MATRIMONIO OBLIGADO (Corín Tellado)
Publicado en
septiembre 01, 2013
Argumento:
Greg era un joven campesino que, a base de voluntad y esfuerzo, consiguió construir un pequeño imperio. Lo tenía todo, excepto una mujer a su gusto; y pensó que para conseguirla solo era cuestión de imponer su poder. Nada se le resistía. Pero tropezó con Peggy, una joven muchacha rebelde y de fuerte personalidad, dispuesta a vengarse de la humillante situación a la que Greg la tenía sometida, y a luchar por recuperar lo que injustamente le habían arrebatado.
Capítulo 1
Peggy no daba crédito a lo que veía. Pero el caso es que lo estaba mirando, de pie, erguida, tan desconcertada y asombrada que hasta miedo le daba contemplar la enjuta figura que se perdía, como derrumbada, en el sillón orejero.
Max Hamilton dormía con fatiga. Vestía pantalón arrugado y suéter de lana sobre una camisa a cuadros. Calzaba botas, y en las suelas se apreciaba el barro seco.
Peggy dejó el bolso de viaje en una esquina de lo que había sido un precioso salón y ahora era algo que se le parecía tan solo, y giró todo el cuerpo.
Era ella una joven de apenas veinte años, esbelta, bien vestida, con clase. Llevaba un traje pantalón rojo y, debajo, una blusa blanca. Calzaba zapatos tipo mocasín, negros, de medio tacón. Rubia, de ojos pardos, grandes, de mirada directa y firme y, en el fondo, un tanto melancólica.
Amanecía. El sol mortecino apareció en la línea del horizonte, y Peggy buscó a los sirvientes por la casa, en otros tiempos preciosa y a la sazón casi destartalada. Cinco años antes había por lo menos un centenar entre el servicio interior y los que trabajaban en los campos de aquellas parcelas enormes que pertenecían a los Hamilton, ubicadas en las afueras de Oklahoma City.
Había llegado en el tren, a primera hora de la mañana, y tomó el primer taxi que halló en la estación.
Su primer asombro fue ver que en los pabellones cercanos a la casa apaisada no había luz ni movimiento y que los patios permanecían silenciosos, como el resto del valle. Y más asombro le causó todavía girar en torno a la casa y hallar la puerta trasera abierta. En otros tiempos, seis perros lobo guardaban la fortaleza, y a la sazón no se oía un solo ladrido.
—Ray, Helen —gritó.
Un silencio absoluto.
Peggy caminó de un lado a otro y volvió a gritar:
—Ray, Helen…
Eran los criados de toda la vida y suponía que, aun faltando todos los demás, ellos jamás dejarían solo a su padre.
Recordaba perfectamente la alcoba que ocupaba el matrimonio formado por Ray y Helen en la planta baja. Se acercó a la puerta, y golpeó con los nudillos en ella.
—Ya va, va —dijo una voz, en la cual ella reconoció a Ray.
Casi en seguida se abrió aquella puerta, y apareció Ray ya vestido con su traje de pana y su aire desganado.
Primero no la reconoció. Bien fuese porque se había despertado al primer grito, o porque ella, cinco años después, era… «Diferente». O también porque nadie la esperaba de aquella forma brusca y casi intempestiva.
—Ray, soy Peggy —dijo ella emocionada.
Ray dio un salto.
Y, en vez de abrazar a su señorita, a su niñita querida, entró en la alcoba gritando:
—Helen, Helen, es Peggy. Peggy. ¿Me estás oyendo? Peggy está aquí.
—Oh, oh… —se oyó en el interior de la alcoba. E inmediatamente apareció una mujer de grises cabellos, vestida de negro y con los ojos húmedos de llanto.
Peggy, de súbito, se abrazó a ellos y se apretaron sus rostros. Los tres juntos, y los tres lloraban.
Fue un momento emocional intenso. Pero después llegó la calma, el miedo de Ray y de su mujer y el deseo de saber demasiadas cosas en un instante.
—He visto a papá en el salón. Está desconocido. Ray, ¿por qué papá se ha dormido, vestido, en la orejera del salón? ¿Y por qué la casa está tan abandonada? ¿Por qué no hay perros? ¿Y los criados que vivían en los pabellones cercanos?
Hablaba bajo, pero las palabras se sucedían unas a otras a borbotones.
Ray la asió de la mano y la metió en la alcoba. Después entró Helen, y el mismo Ray cerró la puerta.
Quedaron los tres mirándose de hito en hito.
—Peggy —dijo Ray con voz extraña—, tenía entendido que tu padre no deseaba que volvieras aún de Londres.
—Precisamente por eso vine. Una puede estar ausente de su casa un año, dos, quizá tres, pero cinco son demasiados. Recibí una carta de papá hace un mes escaso y me decía de nuevo que siguiera estudiando. También recibí el dinero que me enviaba cada mes. Esta vez lo pensé detenidamente y no pedí permiso para volver. Aproveché el viaje de unos amigos que viven en Denver y me vine con ellos en su avión particular, y de allí en tren hasta Oklahoma City. No avisé de mi llegada porque estaba harta de que papá me escribiera cada año para decirme que me quedara en Londres un año más. Se acabó. Mi vida está aquí. Y, además, arte y decoración se estudian en cualquier parte. Por otro lado —se dejó caer en el borde de la ancha cama de los dos sirvientes—, no me gustan ni el arte ni la decoración. Me encanta mi tierra y montar a caballo por esos prados y riscos… Adoro el campo.
Ray y Helen, de pie, la escuchaban pesarosos, pero en silencio.
—Papá era un hombre fuerte cuando me fui. Musculoso, de buen color. No tenía esas enormes ojeras que le circundan los ojos, ni dormía vestido y con las botas llenas de barro.
—Llovió mucho ayer —dijo Ray por toda respuesta, como si todo lo demás no lo entendiera.
Helen lanzó una breve mirada sobre el rostro crispado de su esposo. Después guió los ojos hacia Peggy, que seguía sentada, con el rostro alzado esperando una explicación.
Pero, afortunadamente para los criados, se oyó una potente voz que gritaba desde alguna parte:
—Ray, Ray, ¿dónde demonios estás? Helen, tráeme una taza de café cargado, negro y caliente.
Peggy se levantó como impelida por un resorte.
Helen salió corriendo, y Ray la seguía a toda prisa.
Peggy fue tras ellos.
En la puerta de lo que un día fuera un lujoso salón estaba, erguida, la figura de Max Hamilton, con su traje de pana, sus polainas aún llenas de barro y una visera a cuadros cubriéndole la cabeza.
Peggy se le quedó mirando.
Y él parpadeaba mirando a su hija, a quien sí conocía, pero que parecía negarse a reconocer.
Cinco años cambian mucho a una persona, sobre todo cuando esta persona es una chica de quince años, larguirucha y sin ninguna gracia femenina. Aquella cosa larga de coletas rubias era ahora una mujer espléndida, y estaba allí. ¡Allí! Donde Max Hamilton hubiera preferido, ante todo y sobre todo, que no estuviera. Pero el caso es que estaba.
Y se miraron uno a otro como si fuesen dos desconocidos.
Max tenía el ceño arrugado, y sus ojos pardos casi se juntaban. La mirada era brillante, pero, en el fondo, desilusionada.
—Papá —dijo Peggy avanzando a toda prisa.
Y se abrazó a él.
Max alzó un brazo con desgana y apretó contra sí el precioso cuerpo de su hija.
—Peggy, te dije… Te escribí… Te mandé dinero como siempre…
La apretaba nerviosamente. Se notaba que su alegría de verla era aún superior a su contrariedad de tenerla allí.
—Papá —siseaba Peggy casi llorando—, papá, estás muy desconocido.
—Vamos al salón —dijo Max sin soltarla—. Vamos. Me has desobedecido.
—Es que no podía más, papá. Nunca estuve contenta en Londres, ni me gustaba lo que estudiaba. En cambio, echaba de menos el campo, los ríos, los montes, estas inmensas praderas, incluso el olor del ganado.
—El café, señor —les interrumpió Helen desde la puerta portando una bandeja.
Detrás apareció Ray con otra.
—Peggy, te traigo el desayuno. Seguro que tienes apetito.
Nada.
Las cosas no eran como cuando las había dejado.
Sentía una alegría enorme de ver a su padre otra vez pero, al mismo tiempo, su corazón parecía herido por una espina corrosiva. ¿Qué viento devastador había entrado en su casa de antes?
¿Qué enfermedad padecía su padre para verse en aquel estado deplorable de esqueleto viviente?
—Déjalo ahí, Ray —dijo, no obstante—, y pon la bandeja de papá en esa mesa, Helen. Yo le serviré el café.
Helen y Ray salieron a toda prisa como si escaparan de algo que conocían y no querían escuchar.
La puerta se cerró despacio, y cuando Peggy giró, ya su padre se hallaba de nuevo hundido en su sillón orejero.
—Tu café, papa. ¿Cuántos terrones? Ya me olvidé de ese detalle.
—Sin azúcar, Peggy.
—Recuerdo que antes lo preferías dulce…
—Dame el café —apremió él algo ausente.
El día había aclarado del todo y el sol invernal iluminaba el salón.
Peggy, pensativa, se sentó enfrente de su padre y, tras servirle el café, se sirvió otro para sí y le echó dos terrones. Lo removió con lentitud. Hamilton, en cambio, lo tomó de dos tragos largos y él mismo se sirvió otro.
—Papá, café amargo y sin comer a estas horas…
—Me hace bien, Peggy —y volvió a repetir con un acento desolado—. No debiste venir. Estabas muy bien en Londres. Te lo pedía en mi última carta, Peggy. Te decía muy claro que esperaras un año más.
—No voy a seguir estudiando —aclaró Peggy con energía—. Estoy gastando dinero y eso no me sirve de nada. Me gusta el campo y soy tu única hija… Deseaba verte, papá, y aproveché un viaje de unos amigos que lo hacían en su avión particular. Me dejaron en Denver y tomé un tren. No avisé de mi llegada porque deseaba darte una sorpresa. Pero me parece que la sorprendida soy yo.
El padre se levantó de súbito.
No tenía el suéter puesto, sino una chaqueta de pana, como el pantalón. Se apreciaba que sus gritos le habían despertado y se había puesto la chaqueta sin saber de dónde procedían los gritos y a quién pertenecían.
—Tengo que salir —dijo—. Hablaremos después.
—Papá.
Él volvió la cara.
Estaba algo morena, pero era enjuta, tan delgada que se le notaban los huesos de las mandíbulas.
—Acomódate —le recomendó, sin preguntarle por qué le llamaba—. Yo tengo mucho que hacer en el centro.
—Pero papá, dime, dime, ¿es que en casa no hay más servicio que Ray y Helen? Cuando me fui había por lo menos doce personas, y en los patios se amontonaban los aperos de labranza, los caballos, y también las personas. Y ahora todo está desolado. Parece que ha cruzado un huracán por aquí.
—Y quizás haya cruzado. Te veré en otro momento, Peggy. Ahora te digo que tengo mucho que hacer.
—Pero dime, dime, papá —e iba corriendo hacia él, que intentaba ya cruzar el umbral—. ¿Estás enfermo?
—¿Enfermo? —Parpadeaba desconcertado—. Claro que no.
—Has adelgazado mucho.
—No siempre uno está mejor por tener carne encima, Peggy.
—Pero no dormías en tu cama. Estabas dormido en ese orejero cuando yo llegué, y no tenías la chaqueta puesta.
—Habré madrugado mucho. A la hora del almuerzo te veré, Peggy. Vendré lo antes posible.
Y se fue a toda prisa.
Peggy intentó detenerlo de nuevo, pero ya Ray aparecía por el patio con el caballo ensillado. Max montó en él y se fue al galope.
El centro de Oklahoma City quedaba a unos escasos cinco kilómetros, y el caballo de Max, con él de jinete, galopaba ya en aquella dirección por una carretera particular, que desembocaba en el sendero que conducía a la autopista.
Peggy, con la cara pegada al ventanal, miraba cuanto le rodeaba.
Todo parecía abandonado, aunque las tierras estaban profusamente sembradas. No había una sola zona, hasta donde alcanzaba la vista, que estuviera yerma.
Eso le indicaba que, si bien no veía a los peones, por allí andarían, si lo único abandonado de verdad era la casa apaisada.
Tendría que poner orden allí y saber por dónde andaba el resto del servicio.
Retornó al salón y miró con desgana y enojo los sillones deshilachados, los suelos sucios de barro, las alfombras demasiado pisadas. Y los cortinones, que fueron preciosos en sus tiempos, cinco años antes, recién muerta su madre de aquella súbita enfermedad infecciosa, cuando la enviaron a ella a Londres a toda prisa, caían ahora sobados, viejos, como si durante años no hubieran sido renovados ni sacudidos.
«No debí estar lejos tanto tiempo —se dijo malhumorada—. Tendré que pensar que mi presencia aquí era necesaria.»
Tomó el café y decidió entrevistarse con el servicio, llamarles al orden y que todos se pusieran en función para poner la casa al día, renovar las tapicerías y los muebles, si era preciso.
Se dirigió a la cocina, donde esperaba ver a Ray y a Helen.
Y, en efecto, allí estaban. Mirándose ambos, sentados, como perdidos, en dos banquetas no demasiado altas, ante la enorme cocina y no lejos de la alargada mesa que, en un ángulo, estaba siempre preparada y rodeada de sirvientes. A la sazón estaban ellos solos.
Al verla, Ray y Helen se levantaron prestos.
—Las maletas las tiene ya en el cuarto —dijo Ray apurado.
Y Helen añadió, apurada, como su esposo:
—He colgado tus ropas en los armarios y los cajones. Las maletas las guardé en los altillos de los armarios. Si es que te vas a quedar, porque, si marchas de nuevo, en seguida hago tu equipaje otra vez.
Peggy se recostó en el umbral. Miraba aquí y allí. La cocina estaba muy limpia. Si bien no era nueva, tenía aún algo de sabor de hogar. No como antes, por supuesto.
—¿Dónde está el servicio? Desde que llegué solo os vi a vosotros.
Ray y Helen cambiaron una mirada significativa. Ray parecía decirle a su mujer: «El señor no le dijo nada.» Se diría que Helen le respondía con la mirada: «Pues nosotros tampoco.»
—Será mejor que vayas ahora a descansar. Estarás rendida. Te acompaño a tu cuarto. Nadie lo usó desde que te fuiste, y yo lo limpio todos los días.
Capítulo 2
El potro de color negro que montaba Max Hamilton no llegó al sendero que conducía al centro. Max se detuvo en una tasca que había en mitad del camino y ató el caballo.
Al verlo el tabernero, le saludó con un:
—Buenos días, señor Hamilton. Aquí tiene lo suyo.
Y puso sobre el mostrador una copa de ginebra.
