirse una palabra.
Twyla pasó tan cerca de mí que me rozó con los bordes de la falda. Dejé que cruzara los rieles hacia el baile antes de seguirla. Llegué a tiempo para oír el murmullo, aparentemente en la segunda vuelta que daba al salón: «... Ahí afuera sola con el chico Francher», y la enconada malicia de «y trae la enagua rota».
Manchas de estiércol sobre las galas de un vestido de Pascua.
Anna dijo: —¡Uf! —y se lanzó hacia mi sillón. Cuando la pata delantera se salió de su sitio, ella se quedó suspendida en el aire, y con la destreza de una larga práctica, inclinó el sillón, repuso la pata, y en seguida se sumergió en las profundidades polvorientas — . De los caprichos de una aldea, ¡líbrame, Señor! —gimió.
— ¿Qué pasa ahora? —pregunté cambiando la dirección de mi aguja de ganchillo mientras terminaba otra hilera del tapete.
—¿Quieres decir que no estás enterada del último escándalo? —Los ojos se le abrieron en una mueca de horror y la voz le bajó a un tono cómplice—. Estaban fuera en la oscuridad, solos, haciendo quién—sabe—qué. ¡Imagínate! —La voz le temblaba ahora, ávida, ultrajada—. ¡Con el chico Francher! —En seguida habló normalmente—. De veras, una creería que el chico Francher es un leproso o algo parecido. Cuánto ruido por un poco de romance nocturno. Te apuesto a que los otros niños se sienten también ultrajados, y así tranquilizan sus propias conciencias, culpables de las mismas correrías. Pero como se trata del chico Francher...
—No estaban solos —dije como al descuido y manteniendo a rienda corta mi indignación—. Yo estaba allí.
— ¿Estabas allí? —Las cejas se le alzaron a Anna, bruscamente—. Bueno, bueno, eso cambia las cosas. ¿Qué pasó? No es que yo —dijo rápidamente— crea en esos chismes, caramba, acerca de Twyla, ¿pero qué pasó?
—Bailaron —dije—. El chico Francher tenía vergüenza de sus ropas y no quería entrar en el salón. De modo que bailaron en el claro.
— ¿Sin música?
—El chico Francher... tarareó —dije, clavando los ojos en mi tarea.
Hubo un breve silencio.
—Bueno —dijo Anna—. Interesante, y una buena explicación. Pero,¿estabas allí?
—Sí.
— ¿Bailaron y nada más?
— Sí. —Pedí mentalmente disculpas por transformar en algo tan pedestre la magia que yo había visto—. Y a Twyla se le enredó la enagua en una rama, y dejó allí un jirón antes que se diera cuenta.
—Hummm. — Arma se había puesto seria al fin—. Tendrías que llevar tu tapete al club de costura.
No supe qué decir.
—Pero yo...
—Estaban sirviendo suculentas porciones de la reputación de Twyla, como aperitivo. Y la señora McVey contribuye con el postre: la incurable depravación de los niños huérfanos.
Metí mi tejido en la bolsa.
— ¿Cómo tengo la cara? —pregunté.
Bueno, esa noche volví a la casa de los Somensen con los ojos bastante más abiertos. Anna tomó mis cosas en la puerta.
— ¿Cómo te fue? —preguntó.
—Señor —exclamé dejándome caer en una silla—, si alguna vez empiezan conmigo, ¿qué quedará de mí?
—Huesos pelados —dijo Anna en seguida—, con marcas de dientes. Bueno, ¿les dijiste?
—Sí —contesté—, pero no quisieron creerme. Era demasiado fácil. Y por supuesto, a la señora McVey no le gustó que yo hablara de las ropas del chico Francher. Hizo una delicada referencia al precio de la ropa, pero no impresionó en lo más mínimo a la señora Holmes, que tiene seis hijos. Creo que me he ganado una enemiga para toda la vida. Tuvo un buen panorama de sí misma a través de mis ojos, y no le gustó nada. Pero creo que el chico Francher no irá más a un baile con pantalones de dril.
—Dios quiera que no haga algo peor —entonó Anna piadosamente.
Eso fue lo que esperé de veras un tiempo, que no ocurriera nada, pero de todos modos el rayo cayó sobre Arroyo del Sauce, un rayo lento y sutil, un rayo calculador, colérico y frío. Yo me iba quedando sin aliento a medida que llegaban las noticias. El viejo cobertizo de Turbow estalló sin ruido a las nueve de la noche del martes y los pedazos cayeron por todo el terreno de la granja. Claro que Turbow venía hablando desde hacía años de echar abajo esa ruina...
Y entonces el último madero sólido del viejo puente del ferrocarril, al pie de la casa de Thurman, se estremeció y se deshizo ruidosamente en aserrín a las once de la noche del mismo martes. Los rieles, faltos de apoyo, temblaron un momento, y se curvaron hacia arriba en dos rosetones absurdos. La ausencia de puente significaba para los Thurman una hora de caminata hasta el pueblo, en vez de un paseo de quince minutos. Pero también significaba seguridad para los transeúntes demasiado jóvenes e incapaces de entender que los maderos podridos no eran una maravillosa mezcla de gimnasio y jungla.
A las cinco de la tarde del miércoles toda el agua del estanque de Holmes se alzó como un geiser y cayó de nuevo aplastando los pocos peces que quedaban y abriéndose paso hacia el arroyo, adonde fue a parar el agua estancada, plagada de larvas de mosquitos. Los vecinos habían estado insistiéndole a Holmes durante años, pero...
Me asusté ante la simple, literal traducción de mis palabras y busqué en mi memoria con aprensión cautelosa. Quizá me hubiera quedado tranquila si hubiese podido tachar con una línea los dos últimos nombres en mi lista de socias del club.
Pero en la noche del jueves se oyó un .estruendo y un rugido, y me arrebujé en la cama rezando sin palabras contra no sabía qué; y en la mañana del viernes escuché las estremecidas frases de asombro, a la mesa del desayuno.
—... que el demonio toma forma de duende, y ahí está ahora...
—... justo en el medio, enorme y de cuerpo entero...
—¿Qué pasa? —pregunté mientras todos me clavaban las miradas y yo me sentía como una polilla a la luz de una batería de reflectores.
Hubo un alboroto alrededor de la mesa. Todos se morían por hablar, pero siempre hay que observar cierto burdo protocolo, aun en una casa de pensión.
El viejo Charlie se aclaró la garganta, tomó un largo trago de café y se lo paseó pensativa y cuidadosamente alrededor de los dientes antes de tragárselo.
—La piedra movediza —cloqueó, regando finamente a sus vecinos— se vino abajo anoche, saltando como una pelota de ping—pong, pasando por encima de una media docena de cercas, aplastando dos de los cerdos de Scudder, y rompiendo luego toda una sección de la pared de piedra de Leland. Allí está ahora, en medio del campo de alfalfa, grande como una casa. Tardarán años en limpiar ese campo. —El viejo tomó un largo sorbo de café—. Están pasando cosas raras. —El alero de cejas protuberantes de Blue Noe se alzó y cayó prodigiosamente—. Nunca oí antes que una piedra movediza se viniera abajo. Y todas las otras cosas. Seguro que el diablo anda suelto por aquí.
Me fui en medio de una ardua discusión entre los sustentadores de la teoría del diablo y los que atribuían los fenómenos a las recientes pruebas atómicas. Ahora yo podía tachar otro nombre de la lista. ¿Pero y el último nombre? ¿Qué pasaba con el último?
Esa misma tarde el chico Francher se materializó delante de la casa de pensión, en el escalón inferior del porche, con los ojos fijos en mis muletas. Nos quedamos allí en silencio un rato, sobre todo, creo, porque no se me ocurría nada razonable que decir. Al fin decidí no ser razonable.
—¿Y la señora McVey?
Francher se encogió de hombros.
—Me da de comer.
— ¿Y los cerdos de Scudder?
Un color rosado manchó las mejillas de Francher.
—Se me escapó —dijo—. Apunté al cerco pero la solté demasiado pronto.
Les dije la verdad a todas esas mujeres, el lunes. Ya sabían que no era cierto lo que decían de ti y de Twyla. No había necesidad...
¡No había necesidad! —Los ojos del chico llamearon y yo parpadeé apartándome de aquella mirada recta, in dignada—. Tienen suerte los malditos que no los haya aplastado a todos.
Sí —dije de prisa—, sé cómo te sientes, pero no puedo felicitarte por lo poco que hiciste, comparado con lo que podías haber hecho. Hiciste demasiado. Sobre todo eso de los cerdos y de la pared.
—Lo de los cerdos fue sin querer —murmuró el muchacho pasando el dedo por un remiendo que tenía en la rodilla—. El viejo Scudder es un buen hombre.
—Sí —dije—, ¿has pensado algo?
—No sé —dijo Francher—. Podría traer unos cerdos de otra parte, pero supongo que eso no resolvería el problema.
—No, no lo resolvería —dije—. Habría que comprarle... ¿Tienes algún dinero?
— ¡No para cerdos! —llameó el chico—. Todo lo que tengo son mis ahorros para el instrumento de música, ¡y ni un centavo irá a parar a unos cerdos!
—Bueno, bueno —dije—. Ya se te ocurrirá algo.
Francher inclinó de nuevo la cabeza, hurgando en el remiendo, y yo miré el sol tardío que se le deslizaba por la curva de la mejilla, y pensé que ésta era una extraña conversación.
—Francher —dije inclinándome impulsivamente hacia adelante—, ¿nunca pensaste por qué puedes hacer lo que haces?
Los ojos del chico volaron a los míos.
— ¿Nunca pensó por qué no puede hacer lo que no hace?
Me sonrojé y enderecé las muletas.
— Sé por qué —dije. —No, no sabe —dijo Francher—. Sólo sabe cuando empieza el no puedo. No sabe en realidad por qué. Ni siquiera los doctores lo saben. Bueno, yo tampoco sé por qué puedo. Ni siquiera sé dónde empieza, pero a veces siento dentro mí una ola de algo que grita tratando de librarse de todos los no puedo de alrededor, como no puedes hacer esto, no puedes hacer aquello, y entonces recuerdo que puedo.
Los dedos de Francher revolotearon y mis muletas se movieron; se alzaron y bajaron suavemente los escalones, y los subieron y se apoyaron de nuevo en el sitio de costumbre.
—Las muletas no pueden caminar —dijo el chico Francher—, pero usted... Se lastimó algo más que el cuerpo en ese accidente.
—Todo se me lastimó —dije con amargura, el pecho agarrotado por el frío horror de aquella noche y lo que vino luego—. Todo terminó... todo.
—Nada termina —dijo el chico Francher—. Todo empieza siempre. ¿Cuándo va a empezar usted?
Y Francher se escurrió, con las manos en los bolsillos, la cabeza inclinada, pateando una piedra del sendero. Helada por dentro, tratando de mantener viva la llama de mi cólera, miré cómo se iba.
Bueno, la pared de Leland tenía que ser reconstruida, y el trabajo lo hizo el chico Francher. Trabajó fuerte, alzando las piedras pesadas, y agrietándose las manos con el deshidratante de la mezcla. Quizá la pared no quedó tan derecha como antes, pero —y así lo esperaba— una piedra suelta había encontrado un sitio firme en alguna parte del chico Francher por medio de este acto de compensación. Que le pagaran por hacerlo no quitaba nada al acto en sí mismo, sobre todo teniendo en cuenta el monto de la paga, y el hecho de que todo se le fue en la otra reparación.
La aparición de los cerdos extraños en la propiedad de Scudder, en el prado del este, conmocionó la aldea, aunque los hechos raros que habían ocurrido antes atenuaron la maravilla del caso. Scudder preguntó aquí y allá, pero no averiguó nada y se guardó los animales. Yo no hice preguntas pero me tranquilicé un tiempo con respecto al chico Francher.
Para esta época un tal doctor Curtís vino al pueblo. Bueno, «vino al pueblo» es un eufemismo. El auto tuvo un desperfecto cuando subía por las lomas, y el doctor Curtís se vio obligado a aceptar nuestra hospitalidad hasta que Bill Thurman pudiera encontrar el repuesto necesario. Se quedó en lo de Somansen, en el cuarto frente al mío, luego que la señora Somansen lo hubo limpiado frenéticamente con el simple recurso de empujar todas las cajas y potes y sobras y restos hasta el extremo del pasillo y taparlos allí con un lienzo. Luego roció el polvo con agua, y fregó el barro resultante; puso un ladrillo bajo una pata de la cama, la tendió con dos colchones de desecho del ejército, una sábana con borde crochet y otra de muselina cruda; desenterró una almohada maravillosamente blanda, pero que se desinflaba al menor contacto convirtiéndose en una oblea que olía a plumas húmedas, y coronó el espléndido conjunto con dos colchas tejidas a mano, y un cojín decorado con un pavo real en technicolor, que lo dominaba todo.
—Ya está —suspiró la señora Somansen sacando el polvo del tocador con una punta del delantal—. Creo que esto le convendrá.
—Espero que sí —sonreí—. Es quizás el cuarto más apresurado que haya tenido nunca.
—No sé qué otra cosa hubiera podido conseguir sin habernos avisado antes —dijo la mujer haciendo girar una alfombra andrajosa de modo que no se viera que estaba quemada—. Si no fuera porque le he echado el ojo a ese nuevo abrigo...
El doctor Curtis parecía un hombre tranquilo y amable, y era tan bueno tener a alguien con quien hablar, que usara palabras de más de dos sílabas. No es que la gente de Arroyo del Sauce fuera ignorante, pero no tenía interés en discutir temas de más de tres sílabas. Creo, además de ese asunto de la conversación, que me acerqué al doctor Curtís porque él no miraba ni dejaba de mirar mis muletas. Era agradable, excepto por la punzada de «aquí hay uno que no me ha conocido sin ellas».
Esa noche, después de la comida, nos sentamos todos alrededor de la maciza estufa de kerosene en el salón de delante, y charlamos acompañados por el murmullo de la radio, monótono y bajo. Por supuesto, se habló de los últimos y sorprendentes sucesos. El doctor
Curtís se interesó mucho, sobre todo cuando le contaron lo de los rieles que se habían curvado hacia arriba, como rosetones. Como era médico, y extraño, el grupo esperaba de él una explicación, o por lo menos una hipótesis cortés.
— ¿Qué pienso yo? —El doctor Curtís se inclinó hacia adelante en la vieja mecedora, y dejó descansar los brazos sobre las rodillas—. Pienso que ocurren muchísimas cosas que nuestros esquemas familiares de pensamiento no alcanzan a explicar. Una vez que nos acostumbramos a esos esquemas es muy difícil romperlos y probar otros. De modo que quizá lo mejor sea no buscar ninguna explicación.
—Hummm... —El viejo Charlie golpeó la pipa haciendo caer la ceniza en la palma de la mano y miró alrededor buscando el cesto de los papeles — . Buena manera de decir que usted tampoco sabe. Lo recordaré. Quizá me sirva alguna vez. Bien, buenas noches a todos.
Paseó aturdidamente los ojos por el salón, dejó caer la ceniza en la maceta del geranio, y se fue chupando la pipa vacía.
La partida del viejo fue la señal para que los otros decidieran irse a la cama a la muy prudente hora de las diez de la noche. Pero yo no me sentía prudente, no hasta el punto de ir a acostarme temprano.
—Entonces hay lugar en la vida para lo inexplicable. —Plegué la falda entre los dedos y la volví a alisar.
—Sería un mundo pobre y mezquino de otro modo — dijo el doctor—. En otro tiempo yo apartaba de mí todo lo que no podía explicar, pero me curé de eso una vez. —El hombre sonrió con nostalgia—. A veces me parece que hubiera sido mejor no curarme. Como le decía, puede ser bastante molesto.
Sí —dije impulsivamente—. Como oír música imposible, o deslizarse por un rayo de luna. — Sentí un tirón en el corazón ante la repentina inexpresividad de la cara del médico. Oh Señor, chasqueada otra vez. El hombre podía hablar volublemente de cosas inexplicables, pero no creía de veras — . Y muletas que caminan solas —dije con rapidez—, y hojas de otoño que bailan en un claro sin viento. —Tomé las muletas y fui ciegamente hacia la puerta—. Y quizás un día, si soy una buena muchacha y dejo de creer... caminaré de nuevo.
¿Si deja de creer? —Las palabras me siguieron—. Quiere decir si empieza a creer.
—No fuerce sus esquemas —dije por encima del hombro—. Si dejo de creer.
Por supuesto, me sentía una tonta a la mañana siguiente, a la mesa del desayuno, pero el doctor Curtís no comentó nuestra conversación y yo tampoco. El doctor estaba discutiendo el alquiler de un jeep para su excursión de caza, y cómo dejar allí el coche en arreglo.
—Dígale a Bill que volverá una semana antes —aconsejó el viejo Charlie—. Así el coche estará listo cuando usted vuelva.
El chico Francher estaba entre el grupo de gente que se reunió para observar a Bill, que llevaba los avíos del doctor Curtís del auto al jeep. Como siempre, Francher estaba un poco apartado de los demás, recostado en un árbol. Al fin salió el doctor Curtís, con el .30—06 bajo un brazo y el pesado saco de caza bajo el otro. Arma y yo nos inclinamos a mirar por encima de la cerca del costado.
Vi cómo el chico Francher se enderezaba lentamente, y cómo se sacaba las manos de los bolsillos mientras miraba al doctor Curtís. Alzó una mano en el aire, como intentando un ademán, y en seguida se detuvo, titubeando. El doctor Curtís entró en el jeep, se sentó al volante, y tocó los botones del tablero.
¿Cuál es la radio? —le preguntó a Bill.
¿Radio? ¿En este jeep? —Bill rió.
—Pero la música... —El doctor Curtís hizo una pausa, casi imperceptible, y encendió el motor—. He estado canturreando entre dientes yo mismo, parece —sonrió.
El jeep despertó con un rugido y retrocedió por el patio dispersando al grupo. En el momento de echar mano a la palanca de cambios, el doctor Curtís miró a un lado y nuestros ojos se encontraron. Fue un encuentro breve, pero había una pregunta en los ojos del médico; yo le contesté con mi ignorancia, y en él hubo algo así como un estallido de perplejidad... todo en un minúsculo intervalo, entre marcha atrás y primera.
Miramos el remolino de polvo detrás del jeep a medida que se alejaba gruñendo hacia el camino.
—Bueno —dijo Anna—, ¡nos vamos de caza!
— ¿Quién es? —Las manos del chico Francher apretaban el borde de la cerca; volvió a mí unos ojos de ciego.
—No sé —dije—. Se llama doctor Curtís. —Ha oído música antes. —Me imagino que sí —dijo Anna. —¿Aquella música? —le pregunté a Francher.
— Sí —casi lloró Francher—. ¡Sí!
—Volverá —dije—. Tiene que venir a buscar el coche. —Bueno —dijo Anna—, las palabras parecen comunes, pero el sentido es un sinsentido. ¿Quién quiere café?
Esa tarde el chico Francher me acompañó, sin una palabra, mientras yo me afanaba cuesta arriba detrás de la casa de pensión, buscando horizontes más amplios y que contrarrestaran la cerrazón del día. Hubiese preferido caminar sola, en parte porque necesitaba un poco de silencio y en parte porque el chico nunca apartaba los ojos (¿acusadores?) de mis muletas. Pero no parecía importarle que yo le prestara o no atención, de modo que no me molestó demasiado. Me apoyé jadeando en un peñasco de granito y dejé que la brisa que traía de lejos la frescura de la nieve me levantara el pelo mientras yo me recobraba. Me envolví en el abrigo, protegiéndome las orejas. El chico Francher tenía un puñado de piedrecillas y las tiraba contra las latas herrumbrosas que punteaban la loma. Cuando una piedra describió en el aire un ángulo recto, antes de golpear contra una lata, el chico me habló:
Si ese hombre conoce el nombre del instrumento, entonces... —Se quedó sin palabras.
¿Qué nombre es ése? —pregunté frotándome la nariz en el sitio donde el cuello del abrigo me hacía cos quillas.
—No es realmente un nombre —dijo Francher—. Sólo dos sonidos.
—Bueno, entonces dilos, como si fuese una palabra. Instrumento de música es algo largo e incómodo.
