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septiembre 01, 2013
Esta eterna noche, esta eterna noche,
esta eterna noche y todo lo demás,
fuego y tránsito y luz de velas,
y Cristo recibiendo tu lamento...
La endecha del velatorio
Prólogo
En una cálida noche de julio del año 1588, en el palacio real de Greenwich, en Londres, una mujer yacía postrada en su lecho de muerte a causa de unas balas asesinas alojadas en su pecho y abdomen. Tenía el rostro arrugado, los dientes oscuros, y la muerte no le otorgaba ningún tipo de dignidad; pero su último aliento inició un eco que conmovió a todo un hemisferio. Porque la Reina Virgen, Isabel I, soberana suprema de Inglaterra, se había ido...
La furia de los ingleses no conoció límites. Una palabra, un suspiro, eran suficientes; un muchacho medio tonto, arrasado por la chusma, pedía la bendición del Papa... Los católicos ingleses, desangrados por las multas, llorando aún a la reina de los escoceses y recordando el sangriento Levantamiento del Norte, tuvieron que enfrentarse a nuevas persecuciones. Sin desearlo, en defensa propia, alzaron sus armas contra los campesinos, mientras la llama prendida por las masacres de Walsingham se extendía por todo el territorio, confundiéndose la luz de las balizas con la lúgubre luminosidad de los autos de fe.
Las noticias se extendieron: a París, a Roma, a la extraña fortaleza de El Escorial, donde Felipe II meditaba aún su campaña contra Inglaterra. La noticia de un país desgarrado por una guerra intestina llegó a las grandes naves de la Armada que franqueaban el Lagarto para unirse con el ejército invasor de Parma en la costa flamenca. Por un día, mientras Medina-Sidonia paseaba por la cubierta del San Martín, el destino de medio mundo pendió de un hilo. Fue entonces cuando tomó su decisión; y uno a uno los galeones y las carracas, las galeras y las pesadas urcas, giraron en dirección norte, hacia Hastings y el antiguo campo de batalla de Santlache, donde la historia había sido escrita hacía ya varios siglos. La confusión que sobrevino vio a Felipe cómodamente instalado como soberano en Inglaterra; en Francia, los seguidores de Guise, alentados por las victorias al otro lado del Canal, destituyeron finalmente a la ya débil Casa de Valois. La Guerra de los Tres Enriques finalizó con la Santa Liga como triunfadora, y la Iglesia fue devuelta, una vez más, a su antiguo poder.
A cada vencedor su trofeo. Con la autoridad de la Iglesia Católica ya asegurada, la nueva nación de Gran Bretaña desplegó sus fuerzas al servicio de los Papas, extirpando a los protestantes de Holanda y destruyendo el poder de las ciudades-estado alemanas en las interminables Guerras Luteranas. Los nuevos colonos del continente norteamericano quedaron bajo la soberanía de España, y Cook enarboló en Australasia la bandera azul cobalto del Trono de Pedro.
En Inglaterra, de por sí mitad antigua y mitad moderna, dividida como en tiempos primitivos por barreras idiomáticas, de clase social y de raza, se alzaban, imponentes todavía, los castillos medievales; milla tras milla de bosques vírgenes que cobijaban criaturas de otros tiempos. Para algunos, los años que pasaron fueron años de satisfacción, del resurgir definitivo de la Obra de Dios; para otros, en cambio, fueron una nueva vuelta al oscurantismo, obsesionados por cosas algunas muertas, otras quizás olvidadas: osos y gatos monteses, lobos monstruosos y hadas y duendes.
Por encima de todas las cosas, el largo brazo de los Papas se extendía para castigar y recompensar: la Iglesia Militante ejercía su supremacía. Pero a mediados del siglo XX los murmullos de descontento fueron haciéndose eco entre la población. Una vez más, la rebelión estaba en el aire...
Primer Compás
LA LADY MARGARET
Durnovaria, Inglaterra, 1968.
Llegó la mañana señalada, y enterraron a Eli Strange. El ataúd, con los adornos lilas y negros dejados a un lado, fue bajado a la fosa; las blancas cuerdas se deslizaron por entre las manos de los portadores in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti... La tierra cobijó de nuevo lo que le pertenecía. Y a muchas millas de distancia, la Margaret de hierro lloró, fría y rodeada por el vapor provocado por su propio llanto, lanzando su gran voz de océano a través de las colinas.
A las tres de la tarde, los hangares de las máquinas ya estaban oscuros con la tenue penumbra de la noche que se avecinaba. La luz, azul e imprecisa, se filtraba por entre las largas tiras de las claraboyas, mostrando los tirantes rígidos y fríos del techo como angulares huesos metálicos. Debajo, las locomotoras esperaban, pesadas y tranquilas masas de más de dos veces la altura de un hombre, con sus toldos rozando las vigas del techo. Los haces de luz aparecían en forma de destellos apagados, aquí en la junta de una caldera, allí en el saliente en forma de estrella de un volante. Las enormes ruedas motrices quedaban sumergidas en charcos de sombra.
Por entre la penumbra apareció caminando un hombre. Avanzaba con gesto firme, silbando entre dientes y arrastrando el claveteado de sus botas sobre el desgastado suelo de ladrillo. Vestía unos tejanos y la pesada chaqueta de paño típica de los transportistas, con el cuello de la chaqueta subido para protegerse del frío. Llevaba un gorro de lana encasquetado en la cabeza, originalmente de color rojo, pero que ahora se veía manchado de aceite y suciedad. El cabello que sobresalía por debajo del gorro era de un negro denso; una lámpara que se mecía en su mano lanzaba atisbos de luz que saltaban por entre el marrón ceniciento de las máquinas.
Se detuvo al lado de la última locomotora de la fila y colgó la lámpara en la trompeta de la bocina. Permaneció un momento contemplando las impresionantes formas de las máquinas, frotándose inconscientemente las manos, mientras captaba el perenne y repulsivo hedor del humo y del aceite. Luego se subió a la plataforma de la máquina y abrió las puertas de la boca de carga del hogar. Se agachó, trabajando con meticulosidad, y con el rastrillo raspó el emparrillado; su aliento brotaba como humo y se alzaba ligero sobre su hombro. Preparó cuidadosamente el fuego, distribuyendo papel, añadiéndole un entramado de bastoncillos y ramas y echando paladas de carbón del ténder con movimientos rítmicos de sus brazos. Al principio no debía haber demasiado fuego, no al menos debajo de una caldera fría. Un calor repentino significaba una expansión repentina, y eso podía dar como resultado una fisura, escapes en los tubos del recalentador y un sinfín de problemas. Con toda su fuerza y potencia, las locomotoras tenían que ser mimadas como niños, halagadas y persuadidas de hacer su trabajo lo mejor posible.
El transportista dejó la pala a un lado y se acercó a la boca del hogar para echar un poco de parafina que tenía en una lata. Empapó un trapo, prendió una cerilla... La cerilla llameó intensamente, chisporroteando. El aceite prendió con un ahogado aullido. Entonces cerró las puertas y abrió las llaves reguladoras del tiro de aire para crear una corriente. Se levantó, limpiándose las manos con un trapo de algodón, saltó de la plataforma del maquinista y empezó a frotar de forma mecánica el lado de la máquina. Sobre su cabeza, unas largas placas ostentaban el nombre de la firma propietaria escrito en letras sobrecargadamente adornadas: Strange e Hijos, de Dorset, Transportistas. Más abajo, al lado de la gran caldera, estaba el nombre de la locomotora: Lady Margaret. La mano que sujetaba el trapo se volvió más lenta a medida que se acercaba a la placa de metal; la limpió lentamente, con cariño.
La Margaret silbó con suavidad mientras un resplandor anaranjado empezaba a surgir por los orificios de la boca de carga. El encargado de zona había llenado la caldera, así como los depósitos y el ténder, aquella misma tarde; el tren de la Lady Margaret aguardaba enganchado al lado de la zona de carga del almacén. El transportista añadió más combustible al fuego, al tiempo que observaba como se elevaba la presión hacia el punto que señalaba que ya estaba lista para funcionar. Luego retiró los pesados topes de roble de las ruedas y los colocó debajo de la caldera, al lado de los indicadores de grueso cristal que señalaban el nivel del agua. El gran cilindro de la caldera se estaba calentando ya, y desprendía un suave calor que llegaba hasta la cabina.
El conductor lanzó una pensativa mirada al cielo. Era mediados de diciembre, y parecía como si Dios estuviera escatimando la luz del sol para que los días transcurrieran como en un suspiro. Se preveían fuertes heladas para más adelante. De hecho, hacía ya un frío espantoso; los charcos de agua habían crujido y cedido bajo sus botas, ya que la capa de hielo que se había formado la noche anterior no se había fundido. Mala época para los transportistas; muchos de ellos habían cerrado ya sus puertas. Era el tiempo ideal para que los lobos salieran de sus madrigueras, al menos los que aún quedaban en ellas. Y los routiers..., ésta sí era su estación, ideal para las incursiones rápidas y los ataques, ricos botines en los últimos trenes de carretera del invierno. El hombre se encogió de hombros bajo el abrigo. Ésta sería su último viaje a la costa, al menos durante un mes, a no ser que aquella cabra loca de Serjeantson intentara un rápido ida y vuelta con su gloriosa Fowler de triple compresión. En ese caso, La Margaret saldría de nuevo, porque Strange e Hijos eran quienes hacían siempre la última salida a la Costa. Como siempre había sido y como siempre sería...
Presión, ciento cincuenta libras por pulgada. El conductor colgó la lámpara en el saliente de la chimenea, subió de nuevo a la plataforma, comprobó que la marcha estuviera en punto muerto, abrió las espitas de los cilindros y, poco a poco, fue moviendo el regulador. La Lady Margaret despertó: los pistones golpearon fuertemente mientras se deslizaban dentro de sus guías. Los gases salieron despedidos contra el bajo techo, retumbando como truenos. El vapor se arremolinó hacia atrás y el humo, denso y lleno de cenizas, se pegó a la garganta. El conductor simuló una sonrisa, gris y malhumorada. La ceremonia de encendido formaba ya parte de él, quemaba su mente. Comprobar marchas, espitas de cilindros, regulador... Sólo había fallado una vez: años atrás, cuando aún era un muchacho, había encendido una Roby de cuatro caballos con las espitas cerradas, y había dejado que el agua condensada delante del pistón desfondara el cilindro. Su corazón saltó en mil pedazos al oír la rotura del hierro; pero aún así el viejo Eli no dudó ni un instante en tomar su cinturón claveteado y golpearle con él hasta que creyó que iba a morir.
Cerró las llaves, movió el cambio desde marcha atrás a directa total, y abrió el regulador de nuevo. El viejo Dickon, el encargado de zona, se había materializado entre las tinieblas del cobertizo; apoyó su espalda contra las pesadas puertas mientras La Margaret, lanzando vapor a chorro, salía atronadora al aire libre, situándose a la cabeza de su tren. Dickon, sin abrigo pese al frío, colocó el enganche sobre la barra de tracción de la Lady Margaret y ajustó los seguros en posición. Tres vagones de carga y el ténder del agua: por una vez, el transporte era ligero. El encargado de zona se quedó de pie delante de la Lady Margaret, con las manos en las caderas. Llevaba unos pantalones oscuros y una camisa roñosa sobre cuyo cuello se rizaban los mechones de su canoso pelo.
—Sería mejor que me dejase ir con usted, maese Jesse...
Jesse agitó sombrío la cabeza, con la mandíbula firmemente apretada. Ya habían pasado anteriormente por aquello. Su padre nunca había permitido que hubiera demasiados trabajadores: había hecho rendir duramente a sus pocos hombres por el salario que les pagaba, y por Dios que les había extraído un buen beneficio. Aunque en el ánimo de todos flotaba la pregunta de cuánto tiempo iba a durar esa situación, dada la cada día más rígida e intransigente actitud del Gremio de Mecánicos... Eli había permanecido en la carretera hasta pocos días antes de su muerte; incluso Jesse había conducido para él no hacía ni una semana, llevando a La Margaret por los pueblos de la colina encima de Bridport para recoger la sarga y la lana peinada de los cardadores de la zona: parte de la carga que ahora salía con destino a Poole. No existía el descanso para el viejo Strange, y su muerte había significado una merma importante para la firma; no había motivos para tomar nuevos conductores ahora que el fin de la temporada estaba a pocos días vista.
Jesse tomó a Dickon por el hombro.
—No podemos pasarnos sin ti, Dick. Ve corriendo a ver si mi madre está bien. Esto es lo que él hubiera querido. —Hizo una breve mueca—. Si todavía no soy capaz de llevar La Margaret solo, ya va siendo tiempo de que aprenda.
Caminó al lado del tren, tirando de las cuerdas que sujetaban las lonas. El ténder y los números uno y dos estaban en perfecto estado, con todo bien sujeto. No era necesario revisar la carga de cola; él mismo la había preparado el día anterior, y se había pasado sus buenas horas en ello. Lo comprobó todo como siempre, verificó que las luces de cola y la lámpara del número de matrícula estuvieran encendidas antes de tomar el manifiesto de carga de manos de Dickon. Subió de nuevo a la plataforma, y se enfundó los pesados guantes de conducir con las palmas cubiertas de piel.
El encargado le observaba impasible.
—Cuidado con los routiers. Esos bastardos normandos...
—Deja que sean ellos los que tomen cuidado —gruñó Jesse—. Yo me ocuparé del resto, Dickon. Espérame mañana.
—Vaya con Dios...
Jesse aflojó el regulador hacia delante y alzó el brazo mientras la rechoncha figura del otro hombre quedaba atrás. La Margaret, arrastrando su tren, resonó bajo el arco del portalón de salida y por entre las conocidas calles de Durnovaria.
Jesse tenía muchas cosas en las que ocupar su mente mientras conducía su carga por el interior del pueblo. Por un momento, los routiers se convirtieron en el menor de sus problemas. Ahora, con los recuerdos de aquel primer dolor intenso a punto de alejarse, se estaba empezando a dar cuenta de cuánto iban a echar todos de menos a Eli. La compañía era una carga demasiado pesada para que cayera sobre los hombros de uno sin previo aviso, y podían sobrevenir tiempos difíciles. Con la Iglesia apoyando abiertamente el clamor del Gremio en demanda de menos horas y más dinero, parecía como si las compañías de transporte tuvieran que volver a apretarse de nuevo los cinturones, aunque Dios era testigo de que los márgenes de beneficio eran ya demasiado pequeños. Y había rumores acerca de más restricciones sobre los trenes de carretera: un máximo de seis vagones, por ahora, más un carruaje extra para el agua. Las razones dadas habían sido la creciente congestión alrededor de las grandes poblaciones. Eso, y el estado de las carreteras. Pero, se preguntó amargamente Jesse, ¿qué más podía esperarse, cuando la mitad de los impuestos recogidos en el país eran destinados a comprar barras de oro para sus iglesias? De todos modos, quizá eso no fuera más que el inicio de un nuevo retroceso en el mundo del comercio, como el protagonizado hacía un par de siglos por Gisevio. El recuerdo de aquello aún permanecía vivo, al menos en el oeste. La economía de Inglaterra estaba por el momento equilibrada, por primera vez en muchos años; la estabilidad significaba bienestar económico y reservas de oro. Y ese oro, apilado en cualquier parte que no fueran los casi legendarios cofres del Vaticano, significaba peligro...
Meses atrás, Eli, maldiciendo los infiernos, había dejado clara su postura acerca de los nuevos reglamentos. Había modificado doce vagones de carga para que pudieran llevar cincuenta galones de agua en un tanque galvanizado detrás de la barra de enganche. Los tanques casi no ocupaban espacio y dejaban el resto de la superficie libre para la carga, y esto tenía que ser más que suficiente para satisfacer la dignidad del sheriff. Jesse podía imaginarse al viejo diablo desternillándose ante su victoria: la única pena era que no había vivido para verla. Sus pensamientos no dejaban de dirigirse hacia su padre, con tanta ineludibilidad como el ataúd había descendido bajo tierra. Recordó su última visión de él, la grisácea y cerúlea nariz asomando por encima de los adornos del féretro mientras los visitantes, entre ellos los conductores de Eli, desfilaban por la sala de recepciones de la casa vieja. La muerte no había suavizado los rasgos de Eli Strange; había asolado su rostro, pero había respetado su fuerza, como el flanco de una colina asediada.
Era curioso que, cuando uno conducía, pareciera tener más tiempo para pensar. Incluso cuando conducía solo, teniendo que controlar el nivel de la caldera, la cantidad de vapor, el fuego... Las manos de Jesse estaban acostumbradas a captar las vibraciones del volante, a ir acumulando las tensiones repetidas que se iban produciendo durante un viaje largo y que terminaban haciéndose ostensibles en forma de un dolor punzante en hombros y espalda. Sólo que éste no era un viaje largo: veinte o veintidós millas en dirección a Wool, pasando por Great Heath, hasta Poole. Un viaje fácil para La Lady Margaret y también una carga fácil: treinta toneladas a sus espaldas, y un camino llano durante la mayor parte del trayecto. La locomotora sólo tenía dos marchas; Jesse había empezado con la larga, y así pensaba continuar. La potencia nominal de La Margaret era de diez caballos, pero eso era de acuerdo con el sistema antiguo, según el cual un caballo de potencia se estimaba igual a diez pulgadas circulares del área del pistón. En realidad, aquel motor Burrell daría setenta u ochenta caballos al freno: más que suficientes para arrastrar una carga rodante de ciento treinta toneladas. Recordó que el viejo Eli tiró de un tren igual de pesado años atrás en una apuesta, y ganó...
Jesse comprobó casi de forma automática el nivel de la presión. Diez libras por debajo del máximo. Así iría bien por un rato: podía alimentar el fuego en plena marcha, ya lo había hecho muchas veces anteriormente, pero todavía no había necesidad.
Llegó al primer cruce, observó a izquierda y derecha, y giró el volante mientras miraba hacia atrás para comprobar que cada vagón del tren girara suavemente en el mismo punto. Muy bien: a Eli le hubiera gustado ese giro. El furgón de cola se saldría bastante del eje central de la calzada, pero eso no le preocupaba: las luces estaban encendidas, y cualquier conductor incapaz de ver a La Margaret y la carga se merecería el golpe que iba a recibir: cuarenta y tantas toneladas cortándole atronadoramente el paso. Mala suerte para los pobres coches mariposa que se le acercaran demasiado.
Jesse sentía todo el desprecio del mundo hacia las máquinas de combustión interna, aunque había seguido las discusiones a favor y en contra con genuino interés. Quizá algún día la propulsión a gasolina llegase a contar algo, y demás había aquel otro sistema, ¿cómo lo llamaban?, ah, sí, diesel... Pero antes la Iglesia tendría que alzar su mano. La Bula Pontificia de 1910, Petroleum Veto, había limitado la capacidad de los motores de combustión interna a 150 centímetros cúbicos, y desde entonces los transportistas no habían tenido una competencia real. Los vehículos de gasolina se habían visto obligados a adaptarse al uso de una especie de velas para poder avanzar un poco más aprisa; en cuanto al transporte de carga..., podía decirse que era una broma curiosamente pesada.
¡Madre de Dios Santísima, qué frío hacía! Jesse se encogió dentro de su chaqueta. La Lady Margaret no llevaba ninguna pantalla paravientos; muchas de las otras máquinas a vapor ya las habían instalado, incluso existían una o dos en la flotilla de Strange, pero Eli había jurado que aquél no sería el caso con la Margaret, absolutamente no... La locomotora era una obra de arte, perfecta en sí misma, tal y como sus constructores la habían creado, y así seguiría. El viejo casi había enfermado ante la idea de adornarla con chucherías. La haría parecerse a una de esas máquinas del ferrocarril que Eli tanto despreciaba. Jesse entrecerró los ojos, obligándoles a mirar contra la cortante fuerza del viento. Bajó la vista hacia el tacómetro: ciento cincuenta vueltas, quince millas por hora. Su enguantada mano tiró de la palanca del cambio: diez era el límite de velocidad fijado por la ley de la región en el interior de los pueblos, y Jesse no tenía ninguna intención de ser multado por excederlo. La compañía de Strange siempre había estado en buenas relaciones con los guardias y los sargentos de policía; esto formaba, en cierto modo, parte de su éxito...
Al entrar en la larga High Street redujo de nuevo, La Margaret se resistió y lanzó un frustrado tronar cuyo eco retumbó contra las fachadas de los grises edificios de piedra. Jesse captó a través de las suelas de sus botas las retardadas sacudidas de las barras de enganche e hizo girar el volante del freno con rapidez; que un enganche se soltara era la peor cosa que podía ocurrirle a un conductor. Los reflectores situados tras las llamas de las lámparas de cola aumentaron su intensidad, brillando brevemente con más fuerza. Los frenos se agarraron a las ruedas, los compensadores tiraron primero del furgón de cola, estirando los vagones. Aflojó otro punto la palanca de descarga y el vapor condensado en los pistones dio cuenta de la velocidad de la Margaret. Allá delante, las luces de gas del centro del pueblo se mantenían firmes en sus altos pilones, y al fondo se vislumbraban la muralla y la Puerta Este.
El sargento de servicio saludó con su alabarda e hizo Signo a la Burrell de que pasara. Jesse empujó la palanca y apartó los frenos de las ruedas: demasiada tensión en las zapatas y podía producirse un fuego en algún punto del tren; eso, por supuesto, sería terrible, ya que en esta ocasión la mayor parte de la carga era inflamable.
Revisó mentalmente el manifiesto de carga. La Margaret llevaba apiladas un buen número de balas de sarga, que ocupaban la mayor parte del espacio de carga. Las lanas inglesas eran famosas en todo el Continente, y de igual modo los cardadores de sarga formaban parte de los grupos industriales más poderosos del sudoeste. Sus talleres y almacenes salpicaban las poblaciones en millas a la redonda, y el monopolio del negocio había ayudado a Eli a mantenerse a distancia de sus rivales. También estaban las sedas teñidas de Anthony Harcourt en Mells, cuyas prendas de vestir, especialmente las camisas, eran buscadas incluso en París. Y las cajas de cerámica, producto de los ceramistas locales, Erasmus cox y Jed Roberts en Durnovaria, y Jeremiah Stringer en Martinstown. Dinero en metálico, bajo el sello del teniente del condado: los últimos impuestos del año, camino de Roma. Y componentes de maquinaria, quesos de calidad superior, y toda clase de otros artículos sueltos: pipas de barro, botones de asta, cintas y encajes, incluso un cargamento de Vírgenes de madera de cerezo de aquella firma de Beaminster financiada por el capital del Nuevo Mundo, ¿cómo se llamaba, Calma del Espíritu S.A.?... Los tejidos de lana y la lana peinada encima del depósito del agua y en el vagón número uno, las cerámicas y el resto de la carga en el número dos. La carga de cola no necesitaba ningún tipo de atención: se cuidaba a sí misma.
Allá delante apareció la Puerta Este y la oscura masa de la muralla. Jesse disminuyó la velocidad. De hecho, no era necesario; los coches mariposa que aún desafiaban a los elementos en aquella desapacible noche va se habían detenido a un lado, avisados del peligro por las señales de los alabarderos. La Margaret silbó, dejando atrás una nube de vapor que se mantuvo flotando, brillante en medio del cielo nocturno. Pasó por entre los terraplenes en dirección a los matorrales y colinas.
Jesse se agachó e hizo girar el control de la válvula del inyector. El agua, precalentada por el paso a través de una extensión de la caja de humos, entró a presión en la caldera. La máquina aceleró. Durnovaria desapareció a sus espaldas, perdida en la oscuridad; la noche caía con rapidez. El terreno, tanto a su izquierda como a su derecha, era oscuro e impersonal; ante él sólo estaba el constante y casi invisible girar del cigüeñal y el estruendo de la máquina. El transportista hizo una mueca, excitado por el hecho físico de la conducción. Las llamaradas que escapaban por entre las rendijas de la puerta del hogar ponían en evidencia su amplia y dura mandíbula y la profunda mirada de aquellos ojos enmarcados por unas cejas casi rectas y densamente negras. Dejemos que el viejo Serjeantson intente colar un último viaje, pensó Jesse. La Margaret alcanzaría a su Fowler allá donde estuviese, en las colinas o en la llanura, y Eli se agitaría satisfecho en su recién cavada tumba...
La Lady Margaret Una escena surgió de forma involuntaria en la mente de Jesse. Se vio a sí mismo cuando era todavía un niño, con la voz aún a medio formar. ¿Cuánto tiempo debía hacer de aquello, ocho o diez años? Los años tenían una forma sutil y apenas perceptible de amontonarse; así era como los hombres jóvenes envejecían casi sin darse cuenta. Recordaba la mañana en que vio llegar por primera vez a La Margaret. Había aparecido resoplando desenfrenada a través de Durnovaria desde los talleres de Burrell en la lejana Thetford, la pintura brillante, el silbato a todo pulmón, los metales reluciendo al sol: toda una locomotora de compresión de diez caballos de vapor, teóricos, de potencia, con un sinfín de detalles especificados, desde la decoración del volante hasta las cadenas de descarga estática. Sobrecalentador, recolector de barro, cargador mecánico de agua; Eli había conseguido a la perfección lo que había solicitado, uno de los mejores generadores de vapor en todo el oeste. Él mismo la trajo, realizando el difícil viaje a través de los muchos condados de Norfolk; a ninguna otra persona le habría confiado la tarea de traer hasta la central al orgullo de su flota. Desde entonces se había convertido en su máquina. Y si aquel viejo pedazo de granito que se hacía llamar Eli Strange había llegado a amar alguna vez a alguien o a algo en este mundo, sin lugar a dudas había sido a la inmensa Burrell.
Jesse había estado allí para recibirla, al igual que su hermano Tim y los otros: James y Micah, ambos muertos hacía ya tiempo —que Dios hubiera acogido sus almas— a consecuencia de la epidemia que atacó Bristol por aquella época. Recordaba cómo su padre había descendido de la plataforma del maquinista y se había quedado contemplando la locomotora que seguía echando vapor, como si se tratara de algo vivo e inmóvil. El nombre de la firma va había sido pintado, y las letras relucían en sus costados, Pero la Burrell aún no tenía un nombre propio.
—¿Y cómo la vas a llamar, eh? —había exclamado su madre, alzando la voz por encima del ruido del ralentí; y Eli se había rascado la cabeza mientras, con el rostro ligeramente congestionado, respondía:
—¡Qué me aspen si tengo la más mínima idea! —Ya habían pensado en nombres tales como Atronadora y Apocalipsis y Oberón y Original Ballard y también La Fuerza del Oeste; todos ellos eran nombres altisonantes, correctos para las máquinas que los llevaban, pero—: ¡Qué me aspen si tengo la más mínima idea! —dijo el viejo Eli mostrando los dientes; y Jesse alzó la voz sin su permiso, y dijo con una desafinada voz juvenil:
—Lady Margaret, señor... Lady Margaret.
Era una mala cosa hablar sin ser preguntado. Eli le miró con enojo, se quitó la gorra, se rascó de nuevo la cabeza, y rompió en una carcajada que parecía más un rugido que una risa.
—Me gusta..., ¡qué me zurzan si no me gusta! —Y desde aquel momento se había convertido en Lady Margaret, por encima de las protestas de sus conductores, e incluso por encima de la cabeza del viejo Dickon, que decía que «traía un montón de mala suerte» llamar a una locomotora como «una puñetera mujer»... Jesse recordaba que sus orejas habían ardido hasta quemarle, no sabía si de orgullo o de vergüenza. Luego deseó que le cambiaran el nombre más de mil veces, pero éste era el que le había quedado. A Eli le gustaba; y a nadie se le hubiera ocurrido llevarle la contraria al viejo Strange, no al menos mientras estaba en plena fortaleza física.
Y así, un día, Eli murió. Sin previo aviso: sólo la tos, las manos aferrando los brazos de su silla, y una cara que de repente va no era la cara de su padre y tenía la mirada fija en ningún sitio. Una rápida y oscura hemorragia interna, los pulmones debatiéndose entre las bocanadas de sangre y un soplo de aire fresco; y un hombre de color grisáceo tendido en su cama, una lámpara encendida, el sacerdote asistiéndole en sus últimos momentos, y la madre de Jesse observando la escena con una expresión vacía y desesperanzada. El reverendo Thomas había sido duro y falto de comprensión; reprobaba la actitud del viejo pecador. El viento susurraba en torno a la casa, trayendo un frío helado, mientras los labios del sacerdote absolvían y bendecían mecánicamente..., pero aquella escena no simbolizaba la muerte. Una muerte era algo más que un final; era como tirar del hilo de un paño profusamente bordado. Eli había sido una parte de la vida de Jesse, una parte tan importante como su habitación bajo el alero de la vieja casa. La muerte interrumpió el proceso de la memoria, viejos acordes canturreados que quizá fuera mejor dejar donde estaban. Le costó tan poco a Jesse ver a su padre inmóvil, el rostro áspero, las manos curtidas, el grasiento rostro de transportista hundido hasta los ojos, la bufanda anudada, con los extremos enganchados entre los tirantes, el capote, y los viejos y gruesos pantalones de trabajo de pana. Era aquí donde lo echaba de menos, entre los ruidos y la oscuridad, con el caliente olor del aceite y el humo que brotaba por la alta chimenea y que hacía arder los ojos. Era así como había intuido que sería. Quizá era esto lo que había deseado secretamente.
Era hora de alimentar a la bestia. Jesse echó un rápido vistazo a la carretera que se extendía ante él. La máquina mantendría su rumbo, la dirección a tornillo sin fin era segura. Abrió las puertas del hogar y cogió la pala. Avivó el fuego rápida y eficientemente, manteniendo el máximo de calor. Cerró las puertas y se alzó de nuevo. El sostenido retumbar de la locomotora formaba parte de él, estaba en su sangre. El calor golpeaba con dureza el metal de la plataforma y ascendía luego por sus botas: el cálido aliento que respiraba el hogar era lanzado rítmicamente contra su rostro. Era como retrasar el lento roer del frío y el hielo dentro de sus huesos.
Jesse había nacido en una antigua casa en los alrededores de Durnovaria, justo después de que su padre empezara allí su negocio con un par de máquinas de arar, una trilladora y un tractor Aveling & Porter. Era el tercero de cuatro hermanos, de modo que nunca había esperado seriamente llegar a poseer la fortuna de Strange e Hijos. Pero los caminos del Señor eran tan inescrutables como las colinas: dos de los hijos de Strange habían ido al seno de Abraham, y, hora le había tocado el turno al mismo Eli... Jesse recordó los largos veranos transcurridos en casa, veranos en los que los cobertizos de las máquinas hervían de calor y olían a, vapor y aceite. Había pasado buenos días allí, observando cómo los trenes iban y venían, ayudando a descargar en las escaleras del almacén, trepando por encima de las interminables montañas de cajas y balas. En aquel lugar también había olores: una gran variedad de frutos secos en sus cajas, albaricoques, higos y pasas; el dulzor del pino fresco y los abetos, la fragancia del cedro, el áspero aroma de los rollos de tabaco curados al ron, champán y oporto para el comercio de lujo, coñac, encajes franceses, mandarinas y piñas, caucho y salitre, yute y cáñamo...
A veces rogaba que le llevaran a dar una vuelta en la locomotora, hasta Poole o Bourne Mouth, pasando por Bridport, Wey Mouth, o hacia el oeste hasta Isca y Lindinis. Una vez fue hasta Londinium, y de nuevo al nordeste hacia Camulodunum. Las Burrells, las Claytons y las Fodens tragaban las millas como si nada; era divertido sentarse en el furgón de cola de uno de aquellos viejos trenes, con la locomotora a media milla de distancia, o al menos eso parecía, silbando y arrojando vapor. Jesse deseaba con ansia llegar para pagar los derechos de viaje y ayudar a cerrar los portalones con sus largas barras pintadas a rayas blancas y rojas. Recordaba el retumbar de las muchas ruedas, la densa nube de polvo que se levantaba en los mil veces surcados caminos de entrada y salida. El polvo se depositaba en todos los rincones y hacía que las carreteras parecieran cicatrices blancas que cruzaban el país. Ocasionalmente había pasado alguna noche fuera de casa, acurrucado en cualquier rincón de una taberna mientras su padre se emborrachaba. A veces Eli se ponía de malhumor y pegaba a Jesse hasta que se iba a la cama; en otras ocasiones le abría su corazón y se sentaba a contarle historias de cuando él era niño, de cuando las locomotoras tenían los ejes delante de la caldera y caballos para ayudar en las maniobras. Jesse había sido guardafrenos a los ocho años, y conductor a los diez para algunos de los trayectos más cortos. Fue una mala jugada cuando lo mandaron a la escuela.
Se preguntaba qué era lo que había pasado por la mente de Eli.
—Debes aprender un poco de esa maldita educación —era todo lo que el viejo había sabido decirle, poniendo énfasis en sus palabras—. Eso es lo que cuenta, muchacho...
Jesse recordaba cómo se sintió; cómo había vagabundeado por los huertos de frutales de detrás de la casa, contemplando las ciruelas que colgaban gruesas de los viejos, retorcidos y ásperos árboles, como si esperaran ser trepados. Las manzanas blamley, lane y haley; las peras commodore colgando como bombas de piel áspera de las ramas, suavizadas por la luz del sol de setiembre. En otras ocasiones Jesse había ayudado a recoger la cosecha, pero este año no, ya no. Sus hermanos habían aprendido a leer, a escribir y a hacer números en la pequeña escuela del pueblo, y eso era todo; pero Jesse había ido a Sherborne, y se quedó en el campus para estudiar en la universidad. Había trabajado con ahínco en ciencias y letras, y lo había hecho bien; sólo que algo había ido mal. Tuvieron que pasar varios años antes de que se diese cuenta de que sus manos echaban de menos el tacto del acero engrasado y de que su nariz necesitaba la fragancia del vapor. Había hecho el equipaje y había vuelto a casa, y había empezado a trabajar como cualquier otro transportista, y Eli no había dicho ni una sola palabra: ni un elogio, ni una condena. Jesse agitó la cabeza. En el fondo, siempre había sabido, sin el menor género de dudas, lo que quería hacer. En lo más profundo de su corazón él era un transportista: como Tim, como Dickon, como el viejo Eli. Eso era todo, y tendría que ser suficiente.
La Margaret llegó a lo alto de una empinada cuesta y retumbó en dirección a una pendiente. Jesse lanzó una mirada al largo indicador de vidrio que se hallaba al lado de su rodilla, y el instinto, más que la vista, le hizo abrir los inyectores, dejando pasar el agua de la válvula al interior de la caldera. La locomotora tenía un chasis largo, lo cual significaba precaución al bajar las colinas. Demasiada poca agua en el cilindro, y la inclinación hacia delante de la caldera dejaría al descubierto la corona del hogar y derretiría el tapón fusible. Todas las máquinas a vapor llevaban Piezas de repuesto, pero ésa era una tarea que prefería evitar. Significaba apagar el fuego, introducirse en un hogar tremendamente caliente, y una interminable lucha en la oscuridad contra las piezas situadas sobre su cabeza. Jesse, como cualquier novato, había quemado su cupo de fusibles; y esto le había enseñado a mantener siempre la corona del hogar cubierta por el agua. Por otro lado, el caso contrario, un nivel demasiado alto, significaba que el agua alcanzaría las salidas del vapor, bajando por los laterales de la caldera como un nube hirviendo. Eso también le había ocurrido.
Giró la válvula, y el silbido de los inyectores cesó. La Margaret avanzó con un ruido sordo por la pendiente, aumentando poco a poco su velocidad. Jesse tiró de la palanca de cambio y accionó los frenos para retener el tren; oyó el desacompasado traqueteo a medida que la locomotora empezaba a acusar la creciente inclinación, y le volvió a dar vapor. Con luz o sin ella, conocía cada palmo de la carretera; un buen conductor debía conocerlo.
Un solitario destello ante él le indicó que se acercaba a Wool. La Margaret lanzó un grito de aviso al pueblo, retumbando por entre casas y cabañas. Ahora, un recorrido directo a través de los páramos hasta Poole. Una hora para llegar a las puertas del pueblo, y digamos otra hora para bajar hasta el muelle. Todo eso si las retenciones del tráfico no eran demasiado intensas... Jesse se frotó las manos y hundió la cabeza en el cuello del abrigo. El frío empezaba a calarle hasta los huesos.
Miró a ambos lados de la carretera. Era noche cerrada, y ya había dejado atrás el Gran páramo. A lo lejos vio, o al menos creyó ver, el resplandor de un fuego fatuo atormentando algún hediondo pantano. Un viento helado gimió desde el vacío. Jesse escuchaba el rítmico y continuado traqueteo de la Burrell y tal como antes solía sucederle, la imagen de una embarcación acudió a su mente. La Lady Margaret, una mancha de luz y calor forjada con desechos y desperdicios, parecía un barco cruzando un vasto y hostil océano.
Éste era el siglo XX, la era de la razón; pero los páramos todavía albergaban gran cantidad de temores supersticiosos: refugio de lobos y brujas, de espíritus y hadas, y de los routiers... Jesse encajó los dientes. «Bastardos normandos», los había llamado Dickon. No podía existir una descripción más precisa. Cierto que ellos proclamaban descender de los normandos; pero en esta Inglaterra Católica, más de mil años después de la Conquista, las sangres normandas, sajonas y las nativas celtas se habían mezclado irremediable mente. Las distinciones que pudieran existir eran más o menos arbitrarias, reintroducidas de acuerdo con las teorías raciales de Gisevio el Grande hacía un par de siglos. La mayoría de la gente poseía al menos un mínimo conocimiento lingüístico de los cinco idiomas del país: el francés normando de las clases dirigentes, el latín de la Iglesia, el inglés moderno del comercio y la industria, el anticuado inglés medio, y el celta de los palurdos. Existían otros idiomas, desde luego: el gaélico, el córnico y el galés, todos ellos por la Iglesia y mantenidos vivos aun después de utilización hubiera caído en desuso. Pero era bueno dividir el país en partes, estableciendo barreras idiomáticas y de clase. «Divide y vencerás», había sido la política de oficiosa al menos, durante mucho tiempo.
Los mismos routiers se veían rodeados de un halo de leyenda. Siempre habían existido pandillas de forajidos en el sudoeste, y posiblemente siempre existirían: atracaban, y asaltaban los trenes de carretera. Generalmente, pero no de forma invariable, llegaban hasta el asesinato. Algunos años los transportistas sufrían más que otros; Jesse recordar aún a La Lady Margaret avanzando con dificultad hasta casa una noche oscura, con el maquinista muerto por la flecha de una ballesta, medio tren en llamas, y el jurando venganza y destrucción. Cuadrillas procedentes de lugares tan lejanos como Sorviodunum batieron días, pero fue inútil. La pandilla se había vuelto a casa, y si la teoría de Eli era correcta sus miembros se habían convertido de nuevo en nada: los rumores acerca de las fortalezas de los bandidos eran simplemente eso, rumores.
Jesse alimentó de nuevo el hogar mientras temblaba de frío dentro de su abrigo. La Margaret no llevaba armas; en teoría, no se luchaba contra los routiers en caso de que aparecieran; no si uno quería vivir para contarlo; al menos, no a través de métodos convencionales. Eli había desarrollado sus propias ideas acerca de este tema, aunque no había vivido lo suficiente para verlas llevadas a la práctica. Jesse encajó de nuevo los dientes. Si venían, no podría hacer nada por impedirles que saquearan el tren, pero todo lo que se llevaran de la compañía Strange tendrían que quedárselo, y que les aprovechara. El negocio no había sido construido sobre una base flexible; en esta Inglaterra, el transporte no era un negocio para los débiles.
Más o menos una milla más adelante un riachuelo, un afluente del Frome, cruzaba la carretera. En este recorrido, los transportistas acostumbraban a parar aquí para llenar los depósitos de agua. No había pozos en los páramos, el coste de construirlos sería prohibitivo, Si el agua estuviera depositada en charcas se volvería salobre y maloliente, poco segura para las calderas; los arroyos deberían ser canalizados con cemento, y una tarea como esa se llevaría los beneficios de medio año a cualquiera que la intentara. La fabricación de cemento estaba rígidamente controlada por Roma, su precio era prohibitivo. La prohibición era deliberada, desde luego: el material resultaba demasiado útil para la rápida construcción de plazas fuertes, En el transcurso de los años se habían producido suficientes revueltas en el país como para enseñar una lección de precaución incluso a los Papas.
Jesse miró hacia delante y vio un resplandor como de agua o hielo. Su mano fue automáticamente a la palanca de cambio y a los frenos del tren.
La Margaret se detuvo en la parte más alta de un pequeño puente. Las barandillas exhibían solemnes carteles de aviso acerca de «cargas pesadas», pero pocos eran los transportistas que les prestaban demasiada atención, al menos después de oscurecer. Bajó de un salto y desenganchó un extremo de la pesada manguera del lado de la caldera, y lo lanzó por encima del pretil del puente. El hielo se rompió con un golpe seco. Las bombas de succión empezaron a sorber ruidosamente el agua, mientras el vapor brotaba a profusión por los respiraderos. Unos minutos más tarde y el trabajo estaría hecho. La Margaret podría llegar a Poole e incluso más allá sin problemas; pero ningún transportista que se preciara se sentiría seguro a menos que sus depósitos de agua estuvieran rebosando hasta los topes. Especialmente después de anochecer, con la siempre omnipresente posibilidad de un ataque. La máquina de vapor estaba preparada para el caso de que se produjera una larga y dura batalla.
Jesse recogió la manguera y sacó las lámparas de carretera del ténder. Cogió cuatro, una para cada lado de la caldera y dos para el eje delantero. Las colgó en su sitio, girando las válvulas para dejar paso al carburo y alzando los cristales delanteros para poder oler el acetileno. De la parte frontal y lateral de las lámparas brotaron unos haces de luz blancos y cristalinos, que hicieron chispear las placas de hielo que se formaban sobre la carretera. Jesse se estremeció de nuevo. El frío era intenso; intuyó que debían estar a varios grados bajo cero, y lo peor de la noche aún no había llegado. Ésta era la parte del viaje donde uno se imaginaba al frío como un enemigo personal. Se te aferraba a la garganta y te hundía sus heladas garras en la espalda; era algo contra lo que se debía luchar sin descanso, con la cabeza y con el cuerpo. El frío podía aturdir a un hombre, congelarlo sobre la plataforma hasta que el fuego estuviera casi apagado y hubiera perdido y no va mucha presión pudiera realimentarlo para poder proseguir. Era algo que había ocurrido antes; más de un transportista había perdido la vida de este modo en la carretera, y seguro que volvería a ocurrir.
La Lady Margaret seguía rugiendo de modo constante, mientras el lamento del viento se extendía por todo el páramo.
En el lado de la tierra firme, las casas y las barracas de Poole se amontonaban sin orden ni concierto tras un foso y una recia muralla. A lo largo de las fortificaciones ardían antorchas; su luz era visible desde varias millas a través del desolado terreno. La Margaret siguió la hilera de chispeantes puntos y la rodeó con lentitud. Al acercarse a la Puerta Oeste, Jesse hizo girar el volante del freno y lanzó una maldición, Junto a la muralla, apenas visible a la luz de las antorchas, había una tremenda confusión de tráfico: Burrows, Avelings, Claytons, Fowlers, cada locomotora arrastrando un inmenso tren. Los agentes encargados de regular la circulación se habían escabullido; el vapor inundaba el aire, y aquella increíble multitud de máquinas originaba un apagado y constante estruendo. La Lady Margaret redujo su marcha, lanzando chorros de blancas nubes, como si fueran su propia respiración, en medio del tumulto, y se situó al lado de una Fowler de diez caballos que exhibía los colores de la Comerciantes Aventureros.
Jesse estaba a unos cincuenta metros de la puerta de entrada, y el embotellamiento parecía indicar que se tardaría una hora o más en ordenar todo aquello. El aire estaba lleno de estrépito; el ruido de las máquinas, los gritos de los conductores, el griterío de los alguaciles y vigilantes del pueblo. Grupos de Ángeles del Papa se metían por entre las gigantescas ruedas, entonando villancicos y alzando sus bandejas para recoger las limosnas. Jesse saludó a un policía de aspecto cansado. El sargento apoyó su alabarda, volvió la vista hacia La Lady Margaret y dijo con tono burlón:
—¿Otra vez la bendición del obispo Blaize, amigo?
Jesse gruñó afirmativamente; a su lado, la Fowler soltó una serie de ensordecedores pitidos.
—¡Míralo a ése! —bramó el policía—. ¿Qué llevas ahí arriba, que tienes tanta prisa?
El conductor de la Fowler una especie de hombrecillo insignificante envuelto en una bufanda y un capote, escupió una colilla por encima de la barandilla de la máquina.
—Marisco para Su Santidad —se mofó—. Van a incendiar Roma esta noche, y... —La historia del Papa Orlando cenando ostras mientras sus mercenarios saqueaban Florencia había pasado ya a la leyenda.
—Continúa así —dijo furioso el sargento—, y verás como te cierro las puertas en los morros. Te tendrás que quedar toda la noche en el páramo, y los routiers te hincarán el diente. Y ahora mueve de una vez ese montón de basura, muévelo te digo...
Se había abierto una brecha un poco más adelante; la Fowler rugió despectivamente y avanzó hacia ella. Jesse la siguió. Tras una eternidad de desvíos y pitidos consiguió pasar finalmente el embotellamiento y se halló guiando su tren por la larga calle principal de Poole.
Strange e Hijos mantenían un depósito de mercancías en el muelle, no lejos del viejo edificio de la aduana. La Margaret se encaminó hacia allá, avanzando lentamente por entre los montones de mercancías que se habían desbordado de las zonas de carga. Se veía mucho movimiento en los muelles, teniendo en cuenta que se hallaban a finales de temporada; Jesse pasó al lado de un carbonero escocés, de un gran cargador alemán, un francés, uno del Nuevo Mundo, un ex negrero a juzgar por su estilizada línea, un hermoso clíper sueco que aún no había recogido sus velas y un viejo vapor holandés, el Groningen, del que se sabía que todavía iba equipado con las anticuadas y curiosas calderas de mercurio. Depositó finalmente el tren en el almacén de la compañía con casi una hora de retraso.
La carga de vuelta ya estaba prácticamente lista; Jesse observó con satisfacción los vagones del fondo, entregó el manifiesto al agente de la compañía y se dirigió hacia el nuevo cargamento. Comprobó de nuevo que la carga de cola estuviera bien asegurada en su vagón, aumentó la presión y se dirigió afuera. El frío le había calado los huesos, las ventanas de las fondas le tentaban con su promesa de calor, bebida y humeante comida, pero esta noche La Margaret no se quedaría en Poole. Eran casi las ocho cuando llegó a las murallas, y observó con agrado que el caos del tráfico había desaparecido. Las puertas le fueron abiertas reluctantemente por un sargento de agrias facciones; Jesse guió el tren a través de la carretera despejada. La luna estaba en lo alto, en mitad de un cielo claro; el frío era intenso.
Sería un largo camino hacia el sudoeste, pasada la parte alta del puerto de Poole en dirección al lugar donde la carretera de Wareham se desvía a la izquierda de la que conduce a Durnovaria. Jesse giró hacia la izquierda, luego puso a La Margaret a su velocidad máxima, cronometrando veinte millas por hora en la recta de la carretera. Entonces, en Wareham, la difícil curva al lado del cruce del ferrocarril; pasando por delante del Oso Negro con su monstruoso cartel tallado y por encima del estuario del Frome, que marcaba el límite norte de la isla de Purbeck. Después, de nuevo el páramo: Stoborough, Slepe, Middlebere, Norden, vacíos e inmensos, llenos de un viento que no dejaba de soplar. Finalmente un destello de luz pareció destacarse al frente, por encima de la carretera y a la derecha; La Margaret retumbó hacia Corvesgeat, el antiguo paso a través de las colinas de Purbeck. Sobre un montículo, enorme y dominando la carretera, se alzaba el gran castillo de Corfe, con las ventanas resplandeciendo como unos ojos llenos de luz. Eso significaba que el Señor de Purbeck se hallaba en su residencia, recibiendo a sus invitados navideños.
La máquina de vapor rodeó los altos flancos de la motte y prosiguió hacia el siguiente pueblo. Cruzó la plaza, con las ruedas y los pistones resonando en el clamor vacío de la parte frontal de la Hostería del Lebrel, subió de nuevo por la larga calle principal en dirección al lugar donde una vez más le aguardaba el páramo, llano y desolado, visitado tan sólo por el viento y las estrellas.
La carretera de Swanage. Jesse, adormecido e insensible por el frío, luchó contra la idea de que La Margaret atravesaba aquel vacío exhalando su aliento en la oscuridad como un espíritu maldito destinado a permanecer en un infierno congelado. Hubiera agradecido cualquier signo de vida, incluso los routiers; pero no había nada. Únicamente el interminable mordisco del viento y la oscuridad extendiéndose a cada lado de la carretera. Daba palmadas con sus enguantadas manos, pateaba la plataforma, y se volvía para ver la masa oscura de la carga oscilando en medio de la noche, con el débil reflejo de las lámparas de cola al final. Se sentía como un tremendo idiota, aunque hacía ya tiempo que había perdido la costumbre de decírselo a sí mismo en voz alta. Hubiera debido quedarse en Poole y partir apenas amaneciera; lo sabía más que suficiente. Pero esta noche tenía la extraña sensación de que no estaba conduciendo, sino que estaba siendo conducido.
Liberó un poco de agua a través del precalentador, alimentó el hogar, y abrió de nuevo la válvula. Un día reemplazarían estos quemadores de combustible sólido por otros de combustible líquido. Hacía años que existían ya unidades disponibles; pero la combustión de la gasolina era aún una teoría que se hallaba en el limbo, a la espera del veredicto papal. Era posible que se produjera una decisión el año próximo, o quizá el siguiente; o quizá simplemente no hubiera ninguna. Los caminos de la Madre Iglesia eran tortuosos, y no podían ser cuestionados por la chusma.
El viejo Eli se habría adaptado a las máquinas de gasolina y habría enviado al diablo a los curas, pero sus conductores y pilotos se habrían resistido a la excomunión que seguramente les hubiera supuesto aquello. Strange e Hijos había tenido que bajar la cabeza en esta ocasión, no por primera vez y tampoco por última. Jesse se descubrió pensando de nuevo en su padre mientras La Margaret se apresuraba subiendo una cuesta, de vuelta a las colinas. Era curioso, pero ahora tenía la sensación de que hubiera podido hablar con el viejo. Ahora hubiera podido contarle sus esperanzas, sus temores... Sólo que ahora ya era demasiado tarde, porque Eli estaba muerto y enterrado, con seis pies de sucia y pegajosa tierra sobre su pecho. ¿Era éste el modo en que funcionaban las cosas? ¿Sería que la gente siempre y hablar cuando va tenía la sensación de que podía hablar, era demasiado tarde?
Pasó por delante del cercado del gran depósito de material para la construcción en las afueras de Long Tun Matravers. Los montones de piedras alineadas, vagamente visibles a la luz de las lámparas de la máquina de vapor, rompían por fin el mortal vacío del páramo. Jesse lanzó un pitido de aviso; la voz de la Burrell, triste e inmensa, se paseó por encima de los techos de las casas. El lugar estaba desierto como un pueblo fantasma. A la derecha, el albergue de la Cabeza del Rey mostraba unas débiles luces; el cartel que lo anunciaba crujía aparatosamente, mecido por el viento. Las ruedas de La Margaret resonaron sobre los guijarros del camino, resbalaron... Jesse accionó los frenos y cerró de golpe la palanca del cambio para cortar la alimentación a los pistones. Se había formado una espesa capa de hielo en aquella zona, y en algunos lugares la carretera parecía cristal. En la cima de la colina, al entrar en Swanage, bloqueó el diferencial. La locomotora se afianzó y pareció agarrarse un poco más al suelo, como buscando un mejor terreno. El viento volvió al ataque, alzando una nube de cristales de nieve sobre las linternas.
Los tejados del pequeño pueblo parecían agruparse bajo un manto de escarcha. Jesse lanzó otro pitido, y el sonido retumbó descomunal entre las casas. Un grupo de niños apareció de algún sitio, y todos empezaron a correr y a gritar al lado del tren. A pocos metros había un cruce, y unas lámparas amarillas colgaban sobre la puerta del hotel George. Jesse dirigió la locomotora hacia la arcada de acceso al patio. La chimenea de la locomotora rozó la parte superior de la arcada. Era aquí donde se necesitaba un ayudante: el vapor que la Burrell dejaba tras de sí le impedía la visión. Los niños habían desaparecido. Inyectó lentamente vapor a los pistones. El sonido era infernal bajo la arcada, pero la locomotora emergió casi de inmediato al patio, que había sido agrandado unos años antes para dar cabida a los trenes de carretera: Jesse se situó entre una Garret y una Clayton & Shuttleworth de seis caballos, puso la palanca del cambio en punto muerto y cerró el regulador. El ruido cesó al fin.
El transportista se frotó la cara y se estiró. Los hombros de su abrigo estaban cubiertos de escarcha; se los sacudió y bajó rígidamente de la plataforma, colocando los topes bajo las ruedas de la máquina y apagando las lámparas. El patio del hotel estaba desierto, y el viento soplaba con fuerza en los alrededores; Jesse se detuvo un instante y oyó como la caldera de la locomotora se agitaba suavemente. Se acercó de nuevo y extrajo el exceso de vapor, cubrió el fuego con ceniza y cerró los reguladores de tiro, se subió al eje delantero y colocó un cubo invertido a modo de tapadera sobre la chimenea. La Margaret estaría protegida durante la noche. Se dio la vuelta y observó el calor que todavía desprendía, el leve resplandor de la luz que surgía entre los respiraderos del hogar. Tomó su mochila de la cabina y se encaminó al hotel para registrarse.
Le mostraron su habitación y le dejaron solo. Fue al baño, se lavó la cara y las manos y salió del hotel. Unos cuantos metros calle abajo, las ventanas de un bar brillaban con una luz rojiza que se distinguía a través de las cortinas echadas. El letrero decía que era el Mesón de la Sirena. Recorrió el callejón que corría paralelo al lado del bar. La sala del fondo estaba llena de gente hablando y el aire repleto de humo de tabaco. La Sirena era un bar de transportistas: Jesse vio a media docena de conocidos, Tom Skinner de Powerstock, Jeff Holroyd de Wey Mouth, y dos de los chicos del viejo Serjeanston, entre otros. En la carretera las noticias viajan rápido; todos se agruparon en torno a él, hablando al mismo tiempo. Murmuró sus respuestas mientras se abría camino hacia la barra. Sí, su padre había sufrido una hemorragia repentina; no, no había sobrevivido mucho tiempo después de ella. A las cinco de la tarde del día siguiente... Se desabrochó el abrigo para tomar la cartera, llamó al camarero, recogió la pinta de cerveza y el whisky doble. Un atizador calentado al rojo hundido unos momentos en la jarra había calentado la cerveza; una espuma cremosa se desbordaba por los lados. El alcohol quemó la garganta de Jesse y le hizo lagrimear Acababa de llegar de la carretera; los otros le hicieron sitio y se acuclilló, con las rodillas separadas, delante del fuego. Bebió la cerveza a grandes sorbos, notando que el calor le invadía los muslos y las caderas y ascendía hasta el estómago. De algún modo, su mente todavía podía oír el ruido de la Burrell, la vibración de las ruedas aún hormigueaba en sus dedos. Y a habría tiempo más tarde para hablar y preguntar, antes era necesario recobrar el calor. Un hombre necesitaba siempre el calor.
Ella se las arregló para, de alguna forma, situarse a su espalda, y hablarle antes de que él se diera cuenta de que estaba allí. Dejó de frotarse las manos y se levantó con torpeza, muy consciente de cuál era su peso y su envergadura.
—Hola, Jesse...
¿Lo sabría ella? Siempre le asaltaba el mismo pensamiento. Durante todos aquellos años, desde que había bautizado a la Burrell; por aquel entonces ella era sólo una jovencita desgarbada, toda ojos y piernas, pero era la Lady a la que él había querido referirse. Había sido el fantasma que le había perseguido en aquellas cálidas noches adolescentes, paseando su perfume entre los perfumes de las flores del jardín. Y cuando Eli aceptó aquella monstruosa apuesta fue él quien llevó la máquina de vapor, y se sentó y lloró como un tonto porque cuando la Burrell estaba luchando contra aquella última cuesta no sólo perdía las cincuenta guineas de oro para su padre sino que también perdía la gloria para Margaret. Pero Margaret ya no era una jovencita, ya no; las lámparas ponían brillantes destellos de luz en su pelo castaño, sus ojos parpadeaban mientras le miraba, su boca se movía de forma caprichosa...
—...nas noches, Margaret —gruñó.
Ella le preparó una mesa en un rincón, le trajo la comida, y se sentó un rato con él mientras comía. Eso hizo que la respiración de Jesse se acelerara: tenía que forzarse para recordar que aquello no significaba nada. Después de todo, no se tiene un padre que muere cada semana en la vida. Ella llevaba un grueso anillo de bisutería con una brillante piedra azul, y tenía la costumbre de darle vueltas sin parar entre los dedos mientras hablaba. Sus dedos eran delgados, con uñas planas y bien pintadas, pero sus manos eran anchas en la zona de los nudillos, como las manos de un chico. Observó que ahora estaban jugueteando con su pelo, repiqueteaban sobre la mesa, echaban la ceniza de un cigarrillo en un platito. Podía imaginarlas barriendo, quitando el polvo, limpiando, y también haciendo otras cosas, esas cosas secretas que se hacen las mujeres a sí mismas.
Ella le preguntó qué le había traído allí. Siempre hacía la misma pregunta. Él dijo Lady, brevemente, utilizando la jerga de los transportistas. Se preguntó una vez más si ella habría visto alguna vez la Burrell, si sabía que era la Lady Margaret, y si le importaba, caso de saberlo. Entonces ella le trajo otra bebida y le dijo que estaba en su casa, y le dijo también que ahora tenía que volver al bar, y que le vería de nuevo más tarde.
La observó a través del humo, riendo con los hombres. Tenía una risa extraña, un tipo de risa alegre y sencilla que le hacía levantar el labio superior y exhibir los dientes mientras sus ojos miraban y se burlaban. Era una buena camarera; su padre era un antiguo transportista, que llevaba el negocio desde hacía veinte años. Su esposa había muerto hacía un par de temporadas, y las otras hijas se habían casado y se habían ido, pero Margaret se había quedado. Era la clase de mujer que sabía reconocer una leve insinuación apenas la intuía, o al menos eso se decía entre los transportistas. Pero era una locura, llevar un bar no era trabajo fácil. Jornadas largas los siete días de la semana, limpiar y fregar, arreglar y coser, y cocinar..., aunque disponían de una mujer por las mañanas para ocuparse del trabajo pesado. Jesse lo sabía casi todo acerca de Margaret. Conocía el número de calzado que gastaba, y que su cumpleaños era en mayo; también sabía que su cintura medía sesenta centímetros, que le gustaba el Chanel, y que tenía un perro llamado Joe. Y sabía que había jurado no casarse nunca; decía que la Sirena le había enseñado tanto como deseaba saber acerca de los hombres, y que cinco mil encima del mostrador comprarían sus servicios, pero nada más. Nunca había conocido a nadie que hubiera podido reunir ni la mitad de aquello, la apuesta era imposible. Y quizá ella no había dicho nunca nada parecido: los aires del pueblo estaban llenos de murmuraciones, y los transportistas charloteaban entre ellos como lavanderas.
Jesse apartó su plato. De pronto sintió un profundo autodesprecio. Margaret era la razón de casi todo: era la razón de que se desviara millas y millas de su camino, y que llevara su tren a Swanage para recoger algunas cajas de pescado congelado que ni siquiera llegarían a cubrir los gastos del transporte. Bien, lo que quería era verla, y la había visto. Ella había hablado con él, se había sentado a su lado, y probablemente no volvería a hacerlo aquella noche. Ahora ya podía irse. Recordó una vez más las lóbregas facciones de la tumba, el puñado de tierra sobre el ataúd de Eli. Esto mismo era lo que le esperaba a él, por todos los hijos de Dios bendito; únicamente que él esperaría la muerte en soledad. Ahora sentía necesidad de beber, de lavar esa imagen en una cálida niebla amarronada de alcohol. Pero no aquí, de ningún modo aquí... Se encaminó hacia la puerta.
Tropezó con un desconocido, murmuró una disculpa y siguió adelante. Sintió que lo agarraban por el brazo y se volvió, y se halló mirando fijamente a unos ojos color café brillando en un rostro de nariz recta y airosamente bien parecido.
—No —dijo el recién llegado—. No me lo puedo creer. Por todos los infiernos, Jesse Strange...
Por un momento la punta de la llamativa barba del otro le desconcertó; luego, casi a su pesar, Jesse empezó a sonreír.
—Colin —dijo lentamente—. Col de la Haye...
Col sujetó con su otro brazo el bíceps de Jesse.
—Bien, demonios —dijo—. Jesse, tienes buen aspecto. Esto hay que celebrarlo con un trago, viejo amigo. ¿Qué es de tu vida? Demonios, tienes buen aspecto...
Se situaron en una esquina del bar, con un par de pintas llenas hasta el borde delante de ellos.
—Maldita sea, Jesse, esta suerte asquerosa. Has perdido a tu viejo, ¿eh? Esto es una mierda... —Levantó su jarra y dijo—: A tu salud, viejo Jesse. Por los días felices...
En la universidad de Sherborne, Jesse y Col se habían hecho rápidamente amigos. Había sido una atracción de polos opuestos: Jesse lento en hablar, estudioso y tranquilo, de la Haye el calavera, el hombre de sociedad. Col era hijo de un hombre de negocios del oeste del país, un mujeriego, un pícaro con vista; sus tutores siempre habían dicho que, al igual que el personaje de Fielding, había nacido para ser colgado. Después de la universidad, Jesse había perdido el contacto con él. Oyó rumores de que Col había abandonado el negocio familiar: importar y almacenar no era lo que mejor iba a su carácter. Al parecer había pasado un tiempo como trovador errante, trabajando en un libro de baladas que nunca llegó a escribirse, y luego había actuado seis meses en los escenarios de Londinium antes de ser herido y mandado a casa, víctima de una pelea en un burdel.
—Te enseñaría la cicatriz —dijo Col, haciendo horribles muecas—, pero sería un tanto embarazoso aquí delante de todo el mundo, viejo amigo...
Más tarde trabajó, entre muchas otras cosas, de transportista para una compañía en Isca. Ese trabajo no duró mucho; a mitad de su primera semana de trabajo entró aullando en Bristol con una Clayton & Shuttleworth de ocho caballos, desenrolló la manguera, y desaguó completamente la máquina en el centro mismo del pueblo antes de que los policías lograran cogerlo. La Clayton no llegó a estallar, pero le faltó muy poco. Lo intentó de nuevo, allí en Aquae Sulis, donde no le conocían tanto; en aquella ocasión duró seis meses antes de que un indicador de presión de vidrio reventara, arrancándole la mayor parte de la piel de los tobillos. De la Haye no se había desanimado, sin embargo, y siguió buscando, según él mismo decía, «un empleo menos letal». Ante aquellas palabras Jesse se echó a reír entre dientes y agitó afirmativamente la cabeza.
—Entonces, ¿qué estás haciendo ahora?
Aquellos ojos insolentes le sonrieron de forma socarrona.
—De todo un poco —dijo con voz animada—. Acepto lo que venga: un poco de aquí y un poco de allá... Los tiempos son difíciles, y debemos vivir como podamos. Bebe, Jesse; la siguiente ronda la pago yo...
Charlaron de los viejos tiempos, mientras Margaret les servía las pintas y tomaba el dinero, alzando las cejas al mirar a Col. La noche en que de la Haye, con unas copas de más, había jurado dejar desnudo el apreciado nogal de su profesor...
—Lo recuerdo como si fuera ayer —dijo Col felizmente—. Había una luna llena preciosa, clara como el sol... —Jesse había sostenido la escalera mientras Col subía; pero antes de que pudiera alcanzar las ramas, el árbol fue sacudido como por un huracán—. Las nueces caían como maldito granizo —rió Col—. ¿Recuerdas, Jesse? Tienes que recordarlo. Y allí estaba ese... ese maldito viejo bribón de Toby Warrilow, sentado encima con sus botazas, meneando el maldito árbol como si hubiera enloquecido... —Después de aquello, durante semanas, ni siquiera de la Haye había sido capaz de hacer nada malo a los ojos de la ley; y todo el dormitorio de la universidad se había atiborrado de nueces durante casi un mes.
También estaba el caso de las dos monjas que habían sido raptadas del convento de Sherborne. No era un secreto para nadie que de la Haye era el culpable, pero jamás se le pudo probar nada. Ocasionalmente se producía el rapto de alguna chica que había profesado las órdenes sagradas, eso era del dominio público, pero nunca habían sido raptadas dos a la vez. Y el caso del Poeta y Campesino: el propietario de aquel albergue, debido a algún capricho personal, tenía un gran mono encadenado en los establos. Col, expulsado del lugar después de una noche singularmente alborotada, se las arregló para cortar el collar del animal. Durante un mes, la bestia en libertad causó problemas y temores en toda la zona: los hombres iban armados, las mujeres permanecían en casa. Finalmente la cuestión se resolvió cuando un miliciano lo encontró en su habitación bebiéndose un tazón de sopa y lo mató de un disparo.
—¿Y qué vas a hacer ahora? —preguntó de la Haye, mientras daba cuenta de su sexta o séptima cerveza—. Porque ahora es tu compañía, ¿no?
—Sí —dijo Jesse, pensativo, los dedos cruzados y la barbilla apoyada en los nudillos—. Voy a dirigirla, creo...
Col pasó un brazo por encima de los hombros de Jesse.
—Te irá todo muy bien —dijo—. Te irá todo de maravilla, amigo. Así que, ¿por qué estás tan triste? Hey, te diré lo que pienso. Agarra ahora mismo a una chiquita, y seguro que te sentirás mejor. Eso es lo que necesitas, viejo Jesse: conozco los síntomas. —Le dio un amistoso puñetazo en las costillas y estalló en una carcajada—. Pasarás la noche más caliente que con una ración de mantas extra. Y eso impedirá que engordes, ¿no?
Jesse parecía levemente sorprendido.
—No sé qué decirte...
—¡Qué demonios! —dijo de la Haye—. Te aseguro que es lo que necesitas. Ah, no hay nada como eso. Mmmmiauuu... —Cerró los ojos, agitó las caderas y empezó a dibujar formas con las manos, esforzándose en parecer embelesado y lascivo a la vez—. Ahora no tienes problemas, viejo Jesse —dijo—. Ahora estás forrado, ¿sabes? Puñetas, hombre, eres lo que se dice un buen partido... Vendrán todas corriendo apenas lo sepan, tendrás que apartarlas con un..., con un palo de escoba, ¿no? —Se echó a reír de nuevo.
Las once de la noche llegaron con demasiada rapidez. Jesse se metió dificultosamente en su abrigo y siguió a Col por el callejón que corría paralelo al lado del bar. Hasta que el aire frío no le golpeó no se dio cuenta de lo borracho que estaba. Tropezó con de la Haye, y fueron a parar ambos contra la pared. Siguieron tambaleándose calle adelante, entre risas y bromas, y en el George se separaron. Col desapareció en medio de la noche, gritando promesas y juramentos.
Jesse se apoyó en la rueda trasera de La Margaret y echó la cabeza hacia atrás, mientras notaba que los vapores de la cerveza ascendían hacia su cerebro. Cuando cerró los ojos vio que se iniciaba un lento movimiento; el suelo parecía vibrar hacia delante y hacia atrás bajo sus pies. Pero esa última media hora había estado bien. Había sido de nuevo como en la universidad. Sonrió por lo bajo, y se secó la frente con el dorso de la mano. De la Haye era un maldito bastardo que no valía para nada, pero era un buen chico, un buen chico... Jesse abrió pesadamente los ojos y contempló el tren de carretera. Entonces avanzó cuidadosamente, poco a poco, a lo largo de la máquina, para comprobar la temperatura de la caldera con la palma de su mano. Se izó hasta la plataforma, abrió las puertas del hogar, echó un poco de carbón, controló los reguladores del tiro y también los indicadores del nivel del agua. Todo correcto. Luego bajó de nuevo al suelo, notando algunos copos de nieve sobre su cara.
Tras varios intentos consiguió meter la llave en la cerradura y abrió la puerta de golpe. La habitación estaba a oscuras y tremendamente fría. Encendió la única linterna que había en ella, dejando el cristal entreabierto. La llama de la vela se estremeció en la corriente. Se echó pesadamente sobre la cama, observando desde aquella posición el punto de luz amarilla que oscilaba hacia delante y hacia atrás. Era mejor descansar para poder marcharse temprano a la mañana siguiente... Su mochila estaba en el mismo sitio donde la había dejado, sobre la silla; pero le faltaba la fuerza de voluntad necesaria para levantarse y deshacerla. Tras un leve intento, cerró los ojos.
Casi al instante las imágenes empezaron a dar vueltas por su cabeza. En algún lugar de su mente la Burrell estaba funcionando, con aquel ruido característico suyo; cerró las manos, sintiendo el borde del volante temblar entre sus dedos. Así era como las locomotoras lo atrapaban a uno tras una temporada: palpitando hora tras hora, hasta que el ruido pasaba a formar parte de ti, invadía tu sangre y tu mente hasta que no podías vivir sin ella. Levantarse al amanecer, pasar todo el día en la carretera, conducir hasta que era imposible pararse; Londinium, Aquae Sulis, Isca; piedra de las canteras de Purbeck, carbón de Kimmeridge, lana, cereales y estambre, harina y vino, velas, vírgenes, palas, descremadoras, pólvora y proyectiles, oro, plomo, plata; contratos para el Ejército, para la Iglesia..., llaves de cilindro, reguladores, palancas del cambio; el noble hierro haciendo estremecer la plataforma...
Se agitó sin descanso, murmurando en voz baja. Los colores se hicieron más claros en su mente: el castaño y dorado del uniforme, la saliva roja en la barbilla de su padre, las flores brillantes sobre la tierra fresca; vapor y luz de gas, llamas, y el duro cielo aplastado contra las colinas...
Su mente jugueteó con los recuerdos de Col; oyó sus frases, le escuchó reír: la pequeña inspiración, chillona y diferente, y luego la aguda metralleta ladrando mientras él cerraba los ojos con fuerza, encogía los hombros y daba un puñetazo sobre el mostrador. Col había prometido ir a verle a Durnovaria, tambaleándose y gritando que no lo olvidaría. Pero lo olvidaría; se perdería, se liaría con alguna mujer, dejaría correr todo el asunto, olvidaría el encuentro. Y todo ello porque Col no era como Jesse. De la Haye no hacía nunca proyectos, jamás sopesaba las posibilidades, vivía sólo el momento, intensamente. Y jamás cambiaría.
Las locomotoras resonaban, las manivelas giraban, los pistones se hundían, el bronce brillaba y tintineaba al viento.
Jesse se incorporó a medias, agitando la cabeza. La lámpara ardía ahora con regularidad, su llama era alta y delgada, vibrando solamente en su punta. El viento resoplaba, arrastrando consigo las campanadas del reloj de una iglesia. Jesse escuchó y contó. Doce campanadas; frunció el ceño con desagrado. Había dormido y soñado, y creía que era casi el amanecer. Pero la larga y dura noche apenas había empezado. Se tendió de nuevo, con un gruñido, sintiéndose borracho pero curiosamente despierto. No podía tomar más cerveza, se había puesto melancólico. Quizá aún no había soñado lo suficiente, se dijo.
Empezó a pensar de nuevo, perezosamente, en las cosas que de la Haye había dicho. Aquello de buscarse una mujer. Era una locura, algo típico de Col. No representaba ningún problema para él, pero para Jesse solamente había existido una niñita. Y ahora estaba fuera de su alcance.
Su mente, incansable, parecía encenderse y apagarse de una forma regular. Olvídalo, se dijo irritadamente Jesse. Ya tienes bastantes problemas: se te pasará... Pero una parte de él se negaba tercamente a obedecer. Repasó mentalmente las páginas de los libros mayores, sumó, restó, empujando insistentemente los totales en su subconsciente. Gritó, maldiciendo a de la Haye. La idea, una vez arraigada, ya no le abandonaría. Le perseguiría durante semanas, incluso años.