Max la bebió de un solo trago.
—Otra, Tom.
—Sí, señor.
Y de nuevo Max la tomó sin pestañear.
—Ponlo en mi cuenta.
Después de dicho lo cual, salió a toda prisa, desató el caballo, montó en él y tomó el sendero que conducía al interior del valle.
El potro galopaba y Max Hamilton miraba al frente con obstinación. En seguida vio ante sí una portalada y un letrero:
«Rancho Walker», leyó con una saña extraña.
Y cruzó la ancha cancela a galope. Había por lo menos un kilómetro que recorrer por carretera privada antes de llegar a la mansión de Greg Walker, y Max no detuvo su montura.
Tenía mucha prisa y, si bien sabía con lo que iba a encontrarse, por lo menos quizá Greg tuviera un poco de caridad para la situación por la que él atravesaba.
En seguida vio la inmensidad de los terrenos y la cerca del ganado y no muy lejos las otras cercas que cerraban a los potros salvajes que más tarde serían domados y vendidos para carreras, para particulares o para lo que fuese. Incluso para exportarlos.
El patio que bordeaba la casa era enorme y se veía mucho movimiento. Había también dos inmensos camiones cargando frutas de la estación en cajones que se cerraban y se pesaban en una báscula de tamaño comercial enorme.
Al sentir el galope del caballo, muchos rostros se volvieron, pero, al reconocerlo, se alzaron de hombros y tornaron a sus quehaceres.
Sin desmontar, Max Hamilton frenó su montura y preguntó con voz ronca:
—¿Dónde anda Greg?
—Aquí —dijo una voz no menos bronca afluyendo desde una terraza.
La casa estaba cubierta de yedra y plantas. Las terrazas se extendían de lado a lado. Las escaleras de granito relucían, y las paredes blancas, como recién pintadas, contrastaban con el verde de las ventanas.
Max desmontó y ató el caballo a un poste.
Después subió aprisa las escaleras hasta llegar donde estaba Gregory Walker.
Era éste un tipo alto, musculoso. De cabellos lacios de tono castaño claro, y ojos de color canela, fríos, secos, despóticos.
Vestía pantalón bombeado de montar. Altas polainas y un grueso suéter de lana de cuello alto.
—Apestas a ginebra, Max. ¿Ya has ido por la taberna de Tom?
—Vamos dentro —dijo Max apresurado.
—Menos prisas —replicó Greg secamente.
Tenía el rostro moreno y parecía cuadrado, de helado gesto.
Adusto, como huraño, y ante todo despótico.
—¿Qué diablos buscas aquí?
—Te digo que pases dentro. No quiero que me oiga nadie. Y, por favor, dame una ginebra.
—¿Y cuántas van, siendo aún las diez de la mañana Max?
—Si no entras, soy capaz de matarte, Greg. Esta vez sí…
—Tus bravatas no me asustan. Pero pasa, si gustas.
Y, descaradamente, pasó él primero.
Cruzó un ancho vestíbulo preciosamente decorado, con muchos ventanales y macetas, muebles de noble madera labrada, y pasó después a un salón que partía del vestíbulo por una puerta corredera de cristales de colores pálidos.
El salón era una preciosidad de austeridad y buen gusto.
—Sírvete tú si gustas —dijo Greg indiferente, sacudiendo la fusta sobre sus leguis.
Se hallaba de pie en medio del salón. Su rostro adusto, curtido por el sol y los aires, parecía más el de un peón que el del dueño de aquel imperio.
Veía sin inmutarse cómo Max Hamilton iba hacia el bar esquinado y se servía una ginebra y después otra.
Respiraba hondo.
—Ya estás colocado, Max —dijo Greg inmutable—, pero, si te apetece, sigue.
Max enjuto, avejentado al máximo, pues con sus cincuenta y pocos años parecía tener setenta, miraba a Greg con espanto.
Sus ojos parecían saltarle de las órbitas.
—Peggy ha vuelto —dijo nerviosamente.
Greg se le quedó mirando desconcertado.
—¿Peggy? —preguntó impertérrito—. ¿Tu hija?
—Sí. ¿Acaso tengo más?
—¿Y qué me dices a mí, Max? Eso es cosa tuya y de ella. La recuerdo apenas —fruncía el ceño como buscando en su mente—. Aguarda, recuerdo algo de ella. Era larguirucha, lacia, con dos coletas enormes y calcetines que le llegaban a media pierna. Recuerdo también que la llevabas en tu Land Rover a un colegio privado. Yo entonces ya había dejado los estudios y me importaban un rábano.
—Greg, yo te juro… Tú nunca me perdonaste. Jamás has olvidado y así me has dejado…
—Alto ahí, Max. Alto. Y te digo que no vuelvas por aquí para recordarme el pasado. Eso queda muy lejos. Me he partido el alma y los huesos haciendo de unas ruinas un poderío, y yo no soy culpable de haber trabajado noche y día y tú haberte tirado a la bartola y además hacerte como hoy eres.
Max estiraba un dedo delgado y moreno y lo señalaba con desesperación.
—Nunca me has perdonado. No has perdonado a nadie. Eres un resentido y un desalmado, y ahora yo… yo… ¿qué le digo a mi hija?
—Me tiene sin cuidado lo que le digas. ¿Qué has venido a buscar aquí? Hace siglos que solo te veo de refilón por las tabernas, bebiendo como un cosaco.
—¿Y quién es culpable de eso?
—Oh, no —y levantaba la fusta haciéndola restallar en el aire—. Eso sí que no. Yo no asumo tus propias responsabilidades. Yo me propuse algo y lo conseguí, pero, referente a lo tuyo, te aseguro que te libré de una ruina cierta y contundente, pero yo no la provoqué. Yo lo que hice fue negocio.
—Tú, desde aquello, has perdido toda consideración hacia el prójimo.
—¿Y bueno? ¿Acaso el prójimo tuvo consideraciones conmigo? Lárgate, Max, y, si vino tu hija, será mejor que la mandes de nuevo a donde estaba y aquí se acabó la cuestión. A mi casa procura no venir a beber. Largo.
Max se iba tambaleante.
—Un día te mataré, Greg. ¡Te mataré!
—Ya mataste antes, Max. Si no con una pistola o un cuchillo, sí con tus incisivas mentiras. Dejemos las cosas como están. Yo ya las puse donde debían estar. De modo que largo…
Peggy entró en su cuarto y se quedó como ensimismada.
En efecto, tenía razón Helen. Era la única pieza de la casa que continuaba como siempre. Es más, hasta los muñecos de colores colgaban de las paredes, los cuadros que ella pintaba en el colegio y que su madre, amante y cariñosísima, mandaba enmarcar. La sobrecama de colorines limpia, impecable, el suelo reluciente, y las alfombras peludas; la cama de laca blanca y los ventanales con los visillos blancos y las cortinas o cortinones de un azul celeste precioso.
Los armarios, que tomaban toda una pared lateral, lacados de blanco, como la cama y el baño de mármol rosa dentro del recinto.
Se volvió interrogante hacia Helen.
—¿Por qué esto así y todo lo demás abandonado?
—Yo me cuidé de este cuarto constantemente.
—¿Y el resto del servicio?
—Te pondré un baño caliente.
—Helen, te estoy haciendo una pregunta directa.
—Me parece que siento galopar un caballo, Seguro que es el señor, que regresa.
Peggy se acercó al ventanal y levantó el visillo.
Era un caballo que cruzaba el sendero.
—¿Por qué se atraviesa por nuestras posesiones, Helen? Ese caballista debía desviarse.
—Se habrá equivocado.
—¿Y la gente que trabajaba aquí?
—Andará por los campos.
—No entiendo nada, Helen, y tú me estás ocultando algo.
—Dispondré el baño.
Peggy fue hacia ella como un meteoro y la asió por un brazo.
—Helen, no me pongas baño ni nada de nada. Quiero saber. Algo ocurre que ignoro. ¿Es ésa la razón por la cual papá me impidió volver y tuve que hacerlo por mi cuenta y riesgo?
—Peggy, yo soy una sirvienta.
—Una sirvienta que vive en casa desde que nací. Que cuidó a mamá en los peores momentos. Que la lloró tanto o más que yo, porque tú eras una mujer madura y yo una cría que casi no sabía aún lo que significaba la muerte.
—Me estás haciendo daño, Peggy.
La soltó.
—Oh, perdona. No quiero hacerte daño porque te quiero mucho, Helen. Pero… pero…
—Yo no sé nada, Peggy. Te lo puedo jurar. Tu padre es quien tiene que responderte a todas esas preguntas.
—Pero, dime, dime al menos… ¿No hay más sirvientes que vosotros?
—Nada más.
—Y los otros…
—Pues se fueron…
—Y los peones, el ganado, los caballos salvajes…
—No lo sé.
—¿A qué hora suele regresar papá del centro?
—No tiene hora.
—Pero ¿está enfermo?
—Que yo sepa, no.
—Si tiene cincuenta y pocos años y parece tener setenta. ¿Cuándo empezó papá a adelgazar?
—Nosotros no lo notamos tanto porque estamos aquí todo el día y lo vemos a diario. Yo no veo que esté tan mal.
—Helen, me estás mintiendo o callando algo desde que llegué. Pero déjalo así. Ya lo averiguaré sola. Puedes irte. Llevo cinco años disponiendo mi baño y no necesito ayuda. Aprendí mucho en el colegio de señoritas adultas adonde me envió papá.
Helen se apresuró a salir a toda prisa y con la misma prisa llegó a la cocina donde Ray empezaba ya a disponer la comida.
—Vienes traspasada, Helen.
—Es que me muele a preguntas.
—Y tú…
—No sé nada. ¡Nada! Que sea el padre quien se lo diga, si es que se lo quiere decir. Pero una chica de veinte años no es como una de quince y…
—Lo esperará y será peor.
—¿Y qué podemos hacer tú y yo?
—Estoy poniendo la comida —decía Ray desolado—. Después iremos a limpiar por ahí…
—Nosotros a limpiar y el señor a destrozar…
—Helen…
—Ya.
Y se callaba.
—Ella se enterará de todo, ya lo verás —decía Helen angustiada—. Y lo peor es cuando le vea llegar, si es que le está esperando.
Ray lanzó un suspiro profundo.
—Hay cosas, Helen, que nunca podremos evitar tú y yo… Los demás se fueron, de acuerdo, pero nosotros nos quedamos aquí…
Greg detuvo el potro bruscamente. A su lado, jinete en un pura sangre, iba su mano derecha: Marcel Miller.
—Marcel, ¿quién es esa chica?
Y señalaba con la fusta la silueta de una joven que caminaba por los senderos a paso corto. Vestía traje de montar, altas polainas y blusa roja.
Llevaba el rubio cabello suelto y, erguida, montaba un caballo blanco.
—No la conozco —dijo Marcel atisbando con ansiedad—. Es preciosa, ¿no?
—Mucho. Tiene empaque.
La chica montada en el caballo blanco cruzó ante ellos. Ni siquiera les miró.
Pero Greg sí que la miró a ella y de repente siseó:
—Que me parta un rayo si no es la hija de Max. Peggy Hamilton.
Marcel dio un salto en la silla.
—Pues tienes razón. Muy diferente, pero es ella.
Peggy se alejaba llevando flojas las riendas de su montura y se adentraba en los pastos.
—Dile que no son suyos, Marcel.
—¿Estás loco?
—Te lo ordeno.
Marcel titubeó.
—¿No crees que es mejor en otra ocasión? Igual ya lo sabe…
—Lo dudo. Max es un cerdo cobarde. Espera —dijo de súbito—. No la detengas. Le haré una visita mañana mismo. Me gusta. Me gusta una barbaridad. Es lo único que me falta para conseguirlo todo.
Marcel se agitó en la silla.
Miraba a su jefe con expresión sombría.
—Lo voy a decidir, Marcel —añadió Greg con la mayor sangre fría, que ya no asombraba a su mano derecha—. ¿Cuántos años tengo? Ah, sí, veintiséis. Hace nueve que lucho como un demonio. Pues el remate es un broche de oro. ¿Por qué no al fin y al cabo? ¿Dónde voy a encontrar yo una chica así?
—Greg…
—Guárdate todos tus comentarios y pensamientos, Marcel. Cuando yo te pido consejo me lo das, pero si no lo pido, guárdate tus opiniones.
Su voz era helada.
Marcel pensaba muchas veces que debía irse, que ya había soportado lo suficiente, pero le tenía afecto. Pese a su estado corrosivo, a su falta de humanidad, a su insensibilidad, quizá le quedaba algo bueno dentro, y él siempre estaba esperando que aquella parte buena de Greg resaltara. Pero ya se cansaba un poco de esperar.
Sin embargo, el afecto, la consideración, la unión que tuvieron durante años…
—Volvamos al rancho —dijo Greg haciendo girar su caballo—. Lo pensaré esta noche. Quizás antes. No me gusta pensar las cosas demasiado. No merece la pena. Es una chica preciosa. Cierro los ojos —parecía reflexionar en alta voz— y creo verla remilgada, altiva, yéndose al colegio privado, mientras me desconocía y yo me pegaba a la tierra día y noche… Apuesto a que no sabe ni siquiera quién soy. Pues va a saberlo.
—¿Venganza, Greg?
—¿Venganza de qué? Ya la tiene el padre buscándosela por sí solo.
—Pero tú…
—Marcel, ¿te he preguntado algo concreto?
—No, no.
—Pues te callas.
Y espoleando el caballo se lanzó al galope.
A todo esto, Peggy, que había salido de casa para pensar, retornaba a ella.
El patio estaba más recogido. No había carros por el medio, pero tampoco veía más caballos que el que ella montaba y el que montó su padre por la mañana, al marcharse.
Ni ganado. Ni rastros de ganado.
En cambio, las tierras estaban sembradas y sumamente cuidadas, lo que indicaba que, si bien no veía peones por las cercanías, se preocupaban de sembrar, lo que significaba que, al final de la temporada, existiría la recolección.
Entendía poco de todo aquello, pero muchas cosas le inquietaban.
Sobre todo, su padre.
Le esperaría levantada. Quizás a su regreso a casa ya estuviera él en el hogar. Se había ido muy de mañana y empezaba a oscurecer.
Dejó el caballo en la cuadra y ella misma lo desensilló.
No había olvidado aún cómo lo hacían los peones cuando, a los quince años y fallecer su madre, su padre la envió a Londres.
Entonces había mucha gente por allí.
Caminaba despacio de las caballerizas a la casa. Miraba aquí y allí.
El caballo de su padre no se veía. Aparcado no lejos del garaje, estaba el Land Rover, ya muy gastado y sucias de barro las ruedas. Parecía que no se había usado desde hacía mucho tiempo.
