MI MARIDO Y YO (Corín Tellado)
Publicado en
septiembre 08, 2013
Capitulo 1
¿Qué sucede, Nat?
Natalia Sand quitóse el abrigo, lo envolvió de cualquier modo y lo tiró sobre una silla. Luego, furiosa, se hundió en el borde de la turca donde su amiga se pulía las uñas, y encendió precipitadamente un cigarrillo.
—El muy cretino.
— ¿Quieres explicarte? ¿Quién es ese cretino?
—Mira por la ventana y verás —masculló la preciosidad de Nat—. Mira, mira. Quizá no se haya ido aún.
Desi Farr, la amiga íntima de Nat Sands, rompió a reír comprendiéndola.
—Ya —exclamó, sin dejar de sonreír burlonamente—. Te refieres a tu misterioso perseguidor.
— ¿Crees que lo voy a poder resistir?
—Pero si el pobrecillo no se mete contigo.
La heredera de los Sands —linda, rubia, ojos azules como luceros, bonita y moderna— se puso en pie y dio varias vueltas por la estancia como si el mismo demonio la persiguiera. Era esbelta y, aunque no muy alta, resultaba de un atractivo extraordinario. Gustaba a los hombres y todos ellos le hacían la corte. Pero Nat Sands tenía dieciocho años, un padre rico, una posición bárbara en el gran mundo y no pensaba encadenarse aún.
—No sé mete conmigo —masculló, con vocecilla chillona—. ¿Pero qué diablos espera de mí ese adefesio? ¿Le has visto bien? Tiene cara de matón, de negrero. Y unos ojos que dan miedo, y una boca que parece que va a comérsela a una... El muy cretino... ¿Qué buscará en mí? Para contemplación ya estuvo bien. Si voy al club, me sigue; si salgo de casa a dar un paseo, lo llevo tras los talones; si entro en una sala de fiestas..., allí lo tengo como un clavo. Si voy al teatro, en el palco de enfrente lo veo quiera o no. ¿Qué piensas tú que ese tipo extraño quiere de mí?
—Cortejarte sin duda —rió Desi.
—Vaya forma de cortejar a una. Ni que estuviéramos en la Edad de Piedra.
—Calma, niña, calma.
— ¿Cómo pretendes que tenga calma? Hace más de un mes que ese cretino me sigue a todas partes y odio su sombra, ¿me entiendes? Ni sé cómo se llama ni me interesa averiguarlo. Lo único que quiero es que me deje en paz, y si no me deja..., la próxima vez que me lo eche a las narices le digo que se vuelva.
—No te atreverás. Después de todo, el pobre no te hace ningún daño. Te sigue únicamente.
— ¿Y te parece poco?
Desi tiróse de la turca y se acercó al ventanal. En la esquina de enfrente, muy tieso, con un cigarrillo en la boca y una mano en el bolsillo del pantalón, esperaba un hombre. No era alto. Su estatura corriente le daba cierto aire vulgarote. Era moreno, casi cetrino, y tenía, según Nat, unos ojos tan claros que daban miedo en un rostro tan moreno. Eran de color pardo —esto también lo decía Nat— y miraban de lado, y sin ser cínicos resultaban descarados.
—Ahí lo tienes, Nat. Seguramente que espera a que salgas de aquí.
Nat, la preciosidad de Nat, se enfureció y sus azules ojos, diáfanos como puras turquesas, se achicaron y su linda boca, que aún no sabía de besos amorosos, lanzó una imprecación sin grandes miramientos.
—Soy capaz de pasar aquí una semana antes de verle de nuevo tras de mí.
—Tú has venido en tu coche. Lo veo desde aquí. ¿El te siguió a pie? —preguntó Desi, burlona.
—Me siguió en un «Jaguar» qué da hipo, te lo aseguro. Debe ser vendedor de coches, porque desde que le dio por perseguirme, ya le he conocido tres.
— ¿Y por qué no un millonario excéntrico?
—Porque los millonarios tienen más cosas que hacer que seguir a las jovencitas.
—Hay de todo en esta viña del Señor.
Se apartó de la ventana y fue a tenderse en la turca junto a Nat, con un pitillo en la boca.
—Nat —comentó de súbito—. ¿Por qué no le preguntas qué quiere de ti?
— ¿Yo?
—Sería divertido oírle contestar.
—Mira, Desi, el que yo sea una niña moderna e hija de un poderoso financiero, no me da derecho a pararme en la calle con un tipo semejante y además dirigirle la palabra.
Desi rió de buena gana. Era morena, vivaracha y apreciaba a Nat sinceramente. Se educaron juntas en un gran colegio suizo y una vez ambas en el gran mundo continuó aquella amistad. Ahora salían juntas, se visitaban todos los días y Nat pasaba ratos deliciosos junto a Desi y ésta se hinchaba a reír con Nat. Y desde que salió a Nat aquel pretendiente silencioso y extraño, las risas de Desi aumentaron.
— ¿Sabes, Nat? No me parece un jovencito.
— ¿Jovencito? —desdeñó Nat—. Has de saber que ese tipo —para Nat el desconocido era siempre «ese tipo»— ha hecho el servicio militar por lo menos en el año cuarenta.
—No tanto, no tanto.
—Si es viejo. Tiene arrugas en los ojos, en la frente, en la boca...
—Mucho lo has mirado.
—Chica, un mes siguiendo a una...
—Ya. ¿Sabes, Nat? Me parece interesante.
—Te lo regalo.
—Lástima que no me persiga a mí. Eso produce mucha ilusión.
—Desi, me estás tomando el pelo.
—No, no; lo digo en serio.
* * *
Desi y Nat subieron al auto de la segunda. Era un descapotable, último modelo, regalo de su padre aquel mismo año. Desi miró en torno y dijo con tenue voz:
—Sube a su escandaloso «Jaguar y nos sigue.
—Ojalá le reviente una rueda y él ruede con ella.
—Las ruedas de ese imponente coche no revientan fácilmente —rió Desi.
Nat puso el suyo en marcha y lo lanzó a toda velocidad.
— ¿Adónde vamos, Nat?
—Al infierno.
—Chica, que yo no tengo la culpa de que le gustes al desconocido.
—Pero tomas a broma mi enfado.
—Mujer, es natural. ¿Por qué no me imitas y lo tomas humorísticamente?
—Ah, si pudiera. Me desquicia que un tipo así siga mis pasos. Me parece que menguo ante mí misma.
—Es un millonario a juzgar por su coche.
Nat rezongó algo entre dientes.
—Que sea lo que quiera —dijo furiosa; no me interesa.
—Ser pretendida por un millonario es interesante.
Nat, soberbia, replicó:
—No necesito los millones de nadie. Gracias a Dios tengo un padre millonario y soy su única heredera. Que el tipo ese se coma sus millones o los regale a la primera desaprensiva que encuentre en su camino. A mí que me deje en paz. No me seducen los millones. El día que permita que un hombre me acompañe, tanto me dará que sea rico o pobre. Lo que deseo es que me ame.
— ¡Ay, qué romántica te has vuelto!
—Soy moderadamente romántica. No me muero ante una puesta de sol, ni pongo los ojos en blanco ante una frase almibarada. A pequeñas dosis, querida mía.
—Ya. Igualito que yo —dijo, burlona—. ¿Sabes? Tu «tipo» nos sigue a corta distancia.
—Verás tú la jugarreta que le hago.
Dio la vuelta en medio de la calzada con el gran enojo por parte de los conductores que rodaban detrás y se metió tras la glorieta. Pitó el guardia y hubo exclamaciones de asombro, pero Nat, impertérrita, lanzó al auto a toda velocidad, metiéndose entre un tranvía y un taxi, y minutos después corría por la carretera general, segura de no ser seguida por «el tipo aquel». Pero de súbito Desi se echó a reír a lo loco y comentó entre hipos:
—Tu «tipo» debe ser un conductor de primera categoría, porque nos sigue tranquilamente.
— ¿Qué?
—Lo que oyes. Viene conduciendo su coche a corta distancia. Y fuma un cigarrillo con la mayor tranquilidad del mundo.
Nat, que era impulsiva por naturaleza, frenó en seco. Desi lanzó un grito y dio con las narices en el parabrisas, y el auto que rodaba detrás dio tal frenazo que chirriante fue a detenerse a dos centímetros del descapotable.
Nat dio marcha atrás y se colocó justamente paralela al otro conductor.
—Óigame —gritó—, ¿puede saberse lo que se le ha perdido aquí? ¿Por qué me persigue usted?
Desi se encogió. Conocía el geniecito de Nat, y sabía que el desconocido iba a salir mal parado por muy ingenioso que fuera dando respuestas.
Pero el hombre no pareció asombrarse ni rebuscar en su cerebro una respuesta. Esta salió lisa y llanamente de su provocadora boca, como la cosa más natural del mundo:
—Me gusta usted, señorita.
— ¿Cómo?
—Que me gusta usted —dijo el desconocido, sin inmutarse.
Desi lo contempló con creciente curiosidad, mientras sentía junto a sí la ira de su compañera.
El «tipo aquel» era muy moreno y tenía los ojos más claros y desconcertantes que Desi había visto en su vida. Resultaba un hombre feo, y tenia aspecto de ordinario, pero... no lo era; sin duda no lo era dado el arpegio de su voz lenta, armoniosa; sus manos finas, delgadas, en uno de cuyos dedos lucía un solitario de gran valor. Además, sus modales resultaban altamente delicados y Desi decidió no juzgarle por su aspecto más bien vulgar, pese al color tan poco corriente de sus ojos.
—A mí me gusta mucho el trapecio y nunca se me ocurrió subirme —dijo Nat, ofendida—. Así que siga su camino y déjeme en paz.
—Perfectamente.
Y con la mayor naturalidad puso el auto en marcha, alzó la mano saludando y siguió adelante.
Nat dio una patada en el suelo del auto y lo puso en marcha con precipitación. En vez de seguir tras el auto escandalosamente elegante, dio la vuelta en la carretera y con furia empuñó el cambio de marchas. Puso directa y lanzó el auto a velocidad suicida.
—Niña, niña —gritó Desi—, que no quiero morir aún.
— ¿Lo has oído? —chilló Nat—. Que le gusto. Cielos, como si yo fuera una alcachofa. ¿Pero qué se habrá creído el cretino ese? Si vuelve a seguirme...
—Me parece que no te seguirá más —insinuó Desi—. Le has resultado antipática.
—Ojalá.
—Si parece que le ibas a morder, criatura. Le asustaste.
—Creo que a un tipo como ése no se le asusta fácilmente, si bien quiera Dios que se haya impresionado de tal modo que nunca, jamás, se ocupe de mí.
—Pues es interesante que un hombre así nos siga en silencio, en muda contemplación.
—Te lo regalo.
—Yo no le gusto. Ya ves que ni siquiera me miró. ¿Y te fijaste? Es un hombre interesante, dentro de su misma vulgaridad. Nunca vi unos ojos más claros, ni semblante más serio. Es un tipo digno de tener en cuenta. ¿No le conoces de nada? ¿Nunca le has visto hasta que decidió perseguirte?
—Nunca.
— ¿Te has fijado en el solitario que lucía en un dedo? Cielos, era un brillante de un montón de quilates. Debe de ser multimillonario.
—Que se lo coma todo.
—Ya; pero..., ¿no volverá a seguirte?
Nat encogió los hombros con aire indiferente.
No volvió a seguirla y Desi todos los días le preguntaba a Nat, hasta que ésta estallló:
—No, no, no. ¡No he vuelto a verle!
—No te pongas así, criatura. No parece sino que te contraría no verle.
— ¿Quieres acabar con mi paciencia, Desi?
Desi sonrió sin responder. Conocía a su amiga y sabía que el desconocido la desilusionó. Nat deseaba verle siempre tras ella. Se había habituado a su sombra. Pero eso no lo confesaba Nat ni a sí misma.
Capitulo 2
¿Has resuelto ese negocio que tenías entre manos, Renato?
—Aún no. Firmaremos el contrato esta tarde. Estoy citado en las oficinas de mi nuevo socio.
—Te felicito, papá.
Se hallaban los tres en torno a la gran mesa del no menos grande comedor. Ocupaban un palacio en el barrio más elegante de Nueva York, que ya es decir. Renato Sands poseía fábricas de plásticos y se decía que poseía millones de dólares. Ahora, debido a un nuevo producto que pensaba lanzar en fecha breve, necesitaba el apoyo de un financiero, y este financiero se llamaba Jack Ball, hombre de un capital inmenso, de una inteligencia sorprendente, dueño de minas, ferrocarriles, barcos y fábricas de plásticos en mayor escala que Renato Sands. Este coloso del dólar iba a asociarse con Renato, y de esta asociación dependía el futuro de Sands, si bien esto no lo había confesado a nadie.
Si Jack Ball no firmaba el contrato, Renato iría, quisiera o no, a la bancarrota; claro que esto lo ignoraban su esposa e hija.
—Espero que firme esta tarde —dijo, todo lo sereno que pudo—. Debo reconocer que en otras ocasiones el señor Ball estuvo a punto de asociarse con otras firmas y a última hora no lo hizo.
— ¿Tanto necesitas ahora su apoyo? —preguntó la esposa.
—Pues... sí. Sin la firma de Ball, no sabemos lo que podría ocurrir. El mercado sufre bajas que no sabemos aún a qué atribuir. Las acciones se pagan cada vez menos y a eso yo le llamo la antesala de la ruina. Pero todo aquello que toca Ball sube como la espuma, y si mañana los periódicos mencionan nuestra asociación, y la mencionarán si se lleva a feliz término, nuestras acciones subirán automáticamente un veinte por ciento y dentro de unos meses esas acciones no se adquirirán a menos de un setenta por ciento.
—Espléndido, papá.
—Sí. Sólo falta que Jack me preste su apoyo financiero. Claro que sin él quizá siguiera adelante, pero en menor escala y exponiendo siempre mi capital en efectivo, cosa que no me gustaría.
—Sin duda el señor Ball firmará el contrato.
—Esperemos que lo haga. Mis abogados lo tienen todo dispuesto para esta tarde y será la entrevista definitiva. Hace un mes que lucho con ese demonio de hombre para convencerle... No es fácil. Resulta un hombre sagaz y muy inteligente, y olfatea el negocio positivo a muchos kilómetros de distancia. Si el mío no le merece confianza, será inútil cuanto haga o diga. Conozco a los tipos como él.
—Confiemos en que todo saldrá bien.
—Confiemos —admitió Renato, con cierto recelo—. Si viniera su padre... Es un buen amigo mío, siempre nos llevamos bien. Pero el hijo...
— ¿Murió su padre?
—No. Se retiró a sus posesiones, en las afueras de Nueva York. Tiene una casa de campo extraordinaria. Al retirarse dejó al condenado de su hijo al frente de sus múltiples negocios y... En fin... —añadió, poniéndose en pie y mirando el reloj—: me voy. La entrevista está señalada para las cuatro y faltan veinte minutos. —Suerte, papá.
—Gracias, hijita.
* * *
Las oficinas de Jack Ball ocupaban un edificio entero de veinte plantas. En el décimo piso tenía Jack Ball sus departamentos oficiales y allí se detuvo el elevador que conducía a Renato Sands. Un, botones le condujo al despacho del director, que era Jack, y le hizo pasar.
Tras la gran mesa se hallaba sentado Jack. Era un hombre joven aún, tendría aproximadamente treinta y dos años, y sus vivos ojos tenían la sagacidad de un gato montés. Junto a la mesa había tres secretarias, en cuyas manos campeaban cuadernos y lápices. Más lejos, un hombre alto y enjuto parecía esperar órdenes.
En aquel momento, Jack hablaba por el dictáfono y a la vez dictaba unas cartas que una secretaria tomaba a taquigrafía. Al ver a Renato, con una gruesa cartera bajo el brazo, Jack se puso en pie y agitó la mano sin decir palabra. Las tres secretarias se esfumaron como por arte de magia y el hombre alto y enjuto las siguió por otra puerta. Jack saludó afablemente al señor Sands y le pidió que se sentara.
El lo hizo tras la gran mesa y cerró la palanca del dictáfono.
—Bien..., no le esperaba a usted tan pronto.
—Su secretario me dijo que a las cuatro.
—Bien, bien. Siéntese cómodo y fume usted.
Alargaba una caja llena de habanos. Renato tomó uno y lo encendió. Jack hizo lo propio y luego se repantigó en el sillón.
—Mis abogados redactaron el contrato, señor Ball. Espero que lo haya leído. Se lo envié esta mañana por mi secretario.
—En efecto. Lo tengo aquí. Es... interesante.
— ¿Se lo parece?
—Sí, sí —dijo, sin sonreír. Su pétrea cara desconcertó a Renato. Ya le conocía y sabía su forma de obrar, pero siempre que se encontraba con él le desconcertaba su voz pausada, su impasible rostro, el vivo penetrante de sus ojos—. Me lo han leído y hasta lo mandé grabar en cinta magnetofónica.
—Hallaría usted múltiples ventajas.
—Por supuesto.
—Dígame, señor Ball..., ¿qué acordó usted?
—Asociarme a usted. Me agrada su negocio, la fabricación de sus plásticos sin duda merece garantía, y el negocio, una vez incrementado, dará buenos resultados, pero..., ¿no conoce usted los peros de la vida, amigo mío?
Renato tragó humo. En aquella entrevista se estaba jugando su capital, aunque su mujer y su hija no se hicieran aún cargo de ello. Era mucho el capital invertido y mucho el depósito sin salida. Quizá sólo no pudiera salvar ni una pequeña parte. En cambio, si aquel coloso se asociaba..., el capital incrementado daría los resultados apetecidos y podría explotarse el mercado sin temor a nada.