Se dio por vencido, y se entregó placenteramente a soñar. Ella lo sabía todo acerca de él, eso era cierto: las mujeres siempre sabían ese tipo de cosas. Él se había traicionado cien, mil veces; pequeños detalles, una mirada, un gesto, una palabra..., ella no necesitaba más. La había besado una vez, hacía años. Solamente una vez; por eso permanecía de una forma tan clara y brillante en su mente, por eso aún podía recordarlo. Había sido algo casi accidental; una víspera de Año Nuevo, el bar reluciente y ruidoso, y una veintena o más de clientes del lugar celebrando el paso del año. El reloj de la iglesia había dado las campanadas, el mismo reloj que ahora acababa de marcar las horas, las puertas de las calles del pueblo se habían abierto a todos, comidas populares con pasteles de carne picada y frutas, vino, y la gente se llamaba y besaba en la oscuridad; y ella había dejado la bandeja que sostenía y le había mirado.
—No nos quedemos fuera, Jesse —había dicho—. También nosotros...
Recordaba el súbito latir de su corazón, como la aceleración de una locomotora cuando se le da vapor. Ella le había ofrecido su rostro, y él había visto sus labios entreabrirse; entonces ella había insistido, utilizando su lengua y produciendo un sonido muy curioso en lo más profundo de su garganta. Se preguntó si ella haría ese mismo sonido cada vez, de modo automático, como un gato que ronronea cuando se le acaricia el pelo. Y de alguna manera, había sido ella también la que había guiado su mano hasta su pecho, y la había dejado allí, acariciando su seno, cálido bajo el vestido, quemándole casi la palma. Entonces él la había cogido fuertemente por el talle con uno de sus brazos, levantándola un poco del suelo, hasta que ella se deslizó fuera de sus brazos, jadeante.
—Huau —había dicho—. Bien hecho, Jesse. Uuff... Bien hecho... —Y se había reído de él de nuevo, mientras se arreglaba el cabello; y todos sus sueños pasados y sus visiones futuras habían convergido en un mismo punto de fusión en el Tiempo.
Recordó cómo había alimentado el hogar de la locomotora durante todo el viaje de regreso, incansablemente, mientras el viento cantaba y las ruedas se abrían paso a través de un paisaje de joyas. Aquellas imágenes volvían ahora; vio a Margaret en mil dulces momentos, arreglándose, acariciándole, desvistiéndose, riendo. Y de pronto recordó una boda: el desgraciado matrimonio de su hermano Micah con una chica de Sturminster Newton. Las máquinas abrillantadas hasta sus últimos rincones, llenas de cintas y cubiertas de banderas, los vagones reluciendo al máximo, montones de confeti como si se tratara de nieve de colores, el sacerdote de pie riendo con su vaso de vino en la mano, el viejo Eli con el pelo engominado y milagrosamente liso y aplastado contra su cabeza y un incongruente collarín blanco rodeando su cuello, radiante y con la cara enrojecida, saludando desde la plataforma de La Margaret con un cuarto de cerveza en la mano. Entonces, de manera igualmente súbita, la escena desapareció, y Eli y su traje de los domingos, su jarra y su brillante pelo, fueron tragados por el oscuro espacio del viento.
—¡Padre...!
Jesse se sentó, jadeante. La pequeña habitación parecía apagada ahora, las sombras se agitaban a medida que oscilaba la llama de la vela. Fuera, el reloj dio las doce y media. Permaneció inmóvil, acurrucado al borde de la cama, con la cabeza entre las manos. No había bodas para él, no había alegría. Mañana tendría que volver a una casa oscura y aún de luto, a las preocupaciones no resueltas de su padre, al negocio familiar y a la misma vieja y monótona rutina...
En la oscuridad, la imagen de Margaret danzaba como un destello solitario.
Se sintió horrorizado por lo que su cuerpo estaba haciendo. Sus pies hallaron la dirección de las escaleras de madera, y tropezaron, y estuvo a punto de caer. Sintió que el aire frío mordía su rostro al salir al patio. Intentó razonar consigo mismo, pero parecía que sus piernas ya no le obedecían. Notó un súbito placer, una iluminación. Uno no se resiste al dolor de una muela durante toda la vida, va al barbero, cambia el constante dolor por una agonía más intensa pero más breve, y luego llega la paz bendita. Él y a había soportado aquello durante demasiado tiempo; ahora iba a terminarlo. Inmediatamente, sin mayor dilación. Se dijo a sí mismo que diez años de esperanzas y sueños, de desear calladamente como un animal, tenían que significar algo más. ¿Qué era lo que esperaba que hiciese ella?, se preguntó. No acudiría corriendo a él, suplicante, lanzándose a sus pies; las mujeres no actúan de este modo, ella también tenía su pizca de orgullo... Intentó recordar cuándo se había establecido la línea divisoria entre él y Margaret, y se respondió: nunca, jamás a través de una señal o de una palabra... Él nunca había ofrecido una oportunidad, así que, ¿qué ocurriría si ella hubiera estado esperando también durante todos aquellos años? Esperando simplemente a que él se lo pidiera... Tenía que ser cierto. Sabía, con entusiasmo, que era cierto. Empezó a cantar, haciendo eses por la calle.
El vigilante nocturno se asomó en un portal y, al ver la oscura silueta, empuñó bruscamente la alabarda.
—¿Se encuentra bien, señor?
La voz, penetrante pese a la distancia, hizo que Jesse se detuviera de golpe. Tragó saliva, asintió, murmuró:
—Sí. Sí, claro... —Fue apenas un balbuceo, mientras señalaba al George con el pulgar—. He traído un... tren hasta aquí. Strange, Durnovaria...
El hombre se apartó. Su actitud era más que explícita: «Otra vez uno de ésos...».
—Entonces será mejor que se marche, señor. No querrá perder su tren, ¿verdad?, y yo no querría tener que llevarle... Ya son pasadas las doce, ¿sabe?
—Sí, ya me voy, oficial —respondió Jesse—. Me voy ahora mismo... —Dio unos pasos, luego se volvió—. Oficial: ¿está usted... casado?
La respuesta fue firme:
—Márchese de una vez, señor... —y la figura se desvaneció en la oscuridad.
El pequeño pueblo estaba dormido. La escarcha brillaba en los tejados, los charcos a la orilla del camino formaban surcos helados, como de hierro, y las casas ya habían cerrado las contraventanas. Un búho ululó en alguna parte; o quizá fuera el ruido de alguna lejana locomotora, allá fuera, en algún lugar de la carretera... La Sirena estaba en silencio, no se veían luces dentro. Jesse llamó con fuerza a la puerta. Nada. Llamó más fuerte. Se encendió una luz al otro lado de la calle. Empezó a respirar con dificultad. Lo había hecho todo mal, ella no abriría. Alguien llamaría al vigilante. Pero ella sabría, sabría quién estaba llamado, las mujeres lo saben todo. Golpeó la madera de la puerta, aterrorizado.
—Margaret...
Un haz amarillento de luz se movió al otro lado, luego la puerta se abrió, con una rapidez que lo derribó al suelo. Se levantó, respirando aún pesadamente, intentando aclarar la vista. Ella estaba de pie, con un chal sobre los hombros, el cabello despeinado. Alzó la lámpara y:
—¿Tú? —Le hizo entrar, cerró la puerta de golpe, corrió el cerrojo, y se dio la vuelta para examinarle—. ¿Qué demonios crees que estás haciendo? —Su voz era contenida, furiosa.
Retrocedió unos pasos.
—Yo... —dijo—. Yo...
Observó que el rostro de ella sufría una transformación.
—Jesse, ¿qué te pasa? —dijo la mujer—. ¿Estás herido, te ha ocurrido algún percance?
—Yo..., lo siento —balbuceó—. Tenía que verte, Margaret. No podía esperar más.
—No alces la voz —dijo ella en un susurro—. Despertarás a mi padre, si ya no lo has hecho. ¿De qué estás hablando?
Jesse se apoyó contra la pared, intentando que la cabeza dejara de darle vueltas.
—Cinco mil —dijo gravemente—. No es... nada, Margaret. Ya no. Soy rico, Margaret..., que Dios me ayude. Ya no importa...
—¿Qué?
—En la carretera —dijo, desesperado—. Los... transportistas hablan. Dicen que quieres cinco mil. Margaret, puedo llegar hasta diez...
Ella empezó a comprender. Y, por Dios, se echó a reír.
—Jesse Strange —dijo, agitando la cabeza—. ¿Qué intentas decirme?
Por fin brotaron las palabras.
—Te quiero, Margaret —dijo simplemente—. Creo que siempre te he querido. Y..., quiero que seas mi mujer.
Ella dejó de sonreír de inmediato. Permaneció inmóvil, dejó que sus ojos se cerraran, como si de pronto estuviera muy cansada, luego se le acercó lentamente y le tomó la mano.
—Vamos —dijo—. Sólo un momento. Ven y siéntate.
En la parte de atrás del bar el fuego estaba apagándose. Ella se sentó al lado de la chimenea, acurrucada como un gato, observándole con ojos grandes en la penumbra. Y Jesse habló. Le dijo todo lo que jamás se le hubiera ocurrido contarle. Le habló de cómo la había querido, y deseado, aún sabiendo que era inútil; de cómo había esperado durante tantos años que no podía recordar ningún momento en el que ella no hubiera estado en su pensamiento. Margaret permanecía inmóvil, sujetando sus dedos, acariciándole el dorso de la mano con el pulgar, con el ceño ligeramente fruncido, pensativa. Él le habló de cómo se convertiría en la señora de la casa y de cómo tendría jardines, huertos de cerezos, terrazas llenas de rosas, criados, una cuenta en el banco; y de cómo no tendría nada más que hacer en todo el día excepto ser Margaret Strange, su esposa.
Cuando terminó de hablar, el silencio se prolongó hasta que el tic-tac del gran reloj del bar se convirtió en algo estridente. Ella removió las cálidas cenizas con el pie, agitando ligeramente los dedos; él sujetó con suavidad su empeine, abarcándolo entre el pulgar y el índice.
—Te juro que te quiero, Margaret —dijo—. De veras...
Ella siguió inmóvil, observando con mirada inexpresiva algo que no era visible. El chal había resbalado de sus hombros; ahora podía ver sus pechos, con los pezones empujando enhiestos contra la ligera tela del camisón de dormir. Frunció un poco más el ceño, apretó los labios y le miró de nuevo.
—Jesse —dijo—, cuando haya acabado de hablar, ¿harás algo por mí? ¿Me lo prometes?
De repente ya no estaba borracho. El zumbido y el calor desaparecieron, abandonándole en medio de un escalofrío. En alguna parte, estaba seguro de que la locomotora silbaba otra vez.
—Sí, Margaret —dijo—. Si esto es lo que quieres.
Ella se le acercó y se sentó a su lado.
—Córrete un poco —musitó—. Estás ocupando todo el sitio. —Notó su escalofrío, metió su mano dentro de la chaqueta de él y frotó suavemente—. No sigas —dijo—. No hagas eso, Jesse. Por favor.
La sensación pasó; ella retiró el brazo, se subió el chal, recogió el camisón bajo sus rodillas.
—Cuando haya dicho lo que voy a decir, ¿me prometes que te irás? ¿Con mucha calma y... sin crearme problemas? Por favor, Jesse. Te he dejado entrar...
—Está bien —respondió él—. No te preocupes, Margaret; está bien. —Su voz, al hablar, sonaba como la voz de un extraño. No deseaba escuchar lo que ella iba a decir; pero el hecho de escucharla significaba que podría estar a su lado un poco más. Por un instante creyó saber lo que era la sensación de recibir un cigarrillo antes de ser colgado, el hecho de que cada bocanada de humo significaba un segundo más de vida.
Ella juntó los dedos y miró a la alfombra.
—Yo..., quiero dejar esto muy claro —dijo—. Quiero... decirlo correctamente, Jesse, porque no deseo herirte. Me gustas... demasiado para hacerte eso.
»Yo ya conocía tus sentimientos, claro. Los conocí durante todo el tiempo. Por eso te he dejado entrar; porque tú..., me gustas mucho, Jesse, y no quería herirte. Y ahora..., ya ves que te he creído, y no debes decepcionarme. No puedo casarme contigo, Jesse, porque no te amo y nunca podré amarte. Espero que puedas entenderlo. Es tremendamente duro saber..., bien, cómo te sientes y todo eso, y tenértelo que decir, pero debía hacerlo, porque sabía que era algo que no funcionaría, Sabía que esto iba a ocurrir algún día, y solía permanecer despierta por la noche pensando en ello, pensando en ti, de verdad, pero no le veía ninguna solución. Es, simplemente..., que no iba a funcionar eso es todo. Así pues..., no. Lo siento muchísimo, pero... no.
¿Cómo puede un hombre basar su vida en un sueño, cómo puede ser tan estúpido? ¿Y cómo puede seguir viviendo cuando el sueño se derrumba por los suelos...?
Ella vio su alterado rostro y tomó de nuevo su mano.
—Jesse, por favor, creo..., creo que ha sido tremendamente hermoso por tu parte esperar todo este tiempo, y yo..., ya sé lo del dinero, ya sé por qué lo dijiste, y sé que lo único que deseabas era darme una... buena vida. Fue maravilloso que pensaras esto de mí, y sé... que 1o harías. Pero no funcionaría. Dios mío, es terrible...
Intentas despertar de lo que sabes que es un sueño, y no puedes. Y no puedes porque ya estás despierto, éste es el sueño al que llaman vida. Te desplazas por el sueño y hablas, aunque algo en tu interior quiera abandonarlo y morir. Acarició su rodilla, notando su firme suavidad.
—Margaret —dijo—. No deseo que te precipites a una situación desagradable. Mira, tengo que volver dentro de un par de meses...
Ella se mordió los labios.
—Sabía... que ibas a decirme eso también. Pero..., no, Jesse. No vale la pena pensarlo. Lo he intentado, y estoy convencida de que no funcionaría. No quiero... tener que pasar por esto de nuevo, herirte otra vez. Por favor, no me lo pidas otra vez. Nunca.
Él pensó torpemente que no podía comprarla. Que no podía conseguirla ni comprarla. Porque no era lo bastante hombre, y ésa era la verdad simple y llana. No era lo que ella deseaba. Y eso era algo que sabía hacía ya mucho tiempo, en lo más profundo de su ser, aunque nunca lo había afrontado. Había besado sus almohadas por la noche, y susurrado palabras de amor por Margaret, porque no se había atrevido a sacar la verdad a la luz. Y ahora tenía todo el resto del tiempo para intentar olvidar... todo aquello.
Ella le seguía observando.
—Por favor —dijo—, intenta comprenderlo...
Y él pareció sentirse un poco mejor. Que Dios le ayudara, parecía como si se hubiese quitado un peso de encima y por fin pudiera hablar.
—Margaret —dijo—, todo esto suena realmente estúpido, ni siquiera sé cómo decirlo...
—Inténtalo...
—No quiero... agobiarte —prosiguió él—. Sería... egoísta por mi parte, como tener un pájaro en una jaula, poseyéndolo... Sólo que antes no lo veía de este modo. Creo que... te quiero de veras, porque no deseo que te ocurra esto, y no haría nunca nada que pudiera herirte. Estate tranquila, Margaret, todo irá bien. Todo irá bien ahora. Creo que..., bien, me apartaré de tu camino...
Ella se llevó una mano a la cabeza.
—Dios mío, esto es horrible, sabía que ocurriría... Jesse, no... no desaparezcas así, sin más. Ya sabes lo que quiero decir: irte y... no volver jamás. Me gustas... muchísimo, como amigo, y me sentiría terriblemente mal si hicieras eso. ¿No pueden seguir las cosas del mismo modo..., como eran antes, quiero decir..., viniendo a verme como hasta ahora? No te vayas así, por favor...
Incluso eso, pensó él. Dios santo, si ella lo desea, incluso haré eso.
Ella se levantó.
—Y ahora debes irte. Por favor...
Él asintió calladamente.
—Todo irá bien...
—Jesse —dijo ella—. No quiero... entrar en más detalles, pero... —Le besó con rapidez. No había sentimiento esta vez. No había pasión. Él se dejó besar hasta que ella se apartó, y entonces se dirigió rápidamente hacia la puerta.
Oyó, de forma confusa y apagada, el ruido de sus propias botas golpeando contra el suelo. En algún punto, allá delante, había como un leve suspiro, un susurro; podía ser perfectamente la sangre en sus oídos, o podía ser el mar. Los portales de las casas y los oscuros marcos de las ventanas parecían inclinarse por voluntad propia hacia él. Se sentía como un fantasma aferrándose al concepto de la muerte, intentando asimilar una idea demasiado grande para su consciencia. Ahora ya no existía ninguna Margaret, ya no. Ninguna Margaret. Ahora debía abandonar el mundo de los adultos, donde la gente se casaba, se amaba, se unía y se importaba mutuamente, y volver para siempre a su universo infantil de aceite y acero. Y los días llegarían, y los días se irían, hasta que, en uno de ellos, muriera.
Cruzó la carretera frente al George; y se descubrió caminando hacia la entrada, subiendo las escaleras, y abriendo otra vez la puerta de su habitación. Encendió la luz, y captó el olor ligeramente ácido de las sábanas recién lavadas.
La cama estaba fría como una tumba.
Le despertaron las pescaderas, pregonando su mercancía por las calles. En algún lugar se oía el rumor de los cubos de leche; las voces sonaban claras en el frío aire del patio. Permaneció echado boca abajo, y pasó un cierto tiempo en blanco, hasta que de nuevo sintió que el pesar caía sobre él como un jarro de agua fría. Recordó que estaba muerto; se levantó y se vistió, sin sentir apenas el helado aire sobre su cuerpo. Se lavó, se afeitó aquel rostro forastero de pelo casi azulado, y salió hacia donde se hallaba la Burrell. La locomotora brillaba bajo la aún débil luz del sol, cubierta por una ligera capa de escarcha. Abrió el hogar, agitó los rescoldos del fuego y lo alimentó. No sentía ningún deseo de comer; bajó al muelle y empezó a regatear distraídamente por el pescado que pensaba comprar, y dijo que le fuera entregado en el George. Las cajas fueron cargadas a tiempo para asistir al último servicio de la iglesia, y se quedó para confesarse. Ni siquiera pasó cerca de La Sirena; ahora lo único que deseaba era irse, volver a la carretera. Comprobó una vez más que todo estuviera bien en la Lady Margaret, sacó brillo a las placas donde figuraba el nombre de la compañía, a los tapacubos y a las palancas de cobre. Entonces recordó haber visto algo en el escaparate de una tienda, algo que deseaba comprar: un pequeño retablo, la Virgen, José, los pastores arrodillados y el Niño Jesús en el pesebre. Llamó al encargado de la tienda, lo compró y se lo hizo envolver; su madre tenía aquellas cosas en gran estima, y luciría bien en la vitrina por Navidad.
Por entonces ya era hora de comer. Se obligó a tomar algo, tragando una comida que le sabía a rayos. Casi estuvo a punto de pagar la cuenta, sin saber lo que estaba haciendo: ahora se la cargaban directamente al banco de Dorset, a nombre de Strange e Hijos. Después de la comida fue a uno de los bares del George y bebió para quitarse aquel sabor agrio de la boca. Inconscientemente se descubrió esperando oír unos pasos, una voz conocida, algún mensaje de Margaret en el que le pidiera que se no se fuese, que había cambiado de parecer. Era una mala sensación, pero no podía hacer nada por evitarla. No llegó ningún mensaje.
Eran casi las tres cuando se encaminó hacia la Burrell y empezó a aumentar la presión. Desenganchó la Margaret y le dio la vuelta, enganchándola de nuevo al convoy y empujando el tren de vuelta a la carretera. Era una maniobra difícil, pero la ejecutó sin pensar. Desenganchó otra vez la locomotora, le dio de nuevo la vuelta, y la volvió a enganchar Accionó la palanca del cambio y abrió poco a poco el regulador. Las ruedas empezaron finalmente a retumbar. Sabía que, una vez lejos de Purbeck, ya no volvería. No podría hacerlo, pese a su promesa. Mandaría a Tim o a uno de los otros; todo aquello que llevaba dentro se resistía a morir, y si la veía de nuevo tendría que matarlo de nuevo de una forma definitiva. Y una vez era más que suficiente.
Tenía que pasar por delante de la taberna. Salía humo por la chimenea, pero no se veía ningún otro signo de vida. El tren crujía a sus espaldas, atronadoramente obediente. Cincuenta metros más adelante utilizó el silbato, una y otra vez, despertando la inmensa voz de hierro de la Margaret, llenando la calle de vapor. Era algo infantil, pero no podía detenerse. Fue entonces cuando se sintió limpio, vacío de aquella carga. Al menos lo había intentado. Swanage se perdió a lo lejos mientras iniciaba la subida hacia el páramo. Aumentó la velocidad, Iba con retraso; en ese otro mundo que parecía haber abandonado hacía va tanto tiempo, un hombre llamado Dickon estaría preocupándose.
Allá delante a lo lejos, a su izquierda, se alzaba una torre de señales, rígida e impasible, recortada contra el cielo. Llamó su atención con el silbato, utilizando la llamada propia de todos los transportistas: dos pitidos cortos seguido de uno largo. Por un instante nada se movió; luego vio que los brazos de la señal se alzaban en un movimiento de reconocimiento. Desde allí, un hombre con unos prismáticos Zeiss debía estar contemplándole: los hombres del Gremio habían respondido, y pronto un mensaje viajaría velozmente hacia el norte, precediéndole, a través de las pequeñas torres de señales locales: La Lady Margaret, locomotora, Strange e Hijos, Durnovaria; salida de Swanage con destino a Corvesgeat, quince horas treinta. Todo bien...
La noche llegó con rapidez; la noche, y el frío implacable. Jesse giró hacia el oeste bastante antes de Wareham, acortando camino directamente a través del páramo. La Burrell rugía firme y segura, agarrándose a la carretera con sus ruedas tractoras de siete pies, dejando a su paso finos rastros de vapor en medio de la oscuridad. Jesse se detuvo una vez, para llenar los depósitos y encender las lámparas, y prosiguió su camino. Se estaba empezando a formar una ligera bruma helada, que se adhería a los baches del abrupto terreno. El viento susurraba amenazador. Al norte de los Pubecks, fuera ya de la estrecha franja costera, el invierno podía golpear rápida y duramente; a la mañana siguiente el páramo podía convertirse en un terreno inaccesible, con los caminos ocultos bajo más de tres palmos de nieve.
Al cabo de una hora de haber salido de Swanage, la Margaret seguía repitiendo su incansable tonadilla de fuerza y potencia. Confusamente, Jesse pensaba que ella al había sido sincera. Las torres de señales ya no podían verla en la oscuridad; no habría más mensajes hasta que llegara a la central. Podía imaginar ya al viejo Dickon de pie en el portal, bajo las llameantes antorchas, preocupado, inclinando un poco la cabeza para intentar oír la pulsación de los pistones a varias millas de distancia. La locomotora pasó por Wool. Pronto llegaría a casa; a casa, para relajarse en cualquier comodidad de la que aún pudiera disfrutar...
El desconocido le pilló casi por sorpresa. El tren había reducido su marcha cerca de la cima de un montículo, cuando el hombre se puso a correr a su lado, tendiéndose para subir al estribo de la plataforma. Jesse oyó el sonido de unos zapatos en la carretera; un sexto sentido le avisó de algún movimiento en la oscuridad. Alzó la pala, buscando la cabeza del desconocido, antes de que le detuviera un gañido medio agónico:
—Hey viejo, ¿es que ya no reconoces a tus amigos?
Jesse, a punto de perder el equilibrio, se aferró al volante.
—Col..., ¿qué demonios haces aquí?
De la Haye, todavía jadeando, le sonrió al reflejo de la luz de las lámparas laterales.
—Viajar en tu compañía, amigo. Tuve unos cuantos problemas, y creí que iba a tener que pasar la noche en este maldito páramo...
—¿Qué problemas?
—Mira, estaba yendo a caballo hacia un lugar que conozco —dijo de la Haye—. Un lugar en las afueras de Culliford, una pequeña granja, para pasar las Navidades con unos amigos. Con unas hijas preciosas. No te lo creerías si las vieras, Jesse. —Le dio un ligero puñetazo en el hombro y se echó a reír. Jesse le miró entre curioso y reprobador.
—¿Qué le pasó a tu caballo?
—El maldito animal tropezó y se rompió una pata.
—¿Dónde?
—En el camino de allá atrás —dijo descuidadamente de, la Haye—. Tuve que cortarle el cuello y hacerlo rodar hasta un foso. No quería que los malditos routiers lo vieran y me fueran pisando los talones... —Se echó el aliento en las manos y las tendió hacia el hogar, mientras temblaba de modo espectacular bajo su abrigo de piel de oveja—. Maldito frío, es una auténtica mierda... ¿Adónde vas?
—A casa, a Durnovaria.
De la Haye le miró con atención.
—Hey no tienes buen aspecto. ¿Estás enfermo, viejo Jesse?
—No.
Col agitó insistentemente el brazo.
—¿Qué pasa, compañero? ¿Hay algo que un amigo pueda hacer para ayudarte?
Jesse, con la vista fija en la carretera, le ignoró. De la Haye estalló en una estrepitosa carcajada.
—Fue la cerveza. La cerveza, ¿no? ¡Viejo Jesse, se te ha encogido el estómago! —Alzó un puño, como queriendo expresar su tamaño—. Como el estómago de un bebé, ¿no? Ya no eres el viejo Jesse que conocí, Ah, la vida es un infierno...
Jesse miró los indicadores, hizo girar las llaves de los depósitos inferiores, escuchó el ruido del agua al caer sobre el camino, luego tiró de la palanca de control de los inyectores y observó el chorro de vapor que brotaba cuando los mecanismos elevadores empezaron a alimentar la caldera. El ritmo de los pistones siguió siendo el mismo.
—Sí, creo que fue la cerveza —afirmó con tranquilidad—. Supongo que tendré que empezar a considerar el retirarme a un trabajo un poco más tranquilo. Me estoy haciendo viejo.
De la Haye le estudió de nuevo escrutadoramente, con una profunda mirada.
—Jesse —dijo—. Tú tienes problemas, hijo. Tienes problemas. ¿A que sí? Vamos, hombre, suéltalo ya...
Aquella maldita intuición: de la Haye seguía conservándola. La había poseído durante todo el tiempo que estuvo en la universidad; de algún modo, parecía saber lo que uno pensaba casi en el mismo momento en que la idea acudía a su cabeza. Era la gran arma de Col; la solía utilizar para conquistar a las mujeres. Jesse rió amargamente, y empezó a contarle su historia. No deseaba contársela, pero lo hizo; hasta la última palabra. Una vez hubo empezado, ya no pudo parar.
Col le escuchó en silencio, y luego se puso a temblar. Pero temblaba de risa. Se echó hacia atrás, apoyándose en una de las barras del lateral de la cabina.
—Jesse, Jesse, eres un niño. Cristo, nunca cambiarás: jodido sajón... —Se secó los ojos, y tuvo que aguardar a que se calmara un nuevo acceso de risa antes de poder continuar—. Así que te enseñó su bonito trasero, ¿eh? Jesse, eres un chiquillo. ¿Cuándo aprenderás? Pero..., ¿cómo se te ocurre irle con... con esto? —dio una palmada a la Margaret—. Y con tu rostro tan serio y tan lleno de carbón. Casi puedo verlo desde aquí. Mira, amigo, ella no desea tu gran Caballo de Combate de hierro. Por Dios bendito, no... Pero..., te diré lo que has de hacer...
Jesse frunció las comisuras de los labios y dijo:
—¿Por qué no me haces un favor y te callas de una vez?
De la Haye le tomó por el brazo.
—No, escucha. No te enfades, y escucha. Tú... tienes que cortejarla, Jesse; a ella le gustará eso, es exactamente lo que quieren todas. ¿Me entiendes? Así que ponte tus mejores ropas, hombre, consíguete un coche mariposa, y arréglatelas para llevarla a dar un paseo en él. Seguro que a ella le encantará... Y recuerda, no vayas demasiado aprisa, no le hables de lo que tienes, viejo Jesse. Y no le pidas nada, no vuelvas a hacerlo. Dile exactamente qué es lo quieres, y dile que vas a conseguirlo... Paga la cerveza con una guinea de oro, y dile que recogerás el cambio arriba. Ella lo vale, Jesse; si alguien lo vale, es ella. Es una buena chica...
—Vete al infierno.
—¿Es que no la quieres? —De la Haye parecía dolido—. Tan sólo estoy intentando ayudarte, viejo amigo... ¿Has perdido el interés, o qué?
—Exacto —dijo Jesse—. He perdido el interés.
—Oh... —Col suspiró—. En fin. Pero es una pena. Un joven amor marchitado... Mira —prosiguió con voz alegre—, te diré lo que he pensado. Me has dado una gran idea, viejo Jesse. Si tú no la quieres, la tomaré yo. ¿De acuerdo?
Cuando oigas el lamento que te señala que tu padre ha muerto, tus manos seguirán limpiando la guía del pistón. Cuando el mundo se vuelva rojo y estalle en llamas, y oigas tambores redoblando en tu cabeza, tus ojos observarán atentamente la carretera y tus dedos permanecerán inmóviles sobre el volante... Jesse escuchó su propia voz decir secamente:
—Eres un asqueroso embustero, Col, siempre lo has sido. Ella no va a caer en tus redes...
Col chasqueó los dedos y se puso a bailar sobre la plataforma.
—Mira, hombre, si lo tengo casi hecho. Ella es..., huuuy..., muy bonita... ¿Te fijaste que sus ojitos brillaban un poco anoche? Es fácil, hombre, muy fácil... Mira, te apuesto a que es una sádica en la cama. Pero buena, ah, muy buena... —Sus gestos, de alguna forma, sugerían éxtasis—. Le haré el amor cinco veces en una sola noche —dijo—. Y te enviaré una prueba. ¿De acuerdo?
Quizá no esté hablando en serio. Tal vez esté mintiendo. Pero no, no está mintiendo. Conozco a Col, y Col no miente. No en estos temas, al menos. Lo que decide hacer lo hace... Jesse esbozó una sonrisa, sólo con los dientes.
—Hazlo, Col. Estrénala. Luego te la robaré. ¿De acuerdo?
De la Haye rió y apoyó una mano en su hombro.
—Jesse, eres un chiquillo.
Ante ellos, lejos y a la derecha, en medio del páramo, se distinguió un breve destello. Col se dio la vuelta y miró hacia donde se había producido, y luego volvió los ojos hacia Jesse.
—¿Has visto eso?
—Lo he visto —respondió Jesse secamente.
De la Haye miró nerviosamente a su alrededor por toda la plataforma.
—¿Tienes un arma?
—¿Para qué?
—Esa maldita luz. Los routiers...
—No se lucha con un arma contra los routiers.
Col, sorprendido, agitó la cabeza.
—Espero que sepas lo que estás haciendo, chico...
Jesse abrió las puertas del hogar, dejando escapar un estallido de luz y calor.
—Echa carbón.
—¿Qué?
—¡Echa carbón!
—Muy bien, hombre, muy bien —dijo de la Haye—. De acuerdo... —Cogió la pala, y empezó a alimentar el fuego. Luego cerró las puertas de una patada y se levantó—. Te quiero mucho, pero creo que me iré pronto —dijo...—. Apenas pasemos la luz..., en caso de que la pasemos.
La señal, porque aquello había sido una señal, no se repitió. El páramo se extendía ante ellos oscuro y vacío. Más adelante se sucedían una serie de bajadas y subidas; la Lady Margaret bramó pesadamente, salvando el primer repechón. Col miró de nuevo a su alrededor, incómodo, se colgó de la cabina para mirar hacia atrás a lo largo del tren. Los altos hombros de las lonas eran vagamente visibles en medio de la noche.
—¿Qué llevas ahí, Jesse? —preguntó—. ¿Algún cargamento especial?
Jesse se encogió de hombros.
—Carga variada. Pienso para animales, azúcar, frutos secos. Nada que merezca la pena.
De la Haye asintió preocupadamente.
¿Qué hay en el furgón de cola?
—Coñac, sedas. Un poco de tabaco. Suministros veterinarios. Utensilios para castrar animales. —Miró hacia un lado y aclaró—: A base de cuerda. De los que no dejan señal.
Col pareció sobresaltarse otra vez, pero de pronto se echó a reír.
—Jesse, eres un chiquillo. Un maldito chiquillo... Pero esto es una buena carga, amigo: un buen botín...
Jesse asintió, aunque en su interior se sentía vacío.
—Por un valor de diez mil libras. Cien libras más, cien libras menos.
De la Haye silbó.
—Sí. Es una buena carga...
Pasaron junto al lugar donde había aparecido la luz, y lo dejaron atrás. Hacía casi dos horas que habían salido, y ya no faltaba mucho para llegar. La Margaret bajó la cuesta, y se encaminó a la siguiente subida. La luna apareció clara y diáfana desde detrás de una nube, mostrándoles el largo tramo del camino que se extendía ante ellos. Ya casi habían salido del páramo, y Durnovaria se dejaba entrever en el horizonte. Jesse observó un camino que se separaba de la carretera, casi ocultándose de la luz de la luna, tiñendo de negro la oscuridad.
De la Haye le dio un apretón en el hombro.
—Ahora todo irá bien —dijo—. Ya hemos dejado atrás a esos hijos de puta..., todo irá bien. Me bajo aquí, viejo amigo; gracias por el viaje. Y recuerda lo que te he dicho acerca de la chiquita. Entra arrasando, y haz lo que te he dicho. ¿De acuerdo, viejo Jesse?
Jesse se volvió para verle mejor.
—Cuídate, Col —dijo. El otro saltó al estribo—. Todo irá bien. Todo irá de maravilla. —Dejó que desapareciera en la noche.
Col calculó equivocadamente la velocidad de la Burrell. Rodó hacia delante, dio una voltereta en la hierba, y acabó sentado y sonriendo. Las luces del furgón de cola se veían ya débiles a lo lejos. Oyó ruido a su alrededor; de repente, seis hombres a caballo surgieron de la oscuridad. Llevaban un séptimo caballo, con la silla de montar vacía. Col vio el rápido destello del cañón de un arma y la voluminosa forma de una ballesta. Routiers... Se levantó, todavía sonriendo, y saltó a la silla de la montura libre. A lo lejos, el tren se perdía en los bajos bancos de niebla. De la Haye alzó el brazo.
—A por el último vagón... —Golpeó los flancos de su caballo con los talones y se lanzó al galope tendido.
Jesse estaba observando los indicadores: a toda marcha, ciento cincuenta libras en la caldera. Su rostro seguía mostrando una expresión enojada. No sería suficiente: al final de la siguiente cuesta su velocidad se habría reducido considerablemente; a mitad de la larga pendiente le cogerían. Movió el regulador a la posición máxima; la Lady Margaret empezó a aumentar la velocidad de nuevo, oscilando cuando sus ruedas encontraban las roderas de otras ruedas. Llegó al fondo de la pendiente a veinticinco millas por hora y empezó a subir, disminuyendo el empuje a medida que el motor empezaba a acusar el peso muerto de la carga.
Algo golpeó la caldera con un resonante estrépito. La flecha le pasó rozando por encima, iluminando el cielo a su paso. Jesse sonrió, porque ya nada importaba. La Margaret hervía y rugía. Ahora ya podía ver a los jinetes galopando a su lado. Captó un brillo pálido que podía ser muy bien el ribete de un abrigo de piel de oveja. Sintió otra sacudida, y se tensó a la espera del fuerte impacto, en cualquier momento, de una flecha en su espalda. Nunca llegó. Pero esto era típico de Col de la Haye: podía robarte la mujer, pero no tu dignidad: te podía arrebatar la carga de cola, pero no la vida. Las flechas volaron de nuevo, pero no en dirección a la locomotora. Jesse, tendiendo el cuello por encima de los hombros de los vagones, vio que las llamas se estaban extendiendo por los costados de la última lona.
Estaban a mitad de la subida; la Lady Margaret resollaba afanosamente, llena de rabia. El fuego se propagaba con rapidez, las llamaradas empezaban a lamer ya la parte delantera del furgón de cola. Pronto alcanzarían el siguiente vagón; en unos minutos ardería también. Jesse se agachó y su mano se cerró lentamente, pesarosamente, sobre la palanca de desenganche de emergencia. La empujó hacia delante, y sintió, casi físicamente, cómo se soltaba el enganche, y notó el cambio en el ritmo de la máquina al verse aligerada de parte del peso que debía arrastrar. El vagón en llamas se rezagó, tambaleante, y empezó a ir cuesta abajo, alejándose del resto del tren. Los jinetes galoparon tras la carga en llamas a medida que ésta aumentaba su velocidad hacia atrás a lo largo de la pendiente, y se agruparon a su alrededor en medio de gritos y golpes con sus capas para apagar el fuego. Col les pasó a la carrera, se alzó en su silla y saltó al vagón: un impulso, un grito de triunfo. Los demás routiers estallaron en carcajadas. De pie sobre la parte superior de la carga en movimiento y gesticulando con su única mano libre, su líder estaba orinando valientemente sobre las llamas.
La Lady Margaret llegaba a la cima de la cuesta cuando la nube apareció de repente por encima de su cabeza, iluminando el cielo con su blanco resplandor. La explosión resonó como un monstruoso latigazo; la onda expansiva golpeó los vagones y desvió la locomotora fuera de su rumbo. Jesse luchó por mantenerla en posición, mientras oía los ecos retumbar de colina en colina. Se apoyó en la barandilla de la plataforma, mirando más allá de los hombros de la carga. A lo lejos se veían aún algunos puntos brillantes de fuego, allá donde dos veintenas de barriles de pólvora compactada con ladrillos y hierro viejo habían desencadenado el infierno, segando y limpiando el valle de toda vida.
El agua había bajado de nivel. Activó los inyectores y comprobó el indicador.
—Debemos vivir como mejor podamos —murmuró, sin oír sus propias palabras—. Todos debemos vivir como podamos. —La compañía Strange no había sido fundada sobre bases débiles: aquello que robabas, tenías derecho a quedártelo, y que te aprovechara.
En algún lugar una torre de señales alzó sus brazos, iluminados con las antorchas de la señal de Alarma. La Lady Margaret arrastrando el resto de su tren, avanzaba en dirección a Durnovaria, a punto de confundirse con el suave tono plateado del siguiente recodo del Frome.
Segundo Compás
EL TRANSMISOR DE SEÑALES
El camino se extendía en largos y moteados recorridos a cada lado de la loma, palideciendo en medio de la helada bruma hasta que los perfiles de las distantes colinas se mezclaban con el denso cielo. El viento susurraba a lo largo de aquella inmensidad, firme y helado, arrastrando ante sí rápidas ráfagas de nieve. Las rachas de nieve llegaban y desaparecían como fantasmas, y eran la única cosa que se movía en aquella visión de vacío.
Los pocos árboles que había crecían agrupados, en pequeños bosquecillos que se doblaban al viento, con sus ramas entrelazadas para poder protegerse y el aspecto, desde lejos, de grandes surcos de arado. Uno de aquellos bosquecillos coronaba la cima de la loma; bajo las ramas más bajas, y cobijado del viento por ellas, yacía un muchacho, boca abajo, sobre la nieve. Estaba inmóvil, pero no totalmente inconsciente; de vez en cuando su cuerpo se estremecía con los espasmos de la conmoción. Tendría unos dieciséis o diecisiete años, rubio, vestido de pies a cabeza con un uniforme de piel color verde oscuro. El uniforme estaba desgarrado en varios sitios: desde la altura de los hombros, pasando por la espalda hasta la cintura, por las caderas y los muslos. Se podía ver el tostado claro de su piel a través de las rasgaduras del uniforme, y también el lento y resplandeciente brillo de la sangre. La piel estaba empapada de rojo y el largo pelo enmarañado. Al lado del muchacho se hallaba la funda de unos binoculares, las lentes Zeiss sin las cuales ningún miembro o aprendiz del Gremio de Transmisores de Señales se aventuraba a ir a ninguna parte, y un puñal. El filo de la hoja estaba manchado de sangre; la empuñadura descansaba a unos centímetros de su mano derecha. La mano también estaba herida, con un corte superficial sobre el dorso de los dedos y otro profundo en la base del pulgar. La sangre se había extendido a todo su alrededor, formando un halo de color rosa sobre la nieve.
Una fuerte ráfaga sacudió las ramas de los arbustos, elevando desde algún lugar un largo crujir de protesta. El muchacho se estremeció de nuevo y empezó, con infinita lentitud, a moverse. La mano extendida se arrastró hacia delante, centímetro a centímetro, intentando aliviar el peso que oprimía su pecho. Los dedos trazaron un arco sobre la nieve, con los nudillos crispados. Emitió un ruido, medio gruñido, medio suspiro, y se izó sobre sus codos, deteniéndose para recuperar fuerzas. Se dio la vuelta como pudo, apoyándose en la mano izquierda, que no estaba dañada. Dejó colgar la cabeza, con los ojos cerrados; su intensa respiración resonaba en el bosquecillo. Realizó otro esfuerzo, casi convulsivo, para levantarse, y se encontró sentado sobre la nieve, sosteniéndose en el tronco de un árbol. La nieve azotaba su cara, proporcionándole algo más de consciencia.
Abrió los ojos. Su aspecto era salvaje y horrorizado, y estaban velados por el dolor. Miró el árbol, tragó saliva e, intentando lamerse los labios, volvió la cabeza para observar el vacío de nieve que le rodeaba. Colocó su mano izquierda sobre el estómago, mientras la derecha descansaba encima, apretando con la muñeca y dejando la parte herida libre de contacto. Por un momento cerró los ojos de nuevo e hizo que su mano bajara, agarrara y apartara la piel verde empapada de sangre que cubría su muslo. Cayó hacia atrás, y empezó a sollozar amargamente por lo que acababa de ver. Su mano, sin fuerzas, rozó la corteza del árbol. Una astilla de madera se hundió en la herida abierta debajo del pulgar, y una desagradable oleada de dolor le hizo caer de nuevo. Desde donde se hallaba en aquel momento, el cuchillo estaba fuera de su alcance. Se tendió pesadamente hacia delante, deseando no moverse, sólo permanecer quieto y morir con rapidez. Sus dedos tocaron el filo; lo sujetó y volvió jadeante al árbol, sentándose de nuevo de la manera que pudo. Descansó, sin aliento; luego pasó la mano izquierda bajo la rodilla y tiró de ella hasta que la pierna, medio paralizada, quedó encogida. Concentrándose, sujetando el cuchillo con las dos manos, colocó la punta de la hoja sobre sus pantalones y apretó lentamente hacia abajo, en dirección al tobillo, cortando la prenda en dos trozos. Luego fue tirando hacia atrás hasta llegar al muslo, consiguiendo que la piel del pantalón quedara suelta.
Se notaba muy débil ahora; parecía como si pudiera sentir que las fuerzas empezaban a abandonarle, la sensación de desfallecimiento revoloteaba ante sus ojos como los movimientos de un ala negra. Tiró hacia sí del trozo de piel del pantalón, sujetó la punta con los dientes, lo agarró, y empezó a cortarlo a tiras. Era un trabajo lento y poco agradecido; se cortó un par de veces, sin sentir ningún dolor. Finalmente acabó, y empezó a anudar las tiras alrededor de la pierna, intentando apretarlas lo suficiente para que cerraran las grandes heridas abiertas del muslo. El viento soplaba sin cesar, y no se oía más sonido que el rápido jadeo de su respiración. Su rostro, cubierto de sudor, estaba casi tan blanco como el cielo.
Hizo todo lo que pudo. Su espalda era una intensa tortura, y la corteza del árbol, tras él, estaba teñida de rojo; era insoportable, pero no podía alcanzar las desgarraduras de aquel lugar. Obligó a sus dedos a apretar el último de los nudos, estremeciéndose ante la sangre que seguía brotando incluso bajo los improvisados torniquetes. Dejó caer el cuchillo e intentó levantarse. Tras varios minutos de esfuerzos y gruñidos las piernas todavía se negaban a sostener su peso. Tendió dolorosamente los brazos, mientras sus dedos exploraban el áspero tronco del árbol. Tres palmos por encima de su cabeza tocó el nudoso arranque de una rama baja. Le resbalaba la mano a causa de la sangre; no consiguió hacer presa. Retiró la mano al sentir el hormigueo producido por los cortes al abrirse y cerrarse. Sus brazos y hombros eran fuertes, con los músculos desarrollados por las largas horas pasadas en las torres de señales; se mantuvo en tensión por un instante, con la cabeza echada hacia atrás sobre el tronco y el cuerpo arqueado y tembloroso; entonces sus piernas encontraron un punto de apoyo en la nieve, y se puso en pie.
Se quedó allá tambaleante, sin sentir el viento, observando cómo la oscuridad brotaba a su alrededor y luego desaparecía de nuevo. Sentía ahora un golpear en su cabeza, al compás del pulso de su sangre. Notó que una suave calidez le recorría el estómago y las piernas, el inicio de una agónica náusea. Se dio la vuelta, con la cabeza baja, y empezó a caminar, desplazándose con los lentos movimientos de un buzo. Al cabo de seis pasos se detuvo, tambaleándose aún torpemente hacia un lado. La funda de los binoculares estaba sobre la nieve, en el mismo lugar donde la había dejado caer. Volvió hacia atrás como mejor pudo, requiriendo con cada paso un nuevo e intenso esfuerzo de su mente en unión con su consciencia para obligar a que su cuerpo obedeciera. Intuía vagamente que debía agacharse para coger la punta, pero sabía que si lo intentaba caería de bruces, y posiblemente ya no volvería a levantarse. Colocó el pie en el bucle de la correa que utilizaba para colgarse los binoculares al hombro. Era lo mejor, y lo único que podía hacer; el cuero se tensaba cada vez que daba un paso, ajustándose en torno al empeine. La funda iba dando trompicones tras él mientras descendía por la colina, alejándose de los árboles. Y a no podía levantar la vista. Veía un círculo de nieve, de unos seis pies de diámetro, ribeteado de color oscuro, o al menos eso era lo que distinguía su deteriorada vista. La nieve se movía a medida que avanzaba, acercándosele bruscamente y retrocediendo del mismo modo. En medio de esta visión corría una hilera de vagas impresiones en el suelo, las huellas que él mismo había dejado. El muchacho las seguía ciegamente. Alguna chispa enterrada en el fondo de su cerebro le mantenía en movimiento; el resto de su consciencia había desaparecido, insensibilizada por la emoción. Más que moverse se arrastraba, con la funda de cuero dando vueltas y deslizándose tras su talón. Con la mano izquierda se apretaba la parte interna del muslo, mientras que la derecha oscilaba blandamente, manteniendo su precario equilibrio. Fue dejando tras él un rastro de gotas de sangre, tiñendo la nieve de un rojo púrpura intenso que palidecía y se extendía hasta convertirse en una mancha rosada antes de helarse por completo. Los rastros de sangre y las pisadas se extendían hacia atrás en una línea desigual en dirección a los árboles. Ante él, el viento soplaba en la llanura; la nieve azotaba su rostro, pegándose en Finas capas a su chaleco.
Lentamente, con un dolor infinito, aquel punto que se movía sobre la nieve se fue apartando de los árboles. Éstos destacaban a sus espaldas, dando la impresión, a aquella débil luz, de que aumentaban de altura a medida que se alejaban. El viento enfriaba al muchacho, haciendo que el dolor disminuyera paulatinamente; alzó la cabeza, observando ante él la torre de señales que remataba una baja cabina. La estación se alzaba sobre un suave promontorio en el terreno; su cuerpo acusó la inclinación de la cuesta; reaccionó con una profunda inspiración. Siguió caminando, con lentitud debido al esfuerzo. Lloraba de nuevo, ahora con pequeños gimoteos, ruidos indescifrables como los de un animal; un hilo de saliva se deslizaba por su barbilla. Cuando llegó a la cabina, los árboles aún eran visibles a su espalda, destacando grises y pálidos en medio de la nieve. Se apoyó en la puerta de tablas, ahogando un sollozo, casi incapaz de distinguir la textura de la madera. Su mano buscó a tientas el pomo. Tiró de él y la puerta se abrió, precipitándole de rodillas.
Tras todo aquel tiempo a la deslumbrante luz de la nieve, el interior de la cabaña parecía oscuro. El muchacho avanzó a gatas por el suelo de madera. Había un armario; lo buscó a ciegas, tirando vasos y tazas en el proceso, casi sin oír el estrépito que hacían al caer. Encontró lo que necesitaba, sacó el corcho de la botella con los dientes, se reclinó contra la pared e intentó beber. El alcohol se derramó por su barbilla, deslizándose por su pecho y vientre. Pero tragó lo suficiente para conseguir un momentáneo despertar. Tosió e intentó vomitar. Se puso en pie y encontró un cuchillo, que reemplazó el que había perdido. Un baúl de madera colocado a un lado de la pared contenía mantas y ropa de cama; sacó una sábana y la rasgó a tiras, más anchas y largas en esta ocasión, y se las ató en torno a la pierna. Ni siquiera podía conseguir aflojar los torniquetes de piel. La blanca tela se tiñó al instante de sangre; las manchas se hicieron más grandes, se agruparon y empezaron a brillar. Con el resto de la sábana hizo una especie de bola, que se colocó en medio de las ingles.
La náusea volvió de nuevo; intentó dominar una arcada, perdió el equilibrio y cayó redondo al suelo. Encima de su cabeza, la litera destacaba de forma confusa como un cielo maravilloso. Si sólo pudiera llegar hasta ella. Era mejor permanecer inmóvil hasta que el mareo desapareciera... De algún modo consiguió cruzar la habitación, apoyarse en un extremo de la litera y rodar sobre ella. Una ola de oscuridad vino a su encuentro, profunda como el mar.
Permaneció echado largo rato; entonces surgió en él la porción de voluntad que aún le quedaba. Se forzó, reacio, a abrir los pesados párpados. Ya casi era de noche; la lejana ventana de la cabaña aparecía en la oscuridad como un vago rectángulo de color grisáceo. Ante ella, las palancas señalizadoras parecían agitarse, lanzando destellos allá donde la breve luz incidía sobre la madera. Se quedó contemplándolas, dándose cuenta de su estupidez, e intentó bajar rodando otra vez hasta el suelo. Las mantas pegadas a su espalda se lo impidieron. Lo intentó de nuevo, tiritando de frío. La estufa no estaba encendida; la puerta de la habitación estaba entreabierta, lo que permitía que los blancos copos de nieve se acumularan sobre las planchas de madera del suelo. Fuera, el intenso silbido del viento era incesante. El muchacho se debatió, y sus esfuerzos despertaron de nuevo el dolor y las náuseas, los golpes y los rugidos. Las imágenes de las palancas de señales parecían duplicarse, sextuplicarse, desdoblándose hasta formar un centelleante manojo plateado. Respiraba con dificultad, las lágrimas resbalaban hasta sus labios; cerró lentamente los ojos. Cayó en un ruidoso vacío lleno de colores, chispas, resplandores y pinceladas de luz. Estaba tumbado observando las luces, con la boca entreabierta, sintiendo los latidos de su espalda justo allá donde la sangre fresca se derramaba sobre la cama. Tras unos momentos, el ruido desapareció.
El niño permanecía tendido sobre un amplio pasto, sintiendo el calor del sol atravesar su chaquetilla y quemar sus hombros. Frente a él, en la cresta cónica de la colina, el objeto mágico agitaba lentamente sus alas, orgullosas y perezosas como las de un pájaro. Estaba muy alto, erguido sobre su poste y encima de la colina; el débil y sordo ruido que producía resonaba lejano en el azul del cielo de verano, Los movimientos de sus brazos casi le habían hipnotizado; estaba echado, asintiendo con la cabeza y parpadeando, con la barbilla apoyada en las manos, absorto en su contemplación. Arriba y abajo, arriba y abajo, clac..., y abajo otra vez, y a un lado, arriba y atrás, parando, gesticulando, sin quedarse nunca completamente quieto. El disco de señales parecía vivo, un objeto animado encaramado allí arriba y que decía palabras extrañas que nadie podía entender. Pero eran palabras, repletas de significados y misterios, como las palabras de su libro de Iniciación al inglés moderno. La mente del niño creaba historias fantásticas. Las palabras formaban; ¿y qué historias contaba la torre allí arriba, sola en su colina? Cuentos de reyes y de naufragios, de luchas y de persecuciones, de hadas, de tesoros enterrados... Estaba hablando, lo sabía sin ningún género de duda; murmurando y haciendo ruidos, enviando mensajes y recibiéndolos de las otras torres que formaban las líneas, las grandes líneas que se extendían por toda Inglaterra hasta cualquier punto que uno pudiera imaginar, en cada dirección hacia la que uno pudiera dirigir la mirada.
Observó las barras de control deslizarse como músculos brillantes por sus engrasadas guías. Desde Avebury, donde él vivía, se podían ver muchas torres: se extendían hacia el sur a través de la Gran Llanura, y trepaban por el oeste hasta las alturas de las Malborough Downs. Aunque aquellas eran más grandes, inmensos objetos manejados por equipos de hombres cuyas señales podían ser vistas desde más de diez millas de distancia en un día claro. Cuando se movían lo hacían de un modo lento y majestuoso, con un rumor atronador provocado por las articulaciones de sus brazos. Las pequeñas torres locales, como la que tenía ahora ante él, eran de algún modo más accesibles, incluso amistosas: charlando y murmurando de sol a sol.
Había muchos juegos a los que jugaba el niño cuando estaba solo durante las largas horas del verano; generalmente horas robadas, ya que siempre se le encontraba alguna, cosa en la que ocupar su tiempo: las lecciones de la escuela, los deberes, las tareas de la casa o abajo en el pequeño negocio de sus hermanos al otro lado del pueblo; tenía que escapar por la noche, o temprano al amanecer, si quería estar solo para poder soñar. A veces las piedras, esas grandes formas talladas como diamantes que rodeaban el pueblo, le hacían señales. El niño corría por los caminos de su imaginación a lo largo de los fosos de lo que podía haber sido un antiguo templo, subía por las abruptas murallas hasta donde las piedras vibraban al sol matutino, o caminaba por la larga avenida procesional que se extendía hacia el este por entre los campos, imaginando ser un sacerdote o un dios venido a realizar un antiguo sacrificio a la lluvia y al sol. Nadie sabía quién colocó aquellas piedras; algunos decían que habían sido las hadas, en sus días de poder; otros, que habían sido los antiguos dioses, cuyos nombres era incluso pecado murmurar. Otros decían que el diablo.
La Madre Iglesia cerraba los ojos ante la destrucción de las reliquias satánicas, y los lugareños lo sabían muy bien. El padre Donovan lo desaprobaba, pero no era mucho lo que podía hacer; la gente se obstinaba en su tarea. Sus arados mordían la base de los mojones, rompían los megalitos con agua y fuego y utilizaban los pedazos para remendar las paredes de piedra seca; hacía siglos que lo venían haciendo. Pero había muchas piedras; los círculos permanecían, y los túmulos coronaban las ventosas cimas de las colinas, los hows, donde reposaban en sus lechos mortuorios los muertos muy antiguos, con los huesos rotos. El niño subía a los túmulos y soñaba con reyes envueltos en pieles y joyas; pero siempre, cuando se cansaba de aquello, algo le llevaba a las torres de señales y a su misteriosa vida. Permaneció inmóvil, con la barbilla hundida entre las manos y los ojos adormilados, mientras allá arriba la Silbury 973 silbaba y rechinaba sobre la colina.
La mano cayó sobre su hombro y lo despertó sobresaltado de sus sueños. Se puso en tensión, se dio la vuelta y deseó echar a correr; pero no había sitio donde ir. Estaba atrapado. Empezó a sollozar, el pobre chiquillo gordito con un largo mechón de pelo cayendo sobre su frente.
El hombre era alto, tan tremendamente alto que parecía inmenso. Su tez era morena, dorada por el sol, y las comisuras de sus ojos estaban surcadas de arrugas. Los ojos eran profundos y muy azules, destacando sobre el color de la piel; el niño tuvo la impresión de que tenían el mismo tono que uno puede ver en el cielo. Los ojos de su padre hacía ya tiempo que estaban encerradas tras los cristales de unas gruesas gafas; estos ojos eran distintos. Daban una impresión de poder, como si estuvieran acostumbrados a observar distancias muy largas y poder ver claramente cosas que a otros hombres les pasarían por alto. Su propietario iba vestido de verde, con las deslucidas charreteras y el distintivo de los sargentos de señales. En la cadera llevaba las lentes Zeiss que eran la auténtica marca de cualquier transmisor de señales; la tapa de la funda estaba entreabierta, y bajo ella el chico pudo ver los grandes oculares y el desgastado lustre del bronce de los cilindros.
El hombre del Gremio estaba sonriendo; su voz, cuando habló, fue clara y lenta: la voz de un hombre que conocía mucho sobre el Tiempo, que el Tiempo es para siempre y la precipitación y la agitación pueden esperar. Alguien que podía saber acerca de las viejas piedras de un modo que el padre del chiquillo no sabía.
—Bien —dijo—, creo que hemos atrapado a un pequeño espía. ¿Quién eres, chico?
El muchacho se humedeció los labios y repuso, con aspecto de haber sido cazado:
—R-Rafe Bigland, señor...
—¿Y qué estás haciendo aquí?
Rafe se humedeció los labios de nuevo, miró la torre, hizo unos lastimosos pucheros, contempló fijamente la hierba a su alrededor, miró de nuevo al transmisor de señales y respondió rápidamente:
—Yo..., yo... —Se detuvo, incapaz de seguir. Sobre la colina, la torre rechinaba y aleteaba. El sargento se agachó, aguardando pacientemente, aún con su media sonrisa y observando atentamente al chiquillo. Dejó el maletín que llevaba consigo sobre la hierba. Rafe sabía que había ido al pueblo a recoger la comida de la noche: una de las viejas damas de Avenbury había sido contratada para suministrar las comidas a los transmisores de señales de servicio. Había pocas cosas que él no supiera sobre el funcionamiento de la estación de Silbury.
Los segundos se convirtieron en un minuto, y la respuesta aguardaba. Rafe se levantó de un salto, mostrando su desesperación. Oyó su propia voz como si fuera la de un extraño, y se preguntó con una parte de su mente cómo habían podido formarse las palabras sin intervención de su consciencia.
—Disculpe, señor —dijo, casi llorando—. Estaba observando la t-torre...
—¿Por qué?
—Yo...
De nuevo la dificultad. ¿Cómo explicarlo? Los misterios del Gremio no podían ser explicados al primer extraño que pasara. Los códigos de los transmisores de señales y otros secretos más profundos eran celosamente transmitidos a las familias privilegiadas que llevaban los uniformes verdes. La acusación del sargento de que estaba espiando tenía algo de verdad en sí misma; había sonado a presagio.
El hombre del Gremio le ayudó:
—¿No puedes leer las señales, Rafe?
Rafe agitó violentamente la cabeza de forma negativa. Ningún plebeyo podía leer las torres. Y ninguno podría hacerlo jamás. Sintió Un temblor en la boca del estómago, pero de nuevo su voz brotó por sí misma, sin mediación de voluntad alguna.
—No, señor —dijo con voz firme y aguda—. Pero estaría dispuesto a aprender...
Las cejas del sargento se alzaron. Se sentó sobre sus talones, con las manos en las rodillas, y se echó a reír. Cuando acabó agitó la cabeza y dijo:
—Así que estarías dispuesto a aprender... Sí, y una docena de reyes, y muchos hombres de alta reputación, se bajarían los pantalones para poder leer las torres. —Su rostro adoptó súbitamente un aspecto amenazador—. Chico —dijo—, te estás burlando de nosotros...
Una vez más, Rafe sólo pudo agitar negativamente la cabeza, en silencio. El sargento miró por encima del muchacho hacia el espacio, sentado todavía sobre sus talones. Rafe deseaba explicarle que él nunca, ni en los más secretos de sus sueños, había imaginado ser un transmisor de señales; que era su lengua la que se había movido por sí misma, soltando aquellas increíbles estupideces. Pero ya no podía hablar; se quedó mudo delante del hombre de verde. La pausa se prolongó mientras el hombre observaba distraídamente el lento caminar de un escarabajo sobre los tallos de la hierba. Luego:
—¿Quién es tu padre, chico?
Rafe tragó saliva. Iba a caerle encima una buena paliza, de eso estaba seguro, y se le prohibiría volver a acercarse nunca a las torres, o tan siquiera volver a observarlas alguna vez. Sintió un escozor detrás de sus ojos, algo que sabía que señalaba la proximidad de las lágrimas, listas para brotar e inundar su rostro.
—Thomas Bigland de Avebury, señor —dijo—. Empleado de Sir William M-marshall.
El sargento asintió.
—¿Y a ti te gustaría ser transmisor de señales?
—Sí, señor... —El idioma era inglés moderno, desde luego, el lenguaje de los artesanos y los comerciantes, no la verborrea gutural de los desarraigados palurdos; a Rafe le resultaba incluso fácil incluir las expresiones anticuadas que utilizaban los transmisores cuando hablaban entre ellos.
El sargento dijo bruscamente:
—¿Puedes leer en los libros, Rafe?
—Sí, señor —vaciló brevemente—, si las palabras no son demasiado largas...
El hombre del Gremio se echó a reír de nuevo y le dio al muchacho una palmada en la espalda.
—Bien, maese Rafe Bigland, que quieres ser transmisor de señales y puedes leer las palabras de los libros si éstas son cortas; aunque el buen Dios sabe que yo no he aprendido demasiadas cosas de los libros, es posible que te pueda ayudar, siempre que no me hayas dicho ninguna mentira. Ven. —Y se levantó y echó a andar en dirección a la torre. Rafe dudó, parpadeó, se puso rápidamente en pie y trotó detrás suyo como un caballo desbocado, con la cabeza zumbándole historias maravillosas.
Subieron por el camino que bordeaba la colina. Mientras iban cuesta arriba, el sargento se puso a hablar La Silbury 973 formaba parte de una cadena de Clase C que se extendía desde los alrededores de Londinium, desde la gran estación de relevo de Pontes, a lo largo de la línea de la carretera que iba a Aquae Sulis. Sus efectivos... Pero Rafe ya sabía todo lo que había que saber acerca de sus efectivos: cinco hombres, incluyendo al oficial; sus casas se hallaban algo apartadas del pueblo, en un pequeño promontorio que les proporcionaba aislamiento. Los hogares de los transmisores de señales siempre estaban situados así, ayudaba a conservar los misterios del Gremio. Los hombres del Gremio no pagaban diezmos a las comunidades locales, no obedecían a nada ni a nadie que no formara parte de su propia jerarquía; y aunque en teoría eran responsables ante la ley común, en la práctica eran inmunes. Se autogobernaban de acuerdo con su propio y elevado código; y aquél que se atreviera a medir sus fuerzas con el Gremio más rico de Inglaterra era un valiente o un loco. Había una lapidaria exactitud en lo que el sargento había dicho: cuando los reyes esperaban sus mensajes tan ansiosamente como los plebeyos, eso significaba que no tenían mucho de lo que preocuparse. Los Papas podían cavilar, celosos de su independencia, pero hasta la mismísima Roma había aprendido bien la lección a través de la experiencia. Se sabía que las redes de torres de señales que cubrían todo el territorio del continente servían para algo más que para transmitir solemnes órdenes y quejas. En la medida en que eso era posible en un hemisferio dominado por la Iglesia Militante, los hombres del Gremio eran libres.
Aunque Rafe había visto bastantes veces el interior de una estación de transmisiones en sueños, nunca había puesto el pie en ninguna en la realidad. Se detuvo de pie en las escaleras de madera, mientras un temblor se apoderaba de él como un obstáculo tangible. Lo único que se le ocurrió en aquel momento para poder controlar aquella sensación fue contener la respiración. Nunca antes había estado tan cerca de una torre de transmisiones; el repentino movimiento y avance de los brazos, el repiqueteo de docenas de minúsculas articulaciones, sonaban a sus oídos como música celestial. Desde aquella posición sólo era visible el extremo de la señal, asomando por encima del techo de la casa. Las varas de madera barnizada tenían un leve color anaranjado, como los mástiles de un barco; los brazos de señales subían y bajaban en el cielo. Podía ver las clavijas y los lazos cerca de las puntas para que, cuando hiciera mal tiempo, o por la noche cuando se debiera transmitir un mensaje de vital importancia, pudieran fijarse unas antorchas. Había visto aquellos fuegos una vez, a muchas millas de distancia en la llanura, la noche que murió el Rey.
El sargento abrió la puerta y le dijo que entrara rápido. Se quedó inmóvil justo tras cruzar el umbral. El lugar tenía un olor característico que era de algún modo masculino, una mezcla de aceites y betunes y humo de tabaco; y había también algo que recordaba el aspecto de una embarcación. La cabina era baja ventilada, más espaciosa de lo que y parecía desde la parte delantera de la colina. Había una estufa, vacía ahora y reluciente de grasa, con las partes metálicas lanzando vivos destellos. La boca del horno estaba cubierta por una hoja de crepé rojo, tensa; las puertas estaban ligeramente entreabiertas, mostrando el interior. La madera de las paredes estaba pintada de color gris claro, y las listas de los turnos de guardia colgaban cuidadosamente, de forma casi decorativa, en la parte frontal que cobijaba la chimenea de la estufa. En una esquina de la habitación había un grupo de diplomas, enmarcados y vistosamente coloreados; debajo de ellos había un daguerrotipo, descolorido, que mostraba a un grupo de hombres de pie delante de una torre de transmisiones muy alta. En otro de los ángulos de la sala había una litera, con un montón de mantas dobladas dentro de una caja; encima, una foto coloreada a mano de una sonriente muchacha con un gorro verde del Gremio y muy poco más. Los ojos de Rafe pasaron rápidamente por ella, con la levemente vergonzosa indiferencia de la infancia.
En medio de la habitación, pintada de blanco y cuadrada, estaba la base del mástil de señales, y a su alrededor una pequeña tarima de suave y lisa madera, sobre la que se hallaban dos hombres del Gremio. En sus manos tenían las largas palancas que accionaban los brazos de señales de arriba; las barras de control salían de allí mismo, encajadas en el punto en que atravesaban el techo en aros de tela blanca. Había unas claraboyas a cada lado, abiertas ahora, que dejaban entrar el cálido aire de julio. El tercer oficial de servicio se encontraba de pie en la ventana occidental de la habitación, con las lentes de los binoculares sobre sus ojos, hablando lenta pero fluidamente:
—Cinco..., once..., trece..., nueve... —Los operadores repitieron las combinaciones, moviendo la empuñadura de las grandes palancas, apoyando el peso de sus cuerpos sobre la fuerza de los brazos de las señales que se encontraban arriba, dejando que cada súbito descenso de uno de ellos les ayudara a tomar posiciones para la próxima cifra. Había un aire concentrado pero no tenso; todo parecía muy fácil y ensayado. Delante de los hombres, apoyado en los puntales del techo, un monitor repetía las posiciones de los brazos, pero los transmisores raramente lo miraban. Años de práctica habían dado a sus movimientos una fluidez que les hacía parecer como si estuvieran ejecutando pasos y posturas de ballet. Los cuerpos se balanceaban, comprobaban, moviéndose en sus arabescos, en medio del crujido de la madera y el leve rumor de las señales que llenaba el aire del lugar de una forma tan continua y sosegada como el zumbido de las abejas.
Nadie prestó la más mínima atención a Rafe o al sargento. El hombre del Gremio empezó a hablar de nuevo, con tranquilidad, explicando lo que estaba sucediendo. El largo mensaje que llevaban transmitiendo desde hacía casi una hora era una lista actualizada de los precios de cereales y ultramarinos en Londinium. La red del Gremio era inestimable para regular la compleja economía del país: los granjeros y los comerciantes, tomando los precios de Londinium como base, sabían exactamente lo que debían pagar o recibir cuando compraban o vendían. Rafe olvidó decepcionarse: su mente oyó las palabras, memorizándolas y almacenándolas, mientras sus ojos observaban los cambiantes esquemas realizados por los hombres del Gremio, que parecían ser una parte más de la ruidosa y chirriante máquina que controlaban.
La información realmente transmitida, lo que el sargento llamaba la esencia de la profesión, ocupaba tan sólo una parte de las transmisiones; los mensajes se veían a menudo casi inundados por los códigos necesarios para asegurar su distribución. Las cifras que estaban transmitiendo ahora, por ejemplo, debían llegar a ciertos centros, Aquae Sulis entre ellos, antes de la noche. La forma en que llegaban y la distribución de su camino era la principal tarea de los transmisores de señales subsidiarios a través de cuyas estaciones pasaban las cifras. Fueron necesarios varios anos, junto con un cierto grado de intuición, antes de que se pudieran transmitir las señales de un modo tal que evitaran su paso por líneas que ya se hallaban congestionadas por otras informaciones; y desde luego, mientras una línea estaba siendo utilizada en una dirección, como en este caso, transmitiendo un mensaje complejo que iba de este a oeste, resultaba muy difícil emplearla en sentido opuesto. De hecho, era posible pasar dos mensajes en distintas direcciones al mismo tiempo, y se hacía a menudo en las torres de Clase A. Cuando esto ocurría, cada tercera cifra de los mensajes orientados hacia el norte podía ser parte de otra señal con dirección al sur: transmitían a ráfagas, cambiando los mensajes en uno y otro sentido. Pero la señalización coaxial era detestada incluso por los hombres del Gremio. La línea tenía que estar inicialmente limpia, y se debía acordar un código adecuado; se empleaban dos vigías, cantando alternativamente sus direcciones a los transmisores, e incluso en la estación mejor llevada podía producirse la más total confusión como resultado de un mínimo error, lo cual significaba reiniciar toda la operación.
El sargento describió con sus manos la señal de fracaso que utilizaría una torre en caso de haberse equivocado: tres extensiones horizontales de los brazos de señales desde los lados a los mástiles. Cuando ocurría esto, dijo riendo siniestramente, solía rodar más de una cabeza; en el caso de una torre de Clase A, el mando estaba bajo la responsabilidad como mínimo de un mayor de transmisiones, un hombre con veinte años o más de experiencia. De él se esperaba que no cometiera errores, y al mismo tiempo que velara para que sus subordinados tampoco cometieran ninguno. La cabeza de Rafe empezó a soñar de nuevo; miró con respeto la desgastada piel verde del uniforme del sargento. Ahora estaba empezando a ver vagamente lo que significaba ser un transmisor de señales.
Finalmente, el mensaje terminó con un gran aleteo de los brazos de señales. El vigía permaneció en su puesto, pero los operadores bajaron de la tarima, mostrando por primera vez su interés en Rafe. Lejos de las palancas, parecían mucho más normales y causaban menos respeto. Rafe les conocía bien: Robin Wheeler, con quien se cruzaba a menudo en su camino de ida y vuelta de la estación, y Bob Camus, que había partido unas cuantas cabezas en sus buenos tiempos, el día de la fiesta del juego del garrote en el pueblo. Le mostraron los libros de códigos, todas las series de cifras escritas en rojo sobre unos cuadrados negros numerados. Se quedó con ellos para compartir su comida; su madre estaría preocupada y su padre se enfadaría, pero se había olvidado casi por completo de su casa. Al anochecer llegó otro mensaje del oeste; le dijeron que era un asunto de la policía, y lo transmitieron volando hacia su destino. Estaba anocheciendo cuando Rafe abandonó finalmente la estación, con la cabeza en las nubes y un par de peniques en el bolsillo. Fue sólo más tarde, ya en la cama e intentando dormir, cuando se dio cuenta de que su viejo sueño se había realizado. Finalmente cayó rendido en un profundo sopor, sólo para soñar otra vez en las torres de señales por la noche, con las antorchas en los brazos rugiendo en medio del azul oscuro del cielo. Nunca gastó aquellas monedas.
Una vez su sueño se convirtió en una posibilidad real, su ambición por ser transmisor de señales fue creciendo paulatinamente; pasaba todo el tiempo que podía en la estación de Silbury, encaramada en lo alto de su prehistórica colina. Sus ausencias se reflejaban en las más vivas protestas de su padre. El sueldo del señor Bigland como pasante de un administrador de fincas apenas proporcionaba lo suficiente para mantener a una progenie de cinco hijos; la familia tenía necesidad de cultivar la mayor parte de su propia comida, y para esa tarea cada par de manos representaba una ayuda valiosa. Pero nadie adivinaba la razón de las frecuentes desapariciones de Rafe; y por su parte, él no mencionaba ni una palabra.
