PEQUEÑO VILLANO, EL MOSQUITO
Publicado en
septiembre 22, 2013
Este mosquito del género Culex acaba de introducir su aguda trompa (la probóscide) en un ser humano y se está hartando de sangre.
Pocos son los lugares de la Tierra donde este irritante animalito no haya penetrado y donde no prolifere.
Por Richard Conniff.
POCA GENTE habrá vivido hasta ahora en el mundo sin conocer al mosquito y sin haber sufrido sus picaduras y su imprevisible poder, ya haya sido en Londres, Kuala Lumpur o Caracas. Es fascinante el ataque de este frágil y transparente insecto, de medio centímetro de longitud, que se introduce volando en la alcoba, inserta su fina trompa en nuestra carne y nos chupa la sangre para llevársela al estómago.
Solamente el mosquito hembra pica a su víctima, porque necesita sangre para reproducirse, pero no lo hace siempre que se le presenta la ocasión. Algunas de las 2700 especies de mosquitos conocidas atacan únicamente a la luz del día; otras, sólo al caer la tarde o cuando reina la oscuridad. El cuerpo del insecto, lleno de prolongaciones: alas, patas y antenas que apuntan en todas direcciones, semeja una absurda máquina voladora. Lo cierto es, sin embargo, que el mosquito vuela con notable agilidad. Es capaz de revolotear, trazar rizos en el aire, acelerar o disminuir la velocidad repentinamente, escapar de entre nuestras manos si queremos aplastarlo de una palmada, e incluso volar cabeza abajo, lateralmente o hacia atrás. Según J. D. Gillett, entomólogo inglés que ha hecho una especialidad del estudio de los mosquitos, hay algunos que vuelan entre la lluvia, esquivando las gotas, y llegan a su destino completamente secos.
Al volar en busca de sangre, la hembra bate las alas de 250 a 600 veces por segundo (depende de la especie y, en menor grado, de su velocidad). El insecto no logra este rápido aletear por un esfuerzo continuo y voluntario, sino "conectando" los insólitos músculos de las alas, situados en la parte media del cuerpo. Mientras no los desconecte, tales músculos se contraen y se extienden automáticamente a velocidad increíble.
Como el mosquito de la especie habituada a picar por la noche no puede ver en la oscuridad, se guía hasta el blanco por los órganos sensoriales que lleva en sus dos antenas y en sus tres pares de patas. El insecto capta nuestra presencia por el anhídrido carbónico que exhalamos y que va siguiendo hasta localizarnos donde dormimos. Entonces vuela en zigzag a pocos centímetros de su objetivo produciendo el molestísimo zumbido que tantas veces nos despierta en pleno sueño.
Ese zumbido perturbador está causado por el veloz aleteo del mosquito y por la vibración de unos músculos que tiene en medio del cuerpo. Al revolotear en círculos y ruidosamente encima del durmiente, determina si es la presa adecuada por la información que reciben de cerca unos órganos sensorios que detectan la humedad, el calor corporal y ciertas sustancias del sudor. Al inspeccionarnos más de cerca, quizá le parezcamos poco atractivos o tal vez prefiera sencillamente a nuestro cónyuge: depende de la reacción del insecto a la química corporal del que duerme.
En el supuesto de que el mosquito juzgue apetitoso al lector, se posa con gran suavidad en su carne. Es probable que usted no lo perciba, pues los mosquitos son extraordinariamente ligeros (cierta especie del insecto puede posarse en una telaraña sin que la araña lo note). Y probablemente tampoco sentirá la trompa del insecto cuando le perfore la piel con gran habilidad.
La trompa del mosquito, que arranca de debajo de los ojos, no es una en realidad, sino que se compone de seis agudos instrumentos (como estiletes), todos más finos que un cabello: dos tubos (canal de alimentación y ducto salivar) rodeados por dos lancetas (mandíbulas) y dos cuchillas o navajas serradas (maxilas). Una funda o vaina en forma de canal envuelve y protege estos seis estiletes en toda su longitud. Por último, una abrazadera unida a la vaina, en el, extremo de la trompa, sujeta los seis estiletes entre sí en un solo haz. Con esta formidable arma el mosquito pone manos a la obra.
