Publicado en
septiembre 01, 2013
La tía Eulogia pensó muchas veces tener un amante, porque estaba cansada de las "reuniones de trabajo" de Roberto, que duraban hasta el amanecer... pero como le daban nervios meterse en la cama con un desconocido, decidió inventarse un amante. ¿Cómo lo haría...? "Tendré que hacerte mi cómplice, Domitila", le dijo.
Por Elizabeth Subercaseaux.
No es que la tía Eulogia fuera loca, al contrario, siempre me pareció una de las más cuerdas de la familia, medio descriteriada tal vez, pero loca, lo que se dice loca, no. Sin embargo, debo reconocer que algunas veces le ocurrían cosas extrañas, como de otro planeta o de una circunvalación paralela. Como cuando se inventó al amante.
En el curso de su vida, más vale decir en la de Roberto con la flaca de la esquina, la tía Eulogia pensó muchas veces en tener un amante ella también, pero por algún motivo que no lograba explicarse le era imposible. La idea de meterse en la cama con un hombre que no fuera Roberto y despertar con un perejiliento desconocido al lado le daba un tiritón.
Admiraba profundamente a las que se atrevían. ¿Cómo despiertan con un tipo que han visto cuatro veces en la vida, dentro de su cama? ¿Y qué le dicen? ¿Buenos días, cómo durmió? ¿Váyase, por favor, que me pone muy nerviosa? O ¡salga de aquí, atrevido!, ¿qué hace usted en mi cama? La cosa es que en lo más profundo de ella misma, mi tía Eulogia sabía que Roberto, le gustara o no le gustara, lo encontrara más o menos espantoso, era el hombre de su vida.
—¿A usted le parece normal, mamá, que una siga enamorada de semejante samacuato después de 20 años de matrimonio? —le preguntaba mi tía a mi abuela.
—No, por supuesto que no, hija, cómo va a ser normal, pero a ti jamás te han pasado cosas normales, no veo de qué te extrañas.
—¡Ay, mamá! Usted, por ejemplo, ¿quiso a mi abuelo hasta el final de sus días?
—Mira, hijita, tu abuelo era un sanguango de marca mayor, un verdadero adefesio... pero, sí, pensándolo bien, yo lo quería. Anda a saber por qué. Son esas cosas que no tienen explicación.
Una noche, Roberto se quedó hasta más tarde que de costumbre en la "reunión de oficina", llegó a la casa hacia las dos de la madrugada, pasado a la colonia de la flaca y con un leve aliento a champán.
—¿Cómo estuvo la reunión? —preguntó mi tía desde su cama.
—Como siempre —dijo el perejiliento de Roberto, y luego se desvistió en silencio, se metió en la cama y se durmió.
Mi tía permaneció un largo rato con los ojos abiertos pegados al techo. La oscuridad era cerrada, no había un solo ruido, como si el mundo hubiera desaparecido. Estuvo así hasta poco antes de la llegada del alba, y en el curso de esas horas decidió que ya estaba bueno, hasta aquí no más llegaba ella, esa historia de las reuniones de trabajo la tenía hasta más arriba de la coronilla. Se iba a buscar un amante. Pero como le daba nervios despertar con un desconocido en la cama, o fugarse hasta altas horas de la noche, o echar mentiras, lo iba a inventar. Total, un amante inventado no le crearía ni el menor problema. Nunca la pillarían con él, no dejaría huellas, ni pelos en la solapa, ni habría llamadas misteriosas en medio de la noche...
Se levantó encantada con su idea y se la comunicó a la Domitila.
—Y si va a tener un amante, ¿por qué no tiene uno en serio, señora, con pelos en el pecho, voz ronca, moto, harta plata y todo lo demás, como Dios manda?
—¿No te digo que me dan los nervios?.
—¿Y cómo se lo va a inventar, entonces?
—Así, no más, con tu ayuda, claro; de vez en cuando tendré que hacerte mi cómplice, si no te importa.
Y la Domi, que hacía tiempo andaba diciendo cosas como "don Rober debiera estar en una jaula", "este hombre la va a matar de angustia, señora", aceptó ser la cómplice del amante inventado.
El amante se llamaría Jean Paul Dardinac, sería de origen francés (eso le daba un caché distinto), multimillonario, por supuesto. Tendría un yate anclado en Miami, otro en Cannes. Llamaría a mi tía prácticamente todos los días, justo después de cenar, estando Roberto en la casa.
—¿Y eso? ¿Cómo lo va a hacer? —preguntó la Domi.
—Tú vas a ir a la esquina, en cuanto termines de servir el postre, y me llamas.
Al día siguiente echaron a andar el plan. Mi tía se arregló como no lo hacía desde su luna de miel. Se cortó el pelo, se maquilló de manera distinta y esa misma noche Roberto notó que algo estaba ocurriendo.
—Te ves muy bien —le dijo, al quitarse el abrigo y colgarlo en el perchero.