Aprendió, en horas ilícitas, las treinta posiciones impares de los brazos de señales, y algunas de las secuencias de agrupación más corrientes; después de esto se solía echar cerca de la colina de Silbury e iba repasando en voz baja y para sí mismo la mayoría de los números, aunque, sin los códigos que los descifraban, era como si estuviera mudo. En una ocasión, el sargento Gray le permitió ocupar el sitio del observador durante una gloriosa media hora mientras llegaba un mensaje desde Malborough Downs. Rafe se mantuvo rígido en su puesto, con las manos chorreando sudor sobre los tubos de las lentes Zeiss, y leyó las cifras tan alto y claro como pudo para los transmisores que estaban a su espalda. El sargento comprobó discretamente su informe desde el otro lado de la cabaña, pero no cometió ningún error.
A los diez años Rafe había recibido toda la educación formal que cualquier otro chico de su edad podía esperar. Entonces se planteó la gran cuestión de la profesión que debía escoger. La familia se reunió en cónclave: padre, madre y los tres hijos mayores. Rafe no se sentía impresionado; sabía, hacía semanas ya que lo sabía, el destino que le habían elegido. Iba a ser el aprendiz de uno de los cuatro sastres del pueblo, unos ancianos pequeños y encorvados que se sentaban como ermitaños con las piernas cruzadas tras montañas de tela y se pasaban la vida cosiendo por el tintineo de un puñado de peniques. Apenas esperaba que le consultaran su decisión; no obstante, fue enviado formalmente a buscar, y se le preguntó qué deseaba ser. Aquel fue el momento de la bomba.
—Sé exactamente lo que quiero ser —dijo Rafe con firmeza—. Transmisor de señales.
Hubo un momento de conmocionado silencio, tras el cual estallaron las carcajadas. Los miembros del Gremio eran la élite; el padre de Rafe estaba incluso dispuesto a pagar gustoso para que su hijo pudiera entrar en el negocio de la sastrería. Pero los transmisores de señales... Ningún Bigland había sido jamás transmisor de señales. ¡Eso elevaría enormemente el status familiar! Todo el pueblo les trataría con respecto, con un hijo vestido de verde. Ridículo...
Rafe se sentó tranquilamente hasta que hubieron acabado, con los labios apretados y los pómulos brillantes. Sabía que iba a ser así, y sabía también lo que tenía que hacer. Su compostura molestó a la familia, tranquilizándola lo suficiente como para preguntarle, con burlona seriedad, cómo planeaba conseguir su deseo. Era el momento de la segunda bomba.
—Yendo al Gremio para someterme a un Examen de Ingreso Común —dijo, repitiendo las palabras que se había aprendido de memoria—. El sargento Gray, de la estación de Silbury, hablará en mi favor.
En medio del brusco silencio se oyó la confusa tos de su padre. El señor Bigland parecía un cordero viejo, sentado parpadeante tras sus gafas, mordisqueando su fino bigote.
—Bien —dijo—. Bien, no sé... Bien... —Pero Rafe ya había visto el brillo en sus ojos ante la idea del futuro prestigio. Que un hijo suyo pudiera vestir el verde del Gremio...
Antes de que pudieran cambiar de idea, Rafe escribió una carta formal, que entregó en persona en la estación de Silbury; en ella pedía al sargento Gray, muy correctamente, si sería tan amable de hablar con el señor Bigland en relación a la entrada de su hijo en la Escuela Universitaria de Transmisores de Señales de Londinium.
El sargento fue fiel a su promesa. Era viudo, y no tenía hijos; quizá Rafe fuera en parte el hijo que nunca tuvo, tal vez observó en el chico los reflejos de su propio entusiasmo juvenil. A la noche siguiente fue paseando tranquilamente por la calle mayor del pueblo hasta detenerse en la puerta de los Bigland; Rafe, fisgando lo que ocurría desde la habitación compartida en la parte alta del porche, sonrió con complacencia ante el estupor y la curiosidad de los vecinos. La familia estaba completamente agitada; el presupuesto de la casa había sido saqueado para comprar vino y velas, y los objetos de plata y la mantelería nueva estaban expuestos en la sala de visitas: todos se sentían ansiosos por causar la mejor impresión posible. El señor Bigland estaba más que contento; cuando el sargento se fue, una hora más tarde, había firmado la autorización. El mismo Rafe contempló la señal transmitida desde la torre pidiendo a Londinium los papeles de admisión necesarios para el examen anual del Centro.
El Gremio sólo otorgaba doce plazas al año, y eran vivamente disputadas. En las pocas semanas de que disponía, Rafe se preparó sin descanso. El sargento le asesoró sobre todos los aspectos de las transmisiones que razonablemente debía conocer, mientras el dómine del pueblo, impresionado pese a todo, repasaba los deberes de Rafe e intentaba introducir en su dolorida cabeza los rudimentos del francés normando. Rafe consiguió la plaza; de hecho, nunca había tomado en consideración la posibilidad de fracasar, principalmente porque aquel pensamiento era inconcebible. Realizó el examen en Sorvidonum, el centro regional más cercano a su casa; al cabo de una semana le llegó el mensaje ofreciéndole la plaza, con una lista de la ropa y los libros que iba a necesitar e indicándole que debía prepararse para efectuar su presentación en la Escuela Universitaria de Transmisores de Señales en el plazo máximo de un mes. Cuando partió hacia Londinium, enfundado en una capa nueva, a lomos de un caballo proporcionado por el Gremio y escoltado por dos criados del Gremio vestidos con capotes color bermellón, fue seguido por la envidia de todo un pueblo. Los brazos de la torre de Silbury permanecían inmóviles; pero cuando pasó junto a ella, efectuaron un rápido movimiento de Atención, seguido de inmediato por las cifras de Origen y Localidad Inmediata. Rafe se volvió en la silla, con lágrimas en los ojos, y observó las letras rápidamente deletreadas en lenguaje directo: «Buena suerte...».
Al lado de Avenbury, Londinium parecía sucio, ruidoso y viejo. La Universidad se hallaba emplazada en un edificio antiguo y destartalado apenas entrar en las puertas de la ciudad; aunque Londinium hacía tiempo que había desbordado sus antiguos límites, extendiéndose al sur por el río y al norte hasta casi Tyburn Tree. Los hijos de los hombres del Gremio eran la habitual multitud de mozalbetes alborotadores y mocosos que formaban parte del grupo de los aprendices de cualquier profesión. Los Herederos del Verde por derecho de sucesión despreciaban a los Novicios Vulgares desde las alturas de su insoportable e imaginaria eminencia; Rafe lo pasó bastante mal hasta que una serie de peleas de dormitorio, todas más o menos sangrientas, demostraron de una vez por todas a sus compañeros que era mejor dejar en paz al joven Bigland. Finalmente fue aceptado como miembro de la comunidad.
El Gremio, particularmente en los últimos años, había tendido a dar una gran importancia al conocimiento teórico, y el curso de dos años era intensivo. Los aprendices tenían que llegar a obtener un buen dominio del francés normando, porque para su posterior formación deberían ir inevitablemente a las casas de los ricos. Un conocimiento de trabajo de las demás lenguas del país, el córnico, el galéico y el inglés medio, era también indispensable: ningún miembro del Gremio sabía dónde acabaría siendo enviado. También se enseñaba historia del Gremio, y elementos de mecánica y codificación, aunque la mayor parte del trabajo práctico se realizaría en el campo, en las estaciones de prácticas dispersas por todas las costas sur y oeste de Inglaterra, y a través de los caminos de Gales. A los estudiantes incluso se les exigía tener un cierto conocimiento de taumaturgia: aunque Rafe era incapaz de ver cómo la atracción de unos pedacitos de papel por un trozo de ámbar pulido podía tener alguna aplicación en el campo de la transmisión de señales.
Trabajó intensa y dedicadamente, y superó los exámenes con una nota lo suficientemente alta como para satisfacer incluso a sus maestros. Fue enviado directamente a su estación de prácticas, el complejo Clase A situado en el alto de San Adelmo, en Dorset. Para su intensa satisfacción, fue acompañado de un amigo que se había hecho en el centro de estudios: Josh Cope, un muchacho medio salvaje de ojos negros, un Novicio Vulgar como él, hijo de una familia de mineros de Dorset.
Llegaron a San Adelmo de la manera tradicional, haciendo autostop, en un tren de carretera tirado por una Fowler. Rafe nunca olvidó su primera visión de la estación. Era mucho más grande de lo que había imaginado, y se extendía sobre un gran promontorio pelado. Por conveniencia, las estaciones eran clasificadas de acuerdo con el peso de las torres que sostenían; pero San Adelmo era también un centro de distribución para las líneas B, C y D, y en torno a las inmensas estructuras acopladas de las torres Clase A había un círculo de transmisores de señales más pequeños, todos girando y claqueteando al sol. Junto a ellos, unos anillos dispuestos para tal fin señalaban los códigos en los que hablaban las torres mediante una serie de círculos y rectángulos de brillantes colores; Rafe, absorto, vio como uno de ellos daba la vuelta, mostrando en dirección oeste una Señal de Siniestro amarilla en el momento en que el brazo superior cambiaba, a mitad de mensaje, de lenguaje directo al complejo Código Veintitrés. Miró de reojo a Josh, se transmitieron una señal con el pulgar hacia arriba, se echaron las mochilas al hombro y se encaminaron en dirección a la puerta principal para informar de su entrada en servicio.
Durante las primeras semanas ambos muchachos estuvieron contentos de hallarse el uno en compañía del otro. Hallaron la atmósfera de la estación principal de campo muy distinta a la de la Escuela Universitaria; en comparación con esa última, ruidosa y bulliciosa, parecía casi monástica. La formación en el Gremio de Transmisores de Señales era como intentar subir por un palo engrasado, y Rafe y Josh habían resbalado de nuevo hasta la base. Su vida allí era una casi interminable ronda de trabajos en la cantina, pulidos y abrillantados, fregados y secados. Había habitaciones que limpiar, senderos de gravilla que desherbar, lo que parecían millas enteras de raíles de bronce que frotar y pulir hasta que brillaran. San Adelmo era una estación de exhibición, siempre lista para ser inspeccionada en cualquier momento. Una vez fue visitada incluso por el mismísimo Gran Maestre de los Transmisores de Señales, acompañado de su lugarteniente; la locura de la limpieza empezó una semana antes de su visita. Y además estaba el mantenimiento de las torres; renovar los anillos de lona por encima de las barras de control, pintar los brazos de señales, limpiar y engrasar periódicamente sus cojinetes, bajar y reequipar las barras, todo ello siempre de noche, cuando las transmisiones de la jornada ya habían sido efectuadas, y generalmente en medio del peor de los tiempos. La naturaleza semimilitar del Gremio hacía necesaria la instrucción con armas y las prácticas de tiro con arco y ballesta, armas actualmente anticuadas pero aún usadas ocasionalmente en las guerras europeas.
La estación en sí superaba los sueños más increíbles de Rafe. Su dotación permanente, incluida la docena aproximada de aprendices en constante formación, era de más de cien hombres, de los cuales unos sesenta u ochenta estaban siempre de servicio o de retén. Los grandes brazos de comunicación, los de Clase A, eran manejados por equipos de doce hombres, seis para cada palanca grande, con un maestro de señales para controlar la coordinación y pasar las cifras de los observadores. Con la estación funcionando casi al máximo de su capacidad, la escena era impresionante; las líneas de hombres en los controles, tan sincronizados como un grupo de bailarines; los gritos del maestro de señales; carreras sobre el blanco suelo de madera; el retumbar y el crujir de las barras de control; el intenso atronar de las señales a cien pies de altura por encima del techo. No obstante esto, y según el amargado oficial al mando, no se trataba de transmisiones de señales, sino sólo de «un maldito y poco científico movimiento de maderas». El mayor Stone había pasado la mayor parte de su vida activa en las pequeñas torres Clase C en la cordillera Penina, antes de que una promoción no buscada le hubiera concedido su actual puesto de confianza.
Los mensajes codificados del tipo A desde San Adelmo a Swyre Head y de allí hasta Gad Cliff tenían que tener en cuenta la región montañosa que dominaba la bahía de Warbarrow. Desde allí, y a lo largo de la costa hasta Golden Cap, la estación dominaba totalmente a unos seiscientos pies por encima el poblado de pescadores de Lymes, para lanzarse a grandes zancadas hacia el oeste, hacia Somerset y Devon y la lejana Cornualles, o de nuevo en dirección norte por encima de las alturas de la Gran Llanura en ruta hacia Gales. En aquel punto, Rafe sabía que pasaban muy cerca de los antiguos anillos de piedra de Avenbury. A menudo pensaba con afecto en sus padres y en el sargento Gray; pero hacía tiempo ya que no sentía aquella intensa nostalgia. Sus días eran demasiado ajetreados para experimentar esa sensación.
Doce meses después de su llegada a San Adelmo, tres años de su alistamiento en el Gremio, se permitía por primera vez a los aprendices que pusieran sus manos sobre las barras de los indicadores de señales. De hecho, Josh había hallado imposible esperar, y había calmado su ego, unos meses atrás, mandando un divertido mensaje a través de una de las pequeñas torres locales en lo que esperaba que fuera el punto muerto nocturno. Gracias a esa desviación del recto camino tuvo la oportunidad de trabar una íntima y dolorosa amistad con la hebilla de un cinturón de piel de color verde, manejada nada menos que por el mismísimo mayor Stone. Dos corpulentos cabos de señales sostuvieron al hijo del minero mientras éste aullaba y se revolcaba; el resultado final convenció a Josh de que, en ciertos aspectos disciplinarios, el Gremio era inexorable.
Aprender a realizar las señales era como volver a empezar una vez más. Rafe observó rápidamente que la palanca de un brazo de señales no era un objeto pasivo del que uno podía tirar y mover a placer; un operador, cuando el viento soplaba bajo las grandes velas negras de los brazos, tenía muchas posibilidades de ser arrojado fuera de la tarima por el latigazo de incluso una unidad de treinta pies, mientras que la falta de coordinación, en las torres Clase A, podía llegar a ser, y de hecho lo había sido más de una vez, fatal. Existía un truco, sólo aprendido después de lacerantes horas de práctica: apoyar todo el peso del cuerpo sobre las palancas en vez de utilizar simplemente los músculos de la espalda y de los brazos, emplear la sacudida y el balanceo de los brazos de señales para posicionarlos automáticamente hacia la siguiente cifra. Intentar luchar con ellos en vez de aprovechar el movimiento de retroceso significaba reducir a un hombre fuerte a un trapo empapado de sudor en apenas unos minutos; pero un experto en señales podía trabajar medio día seguido y cansarse muy poco. Rafe enfocó laboriosamente la tarea; seis meses y una clavícula rota más tarde, se sintió capaz de enorgullecerse de la maestría de su destreza. Fue entonces cuando se enfrentó por primera vez con las mortíferas complicaciones de la señalización coaxial...
Después de dos años en la estación se estimaba que los aprendices estaban finalmente preparados para graduarse como expertos en señales. Entonces llegaba la prueba más dura de todas. El emplazamiento, el ruedo, era un montículo de tierra al aire libre a una media milla del alto de San Adelmo. En la parte superior, mirándose la una a la otra a cuarenta yardas de distancia, se alzaban dos torres Clase D con sus respectivas cabinas. Josh iba a ser el compañero de Rafe en la prueba. Fueron llevados al lugar a primera hora de la mañana, y se les planteó su problema: transmitirse el uno al otro, en lenguaje directo, todo el libro de Nehemías, en versículos alternos, con las cifras correspondientes de Atención, Reconocimiento y Fin de Mensaje al principio y final de cada uno de ellos. Se permitirían varios descansos de diez minutos, aunque se les había advertido a título particular que sería mejor que no hicieran uso de ellos, ya que, una vez abandonaran las tarimas, cabía la posibilidad de que no fueran capaces de obligar a sus cansados cuerpos a volver a las barras de control.
Era probable que hubiera observadores en torno a la pequeña colina controlando el trabajo minuto a minuto para poder detectar errores, imprecisiones y faltas de estilo. Cuando hubieran terminado los mensajes a su entera satisfacción, los aprendices podrían marcharse y hacerse llamar expertos en señales. Pero no hasta entonces. Nada les impedía abandonar su tarea antes de finalizarla, en caso de desearlo. Nadie mencionaría ni una palabra de condena, y no habría castigo alguno; pero deberían abandonar el Gremio aquel mismo día, y no volver nunca. Algunos muchachos, pocos, abandonaban. Otros se derrumbaban; a ellos se les concedía otra oportunidad.
Rafe no abandonó ni se derrumbó, aunque hubo momentos en que hubiera deseado hacer ambas cosas. Cuando empezó, el sol apenas empezaba a salir; cuando terminó, estaba hundiéndose en el horizonte occidental. Las primeras dos horas, las primeras tres, no fueron nada; pero entonces empezó el dolor. En los hombros, en la espalda, en las nalgas y en las pantorrillas. Su mundo se hizo angosto; ya no se veía ni el sol ni el distante mar. Para él sólo existían los brazos de señales, las palancas, el texto ante sus ojos, la ventana. A través del espacio que separaba las dos torres podía ver a Josh observando atentamente cada vez que acometía su interminable e inútil tarea. Rafe llegó poco a poco a odiar las torres, el Gremio, a sí mismo, todo lo que había hecho, los recuerdos de Silbury y el viejo sargento Gray; y sobre todo odió a Josh, con su estúpida cara de burbuja blanca, y las señales que claqueteaban sobre su cabeza como una absurda extensión de sí mismo. Con el cansancio sobrevino un estado similar al trance, en el que la lógica quedaba en suspenso y las razones de cada acción se perdían. No quedaba nada por hacer en la vida, nunca había habido nada por hacer excepto permanecer de pie sobre aquella tarima, manejar las palancas, sentir las sacudidas... Su visión se desdobló y se triplicó hasta que las líneas de la copia que tenía ante sí empezaron a oscilar, haciendo su lectura imposible; y la prueba aún no había terminado. En cualquier momento de aquella tarde, Rafe hubiera llegado incluso a asesinar a su amigo de haber podido alcanzarle. Pero no podía alcanzarle; sus pies estaban clavados a la tarima, sus manos pegadas a las palancas de los brazos de señales. Las palancas producían un ruido sordo y extraño; su respiración sonaba en sus oídos de una forma áspera, como un motor. La vista se le nublaba, y el texto emitido por la torre de señales opuesta nadaba en el vacío. Se sintió inmaterial; podía notar sus miembros ardiendo de una forma vaga y confusa. Y de algún modo, de forma agonizante, la transmisión llegó a su fin. Movió el último versículo del libro, lo firmó con una señal de Fin de Mensaje. Se apoyó en las palancas mientras una parte de él, la parte que aún podía pensar, se dio cuenta lentamente de que podía parar. Y entonces, lleno de rabia, hizo algo que sólo otro aprendiz había hecho en la historia de la estación: accionó de nuevo las palancas a la posición de Atención, deletreó con terrible exactitud, letra a letra, el mensaje Dios salve a la Reina, firmó el Fin de Mensaje, no recibió ninguna señal de reconocimiento, y colocó las palancas en posición de Interrupción, Contacto de Emergencia. En una cadena de señales, la alarma sería devuelta a la estación de origen, la información posterior reorientada, y enviado un pelotón para investigar las causas de la interrupción.
Rafe se quedó contemplando inexpresivo las palancas. Entonces observó que las confusas líneas brillantes que las cubrían eran su propia sangre. Obligó que sus laceradas manos las soltaran, se arrastró hacia la puerta, se abrió paso entre los dos hombres que habían acudido a buscarle, y cayó desmayado a veinte metros, sobre la hierba. Fue llevado a San Adelmo en un carro y acostado inmediatamente. Durmió como un tronco; cuando despertó, supo que tanto Josh como él se habían ganado el derecho de cambiar su chaquetilla con capucha de color rojizo de los aprendices por la de color verde de los expertos en señales del Gremio. Aquella noche bebieron cerveza, torpemente, cogiendo las jarras con las dos manos vendadas; y por segunda y última vez el carro de la estación tuvo que entrar en servicio para llevarles a casa.
La siguiente parte de su formación fue un puro placer. Rafe se despidió de Josh y fue a casa, con un permiso de dos meses. Terminado éste, fue destinado a la Real Casa de los Fitzgibbon, una de las antiguas familias del sudeste, para servir allí durante doce meses como paje de señales. El trabajo era principalmente ceremonial, aunque en momentos de crisis nacional conllevaría obviamente su cuota de responsabilidad. La mayoría de las familias de origen noble, cuando podían permitírselo, compraban derechos al Gremio y erigían sus propias miniestaciones transmisoras en algún punto de su propiedad; las pequeñas torres Clase E eran incluso más pequeñas que las Clase D, en la que Rafe se había graduado.
En los lugares por los que no pasaba ninguna línea de fácil acceso visual solían erigirse una o más estaciones por el territorio circundante, y éstas eran mantenidas por jornaleros de señales sin acceso al código; pero la gran casa en forma de H de los Fitzgibbon quedaba casi debajo de Swyre Head, en un vallecito estrecho en pendiente que daba al mar. Rafe, al observar los tejados de aquel lugar la misma mañana de su llegada, esbozó una leve sonrisa. Pudo ver la torre de señales encaramada entre los salientes de la chimenea; aproximadamente a una milla de distancia se hallaba la repetidora Clase A, la torre de su antigua estación de San Adelmo, justo por encima de la colina. Espoleó su caballo, llevándolo a un medio galope. Haría sus señales directamente a la torre Clase A, no había otra vía de salida. No pudo evitar el tragar saliva ante el pensamiento de la cara del mayor cuando tuviera que retransmitir un mensaje a San Adelmo o Golden Cap pidiendo mantequilla, seis docenas de huevos y la asistencia de unos zapateros. Presentó los debidos respetos a la estación, y fue hasta el valle para hacerse cargo de sus nuevas funciones.
Eran todavía más sencillas de lo que había previsto. El mismo Fitzgibbon se movía libremente por la corte y raras veces paraba en casa, cuyo cuidado estaba en manos de su esposa y sus dos hijas adolescentes. Como Rafe había esperado, la mayoría de los mensajes que se le pedía que transmitiera eran de naturaleza totalmente doméstica. Y disfrutaba de los privilegios de cualquier joven representante del Gremio en su posición: tenía siempre asegurado un lugar caliente en la cocina por las noches, el primer trozo de asado, las muchachitas de servicio más bonitas para que remendaran su ropa y cortaran su pelo. Cualquier lugar para darse un chapuzón en el mar estaba a un tiro de piedra, y los días de fiesta podía viajar a Durnovaria y Bourne Mouth. En una ocasión se estableció en aquellos terrenos una pequeña feria ambulante, una tradición que al parecer se repetía todos los años; y Rafe pasó una deliciosa media hora transmitiendo a la torre Clase A sus pedidos de aceite para sus máquinas de vapor y carne para el oso bailarín.
El año transcurrió con rapidez; a finales de otoño el muchacho, ascendido ahora a cabo de señales, fue cambiado de destino, y otro tomó su lugar. Rafe se dirigió hacia el oeste, a las colinas que formaban el ángulo sur de Dorset, para iniciar lo que sería su primer cargo de auténtica responsabilidad.
La estación formaba parte de una cadena Clase D que enlazaba Somerset hacia el oeste sobre las tierras altas. En invierno, con los días cortos y las malas condiciones de observación, las torres no se usaban; Rafe sabía muy bien aquello. Durante aquellos meses se encontraría totalmente aislado; los inviernos en las colinas podían llegar a ser severos, con la nieve imposibilitándolo todo y los hielos perdurando durante semanas. Tendría poco que temer de los routiers, los salteadores de caminos que, según decía la leyenda, rondaban por el oeste en los meses fríos; la estación estaba situada lejos de cualquier carretera y no había nada en su casa, excepto quizá las lentes Zeiss que llevaban los transmisores de señales, que pudiera tentar a un hombre desesperado. Los lobos y los duendes constituirían un peligro mayor, aunque estos últimos se hallaban virtualmente extinguidos en el sur, y él era lo suficientemente joven como para poder reírse de ellos. Reemplazó al aburrido cabo que terminaba su servicio, señaló su llegada a toda la cadena de torres, y se dedicó a hacer un inventario de sus posesiones.
Según todos los informes, este primer invierno en una estación de un solo hombre era una prueba peor que el test de resistencia. Y de hecho, era una prueba. En algún momento en los oscuros meses que se le avecinaban, a alguna hora del día, llegaría un mensaje por la línea muerta, desde el este o desde el oeste, y Rafe debería estar allí para recogerlo y transmitirlo. Un minuto de retraso en su reconocimiento, y le llegaría una reprimenda formal desde Londinium; aquello podría manchar su promoción durante años, incluso para siempre. Los niveles del Gremio eran altos, y nunca cedían; si era fácil que el mayor de una estación Clase A cayera de su posición, ¡cuánto más fácil sería para un desconocido y poco entrenado cabo! El período de servicio de cada día era corto, unas escasas seis horas, cinco en los oscuros meses de diciembre y enero; pero en el transcurso de aquellas horas, excepto un breve descanso, Rafe debía hallarse permanentemente alerta.
Una de las primeras acciones que realizó cuando se quedó a solas fue subir a la diminuta pasarela de señales. La construcción de la estación era poco habitual. Para compensar su falta de elevación se había construido una pasarela casi al nivel del techo; la tarima de operaciones se hallaba situada encima de esa pasarela, que disponía de ventanas de cristal a cada extremo para cubrir la visión de este a oeste. Entre ellas, a ambos lados de las palancas de los brazos, había una especie de surco de más de un centímetro de profundidad en las planchas de madera. En los meses siguientes Rafe lo haría un poco más profundo aún, en su constante ir y venir de una a otra ventana, observando los brazos de las siguientes torres de la línea. Los brazos de señales apenas eran visibles; juzgó que se podrían ver a unas dos millas de distancia; no más. Iba a necesitar de toda su capacidad visual, aparte la precisión de las lentes Zeiss, para poder distinguirlos en un día nublado; pero debería observarlos cada minuto durante cada período de servicio porque, tarde o temprano, uno de ellos se movería. Refunfuñó y tocó las palancas de su propia máquina. Cuando esto ocurriera, su reconocimiento estaría resonando antes de que la torre hubiera completado su llamada de Atención.
Examinó de forma crítica las estaciones con los binoculares. En primavera, cuando partiera hacia su nuevo destino, podría conocer a uno de sus operadores; pero no antes. En las horas de sol ellos, como él, estarían atados a sus plataformas de señales, y en la oscuridad era peligroso intentar llegar a ellos. De todos modos, nadie esperaba tampoco que lo hiciera; era una ley no escrita. En caso de necesidad, de necesidad desesperada, podía pedir ayuda a través de las señales; pero sólo en ese supuesto. Ésta era la auténtica vida de los hombres del Gremio: la agitación de Londinium, el calor y la comodidad del hogar de los Fitzgibbon, habían sido meros episodios. Aquí estaba el resultado final de todos sus anhelos: el silencio, la desolación, la antigua e infinita comunión con las colinas. Había realizado un círculo completo.
Su vida seguía el esquema de dormir, despertarse y observar. A medida que los días se hacían más cortos, el tiempo empeoraba; unas brumas heladas envolvían la estación; cayó la primera nevada. Durante unas horas infinitas las torres de este a oeste quedaron perdidas en la niebla; si en aquellos momentos tuviera que enviarse algún mensaje, los transmisores de señales deberían encender las antorchas. Rafe preparó ansiosamente los manojos de leña, atándolos a sus jaulas de hierro, colocando éstas al lado de la puerta, junto con la parafina que las empaparía, haciéndolas arder. Se llegó a obsesionar con la idea de que el mensaje va había llegado, y que lo había perdido en la oscuridad. Poco a poco el temor fue disminuyendo. El gremio era duro, pero también justo; no se esperaba que ningún transmisor de señales fuera un superhombre en época invernal. Si un capitán llegaba inesperadamente a caballo hasta la estación preguntando por qué no había respondido a esto o aquello, y veía las antorchas y el aceite preparados y dispuestos para ser usados, sabría que Rafe había hecho todo lo que había estado en sus manos. Nadie llegó, y cuando el tiempo se aclaró las torres siguieron inmóviles.
Cada noche, después de hacerse oscuro, Rafe examinaba sus señales, moviendo los brazos para liberarlos de la capa de hielo arrastrado por el viento; era satisfactorio sentir el tirón y el empuje de las delgadas alas allá en la oscuridad. Los mensajes que enviaba fútilmente en medio de la noche eran extremadamente caprichosos: notas a sus padres y al viejo sargento Gray, espeluznantes sugerencias a una jovencita de la Real Casa de los Fitzgibbon con la que había habido algo más que un sentimiento caprichoso. Dos veces a la semana utilizaba el período de su comida para trepar hasta lo alto de la torre y comprobar que los ejes estuvieran correctamente engrasados. En una de tales inspecciones quedó aterrado al ver una fisura del grosor de un cabello en una de las barras de control, la primera señal de desgaste del metal. Reemplazó toda la sección por la noche, tomando las partes nuevas del almacén, llevándolas hasta arriba y encajándolas a la improvisada luz de una lámpara de mano. Era un trabajo difícil y peligroso con los dedos helados y el viento golpeándole por la espalda, intentando derribarle del poste sobre el techo que había más abajo. Podía haber desconectado la estación de día, señalando Reparaciones y concediéndose el beneficio de la luz diurna, pero el orgullo se lo prohibía. Acabó su trabajo dos horas antes del amanecer, comprobó que todo funcionara perfectamente en la torre, entró en la casa y se fue a dormir, confiando en que su sentido de transmisor de señales le despertaría con las primeras luces del alba. No le traicionó.
Las largas horas de oscuridad empezaron a disminuir. Remendar y lavar sólo llenaba una pequeña porción de sus horas libres; leyó todos los libros que había llevado consigo, volvió a leerlos, los dejó a un lado y empezó a buscarse nuevas tareas para mantenerse ocupado, comprobó una y otra vez el inventario de comida y combustible. En medio de la oscura noche, con los largos lamentos del viento resonando sobre el techo, las historias de duendes y hombres lobo en el páramo no le parecían tan descabelladas. Incluso resultaba difícil imaginarse el verano, el lento rumor de las torres en medio del cielo azul brillante y rebosante de luz. Había dos pistolas en la cabaña; Rafe comprobó que sus mecanismos funcionaran correctamente, las cargó y las preparó. Dos veces, después de aquello, le despertaron unos ruidos sobre el techo, como si algo oscuro y extraño estuviera arañando para entrar; pero en cada ocasión no era más, que el viento sobre las claraboyas. Las recubrió con tiras de lona: al cabo de un rato el frío las congeló, sellándolas y dejando de molestarle.
Llevó un hornillo portátil a la galería de observación, y descubrió el gran número de operaciones que podía llevar a cabo sin apartar los ojos de las ventanas. Preparar café y té era bastante sencillo; al cabo de poco tiempo se las apañaba perfectamente para prepararse algunos bocados calientes. Prefería utilizar sus horas de comida para otros menesteres distintos de la cocina. Sobre todo temía que la inactividad le hiciera engordar; no había señal alguna de que esto fuera a ocurrir, pero aún así prefería no correr riesgos. Cuando las condiciones de la nieve lo permitían, realizaba rápidas expediciones por el campo circundante. En una de ellas, un montículo con su suave corona de árboles atrajo su atención. Caminó rápidamente hacia allá, lanzando chorros de vapor al aire con su aliento y con las lentes Zeiss rebotando en su cadera. En la espesura le aguardaba el Destino.
El gato montés estaba agarrado al tronco de un abeto, observando el avance del muchacho con ojos que eran estrechas ranuras de odio en la máscara maligna de su rostro. Nadie hubiera podido leer sus pensamientos. Quizás imaginó que iba a ser atacado; quizás era cierto lo que se decía de tales animales: que el frío del invierno los hacía enloquecer. En realidad había muy pocos tan al oeste; la mayoría se habían retirado a las colinas de Gales, a los rocosos picos del lejano norte. La supervivencia de éste era en sí misma un antojo, un anacronismo.
El árbol sobre el que se hallaba agazapado se encontraba en el camino que Rafe debía tomar. El muchacho siguió avanzando, con la cabeza ligeramente inclinada, concentrado en seguir su camino. A medida que se acercaba, el gato montés enseñó para sí sus afilados dientes, en un enorme y silencioso gruñido, mostrando su rosado y amplio paladar y sus colmillos como puñales. Sus ojos brillaron y sus orejas se aplastaron contra su cabeza, haciendo que su cráneo semejara una especie de bola de piel. Rafe no llegó a verlo, sus listas se camuflaban perfectamente con la aspereza de las ramas y la propia nieve. Cuando pasó por debajo del árbol se abalanzó sobre él, aterrizando sobre sus hombros como una manta lanzada al suelo; le había rasgado la carne del cuello y de la espalda antes de que la sensación de dolor llegara a su cerebro.
La conmoción y el impacto hicieron que se tambaleara. Retrocedió, gritando; la reacción hizo caer al gato montés, pero el animal giró sobre sí mismo como un rayo, desgarrando su estómago. Rafe sintió el cálido brotar de la sangre, y el mundo se convirtió en una rojiza niebla de horror. El aire se llenó con los gritos del animal. Cogió su cuchillo, pero los dientes del gato montés alcanzaron su mano y lo dejó caer. Se arrastró ciegamente, encontró el arma de nuevo, lanzó un golpe, y sintió como la hoja del cuchillo alcanzaba el cuerpo de la fiera. El felino chilló y se retorció sobre la nieve. Rafe se obligó a clavar su sangrante rodilla contra el lomo del animal, sujetando a la fiera mientras el cuchillo golpeaba de nuevo, hundiéndose una y otra vez en el enloquecido cuerpo; una convulsión final lo liberó, y el gato montés huyó, salpicando la nieve con su sangre. Posiblemente murió en algún lugar entre los árboles. Luego vino la oscuridad, la horrible marcha a rastras de vuelta hasta la estación de señales. Y ahora él también se estaba muriendo, incapaz de llegar a las palancas de los brazos de señales, sabiendo al fin que había fracasado. Jadeaba desesperadamente, postrado en medio de la densa oscuridad.
Se oían ruidos en la oscuridad. Ruidos caseros. Un rítmico ric-rac, ric-rac; el sonido matutino de un rastrillo siendo pasado por las barras de una reja. Rafe se agitó murmurando, relajándose en el calor que le envolvía. Ahora había luz, una luz anaranjada y vacilante; mantuvo los ojos cerrados, observando el resplandor a través de sus párpados. Pronto le llamaría su madre. Ya era hora de levantarse e ir a la escuela, o al campo.
Un tintineo, agradablemente musical, le hizo volver la cabeza. Le dolía el cuerpo de la cabeza a los pies, pero de algún modo el dolor ya no era tan intenso. Parpadeó. Esperaba ver su antigua habitación en la casita de campo en Averbury: las cortinas levemente agitadas por la brisa y el sol penetrando por las ventanas abiertas. Le llevó un momento reajustarse a la realidad de la casa en la torre de señales; entonces sus recuerdos regresaron de inmediato. Miró; vio la pasarela, la pequeña tarima y las palancas que accionaban los brazos, las barras que se extendían hacia arriba hasta desaparecer en el techo, la blancura de los aros de lona que él mismo había ajustado el día anterior. Había una tela embreada enganchada a cada lado de las ventanas, cerrando el paso a la luz. La barra de la puerta estaba echada, las dos lámparas encendidas; la estufa estaba también encendida, con las puertas abiertas e irradiando calor. Sobre ella hervían botes y cazos; y cuidando de todo ello había una muchacha.
Se dio la vuelta cuando Rafe volvió la cabeza y le miró profundamente, con una especie de nerviosismo flotando en sus ojos que le hizo pensar en los de un animal. Mantenía el cabello apartado de su rostro con una cinta que pasaba por detrás de sus pequeñas y puntiagudas orejas; llevaba un vaporoso vestido de un extraño azul celeste, y era muy morena. Morena como el pan bien horneado, aunque Dios sabía que no había habido sol desde hacía semanas para permitirle adquirir aquel color de piel. Rafe retrocedió instintivamente cuando ella le miró, y algo muy dentro de él dio un vuelco que le hizo sentir la necesidad de gritar. Sabía que ella no debería estar allí, en aquella tierra apartada, con su piel morena y su curioso vestido de verano; supo que era uno de los Antiguos, una de esas criaturas en las que se creía a medias, los Cazadores de los páramos, los ladrones de las almas de los hombres, si la Madre Iglesia decía la verdad. Sus labios intentaron formar la palabra «hada», pero no pudo. Estaban llenos de sangre medio seca, apenas se movían.
Su vista empezaba a oscurecerse de nuevo. Ella se le acercó alegremente, cimbreándose, con el aspecto, en su aturdida mente, de una débil llama; una llama inhumana que un simple soplo podía extinguir. Pero no había nada de etéreo en su contacto. Sus manos eran recias y firmes: enjuagaron su boca, acariciaron su ardiente rostro. Cuando se apartó de nuevo quedó una especie de frescor, y se dio cuenta de que ella había dejado un trapo húmedo sobre su frente. Intentó gritarle de nuevo; ella se dio la vuelta para sonreírle, o al menos eso creyó ver, y comprendió que estaba cantando. No había palabras; el sonido se originaba en su garganta, mágicamente, como sonaría una rueca girando a los oídos de un chiquillo medio dormido. Las palabras parecían a punto de brotar a la superficie de color, pero nunca terminaban de hacerlo. Deseaba desesperadamente hablar, contarle lo del gato montés, el terror que había sentido, sus garras llenas de hielo, pero parecía como si ella supiera ya todo lo que había en su mente. Cuando volvió llevaba un bote de humeante agua, que depositó en una silla al lado de la litera. El canturreo cesó y entonces le habló, pero sus palabras no tenían sentido, le golpeaban y salpicaban como el agua cayendo sobre unas rocas. Sintió miedo de nuevo, porque aquél era el modo en que hablaban los Antiguos; pero el fallo debía hallarse en sus oídos, porque las sílabas se convertían ahora en el inglés moderno del Gremio. Eran palabras dulces y rápidas, llenas de un significado que no significaba nada, insinuando cosas más profundas bajo su propio sonido, que su cansada mente no era capaz de descifrar. Hablaban del destino que le había esperado en el bosque, cayendo bruscamente sobre él desde la rama de un árbol. Las Nornas cambian el destino del hombre o del felino, canturreaba la voz. Sentadas a la sombra del Yggdrasil, el gran Fresno-Mundo, tejen: una Hermana prepara el hilo, la siguiente lo mide, la tercera lo corta por un extremo..., y durante todo el tiempo las manos no dejaban de trabajar, acariciando y calmando.
Rafe sabía que la muchacha estaba loca o poseída. Hablaba de las cosas Antiguas, las cosas prohibidas por la Madre Iglesia, empujadas por toda la eternidad a la oscuridad y al frío. Levantó con gran esfuerzo una mano, para hacer ante ella la Señal de la Cruz; pero la muchacha sujetó su muñeca, entre risitas, y le obligó a bajarla, al tiempo que empezaba a curarle delicadamente la desgarrada palma, limpiando la sangre de la base de los dedos. Desabrochó el cinturón que le apretaba el vientre, aflojó sus pantalones. Cortó la piel de la prenda, mojándola, tirando de ella poco a poco, despegándola de los profundos desgarrones en las ingles y los muslos.
—Ay... —exclamó Rafe—. Ay... —Ella se detuvo al oírle, frunció el ceño y trajo algo de la cocina, le levantó suavemente la cabeza para ayudarle a beber. El líquido le calmó, pareció descender desde su garganta a todo su cuerpo como una anestesia destilada gota a gota. Se sumió en un estado en el cual sólo sentía pequeños pinchazos de dolor, y la oyó canturrear mientras le vendaba las piernas. Se dio cuenta de que caía poco a poco en un profundo sueño.
El día se fue apagando paulatinamente, se convirtió en noche como en un suspiro, luego se convirtió de nuevo en día, y otra vez en oscuridad. Rafe tenía la impresión de formar parte del Tiempo, dormitando y despertando, sintiendo la comodidad de los vendajes sobre su cuerpo y el frescor de las ropas de la cama arropándole; observando las palancas de los brazos de señales como a cien millas de distancia, deseando ir hacia ellas pero sin poder moverse. A veces pensaba que, cuando la muchacha se acercaba, él la atraía hacia sí, hundiendo su rostro en el calor maternal de sus muslos mientras ella acariciaba su pelo y hablaba, y cantaba. Durante todo el tiempo, a través del sueño y el despertar, la voz prosiguió. A veces sabía que sólo la percibía en sus oídos, a veces, en medio de los sueños provocados por su fiebre, creía que las palabras llamaban a las puertas de su consciencia. Formaban una saga poderosa: una historia como nunca antes había sido contada, nunca imaginada en todas las vidas de los hombres.
Era la historia de la Tierra: la Tierra y una tierra, la región que el pueblo de la muchacha llamaba la Tierra de los Anglos. Sólo una vez no existió la Tierra de los Anglos porque todavía no existían los planetas, ni el sol. No existía nada excepto el Tiempo: el Tiempo y el vacío. Sólo el Tiempo era el vacío, y el vacío era el Tiempo mismo. A través suyo se movían colores, destellos, repentinos cambios de luz. Había murmullos, gritos quizá, tonos musicales como las notas de los órganos que sonaban monótonamente en su cuerpo hasta que vibraba con ellas y llegaba a formar parte íntima de ellas. A veces, en el sueño, Rafe deseaba gritar; pero todavía no podía hablar, y la hermosa blasfemia se asentaba aún más firmemente. Vio las cobrizas volutas retroceder ondeando y susurrando, y a través de ellas el brillo del agua: un mar áspero, frío y sin límites, el océano de un nuevo mundo. Pero el sueño en sí mismo era fluido; las imágenes resplandecían y se alteraban, fundiéndose suavemente las unas en las otras, creando de modo majestuoso un lugar, apagándose en la oscuridad. Llegaron las colinas, rodando tentadoras, retrocediendo, alzando flancos goteantes que se estremecían, se hundían de nuevo y volvían para obstruir el paso antes abierto. El sedimento, el lecho marino, se enriquecía con la nevisca milenaria de pequeñas criaturas agonizantes. El gemido de los minúsculos caracoles cuando caían formaba parte del coro y de la canción, una leve y dulce armonía.
Y ya había dioses: los antiguos dioses demoníacos, poderosos e infinitos, despreciando, observando, agitando con sus propios dedos el sedimento, agitando la arremolinada masa marrón del mar. Todo ocurría en medio de una oscura luz, el frío resplandor del amanecer. Las colinas se estremecieron, se hundieron y volvieron a emerger como encorvados animales de oro, sacudiéndose el agua de los flancos. El sol se alzaba por encima de ellas, dando calor, añadiendo una especie de vapor a la neblina, haciendo que el mar danzara con múltiples y apagados tonos. Los dioses rieron una y otra vez, de una forma vaga e insegura, brotando del sedimento y hundiéndose de nuevo en él, y las colinas se irguieron otra vez, conformando una tierra informe. La voz cantó, zumbando como una avispa: no había ni «antes» ni «después», sólo un sentido de continuidad, de desarrollo masivo, de la inmensa Eternidad del Tiempo. Las colinas cayeron y volvieron a levantarse; extrañas criaturas se escabullían veloces por entre ellas, aleteaban lánguidamente de cima en cima, y ladraban; las hojas de los árboles se desperezaban al sol] sus reflejos agitaban el agua, los propios árboles se hundían y volvían a erguirse, eran derribados para volver a alzarse de nuevo, llenos de gotas, hinchados. Las rocas que se habían formado se rompieron, se volvieron a formar, se solidificaron y se fundieron otra vez, hasta que a partir de la caótica informidad, de algún modo, fue creada la Tierra: la Tierra de los Anglos, aún sin nombre, con sus extensos pastos, sus campos y sus silenciosas colinas de hierba. Rafe vio los interminables rebaños que merodeaban por ella, yendo de un lado para otro bajo el sol; y los primeros y tenebrosos Hombres. Estaban poseídos por la rabia; cortaban y devastaban cuanto encontraban a su paso, erigían sus círculos de piedra en medio del viento y del vacío, hallando una y otra vez los cuerpos de los dioses en los flancos blanquecinos de las laderas. Hasta que todo acabó; los dioses se cansaron, y el hielo llegó gritando y azotando desde el norte, el sol se hundió y murió en su propia sangre, y se hizo la oscuridad, la nada y el invierno.
Y en el vacío llegó Él; sólo que Él no era Cristo, el Dios de la Madre Iglesia. Él era Baldur el Bienamado, Baldur el Joven. Recorrió la tierra paso a paso, con el rostro ardiente como el sol, y los Antiguos se arrastraron y le adoraron. El viento tocó los círculos de piedra, quemándolos con hielo, y en la oscuridad los hombres pedían la primavera a gritos. Y así llegó al árbol Yggdrasil. ¿Qué árbol?, gritó con desesperación la mente de Rafe, y la voz se detuvo y rió y dijo sin enfado. Yggdrasil, el gran Fresno-Mundo, cuyas ramas atraviesan las capas del cielo, cuyas raíces se enroscan en todos los infiernos... Baldur llegó al Árbol en el cual debía morir para expiar los pecados de los dioses y de los hombres; y al Árbol lo clavaron, colgándole por las palmas de las manos. Y vinieron a adorarle mientras su sangre resbalaba y goteaba sobre un charco brillante, mientras colgaba sobre los Infiernos de los Trolls y de los Gigantes del Hielo y del Fuego y de la Montaña, debajo de los Siete Cielos donde Tiw y Thunor y el viejo Wotan temblaban en el Valhalla ante la magnitud de lo que estaba sucediendo.
Y de su sangre brotó de nuevo el calor, y la hierba, y el sol, y las flores de las praderas, y los pájaros que se llamaban y se apareaban. Y finalmente llegó la Iglesia, haciéndose notar y tintineando desde el este, y levantó en los altares unos pasteles de boda de bronce mientras los hombres luchaban y perdían los nervios y teñían el suelo de negro con su sangre, y erigió sus ciudades y sus torres de señales y sus deslumbrantes castillos. Los Antiguos se alejaron, y las hadas, y los cazadores de los páramos, y el pueblo de las piedras, llevándose con ellos a su bienamado Señor sangrante; y los sacerdotes le llamaron desesperadamente, llamándole Cristo, diciendo que en verdad murió en un árbol, en el Lugar del Gólgota, en el Lugar de la Calavera. Las armadas de Roma navegaron por todo el mundo; e Inglaterra despertó, y el vapor brotó de cada minúscula aldea, y el alboroto, y el ruido; mientras la sangre de Baldur aún manando, rebrotaba cada primavera. Y así, después de repetir se día tras día, y semana tras semana, la enorme leyenda se interrumpió, y se cerró sobre sí misma, y acabó.
La estufa estaba apagada, la casa olía a limpio y fresco, Rafe permanecía tendido, tranquilo, sabiendo que había estado muy enfermo. La habitación era un lugar de tonos marrones y limpios y brillantes azules. El profundo marrón de los muebles, el marrón anaranjado de las palancas de control, o el marrón crema de las tablas. El azul procedía del cielo y penetraba a través de las ventanas y de la puerta, reflejándose en los inactivos brazos de señales en forma de pálidos hilos de azul. Y la muchacha también era marrón y azul; marrón en la morena piel, y el helado azul de la cinta y el vestido. Le miró desde arriba, sonriente, todo el nerviosismo desaparecido.
—Mejor —canturreó la voz—. Ahora estás mejor. Estás bien.
Se incorporó. Se sentía muy débil. Ella apartó las mantas a un lado, permitiendo que el aire tocase su piel como si de agua fresca se tratara. Bajó las piernas por el lado de la litera, y ella le ayudó a ponerse en pie. Le flaquearon las rodillas; rió; se sostuvo tambaleante, sintiendo la textura del suelo de la cabaña bajo sus pies, observando su propio cuerpo, viendo el rosáceo entrecruzado de las cicatrices sobre su estómago y muslos, el pene asomando por entre su nido de pelo. Ella le buscó una túnica, le ayudó a ponérsela, mientras se reía de él, tironeando y empujando. Le buscó una capa, se la ató al cuello, y se arrodilló para colocarle las sandalias en los pies. Rafe se apoyó en la litera, con la respiración ligeramente agitada y sintiéndose más fuerte. Clavó la mirada en los brazos de señales; ella agitó la cabeza y lo llevó hacia la puerta.
—Ven —dijo la voz—. Sólo un momento.
De nuevo se arrodilló fuera, y tocó la nieve, mientras el viento soplaba fuerte y húmedo del oeste. A su alrededor, las brillantes e inamovibles colinas empezaban a calentarse.
—Baldur está muerto —canturreó la voz—. Baldur está muerto...
E instantáneamente pareció como si Rafe pudiera oír el millón de voces del deshielo riendo a carcajadas, o ver las mismísimas flores empujando puntos de color por entre y a través de la nieve. Miró a las señales de la torre, y de pronto le parecieron extrañas, como algo remoto, del pasado. Seguramente también se fundirían y desaparecerían, sin dejar rastro alguno. Formaban parte de la antigua vida y del antiguo sistema; por primera vez podía darles la espalda sin pena. La muchacha se apartó de él. Llevaba unos zapatos bajos que dejaban al descubierto sus tobillos, un fuerte contraste con el blanco de la nieve. Y Rafe la siguió, dudando al principio, más seguro luego, ganando un poco a cada paso. Tras él, la torre de señales quedó abandonada.
Los dos hombres a caballo avanzaban con firmeza, dejando que sus monturas eligiesen el camino. El más joven iba unos pasos más adelante, enfundado en su capa, con los ojos debajo del ala del sombrero, observando el horizonte. Su compañero montaba el caballo con tranquilidad, de modo fácil y sosegado; era moreno y de pelo cano, con la piel curtida por el viento. Delante de él, en el pomo de la silla de montar, llevaba colgada la funda de unos binoculares Zeiss. Al otro lado llevaba una funda, la de un mosquete; el cañón del arma descansaba ahora a lo largo del cuello del caballo, con la culata libre, justo debajo de la mano del jinete.
Lejos a la izquierda, una pequeña loma alzaba su corona de árboles al cielo. Más adelante, en la otra ladera del valle, había un punto negro: era la torre de señales, con sus inmóviles brazos colgando. El hombre detuvo el caballo con calma, extrajo los binoculares de su funda y estudió el lugar. Nada se movía, de la chimenea no brotaba ningún humo. Las ventanas cerradas le devolvían la imagen del paisaje a través de los cristales; estudió los caídos brazos de señales, parecidos a las alas de un pájaro muerto. El cabo aguardaba impaciente, su caballo se agitaba y resoplaba, pero el capitán de señales no se inmutó. Finalmente bajó los binoculares y se dio unos golpecitos en los labios con un dedo. El animal avanzó de nuevo, al paso, alzando airosamente las patas y bajándolas con cuidado.
La nieve era allí más espesa; el valle la había atrapado, y la que se había derretido había dejado impresos unos regueros con una leve capa de hielo. Los caballos avanzaban pesadamente a medida que subían la pendiente en dirección a la cabaña. El capitán desmontó junto a la puerta, dejando que las riendas colgaran libres. Se dirigió hacia la entrada, con los ojos fijos en el dintel y las tablas.
La marca. Estaba por todas partes: en la puerta, en el marco, escrita sobre las paredes. El círculo con el dibujo del, jeroglíficos o pictogramas, la única cangrejo en su interior; cosa que el Pueblo de los páramos conocía, el único mensaje que tenía aparentemente para los hombres. El capitán lo había visto anteriormente, muchas veces; ya no le sorprendía. Pero el cabo no lo había visto nunca. El capitán oyó la profunda inspiración, y también el ruido cuando fue amartillada la pistola. Observó el rápido e instintivo movimiento de la mano, el gesto que le resguarda a uno del Mal de Ojo. Sonrió levemente, casi inconscientemente, y empujó la puerta. Sabía lo que iba a encontrar, y sabía que no había peligro.
El interior de la casa estaba frío y oscuro. El hombre del Gremio echó un lento vistazo por la habitación, con las manos caídas a los lados y los pies separados sobre las tablas del suelo. Fuera, uno de los caballos mordisqueaba el freno de la rienda, y resopló una bocanada de aire cálido que salió despedida como un chorro de vapor. Vio los binoculares colgados de su gancho, el suelo barrido, la estufa brillante, el fuego preparado cuidadosamente y listo para ser encendido; la marca del hada bailaba por todas partes en las maderas.
Avanzó unos pasos y echó otro vistazo a la cosa tendida en la litera. La sangre se había ennegrecido a causa del frío; las heridas del estómago parecían bocas en forma de hoja; los ojos estaban hundidos y apagados; una de las manos aún estaba extendida hacia las palancas de señales, ocho pies más arriba.
Tras él, el cabo dijo ásperamente, usando su ira como baluarte contra el miedo:
—Él... Pueblo ha estado aquí. Fueron ellos quienes hicieron esto...
El capitán agitó negativamente la cabeza.
—No —dijo con lentitud—. Fue un gato montés.
—Pero ellos estuvieron aquí —dijo el cabo con gravedad. Y la rabia brotó de nuevo cuando recordó la nieve libre de marcas—. Pero no había huellas, señor. ¿Cómo se las arreglaron para llegar?
—¿Cómo llega el viento? —preguntó el capitán. Miró de nuevo el cadáver en la litera. Conocía un poco la historia de aquel muchacho, y su ficha. El Gremio había perdido un hombre valioso. ¿Cómo pudieron llegar? El Pueblo de los páramos... Su mente evitó usar los nombres que les daba el vulgo. ¿Qué aspecto tenían, cuando venían? ¿De qué hablaban en las habitaciones cerradas con los moribundos? ¿Por qué dejaban su marca...?
Pareció como si las respuestas se formaran de forma automática en su mente. Fue como si cristalizaran en el frío aire del lugar, ligeramente dulzón, acompañadas por el murmullo del viento. Todo esto acabará pasando, dijeron sus pensamientos, y se extinguirá como un sueño. Ya no habrá más manos sangrantes sobre las palancas, ni más niños helándose en las solitarias observaciones. Las Señales atravesarán continentes y mares, veloces como el pensamiento. Todo esto pasará, para bien o para mal...
Agitó la cabeza, como un oso, como si quisiera librarla del maleficio que colgaba sobre aquel lugar. Sabía, con un destello de visión interior, que no podría averiguar nada más. El Pueblo de los páramos, los Antiguos; se habían marchado, con su magia y su saber. Siempre hacia el interior, dentro de la aún perenne oscuridad. Todo hasta que un día desaparecieran en el aire, en una bruma: aquellos que eran y sin embargo no eran...
Sacó una libretita de su cinturón, anotó algo con rapidez, y arrancó la hoja.
—Cabo —dijo calmadamente—. Si tiene la bondad... Envíelo a través de Golden Cap.
Fue hacia la puerta, y se detuvo para observar por entre las colinas el extremo superior de la torre del este, apenas visible recortada contra el cielo. Desplegó mentalmente un mapa; vio el mensaje siguiendo la cadena, con cada estación recogiéndolo, enviándolo, encaminándolo a través de sus señales a su destino final. En Golden Cap, donde las grandes señales recorrían la línea del mar helado; por el norte de la línea A hacia Aquae Sulis, y de nuevo a lo largo de la Gran Ruta del Oeste. Antes de una hora llegaría a su destino en Silbury Hill, y un hombre con expresión grave, vestido de verde, bajaría por la calle principal de Avebury, llamaría a una puerta...
El cabo subió a la pasarela, clavó el mensaje sobre una tabla, empujó ligeramente las palancas hacia delante, comprobando que no estaban bloqueadas por el hielo. Cuadró los hombros y tiró con fuerza. La silenciosa torre despertó, y sus brazos de señales se agitaron en medio de la quietud. Atención, Atención... Luego la señal de origen, y la cifra para la línea del este. Los movimientos desencadenaron una pequeña lluvia de cristales helados, que cayeron suavemente, resplandeciendo contra el manto gris del cielo.
Tercer Compás
EL HERMANO JOHN
El taller era oscuro y de techo bajo, iluminado solamente por un par de ventanas redondas y con rejas en su extremo más alejado. A lo largo de las paredes del tosco sillar se alineaban montones de piedras. En un rincón de la sala había una artesa bastante grande, alimentada por una serie de cañerías y grifos anticuados y medio rotos, y a su lado un banco de trabajo; se percibía un ligero olor en el aire, el crudo e intenso aroma de la arena mojada.
Había un hombre trabajando en el banco; era bajo y de cara rojiza, ligeramente corpulento, y vestía el rojo oscuro de los que pertenecían a la orden de San Adelmo. Mientras trabajaba silbaba entre dientes una tonada indescifrable y casi inaudible. Este hábito había traído más de una vez sobre la cabeza tonsurada del hermano John la desaprobación de sus superiores, pero era algo que formaba parte de su naturaleza, y no podía evitarlo.
En el banco, delante del monje, había una losa de piedra caliza de unos dos pies de longitud por cuatro o más pulgadas de grueso. A su lado había unas cajas de arena plateada; el hermano John estaba enfrascado en pulir la superficie de la piedra, vertiendo la arena a través de los orificios de un pulverizador circular de hierro que hacía girar con bastante destreza, removiendo la emulsión de agua y abrasivo sobre la losa de piedra. El trabajo exigía un considerable esfuerzo y atención; cuando terminara, la piedra no debía mostrar ningún rastro de curvatura o inclinación hacia ningún lado. De vez en cuando comprobaba la ausencia de concavidades colocando una barra de acero completamente recta sobre su superficie. Al cabo de algunas horas, la losa de piedra estaba casi lista, pero le faltaba el punto más importante. La superficie pulida tenía que estar completamente libre de defectos; el maestro Albrecht detectaría sin la menor duda cualquier imperfección, y el hermano John conocía perfectamente el resultado de eso. Si no se ajustaba a lo solicitado, tomaría un corto punzón de hierro, especial para ese menester, y con su afilada punta realizaría una profunda incisión en forma de cruz sobre la superficie de la losa de piedra caliza, lo cual le daría a John el hondo placer de volver a pulirla. De hecho, acababa de borrar precisamente una de esas señales que mostraban la desaprobación del gran hombre.
Lavó cuidadosamente la piedra, empleando una manguera conectada a uno de los grifos. Comprobó una vez más que estuviera perfectamente lisa, trabajando delicadamente, evitando todo contacto de sus dedos pese a que estaban a todas luces limpios. La menor sospecha de grasa, una mancha del tímpano de una prensa, el roce de una mano sudorosa, desencadenaría el desastre. Era sabido que, a la hora de realizar su trabajo más delicado, los monjes de la sección de litografía llevaban mascarillas de tela para evitar contaminar las piedras con su aliento.
Todo estaba en orden; John procedió, silbando todavía, a aplicar el último y definitivo pulido, utilizando para ello la arena más fina. El trabajo, por fin, estaba acabado; un último examen crítico de la hermosa superficie cremosa, y un último lavado, apoyada contra la pared, para eliminar la arenilla de la base y de los costados. Luego la trasladó, jadeando, a través del taller, y la colocó sobre la plataforma del pequeño montacargas construido en el interior de la pared. Un tirón de la cuerda de la campana que había a su lado, una apenas audible respuesta desde arriba, y el objeto de su trabajo fue elevado suavemente fuera de su vista. Puso su equipo en orden, devolviendo los frascos de arena a sus estanterías numeradas, y luego limpió la artesa. El desagüe del suelo se obstruyó ruidosamente; lo desatascó con un palo hasta que fue engullida la última gota de agua, y luego siguió el camino de la piedra por una escalera de caracol que ascendía hasta la superficie.
En contraste con el taller de pulido, el estudio principal de litografía era majestuoso y brillante. Una serie de altas ventanas se abrían sobre una vista de ondulantes colinas, el lujuriante campo agrícola del límite de Dorset y Somerset, alegre ahora al sol de abril. A lo largo de una de las paredes de la habitación había más piedras apiladas; al lado de otra, una baja tarima confería a la mesa de trabajo del maestro Albrecht una posición de dignidad. Detrás de la mesa estaba la puerta que daba a su diminuto despacho, un cubículo lleno a rebosar de albaranes, facturas y recibos de esto y de aquello; a su lado se abría otra puerta que daba al taller de tintas, en donde una serie de latas de deliciosos colores estaban escrupulosamente ordenadas en hileras sobre estantes de madera de pino. El almacén de tintas también tenía su olor especial, profuso y dulce.
En el centro de la habitación, dos largas y limpias mesas estaban llenas de montañas de trabajo; a su alrededor cuatro de la media docena de novicios pertenecientes al departamento permanecían pacientemente sentados, recortando el trabajo con unas tijeras. Detrás de las mesas, sobre una segunda base, estaban las prensas: tres de ellas, colocadas espaciadamente a lo largo de la pared, limpias y relucientes. Eran el orgullo y la delicia principal del maestro Albrecht. Las máquinas eran sencillas. Cada asiento era elevado hasta la altura de impresión por una alta palanca, y era movido por una pesada rueda de radios de madera; encima del asiento, un marco de hierro sujetaba una cuña cubierta de piel, ajustable a presión. Un tímpano de bronce, engoznado en el extremo más alejado del asiento y tensado por unos tornillos de plomo, protegía la piedra contra la corrosión y el desgaste. Los tímpanos habían sido en una ocasión, en el pasado, la causa de un contretemps del que el hermano John había sido figura prominente. Desde tiempos inmemoriales habían sido engrasados con un producto etiquetado como grasa de oso, acerca de cuya composición John había expresado sus más serias dudas. En épocas de calor apestaba de forma abominable; y John, para cuyo sensible olfato los malos olores representaban una ofensa, se propuso agenciarse un bote de la recién inventada grasa mineral del garaje del pueblo, y untó las prensas con ella. La furia del maestro Albrecht no tuvo límites; durante varias semanas después de que John hubiera efectuado el cambio le impuso una serie de penitencias de naturaleza especialmente desagradable, una de las cuales había sido sacar la grasa mineral y reponer la tradicional grasa de oso. El pequeño hermano se había resignado con tanta aceptación y paciencia como era posible bajo aquellas circunstancias, aunque prometió, solemnemente y de forma privada, que si las abrumadoras alturas algún día llegaba a alzarse hasta de maestro en litografía, la nociva mezcla sería totalmente desterrada de sus dominios.
Al lado de las prensas había más artesas, y también la boca superior del montacargas que comunicaba con el taller de pulido; a su lado, la piedra, aprobada por el maestro Albrecht, había sido apoyada sobre un lado, y estaba siendo secada por un muchacho con un molinete de cartón montado sobre una varilla. En la pared había unos estantes dispuestos con unos rodillos de piel para el entintado, finos y suaves; debajo de ellos, unas losas de piedra caliza servían como paletas. En una de ellas trabajaba el hermano Joseph, un novicio con bastante cabello, con el cráneo aún sin tonsurar.
Cuando entró, el hermano John aún seguía silbando; el sonido cesó bruscamente, borrado del firmamento por la fiera mirada del maestro Albrecht. Se abrió paso por la habitación, se detuvo a esperar impaciente mientras el hermano Joseph acababa de extender la tinta y la distribuía sobre un rodillo. Había una piedra preparada sobre la platina de la prensa más cercana, y a su lado un montón de pruebas a dos colores. John pasó suavemente una esponja sobre la losa, humedecida con el agua de un cubo que había al lado de la prensa, y se apartó cuando su ayudante se acercó con el rodillo. La imagen fue fijada, primero de forma delicada y luego más firmemente; John invirtió una de las pruebas, pasando a través del papel las dos agujas montadas al extremo de sendos pinceles y que se utilizaban para señalar en las pruebas las marcas del contrarregistro. Luego, otra vez con el tímpano: bajarlo cuidadosamente para la impresión; un pequeño ajuste en la cuña, y adelante con el trabajo. John aflojó el asiento, lo retiró, alzó el tímpano y luego, con más cuidado, la hoja de papel, observando el dibujo recién impreso a contraluz. Los colores brillaban alegremente: la imagen de una lozana campesina sosteniendo un manojo de cebada, y la inscripción: La cerveza de los segadores; elaborada bajo licencia en el monasterio de San Adelmo, Sherborne, Dorset.
La señal de la campana de la tarde puso fin al trabajo; los monjes, liberados temporalmente de su voto de silencio, salieron en orden, charlando, en dirección al comedor. John y el hermano Joseph llevaron sus almuerzos hacia una mesa de la esquina, y se sentaron algo apartados de los demás para planificar las operaciones de la tarde; después se verían privados del beneficio de la palabra hablada y de la escritura, que, aparte de ser tediosa, era más o menos desaprobada como modo alternativo de comunicación.
A las dos, cuando se levantaban de la mesa para acudir de vuelta a la sala de litografía, se les acercó un novicio con un papel escrito en la mano. Entregó el mensaje al hermano John; el pequeño monje lo leyó, se rascó la coronilla, y se lo mostró fugazmente al hermano Joseph mientras agitaba los ojos en una exhibición de burlón pesar. Había sido convocado ante la augusta presencia de su abad. Se apresuró a buscar en su mente una lista de pecados de comisión u omisión por lo que se le pudieran pedir cuentas.
La media hora de espera en la antecámara del gran hombre hizo poco por mejorar su estado mental; John se sentó, se empezó a poner nervioso, y observó las figuras reflejadas por el sol moviéndose por las paredes, mientras el maestro Thomas, el contable del monasterio, le miraba de forma intermitente con una fijación fríamente acusadora, sin dejar de escribir, con una horrible y chirriante pluma, sobre unos interminables rollos de pergamino en los cuales se guardaban los registros de la Orden. A las dos y media, el hermano John fue finalmente llamado ante la presencia de su superior espiritual.
Los acontecimientos tendían a repetirse: el padre Meredith, leyendo una interminable lista de notas, levantaba la vista de vez en cuando por encima de sus pequeñas gafas cuadradas cada vez que el hermano John se impacientaba y resoplaba, con la cara roja de inquietud. Las visitas de John al sanctum habían sido pocas, y su recuerdo, en líneas generales, no era muy alentador. Sus ojos se movían incansablemente, recuperando en su memoria los detalles que recordaba de la habitación. El estudio del reverendo padre era menos austero en carácter que los del resto del monasterio de San Adelmo; una alfombra de intrincados dibujos persas cubría el suelo, una pared estaba cubierta de libros, mientras que en una esquina había una bola del mundo sostenida por un grupo de hermosos céfiros de bronce. Sobre el cuero que cubría la mesa se amontonaban descuidadamente más libros y papeles. Allí estaba también la máquina de escribir del abad: una máquina monumental, con su superestructura enmarcada por unos pilares corintios que acababan de forma detestable en unas patas de hierro colado. Un mueble bar con las puertas entreabiertas, mostraba unas estanterías bien surtidas; una pietà del Renacimiento colgaba encima del mueble, mientras que sobre la mesa del padre Meredith destacaba un espantoso crucifijo español.
A través de las ventanas podían verse las colinas, resplandecientes a la luz del sol; el hermano John apartó los ojos de la inquietante figura del Cristo y los dirigió al horizonte. El tiempo transcurrió lentamente mientras contemplaba las nubes pasajeras, el lento y continuo movimiento de aquella masa blanca y cambiante; cuando finalmente el padre Meredith habló, su voz le llegó como un leve impacto:
—Hermano John —dijo—, ha ocurrido algo, ejem..., interesante.
John sintió un breve resurgir en su esperanza. Quizá, después de todo, su abad no le hubiera mandado llamar para castigarle con severidad por un crimen medio olvidado. Consiguió adoptar con rapidez, con tanta rapidez como sus móviles cejas le permitían, una expresión de interés combinado con una sumisión adecuadamente devota. El intento tuvo un cierto éxito. El padre Meredith hizo chasquear nervioso los dedos.
—Puede hablar, hermano... —Los adelmianos eran una apacible orden monástica de artesanos; el silencio diario era quizá su única regla firme, pero la seguían escrupulosamente.
John tragó saliva, agradecido.
—Gracias, reverendo padre —balbuceó. En aquellos momentos, poco más había que decir.
El padre Meredith rebuscó entre sus papeles y carraspeó: fue un sonido pequeño y distante, como el balar de una oveja.
—Ah... sí. Parece que se nos ha pedido que suministremos un, esto..., un artista. El asunto, en su conjunto, es un tanto misterioso, no sé mucho al respecto, pero pensé que un... cambio de aires, digamos, podría serle, hermano..., beneficioso...
El hermano John inclinó humildemente la cabeza. Parecía como si el maestro Albrecht tuviera algo que ver con ese último comentario. John no había tenido oportunidad de verle cara a cara desde el asunto de la grasa de oso. Y también había algo en el tono con que había sido dicha la palabra «artista»... John siempre había estado más que dispuesto a ser guiado en los asuntos espirituales; incluso en los asuntos estéticos, siempre era culpable del pecado de orgullo.
—Estoy enteramente a disposición del reverendo padre... —murmuró.
—Ejem —dijo agudamente el abad. Siguió observando a John, durante otro instante, por encima de sus gafas. Conocía bien la procedencia de su interlocutor. John venía de una familia pobre; en su familia eran, y habían sido durante generaciones, zapateros en Durnovaria. Desde temprana edad, John no había mostrado inclinación alguna por seguir el negocio familiar; cuando se le encomendaba una tarea, se le descubría al cabo de un rato haciendo dibujos con un trozo de tiza sobre el banco de trabajo, realizando caricaturas a lápiz de sus hermanos y de los clientes de la pequeña tienda. Su padre, más de una vez, le había dado una buena paliza con la correa al bribonzuelo y se había esforzado en sacarle el demonio del cuerpo para ponerle en su lugar un poco de ángel; pero el rollizo muchachito, en otros aspectos amable e indolente, se había mostrado en esto inesperadamente terco. Las tizas y los lápices raras veces se encontraban lejos de sus manos; cuando no tenía nada con que dibujar, utilizaba el carbón de la chimenea o las tapetas de las suelas de los zapatos. Sus dibujos y borrones se amontonaban en las irregulares paredes de su habitación; su propio trabajo se hacía más irregular cada día. Parecía que lo único que se podía hacer era dejarle seguir adelante con su afición; al menos, razonó su padre, la familia se vería ali viada de la necesidad de alimentar una boca inútil. En esta Inglaterra sólo había un modo a través del cual se pudiera aprovechar el talento de John: tomó las Sagradas Ordenes, y a la edad de catorce años entró cono novicio en el monasterio de San Adelmo, a unas veinte millas de su hogar.
Los primeros meses fueron un tiempo de prueba para el joven muchacho, y también para sus instructores; como hijo de la clase obrera, John nunca había aprendido a escribir, y esto, en lugar del arte, constituyó el primer tema a tratar. Finalmente, el novicio comprendió que sólo a través de las letras conseguiría su auténtica ambición; derramó sudor sobre sus libros, y un año más tarde era admitido formalmente en las clases impartidas en el monasterio por el hermano Pietro, el maestro de dibujo.
Incluso entonces John se vio condenado a la decepción: el dibujo al natural no estaba permitido, y el joven estudiante se pasó incansables horas trabajando con los modelos de yeso. El antiguo método de estudio mejoró su trazo y le inculcó una medida de disciplina que hasta entonces le había faltado, pero siguió dejándole insatisfecho. La litografía fue su salvación; aunque al principio aborreció su complejidad y su larga e insustancial historia, desde las listas de lavandería de Senefelder en adelante, que el hermano Pietro insistía en que debía aprenderse de memoria, el color y la textura de las piedras y las muchas formas de trabajarlas atraían al artesano latente que había en él. Aunque las bellas artes raras veces eran requeridas, había un reto técnico en la mayoría de los trabajos comerciales mundanos; John trabajó con diligencia, aprendiendo y reconociendo con el paso de los años la amplia gama de etiquetas para botellas y embalajes producidas por la Casa. El maestro Albrecht, reconociendo que, si no un genio, sí era al menos un artesano de primera clase, le dejó amplia libertad de movimientos, y a los treinta años John ya era bien conocido en los círculos profesionales. (A veces se autodenominaba, con un retorcido humor, el Maestro de la Botella de Salsa). La elaboración de la cerveza sólo era una de las muchas industrias en las que la Iglesia tenía grandes intereses, y empezaron a llegar encargos de otros centros de casas de negocios eclesiásticas que carecían de su propia plantilla de creativos. El consiguiente crecimiento de las arcas de los adelmienses fue la razón principal de que los ocasionales arranques temperamentales de John fueran tolerados sin demasiadas quejas, incluso por el colérico maestro en litografía. John era un buen dibujante y, cuando se le dejaba en libertad, era un trabajador entusiasta; los adelmienses valoraron más estas cualidades que la obediencia ciega a los principios y una más o menos estéril piedad. Aunque a veces, a veces...
El hermano John interrumpió el flujo de pensamientos de su superior.
—Reverendo padre, ¿podría usted...? Quiero decir, ¿tiene alguna idea acerca de la naturaleza del trabajo?