No entró por la puerta principal, sino por la de la cocina. Ray y Helen manipulaban ante el fogón. Parecían absortos, mudos, como si mil inquietudes les apalearan.
Al verla entrar cambiaron el semblante. Sonrieron los dos, pero Peggy pensaba que su sonrisa era forzada.
Comían, en la noche, los dos juntos.
Siempre lo hacían.
Les servía Sally silenciosa y respetuosa.
Greg solía comer abundantemente y le gustaba hacerlo en silencio.
Sin embargo, cuando Sally salió, Greg dijo a su «mano derecha»:
—Pues se me está haciendo obsesiva la idea, Marcel.
—¿Cuál?
—La de visitar a esa chica de Max.
—Greg, ¿Por qué más líos?
—¿Líos? ¿Los he buscado yo?
—Tú no perdonas nunca.
—Jamás. Pero esto es otra cosa. Tengo demasiado a mi favor y me falta algo. Una mujer que merezca la pena.
—Pero debes contar con los sentimientos.
Greg elevó la cara con rapidez y de repente soltó una atronadora carcajada.
Sus ojos canela tenían la frialdad del hielo.
—Marcel, ¿cuándo has nacido? ¿Y qué me dices de sentimientos y zarandajas? Para mí, cuenta el gusto, y todo lo demás me tiene totalmente sin cuidado. Tengo todo cuanto he querido tener y me falta tiempo para buscar esposa. Esa Peggy, que tan diferente está y tan hermosa es, me puede servir.
—Greg…
—¿Por qué gritas así, Marcel?
—Cuando te oigo tratar de esa manera tan despiadada algo tan delicado, me sacas de quicio. Es como si trataras de un negocio, de los muchos que has tratado durante nueve años.
—¿Y no es igual? Un contrato matrimonial es igualito a un contrato de compra y venta de ganado o de terrenos.
Marcel iba a descargar un puñetazo en la mesa, pero Greg le advirtió:
—En mi casa nada de exaltaciones, Marcel. Me conoces.
—¡Qué disparate! —Se alteró Marcel—. Cada día te conozco menos.
—Tampoco eso tiene demasiada importancia.
—¿Y qué cosa tiene importancia para ti?
—Decidir, obtener, ordenar.
—Pero una mujer no es un caballo ni un toro.
—Les quitan los cuernos a las bestias y son exactamente iguales —masculló.
Y siguió comiendo como si acabara de rezar el rosario.
Sally presentó el segundo plato, y, si bien Marcel no se sirvió, Greg lo hizo abundantemente, y además pidió una nueva botella de buen vino.
—Que esté frío —dijo—. Va usted a buscarlo a la bodega o envíe a quien sepa elegirlo bien.
Y cuando Sally salió asintiendo, Greg, riendo, comentó mirando a su ayudante:
—Es para celebrar un acontecimiento, Marcel. Y no pongas esa expresión de vinagre. Siempre estuviste de acuerdo conmigo, has firmado hipotecas y escrituras, tienes mis poderes más absolutos. ¿A qué fin, de repente, tanto escrúpulo?
—Es que estás tratando de un ser humano.
Greg atacó la comida con mucho apetito y comentó sonriente, con aquella sonrisa fría y adusta:
—Tengo un excelente cocinero, Marcel. Come, que se te va a desfondar la barriga.
—Greg…
—Ni una palabra.
—Pero…
—Te digo que ni una. Cuando te la pida, Marcel.
—¡Cielos, Greg! Cada día que pasa se me hace un siglo, y mil veces tuve la maleta hecha para irme.
—Eres muy dueño. Si tú te vas, buscaré otro aliado curtido en leyes. Tú eres abogado, ¿no es así? Sabes por dónde andas, pero yo también. Uno no se ha matriculado en la universidad, pero… a fuerza de ver, de escuchar, de experimentar, entiende tanto como un letrado. Y, además, si tú te vas, no faltará quien llegue. Lo sabes. Yo no retengo a nadie.
Sally entraba apresurada con una botella en una cesta de mimbre.
—Señor, el cocinero, que entiende de vinos, ha ido a buscarla a la bodega.
—Pues muy bien. Sírvenos.
Marcel iba a levantarse, pero Greg, sin alzar la cara, dijo tajantemente:
—Si te vas ahora, no vuelvas a entrar en este comedor.
Marcel cayó sentado de nuevo.
Y sin asombro, porque ya lo conocía, le oyó decir como si tal cosa:
—Mañana, a primera hora, irás a casa de Max Hamilton e invitarás a su hija Peggy a almorzar conmigo.
Marcel abrió los ojos como platos.
—¿Y si se niega? —preguntó con ronco acento.
—Entonces, si eso ocurre, actuaré personalmente.
Capítulo 3
Peggy había desistido de preguntar a los dos criados. No soltaban palabra, se habían ido en evasivas, se aturdían uno a otro. Tanto fue así, que ella terminó por dejarlos en paz.
Sabía varias cosas porque ésas no hacía falta que nadie se las dijera. No había más criados en la casa que Ray y Helen, su esposa. El hogar se hallaba abandonado, y aquel día todo parecía más recogido, pero no por eso dejaba de ser viejo y muy ajado. En los patios no se veía un ser vivo, ni siquiera animales, salvo su caballo. Ello indicaba que, por la causa que fuera, su padre, Ray y Helen se hallaban solos donde cinco años antes todo era movimiento de personas asalariadas.
En el comedor contiguo al salón estaba la mesa puesta para dos, como ella ordenó, pero eran ya las diez y su padre no había regresado, habiéndose ido a las diez menos cuarto de la mañana.
No comió esperando por él. Así que a las once se personó en la cocina diciendo:
—No esperéis. Podéis iros a la cama. Dejadme la comida en el horno, que yo misma la calentaré —y, como observaba descontento en el rostro de los dos sirvientes, añadió—: Vivía en un colegio. Pero cada cual hacía sus cosas. Yo no estoy manca, y además en cinco años aprendí demasiadas cosas.
Acto seguido retornó al comedor y, después de mirar absorta la mesa puesta, se dirigió al salón.
Sólo había algo vivo en aquella pieza. El retrato de su madre, colgado de la pared y algunos cuadros y retratos de ella cuando era muy pequeña o tenía diez y doce años. También había uno de su padre montado a caballo.
Era un gran mozo, fuerte, musculoso, sano y además varonil y hermoso. No se parecía nada a la flaca silueta humana que había visto al llegar.
Se hundió en un sillón y encendió un cigarrillo. Llevaba aún el traje de montar. Fue lo primero que compró cuando decidió dejar el colegio y después la ciudad de las nieblas perennes. Solía ahorrar dinero de lo que su padre le enviaba mensualmente, y cuando decidió regresar por su cuenta y riesgo, compró todo aquello que creía iba a necesitar en el campo. Un buen equipo, mantas y hasta adornos decorativos para su persona.
Entre las volutas de humo que expelía pensaba como si su pensamiento se volviera hacia atrás. Alguna cosa le resultaba confusa. Sus padres parecían haber tenido un secreto y se hablaba de cosas a espaldas de ella. Pero aquello pasó y todo volvió a la normalidad. Nunca supo a ciencia cierta qué cosa sucedió en una época ya difusa en su mente. ¿Qué años tendría entonces? No más de diez u once.
Más tarde la vida volvió a tomar su curso normal. Ella acudía al centro, a un colegio de monjas, y su padre la llevaba en el Land Rover y la iba a recoger un criado o su mismo padre. A su regreso, su madre siempre estaba alegre. Le contaba cuentos, la dormía y la educaba.
Fueron días preciosos.
Los recordaría y añoraría siempre como los más bellos y plenos de su vida. Pero un día, cuando apenas tenía catorce años, surgió la enfermedad de su madre. Y falleció seis meses después, tras no pocos sufrimientos. A ella también le ocultaban lo que pasaba, como le ocultaron otras cosas. No se daba cuenta entonces, cuando se las ocultaban, pero sí que, al crecer, se percató de que no todo habían sido rosas y que sus padres preferían que ella no se enterara de nada.
Pero la muerte no se puede ocultar, y cuando ésta tuvo lugar vio llorar a su padre como un desconsolado. Y ella también lloró hasta secársele los ojos. Y no se diga nada de Helen y de los otros sirvientes. Su madre era buenísima, y muy hermosa.
Después, todo se precipitó. Su padre dio una orden y ella se negó, pero al final él ganó. La llevaría a Londres a estudiar. No podía cuidarse de ella, según decía, y había prometido a su madre que la educaría como correspondía a su posición.
Y fue. Lloró tanto o más que cuando falleció su madre, pero hubo de irse. Su mismo padre la llevó. Después ya no volvió más por el rancho. Su padre fue a verla dos veces en aquellos cinco años. Sin embargo, hacía tres que ni siquiera le escribía cada mes, como hacía antes, sino de seis en seis meses.
Y siempre decía lo mismo: «Tú te quedas en Londres un año más.»
Hasta que no pudo soportar la soledad de un colegio lo suficientemente rígido como para no permitirle conocer apenas el mundo.
En la pared, pegado a ella de arriba abajo, había un reloj que tocaba las campanadas fuertes, con lentitud. Peggy salió de sus recuerdos al sentir las doce.
Se miró a sí misma, y luego en torno, no entendiendo la ausencia de su padre todo un día. ¿Qué hacía fuera de casa? ¿Acaso estaba disponiéndolo todo para enviarla de nuevo a Londres?
«Pues no pienso irme», se dijo en alta voz.
Y su propia voz se confundió con el trotar de un caballo. Corrió a la ventana y alzó el visillo.
Dos faroles encendidos en el patio y otros dos en la entrada de la casa iluminaban casi todo el contorno.
Podía, pues, ver la figura de su padre medio caída sobre el lomo del animal y saltar a tierra con dificultad. No parecía estar bien, y soltando el visillo salió corriendo.
Desde la ventana de su cuarto, Ray decía pegado al cristal:
—Helen, ha llegado ahora.
—¿Cómo?
—Como siempre.
—¡Dios mío, cuando ella se percate…!
—Iré a ayudarle —decía Ray con voz sombría—. Apuesto que, de no hacerlo, igual se cae en la terraza y se queda ahí hasta mañana, como otras veces.
—Tal vez sea mejor que Peggy se percate de la situación por sí sola, Ray. Quédate. Mañana será otro día, y, si nos pregunta… tendremos que explicarle la verdad.
—De todos modos, ha dejado el caballo suelto, como siempre, y, si no salgo por la puerta trasera y lo meto en la caballeriza, se escapará.
—Eso lo haces todas las noches y el señor nunca se entera. Pero esta noche puede oírte Peggy y culparnos por no haberle puesto en antecedentes de la verdad.
—Soy sigiloso como un indio, Helen. No me oirá, y, además, en este momento está entrando en el salón con su padre sujeto por un brazo.
—Pensará que es casualidad y que eso sucedió hoy quizá por la emoción de verla a ella.
—Ya veremos. Vuelvo en seguida. El caballo se me escapará si no lo meto en la cuadra.
Y salió presuroso.
Al rato regresó suspirando.
—Ya está. Pero ellos se hallan en el salón. El señor, tirado en el sillón orejero, con su mirada extraviada, y Peggy delante de él, con la ceja alzada.
—¿Desde dónde has visto todo eso?
—Me colgué del ventanal y asomé un poco la cabeza. Se nota que Peggy no entiende nada.
—Pero se dará cuenta…
—Es posible. Veremos si nos llama o nos dice algo mañana. Quizá piense que es pura casualidad.
—Desvístete, Ray.
—No. Me voy a quedar un rato esperando. Quizá Peggy venga a llamarnos.
Pero, tras una hora de espera, Peggy no los llamó, y Ray se tendió en el lecho vestido y todo.
—Aún esperaré —dijo.
Como pudo, lo arrastró hacia el salón y, automáticamente, el beodo se hundió en el sillón orejero bufando. Miraba a su hija y parecía no reconocerla. Peggy se percataba perfectamente de que su padre estaba muy bebido, tanto, tanto, que quizá no supiera ni dónde se encontraba, y además no entendía cómo pudo conducir el potro hasta casa.
«Es la emoción de verme —pensaba Peggy, dolida, pero dispuesta a que aquello no volviera a suceder—. Es inútil hacerle entrar ahora en razón. Le dejaré dormir. Lo taparé con una manta y mañana será otro día.»
No tenía apetito. Tapó a su padre con una manta y se sentó enfrente a él.
Quedó ensimismada.
No suponía ni por lo más remoto que su padre fuese un alcohólico y que aquello sucedía cada día y cada noche, ya desde primeras horas de la mañana.
No le cabía en la cabeza tal situación y por eso ni se lo planteó siquiera.
Y, por lo tanto, que una vez pillara aquella terrible borrachera se podía disculpar, dado que quizás era ella el motivo de tal situación ocasional.
Max Hamilton no daba pies ni manos, y sus facciones afiladas aún se ponían más de relieve.
Angustiada, Peggy se preguntó qué sucedería si le hacía un café cargado o lo llevaba al baño y le metía la cabeza bajo el grifo. Pero no. Mejor era dejarle dormir y que se despejara. Al día siguiente habría tiempo para hablar.
Se retiró un poco y decidió no irse a la cama, ni cambiarse de ropa, ni comer. Se le había ido totalmente el apetito. Así que se hundió en un sillón, no lejos de su padre, y aguardó.
No durmió nada.
Sentía a su padre bufar, rezongar cosas entre dientes, y parecía flácido, desarmado, inútil.
Recordó a su padre cuando ella tenía entre once y quince años. No bebía jamás. Nunca le vio borracho. Se pasaba el día a caballo, dirigiendo su rancho y a los hombres que le ayudaban y que tenía a sus órdenes.
Después, la tertulia familiar en el salón. Su madre bordando y su padre fumando su pipa y comentando toda la labor que había realizado en el día. Fueron días preciosos.
Su padre, en aquella época, era abstemio, por lo cual tampoco se le podía reprochar una borrachera. Sin embargo, para ella había algo que le bailaba en la cabeza. Ray y Helen sabían algo que no decían, eso era obvio, y la situación del patio y de la casa y la falta de servicio indicaban que allí ocurría algo que ella ignoraba.
Su padre se lo diría todo al día siguiente.
Ella se encargaría de hacerle hablar. No iba a permitirle irse por la mañana, como aquel día. Tendrían que ser sinceros uno con el otro, pues ella no era la niña de once años que oía murmullos ni la de quince que obedeció y se fue a Londres a donde realmente no quería ir.
Había permanecido allí cinco años y, por lo visto, eso lo estaba viendo ahora claro, si no hubiese decidido regresar sin avisar, podría haberse quedado en Londres el resto de su vida sin que su padre moviera un dedo para que volviera a casa. ¿Por qué?
¿Qué sucesos habían tenido lugar en su ausencia para que todo se volviera del revés?