El chico Francher escuchó con la cabeza inclinada, moviendo los labios.
— Supongo que podría llamarlo rapur —dijo, suavizando la a—, pero no es eso.
—Rapur —dije—. Por supuesto, tú sabes bien que no hay ningún instrumento con ese nombre. —Me sentía intrigada; me había dejado arrastrar a otra conversación tipo Francher, y empezaba a gustarme —. Algo que quizá tu madre soñó para ti.
— ¿Y para el doctor?
—Hum. —Mis engranajes mentales dieron lentamente una vuelta más, y sin impulso—. ¿Qué te parece a ti?
—Estoy casi seguro de que hay otros como mi madre. Otros que conocen también la locura y el sueño.
— ¿El doctor Curtis? —pregunté.
—No —dijo Francher lentamente, frotándose la mano contra el peñasco—. No. Tengo como una impresión débil, extraña. Él es como usted. Él... él conoce a alguien que sabe, pero él mismo no sabe.
—Bueno, gracias —dije—. Es hermoso ser una pluma en semejante pájaro. Todo es muy sencillo entonces. Cuando vuelva, tú le preguntas quién es .el que sabe.
— Sí. — Francher aspiró una trémula bocanada—. ¡Sí!
Fuimos fácilmente loma abajo, hablando de dinero y de música. Francher había ahorrado bastante, y ahora podía comprarse un buen instrumento... ¿pero qué instrumento? Me habló un rato de melodías y tonos y escalas y claves, y de la posibilidad de encontrar alguna vez algo que sonara como un rapur.
Nos detuvimos al pie de la colina y dije entonces, impulsivamente:
—Francher, ¿por qué hablas conmigo?
Tuve ganas de parar las palabras cuando aún no había acabado de decirlas. Las palabras tienen un terrible poder: destruyen las situaciones delicadas y cortan los lazos frágiles.
Francher tiró otras dos piedrecillas contra el terraplén y se dio vuelta, con las manos en los bolsillos. Las palabras llegaron a mí cuando ya no las esperaba.
—Usted no me odia... aún.
Me sentí conmovida. Supongo que yo había imaginado que todos quienes rodeaban al chico Francher habían llegado a conocerlo como yo, pero comprendía ahora que no era así. Desde ese momento me metí en toda conversación que tuviera como tema al chico Francher, y prestaba atención cada vez que alguien lo mencionaba. Me sorprendió descubrir que para casi todo el mundo Francher era un simple delincuente, un haragán, un inútil, una carga. Por algún extraño camino habían llegado a la conclusión de que Francher era responsable de todas esas cosas raras que habían estado ocurriendo en la aldea. Pregunté a varias personas cómo era posible atribuírselas a un niño, y la única respuesta que conseguí fue:
—El chico Francher puede hacer cualquier cosa... mala.
Hasta Arma seguía pensando que Francher era una maldita carga en la escuela, a pesar de que al fin parecía comportarse en un nivel bastante aceptable, académicamente hablando.
Yo había pensado, el cielo sabe por qué, que el muchacho estaba sintiéndose parte de la comunidad. En cambio, lo que hacía era manejarse solo. Revisé todo lo que había pasado desde que yo lo conocía, y me costó encontrar algo que pudiera parecer de veras positivo a los ojos de la gente.
Pero, pensé, ¡si es una suerte que no haya caído en manos de la ley!
Y sentí un nudo frío en el estómago imaginando qué podría pasar si el chico Francher avanzaba por algún camino que no fuese el de la ley. Burlarse de la autoridad es para un adolescente una tentación insidiosamente dulce, y yo no quería que mi niño cayera en esa tentación.
Bueno, los días que siguieron a la partida del doctor Curtís fueron típicos días de caza. Minutos de luz de sol y extraños colores de otoño; horas de nubes y lluvias y nevisca y heladas y vientos crueles. Llegaban noticias sobre grandes nevadas en la montaña de Mingus, y Los Cachorros estaría sepultado bajo la nieve todo el invierno, desde un poco antes de lo acostumbrado. Vimos cómo los primeros copos caían perezosamente y cómo luego se deshacían en lágrimas contra las casas apretadas. Parecía como si toda excitación, toda actividad, estuviera a punto de ser barrida de Arroyo del Sauce con el trapo gris del invierno.
Entonces lo inesperado, que a veces salpica de rojo el acostumbrado color gris, ocurrió de pronto. La Media Luna, el elegante rancho—escuela que ocupaba las mejores tierras de la región, invitó a todos los escolares del pueblo a una velada musical. Habían importado una orquesta que tocaba conciertos y era también un buen conjunto para bailes, y planeaban un fin de semana de gala con un concierto el viernes por la tarde y un baile para los jóvenes el sábado por la noche. Los pupilos del rancho, pobrecitos, no se codeaban con los chicos del pueblo. Eran en su mayoría chicos inadaptados o no deseados, cuyos padres podían darse el lujo de sacárselos de encima de un plumazo con el pretexto de que se criaran en un lugar saludable.
Por supuesto, el torbellino arrastró a toda la aldea. Había hijos de millonarios en el rancho, y también de gente famosa, pero nunca teníamos ocasión de echarles una mirada, excepto cuando atravesaban la aldea en el autobús del rancho. En esas ocasiones pestañeábamos todos juntos mirando los metales cromados, y también suspirábamos, aunque por distintas razones. Yo suspiraba por las delgadas, desdichadas caritas apretadas contra los vidrios de las ventanillas, y por los tristes ojos vueltos hacia esas casas donde vivían familias que querían a sus hijos.
De todos modos, el consenso general era que valía la pena soportar un «concierto» con tal de asistir a un baile animado por una orquesta... pues sólo quienes fueran al concierto serían invitados al baile.
Hubo mucha discusión y mucha animosidad acerca de lo que había que ponerse para ambas ocasiones, tan distintas. Los muchachos se quedaron tranquilos cuando vieron que el único traje bueno bastaba para las dos ocasiones. Las chicas discutieron y discutieron y organizaron un mercado de préstamos y trueques, pues los padres se negaban a gastar dinero aun para esta ocasión tan especial.
Yo estaba contenta por el chico Francher. Ahora tendría oportunidad de oír música en vivo; un cambio notable comparado con lo que gemía entre la estática de nuestros aparatos de radio, en las estaciones que alcanzábamos a captar. Ahora oiría tal vez un débil eco del rapur y vestido de fiesta además, pues la señora McVey se había rendido al fin y le había comprado un traje nuevo, realmente un hermoso traje, en la tienda de la aldea. Me sentía tan ansiosa como Twyla, imaginándome al chico Francher envuelto en esplendores.
Fue un verdadero shock ver al muchacho en el concierto, los pulgares en los bolsillos, apoyado contra la puerta de salida, donde se amontonaba el público. Tenía una cara oscura e inexpresiva, y los pantalones de dril remendados, desteñidos, eran una mancha clara en la penumbra del salón.
— ¡Mire! —me susurró Twyla—. ¡Está de pantalones de dril!
—Cómo —exclamé—, ¿y el traje nuevo?
—No sé —contestó Twyla—. ¡Y esos pantalones ni siquiera están limpios!
Y se hundió en el asiento sintiendo los ojos acusadores de todo el mundo mirándola a través del chico Francher.
El concierto fue espléndido. Aun nuestros entusiastas del rock quedaron atrapados en la maravillosa telaraña de la música. Hasta yo me perdí durante largos y hermosos momentos en las brillantes huellas melódicas que me llevaban fuera de las tierras grises de lo cotidiano. Pero también sentí la mordedura de las lágrimas detrás de mis párpados. La música se ha hecho para conmover, y mis pies muertos no podían marcar ni un compás. Dejé que los cobres y los tambores aplastaran mi rebelión, triturándola en pedacitos soportables, y me uní gozosa al aplauso entusiasta.
¡Eh! —dijo Rigo detrás de mí cuando el público empezó a levantarse para irse—. No creí que algo pudiera sonar así. Señor, ¿oyeron esa trompeta? Me gustaría conseguirme una y soplar un poco.
Sonaría como una vaca enferma —dijo Janniset—. Son difíciles de tocar.
La discusión siguió a lo largo del pasillo. La voz de Twyla fue un susurro en mi oído. —Sí —dije—, pero quizá lo veamos en el autobús. No lo vimos. Francher no estaba en el autobús. No había venido tampoco en el autobús. En realidad nadie sabía cómo había llegado al concierto, ni cómo se había ido.
Arma, Twyla y yo nos metimos en el auto de Arma y partimos hacia Arroyo del Sauce. El corazón me latía con prisa; los pensamientos me zumbaban en la cabeza. Cuando llegamos a lo de Somansen había un auto estacionado al frente.
— ¡La McVey! —me silbó Anna en el oído—. Hay problemas.
No tuve tiempo de sacarme el abrigo en el sofocante calor de la sala, cuando ya me estaba encarando a la violencia monumental de la señora McVey.
—Vestirlo —silabeó la McVey con la barbilla en alto mientras se disparaba hacia adelante en la silla—. ¡Vestirlo para que se sienta igual a los demás! —Las manos se le movieron en el aire y yo las esquivé instintivamente y pestañeé cuando un puñado de harapos blancos se esparció a mis pies — . ¡La camisa nueva! —gritó casi la mujer. Otra lluvia de jirones, oscuros ahora—. ¡El traje nuevo! ¡Ni un pedacito más grande que una mano! —Siguió una salpicadura, una granizada sorda—. ¡Los zapatos! —La voz de la mujer se alzó todavía más, en un áspero chillido—. Los zapatos. —El miedo combatía ahora con la cólera—. Mire esos trozos, pequeños como estampillas... ¡Zapatos! —Se le quebró la voz—. ¡Estos pedacitos eran un par de zapatos!
La McVey se hundió en la silla, sin aliento, sacando de alguna parte un arrugado pañuelo de papel y secándose el mentón. Anna me ayudó a sacarme el abrigo y busqué una silla. Twyla se quedó en el umbral de la puerta, acurrucada, intimidada, con los ojos muy abiertos en una expresión de fascinado terror.
—Déjelo ser como los otros —susurró la McVey—. ¿Ese hijo de Satanás una persona decente?
Mi voz sonó insustancial y alta en la calma que sigue al huracán.
— ¿Pero por qué?
—Por ninguna razón —boqueó la mujer llevándose una mano al pecho palpitante—. Le compré toda esa ropa nueva para probar, creyendo que le gustaría. Creyendo —la voz se le deslizó a un quejumbroso trémolo—, creyendo que él vería que yo sólo deseaba lo mejor para él. —Hizo una pausa y sorbió por la nariz, con aire lúgubre. No hubo ninguna expresión de simpatía durante esta pausa de silencio, de modo que la mujer continuó, ofendida—: Y tomó todo, se encerró en su cuarto, y salió con eso. —El dedo señaló la pila de andrajos—. Me... ¡me los tiró a la cabeza! ¡Usted y sus ideas de que quiere ser como los otros! —Los labios se le curvaron como apartándose del veneno de las palabras—. No quiere ser como nadie sino como él mismo. ¡Y él es el demonio!
La McVey susurraba ahora, y el aliento se le apagó junto con la última palabra. Se quedó callada, los ojos muy abiertos.
— ¿Pero por qué? Tiene que haber dicho algo.
La señora McVey se cruzó las manos sobre el vientre abultado y frunció la boca.
—Hay cosas que una dama no repite —dijo meneando la cabeza.
—Oh, vamos. —Yo ya estaba harta de ser cortés con todas las McVey de este mundo—. No hagamos comedias. Usted podría enseñarle a un estibador... —Apreté los labios y respiré hondo—. Discúlpeme, señora McVey, pero no es momento de ser discreta. ¿Qué dijo él? ¿Qué excusa dio?
—No dio ninguna excusa —disparó la mujer—. Sólo... sólo... —Las gordas mejillas se le colorearon—. El chico me insultó.
Arma y yo nos miramos.
—Oh.
— ¿Pero qué le pasó? —insistí—. Tiene que haber habido alguna causa...
—Bueno. — Arma se retorció en su silla—. Al fin y al cabo qué puede esperarse...
— ¿De semejante ambiente? —estallé—. Bueno, Arma, por cierto que yo esperaba algo distinto de un ambiente como el tuyo.
La cara se le ensombreció a Arma y se puso a recoger sus cosas.
—Lo conozco desde antes que tú —dijo tranquilamente.
Desde antes —admití—, pero no mejor. Anna —rogué inclinándome hacia ella—, no lo condenes sin oírlo.
¿Condenarlo? —Anna me miró vivamente—. No sabía que estuviésemos juzgándolo.
Oh, Anna. —Me hundí de nuevo en el asiento—. El pueblo entero lo juzga, y lo acusan de todo, tú lo sabes bien.
—No quiero pelear contigo —dijo Arma—. Será mejor que me despida.
La puerta se cerró detrás de Anna. La señora McVey y yo nos medimos con los ojos. Había abierto la boca para decir algo cuando noté junto a mí el susurro de un movimiento. Twyla estaba de pie a la desnuda luz del cielo raso, con las manos entrelazadas sobre el pecho, los ojos sombreados por las pestañas, cada vez más a medida que entornaba los párpados protegiéndose de la claridad. Habló con una voz tranquila.
— ¿Con qué dinero le compró la ropa?
—No es cosa suya, señorita —dijo la McVey enrojeciendo.
—Estamos casi a fin de mes —dijo Twyla—. El cheque no llegará hasta la semana próxima. ¿De dónde sacó el dinero?
— ¡Bueno! —La señora McVey empezó a incorporarse extrayendo el cuerpo de las profundidades del sillón—. No tengo por qué quedarme y tolerar que este pedazo de...
Twyla se le acercó, se le acercó tanto que la señora McVey cayó de nuevo sentada, aferrándose a los polvorientos brazos del sillón. —No le queda nada del cheque después de la primera semana —dijo Twyla—. Y este mes se compró un salto de cama de nylon, de color púrpura. Le costó la cuota de una semana.
La señora McVey se inclinó hacia adelante, la boca abierta en un horrorizado furor.
—Le quitó el dinero —dijo Twyla, los ojos de acero en la tensa cara joven—. Le robó el dinero que él había ahorrado. —La niña dio media vuelta y se apartó del sillón, y la falda y el pelo ondularon en el aire—. Algún día —dijo con los dientes apretados — , algún día yo también seré vieja y gorda y fea, ¡pero el cielo me libre de ser vieja, gorda, fea, y ladrona!
—Twyla —intervine, temiendo que a la McVey le diera un ataque allí mismo.
— Es una ladrona! —gritó Twyla—. Francher estuvo ahorrando casi un año para comprarse... —tartamudeó, sintiendo evidentemente que estaba pisando hielo quebradizo, a punto de traicionar una confidencia—, para comprarse algo. ¡Y casi había juntado lo que necesitaba! Y ella estuvo espiándolo y...
Tuve que detenerla.
— ¡Twyla!
Las manos de Twyla se alzaron, rebeldes.
— ¡Es cierto! ¡Es cierto!
—Twyla. —Mi voz era tranquila pero la hizo callar. —Adiós, señora McVey —dije—. Lamento lo ocurrido.
— ¡Lo lamenta! —bufó la mujer, levantándose—. Solteronas amargas que nunca tuvieron hijos metiendo las narices en las casas decentes...
La señora McVey rodó con rapidez hacia la puerta. Tomó el picaporte y me echó una mirada venenosa por encima del hombro.
—Tengo influencias —dijo—. Ya verá usted.
La puerta se estremeció, como subrayando la partida.
Desalojé de mi mente a la McVey.
—Twyla. —Le tomé entre mis manos las manos heladas—. Vete a tu casa. Yo tengo que encontrar a Francher.
Twyla protestó con un rápido movimiento de manos.
—Pero yo quería...
—Lo siento, Twyla —dije—. Creo que así será mejor.
Los hombros se le distendieron.
—Bueno.
En cuanto Twyla se fue irrumpió la señora Somansen.
—Mejor que venga a la mesa y tome una taza de café —dijo.
Me enderecé, fatigada.
— ¡Esa McVey! Es capaz de sacar de sus casillas al mismísimo diablo —dijo la señora Somansen, animada—. Bueno, así son algunos. He oído decir a muchas maestras que he tenido aquí estos años que no eran los chicos quienes las preocupaban sino los padres. —La mujer me empujó al otro lado de la puerta y fue a la cocina a buscar el colador—. He dicho muchas veces que una maestra siempre tiene razón... aunque esté equivocada.
La voz se le perdió en una larga historia de familia que probaba justamente la tesis contraria, y yo miraba mi taza de café preguntándome en qué sitio de todo este mundo yo podría encontrar al chico Francher. Desde aquel episodio de los chismes yo tenía mis temores. Sin embargo la gente que reacciona con violencia ante trastornos relativamente mínimos, muchas veces se queda tranquila cuando se enfrenta con algo de veras serio... Una suerte de pérdida de las proporciones en el nivel de las reacciones emotivas.
¿Pero qué haría Francher? Había planeado comprar un instrumento de música y ahora no tenía dinero. No tenía con que hacer música. ¿Cómo respondería? ¿Vengándose, o buscando la música en cualquier sitio? ¿Huiría? ¿Adonde? ¿Robaría dinero? ¿Robaría música? ¿Robaría?
Me sobresalté y volqué el café en el platillo. La señora Somansen se había marchado. La casa estaba tranquila en la pausa del atardecer, esa indefinida transición entre el día y la noche.
Esta vez no sería sólo una armónica. Tanteé mis muletas, buscando en mi mente algún medio de transporte. Estiraba la mano hacia el pestillo cuando la puerta se abrió y casi me hizo caer.
— ¡Café! ¡Café! —graznó el doctor Curtis.
No supe qué hacer. El doctor se tambaleó hacia adelante, cargando el equipo de caza, la cara poblada por una barba desigual, las ropas oliendo a fuegos de campamento y aire libre, y se acercó a la mesa tomando la cafetera. Era evidente que el café estaba frío.
—Oh, bueno —dijo como quien sigue una conversación—. Supongo que puedo sobrevivir sin café.
— ¿Sobrevivir a qué?
El doctor Curtis me miró un momento, sonriendo, y luego dijo:
—Bueno, si se lo voy a decir a alguien da lo mismo que sea usted, aunque espero que no pierda la cabeza y vaya por ahí contándoselo a todo el mundo. Por supuesto, puede ser una pequeña alucinación luego de las fatigas de una excursión de caza, pero me asusté.
— ¡Se asustó! —repetí estúpidamente mientras la cabeza me daba vueltas pensando si le pediría que me ayudase a buscar al chico Francher.
—Un poco —admitió el médico—. Allí estaba yo, conduciendo, sin meterme con nadie, cantando con empeño, ya que no melódicamente Una vida en las olas del mar, y he aquí que de pronto ellos se me aparecen, marchando tranquilamente por el camino.
La historia se arrastraba, y mis oídos estaban impacientes.
—¿Ellos?
—El trombón y el tambor mayor —explicó el doctor Curtis.
Tuve la impresión de que me metían inesperadamente en una alocada comedia de enredos.
—¿Qué?
—El trombón y el tambor mayor —repitió el doctor Curtis—. Llevando el compás y marchando sin duda con paso perfecto, aunque no es posible marcar el paso de modo muy convincente a dos metros de altura. Eso suponiendo que fuera un trombón con pies, pero éste no era el caso.
—Doctor Curtis. —Me aferré a una punta de su abrigo de caza—. Por favor, ¡por favor! ¿Qué pasó? ¡Dígame! ¡Tengo que saberlo!
El doctor Curtis me miró y se puso grave.
— Usted se toma esto muy en serio, ¿no? —me dijo, extrañado.
Tragué saliva y asentí.
—Bueno, fue a unos ocho kilómetros más allá del rancho La Media Luna, donde comienzan los pinares. Dios me ayude, un trombón y un tambor marchaban en el aire cruzando el camino. El tambor llevaba el compás... aunque ahora que lo pienso los palillos del tambor estaban quietos, caídos sobre el parche. Paré el jeep y corrí hacia el sitio por donde habían aparecido. No vi nada, pues la vegetación es allí muy espesa, pero juraría que oí débilmente el regocijo del trombón. Sentí que los dos instrumentos estaban escondidos detrás de un árbol, burlándose de mí. —El doctor se frotó con una mano la barbilla hirsuta—. En fin, tal vez sería mejor que me tomara ese café, frío o no.