—Ninguna. —El abad fue un poco menos que sincero; ordenó los papeles de su mesa, los colocó en un montón, luego volvió a distribuirlos—. Todo lo que le puedo decir es que conllevará un largo viaje. Tendrá que ir a Dubris; cuando llegue, se pondrá a disposición del obispo Loudain. Estará fuera durante algunos meses, es probable que, esto..., en el Tribunal del Bienestar Espiritual, bajo las órdenes del padre Hieronymus. Le puedo asegurar que el trabajo será, esto..., de alto nivel, la tarea viene encomendada directamente desde Roma. —Tosió de nuevo, con aire incómodo—. Realizará una labor de gran valor, hermano —dijo con cierta rigidez—. Un auténtico servicio a la Iglesia. Mejor que las etiquetas de cerveza, al menos.
El hermano John guardó silencio. Su mente, acostumbrada a recorrer sin prisa sendas rutinarias, estaba por una vez trabajando furiosamente. Había mucho que decir respecto a la proposición; como el padre Meredith había señalado, significaría un cambio de aires, y un viaje por Inglaterra en primavera, la estación, para John, más atractiva del año. De todos modos, sus posibilidades de elección parecían severamente limitadas: si el maestro Albrecht, por los motivos que fueran, deseaba apartarle de su camino durante un tiempo, él no tenía más remedio que obedecer. También había una parte de orgullo profesional: su selección, lo sabía muy bien, era un signo de honor. Pero..., nada decente, nada bueno, podía surgir de las acciones del Tribunal del Bienestar Espiritual, y el padre Meredith lo sabía mejor que nadie. Porque hubo un tiempo en que el Tribunal tenía otro nombre, un nombre que incluso en el territorio occidental de la Iglesia tenía una triste reputación.
La Inquisición...
John entró en el gran castillo de Dubris a través de la Puerta Vieja, mezclado con una ruidosa multitud de visitantes: mendigos, soldados, vecinos que habían salido a pasar el día fuera con cestas de picnic y cerveza, los hombres fanfarroneando con su traje de los domingos y las mujeres con los niños en brazos y berreando sobre sus blusas. Dentro, el pequeño monje se detuvo involuntariamente; el sacerdote de rojo que era su guía aguardó impaciente, agitando nervioso el fajo de libros fuertemente atados que llevaba y pasando el peso de su cuerpo de un pie a otro por entre los empujones de la chusma. Delante de John se alzaba la segunda cortina del castillo; encima, sombría, se alzaba la enorme torre del homenaje, intimidante en su volumen y densidad. En la muralla exterior, allá donde se curvaba hacia la derecha hasta la gran barbacana de la Puerta del Condestable, se había establecido todo un cercado para una feria. El aire estaba lleno de vapor; órganos, silbatos y trompetas repetían una y otra vez sus incansables tonadillas; los autómatas se movían desacompasadamente; las ninfas, doradas y desnudas, daban vueltas; y los caballos y animales legendarios resplandecían en medio del bullicio. Los perros amaestrados ladraban y aullaban, hombres de piel oscura escupían bocanadas de fuego, bailarinas y juglares posaban ante un público imaginario, mientras los espectáculos marginales prometían todo el erotismo del Oriente. Cerca de allí, sobre plataformas improvisadas con caballetes y barriles de cerveza, unos luchadores de bastones partían las cabezas de sus oponentes sobre unas tablas previamente pintarrajeadas con sangre, jóvenes contorsionistas vistiendo ajustados calzones de color azul claro se fustigaban las piernas con finas varas de avellano. Entre los establos corrían los chiquillos, niños y niñas; había curas, pitonisas, marineros con coletas embreadas que sobresalían enhiestas de sus cuellos del brazo de sonrientes y pechugonas mujeres; el Azul Pontificio era muy evidente en todas partes, al igual que las túnicas rojo escarlata de los oficiales de la Inquisición que se entremezclaban con la multitud para realizar los más diversos encargos. Todo era ruido, color y confusión. Cerca de la torre del homenaje el humo se elevaba en una gruesa columna, tiñendo el cielo. Sobre toda aquella amplia zona, al lado del estandarte color cobalto del Papa Juan, se agitaba la bandera rojo sangre de la Corte.
El guía tiró de la manga de John, y éste le siguió, aturdido por el griterío. Se encaminaron hacia la barbacana, con el cura arremetiendo y empujando para poder abrirse camino en medio de la multitud. En la muralla había una atracción adicional: una hilera de jaulas abiertas por arriba albergaba la primera remesa de prisioneros. A su alrededor, la multitud hervía y gritaba. John, atónito, vio a un hombre golpeando a quienes le habían estado torturando con un palo que de algún modo había conseguido arrebatar a uno de ellos; sus ojos estaban enrojecidos, manchas de espuma cubrían su barba. Más allá, una vieja lanzaba insultos y maldiciones, agitando sus huesudos puños; se había hecho un corte en la cabeza, al parecer con una piedra, y la sangre resbalaba profusamente por su cara y cuello. A su lado, una hermosa muchacha de cabellos largos amamantaba de modo desafiante a un bebé. John se apartó de allí, desaprobándolo todo profundamente, y siguió las ondeantes vestiduras del cura hasta la parte superior de la muralla. Sus deberes ya le habían sido explicados: debía registrar, en beneficio le Roma, todo el procedimiento seguido por el Tribunal del padre Hieronymus, Cazabrujas General del Papa Juan. Su trabajo empezaría con el interrogatorio de los prisioneros.
La habitación destinada a dicho menester estaba emplazada bajo la misma torre del homenaje, y se llegaba a ella a través de una escalera de caracol. John cruzó el gran salón, con sus paredes adornadas de rojo escarlata en preparación del trabajo que debía realizarse en ella. En la parte superior de la encajonada escalera había Un hombre vestido con el azul pontificio, de pie, en posición de descanso, la alabarda blandamente apoyada contra las losas del suelo. Pareció volver bruscamente en sí cuando el guía de John pasó ante él, y se cuadró. El cura bajó las escaleras medio inclinado, arrastrando las sandalias sobre el suelo de piedra; John le siguió, agarrando sus libros de bosquejos y su maletín atestado de botellas y frascos, tinta, pinturas, pinceles, plumas y gomas de borrar, todos los trastos de un artista. El pequeño monje, consciente de su situación, intentaba calmar sus nervios a flor de piel.
La habitación en la que se halló al cabo de unos instantes era larga y amplia, desprovista de ventanas, excepto a un lado, donde una hilera de rejas se apretujaba inmediatamente debajo del techo, dejando pasar unos leves atisbos de luz. En el extremo más alejado de la habitación ardía una lámpara de aceite, y bajo ella se apiñaba un grupo de figuras. John vio a unos hombres fornidos vestidos con ropas oscuras con la insignia del Tribunal, la mano empuñando el martillo y el rayo, blasonada al pecho; un capellán murmuraba algo sobre unas bandejas de instrumentos cuya finalidad no llegó a reconocer. Había rodillos claveteados, hierros extrañamente moldeados, torniquetes con molduras metálicas; finalmente identificó otros instrumentos alineados uno al lado del otro, y sintió un frío impacto. Los pequeños armazones con sus diminutas manijas dobladas y sus mordazas dentadas eran grésillons. Empulgueras. Aparatos que le apretaban a uno los pulgares hasta reventárselos. Esos aparatos existían de verdad. A su lado, una especie de tosca mesa, montada con unos rodillos accionados a manivela a cada extremo, evidenciaba más claramente su uso. El techo del lugar estaba cubierto de poleas, algunas de las cuales parecían preparadas para ser utilizadas de inmediato; un brasero ardía vivamente, y cerca de él había lo que parecía ser un montón de pesas de plomo.
El sacerdote que estaba al lado del hermano John prosiguió en voz baja la explicación que había iniciado cuando salieron de sus alojamientos, y que se había prolongado mientras cruzaban la población.
—Porque en este caso podemos suponer —dijo—, que los crímenes de brujería y herejía, la invocación de demonios, las relaciones carnales con íncubos y súcubos y otras abominaciones de este estilo, así como el comercio con el mismísimo Señor de las Moscas, que son crímenes más del espíritu que del cuerpo, crimen excepta, no pueden ser juzgados, y no se pueden presentar ni aceptar evidencias, bajo la jurisdicción legal normal. La admisión de evidencias espectrales como prueba parcial de culpa sujeta a confesión durante el Interrogatorio es, por lo tanto, de vital importancia para el funcionamiento de nuestro Tribunal. Sobre este principio se basa también nuestra explicación del uso de la tortura y su justificación; la muerte del culpable desbarata el ataque de Satanás a la obra del Señor, tal y como le fue revelado a la Madre Iglesia a través de su Vicario en la Tierra, nuestro Papa Juan; si muere en penitencia, el hereje el salvado de un mayor hundimiento en el pecado de la subversión, y halla finalmente su sitio en el Reino de Dios.
El hermano John, con la expresión contraída en anticipación del dolor, aventuró una pregunta:
—¿Pero es que no se les da a los prisioneros la oportunidad de confesar? ¿No pueden llegar a confesar sin tener que sufrir el Interrogatorio?
—No puede haber confesión sin coacción —dijo el otro—. Al igual que no puede haber contraprueba a la evidencia espectral, cuyo uso, por definición, invalida la inocencia del acusado. —Dejó que sus ojos se clavaran en una de las poleas y su oscilante cuerda—. La confesión —dijo— debe ser sincera. Tiene que brotar del corazón. Una falsa confesión, realizada para evitar el dolor del Interrogatorio, es inútil por igual a los ojos de la Iglesia y a los de Dios. Nuestro propósito es la salvación: la salvación de las almas de esos pobres desdichados a nuestro cargo, aunque debamos romper todos los huesos de sus cuerpos. Cualquier acción que no esté encaminada en esta dirección es paja al viento.
Las palabras del sacerdote que se hallaba al otro extremo de la habitación cesaron de pronto. El guía de John sonrió levemente, sin humor.
—Bien —dijo—. Su espera ha terminado, hermano. Pronto empezarán.
—¿Qué estaban haciendo? —preguntó el hermano John.
El otro sacerdote se volvió hacia él, ligeramente sorprendido.
—¿Haciendo? —dijo—. Estaban bendiciendo los instrumentos del Interrogatorio, desde luego...
—Pero —dijo el hermano John, frotándose la coronilla como era su costumbre cuando se sentía desconcertado—, lo que no creo entender es la impregnación por el íncubo. Si, como dice usted, el íncubo, el demonio en su forma masculina, es capaz de fertilizar físicamente a su víctima, entonces el concepto de engaño diabólico queda invalidado. La procreación por un esbirro de Satanás es, indudablemente...
El sacerdote le dirigió una rápida e intensa mirada, con ojos chispeantes.
—Le aconsejaría —dijo— que lo entendiera todo con absoluta claridad. Se halla usted ahora en un terreno peligroso. Más peligroso de lo que se imagina. El demonio, siendo como es una entidad sin sexo definido, es incapaz de procrear, ya que su Dueño es impotente a los ojos de Dios. Pero recibiendo en súcubo la semilla del hombre, y transportándola de forma invisible a través del aire, el asunto puede ser arreglado; y se arregla, como podrá ver por usted mismo. Yo no soy un hereje, hermano.
—Ya entiendo —dijo John, pálido hasta los labios—. Tiene usted que disculparme, hermano Sebastian; nosotros, los adelmienses, somos técnicos y mecánicos, simples jornaleros, y no nos destacamos, dentro de nuestras jerarquías inferiores, por nuestros conocimientos en tan profundos temas...
Hubo un distante resonar de trompetas, apagado por la enormidad de las murallas.
El hermano John abandonó Dubris por un camino serpenteante que recorría una zona de pequeños montículos al norte del pueblo. Montaba de forma descuidada su caballo, echado hacia delante sobre la silla y con los ojos clavados en el suelo. La polvorienta túnica roja, manchada y raída ahora en el dobladillo, se enredaba en sus pantorrillas; sostenía débilmente las riendas, y esto hacía que el animal deambulara de lado a lado de la carretera, eligiendo el camino a su antojo. Cuando paraba, lo cual ocurría a menudo, John no hacía ningún intento por forzarle a seguir. Permanecía sentado con la mirada perdida; una vez alzó la cabeza para contemplar, inexpresivo, el horizonte. Su cara había perdido el color, adquiriendo un brillo grisáceo, como el del rostro de un cadáver; se sentía convulsionado por, espasmos de escalofríos; tenía fiebre. Había perdido bastante peso: su cíngulo, que en otros tiempos había permanecido fuertemente apretado en torno a su cintura, colgaba ahora flojo sobre su estómago. La mochila con su equipo colgaba todavía del pomo de la silla, pero los libros de dibujo habían desaparecido, iban camino de Roma en un correo especial, si había que creer en la palabra del hermano Sebastian. Antes de su marcha, el Inquisidor había felicitado a John por su aplicación y la exactitud de su trabajo, y había intentado animarle indicando que el tremendo desaliento que le había invadido durante el examen de los testigos había sido sin duda provocado por la frustración que había sufrido el demonio de Kent ante las sesiones del Tribunal; pero al no observar ninguna respuesta en el otro, lo había dejado, no sin antes lanzarle una o dos miradas escrutadoras, dirigidas a su espíritu antes que a su cuerpo, en busca de una respuesta. Había llegado al convencimiento, durante las semanas que estuvieron trabajando juntos, que en algún punto del corazón del hermano John ardía la herejía. Hubo veces en las que casi se sintió tentado de llevar el asunto a la atención del padre Hieronymus, pero ¿quién sabía las repercusiones que esta acción podía llegar a traer? Los adelmienses, pese a lo que el mismo John había descrito como una cierta falta de erudición, eran una Orden respetada y valorada en todo el país, y después de todo el dibujante había recibido su encargo directamente de Roma. El padre Sebastian era un fanático, incansable en la prosecución de su fe; pero hay veces en que incluso el devoto considera aconsejable cerrar los ojos y simular no haber visto nada...
El carro de una granja pasó estrepitosamente por su lado, arrastrando una nube de blanquecino polvo. El caballo de John se encabritó y el sacerdote refunfuñó inexpresivamente. A través de los profundos canales de su mente aún podía oír los ecos de los sonidos. Era un susurro que se elevaba y descendía como el oleaje de un penetrante mar infernal: los alaridos de los condenados y de los moribundos; el chirriar de los braseros; los chasquidos de los látigos abriendo la carne; el crujir del cuero y la madera; los chirridos y los chasquidos sordos de los tendones a medida que las máquinas se dedicaban a destruir la Obra de Dios. John lo había visto todo: las tenazas al rojo vivo alrededor de los pezones, los hierros de marcar entrando humeantes en las bocas de aquellos infelices, botas hasta la pantorrilla rellenas de plomo fundido, las sillas ardientes, los asientos claveteados sobre los cuales sentaban a sus víctimas para apilar después sobre sus mulos barras de plomo... El Territio, las Questiones Preparatoire, Ordinaire, Extraordinaire; y el strappado, el potro de tortura y la pera asfixiante; los Interrogadores desnudos y sudorosos, mientras el gran juez enloquecido arrancaba de la espuma de los epilépticos confesión tras confesión... El lápiz y el pincel iban registrando fielmente las escenas, volando sobre el papel con infinita habilidad, mientras el hermano Sebastian se mantenía en su puesto y fruncía el ceño, mordisqueándose los labios y agitando la cabeza. Parecía como si las manos de John trabajaran solas, llenando hoja tras hoja, buscando las tintas y lanzando las pinceladas mientras los dibujos crecían en profundidad y realismo. La brillante luz lateral; la capa de sudor sobre los cuerpos que se distendían y jadeaban en medio de un éxtasis de dolor; brazos desarticulados por los pesos y las poleas, vientres reventados por el potro, brillantes ramificaciones de sangre nueva corriendo por el suelo. Parecía como si el artista tratara de reflejar el hedor, la miseria, hasta el último sonido, sobre el papel; el hermano Sebastian, impresionado muy a pesar suyo, se había llevado finalmente a John a la fuerza, pero no había podido hacer que dejara de trabajar. Dibujó un brujo en el exterior de la muralla, descuartizado por cuatro jacas Suffolk; los hombres y las mujeres sentenciados, sentados sobre sus barriles de brea, a la espera de la antorcha; los cuerpos rígidos e inanimados que quedaban después de que las llamas se apagaran. No tolerarás que una bruja viva, había dicho Sebastian cuando le despidió. Recuérdalo, hermano, no tolerarás que una bruja viva... Los labios de John se agitaron, repitiendo en silencio las palabras.
La noche le sorprendió a media docena de millas escasas de Dubris. Desmontó en la oscuridad, torpemente, ató el caballo mientras iba a por agua a un riachuelo. Dejó caer la mochila con los pinceles y las pinturas en medio de la suave corriente, y se quedó largo rato observándola, aunque la oscuridad le impidió ver cómo se hundía, volvía a salir a flote y era arrastrada por el agua.
Al ritmo de viaje que llevaba, le supuso varias semanas regresar a su hogar. A veces tomaba caminos equivocados; a veces la gente le daba de comer, y entonces les bendecía y lloraba. En una ocasión fue asaltado por una banda de forajidos, pero la palidez de sus labios y su mirada les retuvo, y tuvieron miedo de que les hechizara o les contagiara la peste. Finalmente llegó a Dorset por la parte de Blandford Forum, con varias millas de desvío de la ruta habitual. Durante un tiempo siguió los meandros de la parte oeste del Frome; pasado Durnovaria, se desvió en dirección a Sherborne. Alguien reconoció el hábito color carmesí y le devolvió al camino, llenándole la bolsa de pan, que nunca comió. A mediados de julio llegó al monasterio; a sus puertas le regaló el caballo a un muchachito andrajoso. El abad, preocupado, lo hizo recluir en la enfermería y tomó medidas inmediatas para recuperar el animal, pero éste y su nuevo dueño habían desaparecido. John fue instalado en una habitación alegre, resplandeciente de flores veraniegas, fucsias y begonias y rosas de los campos del monasterio, desde donde podían verse las manchas del sol brillando sobre las paredes y el blanco cúmulo de nubes en el azul del cielo. Sólo habló una vez, y fue con el hermano Joseph; incorporándose, con ojos asustados y fuera de control, agarrándose a la muñeca del muchacho, musitó, con voz apenas audible:
—Lo disfruté, hermano. Que Dios y los santos me ayuden, disfruté de mi trabajo...
Joseph intentó calmarle, pero no consiguió nada.
Pasó un mes antes de que pudiera levantarse y vestirse por sí mismo. Durante aquel tiempo había tomado poco alimento; estaba delgado hasta el punto de tener un aspecto demacrado, y sus ojos poseían un brillo febril. Se puso a trabajar en una de las prensas de litografía; el maestro Albrecht seguía refunfuñando, pero lo ignoraba. John se esforzaba en su trabajo todo el día, durante el descanso del almuerzo, durante la cena y la llamada a vísperas. La noche y la luna le vieron trabajar, tintando la piedra que sus ojos no podían ver enjuagándola, bajando el tímpano, moviendo los radios de la rueda, bajando la platina, tintando, bajando el tímpano... El hermano Joseph se quedó con él en una ocasión, observando acurrucado en las sombras, pero al cabo de un rato él también se marchó, sorprendido por algo que no podía llegar a entender.
Fue de madrugada cuando John empezó a vacilar en su penitencia. Se quedó ligeramente inclinado, una sombra oscura recortada por el resplandor de la luna, escuchando, contrayendo su expresión como si tratara de atrapar los ecos de algún ruido más allá del alcance del oído humano. Los gimoteos venían de él mismo; se tambaleó como un borracho en mitad del suelo, y cayó boca abajo, con los brazos tendidos. Encima, el recién llegado viento hacía tintinear una claraboya; se sentó en el suelo, observando a su alrededor en busca del origen del sonido, si era un sonido aquello que había oído. Fue entonces cuando sufrió la primera de las visiones o alucinaciones que le perseguirían durante todo el resto de sus días. Su inicio fue un rápido golpe seco, como un tambor retumbando sobre una gran extensión de terreno. La habitación se oscureció, luego resplandeció. John balbuceó, se cubrió la cara e intentó rezar.
Hubo una vez una muchacha en Dubris, una hermosa joven cuyo crimen, monstruoso y antinatural, había sido la concepción de un íncubo. Finalmente la soltaron; pero antes de hacerlo, cercenaron una de las pequeñas manitas de su hijo y se la dieron envuelta en un trozo de tela. El hermano John volvió a verla de nuevo, con una claridad fantasmal a la luz de aquella luna. Cruzó la habitación, maullando descontenta; y tras ella se arrastraba la comitiva de los horrores, los brazos y piernas cortados, las cabezas tronchadas, los cuerpos rotos en el potro, traspasados y quemados por las sillas de hierro candente. Gritos y aullidos brotaban de todos ellos, un mugido como la llamada de vacas espectrales, trinos de pájaros muertos, un llanto, un ruego... El rostro de John se tiñó de un extraño color: a su alrededor brillaban intensas luces, las ruedas de las prensas parecían girar como soles de oscuros rayos. Se vio asaltado por truenos y extraños ruidos; sus ojos giraron hacia arriba, dejando al descubierto su blanco a las luces de la habitación. Golpeó rabiosamente el suelo con los puños, y lloró desconsolado. Finalmente se quedó tendido, inmóvil, en medio de la habitación.
A la mañana siguiente los hermanos, al no encontrarle en su celda, lo buscaron en los talleres, luego por todo el monasterio, más tarde por los sótanos. Pero todo fue inútil: el hermano John se había ido.
Su eminencia el cardenal arzobispo de Londinium suspiró profundamente, se frotó la barbilla, bostezó, se paseó arriba y abajo por su despacho, de la mesa al ventanal que daba a la parte exterior del palacio episcopal. Se detuvo al lado de la ventana durante un rato, con las manos a la espalda y el mentón hundido en el pecho. Los jardines estaban radiantes de color, con lilas y, gladiolos y las recién llegadas rosas McGredy. Su Eminencia era un gourmet de todas las cosas temporales. Sus ojos observaron de forma ausente la exhibición de belleza, los árboles, las plantas y los estanques del fondo, donde envejecían una multitud de peces de colores. Más allá de los estanques, y más allá de los jardines de plantas con sus tortuosos senderos pavimentados, se alzaba el muro exterior. Encima de éste se levantaba, lóbrego, el paredón repleto de ventanas tipo prisión de la Escuela Universitaria de Transmisores de Señales. Los sonidos del laberinto de calles de Londinium llegaba débilmente a la zona de los estudiantes: los gritos de los vendedores ambulantes, el retumbar sordo y continuo de las ruedas de los carros, y en alguna parte el repicar de campanas. La mente de Su Eminencia reconoció de forma automática los sonidos. Contrajo los labios y prosiguió con su tortuosa y nada agradable línea de pensamiento.
Volvió lentamente a su mesa. Sobre ella, un archivo abierto desbordaba con una pequeña marea de papeles. Recogió uno, con expresión preocupada. Bajo el encabezamiento formal y una exposición aún más formal, se hacía muy patente la cólera de un hombre honesto y piadoso:
Monseñor,
Permítaseme implorar la indulgencia de Su Eminencia al hacerle patente un asunto de la más horrible y atroz naturaleza: la tortura, la agonía, las más inmundas indignidades vistas, en el nombre de Cristo, sobre la gente de ésta mi diócesis. Sobre los pobres y los débiles, los ancianos y los de mente simple..., sobre los niños y los viejos en plena senectud, sobre las madres encinta..., sobre los padres por sus hijas e hijos, sobre los esposos por sus esposas; ya no puedo, Monseñor, mantener por más tiempo la paz en presencia de las iniquidades, de los horrores...
Su Eminencia detectó un error gramatical en aquel impetuoso texto en latín; su pluma de tinta roja, intransigente y automática, trazó un enérgico tachón.
...de los horrores perpetrados sobre nosotros, sobre este pueblo leal, antiguo y libre de toda culpa. Sobre inocentes y necios, sobre sujetos indefensos de una Iglesia y de un Dios que sólo profesa amor, caridad e iluminación... Este loco, este profanador de la decencia, y lo que él llama su Tribunal Espiritual...
El cardenal fue pasando las páginas hasta el final, sin dejar de agitar la cabeza. El obispo Loudain de Dubris era un hombre valeroso pero imprudente; aquella carta, entregada a la persona adecuada, aseguraría a Su Gracia un encuentro personal con aquellos mismos grésillons de los que tan ardientemente se quejaba. El asunto olía a herejía... El cardenal alzó cuidadosamente el documento con la punta de los dedos y lo depositó en su archivo. Tomó otro, más breve y conciso, del comandante de la guarnición estacionada en Durnovaria.
...el renegado conocido entre la gente como el hermano John sigue eludiendo nuestras fuerzas. Últimamente se han producido tumultos provinentes directamente de sus enseñanzas y de las de sus seguidores en Sherborne, Sturminster, Newton, Shaftesbury, Blandford y la misma Durnovaria. La gente, atribuyendo sus escapadas ante nuestras tropas a una intervención milagrosa, se hace cada día más difícil de controlar. Pido seriamente permiso para obtener nuevas tropas a caballo y un mínimo de cuatrocientos hombres de infantería con las armas y reservas apropiadas, con el propósito de rastrillar la región desde Beaminster hasta Yeovil, lugar donde se cree que están actualmente acuartelados los insurgentes. Sus fuerzas se calculan en estos momentos entre los cincuenta y los cien hombres; están bien armados, y poseen un notable conocimiento del terreno. Los intentos de darles caza empleando los métodos normales han demostrado ser, una y otra vez, inútiles...
Su Eminencia dejó caer impaciente la carta. Ésta, y una docena más de su mismo estilo, habían sugerido su propio documento formal de excomunión. La sentencia había sido transmitida al hermano John hacía seis meses, pero parecía que la desaprobación de la Iglesia, y la consiguiente maldición de su alma, habían causado en él poco efecto. Sus seguidores se habían lanzado a grandes excesos; un destacamento de dos docenas de jinetes había sido derrotado y masacrado a plena luz del día, y sus armas y equipo robados; un capitán de los Dragones Romanos había sido capturado y bárbaramente apaleado, y enviado de vuelta a Durnovaria, atado y al galope, con una serie de mensajes insultantes prendidos en su túnica; la efigie del Papa había sido quemada en Woodhenge y Badbury Rings. El cardenal era demasiado consciente de los peligros inherentes al martirio, y ello le hacía sentirse incómodo; hubiera preferido ignorar enteramente a John, dejando que todo el desdichado asunto sufriera una muerte natural. Pero se veía obligado a tomar medidas.
Repasó el breve informe de la vida y cualidades del rebelde, llevado hasta Londinium, a petición suya, por un Eminencia inusualmente manso adelmiense cuyas orejas Su hubiera deseado enormemente poder devolver al padre Meredith en una bandeja, por permitir en primer lugar que su confundida gente llegara a tales extremos. Los adelmienses, aunque no por su culpa, se estaban convirtiendo rápidamente en el leitmotiv de un nuevo e inquietante movimiento popular. El resurgimiento de la fuerza del anglicanismo se alimentaba de reliquias de antigua adoración. ¿No había sido el propio San Adelmo quien convirtió amplias zonas del país a la Fe, siglos antes incluso de que el clero, reunido tras los talones de los conquistadores normandos, restableciera en Bretaña los preceptos de Roma? La comunión anglicana había sido un hecho histórico, pese a que la Iglesia intentaba incansablemente negarlo, y la causa aún podía hallar defensores. Habían transcurrido muchos años entre la abolición Papal por parte de Enrique y la excomunión de Isabel, años en los cuales la Iglesia de Inglaterra había coexistido presumiblemente en estado de Gracia. Posiblemente existieran untuosas excusas, pero había también ideas peligrosas que circulaban libremente entre la población, carente en general de una correcta instrucción sobre los principales puntos teológicos. La antigua consigna de la Iglesia, someterse y adorar, ya no era suficiente; se tentaba a la gente una vez más a que estableciera su propia jerarquía espiritual, y John o cualquier otra figura similar estaba hecho a la medida para encabezar dicho movimiento.
El renegado había asistido a las últimas sesiones del Tribunal del Bienestar Espiritual; y aquello, pensó Su Eminencia mientras releía unos hechos que ya se había aprendido de memoria, era claramente el inicio de todo ese asunto tan ridículo. ¿Cómo explicarlo? ¿Hasta qué punto podía mantenerse calmada la ira de un hombre como Loudain, con datos y hechos, a través de argumentos políticos? Su Eminencia se encogió cansadamente de hombros. En toda la historia del mundo no había existido una fuerza como la fuerza de la segunda Roma. Sostener la mitad de un planeta en la palma de una mano; hacer juegos malabares, equilibrar unas frente a otras unas fuerzas que la mente de un hombre casi no podía llegar a comprender... El furor de las naciones era como la rabia del mar, que no podía contenerse con cañas y barro. El anglicanismo ya había dividido una vez al país, su historia estaba toda contenida allí, en los grandes libros que se alineaban en las paredes del estudio. Luego Inglaterra había ardido desde el pie de Cornualles hasta la columna vertebral de los Peninos con el resplandor de los autos de fe. Había habido algún dolor, un poco de derramamiento de sangre, pero pronto habían desaparecido y habían sido olvidados; eso, y la enorme sabiduría de la Iglesia.
Demasiado a menudo, pensó el cardenal; el temor a la amenaza del Fuego del Infierno en vez del señuelo del Reino del Amor... El padre Hieronymus, loco como indudablemente estaba, había sido útil en el pasado, pero en esta ocasión su sangriento circo había desencadenado un clamor que podía envolver fácilmente toda Inglaterra. Una serie de pensamientos tan sorprendentes como poco caritativos daban vueltas en la mente del arzobispo de Londinium. Se levantó de nuevo para seguir meditando de pie, observando los jardines, lo cual era su mayor placer. Le parecía ver las rosas destrozadas por pies irreverentes, las lilas pisoteadas en medio de una tierra ensangrentada, su casa destruida e incendiada, sus bodegas de vinos profanadas, sus despensas y cocinas, sus estudios y bibliotecas en llamas. La única solución era destruir al padre Hieronymus y destruir a los adelmienses, y por encima de todo destruir al hermano John... Su Eminencia, debido a la naturaleza de su posición, era tanto un economista y un político como un hombre de Iglesia: en sus ratos de humor más cínico creía ver todo el amplio espectro de la Iglesia extendido como una reluciente manta, como una colcha de hilo de oro, sobre el cuerpo de un gigante. En ocasiones como aquella, el gigante se removía y resoplaba en un sueño intranquilo; pero pronto despertaría.
Apartó resueltamente la idea, volvió a su escritorio, extrajo de un cajón el documento formal en el que había estado trabajando la mayor parte de la mañana anterior, dictándoselo a su amanuense:
Por cuanto el hereje conocido como hermano John, ex miembro de la Orden de San Adelmo, cuyo cuerpo hemos excomulgado y cuya alma hemos arrojado a las profundidades del Fuego Eterno, continúa mofándose de la Voluntad de Dios y de su Verdadera Iglesia en esta Tierra, es nuestro deber comunicar esta solemne Advertencia:
Cualquier persona que dé asilo al hereje o a cualquier miembro de su banda; cualquier persona que le suministre comida, bebida, armas, municiones y pólvora o cualquier otra vitualla;
Cualquier persona en posesión de cartas, proclamas u otro asunto originado por el hermano John o algún miembro de su banda, o que ayude a distribuir ese tipo de propaganda subversiva para la posterior causa de Satanás contra la gloria de Dios;
Cualquier persona que oculte información acerca del paradero del mencionado hereje o cualquier miembro de su banda; cualquier persona que asista a alguna reunión, orgía o cualquier exhibición representada por ellos, y que no declare acerca de ella, con todos los datos que posea al respecto, a un sacerdote, a un comandante de guarnición o a un oficial de la ley en el plazo de un día después del delito;
Será excomulgada y vista como un ser horrible y abominable ante los ojos de Dios; y por esta sola prueba declarada culpable ante cualquier Tribunal de Justicia de la Paz o Eclesiástico, y ahorcada y descuartizada, y sus pedazos salados y embreados, y exhibidos de la manera que se juzgue más adecuada para el aviso y educación de otros herejes o traidores a Dios y a la causa de su Iglesia.
Otrosí es nuestro deber proclamar las siguientes recompensas:
Por la información que conduzca a la captura, vivo o muerto del hermano John o de cualquier otro miembro de su banda, veinticinco libras de oro;
Por la captura, vivo o muerto, de cualquier miembro de la banda del hermano John, cincuenta libras de oro.
Por la captura, vivo o muerto, del propio hermano John, doscientas libras de oro, que serán pagadas en nuestro Palacio Episcopal de Lambert tras la recepción del cuerpo del hereje, o a través de una prueba buena y suficiente de la destrucción del cuerpo del hereje.
Y para que así conste, lo rubricamos de nuestro puño y letra este día vigésimoprimero del mes de junio del año de Nuestro Señor de mil novecientos ochenta y cinco.
El cardenal asintió finalmente con una sombría señal de aprobación. La Iglesia se hallaba en una situación en la que necesitaba imperiosamente uno o dos santos bien disciplinados: en el caso de John iba a desperdiciarse un hombre de primera categoría. Su Eminencia permaneció dubitativo unos instantes, tras lo cual llamó a un secretario para que le trajera su sello privado.
La infantería se había desplegado en semicírculo a la entrada del estrecho valle. Otros soldados, con el azul de sus uniformes claramente distinguible, se alineaban en las rocas de la hondonada, bajo cuya cima se apreciaban las bocas de varias cuevas. Esporádicas nubes de humo brotaban de ellas cuando los defensores, rodeados por un número excesivo de atacantes, disparaban al azar. A doscientas yardas del reducto se estaba montando una pieza de artillería. La pieza había sido protegida con una media luna de rocas apresuradamente erigida; detrás del parapeto, un grupo de sudorosos hombres colocaba cuñas bajo las ruedas de la cureña. Una serie de vigas encajadas bajo los aros levantaban el arma varios grados, pero el blanco estaba demasiado alto; el capitán temía que, a la primera descarga, el retroceso destrozara el arma contra el suelo. Cerca del cañón, un enardecido mayor, con la espada desenvainada y montado en un inquieto caballo, se desgañitaba en gritos e improperios contra sus hombres para que se esforzaran más. Los ataques frontales habían resultado costosos: en la parte superior del valle unas manchas de tela azul señalaban los lugares donde los herejes se habían cobrado su cuota de víctimas entre la infantería. El mayor, que no era un hombre propenso a arriesgar inútilmente sus tropas, agitó el sable hacia el reducto y lanzó a sus ocupantes una andanada de insultos. Una nube de humo le respondió, la bala de cañón destrozó en mil pedazos una roca a unos veinte pies a su izquierda y siguió silbando pendiente abajo. Una descarga lanzada sin objetivo aparente por las tropas que se cobijaban en la hondonada hizo retroceder a los defensores; el mayor creyó oír, mezclado con los ecos de los disparos, el rumor de un grito.
El primer disparo del gran cañón lanzó por los aires mil pedazos de roca de un saliente a una yarda escasa por debajo de las bocas de las cuevas; el segundo desencadenó una pequeña avalancha por encima y a la derecha. El tercero desmontó la pieza de su rudimentaria plataforma, aplastando las piernas de uno de sus servidores. El capitán maldijo los huesos de aquellos hombres, deseando tener un mortero, pero no había ninguno a su alcance. El cañón fue montado de nuevo y elevado de forma más segura; los papistas ocuparon sus posiciones para cañonear la posición rebelde hasta reducirla.
La diminuta figura enfundada en su túnica color rojo oscuro estaba ya a unas veinte yardas de las grietas, corriendo por encima de las rocas de un camino de cabras, antes de que la pieza fuera colocada de nuevo en posición. Unas nubecillas de polvo se alzaron en torno al fugitivo; el mayor, gritando, cabalgó a lo largo de la línea de tiro de sus hombres, aguijoneándoles, indicándoles que apuntaran certeramente. El renegado fue derribado a unas veinte yardas de la cima del precipicio y bajó rodando una gran distancia antes de ser detenido por el propio terreno accidentado, pero aún le quedó suficiente vida para apuntar una pistola y reventarle la rodilla a un hombre a la derecha del mayor cuando la infantería lanzó su carga final. El mayor gruñó y se agachó para retirar la capucha del adelmiense. Bajo su densa mata de pelo, el muchacho le dirigió una sonrisa repleta de dolor, con los dientes llenos de sangre.
Al lado del mayor, su ayudante dijo, lleno de asco:
—Discipulus...
—Más bien escoria —murmuró el otro. Agarró al muchacho por los cabellos y lo zarandeó—. Bien, muchachito malo —dijo—, ¿dónde está el jodido del culo de tu amo?
No hubo respuesta. Lo zarandeó de nuevo. El hermano Joseph se incorporó a medias, escupiendo algo rojizo al rostro del hombre que estaba sobre él. El ayudante del mayor agitó negativamente la cabeza.
—No hablarán, señor. Ninguno de esos búlgaros...
—Eso ya lo sabía —dijo secamente el mayor—. Que vengan los camilleros, sargento...
El soldado bajó corriendo la colina. La respiración del muchacho era agitada. Se alzó de nuevo, y antes de desmayarse cerró algo en su puño manchado de sangre. El mayor se arrodilló, evitando con cuidado la sangre que manaba a chorros de aquel cuerpo, y le abrió la mano casi a la fuerza. Se levantó, mientras daba vueltas entre sus dedos al pequeño medallón con la figura del cangrejo.
—Esto —dijo suavemente— es todo lo que necesitamos...
—Metió la marca de los duendes en el bolsillo de su uniforme antes de que su ayudante pudiera verla.
La cueva, una vez inspeccionada, ofreció gran cantidad de trofeos. Seis cuerpos, tres de ellos intactos, suficiente para satisfacer al más recelosos de los empleados papales. La recompensa había subido ahora a ciento cincuenta libras por rebelde; esto hacía un total de novecientas libras, y en conjunto más de mil. Un hermoso botín para el batallón. Además, había suministros de comida y armas, libros y documentos herejes, y montones de panfletos a la espera de ser distribuidos. El mayor ordenó que estos últimos fueran quemados. Al fondo de la cueva, bastante destrozada por los cañonazos, estaban los restos de una prensa Albión y cajas dispersas de letras y caracteres de impresión. El mayor mandó a buscar un martillo, al tiempo que removía el montón de panfletos con la punta de su bota.
—Bien, al menos en el futuro no habrá tanta basura de ésta por el mundo —señaló filosóficamente a su ayudante.
Pero la maniobra había fallado en su objetivo más importante. Una vez más, el hermano John había escapado.
Con el transcurso de las semanas, los rumores fueron creciendo. John estaba aquí, estaba allí; las tropas se desplazaban apresuradamente en mitad de la noche, los pueblos eran registrados, y las recompensas eran reclamadas un millón de veces, pero nunca llegaban a pagarse. Apareció una historia que decía que John, en unión a la gente de los páramos, podía trasladarse con gran rapidez, mediante métodos mágicos, lejos del peligro.
—Transvestismo —gruñó Roma, y dobló el importe de la recompensa. Las informaciones llegaban de todas partes; se quemaban casas, se purificaban pueblos enteros. Los cadáveres se balanceaban en los cruces de caminos, cargados de horripilantes cadenas, carroña para torres de negros pájaros. El gigante roncaba y se agitaba incansablemente.
La catedral de Wells fue profanada, aunque la profanación no fue muy grave. No había señal alguna de que se hubiera realizado acción alguna contra el altar, excepto que, con un profundo respeto, habían colocado sobre él, a la vista de todos, un cartel con una cierta inscripción. El documento, desde luego, fue confiscado y quemado de inmediato, pero se difundió el rumor de que las palabras habían sido extraídas de un texto de las Sagradas Escrituras, traducido por un hereje al inglés medio y moderno: Mi casa ha sido llamada la casa de oración, pero vosotros habéis hecho que se convierta en una guarida de ladrones... El mismo caso ocurrió en Aquae Sulis: Vended todo lo que tengáis y dádselo a los pobres, y en la residencia del mismísimo obispo de Dorset: Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un hombre rico entre en el reino de los cielos. Pero tales acciones eran obra de discípulos, declarados o secretos; el propio John viajaba constantemente, predicando y rezando. A veces, las visiones llegaban a atormentarle tanto que caía rodando por los suelos, echando espuma y golpeando la tierra con los puños ensangrentados, rasgándose las vestiduras y arañándose la piel hasta que sus seguidores retrocedían, llenos de miedo. Quizá los fantasmas, el redoble de los tambores y los gritos, las manos y los miembros cercenados, le seguían a través de los lóbregos páramos del oeste; quizá los Antiguos acudían a su encuentro para reconfortarle, se sentaban juntos y le contaban su antigua fe al lado de las piedras de los templos que ya eran viejos antes de que llegaran los romanos, bajo las nubes en constante movimiento y las interminables fantasías de la luna y el sol. John regaló sus zapatos, su manto y su bastón; algunos murmuraban que este último fue clavado en el suelo y floreció, como el bastón del beato José en Glastonbury.
Si el rumor llegó a oídos de John, éste no pareció darse por aludido. Se movía como un fantasma; sus labios murmuraban, sus ojos no observaban, el viento y la lluvia caían a ráfagas a su alrededor; y, de algún modo, la gente le escondía y le daba de comer mientras los soldados de azul de Dorset de acuartelaban cansadamente desde Sherborne a Coversgeat, desde Sarum Rings hasta el Valle del Gigante en Cerne. El precio por la cabeza de John subía progresivamente: de quinientas libras a mil, de mil a mil quinientas, y de eso a unas increíbles dos mil libras, pagaderas de las arcas del palacio episcopal de Londinium. Pero no había el menor rastro del hombre. Los rumores volvieron a volar. Algunos decían que planeaba un levantamiento contra Roma, que se estaba ocultando hasta que hubiera reclutado un ejército lo bastante grande; otros decían que estaba enfermo, o herido, o que había abandonado el país; y, finalmente, el rumor acabó diciendo que había muerto. Sus seguidores, que en aquellos momentos se contaban ya por miles, esperaban y se lamentaban. Pero John no había muerto: simplemente había vuelto a las colinas, acompañando a los leprosos, siguiendo su rastro a través de sus solitarias y tristes campanillas.
Las casas del pueblo se apiñaban sobre una expuesta zona de los páramos. Las cabañas estaban construidas con piedra gris, tenían las contraventanas cerradas, y su aspecto era absolutamente desolado. Los pocos árboles que crecían allí eran pequeños y raquíticos, retorcidos por el viento hasta adoptar extrañas y complicadas formas; sus ramas se inclinaban sobre los tejados, como buscando protección. Del pueblo partía una carretera de tierra que se extendía por el yermo terreno hasta perderse en la distancia.
Al otro lado del páramo, vagamente visible a la extraña luz, se alzaba una alta cadena de colinas. Desde ellas, en un día claro, un oteador hubiera podido divisar la cercanía del mar; ahora, el mortecino y polvoriento cielo se veía vacío y plano. En medio de aquella visión soplaba un viento de marzo, húmedo y enormemente violento. El viento jugueteaba con el manto de la muchacha que permanecía sentada pacientemente al lado de la carretera, a unos cien metros de distancia de la última cabaña. Con una mano sujetaba apretado contra su garganta un áspero trozo de tela; su cabello, que asomaba por debajo de su capucha, se agitaba largo y oscuro, cubriendo ocasionalmente su rostro. Observaba con atención, escudriñando la extensión marrón grisácea del páramo hasta las distantes siluetas de las colinas. Esperó pacientemente una hora, quizá dos; el viento agitaba los arbustos, y durante un breve instante una ráfaga de lluvia cruzó la carretera. Las colinas empezaban a palidecer con la creciente oscuridad cuando la muchacha se levantó y fijó su vista, con la mano a modo de visera, en un punto lejano, forzando los ojos para distinguir con mayor claridad aquel borroso objeto de color gris que había aparecido al límite de su visión. Permaneció inmóvil varios minutos; apenas pareció respirar mientras la lejana mancha iba avanzando poco a poco, se convertía en una oscura cabeza de alfiler, y finalmente se definía como la figura de un jinete. Entonces la muchacha emitió un lamento, un extraño sonido, como un medio gemido surgido de lo más profundo de su garganta, y se dejó caer de rodillas, mirando horrorizada hacia las casas que se alineaban a lo largo de la carretera. El jinete siguió avanzando, pero a los asustados ojos de la muchacha parecía como si se moviera siempre en un mismo lugar, agitándose como una marioneta bajo la inmensidad del cielo. Sus dedos escarbaron la tierra que tenía delante, se alisó la falda sobre los muslos, y se apretó el costado para calmar los latidos de su corazón.
El hombre montaba relajadamente, dejando que el animal fuera a su paso. Sus pies colgaban sueltos a ambos lados de la barriga del asno, meciéndose rítmicamente, rozando los tallos más altos de la hierba. Iba descalzo, con los pies cruzados con las rayas oscuras de la sangre de antiguos cortes; el manto que llevaba estaba roto y manchado debido al constante uso, su marrón original se había convertido en un gris rojizo. Su rostro era delgado, con señales y hendiduras en la carne que indicaban un aspecto anterior más lleno, y los ojos que asomaban por encima de su enmarañada barba eran brillantes y enloquecidos como los de un pájaro. De tanto en tanto murmuraba algunas palabras, iniciando bruscamente estrofas de alguna canción, echando la cabeza hacia atrás y riéndose del sombrío cielo, agitando una mano en vagos gestos de bendición hacia la gran desolación que le rodeaba.
El asno llegó finalmente a la carretera y se detuvo, como inseguro del camino que debía tomar. El jinete aguardó, canturreando y murmurando; y sus brillantes e incansables ojos se dieron cuenta lentamente de la presencia de la muchacha. Ella seguía aún arrodillada en la carretera, con la cara inclinada hacia el suelo; alzó la cabeza para mirar al desconocido que la saludaba, con la mano todavía medio alzada. Entonces corrió hacia él, se echó a sus pies y agarró el roto dobladillo de su túnica. Empezó a llorar; las lágrimas brotaron sin control de sus ojos, formando regueros a lo largo de su sucia cara.
El jinete se la quedó mirando, vagamente sorprendido; luego se inclinó e intentó levantarla. Ella se estremeció ante el contacto y se le agarró más fuerte todavía.
—Has... venido... —murmuró, como si le hablara al asno—. Has venido...
—Que la bendición de un proscrito sea contigo —murmuró el desconocido con dificultad, quizá debido a la poca costumbre que tenía de hablar. Hizo un esfuerzo, como si intentara recordar—. Qué hermosos —dijo, inconsecuentemente— son sobre las montañas los pies de aquél que trae buenas nuevas... —Se restregó la cara, se pasó los dedos por el pelo—. Un hombre —murmuró con lentitud— me habló algo acerca de unas curaciones. ¿Quién me necesita, hermana? ¿Quién ha llamado al hermano John?
—Yo... lo hice... —Su voz sonó de forma entrecortada; seguía aferrada a la tela de su manto, besando y frotando su rostro contra el pie del hombre.
La débil atención de John se afianzó; de nuevo intentó levantarla, torpemente.
Yo no puedo hacer otra cosa más que rezar, y la oración está al alcance de todos los hombres...
—Para curar... —La muchacha tragó saliva e inspiró fuertemente, tratando de no pronunciar las palabras. Pero surgieron incontenibles de sus labios—. Para curar..., por la imposición de las manos...
—¡Levántate!
Ella sintió como si la alzaran de un tirón, sostenida a la altura de aquellos ardientes ojos cuyas pupilas estaban contraídas como oscuras cabezas de alfiler.
—No existe más curación —susurró John entre dientes— que la misericordia de Dios. Su misericordia es infinita. Su compasión nos envuelve a todos. Yo simplemente soy su indigno instrumento; no existe fuerza alguna, excepto la fuerza de la oración. El resto es herejía, un mal para la destrucción y la muerte de los hombres... —La apartó de sí; y luego pareció tranquilizarse. Se secó la frente, bajó torpemente del asno—. Te ruego que seas tú quien lo monte, hermana —dijo—. Ya que no sería correcto que yo emulara a Aquél que entró en Su Reino montando un animal como éste... —Las palabras se perdieron en un murmullo que se llevó el viento—. Iré a ver a tu marido —dijo el hermano John.
La cabaña era baja y menuda, rebosante de un olor agrio; un bebé lloraba desconsolado en alguna parte un perro se arrastraba por el suelo, quitándose las pulgas. John se agachó al pasar por la puerta, guiado por la temerosa mano de la muchacha aferrada a su muñeca; ella cerró la puerta tras él, asegurándola con una correa y un pestillo.
—Lo tenemos todo a oscuras —dijo en voz muy baja—, porque él cree que puede ayudar...
John avanzó cuidadosamente unos pasos. Al lado del fuego había un hombre rígidamente sentado, con las manos apoyadas contra las rodillas. Sus ropas eran ásperas, sus pantalones y chaquetilla estaban reforzados con trozos de cuero, a la manera de los picapedreros. A su lado, sobre una mesa medio desvencijada, había un plato de comida casi lleno y una jarra de cerveza; una pipa yacía caída en el suelo. Llevaba el cabello muy largo, colgando en gruesos mechones por los lados de las orejas. Sus cejas eran negras y espesas, pero sus ojos invisibles. Sobre ellos, a modo de venda, llevaba un pañuelo de colores anudado en la parte de atrás de su cabeza.
—Ha venido —dijo tímidamente la muchacha—. Él te va a curar... —Apoyó una mano sobre su hombro. El hombre no respondió; en vez de ello, sujetó suavemente su brazo y lo apartó. Ella se volvió hacia el hermano John y, reprimiendo las lágrimas, dijo—. Esto lleva durando más de seis meses. —Su tono era desesperado—. Primero creía que eran unas telarañas echadas sobre su cara. No podía Ver casi nada, sólo el sol. No dejaba de decir que todo estaba oscuro. Estaba oscuro todo el tiempo...
—Hermana —dijo John con tranquilidad—, ¿tienes un farol? ¿Una antorcha?
Ella asintió calladamente, con los ojos fijos en su rostro.
—Entonces tráemelo.
La muchacha trajo la luz, y la encendió con una astilla del fuego. John situó la lámpara de modo que su lado abierto iluminara el rostro del hombre ciego.
—Déjame ver...
Los ojos al descubierto eran oscuros y temibles, a tono con el rostro orgulloso y duro. El hermano John alzó el farol, dirigiendo su luz hacia las pupilas, al tiempo que giraba la cabeza del ciego, colocando los dedos debajo de aquella mandíbula de tonos oscuros. Los contempló largo rato, observando tras las córneas el pálido y lechoso reflejo de la luz; luego bajó la lámpara hasta la chimenea. Un largo silencio, y después:
—Te compadezco, hermana —dijo sombríamente—. No hay nada que yo pueda hacer excepto rezar..., su mirada está vacía.
La muchacha le miró mostrando una total incomprensión; luego se llevó las manos a la boca y empezó a llorar de nuevo.
John pasó aquella noche en una dependencia de la cabaña, murmurando y agitándose sobre un montón de paja; sólo fue a la llegada del amanecer que las trompetas y los tambores dejaron de sonar en su cerebro y pudo finalmente dormir.
El picapedrero se levantó antes de que asomaran las primeras luces, y se vistió silenciosamente, sin prisas. A su lado, su mujer permanecía inmóvil; tocó su brazo, y ella dijo algo ininteligible en sueños. La dejó y cruzó la cabaña, con los dedos extendidos, tocando suavemente los muebles y los familiares respaldos de las sillas. Quitó el seguro de la puerta, y sintió el aire de la mañana, fresco y puro, acariciar su rostro. Una vez fuera ya no necesitó más guías. La vida de la gente de aquel lugar estaba gobernada por el trabajo de la piedra; las pequeñas canteras distribuidas entre las colinas iban pasando de padres a hijos de generación en generación. Con el paso de los años, sus pies y los pies de sus antepasados habían ido formando un sendero desde la cabaña y a través del páramo. Se limitó a seguirlo, con el rostro levantado para poder captar la mancha gris que era todo lo que sus ojos podían mostrarle del amanecer. La costumbre le había hecho coger la linterna; rebotaba contra su rodilla, resonando a cada paso que daba. Finalmente llegó a la cantera, y apartó el palo que cerraba simbólicamente su entrada. Se quedó de pie dentro, inmóvil, durante largo rato, apoyando las palmas de sus manos contra la fría piedra; luego buscó sus herramientas y las acarició, sintiendo la particular suavidad que les había dado el uso y sus manos. Empezó a trabajar.
John, despertado por los distantes golpes del martillo contra la piedra, huyó de un febril sueño y volvió la cabeza para localizar el ruido. Se levantó, metió sus pies en las sandalias que alguien había colocado a su lado, y se dirigió al encuentro de la fría mañana, dejando tras él una pequeña nube de vapor con cada exhalación que acompañaba a cada uno de sus pasos.
La muchacha ya estaba en la cantera; estaba inclinada fuera, mirando en silencio. En su interior se oía el rítmico tintineo mientras el invidente trabajaba sobre la roca, midiendo, tanteando, cortando con el tacto. Había un montón de bloques de piedra apilados junto a la entrada; mientras John observaba, el picapedrero apareció arrastrando otro bloque, y luego volvió a su trabajo sin mediar palabra alguna.
Los ojos de la muchacha estaban fijos en el rostro de John, asombrados. Él agitó la cabeza.
—Sólo puedo rezar —murmuró—. No puedo hacer más que rezar...
Transcurrió la mañana, luego la tarde, y el martilleo no cesó. En una ocasión la muchacha fue a buscar comida, pero John no dejó que se acercara a su marido; el mazo que golpeaba incesantemente la piedra le hubiera partido la cabeza. Cuando el cielo empezó a oscurecer, el montón de piedras alcanzaba los dos metros de altura, obstruyéndole la visión; cambió de posición, desde donde sus rodillas habían formado dos pequeñas oquedades en el suelo, a otro lugar desde donde pudiera ver. El corto día, a medio camino entre el invierno y el verano, finalizó; pero el hombre no necesitaba luz allí dentro. El martillo seguía repiqueteando; y finalmente John adivinó su propósito. De nuevo rezó intensamente, postrado sobre el suelo. Horas más tarde se durmió, pese a la fuerza del viento. Cuando despertó estaba demasiado, rígido para moverse con soltura. Ante él, el martillo seguía resonando en la oscuridad. La muchacha volvió al amanecer, llevando al bebé bajo su manto; alguien le trajo algo de comida, que ella rechazó. John se sentía atormentado por los calambres; sus manos y pies estaban morados de frío. Durante todo el día había soplado el viento, rugiendo hacia el páramo.
Los habitantes de Dorset eran extraños, gente con mentes retorcidas. Los hombres del pueblo fueron llegando uno a uno y se sentaron a observar, pero ninguno de ellos intentó arrancar a aquel hombre de su tarea. Hubiera sido inútil: habría vuelto, tan cierto como que el viento vuelve una y otra vez a los matorrales y a las más escondidas colinas. El martillo caía sobre la roca desde el amanecer hasta el anochecer; la lluvia se mezclaba con las ráfagas de viento, cubriendo la espalda de John, empapando todo su cuerpo a través de la túnica. Él se limitaba a ignorarla, al igual que ignoraba los helados dolores en su vientre y espalda, el retumbar de los truenos y los destellos en su cerebro. Los antiguos dioses lo habrían comprendido, pensó: aquellos que rugían y sudaban durante todo el día, arrancándose los intestinos los unos a los otros en interminables guerras para caer, morir y despertarse con cada sombra del anochecer emborrachándose para despedir la noche en su palacio del Valhalla. Pero ¿y el Dios cristiano? ¿Qué pensaría Él? ¿Aceptaría el sacrificio de la sangre, como aceptó las almas desgarradas de Sus brujas? Desde luego, murmuró el cansado cerebro de John, porque es El mismo. Su bebida es la sangre. Su comida es la carne. Sus sacramentos son el trabajo y la miseria y un interminable y desesperanzado dolor...
Con la llegada del segundo amanecer, los montones de piedra se extendían ya varios metros sobre el suelo; y el mazo aún seguía cayendo, vacilante e irregular, cortando más. Piedras para los palacios de los ricos, catedrales para la gloria de Roma... El tremendo viento rugía entre las colinas, agitando el manto de la muchacha mientras permanecía sentada, paciente como una vaca, con las manos cruzadas sobre las piernas, los ojos brillando con un dolor medio compartido, medio comprendido. John se agachó, derrotado, incapaz de seguir en pie, con los dedos congelados en una posición inconsciente, mientras la gente del pueblo observaba severa desde el otro lado de los matorrales.
Y llegó el final; el sacrificio fue ejecutado y aceptado; el trabajador de la piedra vació boca abajo, el material para un sinfín de leyendas. Una vena pulsaba en pequeñas convulsiones en su cuello de curtida piel, la sangre brillaba vivamente en su boca y garganta; su cuerpo tosió y se agitó, intentando buscar una mejor posición, y John, arrastrándose hacia delante sobre sus inútiles rodillas y manos, supo antes de llegar a él que estaba muerto.
Se levantó, con un agónico crujir de huesos. La muchacha se quedó observando tristemente a sus pies, como una piedra más entre las grises colinas de piedra; su sombra se extendía ante él, delgada y larga, ajustándose a la densa hierba de los matorrales.
El hermano John se dio la vuelta lentamente, sintiendo que el ataque de los tambores empezaba una vez más en su cerebro; alzó su pálido rostro hacia un sol que brillaba de forma extraña. Se hizo más y más brillante, un fantasma cósmico, un algo imposible suspendido en medio del tempestuoso cielo que iba aumentando a cada segundo. John gritó roncamente, alzando los brazos al aire; y alrededor de la esfera se formó un círculo, nacarado y resplandeciente, y luego otro y otro más, llenando el cielo, sumergiéndolo todo, quemado, helado como la nieve, hasta que con un silencioso trueno sus diámetros se unieron, formando una cruz de llamas de plata, ondulantes e inmensas. En los puntos de intersección brillaban otros soles, y otros, y más y más, consumiendo el cielo; y John vio ahora con la suficiente claridad las feroces multitudes de ángeles descendiendo y elevándose. Llegó un ruido procedente de ellos, un ruido grande y dulce de júbilo que pareció entrar en su cansada mente como una espada. Gritó de nuevo, un grito inarticulado, tambaleándose hacia delante, arrastrando los pies y corriendo mientras tras él su gran sombra se agitaba y daba saltos. Entonces la gente echó a correr también, unos hacia los páramos, otros por la calle mayor del pueblo, como si él fuese el centro de divergencia, llamando y golpeando las cerradas puertas de las casas mientras la palabra de movía más rápido que los pies, mucho más rápido que el más veloz de los caballos: decía que los cielos se habían abierto en torno al hermano John, transfigurados de gloria. La historia empezó a crecer, alimentándose a sí misma, hasta que Dios mismo en persona bajó la vista para mirar con sus propios ojos a través del arco azul del cielo.
Los soldados lo oyeron, en Golden Cap y en Wey Mouth y en Wool en el interior del páramo; los telégrafos cliquetearon la noticia de que un distrito rural se estaba alborotando. Se enviaron mensajes pidiendo refuerzos, municiones y pólvora, caballería, armas pesadas. Durnovaria respondió, al igual que Bourne Mouth y Poole; pero el revuelo estaba ya en las torres, derribándolas como débiles árboles. A mediodía las líneas estaban silenciosas, incluso Golden Cap era un amasijo de palos rotos. El comandante de la guarnición allí destacada reclutó un batallón de infantería y dos de caballería, y partió a marchas forzadas, esperando contra toda esperanza abortar la rebelión en su inicio. Un hombre y sólo un hombre podía acaudillar el populacho e incitarlo a luchar: el hermano John. Esta vez, de un modo u otro, el hermano John tenía que desaparecer.
La gloria se desvaneció; pero la gente seguía llegando, reuniéndose en los páramos, luchando con sus carros y sus carretas en las colinas, encallándose en los empantanados caminos mientras intentaban llegar hasta él. Algunos le traían ropa, dinero y comida, ofertas de cobijo, caballos rápidos. Le rogaban que escapara, le advertían que los soldados se estaban apresurando para cortarle el paso; pero el ruido que aún retumbaba en sus oídos le ensordecía, y las visiones del sol, brillando en su cerebro, cegaban los últimos vestigios de su razón. Las huestes, el ejército de harapientos, crecía a sus espaldas mientras él se tambaleaba por entre los matorrales, con el rostro tendido hacia el gran viento del sur. Algunos trajeron armas: horcas, guadañas y cuchillos montados al extremo de un palo, fusiles que habían permanecido escondidos en el techo de paja de una veintena de cabañas. Entonando cánticos, llegaron al mar; y siguieron, a caballo y a pie, por los empinados caminos de Kimmeridge, hasta llegar a una pequeña ensenada y a la ferocidad del agua. Allí se enfrentaron finalmente al contingente de Golden Cap. Los soldados de azul atacaron; pero los rebeldes eran demasiados. Una carga, una dispersión, un hombre derribado, pisoteado y degollado; los gritos fueron transportados por el viento, algo rojo quedó abandonado sobre la hierba, agitándose todavía, un caballo que corría sin jinete fue herido por unas picas... Los papistas se retiraron, manteniendo la columna a tiro de mosquete, hostigándola sin cesar para obligar a la vanguardia a que les hiciera frente.
El hermano John ignoró la escaramuza; o quizá nunca llegó a saber de ella. Iba montado a caballo, y guiado por las voces y sonidos de su mente llegó al borde del acantilado. Allá abajo se extendía una gran superficie de agua agitada y blanca, precipitándose en el horizonte e incluso más allá. Pero aquí arriba no había olas; el huracán, sobre el que un hombre hubiera podido recostarse, descabezaba las crestas espumosas. Desde una multitud de grietas en el acantilado caían chorros de agua a la bahía; pero los pequeños cursos de agua eran atrapados por las ráfagas de viento y lanzados contra las aristas de las rocas, formando arcos ascendentes que alimentaban un agitado mar de aluvión. En los acantilados, John detuvo su caballo; el animal se giró, resistiéndose, con la crin ondeando al viento. John alzó los brazos, llamando a la gente para que se apiñara a su alrededor: hombres de rostros oscuros con jerseys, gorras y botas, mujeres impasibles anudándose las bufandas en tomo a sus cuellos, muchachas de pelo oscuro de Dorset, con sus robustas piernas enfundadas en brillantes pantalones tejanos. Lejos, a la izquierda, la caballería se arremolinaba y avanzaba a empujones, con las carabinas al hombro; el humo de las descargas era arrastrado lejos en forma de fugaces destellos blancos. Una bala pasó rozando por encima de la cabeza de John; otra destrozó el pie de una muchacha que estaba a un lado de la multitud, El gentío avanzó peligrosamente. Los jinetes retrocedieron. Uno de los cañones, tirado por un grupo de mulas, se estaba acercando desde los cuarteles de Lulworth, pero hasta que llegara a su destino el capitán sabía que estaba desamparado: lanzar a su puñado de hombres contra aquella chusma era enviarlos a una muerte segura. A varias millas de distancia, en medio de los arbustos, las mulas tiraban del armón de la culebrina; los cuadrados carros de munición iban dando tumbos detrás, encabezando una columna de infantería. Pero ya no había caballería, no podía confiarse en ningún refuerzo; no había tiempo...
Por encima de la cabeza del hermano John volaban las gaviotas. Él seguía alzando los brazos una y otra vez, parecía llamar a los pájaros, mientras las aves permanecían como colgadas, inmóviles en pleno cielo. La multitud guardó silencio, y John empezó a hablar.
—Pueblo de Dorset..., pescadores, granjeros, y vosotros, marmolistas y pedreros que arrancáis las viejas piedras de las colinas..., y vosotros, hadas y Pueblo de los páramos, espíritus que pueblan el viento, oíd mis palabras y recordad. Que ellas marquen vuestras vidas, que las marquen para siempre; ahora y en los años venideros, que ningún hogar se quede sin oír la historia... —Las palabras brotaban en un hilo de voz débil y agudo, como pulverizadas por el viento; e incluso la muchacha herida cesó en sus lamentos y se echó al suelo, apoyándose sobre las rodillas de sus amigos, esforzándose para escuchar. John les habló acerca de ellos mismos, de su fe y de su trabajo, de su solitaria existencia escarbando en las piedras, en las rocas y en la miseria; les habló de la Iglesia que mantenía al pals aferrado por la garganta, ahogando su respiración con su guante bordado. Las visiones aún hervían y zumbaban en su mente; les habló del poderoso cambio que sobrevendría, barriendo para siempre la oscuridad, la miseria y el dolor, dirigiéndoles finalmente hacia la Época Dorada. Vio claramente, elevándose por encima de las colinas, los edificios de esa nueva época, las fábricas y los hospitales, las plantas energéticas y los laboratorios. Vio las máquinas volando por encima de la tierra, brotando como burbujas sobre la superficie del mar. Vio maravillas: la luz en un hilo, las indómitas ondas del mismísimo aire cantando y hablando. Todo aquello ocurriría, todo aquello y mucho más. La época de la tolerancia, de la razón, de la humanidad, de la dignidad del alma humana.
—Pero —gritó, y su voz empezaba ahora a agrietarse, perdida entre el gran rumor del viento—, pero, durante un tiempo, debo dejaros... He de seguir el rumbo que me ha sido mostrado por Dios, quien en Su sabiduría juzgó oportuno convertirme..., a mí, al menos valioso de entre toda Su gente..., en su instrumento y el vehículo de Sus deseos. Porque me mostró una señal, y la señal ardió en el cielo, y yo debo seguirla y obedecer...
La multitud se agitó nerviosa; un murmullo brotó de ella, primero suave, luego más fuerte, elevándose al final por encima del rugir del viento. Cien voces gritando: Dónde... dónde..., y John se volvió, con la manga de su túnica agitándose violentamente en su brazo, y señaló al brillante y amplio mar.
—A Roma... —La palabra se elevó por encima de la gente—. Al padre de todos nosotros sobre la tierra..., la Roca, el custodio del Trono de Pedro..., el designado por Cristo y su representante sobre la Tierra..., para rogarle la sabiduría de su entendimiento, la misericordia de su compasión, la caridad de su generosidad sin límites..., en el nombre de Cristo que todos adoramos y cuyo honor se mancha demasiado a menudo en este mundo...
Hubo más, pero se perdió en el rugir de la multitud. La palabra se extendió como el fuego hasta los miembros más alejados del grupo, y decía que iba a realizarse un milagro. John iría a Roma; volaría; una señal, y caminaría sobre las aguas. Dirigiría las olas...
Los más juiciosos gritaron pidiendo una embarcación; y una mujer exclamó de pronto, con su voz elevándose por encima de todas las demás:
—La tuya, Ted Armstrong... Dale la tuya...
El hombre al que se había dirigido agitó furioso los brazos y dijo:
—Tranquila, mujer, que esto es todo lo que poseo...
Pero su protesta se perdió, fue apartada junto con quien la había formulado en un movimiento de agitación que llevó a John y a sus seguidores por un caminito del acantilado bordeado de enebros y zarzas que corría casi paralelo al mar. Para los soldados que observaban la escena, fue casi como si aquella masa humana se estuviera arrojando al agua; los hombres, resbalando y cayendo al barro, llevaron la embarcación hasta la rampa y la deslizaron por ella. Permaneció flotando y agitándose sobre los remolinos de las olas; entonces le colocaron los remos, y John subió a ella. Las muchachas, agrupadas encima de un montón de cestos de langosta apilados y atados sobre la playa, volvieron a subir por los acantilados entre la fina lluvia de agua que caía. La barca, sin gobierno, sufrió un bandazo e hizo un trompo, alzándose hasta mostrar su quilla, luego se enderezó de nuevo cuando el viento golpeó su mástil, y se orientó hacia la primera de las agitadas crestas de espuma. A cada lado se alzaban los extensos promontorios de la bocana, hierro negro contra el resplandeciente cielo; y ante él se extendían millas y más millas de agua, hasta llegar al fin del mundo. Los observadores, esforzándose por mirar a contraluz, vieron que la quilla se alzaba y caía como un golpe de martillo, escorando entre dos olas. Empezó a hacer agua, y se alzó de nuevo, empequeñecida en medio de aquel mar embravecido. Y otra vez, más lejana aún en medio de aquella espuma blanca que hervía y rugía, hasta que los cansados ojos, llorosos y medio cegados por el viento, ya no pudieron distinguir lo que estaba sucediendo.
Situaron el cañón en la punta oeste, lo prepararon y lo cargaron con metralla; retumbó amenazador en el borde del promontorio, mientras la oscuridad empezaba a apoderarse de la gran extensión de agua que se abría abajo y ante ellos. Pero a lo único que amenazaba era a una playa vacía: toda aquella multitud se había ido. Los soldados permanecieron de guardia hasta el amanecer, enfundados en sus capotes, dándole la espalda al viento y protegidos por el frío hierro del arma mientras el terrible huracán se retiraba poco a poco...
Y las olas, todavía llenas de espuma, golpearon la quilla de una embarcación hundida, lanzándola a empellones contra la arena de la orilla.
Cuarto Compás
CABALLEROS Y DAMAS
El grupo de personas reunido en torno al lecho tenía algo de la fría quietud de un cuadro escénico. Una lámpara, colgada de una de las pesadas vigas sobre sus cabezas, hacía resaltar los contornos de sus rostros, acentuando la palidez del enfermo que yacía con un extremo de la estola color violeta del padre Edwards metido bajo su cuello, con la tela estirada entre ellos como un estandarte de fe. Los ojos del anciano giraban sin cesar; sus manos se aferraban a la colcha mientras inhalaba cortas y dolorosas bocanadas de aire.
Apartada del grupo, como formando parte de una pintura cuyo marco era la ventana de la habitación y cuyo fondo era el cielo, había una muchacha sentada, envuelta por las últimas luces del cielo azul de mayo. Su larga y rubia melena estaba recogida en un moño sobre su nuca; se le había soltado un mechón de pelo, que caía sobre su hombro. Rozó su mejilla cuando volvió la cabeza; lo apartó irritada y miró por la ventana, hacia los cobertizos de las máquinas, donde la última locomotora giraba aún en el patio, entre estruendos y sacudidas, maniobrando en dirección a su muelle. El aroma a aceite y vapor parecía filtrarse por la ventana; Margaret creyó sentir el momentáneo calor de la máquina de vapor contra su rostro, llenando el aire con un gigantesco aliento. Culpable, volvió la vista hacia el interior de la habitación. Su mente, medio aturdida, traducía fragmentos del murmullo en latín que brotaba de los labios del sacerdote:
—Yo te exorcizo, el más vil de los espíritus, la mismísima encarnación de nuestro enemigo, el espectro total... En el nombre de Jesús Cristo..., sal y aléjate de esta criatura de Dios...
La muchacha entrecruzó los dedos sobre su regazo, apretándolos para sentir cómo los nudillos se fundían entre sí, y bajó la mirada. La lámpara holandesa que colgaba del techo se balanceaba ligeramente, su llama titilaba, pese a que no había viento.
El padre Edwards hizo una pausa y alzó la cabeza con tranquilidad para echar un vistazo a la lámpara. La llama se calmó y ardió de nuevo alta y brillante. Se oyó un sollozo ahogado procedente de la vieja Sarah, a los pies de la cama; Tim Strange se le acercó y apretó su mano.
—El que te dirige, aquél que te ha ordenado descender desde las alturas del cielo hasta las profundidades de la Tierra, el que a ti te manda, aquél que manda en el mar, los vientos y las tormentas... Escucha pues y teme, oh Satanás, enemigo de la fe, peligro de la raza humana...
Abajo, la locomotora seguía chirriando, más suavemente ahora. Margaret se volvió, reacia. Era extraño cómo el sonido de acero engrasado podía evocar un tal cuadro de imágenes: las carreteras en las noches de verano, líneas de un gris blanquecino extendiéndose hacia la oscuridad, con el calor del sol aún presente y el murmullo de un búho o el chillido de un murciélago cazando; el zumbido de algunos insectos en el aire de la madrugada, los polluelos de los pájaros piando por su alimento; hierba alta hasta la rodilla, densa como el terciopelo negro bajo la luz de la luna; altos y gruesos troncos rebosantes con el perfume de sus flores. Deseó, en un intenso instante de ansiedad, alejarse de aquella habitación y de la casa y poder correr y bailar, dejarse caer rodando por la hierba hasta que las estrellas dieran vueltas sobre su cabeza, salpicándola con sus destellos.
Tragó saliva, e instintivamente hizo la Señal de la Cruz. El padre Edwards la había aconsejado muy especialmente acerca de tales veleidades de pensamiento, cualquier aberración que pudiera anunciar el advenimiento de un espíritu posesivo y vengador.