Tampoco comprendía por qué los campos estaban sembrados y, sin embargo, desde que llegó no vio un solo peón en la casa ni en las cercanías.
Había que aclarar todo eso.
Tenía veinte años y una extensa cultura, y que todos callaran ya no servía de nada. Ella deseaba saber hasta el último detalle y, por supuesto, le reprocharía a su padre aquella estúpida y fuerte borrachera.
No se dio cuenta de que el sueño le rendía. De que se escurría en el sillón y los párpados le caían y no era capaz de levantarlos.
No soñó nada.
Pero un rayo de luz le dio en la cara y se despertó con premura.
Lo primero que hizo fue mirar hacia el sillón orejero.
Su padre no estaba.
Se levantó del sillón a toda prisa y salió corriendo.
Se topó con Ray, que limpiaba un macetero, quitando de aquella enredadera las hojas secas, y a Helen que con un paño intentaba sacar brillo a un mueble.
—¿Y papá? —preguntó casi a gritos.
Ray y Helen se cambiaron una mirada.
Fue Ray el que respondió con un siseo, si bien Peggy entendió que algo no marchaba como los tres quisieran:
—Ha salido a caballo al amanecer.
—¿Cómo?
—Pues sí… Ensilló él el caballo y se fue.
Peggy se mordió los labios.
No quería preguntar a Ray las razones ni decirle que su padre había llegado borracho. Por eso, en silencio, giró y se fue a su alcoba.
No sabía qué pensar.
Su padre tuvo que verla dormida no lejos de él. ¿Por qué? ¿Por qué se había ido? ¿Tanto trabajo tenía?
—Iré a darme una ducha —dijo con voz apagada.
No la retuvieron. Pero cuando oyeron la puerta cerrarse en la segunda planta, los sirvientes se miraron de nuevo.
—¿Tú qué opinas?
—Le vi salir como alma que lleva el diablo. Seguro que ya está en la taberna de Tom cargándose de nuevo.
—Ray, Peggy preguntará.
—O pensará que nosotros no sabemos que llegó borracho.
—Es posible.
—Pues a callar.
En su alcoba, Peggy, pensativa y contrariada y sobre todo muy disgustada, se dio una ducha y se cambió de ropa.
Se puso un pantalón de pana color granate. Botas de caña corta negras, por las cuales metió las perneras de los pantalones y una camisa negra. Por el cuello deslizó un pañuelo de lunares negros y granate y se miró al espejo.
—Yo también tengo ojeras —se dijo ante su propia imagen—. He dormido mal y poco, y me siento muy desconcertada. No entiendo nada de nada y tampoco voy a preguntar a Ray ni a Helen. Prefiero que ignoren que papá llegó borracho. A la hora de almorzar, cuando retorne, le hablaré. Tendrá que ser claro conmigo y le pediré que no vuelva a ponerse en tal estado.
Se sentó ante el tocador y se miró fijamente. Deseaba volver al pasado y desmenuzar cosas que entonces no entendió. Pero la mente se le iba y venía en rápido vaivén, sin poder retener nada de cuanto había vivido y sabido.
En estas reflexiones se hallaba cuando sintió dos golpes en la puerta.
Se levantó con presteza.
Su padre que volvía.
Pero no. Era Ray.
—Peggy, tienes visita.
—¿Visita? —y abrió la puerta.
Se topó con un Ray algo agitado.
—¿Qué sucede, Ray?
—Es el abogado de nuestro vecino.
—¿Vecino?
—Me refiero a Gregory Walker. La persona que te espera en el salón es Marcel Miller. Es abogado y amigo de míster Walker.
—Iré en seguida —dijo.
Pero se quedó en su cuarto pensando, reflexionando.
¿Mister Walker? ¿Gregory Walker?
Capítulo 4
Le sonaba muchísimo. Algo había oído ella de aquel nombre. Pero no sabía qué. Era demasiado feliz de niña para recordar cosas que no estaban cerca de ella. Recordaba únicamente que su padre le había regalado un poney y que junto a la alta cabalgadura de su padre recorría a veces sus posesiones, y allá abajo, en el valle, se veía una casita rodeada de tierras y algún ganado.
Su padre solía decirle:
—Pertenecen a los Walker. Son pobres, pero honrados…
Después, no mucho tiempo después, quería recordar que sucedió algo con referencia a aquella familia, pero a ella le apartaban siempre cuando hacían comentarios, y nunca se enteró de lo que había ocurrido. Pero la comarca andaba soliviantada. De eso sí tenía una absoluta certidumbre.
Lo que no entendía era cómo podía tener abogado un señor que poseía un rancho diminuto con unas cuantas cabezas de ganado.
Había que salir de dudas y saber qué deseaba de ella aquel señor.
Así pues, sacudió su rubia melena, no demasiado larga, y bajó por las escalinatas.
El bronce relucía, pero el pasamanos, brillante en otros tiempos, parecía desconchado, pensaba algo aturdida.
«Habrá que llamar para que lo pulan y lo pinten.»
Helen seguía en el vestíbulo limpiando el polvo con un paño en la cabeza tapando su cabello cano.
—¿Dónde está la visita que me espera, Helen?
—En el salón. Me he cuidado de hacerle pasar…
—Gracias.
Y cruzó hacia el salón sin ninguna prisa.
Se quedó erguida en el umbral. El hombre que la esperaba vestía un traje claro, de invierno, y bajo él una camisa azulina con un pañuelo asomando por la garganta. No era ningún viejo. ¿Treinta años? ¿Más, menos? Tampoco importaba demasiado.
Al verla, se adelantó correcto y atento.
—Señorita Hamilton…
—Buenos días —saludó ella, desconcertada.
Y es que el visitante no parecía un granjero. Tenía todo el aspecto de un señor joven de capital.
Modales cuidados, voz educada… no bello, pero sí masculino y correcto.
Ella extendió la mano, y el hombre, Marcel Miller, porque no era otro, se la besó con delicadeza.
—Siéntese.
—Usted es la señorita Hamilton…
—Pues sí.
—Yo soy Marcel Miller, abogado y amigo de míster Walker. Gregory Walker.
—Ya. Mucho gusto. Siéntese, por favor.
Ella se sentó.
El abogado se sentó a su vez, algo nervioso.
—Vengo a saludarla en nombre de mi amigo y cliente y de paso a invitarla a tomar el té en su rancho esta tarde.
Los había atrevidos.
¿Cómo podía un don nadie como míster Walker invitarla a ella, que era de élite de toda la vida? Pero eso carecía de importancia. Ella, antes que señorita, era un ser humano.
—Dígale de mi parte al señor Walker que iré con mucho gusto.
—No sabe cuánto se lo agradezco.
—¿Por qué? Entre vecinos lo más normal es que se conozcan. Yo recuerdo a míster Walker que venía al rancho con papá y jugaban a las cartas.
Marcel se removió inquieto en la butaca.
—No me refiero al antiguo amigo de su padre, señorita Hamilton.
—¿No?
—Me refiero a su hijo Greg.
—Oh…
—El señor Walker padre falleció hace nueve años.
—No sabía…
—Seguramente ya estaría usted en Londres.
—Es posible.
—¿Vengo a recogerla o irá usted en su caballo?
—Iré yo.
Marcel se levantó con la misma corrección.
—Pues, si le parece, a las cinco. ¿Es mala hora para usted?
—No, no. Tengo todas las horas del mundo libres.
—La esperamos.
Peggy no entendía demasiado.
Pero consideraba que debía ponerse en pie y acompañar al joven correcto que la invitaba en nombre de su amo. Seguramente que Ray y Helen le sabrían decir…
—Entonces, hasta la tarde.
—No faltaré.
—Gracias.
Y de nuevo le besó la mano, ya en la puerta principal, y se fue. No a caballo.
Peggy no salía de su asombro ante el deportivo rojo al cual subió el abogado del ranchero hijo que la invitaba. ¿Cómo había adquirido aquel coche costosísimo el dueño de un rancho de quinta categoría que ella recordaba como propiedad de los Walker?
Marcel aún agitó la mano antes de arrancar.
Ray y Helen, dentro del vestíbulo, se miraban consternados.
—Algo trama el demonio ese —dijo Ray al oído de su mujer.
Pero como Peggy se volvía hacia ellos, se callaron ambos.
—Bueno —dijo Peggy aún asombrada—, ya me diréis quién es ese Gregory Walker que me invita a tomar el té. No sabía que por esta comarca existieran señores rancheros que aún tuvieran la delicadeza de invitar a sus vecinos.
Ray engulló saliva.
—¿Has aceptado, Peggy?
—¿Y qué podía hacer?
Helen dejó el paño sobre un banco de madera que presidía la entrada del vestíbulo.
—Yo, en tu lugar, declinaría la invitación.
—¿Y por qué? Hay personas pobres, pero correctas y de buena voluntad.
Ray tosió.
—¿Qué tienes en el buche, Ray? Dilo ya.
—Es que, de pobre, Greg Walker no tiene nada, Peggy. Es el dueño de casi toda la comarca.
Peggy parpadeó.
—Pero si yo recuerdo haber paseado con papá en mi poney y él en su pura sangre, y desde lo alto de la montaña mi padre me señalaba los ranchos, y recuerdo, asimismo, ver uno chiquito y decirme papá que era de los Walker.
—Eso fue hace mucho tiempo.
—No sé el que tendría yo, Ray, pero creo que unos once años. Todo es confuso en mi mente, pero una cosa recuerdo con precisión. Que papá jugaba a las cartas bajo el porche con el ranchero Walker y se bebían una sangría entretanto el sol o el frío cundía por la comarca.
—De eso hace tanto tiempo que casi no lo recordamos nosotros.
—Helen, parece que hablas con rencor de todo eso. Fue un pasado precioso. Yo lo evoco con satisfacción.
—No lo dudamos.
—Pero estáis disgustados.
—Yo no iría a tomar el té.
—¿Y por qué no? Entre vecinos lo mejor es la cordialidad.
Helen iba a responder, pero Ray la miró fijamente y la esposa se calló mordiéndose los labios.
Así que, rápidamente, asió el paño de nuevo y se puso a limpiar lo que ya tenía brillante.
—Helen, eso está superlimpio. ¿Por qué te pones nerviosa?
—Es que —atajó Ray apresurado— tú eres una señorita y Greg Walker es un granjero muy rico, pero… sin clase. Y Helen prefiere… prefiere que llames por teléfono y te excuses.
—Eso no es correcto, Ray.
—Ya.
—Y, además, espero que regrese papá para preguntarle. De todos modos, iré. Es mi postura, mi estilo. No haré de menos a nadie a menos que me ofendan, y este señor ha sido muy correcto al invitarme.
Se iba, pero ya caminando añadió:
—Que el almuerzo esté listo para cuando llegue papá. No entiendo por qué se fue tan temprano.
Helen y su esposo no pronunciaron palabra.
Pero cuando sintieron la puerta del cuarto de Peggy al cerrarse, Helen se volvió como una enajenada:
—¿Qué tramará ese canalla?
—Cállate, Helen.
—Y, además, Peggy ha silenciado la borrachera de su padre y pensará que es ocasional.
—Lo mejor de todo es que recuerde cosas como desvaídas. Yo sí recuerdo que cuando todo aquel tremendo lío se le ocultaba y se hablaba a sus espaldas… Y después se pasaba el día en la ciudad estudiando en el colegio. No recuerda nada concreto.
Helen se removió inquieta.
—Prefiero a los padres y los hijos de hoy, Ray. Se enteran de todo. Los padres no hablan a sus espaldas. Soy mayor, pero entiendo perfectamente la situación juvenil y lo que los padres hablan delante de sus hijos. De haber ocurrido así hace tantos años, podríamos hablar a Peggy con claridad.
—Eso no nos corresponde a nosotros.
—¿Y esperas que el señor lo haga? A estas horas ya estará tirado en un banco de cualquier taberna.
—Peggy se calla lo ocurrido ayer. De modo que nosotros no tenemos por qué decirle nada.
—Y cuando se entere y vea que ocurre cada noche, ¿qué explicación le darás cuando ella te la pida?
—¿Y quién soy yo para decirle lo que sucede o lo que sucedió?
Helen recogió de nuevo el paño y empezó a limpiar lo que ya relucía.
—Helen —dijo su marido—, deja eso y ve a disponer el almuerzo.
—No supondrás que el padre va a volver.
—No. Pero ella irá a casa de Greg Walker a tomar el té.
—Y el hijo de perra ese se lo dice sin ningún miramiento. ¿No sería mejor, para evitar mayores traumas, que nosotros le dijéramos toda la verdad?
Helen rezongó entre dientes:
—Me dan ganas de subir y de contarle todo lo que pasó, lo que está pasando y me temo que pasará aún.
—¡Helen! —Reconvino Ray—. Haz lo que te digo y cállate. Tiempo habrá de hablar si es preciso.
—Y lo será —casi gritó la esposa.
Y de inmediato se dirigió a la cocina.
A las tres de la tarde, vestida como estaba por la mañana, Peggy dejó el comedor y entró en la cocina.
Se daba perfecta cuenta de que allí sucedía algo y que los dos sirvientes lo sabían, pero prefería no preguntarles dado su hostil silencio.
Sin embargo, preguntar por qué no regresaba su padre a almorzar, sí que cabía en su norma y se cuadró ante el umbral.
Ray y Helen se hallaban pegados al fogón y mirando ante sí obstinados y absortos.
—Bueno, ¿es que papá no viene nunca a almorzar?
La pregunta era directa.
No mencionaba lo ocurrido en la noche, quizás en defensa de su padre y pensando que ellos lo ignoraban.
Ray titubeaba y miraba a su mujer esperando que ésta le ayudase, pero Helen guardaba un silencio hermético.
—A veces no puede —se excusó Ray.
—¿Con frecuencia, Ray?
—Bastante.
—¿Dónde trabaja tanto? Los sembrados están todos creciendo. No hay peones a la vista, cuando antes esto estaba lleno de ellos. Los pabellones, vacíos. Fui por allí hace cosa de una hora y lo vi todo despojado, como si sus habitantes se escaparan despavoridos…
—Te serviremos el almuerzo —le cortó Helen—. Y en la noche ya hablarás con tu padre cuando llegue.
Esperaban que Peggy les dijera en el estado que había llegado, pero no… Se callaba.
—Podéis servirme —dijo tan solo.
Y dejó el umbral.
Se adentró en el comedor. Tal parecía desganada, flácida, como pensando en demasiadas cosas que le resultaban complejas y que, por mucha confianza que tuviera con los sirvientes, no quería abordar.
Y aún añadió con voz algo confusa:
—A las cuatro y media tenme el caballo ensillado, Ray. Debo ir a casa de los Walker a tomar el té. Ha sido una delicadeza por su parte invitarme.
«¡Y un cuerno!», pensaba Ray furioso.