—Doctor Curtis —dije con urgencia—, ¿me puede ayudar? ¿Sin hacerme ninguna pregunta? ¿Puede llevarme ahora mismo?
Fui por mi abrigo. Sin palabras, el doctor Curtis me ayudó a ponérmelo y me abrió la puerta. El día se había ido y el cielo era un agua clara sobre el horizonte, coloreada detrás de las lomas, allí donde se había puesto el sol. Pocos minutos después el jeep bramaba cuesta arriba hacia el cruce. Grité por sobre el traqueteante runrún del motor:
—Es el chico Francher. Tengo que encontrarlo y conseguir que los devuelva, ¡antes que lo descubran!
— ¿Que devuelva qué y adonde? —gritó el doctor Curtis, cuando de pronto el ruido disminuyó. Habíamos llegado a la cima de la cuesta, y la señora Frisney, que en ese momento cruzaba el camino, nos miró estupefacta, el paraguas abierto a la primera luz de las estrellas.
—Es demasiado largo de explicar —aullé mientras acelerábamos bajando por la carretera—. Quizá se ha robado ya la orquesta completa, y todo porque la señora McVey le compró un traje nuevo. Tengo que conseguir que la devuelva, o lo arrestarán, el cielo nos ayude.
¿Quiere decir que era el chico Francher quien tenía el trombón y el tambor? —gritó el doctor.
¡Sí! —La tensión de la conversación me lastimaba el pecho—. Y quizá todo lo demás.
Tuve que sostenerme para no caer hacia adelante; el doctor Curtís había frenado de golpe.
—Mire —dijo—, aclaremos esto. Lo que usted cuenta es todavía más disparatado. ¿Trata de decirme que ese chico se ha robado una orquesta?
—Sí —dije—. No me pregunte cómo. No lo sé, pero él puede hacerlo. —Lo tomé de la manga—. ¡Él me dijo que usted sabía! El día que usted se fue de caza, Francher me dijo que usted conocía a alguien que sabía. ¡Estábamos esperándolo!
—Bueno, que me maten —dijo el doctor lentamente maravillado—. Bueno, que me cuelguen. —Se pasó la mano por la cara—. Así que ahora me toca a mí. —Extendió la mano hacia la llave del encendido—. ¡Paso, Jemmy! — gritó—. ¡Ahí voy con otro! ¿Tuyo o mío, Jemmy? ¿Tuyo o mío?
Fue como si estas extrañas palabras hubiesen disparado un gatillo. De pronto todo lo que parecía incomprensible e insólito se convirtió en una locura insensata. Tuve ganas de no haber conocido nunca Arroyo del Sauce, o al chico Francher, o al doctor Curtís; no haber visto una armónica que tocaba sola, ni las miradas de soslayo de Twyla, ni el camino blanco que se perdía en la rápida caída de la noche. Me arrebujé en el abrigo, sintiendo en los ojos unas lágrimas punzantes, de abrumada desesperanza, y el único consuelo que pude encontrar fue imaginarme a mí misma destruyendo mis odiadas muletas y esparciendo los pedazos por el camino.
El doctor Curtís detuvo el jeep. Me incorporé.
—Fue por acá —dijo el doctor atisbando el crepúsculo—. El sitio es bastante solitario... el desapacible extremo de la soledad. No sería raro que el chico estuviese bastante asustado, y deseando volver a su casa.
—No el chico Francher —dije — . No es del tipo doméstico.
—Ah, sí —dijo el doctor Curtis—. Lo había olvidado.
Y allí estaba. Al principio creí que era el viento de la tarde entre los pinos, pero el sonido se hizo más profundo y creció hasta llegar a ser el acorde magnífico, tormentoso, retumbante, de toda una orquesta. Luego, uno por uno, los distintos instrumentos tocaron un solo, recorriendo escalas, exhibiendo silencios, revisando posibilidades. En algún momento, entre las cuerdas y los metales, me bajé del jeep.
—Usted quédese aquí —le dije al médico en voz baja—. Iré a buscarlo. Espéreme.
Era como caminar en la lluvia: las notas caían a mi alrededor; el relámpago agudo de los piccolos, y el trueno susurrante de los tambores. No había melodía; sólo un niño que corría de un sitio a otro por una tienda de golosinas, arrebatando vorazmente aquí y allá, alimentándose a manos llenas, disfrutando del placer de desechar algo, pues tenía de sobra.
Me esforcé cuesta arriba, preocupada, sin prestar mucha atención a las irregularidades de ese territorio desconocido, sumido casi en la oscuridad. Ahí estaban los instrumentos —en el hoyo arenoso, más allá de la cuesta— dispuestos en filas precisas y ordenadas, como en un concierto, cada uno envuelto en un silencio súbito y sombrío, quebrado solamente por la estremecida risita de los címbalos, que callaron apresuradamente golpeando la arena.
— ¿Quién anda ahí? —Francher era una figura rígida, de pie sobre un peñasco, con los brazos medio levantados.
—Francher —dije.
— Oh. —Francher se deslizó por el aire hacia mí—. Ya no me escondo —dijo—. Ahora seré yo mismo todo el tiempo.
—Francher —dije secamente—, eres un ladrón. El chico se sacudió protestando: —No soy ni...
— Sí, esto eres tú —dije—, eres un ladrón. Robaste esos instrumentos.
Francher buscó las palabras y al fin estalló. —Ellos me robaron el dinero, ellos me robaron toda mi música.
— ¿Ellos? —pregunté—. No puedes empaquetar a la gente toda junta y llamarla «ellos». ¿Yo te robé tu dinero? ¿O Twyla, o la señora Frisney, o Rigo?
—Tal vez usted no lo tocó —dijo el chico Francher—. Pero estaba ahí y dejó que la McVey me lo robara.
—Ése es un pecado en el que ha caído toda la humanidad, desde un principio —dije—. Estar ahí y permitir que las cosas malas ocurran. Pero aun la señora McVey creía que te ayudaba. No se sentó a maquinar y decidió robarte. Para alguna gente, los niños no son dueños exclusivos de las cosas que tienen, pues las comparten con los adultos, que los ayudan a cuidarlas. Lo que es algo muy distinto del robo deliberado a un extraño. ¿Qué hay de los dueños de esos instrumentos? ¿Qué han hecho para merecer tu enemistad?
—Son gente —dijo Francher, terco—. Y yo nunca más seré gente. —Se elevó poco a poco en el aire y dio una voltereta—. Mire —dijo, flotando sobre la loma—. La gente no lo puede hacer.
—No —dije—, pero cualquier clase de criatura que hayas decidido ser, no parece capaz de meterse los faldones de la camisa en los pantalones.
Francher se arregló rápidamente la camisa, y se enderezó. Hubo un silencio torpe en aquella sombra, y entonces le pregunté:
— ¿Qué harás con los instrumentos?
—Oh, pueden llevárselos cuando yo termine... si los encuentran —dijo Francher con desprecio—. Tocaré toda esta noche.
El brillante sonido de las trompetas se abrió paso en el crepúsculo, y los violines vibraron en un obligato de plata.
—Y cada compás dirá «ladrón» —repliqué—. Y cada golpe de tambor gruñirá «robado».
Francher aulló casi.
¡No me importa, no me importa! ¡«Ladrón» y «robado» son palabras de la gente, y yo nunca más seré gente, ya le dije!
¿Qué serás? —pregunté apoyándome cansadamente contra el tronco de un árbol—. ¿Un animal?
—No, señor. —El chico no sabía qué hacer con las manos—. Seré algo más que humano.
—Bueno, la tuya no es una conducta muy inteligente para alguien más que humano. Antes tendrás que ser enteramente humano. Para ser más que humano, antes tendrás que ser el mejor humano posible... y empezar desde ahí. Que seas enteramente distinto no le importará mucho a la gente. Tienes que poder superarlos en su propio terreno, y luego ir más allá. No les importará que puedas volar como un pájaro si no eres capaz de caminar erguido como un hombre. Para la mayoría, ser «diferente» es ser «malo». Oh, quizá dirán: «Dios mío, qué maravilla», cuando les muestres alguno de tus fantásticos trucos, pero... —titubeé preguntándome si no estaría diciendo algo inadecuado—, pero te olvidarán en seguida, como se olvida cualquier atracción barata de feria.
Francher se estremeció y apretó los puños y me habló con palabras duras y amargas.
— Usted es como los demás, usted piensa que soy un monstruo... —Pienso que eres una criatura desdichada —dije—, pues no sabes quién eres o de dónde vienes, pero te costaría todavía más descubrirlo si burlas la ley.
—La ley no me toca —dijo Francher fríamente—. Yo sé quién soy...
— ¿Lo sabes, Francher? —le pregunté sin levantar la voz—. ¿De dónde venía tu madre? ¿Por qué podía entrar en las mentes de los otros? ¿Te separarás de la gente antes de haber averiguado de qué maravillas eres capaz? No estos pequeños espectáculos, sino milagros verdaderos, que signifiquen algo. —Se me hizo un nudo en la garganta mientras le miraba la cara vuelta hacia el otro lado, sombreada por el crepúsculo. Yo sentía que me estaba congelando en el viento cada vez más frío, pero Francher parecía inconmovible aunque no tenía la chaqueta puesta. Los labios se me movieron rígidamente—. Los dos sabemos que puedes salirte con la tuya burlando la ley, pero sabes tan bien como yo que si das este primer paso ya nunca podrás volverte atrás. Y eso quizás impida también que seas aceptado por los tuyos, pues si es cierto que hay otros, han de estar muy por encima de los ladrones comunes. Y el doctor Curtis ha vuelto de esa excursión de caza. Quizás estarnos ya muy cerca de la verdad. Yo no conocí a tu madre, Francher, pero sé que éste no es el sueño que ella había reservado para ti, y que la ayudó a soportar el hambre, el silencio, el terror, y esos sitios del pánico...
Me volví y me alejé, tropezando, hacia el camino. La oscuridad era impenetrable a mi alrededor, mientras yo gemía pensando en este mi niño. En algún momento antes de llegar, el doctor Curtis se adelantó a ayudarme. Me llevó hasta el jeep, y me desprendió los dedos helados de las muletas, y me calentó las manos entre sus manos enguantadas.
—El chico no es de este mundo —me dijo—. No sus padres y sus abuelos al menos. He ido de caza con algunas de esas gentes. Francher no lo sabe, es indudable, como tampoco lo sabía la madre, pero él podrá encontrar a los suyos. Quizás esto la ayudaría a usted a convencerlo...
Me puse a buscar mis muletas, atisbando en la oscuridad, y al fin dije, sintiendo un hormigueo en los labios:
—No. No serviría de nada que lo sobornáramos. Tiene que decidir ahora, con todo ese peso en contra. Tiene que abrirse paso hacia ese nuevo mundo; no podría entrar en él dejándose ir sin esfuerzo. El pollo se muere, si uno pretende apresurar su incubación.
Lloré y lloré durante todo el viaje de vuelta por ese niño extraviado en una desolación que yo no conocía, arrojado a un cautiverio del que yo no podía librarlo.
El doctor Curtís me acompañó hasta la puerta de mi cuarto. Levantó mi cara escondida y me la secó.
—No se preocupe —me dijo—. Le prometo que se harán cargo del chico Francher.
Sí —dije mirando la cara del doctor Curtis, tan cerca de la mía, y cerrando los ojos—. El comisario se encargará de Francher, si lo encuentra. En cualquier momento descubrirán la falta de la orquesta, si no la descubrieron ya.
Usted lo ha hecho pensar —me dijo el doctor—, y por eso se quedó tan quieto, escuchándola.
—Demasiado tarde —dije—, demasiado tarde.
Ya en mi cuarto, me tiré en la cama tratando de no pensar. Estuve así hasta que el frío me endureció el cuerpo. Me puse entonces mi ropa de dormir y me abotoné el abrigado salto de cama hasta la barbilla. Me senté en la oscuridad cerca de la ventana, mirando el fantasma de encaje de los álamos a la difusa luz de la luna. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que alguien viniera a obsequiarme torpemente con las últimas noticias acerca del chico Francher?
Puse los codos sobre el alféizar de la ventana, y apoyé la cabeza en las palmas de las manos, apretándome los ojos. Oh Francher, mi niño, mi solitario niño perdido...
—No estoy perdido.
Alcé la cabeza, sobresaltada. La voz era tan suave. Tal vez yo había imaginado...
—No, estoy aquí.
El chico Francher se adelantaba a la lechosa luz de la luna moviéndose con una fuerza y una seguridad nuevas, muy distintas de su acostumbrada torpeza de adolescente.
— Oh, Francher...
No podía permitirme un sollozo, pero la voz se me quebró.
—Está todo bien —dijo Francher—, los devolví.
Los hombros me dolieron, aflojándose.
—No tuve tiempo de ponerlos en la sala, pero los apilé con cuidado en el porche —dijo Francher, y el brillo de una sonrisa le cruzó por la cara—. Supongo que se preguntarán cómo llegaron allí.
— Siento tanto lo de tu dinero —dije, torpemente. El chico me miró, muy serio.
—Ahorraré otra vez. Juntaré el dinero y alguna vez tendré mi música. No es necesario que sea ahora.
De pronto, una cálida burbuja me llenó de algún modo los pulmones. Sentí la excitación como un hormigueo en las puntas de los dedos. Me incliné sobre el alféizar.
¡Francher! —llamé suavemente — . Tú tienes tu música. Ahora. ¿Recuerdas cuando bailaste con Twyla? Oh, Francher. El sonido es vibración. Puedes hacer vibrar el aire sin ningún instrumento. ¿Recuerdas la melodía que tocaste con la orquesta? ¡Tócala de nuevo, Francher!
Francher miró sin comprender, y luego fue como si le hubieran encendido una luz detrás de la cara.
— ¡Sí! —gritó—. ¡Sí!
Suavemente, oh, tan suavemente, pues así ocurren los milagros, oí el primer acorde. La música crecía plena, suave, hasta que vibró en todo el patio... una orquesta que lloraba susurrando a la pálida luz de la luna.
—Pero la melodía —dijo de pronto Francher por encima de aquellos sonidos milagrosos—. ¡No sé qué melodías puede tocar una orquesta!
—Hay libros —dije—. Libros enteros de partituras de sinfonías y óperas y...
—Y cuando conozca mejor los instrumentos —ésta era la voz esperanzada y animada del verdadero chico Francher— cualquier cosa que oiga... —En el patio resonó roncamente un par de compases del último rock'n'roll, y luego floreció dulcemente en el Adoramus Te y se deslizó luego a El campesino en la cañada—. Y algún día escribiré yo mismo mi música.
Un trémulo rapur enhebró una frase melódica y calló.
En el silencio que sobrevino entonces el chico Francher me miró, no a la cara sino clavando los ojos en algo que estaba dentro de mí.
¡Señorita Carolle! —Sentí las lágrimas que me venían a los ojos—. ¡Usted me dio mi música! —Alcancé a oír el movimiento de la saliva en la garganta del chico. Mi mano se movió en una señal de protesta, pero él continuó rápidamente—: Por favor, venga afuera.
¿Así? —le pregunté — . Estoy en salto de cama y zapatillas.
Son abrigados —dijo—. Venga, la ayudaré a pasar por la ventana.
Y antes que me diera cuenta yo ya estaba sobre el alféizar, descolgándome hacia el patio.
—Los aparatos —dije, detestando las palabras—. Mis muletas.
—No —dijo Francher—. No las necesita. Camine por el patio, señorita Carolle, sola.
¡No puedo! —grité con desesperación—. ¡Oh, Francher, no te burles de mí!
Sí puede —dijo el chico—. Esto es lo que yo le daré a usted. No puedo curarla, pero puedo darle esto. Camine.
Me tomé desesperadamente del alféizar. Y vi entonces de nuevo a Francher y a Twyla que bajaban describiendo una espiral desde las copas de los árboles. Francher cabeza abajo, mostrado el torso desnudo. Francher lanzando la piedra movediza de patio en patio.
Solté el alféizar. Di un paso, y otro, y otro, manteniendo las manos separadas del cuerpo, ¡libre al fin de los dedos agarrotados y los codos doloridos! Fui a través del patio y cada paso era un canto de alabanza. Me volví desde el cerco y miré hacia atrás. El chico Francher estaba acurrucado junto a la ventana, en un tenso ovillo de concentración. Me deslicé de puntillas, corrí de vuelta sintiendo el viento que me apartaba el pelo de la cara. Era como beber después de haber tenido mucha sed, después de haber tenido mucha hambre. ¡Como puertas que se abren de par en par! Caí hacia adelante y me tomé del alféizar. Y grité inarticuladamente cuando sentí que las viejas tenazas se cerraban de nuevo, que la vieja media—muerte se adueñaba de mí. Me desplomé frente al chico Francher. Unos ojos atormentados miraron los míos desde una cara blanca y macilenta. Francher se pasó el antebrazo por la cara, enjugándose el sudor.
—Lo siento —jadeó—. Es todo lo que puedo hacer ahora.
Mis manos lo buscaron. Hubo un brusco movimiento, tan rápido y tan próximo que grité y aparté los pies. Alcé los ojos, asustada. El doctor Curtís y una figura sombría estaban de pie frente a nosotros. Pero la sorpresa de verlos allí desapareció en seguida, hundiéndose en aquel asombro reciente.
— ¡Se movió! —grité—. ¡El pie se me movió! ¡Miren! ¡Miren! ¡Se movió!
Me concentré de nuevo, firme, firmemente. Luego de unos laboriosos segundos, el dedo gordo se me sacudió en el pie izquierdo.
Mi risa histérica fue casi un grito.
— ¡Un dedo es mejor que nada! —sollocé—, ¿no es cierto, doctor Curtís? Eso quiere decir que alguna vez, alguna vez...
El doctor Curtís se había agachado a mi lado y me sostenía las manos frenéticas con unas manazas tranquilas.
—Podría ser —dijo—. Jemmy nos ayudará a averiguarlo.
La otra figura se había agachado también junto al doctor Curtís. Hubo un curioso silencio expectante... pero el hombre no me miraba a mí. No fueron mis manos las que él buscó. No era yo quien lloraba quedamente.
Era el chico Francher, que de pronto se había arrojado a los brazos del desconocido y había estallado en sollozos, con el desesperado llanto de un niño que puede ser muy valiente mientras se siente completamente perdido, y que se deshace en lágrimas cuando llegan a rescatarlo.
El desconocido miró al doctor Curtis por encima de la cabeza del chico Francher.
—El niño es de los míos —dijo—. Pero ella es casi uno de los tuyos.
Todo pudo haber sido un sueño, o una explosión de la imaginación, aunque no había nadie menos imaginativo que la señora McVey, y sé que ella nunca perdonará al chico Francher. La McVey tiene ahora otro huérfano, una plácida niñita rechoncha a la que le gusta estarse quieta, sentada, escuchando la charla de las mujeres... Pero el chico Francher no se le borrará de la memoria a la McVey. Generaciones que todavía no han nacido oirán probablemente de él y aquellos zapatos.
Y Twyla... Llevará con ella esa magia hasta la muerte, a menos (y sé que a veces ella reza con esperanza), a menos que Francher venga alguna vez a buscarla. Pues Francher se ha ido.
Jemmy, el desconocido, se lo llevó a Cougar Canyon, allá en las montañas, donde viven todos los que se le parecen... hijos de las estrellas, hijos del Pueblo, el Pueblo que hace un siglo vino a la Tierra, escapando de un mundo que pronto estallaría en pedazos, dispersándose entre nosotros luego de una llegada que fue casi un desastre. Y allá en Cougar Canyon están ayudándolo al chico Francher a desarrollar todos sus dones y capacidades, y algunos son únicos, de modo que Francher pronto podrá encontrar el sitio que más le conviene entre esas gentes. Me dicen que ya ahora hay algunos de entre nosotros que están desarrollándose de acuerdo con las pautas del Pueblo. Eso es lo que Jemmy quiso decir cuando le comentó al doctor Curtis que yo era casi uno de ellos.