El insecto clava los seis estiletes a la vez en la carne de la víctima hasta una profundidad igual a la de un pelo de la barba en su segundo día de crecimiento. Con eso llega a la apretada red de vasos capilares. Si el mosquito consigue perforar uno de estos vasos sanguíneos, más delgados que un cabello, habrá dado con un chorro como el de un pozo de petróleo y le bastará un minuto para absorber una comida completa de aquella corriente ininterrumpida. Normalmente todo esto ocurre sin que la persona atacada lo sospeche siquiera.
Probóscide de un mosquito clavada en un vaso capilar humano. La zona encerrada en el cuadro se ve ampliada en la siguiente imagen.
El extremo de la probóscide contiene seis minúsculos y agudos instrumentos que el mosquito emplea para perforar nuestra piel y chuparnos la sangre.
Inmediatamente antes de que el mosquito comience a chupar la sangre, inyecta saliva por el más delgado de los dos tubos de la trompa. Debajo de la piel, la saliva se mezcla con la sangre y evita que se coagule al subir por el canal de alimentación. Con ayuda de este anticoagulante puede chupar una cantidad de sangre suficiente para llenarle y enrojecerle la larga panza. (Esto suena alarmante, pero 15 o 20 comidas igualan apenas a una sola gota tomada con un gotero.) Por desgracia, después de cada picadura queda bajo la piel cierto residuo de saliva que irrita y levanta una roncha causante de comezón. Para entonces lo más probable es que el mosquito haya despegado trabajosamente como un avión de mercancías excesivamente cargado, y nos haya dejado entregados a darnos palmadas y a rascarnos inútilmente.
A partir de entonces la hembra del mosquito no quiere más que descansar. Abrumada con el peso de la sangre de su víctima, se posa fuera de la casa, sobre una pared o una hoja, a esperar. Durante los tranquilos días que siguen aprovechará aquella gota de sangre humana para poner varios centenares de huevos.
Poco antes de que la hembra haya ingerido su primera ración de sangre, se ha apareado después de atraer al macho con su distintivo zumbar de alas. Ese único apareamiento será suficiente para las cuatro o cinco posturas de huevecillos durante el lapso de uno o dos meses que tiene de vida. Cada vez, al disponerse a poner esos huevos, la hembra misma los fertiliza con el semen del macho que ha quedado depositado en ella.
Todos los mosquitos pasan por una metamorfosis (huevo, larva y ninfa) en el agua o cerca de ella. Los huevecillos del insecto necesitan agua para madurar, pero hay algunos que maduran a los pocos días de puestos; otros, sólo tras haber pasado un invierno en estado de congelación; otros más, después de secarse. Algunos de los depositados por millones donde ha habido una inundación sobreviven hasta cinco años en tierra seca, hasta que llega una nueva inundación y los incuba. A esto se debe que las muchas lluvias produzcan nubes de tales insectos.
Una vez que la hembra ha dejado atrás las etapas de larva y ninfa, no necesariamente se echará a buscar sangre humana. Ciertas especies prefieren al elefante, otras a los ratones. Hay una que ataca incluso a la tortuga, a la que pica a través del caparazón. Existe en África otra especie del insecto que sólo se ensaña en cierta laboriosa hormiga, de cuya boca extrae no sangre, sino miel. Otras especies (y todos los machos) sobreviven libando únicamente el néctar de las flores, y es muy posible que desempeñen un importante papel en la polinización.
No obstante, son muchos los mosquitos que pican a la gente. En la Grecia clásica los mosquitos eran tan malignos que obligaron a evacuar varias ciudades opulentas y hermosas. Los de Alaska han empujado a ciertos exploradores a los límites de la locura y el suicidio. En el apogeo de la temporada veraniega de Atlantic City (Nueva Jersey), en 1858, los turistas, enloquecidos por las constantes picaduras de lo que llamaban "el terror de Jersey", ocupaban por fuerza los trenes que partían de la ciudad y aun sobornaban a los conductores para que les permitieran subir a bordo.