Pero en voz alta no dijo palabra y solo movió la cabeza asintiendo.
—¿Queda donde siempre? —preguntó más tarde mientras Helen le servía.
La sirvienta se había olvidado de la cita de Peggy por resultarle tremendamente odiosa.
—¿El qué, Peggy?
—El rancho de los Walker.
—A un kilómetro escaso. Por ese sendero —y estiraba la mano hacia el ventanal— llegas a caballo en diez minutos escasos.
—Era chiquitito.
—Era.
—¿Ya no es así?
—Bueno, en nueve años las cosas cambian.
—Ya veo, ya veo. Mi casa, al menos, ha cambiado mucho, para peor.
Ray, que traía el segundo plato, dijo sombríamente:
—En cambio, el rancho de los Walker ha crecido para mejor.
—¿Sí?
—Pues sí…
—Ese coche color rojo, tan caro… ¿pertenece al abogado o al amo?
—Nada que se mueve en torno a Greg Walker pertenece a nadie, sino a él.
—Pues ha medrado mucho en cinco años que yo falto de aquí.
Helen no pudo callárselo todo.
—Empezó a medrar antes, pero tú estabas en el colegio y te enterabas de pocas cosas.
—No te entiendo, Helen.
—Ve, ve a tomar el té a su casa. Pero yo, en tu lugar, no iría.
—¿Y por qué? Lo correcto es aceptar una invitación que te hace un vecino, aunque corresponda a una clase inferior.
Helen iba a responder, pero Ray lo evitó diciendo:
—El postre, Helen.
—Oh, sí.
Y se fue a toda prisa.
Peggy iba entendiendo con más precisión que sucedía algo para ella desconocido y que, por la razón que fuera, Ray y Helen no querían mencionar.
Sería cosa de pillar a su padre aquella noche y preguntarle.
Su padre ya no hablaba con una niña o con una adolescente y tendría que hacerse cargo de eso, por lo cual afloraría la realidad.
No obstante, sucediera lo que sucediese, ella cumpliría su deber social e iría a tomar el té a casa de Greg Walker.
Se le había hecho una invitación correcta, con suma delicadeza, y sería indelicado por su parte no aceptar. Después de vivir los acontecimientos en su terreno, ya pensaría qué tipo de preguntas directas haría en el futuro.
Lo que en forma alguna deseaba era que Ray y Helen, pese a la confianza que les tenía, supieran el estado lamentable en que había llegado su padre a casa la noche anterior.
Eso era cosa suya y de su padre y lo arreglarían entre los dos…
Helen apareció con el postre, y Peggy tenía apetito.
Lo comió todo. Porque si algo había que pensar sobre la ausencia de su padre, era su trabajo, y a él se estaría dedicando, pues prueba de ello era la siembra que crecía en los campos.
Al final de la comida y como Ray seguía allí erguido, le dijo rotundamente:
—Ray, he visto cruzar por nuestras tierras caballistas y me parece mal. Debes desviarlos. Prohíbe que vuelvan a cruzar. No entiendo cómo papá lo consiente. Antes esto era intocable y ahora ya he visto en algunos momentos cruzar por un sendero que nos pertenece, y por lo tanto debe ser prohibitivo para toda persona que no seamos nosotros.
Ray asentía, pero miraba sus botas sin pronunciar palabra.
—Pon un cartel —insistía Peggy—. No entiendo cómo consientes tales situaciones.
Ray, en silencio, pero asintiendo con cabezaditas, iba recogiendo la mesa y Helen recibió el servicio y se fue a la cocina.
Tal como Peggy le había pedido, porque Peggy a ellos no les ordenaba, le tenía ensillado el caballo blanco. Eran las cuatro y media.
Por el sendero directo llegaría al rancho de Greg Walker en menos de media hora, y suponiendo que no fuera al galope, pues de ser así, tardaría bastante menos.
—Debes decirle lo que hallará —insistía Helen en la cocina—. Ella piensa que…
—Yo me callo, Helen.
—¿Y después?
—No lo sé. Pero si va allí, y va, ya tendrá la respuesta que seguramente en su fuero interno no deja de hacerse.
—El señor volverá a la noche en la misma situación.
—Pues Peggy se irá dando cuenta. No es tonta. Es demasiado lista y no quiere herir a su padre y piensa —que lo de ayer fue casualidad.
—Ya viene.
Los dos salieron apresurados.
En efecto, Peggy bajaba las escalinatas diciendo:
—Ray, manda a los pintores que barnicen este pasamanos. Está desconchado.
—Lo haré.
—¿Está listo mi caballo?
—Sí, Peggy, sí.
Y la miraban los dos embobados.
Iba guapísima.
Vestía traje de montar de canutillo rojo. Leguis relucientes y una camisa negra con un pañuelo asomando, rojo y negro, y encima una casaca haciendo juego con el pantalón.
En la cabeza lucía una visera negra graciosísima, y sus rubios cabellos asomaban bajo ella. Azotaba la fusta contra los leguis.
Ray pensaba: «Diga lo que diga, está nerviosa.»
Helen se decía para sus adentros:
«¿Qué cosa le dirá ese cerdo de Greg?»
Pero no le impedían ir, porque, por decir, habían dicho lo suficiente para que ella entendiera y declinara cortésmente la invitación.
Pero Peggy estaba allí y se iba.
—Cuando venga papá le decís dónde me encuentro.
—Sí, Peggy.
—Y si viene con tiempo, como espero, que me vaya a buscar.
—Claro.
Pero los dos sabían que el señor no volvería hasta la noche, y además en la misma situación que el día anterior.
Peggy montó de un salto y se fue al paso por el sendero que conducía al fondo del valle, en uno de cuyos montículos se alzaba la casita que ella recordaba…
Helen y Ray se quedaron erguidos en el patio.
Se miraban consternados.
—¿Y ahora, Ray?
—No sé, Helen.
—Sí sabes.
—Pues tendrá que saberlo ella a su vez. Se dará cuenta.
—Y le dolerá más.
—Nos acusará por el silencio.
—¿Es que nos ha preguntado abiertamente? ¿Nos ha dicho lo de su padre de ayer, que ella presenció? Piensa que fue casualidad…
—Se me fue el apetito —decía Ray en una tregua de silencio que rompió con voz ronca.
Helen se removió inquieta.
—Y a mí.
—¿Qué querrá Greg de Peggy?
—Nada bueno. Nada de lo que diga o haga Greg es bueno.
Se deslizaban los dos hacia la cocina.
Helen se sentó ante la mesa y se sujetó la frente con las dos manos.
—Debimos irnos con los demás, Ray —decía insistente—. Así nos evitaríamos este dolor.
—No podíamos dejar al señor solo.
—Un día tendrá que ocurrir.
—Y lo peor es que lo sufrirá Peggy en sus carnes sin tener culpa de nada.
—Los hijos, sin proponérselo ni merecérselo, suelen ser responsables de los errores de sus padres. Pero no todo el mundo lo entiende bien, y las consecuencias suelen ser funestas.
—Estás pensando algo malo.
—De Greg Walker nunca esperaré nada bueno.
Y los dos se miraron con desesperación y ansiedad.
Capítulo 5
Peggy llevaba las bridas del caballo sujetas con sus dos finas manos enguantadas. No tenía prisa, y en menos de media hora, cabalgando con normalidad, llegaría a la cita que gentilmente, por medio de su abogado, le hacía míster Walker.
Pensaba en demasiadas cosas. Por ejemplo, antes, cinco años antes, por aquellos lugares había ranchos diseminados por todo el contorno, y el único enorme y rico era el de su padre. A la sazón no había casas diseminadas, pero sí enormes extensiones de tierra sembrada, así como vallas demarcando posesiones y mucho ganado aquí y allí.
Recordaba perfectamente que las posesiones de su padre se separaban de las de los demás por vallas metálicas, ahora aquéllas no existían. Tampoco se veía aquel sendero que cruzaba paralelo al que seguía su caballo. No entendía las razones. Ahora todo parecía pertenecer a una misma persona, porque no había demarcaciones, salvo las lógicas vallas que bordeaban manadas de ganado pastando o que cerraban nutridos grupos de caballos salvajes.
Abstraída como iba en todo esto, no se dio cuenta de que a un lado había una anchísima cancela abierta y, en lo alto, un cartel en letras doradas que decía: «Rancho Walker».
Detuvo su montura y, al ver a un pastorcillo que la miraba, le preguntó:
—Para ir a casa de los señores Walker, ¿qué camino debo tomar?
—El que tiene enfrente. Tome esa carretera y en cinco minutos estará ante la mansión.
Peggy alzó una ceja y espoleó al caballo. A fin de cuentas, tal vez para aquel chiquillo la casita de los Walker fuera una mansión, pero ella la había visto hacía años y de mansión no tenía nada.
Sin embargo, a medida que el caballo avanzaba su jinete miraba asombrada a ambos lados. Árboles frondosos, terrenos interminables. En lo alto de la ladera, una hilera de casitas blancas pegadas unas a otras. Aquello no existía cuando ella paseaba con su padre. Parecían casas de colonos.
Tardó aún en ver algo que la dejó paralizada y le obligó a detener su montura. En efecto, ya divisaba la «mansión» y no era una casita pintada de blanco y pequeñita. Era una mansión enorme, que no tendría más allá de unos pocos años…
«No entiendo nada. Quizá me haya equivocado —se dijo— o el chico me haya indicado mal. Pero es que hace años esta mansión no existía aún.»
Espoleó el caballo porque de repente tenía mucha prisa y deseaba saber muchas cosas y quizá las descubriera aquella tarde y en aquel lugar.
Al llegar ante la mansión se dio cuenta de que los patios eran enormes, de que los peones trabajaban aquí y allí y que todo era movimiento. La mansión se hallaba en medio del valle, y por todas partes había extensiones interminables de terreno sembrado.
No obstante, a un lado de la inmensa casa apaisada había una piscina a ras de las terrazas y una especie de toldo que salía de la misma mansión. No lejos, al otro extremo, también había una pista de tenis.
Con los ojos muy abiertos, Peggy miraba a todos lados. También ella era mirada por las personas que parecían afanosas trabajando en las cercanías. Levantaban la cabeza y dejaban a un lado las herramientas para mirarla con mucho asombro, como si unos la reconocieran y otros no y se lo dijeran por bajines.
En una terraza alta que presidía la entrada principal de granito y llena de plantas bien cuidadas, vio al abogado, vestido como por la mañana, y que le salía al encuentro.
—Señorita Hamilton, la estaba esperando.
Y galante, muy correctísimo, le ayudó a descender del potro.
—Hágase cargo de él —ordenó Marcel a un criado que se hallaba cerca, y después, dando paso a la joven—: Por aquí.
Y la condujo hacia el vestíbulo.
Peggy quedó asombrada, con los ojos como platos mirándolo todo. La decoración divina, tirando a rústica, pero con un gusto exquisito. Ventanales, cuadros, tapices, plantas, espejos, muebles de madera noble, alfombras mullidas… Si el exterior era grandioso, el interior mucho más.
Pero ¿cómo?
¿Sería de los Walker, de verdad, todo aquello?
No lo entendía.
Pero una figura que salía del salón y se plantó en medio de la puerta corredera de cristales de colores le indicó que no estaba equivocada.
Fuera por la razón que fuese, aquello pertenecía a los Walker.
El hombre que se hallaba mirándola vestía pantalón de montar, leguis altos y una camisa a cuadros despechugada. Tenía el cabello castaño muy lacio y unos ojos como avellanas, de un canela desconcertante.
No se movía, pero sí la miraba. Era un rostro adusto, altivo, frío, de mirada helada. Alto y musculoso y además muy joven. No se le podían calcular los años por su morenura y sus ojos fríos, pero, por la piel tersa, ella diría que no alcanzaba los treinta.
—Soy Gregory Walker —dijo con voz bronca y como rasgada—. Supongo que tú eres Peggy Hamilton.
La tuteaba. ¡Hala! Como si se vieran todos los días.
Peggy no daba demasiada importancia a eso. A fin de cuentas era lo natural entre vecinos, pero sí que le extrañó el modo como se presentó y la saludó. Se diría que era descarado, cínico o solo maleducado.
Avanzó dos pasos y ella extendió la mano. Él la apretó en la suya, diciendo, sin mirar a su abogado:
—Gracias, Marcel. Te llamaré si te necesito.
Era una forma como otra cualquiera de despedirlo.
Marcel titubeó, y eso lo observó perfectamente Peggy, pero un nuevo gesto frío de su jefe y aquél giró, yéndose y diciendo únicamente:
—Buenas tardes, señorita Hamilton.
—Buenas, míster Miller. Y gracias.
—Por aquí —dijo Greg sin demasiada delicadeza, y él mismo cerró la puerta corredera.
Peggy se vio en un salón enorme rodeado de ventanales. Desde allí se veía la piscina cubierta y la otra al aire libre.
Todo aquello parecía más una casa encantada que un rancho. Y pensaba, al aceptar el asiento que él le ofrecía, que no le parecía nada correcto que la recibiera vestido de aquella manera, con medio pecho fuera y con el vello rizado que contrastaba con sus cabellos lacios. Sobre aquel vello relucía una cruz sin imagen colgando de una gruesa cadena de plata.
—No me puedes recordar —dijo él sentado enfrente de ella con cierto desmadejamiento—, porque hace nueve años que yo me enterré en estos lugares y tú te fuiste cuatro años después. Yo, en aquella época, iba a una escuela estatal, y tú a un colegio privado. Yo iba a la escuela en una vieja bicicleta y tú en un Land Rover con tu padre o un criado.
—No recuerdo haberte visto nunca —dijo Peggy, aceptando el tuteo, porque le parecía absurdo tratarlo de usted si él la tuteaba.
—Bueno, es que las personas cambian mucho cuando son niños o adolescentes. A ti misma, si no me dicen que eras tú, no te habría reconocido. Te vi ayer y no te fijaste en mí. Pasé casi a tu lado en el caballo, pero ibas muy ensimismada. —Y sin transición—. Sally nos servirá el té en seguida. Ponte cómoda y fuma si gustas.
Acto seguido abrió una caja que había en una mesa en medio de los dos y le ofreció cigarrillos.
—Yo fumo en pipa —dijo cargando la cazoleta—. Es más cómodo para mí, y así fumo menos.
No se preocupó en ofrecerle lumbre, lo que dio a entender a Peggy que no se parecía en nada a su abogado y que, además, desconocía los buenos modales. No entendía cómo un tipo de aquella clase, un auténtico granjero (y eso no trataba de disimularlo), podía poseer una sensibilidad semejante para decorar una casa con tanto gusto. Una casa, por otra parte, de campo, donde más imperaba el ganado que las personas.
Pero prefería esperar. Si él no era educado, ella sí que lo era. Veríamos quién era mejor de los dos.