—Porque has de saber, hija mía —le había advertido solemnemente el sacerdote, citando un pasaje del Enchiridion de Von Berg— que se acercarán dócilmente, pero después dejarán tras ellos sólo dolor, desolación, molestia y brumas en la mente...
Una vena latía en la sien del padre Edwards. Margaret se mordió los labios. Sabía que ahora debería ir con él, unir el esfuerzo de sus plegarias a las del sacerdote, pero no podía moverse. Algo la retenía; la misma Cosa que había bloqueado su habla durante la confesión no la dejaba acercarse ahora. Parecía, si eso era posible, como si la larga habitación estuviera puesta al revés; girada de un modo, extraño, con las paredes sin continuidad, el suelo curvándose y moviéndose en ondulaciones hacia unas dimensiones que iban más allá de los sentidos. Como si la corta distancia que la separaba del grupo al lado de la cama se hubiera convertido en un abismo que ella hubiera cruzado para hallarse en otro planeta.
Agitó la cabeza como para intentar apartar aquella idea que la irritaba; pero la fantasía proseguía. Sintió un momento de vértigo, un balanceo sobre la nada, la terrible sensación de caída propia de una pesadilla. La habitación se asentó en sus nuevas dimensiones; la parte de «arriba» era ahora representada por dos direcciones distintas; la lámpara, colgando inmóvil parecía estar inclinada hacia ella; a sus espaldas, la ventana se inclinaba hacia el lado opuesto. Inspiró lentamente una bocanada de aire, sintiéndose sofocar, y los olores y las visiones volvieron de nuevo, reconfortantes y tranquilizadoras, ofrendas del infierno. El dulce aroma de las hierbas, un vivo hedor de surcos nuevos donde se enterraba el pan y otras cosas en claro desafío a la Madre Iglesia... Deseaba desahogarse, aferrar la túnica del sacerdote e implorar su perdón, decirle que interrumpiera sus plegarias porque la ofensa y el mal yacían en ella. Trató de gritar, y creyó haberlo hecho, pero una parte en lo más profundo de su ser supo que sus labios no se habían movido. Todavía podía ver al padre Edwards como a través de un cristal oscuro, la mano subiendo y bajando, haciendo la señal de la cruz una y otra vez; podía oír la perseverante voz, pero tenía la sensación de hallarse a un millón de millas, lejos en medio del frío calor de las estrellas y las hogueras sobre montones de muertos desde donde observaban los Antiguos. Era débilmente consciente de un vivo repiqueteo que iba elevándose de forma paulatina. Las cortinas se agitaron de pronto, inesperadamente, ante la ventana. La llama de la lámpara osciló de nuevo, adoptando un tono dorado.
—RÍNDETE PUES; RÍNDETE Y NO ANTE MÍ, SINO ANTE EL MINISTRO DE CRISTO, PUESTO QUE LA FUERZA DE ÉL TE DOMINA, LA DE AQUÉL QUE TE SUBYUGÓ HASTA LA CRUZ; TIEMBLA ANTE SU BRAZO...
El ruido en la habitación era atronador. Margaret cayó hacia arriba, hacia la noche.
Una voz brotó de la oscuridad, estridente y clara.
—¡Margaret!
—¡MARGARET!
Una pausa; y luego:
—Vuelve ahora mismo...
Pero la voz podía ser perfectamente ignorada, hasta la llamada definitiva:
—Margaret Belinda Strange, haz el favor de volver ahora mismo...
Aquello, la mística invocación de su segundo nombre, no debía ser desatendido nunca. Desafiarlo hubiera significado una clara invitación a una bofetada, a ir a la cama sin cenar; y eso hubiera sido una cosa terrible en una cálida noche de verano.
La jovencita estaba de puntillas, agarrándose con los dedos a la parte de arriba del escritorio. Su plana superficie se extendía a unos pocos centímetros de su nariz. El reflejo mostraba todos los nudos y vetas de la madera, brillante, mágica, con esa magia especial de las cosas de los adultos.
—Tío Jesse, ¿qué estás haciendo?
Su tío dejó la pluma, se pasó los dedos por entre su denso pelo, aún negro, aunque tocado con alguna nota plateada en las sienes. Se subió las gafas de montura metálica hasta que se acoplaron al puente de su nariz, y su voz retumbó en los oídos de la niña:
—Ganando dinero, supongo... —Nadie hubiera podido llegar a decir si estaba sonriendo o no.
Margaret alzó el botón que era su naricita.
—Bufff... —El dinero era para ella un asunto incomprensible; la palabra cobraba en su mente una forma voluminosa y amarronada como los libros de cuentas sobre los que se afanaba su tío: algo lejano y falto de interés, pero vagamente siniestro—. Bufff... —Sus rollizos deditos se afianzaron en el borde de la mesa—. ¿Y ganas mucho dinero?
—No está mal, supongo... —Jesse volvió de nuevo al trabajo, y su puño disimuló las líneas de elegantes cifras que acababan de nacer sobre el grueso papel. Margaret alzó la cabeza hacia él, intentando verle la cara y frunciendo de nuevo su naricita. Esto último era un verdadero logro, y se sentía orgullosa de él. Repentinamente dijo—: ¿Te molesto?
Jesse sonrió, con la mente llena de cifras.
—No, bonita...
—Sarah dice que siempre molesto. ¿Qué estas haciendo?
Sin pensar, la eterna respuesta:
—Ganando dinero...
—¿Y para qué quieres tanto?
El robusto hombre se quedó boquiabierto, con los brazos a medio alzar: un gesto extraño. Lanzó una mirada al techo, con el total de lo que había estado sumando borrado de su mente, y se volvió para alzar a la niña hasta sus rodillas, sonriendo de nuevo.
—¿Para qué? Bien, señorita, creo que..., creo que no sabría decírtelo en este momento.
Margaret permaneció sentada, observándole, frunciendo un poquito el ceño y olfateando el aroma de tabaco que provenía de él, con sus regordetas piernas colgando y las rodillas muy sucias. La parte trasera de sus calzas estaba negra de tierra y grasa de jugar con Neville Serjeantson en el huerto de detrás de los almacenes, al lado de las cajas y los raíles viejos de acero. El encargado de zona había colocado los raíles para que los niños pudieran jugar y para que no molestaran. Siempre se les podía encontrar en los cobertizos, y era fácil controlarlos cuando se agrupaban para ver pasar las grandes máquinas de hierro: aquellos críos eran la perdición de su existencia.
—Creo... —dijo Jesse. Se detuvo de nuevo, pensando y riendo—. Bien, es para poder poner cien mil allá donde una vez sólo ponía diez. Sólo que tú no puedes entenderlo, ¿verdad? —Le acarició levemente el pelo, y sus dedos se enredaron en un mechón que había sido rubio y que ahora estaba amazacotado y negro por la grasa de las máquinas—. ¿Has estado otra vez en los cobertizos? Sarah te va a dar una buena paliza, que me aspen si no va a hacerlo...
—No voy a ir con Sarah. Me quedo contigo. —La niña se revolvió, tendió un brazo para coger un sello de goma y lo estampó en el papel secante; luego, a falta de otras superficies dañables, la mano de Jesse sirvió de base. Las palabras aparecieron ligeras, azul brillante sobre las arrugas de la piel: Strange e Hijos, de Dorset, Transportistas...
—Margaret Belinda Strange...
Jesse la bajó al suelo y se echó a reír, sacudiéndose el polvo de los pantalones mientras ella echaba a correr.
El recuerdo permanecía en Margaret; uno de aquellos curiosos y arbitrarios momentos de la infancia que parecen enrollarse en torno a la conciencia para no ser olvidados nunca. El rostro de su tío, duro, lleno de arrugas, con su eterna expresión melancólica, cerca y por encima de ella; los rayos del sol extendiéndose sobre la mesa; Sarah llamando; el sello con su protuberante pomo negro y la pequeña muesca de bronce que señalaba dónde estaba el pie cuando se estampaba sobre el papel. Fue un momento bastante especial, va que Jesse nunca fue un hombre extrovertido. Su sobrina le llamó luego para darle las buenas noches, y se quedó en la ventana de su habitación para verle salir de la casa, con la chaqueta colgando del hombro, en dirección al Hauliers’ Arms, justo al final de la calle, a tomar una cerveza con sus hombres. Pero por entonces ya había cambiado de nuevo; todo lo que recibió de él fue un leve y hosco movimiento de la comisura de sus labios, el gruñido que usaba para responder a cualquiera mientras cerraba la puerta con un golpe seco y salía con paso fuerte, arrastrando por el patio los talones de sus crujientes botas.
Jesse Strange era un hombre de pocas palabras; y a nadie se le ocurría llevarle de buena gana la contraria. Era un conductor: conducía a sus hombres, conducía sus máquinas, pero principalmente se conducía a sí mismo. Si elegía beber, era capaz de dejar al mejor de sus hombres borracho debajo de una mesa; ya había ocurrido algunas veces, de madrugada, en el bar del pueblo. Pero él volvía siempre a casa con paso firme; y los rezagados que deambulaban por la calle a última hora solían ver a menudo la luz encendida en su oficina o en los cobertizos, donde lo creyeran o no estaría desmontando el eje de válvulas de alguna de las locomotoras o limpiando la caldera o simplemente abrillantando los radios de sus enormes ruedas. Se solían preguntar si Jesse Strange se cansaba alguna vez, y cuándo dormía.
Él ya había ganado sus primeros cien mil hacía mucho tiempo, y más tarde su primer medio millón. Parecía que el trabajo era un sacramento para él, una panacea para todos sus males. La compañía Strange e Hijos había crecido, extendiéndose más allá de Dorset, con almacenes en lugares tan lejanos como Isca y Aquae Sulis, Jesse arruinó a Serjeantson, su único competidor en Durnovaria, haciendo trabajar sus trenes a tarifas asesinas, quitándole una carga tras otra de debajo mismo de sus narices. Dijeron que, en lo más reñido de aquella guerra, ningún tren le había dado beneficio alguno durante casi un año; hubo peleas y palizas entre los conductores, sangre derramada sobre las plataformas; pero arruinó a Serjeantson y le compró el negocio, añadiendo cuarenta máquinas de vapor a la inmensa flota de los Strange. Los cobertizos y almacenes que se habían añadido a la vieja casa de Durnovaria se fueron extendiendo una y otra vez hasta que ocuparon más de un acre; y aún así no era suficiente. Jesse arruinó a Roberts y a Fletcher en Swanage; luego a Bakers, y a Caldecotts, y a Hofman y a Fletcher allá en Shaftesbury; y luego compró la totalidad de Baskett y Fairbrother, de Poole, con más de cien Burrells y Fodens en la carretera, y Strange e Hijos pasaron a poseer y a dominar el negocio del transporte en todo el oeste del país. Y después de eso incluso los routiers dejaron sus trenes en paz, porque el dinero hace maravillas en los lugares adecuados, y un ataque contra una locomotora de Strange conllevaba un sinfín de problemas con la infantería acosándoles por todas partes, y un juego así no valía la pena. Las ovaladas placas marrones y amarillas que señalaban el nombre de la compañía eran conocidas desde Isca hasta Santlache, desde Poole hasta Swindon y Reading-on-the-Thames; los otros conductores les cedían el paso, la policía de tráfico limpiaba las carreteras para ellos. Finalmente, Jesse se ganó el respeto de todos, incluso el de sus enemigos. Pagaba sus deudas, y no regalaba nada; y lo que uno le robara, podía quedárselo, y que le aprovechara.
Muchos se preguntaban qué era lo que le movía. En la universidad había sido un soñador, con la cabeza en las nubes; pero alguien, en algún lugar, le había enseñado lo que era la vida. Algunos murmuraron que en una ocasión había matado a un hombre, a un amigo, y el imperio que había construido era en cierto modo su expiación; corría incluso el rumor de que fue plantado por una camarera, y que ésta era su respuesta al mundo. Era cierto que nunca se casó, aunque hubo bastantes mujeres que más tarde se dieron cuenta de que habrían aceptado su forma de ser, y hombres que hubieran vendido sin pensárselo a sus hijas con tal de unir su familia al nombre de Strange; pero nadie lo consiguió. Nadie se atrevió a preguntarle de un modo directo y sincero, nadie excepto su sobrina; y aunque ella recordaba lo que él le había contado, no lo entendía.
Margaret sintió que el tiempo avanzaba bruscamente para ella. Ahora iba a la escuela, a unas veinte millas de Sherborne, para su primera estancia en un internado. Media milla de camino por las calles de Durnovaria, una muñequita pequeña dando trompicones del brazo de Sarah; llevaba un uniforme nuevo y una cartera de piel colgada del hombro, repleta de manzanas y dulces, compasivos trozos del hogar. Con la cabeza alta y simulando un rostro sereno, inspirando ruidosamente el aire para poder detener los lloros y gritos contra la injusticia de todas las cosas, mientras iba de camino hacia la muerte o algo peor... Sarah parecía inmensa, los ladrillos del pavimento, los guijarros y las viejas casas inclinadas parecían inmensos, del mismo modo que las tardes y las mañanas habían parecido inmensas, cada cosa era una entidad separada en su mente a medida que iba marcando los días que faltaban para el inicio de la escuela. La noche pasada, la mañana pasada, una inevitabilidad ante la que parecía suspendida, un sueño dentro de un sueño. La mañana de setiembre era azul, llena de bruma y frío, y ella caminaba llena de escalofríos mientras imágenes varias flotaban remotas y sin conexión, y su cuerpo era una máquina transportada por unas piernas casi olvidadas. Por la calle pasó un tren de carretera, y la luz del hogar de la locomotora resplandeció sobre el rostro del conductor y el piloto, y la niña deseó, con una súbita amargura, dar un paso al frente y ser llevada, ocultarse bajo una lona de carga en medio del estruendo y de la oscuridad para finalizar algún misterioso circuito cerrado en su propia habitación de casa; pero en vez de ello giró mecánicamente hacia la izquierda, en dirección a la estación, colgada todavía del brazo de su aya. La vieja Sarah, a menudo odiada, parecía encantadora ahora, pero en ella no cabía la compasión. El tren aguardaba, repleto y húmedo; Margaret se sintió atraída hacia él, permaneció con su carita pegada a las ventanillas, llenándose la nariz y los dedos de carbonilla mientras Sarah, la estación y el resto del mundo se concentraban en un punto que se iba consumiendo tras ella y que finalmente desapareció para siempre.
Y allí estaba la escuela, la gran casa oscura y fría, y las extrañas monjas con sus sorprendentes capuchas blancas y almidonadas, con sus murmullos y el ruido de sus pies cruzando el suelo de piedra de las salas. Un crepúsculo de soledad, sombrío e insoportable, roto finalmente por breves destellos de esperanza; cartas a casa, un pastel, una caja de fruta depositada sobre una mesa del salón. Los días de juego congelados en vívidas imágenes, conversaciones de dormitorio en voz baja, los primeros atisbos de amistad... El tiempo pasó con rapidez, mientras África se convertía en un continente y Πr2 era obligado a igualar el área de un círculo y César luchaba contra los galos. Otros días y otros meses transcurrieron de forma imposible, y se acercaron las Navidades. Un concierto, servicios para el fin de trimestre en el gran salón; velas encendidas en sus candelabros de pared durante los cortos días de diciembre, distribución de billetes de tren, la excitación de preparar la maleta y esperar; la última mañana, cuando Margaret fue misteriosamente encomendada al cuidado de su señorita de labores del hogar, la hermana Alicia. Gritos en los jardines, sonidos que se oían cristalinos en el claro aire de invierno; el aleteo y la alegría de los coches mariposa que se apiñaban ante la escuela mientras Margaret aguardaba sintiéndose perdida y la hermana sonreía, reservada. Y la gran sorpresa: primero un rumor, distante pero conocido, un sonido que su sangre nunca podría olvidar; y una firme nube de vapor, un destello metálico mientras la locomotora, inmensa e increíble, avanzaba por el camino, marcando la preciosa grava de la madre superiora con sus grandes huellas, soltando bocinazos, rugiendo y avasallando en medio de los coches mariposa, con unas ruedas tan altas como el más alto de los mástiles de cualquiera de ellos. Tiraba de un sólo vagón, con su zona de carga casi vacía, y la conducía su tío. Margaret sabía que había venido especialmente a buscarla, y empezó pese a todo a dar gritos, mientras la hermana Alicia murmuraba niña ridícula, niña ridícula... e intentaba inculcarle un poco de sentido común con sus dolorosamente huesudos dedos.
Fue levantada en brazos con expectación para que tirara de la cuerda que despertaba la profunda e inmensa voz de la Burrell, mientras los niños se agrupaban alrededor de las ruedas, llenos de admiración y de sonrisas, hasta que Jesse les hizo subir a todos para darles una pequeña vuelta. Colocó la marcha atrás, situó el regulador, y puso la máquina en marcha con un aparatoso movimiento de válvulas y de pistones y un gran chorro de vapor. Margaret se colgó de una de las barras de sujeción interiores mientras miraba hacia atrás y decía adiós con la mano a medida que la escuela se hacía más y más pequeña, borrada por los vapores de la máquina, hasta perderse y ser olvidada durante toda una vida que iba a durar tres semanas completas. A menudo, desde entonces, su tío la iba a buscar, o le decía a alguno de sus hombres que se desviara de su trayecto. Si era él quien iba, siempre lo hacía con la Lady, la vieja Burrell que era todavía el orgullo de la flotilla de trenes, y Margaret alardeaba interminablemente ante sus amigos y sus señoritas diciendo que la locomotora había sido bautizada en honor a ella, era su tren particular. Jesse solía reírse a veces, mientras se pasaba los dedos por el pelo y decía que era curioso ver cómo las cosas se arreglaban por sí mismas. Porque la madre de la niña también se había llamado Margaret; su padre regentaba una taberna camino de Portland y, cuando murió, no le dejó ningún lugar donde vivir, y ella se sintió más que contenta de poder establecerse con un hombre que era varios años más joven que ella, aunque esto le había costado a Tim Strange su trabajo y su hogar... Pero a la mujer no le costó demasiado cansarse de ser la esposa de un simple transportista; dos años más tarde huyó con un juglar del Señor de Purbeck; Tim volvió a casa con la carga de aquel bebé, mientras Jesse se reía tranquila y plácidamente y le cedía la mitad de su negocio. Pero todo aquello había ocurrido hacía mucho tiempo, antes de que Margaret fuera lo suficientemente mayor como para poder recordarlo.
Otras situaciones posteriores estaban aún frescas en su mente, otras facetas de su extraño e irregular tío. Recordaba claramente cómo un día, corriendo hacia él con una caracola en la mano, le dijo que escuchara atentamente porque podría oír las olas dentro. Entonces él había robado una parte del interminable tiempo dedicado a ganar dinero y se la había llevado a las colinas, donde habían encontrado una cantera y habían sacado un fósil de las rocas, que ella se llevó también a la oreja por indicación suya, y pudo escuchar la misma canción, y él le había dicho que era el ruido que hacían los años, todos los millones de años que se encontraban allí encerrados, y que zumbaban en su intento por liberarse. Después de aquello mantuvo la piedra contra su oreja durante largo rato; y cuando hubo pasado más tiempo y descubrió que los ruidos y murmullos no eran más que los ecos de sus propios latidos, no se sintió molesta, porque ella había oído lo que había oído, el sonido de la eternidad atrapada.
El crecimiento de la compañía había envejecido mucho a Jesse: eso, y la junta de la caldera que reventó y le arrancó la piel de la mitad de la espalda antes de que pudiera reaccionar a la primera impresión y ponerse a salvo. Las locomotoras cobraban de una forma muy curiosa sus impuestos a los hombres que las utilizaban. Jesse se había precipitado, intentando llevar él solo aquella gran carga de piedras que tenía que ser entregada en Londinium. Margaret debía tener trece años por aquel entonces, toda piernas y brazos, con los pechos empezando a insinuarse ya debajo de su blusa. Le había cuidado bien, sentándose a su lado y leyendo para él durante las largas y tranquilas noches de todas unas vacaciones de verano, mientras Jesse permanecía tendido y malhumorado, observando el techo y pensando Dios sabía en qué. Pero este hecho le marcó para siempre, y pronto adoptó el aspecto de un viejo enfermo, frío, amarillo y esperando la muerte. El sacerdote, a su lado, movía las manos realizando la Señal de la Cruz en medio de un profundo olor a incienso, murmurando palabras ininteligibles...
La caída cesó. Margaret miró a su alrededor, aturdida; había atravesado varios años de su vida en cuestión de momentos, pero la habitación no había cambiado mucho. Su padre cabizbajo, con la cara delgada y de aspecto demacrado a la luz de la lámpara, la vieja Sarah rechoncha, sentada en una silla y nerviosa, agitando los dedos sobre sus rodillas. El padre Edwards entonando todavía frases con el libro en la mano y la estola rígidamente estirada. La llama de la lámpara volvía a estar inmóvil, clara al amanecer primaveral. Margaret se secó furtivamente el rostro, con la mano apoyada sobre el vestido, apretando las rodillas para dominar el temblor.
Aquella última semana había sido mala. La casa en penumbras, rondada por espectros... La mente de Margaret huyó de la palabra. «Poseída» era aún peor y hasta ahora no se le había ocurrido usarla. Los ruidos, los golpes y los rumores, los suspiros nocturnos y el desasosiego, como las sombras de una antigua culpa, no expiada e inmutable. Mientras la muerte se acercaba más y más, inexorable, como el fluir de los ríos, la inmersión del sol en la roja noche tras las inamovibles piedras de los páramos. En una ocasión Jesse se incorporó, horrorizado y rígido, agitando las manos, viendo cosas que no debían ser vistas; otra vez, una criada gritó al sentir la helada caricia del vacío aire en la cocina; en otra ocasión, el rellano de la escalera se puso a dar vueltas bajo los pies de Margaret, un accidente en el Tiempo que le reveló fugazmente la figura del doppelgänger, la sombra de sí misma, extraña en la cálida noche. Margaret era el nombre que había ahora en los labios del viejo, y su sobrina pensó durante un tiempo que se trataba de ella, pero no era así. Sus manos se agitaban, empujando la nada; sus ojos observaban asustados cómo la brisa de la primavera cruzaba la habitación, haciendo oscilar los bronces que colgaban de las vigas, agitando las lámparas y haciendo que los ahusados destellos amarillos se reflejaran en los adornos del dosel y sobre las barras de la cabecera de la cama. La locomotora, pensó Sarah; pobre viejo, ahora le tenía miedo, al ver su sombra sobre las lámparas y los bronces oscilantes. Pero no, había un rumor... La muchacha permaneció sentada, tiritando, observando a su alrededor en su soledad; había vivido el tiempo suficiente con los transportistas como para empaparse hasta la médula de sus ridículas historias. La Burrell no iría en esta ocasión a buscar a su jefe, estaba encerrada abajo en el cobertizo de las máquinas, con el fuego apagado, las lonas sobre la caldera y los topes de roble encajados debajo de las ruedas. No obstante, hubo una locomotora que sí vino, o al menos así era como lo contaba la leyenda: la Cold Bess, ondulante, oscura en la noche y alta, con el infierno en sus entrañas y dos faroles encendidos en lugar de ojos. Existió en su día una auténtica Cold Bess, allí en el oeste; su conductor precintó la válvula de seguridad para ganar una apuesta, y la Cold Bess lo envió al reino del más allá; pero después de esto aún se la podía oír volviendo a casa, con el volante chirriando, el rumor de sus ruedas y su silbato llenando las colinas por la noche. Eso fue hacía años, nadie podía decir cuántos, pero el rumor persistió y se convirtió en una leyenda para asustar a los niños en la cama. Cuando los transportistas hablaban de la Cold Bess, se referían a la Muerte. Margaret, educada, se volvió a santiguar, ya sin esperanza, y sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo. La Cold Bess estaba en la habitación...
Retiraron todos los bronces, las velas y los ornamentos, y cubrieron el cabezal metálico de la cama para que el reflejo de la luz no molestara a aquel viejo tonto; pero las Presencias no desaparecían. Margaret podía sentirlas dando tirones y murmurando; unas motas heladas flotaban sobre las escaleras; incluso, una vez, le fueron arrancados los guantes de las manos y arrojados contra la pared. Fue entonces cuando mandaron a buscar al cura, y el padre Edwards expresó claramente sus sentimientos a través del servicio que eligió leer. Existían oraciones para el exorcismo del Ruidoso, el Poltergeist; pero él las había ignorado. El buen padre no albergaba ninguna duda respecto de dónde residía el problema: estaba desarrollando el rito para la expulsión de un demonio. Pero se equivocaba, se dijo Margaret a sí misma, se equivocaba; y lloró en silencio...
—Y así te conjuro, draco nequissime, en nombre del cordero inmaculado, que caminó aplastando al áspid y al basilisco, a que te apartes de este hombre..., a que te apartes de la Iglesia de Dios...
La voz se fue apagando, perdida bajo la aparición de otros sueños.
Margaret, sudorosa de nuevo, trató de rebelarse porque volvía la pesadilla y, como en todos esos sueños, ella se acercaba más y más a lo que no deseaba ver. Se preguntó si era cierto entonces que ellas, las Cosas que tocaban y golpeaban, podían ser los cazadores de la noche, los Antiguos que su mente susurraba, los Antiguos..., ¿podían hacer tales cosas? ¿Podían arrancarla del Espacio y del Tiempo, de entre los dedos del mismísimo sacerdote? ¿Se atreverían? Gimió, indefensa. Eran el Pueblo de los páramos, las hadas, los duendes, todos los que en su tiempo habían conocido un antiguo poder.
Se hallaba sentada en una playa. El sol, cálido y despiadado, golpeaba sus hombros, sus brazos y sus rodillas bajo el pequeño tabardo que era la moda obligada en aquella estación. Aunque de piel clara, no tenía problemas para broncearse rápido, las pecas estallaban literalmente alrededor de su boca y su nariz, y también en la parte superior de su espalda. Le gustaba estar morena, le gustaba echarse sobre la arena de la playa y llenarse del calor y de la luz; había luchado por este día de excursión, discutido con Tom Merryman para que desviara su Foden y así pudiera dejarla por la mañana y recogerla por la tarde. Sarah, fiel y quejumbrosa, la había acompañado, dando tumbos sobre la plana plataforma de carga del tren, medio asfixiada por el polvo de las blancas carreteras de tierra batida. Tras ellos corrían los coches mariposa, girando y empujando, con sus minúsculos motores chisporroteando y sus listadas velas llenándose con las ráfagas de aire; Margaret dejó que sus largas piernas colgaran, mientras se reía de los conductores que hallaban a su paso hasta llegar a Durnovaria. En Lulworth, Tom descargó una caja de herramientas para maquinaria antes de girar en dirección a la costa hacia Wey Mouth. Más allá del pueblo, la Foden torció de nuevo hacia la montaña, encaminándose a Beaminster. Margaret había bajado arrastrando a Sarah, concentrada en su día de playa; y allí se quedó saludando hasta que la Foden desapareció bajo la nube de polvo que ella misma producía. Entonces Sarah se sintió un poco indispuesta, sin duda debido al calor, y fue a sentarse bajo un árbol. Margaret aprovechó para echar a correr hacia el agua, y se sentó a solas en la orilla, hasta que llegó el barco y toda la gente empezó a correr.
Entonces se preguntó por qué siempre se metía en el centro de los problemas. En lo más profundo de su ser, estaba convencida de que era una cobarde; la realidad nunca era tan terrible como los horrores de su imaginación. La ocasión en la que el viejo William perdió la mitad de los dedos de una mano en un torno del taller, ella oyó el espantoso sonido, vio como el mandril dejaba de girar cuando el encargado apretó el freno de emergencia, y tuvo que correr con rapidez hasta la penumbra en la que Will permanecía con la cara muy pálida, sujetándose la muñeca, y contemplar con ojos fascinados la sangre que brotaba de los muñones. Más tarde le dijeron lo valiente que había sido, y ella hubiera podido regocijarse ante los elogios, e incluso disfrutar de ellos, pero sabía que no era lo apropiado. No soportaba la sangre, le producía náuseas, pero se sentía obligada a mirar...
Llevaban a los turistas de Wey Mouth hasta las playas y el puerto: allí podía pescarse el lenguado, la langosta e incluso tiburones cuando era la estación propicia, las pequeñas tintoreras que no hacían daño a nadie pero cuya pesca constituía un buen deporte. Era un barco de pesca el que estaba llegando; el muchacho que lo timoneaba se había enganchado el brazo con una cabria, y nadie sabía cómo había conseguido llegar hasta la playa. Margaret se abrió paso a empujones entre la multitud, sintiendo que la náusea se apoderaba de ella y que unas sombras oscuras empezaban a tomar forma en su visión, pero era incapaz de detenerse. Vio la herida: parte del tendón y el hueso estaban al descubierto, y el chico, enrojecido y manteniéndose en pie gracias a una odiosa dignidad, no sabía qué hacer.
El coche llegó traqueteando hasta la playa, levantando un surtidor de arena; se detuvo, y el conductor saltó por encima de la portezuela y se metió a empellones entre la multitud. Debió tomar a Margaret por una comadrona o algo así, pero la garganta de la muchacha estaba demasiado seca para poder decirle que se equivocaba. Sin darse cuenta se encontró en el asiento trasero del coche, apretando un torniquete, sosteniendo al herido y viendo resbalar la sangre y manchar la tapicería del vehículo. En las afueras del pueblo, una pequeña enfermería de primeros auxilios atendida por media docena de adelmienses hacía las funciones de algo parecido a un hospital; el conductor entró allí, y Margaret se sentó mientras el muchacho era llevado por un pasillo y ella se preguntaba si era mejor sentirse enferma entonces o más tarde. Al cabo de un rato salió, sin ser plenamente consciente de lo que estaba haciendo, y empezó a caminar. Sarah quedó olvidada; se sentía medio deprimida y le parecía ver a toda la humanidad como bolsas de piel a la espera de ser reventadas y morir llenas de dolor, ella misma era una mujer atrapada en un cuerpo frágil, sangrando en el parto, sangrando en el primer acto. Estaba muy impresionada, y se sintió morir.
La playa a la que finalmente llegó parecía extenderse a lo largo de millas y más millas. Siguió los acantilados que la bordeaban, recorriéndola de punta a punta, observando el mar azul y blanco, los reflejos de la sal que el viento dispersaba, sin objetivo y sin objeto. Llegó al agua a través de un camino de arena, pensó que tal vez pudiera darse un baño, pero inmediatamente recordó que tenía algo que hacer y vomitó tras una aulaga. Luego se sentó sobre una roca que le lastimaba el trasero y se puso a meditar, recogiendo piedrecitas de alrededor de sus pies y lanzándolas al agua, observando cómo el sol quemaba el mar en madejas y rizos de luz. Cuando le llegó la voz, apenas penetró en su consciencia; el desconocido tuvo que gritar de nuevo:
—¡Hola...!
Era corpulento y llevaba barba, tenía el rostro enrojecido, y no parecía acostumbrado a que le ignoraran. Margaret se dio la vuelta y le miró abatida.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo?
Se encogió de hombros, como indicando Mar... y Tirando piedras en él...
Él bajó hasta su lado.
—Bien que me has hecho bailar, maldita sea... —La cogió insolentemente por la barbilla, con una mano de gruesos y callosos dedos—. Sí —dijo, asintiendo con la cabeza—. Un buen baile...
Ella lo atravesó con la mirada. Luego:
—¿Está muerto?
Hizo la pregunta como si no sintiera el menor interés; el momento de rabia había pasado, dejándola vacía y abatida.
El desconocido se echó a reír.
—No ese bastardo plebeyo... El envenenamiento de la sangre podría acabar con él, pero dudo mucho que ocurra. Ese tipo de hombres generalmente sobreviven...
—¿Qué le hicieron? —Había un leve tono de interés en su voz.
El normando —pues estaban hablando, casi inconscientemente por parte de Margaret, en francés normando— se encogió de hombros.
—Nada especial. Lo dejaron listo en un abrir y cerrar de ojos. La cuchilla del carnicero, un bote de brea. Se dejan las suturas de la vena un poco salidas, y se arrancan tan pronto empiezan a pudrirse...
Ella apretó los labios. La mano del hombre se apoyó de nuevo en ella. La apartó de un manotazo.
—Déjame en paz...
Hubo un forcejeo.
—Eres una muchacha hermosa —dijo él—. ¿De dónde vienes, que nunca te he visto...?
Ella le lanzó un puñetazo.
—Fils de prêtre...
Él reaccionó como si ella lo hubiera atravesado con una bayoneta. La empujó con fuerza, la derribó hacia atrás, se inclinó sobre ella; por un instante Margaret creyó que iba a golpearla; pero entonces él se apartó, lleno de desprecio.
—Eso no ha sido muy inteligente por tu parte —dijo. Le había entrado arena en un ojo; se lo frotó furioso, mientras maldecía a los infiernos, y empezó a subir de nuevo por el acantilado. A media subida se volvió y dijo—. Estás asustada...
Silencio.
—Eres una pequeña presuntuosa...
No hubo reacción.
—El camino de vuelta es condenadamente largo...
Margaret se incorporó, con las aletas de la nariz temblando, hinchadas de rabia, y le siguió hasta el coche.
Estaba parado allí, levemente sobrecalentado, con las correas que cruzaban la capota vibrando; sus ruedas, muy separadas, le daban la impresión general de que estaba como agazapado. La ayudó a subir —la puerta tendría unas cinco pulgadas de grosor—, luego entró él, soltó los frenos y apretó lo que parecía ser el regulador. El motor Bentley fue ganando velocidad con una serie de malignas sacudidas, en medio de un silencio que era casi sobrenatural, dejando un rastro de vapor. Margaret permanecía rígida, sintiendo el cuero recalentado por el sol bajo sus muslos, preguntándose por qué nunca había sido capaz de resistir un reto, quizá hubiera en ella algo incapaz de madurar. El conductor se apartó de la costa y giró de nuevo en dirección este. Las carreteras de tierra batida no eran buenas para el motor; al cruzar una de ellas exclamó algo así como «Daría doscientas libras por un poco de macadán», tras lo cual volvió el silencio. Margaret se dio aún más cuenta de lo que antes ya sabía, que él no era un hombre cualquiera. Técnicamente, los coches de vapor estaban permitidos; pero sólo los más ricos se atrevían a poseerlos, de hecho eran los únicos que podían mantenerlos. El Petroleum Veto había sido tácitamente reconocido desde hacía mucho como una prohibición para limitar la movilidad de las clases obreras.
Al pasar por Wey Mouth, Margaret pensó en la vieja Sarah, que debía estar desesperada buscándola y volviendo loca a la gente que rondara por allí. Le gritó que parara, pero el conductor la ignoró; sólo el brillo del rabillo de su ojo, malhumorado e intenso, le indicó que la había oído. A la salida del pueblo empezó a llover. Margaret había notado hacía ya rato que se estaba preparando una tormenta: las nubes borrascosas allá al frente, de un color entre gris y amarillo polvo, amontonándose las unas sobre las otras en el azul del cielo de verano. Se sobresaltó cuando las primeras gotas la alcanzaron, colándose por encima del minúsculo parabrisas. Sin mirarla, él refunfuñó:
—No he traído la maldita capota...
Una milla más adelante disminuyó el vapor y se dignó parar bajo un enorme roble, pero por aquel entonces ella ya estaba tan empapada que no le importó, de hecho se sintió contenta cuando él decidió continuar, apartándose del movimiento incesante de las ramas.
Corvesgeat apareció en el horizonte, un grupo de torres que parecían colmillos de piedra. La lluvia empezó a disminuir. Cruzaron el pueblo, y una jauría de perros les siguió, enloquecida por los agudos ultrasonidos de los pistones del Bentley. El conductor atravesó la plaza y penetró en el castillo, cruzando el pórtico de la barbacana exterior. El guardia de la entrada les saludó al verles pasar. Había una feria instalada en la parte exterior de la muralla: Margaret vio dragones dorados, cariátides de formas eróticas y mojadas por la lluvia. Las máquinas del espectáculo formaban un grupo compacto, sólo ligeramente más adornadas que la propia Lady Margaret. El Bentley pasó traqueteando por encima de la hierba, apartando a la gente de su camino con sus bocinas de bronce. En la Puerta del Mártir los rastrillos estaban casi bajados para alejar a la gente de las murallas superiores y de los recintos de la torre del homenaje; Margaret vio brotar de la gran piedra un chorro de vapor cuando las manivelas alzaron el enrejado de hierro para que el coche pudiera pasar. Cruzaron la Puerta, subiendo una cuesta que parecía llegar hasta el cielo, con la capota del motor por encima del nivel de sus cabezas. El Bentley se detuvo finalmente en el interior de un garaje de roca situado debajo de las elevadas murallas de la fortaleza.
Por encima de ellos, a lo lejos, ondeaban estandartes; la oriflama, antigua y espectacular, lanzada al viento solamente en los días de los santos y de las fiestas; el azul brillante de Roma; la bandera de la Unión de Gran Bretaña, en forma de cola de golondrina; los leopardos y las flores de lis de los Señores de Purbeck estaban ausentes, eso quería decir que Su Señoría no estaba en la residencia. Margaret vislumbró las banderas y las altas murallas, iluminadas ahora por el sol, a través de los pasadizos sin techo, mientras caminaba a trompicones tras su captor, con una de sus muñecas aprisionada en su zarpa y demasiado cansada para seguir discutiendo. Perdió todo sentido de la orientación; el castillo se convirtió en una enorme y confusa masa de piedra, sala tras sala, edificio tras edificio, apiñados y añadidos alrededor del colosal macizo de la torre del homenaje. Vio, a través de las estrechas aberturas de una semiderruida torre, una enorme extensión de tierra yerma que se prolongaba hasta el puerto de Poole; ascendió por una escalera de caracol que daba a una cámara donde Lord Robert de Wessex, hijo de Edward, señor de Purbeck, agitó irritadamente una campanilla que amenazó con desintegrarse ante su insistencia. Margaret fue puesta a cargo, sin contar con su furiosa oposición, de una corpulenta mujer con la librea marrón y escarlata de la Casa.
—Haz algo con esto —exclamó Robert, agitando los brazos—. Llévatelo y báñalo o haz algo, antes de que empiece a estornudar. Apesta a mar...
Margaret, furiosa, intentó revolverse contra él, pero la puerta claveteada de hierro ya se había cerrado de golpe. Ante sus balbuceantes acusaciones de haber sido raptada, la sirvienta se limitó a echarse a reír...
—¿Qué, con su madre en casa? El mantiene su nido bien limpio, puedes estar segura de ello... Uff... Vamos, no seas terca... Ay, condenado animalillo...
La habitación a la cual fue arrastrada y dejada Margaret era pequeña en comparación con el resto de la casa. Unos delicados arcos ojivales sostenían las ventanas cuyas vidrieras repetían en brillantes colores los motivos heráldicos de los leopardos y los lirios. Parte de las paredes estaban cubiertas con tapices; en el suelo había un inmenso baño construido con bloques de mármol pulido de Purbeck. Encima de él destacaba un recargado grifo lacado en negro, repleto de anillos y relucientes adornos de cobre pulido. Un enrejado en las paredes disimulaba lo que evidentemente eran las salidas del sistema de calefacción. Margaret, muy a su pesar, se sintió impresionada; su hogar en Durnovaria estaba bien equipado, pero éste era un nivel de lujo que nunca había visto.
Dos muchachas la atendieron. Las observó con recelo, a punto de despedirlas sin contemplaciones: no estaba acostumbrada a que la bañaran. La única había sido la hermana Alicia, que solía lavarla a veces cuando fue a la escuela por primera vez.
—Ven aquí, bichito desabrido —solía decirle, tras lo cual la lanzaba a una de las grandes bañeras cuadradas repletas de agua helada y la restregaba con un cepillo de cerdas durísimas. A veces casi había disfrutado con aquello, pero era algo que había ocurrido hacía mucho tiempo, y muchas cosas habían cambiado desde entonces.
Margaret se encogió de hombros y se quitó el albornoz. Si a ese joven y chiflado aristócrata no le importaba que sus sirvientas perdieran el tiempo con ella, entonces la oportunidad era demasiado buena para desaprovecharla; posiblemente nunca volvería a ocurrir.
El baño se llenó rápidamente, con mucho ruido de burbujas y de la presión del agua en el grifo; las sirvientas recogieron su cabello, y una de ellas añadió algo en el agua que produjo una infinidad de espuma de colores. Eso intrigó a Margaret: nunca había visto nada así. Una hora más tarde se sentía casi inclinada a mostrarse cortés de nuevo: había sido lavada, acariciada y masajeada, e incluso tuvo que arrodillarse mientras le rociaban los hombros con algo que olía a sándalo y que ardía como el fuego, y que distendió los músculos de su espalda y la alivió al instante de la tensión y el cansancio. Había un vestido preparado para ella, algo formal, con un amplio escote y metros de vaporosa falda, y una diadema de diamantes para su cabello. La ropa le caía a la perfección; se agitó en su interior, sintiendo la satinada limpieza de su piel bajo la tela, y se preguntó con curiosidad hasta qué punto tenía Robert equipado el castillo con sus aparatos de seducción. Más tarde descubrió que había ordenado que saquearan el guardarropa de su hermana, ausente en aquellos momentos; cualesquiera que fuesen sus errores, ciertamente no hacía las cosas a medias. Ahora se sentía muy preocupada por Sarah y sus padres, pero los acontecimientos parecían haber pasado ante ella al galope; ya le resultaba bastante difícil tratar de seguir el ritmo.
Se hizo de noche sin que ella se diese siquiera cuenta. El ocaso llenó toda la zona de sombras largas y finas, con intensos y luminosos reflejos de las ventanas de cristales múltiples; el castillo parecía chocar contra la inmensa niebla del oeste como la proa de un barco de piedra. Los sonidos de la feria flotaban en las murallas: gritos, el estrépito de los órganos, las roncas vibraciones de los coches. La cena se sirvió en el salón del siglo XVI construido al lado de la torre del homenaje; los comensales, elegantemente vestidos, dieron un paseo cogidos del brazo en medio de un ambiente cálido. Margaret se sintió levemente decepcionada cuando oyó que la gran fortaleza había servido únicamente, durante siglos, como almacén y armería.
En ocasiones especiales y en días de fiesta, los Señores de Purbeck acostumbraban a tomar sus comidas a la antigua usanza reintroducida por Gisevio; los invitados menos favorecidos se sentaban en largas mesas en el centro del salón, mientras que la familia y los amigos personales comían en una tarima elevada en uno de los extremos. Las lámparas ardían profusamente, iluminando de forma brillante el lugar; la galería de los trovadores estaba ocupada por una pequeña orquesta; los sirvientes y doncellas corrían de un lado para otro y tropezaban constantemente con los perros, brachets y mastines que cubrían el suelo. Margaret, aún algo aturdida, fue presentada a Lady Marianne, la madre de Robert, y a la media docena de invitados importantes. Su mente, no muy clara, se negó a aceptar sus nombres: Sir Frederick algo, Su Eminencia el arzobispo de alguna parte... Hizo las reverencias de forma automática, y finalmente se dejó llevar hasta un lugar a la derecha de Robert. Un frío hocico empezó a hurgar en su falda; acarició distraídamente al brachet, rascándole detrás de las orejas, y esto sorprendió a su anfitrión...
—¿Sabes?, estás recibiendo un gran honor. Por lo normal nunca se acerca amistosamente a nadie. El otro día tuvo un pequeño altercado con los vigilantes. —Sonrió, alegre—. Le costó dos dedos a un sargento...
Margaret retiró cuidadosamente la mano. La mutilación parecía ser una fuente de diversión importante para Robert.
Él había oído el nombre de Margaret en más de una ocasión, la había presentado por él al menos una docena de veces, pero parecía como si no acabara de recordarlo. Ella le pidió, con toda la dignidad que fue capaz de reunir, que enviara un mensaje a su casa. Sus ojos no habían pasado por alto la torre de señales medio camuflada al lado de la fortaleza, ni la otra torre de enlace en una colina cercana. Él la escuchó con atención, mostrándose levemente sorprendido, inclinando un poco la cabeza para oír mejor; luego chasqueó los dedos para llamar la atención al paje de señales, que andaba por allí cerca.
—Strange —dijo—. ¿Qué Strange?
—Mi padre —dijo fríamente Margaret— es Timothy Strange, de Strange e Hijos, Durnovaria.
La bomba causó su efecto. Robert carraspeó, alzó las cejas, bebió un largo trago de vino y empezó a repiquetear con los dedos sobre un dibujo del mantel.
—Maldita sea —dijo—. Maldición. Bien, me casaré con una maldita búlgara...
—¡Robert! —Oyó la voz de Lady Marianne, un poco más allá en la mesa.
Hizo una inclinación hacia su madre, sin mostrar vergüenza alguna.
—Ya veo —dijo—. Bien, eres una jovencita de muy mal carácter, y creo que esto explica... —Trazó unos garabatos en una libretita, que entregó al paje de señales—. Apresúrate a enviarlo, muchacho, o se nos irá la luz. —El chico se marchó corriendo; unos minutos más tarde, Margaret oyó el claquetear de los brazos de señales, y el ruido de la respuesta de la torre de la colina. Fue recibida una señal de reconocimiento antes de que se hiciera de noche: un escueto «Mensaje recibido y entendido». Margaret intuyó que desde aquel momento había caído en desgracia.
La noche transcurrió con rapidez, incluso demasiada para el gusto de Margaret; podía imaginar muy bien la recepción que la aguardaba en casa. La cena fue seguida por un espectáculo a cargo de un grupo de acróbatas con perros amaestrados que saltaban aros y corrían de un lado para otro sobre sus patas traseras, vestidos con faldas y pantalones; la exhibición fue un éxito. El peligro de muerte que corrió uno de los artistas, atrapado y zarandeado por los quisquillosos perros de Robert, apenas deslució la sesión. El número de los animales fue seguido por un juglar, un hombre de largo rostro y mirada lastimera que, evidentemente aleccionado por Robert, lanzó al aire una serie de rimas en un cerrado dialecto que Margaret apenas pudo seguir pero que hicieron las delicias de Robert. Luego pasaron bandejas con frutas y nueces, y más vino; la fiesta finalizó bien pasada la medianoche, con Robert pidiendo a gritos que acudieran los pajes para acompañar a Margaret a la habitación que había sido dispuesta para ella. Decidió, mientras intentaba permanecer de pie sin tambalearse, que hubiera sido mejor que nadie la hubiera recogido aquella noche: el oporto, antaño limitado a las mesas de los reyes y del Papa, había demostrado ser casi demasiado para ella. Sucumbió ante una cálida bruma, murmurando despedidas de buenas noches a la mujer que la ayudó a desvestirse, y se quedó dormida en pocos minutos. Despertó poco después de amanecer, y permaneció tendida, escuchando el ruido que la había despertado. Lo oyó de nuevo: un perro ladrando, lejano y claro. Se levantó con el pelo alborotado, enrolló una sábana bordada en torno a su cuerpo y se apoyó sobre el amplio alféizar de la ventana. Vio allá abajo, por encima de una maraña de techos, a Robert, con dos brachets rondando por entre las patas de su caballo, cabalgando a lo largo de la muralla inferior hacia la poterna, con un halcón perchado sobre su enguantada muñeca, como un ridículo caballero de otros tiempos. Los agudos ladridos de los perros resonaron durante un buen rato en el aire, incluso después de que su amo hubiera desaparecido de la vista.
A las once de la mañana, una Foden de color marrón se abrió camino con indignados resoplidos a través de la barbacana exterior, y su conductor pidió por una tal señorita Strange; y poco más tarde Margaret decía pesarosamente adiós al gran castillo del Portal de Corfe.
Una vez en casa, vio que las cosas no eran tan malas como había temido: la familia, con excepción de Sarah, se mostraba más impresionada que enojada por su inesperada excursión. Hacía falta mucho para impresionar a un Strange, pero los Señores de Purbeck eran dueños de la mayor parte de Dorset, sus dominios se extendían hasta más allá de Sherborne. Años atrás fueron incluso los señores de la casa del propio Jesse, hasta que éste, sacando un poco de aquí y ahorrando un poco de allá, había comprado la propiedad libre de cargas. Su tío lo había aprobado, a su clásica manera silenciosa, y eso tenía mucha importancia. Esa noche se sentó con él y le contó cómo había ido todo; él la escuchó fumando su pipa, y le hizo las preguntas imprescindibles para averiguar hasta el más mínimo detalle. Pero Jesse se había convertido ya en un hombre distinto: la enfermedad marcaba y teñía su rostro.
De nuevo se vio Margaret lanzada hacia adelante en el tiempo. Era como si las imágenes se presentaran con toda la velocidad, temblorosa y fantasmagórica, del aún no inventado cinematógrafo. Recordó el tiempo de meditación y de espera, el deseo de que Robert no la hubiera olvidado por completo. Por un momento intentó analizar lo que sentía por él. ¿Era sólo su locura lo que le atraía de él, se sentía impregnada por su magnetismo animal, o era algo más. O tal vez se trataba de algo más censurable, la profundo?, ¿simple necesidad de venderse al mejor comprador, de encumbrarse por encima de los demás, por encima de su propia familia, como señora del Portal de Corfe? Se respondió que, si era eso, debía olvidarlo, debía dejar de soñar en historias de tercera clase. Porque ella nunca pertenecería a ese gran lugar que estaba más allá de la colina.
Llegó el otoño, y con él la recolección y la tradicional Fiesta de la Siega. Los transportistas trenzaban nuevas muñequitas de maíz en sus cobertizos y las colgaban de los aleros de las casas para reemplazar las viejas y polvorientas imágenes del año anterior, que eran ritualmente quemadas. Margaret permanecía ocupada en la cocina, supervisando la preparación de las conservas para el invierno siguiente, el embotellado y la preparación de la mermelada y el salado de la carne; y las locomotoras llegaban una tras otra desde las heladas carreteras de todo el país; llegaban manchadas de mil viajes, traqueteantes, para ser reparadas en los cobertizos, engrasadas, limpiadas y pintadas para el trabajo del año próximo. Cada tornillo debía ser comprobado, cada rueda gastada reemplazada, las guías de las válvulas desmontadas y vueltas a montar, las cadenas de transmisión examinadas y comprobadas. Las fraguas resoplaban durante todo el día, avivadas por los diablillos manchados de carbonilla que eran los hijos de los transportistas; los tornos zumbaban, los hombres pululaban en tomo a las imponentes Burrells, Claytons y Shuttleworths. Era una tarea de la que se podía prescindir, pero ocupaba a la gente; Strange e Hijos, única en el negocio del transporte, no despedía a sus empleados cuando terminaba la temporada. Jesse, como siempre, trabajaba con sus hombres, escuchando con la cabeza ligeramente inclinada para oír el latido de las locomotoras, tocando y diagnosticando; sólo de vez en cuando los punzantes dolores le hacían retorcerse, y entonces maldecía a los infiernos y se iba a descansar un rato, y a beber un poco de cerveza, y volvía de nuevo al poco tiempo.
Los días se hacían más cortos a medida que se asentaba el invierno. La Navidad estaba apenas a una semana cuando un mensajero, resoplando vapor como una locomotora, entró medio al galope en el patio de la casa. Margaret rompió los sellos de la carta apenas le fue entregada y la abrió con manos temblorosas. Frunció el ceño al ver las emborronadas y mal dispuestas líneas, escritas, en un súbito y furioso sentimiento, por el propio Robert. Se apresuró a los cobertizos de las máquinas para decírselo a su tío antes que a nadie. Era invitada a la celebración de la Navidad en Corvesgeat: una de las escasas cien personas especialmente invitadas a la fiesta que, si se desarrollaba como otros años, muy bien podía durar hasta marzo. Su respuesta afirmativa fue puesta en manos del mensajero cuando éste aún resoplaba de cansancio en la cocina mientras bebía una jarra de cerveza caliente.
Margaret fue de nuevo al encuentro de Jesse al día siguiente, antes de marcharse, cuando los caballos va estaban preparados en el patio. Estaba trabajando como de costumbre en los cobertizos, colocando por enésima vez la cabeza de un pistón en su vástago, debajo de una luz azul que se filtraba a través de las ventanas cubiertas de escarcha. Experimentó un cierto dolor cuando vio los angulosos rasgos de su rostro, las líneas que se dibujaban en torno a su boca; de pronto perdió todo deseo de irse, pero él supo ser lo bastante directo.
—Desaparece —dijo sin contemplaciones— mientras tengas la oportunidad... —Luego rozó su frente con los labios y le dio una palmadita en el trasero, como solía hacer cuando era una niña. La acompañó a la puerta, y se quedó despidiéndola con la mano hasta que desapareció de su vista; entonces se dio la vuelta con una mueca, se apoyó en un banco y se restregó el costado, un gesto semiinconsciente para aliviar el dolor. El espasmo pasó, las sombras dejaron de estar teñidas de rojo; se secó la cara y volvió pesadamente a su trabajo.
Una escolta la aguardaba en las inmediaciones de Durnovaria. Margaret, embozada contra el sobrecogedor frío, vio con emoción la tropa de ballesteros que la rodeaban, los criados a caballo que exploraban la zona de lado a lado en busca de señales de routiers; evidentemente los Señores de Purbeck no se arriesgaban a poner en peligro la seguridad de sus invitados. Fue un largo camino; el viento golpeaba su rostro y sus oídos, mientras los cascos de los caballos resonaban sobre el duro suelo; la luz empezó a desvanecerse antes de que pudiera ver el castillo en toda su plenitud, la piedra gris en contraste con el gris metálico del cielo, todo ello tocado por el fino grano del hielo. En la parte exterior de la barbacana, el rastrillo estaba bajado; el viento seguía soplando sobre la gran mole que lo observaba todo con los brillantes ojos de sus ventanas. El grupo tuvo que esperar; los caballos bufaban y pateaban, mientras las cadenas crujían y, ante la visión de piedra, se tendía un suelo de hierro. La excitación había hecho que Margaret olvidara a su tío; se echó a reír al oír el estampido de la reja cayendo de nuevo a sus espaldas y los santos y señas de los centinelas. El castillo estaba sitiado también por el invierno y la oscuridad.
Recordó los bailes, las charlas y las risas; las misas en la minúscula capilla del Portal de Corfe, las salidas a caballo por la costa para ver el Canal aplastado por las tormentas; los fuegos de las chimeneas rugiendo en el gran salón, el calor de su lecho en las susurrantes noches de viento. Aprendió algo de cetrería, el pequeño y dócil halcón encajaba perfectamente para el deporte femenino. Robert se lo regaló, pero ella no lo aceptó: no tenía sitio donde guardarlo, no disponía ni de jaulas ni de halconeros uniformados que velaran por sus necesidades. Finalmente el animal escapó, aleteando fuerte y alto, y ella se sintió contenta: parecía pertenecer al viento.
Robert, principalmente para impresionar a sus invitados, intentó adiestrar a un águila dorada, traída a petición suya desde las salvajes montañas de Escocia. En su primer vuelo, la desdichada ave se refugió en un árbol, y todos los esfuerzos por sacarla de allí fueron inútiles. Fueron enviados dos sirvientes de la casa a vigilarla, pero volvieron con las manos vacías: el animal, ignorando los señuelos, se les había escapado en medio de la creciente oscuridad. Finalmente, el águila volvió dos noches más tarde, para encaramarse despreocupadamente sobre una de las torres de la barbacana exterior; y Robert, lanzando mil y una maldiciones y borracho como una cuba, hizo votos para que aquel hijo pródigo fuera recibido como se merecía. No había nada mejor que el mortero del castillo, una pieza antigua que ya ni se sabía cuándo había sido disparada por última vez; dicho y hecho, en un momento había conseguido la pólvora y la munición necesarias de la armería. La bala reventó un metro cúbico de mampostería a un lado de la puerta, casi decapitando al oficial despensero y llevando al borde de la histeria a una invitada mientras el sorprendido animal, desequilibrado de su pedestal por la onda del impacto, echó a volar para no volver a ser visto.
En la víspera del Año Nuevo, Robert llevó a Margaret de excursión a las alturas de la antigua muralla. Se detuvieron en la abertura de una tronera, a más de quinientos pies por encima del páramo, con el viento ardiendo en su cara y golpeando furiosamente las rocas, y Robert se rió de los fuegos encendidos por las brujas que se extendían por los alrededores, brillando como ojos en el horizonte. Un lobo aulló en alguna parte, agudo y estremecedor; Margaret sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo al oír el antiguo ruido perdido procedente de la oscuridad. Él vio su reacción y la cubrió con su capa, permaneciendo detrás de ella, con los brazos rodeando su cintura; ella se volvió, acercándose más a él, sintiendo el calor y el lento movimiento de sus manos, hundiendo el rostro en su hombro mientras él le acariciaba el cabello que caía sobre sus ojos. Deseaba llorar porque el tiempo transcurría demasiado rápido y porque todas las cosas eran transitorias. Permanecieron una hora allí, mientras las campanas repicaban en el pueblo y las ventanas abrían rectángulos amarillos allá a lo lejos al fondo, con los fuegos hundiéndose y desapareciendo. En más de un calendario había empezado un nuevo año.
Después de aquello, Margaret visitó Corvesgeat repetidas veces, mientras el invierno se convertía en primavera, y la primavera en verano. Observó cómo los habitantes del pueblo bailaban la danza de la víspera del Solsticio de Verano, y cómo alimentaban un caballo de juguete con unas monedas que sus rotos dientes de madera no podían sostener. En una ocasión, Robert, con el Bentley en el taller con un amortiguador delantero aplastado tras alguna juerga, destrozó un coche mariposa en el pueblo de Lyme, sus nervios estallaron, y cumplió su amenaza de arrojar el vehículo al mar desde el Golden Cap. Durante todo el año las notas no dejaron de llegar a Durnovaria, ya fueran llevadas por un soldado o por un mensajero en sus periódicas rondas. Margaret confundía al futuro señor de Corfe, quizá le preocupaba un poco. Ella no pertenecía a su sangre; pero tampoco pensaba como una plebeya, como los siervos que él apartaría de su camino con un simple bocinazo de su Bentley. Ella no se sonrojaba ni sonreía tontamente, haciéndose la niña como una mujerzuela de pueblo cuando él le acariciaba los pechos; era digna y tranquila, y siempre había algo de tristeza en sus ojos. Por su parte, Margaret tenía la impresión de que existían cosas inexplicables entre ellos dos, un entendimiento más profundo que las palabras. A su manera, bajo la tempestuosidad y la indecisión de sus pensamientos, él la necesitaba; algún día, de una manera formal, le pediría que fuera su esposa.
Se estremeció, recordando el final de todo un mundo. Fue una noche de agosto; los grillos entonaban su interminable y monótono cri-cri; el sonido parecía penetrar en el cerebro y en la sangre, imponiendo su imperiosa extrañeza, existente e inexistente a la vez. El castillo se alzaba majestuoso en la cálida oscuridad que lo rodeaba, y en todas partes, en las murallas, en las paredes y en los patios, allá abajo en el húmedo foso lleno de árboles, las luciérnagas brillaban como lentejuelas verdes fosforescentes cosidas al negro terciopelo de la hierba. Cogió una con una mano; resplandecía inmóvil, distante y misteriosa. Había un olor especial en el aire, cálido y denso: era el sabor de principios de otoño. Una brisa rozó su rostro; le pareció como una excitante fantasía que acudía en forma de viento desde un extraño pasado.
Robert estaba pensativo, silencioso, de un humor que nunca le había visto antes. Había un fuego encendido en las cocinas, el resplandor se agitaba sobre la piedra, iluminando la inmensa masa de la torre del homenaje. Motas de ceniza se alzaban chispeantes en el cielo; él le dijo que eran como las almas de los hombres moviéndose por el infinito, brillando por un tiempo y desapareciendo luego en la oscuridad. No estaba utilizando su idioma natal, en su lugar hablaba ahora un antiguo idioma una charla gutural que ella no sabía que conociera. De hecho le podía responder; se arrimó más a él, ofreciéndole su apoyo, intentando reconfortarle. Le habló del castillo.
—Tosco y áspero cobijo —dijo—, viejo y lúgubre compañero de juegos de tiernos principitos...
Él pareció sorprenderse de oírla. Ella se echó a reír, su voz resonó en la noche.
—Es uno de esos isabelinos menores, tuvimos que aprenderlo en la escuela. Siempre olvido su título: solía pensar que era bastante bueno.
—¿Cómo termina?
—Sé gentil con mis hijos... —Hablaba sintiéndose casi maravillada, consciente por primera vez del estremecimiento de sus palabras—, pues... es ridículo el pesar que tus piedras anuncian... el adiós...
Incomprensiblemente, aquello le enfureció.
—Augurios —dijo, y escupió—. Eres como un cura en un refugio, murmurando malditos hechizos...
—Robert... —Aunque estaba muy cerca de él, se le acercó más. Apoyó su rostro en el del hombre, con los labios entreabiertos para dejar que su lengua y sus dientes tocaran su mejilla, intentando alejar la tristeza que había en él, sintiendo cómo las manos de Robert recorrían su columna vertebral bajo su fino vestido. Ella le acarició y le besó; los dedos de Robert estaban acostumbrados a ella, disfrutándola del modo que sus ojos disfrutaban de la fuerte cabeza de un perro de caza o del vuelo de un halcón de la misma manera que su boca saboreaba la textura de una comida y de un buen vino. Ella pensó que esta vez era distinto. Si él se iba ahora, y si ella le dejaba irse, sólo habría un final posible. Y, ¿era eso tan importante, después de todo?
Tragó saliva y cerró los ojos; y entonces aparecieron por primera vez las vueltas y los giros, la caída; el sentido de las dimensiones y del tiempo cambió y la abrumó. Se aferró más fuerte a él, sollozando, con la sensación de que no se encontraba sobre una superficie sólida sino que estaba siendo arrastrada por un vacío, perseguida por los colores del mundo, todas las cosas muertas y los miedos futuros, un puñado de polvo arrastrado por un viento normando. Quizá me desmaye, pensó. ¿Qué me ocurre?... Intentó agrupar imágenes para llenar la oscuridad: su padre, Sarah, tío Jesse, la gente que había conocido en la escuela, incluso la vieja hermana Alicia. Tuvo la confusa sensación de que lo que deseaba hacer conllevaba algo más que ella misma, su cuerpo y su dolor. Era ante ellos, ante toda la gente que había conocido, ante quienes debía responder; por el bien de ellos, su elección tenía que ser correcta. Sintió un calor sobre su mejilla, y supo que era una lágrima; aunque no supo decir si era por ella, por Robert o por toda la humanidad. Se acostó con él aquella misma noche, acudiendo a él una y otra vez, confortándole y siendo confortada, a veces como una madre, a veces como una niña aislada en la oscuridad: hasta que incluso su amante se apartó de ella, perdido en un sueño demasiado profundo para poder alcanzarlo.
La despertó el senescal de Lord Edward —él, de entre todas las personas—, con la historia de que Robert había sido convocado para unos asuntos con el Rey, y que tenía orden de acompañarla a su casa. Ella permaneció inmóvil en la cama, aún medio aturdida por el sueño; y, lentamente, su rabia creció. Leyó, en aquellos extraños ojos y en aquella angulosa cara de gato, una cara que curiosamente nunca podía recordar apenas dejaba de verla, lo que ya sabía en lo más profundo de su ser. Que el encantamiento, si es que era un encantamiento, ya no existía; que se había vendido por una hermosa historia, que ahora Robert había recobrado la razón, que un Señor de Purbeck nunca mezclaría su sangre con la de una muchacha de su rango y clase social. Echó al senescal, gruñendo y llena de rabia, se levantó y se miró al espejo, dándose la vuelta para poder contemplar enteramente su nuevo cuerpo de mujerzuela; se lavó, salpicando furiosamente el agua por todo el suelo. La cama estaba manchada; tiró de las sábanas con ira, dejándolas allá para que todo el mundo pudiera verlas. Insultó al senescal cuando fue a buscarla, lanzando promesas de venganza a sabiendas de que no podría cumplirlas, ni ella, ni su padre, ni la poderosa firma de Strange e Hijos, con todo su dinero y poder. Porque no existía una ley en esta tierra, no para los plebeyos. Ricos y pobres debían mantenerse por igual en su lugar, a capricho de sus Señores; y los Señores recibían sus feudos de manos del Rey de Inglaterra, y él se sentaba en su trono por obra y gracia del Trono de Pedro. El mortero, asomando ominosamente su cañón por entre las puertas; ésa era la ley...
Creyó ver sonreír a uno de los servidores de la muralla exterior; si hubiera tenido un arma a mano lo hubiera matado. Se fue cabalgando como el viento, fustigando su caballo hasta que lo hizo sangrar, haciéndose daño con la silla de montar, y con el senescal observándola impasible a unos veinte metros de distancia. La habían sacado del castillo como se sacan las cestas rotas de los trenes de carretera para ser devueltas a su origen: Mercancía deteriorada, devolver al remitente... Se dio la vuelta a una milla del castillo, vio que estaba siendo observada, y maldijo toda la mole que se erguía ante ella. Sus ojos y su rostro se vieron de nuevo inundados por las lágrimas; pero eran lágrimas de rabia.
—PARA TI Y PARA TUS DESCENDIENTES ESTÁ PREPARADO EL FUEGO INEXTINGUIBLE; PORQUE TU ERES EL AUTOR DEL CRIMEN EXECRABLE, TU HAS COMETIDO EL INCESTO... SAL, INFAME, SAL DE AQUÍ CON TODOS TUS ENGAÑOS... Y HONRA A DIOS. ANTE EL CUAL SE DOBLAN TODAS LAS RODILLAS...
Está hablando de mí, pensó angustiada Margaret. El viaje y el castillo eran sólo un recuerdo; las lágrimas eran reales. Resbalaban por su rostro casi quemando su piel, empapando su cuello. ¿Es esto lo único que puedes hacer?, le preguntó silenciosamente al padre Edwards. ¿Atormentar a este viejo con tu pantomima, mientras yo, la que ha traído el mal y la desgracia a esta casa, permanezco aquí sentada, libre de toda culpa? Desde luego, le respondió de forma despectiva su mente. Porque él, al igual que la Iglesia a la que sirve, está ciego, vacío y desprovisto de todo significado. Este Dios del que parlotean, ¿dónde tiene Su justicia, dónde está Su compasión? ¿Acaso le complace ver a los moribundos ser perseguidos en Su nombre, se burla de Sus fatuos sacerdotes, o quizá se siente satisfecho cuando los hombres caen muertos mientras pican la piedra para Sus templos, en honor a un retorcido y pequeño Dios agonizando con expresión lánguida sobre una cruz...? Saldré en busca de otros dioses, pensó, y quizá sean mejores, porque peores ya no pueden serlo. Es posible que aún se encuentren en el viento, en los páramos y en las viejas colinas grises. Rogaré por la iluminación de Thunor, la justicia de Wotan y el amor de Baldur; al menos él dio su sangre riendo, y no mutilado y en medio de un gran dolor como Cristo, el usurpador...
La casa tembló y todo se apagó como la llama de una vela en medio de una corriente de aire. Margaret sintió que estaba cayendo de nuevo, oscilando a través de un espacio donde las chispas eran como estrellas o luciérnagas iluminadas. Le pareció, en un momento de intensidad, ver el espectro del castillo de Corfe junto a ella, como la cara de una calavera, y un poco más lejos el mar rompiendo sus blancas olas contra las rocas, los imponentes acantilados envueltos en el susurrante viento: el viento de Dorset, antiguo, frío y penetrante, que se originaba a millas y millas mar adentro.
La caída cesó; y Margaret se detuvo y miró a su alrededor, inquieta. Desde el pasado se había trasladado al futuro, o a algún punto del Tiempo que nunca había existido y que nunca existiría. Sobre ella había un cielo agitado, y a cada lado se alzaban columnas de granito, viejas y ásperas, de aspecto imponente, agrietadas y desgastadas, torturadas por los siglos, llenas de innumerables agujeros donde se cobijaba el viento. El nubarrón se arremolinó, pasando de largo; a lo lejos, el viento hervía sobre un círculo de hierba gris. Más allá sólo volvía a estar la nada, un vacío por el cual hubiera podido perfectamente dejarse caer, hundiéndose en el extremo del mundo.
Ante ella, sentado con la espalda apoyada en la columna más alejada, había un hombre. Su capa de agitaba al viento; su cabello, largo y fino, revoloteaba en su cráneo. Margaret se llevó las manos a la cabeza. Había visto ese rostro antes, pero ¿dónde?... Mientras lo observaba fijamente parecía alterarse, sufriendo constantes mutaciones y cambios convirtiéndose en la cara de mil hombres, en la de ninguno. En la del viento.
Caminó, o creyó caminar, hacia él. En el sueño, podía hablar; con las palabras formó una pregunta. El desconocido se echó a reír. Su voz era fina y aguda, como si procediera de algún distante lugar.
—Has invocado a los Antiguos —dijo—. Aquél que invoca a los Antiguos, me invoca a mí.
Le indicó que se sentara. Margaret se sentó de cuclillas ante él, notando que el cabello se agitaba ante su rostro. El viento azotaba aquel extraño lugar, pero tan pronto como empezó a observar pareció como si repentinamente ya no hubiera viento alguno, como si ella, las piedras y la hierba sobre la cual apoyaba sus pies giraran a gran velocidad en medio de una nube marina. La imagen era vertiginosa, y por un momento cerró los ojos.
—Has invocado a nuestros dioses —dijo el Antiguo con calma—. Quizá se complazcan en responderte...
Ahora acababa de verla, en la piedra que estaba sobre su cabeza: la marca que sabía tenía que estar allí, el círculo con la imagen inscrita del cangrejo, curiosa e incomprensible. Con voz apenas audible preguntó:
—¿Eres... real?
Su cara reflejó regocijo.
—¿Real? —dijo—. Define la realidad, y te podré responder. —Agitó una mano—. Observa la tierra sólida, las rocas, y contempla las galaxias de toda la creación. Lo que tú llamas realidad se entremezcla; existe un tumulto, un huracán de fuerzas, un baile de motas de polvo y átomos. A algunos de ellos los llamamos planetas, y uno de ellos es la Tierra. La nada con la nada envolviendo la nada, eso es la realidad. Dime lo que deseas y te podré responder.
Se llevó de nuevo una mano a la frente.
—Estás intentando confundirme...
—No.
Ella le lanzó una intensa mirada.
—Entonces déjame en paz... —dijo, y golpeó impotente la hierba con los puños cerrados—. Yo no te he hecho nada..., deja de jugar conmigo o lo que sea que estés haciendo; simplemente vete y déjame sola...
Él se inclinó, gravemente; y ella se sintió de pronto aterrada al pensar que todo aquel extraño lugar podía ser borrado de la existencia y ella lanzada de nuevo a una vida que sabía no podría soportar. Ahora deseó lanzarse hacia él, aferrarse a su manto del mismo modo que había deseado antes aferrarse al manto del sacerdote, pero eso era imposible. Intentó hablar de nuevo, y él la detuvo alzando una mano.
—Escucha —dijo—, e intenta recordar. No menosprecies tu Iglesia, porque ella posee una sabiduría más allá de tu entendimiento. No menosprecies sus representaciones, ya que tienen un propósito que será cumplido. Ella lucha, como nosotros luchamos, para comprender lo que nunca será comprendido, para comprender lo que se encuentra más allá de toda comprensión. La Voluntad no puede ser dirigida, descrita ni medida. —Señaló a su alrededor, a las piedras que les rodeaban—. La Voluntad es como ellas: yendo a todas partes, viajando infinitamente, volviendo infinitamente, envolviendo los cielos. La flor crece, la carne se pudre, el sol se mueve por el firmamento; Baldur muere igual que Cristo, los guerreros luchan en el exterior de su gran salón del Valhalla y caen, y sangran, y vuelven a nacer. Todos se hallan dentro de la misma Voluntad, todos están disponibles. Nosotros nos hallamos dentro de ella; nuestras bocas se abren y se cierran, nuestros cuerpos se mueven, nuestras voces hablan, y nosotros no somos sus dueños. La voluntad es infinita; nosotros sólo somos sus herramientas. No menosprecies a tu Iglesia...
Hubo más, pero el sentido de las palabras se perdió en el delirio del viento. Observó el rostro del Antiguo, los labios en movimiento, los extraños ojos encendidos y reflejando la luz de soles distantes y de otras épocas.
—El sueño —dijo él finalmente— se está acabando. Si esto es un sueño. El Gran Baile termina, y otro empezará en su lugar. —Sonrió, y tocó con los dedos la marca cincelada sobre su cabeza.