Y yo volveré a caminar otra vez. El doctor Curtis trajo a Bethie, una Sensitiva del Pueblo. Ella apenas me tocó con las manos, y me leyó para el doctor Curtis. Y yo tuve que aceptar al fin que era yo misma mi propio impedimento. Que mi médico había tenido razón: que el tiempo, la paciencia y la fe me completarían otra vez.
Cuanto más pienso en el Pueblo, en Jemmy y Bethie y el chico Francher, más creo que esas palabras son la clave de lo que ellos esperan hacer en nuestro mundo.
Tiempo, paciencia y fe; y lo más importante es la fe.
Lea se sentó en la oscuridad del dormitorio sacando los pies fuera de la cama. Buscó a tientas y se echó una bata sobre los hombros y se la ciñó al cuerpo. Fue en silencio hasta la ventana y se sentó en el alféizar ancho. Una luna desmochada rodaba en las nubes sobre las lomas y el desfiladero parecía de ébano y marfil. Lea alcanzaba a ver el punteado irregular de las casas que formaban la comunidad. Todas estaban a oscuras excepto una ventana lejana cerca del acantilado del arroyo.
De pronto toda la escena pareció tomar un carácter anguloso, completamente fuera de foco. Las lomas y los desfiladeros fueron tan extraños como si ella estuviese mirando un paisaje lunar o las lomas escondidas de Venus. Nada parecía familiar; la luna misma se convirtió en una criatura terrible que miraba de soslayo y que podía acercarse más y más y más. Lea ocultó la cara en el hueco del brazo y alzó las rodillas para apoyar los brazos temblorosos.
¿Qué estoy haciendo aquí?, se dijo. ¿Qué demonios estoy haciendo aquí? No soy de este sitio. Tengo que irme. ¿Qué me une a todas estas... estas... criaturas? ¡No creo en lo que dicen! No creo nada. Es una locura. En algún momento me he vuelto loca y esto es un asilo. Todas estas noches... ¡historias de locos, contadas como si pudiesen ser algo sensato!
Lea se estremeció y alzó lentamente la cabeza, abriendo de mala gana los ojos. Miró un rato la luna y las lomas y las nubes henchidas hasta que todo volvió a ser familiar. Una locura, susurró, pero una locura tan consoladora. Si sólo pudiera quedarme aquí para siempre. Unas lágrimas ávidas borronearon la luna. ¡Si pudiera quedarme!
¡Tonta! Lea hundió otra vez la cara en las rodillas. Decídete. ¿Es esto o no una locura? No puedes pensar que es ambas cosas a la vez. Y la voz anhelante le dijo: Si esto es una locura, la aceptaré de cualquier modo. Todo esto tiene algo así como un maravilloso sentido que nunca pude encontrar antes. Estoy tan cansada de sospechar de todo. La señorita Carolle dice que lo más grande es la fe, la confianza. Tengo que creer, aunque me equivoque... Lea apoyó la frente contra el vidrio frío de la ventana, los ojos fijos en la luz distante. Se estremeció, se apartó del vidrio helado, y puso otra vez la cara sobre la rodilla.
Es hora, pensó. Es hora de que me detenga. Lo importante es que pueda quedarme aquí, flotando en las aguas tibias del prenacimiento. Oh, es hermoso este sitio. Ninguna preocupación sobre cómo ganarse la vida. Ninguna preocupación sobre qué hacer o no hacer. Ninguna duda acerca del camino que hay que tomar en alguna encrucijada. Pero no puede durar mucho tiempo. Volvió la cara y alzó los ojos a la luna. Nada es para siempre, sonrió con cansancio, aunque la desgracia parece de veras interminable.
¿Cuánto tiempo más estaré al cuidado de Karen? No soy ninguna ayuda, no tengo nada que dar. Cualquier cosa que ella haga, soy siempre una carga. Y no puedo... ¿pero cómo podría curarme de algo en un ambiente tan protegido? Tengo que salir y aprender a mirar el mundo cara a cara. Lea torció la boca. Y aun escupirle a los ojos si es necesario, concluyó.
Oh, no puedo, no puedo, se quejó una voz. Échame tierra encima y deja que lo abandone todo.
¡Cállate!, respondió Lea, muy seria. Soy yo quien manda ahora. Vístete. Vamos a irnos.
Lea se vistió rápidamente en la oscuridad, más allá del alcance de la luz de la luna, las lágrimas cayéndole por la cara. Cuando se inclinaba para ponerse los zapatos golpeó contra la cama y durante un momento sollozó inconsolablemente. Al fin terminó de vestirse. Se vistió con sus propias ropas, recién lavadas, se puso la chaqueta, «casi nueva», y recogió el bolso.
Dinero, pensó. No tengo dinero...
Vació el bolso sobre la cama. Unas pocas cosas tintinearon sobre la colcha. Tiré casi todo antes de irme, se dijo, capaz al fin de recordar el momento de la partida sin que las sombras descendieran otra vez sobre ella. Había gastado el último dólar. Miró dentro de la billetera. No había un centavo.
En un compartimiento guardaba una miscelánea de tarjetas, pequeños rectángulos del pasado. ¿Por qué no las tiré también?, pensó. Son inútiles. Empezó a meterlas de vuelta en el compartimiento, sin prestarles mucha atención, y los dedos se le detuvieron en una punta que sobresalía. Sacó unas hojas plegadas, con una delgada cubierta de color azul marino.
¡Bueno, me había olvidado!, exclamó. Mis cheques de viajero, si todavía queda alguno. Hojeó la libreta. Suficientes, se dijo. Suficientes para irse otra vez. Metió todo de nuevo en el bolso, y luego abrió el cajón superior de la cómoda. Una débil luz le tocó los contornos de la cara. Recogió el kumatka y lo hizo girar entre los dedos. Lo sostuvo un momento mientras arrancaba el borde de una revista que estaba sobre la cómoda. Escribió en el papel Gracias, y dejó el kumatka encima.
Las sombras eran tan negras, pero Lea tenía miedo de caminar a la luz. Bajó tropezando desde la casa hacia el camino, tratando de no pensar en los kilómetros y kilómetros que tendría que recorrer antes de llegar a Kerry Canyon o a cualquier otra parte. Estaba ya junto al camino cuando tuvo un sobresalto convulso y se llevó los puños cerrados a la boca ahogando un grito. Algo se movía en el claro de luna. Lea se quedó paralizada en la sombra.
— ¡Oh, hola! —dijo una voz alegre, y la figura se volvió hacia ella—. Iba a salir en este momento. No sabía que vendría alguien, en este viaje. Llega justo a tiempo. Suba...
Lea subió en silencio a la golpeada y vieja pick up.
—Un carricoche bastante antiguo, ¿no es cierto? —El hombre siguió hablando animadamente, golpeando la portezuela y manteniéndola cerrada con la ayuda de un trozo de alambre—. Supongo que cualquier cosa termina por convertirse en una antigüedad, si uno la guarda el tiempo suficiente. Esto es una antigüedad desde hace mucho. No creo que haya otra razón para seguir conservándola.
Lea respondió con un vago murmullo y se tomó del costado del coche que se lanzó camino abajo a un metro de altura sobre la superficie de grava blanca.
— No la había visto por aquí —dijo el conductor—,pero nunca había habido tanta gente en el pueblo y todos tan excitados. Ésta es mi primera visita. Anima bastante de algún modo saber que hay tantos de nosotros, ¿no es cierto?
—Sí, así es. —La voz de Lea era un poco ronca—. Una se siente de veras bien.
— Muy molesto sin embargo tener que hacer de noche todos los viajes, de ida y de vuelta. Dicen que en otro tiempo uno podía volar de día sobre la meseta del Asno por lo menos, y luego ir rodando el resto del camino. Pero estamos llegando a la estación de turismo y tenemos que ser más cuidadosos que durante el invierno. Viajamos de noche, y por el camino desde el pico de la Viuda. Un camino bastante malo, por cierto. Se tarda el doble. ¿Usted todavía no se ha decidido?
Lea le echó una mirada a la luz de la luna.
— ¿Decidido?
—Oh, sé que no tengo derecho a preguntárselo —sonrió el hombre—, pero todo el mundo anda en lo mismo. —Habló más tranquilo, los brazos apoyados en el volante—. Yo me he decidido. Seis veces. Hasta que al fin pensé que me había decidido para siempre. Luego tenemos una noche de luna como ésta... —Miró por encima del vasto panorama de lomas y llanuras distantes, y suspiró.
El resto del viaje transcurrió en silencio. Lea rió estremeciéndose, asustada, aferrada al borde de la portezuela, cuando la camioneta bajó y las ruedas golpearon el camino cerca del pico de la Viuda. Luego los saltos, sacudidas y traqueteos hicieron imposible toda conversación.
Llegaron a Kerry Canyon en el momento en que la luz del sol bañaba la luna. El conductor sacó el gancho de alambre de la puerta y Lea salió al alba plateada.
—Vamos y venimos casi todas las mañanas y las noches —dijo él—. ¿Vuelve usted esta noche?
—No. —Lea tuvo un escalofrío y se arrebujó en el abrigo—. No esta noche.
—No se demore demasiado —dijo el conductor—. No tenemos mucho más tiempo, ya sabe usted. Si vuelve cuando no hay ningún vehículo, basta que llame. Mmm. Karen es la receptora de la semana. La próxima, Bethie. Alguien vendrá a buscarla.
—Gracias —dijo Lea—. Muchas gracias.
Aturdida, dio la espalda al adiós del hombre.
El bar próximo a la parada del autobús era pequeño y mal ventilado, entorpecido todavía por el peso de la noche, no despierto del todo a la luz desnuda y escasa del alba. El café estaba caliente pero había sido preparado de prisa, y era un poco flojo. Lea tomó un sorbo y dejó la taza, clavando los ojos en aquellas oscuras y móviles profundidades.
Aun en el caso de que esto sea todo, pensó, y yo no pueda tener más orden, paz y claridad... bueno, por lo menos he vislumbrado algo, y mucha gente ni siquiera tiene eso. Creo que he encontrado una llave, una llave casi increíble para mi puerta cerrada. Tiempo, paciencia y fe, y lo más importante es la fe.
Al cabo de un rato tomó otro sorbo, sin alzar la cabeza, y descubrió que el café se le había enfriado.
— ¿Se lo caliento? —Detrás del mostrador una nueva camarera estaba atándose rápidamente las cintas del delantal—. El autobús llegará en seguida.
— Gracias.
Lea le dio la taza apartando firmemente la imagen de una taza de café que había humeado toda una mañana, esperando, paciente.
El tiempo es una palabra, la sombra de una idea; pero siempre, siempre, más allá del torbellino de los acontecimientos, la multiplicidad de las actividades humanas o el interminable aburrimiento del desinterés, el cielo está allá arriba, el cielo con todas sus invariables variaciones, mostrando los cambios del ahora y la estabilidad de lo eterno. Allá están las estrellas, las coordenadas exactas de nuestra eternidad que giran y dan vueltas y siempre encuentran el camino de regreso. Allá están las nubes de formas móviles y transitorias, las ventosas colas de caballo, los cielos agrietados y aborregados, y los gozosos tumultos de las tormentas. Y la luna, la luna que se sueña y se oculta para soñar, que compone el mundo con una luz compasiva y hace que todo parezca nuevo para siempre.
En una noche como ésta...
Lea se apoyó en la baranda y suspiró a la luz de la luna. ¿Hacía ya dos lunas o una sola que ella había estado en el puente o se había desmayado en los cielos o había recibido a la luz crepuscular de la montaña el luminoso regalo del amor de una niña? Había hecho pedazos las formas rígidas que el tiempo había tenido antes para ella, y aún no había construido una nueva estructura. El tiempo no tenía aún para ella ninguna uniformidad.
Mañana Grace estaría de vuelta, luego de aquella operación de apendicitis, trabajando de nuevo en el albergue, el empleo que Lea había tenido la fortuna de conseguir. Pero ahora este pequeño refugio temporario se había perdido también. Otro paso en la incertidumbre. Lea estaría libre otra vez, libre de los ruidos de la cocina y el comedor, libre de volver a la esclavitud del despropósito.
Excepto que he dado un paso fuera de mi zona de oscuridad, se dijo, para entrar en una zona de crepúsculo. Y si doy el paso siguiente con paciencia y fe...
—Te llevaré de vuelta a Canyon... —La voz risueña llegó dulcemente.
Lea giró sobre sí misma con un grito inarticulado, y llorando se aferró a Karen. —¡Oh, Karen! ¡Karen!
— ¡Cuidado! ¡Cuidado! —Karen rió, los brazos tiernos alrededor de los hombros estremecidos de Lea—. ¡Me cubrirás de moretones! ¡Oh, Lea! ¡Es bueno verte otra vez! Como sitio adecuado para suicidas esto es mejor que el puente. —La voz de Karen continuó, ayudando a Lea que trataba de dominarse—. ¿Quieres que te empuje aquí? Tiene que haber casi mil metros hasta abajo. Y allá corre un río, un río con agua.
—Agua fría. —Lea se estremeció soltando a Karen y pasándose el brazo por las mejillas húmedas—. Demasiado fría para una muerte cómoda. ¡Oh, Karen! ¡Qué tonta fui! Sólo porque tenía los ojos cerrados pensé que el sol se había apagado para siempre. ¡Qué tonta!
—Todos somos tontos una vez al año —dijo Karen—. Lo que no importa mucho si nos damos cuenta y este año no somos la misma clase de tontos. ¿Cuándo vuelves conmigo?
¿Cuándo vuelvo contigo? —Lea clavó los ojos en Karen—. ¿Quieres decir cuándo vuelvo a Canyon?
¿Hay otro sitio? —preguntó Karen—. Ante todo no oíste aún todas las historias...
—Pero seguramente ahora...
—No todavía —dijo Karen—. No te perdiste ninguna aún. La última estará por comenzar cuando lleguemos. Pues verás, poco después de haberte ido... Bueno, ya lo oirás todo más tarde. Pero lamenté tanto que te fueras ahora. Todavía no te llevé a la colina...
—Pero la colina está todavía allí, ¿no es cierto? —sonrió Lea—. ¿Las colinas eternas...?
—Sí —suspiró Karen—. La colina está todavía ahí, pero ahora puedo llevar a cualquiera. Bueno, así son las cosas. ¿Hasta cuándo puedes quedarte?
— Grace volverá mañana —dijo Lea—. Tuve la suerte de conseguir este empleo. Me ayudó a salir adelante...
—En ese sentido estuvo bien —convino Karen—, pero no es el tipo de trabajo más apropiado para ti.
Lea se estremeció, de pronto sintiendo frío en el alma, temiendo un cambio que hasta ahora no había previsto.
—Llegará a serlo.
—Nunca lo será —dijo Karen fríamente—; es sólo algo provisional, para llenar el tiempo, para entretenerte un rato. Nunca llenarás así ese hueco que te preocupa, y sería lo mismo que te sentaras y te contaras los dedos de las manos. En otras palabras, estás interfiriendo.
—Oh, quisiera de veras llenar ese hueco. Ocurre simplemente que estoy aún metida en el incómodo proceso de descubrir a qué categoría pertenezco, y aunque no me guste mucho estoy empezando a sentir que pertenezco a algo de veras, y que voy a alguna parte.
—Bueno, la parte más inmediata es Canyon —dijo Karen—. Estaré contigo mañana por la noche. No estás tan lejos de nosotros. ¡La gente del Pueblo vuela a mayores distancias! ¿Tu equipaje?
Lea rió.
—Tengo un cepillo de dientes ahora, y un camisón.
— ¡Materialista! —Karen extendió el dedo índice y tocó apenas la mejilla de Lea—. La luz vuelve. El candelabro está encendido otra vez.
—Alabado sea el Poder.
Las palabras brotaron espontáneamente de los labios de Lea.
—La Presencia sea contigo.
Karen se elevó hasta la baranda del porche, de espaldas a la luna, la cara en la sombra. La luz de la luna le plateaba las manos cuando las extendió y le tocó los hombros a Lea, despidiéndose.
La noche siguiente, antes que saliera la luna, Lea esperaba de pie en el porche oscuro, apretando contra el cuerpo el pequeño envoltorio, estremeciéndose a causa de la excitación y el viento helado que se abría paso entre los pinos a orillas del desfiladero. Unas nubes informes y grises se habían extendido más y más luego de la puesta del sol. La salida de la luna sólo sería visible desde el borde superior de aquel gris creciente. Lea se sobresaltó; las sombras se movieron y coagularon sobre ella y se convirtieron en una figura.
—Oh, Karen —llamó en voz baja—. Tengo miedo. ¿No puedo esperar y viajar en autobús? Va a llover. Mira... ¡mira!
Extendió la mano y sintió la picadura de las primeras gotas. — Karen me envió. —La voz profunda y divertida sacudió a Lea contra la baranda—. Dijo que temía que el cepillo de dientes y el camisón de usted tuvieran que arreglárselas solos. Por alguna razón parece que los músculos de levitación se le hubieran acalambrado. ¿Me permite?
—Pero... pero... —Lea apretó con más fuerza el envoltorio—. ¡No puedo levitar! ¡Tengo miedo! Casi me muero cuando Karen me transportó la última vez. Por favor, déjeme esperar el autobús. No tardaré mucho más. Sólo una noche. No tuve tiempo de pensarlo cuando Karen me lo dijo anoche. —Cerró con fuerza los ojos—. Estoy a punto de echarme a llorar —dijo ahogándose— o a maldecir, y no hago bien ninguna de las dos cosas, así que váyase, por favor. Estoy demasiado asustada para ir con usted.
Sintió que el hombre le sacaba gentilmente el envoltorio de los dedos contraídos.
—No es tan malo —dijo él con el tono de quien enuncia un hecho.
¡Pueblo maldito! —Lea tenía ganas de aullar—. ¿Nunca entienden? ¿Nunca simpatizan?
Claro que entendemos. —La voz contenía la risa—. Y simpatizamos cuando la simpatía es lo indicado, pero no derramamos lágrimas sobre todos los que se sienten mal. ¿Nunca observó a un niño que tropieza y cae? Siempre mira alrededor para ver si tiene que llorar o no. Bueno, usted miró alrededor. Vio cómo era y no está llorando, ¿no es cierto?
— ¡No, maldición! —Lea casi rió—. Pero estoy de veras demasiado asustada...
—Bueno, me llamo Deon, en caso de que usted quiera personalizar esas maldiciones. Podríamos ayudarla, de cualquier modo. Podría dormirla y también oscurecer mi propia pantalla para que usted no pudiera ver afuera... aunque así se perdería usted muchas cosas. Tendría que haber traído el carricoche al fin y al cabo.
Lea se aferró a la baranda.
¿El carricoche?
Sí, usted lo conoce bien. No habían planeado utilizarlo hoy.
Si cree usted que me hubiese sentido más segura en ese montón de hierro viejo. —Lea se cruzó de brazos—. Hubiera tenido tanto miedo como ahora.
—Escuche. —Deon alzó vivamente el envoltorio de Lea—. Va a llover dentro de medio minuto. El camino es largo. Karen están esperándola y yo le prometí que la llevaría a usted. Vamos pues, y si no lo soporta probaremos otro modo. Está oscuro, y no podrá ver...
El zigzag de un relámpago cayó de lo alto del cielo a los fondos del precipicio, y el trueno sacudió el porche como una explosión. Lea ahogó un grito y se aferró a Deon. Los brazos de Deon la envolvieron y ella hundió la cara en el hombro de él, que apoyó la cara en el pelo de Lea.
—Lo siento —dijo Lea estremeciéndose, todavía abrazada a Deon—. Tengo miedo de tantas cosas.
El viento golpeó las faldas de Lea y murió. Las sacudidas tumultuosas de los árboles se aquietaron, y Lea sintió que se le aflojaba el cuerpo. Rió un poco y empezó a levantar la cabeza. Deon la contuvo, apretándole la cabeza contra el hombro de él.
—Tranquila —dijo—. Estamos en camino.
— ¡Oh! —jadeó Lea, aferrándose de nuevo a Deon—. ¡Oh, no!
—Oh, sí —dijo Deon—. No trate de mirar. No podría ver nada de todos modos. Estamos entre nubes. Pero vaya acostumbrándose. Pronto volaremos sobre las nubes y hay luna llena. Entonces sí podrá ver algo.