—Dígame, señor Ball...
—Verá usted, señor Sands, le voy a hablar un poco de mí, antes de entrar de lleno en el asunto que nos ocupa. Usted habrá oído decir que soy un hombre positivo, con los objetivos claros...
—Sí, señor Ball.
—Bien. Me alegro de que esté usted en antecedentes de mi persona. La vida para mí no es una obra romántica ni un sainete bien bailado. Es una vida vulgar y corriente que ha de vivirse lo mejor posible. Usted está pasando por un momento crítico en su vida de financiero. Si yo no me asocio a usted... irá a la bancarrota.
—Ignoraba que supiera usted tanto de mí.
—Nunca juego en descubierto. Antes mencioné al hombre positivo que vive en mí. Debido a esto mis negocios han florecido siempre y jamás doy un paso en falso del cual puede provenir más adelante una caída fatal. Ahora usted me pide ayuda... Desinteresadamente no se la daría. Su negocio, bien trabajado, será de absoluta garantía. Para dar incremento a esas garantías necesita usted dinero... Mi dinero. ¿No es cierto?
—Lo es.
—Bien. Me agrada su franqueza. Como iba diciendo, nunca juego en falso, lo cual quiere decir que el negocio de sus plásticos producirá dinero, siempre, naturalmente, que se mejoren los productos, que se modernice la maquinaria... De esto hablarán los técnicos una vez firmado ese contrato, cuya copia obra en mi poder.
—Yo traigo el original.
—Perfectamente. Ayer tarde reuní a mis consejeros. Hemos tratado sobre eso y hemos acordado firmar, si bien, y como soy el mayor accionista y de mí depende el dar la última palabra, he decidido darla con una condición.
—Espero que dicha condición sea... aceptable.
—Sin duda lo es —dijo, con la mayor indiferencia y resolución—. Y hasta espero que le satisfaga a usted en particular y de modo definitivo.
—Es usted muy amable, señor Ball —comentó cauteloso, pues sabía que las condiciones de Ball nunca le perdían a él y sí, en cambio, a quien las aceptaba.
—Le pido la mano de su hija.
Renato dio un salto en la butaca y quedó sentado de nuevo, con la boca abierta de un palmo. Evidentemente, Jack Ball no andaba con remilgos. Iba a lo positivo, sin apartarse un ápice.
— ¿Ha dicho...?
—Sí, eso he dicho —se puso en pie como dando por terminada la entrevista—. Cuando me haya casado con su hija Natalia, firmaré el contrato.
—Pero...
— ¿Acaso no le agrado para marido de su... temperamental pequeña?
Renato también se puso en pie. Pálido, nervioso, no sabía dónde meter las manos.
—Es un honor para mí —afirmó, con tenue voz—. Pero usted lo ha dicho. Mi «temperamental pequeña» no se ata fácil. Ella no le conoce a usted. Y por lo tanto no le ama. No será fácil para mí convencerla.
—Los padres... siempre tienen recursos —dijo, frío—. Señor Sands, espero que me invite usted a su casa. En cuanto a la firma que espera..., cuando me haya casado con su hija.
Era el fin de la entrevista, pero Renato no se movió.
— ¿Es irrevocable esa condición?
—Absolutamente irrevocable —dijo secamente.
— ¿Usted... conoce a mi hija?
—No mucho. Me gusta; me agrada su carácter violento. Es... temperamental.
—Pero no la ama.
—El amor en la vida de los humanos como yo es un sentimiento secundario que casi nunca se tiene en cuenta. Por otra parte, ya le he dicho que su hija me gusta y me será fácil adaptarla a mí.
—No le será nada fácil, señor Ball.
—De eso... me encargo yo.
—Señor Ball... me está usted obligando a algo que considero monstruoso.
Los ojos de Jack relampaguearon.
—Óigame —dijo, inclinando su cabeza a un lado—, ¿sabe usted lo que le estoy ofreciendo? ¿O es que aún no comprendió usted que de golpe hago a su hija la mujer más rica del país?
—La riqueza no da la felicidad siempre.
—Es usted un sentimental, señor Sands. Lo lamento pero no firmaré ese contrato mientras su hija no sea mi esposa. Creo que soy... un hombre justo.
—No es usted justo, aunque me honra ofreciéndome la riqueza absoluta para Nat; pero Nat se considera rica de por sí y se reirá de su dinero y más aún de su pretensión. Mi hija no es una sentimental empedernida, señor Ball, pero tiene bastante sentido para creer en el amor. Si usted se lo hiciera antes de que ella conociera...
—No puedo perder el tiempo. Le agradecería que me invitara a cenar a su casa esta noche.
Renato asintió pensando que aquel hombre había llegado lejos precisamente por su astucia. Pero había que ser muy audaz y tener mucho dinero para comportarse tan inadecuadamente.
—Le espero esta noche —dijo, alargando la mano.
Jack Ball se la estrechó fuertemente y dijo, con la mayor tranquilidad:
—Usted hable con su hija y le advierto que esta noche me será grato saludarla.
Renato salió sin decir palabra.
* * *
— ¡0h, Renato!
—Ya lo sabes todo, Maud.
—Pero es absurdo.
—Todo lo absurdo que quieras, pero es así.
—Hay que reconocer —comentó la dama, pensativa— que otra en lugar de Nat se sentiría orgullosa, feliz... Pero nuestra hija es tan... tan especial...
—De todos modos, tendré que decírselo.
—Ahora está en su alcoba. Acaba de llegar con su amiga Desi. Venían muertas de risa. El mundo es de ellas. Son dichosas, no tienen problemas y el amor llegará un día como llegó para miles. y millones de mujeres.
—Maud..., de esa boda depende toda nuestra vida. Yo no quise hablarte claramente de mi situación económica.
— ¡Renato!
—Es muy grave todo cuanto ocurre —susurró el caballero, con desaliento—. Nat es hoy una rica heredera, o al menos lo cree ella y todo el que nos conoce. Pero de la noche a la mañana puede convertirse en una pobre muchacha sin un centavo y eso me aterra. Es preciso que comprenda y se case con Jack Ball. ¿El amor? ¿Es tan indispensable en dos seres?
—Renato, no digas eso. Di que tu hija necesita casarse con ese hombre, pero no mancilles lo más sagrado que hay en la vida de dos personas que han de vivir juntas.
—Bien, llamaré a Nat al despacho. Es preciso que comprenda exactamente mis palabras.
— ¿Y si se niega?
—Le diré la verdad.
—Una verdad que puede causarle un daño horrible. Renato, ¿te das cuenta? Ella se considera feliz, sin problemas; una rica heredera del país que podrá encontrar marido a su medida. Al hablar de matrimonio, Nat siempre dice que no le importa el dinero.
— ¡Tendrá que importarle, a menos que desee la vergüenza!
Nat y Desi bajaban en aquel momento y atravesaron el vestíbulo cogidas del brazo. Nat besó a Desi y se despidió de ella. Desi subió a su coche y Nat retrocedió hacia el vestíbulo y saltando entró en la salita donde sus padres parecían sumidos en hondas reflexiones.
—Parecéis conspiradores —rió, abrazándose al cuello de su padre.
Le besó ruidosamente en la oreja y Renato miró a su esposa encima de la cabeza de su hija.
—Nat..., tengo que hablarte.
— ¡Qué serio te pones, papuchi!
—Pasemos al despacho, hijita.
—No, Renato —intervino la dama—. Háblale aquí. En el despacho la conversación adquiriría relieves financieros, y es conveniente que Nat admita las cosas con verdadera humanidad y sin alterarse. Hablémosle los dos y ella comprenderá.
—Pero... ¿ocurre algo grave? ¿No ha firmado ese Ball el contrato que tú deseabas?
—No ha firmado.
— ¿No? ¿Y por qué?
—Siéntate, Nat. De eso voy a hablarte.
—Estoy asustadísima, papá. Por tu semblante diríase que vas a morir.
—No sé lo que ocurrirá si esto no se arregla de algún modo.
—¡Renato!
—Perdona, Maud; estoy... enloquecido.
— ¡Papá! ¡Papá! ¿Puedo ayudarte yo? Di, ¿puedo? Te ayudaré, papá.
—El señor Ball ha dicho que firmaría ese contrato una vez te hayas... casado con él.
Nat dio un salto, y otro, y otro, quedando después inmóvil como una estatua.
— ¡Papá!
—Ya sé que es una monstruosidad esa boda. Tú no le conoces, él tampoco a ti; aunque afirmó que te conocía... Hija mía, yo...
Nat parecía muy quieta, muy asombrada y muy dolorida.
—Nat...
Nat se pasó la mano por la frente, luego acarició su mentón y después dejó caer el brazo desmayadamente a lo largo del cuerpo.
—Nat, hijita...
— ¿Y por qué, papá? —preguntó, bajo, dejándose caer en el diván entre su padre y su madre. Esta le pasó un brazo por los hombros. Y Renato tomó los delgados dedos femeninos entre los suyos y los oprimió suavemente—. ¿Por qué ese hombre quiere hacerme su mujer? Dice que es multimillonario. Otra chica se sentiría orgullosa. Pero yo..., mamá, papá... Yo creo en el amor. Y ese hombre, por imponerse en mi vida, ha de resultarme siempre odioso.
—No es viejo, ¿sabes? —susurró el caballero—. Tendrá treinta y dos años, quizá uno más. Es un hombre que cualquier heredera del país lo admitiría en su vida muy satisfecha.
—Pero yo no, papá.
—Lo sé, hijita.
— ¿Qué debo hacer, papá?
—No lo sé. Tú... decidirás.
— ¿Significa mucho para ti... que yo rechace esa petición de matrimonio?
Renato bajó la cabeza.
— ¡Papá! ¿Es que significa tanto?
—Lo significa todo, Nat —dijo la madre, resueltamente—. Todo...
—Dios mío, pero yo... Yo... ¿sabéis vosotros lo que es vivir la existencia entera con un hombre que se te ha impuesto a la fuerza? ¿No lo sabes tú, mamá? ¿Y tú, papá? Cielos..., ¿es que va de veras todo cuanto decís?
En vista del silencio, Nat, bruscamente, se tiró en el regazo de su madre y prorrumpió en ahogados sollozos.
— ¡Nat, hijita querida!
—Déjala llorar, Renato.
Capitulo 3
Eran las diez de la noche y Jack Ball estaría al llegar, y Nat aún no sabía que estaba invitado a cenar en su casa.
Encerrada en su habitación, se negaba a bajar y seguía con la vista fija en la alfombra multicolor, quieta y silenciosa, con un volcán rebelde en el pecho. Pero amaba a sus padres y también la vida muelle, y por lo mismo se sentía humillada al pensar que un día todo aquello, su palacio, su coche, sus amigos, sus modelos de París..., todo, podía desaparecer. Y ella no podría amoldarse a una vida mediocre y además —y esto era lo peor— temía por la vida de su padre. Renato Sands era un hombre digno y la ruina al descubierto no podría soportarla, porque según su madre, no sólo sería la ruina personal, sino el descrédito, la vergüenza, la deshonra, porque tras él irían otros muchos que dependían de la fábrica de plásticos.
—Nat.
Miró. Su madre se hallaba en el umbral, envuelta en un rico traje de noche.
— ¿Qué pasa, mamá? ¿Qué vas a celebrar? ¿Acaso mi amargura?
—Vístete elegantemente, Nat. El señor Ball está abajo en el salón, con tu padre, y cenará aquí.
— ¿Qué? —saltó como si la pincharan mil demonios—.¿Que... está aquí? ¿Y crees tú que me voy a vestir elegantemente para recibirle? No bajaré. ¿Me oyes? No bajaré. De algún modo, aunque mañana sea su esposa, tengo que escupirle mi desprecio.
—Nat, sé razonable.
—Lo estoy siendo, mamá. No bajo, y si lo hago será para decirle que es un ser odioso, un ente despreciable, un...
—Cálmate, hijita. Dile lo que quieras, pero vístete y baja.
— ¡No!
—Nat, por el amor de Dios. Por tu padre, hija mía, que está pasando el mayor atragantamiento de su vida. Te advierto —añadió suavemente— que es un hombre interesante y vestido de etiqueta resulta...
—No me interesa cómo resulte. Para mí será siempre un hombre impuesto en mi vida.
—Nat, la cortesía..., ¿me entiendes? Baja. Diré a tu doncella que suba para ayudarte a vestir. Yo no puedo detenerme más. Dentro de veinte minutos pasaremos al comedor y espero que no me hagas sufrir la vergüenza de tener que excusarte.
Salió, y Nat apretó los puños y los lanzó al aire. Ella no era una muchacha dócil ni le interesaba quedar bien o mal con aquel... hombre, pero bajaría. ¡Oh, sí! Y le diría... Ya veríamos a ver qué salía. Algo tenía que decirle para que se diera cuenta de cuánto y cómo le despreciaba. El muy... la compraba por una firma. ¿Valía ella tan poca cosa, sólo una firma? Ella, que tenía a los hombres a sus pies, que podría enamorarse, que...
—Señorita...
—Puedes volverte, Dolly —dijo, serenándose súbitamente—. Bajaré así al salón.
Dolly abrió los ojos de un palmo.
— ¿Así? Los señores visten de etiqueta.
—Pero yo no. Y además me lavaré la cara y quitaré todo vestigio de pintura.
—Pero, señorita...
La señorita en cuestión entraba en el baño y se lavaba la cara con la mayor indiferencia. Una vez lavada se miró al espejo y refunfuñó. Seguía siendo guapa, quizá más que con pintura.
Salió y se situó bajo la lámpara de la alcoba.
— ¿Qué te parezco, Dolly?
La doncella expresó su admiración.
— ¡Guapísima, pero incorrecta!
—Es lo que deseo. Voy a bajar, Dolly.
— ¡Señorita!
— ¡Chitón!
Vestía un modelo simplísimo de tarde, ajustado el busto, cayendo en vuelos hasta la rodilla. Calzaba zapatos bajos y sus cabellos rubios se peinaban sin horquillas, cortos, tapando la oreja y rozando la frente. Resultaba infinitamente más bella que vestida de soirée, pero Nat no lo sabía con exactitud. Ella deseaba molestar a su imponente pretendiente e iba a probar.
* * *
Apareció en el salón casi sin hacer ruido. Dio las buenas noches y los esposos Sands se volvieron hacia la puerta. Renato frunció el ceño. Maud se angustió. ¡Aquella hija suya tan voluntariosa! Miró a Jack Ball y le vio sonreír burlonamente, al tiempo de avanzar hacia la recién llegada, cuya cara expresaba el mayor asombro.
— ¿Usted...?
—Hola, Nat.
— ¿Usted? —repitió, como si no diera crédito a sus ojos—. ¿Usted? Pero, pero... —miró a su padre, como acorralada—. ¿Este señor...?
—Jack Ball, querida —dijo Renato, acercándose a ellos—. Mi hija Nat...
Natalia no dio la mano y Jack no se asombró por ello. La miraba. ¿Bonita? Encantadora sin discusión y con un temperamento... diferente a la generalidad femenina. Le agradaba aquella orgullosa jovencita. Sería grato dominarla, sí, muy divertido.
— ¿Se... conocen? —preguntó Maud.
Jack sonrió, si sonrisa se le puede llamar a una mueca, y afirmó. Nat dijo, casi simultáneamente:
—No.
— ¿En qué quedamos?
—Nos conocemos. De un modo particular, pero nos conocemos.
En aquel momento anunciaron que la comida estaba servida y Renato ofreció el brazo a su hija mientras Jack ofrecía el suyo a la dama.
—Nat —dijo Renato, en voz baja—. ¿Cómo te has atrevido a bajar así?
—Porque quiero.
—Hija mía, aquí se está jugando mi vida y tu porvenir.
—Si fuera solamente mi porvenir, te diría que me importa un pepino, pero mencionas tu vida, papá, y ésta es para mí de primordial importancia. Pero no temas, el «tipo ese» me persiguió durante un mes por todas las calles neoyorquinas y un día le paré los pies.
— ¿Quieres decir que...?
—Sí, eso quise decir. Le hablaré a solas y quizá le convenza para que firme sin cargar con mi rebeldía para toda su existencia.
—Nat..., ve con cautela.
—No temas.
— ¿Dices que... le conoces?
—De seguirme a todas partes. Se conoce que ya fraguaba el asunto. Pero lo que no puedo comprender es qué interés tiene en hacerme su esposa, pues no creo que esto le pueda reportar utilidad alguna.
—Eres una mujer muy bonita.
— ¡Bah! Hay mujeres como yo a montones en Nueva York, y mucho más bonitas.
La comida fue correcta. Nat casi no habló y Jack habló lo indispensable con Renato, siempre refiriéndose a los negocios. Maud, discretamente, intervino a veces. Una vez tomaron el café, Jack, con la mayor tranquilidad del mundo, insinuó que le gustaría visitar el jardín, y Nat, que ya comprendía y deseaba terminar cuanto antes, se puso en pie, pidió un echarpe a Dolly y salió delante de él.
* * *
Se detuvieron junto a un macizo. Jack encendió un cigarrillo tras de ofrecer otro a la joven. Esta lo rechazó con un gesto y Jack fumó con fruición, expeliendo el humo a lo alto.
Nat se sentó en un banco de madera y miró filosóficamente hacia las estrellas. Mientras él no hablara, no pensaba romper el mutismo, y Jack debía ser tan terco como ella, porque no lo rompió. Y aunque parezca extraño, una hora después, ambos regresaron al salón, sin que se dijeran nada.