Desde el sillón donde se sentaba con las piernas estiradas (otra incorrección) pulsó un timbre. En seguida se abrió la puerta y apareció una doncella vestida de negro y con un delantal blanco plisado, empujando un carro de cristal y plata, con el servicio de té primorosamente preparado.
—Ya tenemos aquí el té —dijo él—. Gracias, Sally.
Y la sirvienta, sin decir palabra, se alejó y volvió a cerrar la puerta corredera.
—Yo te sirvo —dijo Greg con indiferencia y sin deponer su semblante adusto y rígido, más bien helado, como si las duras facciones estuvieran esculpidas en piedra—. Sabrás que yo nunca invito a una persona a mi casa si no es por una razón concreta.
Y como Peggy entornaba los párpados como esperando cualquier disparate, él añadió:
—Tu té.
Y le pasó la tacita.
—¿Pastas?
—No, gracias.
—Pues, como te decía…
—Que nunca invitas sin razón concreta —atajó ella.
Él, con su taza en la mano y firmemente sentado, sonreía.
Apenas se le veían los dientes cuando sonreía. Eran blancos, iguales, casi amenazadores. En su cara morena, pensaba Peggy, relucían como una provocadora amenaza.
—Eso es. Eso es. Me gustas una barbaridad y te he invitado para pedirte algo. Verás, a fuerza de trabajar, de no dormir, de sorberme el sudor, he conseguido que la comarca me pertenezca. Lo tengo todo. No me falta absolutamente nada —su voz era cada vez más metálica—. Solo me falta una esposa. Eh, eh, ¿adonde vas ?
Y su mano la asía del brazo y la sentaba de nuevo.
—No hay por qué huir —decía secamente—. Yo no soy de los que usan retóricas ni palabras balbucientes. Digo las cosas como las siento y como las pienso. De nada sirve andarse por las ramas, cuando uno se puede asir al tronco con ambos brazos.
—Me parece que me estás confundiendo.
Él meneó su cabeza de castaños cabellos. De tal manera que le caían sobre la frente y los resoplaba sin delicadeza alguna.
Era varonil, atrayente, y su forma de ser distaba mucho de gustar a Peggy, aunque reconocía que era un tipo de una personalidad fría y cerebral aplastante.
Se quedó sentada. A fin de cuentas, quien tenía la palabra final en toda aquella sarta de disparates era ella. Por tanto, en el fondo, se estaba entreteniendo.
—No me mires de ese modo desconcertante —añadió Greg tomando un sorbo de té, y de repente dejó la taza en la mesa de ruedas y se levantó—. Prefiero un whisky.
Y, sin más, se fue a grandes pasos hacia un bar esquinado.
Volvió inmediatamente con botella y vaso y pulsó de nuevo el timbre al tiempo de sentarse.
Apareció Sally, sin que Peggy hubiese dicho nada todavía, tal era su desconcierto.
—Hielo —dijo él tan solo.
Sally salió, y al instante regresó con un cubo lleno de cubitos de hielo y unas pinzas.
Sally volvió a salir en silencio, y Greg Walker se sirvió dos cubitos en su ancho vaso mediado de whisky sin soda.
—Tal vez tú también prefieras el whisky al té.
—Prefiero el té —le cortó Peggy, ya secamente.
—Eres muy dueña. Como te decía… ¿Qué te decía? Ah, sí, que te solicito por esposa. Por esta comarca hay muchas mujeres, pero a mí me gusta todo lo bello y de momento no encontré nada a mi gusto. Pero cuando te vi ayer, me dije: «Ahí tienes lo que necesitas.»
—Así por las buenas.
—Pues sí. ¿Sucede algo?
—Yo digo que tendrás que contar con mi opinión.
—Y cuento. Por eso te estoy advirtiendo.
—Será pidiendo.
—No, no, advirtiendo.
—Oye, ¿no me habrás confundido?
—No.
Y volvía a distender la boca en una cínica sonrisa.
Peggy decidió no marchar.
Prefería oírlo hasta el final. No entendía nada, y prefería entenderlo. Ella no era miedosa. Y las bravatas del vecino le tenían sin cuidado.
Era un nuevo rico. Un granjero que de la nada llegó a donde quiso.
¿Cómo hizo?
Deseaba saberlo.
Y por eso permanecía sentada.
Veía cómo Greg se llevaba el vaso a los labios y bebía un largo trago.
—Bueno, yo creo que, después de tener tanto, me gusta tener esposa, y por eso te mandé llamar.
—Me has enviado una invitación por un hombre muy correcto. Pensé que tú serías igual.
—¿Como Marcel? Oh, no. Yo no soy de mantequilla. Soy un tipo del campo que luchó lo suyo para lograr cuanto ambicioné. Marcel está a mi servicio porque yo no soy letrado, aunque, bien mirado, sé tanto o más que él. La experiencia es la que manda y yo llevo nueve años luchando con muchas cosas, de las cuales las conseguí todas y ahora solo me faltas tú.
—Pero yo no soy ganado ni un trozo de tierra. Tengo más que suficiente para vivir, sentirme yo y buscar el amor y casarme enamorada.
—Bueno, bueno, todo eso es lindísimo, muy romántico, muy sentimental, pero nada práctico.
—¿No crees que ya he oído bastantes necedades? Mi padre te pedirá cuentas de tus impertinencias.
—¿Estás segura?
—Por supuesto.
Y esta vez sí que se levantó.
Él lo hizo a su vez.
Era más alto. Mucho más.
Parecía poderoso ante ella mirándola con sus ojos desconcertantemente canela, fríos, despóticos…
—Eres una belleza, pero no te busco por eso —decía con su medía sonrisa sarcástica bailándole en los labios—. Eres, además, atractiva y me gustas una barbaridad. A mi me gustaste desde el momento en que te vi. De niña eras larga y desmadejada. Lisa como una plancha y no tenías ni una gota de gracia. Además no mirabas a nadie, ni te enterabas de lo que sucedía en tu entorno. Tú, a lo tuyo, y los demás que los partiera un rayo. No creo que tú hayas tenido la culpa, pero aceptabas situaciones falsas y no te importaba saber nada de cuanto sucedía.
—¿Y qué tenía que saber? No me lo digas. Sigo sin desear enterarme de nada. Una cosa sí tengo muy presente. No sueñes con que yo sea tu esposa. Yo no soy ganado ni un trozo de tierra, ni un matorral. Yo soy un ser humano sensible y, además, mujer, y tengo mi propio criterio y mi fortuna particular. No estoy en venta.
Capítulo 6
Greg no dijo ni una sola palabra. Pero sí que la miraba fijamente, tan fijamente que Peggy, nerviosa, se vio obligada a desviar los ojos del rostro moreno y firme.
Pero no sirvió de nada.
Con la mayor naturalidad del mundo, y como si ese mundo le perteneciera por entero, antes de que Peggy se percatara, le asió la cara entre sus dos fuertes manos y ¡hala! le buscó la boca y la besó furiosamente.
Peggy dio un salto hacia atrás.
Sus labios ardían. Tenían como un calor insoportable.
Él sonreía con aquella mueca indefinible.
—No sabes besar o no has querido besar —decía sibilante—. Pero ya aprenderás, o ya querrás.
Peggy no pudo remediarlo. Alzó el brazo y antes de que Greg se percatara, aplastó la fina mano en su mejilla con un chasquido seco y preciso.
Greg, una vez recibida la bofetada, que no le inmutó ni mucho menos, asió la mano de ella en el aire y se la apretó con fiereza.
Después la pegó a su pecho.
Peggy, estremecida por su fuerza incontenible, sintió en su propio cuerpo cada músculo erótico de aquel tipo desconcertante.
Y, de inmediato, Greg volvió a besarla. Esta vez, como un salvaje, le abrió los labios con los suyos y la retuvo con las dos manos sin que ella pudiera moverse. Cuando se cansó de besarla la soltó, y sonrió con una risa o mueca diabólica.
—¡Hala! Sí lo deseas, puedes irte, y le dices a tu padre que te he ofendido o que te he elevado hasta mí, cosa nada corriente. Y que, además, te vas a casar conmigo.
—¡Jamás!
—No seas necia. Yo nunca juego a decir palabras vanas. Cuando las digo se realizan de inmediato. Ah, no te vayas a lo cobarde. Aguanta el chaparrón, y te advierto que antes de un mes dormirás en mi cama. Bastante consideración tengo que te ofrezco mi nombre.
Como Peggy caminaba apresurada hacia la salida, él, sin moverse, erguido, helado, añadió antes de que ella abriera la puerta corredera y saliera disparada:
—Podía tenerte en mi lecho sin el contrato matrimonial, pero prefiero estar casado como mandan los cánones. Ya nos veremos. No escapes aprisa, que sé dónde vives y cómo obtenerte.
¡Zas!
Peggy abrió y cerró con fiereza para salir corriendo.
Se vio erguida en la terraza de granito buscando su caballo.
—¡Aquí! —dijo Marcel mostrándoselo.
Pero Peggy ya no quería ni ver a Marcel.
Saltó sobre el potro y lo lanzó al galope carretera vecinal adelante.
Al salir de la ancha cancela decidió atajar y llegar a casa cuanto antes, y tomó el sendero que partía sus tierras.
Lo conocía.
Se hacía cargo de que iba llena de ira, de vergüenza, de humillación y de fiereza.
Pero cuando intentaba abocar aquel sendero que pertenecía a su padre, vio a dos caballistas cubriéndolo.
—Aparten —gritó—. ¿Y qué hacen en mis tierras?
Uno de los caballistas espoleó el caballo y lo colocó a la altura del de Peggy.
—Tome el sendero paralelo. Éste es privado.
—De mi padre, míster Hamilton.
—No, señora. Es privado particular de míster Walker.
Peggy quedó erguida en la silla.
Miraba a los dos hombres con expresión desorbitada.
—¿De mister Walker?
—Pues sí, señorita.
—Está usted totalmente equivocado.
—Nosotros nunca nos equivocamos. Guardamos esta entrada porque dentro de una semana se cerrará.
—¿Cómo dice?
—Por orden de su dueño, que es míster Walker.
Peggy sacudió la cabeza como si estuviera oyendo una barbaridad insostenible. Después, súbitamente, espoleó el caballo y cruzó ante los dos caballistas sin miramientos y galopó por el sendero que siempre perteneció a su familia.
No entendía nada, pero algo se interrogaba en su mente y necesitaba saber qué cosa estaba sucediendo allí.
Llegó a su casa antes de lo previsto, tal era el galope , al que sometió al potro.
Se tiró del caballo y lo ató nerviosamente al poste, junto a la cuadra.
Todo parecía silencioso.
Oscurecía ya.
En invierno, el frío apretaba, y más en las noches atardeceres.
Desde la ventana de la cocina, Helen decía a su marido, que se hallaba sentado ante la mesa con la cabeza entre las manos:
—Ya viene. Disponte a responder. Se nota que viene despavorida.
Ray quedó firme, erguido.
—Helen… ¿Qué digo?
—La verdad.
—Pero…
—Si pregunta, claro.
Pero Peggy entró lívida, nerviosa, alterada, si bien no preguntó nada concreto referente a lo que pudiera haber descubierto. Solo gritó desde el umbral de la cocina:
—¿Dónde está papá?
—No ha vuelto, Peggy —casi gimió Helen.
—¿Que no ha vuelto en todo el día?
—Pues no.
—No entiendo nada —gritaba—. No entiendo.
Y salió a toda prisa hacia su alcoba.
Se tiró en el lecho y se tapó la cara con las manos. ¿Qué estaba sucediendo allí? ¿Y por qué? ¿Cuándo se inició todo aquello?
Sacudía las piernas como si así desahogara su humillación. Pero no servía de nada. La humillación estaba dentro y el bochorno la cegaba.
No obstante, intentó tranquilizarse y, en cierto modo, lo consiguió. No entendía nada. Ni la actitud de aquel hombre llamado Greg, ni a los dos caballistas que le cerraron el paso, ni su casa vacía de sirvientes, ni la ausencia de su padre.
A las diez aún seguía reflexionando.
Cinco minutos después, oyó la voz de Helen.
—Peggy, ven a comer.
—¿Y papá?
Un silencio.
—¿Y papá? —volvió a preguntar.
—No ha vuelto.
Se tiró del lecho y se alisó el pantalón con desgana y desesperación al mismo tiempo. Después abrió la puerta. Se topó con Helen delante, y detrás de ella un Ray hundido y con mirada extraviada.
No quiso preguntarles.
No, nunca. Era su padre quien tenía que darle razón de todo, explicación de todo, y que fuera él quien se personara en la hacienda de Walker para pedirle cuentas de su descaro y cinismo.
—Esperaré por papá para comer —dijo.
Y cruzó erguida ante ellos.
Tenía suficiente confianza con Ray y Helen, pero en modo alguno deseaba involucrar a nadie en aquel asunto. Y menos a ellos, que quizá no supieran nada.
—Esperaré a papá en el salón —les dijo.
Y tanto Ray como Helen respetaron su silencio y hasta su adustez, lo cual no era corriente en la joven Peggy.
—Hemos puesto la mesa para dos —iba diciendo Helen tras ella—. Pero no estoy muy segura de que el señor llegue para comer.
Peggy se volvió en redondo.
—¿Y por qué, Helen? Papá sabe que le espero, y lo lógico es que deje sus ocupaciones y venga.
—Es cierto.
Pero no añadió más.
No comió esa noche y se mantuvo sentada en un sofá del salón esperando a su padre.
No llegó, y ella no durmió.
Helen y Ray se miraban en la cocina. Sentados en sendas sillas esperaban, pero Peggy no apareció reclamando la comida ni preguntando por qué no regresaba su padre…
A la mañana siguiente apareció dormida en el sofá. Y cuando abrió los ojos vio a Ray y a Helen ante ella silenciosos, mustios, desesperados, mirándola.
—¿Y papá?
—No ha vuelto.
—Helen, ¿qué está pasando?
Ray y su esposa se dieron cuenta de que la pregunta era directa. Había que responder de una vez o callarse para siempre. Lo lógico es que hablara el padre, pero, por lo visto, huía y no había forma de abordarlo.
Sabían por un vecino que míster Hamilton había dormido tendido en un banco de la taberna de Tom y que cuando despertó empezó a beber de nuevo, lo cual le alejaría de su casa donde su hija le pediría cuentas y él no estaba dispuesto a darlas.
El largo reloj del salón marcaba las diez de la mañana. Peggy miraba aquella esfera y después a sus sirvientes y no sabía ya qué preguntar. Si ir directa al grano y contar lo que le había ocurrido con Greg Walker o callarse y esperar.
Pero decidió preguntar:
—Ray, ¿por qué en nueve años, o menos, Greg se hizo dueño de toda la comarca?
Ray iba a responder.