Lea luchó contra el terror, y lenta, lentamente se le fue borrando, reemplazado por un asombro que comenzaba a asomar. Oh, pensó, mientras las palabras de Karen le venían poco a poco a la memoria: «Los brazos recuerdan cuando los ojos olvidan». Oh, cielo santo. Y abrió los ojos y parpadeó cerrándolos de nuevo a la luz que derramaba la luna llena.
—Entonces... ¿fue usted mismo? —tartamudeó entornando los ojos y espiando la cara de Deon blanqueada por la luna.
—Eso es lo que yo iba a preguntarle —sonrió Deon—. Pienso que yo debiera haberla reconocido antes, pero recuerde: la primera vez que la vi estaba usted metida en el agua hasta el cuello y un mechón de pelo aplastado contra la cara... ¡y Karen no me hizo la menor insinuación! ¡Pero mire ahora! ¡Mire ahora!
Habían salido de las sombras, y Lea miró la serena marejada de nubes, la incomparable maravilla de un campo de nubes debajo de la luna. Era una belleza que no sólo alimentaba los ojos, sino que llamaba además a todos los sentidos a abarcarla y contenerla. La entristecía a Lea no ser capaz de tomarla en los brazos y apretarla con fuerza hasta que se le confundiera con ella misma.
En silencio, los dos se movieron sobre extensos campos de curvas inmaculadas, la inefable delicia de profundidades y alturas y sombras cambiantes; un mundo completo en sí mismo que no tenía ninguna relación con la tierra que yacía allá abajo, en la oscuridad.
Al fin Lea susurró:
— ¿Puedo tocar una? ¿Puedo meter de veras las manos en una de esas nubes?
—Claro, sí —dijo Deon—. Pero recuerde, criatura, que hace frío ahí fuera. Hemos subido mucho, por encima de la tormenta. Pero si usted quiere...
— ¡Oh, sí! —jadeó Lea—. ¡Será como tocar el dobladillo del cielo!
No sintiendo ni siquiera la mordedura del frío cuando Deon abrió la pantalla, Lea extendió tímidamente la mano hacia el caudaloso flanco de la nube. La nube se le cerró sobre las manos, incorpórea, hermosa, intangible como la luz, insustancial como un sueño, y como un sueño se le disolvió entre los dedos. Cuando Deon cerró de nuevo la pantalla, Lea se descubrió a sí misma jadeando y temblando. Se miró las manos y vio que resplandecían húmedas a la luz de la luna. Alzó los ojos, volviéndose en brazos de Deon.
— Comparta mi nube —dijo, y le tocó suavemente la mejilla.
Era difícil medir el tiempo, moviéndose sobre aquella maravilla de nubes, pero al cabo de un rato no demasiado largo la voz de Deon vibró contra la mejilla de Lea, que descansaba en el hombro de él.
—Vamos a bajar. Prepárese para las turbulencias. Seguramente nos sacudiremos un poco.
Lea se movió y sonrió. —Me he quedado dormida. Todo esto no puede ser sino un sueño.
—¿Un buen sueño?
—Un buen sueño.
— ¡Allá vamos! ¡Sosténgase!
Lea contuvo el aliento mientras se zambullían en la blancura. Toda la serenidad y la belleza desaparecieron junto con la luna. Alrededor sólo había oscuridad y tumulto. El viento los golpeó rudamente llevándolos de un lado a otro entre las nubes, con una velocidad imposible, hacia abajo, increíblemente lejos, torciéndolos y volcándolos, envolviéndolos en relámpagos, sacudiéndolos con el estruendo del trueno, ensordeciéndolos, aun protegidos por aquel escudo, con los innumerables chillidos del huracán.
¡La muerte!, pensó Lea, fuera de sí. ¡El fin de la vida! ¡La locura! ¡El caos!
Y de pronto, en medio del terrorífico tumulto, sintió otra vez el calor y la protección, y el calor de alguien que la acompañaba, la proximidad de otra respiración, la fuerza de unos brazos.
Esto, pensó entonces Lea, ávidamente, tiene que ser ese amor que Karen mencionó. Ahí afuera todas las tormentas del mundo. Aquí, la fuerza, el calor, y alguien.
De pronto una ráfaga descendente los envolvió arrojándolos fuera de la nube de tormenta, haciéndolos girar en el aire hacia los abismos de Cougar Canyon, y depositándolos al fin rudamente al pie de un pino amarillo.
— ¡Señor! — Deon se apoyó contra el tronco del árbol—. Estoy contento ahora de que no hayamos tomado la pick up. ¡Una tormenta así le hubiera soltado todas las tuercas!
—No lo dudo. —Lea se movió en el círculo de los brazos de Deon—. Pero no me lo hubiese perdido por nada del mundo. ¡Es mejor que pasarse las horas maldiciendo y llorando! Una maravillosa tormenta. —Se apartó de Deon y miró alrededor—. ¿Dónde estamos?
Tanteó con el pie un largo borde de piedra, iluminado por los relámpagos.
—En la colina que se alza sobre la escuela.
¿En la colina? —Lea miró alrededor con un sorprendido interés — . Pero no hay nada aquí.
Muy cierto. —Deon pateó un pequeño terrón hacia la oscuridad—. Nada más que nosotros. La semana pasada aquí mismo yo hubiera jurado... Oh, bueno...
—Estaba preocupada. —La voz repentina que venía de la oscuridad los sobresaltó a los dos—. Pensé que el viento los había llevado a kilómetros de aquí, o que quizá los había retrasado el cepillo de dientes de Lea. Todos están esperando.
Karen descendió junto a ellos.
— ¿Entonces vino? — Deon dio un paso adelante, ansiosamente—. ¿Funcionó? ¿Qué fue...?
Karen se rió.
—Cálmate, Deon. Llegó. Funciona. Los Viejos han llamado a una reunión y todo está dispuesto excepto tres asientos vacíos que no ocuparemos. ¡Arriba!
Y Lea se encontró de pronto arrebatada en el aire y sobre la loma antes que pudiera contener el aliento o que el miedo la alcanzara. Y sentía un fuego en las mejillas y se reía, la lluvia chisporroteándole en el pelo, y casi en seguida descendieron en el porche de la escuela dejando que los gruñidos del trueno y los gritos del viento los empujaran a través de la puerta. Se abrieron paso entre los grupos de gente que hablaba y encontraron unos asientos. Lea echó una mirada al rincón donde acostumbraba sentarse, casi temiendo verse allí sentada, el cuerpo doblado sobre la miseria de contar las monedas de su miseria.
Sentía las piernas y los brazos inundados de maravilla y deleite, y le costaba contener un inarticulado grito de alegría. Extendió los dedos de las manos, buscando, buscando con las manos abiertas, lo que podía haber delante.
La oscuridad caerá otra vez, admitió. Esto es sólo una grieta en mi calabozo, un anuncio de lo que está del otro lado. Pero qué maravilla, ¡qué maravilla!
Cerró apenas los dedos para sostener un puñado de esa felicidad y no le sorprendió que otra mano se cerrara cálidamente sobre las suyas. Éstas son gentes que me escucharán cuando llore, se dijo. Me ayudarán a encontrar mi respuestas. Me sostendrán mientras recorro ese largo camino que ha de llevarme de vuelta a mí misma. Ya nunca sola. ¡Ya nunca sola otra vez!
Dejó que todo excepto el momento presente se alejara de ella en un suspiro de estremecida felicidad y murmuró con el grupo:
—Estamos aquí reunidos en Tu Nombre.
No había nadie sentado al pupitre. Encima se veía el mismo aparato, o uno muy parecido, que había estado allí otras veces. Valancy, llevando en un brazo la tierna carga de Nuestro Bebé, envuelta en franelas, se inclinó hacia adelante y tocó el aparato.
—Ya dije que llegaría muy bien.
La voz tenía un sonido tan natural que Lea buscó involuntariamente en el extremo de la sala al orador invisible.
—Y me ha tocado la última historia, después de todo. Bueno, supongo que querrán un tema, también ahora, y aquí está: «Pues atravesaréis el Jordán para tomar posesión de la tierra que Dios vuestro Señor os ha dado, y seréis los dueños de esa tierra y allí habitaréis...».
JORDÁN
Creo que fui el primero en verla: esa forma brillante, entre las nubes, sobre el monte Calvo. No hubo en mi mente pausa alguna de conjetura o de duda. Me sentí seguro en el momento mismo en que advertí el brillo metálico, y el movimiento de las nubes me permitió vislumbrar brevemente una forma curva larga y esbelta. Me sentí seguro y di un grito de alegría. ¡Ahí estaba! Qué respuesta más directa podía pedirse a una plegaria. ¡A la vista de todos! ¡El fin de mi rebelión, la réplica largamente esperada a mis protestas contra tantas restricciones! ¡Ahí, en lo alto, mi liberación! Vacié mis manos de la grava de aquellas dos piedras, que yo había triturado mientras meditaba de pie sobre el peñasco; me froté las manos en los pantalones de lona y me alcé sobre la maleza. Fui hacia la casa. Las ramas superiores de los matorrales marcaban el avance de mis pies en el aire. Pero, aunque parezca extraño, sentí una punzada remota breve, casi como de... ¿pena?
Al acercarme a Canyon, oí el grito, y vi cómo los miembros del Grupo, uno tras otro, subían rápidamente hacia el monte Calvo. Olvidé entonces el momentáneo dolor, y subí con ellos. Y mis manos fueron de las primeras en tocar la superficie lisa, cálida—fría de la nave, que se enfriaba luego de atravesar la atmósfera. En cuestión de minutos, las manos de todos los miembros del Grupo arrastraron la nave hacia abajo: desde las nubes hasta el refugio entre los pinos, más allá de Cougar; gozosamente, cantando una canción del Pueblo, una casi olvidada canción de bienvenida.
Todavía emocionado por la canción, corrí a casa de Obla, llevándole la noticia, como otras veces, puesto que ella no podía salir a recibirla.
— ¡Obla! ¡Obla! —grité mientras cruzaba a la carrera el umbral de su casa—. ¡Han venido! ¡Han venido! ¡Están aquí! ¡Alguien de la Nueva Morada!
Entonces recordé, y entré en la mente de Obla. El entusiasmo colmaba mi propia mente, de tal modo que ni siquiera tuve que decir una palabra para que ella viera. A través de mi desbordante y silencioso deleite, oí de algún modo la risa apagada.
— ¡Bram, no es posible que la nave tenga un arco iris alrededor y esté toda tachonada de brillantes!
Yo también me reí, un poco avergonzado.
—No, supongo que no —le respondí con el pensamiento—. ¡Pero seguro que tiene un halo!
Luego me senté con Obla en la tranquila habitación y reviví cada segundo del acontecimiento: las formas y los colores, los sonidos, los olores, la apariencia de todo, incluyendo una descripción de la nave, que no tenía un halo. Y Obla, sorda, ciega, sin voz, sin brazos, sin piernas, Obla, que horrorizaría a cualquier forastero, vivió todo el episodio conmigo, me interrogó minuciosamente, y por último alzó la voz que no se podía oír, junto a todos nosotros, en aquella canción de bienvenida.
— Obla. —Me acerqué a ella y le miré la serena cara cicatrizada, enmarcada en la abundancia de oscuros, vigorosos cabellos—. Obla, esto significa la Morada, la verdadera Morada. Y para ti...
—Y para mí... —Los labios se le estiraron en una mueca inexpresiva. Luego la cortina de la cabellera se le movió sobre la cara, ocultándola a mis ojos—. Tal vez un mundo más bondadoso para esconder esta odiosa...
— ¡Odiosa no! —exclamé indignado.
La suave risa de Obla me cosquilleó la mente.
—Bueno, no —dijo—. Al fin y al cabo la explosión no dejó mucho de mí... —La cabellera le refluyó de la cara derramándose sobre la almohada.
— ¡Te dejó la parte que importa! —exclamé.
—En la Tierra se necesita un recipiente físico —dijo Obla—. Que funcione. Y por una sola vez, desearía que...
La mente le quedó en blanco antes que yo pudiera ver su deseo. El vaso de agua se alzó de la mesa de luz y flotó a la altura de la boca de Obla. Obla bebió brevemente. El vaso volvió a su sitio.
¿Así que estás entusiasmado con la idea de partir? —me provocó mentalmente—. ¡De vuelta a la civilización! ¡Adiós a la ruda frontera!
Sí, estoy entusiasmado —respondí, desafiante—. Tú sabes lo que pienso. Es criminal desperdiciar vidas como las nuestras. Si no podemos vivir aquí de acuerdo con lo que somos, regresemos a la Morada.
¿A qué Morada? —preguntó Obla—. La que conocíamos ha desaparecido. ¿Cómo es la nueva?
—Bueno —vacilé—. No lo sé. Aún no nos hemos comunicado. Pero tiene que ser casi como la vieja Morada. Por lo menos, es probable que esté habitada por el Pueblo, nuestro Pueblo.
— ¿Estás seguro de que seguimos siendo el mismo Pueblo? —insistió Obla—. ¿O que ellos siguen siéndolo? El tiempo y la distancia pueden cambiar...
—Por supuesto que somos los mismos —exclamé—. Eso es como preguntar si un perro es un perro en Canyon, sólo porque ha nacido en Socorro.
— Una vez tuve un perro —dijo Obla—. Hace mucho tiempo. Él creía que era un hombre, pues nunca había estado entre otros perros. Tardó seis meses en aprender a ladrar. Fue una verdadera conmoción para él descubrir que era un perro.
— Si quieres decir que hemos degenerado desde que llegarnos aquí...
—Tú mencionaste el perro, no yo —dijo ella—. No riñamos. Además, yo no dije que nosotros éramos el perro.
Sí, pero...
Sí, pero... —repitió Obla como un eco divertido, y yo me reí.
Condenada seas, Obla, así es como terminan la mayoría de mis discusiones contigo. ¡Sí, pero! ¡Sí, pero!
— ¿Por qué no salen? —Golpeé impaciente aquella enorme masa inconsútil, que se alzaba sombría en la noche—. ¿Por qué se demoran?
—Te comportas como un niño, Bram —dijo Jemmy—. Tienen sus motivos para esperar. Recuerda que éste es un mundo extraño para ellos. Han de asegurarse...
— ¡Asegurarse! —repetí—. Ya les hemos dicho que el aire está bien, y que no hay virus esperando para devorarlos. Además, tienen la defensa de las pantallas—escudos. Ni siquiera necesitan tocar la tierra si no quieren. ¿Por qué no salen!
—Bram —dijo Jemmy en un tono especial, que reconocí en seguida.
—Oh, ya sé, ya sé —dije—. Impaciencia, impaciencia. Cada cosa a su debido tiempo. Pero escúchame, Jemmy, ahora que ellos están aquí, tú y Valancy tendrán que ceder. Ellos les dirán que la obligación del Pueblo es salir definitivamente de aquí, o bien confundirse con los Extraños y limpiar este mundo. Con la ayuda de ellos no nos costaría mucho. Podríamos ocupar posiciones claves...
—No importa cuántos hayan venido, y ni siquiera sabemos aún cuántos son —dijo Jemmy—. Esa «ocupación» de que hablas no es algo propio del Pueblo. Las cosas tienen que crecer. Sólo se injerta en casos extremos. Y prácticamente nunca se destruye. Pero no es momento de volver a discutirlo. Valancy...
Valancy descendió en línea oblicua desde el borde superior de la nave, recortada contra las estrellas.
—Jemmy —dijo, y las manos de los dos se rozaron en el momento en que los pies de ella tocaban el suelo.
Ahí estaba, nuevamente ante mí, esa indecible llama de júbilo, esa unión que se renovaba, luego de una larga separación de diez minutos. Esto también me ponía impaciente. Yo nunca había conocido ese tipo de relación.
Oí la risita de Valancy.
— Oh, Bram —dijo—, ¿es preciso que te devores toda la cena de un solo bocado? ¿Nunca te resignas a esperar?
—Tal vez te convendría un poco de meditación —sugirió Jemmy—. No saldrán hasta la mañana. Tú te quedas de guardia aquí esta noche...
— ¿De guardia? ¿Contra quién? —pregunté. —Contra la impaciencia —repuso Jemmy, y su voz asumió ese acento del anciano que espera obediencia sin necesidad de exigirla. Pero antes que pronunciara la próxima frase, el tono fue nuevamente divertido—: Por el bien de tu alma, Bram, y por la contemplación de tus pecados, vigila la noche entera. Tengo un par de mantas en la pick up. —Hizo un ademán y las mantas vinieron flotando sobre los robles enanos—. Toma —dijo—, te ayudarán a pasar la noche.
Miré cómo los dos se encontraban con la pick up por encima del arroyo de la quebrada. Valancy me gritó:
—Medita, concéntrate, Bram. Puede serte útil.
Un pájaro nocturno, sobresaltado, aleteó delante de ellos unos segundos, lúgubremente; luego la oscuridad se los tragó a todos.
Extendí las mantas sobre la arena, junto a la nave, apoyándome contra la tersa frescura de la cubierta exterior, maravillándome de nuevo ante la trama inconsutil, el ininterrumpido fluir. En alguna parte debía de haber una puerta, pero la luz estelar se deslizaba sin intermitencias de una punta reluciente a la otra.
¿Quiénes estaban dentro? ¿Cuántos eran? Una nave de ese tamaño podía transportar centenares. El comunicador de la nave y el nuestro habían hablado brevemente; el nuestro tropezó un poco en ciertas palabras que recordábamos de la lengua nativa pero que parecían haber cambiado, o caído en desuso. Sin embargo, no se habló de los números hasta el último pensamiento: «Estamos cansados. Fue un largo viaje. Gracias sean dadas al Poder. La Presencia y el Nombre, por haberlos encontrado. Descansaremos hasta que amanezca».
El zumbido de un avión de reacción que volaba muy alto sobre Canyon llegó a mis oídos. Rápidamente alcé la mirada. Nuestra no—luz se cerraba aún sobre el brillo delator de la nave. Me distendí entre las mantas, preguntándome... preguntándome...
Hacía tanto tiempo (en la época de mis abuelos) que todo había ocurrido. La Morada, pulverizada en un puñado de reluciente confeti, las gentes del Pueblo dispersadas hacia todos los puntos cardinales en busca de refugio. Todo estaba en mi memoria, ese río de recuerdos que une y ata tan fuertemente al Pueblo. Si me abandonaba a mis ideas, podía volver a sufrir el despojo, el vagabundeo, el tedio y el terror de la búsqueda de un nuevo mundo. Podía revivir la chirriante, incandescente entrada en la atmósfera de la Tierra, el calor, la vibración, los destrozos, el estallido. Y podía compartir la pérdida de seres amados, las lágrimas, la enceguecedora, mutilante agonía de algunos sobrevivientes que consiguieron llegar a la Tierra. Y podía esconderme, y escapar, y correr y morir, con todos los que padecieron el período de afincamiento, tratando de encontrar el mejor modo de pasar inadvertidos entre los pueblos de la Tierra, y de no perder, a pesar de todo, nuestra identidad, nuestra condición.
Pero todo esto pertenecía al pasado, aunque a veces me pregunto si hay pasado de veras. Lo que me impacienta es el futuro. No hay más que observar el área de las relaciones internacionales. Valancy, por ejemplo, podría sentarse en la próxima conferencia—cumbre y leer la verdad oculta detrás de todas esas caras herméticas, cautelosas y esquivas: una verdad desnuda y enceguecedora como el brillo de la luna en la arista de una puerta de metal... que se abre... que se abre...
Con un esfuerzo de voluntad, retomé a mi vigilancia. Alguien salía de la nave. Me alcé un par de pulgadas sobre la arena y me deslicé silenciosamente en la sombra. Aquella silueta emergió lenta, temerosamente. La puerta se cerró y la silueta se enderezó. Dio un paso cauteloso, otro más cauteloso aún, y de golpe, en un repentino frenesí de movimiento, echó a correr por el lecho de la quebrada, rápida, ¡rápida! Corrió unos treinta metros y de golpe cayó de bruces.
Volé hacia ella.
—¡Eh! —dije.
La figura se volvió hacia mí con un movimiento convulsivo, y entonces pude verle la cara. Supe su nombre: Salla.