—Gracias —dijo mi tía, entornando coquetamente los ojos.
Se sentaron a comer y justo después del postre sonó el teléfono. Mi tía se levantó de un salto, dejando en evidencia que esa llamada debía contestarla ella, y habló con Jean Paul (la Domi) con monosílabos, palabras cortadas, risitas de colegiala, echándole miradas furtivas a Roberto.
Lo próximo fueron las cartas. La Domi hizo lo posible por imitar la letra de un playboy millonario que tiene yates en Miami y Cannes, y le resultó bastante bien. Compraron sobres caros y usaron las estampillas francesas de la colección de Robertito. Y así empezaron a llegar cartas que la tía Eulogia dejaba a propósito sin abrir, al alcance de los ojos de Roberto.
Luego de un mes haciendo estos teatros, la tía Eulogia empezó a llegar tarde en la noche, cada vez más tarde —se quedaba tejiendo y haciendo hora en la casa de la Zulema, hermana del Quebrantahuesos, íntimos amigos de la Domitila—. Una noche cometió la máxima s osadía y se quedó a dormir.
A la mañana siguiente, al llegar a la casa, entró en puntillas, pensando que Roberto podría estar todavía allí. Pero su marido ya se había ido dejándole una nota en la almohada.
Querida Eulogia: Me imagino que te quedaste a dormir donde tu mamá.
Un beso, Roberto.
La furia de mi tía Eulogia fue inmensa. Llevaba un mes haciendo todas las cosas que hace una mujer cuando tiene un amante y Roberto no se daba por aludido. ¿Se había dado cuenta y no le importaba o era tan perejiliento que no se había dado cuenta?
—¿Sabes, Domitila? Se lo voy a decir. Esta noche me sincero con él y le cuento la verdad, le voy a decir que tengo un amante.
—¡Pero si no tiene ninguno! —gritó la Domitila horrorizada.
—Calla, tonta, ¿para qué crees que hemos hecho todo este montaje?
Esa noche mi tía se acicaló como nunca antes. Estaba regia. Perfumada. Recién depilada. Con el pelo perfecto. Roberto entró en la casa y la estela de Christian Dior salió a recibirlo.
—Tengo que hablarte de algo muy importante —le dijo mi tía, ayudándolo con el abrigo.
—¿Qué será? —preguntó Roberto, completamente en la luna.
—Siéntate. Es largo. Quiero que me escuches con atención.
—Soy todo oídos —dijo Roberto, instalándose en el sillón de cuero café.
En el transcurso de la próxima media hora, mi tía se confesó con él. Que se había enamorado profundamente de un francés, le dijo, que se llamaba Jean Paul Dardinac. Este la amaba, era un hombre simpatiquísimo, con mucho sentido del humor, un astro en la cama.
—Nunca he sido más feliz —terminó su cuento.
—¿Y para qué me lo dices? —le respondió Roberto, molesto.
—Bueno, para que lo sepas, naturalmente; no me gusta engañarte. Creo que la base de todo buen matrimonio es la sinceridad. Te habría agradecido mucho que cuando te arrancaste por primera vez con la flaca de la esquina hubieras sido sincero conmigo y no hubieras pasado 10 años diciendo que eran imaginaciones, que no había ninguna flaca, que yo era una histérica y esas cosas dolorosas que me decías.
Roberto se paró y se acercó a mi tía Eulogia. Le tomó la cara entre sus manos y la besó en la frente.
—Te ruego que me perdones, Eulogia, esto me pasa por tonto. Reconozco que me he portado muy mal contigo. Y te agradezco de todo corazón tu sinceridad. Creo que será mejor para los dos.
—¿Qué cosa será mejor para los dos? —saltó la tía Eulogia.
—Bueno, que nos separemos. Porque eso es lo que quieres, ¿verdad? Irte con Jean Paul... Tal vez yo no soy el hombre para ti, nunca, ni tú la mujer para mí...
Lo que vino después fue simplemente espantoso. Roberto le dijo que hacía años que estaba esperando este momento, que no se preocupara de nada, él hablaría con el abogado, y acto seguido dijo que tenía que contárselo a la flaca, y se fue.
—¿Y qué va a hacer ahora, señora? —preguntó la Domi, al ver la cara de loca que tenía mi tía.
—Irme con Jean Paul. No me queda más remedio, Domi.
—¡Pero si no existe! —exclamó la Domi, asustada—. Acuérdese que su amante es imaginario.
—¡Ay! Virgen del Carmen, tienes toda la razón, ¿qué voy a hacer ahora?
—Bueno, ahora está frita, eso le pasa por tener amante. Lo más que puedo hacer es conseguirle una pieza en la casa del Quebrantahuesos, pero hasta el 20 no más, porque la mamá del Quebra llega el 20.
Y así fue como la tía Eulogia se fue a vivir a la casa del Quebrantahuesos, hasta que se le ocurriera alguna idea para rescatar al firulauta de su marido.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, NOVIEMBRE 11 DEL 2003