—Ayúdame —dijo ella en una desesperada explosión, rogando—. Por favor...
Él agitó la cabeza, le pareció como lleno de compasión, observándola del mismo modo que ella había observado a las luciérnagas aferrándose a la vida, encima de la hierba.
—Las hermanas tejen el hilo —dijo—. Lo miden y lo cortan. Es irremediable. Es la Voluntad...
—Explícame —dijo ella—. Por favor. ¿Qué me ocurrirá? Tú puedes hacerlo, tienes que hacerlo. Me lo debes...
La voz zumbó sobre ella, cortando el viento.
—Está prohibido... —Los ojos parecieron oscurecerse—. Vigila el sur —dijo—. Habrá vida para ti procedente del sur, y también habrá muerte. Para todas las criaturas nacidas de madre, e igualmente para ti. Habrá felicidad y esperanza; habrá miedo y dolor. El resto permanece oculto; el resto es la Voluntad...
—¡Pero esto no me sirve de nada, no me has dicho nada...! —gritó ella. Pero era inútil; el hombre y las piedras estaban desapareciendo, disminuyendo de tamaño, al tiempo que ella era arrastrada hacia atrás y lejos de allí. Por un instante pareció que el rostro del Antiguo brillara como el bronce, lleno de gloria, hasta que le pareció ver al Cristo, o a Baldur en su majestuosidad, observando a través de las nubes; entonces su imagen se oscureció, se convirtió en una sombra oscura entre las sombras de las piedras, se concentró en un solo punto y desapareció.
—Y AHORA, PUES, PUEDES IRTE, TU MORADA ES LA SOLEDAD, TU RESIDENCIA LA DE LA SERPIENTE; AHORA Y A NO DEBE HABER RETRASO ALGUNO... CONTEMPLA AL SEÑOR QUE SE ACERCA CON RAPIDEZ, Y SU FUEGO BRILLARÁ ANTE ÉL, PORQUE AUNQUE HAS ENGAÑADO AL HOMBRE, PIENSA QUE NO PODRÁS REÍRTE DE TU SEÑOR...
»ÉL, AQUÉL QUE HA PREPARADO LAS LLAMAS ETERNAS PARA TI Y TUS ÁNGELES, ABOMINA DE TI: AQUÉL DE CUYA BOCA BROTARÁ LA AFILADA ESPADA, AQUÉL QUE VENDRÁ A JUZGAR A LOS VIVOS Y A LOS MUERTOS Y AL MUNDO A TRAVÉS DEL FUEGO...
Todo había terminado; y Margaret observó los rostros y las manos de las demás personas y se dio cuenta de todo. La habitación estaba en calma de nuevo.
Siguió observando hasta mucho después de que todos los demás se hubieron ido, con el padre Edwards sentado al lado de la cama y la enfermera de pie junto al enfermo, oyéndole respirar lenta y cansadamente, pero ya sin esfuerzo. Se detuvo de pie ante la ventana, con los brazos cruzados, sintiendo cómo el aire de la noche acariciaba su rostro, observando la extensión de los páramos por encima de los tejados de las casas, confundiéndose con la fina y pálida línea del horizonte en dirección al sur. Veía con la claridad de una alucinación a Robert fustigando su caballo y gritando como un loco, insultando a todas las mujeres y mandándolas más allá del infierno, cabalgando tras ella para llevarla de nuevo a sus dominios. Los labios de Margaret esbozaron por un instante una sonrisa. Pues la flor crece, la carne se pudre, el sol se mueve por el firmamento, y nosotros obedecemos a la Voluntad... Frunció el ceño y forzó su memoria, pero no pudo recordar dónde había oído aquellas palabras.
Jesse Strange murió al amanecer; el padre rezó una oración, y colocó la sagrada hostia sobre su lengua. Y a la cruda luz del día, la enfermera apartó las sábanas y contó los cánceres que afloraban como azulados puños en la pálida piel del viejo.
Quinto Compás
LA BARCA BLANCA
Becky siempre había vivido en la cabaña que daba a la bahía.
La bahía era negra; negra porque en aquel lugar una veta de roca que era casi carbón puro brotó del agua y fue ganando terreno poco a poco, cada año un trozo más, rompiendo el esquisto fosilizado hasta convertirlo en una fina arenilla oscura, que extendió por toda la playa y por los gibosos e inclinados promontorios. La hierba había tomado su color, y también las pequeñas casas que se alzaban irregulares, brillando en el agua; las barcas y los muelles eran oscuros, y también las zarzas y los enebros; incluso las liebres que saltaban por entre los senderos de la ensenada en las tardes de verano parecían tener algo de aquel color oscuro. Todos los caminos eran inclinados por aquella parte, como si dieran un vuelco en una subida y se hundieran finalmente en el mar; toda la zona parecía lista para resbalar y caer con un ruido sordo en el océano.
Fue una tarde de verano cuando Becky vio por primera vez la Barca Blanca. Había sido enviada, en la pequeña barquichuela que era la única posesión de su padre, a recoger la pesca de las jaulas para langostas que habían sido colocadas a lo largo de la orilla. Trabajaba metódicamente, remando a lo largo de la oscilante hilera de boyas; las cestas que había depositadas en el fondo de la barca estaban todas llenas, los grandes crustáceos eran negros y de color gris pizarra como los arrecifes, y chasqueaban y agitaban sus irritadas pinzas. Becky las contempló pensativa. Una buena pesca: la familia se alimentaría bien durante la próxima semana.
Sacó la última jaula del agua, notando el tirón y la fuerza de la suave marea. Estaba vacía, excepto los restos grises y blancos de la carnada. Volvió a soltar la cesta embreada, apoyándose sobre la borda para ver su fantasmagórico contorno desaparecer entre el confuso verde de debajo de la quilla. Se sentó, notando los pequeños pinchazos de dolor que se extendían por sus hombros y brazos, entrecerrando los ojos en medio de la bruma del atardecer producida por el sol. Y entonces vio la Barca.
Sólo que no sabía entonces que su nombre era la Barca Blanca.
Se acercaba rápida y tranquila, con la proa hendiendo el mar, alzando una brillante cresta de espuma. La vela mayor recogida, el foque alto hinchado en la ligera brisa. La llamada de la tripulación llegó clara y suave a través del aire. El instinto hizo que la muchacha se apartara de ella, empujando los remos, deslizando su pequeño cascarón hasta el cobijo de tierra firme. Dejó la barquita en los Arrecifes, una dársena natural de piedra que se adentraba en el mar, saltó a tierra con su andrajoso vestido mostrando sus largas y morenas piernas, empapándose en su prisa por sacar la embarcación y amarrarla.
Raras veces entraban barcas en la bahía. Los botes de pesca eran bastante corrientes, las embarcaciones rechonchas y de sentina redonda, pero esa barca era distinta. Becky la observó cautelosamente mientras lanzaba el ancla en la pálida y rizada coraza del océano: era larga y esbelta, con la cubierta bien provista, una embarcación de regatas; su alto mástil, con los botalones completamente extendidos, se inclinaba ligeramente, como un lápiz apuntando al cielo gris. Mientras observaba, lanzaron un esquife al agua; vio como un hombre bajaba a él para colocar el fuera borda. Becky trepó hasta subir un poco más por el acantilado, arrastrando la pesada cesta con la pesca; se agachó como una liebre tras unos arbustos, observando de nuevo lo que ocurría, con sus grandes ojos marrones muy abiertos. Vio unas luces procedentes de la cabina del yate; se reflejaron en el agua, formando vacilantes líneas amarillas. El resplandor brilló por un instante y se desvaneció cuando ella se marchó.
Aquél era un lugar salvaje y triste. Una lobreguez interminable parecía cernerse sobre los acantilados; una lobreguez, o algo peor. Un enigma, la sombra de un antiguo pecado. Fue aquí donde vino una vez un gran sacerdote loco, y llamó a las olas, al viento y al agua para que testimoniaran su locura. Becky había oído muchas veces la historia mientras descansaba sobre las rodillas de su madre: cómo el hombre había tomado una embarcación y había salido al encuentro de su muerte, y cómo el pueblo rebosó después de soldados y sacerdotes que vinieron a exorcizar, a quejarse y a interrogar a los habitantes del lugar respecto a su intervención en la rebelión armada. No quedaron muy satisfechos, y la región había terminado calmándose al cabo de un tiempo, mientras los vientos iban y venían y las embarcaciones eran sacadas, embreadas y vueltas a botar al agua. Las olas seguían indiferentes, y también el viento. Las rocas no sabían, ni les importaba, quién era su dueño, si el Vicario de Cristo o un Rey inglés.
Becky llegó tarde a casa aquella noche; su padre se quejó y grito como un animal, amenazando con pegarle, acusándola de extraños crímenes. A ella le encantaba sentarse en los Arrecifes, nadie lo sabía mejor que él; sentarse y acariciar los fósiles que se mostraban como retorcidos muelles sobre la roca, sentir la brisa del mar, observar los vaivenes del agua y el chocar de las olas, y perder el sentido del tiempo. Y todo ello con bebés que alimentar, comidas que preparar y una casa que limpiar, aparte cuidarle a él y a su esposa enferma. La muchacha era una inútil, holgazana hasta la médula. Dándose aires de grandeza, pasando todo el tiempo sin hacer nada de provecho; quizás aquello estuviera bien para la gente rica de Londinium, pero él tenía que ganarse la vida.
Pero nadie pegó a Becky. Ni ella habló de la Barca.
Aquella noche permaneció despierta, cansada pero incapaz de dormir oyendo como su madre tosía, viendo entre las cortinas echadas el fino prisma color turquesa del cielo nocturno; lo vio palidecer con la llegada del alba, un planeta encendido como una chispa antes de ser tragado por el sol naciente. Podía oírse un leve susurro en toda la casa, suave, casi como el sonido de la sangre en los oídos. Un lento y lejano jadeo, una respiración; el vago e inmemorial ruido del mar.
Si la Barca seguía en la bahía, no hacía el menor ruido; y por la mañana ya había desaparecido. Becky fue a pasear hasta el mar al atardecer, caminó descalza por entre los trozos de rocas amontonados que formaban la orilla, oliendo el viejo y áspero perfume de la sal, oyendo como el agua batía y murmuraba mientras desde lo alto le llegaba el incesante y siniestro gotear del acantilado. En su consciencia se deslizó, quizá por primera vez, la sensación de soledad; una opresión nacida en las suaves extensiones del agua de verano, la alta oscuridad de los promontorios, los dos dedos de los arrecifes de piedra que penetraban en el mar. Vio, no por primera vez, cómo los Arrecifes se curvaban, obedientes al parecer a algún plan cósmico, formando crestas de piedra que ascendían por la oscura playa, rizándose a lo lejos por entre los estratos descendentes de los acantilados, llenos de los signos y fantasmas de otra vida, las amonitas que ella coleccionaba de niña, hasta que el padre Antony la riñó y le dijo en una ocasión —y eso tenía que ser más que suficiente— que si Dios creó las rocas en siete días, entonces también creó aquellas marcas en ellas. Becky estaba rozando la herejía, había cosas que no debían olvidarse. Se quedó pensativa, agitando los pies en el agua, sintiendo la fina arena deslizarse entre sus dedos. Tenía catorce años, liviana y morena, con un atisbo de senos apuntando bajo su vestido.
Transcurrieron meses antes de que volviera a ver la Barca de nuevo. Había transcurrido todo un invierno, ruidoso y gris; el viento golpeaba los acantilados, arrancando pedazos de roca ámbar y enviándolos con furia hasta la playa. Becky caminaba por la bahía en aquellos cortos e intensos días, buscando maderas arrastradas por el agua, desperdicios o restos de algún barco naufragado, carbón del mar que poder quemar. Observaba el agua una y otra vez, con su cara oscura y delgada y sus brillantes y atentos ojos, buscando algo que no podía comprender sobre la superficie del mar. Con la primavera, la Barca Blanca volvió.
Era una tarde de abril, casi mayo. Algo hizo que Becky dejara momentáneamente a un lado su trabajo, la periódica tarea de izar las grandes cajas negras, colocando los animales en las cestas que tenía preparadas. Mientras, la Barca Blanca llegó furtivamente de entre las sombras, guiada por un pequeño motor y creciendo desde la inmensidad del agua.
—¡Ah de la barca...!
Becky se puso en pie sobre su barquichuela y se quedó mirando fijamente. Tras ella, los arrecifes de la bocana se alzaban lentamente con el vaivén del mar, y ante ella la Barca, alta y amenazadora en su proximidad, la blanca proa cortando el agua, alzaba una fina capa de espuma que se deslizaba hacia atrás para perderse finalmente en la oscuridad. Fue muy consciente, de forma casi dolorosa, de las tablas que había bajo sus pies desnudos y del oscilar del sucio vestido sobre sus rodillas. La Barca enfiló hacia delante, con la áspera silueta de un hombre en su proa, agarrado con una mano a la barandilla mientras agitaba la otra y gritaba:
—¡Ah de la barca...!
Becky vio la vela mayor recogida y plegada en su botavara, la complicación de las brazolas, las escotillas y las jarcias de la cabina; al encontrarse cerca, casi se sorprendió de que la pintura de la Barca Blanca pudiera estar seca y cuarteada en algunos lugares y los foques desgastados. Era como si la Barca no hubiera sido más que una visión o un sueño, carente de peso y sustancia.
La barquichuela golpeó la otra embarcación, escorando peligrosamente; Becky se tambaleó y se agarró a la alta borda; sus manos se cerraron primero con fuerza, se afianzaron después; el gran mástil de acero pasó por encima de su cabeza, intimidante, al tiempo que la Barca Blanca derivaba con lentitud, arrastrada por la marea.
—Con cuidado... —y luego—. ¿Qué es lo que vendes, jovencita?
En alguna parte se oyó el murmullo de una risa. Becky tragó saliva y alzó la vista. Los hombres se agolpaban en la barandilla, formas oscuras a la luz del atardecer.
—Langostas, señor. Buenas langostas...
Su padre estaría contento. ¿Qué había de malo en venderles pescado tras casi ser abordada por la popa, y además a buen precio? Ya no tendría que regatear con maese Smythe arriba en el pueblo, ni esperar a que los transportistas vinieran en busca del género. Las pagaron bien, dejando caer auténticas monedas de oro en la cubierta de la embarcación, riendo estentóreamente cuando tuvo que agacharse para recogerlas en medio del agua que había entrado, y riéndose de nuevo cuando se tambaleó al levantarse; la despidieron mientras se alejaba de vuelta a la bahía, remando. Se llevó consigo el recuerdo de sus voces, ásperas y agudas. Nunca creyó que la tierra apareciera con tanta rapidez, la barquichuela llegó con facilidad a la playa. Echó a correr hacia casa llevando lo que le había quedado de la pesca y el dinero fuertemente apretado en una mano; se dio la vuelta justo en el momento en que la Barca Blanca giraba a lo lejos en plena oscuridad, y ovó el ruido y la sacudida del ancla al caer al agua y hundirse. Ya había luces en cubierta, intensos puntos que resplandecían como un enjambre de ojos; los aparejos de la embarcación se veían oscuros, un adorno colocado sobre el suave vaivén gris plateado del agua.
Su padre la maldijo por haber vendido la pesca. Ella se lo quedó mirando con aire de sorpresa.
—Los bermudanos... —Escupió, se dirigió torpemente a la cocina para meter los platos sucios en el fregadero, accionó irritado la manivela de la alta y vieja bomba de agua—. Apártate de ellos...
—Pero pa...
Se volvió, con la cara negra de rabia.
—Te he dicho que te apartes de ellos: no hay más que hablar...
El rostro de Becky había adquirido ya la habilidad de congelarse, convirtiéndose en la copia de un oscuro gato esculpido. Ocultó los ojos, mirando fijamente su plato. Oyó, en la habitación de arriba, la desgarradora tos de su madre. A la mañana siguiente encontraría manchas rojizas sobre las sábanas, estaba segura de ello. Apoyó un pie detrás del otro, acariciando con los dedos el contorno de la sucia pantorrilla, y trató cuidadosamente de no pensar en nada.
El contacto, pese a lo poco convincente que había sido, sirvió durante las semanas siguientes para absorber la atención de Becky; el extraño vate empezaba a obsesionarla. Veía la Barca Blanca incluso en sueños; en sus fantasías creía volar, avanzando por el viento como las grandes gaviotas que cazaban en las playas y los promontorios. Por la mañana los acantilados resonaban con su sonido; a los oídos de Becky, aún llenos de sueño, los gritos de los pájaros se multiplicaban con el rechinar de las cuerdas y el ruido de los trinquetes de los carretes de escota. A veces, en estas ocasiones, los promontorios parecían agitarse levemente y moverse con el mar, aturdiendo los sentidos. Becky se agachaba, se frotaba los brazos y se estremecía, esperando que la fascinación desapareciera dejando paso bruscamente a una preocupación por la muerte; hasta que los curiosos ritmos y pasiones llegaron a su culminación, dio un paso atrás sobre el filo de un cuchillo, vuelto hacia arriba sobre el suelo de la barca, y la impresión del corte y la sangre la convirtieron instantáneamente en una mujer. Se lavó la herida, gimoteando. Nadie la había visto; guardó el secreto para sí, dentro de su delgado cuerpo, del mismo modo que guardaba todos sus secretos, pensamientos y sueños.
Una vez hubo una boda en la pequeña iglesia negra del pueblecito negro. En esa época Becky se dio cuenta, de una forma vaga, de que la gente también había adoptado el color del lugar: un tizne invisible, transportado por el aire, los había cambiado a todos. Las fantasías tomaron nuevas y más siniestras formas; en una ocasión soñó que veía a los habitantes del pueblo, a sus padres y a toda la gente que conocía, mezclándose caóticamente en el paisaje hasta que los acantilados se convirtieron en cuerpos, huesos y viejas manos implorantes, en dientes, ojos y ancestrales frentes que se desmoronaban. En ocasiones llegó a temerle a la bahía; pero siempre acababa por atraparle con su magnetismo. No se podía decir que estuviera pensando, sentada allí a solas con sus fantasías; sentía vívidamente cosas que no podían llegar a comprenderse con facilidad.
Cortó su negro cabello, sentada perpleja delante de un espejo medio roto y manchado, girando la cabeza hacia uno y otro lado, cortando y recortando hasta parecer casi un muchacho, uno de los salvajes muchachos pescadores de la costa. Alisó y peinó el resultado final mientras sus grandes ojos llenos de lágrimas observaban la incierta imagen reflejada. Creyó percibir una trampa a su alrededor, con los barrotes negros y gruesos como los de las jaulas de las langostas que ella utilizaba. Su mundo estaba rodeado de tierra, envuelto por los promontorios que cerraban la bahía, por la voz del sacerdote y los pasos de su padre. Sólo la Barca Blanca era libre; y volvería, brillando y resplandeciendo en su mente, turbadora. Durante los críticos acontecimientos de su adolescencia, después del terror del derramamiento de su sangre, la Barca pareció haber tomado una parte de ella. La había visto surgir casi como de debajo del brillante y misterioso horizonte, y de algún modo podía entenderla.
Becky mantenía su cita con el vate, día tras día, observando desde los enredados zarzales por encima de la bahía.
El mismo mar la arrastraba ahora hacia él. Durante las noches, o en las tempranas mañanas teñidas de gris metálico, se quitaba el blusón por encima de su cabeza y se metía en el agua helada, dejándose mecer y acariciar por el suave oleaje. En tales ocasiones parecía como si la bahía acudiera a ella con un tropel de augurios, las ondeantes alturas de los promontorios, grises bajo los extensos espacios de aire; era como si su desnudez le trajera la fuerza del lugar, como si pudiera moverse rápidamente a su alrededor, atraparla y envolverla. Salía precipitadamente del agua y volvía a vestirse; el encogimiento de su húmedo cuerpo bajo la ropa constituía un gran placer, los acantilados se alejaban y recuperaban su frialdad y perspectiva. Volvían a ser seguros una vez más.
Además, sin proponérselo, estaba aprendiendo a nadar.
En sí, esto era un misterio. Sintió instintivamente que su padre y la iglesia no lo aprobarían. Evitaba al padre Antony; pero los ojos de las imágenes y el gran Cristo sobre el altar aún seguían pendientes de ella durante los servicios, observándola y acusándola. Nadando entregaba su cuerpo, vagamente, al posible asalto, penetrando en una relación mística con la Barca Blanca, que también nadaba. Necesitaba sentirse elevada por el sombrío reconocimiento del mar. Experimentó una curiosa confusión, una sensación demasiado carente de forma para ser categorizada como algo más aterrador y al mismo tiempo seductor. El confesionario estaba cerrado para ella; caminaba sola, cuidadosamente, en medio de un mundo de sombras y de quebradizo cristal. Ahora evitaba todos los contactos, las presiones, las gratificaciones accidentales de su cuerpo que llegaban casi con naturalidad, simplemente caminando, moviéndose y trabajando. Deseaba, de modo desorganizado, proscribir al menos una dudosa área del mal, reducir la amenaza que ella misma había buscado y que ahora, a su vez, la estaba buscando a ella.
La idea parecía haber llegado por su propia voluntad, sin ser buscada ni deseada. Creció lentamente en ella, mientras observaba el vate que se balanceaba ante sus ojos anclado en el oscuro misterio del agua, el conocimiento de que únicamente la Barca Blanca podía salvarla de sí misma. Únicamente la Barca podía volar, salvando los dos promontorios de hierro, idénticos y apuntando hacia un mundo más amplio. ¿De dónde procedía? ¿Dónde se desvanecía tan misteriosamente, de dónde volvía?
El sacerdote pronunció unas palabras sobre la tumba de su madre. Dios observaba la escena desde lo alto del cielo. Pero Becky sabía que la tierra la apretaría más y más, convirtiéndola en un carbón más negro.
La Barca regresó.
Ahora se sentía atemorizada e insegura. Antes, con la fe menos alborotada de la infancia, no se lo había cuestionado. La Barca se había ido, y la Barca volvería. Ahora sabía que todas las cosas cambian y que el Cambio es para siempre. Un día la Barca se marcharía y ya no volvería nunca más.
Había pasado del conocimiento del mal a la indiferencia; sólo por ello y a se sentía condenada.
Lo que había ensayado y soñado se mezcló tanto con la realidad que vivió otro sueño. Se levantó silenciosamente en la negra casa, oyendo la metálica tos de un niño. Sus manos temblaban mientras se vestía; en su cuerpo había una rápida y violenta vibración, como si alguna fuerza eléctrica ejerciera un control sobre ella y la guiara sin su voluntad. La sensación, y los descontrolados latidos de su corazón, parecieron apartarla parcialmente de la realidad terrena; formas de objetos familiares, respaldos de sillas, mesillas de tocadores, el picaporte de una puerta, parecían vagos y ambiguos bajo las yemas de sus dedos. Abrió cuidadosamente la aldaba, sin respirar, escuchando y observando en la oscuridad. Era como si se hubiese trasladado desde uno a otro punto a un ritmo constante, incapaz de titubear ni detenerse. Sabía que acabaría por ir a la bahía, y observaría cómo la Barca levaría anclas y se iría; su mente, complicada, reservaba debajo de la imagen otras que serían presentadas cuando fuera preciso, formando una secuencia hacia un fin no imaginado.
El pueblo era negro, sin luz y muerto; el aire soplaba libremente sobre su rostro y brazos, una corriente de húmedo vapor que era casi como una lluvia, El cielo parecía presionar sobre ella como una masa sólida, oscuro como la pez, excepto hacia el este, donde una franja gris metálico poco profunda mostraba hacia lo alto el lugar donde empezaba a amanecer, Plantada en medio del cielo, la torre de la iglesia se alzaba negra y remota, sosteniendo rígidamente sus maltrechas orejas de gárgola.
En el centro de la bahía, un somero arroyo llevaba hasta la playa un riachuelo procedente de los lejanos estanques de Luckford. Un puente de tablas de madera con una sola barandilla se extendía sobre el arroyo; los peldaños que llevaban hasta el puente eran pequeños y resbaladizos. En una ocasión, Becky resbaló sobre una piedra redonda, y en otra sintió bajo su pie el rápido movimiento de un gusano Cruzó el puente, oyendo el chapoteo del agua; un gatear sobre la piedra mojada y la bahía pareció abrirse más adelante, apenas visible, una inmensidad sombría y gris. Sobre ella, flotando en un espejo medio escondido, el fantasma aún más gris de la Barca. Cruzó la playa, sus pies se hundieron en la arena, se sintió torpe al no poder moverse libremente. El agua le llegaba ya hasta las pantorrillas, casi sin que se diera cuenta; ante ella oyó una leve llamada, el seco tonk tonk tonk de un cabrestante.
La lluvia salpicaba el viento del amanecer, mojando su cabello. Siguió adelante, todavía con la misma descuidada firmeza. El arrecife rocoso, el rompeolas, tenía una leve inclinación, con el agua golpeando y formando nubes de espuma allá donde se encaraba al mar. Avanzó torpemente junto a las rocas, mojada hasta la cintura y con los pies enredados en marañas de algas. Pronto se encontró nadando en la amplia y fría locura del agua. A medida que la tierra se alejaba se sumió en una especie de movimiento rítmico, medio hipnótico; parecía como si estuviera siguiendo a la Barca Blanca, incansablemente, hasta el fin del mundo. Ni tan siquiera sentía los crecientes dolores en sus hombros y brazos: no eran importantes. Más adelante, entre los oscuros senos de las olas, la sombra de la embarcación se veía alterada, escorzándose a medida que ella se volvía para hacer frente al mar, Sobresaliendo por encima del casco había una sombra más alta, el foque.
A Becky le pareció un accidente el estar allí, y que el mar fuera tan profundo, y que los acantilados fueran tan altos, y que la Barca estuviera tan lejos. Hizo una inspiración en el agua, adormecida; pero la primera bayoneta que se clavó en sus pulmones inició algo parecido a un orgasmo; gritó, se arqueó y se convulsionó. Sintió que el frío se cerraba instantáneamente sobre su cabeza, gritó y luchó desesperadamente por una bocanada de aire.
Oyó voces, una confusión de sonidos y órdenes; la silueta de la Barca cambió de nuevo mientras ella se daba la vuelta hacia el viento.
Había una multitud de manos sobre sus hombros y brazos; algo sujetó su vestido, la tela se rompió y ella cayó de nuevo, engullida por el mar. Se revolvió, en medio de una confusión de gris y negro, blanco de espuma y rojo brillante. Fue sacada de un tirón y depositada sobre una cubierta mojada; permaneció tendida allí, sintiendo la suavidad de la madera bajo su boca. Las voces brotaron a su alrededor, parecidas al oleaje del mar en su incesante ir y venir.
—Es la misma...
—Maldita muchacha pescadora...
Las palabras retumbaron innecesariamente en sus oídos; luego se alejaron poco a poco. Permaneció quieta y jadeante; el agua brotaba por todas partes de su cuerpo. Intuyó, a seis pies bajo ella, el grisáceo movimiento del mar. No se movió; estaba entumecida, sabía que había hecho algo terrible.
Fueron a buscarle una manta y la envolvieron con ella. Se incorporó y expulsó un poco más de agua, mientras oía cómo crujían las cuerdas y el mar agitaba la embarcación. Su mente parecía disociada de su cuerpo, algo frío y gris que había visto cómo la otra Becky tragaba agua y se ahogaba. Era vagamente consciente de las preguntas; apretó el áspero tejido contra su garganta y agitó la cabeza de nuevo, irritada ahora consigo misma y con la gente a su alrededor. Aquel movimiento fue el desencadenante de una terrible náusea; sintió como la alzaban, y atrapó un último resplandor de la negra franja costera, muy a lo lejos, mientras la embarcación se inclinaba hacia el viento. Uno de sus pies se enganchó con el lado de una escotilla justo cuando la bajaban; el dolor estalló en su cerebro, luego disminuyó rápidamente. A su alrededor se sucedía un laberinto de imágenes inconexas: unos listones blancos sobre su cabeza, unas manos trabajando con su manta y su vestido. Frunció el ceño y murmuró algo, intentando ordenar sus ideas; pero las imágenes se desvanecieron, una a una, en un mundo gris y silencioso.
Permaneció echada, acurrucada en las mantas, sin deseos de abrir los ojos. Se tendría que mover pronto, bajar y encender el fogón, poner el bote de gachas a calentar para el desayuno. La casa se movía lenta e incongruente a su alrededor, temblando como algo vivo; el agua pasaba ruidosa por debajo de los aleros del techo. La imagen-sueño persistía, se negaba tercamente a desaparecer. Agitó la cabeza sobre la almohada, refunfuñando, y finalmente consiguió liberar una de sus manos para tocarse el pelo, todavía pegajoso por la sal del mar. Sus dedos fueron descendiendo, descubriendo su desnudez. Eso era un pecado, meterse en la cama sin ropa. Gruñó y se arropó, venciendo los sueños con el sueño.
El agua producía mil ruidos en la cabina. Murmurando y riendo, arañando y golpeando los costados de la Barca Blanca. Los ojos de Becky se abrieron de golpe, con una señal de repentina alarma. Con el despertar vino el recuerdo, y un pánico estremecedor. Se incorporó de un salto y se golpeó la cabeza contra el techo, dos pies más arriba. Se la frotó, aturdida, viendo los reflejos del sol juguetear sobre el bajo techo, las explosiones, destellos y mezclas de luz. La cabina estaba sumida en un sutil movimiento; vio un brillante impermeable amarillo que se mecía levemente, colgado del clavo que lo sostenía. Las perspectivas parecían equivocadas; se descubrió apretándose contra una tabla de madera de seis pulgadas que servía de barandilla para impedir que cayera de la litera donde se encontraba.
El muchacho la estaba observando, sujetándose sin dificultad a un montante. Los ojos que brillaban encima de la mata de pelo de su barba eran agudos e intensos, y además se estaban riendo.
—Arréglate un poco —dijo—. El patrón quiere verte. Sube a cubierta. ¿Te encuentras bien ahora?
—Ella lo miró con ojos enfurecidos.
—Sí, te encuentras bien —dijo él—. Simplemente vístete. Todo irá bien.
Supo de inmediato que el sueño o la pesadilla era real.
Los pequeños detalles la confundían. Los lazos que sostenían la tabla de la litera: tuvo que tirar y empujar de ellos, y aún así no se desataron. Balanceó las piernas experimentalmente. El aire pasó por todo su cuerpo; agarró las mantas, saltó de un golpe, cayó y perdió las mantas de nuevo. Habían dejado algo de ropa para ella, unos pantalones y un viejo jersey. La cogió, jadeante. Sus dedos se negaban a obedecerla, resbalaban y temblaban; pareció transcurrir una eternidad antes de que pudiera obligar a sus piernas a meterse en las perneras de sus pantalones.
La escalera de la cámara pareció apartarse, lanzándola entre botes y cazos. Se agarró a los peldaños, oponiéndose al gran peso de la embarcación, y se izó hasta cubierta, para ser recibida por la intensa luz del sol. No había tierra a la vista. Sólo una mancha, tremendamente lejana sobre la verde extensión del mar. Retrocedió instintivamente, entornando los ojos; el muchacho que había hablado con ella la ayudó de nuevo.
El patrón permanecía sentado e inmóvil, como sacado de la imagen de un botón de oro de un impermeable amarillo, el rostro delgado y los ojos grises mirando más allá de donde ella estaba, por encima de la cubierta de la Barca, Sobre él se desplegaba la enorme y firme curvatura de las velas; detrás, la tripulación, agrupada a popa, la observaba absorta, Vio bocas barbudas sonriendo; bajó los ojos, cruzó los dedos sobre su regazo.
Ante aquella gente se sentía como torpe. Se sentó en silencio, sin apenas moverse, observando cómo sus dedos se entrecruzaban y se movían, consciente de la proximidad del agua y de la tremenda velocidad de la embarcación, La conversación fue poco satisfactoria; el patrón observaba la brújula, con un brazo apoyado maquinalmente sobre la caña del timón, escuchándola con lo que parecía ser una mínima parte de su mente, Las caras sonreían con curiosas muecas, expresiones curtidas por el mar y despreocupadas. Ella se había introducido en sus vidas; deberían odiarla por ello, pero se estaban riendo. Quería morir.
Estaba llorando.
Alguien pasó un brazo por encima de sus hombros. Se dio cuenta de sus propios temblores. Fueron a buscarle un impermeable y se lo echaron por encima, Sintió que el duro y sus orejas. Debía ir con ellos, no cuello rozaba su pelo podían dar la vuelta, eso al menos sí lo entendía. Era eso precisamente lo que más había deseado, hacía ya una vida. Ahora deseaba la cocina de su padre, su propia habitación otra vez, Metida en una embarcación, atrapada en un angosto mundo masculino y ordenado, se sentía inútil. La indiferencia de todos ellos hizo que de sus ojos brotaran lágrimas de rabia; su amabilidad la asqueaba. Intentó ayudarles en la pequeña cocina, pero incluso las comidas que preparaban le eran extrañas; había complicaciones, matices, condimentos que ella nunca había visto. La Barca Blanca la había derrotado.
Se apartó lentamente de los demás, sujetándose con un brazo alrededor del metal de la base del mástil y oyendo las altas drizas moverse y agitarse, viendo la proa alzarse, caer y golpear el mar. Soplaba un viento seco y húmedo; sus pies, descalzos sobre cubierta, se helaron casi de inmediato. El frío se extendió por el impermeable, y pronto se encontró tiritando mientras las sombras de las nubes eclipsaban la barca, oscureciendo el verde claro del mar. El sueño se esfumó, difuminado por el viento; la Barca Blanca era algo duro, brutal e inmenso, demoledor en el agua, Podía hacer funcionar la pequeña brújula de concha de su padre en medio de las mareas y de las corrientes de la costa, pero aquí se sentía torpe y como un estorbo. Se movió desesperada de un lado para otro una docena de veces mientras la tripulación se apresuraba a hacerse cargo de la complicación de las cuerdas. Los avisos le decían poco: alerta para virar a bordo; dejad las velas al viento, luego el estruendo del foque, las apresuradas carreras de los pies sobre los tablones, al tiempo que la Barca Blanca emergía tras cada nuevo viraje. Cambió el ángulo de su superficie y también varió la orientación del sol, las sombras de las nubes y el punzante ataque de las gotas de agua. El horizonte se convirtió en una nueva colina, inclinándose alto a lo lejos; Becky observó la agitación del mar allá donde antes había visto el cielo.
Le dieron de comer, pero ella lo rechazó. Estaba de mal humor; y lo que era peor, estaba enferma. Necesitaba con desesperación su casa y su bahía, un casi extático anhelo de solidez, de cosas que no se mecieran ni se movieran. Pero todo esto estaba perdido para siempre; sólo quedaba el estruendoso verde del agua, fundiéndose ahora en un gris más y más profundo a medida que las nubes se espesaban ante el sol, el incesante repiqueteo de las cuerdas, los retortijones en la agitada boca de su estómago.
Le ofrecieron el timón, a última hora de la tarde. Ella lo rechazó. La Barca Blanca había sido un sueño; la realidad lo estaba matando.
Había un pequeño aseo, en un lugar demasiado bajo para poder permanecer de pie. Cerró la tapa y bombeó el agua, viendo su contenido pasar con rapidez a través del tubo de cristal curvado. El mar abrió su estómago, haciendo brotar su primera comida en forma de una masa brillante, semilíquida y pegajosa que cubrió su barbilla. Se secó y escupió, bombeó agua de nuevo, y otra vez se mareó, hasta que en los costados de su pecho apareció un leve dolor y su cabeza vibró al ritmo de las olas. Se oían voces a través de la mampara de la puerta, recordó fragmentariamente más tarde, como las escenas de un sueño.
—Entonces lo haremos nosotros, patrón. Le ataremos unas cuantas libras de cadena a los pies, y caerá suavemente por la borda...
Luego una voz que conocía. Era la del muchacho que la había ayudado. Las crecientes y furiosas inflexiones de rabia no las conocía; eran la voz de Gales.
Algo nunca oído.
—¿Cómo puede hablar, hombre, qué demonios sabe ella? Si sólo es una maldita chiquilla tonta, ¿no lo ves?
—Prepara la corredera —dijo amargamente el patrón.
—¿Pero no lo ves, hombre?
—Prepara la corredera...
Becky apoyó la cabeza entre sus brazos y sollozó.
No podía llegar a la litera. Arqueó torpemente su cuerpo, lo intentó de nuevo. Las sábanas eran un paraíso maravilloso. Se acurrucó entre ellas, demasiado vacía como para preocuparse del olor a vómito de su ropa. Se sumió en un sueño instantáneo lleno de vívidas imágenes: la cara del Cristo; el padre Antony como un animal disecado, moviendo la boca como si estuviera riñendo y bendiciendo a alguien al mismo tiempo; la torre de la iglesia llena con el resplandor previo al amanecer; las orejas de las gárgolas. Luego las polvorientas flores en el jardín de una cabaña, su madre gritando y quejándose antes de morir, la helada sensación del agua en sus ingles, el contorno de la Barca Blanca esfumándose en medio de la niebla. Todas las cosas imperceptibles, las preocupaciones y las penas, las langostas agitándose, la brea y los guijarros, la sensación de la brisa nocturna procedente del mar, el Gran Catecismo roto y maltratado. Finalmente se trasladó hasta un sueño más profundo donde parecía que la propia Barca le estuviera hablando. Su voz era precipitada e inmensa, aunque con un curioso defecto y no muy clara, y de algún modo poseía colorido, azul y verde rugiente. Habló de las pequeñas personas que tenía tras ella y de sus deberes, de su prisa, de su fuga y de su lucha con el viento; mencionó las grandes verdades que se perdieron tan pronto como fueron pronunciadas, apartadas y enterradas en la oscuridad. Becky cerró los puños, apretándolos con fuerza; se despertó sólo un instante para oír los golpes y las arremetidas del mar, y luego se durmió otra vez.
Sintió cómo alguien la agitaba suavemente por el hombro. De nuevo se sintió desorientada. El movimiento de la embarcación había cesado; las lámparas estaban encendidas en la cabina; se veían otras lámparas brillando en el puerto, formando ondeantes reflejos que se extendían por el agua. Desde el exterior le llegó un sonido que ella conocía: los rápidos golpes y vibraciones de las drizas sobre los mástiles, los ruidos nocturnos de los puertos. Descolgó sus piernas lentamente; se restregó la cara, sin saber dónde estaba. Sin atreverse a preguntarlo.
Habían dejado comida en la cabina, grandes albóndigas de arroz con trozos de marisco, setas y huevos. Sorprendentemente, tenía hambre; se sentó codo con codo con el muchacho que había hablado en su favor, que había estado defendiendo su vida en el resplandor de la tarde. Comió mecánica y rápidamente, sin dejar que sus ojos se apartaran del plato; la charla proseguía de forma distraída a su alrededor. Se acurrucó en un rincón, contenta de ser olvidada.
Se la llevaron con ellos cuando bajaron a tierra. En el esquife se sintió más cómoda. Se sentaron en un bar al borde del mar, en Francia, y bebieron botella de vino tras botella de vino hasta que su cabeza empezó a dar vueltas de nuevo y las voces y el ruido parecieron mezclarse en un cálido murmullo. Se acurrucó en las rodillas del galés, sintiéndose segura de nuevo y deseada. Entonces trató de hablar, y lo hizo sobre los fósiles en las rocas, sobre su padre, sobre la Iglesia, sobre la forma en que había nadado y casi se había ahogado; acariciaban su cabello y reían sin entender. El vino se derramó por su cuello y penetró en su jersey; ella también se puso a reír, y observó que las lámparas daban vueltas; dejó caer la cabeza, los párpados medio cerrados, apenas dejando entrever los ojos marrones de oscuras pestañas.
—Ah de la Barca Blanca...
Se puso en pie temblando, viendo como las lámparas proyectaban largas y delgadas imágenes sobre el agua, observando cómo los hombres se tambaleaban a lo largo del muelle, oyendo los gritos, sintiendo aún la sorpresa especial de sentirse extranjera. Mientras la Barca Blanca respondía con suavidad desde su punto de amarre junto a un grupo de otras embarcaciones, el mar proseguía con su incesante movimiento nocturno.
Aún seguía descalza; notó el salino hormigueo en los tobillos cuando corrió aprisa para sujetar la proa del esquife.
—Cuidado —dijo David—. No voy a meterte en la cama dos veces en un mismo maldito día...
Sintió cómo su cabeza golpeaba contra las mantas enrolladas que le servían de almohada; ronroneó complacida, y empujó con torpeza sus pantalones hacia abajo casi al mismo tiempo de quedarse dormida.
Las millas de agua pasaron, salpicando sus sueños.
Despertó bruscamente en la oscuridad, sabiendo una vez más que había sido engañada. Se habían escabullido del puerto en mitad de la noche; esta sensación de vaivén, de agitación y tirantez, era la sensación del mar abierto.
La Barca Blanca, y esa gente, nunca dormían.
Oyó voces de nuevo. Y las luces estaban encendidas, el rumor de las velas siendo recogidas, el ruido de algo rodando contra el casco. Forcejeos y golpes. Se quedó acurrucada en la litera, con el rostro contra la pared.
—No, está dormida...
—Cuidado con eso, hombre...
Sonrió en silencio. El tintineo de las botellas, el secreto sonido de fardos, la divirtieron. No había nada que temer: esa gente eran contrabandistas.
Despertó pesada e irritable. El origen de su enfado fue, durante un tiempo, misterioso. Intentó, de mala gana, analizar sus sentimientos, para ella un ejercicio poco común. Las más locas y románticas nociones de la Barca Blanca eran ciertas; no obstante, había sido engañada. Sabía esto instintivamente. Entonces vio la calle del pueblo, las pequeñas casas negras apiñadas, la iglesia. El sacerdote moviendo en silencio los labios, condenando; su padre, con el rostro negro, desabrochándose lentamente la ancha hebilla de su cinturón. Volvería irrevocablemente a esto; el sueño había acabado.
Eso era todo; el punto de dolor, el sabor y cada una de sus esencias. No pertenecía a este mundo, al mundo de la Barca Blanca, y nunca pertenecería a él. Súbitamente se encontró odiando a la tripulación por el conocimiento que tan libremente le habían proporcionado. Deberían haberla golpeado, amado hasta hacerla sangrar, atado sus pies, lanzado al verde y profundo mar. No habían hecho nada de aquello porque ellos no significaban nada. Ni siquiera la muerte.
Rehusó la comida por segunda vez. Creyó que el patrón la miraba con ojos preocupados. Simplemente le ignoró; recuperó su antigua posición, sujeta al amigable grosor del mástil. El día era soleado y brillante; la embarcación se desplazaba con rapidez bajo la gran extensión de la vela genovesa, abriendo surcos de espuma a través del mar. Casi deseaba el mareo del día anterior, el momento en que deseó antes que nada morir. Mientras tanto, la Barca Blanca se encaminaba lentamente hacia la costa inglesa.
Su mente pareció escindirse en dos mitades: una parte deseaba que el viaje se prolongara indefinidamente, la otra necesitaba precipitarse al desastre, que todo acabara. El día y de la oscuridad pasó se apagó lentamente en el oscurecer, a la noche más profunda. En la oscuridad vio las antorchas de una torre de señales, centelleantes puntos en movimiento; y otra respondiéndole, y otra más allá. Probablemente estaban enviando mensajes a causa de ella, no cabía duda; llamando a través de los páramos, por entre las largas bahías. Frunció los labios. Acababa de descubrir el cinismo.
El viento soplaba frío a través del mar.
Delante del mástil, una compuerta daba acceso a la cabina donde se almacenaban las velas. Becky entró en ella y se acurrucó encima de las grandes formas de salchicha de las velas. La puerta de la mampara, abierta y crujiendo, mostraba las cambiantes tonalidades de amarillo de las lámparas de la cabina. En aquel lugar el ruido del agua sonaba intensificado; escuchó hoscamente su chapoteo, casi deseando en su amargura que la embarcación golpeara contra algún arrecife y se hundiera. Mientras tanto, la luz se movía, adelante y atrás, sobre las inclinadas paredes pintadas. Empezó a rascar medio inconsciente la pintura, recogiendo los pequeños restos con la palma de la mano.
Unos tablones sueltos llamaron su atención.
A la luz de la lámpara vio que parte de la madera se movía ligeramente a contratiempo con el puntal que la sostenía. Tendió el brazo y tiró de la madera para ver qué ocurría. Había una trampilla, y al otro lado un espacio en el que podía introducir su brazo. Palpó, sin saber exactamente lo que buscaba, y extrajo un paquete envuelto con lona embreada. Luego otro. Había muchos, amontonados en el doble casco: pequeños objetos, no mucho mayores que las cajas de petardos que a veces compraba en la tienda del pueblo.
Movida por un impulso, se metió uno bajo el cinto de sus pantalones. Devolvió el resto a su sitio, cerró la trampilla, y se sentó pensativa. Se quedó frotando el pequeño paquete, sintiendo su calor al contacto con su carne, decidida por primera vez en su vida a robar. Quizá deseara poseer una parte de la Barca Blanca, algo que poder acariciar por la noche y así recordar. Algo precioso.
Alguien había sido muy descuidado.
Oyó una voz encima de ella, unos pies moviéndose sobre cubierta. Se revolvió con un profundo sentimiento de culpabilidad, subió por donde había bajado. Aparentemente no estaban demasiado interesados en ella. Ante ellos la costa se delineaba sólida, negra como el terciopelo; divisó la presencia de los dos promontorios gemelos, el leve resplandor de las olas alrededor de la larga escollera de roca. De pronto se dio cuenta, con un estremecimiento, que se hallaba de vuelta a casa.
Vio otras cosas, herejías que la dejaron sin habla. Máquinas, descubiertas ahora, girando y resonando en la cabina. Franjas de luz con reflejos rosados, moviéndose sobre una escala numerada; oyó el canturreo a medida que se acercaban a la bahía, siete brazas, cinco, cuatro. El barco diabólico seguía avanzando, sin nadie al timón...
El esquife fue basculado desde su lugar encima de la cabina y bajado al agua con un ruido sordo. Bajó a él, llevando consigo su vestido, envuelto en un fardo. Fue bajado otro bulto: más pesado, tintineando de una forma musical. Para su padre, le dijeron; y le señalaron que dijera que era un regalo de la Barca. Un soborno de silencio, o quizá otro engaño; la confesión de un pequeño crimen para esconder otro monstruosamente mayor. Le dijeron adiós, en voz baja; ella agitó mecánicamente la mano, observando, mientras el esquife giraba, la última vibración descendente del foque. La minúscula embarcación avanzó lentamente, con el muchacho galés a la caña. Se arrodilló erguida sobre las tablas del fondo hasta que el bote chocó contra tierra, rascó contra el fondo y se inclinó hacia un lado. Saltó rápidamente fuera, echando a correr. El muchacho la llamó cuando la vio llegar al fondo del camino. Ella se volvió, aguardando, una frágil sombra en la noche.
El joven parecía inseguro de cómo decirlo.
—Tienes que entenderlo, ¿sabes? —dijo al fin, tristemente—. No debes volver a hacerlo nunca. ¿Lo comprendes, Becky?
—Sí —dijo—. Adiós. —Se volvió y echó a correr subiendo el camino que bordeaba el arroyo; cruzó el puente y se encaminó a su casa.
Había una ventana que siempre dejaban abierta, sobre el tejado del lavadero. Dejó los bultos fuera de la casa; las bisagras de la puerta chirriaron cuando la cerró, pero nada se movió dentro. Subió lentamente y con sumo cuidado, caminando a tientas en la oscuridad hacia su habitación. Se echó en la cama, sintiendo el suave balanceo que significaba que aún existía una comunión mística con la gran barca que seguía en la bahía. Un último pensamiento consciente le hizo sacar el paquete de su cintura y guardarlo firmemente debajo del colchón.
Su padre parecía un extraño a la luz del amanecer. No había ninguna explicación que ella deseara darle, ninguna en absoluto. Todavía estaba drogada por el sueño; notó con indiferencia cómo le desabrochaba los pantalones, le oyó pasar lentamente el cinturón entre sus manos. Medio aturdida, imaginó que la paliza no podía hacerle daño; estaba equivocada. El dolor fue y vino en incontenibles explosiones por todo su cuerpo, apuñaló con rojos destellos la parte de atrás de sus ojos. Se agarró con fuerza al montante de la cama, necesitando morir, sabiendo de forma confusa que no habría ayuda en las palabras. Su cuerpo había sido creado de rocas y tierra, la tenebrosa inmensidad de los campos; el cinturón no caía sobre ella sino sobre los promontorios de la entrada de la bahía, sobre las rocas, sobre el mar. Exorcizando la soledad del lugar, la miseria, la desesperanza y el dolor. Finalmente acabó; su padre se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. Abajo lloraba un niño, intuyendo el odio y el miedo; Becky agitó ligeramente la cabeza sobre la almohada, creyendo oír el suave movimiento de las olas.
Sus dedos se agitaron hasta encontrar el paquete que había dejado debajo del colchón. Lentamente, con indiferencia, empezó a deshacer la cuerda que lo ataba: tirando de los nudos, mordiendo y arañando hasta que el envoltorio se abrió. Sintió el placer de imaginarse ciega, condenada a tocar y sentir. Sus dedos, sensibilizados, palpaban y distinguían, dando vueltas al pequeño objeto, sintiendo su textura, sus sutilidades de calor y frío, explorando cuidadosamente el minúsculo mapa de la herejía. Una lágrima, la primera, rodó unos instantes por su mejilla, dejando una marca sobre su piel.
Llegó el sacerdote, pisando con fuerza los escalones. Su padre se le adelantó para cubrirla con la sábana. Becky mantuvo la mano apretada contra su costado, invisible, mientras el padre Antony hablaba. Se mantuvo inmóvil, con el rostro inclinado y las pestañas casi rozando sus mejillas, consciente de que la inmovilidad y la paciencia constituían su mejor defensa. La luz de la ventana se apagó tan pronto como él se sentó; cuando se fue, casi era de noche.
Alzó el objeto robado en la oscuridad y lo aproximó a su rostro. Su aroma a herejía: cera, baquelita y bronce, asaltó débilmente sus pensamientos. Lo acarició de nuevo, tiernamente; mientras lo mantuviera cogido con firmeza tenía la impresión de poder llamar a la Barca Blanca a su antojo, desviándola de su rumbo una y otra vez.
El sol permaneció oculto durante los siguientes días, mientras ella permanecía tendida sobre los acantilados y observaba al yate ir y venir. Ahora la separaba una barrera mayor que el mar que había aprendido a cruzar; una barrera construida no por los otros sino por su propia estupidez.
Mató una gran langosta azul, lentamente, provocándole dolor, introduciendo clavos por entre las membranas que unían su caparazón mientras el animal se agitaba y retorcía. La cortó lentamente en pedazos, odiándose a sí misma y a todo el mundo, lanzando los trozos al mar en conmemoración de su amargo e inútil sacrificio. Hizo ésta y otras cosas para aliviar el vacío que había en ella, para llenar la progresión de las tardes férreamente grises. Había vicios que aún debía aprender, por la noche y en las rocas, pequeñas gratificaciones de placer y dolor. Dio gusto a su cuerpo, despectivamente, porque la Barca Blanca había venido libre y engañosa, rechazándola entre carcajadas, indiferente al dolor. La vida se extendía ante ella como una interminable jaula ¿dónde, se preguntaba a sí misma, estaba el Cambio prometido en su tiempo, las grandes cosas que el padre John había visto? La Edad de Oro que traería otras Barcas Blancas, otros días y esperanza; las incontroladas olas del aire hablando y cantando...
Acarició el pequeño corazón de la Barca en la negra oscuridad, sintió los hilos y los cables, los pequeños tubos de las válvulas.
La iglesia permanecía fría y silenciosa, la respiración del sacerdote se notaba pesada tras la pequeña pantalla de madera tallada. Becky aguardó mientras él hablaba y murmuraba, sin escucharle; mientras, sus manos se cerraban y abrían sobre el pequeño objeto que llevaba, el sudor empezaba a aflorar en sus palmas.
Y lo hizo, triste e inevitablemente. Empujó la pequeña máquina hacia el enrejado, aguardó sombríamente la inhalación, el apresurado y aterrorizado movimiento de pies al otro lado.
El rostro del padre Antony reflejó algo más allá de toda descripción.
El pueblo se agitó, murmurando y gruñendo, Y la gente fue apresuradamente arriba y abajo entre las casas, observando a los soldados en las calles, a los jinetes que gritaban y a los oficiales. Los zapadores, trabajando desesperadamente, se sostenían sólo con sus piernas a lo largo de la línea de los acantilados, haciendo oscilar su equipo en los pesados balancines. Las guarniciones estaban en situación de Alerta justo detrás de Durnovaria; aquella región se había rebelado antes, los comandantes no se arriesgaban. Los transmisores de señales, con aspecto irónico, trabajaban y hacían agitar los brazos de medio centenar de torres; los mensajeros galopaban, extrayendo sudor y sangre de sus Cabalgaduras, para que las órdenes e instrucciones pudieran llegar a tiempo. Fue sofocado un levantamiento en el pueblo, y la gente fue encerrada en sus casas; pero nada podía detener los rumores, los comentarios y el malestar. La herejía caminaba como un espectro, se mezclaba con la brisa del mar; incluso un hombre vio al viejo monje en persona, su rostro siniestro y sus ojos vacíos, acechando en las cimas de los acantilados con su harapienta túnica. Destacamentos de caballería tomaron posiciones en las laderas, pero no se encontró nada. En el transcurso de la noche, y durante el período más oscuro antes de la llegada del amanecer, la única calle del pueblo resonó con los pasos de marcha de los hombres. Luego se produjo un lapso de silenciosa espera. La brisa soplaba desde la bahía, agitando los matorrales, aullando por entre los tejados medio rotos; mientras, Becky yacía quieta, a la espera del primer murmullo, del grito que enviaría a los soldados a sus puestos, con las armas preparadas.
Permanecía tendida boca abajo, con el cabello enredado sobre la almohada, escuchando el viento nocturno, cerrando y abriendo lentamente sus manos. Parecía como si el grito aún resonara en su mente, las arengas, los golpes sobre la mesa, los ruidosos sacerdotes de rojas narices. Vio a su padre, hosco y malhumorado, mientras el mayor, vestido con la túnica color cobalto, le interrogaba una y otra vez, sondeando, insistiendo, hasta que en medio de toda aquella angustia las preguntas se convertían en respuestas y las respuestas creaban su propia confusión. El mar se agitaba en su cerebro, con una sensación ofuscante; mientras, el cañón llegó rodando y acechando tras las mulas de tiro, con sus armones y remolques rebotando sobre el áspero terreno hasta que el ruido resonó por entre las casas y ella se llevó las manos a los oídos y suplicó que pararan, que lo dejaran...
Le sacaron todo lo que querían saber. Les dijo cosas que no había dicho nunca a nadie, secretos de la bahía, de la playa y de las olas, temores y sueños; lo escucharon todo los escribanos tomaban nota con expresión pétrea mientras y las torres se señales repiqueteaban en las colinas. Finalmente la dejaron en su casa, en su habitación, con soldados montando guardia ante su puerta y su padre borracho como una cuba en el piso de abajo. Los vecinos regañaban y hacían callar a los niños, y hacían la Señal de la Cruz cuando hablaban de ella y de lo suyo. Estuvo echada una eternidad, y mientras tanto empezó a comprender poco a poco, y sus uñas dejaron sangrantes marcas en las palmas de sus manos, y las lágrimas resbalaron por sus mejillas, lentas y cálidas. El viento zumbaba y susurraba bajo los aleros; soplaba fuerte, frío y continuo, atrayendo a la Barca Blanca hacia la muerte.
Nunca antes había sido tan fuerte su unión con la Barca. La vio con la claridad de una pesadilla, la luna bañando la inclinada cubierta, las velas resplandeciendo oscuras contra la sombra de la tierra. Trató con desesperación de forzar su mente por encima del mar; rezó para que virara, para que diera vuelta a su rumbo y escapara. La Barca Blanca la oyó pero no respondió; siguió avanzando firme, furiosa e inexorable.
Becky se incorporó suavemente. Avanzó de puntillas a la ventana, contempló la resplandeciente noche, el brillo de la luna en el pequeño y alborotado patio. En la calle resonó un ruido de pasos, luego todo fue quietud. Un pájaro lanzó su reclamo de caza, mientras los jirones de nubes se arracimaban e iban apagando la luz.
Se estremeció, apoyándose en el marco de la ventana, En otra ocasión había conocido una firmeza extraña, una frialdad que hizo que sus movimientos fueran suaves y calmados. Colocó un pie cuidadosamente sobre las tejas del exterior, pasó por la ventana, y se confundió con la sombra más profunda de la pared de la casa. Aguardó, escuchando el silencio.
No eran estúpidos aquellos soldados del Papa. Más que ver, intuyó al centinela en el fondo del jardín. Se deslizó como un espectro por la oscuridad hasta que se halló lo suficientemente cerca como para tocar casi su capote. Aguardó pacientemente, observando sin ser vista mientras la luna volvía a quedar oculta por las nubes. El muchacho bostezó ante ella, apoyó el mosquete contra la pared. Dijo algo, medio adormilado, y dio una docena de pasos por la carretera.
En un instante había saltado el muro. Su falda se enganchó, la liberó de un tirón. Echó a correr en medio de la carretera, esperando un grito, un fogonazo y el estruendo de un arma. El sueño no se vio alterado.
La bahía se extendía amplia y plateada. Avanzó con cuidado, separando los helechos, serpenteando por el borde del acantilado. Debajo de ella, a una veintena de yardas, los hombres se agrupaban, fumando y charlando. Encendían cuidadosamente sus pipas, de espaldas al mar y protegiéndose con sus capotes, evitando exponer el más mínimo destello de luz. La marea empezaba a subir, trepando por las rampas y ascendiendo por entre las rocas; la luna estaba ahora sobre la más alejada de las puntas de la bahía, mostrando su contorno en medio de una bruma de un azul lechoso.
Frente a ella estaban los cañones.
Los observó, con los ojos muy abiertos. Seis piezas pesadas, gibosas y hoscas, mirando hacia el mar. Vio la artera habilidad de su emplazamiento; estaban apuntados de modo que sus balas silbarían rozando el agua, golpeando y rebotando contra ella en su trayectoria. La Barca no tendría ninguna posibilidad. Entraría en la bahía para hallarse frente a los cañones. No habría ninguna señal de aviso, ni ofertas de rendición; solamente el súbito estampido anaranjado desde tierra, y las balas llegarían arrasando, destructoras...
Forzó la vista. Sobre la lejana y oscura línea divisoria entre el mar y el cielo había como una oscilante mancha, yendo y viniendo de forma insistente en su visión: gris oscuro sobre el gris del vacío. Toda la extensión de una vela encaminándose hacia la costa.
Echó a correr de nuevo, trepando y saltando. Se deslizó al arroyo, lo siguió allá donde su murmullo podía ahogar de sus movimientos, agachada al resplandor de los sonidos la orilla del mar. Los soldados también habían visto; hubo un murmullo, una crujiente oleada de figuras oscuras allá a lo lejos, en los acantilados, Los hombres corrieron, señalando y mirando, enfocando con sus prismáticos al mar. Los cañones fueron preparados.
No había tiempo para pensar; lo único que quedaba por hacer era tragar saliva e intentar calmar los latidos que casi desbordaban su corazón. Echó a correr desesperadamente, lanzando surtidores de diminutas partículas de arena con los pies, tropezando con los guijarros y las rocas semienterradas en la playa. Ovó un grito tras ella, el sonido de un mosquete al ser cargado, el insulto de un oficial. La bala golpeó contra una roca, arrojó fragmentos contra su espalda y pantorrillas. Saltó a un lado dejándose caer de rodillas. Vio correr a los hombres, el brillante destello de una espada. Y algo más, distante y confuso. Jadeante, rodó sobre sí misma hasta quedar de espaldas junto al primero de los cañones.
No importaba que su cuerpo ardiera con el fogonazo. Sus dedos se aferraron al gancho de disparo, se cerraron con cariño en torno a él, tiraron.
Un inmenso llamear, un rugido; el disparo iluminó los acantilados, destelló a través del mar. El cañón retrocedió, lleno de cólera y vida; mientras, a lo largo de toda la línea, las piezas abrieron fuego, al azar ahora, furiosas, cubriendo la superficie del agua con sus balas. El cañonazo resonó en las puntas de entrada de la bahía y llevó sus ecos hasta el centro del pueblo; despertó a una niña, que se puso a lloriquear en su cama, en su habitación, mientras el sonido se alzaba retumbante en la noche.
Mientras, la Barca Blanca dio la vuelta y se rió de los cañones.
Y miró con desprecio en dirección a tierra.
Sexto Compás
EL PORTAL DE CORFE
La columna de jinetes avanzaba a un trote vivo, con los arneses tintineando, sin mostrar ninguna intención de apartarse a un lado de la carretera. Detrás de los soldados se apelotonaban los coches de los turistas ricos, con los motores ronroneando. De vez en cuando, alguno de los conductores ensayaba una rápida maniobra de adelantamiento que lo llevaba lejos de los caballos; pero pocos se arriesgaban a realizar la maniobra, y un embotellamiento multicolor se extendía a lo largo de más de una milla desde el inicio de la obstrucción. Los viajeros más filosóficos habían decidido navegar un poco: las listadas velas latinas ondeaban con las ráfagas de aire, propulsando a los vehículos ayudados con una mínima asistencia de sus pequeños e ineficientes motores.
Era necesario ir con cuidado. Los gallardetes que exhibía la columna eran conocidos por todos; a la cabeza ondeaba la oriflama, el antiguo símbolo de la nobleza normanda, y flanqueándola estaban las Águilas del Papa Juan, seda amarilla sobre campo azul. Tras ellos se agitaba el estandarte tricolor en cola de golondrina de Henry, Señor de Rye y Deal, capitán de los Cinque Ports y lugarteniente del Papa en Inglaterra. Henry era conocido en todo el territorio como un hombre duro y amargado; cuando cabalgaba armado era un mal presagio para alguien, y detrás de él se hallaba la autoridad del Vicario de Cristo en la Tierra y de todo el poderío de la segunda Roma.
Henry era un hombre pequeño, de piernas delgadas, pálido y de rasgos acusados; montaba su caballo a desgana, enfundado en un capote, pese a que el día era cálido. Si era consciente de los trastornos que estaba causando, no daba muestras de ello. De vez en cuando su cuerpo se veía sacudido por escalofríos y se agitaba incómodo, intentando hallar una posición que pudiera aliviar sus doloridas posaderas. En su camino desde Londinium había permanecido diez días en Winchester, con el estómago hecho un nudo por los retortijones de una gastroenteritis; y aunque un médico idiota, que se merecía perder las orejas o algo peor, había sido rápido en hacer su diagnóstico, no había podido hallar una cura al mal que lo aquejaba. Apenas si se había repuesto cuando el repiqueteo de las torres de señales le hizo seguir adelante; el brazo del cuarto Papa Juan era largo, sus fuentes de información numerosas y variadas, y su deseo indomable. Las órdenes de Henry eran claras: tomar la maldita fortaleza que tantos problemas había causado, reducir sus armas, alzar los estandartes de Juan sobre sus murallas, y mantenerla bajo el dominio de su señor feudal hasta nuevo aviso. En cuanto a la arisca moza del oeste que había originado todo el asunto... Henry hizo una mueca y se puso rígido sobre su silla. Quizá su espinazo necesitaba que le diera un poco el aire, o quizá que lo arrastraran de vuelta a Londinium en un vagón de carga; esas cosas no tenían importancia. No al menos para su propia incomodidad personal.
Las torres de señales funcionaban de nuevo a ambos lados de la carretera, con sus negros brazos crujiendo y agitándose. Henry echó un vistazo a las más cercanas, deteniéndose con aspecto demacrado en la cresta de un promontorio. Entre los complejos mensajes que transmitían debía haber a buen seguro noticias acerca de su avance; durante días, la información debía haberle precedido en dirección oeste. Otro espasmo de dolor le hizo doblarse, y su mal humor estalló; volvió lentamente la cabeza hacia un lado, y un capitán de caballería que estaba cerca se apresuró a acudir, espoleando su animal.
Henry hizo una seña hacia la torre que había elegido.
—Capitán —dijo—. Destaque una docena de hombres. Vaya a esa torre... pídale a quienquiera que se encuentre allí que le comunique el mensaje que está enviando.
El oficial dudó. Aparentemente, la orden no tenía sentido; nadie sabía mejor que Henry que los hombres del Gremio jamás divulgaban sus asuntos.
—¿Y si se niegan, señor?
Henry alzó la voz de forma contenida.
—Entonces siléncielos...
El oficial lo miró, hasta que Rye y Deal se volvió para observar la torre; entonces saludó y espoleó su caballo. Durante siglos, el Gremio de Transmisores de Señales había disfrutado de privilegios que ni los mismos Papas se atrevían a cuestionar; ahora parecía que su inmunidad había terminado, arrasada por un noble de escasa estatura con dolor de barriga. Se gritaron las órdenes, se alzó inmediatamente una nube de polvo; un grupo de hombres se apartó de la fila y emprendió el galope sobre la hierba, con los estandartes ondeando. A medida que se acercaban a la torre, los soldados soltaron los sables en sus fundas antes de cargar los mosquetes. Con un poco de suerte los hombres de la torre estarían desarmados; en caso contrario habría una breve pero sangrienta escaramuza. En cualquier caso, no cabía dudar del resultado final.
Henry se dio la vuelta en su silla y contempló cómo los brazos de la torre caían fláccidos a cada lado, como los brazos de un hombre repentinamente cansado. Refunfuñó, sin pizca de humor. Con un poco de suerte, la tregua sería momentánea; si no se equivocaba con respecto al Gremio, la siguiente estación en la línea no tardaría en enviar mensajeros para averiguar lo que había ocurrido. Después de eso, todos los hombres se enterarían de lo que había hecho. La red de señales era un animal delicado; tocar uno de sus miembros significaba una reacción inmediata de todo el resto del cuerpo, a veces en mera cuestión de horas. Con buena visibilidad a lo largo de las estaciones peninas, la noticia de su ataque habría alcanzado las Hébridas al anochecer. Y el Vaticano al amanecer... Se dobló sobre sí mismo, apretándose el dolorido estómago. Otro giro de la cabeza, un chasquido de los dedos, y el padre Angelo corrió a su lado, algo sudoroso y, como de costumbre, más que ansioso de complacerle.
—Bien, señoritingo —dijo Henry mordazmente—, ¿cuánto tiempo más vamos a tener que seguir en esta maldita carretera?
El sacerdote inclinó la cabeza sobre el mapa, intentando mantenerlo fijo sobre el inquieto caballo. Los hombres de la Iglesia siempre habían sido terribles jinetes, y peores lectores de mapas, según opinión de Henry. La mala vista del padre ya había llevado al grupo a un pantano, obligándoles además a efectuar media docena de desvíos.
—Unas veinte millas, Señor —dijo, dubitativo—. Pero esto sería por carretera. Si nos apartamos de nuestro camino actual una milla más arriba de Wimborne...
—Ahórrame los atajos —dijo Henry con brutalidad—. Quiero llegar antes de Navidad. Envía a un par de tus ayudantes para que preparen nuestros alojamientos a unas... —frunció los ojos, mirando al sol— ...a unas cinco millas al norte de la carretera. Y esta vez procura encontrar camas que no estén demasiado llenas de piojos, y un poco más blandas que los aparatos de tortura que llevamos a cuestas.
El padre Angelo hizo una ridícula parodia de saludo militar y regresó corriendo torpemente a su grupo.
Henry se puso nuevamente en camino a primera hora de la mañana siguiente, con un humor más irritable que nunca. Durante la noche había recibido pruebas del cambio de actitud en el oeste. Mientras estaba afeitándose ante la ventana abierta de su habitación, la saeta de una ballesta pasó un poco por debajo de su codo, destrozando un juego de botellas venecianas antes de clavarse profundamente en la pared. Henry, furioso ante el ataque contra su persona, pero más furioso aun por la pérdida de un cristal tan irreemplazable y de tan alta calidad, ordenó la búsqueda inmediata del tirador. Su soldados descubrieron a un puñado de hombres descontentos, todos los cuales se resistieron al arresto de un modo más o menos airado; fueron arrastrados detrás de un carro de pertrechos hasta que estuvieron a la vista de su objetivo. Entonces fueron soltados; se tambalearon aturdidos, resoplando sangre sobre la hierba, y ninguno de ellos caminó más de cien metros antes de derrumbarse, con pocas posibilidades de volver a levantarse de nuevo. Los métodos de Henry con los rebeldes siempre habían sido famosos por su contundencia.
Siguió cabalgando. Frente a él se extendían millas y millas de páramos de color marrón tostado, salpicados aquí y allá por el violento verde de los pantanos. En el horizonte se alzaba una curvada línea de colinas; entre ellas se hallaba el lugar que había venido a castigar, elevándose como un antiguo colmillo. Henry escupió, pensativo. El castillo era fuerte, demasiado fuerte para ser tomado por asalto; esto resultaba evidente. Pero no se resistiría. No contra los azules.
Tras él se agrupaban los soldados; la oriflama ondeaba sobre su dorado mástil, agitándose al viento como el fuego que representaba. A lo lejos, en el horizonte, el omnipresente telégrafo se movía y gesticulaba sobre el fondo celeste. Henry siguió observando durante unos momentos más, y luego chasqueó los dedos.
—Capitán —dijo—. Que dos hombres se adelanten hasta el castillo. Que lleven órdenes con mi sello a la mujer que ocupa el lugar. Que deponga la artillería y que nos la entregue; y que se considere, junto con todos los que se hallan dentro de los muros, prisionera del Papa Juan. En cualquier caso, ¿qué armas poseen, va que hemos venido desde tan lejos a buscarlas? Refrésqueme la memoria, El capitán se puso a hablar precipitadamente, repitiendo una lista aprendida rutinariamente de memoria.
—Dos sacres que disparan balas de dos libras, pólvora y tacos para cada uno de ellos. Algunas armas de mano, catapultas; no mucho más que unas cuantas piezas para cazar aves, Señor. El gran cañón Gruñón, del arsenal del Rey y la culebrina Príncipe de la Paz, transferida según las instrucciones de Su Majestad desde la guarnición de Isca.
Henry inspiró con fuerza y se frotó la punta de la nariz con el dorso de su guante.
—Bien, dentro de poco yo también seré un príncipe de la paz; y me atrevo a decir que también me daré el gusto de gruñir antes de que acabe el día. Que lleven las piezas a la puerta principal, junto con la munición y la pólvora que tengan. Que dejen libre un carro para las armas, y que recluten mulas o caballos para los cañones grandes. Encárguese de todo, capitán.
El oficial saludó y dio media vuelta, llamando a gritos a sus ayudantes; Henry alzó el brazo e hizo la señal de avance general. Al oír su grito, el padre Angelo avanzó agriamente, casi dividiendo en dos a la compañía con su caballo en el proceso.
—Alojamientos para la gente, padre —dijo Rye y Deal hastiado—. A lo peor nuestra estancia va a ser larga. Y esta vez asegúrate de que tenga a mi disposición agua caliente y un baño con desagüe, o te enviaré de vuelta a Roma a cargo de un carro de mierda. Y no irás precisamente en las riendas, te lo aseguro, amigo mío: tendrás que ir corriendo entre las malditas varas...
Los estandartes y las águilas fueron desplegados, brillantes a la luz del sol, mientras la columna avanzaba a medio galope por entre los páramos.
Sir John Faulkner, senescal del Portal de Corfe, despertó temprano tras una noche de sueño intranquilo. La luz de la pequeña ventana, a seis pies por encima de su cabeza, entraba sesgada en la pequeña alcoba, luchando contra el frío que solía concentrarse en la pequeña habitación aún en pleno verano. La gran fortaleza siempre había sido fría; ello se debía a que el sol, incluso en sus días más intensos, apenas podía atravesar una docena de pies de la piedra de Dorset. Una semana antes, Lady Eleanor, la señora del lugar, había trasladado a su gente de las murallas inferiores para hacer sitio a los soldados que se congregaban allí y para los refugiados que habían acudido en busca de cobijo; el personal del castillo aún no se había acostumbrado a las primitivas condiciones de la torre del homenaje.