Jack se despidió a la una de la noche y Nat le acompañó hasta la terraza. Allí se detuvo y la miró con sus vivos ojos, agudos como espadas y tan claros que parecían cristales.
—Mañana vendré a buscarte a las siete en punto de la tarde.
—No pienso salir —repitió Nat, con sequedad.
—Supongo que estarás de acuerdo en casarte conmigo. A decir verdad, y dado tu temperamento, necesitas un hombre como yo, que te domine.
—Si cree usted que me va a dominar, pierde el tiempo en intentarlo. Si a alguien desprecio en este mundo, es a usted.
—Por eso me gustas. No eres presa fácil.
Nat se inclinó y con fuego dijo:
—No pienso casarme con usted. ¿Me entiende? Le encuentro petulante —le miró de arriba abajo con desdén, sonriendo Jack, irónico—, presumido, cretino y alguna lindeza más que no me atrevo a decir.
—Eres estupenda.
— ¿Cómo?
—Digo que eres estupenda. Si fueras dócil y sumisa, no te pediría para mujer. El día que detuviste el auto y me preguntaste por qué te seguía, concebí la idea de hacerte mi esposa. Es magnífico tu temperamento. Las presas fáciles me revientan.
— ¿Qué?
—Eso. De cualquier modo que sea te haré mía. Y lo serás de buen grado y te gustará. Conozco a las chicas como tú.
—Óigame...
—Hasta mañana. Y te advierto, temperamental chiquilla, que no desistiré y dentro de quince días... irás conmigo a la vicaría. Es tu destino y no podrás torcerlo a menos que te mueras, y la vida es grata para quien, como tú, tiene juventud, belleza y la perspertiva de un marido millonario.
— ¡Cretino engreído!
—Buenas noches, monadita.
Nat dio la vuelta en redondo y penetró en el vestíbulo, y sin mirar a parte alguna subió hacia su alcoba.
—Nat...
—Quiero estar sola.
— ¿No puedo saber lo que... hablasteis?
—No. ¿Para qué? El lo dijo. No podré escapar a mi destino a menos que me muera. ¡Ojalá me muriera ahora mismo!
— ¡Nat, hija mía! El es un hombre magnífico.
—¿Y a mí qué me importa que sea magnífico o no? Es un hombre al que no amo. Un hombre que me tomó por una firma, como si yo fuera una figura de plástico.
—Hijita...
—Déjame sola, mamá. Necesito estar sola y pensar en lo que le diré mañana cuando me lo encuentre.
Maud salió malhumorada y se reunió con su esposo en el salón.
— ¿Qué ha dicho?
—No sé. Me parece, Renato, que tendrás que hablar con el señor Ball y decirle que tu hija no se casará nunca con él.
— ¿Crees que es fácil convencer a un hombre de ese temple?
—Prueba.
—Iré mañana mismo. Mañana a primera hora, y si me recibe... no dudaré en decírselo. Si crees que me ilusiona ese matrimonio... te equivocas, Maud.
—Lo sé, querido. Pero si él no la ama, no veo el porqué de su interés en hacerla su mujer.
Renato se llevó la mano a la frente y la acarició con ademán cansado.
—Los hombres como Jack Ball, acostumbrados a luchar y vencer, no se arredran por una jovencita voluntariosa. Tal vez si ella fuese sumisa, dócil, una de tantas señoritas bondadosas como hay en el mundo..., no le interesara su posesión. Pero nuestra hija tiene personalidad y, pese a su juventud, sabe enfrentarse con un hombre tan duro como Jack, y él, por lo que sea, desea doblegarla.
—No lo logrará nunca.
Renato sonrió tristemente.
—Maud, ten en cuenta que tan pronto se enamore de él...
—¿Nat enamorarse de un hombre que se impone a la fuerza en su vida sentimental? No lo esperes, Renato.
—Nat es una mujer como las demás.
—Con la diferencia de que le hemos hecho creer que es única.
—Sí, quizá tengas razón. Mañana a primera hora iré a ver al señor Ball. Y para no tener duda, voy a telefonear ahora mismo a su secretario particular.
Volvió al instante.
— ¿Te recibe?
—Sí. A las diez en punto.
Capitulo 4
¿Y bien, señor Sands? Aún no le he dicho que pasé un rato muy agradable ayer noche en su morada. Tiene usted una esposa encantadora y una hija... estupenda.
—De mi hija vengo a hablarle.
— ¡Ah! ¿Sí? Pediré su mano dentro de unos días.
Renato se sofocó. El no tenía el aplomo del financiero, ni su palabra fácil ni aquella maldita indiferencia para decir las cosas. No parecía dar importancia a nada y, no obstante, lo tenía todo presente.
—Es que mi hija... no desea casarse con usted —dijo, atragantado.
Esperó el estallido de Jack Ball, pero con gran asombro observó en éste una risita burlona.
— ¿Se lo dijo ella?
—Juzgo por su actitud, señor Ball. No fue preciso que mi hija me enviara a decírselo. Zanjo desde este momento el negocio que teníamos pensado formar entre ambos, y espero que la Divina Providencia se apiade de mí.
—No sea usted sentimental, señor Sands. Su hija se casará conmigo y será feliz.
— ¿Qué?
—Pues claro. No sea usted cándido al creer en los aspavientos de la jovencita. Soy un hombre capaz de hacer feliz a una muchacha como Nat. No lo ponga en duda.
—Pero...
—Ella no conoce a los hombres, es una criatura consentida... Yo soy un hombre que conoce a las mujeres y no soy consentido. Puedo cubrirla de oro y de amor.
—Señor Ball...
—No me diga nada. Déjeme obrar. Algún día me estará usted agradecido por haber cargado con el terrible problema que es su hija Nat.
Se puso en pie dando por terminada la entrevista, y ya en la puerta, sin que Renato supiera qué decir, le golpeó en el hombro y murmuró afable:
—No se aflija. Verá usted qué domador más estupendo resulto para el angelito de su «temperamental muchacha».
Y Renato se vio en el interior del elevador sin saber qué pensar ni qué decir.
Cuando llegó a casa, Maud le salió al encuentro.
— ¿Qué te ha dicho, Renato?
—Pues si voy a ser sincero, no lo sé. Sé únicamente que todo sigue igual y que no desiste de casarse con ella. ¿Ha bajado Nat?
—Se ha ido en su coche y cuando le pregunté si no desayunaba me dijo que -estaba indispuesta y se marchó con la mayor tranquilidad del mundo.
Renato permaneció pensativo y de súbito comentó:
—Creo, Maud, que en cierto modo mi hija necesita una lección. Déjala, quizá la reciba de la persona de Jack.
— ¡Renato!
—El es fuerte, tanto física como moralmente. Nat precisa de una voluntad más fuerte que la suya y tal vez sea un bien para ella.
Entretanto, Nat narraba a Desi lo ocurrido, sin una gota de pena. Lo hacía con voz gangosa, imitando a Jack, a su padre y a su madre, y tirada sobre la turca se tronchaba de risa.
—Mientras lo tomes así... —filosofó Desi.
— ¿Quieres que me eche a llorar como una loca? Después de todo me gustará ser la esposa del coloso del dólar. ¿Te figuras cómo le voy a gastar el dinero? Y le venceré, ten la seguridad.
—No me digas.
— ¿Te mofas?
—No. Me divierte pensar el fracaso tan tremendo que te vas a llevar, hijita querida. La expresión del desconocido no era la de los que se dejan vencer tan fácilmente.
—Tú lo verás.
— ¿Eso indica que estás decidida?
—Pues, sí. De casarme con él a vivir casi de limosna, tú dirás...
— ¿Es que el asunto de tu padre es tan serio?
—El dice que sí. No sé.
—Nat..., ¡tú estás muy nerviosa! Quieres ocultar el tremendo dolor bajo esa risita burlona, pero yo soy tu amiga...
Nat estalló al fin y ocultó la cara entre las manos.
— ¡Nat! Querida mía...
—Estoy desesperada, Desi —susurró en un gemido—. Odiaré siempre a ese hombre y te aseguro que nunca, nunca me verá humillada. No sé por qué desea hacerme su mujer. Sin duda, al seguirme durante aquel mes, ya tenía el firme propósito de coger en la trampa a mi padre.
—Cálmate, Nat.
Nat lloraba y cuando lo hacía armaba un aparato tremendo. Desi fue calmándola como pudo y minutos después, ambas, sentadas una junto a otra, hablaban del asunto con cordura.
—Es probable que te ame.
— ¿Y por qué ha de amarme? De cualquier modo que sea, yo le odiaré siempre. Además, es mucho mayor que yo. Me da miedo mirar sus ojos tan claros, tan penetrantes y después de oír todo lo que dije, ¿sabes lo que me respondió? «Eres estupenda.» El muy cretino.
— ¿Por qué no hablas con él seriamente? ¿Por qué no vas a su oficina y le dices que no quieres casarte con él?
—Porque si voy será para insultarlo y temo perder a papá.
—Pues entonces, ¿qué vas a hacer?
—Aguantar y casarme, pero manteniéndome siempre en mi lugar, y no bajar de él ni un peldaño.
—Eso es soberbia.
—Es lo que merece.
—Pero quien se perjudica eres tú.
—Te garantizo que la vida a mi lado no va a ser muy feliz para él.
—Siempre menos para ti.
— ¿Quieres disuadirme, Desi?
—Quiero que vayas a su oficina. Yo nunca pensé que el desconocido fuera ni más ni menos que el muy poderoso Jack Ball. Casi nada, el hombre más rico del país, o al menos uno de los más ricos. ¿Quién iba a imaginar que un tipo semejante, un hombre que tiene las mujeres a docenas, dispuestas a todo por escalar la cima de su riqueza, iba a pasar un mes siguiendo a una jovencita que, aparte de que sea mona, no deja de ser una vulgar mujer?
—Gracias.
—Para él eras una vulgar mujer, Nat. No nos confundamos. ¿Sabes tú cuántas mujeres están suspirando hoy por lo que tú desprecias?
—Tú, en mi lugar..., ¿qué harías?
Desi se sofocó.
—No lo sé. Te aseguro que no lo sé. Quizá casarme con él y procurar no disgustarle.
—Pues diferimos mucho tú y yo sobre el particular.
—Bien, dejémonos de lo que yo haría en tu caso. Mi consejo es éste: vete a verle, háblale, dile que no le amas y pídele un poco humildemente que firme el contrato.
— ¡Jamás!
Desi suspiró.
—Eres terriblemente orgullosa.
—Para ese hombre lo soy. Si me aconsejaras una cosa lógica... ¿Pero crees tú que él merece que yo vaya allí a humillarme? Me despreciaría y, lo que es peor, me humillaría más. No, Desi.
—Entonces, cásate con él.
—Es lo que seguramente haré.
* * *
Nat detuvo el auto ante el gran edificio de las oficinas de Jack Ball y saltó al suelo. Miró hacia lo alto. Sonrió desdeñosa. Eran las dos de la tarde. Quizá él no estuviera en su despacho. Esperaría.
Contra lo que había dicho a Desi, tras de pensarlo mucho, siempre paseando al volante de su coche por las calles más apartadas de la capital, decidió entrevistarse con el señor Ball y decirle alguna inconveniencia con objeto de que él la mandara a paseo, firmara el contrato y la dejara en paz.
Seguramente que sus padres la esperaban para comer. ¡Qué importaba! Ella tenía que hacer algo; librarse como fuera de Jack Ball, e iba a intentarlo.
Penetró en el elevador y sintió que el corazón le daba fuertes golpes. Era preciso serenarse y obrar con entera libertad. El elevador se detuvo y Nat salió de él. Allí había un botones.
— ¿El despacho del señor Ball, por favor?
—Aquí es.
— ¿Está él?
—Sí, señorita, pero ya no recibe. Estará después de comer.
—Esperaré.
—Le advierto —adujo el botones, con los ojos así de grandes, contemplando a la preciosidad de muchacha que tenía delante— que el señor Ball ya no recibe a esta hora ni le permitirá molestarle a su salida.
Nat no respondió, se acercó a la barandilla y miró hacia abajo. Cielos, qué gran altura. Un simple movimiento y se estrellaría en el vestíbulo. Eso sería el fin de todo, pero Nat estaba empezando a vivir y no tenía Jack Ball bastante poder para hacerle aborrecer su preciosa vida.
—Señorita, será inútil que espere.
El botones era pesado y muy mirón. Nat le obsequió con una risita y dijo, filosófica:
—Probaré.
—Le advierto...
Se abrió la puerta en aquel momento y el botones se puso tieso. Salió Jack y sin mirar a parte alguna se dirigió al elevador, pero de súbito vio a Nat, y rió entre dientes.
— ¿Me esperabas? —preguntó, irónicamente atento.
—Sí —replicó Nat, en el mismo tono de voz.
—Entonces salgamos juntos. Te invito a comer.
—Gracias. Sólo quiero hablarle.
—Podemos hablar mientras comemos.
Nat encogió los hombros. Él botones abrió el elevador y pensó que seguramente era una amiguita del señor Ball, pero una amiguita distinguida, a juzgar por su indumentaria y el brillante que lucía en el dedo.
El botones se quedó arriba sin saber nada a ciencia cierta y la pareja se perdió en el elevador descendente.
—Estás hecha una preciosidad —dijo Jack, mirándola insistente—. Una verdadera monada, futura esposa.
Nat decidió tutearlo y medir sus fuerzas.
—Te advierto que no quiero ser tu mujer.
—Será mi primera victoria —filosofó Jack—. Te venceré, porque de cualquier modo que sea vas a ser mi bonita mujer. Lo decidí aquel día, ¿recuerdas? Te paraste en la carretera, hube de frenar bruscamente para evitar un encontrónazo. Me agradó tu temperamento. Esto creo habértelo dicho el otro día.
—Ya. ¿Y qué pensarás si te digo que no me agradas nada?
—Pues... como no espero gustarte mucho, me agrada tu franqueza.
Salieron. Los dos autos estaban ante la acera. El descapotable de Nat, solito y triste. El lujoso «Jaguar» de Jack, majestuoso, parecía esperar a su dueño con la portezuela abierta, sostenida ésta por un chófer uniformado.
— ¿Subes?
—No. Tengo aquí mi coche.
—Entonces nos reuniremos en el Astoria. Suelo comer allí cuando retraso mi salida de la oficina.
—Gracias. Pero mis padres me esperan.
— ¿A qué venías?
—A decirte que eres un cretino y que no quiero casarme contigo, y que si me caso te haré el más infeliz de los hombres.
Jack sonrió y enseñó unos dientes blancos de lobezno hambriento.
—Lamentable. Pero da la casualidad de que yo no soy de los hombres que consienten que una mujer les haga infelices. De todos modos, dado tu temperamento, la aventura ha de tentarte. ¿O no te tienta porque me tienes miedo?
— ¿Miedo? —saltó Nat, como si la hirieran—. ¿Miedo yo de ti? Sería absurdo imaginarlo.
—Entonces quedamos en que nos vamos a casar —dijo Jack, divertido.
El que él lo tomara todo a broma descomponía a Nat, pero no lo dijo, naturalmente.
—Sí —admitió rabiosa—. Sí, me voy a casar contigo ¡y ojalá mueras el mismo día de tu boda!
— ¡Qué viudita más linda ibas a ser!
Nat subió a su coche, lo puso en marcha y arrancó de tal manera que si Jack no da un salto hacia atrás se lo lleva lindamente por delante.
— ¡Fierecilla indómita! —rezongó Jack—. Ya te domaré. Juro que si no lo hago dejo de ser quien soy.
* * *
— ¿Cómo te has retrasado tanto, Nat?
—Estuve con él.
— ¿El? ¿Quién es él?
—Mi futuro marido.
— ¿Cómo?
—Sí, papá, no me mires con esa cara de asombro. Voy a casarme con él y pediré a París el equipo de novia más deslumbrante que haya existido.
—Estupendo. ¿Cuándo... cuándo lo has decidido?
—Acabo de decidirlo hace un instante —rió, con unos tremendos deseos de llorar.
—Nat... —susurró la dama.
— ¿Qué, mamá?
—Hijita querida, yo no quisiera que fueras al matrimonio tan... tan segura de ser infeliz.
—Quizá sea feliz, mamá.
—Nat —dijo el caballero—. Me expondré a todo. Prefiero que no te cases.
—No te esfuerces, papuchi, el cretino de mi futuro esposo vendrá por lana y verás tú cómo sale trasquilado.
— ¡Eso no, Nat!
—Al menos no me domará como espera. El dice que soy una fiera... Bien. Ya veremos el que vence.
Por la tarde, antes de las siete, habló por teléfono con Desi para comunicarle la nueva...
— ¿Estás decidida?
—Sí.
— ¿Fuiste a verle?
—Sí.
— ¿De veras? ¿Y qué ocurrió? ¿Te enamoraste de él fulminantemente?
—No. Lo aborrecí más.
— ¡Nat!
— Hoy no podré ir a buscarte, Desi. El vendrá a por mí a las siete en punto y como le tengo considerado un cronómetro no se retrasará nada, pero tendrá que esperar una horita o dos.
—Eres el colmo. ¿Y sabes lo que me dice el corazón? Que te vas a enamorar de él como una loca.
— ¡No me digas!
—Me lo da el corazón.
—Tu corazón es un majadero.
Y colgó.
Capitulo 5
A las siete, una doncella subió a la alcoba de Nat y le dijo:
—Un señor la espera en el salón.
Nat se frotó las manos satisfecha.
—Dile que tenga la bondad de esperar. Si está mi padre adviértele que le entretenga un poco.