— ¿Está lastimada? —pregunté, en voz alta.
—No —pensó ella—. No —articuló, con esfuerzo—. No estoy acostumbrada a... —no encontraba la palabra— ... a correr.
Parecía pedir disculpas, no por estar poco acostumbrada a correr, sino por haber corrido. Se sentó y me senté a su lado. Nos miramos las caras, y a mí me gustó mucho lo que vi. Era una especie de reafirmación de la tez luminosamente pálida de Valancy, los ojos oscuros y la boca tibia y hermosa. Salla volvió la cabeza, y entonces advertí el tenue destello de la pantalla.
—No la necesitas —le dije—. La noche es calurosa y agradable.
—Pero... —Una vez más advertí un tono de embarazosa excusa.
— ¡Oh, sí, pero no siempre! —protesté—. La pantalla es sólo para casos de emergencia.
Salla vaciló un instante, y el fulgor se extinguió. Sentí entonces la dulce fragancia de Salla y pensé tristemente que si yo tuviera una... ¿fragancia?... probablemente estaría compuesta de olor a granero, aserradero y salchichas.
Salla aspiró honda y cautelosamente.
— ¡Oh! —exclamó—. ¡Cosas que crecen! ¡Vida alrededor! Hemos estado viajando tanto tiempo. ¡Huele!
Olí, para complacerla, pero sólo alcancé a percibir el aroma de una flor de manzanita aplastada por la nave.
Esto es una especie de aparte, pues no puedo detenerme en cada recodo de mi historia y ponerme a explicar. Los Extraños, supongo, no podrán comparar con nada la forma en que Salla y yo nos conocimos. Por debajo de toda la charla, de la actividad y el movimiento en los tiempos que siguieron, hubo entre los dos una profunda corriente subterránea de comunicación. Yo había experimentado este mismo tipo de captación en una época anterior, cuando nuestras reuniones trajeron nuevos miembros del Grupo a Cougar, pero nunca tan vigorosamente como con Salla. Tiene que haber sido más notable porque a ambos nos faltaban muchas de las experiencias comunes de aquellos que han vivido en el mismo sitio desde el nacimiento. Ésa debe de ser la explicación.
—Recuerdo —dijo Salla, mientras hacía deslizar la arena entre los dedos de las manos delgadas, que parecían no haber trabajado nunca —que cuando yo era muy pequeña salía a caminar bajo la lluvia. —Hizo una pausa, como esperando una reacción—. Sin mi pantalla —explicó. Nueva pausa—. ¡Me mojaba!—gritó, aparentemente resuelta a impresionarme.
— La semana pasada —respondí—, salí a caminar bajo la lluvia, y me mojé tanto que mis zapatos gorgoteaban con cada paso, y llegué a sentir en la boca el sabor limpio de la lluvia —proseguí—. Inclusive cuando viene acompañada de vientos y truenos, la lluvia tiene una cierta quietud. Me gusta.
Luego, conmovido al oírme decir esas cosas en voz alta, yo también empecé a tamizar la arena con las manos, con alguna violencia al principio.
Salla alargó un dedo fino y lechoso y me tocó la mano.
—Parda —dijo, y al captar mi pensamiento corrigió—: Tostada.
—El sol —expliqué—. Estamos tanto tiempo al sol, sin protección, que nos dora la piel, o nos cubre de pecas, y hasta nos quema y arrebata si no andamos con cuidado.
—Entonces, vosotros seguís viviendo en contacto con la Tierra —dijo ella—. En la Morada casi nunca...
La voz de Salla se apagó, pero alcancé a advertir una sensación, contenida como en una cápsula, que habría sido realmente agradable si uno la hubiera experimentado desde el nacimiento, pero...
— ¿Cómo es eso? —pregunté—. ¿Qué tiene vuestro mundo para que necesite protegerse continuamente?
Y mientras decía esto, sentí una punzada de dolor. Mi imaginado Edén...
—No tenemos que protegernos —dijo Salla—. Ya no, por lo menos. Cuando llegamos a la Nueva Morada, tuvimos que renovarlo de un modo bastante completo. Nosotros (me refiero, por supuesto, a nuestros antepasados) deseábamos que se pareciera todo lo posible a la Vieja Morada. Hicimos verdaderas maravillas copiando la vegetación y las colinas y los valles y los arroyos, pero... —aquí un sentimiento de culpa tino las palabras de Salla—. A pesar de todo es una copia... nada es casual... impensado... Cuando la Nueva Morada se hizo habitable, ya estábamos demasiado acostumbrados a las pantallas. Uno se protegía automáticamente. Creo que mi madre no salió jamás de su propio dormitorio sin escudo—pantalla. Es algo que uno... simplemente no hace...
Tendí el brazo sobre la arena sintiendo cómo me raspaba la piel. Algo grato, pero...
Salla suspiró.
—Una vez... ya era bastante crecida para semejante travesura, pero lo cierto es que salí a caminar bajo el sol sin pantalla. Me embarré toda, me ensucié las manos y me rompí el vestido. —Pronunció todas estas palabras, relativas a la suciedad, con esfuerzo, como quien usa un lenguaje demasiado popular en una reunión muy elegante—. Y me enredé el pelo de tal modo en un árbol que tuve que tironear y arrancarme unos mechones para soltarme.
No había jactancia ahora en la voz de Salla. Estaba compartiendo conmigo uno de sus más preciosos recuerdos: algo que entre los suyos no se aceptaba de buen grado.
Le toqué levemente la mano (pues no me comunico demasiado libremente sin algún contacto) y alcancé a verla.
Salía secretamente de la casa, antes del amanecer: extraña casa, extraño paisaje, extraño mundo... cerrando en silencio la puerta, alzándose rápidamente sobre la arboleda. La llama de su rebelión no me era extraña, sin embargo. Yo la conocía demasiado bien. Luego Salla dejó caer el escudo, y yo contuve la respiración junto con ella, pues estaba sintiendo, con tanta intensidad como si fuese el Primero en una Morada reciente, el movimiento del viento en mi cara, en mis brazos y aun entre mis dedos, como ríos diminutos. Sentí el suelo bajo mis pies vacilantes, la arcilla suave y sólida, el contorno de una hoja, la aspereza de la grava, los granos de arena al borde del agua. El chapoteo del agua contra mis piernas fue tan cortante como una mordedura en un limón. ¡Y el líquido! Yo no tenía idea de que lo líquido fuera una sensación tan particular. No recuerdo cuándo caminé por primera vez en el agua, o si alguna vez tuve una sensación de humedad bastante nítida como para decirme conscientemente: «Esto es estar mojado». Todo parecía tan nuevo. No se parecía a nada de lo que había experimentado antes.
Pero de pronto volví a sentir el olor de la manzanita aplastada; Salla había retirado la mano.
—Mi madre pregunta por mí —susurró—. No sabe que estoy aquí. Si supiera, le daría un quánico. He de irme, antes que llame a mi cuarto.
— ¿Y cuándo salen todos?
—Mañana, creo —dijo Salla—. Laam tendrá que descansar un poco más. Es nuestro Motivador, tú sabes. Atravesar la atmósfera fue algo agotador. Más que toda la travesía. Pero el resto de nosotros...
— ¿Cuántos son? —murmuré mientras ella se alejaba, flotando, y ascendía por la curvatura de la nave.
—Oh —me respondió, también murmurando—. Hay...
La puerta se abrió, ella se deslizó al interior.
—Dulces sueños —oí, sin percibir ningún sonido.
En seguida, asombrosamente, una mejilla suave me rozó la cara, y sentí el tibio movimiento de unos labios. Me sentí sorprendido y confuso, aunque complacido, hasta que comprendí, riéndome, que había sido atrapado entre la pregunta de la madre y la respuesta de Salla.
—Dulces sueños —pensé, y me arrebujé entre las mantas.
Algo me despertó en las vacías horas que preceden al alba. Me sentí arrancado del sueño como un pez que sacan del agua tiritando en ese intervalo que media entre quitarse el sueño (como una vestidura) y ponerse la vigilia.
—Tengo que pensar —pensé obtusamente—. Tengo que concentrarme.
Y entonces pensé. Pensé en mi Pueblo, que esperaba, esperaba, midiendo el paso, caminando cuando podía volar. Piensa. Piensa en lo que podríamos hacer si dejáramos de esperar y realmente nos pusiéramos en marcha. Piensa en Bethie, nuestra Sensitiva, en un centro médico, leyendo ante los doctores las enfermedades y dolencias de los internados. Los pacientes ya no podrían esconderse tras enfermedades imaginarias. No habría más diagnósticos erróneos, ni demoras en la identificación de un síntoma. Por supuesto, sólo hay una Bethie (y los pocos Clasificadores que tenemos, y que podrían servir con un poco menos de eficacia), pero sería un comienzo.
Piensa en nuestra capacidad de levitar, de transportar, de comunicar, de usar la Tierra, en vez de someterse a ella. ¿Acaso no se le ha dado al hombre el dominio sobre la Tierra? ¿Y el hombre no había renunciado a ese dominio en algún punto de su historia? ¿No podríamos ponerlo otra vez en el buen camino?
Me retorcí padeciendo esta concentrada reafirmación de todas mis preguntas. ¿Por qué todo eso no podía ocurrir ahora, ahora?
Pero «No», dicen los Ancianos. «Espera», dice Jemmy. «Ahora no», dice Valancy.
— ¡Pero miren! —yo quería gritar—. ¡Los hombres hablan de la conquista del espacio! Pretenden llegar allí montados en un bastón. ¡Miren a Laam! Trajo esa nave a nosotros desde alguna patria distante sin levantar un dedo, sin tocar un solo aparato en su cómoda sala de motivaciones. Miren a cualquiera de nosotros. Yo mismo podría levantar nuestra pick up a tal altura que debería ponerme un escudo—pantalla para seguir respirando. Apostaría a que yo rnismo, en uno de esos aviones modernos podría llevarlo hasta el borde del espacio, hasta el umbral de la gravedad terrestre. Y cualquier motivador podría cruzar ese umbral, y con eso terminaría la parte más difícil de la tarea. Por supuesto, aunque todos nosotros podemos levitar, sólo tenemos dos motivado—res; ¡pero sería un comienzo!
Pero «No», dicen los Viejos. «Espera», dice Jemmy. «Ahora no», dice Valancy.
Está bien, admitamos que así violentaríamos el esquema actual, como si pretendiéramos injertar un tercer brazo en un organismo diseñado para tener dos. Sin embargo, los terrestres seguirán un día nuestro mismo camino; observen a Peter y a Dita, y a ese chico Francher, y a Bethie. Algún día, pues, cuando se lo hayan ganado, lo tendrán. Pero si es así, ¿por qué no nos vamos? Encontremos otra Morada. Internémonos en el espacio y dejemos la Tierra a los hombres. Que se tomen su tiempo... si no mueren antes. Vayámonos. Salgamos de este suburbio del mundo. ¡Vayamos a donde podamos ser nosotros mismos a cada momento, abiertamente y sin vergüenza!
Golpeé con los puños sobre la manta; después, tristemente, me limpié los granitos de arena que se me habían pegado a los labios y la lengua y me reí de mí mismo... Contuve el aliento, y me tranquilicé.
—Hola, Davy —dije—. ¿Qué haces tan temprano?
—No me he acostado —dijo Davy, emergiendo de la sombra—. Papá dijo que podría probar mi receptor esta noche. Acabo de terminarlo.
— ¿Esa cosa? —me reí—. ¿Qué podrías sintonizar de noche?
—Bueno. —Davy se sentó en el aire, por encima de mis mantas, frotando los pulgares sobre la caja diminuta que tenía en las manos—. Pensé que podría sintonizar sueños, pero no. En los sueños no hay bastantes palabras. Lo probé con toda mi familia, y usé la mitad de la cinta. Tengo que fabricar más.
—Mala suerte —dije—. Habrá que volver al tablero de dibujo.
—Oh, no sé —repuso Davy poniéndose fuera del alcance de mi distraído manotazo—. Lo ensayé con tus sueños... Pero no pude conseguir nada. Así que te hice correr un escalofrío por la espina dorsal.
—Rata —dije, sintiéndome demasiado perezoso para molestarme de verdad—. Con razón me desperté tan bruscamente.
—Sí —dijo Davy volviendo a flotar sobre mí—. Entonces lo probé cuando estuviste despierto. Recogí estructuras de pensamiento más concentrado.
— ¡Eh! —dije, incorporándome lentamente—. ¿Pensamiento concentrado?
—Empecemos por el final —dijo Davy, poniéndose nuevamente fuera de mi alcance. Se oyó un parloteo sin sentido—. ¡Ah! —exclamó—, olvidaba la desaceleración. El pensamiento es rápido. Bueno...
Y entonces me oí gritando, clara y minuciosamente, con esas voces metálicas que salen a veces de un receptor telefónico:
—Vayámonos, salgamos ahora mismo de este suburbio del mundo...
¡Davy! —grité, precipitándome hacia arriba, a pesar del obstáculo de las mantas.
¡Escucha, escucha! —exclamó Davy, manteniendo el aparato lejos de mí mientras rodábamos por el aire—. ¡De interés para el Grupo! Sostengo que es de interés para el Grupo! Con la nave que acaba de llegar...
¡Nada de interés para el Grupo! —dije, poniendo por fin las manos en el receptor—. Olvidas la intimidad del pensamiento, y la pena que corresponde a quien viola esa intimidad.
Capté el pensamiento errante de Davy y apreté la cajita en el lugar exacto para borrar la grabación.
— ¡Maldito sea! —dijo Davy, desalentado—. Mi primer invento, y tú me borras la grabación.
—Mala suerte —repuse, tirándole la cajita—. Pero oye. —Alargué el brazo y lo atraje hacia mí—. ¡Obla! ¡Piensa en Obla y en este endemoniado artilugio!
— ¡Es cierto! —La cara se le iluminó a Davy, mientras era arrastrado por el tren de las ideas — . ¡Cierto! Obla... un ser sin voz... inaudible...
Cuando Davy se perdió entre los árboles, ya se había olvidado de mí.
Nadie crea que me sentí avergonzado de mis pensamientos. Lo que ocurre es que al oírlos me habían parecido tan... tan desnudos y descarnados. De pie, apoyando las manos contra la hermosa nave, sentí que mi convicción se afirmaba.
—Sí. Vayámonos. Si no hay sitio para nosotros en esta nave, podernos construir otras. Encontremos una verdadera Morada en alguna parte. O hagamos una Nueva Morada.
Creo que fue en ese momento cuando empecé a decir adiós a la Tierra; a cortar, casi inconscientemente, todos mis lazos. Como un ala que sube, mis pensamientos tomaron la dirección del cielo. Alcé los ojos. Para esta época, el año que viene, pensé, no estaré viendo el amanecer sobre el monte Calvo.
Al promediar la mañana, la totalidad del Grupo, incluyendo el Grupo de Bendo, que había recibido nuestro aviso, aguardaba en la ladera de la colina, cerca de la nave, descansando al sol que de mala gana abandonaba la primavera para internarse en el arduo verano. No había mucha conversación, y tampoco mucha alegría. La nave nos traía a todos una carga excesiva de pasado; los oscuros torrentes de la memoria corrían entre los miembros del Grupo. Me incorporé a uno de esos torrentes y sólo encontré las sombras de la Travesía. ¡Pero la Morada, exclamé, la Morada antes!
En ese preciso momento, un destello brilló sobre el cuerpo de la nave. Todos miramos. La puerta se abría. Hubo una pausa, y en seguida aparecieron los cuatro: Salla, sus padres, y un cuarto individuo, de más edad. Los tenues centelleos de los escudos—pantallas los envolvían en un halo de seguridad. Torcieron la cara sintiendo la descarga del sol, pero al mismo tiempo las pantallas se hicieron más opacas y tomaron un tinte azul profundo.
El Más Viejo, la cara ciega vuelta hacia la nave, habló desde el seno de una corriente del Grupo.
—Bienvenidos al Grupo. —El pensamiento era cordial y armónico—. Tres veces bienvenidos entre nosotros. Son los primeros que vienen desde la Morada a reunirse con nosotros en la Tierra. Estamos ansiosos por tener noticias de nuestros amigos.
Hubo un repentino coro de pensamientos:
— ¿Está Anna con ustedes? ¿Y Mark? ¿Ha venido Santhy? ¿Y Bedia?
—Esperen, esperen —repuso el padre alzando, implorante, los brazos—. No puedo contestarles a todos al mismo tiempo, salvo si les digo que... sólo nosotros cuatro hemos llegado en la nave.
— ¡Cuatro! —pareció que el aturdido pensamiento iba a despertar un eco audible.
—Bueno, sí —respondió el padre, al tiempo que nos daba su nombre: Shua—. Mi familia y yo, y nuestro Motivador, Laam.
¿Entonces, los demás...? —Varios de nosotros caí mos de rodillas, con el Signo temblando en nuestros dedos.
¡Oh no! ¡No! —dijo Shua, impresionado—. No, nos fue muy bien en nuestra Nueva Morada. Casi todos vuestros amigos os esperan ansiosamente. Recordaréis que nuestro Grupo era el que vivía junto al vuestro en la Morada. Nuestro Grupo y otros dos llegaron a la Nueva Morada. ¡Y hemos traído esta nave vacía para poder llevarlos a todos de regreso a la Morada!
¡A la Morada! —Por un asombrado instante, la palabra flotó casi visible en el aire, sobre nosotros.
Pero después se elevó en un grito, expandiéndose y estallando en sonido, y el Grupo entero se remontó hacia el cielo. Fue un grito tan jubiloso y estático, que el eco ahuyentó a dos grajos en el pinar del valle.
—Bueno —reflexioné, asombrado—, ¡parece que todos piensan como yo! —y me uní al vuelo y al jubiloso coro sin palabras del Canto del Regreso.
Pero mi entusiasmo decayó un poco cuando me pregunté si alguno de ellos compartía conmigo ese repentino dolor, esa punzada extraña que yo había sentido antes. Pero la reprimí rápidamente, y la oculté tanto que sólo un Clasificador hubiese podido localizarla. Recogí en mi ascenso al chico Francher; aún no había aprendido a remontarse muy por encima de las copas de los árboles, y el Grupo lo estaba dejando rezagado.
— Son cuatro —le dije a Obla silenciosamente—. Sólo cuatro. Trajeron la nave para llevamos de regreso a la Morada.
Obla volvió hacia mí la cara ciega.
— ¿A llevarnos a todos? ¿Así sin más?
—Bueno, sí —repuse, frunciendo levemente el ceño—. Supongo que así sin más, aunque no sé lo que eso quiere decir.
—Al fin y al cabo, los desterrados no piensan casi en otra cosa que en el día del regreso —dijo Obla y después, burlándose delicadamente—: Supongo que todos han hecho sus maletas.
—Yo tengo mis maletas hechas prácticamente desde que nací —contesté—. ¿No he hablado siempre de librarnos de la atadura que nos retiene en este mundo?
—Sí —dijo Obla—, has hablado, exhaustivamente. Saca la mano por la ventana, Bram. Toma un puñado de sol. —Obedecí, llenándome la mano con la coruscante luminosidad—. Viértelo. —Incliné la mano y sentí el tibio flujo de luz que escapaba—. ¡Nunca volveremos a sentir la luz del sol terrestre! —dijo ella—. ¡Nunca, nunca más!
— ¡Por favor, Obla, no hables de eso! —exclamé.
—No estabas tan seguro de ti mismo, ¿verdad? —preguntó—. Ni aun después de todas tus protestas. Aun a pesar de ese asombro tibio que crece dentro de ti.
— ¿Asombro tibio? —Sentí que se me encendía la cara—. Oh —dije torpemente—. Eso no es más que interés natural por una desconocida... ¡por alguien que viene de la Morada! —Sentí crecer mi excitación—. ¡Piensa, Obla! ¡De la Morada!
—Una desconocida de la Morada. —El pensamiento de Obla era un poco triste—. Escucha tus propias palabras, Bram. Una desconocida de la Morada. ¿Cuándo, jamás, las gentes del Pueblo han sido desconocidas para nosotros?
—Estás jugando con las palabras —le dije—. Permíteme que te cuente todo...