El senescal se restregó la cara, llenó una palangana y se lavó, echando luego el agua por el desagüe que había debajo de la ventana. Se vistió, agradeciendo el tacto de la ropa limpia sobre su cuerpo, y salió de la habitación. Fuera, una escalera de caracol ascendía por el grueso muro. Subió por ella, apoyando los pies a cada extremo de los peldaños: generaciones de uso habían desgastado el centro, formando huecos que constituían auténticas trampas para los desprevenidos. En la parte alta de la espiral, una puerta, cerrada solamente con un pasador, daba acceso al tejado. Soltó el seguro y salió fuera. Se apoyó en el parapeto y miró hacia abajo por entre las masivas almenas, en dirección al campo circundante. A cinco millas al sur se extendía el Canal, velado ahora por una bruma nacarada; desde allí, en un día claro, un buen oteador podía ver la silueta de las Needles, custodiando la punta oriental de la isla de Wight. El demonio se sentó allí en una ocasión, en el pasado, y arrojó una roca a las torres de Corfe, fallando el blanco; la piedra cayó cerca de la playa de Studland. El senescal sonrió levemente al pensar en la leyenda, y se volvió para entrar de nuevo.
Hacia el norte se extendían las lomas de la Gran Llanura, pálidas a la luz del amanecer, grises y vagas como las tierras de un reino de fantasmas. Cerca del castillo se alzaban los inmensos promontorios de Challow y Knowle, que eran las colinas que lo flanqueaban; y alrededor de toda aquella panorámica se extendían los páramos, oscurecidos en algunas zonas por los fuegos estivales, lisos, agrestes e inmensos, una lóbrega extensión donde no crecía nada, y que no albergaba nada excepto las errantes bandas de cosechadores. Podía ver el humo de uno de sus campamentos alzándose en la distancia. Más cerca observó, sobre los acanalados techos grises de la aldea, la granja que se encontraba un poco más atrás del húmedo foso. Mientras la inspeccionaba vio que se acercaba un camión, descargaba dos batidoras de manteca, y luego daba la vuelta por la curva de un pequeño bosquecillo en dirección a la carretera de Wareham.
De forma casi reacia volvió la vista hacia la torre de señales en la cresta de Challow Hill. Como si hubiera estado esperando aquello, la torre entró en acción: el espasmódico «brazos arriba, brazos abajo» de la llamada de Atención. Sabía que debía estar respondiendo a otra torre a lo lejos, en la zona de los páramos; tan lejos, que únicamente los hombres del Gremio, con sus maravillosos binoculares Zeiss, podían traducir con precisión las letras y símbolos del mensaje. A lo largo de toda aquella zona, la cadena de torres entraría en acción, alzando sus brazos articulados, echándolos hacia atrás: Atención, Atención...
Leer los mensajes de las torres no era competencia oficial del senescal; abajo en la tercera muralla, un torbellino de movimiento le indicó que los guardias habían alertado ya al paje de señales de la casa. El muchacho debía estar saliendo de su habitación a toda prisa, casi con toda seguridad frotándose los ojos, y con la libretita de mensajes en la mano. El senescal observó el movimiento de los brazos, repitiendo con los labios los números a medida que se iban formando, decodificando mentalmente los criptogramas que generaciones de transmisores de señales habían reducido a partir del inglés real. Aguila Rye uno cinco, leyó. Noroeste diez, cerrando. Ése debía ser el Señor de los Cinque Ports, con sus ciento cincuenta hombres; estaba más cerca de lo que el senescal había imaginado. Nueve muertos, dijo la torre de la colina. Nueve. Eso era mala señal; el lugarteniente del Papa estaba decidido a todas luces a pasar a la historia con su reputación de hombre cruel. Luego siguió una señal de llamada; Sir John oyó el agitar de los cables mientras el transmisor de señales de Eleanor hacía funcionar los brazos en la torre. Rendid las armas, dijo escuetamente el repetidor de rejilla. Entregaos prisioneros. Mensajeros en camino. Eso era todo. Los brazos cayeron con un golpe seco; la torre guardó un austero silencio.
El observador suspiró, e instintivamente su mano se dirigió al amuleto en torno a su cuello. Dio la vuelta al pequeño disco entre sus dedos, tocando la parte exterior del símbolo inscrito en él. Un poco más abajo, las chimeneas de la cocina dejaban salir ligeras bocanadas de humo, y los cubos resonaban mientras las vacas eran ordeñadas en sus establos. Los de la casa que habían visto la torre interrumpieron momentáneamente sus tareas cuando los brazos habían empezado a moverse, y todos pudieron oír el repiqueteo de su propia respuesta; pero ningún plebeyo podía leer los mensajes del Gremio, de modo que volvieron de nuevo a sus respectivos trabajos. Eleanor tenía que ser informada. Bajó las escaleras, encogiendo automáticamente los hombros y agachándose para no dar con la cabeza contra el bajo techo. Su expresión reflejaba sus pensamientos. Se trataba de algo que había empezado hacía más de mil años; una época estaba a punto de terminar.
Lady Eleanor estaba ya levantada y vestida. Se había instalado para ella una mesa en una de las estancias que daban al gran salón: estaba desayunando en una alcoba debajo de una ventana con vidrieras de colores. Se levantó al ver al senescal, y observó su cara. Él asintió ligeramente, en respuesta a la pregunta implícita en su expresión.
—Sí, Señora —dijo con tranquilidad—. Vendrá hoy.
Se sentó de nuevo, sin ver la comida que tenía delante. Su rostro y sus ojos preocupados parecían muy jóvenes.
—¿Cuántos hombres? —preguntó finalmente.
—Ciento cincuenta.
Ella agitó una mano, dándose cuenta de pronto de su falta de cortesía.
—Por favor, siéntate, Sir John. ¿Tomarás un poco de vino?
Él se apoyó en el alféizar de la ventana, descansando la cabeza contra el cristal.
—Ahora no, gracias, Señora... —Se quedó mirándola, y nadie hubiera podido descifrar la expresión que había en sus ojos. Ella le devolvió la mirada, observando cómo las luces se reflejaban sobre su cabello y mejilla en varios colores, dorado, rosa, azul. Apretó los labios y entrelazó los dedos sobre su regazo.
—Sir John —dijo—, ¿qué debo hacer?
Él no respondió inmediatamente; y cuando se decidió a hablar, sus palabras no fueron de gran ayuda.
—Lo que tu sangre te dicte, Señora —dijo—. Debes seguir lo que te dicte tu casta y tu corazón.
Se levantó de nuevo con rapidez y se apartó de él, hacia el lugar desde donde podía ver el gran salón, sombrío y amenazador, con el lóbrego poder de la amplia cruceta, el estrado donde antiguamente se reunía la familia para comer, la galería donde solían tocar los trovadores, Pulsó un interruptor a un lado de la puerta de la habitación; una solitaria lámpara eléctrica parpadeó en el techo, enviando un pálido haz de luz sobre las ásperas losas del suelo, y de pronto aquel lugar pareció más adecuado para los muertos que para los vivos. En algún lugar se oyó ruido de cadenas; el paje de señales entró corriendo en el salón, y se detuvo en seco al ver a la Señora. Ella recogió el mensaje que llevaba en la mano, sonriéndole, y se dio la vuelta con la nota en la mano.
—Ciento cincuenta hombres... —dijo pensativamente.
Volvió a su silla, se sentó con las manos sobre su falda, y se quedó mirando la mesa que tenía delante.
—Si cedo a su demanda —dijo fríamente— me veré corriendo detrás de su pelotón como la ramera de sus soldados. Perderé mi hogar y todo lo que tengo, seguramente mi decencia, y es probable que mi vida también. Pero no puedo luchar contra el Papa Juan. Hacerle la guerra significa hacérsela al mundo entero... Sin embargo, ha enviado a un lugarteniente, y viene a probarme.
El senescal no dijo nada, ni ella esperaba que lo dijera. Permaneció sentada, inmóvil, durante largo rato, y cuando levantó de nuevo la vista había lágrimas en sus ojos.
—Haz cerrar los portalones, Sir John —dijo—, y que toda nuestra gente entre en la fortaleza. Avísame cuando lleguen los mensajeros, pero no les dejes entrar.
El hombre se levantó con calma.
—¿Y las armas, Señora?
—¿Las armas? —dijo sombríamente—. Llévalas a la entrada, por supuesto, y lleva también munición y pólvora para cada una de ellas. Hasta aquí, haremos lo que él desea...
A través de todos los corredores y pasadizos y las altas murallas del lugar resonaron los tambores, llamando a los soldados.
Henry de Rye y Deal detuvo su caballo, y tras él la columna de sus hombres se detuvo también, inquieta. Apenas a media milla de distancia, el castillo resplandecía, enorme y cercano, con finas columnas de humo elevándose junto a sus murallas; por la encajonada carretera avanzaban de vuelta al galope los mensajeros, alzando nubes de blanquecino polvo que permanecía en suspensión tras ellos, dispersándose lentamente en el inmóvil aire. Sólo tuvieron tiempo de decir tres frases antes de que Henry empezara a maldecir a los infiernos. Sus espuelas hicieron dos profundos cortes en los flancos de su caballo; el animal dio un aterrorizado salto hacia delante, y la columna se arremolinó y partió tras él.
La plaza del pueblo estaba llena de visitantes, las tabernas hacían un próspero negocio; la gente que se había congregado allí para presenciar el espectáculo fue dispersada por el Señor de Rye y Deal. Éste llevó su caballo hasta la barbacana exterior, con el animal echando espuma por la boca y perdiendo bastante sangre por sus costados. El gran cañón Gruñón había sido bajado, pero estaba cargado y preparado para disparar, y su negra boca asomaba a través de los hierros del portalón. La culebrina estaba a su lado. Tras las piezas de artillería, un semicírculo de hombres montaba guardia, con las alabardas clavadas en el césped.
—Despejad este maldito puente —gritó el lugarteniente del Papa, revolviéndose sobre su caballo—. Capitán, si esa gente no sale, arrójela al foso... —Luego se dirigió a los guardianes—. ¿Qué maldita estupidez es ésta? Abrid, en nombre del Papa Juan...
Uno de los hombres del interior del castillo alzó impasible la voz:
—Lo siento, señor; son órdenes de Lady Eleanor.
—En este caso —gritó el noble, dando a su voz un tono que evidenciaba su ira—, informa a tu Señora que Henry de Rye y Deal le ordena que se presente inmediatamente para responder de su jodida insolencia...
—Señor —dijo el hombre desde el interior, sin impresionarse—, Lady Eleanor ha sido ya informada...
Henry echó un vistazo hacia atrás. Se volvió para ver a sus soldados cubriendo el puente, y luego alzó la vista hacia el masivo e impasible rostro de la fortaleza. Alrededor de la torre del homenaje, las almenas estaban empezando a llenarse de hombres. Tendió un brazo para golpear con el pomo de su espada las barras del portalón.
—Al anochecer, mi hablador amigo —dijo, respirando pesadamente—, estarás colgando de los pies por esto, posiblemente con la cabeza sobre un fuego lento. ¿Lo has entendido bien?
El guardia escupió desafiante al suelo, a sus pies.
Eleanor se tomó su tiempo para bajar. Se bañó, se cambió y se peinó; no permitía que ninguna mano excepto las suyas propias tocara su cuerpo, ni siquiera las de sus voluminosas criadas. Apareció del brazo del senescal y con el capitán de artillería caminando a su izquierda. Llevaba un vestido liso blanco, y su larga cabellera castaña caía suelta. Se había alzado un poco de viento en las murallas, agitando su cabello y aplastando su falda contra sus muslos. Henry, que ya había perdido toda compostura, la observó echando chispas. A veinte pasos del portalón los otros se detuvieron, y ella se adelantó sola. Vio a los jinetes sobre el puente, los mosquetes y las espadas, y el ondulante mar de azul. Se detuvo al lado de la recámara del gran cañón y apoyó una mano sobre el hierro.
—Bien, Señor —dijo con voz clara y baja—. ¿Qué es lo que deseas de nosotros?
Los accesos de cólera de Henry eran famosos y espectaculares: la saliva manchaba su barba, y los que estaban lo suficientemente cerca de él pudieron oírle rechinar los dientes.
—Entrégame la fortaleza —dijo al fin—. Y las armas. Y entregaos vosotros. En nombre de vuestro soberano el Papa Juan, a través de la autoridad investida en mí, su lugarteniente en estas islas.
Lady Eleanor se irguió en toda su estatura, mirándole fríamente a través del portalón.
—¿Y en nombre de Carlos? —preguntó con voz cortante—. Mi señor es mi Rey. Así fue con mi padre, y así es conmigo, Señor. No me doblegaré ante un sacerdote extranjero.
Henry extrajo su espada, y señaló a través de la reja.
—Ese cañón —fue todo lo que pudo decir.
Ella siguió de pie al lado del gran cañón, con los dedos acariciando la parte trasera del arma y el viento agitando su cabello.
—¿Y si me niego?
Rye y Deal empezó a gritar de nuevo, agitando un brazo; al ver su gesto, un soldado espoleó su caballo y descolgó un saco del pomo de su silla.
—Entonces tus vasallos pagarán con sus hogares, sus propiedades y sus vidas —dijo Henry con voz entrecortada, al tiempo que arrancaba, más que desataba, la cuerda que cerraba el saco—. Será sangre por hierro, Señora, sangre por hierro... —La cuerda se soltó; volcó el saco, y de él cayeron lenguas y otras partes humanas, mutiladas como era costumbre entre los soldados de Henry.
Hubo un profundo silencio. El color desapareció lentamente del rostro de Eleanor, dejando su piel tan pálida como el yeso; alguno de los testigos más románticos de la escena juraron más tarde que incluso el azul de sus ojos se había desvanecido, dejándolos apagados y muertos como los ojos de un cadáver. Apretó los puños lentamente, y lentamente también los relajó de nuevo; aguardó largo rato, apoyada contra el cañón, mientras la rabia ofuscaba su visión y sentía un intenso y agudo escalofrío que parecía llegar hasta su mismo cerebro; pero cuando desapareció la dejó absolutamente fría. Tragó saliva y, cuando habló de nuevo, cada palabra pareció como cortada de un enorme bloque de hielo.
—En este caso —dijo—, no debes irte con las manos vacías, Señor de Rye y Deal. No obstante, creo que mi Gruñón es una carga demasiado pesada. ¿No crees que será mejor que primero la aligeremos un poco?
Y, antes de que cualquiera de los que la rodeaban pudiera adivinar sus intenciones o intervenir, había tirado ya del disparador del cañón, y Gruñón dio un respingo hacia atrás, lanzando una bocanada de humo, mientras el eco resonaba en las colinas circundantes.
La pesada carga, disparada a quemarropa, reventó el vientre del caballo y se llevó por delante los dos pies de Henry a la altura de los tobillos; animal y jinete saltaron por el aire entre convulsiones y cayeron al foso seco, en medio de un grito entremezclado. Como si hubieran estado aguardando aquella señal, las ballestas de los defensores fueron las primeras en entrar en acción, apuntando a los caídos: en cuestión de segundos los dejaron inmóviles, atravesados por una veintena de saetas. La metralla se extendió, esparciendo la destrucción entre los soldados que se hallaban sobre el puente. Resonaron gritos en los cercanos muros de piedra; los arcabuceros dispararon sobre aquella masa de gente que luchaba por escapar del camino; el capitán huyó al galope, aferrándose al caballo mientras dejaba un rastro de sangre en los cuartos traseros del animal. Luego todo acabó, con hombres moribundos gimiendo mientras una suave niebla de humo se movía a lo largo de la muralla inferior en dirección a la Puerta del Mártir.
Eleanor seguía apoyada en el cañón, mordiéndose la muñeca como una niña que acabara de darse cuenta de lo que había hecho. El senescal fue el primero en avanzar hacia ella, pero lo apartó a un lado.
—Saquen de ahí esa porquería —dijo, señalando en dirección al foso—, y entiérrenla dentro de las murallas. Así tendré mi derecho de feudo del Papa Juan...
De pronto se tambaleó; el senescal la sostuvo, la alzó en sus brazos y la condujo a su habitación.
Durante la mayor parte de su vida Eleanor, hija única de Robert, último de los Señores de Purbeck, había vivido recluida en la gran casa entre las colinas. Era una niña extraña, reservada y tímida, predilecta de las hadas, las cuales, según la leyenda popular, habían ayudado a que fuera concebida. Aunque práctica y juiciosa en otros aspectos, Eleanor nunca hizo ningún intento por desmentir los rumores de su origen paranormal, pareciendo, al contrario, sentir placer en ellos.
—Mi padre —solía explicar— contaba a menudo a sus invitados la historia de cómo aquel día fue a caballo en dirección norte para traer a mi madre a casa. Cuando salió corriendo y saltó sobre su caballo, todos estaban convencidos de que se había vuelto loco; pero él siempre dijo que fue el Pueblo de los páramos el que le hizo ir a por ella, mostrándole visiones tan hermosas que le hicieron sentirse absolutamente libre. —Entonces su rostro se ensombrecía, ya que Margaret Strange había muerto en el parto, y Eleanor sentía muy profundamente la pérdida de la madre que nunca llegó a conocer.
Demasiado intensa a menudo para la tranquilidad de pensamiento de su padre; Robert, que nunca se volvió a casar, se preocupaba por las imaginaciones de la niña. En una ocasión, cuando ella era muy pequeña, empezó a caminar en sueños. Fue una noche de mucho viento, un viento que soplaba desde el Canal, que se hallaba apenas a cinco millas; una de esas noches en las que los temerosos de la casa se encerraban en sus habitaciones, jurando que oían la risa de los Antiguos entre las ráfagas de viento que silbaban y zumbaban en torno a las altas piedras de la fortaleza. La niñera de Eleanor, al ir a ver si la niña se encontraba bien, halló la habitación vacía; fue dada la alarma, y se registró todo el gran complejo de edificios. Encontraron a Eleanor en lo más alto de la torre del homenaje, al pie de una antigua escalera que no había sido utilizada durante años. Sus ojos estaban cerrados, pero al acercarse a ella la oyeron llamar.
—Madre —decía—. Madre, ¿estás aquí? —La bajaron, con cuidado de no sobresaltarla, ya que sabían muy bien que tales personas se hallaban bajo la invocación de los Antiguos, quienes podían arrebatarles el alma si despertaban. La misma Eleanor no parecía ser consciente de todo el asunto; pero no era así. Lo mencionó varios días más tarde, cuando su niñera la estaba vistiendo.
—Mi madre estaba muy bonita, ¿.verdad? —dijo; y luego, más pensativa, añadió—. Quería jugar conmigo, pero tuvo que irse...
Robert se quedó perplejo cuando lo oyó, se rascó la barba y echó maldiciones; la niña fue enviada con unos parientes de Francia, pero cuando volvió, seis meses más tarde, no había cambiado mucho.
De niña, Eleanor estaba a menudo sola; el castillo no albergaba a otros niños de su edad excepto los hijos de los sirvientes, los cuales quedaban inmediatamente excluidos por las barreras de rango y clase. La mayor parte de sus días los pasaba plácidamente en compañía de su niñera y más tarde de su tutor, de quien aprendió las varias lenguas del país. Demostró tener un cerebro rápido y bien dispuesto; pronto dominó el francés normando y el latín, que eran las lenguas del mundo de la cultura, y aún más rápidamente aprendió el vulgar argot de los plebeyos. A su padre le preocupaba un tanto oír brotar las antiguas sílabas de sus labios; pero debido a ello los pocos plebeyos con los que podía entrar en contacto la respetaban grandemente. Es más, incluso parecía sentirse más identificada con la gente del campo que con la de su propio rango, lo cual podía ser comprensible si se tenía en cuenta que era de sangre noble sólo parcialmente. Los plebeyos todavía vivían y se guiaban por los antiguos ritmos de la luna y del sol, la siembra y la cosecha, el nacimiento y la muerte; y todas las tradiciones ancestrales, estuvieran o no santificadas por los regidores de Roma, la atraían en gran manera. A veces iba con su niñera y el senescal de su padre a jugar a las playas cercanas. Solía pararse a observar el interminable ir y venir del mar, y luego formulaba extrañas preguntas al senescal, como por ejemplo si los Papas, desde su trono dorado, podían ordenar a las olas que bañasen las costas de Inglaterra, esas olas que avanzaban como tropas de color violeta para estrellarse contra los antiguos acantilados. Él se limitaba a sonreír, respondiendo a la herejía con discreción, hasta que ella se cansaba y se marchaba a buscar conchas o algas a la orilla del mar, o se dedicaba a recoger los fósiles crinoideos de las rocas y se los regalaba para que se hiciera con ellos collares de hada. Eleanor sentía una extraña atracción hacia la textura del material que formaba aquella tierra; en una ocasión cogió un trozo de esquisto y lo apretó contra su garganta hasta que gritó; luego dijo que ella estaba hecha de piedra, oscura y dura como los acantilados de Kimmeridge, e igual de indomable.
Su carácter díscolo hizo que finalmente fuera enviada a Londinium. En su decimosexto cumpleaños su padre la encontró con un mayordomo, aprendiendo el manejo de su vehículo de motor, cómo cambiar las marchas y conducirlo hacia delante y hacia atrás por las cuestas de la muralla exterior. Quizá algún gesto, algún giro de su cabeza, le recordó demasiado claramente a Robert a la muchacha que había muerto hacía ya tantos años; apartó a su hija de la máquina de un tirón, la cogió por la oreja y la llevó casi a rastras a su habitación. El resultado final, mezcla de la dignidad herida de Eleanor y el temperamento siempre incierto de su padre, demostró ser desastroso. Eleanor aireó sus sentimientos en frases multilingües desconocidas incluso para Robert, y él se desquitó con su cinturón, cuya hebilla dejó varias marcas que amenazaron con ser permanentes. Confinó a su hija a permanecer en su habitación durante toda una semana; el día de su liberación, ella se negó a salir. Fue al cabo de quince días cuando la vio en el foso, haciendo prácticas de tiro con unos soldados. Inmediatamente envió a buscar a su senescal. Una temporada en la corte de Londinium parecía ser la única solución válida para Eleanor; ya no habría más paseos a caballo ni más cetrería, y ciertamente ya no más asociaciones con mecánicos. Debía ser concienciada, si eso era posible, de su posición, e instruida en las prácticas que una señora de noble cuna debía conocer. Robert encargó de esta tarea al senescal, con la única directriz, a título privado, de que su hija debía cultivarse o morir, Partió al cabo de dos semanas, entre gran cantidad de protestas, resoplidos y sacudidas de cabeza. Robert aguardó en la puerta para despedirse, pero ella lo ignoró. Ese fue un arrebato de genio del cual iba a arrepentirse todo el resto de sus días, ya que nunca volvió a verle con vida.
El accidente ocurrió un día festivo, cuando la muralla inferior estaba repleta de tiendas de acróbatas, malabaristas y vendedores de golosinas y el lugar resonaba con gritos, risas y el entrechocar de los bastones de los jóvenes mozalbetes de los pueblos circundantes que probaban su fuerza y su habilidad los unos contra los otros. El caballo de Robert se encabritó mientras cruzaba el puente exterior, y le derribó; se golpeó la cabeza contra una piedra, y cayó al foso seco. Todo el bullicio de la feria se detuvo instantáneamente, y se trajeron doctores desde Durnovaria; pero tenía el cerebro destrozado, y nunca volvió a abrir los ojos. Eleanor, llamada por un mensaje que fue transmitido desde Challow Hill hasta Pontes en menos de una hora, cabalgó con rapidez; pero llegó demasiado tarde.
Enterró a su padre en Wimborne, en la antigua basílica que allí había, en la tumba que él mismo había hecho construir para compartir con su esposa. La comitiva fue lentamente hacia el Portal de Corfe, con los caballos y motores cubiertos de negro y los lentos tambores redoblando una marcha fúnebre. Aún era setiembre; no obstante, un viento helado soplaba desde el mar, y el cielo era gris como el hierro.
Eleanor se detuvo cuando el castillo apareció ante ella, e hizo señas a los demás para que siguieran a través de la larga y oscura carretera. El senescal aguardó hasta que la comitiva del duelo estuvo lo suficientemente lejos; entonces ella se volvió hacia él, con la capa agitándose en torno a sus hombros. Parecía mayor de lo que en realidad era, y muy cansada; unas sombras oscuras circundaban sus ojos, y regueros de lágrimas surcaban sus mejillas.
—Bien —dijo—, héme aquí convertida en una gran Señora; y ésta es la Casa que poseo...
Él aguardó en silencio, sabiendo lo que estaba pensando ella en aquellos momentos; Eleanor tragó saliva y se apartó el pelo que cubría sus ojos.
—John —dijo—, ¿cuántos años has servido a mi padre Robert?
El senescal permaneció impasible, sentado sobre su caballo, mientras meditaba su respuesta. Finalmente dijo:
—Muchos años, Señora.
—¿Y a su padre antes que a él?
Y de nuevo la misma respuesta:
—Muchos años...
—Sí —dijo ella—. Y le serviste bien. Yo en cambio le dejé solo, y nunca le envié noticias mías. Y por un motivo tan insignificante que ni siquiera lo recuerdo. Y ahora ya es demasiado tarde. —Permaneció inmóvil unos momentos, sólo acariciando el cuello de su caballo, mientras éste pateaba nerviosamente debido al frío—. ¿Tienes una espada?
—Sí, Señora.
—Entonces dámela y baja del caballo. Esto es todo lo que puedo hacer...
Él aguardó mientras ella sostenía la espada y miraba, casi sin ver, el damasquinado de la hoja.
—Un título es algo vacío para alguien como tú —dijo—. No obstante, ¿lo aceptarías de mi parte?
Él se inclinó, y ella tocó ligeramente su hombro con el acero.
—Confirme o no el Rey mi elección —dijo Eleanor—, ante mí serás siempre Sir John... —Entonces hizo dar la vuelta a su caballo y se alejó cabalgando con rapidez en dirección al castillo, entornando los ojos para ver sus sombríos almenajes y sus torres. De este modo llegó a casa, un lugar triste; para causar muy pronto las iras del Papa Juan.
Vista desde fuera, la posición de Eleanor era curiosa. Los sucesivos Señores de Purbeck habían conservado sus feudos a través del Rey; bajo circunstancias normales, era muy previsible que ella fuera casada rápidamente y sus dominios pasaran a otras manos. Pero ella era, o sería un día heredera por derecho propio, como nieta del último miembro de la familia Strange; y en la restringida economía de aquellos tiempos, el impuesto anual pagado por esa gran empresa tenía un peso notable en los bienes de la Corona. Cuando Carlos, Rey de Inglaterra y nominalmente también de las Américas, decidió realizar un extenso viaje al Nuevo Mundo en primavera, se contentó con dejar que los asuntos generales reposaran en su sitio al menos hasta su vuelta: Eleanor se asentó pues en su posición de autoridad, aunque hubo muchas personas en todo el país que mostraron abiertamente su oposición a esa decisión.
Eleanor asumió sus deberes con gran seriedad. Una de las primeras tareas que ella misma se impuso fue visitar los límites de sus tierras con un juez de zona, resolviendo las pequeñas diferencias que hubieran podido surgir desde la muerte de su padre. Montaba de modo informal, con su senescal como único séquito, deteniéndose a su antojo en cabañas y granjas, hablando con todos en su propio dialecto, y la gente de su feudo, que se extendía a lo largo y ancho de Dorset, quedó muy impresionada. Donde hallaba dureza, la aliviaba no con regalos en metálico gastados con excesiva facilidad en las tabernas locales, sino con ropas, alimentos y exención de diezmos. Vio mucho sufrimiento, y quedó impresionada por ello; y muy pronto empezó a perder la satisfacción que anteriormente le proporcionaba su propio estilo de vida.
—Todo esto está muy bien, Sir John —dijo una noche, al poco de regresar al Portal de Corfe—, pero en realidad no he conseguido nada. Supongo que unas pocas obras de caridad pueden hacer que nos sintamos inclinados a la tranquilidad de nuestras conciencias, pero si lo observamos con una visión más amplia veremos que esa caridad no tiene sentido. Es posible que una o dos personas estén algo mejor al no tener que matarse trabajando y ahorrando para pagar su renta cada semana, pero ¿qué hay del resto para los que no he podido hacer nada? Mientras la Iglesia siga aplicando una censura tan estricta ante ciertas formas de progreso, que es lo que de hecho está haciendo, aunque los Papas lo nieguen insistentemente, seguiremos siendo siempre una pequeña y miserable nación que sobrevivirá al borde del hambre. ¿Pero qué más puedo hacer?
Estaban cenando en la casa del siglo XVI al lado de la gran fortaleza; agitó una mano en dirección a los muebles, las paredes ricamente adornadas, y murmuró, con la boca llena de comida:
—No puedo fingir que no me gusta esta vida, y poder comprar caballos y perros cuando desee, y medias y perfumes, cosas que la gente común ni siquiera sueña con poder ver... Y a sabes a lo que me refiero. —Con un tono ligeramente más agudo, añadió—. Cuando mi pobre padre me envió a la ciudad, tuve la idea de escapar y abandonarlo todo para vivir una vida simple, trabajando la tierra y formando una familia como una muchacha plebeya cualquiera. Sólo que lo que he visto lo ha cambiado todo; ahora me doy cuenta de que hubiera acabado teniendo innumerables niños con algún fornido idiota que apestaría a cerdo, y hubiera muerto antes de llegar a los treinta debido a las duras condiciones de mi vida. ¿O es que quizá estoy siendo demasiado cínica? Dímelo si lo crees así: hablas muy poco.
Él esbozó una sonrisa mientras le servía un poco de vino.
—El otro día estuve discutiendo con el padre Sebastian —dijo Eleanor pensativa—. Le mencioné el hecho de dar todo lo que se tiene a los pobres, y respondió que todo esto estaba muy bien, pero que era preciso comprender las Escrituras y darse cuenta de que era necesario que existieran maestros y líderes para el propio bien de la gente. Me pareció una horrible evasiva, y no pude evitar mencionárselo. Le dije que si la Iglesia vendiera la mitad de los tesoros que posee, podría comprar zapatos para toda la gente del país, aparte de muchas otras cosas; y que si el Papa no hacía algo en Roma, sería yo quien empezaría a deshacerme de unos cuantos lotes de muebles aquí en Corfe. Me temo que mis comentarios no le sentaron muy bien. Sé que estuvo mal por mi parte, pero a veces me irrita: es tan piadoso, y me parece tan vacío. Podría caminar millas y millas en medio de la nieve para rezar por un niño enfermo, es un hombre muy bueno; pero si desde un principio hubiera habido algo más de dinero tal vez el niño no hubiera enfermado. Todo parece tan innecesario...
El invierno fue largo y duro; los riachuelos y la tierra se helaban, quedaban duros como la piedra, incluso en la orilla del mar apareció el hielo. Las torres repiqueteaban, los días en que los transmisores de señales podían liberar sus brazos del hielo, con las noticias de otras partes del país que sufrían tanto o más. La primavera que siguió llegó tarde y fría, y el verano fue casi igual de malo. Carlos pospuso su viaje al Nuevo Mundo hasta el año siguiente, distribuyendo su tiempo, de acuerdo con las noticias transmitidas por las torres, en la organización de planes de ayuda para las zonas más azotadas por el hambre. Cuando volvió de nuevo el otoño, y con él las ofrendas a las iglesias, llegaron las peores noticias, traídas con urgencia por las chirriantes torres: el sistema de impuestos del país iba a ser revisado, los comisionados ya estaban trabajando distribuyendo las contribuciones que debían ser recaudadas en cada zona, no en dinero sino en bienes y especies.
Eleanor lanzó una maldición cuando le llevaron las noticias, y si los oficiales se hubieran presentado en su casa seguramente les hubiera ofrecido una cálida recepción; pero nadie se acercó lo suficiente. En su lugar, fue informada a través de la torre de señales de la lista de cosas que debía entregar como pago de sus tributos. Otras partes del país habían sido gravadas con cosas que iban desde la alfarería hasta canastas de mimbre; la contribución de Dorset iba a ser mantequilla, cereales y piedra.
—Esto es ridículo —dijo Su Señoría llena de rabia, mientras iba arriba y abajo por la pequeña habitación que servía de despacho y estudio a la vez—. La mantequilla y la piedra están bien, o lo estarían si no representaran impuestos adicionales, ¡pero el cereal! Las personas que han diseñado este plan tienen que saber que prácticamente no existen zonas de cultivo aquí; el poco trigo que crece es para el consumo propio, y después del verano que hemos sufrido apenas tendremos para sobrevivir; espero poder instalar cocinas al lado de la muralla desde donde poder distribuir sopa tal y como se hizo en tiempos de mi padre. En Italia no parecen tener mucha idea de lo que puede hacer una mala temporada en la producción de una granja; aunque esto no quiere decir que por un momento haya supuesto que esta basura ha venido desde Roma. Lo más probable es que todo haya sido maquinado por un pequeño barrigón en París o Burdeos, que nunca ha visto Inglaterra ni tiene intención de verla, y que venderá todo lo nuestro para su enorme provecho tan pronto como se lo enviemos. Cualquiera podría pensar que están intentando arruinarnos deliberadamente. Si arrebato todo lo que me piden a nuestra gente, habrá innumerables muertes por hambre antes de que llegue la primavera; por otra parte, ¿qué razón hay para que lo compre todo en Poole a los del Nuevo Mundo, devolviéndoles lo que les cogí y arruinándome en el proceso? No puedo compren...
Se detuvo de pronto, y la expresión en sus ojos mostró claramente que acababa de recibir una lección de economía.
—Sir John —dijo con firmeza—. No voy a hacerlo. No hay ninguna razón para ello, excepto la pura malicia. ¿Por qué debería hacer padecer hambre a mi gente o arruinarme en un intento de solucionarlo todo? —Mientras meditaba la cuestión, se acarició los labios con la punta de un estilete—. Que las torres envíen este mensaje —dijo—. Nuestras cosechas son malas, si enviamos los impuestos que nos piden tendremos serias dificultades antes de la primavera. Diles que estamos dispuestos a pagar una tasa doble el próximo otoño; al menos, esto nos dará la oportunidad de poner más acres en cultivo, a menos desde luego que por entonces decidan volver a cambiar sus peticiones. Si falla esto, intentaremos sustituirlo por..., oh, tejidos, productos de artesanía, lo que ellos quieran; pero no cereales. Eso queda fuera de cuestión.
Así que el mensaje fue enviado; y una segunda señal fue enviada a Londinium informando al Rey de esa respuesta a Roma.
Al día siguiente las torres trajeron noticias señalando que Carlos no estaba complacido con aquello, y que ordenaba a Eleanor que pagara; pero por aquel entonces ya era demasiado tarde, su respuesta debía estar cruzando Francia.
—Me temo que no haya solución a este problema —le dijo al senescal—, excepto presentarlo como un fait accompli. Pero me hubiera gustado decirle, a él y al Papa Juan también, que ya no pueden exprimir más sangre a las piedras de Dorset, aunque siempre serán bien recibidos si quieren venir a probarlo personalmente. —Estaba sentada ante su tocador, maquillándose tal y como le habían enseñado en la corte; dibujó cuidadosamente el perfil de sus labios, secándolos luego con una toallita—. Dios sabe que la Iglesia ya es lo suficientemente rica —sentenció con amargura—. Lo que espera conseguir sentándose sobre los cuellos de unos cuantos pobres salvajes de Inglaterra es algo que desconozco...
Olvidó todo el asunto; aún en las mejores ocasiones, la política la cansaba rápidamente, y empezaba a sentirse muy interesada en ciertos cambios subrepticios que estaba haciendo en su casa.
El más atrevido de todos, y el que conllevaba la mayor de las herejías, era la instalación de luz eléctrica. Había encargado a un artesano del pueblo que le construyese e instalase un generador, y propuso accionarlo mediante un motor de vapor del tipo diseñado para que encajara en los camiones. El trabajo tuvo que hacerse en secreto porque, aunque los principios de la fuerza electromotriz eran conocidos desde hacía mucho tiempo, la Iglesia nunca había permitido su uso doméstico. La unidad completa debía ser alojada en una de las torres de la muralla inferior, lo suficientemente lejos para que su ruido no molestara en la casa, y si bien Eleanor no esperaba resultados espectaculares, sí al menos confiaba en obtener la suficiente luz para disipar la profunda oscuridad del invierno. Y también algo de calefacción, si las cosas iban bien; recordaba de la escuela que un cable, debidamente enrollado en torno a una bobina de cerámica, podía ser puesto al rojo si se conseguía crear una diferencia suficiente de potencial entre sus dos extremos. A sus preguntas acerca de si el generador podría conseguir esto, el senescal respondió que no era algo inconcebible, pero se negó a aventurar nada más allá de eso...
—¿Por qué, Sir John? —dijo Eleanor con malicia—. No —pareces aprobarlo. Te juro que el invierno pasado se me helaron al menos nueve de los diez dedos de los pies, y eso a pesar de dormir debajo de una franela tan gruesa que el mismísimo Papa se sentiría impresionado por mi rectitud. ¿Serás capaz de escatimarme las pocas comodidades que podré permitirme en mis años de declive?
Él sonrió ante la ocurrencia, pero no respondió; y al cabo de poco tiempo el generador empezó a funcionar y un elemento empezó a brillar intensamente a los pies de la cama de Su Señoría, aterrorizando hasta la médula a una de las sirvientas, que se fue corriendo al oficial despensero con el cuento de que las piedras quemaban y gruñían con bocas de color escarlata.
Aquel mismo día, Eleanor recibió la visita de un capitán del Gremio de Señales. Le anunciaron su llegada desde la barbacana exterior, y ella tuvo que cambiarse rápidamente, y lo recibió en el gran salón junto con su senescal y varios caballeros del castillo como único séquito. Un hombre de tal posición siempre había suscitado un gran respeto, y Eleanor amaba al gremio con todo su corazón, aunque nunca había sido y nunca sería tema de su dominio. El respeto era mutuo: ¿a qué otra persona, con ocasión del cuarenta cumpleaños de Robert, se le hubiera permitido entrar en una torre y deletrear el nombre de su padre con sus propias manos, en las mismas palancas que sólo a los hombres del Gremio se les permitía manejar?
El capitán entró impasible en el salón, un hombre canoso enfundado en el desgastado uniforme de piel verde con el brazal color plata y los cordones entrecruzados mostrando su rango. Sus ojos captaron la luz eléctrica que iluminaba el lugar, pero no hizo ningún comentario. Fue directo al grano, hablando claro, tal y como era la costumbre del Gremio; de hecho, cuando los reyes observaban las torres de señales con tanta ansiedad como los plebeyos, no había razón para las florituras.
—Señora —dijo—, el arzobispo de Londinium se ha puesto en marcha en dirección a Purbeck, con una fuerza aproximada de unos setenta hombres, a la espera de tomaros por sorpresa y hacer que rindáis vuestra casa y sus dominios a Juan.
Eleanor palideció, pero un punto rojo de rabia se dibujó inmediatamente sobre sus mejillas.
—¿Cómo podéis saberlo, capitán? —preguntó, de forma estudiadamente calmada—. Londinium está a más de un día de camino, y las torres han permanecido silenciosas durante largo tiempo. Si algo hubiera sido transmitido, yo hubiera sido informada.
El capitán cambió de posición, sin moverse del lugar donde estaba, de pie con las piernas ligeramente separadas sobre la alfombra que cubría el estrado.
—El Gremio no teme a hombre alguno —dijo finalmente—. Nuestros mensajes son para todo aquél que pueda leerlos. Pero existen ocasiones, y ésta es una de ellas, en que es mejor que las palabras no pasen por las redes. Hay otros medios más rápidos.
Hubo un silencio embarazoso, pues el capitán se estaba refiriendo a la nigromancia, y ése no era un tema que pudiera ser discutido a la ligera, ni siquiera en medio del aire de libertad que se respiraba en el gran salón de Eleanor. El senescal comprendió de inmediato todo el significado de aquellas palabras, y el transmisor de señales le dirigió una ligera inclinación de cabeza, reconociendo una sabiduría mayor y más antigua que la suya. Eleanor vio la mirada que cruzaron los dos hombres y se estremeció.
—Bien, capitán —dijo—. Nuestra gratitud es profunda. Cuán profunda, sólo vos lo sabéis. Si no tenéis nada más que añadir a lo que habéis mencionado, permitidme ofreceros un poco de vino. Mi casa se siente honrada de teneros aquí.
El hombre inclinó de nuevo la cabeza, aceptando esta vez la invitación; y pocos más había que pudieran hacer semejante invitación, puesto que los hombres del Gremio no acudían a menudo a las casas de los no iniciados, aunque fueran los señores de un feudo.
Eleanor convocó a un par de veintenas de vasallos y los armó, y cuando las torres de Corfe aparecieron ante Su Eminencia, las torres de señales ya le habían informado de la situación en el castillo, Acuarteló a sus hombres en el pueblo y prosiguió con una escolta de media docena, haciendo gran alarde de la paz de sus intenciones. Fueron conducidos a través de la puerta principal por una nutrida guardia y llevados al gran salón, donde se les dijo que Lady Eleanor les recibiría. Y así lo hizo; pero no antes de una hora, y el gran hombre estaba echando chispas y paseando arriba y abajo midiendo la alfombra antes de que ella apareciera, Eleanor permaneció todo ese tiempo en su habitación, cuidando hasta los últimos detalles su maquillaje y su vestido; previamente había llamado a su senescal, y le había pedido que la acompañara.
—Sir John —dijo, mientras ajustaba una diminuta corona sobre su pelo—, me temo que este encuentro va a ser difícil desde todos los aspectos. Ni por un momento he imaginado que Carlos sepa algo de todo esto, lo cual hace que el comportamiento de Su Eminencia sea sospechoso en extremo; pero es difícil acusar a un arzobispo de intento de traición. Aparte de que ha venido obviamente a pedir algo que yo no le puedo dar, o mejor dicho que yo, ay, me niego a darle por una serie de razones que me parecen excelentes. No obstante, ha hecho una tal exhibición de sus intenciones pacíficas que cualquier cosa que yo pueda decir parecerá una grosería. Ojalá el Rey se dejara ver por el Portal de Corfe más a menudo; está muy bien que la gente le llame Carlos el Bueno y le lance pétalos de rosa cada vez que sale a caballo por Londinium, pero a fin de cuentas lo que hace es asumir una posición muy inteligente sentado entre esos dos márgenes, apaciguando a todos por igual. Me estoy cansando de que los extranjeros dirijan los destinos de Inglaterra, aunque represente una herejía decirlo.
El senescal meditó cuidadosamente lo que iba a decir.
—Su Eminencia es ciertamente un astuto orador, si mis noticias son ciertas —dijo de un tirón—. Y también es verdad que no estás en una posición en la que puedas regatear. Pero no creo que debas ser demasiado dura con Carlos, Señora; él y a tiene bastante trabajo evitando que los anglos, los escoceses y los supuestos normandos se le vayan de las manos, y satisfaciendo al mismo tiempo a Roma.
Ella le miró sin titubeos, mordisqueándose el labio inferior. Era un gesto que el senescal no había visto desde hacía muchos años; su madre solía hacerlo a menudo, cuando se sentía molesta o irritada.
—Si lucháramos, Sir John —dijo ella—, si todos nosotros nos rebeláramos directamente, ¿cuáles serían nuestras posibilidades?
El senescal extendió sus manos.
—¿Contra los azules? Su azul es como el azul del océano, Señora; fluye incesante, desde aquí hasta China, sobre todas las cosas que conozco, Nadie lucha contra el mar.
—A veces no resultas de mucha ayuda... —Giró ligeramente el espejo y se retocó con cuidado un pelo que sobresalía de la línea de una ceja—. No sé qué hacer —dijo, cansada—. Que me traigan un perro o un gato enfermo, o incluso el viejo trasto de Sir Gwilliam con el carburador obstruido de nuevo, y sabré qué hacer: me pasaría todo el tiempo volviendo a poner las cosas en su lugar, aunque el resultado final no fuera muy bueno. Pero la gente de la Iglesia y los que ostentan posiciones de importancia me producen escalofríos. Quizá piensen que con mi padre muerto podrán intimidarme más fácilmente que a algunos de nuestros grandes barones; pero estoy convencida de que, ahora que hemos establecido nuestra posición, debemos mantenerla, o acabaremos peor que nunca; ellos están seguros de que pueden incluso imponernos algún tipo de multa por haberles desafiado. —Se levantó, satisfecha al fin de que su aspecto no podía ser mejorado; pero al llegar a la puerta de la habitación se detuvo bruscamente a medio dar un paso, escupió sobre sus dedos y enderezó la costura de una media. Miró al senescal; su rubia cabeza redonda y sus curiosas facciones no habían cambiado desde que era una niña—. Sir John —dijo suavemente—, tú que ves tanto y dices tan poco..., ¿hubiera hecho lo mismo mi padre?
Él aguardó un segundo y dijo:
—En caso de que se tratara de algo que afectara a su gente y pusiera su buen nombre en entredicho, sí, lo habría hecho.
—Entonces, ¿me apoyarás?
—Serví a tu padre —dijo—. Y también te sirvo a ti, Señora.
Ella se estremeció.
—Sir John —murmuró—, procura estar cerca de mí... —Cruzó la puerta y bajó las escaleras para recibir a la delegación.
Su Eminencia se mostró amistoso, incluso jovial, hasta que se tocó la cuestión del tributo impagado.
—Debéis daros cuenta, hija mía —dijo el hombre de Londinium sin rodeos, mientras iba y volvía de un extremo a otro del salón—, que el Papa Juan, vuestro padre espiritual y señor del mundo conocido, no es un hombre del que uno pueda librarse tan fácilmente o cuyos favores o descontentos puedan ser tomados a la ligera. Ahora bien, yo... —extendió las manos— yo sólo soy un mensajero y un consejero. Lo que me digáis o lo que yo os pueda decir es posible que no tenga la menor importancia. Pero si alguna palabra sale más allá de estas paredes, y es mi deber que así suceda, entonces vos y vuestra gente sufriréis, porque Juan aplastará este pequeño lugar como si fuera un huevo. Su voluntad tiene que ser obedecida, en todo el mundo.
Se acercó de nuevo a Eleanor.
—Sois muy joven —dijo con tono paternal—, y no puedo evitar sentir hacia vos lo mismo que sentiría vuestro padre si aún viviera para aconsejaros. —Sus dedos se posaron sobre el brazo de ella, y Eleanor, quizá debido a los nervios, enarcó una ceja. Bajo aquellas circunstancias, fue un gesto desafortunado. Su Eminencia se sonrojó y refrenó con gran esfuerzo su temperamento—. Hallad el modo de cumplir con el pago del tributo —dijo—. Cumplid con él de algún modo, hacedlo como deseéis; pero conseguidlo, y enviadlo. Hacedlo en el plazo de esta semana, y todavía podrá alcanzar el último de los barcos en dirección a Francia. Pero si os retrasáis y el tiempo empeora, si vuestros barcos mercantes se pierden o se desvían del camino con el grano, entonces os puedo prometer que Juan vendrá hasta aquí para castigaros. Y con razón, porque la mitad de lo que poseéis le pertenece. Como sabéis muy bien, poseéis vuestros dominios por voluntad suya.
—Poseo mis propiedades por el favor de mi señor Carlos —dijo Eleanor fríamente—, y eso vos lo sabéis muy bien, Señor, tan bien como yo. Mi padre le prometió lealtad a sus pies, besando su mano de acuerdo con la antigua tradición. Yo también, a no ser que se me libere de ello, seguiré su ejemplo. Y no haré otra cosa que no sea eso, Señor...
Hubo un silencio en el que se pudo oír perfectamente el repiqueteo de la torre de Challow. El representante de Londinium pareció hincharse, bajo sus vestiduras orladas de piel, como una rana.
—Vuestro Señor —dijo, y obviamente halló difícil no empezar a gritar— os ha ordenado que enviéis el grano. O sea que os estáis burlando del Papa y del Rey...
—No puedo enviar lo que no poseo —dijo Eleanor pacientemente—. Todo el cereal que poseo debe ser conservado para ser entregado a mi gente, o habrá hambre en la región al acercarse la Navidad. ¿Eso es lo que desea Juan, un territorio lleno de cadáveres como prueba de su fuerza?
El clérigo la miró con enojo, pero no dijo nada más; y ella se retiró, dejando el asunto en la balanza.
El tema llegó a su máxima intensidad por la noche, cuando se dispuso la cena para la delegación en el gran salón. El lugar había sido alegrado con la luz de infinidad de candiles y velas, y los sirvientes estaban atentos con unidades de repuesto bajo el brazo para reemplazar las velas tan pronto se agotaran en los candelabros. Eleanor hubiera deseado usar la luz eléctrica, pero en el último momento la opinión del senescal prevaleció contra su temeridad; Su Eminencia nunca se hubiera sentado a comer bajo una evidencia tan clara de herejía. Las cansadas lámparas con sus delicados filamentos de carbón fueron retiradas del techo, los enchufes de las paredes fueron escondidos tras las cortinas, y de este modo no hubo señal visible de la desobediencia de Eleanor. Se sentó en la tarima, en el lugar que solía ocupar su padre, con el senescal a su derecha y su capitán de artilleros a su izquierda. Ante ella estaban los clérigos y algunos de los militares a los que se les autorizó la entrada.
Todo fue bien hasta que Su Eminencia hizo mención de la temprana muerte de la madre de Su Señoría. El capitán y convirtió precipitadamente el sonido en una se atragantó, tos; todos los miembros de la casa sabían que aquél era el punto flaco de Eleanor. Ella había bebido algo más de lo conveniente, con toda seguridad para relajarse; y picó de buen grado el anzuelo que se le había tendido.
—Esto, Monseñor, es muy interesante —dijo—, ya que si se hubiera permitido que un cirujano ayudara a mi madre, entonces ella quizá aún estaría aquí entre nosotros. He leído que vosotros los romanos fuisteis en otra época anterior más atrevidos de lo que sois ahora, ya que el mismo César vio la primera luz tras serle abierto el vientre a su madre; no obstante, ahora pensáis que este recurso es abominable a los ojos de Dios...
—Señora...
—También he oído decir —dijo Eleanor con un ligero hipo— que se pueden destilar aires cuya inspiración tranquiliza el cuerpo y la mente, de modo que una puede despertar de un intenso dolor del mismo modo que de un sueño; no obstante, creo que el Papa Pablo I renegó de ellos, diciendo que el dolor fue enviado por Dios como recordatorio del deber sagrado aquí en la Tierra. También he oído decir que unos ácidos esparcidos por el aire pueden matar la esencia misma de la enfermedad; aún así, los doctores trabajan con nuestros cuerpos sin siquiera lavarse las manos. ¿Debemos aprender entonces de esto que es mejor morir en santidad que vivir en herejía?
Su Eminencia se levantó airadamente.
—La herejía —empezó— existe de muchas formas en cada uno de nosotros; en vos, Señora, quizá más que en el resto. Si no fuera por la caridad del Papa Juan...
—¿Caridad? —interrumpió amargamente Eleanor—. Vuestra misión aquí no tiene la más mínima relación con eso. Me parece, Monseñor, que la Iglesia olvida rápidamente el significado de esa palabra; si yo fuera el Papa, preferiría vender todos los objetos de mi casa antes que hacer morir de hambre a mis vasallos en una isla extranjera, por muy incultos y estúpidos que fueran.
No se podía esperar que el clérigo digiriera ese insulto con doble objetivo: al mismo tiempo que un ataque directo contra su Señor y la Iglesia, era un desprecio a su propia persona como uno de los estúpidos con los que Eleanor había comparado a los ingleses. Dio un puñetazo sobre la mesa, con la cara roja de ira; pero antes de que pudiera iniciar su arenga, el paje transmisor de la casa llegó corriendo con su libreta de notas, arrancó la hoja superior y se la entregó a su Señora. Eleanor se la quedó mirando por un instante, sin dar crédito a sus ojos, con los labios modulando silenciosamente las palabras a medida que las iba leyendo; luego pasó la nota al senescal.
—Monseñor —dijo—, será mejor que permanezcáis sentado y contengáis la respiración durante un momento. Este mensaje acaba de llegar: quiero leérselo a todos los presentes en el salón.
Los ojos del arzobispo se dirigieron automáticamente hacia las ventanas, cubiertas por los cortinajes; sabía tan bien como los demás presentes que tan sólo los asuntos de importancia vital inducirían a los hombres del Gremio a encender antorchas sobre los brazos de las torres. El senescal se levantó y se inclinó levemente ante sus dignatarios.
—Señores —dijo—, como señal de apoyo hacia nosotros, los que habitamos en el oeste del país, Carlos ha enviado hoy mismo el doble de la cantidad que debíamos a Roma. Además, confirma a Lady Eleanor en el gobierno de la isla y sus feudos; y como testimonio adicional de su confianza en ella, envía a Corfe, de su propio arsenal en Woolwich, el gran cañón Gruñón, junto con un pelotón de sus hombres. También envía desde Isca la culebrina Príncipe de la Paz y el de mi cañón Lealtad, así como munición y pólvora para este último...
Las palabras se perdieron en un estallido de aplausos procedentes de las mesas inferiores; los hombres gritaban y golpeaban con sus vasos contra la madera de las mesas. El senescal alzó una mano.
—También —dijo, con ojos resplandecientes—, Su Majestad requiere a Su Eminencia, en donde quiera que se encuentre, que se presente ante él lo antes posible para tratar asuntos de Estado.
El arzobispo abrió la boca, y volvió a cerrarla. Eleanor se reclinó en su silla, secándose el rostro y sintiéndose repentinamente apartada de la muerte.
—Él lo sabía —murmuró al senescal, aprovechando el bullicio—. Y mira, le hemos obligado a tomar partido. Quién sabe, quizá en la próxima ocasión luchará...
Dos de los cañones llegaron a su debido tiempo; pero el de mi cañón cayó en un pantano mientras era transportado, y todos los esfuerzos de los soldados por sacarlo fueron en vano, dando origen con el tiempo al dicho de que la Lealtad se había perdido al este de los lagos de Luckford.
Después de la llegada de los cañones, Eleanor respiró con más tranquilidad durante un tiempo; pues aunque el armamento era poco más que un símbolo, su efecto sobre los ánimos de la casa fue considerable. Además, el castillo era considerado como uno de los más inexpugnables del país; Eleanor hizo un comentario al respecto en una fría noche, un mes después de la derrota de los clérigos. Se hallaba caminando cerca de la segunda muralla, enfundada en un manto para protegerse del helado viento del mar; se detuvo al lado del Gruñón, aún enganchado al armón, del mismo modo que lo habían traído, y pasó los dedos a lo largo del áspero hierro de su recámara. El senescal se detuvo a su lado.
—Dime, Sir John —dijo tímidamente—, ¿qué hubiera hecho nuestro Padre de Roma si Carlos no hubiera pagado nuestros impuestos? ¿Crees que se habría enfrentado a los dos, a esa criatura y a mí, ambas vírgenes a nuestro modo y sin mancha de sangre alguna, por un cargamento tan pobre como el que tenemos en nuestros graneros?
El senescal meditó cuidadosamente, con sus almendrados ojos mirando más allá de las almenas, observando la nada en la creciente oscuridad.
—Ciertamente, Eleanor —dijo, y nadie más se hubiera atrevido a usar una expresión tan familiar—, Su Santidad se hubiera sentido muy tentado a destruirnos. No hubiera permitido que un desafío de ese tipo quedara sin castigo, por miedo a dejar al país preparado para una gran revuelta. Pero, afortunadamente, el problema se ha alejado por un tiempo. Podrás disfrutar de estas Navidades entreteniendo al menos a aquellos amigos de tu padre que vengan a visitarnos a Corfe.
Ella alzó la vista hacia la fortaleza, imponente y oscura en medio de la noche, y al leve brillo procedente de las ventanas donde sus sirvientes preparaban las camas y las comidas. Aquí y allá brotaban ásperas llamaradas donde una máquina hereje suministraba luz y calor. El sonido del generador sonaba con suavidad por encima de las murallas, intensificándose y disminuyendo según como soplaba el viento.
—Sí —dijo, estremeciéndose bruscamente—. Las vacas y los caballos en sus establos, los motores guardados para que el frío no los afecte... Apuesto a que Sir Gwilliam ha encendido de nuevo el carbón debajo de su condenado bloque de cilindros por miedo a que el frío lo agriete; un día hará que todo aquel maldito lugar se incendie... Nosotros deberíamos cerrarlo todo también, Sir John, para estar seguros hasta la primavera.
Él aguardó con gravedad. Ella dio media vuelta y le observó a la espera de algún comentario; se apartó impaciente el cabello del rostro.
—No me dejé engañar —dijo—. Y tú tampoco, estoy segura de ello. Ni incluso por Su Eminencia repartiendo sonrisas y bendiciones y buenos consejos en su despedida. Carlos irá al Nuevo Mundo el año próximo, ¿no es así?
—Sí, Señora.
—Sí —dijo Eleanor pensativa—. Y entonces todos esos despreciables ociosos de la corte, y todos esos perros falderos papistas esparcidos por el país, se alzarán sobre sus patas traseras y echarán a correr para ver qué daño pueden hacer; y nosotros debemos hallarnos en los primeros lugares de su lista de prioridades. No tengo ninguna duda al respecto. Les hemos enseñado los dientes, y no hemos recibido ningún golpe por ello; no dejarán que las cosas queden así. Puede que el brazo de Juan sea largo, pero su memoria es aún mayor.
Él aguardó de nuevo; sabía más que ella, pero algunos secretos no debían ser pronunciados por sus labios.
—¿Y, Señora?
Ella acarició de nuevo el cañón, observando con detalle su gran y negra boca de salida.
—Entonces vendrán a por éstos... —dijo. Se dio bruscamente la vuelta, sujetándole el brazo—. Pero, como muy bien dices, no necesitamos preocuparnos hasta que llegue el buen tiempo; Juan necesitará mares en calma si quiere traer armas y animar a la gente sin coraje que lo apoya. Vámonos, Sir John, o voy a sentirme más deprimida que nunca; he oído que esta misma mañana ha llegado un nuevo espectáculo al pueblo, y Sir Gwill ha adquirido sus servicios por esta noche. Podemos ir a echar un vistazo a los trucos que ofrecen, aunque pienso que la mayoría ya los habremos visto anteriormente; y después haré que me cuentes alguna de tus historias de mentiras acerca de los tiempos anteriores a la existencia de castillos sobre las cimas de nuestras colinas y antes de que el mundo supiera nada de Iglesias, poderosas o no poderosas.
Él le sonrió en la oscuridad.
—¿Todo mentiras, Eleanor? A cada día que pasa pareces tenerle menos respeto a tu más antiguo servidor.
Ella se detuvo, y su silueta quedó recortada contra la luz de una ventana.
—Todo mentiras, Sir John —dijo, intentando mantener su voz firme, ya que hablaba de cosas prohibidas—. Cuando desee la verdad de ti, ya te lo haré saber...
La Navidad transcurrió tranquila y agradable; el tiempo no fue ni tan duro ni tan frío como el año anterior, y pasaron por la región los suficientes actores, músicos y otros entretenimientos como para proporcionar variedad a las noches de invierno. Un hombre en particular fascinó a Eleanor. Trajo consigo una máquina, un artilugio con unos extraños zancos y unos complejos componentes. Se le colocaba una cinta de una sustancia desconocida, y se daba vueltas a una manivela. Entonces escupía una llamarada y silbaba, y unos dibujos, dando saltos y aparentemente vivos, bailaban sobre una pantalla preparada al otro extremo de la sala. Eleanor hizo todos los esfuerzos posibles por comprar el aparato, pero no estaba a la venta. En su lugar añadió a su arsenal mecánico otros dos generadores, que unieron sus silbidos y ruidos a los que ya había. Los globos y de corta vida, fueron de las lámparas, siempre frágiles reemplazados por unas lámparas de arco que daban una luz más violenta; hizo con sus propias manos unas pantallas para atenuar su brillo. Una de las perras parió una gran camada de cachorros ladradores y juguetones, que no dejaban de correr por los pasillos y las cocinas aullando y gruñendo, robando trozos de carne a los cocineros y rompiendo y desgarrando todo aquello que encontraban a su paso con sus diminutos colmillos. Ella se sentía encantada con los animalillos, y los conservó todos, incluso los enfermos.
Cuando el invierno dio paso a la tempestuosa humedad de marzo, todavía no se había oído nada ni de Carlos ni de la Iglesia en relación con los acontecimientos del año anterior. No ocurrió nada fuera de lo común excepto que, unos cuantos días antes de la prevista partida de Su Majestad, las torres de señales trajeron una petición de Sir Anthony Hope, Mariscal Preboste de Inglaterra y defensor hereditario del Rey solicitando permiso para cazar en el coto de Purbeck durante unos días y disfrutar del placer y la delicia de la compañía de Eleanor.
Hizo una mueca al senescal cuando éste le comunicó la noticia.
—Hasta donde alcanza mi memoria, el hombre es tremendamente engreído y absolutamente mal educado; además, la temporada ya casi ha terminado, y no queremos que lo pisotee todo con sus enormes pezuñas cuando toda la hierba está a punto de crecer. Pero también supongo que no podemos hacer nada excepto aceptar, tiene demasiada influencia para que lo provoquemos por una insignificancia. Ojalá hubiera preferido a los Taverner de Sherborne o a los March, como hizo el año pasado. Me temo que tendrás que ayudarme con él, Sir John. Personalmente no tengo nada en común con su persona; tiene casi la edad suficiente para ser mi padre, aunque Dios me libre de semejante pensamiento. —Suspiró brevemente—. Pero si me manda otro de sus laboriosamente galantes mensajes, me sentiré muy inclinado a agradecérselo del mismo modo que papá lo hizo con la famosa Águila Dorada...
Las torres del Gremio mandaron su respuesta afirmativa, y pronto trajeron noticias de que Sir Anthony se hallaba de camino, en compañía de una veintena de soldados de su casa. Eleanor se encogió de hombros y pidió que trajeran unos cuantos barriles más de cerveza.
—Bien —dijo—, si el terreno todavía sigue bastante blando, siempre cabe la posibilidad de que su caballo se tuerza una pata y le rompa el cuello, aunque supongo que no debemos esperar milagros.
Ciertamente no se produjo ningún milagro, y al cabo de pocos días Sir Anthony llegó al castillo, donde sus hombres fueron alojados en las alas inferiores e hicieron estragos entre las sirvientas, hasta que Eleanor se tomó el asunto algo más seriamente con su amo. El grupo permaneció allí dos semanas, y Su Señoría, que al principio se había sentido inclinada a sospechar de todo el asunto, se sintió relajada y simplemente deseosa de que Sir Anthony, con su pandilla de patanes y su repertorio de baladronadas, se hallaran de nuevo tras las murallas de Londinium. Pero en la mañana del decimoquinto día se produjo el desastre. Cuando amaneció, Inglaterra se hallaba en paz; al atardecer, tuvo lugar el primero de los actos que conducirían inevitablemente a la guerra contra Roma.
Eleanor se había levantado temprano aquella mañana y había ido a cazar, como era su costumbre, con su senescal y una docena de sirvientes y halconeros de la casa. Tomaron los halcones y unos cuantos perros, esperando poder ver aún algo emocionante antes de que Sir Anthony y su séquito lo estropearan demasiado. Durante un rato tuvieron suerte, pero uno de los mejores halcones falló su presa y se negó a volver al reclamo de la comida. En vez de ello escapó volando por encima de los páramos, batiendo las alas fuerte y alto, al parecer en dirección a la bahía de Poole y hacia el mar. Eleanor se lanzó al galope tras él, lanzando mil maldiciones y espoleando su caballo con los talones; había invertido mucho tiempo en aquel pájaro, y no estaba dispuesta a perderlo si podía evitarlo. Cabalgó veloz, permitiendo que su montura eligiera el camino por entre los arbustos y los matorrales, dejando atrás muy pronto al resto del grupo; únicamente el senescal pudo seguirla.
Al cabo de una o dos millas, se hizo evidente que el pájaro había ido ya demasiado lejos, No se veía ninguna señal de su presencia, y ya se habían alejado tanto que las torres de Corfe se veían diminutas a lo lejos. Eleanor detuvo el caballo, con la respiración agitada.
—Ya no vale la pena seguir; lo hemos perdido... —Se quitó el guantelete de la muñeca y lo enganchó al pomo de la silla—. Empiezo a comprender por qué la gente habla de tener el cerebro de un pájaro... ¿Qué ocurre, Sir John?
El hombre estaba mirando hacia atrás por el camino por el que habían venido, forzando la vista para proteger sus ojos de la luz del sol que le venía de frente.
—Señora —dijo con premura—, el halcón bajó a por una liebre, y cayó abatido por un águila... —Hizo dar la vuelta a su caballo y dijo—: Vete rápido; toma la dirección del camino de Wareham...
Entonces los vio: una línea de manchas que se extendía sobre el terreno que los separaba del resto del grupo. Jinetes galopando a toda velocidad. Estaban demasiado lejos para poder ver sus caras, pero había pocas dudas acerca de su identidad: Sir Anthony había tendido por fin su trampa. Eleanor miró a izquierda y derecha. Los perseguidores se habían desplegado bien; era inútil intentar escapar por alguno de los lados. Se volvió sobre la silla. Ante ella, a lo lejos, se extendía un camino, una línea blanca dibujada sobre los páramos; más allá estaba el pálido brillo del mar. La opción era inevitable; espoleó el caballo, lanzándolo al galope tendido.
Los hombres de atrás, con sus monturas más frescas, iban ganando poco a poco terreno; media milla más adelante estaban va lo suficientemente cerca como para poder llamarla diciendo que se rindiera. Sonó un pistoletazo; Eleanor se volvió hacia su senescal y su caballo dio un traspiés, lanzándola por encima de su cabeza. Rodó por el suelo, cubriéndose el rostro como le habían enseñado en una ocasión, y se levantó, aturdida pero ilesa. A su lado vacía el caballo, relinchando de dolor, con un reguero de sangre brotando de una de sus patas.
Corrió hacia él, con los ojos muy abiertos. El senescal se detuvo a su lado, desmontó y colocó las riendas de su montura en sus manos.
—Señora... Ve hacia Wareham...
Agitó la cabeza, aún aturdida, intentando pensar.
Todo está perdido, no hay ninguna posibilidad, Me alcanzarán en la carretera...
Los jinetes estaban cerca. El senescal alzó su pistola, apoyó el cañón en su antebrazo y apretó el gatillo. Por puro accidente, la bala alcanzó a uno de los jinetes en el pecho, haciéndole caer del caballo; el grupo se cerró a su alrededor, momentáneamente confuso.
Sonó un silbato. Eleanor se volvió, apretando los puños. Detrás de ella, a lo lejos en la línea que formaba la carretera, una pesada máquina de vapor maniobraba con un tren de vagones. Echó a correr hacia ella, sintiendo que el aire laceraba sus pulmones. Sonó otro pistoletazo; esta vez se dio cuenta de que la bala se incrustaba en la hierba, a veinte y ardas a su derecha. Otro disparo; lanzó una mirada hacia atrás, y vio que el senescal era alcanzado por uno de los jinetes, Siguió corriendo a trompicones por la carretera, viendo que la máquina estaba ya cerca.
Se detuvo a su lado, apoyándose sobre la gran rueda trasera y respirando entrecortadamente, al tiempo que observaba la vetustez de la máquina de vapor, el toldo lleno de agujeros, manchas de óxido por todas partes, y el burbujeo del agua en las juntas de la vieja caldera. Una gran ruina desgastada, eso era, que terminaba sus días transportando madera, estiércol y piedras, pero que aún exhibía el marrón oscuro de Strange e Hijos. Su conductor era un muchacho con una gran mata de pelo, vestido con los pantalones de pana y el gorro con hebilla típico de los transportistas, y una grasienta bufanda anudada al cuello. Eleanor ahogó un sollozo y tendió la mano para que él pudiera ver su anillo.
—Dime rápidamente —dijo con voz entrecortada por la agitación—, ¿dónde vives?
—En Durnovaria, Señora...
—Entonces eres vasallo mío —jadeó—. Defiéndeme contra esta traición...
El muchacho respondió algo, sobresaltado; no oyó sus palabras. Sus manos se dirigieron rápidamente hacia el regulador y el freno, y Eleanor oyó el súbito rugir de la máquina puesta a toda su potencia. Se echó a un lado; algo caliente salpicó su cara, el humo llenó sus pulmones, y el tren pasó, ganando velocidad en la carretera, con la locomotora medio oculta por el vapor mientras el maquinista hacía sonar el silbato una y otra vez.
Lo que ocurrió a continuación fue confuso, Los caballos, agrupados, se dispersaron ante el chillido del hierro; el transportista hizo girar el volante, saliéndose de la carretera. Tres de los vagones se soltaron; los otros, cargados hasta los topes y cubiertos con lonas, se inclinaron peligrosamente tras la máquina mientras ésta se dirigía directamente hacia Sir Anthony Éste lanzó un bramido de rabia y empuñó su espada; uno de los caballos dio un salto, lanzando al soldado que lo montaba por encima de su cabeza; el pecho de otro de los perseguidores fue destrozado por una cascada de bloques de piedra, Uno de los jinetes apuntó su pistola y disparó a ciegas; la bala rebotó en el frontal de la locomotora, lanzando esquirlas ardientes contra el rostro del maquinista. Éste se llevó las manos a la cara, y un segundo disparo le alcanzó en la axila, haciéndole caer de la plataforma, La locomotora, con el regulador completamente abierto, pasó a tumba abierta por el lado de Sir Anthony. Cincuenta metros más adelante, una de sus ruedas golpeó un montículo bajo de hierba. Dio un bote, retenida por el peso de su carga; se oyó un inmenso crujido, una explosión de vapor, y volcó de costado, con el volante aún girando y las brasas del hogar esparciéndose sobre la hierba. Las llamas se alzaron de inmediato, reflejándose brillantes por entre el denso humo ascendente. Estuvo ardiendo todo el resto del día; llegó la noche antes de que un muchacho pudiera acercarse lo suficiente al desastre como para arrancar el tapacubos de una de las enormes ruedas. Lo guardó en su casa, lo limpió y lo abrillantó; y media vida más tarde aún solía contarles a sus hijos la historia, luego sacaba el gran disco y lo trataba con mimo, y les decía que procedía de una gran máquina de vapor que se había llamado Lady Margaret.
Ya no era posible escapar. Eleanor se levantó tristemente y permitió que la sujetaran por las muñecas, apretándolas contra sus costados, Vio al senescal, con los brazos en idéntica posición y un extraño brillo de rabia en los ojos; a su lado, otros dos hombres sostenían al maquinista, El muchacho estaba tosiendo, con el rostro cubierto de sangre. El segundo disparo de Sir John había alcanzado al Mariscal Preboste en la punta del pulgar, medio arrancándole la uña, que había quedado en ángulo recto con respecto a la carne; estaba dando saltos y gritos, cubriéndosela con un pañuelo.
—Cuando los esclavos se rebelan —dijo, echando chispas—, alzando los puños contra sus amos, sólo se puede hacer esto... —El maquinista fue llevado hacia delante. Eleanor gritó; la espada cayó silbando contra su cuello. El golpe, mal dado, no le mató; el muchacho se dirigió hacia ella, empapando sus pies en sangre mientras ella se echaba hacia atrás instintivamente, presa del pánico. Pareció transcurrir una eternidad antes de que todo acabara; el cuerpo cayó en medio de aparatosas convulsiones antes de sumirse en la inmovilidad.
Ésta era la primera muerte violenta que Lady Eleanor presenciaba; y tuvo resonancias de horror que nunca iba a olvidar. Hundió la cabeza, intentando no desmayarse, observando cómo la sangre manaba brillante y se mezclaba con la tierra. No se desmayó; en su lugar, empezó a vomitar, Los espasmos se hicieron más y más violentos; se soltó de los hombres que la mantenían sujeta y cavó de rodillas, respirando con dificultad. Cuando acabo, alzo un rostro tan pálido como la nieve, hasta los mismos labios, y empezó a insultarles. Les insultó en inglés y francés, céltico, latín y gaélico; maldijo a Sir Anthony y a sus hombres, prometiéndoles una docena de muertes distintas con una voz suave y casi amable que pareció fascinar al Mariscal Preboste: dejó de preocuparse de su pulgar y se quedó mirándola; luego se serenó y gritó a sus hombres que fueran a buscar los caballos que quedaban sin jinete. El senescal fue obligado a montar; un soldado colocó a Eleanor delante de él en su silla, y el grupo se puso en marcha, dejando atrás los crujientes restos del tren, con la indudable intención de reunirse con alguna barca de pesca que debía estarles esperando para llevar a los cautivos fuera del alcance de cualquier búsqueda. En aquellos días existían hombres en Poole que hubieran llevado al mismísimo Rey a la esclavitud si el precio era suficiente.