—Los señores han salido.
—Pues que espere.
Salió la doncella y Nat se sentó tranquilamente a fumar un cigarrillo. Estaba sin vestir y necesitaba una buena hora para componerse. Aquél sería su primer triunfo ante el estúpido de Jack Ball. Por mucho dinero que tuviera y por mucho que las mujeres le desearan para marido, puesto que entre todas la había elegido a ella, le daría buenos dolores de cabeza y lo plantaría cuantas veces quisiera. Aquella tarde sería la primera.
A las ocho —y el hombre del salón ya llevaba esperando una hora—, Nat decidió bajar. Vestía elegantemente y su joven silueta se recortaba dentro del visón con distinción innata. Atravesó el vestíbulo sobre los altísimos tacones y cuando iba a entrar en el salón donde la esperaba Jack, vio a la doncella que salía en dirección al jardín.
— ¿El caballero sigue esperando, Dolly?
—Sí, señorita.
Sonrió y empujó la puerta. De espaldas a ella había un hombre alto y enjuto, con un ramo de flores en la mano. Nat estuvo a punto de lanzar una maldición, pero se contuvo a tiempo. El hombre dio la vuelta, se inclinó reverencioso y murmuró:
—Soy portador de este ramo de flores para la señorita Sands, y el señor Jack Ball me encarga le diga que vendrá a recogerla a las ocho, pues debido a una reunión le ha sido imposible venir antes.
Nat, con ganas de pegar a todo el mundo, recogió las flores y asintió en silencio. El secretario del señor Ball se inclinó de nuevo y se dirigió a la puerta, justamente cuando ésta se abría y entraba Jack, feliz y satisfecho.
— ¿Usted aún aquí, Jim? —preguntó asombrado.
Luego miró a su novia y esbozó una sonrisa sardónica.
—Buenas tardes —dijo Jim.
Salió y Jack empujó la puerta y se acercó despacio a la «fierecilla».
—Mi querida Nat —comentó Jack, divertido—. ¿Qué te pasa? Lamento que hayas tenido que esperar por mí.
—No esperé por ti —chilló Nat, fuera de sí—. Pero esta jugarreta me la pagarás, te lo aseguro.
— ¿Quién intentó jugar, mi linda prometida? A buen seguro que has sido tú y a consecuencia de ello has tenido preso durante una hora a mi infeliz secretario.
Por toda respuesta, Nat se quitó el abrigo y se hundió en una butaca.
—No salgo de casa —dijo—. ¿Te enteras?
—Claro que me entero —replicó flemático, sentándose tranquilamente frente a ella—. Si no sales tú, me quedo yo.
—No quiero verte delante.
Jack hizo como que reflexionaba. Cruzó las piernas una sobre otra, balanceo un pie y con la mayor indiferencia encendió un cigarrillo. Lo que más descomponía a Nat era aquella su tranquilidad inalterable, aquel su semblante cetrino que nunca se enfadaba, aquella su boca desdeñosa que siempre sonreía a medias.
—Si quieres estar peleando toda la vida —comentó, expeliendo el humo hacia lo alto, formando un dedal con su boca—, Allá tú. Me gusta la pelea. Las situaciones fáciles no me entretienen y sí en cambio me divierte la lucha, el esfuerzo... Sin duda —añadió, filosófico— para soportarte a ti me será precisa mucha paciencia, y te advierto que no carezco de ella. Lo que sí me parece es que tú nunca tendrás tanta como yo.
Nat, voluntariosa, obstinóse en no responder. Hundida en la butaca con un pitillo entre los finos dedos, fumaba y miraba la lámpara como si estuviera sola en el salón. Tampoco esto inquietó a Jack. Con la mayor impasibilidad en su semblante, continuó hablando:
—Pasado mañana mi padre pedirá tu mano. Es mi padre un hombre simpático, hablador, dicharachero y gracioso.
—¿Cómo tú? —dijo, mordiendo.
—Más simpático que yo. Un hombre encantador, te lo aseguro. No le asustarás aunque le digas que no me amas. Si se lo dices, Jim Ball, que es mi padre, se reirá de ti y te dirá con la mayor sangre fría: «Muchacha, a los Ball les amaron las mujeres y tú no serás menos que las demás.»
—Eres un petulante.
—Gracias. Luego yo pondré la sortija en tu dedo —añadió sin transición, haciendo caso omiso de la ira femenina—y me complacerá besar tu mano. A decir verdad, será un placer para mí poderte besar la mano. Tienes unos dedos preciosos.
— ¿Te quieres callar?
—Luego. Ahora tengo ganas de hablar. Como te iba diciendo...
Nat se puso en pie de un salto y se dirigió a la puerta, poniéndose precipitadamente el visón.
—Salgamos a la calle. Me ahogo aquí —dijo, irritada.
* * *
Entraron juntos en una sala de fiestas. Hacían buena pareja. Jack no era un hombre alto, ni muy arrogante, pero sólo con mirarle se apreciaba su arrolladora personalidad, y aquellos ojos tan claros dentro de una cara tan morena, le daban un aire exótico de reyezuelo musulmán.
Ella, fina y delicada, envuelta en el rico abrigo de pieles y sobre los altísimos tacones, parecía una princesa ofendida. Era altiva y orgullosa y en los rasgos de su bella cara se apreciaba la contrariedad. Aquella contrariedad tenía sin cuidado a Jack y era, y los que le conocían lo ignoraban, un filósofo en cuestiones amatorias. Nunca había deseado algo en la vida que no lo alcanzara, y aunque no estaba enamorado de aquella «temperamental beldad», había decidido tomarla como única y definitiva mujer de su vida, porque le gustaba lo bastante para no desear otra. Aparte de ser bella, Nat Sands tenía lo que Jack deseaba en una mujer: temperamento, carácter, pasión. Y un día, cuando quiera que fuera aquel día, todo en Nat sería suyo. Estaba escrito así en el Libro de la Vida, y Jack no dudaba en que algún día... —pronto, quizá—, Nat Sands le amaría entrañablemente.
El nunca tuvo novia. Le gustaban las mujeres, pero jamás sufrió por una. Ni era un mujeriego ni un vicioso. Pero las conocía y sabía cómo llegar a la fibra más sensible del corazón femenino. Y aquella Nat Sands sería vencida... como antes lo fueron el ferrocarril, las minas de cobre, las fábricas de hilaturas... El lo venció todo con su tesón, o lo allanó todo... Pues más fácil era allanar y vencer a una simple mujer.
Les contemplaron con curiosidad. «El rey del dólar con la hija de Renato Sands.» Boda segura, y las mujeres que aún suspiraban vencer la resistencia de Jack, se dieron cuenta en aquel instante de que Jack estaba perdido para siempre.
Jack y Nat, ajenos a los comentarios que levantaban a su paso, llegaron a una mesa apartada. Jack la ayudó a quitarse el abrigo y luego se quitó el suyo.
— ¿No quieres bailar?
—No.
—Te advierto que soy un buen bailarín.
—No lo dudo. Pero a mí eso no me interesa. Me daría respingo arrimarme a ti.
— ¿Y si tus frases me ofendieran, Nat? ¿No lo has pensado?
—Tanto me da. Ojalá te ofendieran de tal manera que me dejaras tranquila para siempre.
—Eso puede ocurrir y te perjudicaría.
—Hazlo —le desafió—, y verás qué pronto me siento feliz.
Jack no respondió. Sentados uno frente a otro, se miraron de hito en hito. De súbito, Jack puso los codos en el tablero de la mesa y colocó el mentón en las manos abiertas. Sus vivos y penetrantes ojos contemplaron por un instante, con rara insistencia, el semblante bellísimo de la joven.
—Nat —repuso áspero—, Tú te enamorarás de mí.
— ¿Qué?
—Y mucho.
—Prefiero la muerte.
—Me amarás tanto que sufrirás por ese mismo amor. Nunca suelo engañarme, Nat —añadió pensativo—. La prueba la tienes que el negocio que toco con mi dedo sube como la espuma. Nunca sufrí un fracaso. ¿Y sabes por qué? Porque antes de alargar el dedo mido las distancias, calculo el resultado y después, cuando tengo el triunfo en mis manos, lanzo el dedo.
—Sigo pensando que eres un petulante.
Jack sonrió enseñando un poco los blancos y perfectos dientes. No era guapo, ni era un tipo arrogante; pero gustaba a las mujeres y llegaba adonde quería. Nat tuvo miedo de su predicción.
Repantigóse en la butaca y miró a lo alto antes de decir:
—Eres una cosita clara para mí, pero a veces..., y desde que te vi la primera vez, sentí el vivo y penetrante deseo de saber cómo era Nat Sands enamorada. No cejaré, Nat, ¿me entiendes? He de conocerte en todas tus manifestaciones. Sé cómo eres furiosa, te conozco bajo tu orgullo, tu desdén... Enamorada no te conozco y será un descubrimiento embriagador para mí. Mira —prosiguió, con la más fría indiferencia. Nat le hubiera pegado de buena gana si diera gusto a sus naturales impulsos de muchacha voluntariosa—, no te deseo aún. Ni estoy enamorado de ti. No pienso molestarte ni exigir de ti los deberes que impone el matrimonio a la mujer. Desdeñosa no te quiero, altiva me das risa. —Se inclinó hacia adelante y por encima de la mesa la miró al fondo de los ojos hasta que Nat parpadeó asustada—. Te quiero enamorada, ¿me comprendes? Furiosamente apasionada, mi «temperamental beldad».
Nat apretó los labios y no respondió. De responder hubiera dicho una inconveniencia y eran el blanco de todas las miradas. Nadie sabía de qué hablaban, pero Jack era demasiado popular para pasar inadvertido. Y Nat Sands, en aquella sociedad donde casi todos se conocían, aunque sólo fuera de vista, era una linda y codiciada mujer.
—Te llevaré a vivir con mis padres a la finca que poseo en las afueras de Nueva York. Yo iré a pasar la noche a casa. Y muy de mañana volveré a mi trabajo. Me gusta el trabajo —añadió pensativo, como si hablara para sí solo—Sin él, mi vida se convertiría en algo monótono, estúpido… Me gusta luchar y ganar dinero. Es consolador tener una ocupación que invade nuestro cerebro durante las horas del día. Tú serás feliz con mis padres. Papá te cansará alguna vez con sus viejas historias de cuando uno de sus antepasados murió en la Guerra de los Cien Años. Claro que yo no creo que haya existido tal personaje, pero papá lo considera como una proeza de los Ball y se siente orgulloso de ello. Mi madre es...
—No me interesea saber cómo es tu madre.
Los ojos de Jack se empequeñecieron.
—Nat —dijo grave, y ella se sintió un poco menguada ante el acento bronco de voz que no sintió en Jack hasta aquel instante—, admiro tanto a mis padres, que si un día te oigo ofenderles..., soy capaz de pegarte, y yo considero villano que un hombre pegue a una mujer. Dime a mí todo lo que quieras. Insúltame si ello te agrada; pero mis padres... han de ser sagrados, ¿me entiendes? ¡Sagrados!
Nat se consideró pequeña y comprendió que nunca, jamás, podría vencer la gran personalidad de aquel hombre, y se dio cuenta del cariño y veneración que Jack experimentaba hacia los autores de sus días.
Fueron aquellas frases de Jack como una conclusión, puesto que en el resto de la tarde no volvió a abrir los labios, y Nat se sintió fuera de lugar. Empequeñecida, asustada. Jack miraba a los bailarines, alzaba una ceja de vez en cuando y fumaba con gran calma. Una calma aplastante que irritaba más y más a la joven.
Cuando se separaron, Jack no intentó tocarla. Dio las buenas noches y dijo que vendría a buscarla al día siguiente a la misma hora.
A la mañana siguiente, los periódicos se lanzaban al vuelo disertando sobre el próximo enlace del rey del dólar con la hija del financiero Renato Sands. Nat leyó todos los periódicos en la cama y luego, desalentada, tiró la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
¡Cuántas mujeres la estarían envidiando en aquel instante y de qué buen grado se hubiera cambiado por la más inferior!
* * *
Nat, enfundada en pantalones de un azul oscuro, largos hasta el tobillo y muy oprimidos, el busto bajo un jersey de lana blanco y descalza, entró en la salita donde su madre daba principio al desayuno.
—Hija, vas a tomar frío.
—Buenos días, mamá. ¿No está papá?
Maud besó a su hija y miró censora los pies descalzos.
—Me gusta, mamá.
—Pero es una extravagancia incorrecta.
—No importa. Te pregunté por papá.
—Ha salido. Siéntate y desayuna, y entretanto cuéntame algo de tu... novio.
—Ojalá se muera.
— ¡Nat!
La joven se sentó y desplegó la servilleta. Sin pintura en la cara casi resultaba aún más sugestiva, y Maud la contempló con admiración.
— ¿Adónde ha ido papá?
—A la fábrica, supongo.
—Estará contento porque todos sus asuntos se arreglarán fácilmente.
—Si es a costa de tu amargura, tu padre no desea esa alegría.
— ¡Bah!
— ¿Vas a ser sincera conmigo, Nat? La prensa habla hoy mucho de vosotros. Os vieron juntos en una sala de fiestas y dan por segura la boda... Otra muchacha en tu lugar estaría loca de contenta. ¿Sabes lo que es ser la esposa de un magnate semejante? Miles de mujeres están hoy deseando hallarse en tu lugar.
—Cedo el puesto de buen grado.
—Nat, hija mía...
—No me sermonees, mamá, y te ruego que no me recuerdes a Jack. Me dan náuseas cada vez que recuerdo que voy a ser su esposa. Me resulta odioso. Quizá si le hubiera conocido en otras circunstancias... Pero me lo han impuesto y yo siempre soñé con el amor. Un amor nacido de la simpatía, la comprensión, el trato continúo...
—Sin duda llegarás a quererle mucho y él te adorará.
—No es Jack de los hombres que adoran a su mujer... Todo lo más la estimará. Se cree demasiado superior para rebajarse a admirar o adorar a una mujer.
—Los hombres, cuando aman, son todos iguales, no lo olvides. Ricos o pobres, tontos o listos..., cuando llega la hora de la verdad se convierten en infelices, pendientes de los deseos de la mujer que aman.
— ¿Dejamos esa conversación, mamá?
—Es que temo por ti y... por él.
—No te preocupes que ya nos arreglaremos.
—Mañana —dijo la dama tras un silencio— nos visitarán los padres de Jack... Quiero que seas correcta y sumisa.
—Correcta lo soy siempre —se ofendió—. En cuanto a sumisa, no lo fui nunca y no pienso empezar ahora.
—Nat, creo que te hemos criado muy mal.
—Haberlo hecho mejor.
— ¡Nat! ¿Sabes que me estás faltando al respeto?
—Perdona.
—Eres incorregible, hija mía, y considero que Jack es ni más ni menos que el marido apropiado para ti. De ahora en adelante no pienso preocuparme más. Mereces una lección y la vida misma se encargará de dártela.
Capitulo 6
Dolly dijo a Nat que los señores la esperaban en el salón.
Nat no se movió del borde de la cama donde estaba sentada. Tenía un cigarrillo entre los dedos y miraba el humo que escapaba de él con cierta amarga filosofía.
—Señorita Nat...
—Ya te oigo, Dolly —se enfadó—. Iré en seguida.
—La señora me encargó decirle que están en el salón los padres de su prometido.
—Ya me lo has dicho.
—La señora advirtió que la señorita no les hiciera esperar.
—Bien —chilló—. Bien, cállate ya, Dolly. Márchate de una vez y déjame en paz. Oí cuanto has dicho y pienso bajar en seguida.
Dolly marchó sofocada, preguntándose qué le podría ocurrir a la señorita Nat, teniendo un novio tan... tan... estupendo.
Nat se acercó al tocador y se miró por tercera vez. Estaba levemente retocada y se encontró bien. Una sombra en los ojos, una pincelada quizá demasiado exagerada en la boca y una risita desdeñosa que iluminaba parcamente su linda cara. Vestía modelo de tarde de gran sencillez dentro de la mayor elegancia. Ajustado, marcando sus bellas formas. Un collar de finas perlas en el cuello y calzaba altos zapatos.
Se miró una vez más y rezongó algo entre dientes, luego descendió despacio hacia el salón. Se recostó en la puerta y de una sola ojeada abarcó el conjunto.
Jack Ball fumaba junto al ventanal, mirando hacia el jardín. Tenía las cejas unidas y su boca plegada en una mueca enérgica. Era un tipo dominador. Nat ya lo sabía. Aún sin ser advertida su presencia, guió los ojos hacia su madre que, sentada en el diván, charlaba afablemente con una dama bajita, delgada, de pelo blanco, muy distinguida. La madre de Jack sin duda. Le gustó aquella dama de porte sencillo y señorial. Luego buscó a su padre. Se encontraba junto a la mesa de centro y sobre ésta había desplegado un álbum, en el cual reconoció Nat su colección filatélica, lo cual le indicó que el padre de Jack era aficionado a ella. Clavó los ojos en la figura prócer del señor Ball. Alto, enjuto, con unos ojos vivaces parecidos a los de Jack, un bigote descomunal y una cabeza calva.
—Buenas tardes —saludó, penetrando en el salón.
Ocho ojos se volvieron hacia ella. Hubo un momento de silencio. Después, Renato salió a su encuentro y la tomó del brazo, conduciéndola al lado de los padres de Jack. Estos la contemplaban analíticos. Nat sonrió a medias. Se sentía turbada, descentrada. Y ante tanta cara bondadosa sintió más rabia, una rabia destructora que toda se volcaría sobre Jack, el causante de que ella no pudiera apreciar en todo su valor la bondad de aquellos seres que la miraban.