No sabía aún qué cosa iba a decir. No estaba seguro de saber toda la verdad. Nunca se conoció en el valle esa verdad que Greg tergiversó a su manera, o quizás estuviera él en la realidad de los hechos. Fuera como fuese… era muy difícil aclarar las cuestiones que míster Hamilton esquivaba.
En ese momento se oyó un timbrazo.
Helen miró a su marido.
—Voy yo —dijo él.
Y en seguida regresó diciendo con sordo acento:
—Míster Miller desea verte, Peggy. Lo dejé solo en el porche. ¿Lo recibes?
Ella, aturdida, lo pensó un segundo.
Después dijo enérgicamente:
—Que pase —y después añadió con sordo acento—: Cuando llegue papá, que venga a verme.
Marcel entró. Vestía de azul y llevaba una gruesa zamarra encima del suéter.
—Míster Miller —comenzó Peggy con enojo—, sigo muy asombrada por varias cosas. ¿Es que su jefe no recibió ninguna educación o es que su arrogancia supera lo aprendido?
—Ni lo uno ni lo otro —respondió Marcel con humildad y siempre dentro de su delicadeza—. Él decide las cosas. Las piensa y las ejecuta. Los tiempos no fueron buenos para él. La experiencia recibida fue dura. Muy dura.
—No entiendo nada. ¿Sabe usted que me pidió ayer en matrimonio?
—Sabía la razón por la cual le solicitaba.
—Pero no fue una solicitud, fue una contundente decisión por su parte. Unilateralmente consideró que yo me casaría con él —Marcel seguía de pie.
La miraba con ansiedad, y a la vez con inquietud.
—Lo sé, señorita Hamilton.
—¿Qué dice?
—Que se casará con él.
—¿Cómo se atreve usted…?
—Un segundo. Si lo prefiere, nos sentamos y dialogamos.
—¿Está usted aquí por su cuenta y riesgo o le ha enviado él?
—Yo no hago nada que previamente no ordene Greg Walker.
—¿Así de sometido lo tiene?
—Creo que, en el fondo, lo comprendo.
—Ah —se dejó caer hacia atrás. Vestía la misma ropa. Ni siquiera se había despojado de los leguis—. Siéntese. Ayer tarde, al regreso, me topé con dos caballistas que impedían el paso a mis terrenos. Yo deseaba llegar cuanto antes y conocía el atajo.
—Son terrenos adquiridos por Greg Walker —dijo Marcel tomando asiento con sumisión y cierta desgana—. Todo cuanto rodea este valle de Oklahoma es suyo.
—También las posesiones de mi padre.
—Todo.
—¿Y cómo se lo ha arrebatado?
—Eso es lo que vengo aquí a explicarle.
—Por orden de Greg Walker —dijo sin preguntar.
Marcel asintió con una cabezadita.
—Yo espero que me lo explique mi padre.
Marcel hizo un gesto vago.
—No es fácil. Lleva aquí cerca de una semana y no ha visto a su señor padre más que dos veces… Le diré también que su padre un día, ya hace mucho tiempo, quizás incluso antes de morir su esposa, a raíz de otro acontecimiento que no vale la pena mencionar en este instante, empezó a hipotecar su hacienda. No fue Greg esta vez, y yo, como abogado, se lo puedo asegurar, quien tomó esas hipotecas. Su señor padre las hizo con el banco.
Peggy se aplastó más contra el sillón.
Ray y Helen lo sabían todo sin duda, o casi todo, y nada habían dicho. Quizá cuando sonó el timbre iban a decirlo.
Pero prefería saberlo por boca de aquel hombre que, en medio de tanta corrupción, le parecía en cierto modo honrado.
—Siga.
—Las cosas se precipitaron, y su padre, día a día, fue deshaciéndose de todo. Hipoteca sobre hipoteca.
—Y se fueron los sirvientes, los peones, la casa empezó a caerse sola. ¿Es eso lo que pretende decirme?
—En cierto modo. Pero lo que sí deseo advertirle es que míster Walker se ha limitado a parar el golpe que los bancos hubieran descargado sobre toda esta hacienda. Compró las hipotecas.
—Es decir, que si no me caso con él como pretende…
—Tendrá que irse.
Peggy se levantó.
También Marcel.
Cumplía órdenes.
No podía evitar hacerlo.
Y Greg, resentido y herido en lo más vivo, no tendría nunca compasión de nadie, como nadie en su momento la tuvo de él.
Todo era duro, pero humanamente lógico.
—Márchese, míster Miller, y diga a su jefe que no. Que jamás, sea por la razón que fuere, me casaré con él. Es mi última palabra.
Marcel, que ni siquiera se había quitado la pelliza, caminó despacio hacia la puerta.
—Siento que sea tan tajante. Y lamento que me toque vivir este momento tan desagradable. De todos modos, permítame decirle que, por razones que ahora no voy a profundizar, usted se casará con míster Walker.
Peggy dio un paso al frente como si su deseo infinito y contundente fuera arañar al meloso y bien educado abogado.
—¿Cuánto le paga su jefe por humillar a sus vecinos?
—Lo estipulado. Sepa que soy su amigo y que, dentro de todo lo corrosivo que usted vea en él, en el fondo es una bella persona. Motivos le sobran para hacer daño, tanto como le hicieron a él; sin embargo, se limita a ayudar en cierto modo con una piedad que nadie merece.
—Márchese y no vuelva jamás por esta casa.
—Como usted guste. Pero sepa que dentro de dos semanas, a lo máximo, estará casada con mi cliente.
—Le digo —gritó descompuesta, perdiendo su siempre tolerante educación— que se marche inmediatamente y daré orden de que jamás sea recibido.
Aún se hallaba derrumbada en el sofá, cuando tímidamente apareció Ray y, detrás de él, Helen. Sin duda habían oído sus últimos gritos.
O tal vez sabían mucho más de lo que decían.
Era inútil ocultar nada ya. Estaba todo a la vista. Se explicaba, pues, por qué el abandono de su casa, por qué los terrenos sembrados, por qué la ausencia de los criados…
Ray y Helen, sin duda, se habían quedado, pero no por deber ni por comodidad, más bien por afecto hacia su padre. ¿Y cómo su padre cayó tan bajo?
¿Y cómo pudo una hacienda semejante, el mejor rancho del estado de Oklahoma, arruinarse en pocos años?
¿Qué ocultaba todo aquello y qué suceso encubría?
—Ray, Helen —dijo con un hilo de voz—, sentaos.
Los dos lo hicieron.
Quedaban tensos, erguidos de busto para arriba, como a la expectativa.
—¿Hace mucho que ese hombre educado, de modales refinados, aunque sin duda falsos, vive pendiente de míster Walker?
—Mucho tiempo, sí. Su padre fue… ¿cómo decirte? —titubeaba Ray—, defensor en una causa que tuvo lugar hace muchos años. Nueve quizás. El joven Marcel era ayudante de su padre en su despacho de abogado y se quedó después junto a Greg Walker.
—¿Y qué causa fue ésa?
Helen y Ray se miraron.
—Pienso que tu padre sabe más de eso que nosotros.
—¿Estuvo papá implicado?
—En cierto modo.
—Pero él era amigo de míster Walker padre.
—Todo en aquella época era muy diferente. Walker padre era un granjero sin importancia y míster Hamilton un granjero poderoso. Pero sí, sí, existió una buena amistad.
—¿Hasta cuándo?
—Peggy…
—Os pregunto hasta cuándo existió esa amistad.
—Hasta que míster Walker se murió.
—Ah… Y después, papá…
—Míster Hamilton empezó a abandonar la hacienda. Después enfermó su señora madre. Todo se precipitó. Hacía cuatro años de aquel suceso, pero… era como si cada día se recordara. En fin, las cosas no fueron bien, las cosechas malas… Y tu padre empezó a hipotecar.
—¿Inducido por míster Walker hijo?
—Eso creo que no. Otra cosa es cómo Greg se hizo con todo el estado. Nos referimos a esta parte de él. Los granjeros vendían, se iban. Y Greg se iba haciendo poco a poco con sus bienes. Les pagaba, eso sí. Pero llegó un día que todo era suyo.
—Y también los bienes de papá.
Ray y Helen intercambiaron de nuevo una mirada.
—Mira —dijo Ray despacio—. Yo tengo mucho en contra de Greg, pero en este caso concreto debo decir que se limitó a comprar las hipotecas y sembró las tierras que eran suyas, y los criados se fueron yendo uno tras otro por falta de pago.
—¿Y papá? ¿Qué hace papá siempre lejos de casa días y días?
Ray tuvo un arranque.
Prefería que Peggy supiera las cosas por él a que las supiera por Greg.
Y apreciaba que, al menos dentro de su corrosivo modo de ser, no se lo había dicho todo.
Era un tanto a favor de Greg.
—Os miráis recelosos. ¿Qué está pasando aquí, además de tenerlo todo hipotecado y en poder del hombre que asegura que me casaré con él dentro de dos semanas?
—¿Te ha dicho eso?
—¿Eso es lo que pretende?
Parecían alaridos, en vez de preguntas.
Peggy solo supo mover la cabeza asintiendo.
—¡Maldito él!
—Hijo de…
—Callaos. Es mejor. Debo reflexionar mucho y espero que papá vuelva para hablar con él. Llevo aquí una semana y no tuve ocasión… Vendrá luego y aclararé esta cuestión, y, si tenemos que irnos, nos iremos juntos y se lo dejaremos todo a Walker. Pero casarme con él, jamás…
Helen miró a su esposo como diciendo: «Tú te callas.» Y Ray apretó los labios.
Se quedaron mudos los dos.
Peggy, sin enterarse aún de toda la profundidad del asunto o prefiriendo ignorarlo, repetía obstinada:
—Lo dejaremos todo. Se lo diré a papá y que no vuelva a escapar de mí por eso. Se nota que no se atreve a decírmelo. Él tendría sus razones para hipotecar… Yo le disculpo. Hay épocas en la vida en las cuales uno tiene que hacer lo que no desea. Pues ésa sería la que sufrió papá. Ya arreglaremos esto.
Ya en la cocina, Ray decía sordamente a su mujer:
—Helen, sigue sin entender casi nada.
—Pues espera. Tú no abras los labios.
—¿Te has fijado? Lo que desea ese cerdo es casarse con ella.
—Te digo que te calles.
Y se callaron los dos.
El día avanzaba y míster Hamilton no regresaba, pero ellos sabían bien dónde encontrarlo si querían buscarle. Pero no querían.
Capítulo 7
A las diez de la noche sonaron dos fuertes golpes en la puerta principal. Ray y Helen se miraron e iban a salir aprisa cuando ya Peggy se hallaba corriendo hacia el portón.
Lo abrió sin preguntar quién era y entró un hombre vestido con traje de montar y cargado con un cuerpo humano.
Peggy no daba crédito a lo que veía. Dado el bulto que llevaba al hombro y que, sin duda, era su padre borracho, no podía ver al portador de aquel cuerpo. Pero él debía de conocer bien la casa porque atravesó el vestíbulo, entró en el salón y dejó la carga en un sofá.
Max Hamilton parecía un fardo. No daba pie ni mano, y su flaca figura se menguaba en el sofá como si se muriera de frío.
Fue entonces cuando vio al portador de su padre. Era Greg.
—Ya lo tienes ahí —dijo secamente—. Sabía dónde hallarlo y he ido a buscarlo para que entiendas mejor las cosas. De no haber ido, no hubiera vuelto en días o meses. A ratos tiene bastante lucidez como para saber que has vuelto, y lo que él no quería que vieras te lo muestro yo.
Ray y Helen escuchaban desde el vestíbulo. Se daban cuenta de que todo se precipitaba y que Greg Walker estaba haciendo todo aquello para que se inclinara a su favor.
Peggy, por su parte, había ido a cerrar la puerta del salón y quedó enfrente de Greg desafiante. Eran dos fuertes personalidades, la de él y la de ella, y las cosas iban a resultar difíciles, pero Greg tenía una seguridad absoluta. Deseaba casarse con ella y lo haría por encima de todo.
Que nadie le preguntara las razones; ni el duro pasado tenía nada que ver con aquello. Le gustaba Peggy y deseaba tenerla por mujer. Eso era todo.
Jamás muchacha alguna le había impresionado más. ¿Por qué, pues, renunciar a ella?
Se miraron desafiantes, y hubo de ser Peggy, muy angustiada, aunque lo disimulaba, quien retirara primero los ojos.
Se abalanzó sobre su padre. Pero éste no se enteraba de nada. Dormía encogido, y Peggy, en un arranque, fue a un mueble y sacó una manta de cuadros. Lo cubrió con sumo cuidado como si se olvidara de que, de pie, erguido allí, en medio del salón, Greg la miraba fijamente, con sus ojos gatunos desconcertantes.
—No te hagas ilusiones —dijo él fríamente realista—. Ése es su estado de todos los días y todas las noches. Duerme en los bancos de la taberna de Tom y amanece con la ginebra en la mano. No tengo por qué ocultarte que ésa, y ninguna otra, es la razón por la cual te casarás conmigo. No me mires como si me asesinaras. Te estoy diciendo la verdad y además haciéndote un favor. Lo lógico sería que dejara a los bancos comerse a tu padre con todos los bienes hipotecados. Y no pienses tampoco que lo hice por piedad ni por la amistad que un día tuvo con mi padre. Lo hice por evitar que alguien, que no fuera yo mismo, se hiciera cargo de esas parcelas y viniera a fastidiar todos mis planes.
—Eres muy generoso a fuerza de sincero.
—De nada sirve ocultar las razones por las cuales uno obra de una manera concreta. Las tierras de tu padre se atraviesan entre las mías. ¿De qué forma hacerme con ellas e impedir que intrusos vinieran a extorsionarme? Comprando las hipotecas. Puedo ejecutarlas mañana mismo y mandaros a los dos al diablo, junto con vuestros dos fieles criados, pero no me da la gana. Y, después de verte, mucho menos.
Peggy se iba dando cuenta de que en torno a ella se formaba un círculo vicioso. Pero aún tenía la esperanza de que su padre se recuperara de aquella borrachera y razonara y le ayudara a rehacer la vida lejos de aquella comarca.
Pero Greg, que debió de adivinar lo que pensaba, meneaba la cabeza como denegando, de un lado a otro, de forma que sus lacios cabellos le cubrían la frente y él los resoplaba.
—No tengas esperanzas por lo que hace a tu padre. Ni me culpes a mí de todo lo que estás viendo. Hay seres humanos que forman parte de sucesos pasados y se equivocan. Les entra el remordimiento e intentan sofocarlo o destruirlo a base de copas de ginebra. Tu padre fue uno de esos seres.
—¿Qué quieres decir?