En el curso de los siglos el mosquito no sólo ha sido un insecto molesto, sino también mortífero, ya que es agente transmisor de algunas de las enfermedades más letales que conoce la humanidad. El paludismo, por ejemplo, probablemente ejerció una influencia más profunda en el desarrollo del mundo que otra enfermedad cualquiera. Dio al traste con la antigua civilización de Ceilán y tal vez precipitó la decadencia de Grecia y Roma.
También la fiebre amarilla obró enorme efecto en la historia. En 1802 Francia destacó a 33.000 soldados a la conquista de Haití, desde donde deberían asegurarse el dominio del valle del Misisipi. Los mosquitos impusieron el alto a la tropa al desatar una devastadora epidemia de fiebre amarilla. Este hecho desembocó directamente en lo que fue la adquisición de Luisiana, operación por la cual los Estados Unidos compraron, por una insignificante fracción de su valor, todo el territorio que se extiende desde el río Misisipi hasta las montañas Rocosas.
Las enfermedades transmitidas por mosquitos siguen devastando en la actualidad. Si bien ha sido posible limitarla a África y a América tropical, la fiebre amarilla continúa matando gente. Asimismo, la filariasis y el dengue, aunque rara vez son de muerte, constituyen todavía un serio problema en los trópicos. Gracias en buena parte a la Organización Mundial de la Salud, la mayoría de los países desarrollados han erradicado el paludismo o han reducido mucho su propagación. A pesar de todo, esta enfermedad ataca a más de 150 millones de personas cada año y, tan sólo en África, causa la muerte de un millón de niños. Por lo general no acaba en seguida con la vida de los enfermos adultos, pero va consumiéndolos gradualmente y exponiéndolos a otras enfermedades.
La encefalitis, transmitida también al hombre por el mosquito, puede ocasionar la muerte y lesiones cerebrales permanentes. Las aves comunes, desde el cardenal hasta la alondra de los prados, son los principales vectores de la enfermedad. El mosquito la transmite de pájaro en pájaro y también puede pasarla de un ave a un ser humano. Pocos años hay riesgo de que la gente contraiga la encefalitis, pero cuando abundan los mosquitos (por ejemplo, después de una temporada de fuertes lluvias), las probabilidades aumentan.
La mejor manera de protegerse contra las molestias del mosquito y de la enfermedad que pudiera transmitirnos, estriba en emplear algún ungüento repelente del insecto. Aplicado a la piel, puede trastornar los órganos sensoriales del mosquito cuando se dispone a posarse, lo cual le impedirá picar (al menos, así lo espera uno). La ropa de color claro también puede alejar a ciertas especies del insecto, y las telas de alambre en puertas y ventanas brindan excelente protección. Pero es más importante eliminar en los alrededores de casa, y aun dentro de ella, los sitios en que se cría el mosquito. Y tengamos presente que la menor acumulación de agua (en una lata vacía, en un florero, un bote de pintura, o una cubierta de neumático viejo) es capaz de dar origen a centenares de mosquitos en no más de una semana.
Haga uno lo que haga, por mucho que eche mano de un matamoscas y se entregue a dar con él en el aire, no tardará algún mosquito en caernos encima. Cuando esto suceda, nos convendrá untarnos un poco de alcohol en la roncha que resulte. A continuación, podemos reclinarnos en la silla y aguardar, ahora con mayor cautela, a oír lo que el novelista inglés D. H. Lawrence llamaba "ese leve, agudo y detestable trompeteo".
CONDENSADO DE "TODAY/THE PHILADELPHIA INQUIRER" (13-VI-1976). © 1976 POR PHILADELPHIA NEWSPAPERS. INC. 400 N. BROAD ST.. FILADELFIA (PENSILVANIA) 19101.