—Mi hija —presentó Renato con oculto orgullo.
Nat sintió la manita de la señora Ball en su brazo y los ojos del señor Ball en su cara. No supo qué hacer y sintió unos tremendos deseos de llorar, pero al mirar hacia un lado y ver la sonrisa burlona de Jack, se repuso y con cierta sequedad saludó a sus futuros suegros. La dama la besó calladamente en la mejilla y dijo tan sólo:
—Eres muy bella y tienes expresión de buena chica. Estoy... contenta.
—Gracias, señora.
El señor Ball era más expresivo. Se inclinó hacia Nat, le dio una palmadita en la mejilla y dijo con picardía:
—Yo diría que tienes expresión de geniecito; pero sin genio no hay mujer. Me agradas, muchacha.
Era como Jack; bruto y franco como él.
Jack se acercó y tomó la mano de Nat entre las suyas. Era la primera vez que la tocaba, y Nat sintió que un frío empezaba en la punta de sus dedos y recorría todo su cuerpo hasta quedarse quieto en la cabeza como un mazazo.
Sintió el objeto frío entrar en su dedo y después la boca caliente de Jack en aquellos mismos dedos.
—Espero que sepas llevar dignamente el solitario que siempre perteneció a las mujeres de mi raza —dijo grave.
Y con suavidad alzó la mano femenina y la acercó a los ojos.
—Míralo, Nat.
La joven la miró. Era un solitario de un brillo deslumbrante que cegaba. Era idéntico al que Jack lucía en su dedo, y Nat supo que su valor era incalculable.
—Cuando se lo puse en el dedo a mi esposa —intervino el señor Ball con picardía— ella me dio un beso... De eso hace muchos años y lo recuerdo aún porque fue el primer beso de Nancy.
Nat sintió más frío y topóse con los ojos penetrantes de Jack fijos, quietos en los suyos.
— ¿Qué es lo que dice, papá?
No respondió. Pero súbitamente se empinó sobre la punta de los zapatos y estampó un helado beso en la mejilla masculina. Luego, bruscamente, se volvió hacia su futuro suegro político y lo miró desafiadora. Jim Ball se echó a reír alegremente y comentó tan sólo:
—Eres una chica estupenda. Harás feliz a Jack.
Nat hubiera pegado a todo el mundo, pero no era posible. Limitóse a sonreír y al mirar a Jack éste sintió todo el odio de Nat en su cara, pero no se sintió afectado.
* * *
Al día siguiente se celebraría la boda en el palacio de los Sands. El padrino sería Jim Ball y la madrina Maud Sands. La ceremonia se celebraría a las doce del día y acudiría todo el mundo elegante de la alta sociedad neoyorquina. La novia vestida de blanco y su traje recién llegado de París llamaría la atención por su riqueza.
Eran en aquel instante las ocho de la noche, y Nat, en el gran salón, donde se hallaban expuestos los regalos, enseñaba éstos a Desi.
—Maravilloso —comentó Desi, deslumbrada—. ¡Qué regalos, hija mía! Ni que fueras una reina.
—El es el rey del dólar —replicó desdeñosa.
—Diríase que no eres feliz.
— ¿Feliz? —se ofendió Nat—. Tendría que no ser yo si me considerara feliz. Ojalá que mañana le dé un ataque cardiaco y no pueda acudir a la ceremonia.
—Nat, no seas salvaje.
Nat tenía ganas de llorar, pero era muy orgullosa y ni aun con ser Desi, su mejor amiga, lloraría delante de ella.
—Dime, Nat... ¿El no te... besó?
— ¿Qué?
—Digo si no te besó...
— ¿Besarme? ¿Pero quién te crees que soy yo? No me besará en la vida.
Desi tarareó una cancioncilla con mucha guasa.
—Ja, ja —rió burlona—. Si él quiere besarte... tendrás que aguantarte. Además, me parece a mí que un beso de ese hombre no se olvida en la vida.
— ¡Desi!
—Mira, Nat, no me mires con esos ojos. Después de todo, soy una mujer y me gusta el tipo de hombre de tu futuro. Hay que ver cómo mira a una y qué sonrisa superior la suya... Yo te digo de veras que me gustaría vivir todo el resto de mi existencia supeditada a una sonrisa así.
— ¡Desi! Para mí que has enloquecido.
—No lo creas. —Se detuvo ante un estuche de terciopelo azul—. ¿Quién te regaló esta millonada?
—Mi futura suegra.
— ¿Qué mal suena eso de suegra. ¿Qué es esto?
—Son las joyas de los Ball. Las joyas que lucieron siempre sus mujeres.
— ¡Ajajá! Y aún te quejas.
—No me caso con las joyas —dijo, furiosa—. Me caso con un hombre de carne y hueso.
—Mejor que mejor.
—Desi, ¿has venido para burlarte de mí o para ver mis regalos?
—He venido para ver y para oír. Y se oye cada sandez...
—Pero...
Desi se volvió hacia Nat y la asaeteó con sus vivos ojos color castaño:
—Mira, Nat, no eres diferente a las demás mujeres, y por hacer una boda así suspiramos todas. Si Jack fuese un adefesio... No es guapo, admitámoslo, pero los hombres guapos nunca nos gustaron ni a ti ni a mí. Jack Ball es un tipo de hombre que conquista a la mujer, que sabe hacerla feliz..., que cuando ama, ama de veras y de modo absorbente, y las mujeres..., bueno, es absurdo negar que todas queremos ser amadas así.
—Yo, no. Lo odio.
—Ya dejarás de odiarlo. No seas petulante y reconoce que eres como las demás muchachas de este mundo. No te considero superior ni inferior, simplemente igual a mí y a millones de chicas como yo.
Nat iba a responder cuando en la puerta del salón se recortó la figura de Jack.
—Hola —saludó, avanzando.
Desi replicó amablemente, Nat ni siquiera lo miró.
— ¿Qué hay, Desi?
—Estoy contemplando estas preciosidades.
—A Nat todo eso la deja indiferente.
— ¿Qué sabes tú? —se volvió Nat hacia él.
—Sé poco —rió, y mirando de nuevo a Desi—: supongo que serás mañana una dama de honor digna de admirar.
—Lo seré, ahora que digna de admirar no sé.
—Eres una muchacha preciosa —rió de nuevo.
Y a Nat aquella risa y aquellas frases le hicieron daño. Desi, que conocía a Nat mejor que nadie, se apresuró a despedirse y a dejarles solos. Nat la acompañó hasta la puerta y regresó luego al salón. Allí estaba Jack contemplando filosófico los regalos. Tomó en su mano el collar de perlas que lució su madre cuando se casó y lo alzó hasta sus ojos.
—Son de una belleza nada común —comentó—. Y de una nitidez extraordinaria —miró a Nat—. Ven, quiero ver el efecto que hacen en tu cuello.
— ¿Para qué? Seguramente no me lo pondré nunca.
—Al menos mañana lo lucirás.
—Tengo esperanzas de que antes de salir para mi casa, te dé un ataque de apendicitis por lo menos.
—Estoy operado —rió Jack tranquilamente.
—Pues cardíaco.
—Tengo un corazón formidable.
—Pues de reuma.
—Dios querrá que me encuentre sano y fuerte para hacerte mi esposa mañana, Nat Sands. Y no sigas diciendo majaderías. Si ocurriera lo que dices serías la primera en lamentarlo.
Se acercó a ella y situado a su espalda le puso el collar de perlas sin que Nat pudiera evitarlo. Luego la empujó blandamente hacia el gran espejo y siempre situado tras la espalda femenina, con sus dos manos alzó la cara de Nat.
—Mírate en el espejo, Nat —dijo.
Ella se miró. Se vio a sí misma con el collar de perlas en torno al cuello y a Jack detrás. Sus manos, me refiero a las manos masculinas, prendieron el mentón femenino. Lo oprimió sin que Nat dijera ni pío. Después, con lentitud, lo volvió hacia él sin mover los pies, de modo que sólo la cara de Nat giró obligada hacia él. Así retorcida sintió los vivos y penetrantes ojos de Jack en los suyos, y los delgados dedos apretando más y más su mentón. Sintió una rara sensación de vacío, de pequeñez; un estremecimiento que la recorrió como una llamarada de pies a cabeza y supo que Jack iba a besarla. Sobreponiéndose a aquella rara sensación de goce, placer o rabia (Nat no sabría definir dicha sensación), esperó que él iniciara el beso para darle un empellón y escupirle a la cara su desprecio. Pero Jack, tras de mirarla fijamente, tras de acercar su boca entreabierta a los labios sensitivos..., tras de tenerla en vilo una fracción de segundo, la soltó y sin petulancia, con absoluta naturalidad comentó:
—Te sientan bien las perlas.
Aquello fue para Nat más que una bofetada. Pero supo contenerse. Comprendió que se pondría en ridículo si lo insultara y dándole la espalda, se quitó el collar y lo colocó de nuevo en la caja de terciopelo verde. Jack con la mayor flema, como si en su interior no bullera como huracán el deseo besarla locamente, se entretenía en mirar los regalos y hacer comentarios jocosos que causaban la íntima y terrible rabia de la joven.
* * *
Las gentes se apiñaban agarradas a la verja del palacio de los Sands. Todos querían ver, pero nada más los de la primera fila veían algo. Un guardia ponía orden, pero el gentío apenas si le prestaba atención. Miraban con avidez cuanto ocurría en el parque de aquella mansión y hablaban unos con otros atropelladamente.
—Ese es un duque español —dijo una muchacha—. Lo conozco de hacerle la manicura en el Gran Hotel.
—Y ése es un ministro. Y aquél...
—Mira la novia —dijo una muchacha que suspiraba por verse así ataviada y del brazo de un príncipe como Jack Ball.
— ¡Qué preciosa! Pero tiene la cara de melancolía. Mira, mira... el novio. Qué ojos más claros y qué bien lleva el traje de etiqueta.
Así hasta que los novios —ya marido y mujer— se perdieron en el interior del palacio. El gentío fue desapareciendo poco a poco, mientras, en el interior de la rica mansión de los Sands daba principio el banquete.
Nat nunca sabría decir lo que ocurrió aquel día. Sólo supo que se sintió aturdida, que estaba casada, que hubo de levantar su copa y sentir en sus dedos los cálidos dedos de Jack, su marido...
Y después la escapada.
Nat de aquella noche sólo recordaba que cenaron en un lujoso hotel, que luego Jack la acompañó a su alcoba y que ella deseaba que él intentara quedarse a su lado para escupirle su infinito desprecio. Pero Jack, sonriente, como el hombre bien seguro de sí mismo, le dio las buenas noches y se fue dejándola sola.
Fueron días interminables los que siguieron. Salían juntos, disputaban y Jack siempre se mantenía impasible ante las hirientes frases de su mujer. Unas veces devolvía frase por frase, otras lo tomaba a broma y reía burlonamente, las más ni siquiera reía ni contestaba. Y Nat al cabo de quince días de vagar por el mundo en su compañía, se preguntó asombrada por qué se había casado con ella.
Era una respuesta que no hallaba jamás y esto llegó a ser una obsesión. No la besaba, no intentaba un acercamiento; se mostraba galante, cortés y a veces hasta amable, pero de ahí no pasó nunca Jack Ball, el hombre al que siempre agradaron las situaciones difíciles.
Nat deseó con verdadera ansiedad que él intentara besarla y entonces ella lo empujaría y le diría... ¡Cuántas cosas le diría! Pero no tuvo jamás ocasión de decir nada, porque Jack, aparte de su compañía puramente convencional, nunca la molestó.
Se hallaban en París aquella noche. Ambos comían en un lujoso restaurante. Nat parecía cansada, su semblante ofrecía una gran lasitud. Tenía ganas de volver, de ver a alguien querido, de poder desahogar su rabia, aunque nadie le hiciera caso.
—Quiero volver a casa —dijo a mitad de la cena.
Jack levantó los ojos. La miraba. Sí, sus ojos eran mirones y aunque nunca expresaban nada definitivo, Nat los sentía a veces sobre su cuerpo y su cara como un pecado. Un pecado que nunca se confesaba y que quedaba oculto en lo más abstruso del ser de Jack. Eran sus ojos como vivas llamas y quemaban todo cuanto encontraban a su paso. A veces, Nat sentíase enrojecer hasta los pies y otras sentía una sorda indignación.
— ¿Ya? —preguntó, sin apartar los ojos.
—Sí, ya.
—Hace nada más veinte días que nos casamos, querida mía.
—No me llames querida tuya.
—Pues sí, querida mía.
—De buen grado te tiraba el plato a la cabeza.
Jack no se inmutó.
—Hazlo. Será un espectáculo estupendo. —Y sin transición añadió—: Volveremos mañana en el primer avión. A decir verdad tengo mucho trabajo esperando allí y no puede estar tanto tiempo abandonado. Diré a la camarera que haga tu equipaje.
Al final de la cena, él la acompañó hasta su habitación.
—Buenas noches. Saldremos al amanecer. Ya diré a la camarera que te llame.
— ¿Adónde vas tú ahora?
—Me gusta el París nocturno. Me gustan sus mujeres y sus luces —dijo como si esto le divirtiera.
Nat empequeñeció los ojos.
— ¿Quieres decir que... vas a pasar unas horas con mujeres?
—No sé lo que hallaré en mi camino, querida mía.
—No me llames querida tuya.
—Pero si encuentro una mujer bonita... —siguió sin hacer caso de la interrupción— me será grato invitarla a bailar.
—Eres un...
—Contén esa lengua, bonita mía.
Nat cerró la puerta de golpe, y Jack giró sobre sí mismo apretando los puños con violencia.
Capitulo 7
Natalia se acercó a la ventana y pegó la frente al cristal. Desde allí se abarcaba todo el conjunto del parque, el jardín, la piscina, el campo de golf a lo lejos... Una finca digna de una reina, pero a ella le resultaba odiosa como nada le resultó en la vida.
Estaba en la finca de su marido. Habían llegado dos días antes y fueron calurosamente recibidos. Nat casi se sintió emocionada dentro de los menudos brazos de Nancy Ball, y cuando pasó a los fortísimos de Jim Ball le dio rabia admitir que eran los padres de Jack, que resultaban maravillosos y que ella no podía odiarlos.
Sus padres fueron a verla al día siguiente y no quiso decir nada a su madre. ¿Para qué? En adelante tendría que domeñar sus impulsos y que todos ignorasen el estado lamentable de sus relaciones.
Le destinaron una alcoba preciosa y comunicando con aquélla se hallaba la de Jack; lo sentía canturrear todas las noches, mientras se desnudaba. Sentía el seco ruido de los zapatos al caer al suelo, los grifos del baño, la respiración acompasada de Jack. Y cada ruido, cada objeto caído al suelo, cada gota de agua era un estremecimiento de impotencia para la voluntariosa muchacha, a quien no dieron ocasión a despreciar. El la conocía, sí. Sabía bien cuál iba a ser su reacción en el supuesto de que buscara un acercamiento... ¿Por qué no lo intentaba? ¿por qué le hacía pasar aquella terrible humillación? Y por qué se había casado con ella si no la deseaba como mujer? No pensaba en el amor. Sabía que éste no existiría jamás ni en él ni en ella. Pero...
Jack se iba al trabajo todas las mañanas en su escandaloso «Jaguar» y no volvía hasta la noche. Cuando entraba, todo parecía revivir; hasta los criados sonreían abiertamente. y Nat se dio cuenta de quién era Jack en el hogar, de lo que su tremenda personalidad significaba para todos, incluso para ella, que, una vez Jack en casa, se consideraba más segura, más ella misma. Jack besaba a sus padres, lanzaba una exclamación de gozo y a ella la miraba nada más. ¡La miraba de aquel modo que empequeñecía a Nat! Un día tendría que tener una conversación con él. Le preguntaría por qué se casó con ella. Tendría que hablarle un día, no sabía cuándo. Pero de cualquier modo que fuera le hablaría y aprovecharía para despreciarlo más, si es que a Jack se le podía despreciar, cosa que Nat ya dudaba.
Aquella mañana, cuando Nat se levantó, se asomó al balcón y vio el coche de Jack detenido ante el garaje, lo cual le indicó que éste aún no se había ido a la capital. No bajaría entretanto no se fuera el auto. Sentóse a pulir las uñas y las horas pasaron una tras otra, hasta que una doncella pidió permiso para entrar.
—La señora pregunta si se encuentra bien.
—Naturalmente.
—Como la señorita no bajó a desayunar. Y como el señor Jack se ha quedado en cama...
Nat dejó bruscamente de pulir las uñas y se puso en pie. ¿Jack enfermo? No podía hacerse de nuevas, pues sería como poner su intimidad al tanto de la doncella. Se acercó al ropero y dijo bajo:
—Prepárame el baño.
—Sí, señorita.
Media hora después, Nat estaba vestida y lista para salir de su alcoba, pero intuyó que la madre de Jack iba a hacerle preguntas y haciendo un sobre-humano esfuerzo se dirigió a la puerta de comunicación y tocó el pomo. Dudó antes de empujar. Era la primera vez que aquella puerta se abría y, rápidamente, dejó de tocar el pomo y salió al pasillo. No quería abrir por la puerta de comunicación. Sería como darle a entender a él que deseaba... lo que en modo alguno ni siquiera pensaba.
Enérgica se dirigió a la puerta de entrada y la empujó. Jack, recostado en la cama leía el periódico y fumaba un cigarrillo. Al sentir la puerta alzó los ojos y al verla allí parada sonrió guasón.