Desde que tengo memoria, he usado a Obla como piedra de toque. No recuerdo, sin embargo, haberla visto físicamente completa. Empecé a prestarle atención sólo después de su desastre y el mío. La misma explosión que la mutiló, se llevó a mis padres. Estaban tratando de sacar a unos Extraños de un avión que se había estrellado, y no consiguieron hacerlo a tiempo. Algunos de mis planes más espectaculares han sonado a huecos y vacíos frente a la atenta receptividad de Obla. Y algunos de mis pensamientos más tímidos cobraron una fuerza monumental cuando ella los aceptó sin objeciones. De algún modo, cuando uno oye sus propias ideas, despojadas de elementos extraños y desnudas de toda pretensión, sólo entonces puede considerarlas en una perspectiva adecuada.
—Pobre chica —interrumpió cuando le conté cómo se le había enredado el pelo a Salla—. Pobre chica, sentir que el dolor es un privilegio...
— ¡Es mejor que hacer del dolor una forma de vida! —repliqué rápidamente—. ¿Y quién podría saberlo mejor que tú?
—Quizá, quizá —dijo Obla—. ¿Quién puede decir qué es mejor, tener hambre y recibir alimentos o recibir tanto alimento que nunca se conoce el hambre? Un poco de ayuno es a veces bueno para el alma. Piensa en un sorbo helado de agua después de una tarde en un campo de heno.
Me estremecí ante el delicioso recuerdo.
— Bueno, de todas maneras... —y terminé de contarle la historia.
Casi había cruzado el umbral de la casa de Obla, cuando recordé de pronto. ¡Ni siquiera le había mencionado a Davy! Regresé y se lo conté. Pero antes que llegara a la mitad de la historia, Obla hizo una mueca y la cabellera se le derramó sobre la cara protegiéndola. Cuando terminé, me quedé allí de pie, torpemente, sin saber qué hacer. Al fin capté un tenue eco del pensamiento de Obla: «Una voz de nuevo...». Creo que buena parte de mi desprecio por los artilugios de Davy se extinguió del todo en ese momento. Cualquier cosa capaz de dar alegría a Obla...
Pensé estar preocupado por la alternativa de irnos o quedarnos, hasta esa tarde en que encontré a casi todos los del Grupo sentados en los peñascos que dominan el arroyo. Dita rayaba el agua con los pies descalzos, y los demás se concentraban en la caída de las gotas, como si allí estuviese la respuesta. Me acerqué abiertamente, para que no pensaran que los espiaba, pero no creo que prestaran mayor atención a mi arribo.
—En cuanto a mí —dijo Dita, recogiendo las rodillas hasta el pecho y tomándose los pies mojados con las manos—, es diferente. Ustedes pertenecen del todo al Pueblo. Pero yo soy de la Tierra. Mis raíces están ancladas en esta vieja roca. Imaginen lo que sería para mí decir adiós a mi mundo. Piensen en lo que fue la Travesía... —Un remolino de incomodidad recorrió el Grupo—. ¿Comprenden? Y sin embargo, quedarme, ver cómo se marcha el Pueblo, saber que se han ido... —Apoyó la cara sobre las rodillas.
La rápida solicitud de los otros la envolvió en seguida. Low fue a sentarse a su lado.
—Marcharnos sería igualmente malo para nosotros —dijo—. Desde luego, pertenecemos al Pueblo, pero ésta es la única Morada que hemos conocido. Yo no crecí en el seno de un Grupo. En verdad ninguno de nosotros. Todas nuestras raíces están firmemente clavadas aquí. Marcharnos...
— ¿Qué puede ofrecernos la Nueva Morada que no tengamos ahora? —dijo Peter iniciando un pequeño remolino en la corriente poco profunda. Low inmovilizó la corriente, y hubo un momento de silencio.
—Pregúntenle a Bram —dijo Low al fin, mirándome por encima del hombro, con una sonrisa—. Él no ve el momento de marcharse.
—La Nueva Morada es nuestro mundo —dije, flotando hacia ellos y recogiendo mis pensamientos dispersos—.
Estaríamos entre los nuestros. Ya no necesitaríamos ocultarnos. No tendríamos que ajustamos a un orden al que no pertenecemos. No tendríamos que esperar, y sólo esperar, cuando es tanto lo que podríamos hacer.
Sentí alrededor un torbellino de pensamientos, a medida que cada uno se enfrentaba con su propia visión de la Morada. Sin una palabra más, todos se alejaron. Mientras se iban lentamente, no me llegó ni siquiera el eco de un pensamiento. Todos estaban encerrados en sí mismos.
La paz y la tranquilidad habían desaparecido de Cougar Canyon. Todavía, al amanecer, la luz chorreaba oblicua entre los árboles; todavía el viento movía la ramas en las tardes calurosas y quietas, y de tanto en tanto alzaba las hojas secas en un fugaz remolino; todavía la esbelta luna nueva brillaba, nítida, en el cielo del crepúsculo... pero por encima de todo pesaba un enorme signo de interrogación.
Yo no lograba concentrarme en nada. Cortando un tablón en el aserradero, me paraba en la mitad del trabajo y pensaba: «¿A qué preocuparse? Pronto nos habremos marchado». Y luego, ese espasmo de agudo placer y anticipación se convertía, de algún modo, en el dolor del despojamiento; sentía deseos de recoger un puñado de aserrín.
Y por las noches, cuando alzaba las esclusas para irrigar otro campo de alfalfa, pateaba las tablas húmedas y mohosas y pensaba, exultante: Cuando estemos allí, no tendremos que hacer estas tonterías. ¡Haremos llover el agua donde y cuando la necesitemos!
O bien me tendía al borde del sol ardiente, con la cabeza en la sombra de la alameda, y sentía la profunda tibieza que me inundaba hasta los huesos, oliendo el expectante y polvoriento olor de la tarde, sintiendo cómo el sueño envolvía mis pensamientos mientras los mirlos chillaban en los campos lejanos, hasta que de pronto sabía que no podría irme. Que no podría abandonar la Tierra a cambio de ningún otro sitio.
Y sin embargo, ahí estaba Salla. La Tierra de Salla no se parecía a nada que uno pudiera imaginar. Por ejemplo, nunca se le ocurría que las cosas pudieran hacerle daño. Un día la encontré en mitad de la meseta del Homo, acurrucada bajo un pino, con los pies descalzos entre las manos y balanceándose de dolor.
¿Dónde están tus zapatos? —fue lo primero que se me ocurrió mientras me agachaba a su lado.
¿Zapatos? —Salla captó la imagen que yo le proyectaba—. Oh, zapatos. Mis... sandalias están en la nave. Quería sentir este mundo. En nuestra tierra nos protegemos tanto, que no podría describirte la textura de las cosas. Pero aquí la arena me pareció tan hermosa la primera noche, y el agua es tan maravillosa, que pensé que este pedregal negro y reluciente sería una textura distinta. — Sonrió dolorida—. Es distinta. Es caliente, y...
—Quema y lástima —completé—. No me extraña. A esta hora del día el pedregal se calienta como un horno. Por eso le llaman la meseta del Homo.
—Me caí, corriendo —dijo Salla—. Me quedé tan sorprendida, que no atiné a remontarme o protegerme.
—Déjame ver.
Le aflojé los dedos y le tomé en mi mano un esbelto pie blanco. ¡Adonday Veeah! silbé. Cuidadosamente le despegué de la piel unas escamas ensangrentadas de esquisto.
—Prácticamente te has ampollado los pies. ¿No sabes que el sol es terrible a esta hora?
—Ahora lo sé —dijo ella.
Volvió a tomarse el pie con las manos, y echó un vistazo a la planta.
¡Mira! —exclamó—. Hay sangre.
Sí —dije—. Eso es habitual cuando te lastimas la piel. Mejor que vuelvas a casa y te hagas cuidar esos pies.
¿Cuidar?
—Claro. Antiséptico contra los gérmenes, y un ungüento para las quemaduras. No podrás salir a caminar por uno o dos días. De a pie, por lo menos.
— ¿Y por qué no empleamos un poco de tránsfugo y no—bi? Es mucho más sencillo.
—Indudablemente —respondí, elevándome sentado, a la par de ella, y enderezándome en el aire, sobre el camino—. Sería mucho más sencillo, siempre que yo supiera de qué hablas.
Viramos en dirección a la casa.
—Bueno, en mi Morada, los Curadores...
—Ésta es la Tierra —dije—. Aún no tenemos Curadores. Lo más que se puede hacer es que nuestra Sensitiva ayude a los que conocen el arte de curar. Es un arte bastante improvisado entre nosotros. Además, podrías resultar alérgica a nosotros y te saldría un sarpullido con cada inyección. Tu madre se preocupará, probablemente...
— Mi madre... —Hubo una curiosa pausa—. Mi madre ya está fastidiada conmigo. Piensa que soy decididamente undene. Lamenta no haberme dejado en casa. Teme que nunca volveré a ser la misma.
—¿Undene? —pregunté, pues Salla no había aclarado el término.
—Sí —dijo ella, y empecé a captar una extraña imagen, y luego otra, hasta que me pareció que yo ya entendía.
— Bueno —repliqué—. Nosotros no comemos guisantes con la punta del cuchillo, ni nos limpiamos la nariz en la manga. Podemos ser bastante bien educados cuando nos lo proponemos.
—Ya sé, ya sé —dijo apresuradamente Salla—, pero mi madre... Bueno, tú sabes lo que son algunas madres.
—Sí, es claro —respondí—. Pero si nunca caminas, ni trepas a un árbol, si no nadas ni haces otras cosas por el estilo, ¿cómo te diviertes?
—No es que no hagamos esas cosas —dijo ella—. Pero rara vez las hacemos distraídamente, sin pensar. Se supone que a medida que crecemos, dejamos atrás esas actividades infantiles, y buscamos otros placeres, más intelectuales.
— ¿Por ejemplo?
Hice a un lado las ramas para que ella bajara a la puerta de la cocina, y casi me disloqué el hombro al pretender, simultáneamente, abrirle la puerta. Luego de varias salidas en falso y otras tantas detenciones, como cuando uno se cruza con otra persona y ambos quieren eludirse, llegamos a la mesa de la cocina. Salla contuvo la respiración al sentir el ardor del mertiolato en los pies llagados.
—¿Por ejemplo? —repetí.
— ¡Uf! Ésta sí que es una sensación —dijo Salla, apretándose los tobillos con las manos.
Pero cuando le apliqué el ungüento calmante, Salla aflojó los dedos.
—Bueno, el placer favorito de mi madre es anticipar. Y lo hace muy bien. Le gustan las rosas.
—A rní también —dije, intrigado—, pero rara vez anticipo en relación con las rosas.
Salla se rió. Me gustaba su risa. Se parecía más a una frase musical que a una risa. El chico Francher la había utilizado como tema en una de sus obras. Por supuesto, ni a él ni a mí nos agradó mucho que los otros niños de Canyon la recogieran usándola para una melodía bailable, pero admito que tenía mucho ritmo... Bueno, de todas maneras, Salla se rió.
— ¿Sabes? Usamos las mismas palabras pero es evidente que nos movemos en distintos niveles de comprensión. No... Lo que le gusta a mi madre es anticipar una rosa. Elige un pimpollo que parece interesante (y ella reconoce los más sutiles matices de diferencia), y después hace una rosa, sintética. Lo más parecida posible al pimpollo verdadero. Luego, durante dos o tres días, trata de anticipar cada movimiento en la eclosión de la rosa verdadera, abriendo simultáneamente su rosa sintética, y aun anticipándose imperceptiblemente a la otra.— Salla volvió a reír—. Hay una anécdota familiar: una vez eligió un pimpollo que no hizo nada durante dos días, y al tercero se marchitó y convirtió en polvo. Parece que lo habían rociado inadvertidamente con destro.
—No quiero parecer undene —dije—, pero me cuesta imaginar que alguien pase dos días mirando un capullo de rosa.
—Y sin embargo, ayer por la tarde te pasaste una hora entera mirando el cielo —dijo Salla—. Y anoche, cuatro de vosotros estuvieron horas repartiendo y recibiendo naipes. Incluso me parece que el juego te emocionó en varias ocasiones.
—Hum... bueno, sí —admití—. Pero es diferente. Un atardecer como ése... y hay que ver la forma en que juega Jemmy...
Advertí una chispa de burla en los ojos de Salla y nos reímos juntos. La risa no necesita de intérpretes; por lo menos no los necesitaba nuestra risa.
Salla disfrutaba de veras experimentando nuestro mundo, y yo mismo descubrí muchas cosas que nunca había advertido antes. Fue ella quien encontró la gruta, después que el diminuto chorro de agua que brotaba en la ladera del monte Calvo despertara su curiosidad.
—No es más que un manantial —le dije mientras mirábamos la raya oscura de un pliegue en la maciza montaña.
—Nada más que un manantial —se burló ella—. En esta tierra de poca agua, ¿puede haber algo que no sea nada más que un manantial?
—No vale la pena —protesté, mientras la seguía, hendiendo el aire—. Ni siquiera es agua potable.
—Pero podría aplacar una sed del corazón —dijo Salla—. La vista del agua en una tierra árida.
—Ni siquiera salpica —repliqué mientras nos acercábamos al hilo de agua.
—No —dijo Salla, poniendo el dedo índice bajo el chorrito—. Pero hace crecer las cosas.
Tocó levemente las plantitas verdes que se adherían a la húmeda pared rocosa.
—Bonitas —dijo por cortesía—. Pero mira el paisaje.
Dimos media vuelta, apoyando las espaldas contra la muralla que caía a pico, y contemplamos las vastas perspectivas de cadenas montañosas, rojizas, purpúreas y azules, que proyectaban ferozmente unos peñascos desnudos, mostrando sólidos bosques o cuadriláteros vegetales hasta donde abarcaba la vista. Perezosamente, a lo lejos, se alzaba una columna de humo, que una corriente de aire doblaba casi en ángulo recto, disolviéndola en bruma. Debajo, un pliegue tras otro de colinas abrazaban los diminutos senderos y viviendas de los que se habían refugiado en esa soledad.
—Y sin embargo —y la voz de Salla fue casi un susurro—, si uno se perdiera en una vastedad lo bastante grande, se encontraría convertido en alguien diferente, alguien que sólo tiene ante sí el Ser y la Presencia.
—Cierto —dije aspirando profundamente el olor a sol, a pino y a caliente roca granítica—. Pero no son muchos los que llegan a esa vastedad. La mayoría edificamos nuestros pequeños mundos con distracciones suficientes para mantenernos apartados de la contemplación del Ser y de Dios.
Hubo un momento de profundo silencio mientras dejábamos que nuestros propios pensamientos cerraran el tema. Entonces yo descendí, pero Salla se remontó.
— ¡Eh! —le grité—. ¡Estás subiendo!
—¡Lo sé! —me contestó—. ¡Y tú bajas! ¡Todavía no he encontrado el manantial!
De modo que me elevé yo también, protestando contra la obstinación de las mujeres, y me puse a la par de Salla en el momento en que se apoyaba en un filoso estribo de roca al borde de la hendidura verde por donde se filtraba la humedad.
¡Qué hermoso abismo! —exclamó Salla complacida.
Si te asustaran las alturas... Salla me miró rápidamente.
¿Asustan a alguien? —preguntó—. ¿Realmente?
— Sí —dije—. Una vez leí un caso... ¿Quieres probar la textura de eso?
Y recreé para ella el terror alelado, frenético, mortal, que experimentaba un amigo mío, un Extraño, que apenas se atreve a asomarse a la ventana de un segundo piso.
— ¡Oh, no! —exclamó Salla, palideciendo y sujetándose al ralo tapizado de enredaderas y ramas de la roca—. ¡Basta! ¡Basta!
—Lo siento —dije—. Pero es una emoción diferente. La recuerdo cada vez que leo: «Ni la altura ni la profundidad ni ninguna otra criatura». La altura es una criatura para mi amigo, una criatura horrible, destructora, que revolotea sobre él aguardando la oportunidad de echársele encima.
—Es una lástima —dijo Salla— que no se acuerde de la próxima frase, y no aprenda a perder ese temor...
De mutuo acuerdo, cambiamos rápidamente de tema en mitad del aire.
—Ésta es la fuente —dije—. ¿Satisfecha?
—No —contestó Salla, buscando entre las enredaderas—. Quiero ver el chorlito que chorrea, y la gota que gotea, desde el comienzo.
Y se metió más en la maleza. Rogando al cielo que me diera un poco de paciencia, ayudé a Salla a apartar las hojas y tallos. Salla se adelantó hacia la próxima capa... y de pronto había desaparecido.
¡Salla! —grité, manoteando las enredaderas — . ¡Salla!
¡A—q—q—quí! —me llegó la respuesta subvocal.
¡Habla! —dije mientras sentía que el pensamiento de ella se me escurría.
¡Estoy hablando! —la respuesta me llegó con la última palabra—. Y estoy sentada en un agua terriblemente fría. ¿Qué esperas para entrar?
Me deslicé cautelosamente a través de la grieta, al interior de la oscuridad. Tropecé y caí de rodillas en un agua helada, que casi me llegaba a la cintura.
—Está oscuro —susurró Salla, y hubo un eco apagado alrededor.
—Espera a que tus ojos cambien —contesté.
Buscando a tientas en el agua, encontré la mano de Salla, y no la solté. Pero aun luego de una pausa sin aliento, nuestros ojos no recibieron luz suficiente excepto un tenue centelleo verdoso a la entrada de la gruta.
— ¿Tienes bastante? —pregunté—. ¿Te parece bastante chorreante y goteante?
Alcé nuestras manos, y el agua nos chorreó hasta los codos.
—Quiero ver —protestó Salla.
—Las cerillas —dije— no sirven cuando están mojadas. Linterna no tengo. ¿Alguna sugerencia?
—Bueno, no —contestó Salla—. ¿No viven resplandores en este mundo?
—Creo que no, pues la palabra no me hace resonar una campanita en la cabeza. ¡Pero, un momento!
Le solté la mano e incorporándome tanteé el bolsillo.
—Dita me enseñó, o trató de enseñarme, después que Valancy le dijo cómo...
Me interrumpí, absorto en el problema de buscar en el bolsillo de los pantalones húmedos que se me pegaban al cuerpo.
—Sé que soy una extraterrestre —se quejó Salla—. Pero creía conocer bastante tu idioma.
—Dita es la Extraña que encontramos con Low. Tiene algunos Dones y Persuasiones que a nosotros nos faltan. ¡Aquí está! —gruñí, y volví a sentarme en el agua—. Ahora veamos si puedo recordar.
Sostuve entre los dedos la fina moneda y puse en movimiento todos esos engranajes mentales que parecen tan complicados hasta que uno alcanza la simplicidad elemental básica. Concentré todo mi ser en el pequeño disco de metal. Y de pronto hubo un súbito y enceguece—dor destello de luz. Salla lanzó un grito, y yo bajé rápidamente la luz a un nivel más práctico.
— ¡Lo hice! —exclamé—. ¡Esta vez brilló en seguida! La última vez tardé media hora en conseguir una chispa.
Salla miraba maravillada el diminuto globo de luz en mi mano. ¿Y un Extraño puede hacer eso?
¡Sí! —respondí, sintiéndome de pronto muy orgulloso de nuestros Extraños — . ¡Y ahora yo también puedo! Aquí tiene, señora —parodié una voz nasal—. La luz, la cueva. Mire todo lo que se le antoje.
La caverna no me impresionó demasiado. El piso era de arena, pálida, granular, parecida al azúcar. En el ojo de agua (del que ambos salimos tan pronto como vimos tierra firme) no había fuente visible, pero el nivel no cambiaba, a pesar del fino chorro que escapaba a la ladera del cerro. El techo tenía aproximadamente el doble de mi estatura, y el ojo de agua no era más ancho en su diámetro mayor. Las paredes se curvaban alrededor del agua. A primera vista, no había nada especial en la gruta. Ni siquiera estalactitas o estalagmitas: nada más que arena, y el tranquilo estanque que centelleaba un poco a la luz de la moneda encendida.
— ¡Bueno! —dijo Salla, suspirando feliz mientras se echaba hacia atrás, con las manos mojadas, la pesada cabellera—. Aquí es donde nace.