Cualquiera que fuese el plan que Sir Anthony tuviera en mente, nunca fue llevado a la práctica. En algún punto en la zona de los páramos, los transmisores de señales habían divisado el distante resplandor del fuego con sus potentes lentes Zeiss, y la columna de humo procedente del tren en llamas era fácilmente visible desde Corfe. Las señales volaron, alertando no sólo a la guarnición del castillo sino también a la milicia de Wareham; el grupo fue interceptado antes de que pudiera llegar al mar. El Mariscal Preboste se detuvo cuando vio que estaba rodeado, y hubiera aprovechado el hecho de tener a Eleanor como rehén si ésta no hubiera mordido furiosamente la muñeca del hombre que la sujetaba y hubiera saltado del caballo por segunda vez aquel mismo día. Cayó sobre una mata de aulaga, y se levantó arañada, sangrando y más furiosa que nunca; la lucha acabó en cuestión de minutos, y Sir Anthony y sus hombres depusieron las armas.
Eleanor avanzó cojeando hasta donde estaban todos, rodeados por un círculo de armas. Algunos hombres corrieron hacia ella, pero los apartó. Caminó lentamente alrededor de los prisioneros, frotándose el labio, sacudiéndose inconscientemente las briznas de hierba y las ramitas de su falda; y pareció como si la rabia hirviera y burbujeara en su cerebro como los vapores de algún extraño vino.
—Bien, Sir Anthony —dijo—. Hice una pequeña promesa en la carretera. Y aquí en el oeste, veréis que cumplimos nuestra palabra... —El hombre intentó entonces llegar a un acuerdo con ella, o quizá simplemente suplicar por su vida; pero ella le contempló como si estuviera hablándole en un idioma desconocido—. Pedidle clemencia al viento —dijo, casi con asombro—. Rogadle a las piedras, o a las grandes olas del mar. No me gimoteéis a mí." —Se volvió hacia el senescal—. Colgadles —dijo—. Por traición y asesinato...
—Señora...
Dio una patada en el suelo y le gritó bruscamente:
—Colgadles... —A su lado, un soldado montaba un inquieto caballo: le agarró por la chaquetilla y lo desmontó de un tirón, casi haciéndolo caer. Subió al animal y se alejó antes de que pudiera alzarse ninguna mano, cabalgando con rabia y golpeando el cuello del noble bruto con el puño. El senescal la siguió, dejando que los prisioneros corrieran su suerte. Eleanor detuvo su caballo a una milla del castillo, desmontó y corrió hacia una loma desde donde podía ver su hogar, las murallas, las torres y las colinas que las rodeaban, todo claramente recortado contra el cielo. Aferró las riendas del caballo del senescal cuando éste llegó a su lado, retorciéndolas entre sus dedos. Si él esperó en algún momento que la cabalgada la hubiera calmado, pronto vio que no había sido así. Ella se sentía demasiado alterada para poder hablar; las palabras brotaron de su boca como el crujido de finas láminas de cristal.
—Sir John —dijo—, antes de que nuestra gente llegara y tomara esta tierra con sangre en el campo de Santlache, a este lugar se le llamaba un Portal, ¿no es cierto?
—Sí, Señora —dijo él pesadamente.
—Creo que no sería mala idea que todo volviera a ser como antes —dijo—. Ve a mis oficiales en la Gran Llanura y al norte hasta Sarum Town. Ve al oeste a Durnovaria, y al este hasta el pueblo que se halla sobre el Bourne. Diles... —se atragantó, y se rehizo con un esfuerzo—. Diles que no paguen ningún diezmo a Purbeck excepto en armas. Diles que el Portal está cerrado, y que Eleanor tiene la llave... —Se quitó el anillo de su dedo—. Toma mi anillo, y ve...
Él la sujetó por los hombros e hizo que se girase, observando sus ardientes ojos.
—Señora —dijo con deliberada lentitud—, esto es la guerra...
Ella se soltó de un manotazo e inspiró profundamente.
¿Irás —dijo, echando chispas por los ojos—, o tendré que enviar a otro?
Él no dijo nada más; dio un ligero talonazo a su caballo y le hizo volverse en dirección opuesta; galopó hacia el norte, alzando una nube de polvo a lo largo de la carretera de Wareham. Eleanor montó de nuevo en su caballo y se lanzó al galope, gritando, hacia el valle, dispersando a los pequeños coches traqueteantes que halló a su paso y enviándolos a la cuneta sin previo aviso; y aunque los soldados espolearon sus caballos hasta hacerlos sangrar, nadie pudo alcanzarla.
Se enviaron mensajes a Carlos en Londinium, pero las torres de señales se limitaron a responder que el Rev había partido ya hacia las Américas. El golpe de Sir Anthony había sido muy bien calculado; aunque había rumores que decían que el Gremio era capaz de enviar mensajes incluso al Nuevo Mundo, por medios que nadie era capaz de adivinar, no había ningún modo conocido de contactar con un barco en alta mar, Mientras tanto, los seguidores del Mariscal Preboste alborotaban en la capital, amenazando con muertes, destrucciones y cosas peores, mientras Henry de, Rye y Deal, siguiendo instrucciones directas de Roma, reunía apresuradamente sus tropas. Lo que Eleanor había predicho se estaba confirmando en su mayor parte: en ausencia del Rey todo tipo de perros empezaban a ladrar. El hecho de que la disputa se hubiera producido inicialmente como resultado de lo que ahora se reconocía en líneas generales como un error administrativo hacía la situación aún más irónica.
Eleanor tuvo que afrontar muchos problemas en Dorset. No le costó mucho reclutar hombres en los distritos circundantes, los plebeyos no dudaron en unirse bajo su estandarte, pero un ejército como corresponde debe ser alimentado, vestido y armado. Durante varios días, el odio la mantuvo activa mientras trabajaba con sus capitanes y sirvientes de la casa preparando las listas de lo que iba a necesitar. El dinero era, claramente, el primer punto esencial; y por ello cabalgó hacia el norte, a Durnovaria. Lo que ocurrió entre ella y su anciano abuelo jamás se supo; pero durante toda una semana las máquinas de vapor adornadas con cintas carmesíes avanzaron en dirección al Portal de Corfe, transportando todo tipo de productos. Trajeron harina, cereales y ganado, carne en salazón y conservas, municiones, pólvora, baquetas y balas para los mosquetes, cuerda y mecha lenta, aceite, queroseno y alquitrán; las cadenas de los montacargas zumbaron durante toda la noche, las grúas accionadas por sudorosos asnos elevaron una carga tras otra hasta lo alto de la fortaleza. Eleanor no tenía la menor idea de qué tipo de apoyo podría disponer del resto del país, de modo que se preparó para lo peor abarrotando las murallas de hombres y de suministros. Así fue como Henry halló aquel lugar tan bien preparado, y tan dispuesto a matar o morir.
Eleanor llamó al senescal a su habitación la tarde después de la masacre. Estaba pálida como un muerto, sus ojos rodeados de sombras oscuras; le indicó que tomara asiento, y ella se sentó también, observando la luz y las sombras del fuego.
—Bien, Sir John —dijo al fin—. He estado aquí pensando en una frase gloriosa para... para lo que ha ocurrido esta mañana. Es ésta: «He espantado un moscardón romano de mis paredes». ¿No te parece inspirada?
El senescal no respondió, y ella se puso a reír y toser.
—Desde luego no nos sirve de mucho —admitió—. Lo único que aún puedo ver es a todos esos hombres retorciéndose en el foso y en el camino, De algún modo, ninguna otra cosa parece real al lado de eso. Ya no.
Él aguardó de nuevo, sabiendo que sus palabras no serían de ninguna ayuda.
—He expulsado al padre Sebastian —prosiguió ella—. Me dijo que no había perdón para lo que yo había hecho, ni que fuera caminando descalza hasta la mismísima Roma. Le dije que entonces lo mejor que podía hacer él era irse: si no había perdón para mí, él ya no era de ninguna ayuda, y se estaba exponiendo a un pecado mortal si se quedaba. Le dije que sabía perfectamente que estaba condenada, porque era yo misma la que me había condenado; no tenía que esperar a que ningún dios lo hiciera por mí. Eso fue lo peor de todo, sin la menor duda; únicamente lo dije para herirle, pero luego me di cuenta de que en realidad sentía lo que decía, simplemente había dejado de ser cristiana. Le dije que, si era necesario, reviviría algunos de los antiguos dioses, Thunor y Wotan quizá, o Baldur en vez de Cristo; porque él mismo me había enseñado hacía muchos años, cuando yo todavía le escuchaba sentada en sus rodillas, que Baldur era simplemente una forma más antigua de Jesús, y que habían existido muchos dioses que habían derramado su sangre por nosotros.
Se sirvió un poco de vino, sin demasiada firmeza en su mano.
—Y luego me pasé el resto de la tarde emborrachándome, o intentándolo. ¿No te repugno?
Él negó con la cabeza. Nunca la había criticado, ni una sola vez en su vida; y ahora no era el momento de empezar.
Ella se echó a reír de nuevo y se restregó la cara.
—Necesito... algo —dijo—. Quizás un castigo. Si te ordenara que buscaras un látigo y me azotaras hasta que de mi cuerpo brotara la sangre, ¿lo harías?
Él volvió a negar con la cabeza, con los labios apretados.
—No —admitió ella—. Probablemente no lo harías, creo que no... Cualquier cosa menos herirme. Siento deseos de... gritar, o de ponerme enferma, o de algo. Quizá ambas cosas. John, cuando me excomulguen, ¿qué hará nuestra gente?
Él ya había meditado cuidadosamente aquella respuesta.
—Repudiar a Roma —dijo—. Las cosas han ido demasiado lejos para poder volver a sus cauces. Tú misma puedes verlo, Señora.
—¿Y el Papa?
Pensó de nuevo durante unos instantes.
—Hará algo, por supuesto —dijo—, y lo hará rápidamente. Pero no le veo enviando un ejército por barco desde Italia simplemente para destruir un foco de rebelión. Lo que es más probable que haga será dar instrucciones a su gente de Londinium para que se lancen contra nosotros; y también supongo que veremos a algunos de los Seigneurs del Loira y de los Países Bajos que acudirán para ver lo que pueden sacar de toda la confusión, Llevan bastantes años deseando hacer unas cuantas reclamaciones sobre tierra inglesa, y ciertamente nunca tendrán una mejor ocasión.
—Ya veo —dijo ella tristemente—. En resumidas cuentas, no he hecho más que organizar con todo esto un lío tremendo; con Carlos fuera del camino, lo único que he conseguido ha sido ponerme enteramente en manos del Papa. Todo el que quiera se lanzará ávidamente sobre Inglaterra con la total bendición de la Iglesia, para sofocar una revuelta armada, Ni siquiera puedo llegar a imaginar cómo será el final.
Eleanor se levantó y se puso al caminar a lo largo y ancho de la habitación, incansablemente.
—Es inútil —dijo—. No puedo quedarme simplemente sentada y esperar, no al menos esta noche.
Mandó llamar a un escribano y a los oficiales que comandaban las tropas y la artillería, con la intención de trabajar todo el resto de la noche recopilando listas de provisiones adicionales que podrían necesitar para resistir un estado de sitio a gran escala.
—No hay duda —dijo Eleanor en un atisbo de su antiguo sentido práctico— de que vamos a estar cercados durante un considerable período de tiempo, al menos hasta que Carlos regrese. Tampoco podemos esperar actitudes caballerescas acerca de dejarnos salir con nuestras armas ni nada de esto: todo el asunto es demasiado serio. Pero al menos sabremos, cuando hayamos terminado, quién lleva las riendas del país: si nosotros, o un sacerdote italiano. —Sirvió vino—. Bien, caballeros, oigamos sus recomendaciones. Tendrán todo lo que les haga falta: armas, hombres, provisiones. Sólo les pido una cosa: no olviden nada. No nos podemos permitir el lujo de olvidar detalles, Recuerden que existe una cuerda, o algo peor, esperándonos a cada uno de nosotros si cometemos tan sólo un error...
El senescal se quedó con ella después de que todos los demás se hubieron ido, sentado bebiendo vino a la luz del fuego y hablando de todos los temas, desde dioses hasta reyes; del país, su historia y sus gentes; de Eleanor, de su familia y de su educación.
—¿Sabes? —dijo ella—. Es extraño, Sir John, pero esta mañana, cuando disparé el cañón, me pareció como si me estuviera desdoblando fuera de mí misma, como si estuviera observando desde fuera lo que hacía mi cuerpo. Como si yo, y tú también, todos nosotros, no fuéramos más que minúsculas marionetas sobre la hierba. O sobre un escenario, Pequeños objetos metálicos representando papeles que no comprendíamos. —Miró su vaso de vino, agitándolo ligeramente entre sus dedos para ver las llamas y la luz de las lámparas danzar en el interior del líquido; luego alzó la vista, con los ojos opacos y oscuros—. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Él asintió gravemente.
—Sí, Señora...
—Sí —dijo ella—. En cierto modo, es como... como una danza, un minué o una pavana. Algo majestuoso y sin sentido, con todos los pasos establecidos de antemano. Con un principio y un fin... —Se sentó al lado del fuego, con las piernas dobladas debajo de su cuerpo—. Sir John —dijo—, a veces pienso que la vida es toda una masa de trascendencias, todo tipo de hilos y trenzas tejidos como un tapiz o un bordado. Y si tiráramos de uno de ellos o si lo rompiéramos, la estructura de todo el tejido se alteraría inmediatamente. Entonces pienso... que todo es absolutamente sin sentido, que significaría lo mismo hacia adelante que hacia atrás, con los efectos llevando a las causas y éstas a más efectos... Quizá sea esto lo que ocurra, cuando lleguemos al final del Tiempo. Todo el mundo se soltará como un muelle, y se replegará de nuevo hacia el principio... —Se frotó la frente, cansada—. Lo que estoy diciendo no tiene sentido, ¿no es así? Se me está haciendo demasiado tarde...
Con delicadeza, el senescal retiró el vino de sus manos. Ella se mantuvo inmóvil unos instantes; y cuando habló de nuevo ya estaba medio dormida.
—¿Recuerdas haberme contado una historia, hace ya varios años? —le preguntó—. Acerca de cómo a mi gran tío Jesse se le rompió el corazón cuando mi abuela no quiso casarse con él, y de cuando mató a su amigo, y de cómo de algún modo eso fue el principio de todo lo que consiguió después... Parecía tan real, estoy segura de que tuvo que ser así. Bien, ahora puedo acabarla en tu lugar, Puedes ver la Causa y el Efecto a través de todas las cosas. Si nosotros... ganamos, será gracias al dinero de mi abuelo. Y el dinero de mi abuelo está allí debido a Jesse, y él lo hizo a causa de una chica... Es como las Muñecas Rusas. Siempre hay una más pequeña dentro de la otra, siempre; hasta que se hacen tan pequeñas que apenas se pueden ver; pero siguen estando allí...
Él aguardó un poco más; pero ella no volvió a decir nada.
Durante varios días el castillo hirvió de actividad. Los mensajeros de Eleanor salieron a explorar los campos circundantes para traer más hombres, provisiones y carne, La gran muralla inferior fue acondicionada para albergar a los animales; los corrales y establos improvisados se alineaban a lo largo de los muros. Las máquinas de vapor llegaron de nuevo, trayendo alimento para el ganado y balas de heno desde Wareham, cruzando la carretera con los vagones repletos, retumbando al cruzar el portalón exterior para descargar su mercancía en grandes montones sobre la hierba. Colocaron bajo cubierto toda la carga posible; los montones que quedaron expuestos al aire libre fueron tapados con lonas, turbas y piedras. El forraje sería el blanco principal si el enemigo traía máquinas incendiarias. Durante todo el día se oía ruido de cadenas, al igual que durante la mayor parte de la noche, transportando las provisiones hasta los almacenes, llevando saetas a los ballesteros, pólvora y munición a los arcabuceros, cargas para los grandes cañones. Las torres de señales no paraban casi nunca, El país ardía: Londinium estaba armándose, reclutas de Sussex y Kent avanzaban en dirección al oeste. Fue entonces cuando llegaron las peores noticias. Desde Francia, desde los castillos del Loira, centenares de hombres se dirigían a luchar en la Santa Cruzada, mientras en el sur se estaba embarcando un segundo ejército con dirección a Inglaterra. John no le mencionó nada de esto a Eleanor, pero las intenciones de Roma eran más claras que cualquier mensaje. Su Señoría redobló los esfuerzos. Las locomotoras, remolcando grandes cadenas de hierro, talaron los árboles de las márgenes del foso de agua; partidas de trabajadores quemaron los chaparrales de las laderas que daban acceso al castillo, los árboles y arbustos que habían crecido libremente allí con el transcurso de los años; y sobre el campo ennegrecido se vertió tonelada tras tonelada de yeso en polvo. Las laderas brillarían ahora a la luz de las estrellas, mostrando las siluetas de los hombres que se atrevieran a subirlas. A pesar de todo, los visitantes seguían llegando, aparcaban sus coches en la plaza del pueblo, invadían el castillo, cruzaban los portalones y se paseaban por las murallas, contemplando los cañones y estudiando a los centinelas en sus puestos de guardia, metiendo sus narices en esto, sus inquietos dedos en aquello, y estorbando a todo el mundo casi todo el tiempo. Eleanor hubiera deseado cerrarles sus puertas; pero el orgullo se lo prohibía. El orgullo, y el consejo del senescal.
—Deja que la gente lo vea —murmuró—. Apela a su simpatía, recurre a su entendimiento. Piensa que en los meses venideros vas a necesitar todo el apoyo que puedas obtener del país.
El decimotercer día después de la masacre, el senescal se levantó y se vistió tan pronto despuntó el nuevo día. Bajó lentamente por el camino que cruzaba la fortaleza aún dormida, a través de pasillos y salas encajadas como las celdas de un panal en las gruesas paredes, cruzando aberturas en forma de arco y pequeñas ventanas que daban paso a un atisbo de la lívida luz. Pasó por delante de un centinela que dormitaba en su puesto; el hombre se puso firmes, arrastrando el extremo de su lanza sobre la piedra. Sir John reconoció el gesto y alzó pensativo una mano, con la mente y los pensamientos muy lejos de aquel lugar. Fuera, en el áspero aire de la parte alta de la muralla, se detuvo un instante. A su alrededor los altos muros se agigantaban en la oscuridad, sombras masivas rematadas por los pequeños cuerpos de los hombres; el aliento de los guardias se mostraba en pequeñas nubecillas de vapor encima de sus cabezas. Más abajo se apelotonaban los tejados del pueblo, pálidos y azulados; extrañas luces ardían aquí y allá; en medio de los páramos, un resplandor solitario le mostraba por dónde andaba el hijo de un albañil, con una linterna en la mano, en dirección a su trabajo. Se dio la vuelta, con los ojos abiertos pero sin mirar a nada en concreto, con la mente vuelta hacia dentro, A estas horas de la mañana parecía como si el Tiempo se hubiera detenido, girando y fluyendo sobre sí mismo antes de volver a encarrillarse, apremiando la venida del nuevo día. El castillo, como una gran corona oscura de piedra, parecía estar montado no sobre una colina sino sobre una grieta en la línea del tiempo, un nudo de quietud a partir del cual se podían extender posibilidades tan ilimitadas como los viajes del sol. Nadie, aparte el senescal, podía entender aquellos pensamientos en aquel momento. Eran pensamientos ancestrales, los primeros pensamientos de los primeros seres humanos; y el senescal pertenecía a una raza ancestral.
En lo más alto de la segunda muralla, la rechoncha torre Butavant sobresalía sobre el precipicio de hierba quemada como el mascarón de proa de un barco. El senescal se detuvo ante la puerta inferior, con una extraña mirada posada en el horizonte, y se volvió lentamente para observar la torre Challow Y en aquel momento, casi de una forma delicada, los brazos articulados empezaron a moverse.
Ascendió los peldaños de la escalera de la torre, arrastrando los pies sobre la piedra, oyendo tras de sí un tamborileo y una voz. Un paje de señales corría apresuradamente junto a la muralla; no era más que un muchacho, con las medias arrugadas, el tabardo cayéndole de los hombros y la libreta de notas en una mano mientras se frotaba los ojos con la otra. A lo lejos, sobre la inmensa extensión de los páramos, en la mezcla azulada de cielo y mar, una luz brillaba y se perdía. Luego otra y otra más, y también un punto algo menos oscuro que muy bien podía ser una vela. Como si una flota hubiese anclado y aguardase al pairo, tras desembarcar sus tropas.
En la parte alta de la escalera una puerta cerrada con llave daba acceso a una minúscula estancia excavada en la piedra. De esa puerta, sólo el senescal tenía la llave. La propia llave era extraña, un pequeño objeto de cabeza redondeada que en vez de dientes tenía una ondulada cresta de bronce. La insertó en la cerradura, la giró; la puerta se abrió. La dejó entornada tras él; sus manos trabajaron ágilmente, preparando el aparato mágico que los Papas, en su sabiduría, habían prohibido hacía tiempo, Piezas de bronce y piezas de roble tintinearon y repiquetearon; una pequeña chispa azul saltó del aparato. Su nombre y sus preguntas fluyeron a un éter aún no descubierto, invisible, silencioso y mil veces más rápido que las torres de comunicaciones. Sonrió con calma, cogió un papel y una pluma, y empezó a escribir. Se oyeron pasos en el exterior; una voz llamó con urgencia, La ignoró, perdido en aquella mágica sensación, todo su cuerpo centrado en el objeto que chisporroteaba y destellaba entre sus dedos.
Tras él, la puerta se abrió lentamente. Oyó una profunda inspiración, el leve sonido de un zapato sobre la piedra; giró ligeramente la cabeza, con los papeles en la mano. El objeto encima de la mesa repiqueteaba chillonamente, sin que nadie lo tocara ni accionara manualmente. Sonrió de nuevo, con amabilidad.
—Señora...
Ella retrocedió con los ojos abiertos como platos y la mano aferrando su garganta, tirando del chal que llevaba echado sobre los hombros. Su voz sonó hueca en la habitación.
—Nigromancia...
El senescal abandonó la máquina y la siguió apresuradamente.
—Eleanor... —La alcanzó al final de las escaleras—. Eleanor, pensé que tenías más imaginación... —La sujetó por la muñeca y la arrastró tras él. Ella le siguió indecisa, casi resistiéndose. En la habitación, el aparato resonaba y chisporroteaba frenéticamente. Cruzó el umbral de la puerta, con la boca medio abierta y apoyándose con una mano sobre la piedra de la pared, observó la pequeña máquina agitándose como poseída por el diablo.
Él se echó a reír.
—Pasa. No sería bueno que tu gente lo viera.
La puerta se cerró tras ella; el cerrojo resonó con un golpe seco. Su boca temblaba; no podía apartar los ojos de lo que veía en el banco.
—Sir John —dijo titubeando—. ¿Qué es esto?
Él hizo un gesto impaciente, con las manos ocupadas.
—Una manifestación del fluido eléctrico, conocido y usado por el Gremio desde hace una generación.
Ella le miró como si le viera por primera vez. Dijo, llena de dudas:
—¿Es un lenguaje? —Se acercó un poco más al banco, perdido parte de su miedo.
—De alguna manera.
—¿Quién te habla?
—El Gremio de Transmisores de Señales —dijo él brevemente—. Pero eso no importa. Señora, las torres de señales seguirán agitándose todo el día. Esto es lo que dirán, lo que va están diciendo...
Antes de que pudiera terminar, una voz sonó sobre sus cabezas; les llegó débil a través de la piedra, llena de resonancias y misterio:
—¡Caerphilly se ha levantado en armas...!
Eleanor se estremeció y alzó la mirada; su boca se agitó, pero ningún sonido brotó de ella.
—Y Pevensey —dijo el senescal, leyendo—. Y Beaumaris, Caerlon, Orford... Bodiam se ha declarado a favor del Rey, Caervarnon ha quemado la Carta. Y Colchester, Warwick, Framlingham; Bramber, Cardiff Chepstow...
Sin oír más, ella corrió hacia él y se le abrazó, riendo y llorando, bailando en aquel minúsculo espacio, agitando cables, baterías y bobinas. Y durante todo el día el sonido siguió llegando desde la colina al tiempo que los viejos brazos que ya no eran de ninguna utilidad continuaban desgranando sus mensajes. Durante todo el día hasta el anochecer e incluso después de hacerse oscuro, deletreando nombres en un interminable collar hecho de arcos de fuego; los lugares antiguos, los lugares orgullosos: Dover, Harlech y Kenilworth, Ludlow, Walmer, York... Y desde lo más lejos en el oeste, llamando a través de las brumas marinas, las palabras que eran como el tintineo de una vieja armadura: Berry, Pomeroy Lostwthiel, Tintigael, Restormel; mientras las luces avanzaban arrastrándose entre los páramos y brillaban a lo lejos en medio del mar. A medianoche, los brazos dejaron de funcionar; a la mañana siguiente el Portal de Corfe estaba sitiado, y nada se movía en las torres de señales excepto los oscilantes cuerpos de sus hombres.
El levantamiento de las fortalezas reales y de la nobleza en todas partes del país alivió a los defensores del principal peso de la armada; los ejércitos que se dirigían tierra adentro, desplazándose apresuradamente y de noche, fueron arrasados por la artillería de Eleanor cuando cruzaban los pasos entre las colinas. Quedaron unos quinientos hombres para sitiar Corfe. Se trajeron consigo, o construyeron sobre el mismo terreno, una amplia variedad de máquinas, ballestas y catapultas; y esas armas, junto con los tres grandes cañones Persuasor, Fe de Roma y Hombre Lobo, probaron puntería contra las murallas desde el valle y las laderas de las colinas circundantes. Pero era tanta la distancia y tan grande la altura que pocos proyectiles llegaron a salvar la muralla exterior En su mayor parte golpearon las piedras de la parte baja de las almenas, rebotando con hueco estruendo; los escasos disparos que penetraron en las murallas fueron bienvenidos por los hombres de Eleanor como contribución a sus propios suministros. Las máquinas instaladas por Su Señoría tuvieron mejor puntería y suerte, y junto con los grandes cañones causaron tales estragos que las líneas enemigas tuvieron pronto que retirarse más allá del foso de agua, Desde allí, los hombres del Papa lanzaron ataque tras ataque, variando sus métodos con la esperanza de poder tomar por sorpresa a los defensores; pero inevitablemente, en cada ocasión, fueron repelidos. Emplearon galápagos, cada uno de ellos llevado sobre las espaldas de una docena de hombres; los tiradores más experimentados destrozaron las piernas de los infelices que estaban debajo, haciéndoles caer junto con sus artefactos sobre el riachuelo, dejando tras ellos largas franjas de color rojo sobre las laderas. Un intento de cavar un túnel fue observado con más curiosidad que preocupación, mientras que las torres móviles sólo podían ser utilizadas contra el portalón. Construyeron una sobre la zona de los páramos, detrás de los cañones largos: una pesada torre cubierta con pieles mojadas y con tres niveles para los tiradores, Efectuó un intento de acercamiento durante un amanecer, retumbando por las calles del pueblo, movida por cien sudorosos soldados; Gruñón, atrincherado tras una triple línea de sacos de arena, la destripó de un solo disparo, arrojando a los hombres que contenía, enteros y hechos pedazos, a ambos lados del gran foso.
Tras esto hubo una pausa en la lucha, y los sitiadores llamaron a Eleanor, prometiéndole el perdón de Juan (cosa que no podían garantizar) y preguntándole qué era lo que se proponía, si creía que podía hacer la guerra contra todo el mundo, Entonces enviaron un heraldo, con presuntas cartas de Carlos diciéndole que la causa estaba perdida y que debía rendirse ante Roma. Lo despidió sin contemplaciones, prometiéndole que, si volvía otra vez con una misión tan evidentemente falsa, lo colocaría sobre el brazo de una catapulta y lo enviaría de vuelta a su campamento por vía aérea. A esto siguió un bombardeo más intenso que nunca. Durante todo el día las piedras rugieron en el aire, mientras el polvo se elevaba en las canteras cercanas, donde los pedreros se afanaban en cortar y redondear más y más rocas para las armas. Los hombres cargaban contra las escarpas, azuzados por sus oficiales con mosquetes preparados y dispuestos a disparar a la espalda de los indecisos. Eleanor les dio una terrible lección. Los defensores se retiraron, aparentemente en medio de una gran confusión, de un sector entero de la muralla inferior. Los hombres de Roma, aullando como demonios aterrorizados, corrieron hacia la Puerta del Mártir y se apelotonaron allí, golpeando e intentando arrancar las barras del rastrillo. Cuando se dieron cuenta de su error, ya era demasiado tarde para poder salvarse. La reja exterior, oculta lejos de su vista, cayó bruscamente, aprisionándoles como animales en una jaula; y a través de las aberturas sobre su cabeza recibieron una lluvia de aceite hirviendo. A partir de entonces los sitiadores se volvieron más cautos, y acamparon, dispuestos a rendir el castillo por el hambre; pero cuando llegó noviembre, las Navidades y el Año Nuevo, las banderas seguían ondeando sobre la imponente fortaleza: la oriflama, las flores y los leopardos de la casa de Eleanor. Aún no había noticias del Rey; ni la taumaturgia, ni tampoco la telegrafía sin hilos, le eran útiles al senescal en aquellos momentos. El país estaba en silencio. Por fin llegaron noticias, traídas por un oficial de señales que consiguió atravesar una noche las líneas enemigas, agonizando con una flecha profundamente clavada en su espalda. Beaumaris había caído, y Caerlon, e incluso la poderosa torre de Dubris, que había resistido cuarenta días antes de abandonar la lucha.
Eleanor estuvo levantada hasta muy tarde aquella noche, caminando por las habitaciones de la torre y por las murallas, donde se amontonaban los restos de la batalla. El senescal fue hacia ella, en el melancólico espacio de tiempo previo al amanecer, cuando las antorchas se consumen lentamente y los centinelas dan cabezadas en sus puestos o se levantan de un salto alarmados de pronto por el suave murmullo de las contraventanas. La bruma se alzaba sobre los grandes páramos, y la luna quedaba eclipsada por las nubes.
—Dime, Sir John —murmuró con voz tenue, como perdida, que apenas se mezclaba con la acritud del aire—. Ven aquí a la ventana y dime lo que ves...
Él guardó silencio durante largo rato. Luego, pausadamente:
—Veo la bruma de la noche moviéndose sobre las colinas, y los fuegos del campamento de nuestros enemigos...
Hizo ademán de irse, pero ella le llamó con voz firme.
—Duende...
Él se detuvo, de espaldas a ella; entonces ella lo llamó por su verdadero nombre, aquel que era conocido entre los Antiguos.
—Te dije en una ocasión —murmuró mordazmente— que, cuando deseara la verdad, te lo pediría. Acércate y dime lo que ves.
Aguardó inmóvil mientras él pensaba, con la cabeza apoyada en una mano; podía sentir el calor de ella en la noche, el aroma de la leve presencia de su cuerpo.
—Veo el fin de todo lo que conocemos —dijo finalmente—. La Gran Puerta rota, los estandartes de Juan sobre las murallas...
¿Y yo, Sir John? —prosiguió ella, con un hilo de voz—. ¿Qué hay de mí?
Él no respondió de inmediato, y ella tragó saliva impaciente, sintiendo que la noche la envolvía y la oscuridad entraba en su cuerpo...
—¿Ves la muerte? —preguntó.
—Señora —dijo él suavemente—, hay muerte para todos...
Ella echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas, del mismo modo que se había reído meses atrás a la cara de Rye y Deal.
—Entonces —dijo— debemos vivir un poco mientras podamos...
Y aquella misma madrugada efectuaron una salida antes de que hubiera luz, con cincuenta hombres fuertes, y quemaron el Hombre Lobo; sus despojos aún están allí en la colina. Y el cañón de largo alcance Príncipe de la Paz destrozó los brazos de sus compañeros, brazos tan largos y robustos que nunca se llegó a encontrar madera para poder reemplazarlos. Y de este modo trajeron también el gran cañón y ella y la culebrina mantuvieron un diálogo Santa Márgara, a través del valle hasta que el humo cubrió el espacio existente entre las colinas como si se tratara del vapor de un caldero en ebullición.
Supieron de su llegada por los telégrafos. Era un hermoso día de verano cuando entró en la isla de Purbeck con su séquito, El asedio aún era fuerte; de hecho, los sitiadores habían lanzado un gran ataque, el primero en muchos meses, y en medio de la confusión él llegó casi sin ser anunciado. El primer indicio de su presencia fue el enmudecimiento de las armas en todo el valle. Fue un extraño silencio, como una respiración contenida que permitía oír el viento soplando sobre los páramos. Vieron sus estandartes en el pueblo, los caballos y la columna de asedio serpenteando por entre el terreno, y el senescal corrió apresuradamente en busca de su señora. La encontró en la segunda muralla; habían montado la culebrina sobre la torre Butavant, y estaban probándola contra los hombres que intentaban subir la cuesta que había más abajo, Eleanor iba sucia a causa del humo y la sangre; la sangre de uno de sus hombres que había sido herido por el fuego de un arma y cuya herida ella había ayudado a vendar. Se incorporó cuando vio al senescal y su expresión grave. Él asintió calmadamente, confirmando lo que ella había leído ya en su rostro.
—Señora —dijo simplemente—, vuestro Rey está aquí...
No tuvo tiempo de cambiarse ni de hacer ningún tipo de preparativo, porque la comitiva real estaba ya aproximándose y podía verse desde el puesto de guardia inferior. Bajó corriendo por la pendiente de la muralla hasta la puerta, mientras el senescal la seguía a cierta distancia. Nadie más se movió: ni los artilleros, ni los ballesteros, ni los tiradores que se alineaban sobre las murallas. Se detuvo al lado del Gruñón, en el mismo lugar donde se situó la primera vez, y se apoyó en su cañón. Ante ella estaban los estandartes y la armadura, los caballos mordisqueando sus bocados y dando pequeños brincos nerviosos ante el olor de la pólvora, los soldados de la escolta, con sus armas y sus espadas.
Él se adelantó solo, rechazando la protección. Vio las torres de la puerta, ahora sucias por el humo y marcadas por los impactos, el rastrillo hundido en el suelo, donde había caído hacía va más de un año y de donde no se había movido desde entonces. Se quedó mirando a Eleanor durante largo rato, de pie con los puños apretados al lado del cañón; luego avanzó y golpeó con la fusta de su látigo las barras que cortaban su paso, haciendo al mismo tiempo un gesto expresivo.
—Arriba...
Ella aguardó unos instantes, con el cabello flotando al viento sobre su rostro; luego hizo un gesto, con expresión contraída, a la gente que había más arriba. Una pausa; las cadenas crujieron; los contrapesos se movieron en sus canales. El rastrillo gimió y se alzó, arrancando la exuberante hierba que había crecido a sus pies. El Rey franqueó la entrada, agachando la cabeza bajo el hierro que iba penetrando lentamente en la piedra; las patas de su caballo resonaron sobre el duro suelo del interior Desmontó, avanzó hacia Eleanor; y sólo entonces se oyó el clamor de alegría extendiéndose por todo el pueblo, los soldados y la tropa, a lo largo y ancho de la gran fortaleza. Y la plaza se rindió, sólo ante su señor y a nadie más.
Habló una vez más con el senescal antes de abandonar su hogar. Era a primera hora de la mañana. El cielo, un color azul gris pálido, y la bruma depositada como una gran nube baja sobre los páramos, prometían un día de sofocante calor. Se sentó erguida sobre su caballo, la espalda recta, mirando a su alrededor. Debajo de las murallas, hasta donde estaban los cañones enganchados a sus armones cerca de la puerta exterior; por encima de la hierba destrozada y quemada, sobre las hileras de cruces perfectamente alineadas donde estaban enterrados los cadáveres, dentro de las paredes que habían ayudado a defender. Por encima de ella se alzaba la gran torre del homenaje, pálida a la nueva luz, vacía, desolada y expectante. Por debajo de ella, a unos cincuenta metros de distancia, el Rey de toda Inglaterra montaba en su caballo, rodeado por sus soldados. Parecía hundido y prematuramente viejo, cansado por meses de campaña, de disputas, maniobras y cambios, luchando contra hombres desesperados que sabían que en el mejor de los casos iban a perder sus hogares y su modo de vida, y en el peor sus propias vidas. Había ganado, si es que podía llamársele una victoria; la hirviente tierra estaba tranquila de nuevo. Él mismo había respondido a la pregunta que le había hecho a Eleanor.
Ella llamó a su senescal con un gesto, inclinando la cabeza junto a su caballo.
—Antiguo —le dijo—. Tú que serviste a mi padre tan bien, y a mí... Haz que mis emblemas sean el halcón y la rosa. La flor para que hunda sus raíces en la tierra, el pájaro para que disfrute del viento...
Él se inclinó, aceptando el extraño encargo.
—Señora —dijo—, nos encontraremos de nuevo. No obstante, será como deseas.
Se despidió de él únicamente una vez, alzando la mano; luego agitó las riendas de su caballo y le hizo dar la vuelta, bajando por el inclinado camino. Cruzó bajo las torres de la Puerta del Mártir hasta la gran muralla inferior, Los soldados cerraron filas tras ella, con los arneses tintineando; el grupo cruzó la barbacana exterior hasta más allá del pueblo, y ni una sola vez se volvió para dar una última mirada al castillo.
Hubo un proceso, o algo así. Una vida estaba en juego; así lo entendió Eleanor, de forma distante. Aquellos pomposos y engreídos caballeros, aquellos oscuros pasillos y salas de juicio, no le decían demasiado. La sentencia fue conmutada, por expreso deseo del Rey Carlos. Fue encarcelada en la Torre Blanca, donde permaneció varios años. La realidad dejó de molestarla. Solía tejer guirnaldas de flores frescas primaverales, mientras las nubes seguían acumulándose en el cielo de Dorset.
Muchas cosas estaban cambiando en Inglaterra; de eso también se daba cuenta, aunque débilmente.
Uno a uno, los castillos fueron cayendo. Sus murallas y sus almenas, sus torres y sus barbacanas, sus baluartes y los altos mástiles de las banderas. Los muros se agrietaron y se abrieron ante el viento. Carlos el Bueno, que ante todo había pensado en su gente, recibía ahora su precio por haberle hecho la guerra a Roma. Los zapadores sudaban, cavando túneles, envolviendo en paja sus arietes de madera.
En Corfe, un ruido sobre la colina. Un golpe; el movimiento de unos inmensos bloques sobre el riachuelo. Un rugido sísmico, un intenso brotar de polvo en medio del limpio aire.
La muerte de un gigante.
De Carlos, Eleanor recibió una puerta abierta, el sueño repentino de un centinela. Un caballo al lado de una puerta falsa. No eran cosas difíciles de conseguir. Se le ofreció dinero y consejo. Desdeñó ambas cosas. Y regresó donde siempre había estado su hogar.
El senescal la encontró, el único entre toda su gente. Ella llevaba el vestido y las medias con dibujos de una criada, pero él reconoció en seguida a su Señora.
Un triste día de octubre, muchos años después de que el último de los castillos hubiera caído en ruinas, dos hombres caminaban silenciosamente por las calles de un pequeño pueblo de la región occidental. Había algo urgente y reservado en sus movimientos; caminaban con rapidez, observando a su alrededor de vez en cuando para asegurarse de que no eran vistos. Cruzaron el arco de entrada de una posada y atravesaron el paso interior. Los tallos de una enredadera muerta colgaban de ese arco; un soplo de lluvia, arrastrado por el tiempo, mojó sus caras. Los desconocidos llamaron a la puerta y fueron admitidos; la puerta se cerró a sus espaldas con ruido de cadenas. Más allá había un corredor, casi tan oscuro como el alquitrán a la poca luz de la tarde que quedaba, y unas escaleras. Subieron silenciosamente. Al final había un descansillo, una puerta; se detuvieron ante ella y llamaron, con suavidad al principio, luego más imperiosamente.
La mujer que les abrió llevaba un amplio pañuelo recogido en torno a su garganta; su cabello, largo, caía sobre sus hombros.
—John —murmuró—. No esperaba... —Se interrumpió y miró con los ojos muy abiertos, dándose cuenta de que se había equivocado, mientras su mano se cerraba lentamente en torno al pañuelo. Tragó saliva, cerró los ojos—. ¿A quién buscáis? —Hizo la pregunta con voz neutra, sin reflejar la menor emoción.
—A Lady Eleanor —dijo con tranquilidad el más alto de los dos visitantes.
—No hay tal persona —dijo ella—. No aquí... —Hizo ademán de cerrar la puerta, pero ellos la empujaron y entraron en la habitación.
No hizo ningún movimiento para detenerles; en vez de ello se dio la vuelta y se dirigió hacia una pequeña ventana, donde permaneció con la cabeza hundida sobre el pecho y las manos sujetando el respaldo de una silla.
—¿Cómo me habéis encontrado? —preguntó.
No hubo respuesta. Se volvió para ver donde estaban: seguían allí, con los pies ligeramente separados sobre las tablas de madera del piso de la habitación. Hubo una larga pausa, luego una risa ahogada, casi como una tos.
—¿Habéis venido a arrestarme? —dijo—. ¿Después de todo este tiempo?
El hombre más alto agitó lentamente la cabeza.
—Señora —dijo—, no tenemos autorización...
Otra pausa, mientras el viento aullaba en torno a los aleros del edificio, lanzando una salva de gotas de lluvia contra las cortinas que cubrían las ventanas. Ella movió la cabeza y apretó los labios contra sus dientes. Se tocó el estómago y la garganta. Sus manos eran pálidas en la oscuridad, como dos mariposas blancas...
—Pero ¿no veis? —dijo—. No podéis... hacer lo que habéis venido a hacer. No ahora. ¿Es que no lo veis? No hay... palabras para deciros por qué, si no podéis verlo por vosotros mismos...
Silencio.
—No parece... posible —dijo ella. Y medio se rió otra vez—. En tiempos futuros, cuando la gente lea esto, no lo creerá. Nunca llegará a creérselo nadie... —Cruzó la habitación, se detuvo de espaldas a ellos. Oyeron el sonido de un líquido al ser vertido en un vaso, el entrechocar del borde del vaso contra unos dientes—. Me estoy comportando mejor de lo que pensaba —dijo—, pero no tan bien como debería. Es algo terrible tener miedo. Es como una enfermedad; como desear caer y no poder desmayarse. ¿Veis?, una nunca llega a acostumbrarse del todo a él. Se vive con él, y cada día es peor; y llega un día que es el peor de todos. Pensaba que, cuando ocurriera..., no tendría miedo. Pero me equivocaba...
Fue de nuevo hacia la ventana. El desconocido se adelantó; lo hizo lentamente, para que las tablas del piso no crujieran. Ella se quedó mirando el patio de la posada, y él la pudo ver temblar.
—Nunca llegué a pensar —dijo— que sería lloviendo. Son los detalles como éste los que una nunca puede llegar a imaginar. No deseaba que lloviera. —Depositó cuidadosamente el vaso—. Una nunca acaba de creer en los Grandes Pensamientos Últimos —dijo pensativa—. Pero parece que al final acaban por verse las cosas muy claramente. Recuerdo ahora cuántas veces he rogado que viniera la muerte. Cuando he estado sola y asustada por la noche. Realmente lo he hecho. Pero ahora puedo ver lo maravillosa que es la vida, Del mismo modo que es preciosa cada bocanada de aire que respiramos.
El hombre que estaba junto a la puerta se agitó impaciente, pero el otro alzó la mano. Eleanor se dio la vuelta, mostrándoles el brillo de las lágrimas sobre sus mejillas.
—Desde luego, es absurdo —dijo—. No vale la pena suplicaros, Pero ya veis que soy débil. Juré que no suplicaría, ni siquiera aunque tuviera la oportunidad, y lo estoy haciendo, Pero no por... mí misma. No por mí. —Inspiró lenta y temblorosamente—. No obstante, no me arrodillaré —dijo—. Aún poseo el suficiente sentido común para no hacerlo.
Se volvió de nuevo hacia la ventana.
—Estoy intentando recordar que tuve una buena vida —dijo, controlando lentamente el tono de su voz—. Mucho mejor de lo que me merecía, He conocido el amor; fue muy intenso y extraño. Y hubo un tiempo que... poseí toda la tierra que alcanzaba a ver. Podía subir... al más alto de mis torreones, y observar las colinas y el lejano mar; y todo aquello era mío, cada yarda era mía. Cada hoja de hierba. Y la gente acudía corriendo cuando yo la llamaba, y me servía, y hacía todo lo que yo pedía. Les amaba mucho, a todos; y creo que algunos de ellos me amaban también... Y algunos fueron heridos, y otros muertos, y el resto fue llevado por el viento...
—Señora —dijo bruscamente el desconocido—. Esto es ajeno a nuestra voluntad...
—Sí —respondió ella—. Pero vuestro Dios es un Dios irritable, ¿no es así? Mucho más irritable que el mío. —Tragó saliva y cruzó lentamente sus apretados puños sobre sus pechos—. Estoy... maldita —dijo—. Pero os compadezco. Que Él tenga compasión de vuestras almas...
El hombre que estaba junto a la puerta se humedeció los labios. El otro, medio girado, tenía la cara contraída, como expresando dolor; movió ligeramente la mano, sintiendo cómo la fina hoja del cuchillo se deslizaba sobre su palma.
John Faulkner subió lentamente las escaleras y dejó el cesto que llevaba al lado de la puerta. Llamó con suavidad, luego llamó otra vez; aguardó una respuesta, empezó a preocuparse, Movió ligeramente el tirador y empujó la puerta para abrirla. Al principio no la vio; estaba sentada en la silla de respaldo alto. Luego, sus ojos se dilataron. Corrió hacia ella, e intentó coger sus manos. Las tenía apretadas contra su costado; al instante vio las marcas de sangre en el suelo. El rastro rojo allá por donde se había arrastrado. Ella volvió la cabeza, abatida, con el rostro como una máscara de papel.
—Esto también —suspiró—. Esto también es de Carlos... —Alzó las manos, mostrándole el oscuro brillo en sus palmas.
Él permaneció de rodillas, con el aire silbando entre sus dientes; y cuando alzó la cabeza, su rostro estaba completamente cambiado...
—¿Quién ha hecho esto, Señora? —preguntó el senescal con voz ronca—. Necesitamos saberlo, para cuando vuelvan a cruzar los páramos...
Ella vio el ardiente impulso en lo más profundo de aquellos extraños ojos, y sujetó su muñeca, lentamente, mostrando dolor en su acción.
—No, John —dijo—. La Antigua Manera ha muerto. La venganza es... mía, dijo el Señor... —Echó la cabeza hacia atrás, apoyándola en el respaldo de la silla. Entreabrió los labios; había sangre en los dientes—. Ve... a por caballos —dijo—. Caballos... Rápido, John; por favor...
Él se puso en pie y aguardó unos instantes, mientras la observaba; luego salió corriendo para cumplir con su encargo.
Los dos caballos avanzaban lentamente a la primera y fría luz del amanecer. A su alrededor el viento aullaba y chillaba, agitando los capotes de los jinetes. Eleanor montaba encogida y fría; era el senescal quien llevaba las riendas de su caballo. Desmontó, y la sostuvo al ver que ella se inclinaba sobre la silla. Ante Eleanor, como a cientos de millas de distancia a la luz gris metálica, se alzaban las dos colinas que flanqueaban el lugar; entre ellas, allá donde una vez se alzara un gran palacio, se veían unos restos de piedras, destrozados y amontonados, con el cielo como fondo, A su alrededor, los nubarrones y la borrasca giraban incesantemente; y por encima de todo, hechos jirones, rígidos y descoloridos, aún ondeaban los restos de los nobles estandartes. Las banderas cobalto y oro.
Eleanor jadeaba, rápida y agónicamente; sus dedos se clavaron en el hombro del senescal, hundiéndose en su carne.
—Allí —dijo débilmente—. Allí, mira... El Gran Portal está roto; tú me lo dijiste, pero yo no te escuché... —Miró apagadamente a su alrededor, contemplando la difusa imagen de los páramos—. Éste... es el lugar —dijo—. No hace falta ir más lejos...
La bajó con cuidado de su caballo, y limpió la sangre que se había secado en su cuello y barbilla. La alzó de nuevo y la llevó allá donde los matorrales la protegieran del viento. Ella gritó, arqueando el cuerpo. Gritó otra vez y otra más, mientras el sonido desgarraba el húmedo aire, se elevaba y se desvanecía finalmente en el gran cielo oscuro. Los caballos se agitaron, aplastando sus orejas. Rebufaron, siguieron mordisqueando la hierba. Pacieron durante largo rato, incluso después de que Eleanor hubiera dejado de respirar y se quedara rígida y pálida.
Llegó una tropa de la caballería real, a última hora de la tarde. Hallaron sangre sobre la hierba, y a una mujer con la paz y el dolor reflejados al mismo tiempo en su rostro.
Pero el senescal había desaparecido.
CODA
Extraído de una guía oficial:
Entre Bourme Mouth y Swanage existe una zona de páramos salvajes. Lindando al sur con el Canal de la Mancha, al este con la bahía de Poole, al norte con el recodo del río Frome y al oeste con los lagos Luckford, la isla de Purbeck está atravesada por una cordillera de colinas. Un paso, desfiladero, o cañón como lo llaman en la antigua lengua local, las cruza hasta llegar al mar; y allí antiguamente, se alzaba una enorme fortaleza. Casi inexpugnable, raramente sitiada y nunca reducida por la fuerza de las armas, el castillo era realmente un Portal: el baluarte de Corfe, la llave de todo el sudoeste.
El castillo del cual el pueblo toma su nombre, o mejor dicho las ruinas de lo que en una ocasión fue una importante fortaleza, se halla en lo alto de un escarpado montículo natural que domina todo el pueblo, Las laderas de la colina se hallan en la actualidad cubiertas de matorrales, arbustos y recios árboles, mientras que el arroyo que antiguamente formaba el foso de agua está casi cegado. Discurre gris y silencioso entre amplias márgenes, a cuyos lados crecen lenguas de helechos que penetran vacilantes en el agua.
El acceso a la primera de las tres murallas se efectúa a través de un robusto puente de piedra, también de considerable altura, que se extiende de uno a otro lado del gran foso que rodea la fortaleza a media colina. Por encima de la barbacana colgaba tiempo atrás un recio rastrillo; sus guías de paso aún pueden observarse, penetrando en la piedra hasta una profundidad de un brazo. Dentro, al otro lado de la inclinada hierba de las defensas interiores, se encuentra la segunda obra accesoria, conocida incorrectamente como la Puerta del Mártir. Allí se dice que Elfrida apuñaló al príncipe Eduardo, para asegurar para su hijo Ethelred el trono de aquellas tierras; sólo que, desafortunadamente para la leyenda, por aquel entonces no existían ni la fortaleza ni las murallas, estando coronada la colina sólo por un pabellón de caza. La propia Puerta del Mártir, se dice, fue volada por las minas del Papa Juan; una gran torre se hundió hasta unos doce pies de profundidad y resbaló un trecho colina abajo, pero sus cimientos aún se mantienen en pie.
Por encima de esta puerta interior, las ruinas del Gran Torreón se elevan a más de cien pies, imponentes por su volumen y fuerza. Sólo quedan en pie dos murallas, junto con una pequeña fracción de la tercera, y una fina y alta torre, desgastada por la lluvia pero aún firme sobre su base de piedra. Todo el resto se ha desmoronado y yace esparcido en montones por toda la colina; algunos de esos montones tienen más de veinte pies de longitud y al menos la mitad de grosor. El camino pasa entre y de las ellos, dejando atrás las ruinas de la capilla grandes cocinas, donde solían asarse bueyes enteros para los muchos amigos de los Señores de la isla. Desde el punto más alto, el visitante puede observar las paredes de la torre que aún sigue en pie, desgastadas pero aún con sus ventanas, galerías y los restos de sus escaleras; no obstante, hace muchos años ya que ningún pie las pisa, excepto las patas de los pájaros...
Había llegado en el hover desde Bourne Mouth, y desembarcado en Studland en medio de una atronadora ducha de arena y gotas de agua. Era alto, de brazos y piernas delgados y mandíbula alargada, con el pelo rubio oscuro cortado casi a ras de cráneo. Llevaba unos pantalones y una camisa color tostado, con las mangas arremangadas hasta los codos, colgado de brazo un ligero impermeable, y a la espalda una abultada mochila de lona. Sus ojos eran sorprendentes, de un profundo azul marino; escrutaron la carretera mientras caminaba, se diría que de modo ansioso.
El lugar apareció ante él de repente, por entre los promontorios de dos colinas. Se detuvo como sobresaltado y se quedó contemplándolo, con los labios entreabiertos y el aire silbando entre sus dientes a cada inspiración. Tras la primera impresión avanzó hacia él. A medida que se acercaba parecía como si las ruinas fueran creciendo, amontonando se hacia el cielo. Inspiró profundamente una vez más, entrecerrando los ojos a la brillante luz del sol. Se sentó sobre un montón de hierba repleto de ruidosos insectos y fumó un cigarrillo. Nada de lo que había leído lo había preparado lo suficiente para esto.
Vio un pueblo gris, antiguo y de tortuosas calles, con los ondulantes techos incrustados de líquenes de un color naranja intenso. Las casas todavía parecían recelar la presencia de un peligro: las ventanas eran estrechas y furtivas, las puertas más altas que la calle, para poder resistir mejor los asaltos. Por encima de ellas, monstruoso, desproporcionado, se alzaba un rostro asolado: el castillo, un cráneo coronado de harapos, una cólera de piedra más que milenaria. Meditando por encima de los páramos y el mar, antiguo, inaplacable.
Reanudó la marcha. De algún modo, parecía que, pese a la impresión de la inmensidad de la imagen, su cerebro no había sido tomado completamente desprevenido. Era como si aquel lugar encajara en un espacio que existía ya previamente en su consciencia. Pero eso era absurdo.
Llegó a la gran proa herbosa del terraplén. La carretera ascendía paralela a ella hasta entrar en la plaza del pueblo. La siguió. O mejor dicho fue llevado, sin que en ello mediara su voluntad, a través de alguna extraña corriente de memoria impregnada en la tierra. Una memoria no del cerebro sino de la sangre y de los huesos. Agitó la cabeza, medio irritado, medio sorprendido. ¿Cómo podía un hombre llegar de vuelta a su hogar, se preguntó, si nunca antes lo había visto?
Avanzaba lentamente. A través de las ruinosas arcadas, pasando junto a puntas y aristas de piedra desmoronada, llegó hasta donde pudo sentir de nuevo el frescor del viento de los páramos. Se sentó a la sombra del Gran Torreón, notando el frío de la piedra contra su carne. Desde aquella altura eran visibles los reactores de la Central Eléctrica de Poole, relucientes a la luz del sol. A lo lejos, sobre la rojiza bruma del mar, se veían unos puntos blancos allá donde el gran hover retumbaba sobre las aguas del Canal.
Lentamente fue descubriendo la Marca. Estaba allá, congelada en la piedra, profundamente esculpida casi al nivel de su rostro. Las voces de los turistas que estaban un poco más abajo parecieron desvanecerse momentáneamente, mientras avanzaba hacia la piedra como en un frío sueño. Tocó la figura, sus dedos trazaron una y otra vez su suave contorno. Era grande, tendría al menos un metro de diámetro; el símbolo, enigmático y lleno de orgullo, el círculo conteniendo una red de triángulos y líneas que se cruzaban y representaban un cangrejo. Por encima de él, la nube de sombras se movía, los pájaros volaban y graznaban en el cielo; los contornos de la figura reverberaban con ecos de reactores, su configuración agitaba las raíces más profundas de la memoria. Sus labios se movieron sin dejar escapar sonido alguno; se llevó inconscientemente una mano a su garganta, y tocó la fina cadena de oro, el medallón debajo de su camisa. El símbolo que siempre había llevado, la pequeña copia del símbolo que había en el muro.
Retrocedió lentamente. Cruzó las murallas en dirección a la puerta inferior, se dio la vuelta para mirar el castillo que parecía estar observándole desde arriba. Guardó su extrañeza para sí. El símbolo, como un encanto temporal, agitaba las profundidades del yo y de la memoria, dando nacimiento a extrañas imágenes que se ensombrecían y se perdían con mayor rapidez de la que su mente podía retener. Trajeron frío a su despertar, y tristeza, y pena por las cosas perdidas y desconocidas, desaparecidas más allá de toda evocación.
Un grupo de muchachas del lugar pasó por su lado y le miró, pero no fue consciente de su presencia. Se estremeció ligeramente bajo el brillante y cálido sol.
Había el cementerio de una iglesia, Empujó la vetusta puerta, que se bamboleó y crujió. El lugar estaba invadido por la maleza, resguardado de la luz por gran cantidad de ramas y follaje que se habían ido acumulando a lo largo de los años hasta tejer una especie de dosel casi impenetrable. Más allá había un pequeño claro lleno de alta hierba; asomando por entre ella se veían unas cruces, llenas de un suave y grisáceo resplandor. Por encima del cementerio, por encima de los tejados de las casas, se divisaba el castillo. Cerca circulaban los monorraíles, chirriando sobre la greda, camino de Studland y el mar. Permaneció sentado largo rato, mientras fumaba y observaba. Las voces de los niños llegaban atenuadas hasta él, medio perdidas en un susurro mientras el viento agitaba las grandes hierbas con sus cabezas adornadas de color rojo. Cogió el medallón; su pulso latía fuertemente en sus dedos, hasta el extremo que tuvo la impresión de que el objeto se movía con un segundo y diminuto corazón.
Antes de abandonar el lugar vio la Marca de nuevo, como un ojo cincelado en el pálido recuadro de una lápida.
Bebió cerveza en la gran taberna blanca construida junto a la rampa de acceso al castillo. Comió un par de bocadillos de queso y observó a los turistas que se apelotonaban en la barra. Se fue cuando cerró el local. El castillo aún aguardaba, cálido y amplio a la luz del sol.
A un lado del terraplén había un pequeño camino. Circulaba por debajo de un arco de matorrales y árboles, y podía sentirse con intensidad el frescor del foso de agua que discurría a su lado. Más allá de las ramas, el flanco de la colina era una superficie inclinada se seca hierba. Eligió un sendero y empezó a subir. Halló unas cabras atadas; sus balidos llegaron suavemente hasta él, realzados por el ronco rumor del monorraíl.
En lo alto del montículo, por debajo del roto muro exterior, había un hueco protegido del sol por un grupo de árboles. La estructura de piedra sobresalía masivamente por encima de la hierba; apoyó su espalda contra ella, observando por entre el baile de las hojas. El gran rostro espiaba por encima de la colina.
Aquél era el lugar, y aquél era también el momento.
Desató la mochila que llevaba a la espalda. Cuidadosamente, con los dedos moviéndose delicadamente sobre las cuerdas, extrajo el paquete y observó los antiguos sellos. El Signo estaba estampado sobre la cera. Rompió los sellos, y empezó a pasar las rígidas páginas. Ya casi sabía lo que iba a ver: línea tras línea de aquella apretada escritura finamente inclinada, trazada por una mano que él conocía y recordaba muy bien. Empezó a leer. El paquete de cigarrillos quedó olvidado sobre la hierba.
Desde muy lejos, de la carretera de Wareham, le llegaba el murmullo del tráfico: incesante y tranquilo, como el rumor de las abejas. El nuevo zumbido de la canícula. El sol se movía en el cielo; las sombras de los árboles se movían también y cambiaban de dirección, alargándose. La gente pasaba por el camino inferior, hombres y niños de rostros rubicundos, chiquillos con camisas blancas, niñas con amplios vestidos de colores. Fue girando lentamente las páginas, deteniéndose una y otra vez para descifrar las antiguas palabras. El ruido del pueblo, el bullicio y las voces, ascendía, disminuía y se calmaba. Los prados donde algunos visitantes solían tomar el sol estaban vacíos, y los bares ya habían abierto sus puertas de par en par. Se sintió como suspendido fuera del Tiempo; para él soplaban vientos antiguos, rizando la hierba. El sonido de las viejas armas retumbaba, lejano, sobre las colinas.
El cielo occidental se convirtió en una coraza de cobre ardiente. Las ruinas parecían altas como pájaros, fantasmas medio perdidos en una áspera luz rojiza. Las sombras penetraron en el valle, oscureciendo la tarde, y con su llegada llegó también el silencio.
Había un sobre entre las últimas páginas. También estaba sellado. Lo abrió lentamente, dirigiendo el papel hacia la poca luz que aún quedaba para leerlo.
Mi queridísimo John:
Puede que ya hayas adivinado un poco mi propósito al enviarte tan lejos, hasta este lugar que nunca antes habías visto. En parte, pero no todo; porque es algo que ni tú ni yo podremos llegar a comprender nunca enteramente. Presta mucha atención, porque las palabras desaparecen, convirtiéndose en polvo e incluso en menos que polvo; deja que mi voz permanezca dentro de ti, y déjala que sea la voz del viento que sopla eternamente.
Aquí, en este lugar, empezó la extraña Rebelión de los Castillos; y aquí también, como ya verás a medida que vayas leyendo, terminó. Aquí empezó la libertad del mundo, si es que la libertad es un poder que el mundo puede llegar a usar. El mundo feudal de Gisevio el Grande fue derribado; y con él cayó la Iglesia que lo había concebido, perpetuado y llevado hasta su florecimiento.
Cuando el control de la Iglesia parecía más fuerte fue cuando se encontraba en su momento más débil. Diez años después de la destrucción de estos muros, las colonias del Nuevo Mundo se liberaron de la esclavitud de Roma. Los levantamientos que se produjeron en todo el mundo occidental tuvieron sus inicios en los tiempos de la Rebelión. Australasia se perdió, al igual que los Países Bajos y la mayor parte de Escandinavia; y el Rey Carlos aprovechó su oportunidad, con el papa enzarzado en una lucha a muerte con Alemania, para escindirse de la Iglesia. Y de este modo la Tierra de los Anglos volvió a ser de nuevo Gran Bretaña; sin derramamiento de sangre y sin sacrificios. La combustión interna, la electricidad y muchas otras cosas estaban a la espera de ser utilizadas; todo ello había sido apartado de nosotros por Roma. Y así los hombres escupieron sobre su memoria, diciendo que estaba envilecida y que ya no albergaba nada nuevo; y por muchos años ésa seguirá siendo la verdad.
Ahora, John, comprende. Tienes que ver claramente y sin malicia. Descifra un misterio ancestral, que aterrorizó a la Iglesia mil años antes de que tú nacieras...
Tanteando con una mano, con los ojos fijos aún en la carta, cogió el medallón que colgaba de su cuello. Cubrió la parte inferior del disco con un dedo.
Había dos flechas.
Movió la mano, cubriendo ahora la parte superior del círculo.
Otra dos.
Dos de las flechas apuntan hacia fuera, decía la carta. Dos apuntan hacia dentro, la una hacia la otra. Éste es el final de todo Progreso; lo averiguamos cuando grabamos esta señal, hace ya muchos siglos. Después de la fisión, la fusión; ése era el Progreso que los Papas lucharon tan amargamente por detener.
Los caminos de la Iglesia eran misteriosos, y sus políticas nunca sinceras. Los Papas sabían, como nosotros sabemos, que dada la electricidad a los hombres, se llegaría al átomo. Que dada la fisión, se llegaría a la fusión. Porque una vez, más allá de nuestro Tiempo, más allá de todos los recuerdos de los hombres, hubo una gran civilización. Hubo un Advenimiento, una Muerte y una Resurrección; una Conquista, una Reforma y una Armada. Y un incendio, un Armagedón. Allí en aquel viejo mundo también éramos conocidos; éramos los Antiguos, las Hadas, los Duendes, el Pueblo de las Colinas. Pero nuestro conocimiento no se perdió.
La Iglesia sabía que no había forma de detener el Progreso; pero sí retrasarlo, retrasarlo incluso medio siglo, dando a los hombres tiempo de llegar un poco más arriba en el camino de la verdadera Razón. Ese fue el regalo que le dio a este mundo. Y era inapreciable. ¿La Iglesia oprimía? ¿Colgó y quemó? Sí, un poco. Pero no hubo ningún Belsen. Ningún Buchenwald. Ni ningún Paschendaele.
Pregúntate, John: ¿de dónde llegaron los científicos? ¿Y los doctores, y los pensadores, y los filósofos? ¿Cómo podrían los hombres haber pasado del feudalismo a la democracia en una sola generación, si Roma no hubiera inundado el mundo con el bien de su conocimiento proscrito? Cuando vio que su imperio se desmoronaba, cuando vio que su dominio había terminado, devolvió todo lo que pensaba que había robado: el saber que mantenía guardado. Para el momento en que los hombres pudieran usarlo de nuevo para su bien. Ése era su gran secreto. Era suyo, y era nuestro; ahora es tuvo. Usalo bien.
Fue deseo de tu madre que un día volvieras a tu hogar, a esta isla donde naciste. Fue por eso que te llevé lejos de los páramos, lejos de los soldados de Carlos el Bueno; fue por eso que te llevé a un nuevo país, y te di sólo bienes y conocimiento. Ahora te doy comprensión; comprendiéndote a ti mismo llegarás a ser un hombre completo. Y doy por cumplido mi encargo. Que todos los Dioses, los de tu pueblo y los del nuestro, te acompañen...
Dejó lentamente la carta sobre la hierba. Permaneció sentado, y parecía como si le costase respirar, con el medallón aún entre sus dedos. Arriba, sobre la cresta de la colina, el castillo observaba, distante e inmenso en medio de la creciente noche. No había ayuda posible para él allí. Se sintió como si acabara de nacer, un extraño en una tierra extraña.
Ella había llegado silenciosa por la cuesta, y había permanecido en cuclillas durante tanto tiempo que parecía imposible que él no se hubiera dado cuenta de su presencia, Y aguardaba aún, una muchacha de cabello oscuro con un vestido de colores y unas sandalias, observándole con el ceño fruncido, jugueteando con una brizna de hierba que sostenía entre los dientes.
—No debería estar aquí —dijo—. No está permitido. No se puede estar en el castillo después de que anochezca. Hay carteles que lo dicen.
Él se dio la vuelta demasiado rápido, y ella vio un brillo fugaz en su mejilla.
—Oh, lo siento —dijo—. Lo siento. No quería... ¿Se encuentra bien? —Sus manos estaban tensas sobre la hierba, casi lista para ponerse en pie de un salto y echar a correr.
Él seguía desconcertado.
—Sí, estoy bien —dijo—. No... la había visto, esto es todo. Se me ha metido una mota en un ojo...
Y ella contuvo la respiración al oír su peculiar acento gutural.
—¿Me permite ver?, —y sin pensarlo dos veces—: Venga, permítame... —Un pañuelo apareció como por arte de magia de su vestido.
—Ya estoy bien —dijo él—. Ya ha salido... —Mientras hablaba, se frotó la mejilla con la palma de la mano.
—¿Está seguro?
—Sí —dijo—. Estoy perfectamente bien. Me ha dado un susto de muerte. No la había visto...
Ella estaba hablándole a una sombra, incapaz de ver su rostro.
—Lo siento... —Soltó la hierba que retenía entre sus dientes y arrancó otra brizna—. Viene usted del Nuevo Mundo —dijo—. ¿Se quedará aquí, o está de paso?
—No, creo que no me quedaré... —Se encogió de hombros—. No hay habitaciones en la posada, he preguntado por todas partes. Creo que me iré.
—Ya es tarde —dijo ella—. ¿Tiene coche?
—No. No, no tengo...
Ella se sentó en el suelo, quitándose y poniéndose la cinta del talón de su sandalia, la vista clavada en el camino de más abajo.
—Siempre soy así —dijo—. Algo impulsiva. ¿Le importa?
—No, señorita...
Sentía ahora una urgente necesidad de retenerla. Permanecer sentados allí, hablando y observando cómo la luna se alzaba por encima de la silenciosa colina.
—Subo aquí muy a menudo —dijo ella—. Es mejor cuando los visitantes ya se han ido. Hay un camino secreto para entrar en el castillo. Lo encontré cuando era pequeña. Solía sentarme allí e imaginar que todo era mío. Y que había gente otra vez, y soldados, tal como era antes. Ha estado muchísimo tiempo aquí arriba, le vi hace horas. ¿Qué estaba haciendo?
—Nada —dijo él—. Sentado. Sólo pensando, creo.
—¿En qué?
—En la gente —dijo con sencillez—. Y en los soldados.
—Le encuentro divertido —dijo ella—. ¿Es usted tímido?
—No, señorita. Bueno, quizá un poco. No llevo mucho tiempo aquí. No conozco las costumbres.
—¿Ha venido solo?
—Sí.
—Nunca había conocido a nadie del Nuevo Mundo —dijo ella—. Al menos no tan bien como para hablarle. ¿Le parece extraño?
—No, señorita.
Ella se tironeó el labio inferior con los dientes.
—Ya sé dónde puede quedarse a dormir —dijo—, si no tiene ningún lugar donde ir. ¿Le gustaría quedarse aquí?
—Sí —respondió—. Sí, me gustaría mucho.
—Mi padre tiene un bar ahí abajo en la calle —señaló la muchacha—. Tenemos mucho sitio. —Se levantó y se apartó el cabello de la cara—. Iré a ver —dijo—. Creo que no habrá ningún problema. Ahora mismo vuelvo. ¿Estará listo entonces?
—Sí —dijo él—. Estaré listo.
La muchacha se marchó con pasos ligeros, segura sobre la hierba. Él vio el resplandor de sus piernas entre las sombras, y oyó un pequeño murmullo mientras ella bajaba por el camino.
Desde abajo, la muchacha dijo suavemente:
—Cuando vuelva, usted ya se habrá ido.
Él tuvo que esforzarse para descifrar las últimas palabras de la carta.
Dado que todas las cosas, en todos los Tiempos, tienen su lugar y su oportunidad, también nosotros tenemos que irnos ahora. Pero si tú eres mi hijo, entonces también eres hijo de este lugar, de Sus rocas y de su tierra, de su sol, de su viento y de sus árboles. Esta gente, sea cual sea el modo en que vista o se comporte, es la tuya.
Te conozco tan bien, John. Conozco tu corazón, sus penas y sus alegrías. Has visto la muerte en este antiguo lugar, y un odio que quizá nunca morirá. Acéptalo. Siente pena por la desaparición de las cosas antiguas, pero sigue adelante y lucha por las nuevas. No caigas en la herejía; no te aflijas por la muerte de las piedras.
John Falconer,
Senescal.
Se levantó. Juntó lentamente en un rollo todos los papeles, volvió a hacer el paquete y lo ató. Lo metió en la mochila, se colgó al hombro la correa, y se sacudió las briznas de hierba que colgaban de sus rodillas. Era casi totalmente de noche en el montículo; las sombras de los árboles eran como terciopelo negro. Por encima de él, las ruinas se mostraban como un marco de resplandor crepuscular color turquesa.
Vio algo en lo cual no había reparado antes. En todas partes a su alrededor sobre la hierba, en los matorrales y los árboles, brillaban las luciérnagas, latiendo como pequeñas lámparas verdes. Tomó una en su mano. Brillaba con fuerza, distante y misteriosa como una estrella.
Las piedras seguían inmóviles e imponentes sobre la ladera, y los normandos llevaban mucho tiempo muertos. Se alzo un poco de viento, agitando la hierba. Inició el descenso, con los pies resbalando sobre el terreno.
Ella le aguardaba al lado del arroyo, una sombra perfumada en la noche, Cuando se adelantó hacia él, vio que la palma de su mano brillaba. Había ido recogiendo luciérnagas de vuelta por el camino, y ahora «la acompañaban», como hubieran dicho los del lugar.
FIN
KEITH ROBERTS, (Reino Unido, 1935-2000). Fue escritor, director de revistas de ciencia-ficción e ilustrador, y la única persona en la historia que ganó los premios de la British Science Fiction Association en las categorías de novela, cuento e ilustración. Entre su obra, formada esencialmente por relatos unidos por una línea argumental común y colecciones de cuentos, destacan Las furias (1966), Pavana (1968), The Inner Wheel (1970), Anita (1970), The Boat of Fate (1971), Machines and Men (1973), Los gigantes de caliza (1974, incluye el relato finalista del Nebula «La Casa del Dios»), The Grain Kings (1974), Ladies from Hell (1979), Molly Zero (1980, finalista del premio BSFA), Tierra de cometas (1985, finalista de los premios John W. Campbell Memorial y BSFA, incluye el relato ganador del premio BSFA ‘El maestre’), Kaeti & Company (1986), The Lordly Ones (1986), Gráinne (1987, premio BSFA y finalista del Arthur C. Clarke), Winterwood (1989) y Kaeti On Tour (1992).
Título original: Pavane
1968 Keith Roberts
Editoral: EDICIONES MINOTAURO, 1981
Traducción: Matilde Horne
ISBN: 9788445073261