—Pasa, monada —dijo—. No pienso comerte.
Nat pasó y cerró tras de sí.
— ¿Qué tienes? —preguntó sin ninguna amabilidad.
—Un tremendo resfriado, pero me levantaré para comer. ¿Estás preocupada por mí, encanto?
—Estoy deseando que te mueras.
—Ajá. Pienso vivir aún unos cuantos años para darte la lata. ¿No pasas, monadita? Ven, mujer, y siéntate a mi lado como una esposa amante.
—Nunca seré para ti una esposa amante.
Jack dobló el periódico y aplastó el cigarrillo en el cenicero de la mesita de noche. Sus ojos la miraron de arriba abajo sin pestañear. Era lindísima y aquella mañana lo parecía más. ¡Lindísima!, sí, y saberla allí y tan distante, era para Jack un infierno. Pero el hombre tenía voluntad y se había propuesto, ya antes de casarse con ella, doblegar su orgullo y nada mejor que la indiferencia para lograr el amor de las mujeres como Natalia Sands.
— ¿De veras?
—Nunca.
—No me gustan las frases redondas —dijo flemático—, pero me gustas tú. Siempre me gustaste.
— ¿Y por qué no me tomas? —preguntó con ingenuo descaro.
Jack empequeñeció los ojos.
—No te tomo porque me gusta que vengas a mí. No soy muñequito de goma, mi monadita. Soy un hombre y ya sabes tú qué clase de hombre. Pero si tú quieres...
— ¡Jack!
—Perdona —dijo grave—. A veces las mujeres demasiado audaces reciben respuestas desagradables.
Nat dio la vuelta, salió y cerró con golpe seco.
* * *
—Estuvo un día entero en cama y quise que muriera.
—Nat.
— ¡Quise que muriera! —gimió ahogadamente.
—Estás loca por él, Nat. ¿Aún no te has dado cuenta?
Nat clavó los airados ojos en los de Desi y masculló algo entre dientes. Después dijo en alta voz, con ira incontenible:
— ¿Loca por él? ¿Por Jack? Déjame reír.
Y rió. Pero su risa se convirtió súbitamente en un sollozo.
—Nat, querida amiga...
—No estoy enamorada de él, Desi —dijo, secando el llanto de un manotazo—. Lo que estoy es humillada, horriblemente humillada.
—Nat..., ¿puedo ayudarte en algo?
—No. Nadie puede ayudarme. No te molesto más, Desi —añadió poniéndose en pie—. Ahora voy a ver a mis padres antes de regresar a la finca.
— ¿Y tus suegros?
—Me adoran —susurró pensativamente—. Ellos no saben nada...
— ¿Tú los adoras también a ellos, Nat?
—Los quiero. Son muy buenos para mí.
—Ya. Dime, Nat..., ¿por qué no coqueteas con tu marido hasta sacarlo de sus casillas? Tú, antes de reconocer ese amor que sientes como fuego en tus entrañas, tienes que despreciar a Jack. El tiene que darte una oportunidad. A los demás hombres, a todos los que has conocido, los volviste locos con tu coqueteo. ¿Es que no vas a saber ahora conquistar a tu marido?
—No pretendo conquistarlo —susurró con un hilo de voz—. No lo pretenderé nunca.
—Pues es tu marido y sería un dolor que otra mujer te lo llevara.
Nat se estremeció.
— ¡Otra mujer! ¿Conoces tú a alguna mujer que tenga amistad con mí... marido?
Desi saltó de la turca y se sentó cómodamente en la alfombra. Nat, hundida en una butaca muy baja, miraba la cara de Desi elevada hacia ella.
—Nat —murmuró Desi con voz insegura—, ¿te das cuenta? Estás loca por él. Los celos te aniquilarán si sigues así. ¿No te has analizado nunca, Nat? Amiga mía, los hombres como Jack están muy buscados. Cualquier desaprensiva mujer no dudará en llevártelo si puede. Estás pisando terreno falso. No te das cuenta que la felicidad sólo pasa una vez a nuestro lado y que Jack es un hombre que sabe hacer feliz a la mujer y si se te escapa de la mano por tu maldito orgullo...
— ¡Cállate, Desi!
—Lo lamentarás toda la vida, querida. Yo en tu lugar...
—No lo amo —saltó terca.
—Pero sólo el pensamiento de que haya otra, mujer en su vida, te saca de quicio.
—Es mi marido. Llevo su nombre —adujo en su defensa—. ¡Jack y yo no nos comprenderemos nunca, pero él es mi marido! Y como lo es no permitiré que me ponga en ridículo con otra mujer.
Desi saltó de la alfombra a la turca y se acurrucó en ella entre los cojines. Encendió un cigarrillo sin responder y tras de expeler la primera bocanada, comentó irónica:
—Aduces razones poco plausibles, pero si te convencen a ti, allá tú.
— ¿Cómo pretendes que ame a un hombre que me fue impuesto? ¿Que decidió casarse conmigo y lo consiguió por una simple firma?
—Olvidas que fue una firma de millones.
—Como si fuera de un centavo —explotó—. De cualquier modo que sea me tasó con dinero. No se buscó mi sensibilidad, ni mi corazón, ni mi bondad. Le gusté por lo que fuera y concibió la idea de casarse conmigo y se casó. ¿Puede una mujer amar a un hombre que se casó con ella a la fuerza?
—No serías la primera. Yo en tu lugar trataría de rectificar. El orgullo a veces no conduce a nada.
Natalia, súbitamente desarmada, tapóse la cara con las manos y sollozó. Era terrible ver llorar a Nat, una muchacha tan valiente, tan de su siglo, tan poco dada a sentimentalismos ni ñoñeces. Pero lloraba, y Desi sintió que sus ojos también se llenaban de lágrimas.
— ¿Rectificar qué, Desi? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Se me ha preguntado acaso si deseaba algo? Ignoro aún por qué se casó conmigo, porque no creo que por muy Jack Ball que sea, se haya unido a mí sólo porque le gusto. También a mí me gustan varios artistas de cine y nunca se me ocurrió casarme con ninguno de ellos. Antes —añadió pensativamente, como si hablara para sí sola— dijiste que iniciara un coqueteo... ¡Qué poco conoces a Jack! Es tan duro como un peñasco y no se ablanda fácilmente ni siquiera ante sí mismo.
Si yo iniciara como tú dices un coqueteo, se reiría de mí en mi propia cara y me llamaría estúpida. ¿Me entiendes? ¡Oh, no! Antes prefiero morir que sentir esa terrible humillación. Bastante humillación es tener un marido y no tener nada. ¿Qué pretende de mí?
— ¿Y por qué no se lo preguntas a él?
Nat se levantó como impelida por un resorte.
—Antes que ofrecerle esa satisfacción soy capaz de morir.
—Ya. Sois en definitiva de carácter iguales y tendréis que doblegaros los dos a la vez, cosa que veo difícil.
—Adiós, Desi.
—Nat —susurró Desi, poniéndose en pie en la turca—. ¿Y si te humillaras tú un poquito? Después de todo eres mujer, eres debilidad.
—Me conoces muy poco al darme ese consejo, querida Desi. Aparte de esto, yo no sé si aun humillada Jack me admitiría en la vida, en su vida quiero decir. A cambio de tu consejo yo te daré otro; si algún día decides casarte no lo hagas con un hombre como Jack.
Capitulo 8
Nat miró el relojito de pulsera que aprisionaba su frágil muñeca.
—Son las seis y media, mamá, y no deseo que la noche me coja por el camino. He de llegar a la finca antes de las siete y media.
— ¿No esperas por tu padre?
—Se me hace tarde. Volveré otro día. ¿Dónde has dicho que está?
—Con tu marido en la oficina.
Nat no respondió.
—Oye, Nat, aún no contestaste a la pregunta que te hice cuando llegaste. ¿Eres feliz?
—Sí.
—Jack te adora.
Nat no rió a carcajadas, porque el momento no lo requería y además porque deseaba ocultar a su madre la desolación de su vida, pero esbozó una risita y comentó:
—Ya lo sé; bueno, mamá. Hasta otro día.
—Espera por tu padre, querida. Se disgustará cuando sepa que has estado aquí...
—Mañana volveré, te lo prometo. Dime... ¿Cómo van los negocios en colaboración con mi... marido?
—Tu padre dice que Jack es un genio. Están reformando la fábrica, cambiando la maquinaria... Será, dentro de muy poco tiempo, el negocio más floreciente del país.
—Ya. Adiós, mamá.
Nat se alejaba tras de besar a su madre. Maud fue tras ella hasta la terraza.
—Hija —susurró, tomámdola por un brazo—, te encuentro rara. Diríase que tienes un peso terrible sobre ti. ¿De veras eres feliz?
—Mucho, mamá.
—No sé, no sé. Creo que me engañas.
—Te aseguro que no.
—Bien. Vuelve mañana.
—Adiós.
Subió al auto y lo puso en marcha.
En vez de tomar la carretera en dirección a la finca, Nat condujo el coche en línea recta internándose en la Quinta Avenida. Lo detuvo ante el gran edificio donde se hallaban las oficinas Ball y saltó al suelo.
Sin mirar a parte alguna entró en el elevador y apretó el botón del décimo piso. No se iría sin ver a su padre, y además deseaba contemplar a Jack en su guarida de reyezuelo. Quería saber si allí su personalidad anulaba a todo el mundo como en la finca.
El elevador se detuvo y salió de su jaula. Empujó la puerta por la cual vio salir un día a Jack y penetró en la caldeada estancia. Allí los radiadores de la calefacción debían funcionar sin tregua, porque no se sentía ni un átomo de frío. A la entrada de la sala había una mesa y tras ella sentada una mujer joven y bonita, con auriculares en las orejas y un dictáfono enfrente. Sentados no muy lejos, al fondo del salón había tres caballeros y dos jovencitas no lejos de ellos. Supuso que aquello sería la sala de espera. Bien. Le diría a la secretaria quién era y ésta no tendría más remedio que hacerla pasar adonde se hallaba su marido.
— ¿Qué desea, señorita? —preguntó la secretaria, elevando indolente la hermosa cabeza.
Le dio rabia que fuera bella y estuviera al servicio de Jack. Sí, le dio una rabia que a duras penas si se pudo contener.
—Deseo ver al señor Jack Ball.
—Imposible. En este momento preside una reunión importante.
—Tendré que verlo —dijo enfadada, pues estaba firmemente dispuesta a no marchar de allí sin verlo, para demostrarle a aquella jovencita que era la mujer de Jack.
—Lo siento —replicó la otra.
La miraba con curiosidad. No le era desconocida aquella cara. ¿Dónde la había visto? Además era una damita muy elegante. El señor Ball, su jefe, no recibía nunca mujeres en su oficina y le causaba asombro que aquella joven distinguida pretendiera ser recibida.
—Soy la esposa del señor Ball —dijo Nat con más ganas e nunca. Jamás sintió tanta satisfacción en pregonar su estado de casada con Jack.
La secretaria se puso súbitamente en pie recordando en aquel momento dónde había visto aquella cara tan linda: en fotografía que el señor Ball tenía sobre la mesa de su despacho: lindísima la señora Ball, pensó, mirándola un poco cortada.
—perdone, señora Ball. Yo no sabía...
Nat levantó la cabeza como una reina en su trono y ella misma se consideró un poco ingenua.
—Deseo ver a mi marido.
—Un momento. Le advertiré por el dictáfono.
Lo hizo seguidamente y respondió una voz fuerte, enojada:
—Que me espere en el auto, señorita Walter —dijo Jack, Nat sintió que todo daba gritos dentro de ella—. En este momento tengo una reunión... No puedo.
Era la más terrible humillación que Nat recibió en su vida y tras de pensarlo un instante, giró en redondo y salió, dejando a la secretaria perpleja.
En el interior del elevador, Nat rompió a llorar y cuando subió a su coche, sus ojos ya no veían. No puso dirección a las afueras. Retrocedió y entró en el parque de su casa como una flecha.
* * *
— ¿Pero quieres explicarte, Nat? Te digo que te expliques; y deja ya de llorar. ¿Qué te ha pasado, hija mía?
Nat, tirada como un fardo en su lecho, el lecho de soltera que hacía dos meses no ocupaba, sollozaba sin tregua, como enloquecida. La dama se sentó en el borde de la cama y acarició la cabeza de su hija. Susurrando frases suaves, alentadoras, inquiriendo las causas de aquel súbito llanto, transcurrieron varios minutos sin que Nat dejara de llorar. Maud sabía que Nat no lloraba con facilidad y que su indómito orgullo le hacía morder todas sus contrariedades y si en aquel momento lloraba de aquel modo desconsolador, era porque el motivo se debía a algo muy grave, que llegaba a lo más hondo de su alma.
—Nat...
—Déjame, mamá —susurró—. Déjame, te lo ruego. Déjame serenarme, mamá. Creo que... quisiera morir en este instante. Quisiera morir, ¿sabes?
—Nat, hija, me asustas.
Nat cesaba poco a poco de llorar y sus ojos hinchados causaron dolor en la dama. Se inclinó hacia la muchacha y la besó. Nat, impulsiva, colgóse de su cuello y abrazada a su madre reanudó sus sollozos.
—Nat, ¿qué ocurrió?
— ¡Oh, mamá!
—Natalia, hija mía, cuéntame lo que pasó y por qué pasó y con quién pasó.
—El..., fue él, mamá —gimió.
— ¿El? ¿Quién? ¿Acaso... Jack?
Al oír este nombre, Nat se serenó por completo y de un salto quedó en pie en medio de la estancia.
—Nat...
—Se me hace tarde, mamá. Tengo que volver a la finca.
Maud empequeñeció los ojos. Ella creyó conocer a su hija y en aquel instante se dio cuenta de que no la conocía en absoluto. De la desesperación mayor, surgía la más extraña indiferencia. La vio, con gran asombro por su parte, ir hacia el tocador y tras de mirarse al espejo, cogió una toalla y se enjugó los ojos. Luego empolvó la nariz y terminó pintando la raya provocadora de su boca.
—Como nueva —dijo irónica.
—Nat —exclamó su madre, situándose tras ella—. ¿Puedo saber al fin lo ocurrido? ¿Y puedo saber asimismo para quién te preparas? Porque tú vas a luchar. Has hecho el gesto que hacías cuando eras niña y le escondías las botas de montar a tu padre.
—Mamá..., no te voy a referir nada. Únicamente te diré que ésta tarde recibí la humillación más grande de mi vida y antes prefiero morir que confesar esa humillación.
— ¿Confesarme a mí?
—A ti no —dijo bajo—. A él. Al causante de esa humillación. El quizá espera que yo... le reproche, pues está listo.
—Nat..., tú no eres feliz.
—No lo soy —confesó—. ¿Deseabas saberlo? Pues ya lo sabes.
—Nat, hija...
—Pero mientras yo no lo soy, él no lo es tampoco, lo cual viene a ser una venganza en cierto modo.
—Una venganza que te roba a ti en particular.
—Una venganza —dijo fría— que no inicié yo. Tendría que explicarte muchas cosas, mamá, y no deseo hacerlo. Ahora dame un beso y permíteme marchar.
—Nat, me asustas tanto. Siempre te consideré orgullosa, pero... no tanto: ¡no tanto!
—Adiós, mamá.
— ¿Qué vas a hacer, Nat?
—Nada —rió con una mueca—. Nada en absoluto. Jack aún no me conoce lo bastante. Sólo te pido una cosa: si mañana Jack viene a casa...
—Viene todos los días —atajó la dama.
—Pues si viene mañana y te pregunta si yo estuve aquí..., por el amor de Dios, mamá, por lo mucho que me quieres, di que estuve contigo toda la tarde y que salí de tu casa para la finca a las siete de la tarde. ¿Lo dirás, mamá?
—Pero... ¿no puedo saber lo ocurrido?
—No. Es preciso que él... no sepa que fui yo la que estuvo a verlo.
— ¡Nat!
Nat dijo con un hilo de voz:
—No quiso recibirme, ¿me entiendes?
— ¡Nat!
—Fue... la humillación más grande de mi vida, aparte de casarme con él, que fue otra humillación para mí, ésta la supera.
— ¿Dices que no quiso recibirte? No podría, Nat.
—Lo admito... No podría, en efecto, pero sí pudo salir un momento a la antesala y disculparse conmigo, no decirlo abiertamente y con sequedad por el dictáfono. Es un salvaje y desconoce las más elementales reglas de la cortesía.
—Perdónale. Es tu marido.
Nat sonrió desdeñosa.
—Adiós, mamá. Si mañana te pregunta.., Mi amor propio de mujer...
—Pierde cuidado, Nat —dijo bajo—. Será la única mentira de mi vida, pero eres mi hija...
—Gracias, mamaíta.
—Y no nos guardes rencor, hija mía. En realidad los culpables de todo hemos sido tu padre y yo. Nunca debimos admitir ese matrimonio.
—Ya está hecho y no os guardo rencor alguno. Papá hizo do lo que pudo por disuadirme. Que él no sepa... nada. Creo que estaba allí. No sé.
—Tu padre no estaba allí porque hace un instante me llamó desde la fábrica.
—Mejor que no estuviera papá.
La besó apretadamente y salió. Subió al auto y lo puso en marcha. Nadie hubiera reconocido en ella a la joven que penetró en el palacio de los Sands minutos antes con los ojos ciegos por el llanto.
* * *
Penetró en el salón de la finca. Besó a Nancy y después al viejo Jim. Los besó una y otra vez como si de súbito penetrara en ella el deseo de agradar a todo el mundo. Parecía felicísima, y más guapa que nunca. Gentil sobre los altísimos tacones dio varias vueltas sobre sí misma y luego se lanzó nerviosa hacia el diván y quedó con los ojos fijos en los ancianos.