—Sí —dije cerrando la mano alrededor de la moneda y observando cómo la luz se pulverizaba entre mis dedos—. Un comienzo húmedo.
Pero Salla correteaba sobre la arena a cuatro patas.
—Hay espacio suficiente para ponerse de pie —le dije, siguiéndola.
Soy un ser de las cavernas —respondió Salla, sonriéndome por encima del hombro—. No un ser humano que explora un reino. Visto desde aquí, parece diferente.
Muy bien, troglodita —dije—. ¿Qué aspecto tiene, visto desde ahí?
¡Maravilloso! —la voz de Salla era muy suave—. ¡Trae la luz y mira!
Nos tendimos de bruces y espiamos a través del angosto túnel (apenas de un pie de ancho) que Salla había descubierto. Enfoqué la luz hacia el angosto pasadizo.
Era una red de cristales, delicada como un encaje; blancos, rosados o de un verde pálido, tan frágiles que contuve la respiración, temiendo quebrarlos. Cuanto más miraba, más maravillas descubría: bosques en miniatura que parecían copos de nieve, escalinatas para hadas, castillos y minaretes, terrazas de flores en suaves laderas y ramas cargadas de capullos que casi parecían bastante vivos como para agitarse bajo una brisa imaginaria. A la distancia de un brazo, en el interior del túnel, un estanque reflejaba apaciblemente la perfección circundante y duplicaba el hechizo.
Salla y yo nos miramos. Nuestras caras estaban tan juntas que cada uno se reflejaba en los ojos del otro; ojos que afirmaban y reafirmaban: Nuestro... Nadie más, en todo el universo, comparte este sitio con nosotros.
Sin palabras, volvimos a sentarnos en la arena. No sé lo que le ocurría a Salla, pero en cuanto a mí, me costaba un poco respirar; por algún extraño motivo me parecía necesario contener el aliento, como si no quisiera que mis ideas fueran leídas con tanta facilidad como las ideas de un niño.
—Dejemos la luz —susurró Salla—. Quedará encendida aunque tú no estés, ¿verdad?
—Sí —dije—. Indefinidamente.
—Dejémosla junto a la gruta más pequeña —rogó Salla—. Sabremos de este modo que está siempre iluminada y hermosa.
Salimos por la hendidura de la roca y flotamos allí unos segundos, riéndonos de nuestro desaliño. Luego nos volvimos hacia la casa. Necesitábamos ropa seca.
—Me gustaría que Obla viera esa caverna —dije impulsivamente.
Pero en seguida lamenté haberlo dicho, advirtiendo la protesta de Salla.
—Quiero decir —enmendé torpemente—, ella nunca puede ver...
Me interrumpí. Al fin y al cabo, Obla no vería mejor si estuviese allí. Yo tendría que mirar por ella.
—Obla —pensó Salla—. Está muy cerca de ti.
—Es casi mi segundo yo —dije.
— ¿Pariente?
—No. Un parentesco de almas, solamente.
—La siento tan a menudo en tus pensamientos —dijo Salla—. Y sin embargo... ¿la he conocido?
—No. Ella no recibe gente.
Sentía alojada en mi espíritu la fuerza limpia, sin mácula de Obla. Pero de nuevo capté la afligida protesta de Salla, que parecía sentirse excluida, antes que decidiera protegerse con una pantalla—escudo. Yo vacilaba aún. No quería compartir aquello. Obla era más una expresión de mí mismo que una persona separada. Una expresión escondida y preciosa. Temía compartirla... temía que fuera como acercar el dedo a uno de esos frágiles cristales de la gruta y convertir su perfección en un poco de polvo.
Dos semanas después del arribo de la nave, se convocó a una reunión general del Grupo. Nos congregamos todos en la llanura alrededor de la nave. Al principio aquello fue como una fiesta campestre, inundada de risas y de niños voladores que jugaban por encima de las cabezas de la gente madura. Los muchachos de mi edad se apeñuscaban a un costado también con ganas de jugar, pero dominándose, porque al fin de cuentas uno supera ciertas tendencias infantiles, sobre todo cuando los adultos miran. Sentado entre ellos, yo sentía un vacío en mi interior. Salla estaba con sus padres.
El Más Viejo no había venido. Se había quedado en casa, luchando por contener su ser en el derruido cuerpo, que cada vez más se parecía a una cárcel que se disuelve. Así que fue Jemmy quien nos habló.
—No es bueno alargar los períodos de indecisión —comenzó, sin más preliminares—. La nave ha estado aquí dos semanas. Todos hemos hecho frente a nuestro problema: irnos o quedarnos. Pero muchos entre nosotros no han llegado todavía a una decisión. Debemos ha— cerlo, y pronto. La nave partirá dentro de una semana. Para ayudarnos a decidir, estamos dispuestos a oír argumentos breves, a favor o en contra.
Hubo un extraño sentimiento de tensión mientras por todo el Grupo fluía una corriente común de pensamiento, y pasábamos a ser una unidad, y ya no una masa de individuos.
—Yo iré. —Era el pensamiento del Más Viejo, desde Canyon—. La Nueva Morada sabrá cómo ayudarme, de modo que mis últimos años pasen casi sin dolor. Desde la Travesía... —Aquí se interrumpió, irradiando un divertido—: ¡Breve!
—Yo me quedaré. —Era la voz de una joven de Bendo—. Apenas hemos empezado a hacer de Bendo un lugar habitable. Me gustan los comienzos. La Nueva Morada, para mí, está terminada.
—Yo no quiero irme —canturreó una voz muy joven—. Mis rabanitos apenas empiezan a crecer y tengo que regarlos continuamente. Si me voy, morirán.
Una onda de regocijo se propagó por el Grupo, tranquilizándonos a todos.
—Yo iré. —Era Matt, a quien habíamos hecho regresar de la Universidad de Tecnología cuando llegó la nave—. En la Morada, mi especialidad está mucho más desarrollada que aquí o en cualquier otra parte. Pero volveré.
—Por muchas razones —previno Jemmy—, no hay una ruta libre y fácil, que permita ir y volver de la Tierra a la Morada.
—Me arriesgaré —dijo Matt—. Me las ingeniaré para volver.
—Yo me quedo —dijo el chico Francher—. Aquí en la Tierra soy diferente, con una ventaja. Allá sería diferente con una desventaja. Lo que aquí puedo hacer bien, allá no tendrá demasiada importancia. No quiero ir a un sitio donde tendría que hacer música elemental. Quiero que mi música siga siendo grande.
—Yo voy —dijo Jake, con la voz burlona de siempre—. Estoy cansado de perder el tiempo. Quiero ser un ciudadano maduro. Pero mi verdadero motivo... —aquí la verbalización cesó, y todo lo que pude comprender fue una especie de concepto angular en que el tiempo y el espacio se entretejían. Vi mi propia perplejidad en las caras que me rodeaban, y me sentí un poco menos estúpido—. ¿Comprenden? — dijo Jake—. Esto es lo que durante mucho tiempo he tenido en la punta de la mente. Shua me dice que allá están adelantados en eso. Y a mí—no me importa empezar por el abc tratándose de algo así.
Carraspeé. ¡Ésta era mi oportunidad para transmitir a todo el Grupo lo que yo pensaba! Aparentemente, era el único que veía la situación con suficiente claridad.
—Yo...
Fue como si me internara en un denso banco de niebla; como si me quedara ciego y sordo de un solo golpe. Tuve la impresión de que me desgarraban como un pedazo de papel. Consciente al fin de mis verdaderas ideas, perdí todo aliento. ¡No quería irme! Me sentí arrebatado por un torbellino de pensamientos enloquecidos. ¿Cómo podía quedarme después de todo lo que había dicho? ¿Cómo podía quedarme y dejar que Salla se fuera? ¿Cómo podía irme y dejar a Obla? Vagamente escuché la voz de otro que concluía:
—...¡porque con Morada, o sin ella, ésta es la Morada!
Cerré la boca, desmesuradamente abierta ahora que se había quedado sin palabras, y me humedecí los labios secos. Pude ver nuevamente, pude ver cómo el Grupo se disolvía con lentitud; cómo el Grupo de Bendo se congregaba bajo los árboles, mientras los demás se alejaban flotando en la llanura. Low se inclinó hacia mí, sobre una roca.
¿Qué te pasa, muchacho? —dijo, riendo—. ¿El gato te comió la lengua? Esperaba de ti una ráfaga de elocuencia capaz de llevar a todo el Grupo a la planchada de la nave.
¡Bram es tímido! —bromeó Dita—. ¡No quiere dar a conocer sus convicciones!
Ensayé una especie de sonrisa.
—Piedad de mí, gente —dije—. Ved frente a vosotros un ser privado de convicciones, desnudo como un grajo en el viento helado de la indecisión.
— Se me han terminado las lágrimas —dijo Peter, poniéndose serio—. Pero hay mucha simpatía disponible.
—Gracias —respondí—. Se toma nota y se aprecia.
Me sentí incapaz de llevar mis nuevas dudas a Obla, el nuevo tumulto y dolor de mi corazón; ella era demasiado una parte de todo esto. Los llevé, pues, a la montaña. Me instalé como un pajarraco meditabundo en el estribo de piedra a la entrada de la gruta. Y allí vociferé hasta que me dolió la garganta y mi voz chirrió, contra este mundo y sus limitaciones. Roncamente murmuré todas las dudas y tropiezos que nos asediaban... que me asediaban. Y el mundo, con enfurecedora placidez, me devolvió en sus ecos, por cada argumento, una sólida refutación. Ahora escuchaba yo con ambos oídos, con uno mi propia voz, con el otro la respuesta del mundo. Y mi voz se debilitaba más y más, mientras la voz de la Tierra ya no era un simple murmullo.
— ¡Nada es como debiera ser! —aullé roncamente, en mi último, fatigado embate contra el cielo vespertino.
—Ni lo será jamás, salvo en la eternidad —me replicó una franja de púrpura crepuscular.
—Pero podríamos hacer tantas cosas...
— ¿Acaso el pan puede hacerse sólo con levadura? —replicó la primera estrella vespertina.
—Nos estamos desperdiciando —susurró.
—También el trigo cuando se lo desparrama por el campo —contestó el pinar que coronaba una colina distante.
—Pero Salla se irá. No estará más...
Y ahora nada contestó: sólo el viento gemía y un guijarro suelto rodó hacia la oscuridad.
— ¡Salla! —grité—. ¡Salla se irá! ¡Respóndeme a «o! Pero al mundo se le habían acabado las respuestas. El viento parecía muy ocupado en zumbar entre los árboles.
— ¡Contéstame! —dije en un murmullo.
—Te contestaré. —La voz era muy suave, pero me sacudió como un trueno—. Puedo contestarte. —Salla descendió livianamente sobre el peñasco y se sentó a mi lado—. Salla se queda.
— ¡Salla! —exclamé, atinando sólo a aferrar la roca y mirarla.
—Mi madre tuvo un quánico cuando se lo dije —sonrió Salla, aliviando la tensa, incómoda emoción—. Le expliqué que necesitaba una monografía para terminar mis estudios, y que éste sería un tema perfecto.
»Me contestó que yo era demasiado joven para saber lo que quería. Le dije que si yo terminaba mis estudios con buenas notas, agregaría una nueva pluma a su sombrero: perdona el provincialismo. Y entonces me respondió que ni siquiera conocía a tus padres. —Salla se ruborizó y sus ojos vacilaron—. Le dije que no había habido Palabra entre nosotros. Que no estábamos juntos. Todavía. No mucho.
— ¡No tiene por qué ser ahora! —exclamé tomándole ambas manos — . ¡Oh, Salla! ¡Ahora podemos permitir nos esperar!
Y la arranqué al peñasco, emprendiendo el más enloquecido y absurdo vuelo de mi vida. Como un par de dementes, hendíamos el aire por encima del viejo monte Calvo, remontándonos y zambulléndonos como un relámpago ebrio. Pero mientras una parte de nosotros se movía tan lejos y tan rápido, otra parte de nosotros hablaba tranquilamente, planeando, calculando, regocijándose, con tanta serenidad como si estuviéramos de nuevo en la gruta contemplándonos mutuamente con ojos apacibles y reflexivos. Al fin cayó la noche, y nos apoyamos exhaustos uno contra el otro, derivando lentamente hacia Canyon.
—Obla —dije—. Vamos a contárselo a Obla.
No había necesidad de ocultar a Salla ningún aspecto de mi vida. Al contrario, era preciso convertirla en un todo coherente, que incluyese a Obla y a Salla.
Las ventanas de Obla estaban oscuras. Eso significaba que no tenía visitas. Estaría sola. Llamé levemente a la puerta, con una serie inconfundible de golpes.
— ¿Bram? ¡Adelante! —dijo Obla con acento de bien venida.
—Traje a Salla —le expliqué—. Permíteme encender la luz.
Avancé un paso y entré.
—Espera...
Pero yo había apretado la llave de la luz.
— Salla —comencé—, te presento...
Salla lanzó un grito y se cubrió los ojos con un brazo; un repentino aluvión de horrorizada repugnancia sofocó la habitación, y vi que Obla flotaba en el extremo más lejano... escondiéndose... escondiéndose detrás del torbellino desesperado de su cabellera, el cuerpo mutilado retorciéndose en la túnica blanca, pegándose a las paredes, tratando de huir, mientras su angustia física y mental gemía, de un modo casi audible, alrededor de nosotros.
Tomé a Salla y la saqué del cuarto, apagando la luz. La arrastré hasta el borde del patio, donde las paredes del cañón se alzan verticales hacia el cielo. La arrojé contra el muro de granito. Ella dio media vuelta y escondió la cara contra la roca, sollozando. La tomé por los hombros y la sacudí.
— ¡Cómo pudiste! —gruñí entre dientes, y una cólera indignada enronquecía mis palabras—. ¿Es ésta la clase de gente que nace ahora en nuestro Hogar? ¿Valen más los brazos y las piernas y los ojos que la persona? –Sentí el latigazo de la cabellera de Salla contra mi cara—. ¿Es lí cito ahora que un alma viva nos repugne? ¿Ya no tienen bondad,compasión?
Quería castigar a Salla, golpearla contra algo sólido, protestar contra eso indecible que se le había hecho a Obla, esa llaga incurable.
Salla se libró de mí y voló fuera de mi alcance, mirándome colérica con ojos húmedos.
—¡Tú también tienes la culpa! —replicó, bañada en lágrimas—. Habría preferido la muerte antes que hacerle algo así a Obla, o a nadie... ¡si hubiera sabido! Pero no me lo dijiste. Nunca me la mostraste como es, sino llena de fuerza y belleza y salud.
¿Por qué no? —grité furioso, elevándome hasta ponerme a su altura—. Sólo así la veo. Y es inútil que trates de echarme la culpa...
¡Pero es que tienes la culpa! ¡Oh, Bram!
Y se echó llorando en mis brazos. Cuando pudo hablar nuevamente, entre hipidos y sollozos, dijo:
—Allá no tenemos gente así. Quiero decir, yo nunca vi una persona... incompleta. Nunca vi cicatrices y mutilaciones. ¿No entiendes, Bram? Yo estaba preparada para recibirla, completamente... pues era parte de ti. Y encontrarme de pronto abrazando... —se ahogaba—. Mira —prosiguió—, escucha, Bram. Allá tenemos la regeneración y... el tránsgrafo... y nadie jamás queda inacabado.
La solté lentamente, perdido en mi asombro.
—¿Regeneración? ¿Tránsgrafo?
— ¡Sí, sí! —exclamó Salla—. Puede recuperar sus piernas. Puede volver a tener brazos. Puede tener nuevamente una hermosa cara. Hasta es posible que recobre los ojos, y la voz, aunque de eso no estoy segura. Pero puede volver a ser Obla, en vez de una oscura cárcel para encerrar a Obla.
—Nadie nos dijo eso.
—Nadie nos preguntó.
—Interés común.
—Seré yo quien pregunte entonces. ¿Tienen ustedes niños dóbicos? ¿Algún caso de cazerinea? ¿O de trimorfosemia? No es que no queramos preguntar. Pero ¿cómo saber qué debemos preguntar? Simplemente no se nos ocurrió preguntar.
—Lo siento —dije, secándole los ojos con las palmas de mis manos, a falta de algo mejor—. Debí habértelo dicho.
Mis palabras eran apenas un indicio superficial de mi profundo, abyecto arrepentimiento.
—Vamos —dijo, separándose de mí—. Tenemos que ir hacia Obla, ahora, ahora mismo.
Fue Salla quien finalmente indujo a Obla a volver a su cama. Fue Salla quien aplacó el frenético torbellino de la cabellera de Obla. Fue Salla quien estrechó la cara mutilada y llorosa contra su hombro joven y derramó el bálsamo de la pena y la comprensión sobre las heridas de Obla. Y también fue Salla quien le explicó a Obla la curación que la Morada reservaba para ella. Se lo explicó una y otra vez hasta que al fin Obla lo creyó.
Los tres estábamos agotados, satisfechos de poder quedarnos sentados un minuto, de modo que la irrupción de Davy nos sorprendió doblemente.
—¡Eh, Bram! ¡Eh, Salla! ¡Eh, Obla! Ya lo he arreglado. Ya no silba en las eses, y tú misma puedes trabar la reproducción, si quieres. Miren. —Dejó caer sobre la almohada el pequeño cubo que reconocía como el receptor—. Pruébalo. Vamos. Pruébalo con Bram.
Obla volvió la cara hasta que su mejilla tocó el cubo. Salla me miró, asombrada; luego miró a Obla. Hubo una breve pausa, y un dic, y entonces escuché, lejanas pero nítidas, las primeras palabras audibles que jamás le había oído a Obla.
— ¡Bram! ¡Oh, Bram! Ahora puedo ir contigo. No me dejarán aquí. ¡Y cuando llegue a la Morada, me contemplarán! ¡Entera de nuevo!
En medio de mi estupefacción escuché a Davy que decía:
— ¡No usaste una sola ese, Obla! Di algo que tenga una ese para que pueda controlar.
¡Obla pensaba que yo volvía al Hogar! ¡Y esperaba que volviera con ella! No sabía que yo había resuelto quedarme. Que nos íbamos a quedar. Me encontré con los ojos de Salla. Nuestra comunicación fue rápida y completa, antes que la vocecita de Obla dijera:
— ¡Salla, mi dulce amiga! ¡Espero que éstas sean suficientes eses!
Y por primera vez oí la risa de Obla.
De modo que allá, en algún sitio, hay una diminuta gruta en cuyo interior brilla una moneda, custodiando el pacto de amor entre Salla y yo: una vela en la ventana de la memoria. Allá lejos, en algún lugar, están las vistas y los sonidos, los olores y los gustos, el gusto a hogar de la Tierra. Por un tiempo, he vuelto la espalda a la Tierra Prometida. Porque en esos largos años que pasaron, cruzamos nuestro Jordán. Mi problema consistía en pensar que dondequiera que mirase, y sólo porque era yo quien miraba, estaba la meta. Pero en todo ese tiempo la Travesía, reverberando a la luz de la memoria, había sido algo realizado, y no algo deseado. Mi nostalgia de la Morada debió de ser, en cierto modo, como aquella vieja hambre de buenos platos que acompaña al esfuerzo de todos los pioneros.
Y Salla... Bueno, a veces cuando no estoy mirando, ella me mira y después mira a Obla. Y a veces, cuando ella no mira, yo la miro y después a Obla. Obla no tiene ojos, pero a veces, cuando no miramos, me mira a mí, y después a Salla.
Muchas cosas nos ocurrirán a los tres, antes que la Tierra vuelva a crecer ante nosotros en los cristales de las escotillas, pero, pase lo que pase, volveremos a ver la Tierra: yo por lo menos. Y entonces, realmente, habré regresado a mi Morada.
FIN
Título original: Pilgrimage: The Book of the People
Traducción de Matilde Horne y F.A.
Primera edición: junio de 1994
© Zenna Henderson 1960
© Ediciones Minotauro, 1975, 1994
Rambla de Catalunya, 62. 08007 Barcelona
ISBN: 84-450-7134-3
Depósito legal: B. 16.209-1994
Impreso por Romanyá/Valls ' Verdaguer, i. Capellades (Barcelona)
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