— ¿Qué diablos te pasa, niña? —rió el viejo Jim—. Paree que te dieron una inyección de optimismo.
—Estoy contenta, papá.
—Pero has tardado —adujo Nancy—. Ya estábamos temiendo por ti.
—Estuve con mamá toda la tarde.
— ¿Fue ella la que te inundó esa alegría?
—No, mamá. Es la vida, la juventud, la tarde tan maravillosa que hizo hoy y vuestro cariño...
—Ajá —rió Jim—. Eres un encanto de muchacha.
— ¿Te lo parezco, papá?
—Claro que sí. Jack no pudo elegir mejor.
—A propósito de Jack. ¿No vino aún?
—No. Llamó por teléfono hace unos minutos. Preguntó por ti, le dijimos que ibas a la capital. Parecía algo excitado. ¿Lo has visto?
—No —replicó Nat con aplomo—. ¿Dónde quieres que lo viera, papá?
—Pudiste llegar a la oficina.
—Me abruma tanto piso. ¿Cenamos pronto? ¿No viene Jack para cenar?
Replicó Nancy:
—Ha dicho que debido a una reunión que tuvo esta tarde, muy importante parece ser, se ha visto obligado a cenar con unos socios en el Gran Hotel. No sabe a qué hora podrá regresar.
Pasaron al comedor y la cena tuvo lugar en la más completa armonía. Nat habló por los codos, los esposos Ball rieron de sus ocurrencias y a las once se retiró a descansar tras besarlos muy fuerte.
La dama y el caballero se miraron cuando la puerta se cerró tras la joven y cuando los pasos de ésta cesaron, la dama comentó pensativamente:
— ¿Qué observaste, Jim?
—Algo desusado en ella. Parece revivir. Es una encantadora muchacha y no la comprendo bien pese a su sencillez.
—Jack estaba muy disgustado.
— ¿Pero por qué?
—No lo dijo.
— ¿Crees que con respecto a su mujer?
—Sí. Algo no marcha bien, Jim. Pienso que no todo es como parece. Jack parece pensativo, sólo muestra su carácter burlón cuándo está ella presente y cuando no, parece sumido en hondas reflexiones. Yo nunca vi así a Jack.
—Algo raro noto yo también. ¿Pero qué pudo ocurrir esta tarde?
—No lo sé. Jack me preguntó por ella con interés desusado. Quería saber a todo trance adónde iba Nat, y cuando le dije que no había regresado pareció excitarse más y tú ya conoces la ecuanimidad de Jack.
—Está loco por su esposa.
—Eso salta a la vista, Jim. Lo ve un ciego. Pero, repito, algo no funcionaba bien. No sé cuál de los dos tiene la culpa.
—Dejémoslos. Vivamos al margen de todo... Ellos se arreglarán sin nuestro concurso. La chica me gusta. Me gusta mucho, Nancy. Es una gran muchacha, un poco orgullosa, pero eso, lejos de restarle encanto, se lo añade. Agudiza más su personalidad.
—Pero no son felices.
—Jack, nuestro hijo, es un poco terco. Se casó con ella de modo inopinado y ese negocio que se trae entre manos con el señor Sands... me parece a mí que tiene algo que ver con esta boda. Ya veremos lo que ocurre. Tú y yo hemos quedado ciegos y sordos. ¿Jugamos una partidita?
A las once y media se oyó el ronco motor del auto de Jack y en seguida éste recortó su fuerte figura en el umbral del salón donde sus padres jugaban al ajedrez.
— ¿Y Nat? —preguntó con voz ronca, sin saludar siquiera. La dama y el caballero se miraron y después miraron a su hijo.
— ¿Qué te pasa, Jack?
—Nat..., ¿ha venido?
—Sí. Se ha retirado hace media hora. ¿Qué diablos te pasa?
Jack, sin responder, se desplomó en una butaca y se mesó los cabellos.
— ¡Jack! —gritaron a una los esposos.
Jack nunca salía de su habitual ecuanimidad. Jack era siempre el hombre fuerte, invulnerable, dominador, y en aquel instante parecía un pobre hombre.
—Jack..., ¿no puedo saber lo que te ocurre? —preguntó el caballero, poniéndose en pie y su pálido semblante se animó un tanto.
—He pasado la tarde más violenta de mi vida —dijo bajo, como para sí—. La más cruel de todas las tardes. Estuve a punto de tirar un negocio de millones por culpa de ella. Quedé como loco y no atendí a cuanto me dijeron.
— ¿Quieres explicarte mejor, Jack?
Pareció recuperar toda su personalidad. Nadie podría hacer dos seres más semejantes excepto la gran naturaleza humana. El y ella... Marido y mujer con idénticos caracteres, igual personalidad. Era difícil que se comprendieran si uno de ellos no deponía su orgullo. Jack lo sabía y acababa de comprender que tendría que ser él, no sólo por ser hombre, sino porque su amor por aquella muchacha había llegado al máximo. No habría ser humano en el mundo capaz de domeñarse tanto como él se domeñó. Y aquello tenía que terminar. De una forma o de otra tenía que tocar a su fin.
No estaba muy seguro de que fuera él, el que diera el primer paso..., pero lo iniciaría. Mostraría un camino; ella como mujer, como esposa..., tendría que tomar aquel sendero y seguir adelante, hasta el final.
—Jack...
Salió de su reflexión y esbozó una sonrisa.
— ¿Puedo saber lo ocurrido, Jack?
—Quizá no tenga demasiada importancia. —Lo refirió en frases breves, concisas, terminando así—: En aquel momento no podía atenderla. Dada la situación de nuestras relaciones, debí recibirla por encima de todo. Pero... ya sabéis cómo me ciegan los negocios. El que se me presentaba era la culminación de mi fortuna. Ella creerá que lo hice sabedor del daño que le proporcionaría... Pero no es cierto.
— ¿Daño? —intervino Nancy, pensativa—. No me pareció a mí que Nat viniera dolida.
Jack se asombró.
— ¿No?
—No. Además... No sé, la encontré más feliz que nunca. Un poco nerviosa, quizá, pero...
—Iré a disculparme. Es mi deber.
El caballero le tomó por un brazo y le hizo volverse. Lo 1.5 fijamente a los ojos y Jack sabía que. cuando su padre r aba así veía cuanto ocurría en su interior.
—Jack..., ¿la amas mucho?
Jack aspiró hondo.
—Nunca —dijo con voz baja, pero intensa— creí que se pudiera querer y desear a una mujer, como la quiero y la deseo a ella. Siento por Nat... unos sentimientos tan entremezclados que a veces me asusto... Pero ella... —apretó los dientes—, ella es fuerte, es dura... y aún no sé lo que haré. No se doblega por nada ni por nadie y yo quiero una mujer razonable.
—Ella sin duda lo es.
—Conmigo no lo fue nunca —confesó frío—. Pero no importa. La voluntad de un hombre tiene su límite. Yo creí que no lo tenía, pero... lo tiene.
Salió del salón sin ser comprendido y de dos en dos subió las escalinatas hasta el vestíbulo superior. Buscó con los ojos la puerta de la alcoba de su mujer. El nunca entró allí, pero aquella noche iba a entrar e iba a recibir un insulto. Sería también la única vez que ella lo insultara con razón. Y Jack un hombre razonable. Recibiría el insulto y luego se disculparía. Era su deber.
Capitulo 9
Empuñó el pomo y entró sin llamar. La muchacha que se hallaba tendida en la cama alzó vivamente la cabeza y, sus ojos se clavaron como puñales en los de Jack.
—Perdona que te moleste —dijo él, avanzando.
— ¿Qué quieres? Es la primera vez que entras aquí y tu forma de hacerlo la considero incorrecta.
Jack nada repuso. Plantado en mitad de la lujosa alcoba miraba la figurita altiva que tenía delante, tendida en el lecho, envuelta en encajes. Era su mujer y él nunca pudo tocarla. Era, además de su esposa, la mujer más deseada y amada del mundo, y sin embargo... El nunca la vio vestida de aquel modo. La intimidad de su mujer lo achicaba aunque pretendía sobreponerse. Miró con creciente curiosidad, como si jamás viera una alcoba femenina, y cada objeto resultó de un valor indescriptible para él. Los frasquitos de esencia, las pomadas, la bata de grueso paño que descansaba en la butaca, las chinelas sobre la mullida alfombra y al fin, la figura femenina, más femenina cuanto más se cerraba en su intimidad. Parpadeó seguidamente y su voluntad se impuso. Era aquélla una de las veces en que Jack Ball hizo uso de su amor propio de hombre para contener el deseo de acercarse más a ella, sentarse en el borde del lecho y tomarla en sus brazos y decirle... ¿Cuántas cosas podría decirle?
—Jack... ¿qué quieres? —dijo en una interrogante helada—. ¿Qué buscas? No creo que hayas perdido nada en esta alcoba.
—No tientes mi paciencia, Nat. Recuerda que no soy un pelele.
Nat pensó que era aquél el mejor momento para replicar con un insulto, pero tuvo miedo. Un miedo instintivo que casi sin advertirlo ella misma, leyó en los ojos masculinos.
—Di lo que deseas, Jack.
Este, como clavado en el suelo, seguía mirándola y sus puños se apretaron con violencia.
—Vengo a disculparme.
Nat estuvo a punto de lanzar un grito de triunfo. Al menos por una vez iba a vencerlo. Iba a humillarlo. Cautelosa, indolentemente recostada en los almohadones, esperó a que Jack continuara, y Jack continuó de esta manera:
—Te aseguro, Nat, que no vengo aquí con objeto de solicitar tu amor. Cuando me casé contigo me hice el firme propósito de que serías tú quien solicitara el mío, y sigo pensando igual.
—Muy galante. Claro que esperarás hasta el juicio final, porque vivo muy tranquila sin él.
Jack apretó los labios.
Nat dio un salto en la cama, para quedar tendida de nuevo con los ojos semicerrados, pero la ira de su terrible fulgor cayó como fuego en la mirada de Jack.
—Siento que te hagas ilusiones al respecto —dijo helada—. Ni has hecho ningún mérito para que te amara ni yo, aunque lo hicieras, te hubiera amado. ¿Es eso lo que has venido a decirme?
—No.
—Pues termina de una vez.
—Natalia, me considero un hombre justo. Nunca obro en contra de mis principios. Pero esta tarde me porté mal, lo reconozco y vengo a disculparme porque por encima de todo deseo que no me tengas en un concepto que no merezco.
—No sé a lo que te refieres —replicó con la mayor sangre fría, pero sintiendo que el corazón golpeaba fuertemente en su pecho—. Pero si te sirve de tranquilidad para tu puritana conciencia, te diré que el concepto lo formé de ti el día que por primera vez fuiste a cenar a mi casa. Desde entonces no varió ni creo que varíe nunca.
— ¡Eres orgullosa!
—Más de lo que tú crees, si bien en este instante no echo mano de mi orgullo para responderte.
—Bien —cortó breve—. Dejemos nuestros prejuicios y sentimientos a un lado y admite mis disculpas. No pude recibirte porque estaba presidiendo una reunión de la cual dependía parte de mi fortuna. Tan pronto pude llamé por teléfono y me dijeron que no habías llegado aún. Repito, Nat, que lo lamento.
Nat entrecerró los ojos.
— ¿Qué es lo que lamentas? Estás hablando y no te comprendo.
— ¿No me comprendes? Estoy disculpándome con todas las letras. Estoy pidiéndote perdón, ¿me entiendes ahora? Pidiéndote perdón por no haberte recibido cuando esta tarde fuiste a verme a la oficina.
Nat sintió gozo, pesar, angustia y triunfo al decir:
—He ido a visitar a mi madre y no salí de su casa en toda la tarde.
Jack se estiró.
—Dices que...
—Eso he dicho. No fui a hacerte una visita, Jack, no te hagas ilusiones. ¿Ir yo a tu oficina? ¿A qué? ¿Buscarte a ti? No me hagas reír, Jack. ¿A qué fin iba a ir a tu oficina?
Jack, pálido, con los ojos entornados, la miró fijo, y Nat tuvo miedo de que penetrara en su interior y entornó la mirada.
—Estás mintiendo. Fuiste a la oficina y solicitaste verme. Me lo dijo la secretaria de turno.
—Se habrá equivocado.
—No. Fuiste.
El deseaba que hubiera ido. Era... un consuelo para el hombre saber que la mujer quería verlo. Era una ilusión que moría de repente, de modo brutal. Sacó las manos de los bolsillos del pantalón y las aplastó con ruido seco. Las alzó y volvió a bajarlas.
—Nat..., te suplico... —dijo muy bajo, con una entonación que Nat nunca oyó en él— que no me mientas. Sabes muy bien que no puedo rebajarme, ponerme en ridículo y preguntar a la secretaria si era mi mujer. Es como decir… Tú sabes lo que esto significa, ¿no es cierto? Ella se preguntará qué hay entre nosotros, si tú me niegas que has estado allí...
— ¡No estuve allí! —dijo con voz dura—. No estuve. ¿Me entiendes?
—Nat, de nuevo te lo suplico.
— ¡No estuve allí! —gritó—. Y márchate ya. ¡Márchate!
Jack dio un paso al frente y de súbito se inclinó hacia ella.
—Nat..., de esa sinceridad tuya depende... todo para nosotros dos. Dime la verdad.
Ella se tapó los oídos y gritó:
—Pregúntale a mamá. No me moví de su lado hasta que salí para la finca. No fui a tu oficina. ¡No fui!
—Tendré que creerte... —murmuró, pero de súbito se inclinó más hacia ella y sus manos cayeron como tenazas en los hombros desnudos de la joven. La sacudió como enloquecido y gritó, conteniendo a duras penas la ira—: Sé que eres dura como una piedra..., pero yo quiero que sepas que no pude recibirte. No pude. En aquel momento me era imposible. Nat... —bajó la voz. Tenía los ojos femeninos fijos en los suyos. Los tenía tan cerca que podía ver la peca dorada a la frente, los labios rojos y vivos que temblaban y el lunar que adornaba su cuello junto a la oreja—. Nat... Nat..., admite mis disculpas.
—No estuve allí —dijo escapando de su mirada—. No estuve, Jack.
—Maldito tu orgullo —masculló él—. Maldito mil veces, Natalia Sands.
Iba a soltarla, pero ella, con brusco ademán, quiso desprenderse antes y entonces Jack perdió la paciencia y la oprimió como un loco. La besó. Ella forcejeó para quedar inmóvil después. Jack la oprimió y la oprimió preso de súbito furor y supo que le hacía daño, pero ella no se quejó. La besó otra vez y ella quedó quieta.
—Pídeme que te suelte —susurró intensamente, sobre la boca femenina—. ¡Pídelo, Nat!
La joven, con los labios doloridos y los dedos de Jack marcados en sus hombros, alzó la cara y sacudió el cabello. Sus vivos ojos se fijaron con insistencia en los de Jack.
—Aunque me mates... no te lo pediré.
Jack la soltó bruscamente y se encaminó a la puerta a paso largo. Al llegar se detuvo, la miró.
—No habría en el mundo mujer más amada que tú,.. si merecieras serlo —dijo breve—. A veces pienso que... eres la maldición de mi vida.
Salió y cerró con un golpe seco, que se prolongó unos segundos.
Natalia, al verse sola, sintió que el piso se deslizaba bajo su cama. Le pareció que se iba la luz, el deseo de vivir, la vista de sus ojos. Tenía razón Desi... Los besos de Jack no podrían olvidarse nunca. Pero ella... no necesitó ser besada por él para amarlo. Ella quiso escapar y escapó cuando pudo de aquella llamada, y no se analizó, pero en el fondo, muy oculto en el fondo, sabía que nunca podría seguir viviendo de aquel modo. Y se dio cuenta de algo más; necesitaba en su vida el furor de Jack, su brutal personalidad, sus besos, sus frases agudas..., su mirada que, como espada, entraba en su carne y la desgarraba. Así necesitaba ella a Jack. Y lo había perdido quizá para siempre.
Durante horas lo sintió dar paseos por su alcoba. Se detenía y volvía a pasear como preso de súbito furor, hasta que a las tres de la madrugada, lo sintió salir, dar un portazo y minutos después el auto rodaba por la grava del jardín. Nat ocultó la cara entre las manos y rompió a llorar como una loca
A la mañana siguiente, cuando apareció en el comedor, nadie notó en ella nada extraordinario.
— ¿A qué hora marchó Jack, Nat? —preguntó la dama. Y Nat sintió frío. Un frío que le entraba por los labios y helaba sus manos y sus pies.
—No lo sentí —replicó todo lo serena que pudo.
Sentía la mirada aguda, escrutadora, de la madre de Jack en sus ojos. ¿La culpaban? ¿Era ella en verdad culpable de la desesperación de Jack? ¿Pero es que un hombre como Jack se sentía desesperado?
—La doncella dijo que no durmió en su cama. ¿Acaso lo hizo contigo? —preguntó el caballero con entera naturalidad. Nat enrojeció.
—No —dijo bajo—. No.
* * *
Jack riñó aquel día con todo el mundo en la oficina. Parecía enloquecido. Nadie hacía nada a su gusto, todos molestaban y los altos empleados no fueron recibidos.
A las once de la mañana se presentó Renato y lo recibió. Como la primera vez que se vieron allí, ambos se saludaron con afecto. Jack era lo bastante justo para reconocer que Renato no tenía la culpa de lo que le ocurría con Nat. Y por otra parte, él, pese a todo, no estaba arrepentido de haberse casado. El sabía que Nat el día que amara, si lo amaba algún día —ya lo dudaba—, sería tan intensamente apasionada como lo era ahora para odiar. Nunca dejaría, ni para amar ni para aborrecer, de ser una temperamental muchacha.
—Buenos días, Jack.
—Siéntate, Renato.
— ¿Te pasa algo? Estás muy pálido.
—No he dormido bien —confesó evasivo—. ¿Traes la carpeta?
—Debo hacer alguna observación.
—Más tarde. Ahora vamos a examinar eso.
Trabajaron toda la mañana; a la una del mediodía, Renato se puso en pie, recogió los papelorios y los metió en la carpeta de piel.
—Todo perfecto —dijo.
Pero al mirar a su yerno y observar cómo éste se pasaba una mano por su frente, comentó interesado:
—Jack..., a ti te ocurre algo.
— ¿Ocurrir? ¿Cuándo no ocurre?
—Sí, pero me parece a mí algo... grave, ¿Es relacionado con mi hija? Ten un poco de paciencia con ella, Jack. Es tan voluntariosa... Creo que la criamos mal.
Jack se limitó a sonreír.
—No vayas a la finca. Estás cansado. Vente conmigo a comer a casa.
—Me tientas.
—Anda, vente.
Y allí estaba Jack comiendo con Maud y Renato, cuando la gentil figura femenina se recortó en el umbral.
Maud miró a Jack y éste hacia su mujer. Se puso en pie rápidamente. No se notaba en él vestigio alguno de contrariedad ni pesar. Nat pudo ver un rostro como siempre y unos ojos tan burlones como... todos los días. Pero algo variaba. Ella sentía en su boca los besos de Jack, unos besos hondos, fuertes, que aún parecían palpitar dentro de su ser, y esto le hizo enrojecer hasta las orejas. Jack supo lo que sentía ella y desvió la mirada para evitarle una violencia.
—Hola —saludó la «monada» de mujer que resultaba tan orgullosa en aquel instante—. Que aproveche.
—Gracias —replicaron los padres.
Jack seguía mirándola con insistencia. ¿De qué madera estaba hecha aquella criatura voluntariosa? ¿No tendría él poder bastante para doblegarla? ¿Tendría que vivir el resto de su vida en aquel insostenible infierno?
La vio besar a sus padres y luego sentarse a su lado con la mayor tranquilidad.
—Dolly, tráeme un cubierto —dijo—. Tengo apetito.
— ¿Saben mis padres que no deben esperarte para comer?
La pregunta era directa y Nat no tuvo más remedio que volverse, mirarlo y replicar:
—Sí. He dicho que venía a comer con los míos, pero pinché en medio de la carretera.
— ¿Y qué hiciste?
—Sentarme en el estribo del auto, papá —rió divertida—esperar a que pasara un coche y un alma generosa me cambiara la rueda.
—Y pasó esa alma generosa.
Volvió a mirarlo.
—Sí —admitió sin parpadear, bajo la mirada de su marido. —Pasó convertida en la figura de un hombre espléndido. Me echó un piropo y me colocó la rueda.
—Tu frivolidad...
— ¿Mi qué, Jack?
—Vete al diablo.
—Gracias. ¿Mi comida, Dolly?
Jack pensó que no podría comprenderla nunca y Maud era mujer y conocía bastante bien a su hija, comprendió ésta estaba locamente enamorada de su marido y se juró misma... no mentir.
Capitulo 10
Tomaban el café en el saloncito. Nat, sentada frente a su marido, fumaba un cigarrillo y elevaba al aire su boca para expeler el humo. Sus piernas cruzadas resultaban de una sugestión extraordinaria. Balanceaba un pie metido en el zapato de tacón altísimo y de vez en cuando paraba el balanceo y de nuevo continuaba. Jack la miraba insistentemente, preguntándose muchas cosas a la vez. Una de ellas, tal vez la más importante, si Nat había estado realmente en la oficina la tarde anterior. Tenía que averiguarlo, de cualquier forma que fuera, le era de todo punto preciso saber con certeza si Nat había estado a verlo o no. De ello dependía... su felicidad, y Jack anhelaba ansiosamente aquella felicidad.
Renato y Maud se hallaban sentados no muy lejos de su hija y hablaban con indiferencia de temas intrascendentes. Nat sentía la mirada de Jack en su persona, y nerviosa se puso en pie. Su bello cuerpo se mostró a los ojos de Jack en toda su pureza. Entornó los párpados.
—Voy al modista —dijo Nat súbitamente, al tiempo de inclinarse un poco y aplastar la punta del cigarrillo en un cenicero a su alcance.
— ¿A qué hora piensas volver a la finca? —preguntó Jack serenamente.
Sin mirarlo, replicó:
—A las seis.
—Entonces espérame aquí. Vendré a buscarte e iremos juntos.
—Bien —miró a sus padres—. Hasta luego.
Salió taconeando fuerte y su esbeltísimo cuerpo fue durante una fracción de segundo, una terrible obsesión para Jack, cuyos ojos se apartaron de la puerta con súbita rapidez.
—Yo no voy tener más remedio que ir hasta mi oficina—observó Renato—. ¿Vienes o te quedas un poco más, Jack?
—Me quedo a fumar otro cigarrillo.
—Hasta luego entonces.
Renato besó a su mujer y palmeó en el hombro de su yerno. Lo apreciaba de veras y esperaba que las nubecillas que existían en la felicidad de su hija y Jack desaparecieran un día cualquiera. Jack era digno de ser querido y Nat era lo bastante inteligente para reconocerlo así. Del amor de Jack por su hija... no dudaba. Cualquier ciego lo hubiera visto, cuanto más él, que era el padre de Nat.
Se fue y Jack encendió el cigarrillo. Fumó lentamente, con la cabeza un poco alzada hacia un lado. Maud lo contemplaba silenciosamente. Sabía o creía saber lo que pasaba por la mente de Jack. Conocía a su hija, sabía mucho de su indómito orgullo y creía conocer a Jack. Sin duda ella había negado su visita a la oficina de su marido. A ella, como madre, la buscó Nat de cómplice, pero no iba a serlo. Quizá de su mentira dependiera la desdicha de aquellos dos seres tan iguales. La verdad siempre en la boca, y ella iba a decirla, si bien no ampliaría mucho. Sabía que Jack preguntaría, y era bastante orgulloso para hacer la pregunta veladamente, sin menoscabar su amor propio de hombre. Ella diría que Nat, la tarde anterior, salió y estuvo fuera una hora. Lo demás..., si Jack deseaba averiguarlo, que lo hiciera. Era su deber si amaba a Nat.
— ¿Estás preocupado, Jack? —preguntó de súbito, rompiendo el embarazoso silencio.
El hombre pareció salir de sus profundas reflexiones y esbozó una sonrisa que quiso ser alegre.
—No, claro.
— ¿Qué tal, Nat? ¿Os entendéis bien? Nat es muy orgullosa, pero tiene un corazón de oro, Jack. Lo comprendes así, ¿no es cierto?
—Sí. Ayer tarde estuvo a visitarte, ¿no?
—Sí. Estuvo un rato aquí, luego marchó diciendo que se iba a la finca, pero a las siete y media volvió a casa. Me pareció muy disgustada... Como es tan reservada... no dijo en concreto qué le ocurría.
— ¿Estuvo... fuera mucho tiempo?
—Pues... una hora aproximadamente.
—Le agrada pasear bajo la luz del atardecer —comentó evasivo, pero Maud observó que sus ojos miraban con mayor resplandor, como si un gran peso se le quitara de encima—. Bueno —añadió poniéndose en pie—. Te dejo, mamá. Me parece que esta noche, si nos invitas, cenaremos con vosotros.
—Estupendo, Jack. Me das una alegría.
—Cuando venga Nat, díselo así. Espero que no se niegue. Claro que... si se niega, entonces me telefoneas a la oficina.
—Perfectamente, querido.
—Hasta luego.
La besó y salió hacia el vestíbulo. Dolly le entregó sombrero y gabán, y minutos después, Jack Ball subió a su lujoso automóvil.
Una vez llegado a su despacho de la dirección, abrió la palanca y dijo:
— ¿La señorita Walter?
Era la secretaria que recibió a Nat la tarde anterior, y él necesitaba saber a ciencia cierta si Nat... estuvo allí.
—La señorita Walter —dijo una voz gangosa— está en el archivo en este momento, señor. Ball.
—La necesito aquí inmediatamente.
Cerró la palanca y puso la fotografía de su mujer un poco ladeada, de modo que el que se situara junto a la mesa la viera de frente. No podía preguntar a la secretaria si aquella foto y la mujer que quiso verle la tarde anterior eran la misma persona, pero ya se arreglaría de forma de hacérselo decir sin preguntarselo.
Tocaron en la puerta y la señorita Walter penetró en la oficina de Jack Ball. Traía un cuaderno en la mano y un lápiz.
—Pase —dijo Ball, con su voz siempre inalterable—. Siéntese, le voy a dictar.
La secretaria sintió curiosidad por el cuadro y lo miró a hurtadillas; entonces Jack aprovechó para mostrarse más amable y volvió por completo la fotografía enmarcada en rico marco de plata, hacia la joven secretaria.
— ¿No la conocía usted? Es mi esposa.
—Sí, ya sé. Es muy bonita, señor —dijo cortada—. Ayer tarde cometí un desliz que espero disculpe. Yo no la conocía...
— ¿Entonces cómo supo que era mi esposa?
—Porque ella me lo dijo y después porque me di cuenta le que era la misma cara de ese retrato.
—Ya. —Tras rápida transición, añadió con voz que sonaba más clara, casi vibrante—: Le dicto, señorita Walter.
Capitulo 11
La cena había tocado a su fin y aún Nat se preguntaba por qué Jack parecía tan contento, Habló por los codos, hizo uso de su humorismo, cosa que hacía mucho tiempo había olvidado, y hasta tuvo la osadía de dirigirle la palabra con acento jocoso. Y Nat, que se sentía desesperada, y que a duras penas si podía disimularlo, maldijo a todo el mundo que vivía feliz y aquella felicidad, en particular la de su marido, la hacía a ella infinitamente más desgraciada.
Así pues, cuando Jack se levantó para marchar, respiró. Le molestaba la mirada escrutadora de su madre y la sonrisa siempre bondadosa de su padre, el cual la consideraba feliz y enamorada de Jack... Esto último era cierto. Lo amaba como una verdadera loca, como nunca pensó que pudiera amarse a un hombre de este mundo. Malhumorada dejó que su padre le pusiera el visón sobre los hombros, y en aquel momento, Jack, enfundado en su rico gabán, dijo como si recordara algo:
—Tengo que llamar por teléfono. ¿Puedo usar el de su despacho, Renato?
—Claro.
Se dirigió hacia allí y marcó un número. Sonó al otro lado una voz gangosa, en la cual reconoció a la del mayordomo.
—Peter, ¿se ha retirado mi madre?
—Aún no, señor. Juega la partida de ajedrez con el señor.
—Bien, no los molestes. Diles que esta noche nos quedaremos a dormir aquí... Sí, quizá volvamos mañana, y si no volvemos la llamaré de nuevo.
—Sí, señorito Jack.
—Buenas noches, Peter.
—Buenas noches, señorito Jack.
Colgó y volvió al salón. Besó a Maud, palmeó el hombro de Renato y luego, agarrando a Nat por un brazo, dijo:
—Buenas noches. Hasta mañana.
Maud y Renato quedaron en pie en la terraza y los dos jóvenes subieron al escandaloso coche de Jack. Este se sentó al volante y lo puso en marcha. Nat parecía sumida en hondas reflexiones; resultaba apática, triste dentro de su mutismo.
El auto salió del barrio elegante, atravesó varias calles y pasó de largo ante la carretera que Nat tomaba para dirigirse a la finca.
— ¿Sabes tú otro camino más corto? —preguntó secamente.
— ¿Corto? ¿Para dónde?
—Yo nunca voy por ahí cuando me dirijo a la finca.
—No vamos a la finca, Nat.
— ¿No? ¿Adónde, pues?
—No lo sé.
— ¿Qué?
Jack tenía las mandíbulas apretadas. Miraba al frente con fijeza. En una palabra, iba a jugarse su vida entera, y como hombre que era, iba a decir aquellas palabras. Si Nat lo rechazaba... Si Nat se mofaba de él... Si le replicaba con una de sus airadas respuestas... Jack aún no sabía lo que podía ocurrir.
—Nat..., estoy enamorado de ti.
Aquellas palabras inesperadas causaron sobresalto, gozo, tristeza, angustia y felicidad a la vez. Triunfo no. Nat ya no deseaba vencer a su marido. Nat ya no quería que su orgullo sobresaliera por encima del de Jack.
Este continuó sin mirarla, siempre con la vista obstinadamente fija en la dirección y como si tuviera miedo de recibir una agria respuesta.
—Si tú quieres... Podemos quedarnos aquí en un hotel y mañana emprenderémos un viaje.
—Hablas de tu amor hacia mí con una indiferencia escalofriante —dijo ella, bajo—. Yo... no lo siento así.
Jack la miró y sus ojos fulguraron.
— ¿Tú... lo sientes?
—Sí.
— ¿Por mí?
—Sí.
—Tus respuestas también son... escalofriantes.
—Acabo de comprender que somos muy iguales. Lo cual significa que pese al frío que llevan nuestras mutuas confesiones...
—Las sientes con intensidad —terminó él.
—Con intensidad, sí.
El no detuvo el auto... No hizo ningún aspaviento. Jack sólo alargó la mano y en la penumbra del auto topó con los dedos delgados que cálidos, íntimos, se enredaron en los suyos con fuerza tal que fue lo mismo que si en aquel instante sus cuerpos se unieran y todo el fuego de sus miradas se entremezclara. Pero las frases, al cruzarse breves, no expresaron el inmenso ardor que las motivaba.
— ¿Dónde quieres... pasar la noche?
—Contigo..., donde sea.
* * *
El letrero del Gran Hotel brillaba en la noche con sus luces multicolores cambiando a cada instante. Había mucho movimiento en el lujoso vestíbulo. Un botones se acercó a abrir la portezuela del auto que llegaba. Los dos ocupantes, un sin cruzar una palabra más, descendieron. La mujer joven, bonita, enfundada en el rico visón, se colgó del brazo del hombre.
Penetraron en el vestíbulo. Los miraron con curiosidad. El parecía ser bastante mayor que ella. Y ella era sencillamente encantadora, con aquellos sus vivos ojos puros como turquesas, y su boca entreabierta, roja y sensual, enseñando unos dientes nítidos.
Pidieron una habitación matrimonial. Otro botones pidió equipaje. Jack dijo que no lo tenía. El mismo botones preguntó si deseaba guardar el auto. Jack entregó las llaves. Después, con su mujer, penetró en el elevador. Una camarera caminaba delante de ellos cuando llegaron al segundo liso. Abrió una puerta. La alcoba era digna de pertenecer al Gran Hotel.
— ¿Desean algo los señores? —preguntó amable, una vez dispuso la alcoba.
—No, nada, gracias.
Se marchó tras hacer una reverencia. Jack una vez la puerta se hubo cerrado, se quitó el gabán y lo tiró sobre una butaca. Luego miró a Nat y se acercó a ella lentamente. Le quitó el visón y sintió en sus ojos los ojos de Nat. Unos ojos muy abiertos, muy grandes, muy apasionados.
Sin decir palabra la cerró contra sí. Se besaron, siempre decir nada. Era como si todo estuviera dicho entre ellos. Tampoco se preguntaron por qué aquello había ocurrido aquella noche precisamente. Cualquier noche era buena y Nat lo sabía y Jack también.
La oprimía contra sí y sintió el cuerpo frágil abandonado en sus brazos. La besó en la garganta y preguntó muy bajo en el oído femenino:
— ¿Cuándo? ¿Desde cuándo?
Y la boca femenina volvió a la suya en un suspiro, que era beso, placer y ansiedad a la vez.
—No sé. Quizá... desde que me perseguiste como una sombra durante un mes. No sé.
— ¿Ahora sí?
—Sí, sí.
Epilogo
Buenas tardes, señora Ball.
—Hola, señorita Walter.
No preguntó si podía pasar. Aquella puerta nunca más le sería prohibida, como tampoco le era prohibido el amor que como llamarada sentía hacia Jack y se duplicaba ante el hombre en todas sus manifestaciones. Empujó la puerta y lanzó una risita. El hombre que se hallaba solo, sentado tras la mesa, se puso en pie como impelido por un resorte y no le fue preciso llegar hasta la puerta, porque la linda muchacha le salió al encuentro y se cerró en sus brazos con ademán voluptuoso, aquel ademán que Jack conocía tan bien y que amaba en Nat, como nada amó en la vida.
La besaba siempre en aquellos silencios que eran más elocuentes que todas las palabras del diccionario. Nat amaba aquellos silencios de Jack que eran los suyos propios, también amaba su forma de besar, fuerte y acariciante a la vez, y amaba sus ojos tan claros, tan expresivos cuando querían serlo y las manos que ahora se perdían en su cuerpo como una caricia interminable.
—Llévame de parranda —dijo bajísimo, ocultando la boca en la oreja de Jack—Deja todo eso y conságrate a mí exclusivamente.
El la apartó un poco y la miró de aquel modo que cegaba a Nat.
—Mi vida está consagrada a ti desde que te vi por primera vez en una calle cualquiera. Eras tú, y yo sabía... que sólo podías ser para mí. Y lo eres enteramente, mi «temperamental muchacha».
Fin