—Sólo que tu padre no tiene más arreglo que un sanatorio muy caro. De donde no le dejen salir. Donde le apliquen una cura de desintoxicación, lo cual no creo que lo logren. Hace nueve años que bebe sin parar, y de un abstemio se convirtió en un alcohólico crónico. Si nadie te lo dijo, y sospecho que se lo han callado, yo te lo estoy diciendo. Ésa, y no otra, es la razón por la cual te casarás conmigo. No creo que abandones a tu padre en este estado y, además, en una encrucijada sin salida.
Peggy respiró hondo.
Lo miraba y creía estar soñando. Soñando un sueño ruin y cruel, y también le parecía que el rostro de Greg se parecía a las escaleras de granito que daban acceso a su regia mansión.
Se mordió los labios.
—Tú me estás mintiendo. Hace cinco años papá no bebía, y en ese tiempo no pudo convertirse en lo que estoy viendo.
—Como gustes. Ya lo irás comprobando por tu cuenta. Mañana por la mañana, aunque te quedes ahí velando su sueño, ya se las arreglará para escapar en el menor descuido, y cuando quieras alcanzarlo ya no te entenderá. Es más —añadió con entera indiferencia—, no creo que, aunque se lo impidas con tu propio cuerpo, él se mantenga firme ni te entienda cuando le preguntes. Estas personas, cuando caen, caen de verdad. Y en cuanto a que no bebía cuando tú estabas aquí, te diré que te equivocas. No lo sabía nadie. Pero Tom, el tabernero, daba buena cuenta de su estado. Y a la muerte de tu madre, cuando tú ya estabas a buen recaudo en un colegio de Londres, la cosa se precipitó.
—¿Y por qué empezó a beber mi padre —gritó despavorida— si jamás le vi una copa en la mano ?
—Eso no lo sé. O, si lo sé, no tengo deseo alguno de meterme en detalles. No suelo perder el tiempo. De modo que solo te hago una advertencia. Tengo intención de convertir esta casa en pabellones para los colonos que cuidan mis tierras, y las obras empezarán pronto. Si deseas librarte de la vergüenza y librar a tu padre de esa carga asquerosa, prepara tus cosas y cásate conmigo.
—¿Y por qué tienes tú ese afán tan generoso de casarte si soy la hija de un alcohólico y además das pruebas de no apreciar a mi padre?
—Yo siempre voy al grano, a lo que me conviene. No era así antes, pero, a la sazón, todo lo que no sea yo me importa un rábano. Te vi, me gustaste. Soy un granjero ordinario, de acuerdo, y me falta un buen pulido. Casado contigo conseguiré todo lo que necesito.
Se alejaba hacia la puerta como si acabara de contar un cuento divertido.
Apuntó hacia ella el dedo enhiesto:
—Piénsalo. Un buen sanatorio de pago para tu padre, un nombre para tu vida, un bienestar y un cobijo para tus criados… O la calle y un pequeño lote de ropa para poner bajo la cabeza cuando te tires a dormir en los vallados con un padre borracho y dos criados desamparados. Si eres mujer de recursos y de cerebro, entenderás que te estoy proponiendo lo que te interesa.
—Jamás te amaré.
—Bueno, eso es cosa mía. Yo no creo que el amor sea necesario para que dos personas se identifiquen físicamente. Eso es lo importante. Los sentimientos no conducen más que a la cursilería y a la desgana. Ya lo sabes —asía el pomo de la puerta—. Espero tu respuesta. De seguir así, tu padre se destruirá en menos de un año e irá dejando por ahí tirado su antiguo señorío y toda su vergüenza. Un hospital corriente no cura tales situaciones. O se paga mucho y fuerte o dile adiós a una recuperación. Tienes bien donde elegir. Yo espero tu respuesta en casa.
—¡No! ¡Ya la tienes ahora!
—No grites tanto. Cuando uno siente lo que dice no le hace falta gritar.
Acto seguido salió y cerró la puerta.
Peggy no llamó a Ray y a Helen.
Lloraba.
Se mordía los labios mirando con ojos desorbitados la figura de su padre desmadejado, temblando y tapado con una manta.
Es decir, que la borrachera no era casual, era continua.
Se llevó las manos a las sienes. En unos segundos se hizo cargo de todo, aunque quedaban lagunas en su cerebro que esperaba que un día se desvanecerían cuando supiera todo lo que sin duda aún ignoraba.
Esperanzada, se sentó tan cerca de su padre que le oía respirar.
No le permitiría salir cuando despertara. Tendría que ser él quien se lo contara todo y le explicara las razones por las cuales empezó a beber y se convirtió en aquello. Una vez sobrio, se daría cuenta de que ella era su hija y de que no pensaba marcharse sin él, y quizá le oyese para rehacer su vida lejos de toda aquella miseria moral. No se movió del salón.
Ray y su mujer se quedaron quietos en la cocina mirándose de hito en hito.
—No le habló del pasado. Lo rozó apenas.
—Ya, Ray.
—¿Se lo decimos nosotros?
—¿Y qué sabes tú, Ray? Cuando nos dimos cuenta, míster Hamilton ya estaba enfrascado en la bebida, ya le dominaba. Y menos mal que la señora murió sin enterarse.
—Fue a raíz de todo aquello, Helen.
—¿Y qué? Él no tuvo la culpa. Él dijo lo que oyó y vio. ¿No es eso?
—Pero nadie esperaba el desenlace y, además, la madre de Greg demostró en su lecho de muerte…
—No, no. No demostró. Juró.
—Un condenado a muerte no jura en vano cuando está muriendo en su lecho.
Volvieron a quedarse mudos.
—No nos acostaremos, Helen —dijo Ray al rato, sordamente—. Esperemos a que despierte el señor. Estoy seguro de que, al ver a Peggy, no se querrá marchar, y quizá tenga lucidez para responder a las preguntas que ella le hará.
—Ni tú mismo te crees eso, Ray. Mil veces hemos intentado los dos retenerle, y nos apartó de un manotazo. Cuando necesite alcohol, no querrá ver delante ni a la hija, y la prueba la tienes en que hacía dos días que no aparecía.
—¿Y por qué supones que fue Greg a buscarlo?
—Ya lo has oído. Se quiere casar con ella.
—Y se casará.
—Se casará —repitieron los dos a la vez—. Se casará. Nunca, desde hace nueve años, ha deseado algo que no consiguiera.
Ray se pasó nerviosamente la mano por el pelo y la cara. En voz baja reflexionaba. Helen le escuchaba en silencio.
—Le recuerdo un crío, y después un adolescente. Era un buen chico. Un chico, diría, excelente. Pasaba silbando en su bicicleta y ayudaba a su padre en las faenas. Después, todo se convirtió en rabia, en furia, en corrosión. Yo pienso —añadió más bajo, como si se diera una razón a sí mismo— que no abusó de nadie. En el fondo lo entiendo así. Se cerró a trabajar y a rumiar su ira y su impotencia y sudó sangre sembrando las pocas tierras que tenía. Poco a poco, y gracias a las buenas cosechas, se fue haciendo con dinero y comprando terrenos. No robó a nadie. Eso hay que decirlo bien alto. Lo compró en buena lid, y los granjeros prefirieron el dinero y se fueron yendo. En años, nadie le veía y, según se cuenta, durmió apenas para conseguir lo que decidió desde el momento que ocurrió todo aquello. Y trabajó hasta arrancarse la piel. Además, sí tuviera tanto odio al señor, dejaría que los bancos se apropiaran de todo esto y dejaran al señor en la calle.
—No lo hizo por hacer un bien, Ray. ¿Por qué no te lo metes en la cabeza? Lo hizo para poseer todo el valle y le faltaba lo más importante. Esta hacienda. Ya lo has oído. Piensa hacer de esta casa pabellones para los colonos. Todos los peones que antes trabajaban aquí hoy están en la plantilla de sus empleados.
La noche avanzaba.
Y ellos se mantenían despiertos, sentados, pero con el oído atento al menor ruido procedente del salón.
—¿Y si Peggy se ha dormido molida por su gran cansancio?
—No. Peggy tiene demasiado dentro de sí y sobre sí, y no se dormirá esta vez. Esperará paciente a que su padre despierte.
—Si Peggy se casa con Greg, y se casará, ¿qué haremos tú y yo, Ray? Hace años que no cobramos el sueldo. No tenemos dinero, ni familiares. ¿A un asilo, Ray?
—Ya se lo has oído a él. Ese cerdo tiene recursos para todo. Nos llevará a su casa con Peggy.
—Y tú supones que Peggy…
—¿Y qué otro remedio le va a quedar?
Del salón salía un resoplido. Ray señaló la ventana.
—Amanece, Helen. El señor se está despabilando.
Se oía también el ruido de pasos.
Y en seguida la voz de Peggy diciendo:
—Papá, ¿adonde vas?
—Ah, estás ahí.
—Papá…
—Volveré en seguida.
—¡Papá!
—No seas pesada, Peggy. Yo tengo mis cosas y debo irme. Volveré pronto.
—Papá, te ruego que te quedes y hablemos.
Se oían pasos.
Los de míster Hamilton caminando.
Y los de Peggy detrás, y su voz angustiosa:
—Papá, papá, que soy Peggy, tu hija.
—¿Y piensas que no lo sé?
—Te trajo Greg Walker anoche, papá. Venías en un estado lamentable.
Ray y Helen ya estaban en el vestíbulo dispuestos a ayudar a Peggy si ella lo pedía.
Pero Peggy solo sabía decir angustiada y a gritos:
—Te ruego que no salgas, papá. Tenemos que hablar.
—Oh, sí, después. Vendré a almorzar.
—¡¡Papá!!
Nada.
La puerta se abrió y Max Hamilton se topó con los dos criados que le impedían el paso.
Los miró con los ojos inyectados en sangre y alzó un brazo.
Los separó, uno a cada lado, con un enérgico movimiento.
Detrás de él Peggy gritaba:
—Papá, no te marches. Papá, por favor…
Max Hamilton se puso una zamarra que colgaba del perchero y calándose la visera se marchó hacia las caballerizas.
Peggy, Ray y Helen corrieron tras él, pero cuando llegaban ya salía el potro de Max Hamilton a toda prisa llevando al alcohólico a su grupa.
Peggy se sentó en un escalón y ocultó la cara entre las manos.
Capítulo 8
No se atrevían a tocarla ni a decirle nada. Peggy, con la cara entre las manos, aún vestida con traje de montar, como el día anterior, permanecía muda, estática; su cara quedaba oculta entre sus dos manos abiertas.
Y fue cuando apareció el descapotable deportivo color rojo. Y, al volante, Greg.
Ray y Helen se escurrieron hacia el interior.
Greg Walker descendió. Vestía, como casi siempre, y eso que hacía frío, pantalón de montar, altas polainas y una camisa a cuadros despechugada, pero sobre ella llevaba una pelliza desabrochada.
—Dije que no volvería —murmuró con voz ronca y tan suya, despótica y fría—. Pero aquí estoy. Me imaginaba que Max se iría en cuanto se despabilara.
Asió a Peggy por un codo y la levantó.
—Vamos dentro.
Y la empujó sin demasiados miramientos.
Peggy se revolvió furiosa. Iba a bofetearlo otra vez, pero se encontraba impotente.
¿No podía darle una lección a aquel grosero entrometido y aprovechado? Podía. No sabía aún cómo, pero seguramente que podía.
Además era orgullosa. Tanto o más que Greg.
De altivez a altivez, de carácter a carácter, quizá pudiera hundirlo y, sobre todo, humillarlo.
Así que se desprendió de su mano ruda, entró en la casa y no se detuvo hasta llegar al salón. Greg la siguió.
Paso a paso. Pisando con firmeza.
Cerró la puerta casi en las mismas narices de Ray y Helen y se quedó pegado a ella mirando a Peggy, que le esperaba erguida, con esa mirada anodina que, con decir a veces mucho, casi nunca dice nada.
—Había prometido no volver, pero tu negativa es un acicate. Vengo a decirte que lo tengo todo dispuesto. Nos casaremos la semana próxima, a cambio de que yo cargue con tu padre en el momento más oportuno y me lo lleve a un sanatorio del centro. Lo tengo todo dispuesto. No le será fácil salir, y con un buen tratamiento y toda la atención del mundo, llegará a comprender que la bebida no le trae más que contratiempos y humillaciones. Él, todo un gran señor antaño, convertido en un pelele.
Peggy se había serenado.
O eso parecía.
—Si te has enamorado de mí… —empezó a decir.
Pero Greg alzó una mano.
—Pienso que una cosa es el amor y otra el gusto de tener una mujer como tú. Me gustas, y me gustas tanto que te tomaría como fuera y por eso te estoy instando a que aceptes la situación. No es fácil llegar a parte alguna sin dinero. Yo antes pensaba que sí. Pero desde hace nueve años estoy convencido de que el dinero es la parte más esencial de la vida, y con él todas las puertas se abren a tu paso. Es igual que seas un granjero sin cultura. Un tipo despótico. Un cascarrabias. El dinero todo lo disculpa y lo perdona. Tienes dos opciones. O ir a buscar a tu padre a la taberna de Tom y hacer el ridículo, porque él no te seguirá, o aceptar ser mi mujer.
Peggy se daba cuenta de que él tenía razón.
Y ella no estaba preparada para tales eventualidades con referencia a su padre. Si no había podido retenerlo sobrio, ¿qué podría ocurrir estando ya borracho?
Por otra parte, necesitaba propinar una dura lección a la soberbia de Greg.
Era un tipo atractivo, pero, dados sus antecedentes, estaba segura de que para ella el atractivo masculino no sería marca alguna ni la ficharía para el futuro.
Y en cambio para Greg sería, tenerla a ella, una humillación. ¿Por qué no, después de todo?
¿Qué perdía?
Nada, lo tenía todo perdido.
¿Qué ganaba?
Lo que él decía. Poderío, dinero y una revancha.
—¿En qué condiciones, Greg Walker?
—Sin condiciones.
Su voz era calante y cortante a la vez.
No admitía réplica. Era duro, o lo habían hecho duro, y ella no sabía aún qué cosa ocurrió en su vida para convertirlo en un ente aprovechado.
—Es decir, un matrimonio efectivo.
—No entiendo de comedias. O todo o nada.
—Y supones que un matrimonio en tales condiciones, sabiendo que te odio, será duradero.
—Tenlo por seguro —dijo tajante.
—Es decir, que tú supones que me apasionarás y enamorarás.
—No aspiro a tanto. Me basta la tolerancia. No soy un sentimental ni romántico y, en cambio, soy práctico y realista.
—¿Piensas… tener familia?
La miraba sin parpadear.
Peggy pensaba que cómo podía un hombre como él, duro y árido, tener sensibilidad para decorar su casa con exquisitez.
¿O tenía sensibilidad y la ocultaba bajo su capa de adustez? ¿O sería Marcel Miller el auténtico decorador?
Quiso saberlo y, para asombro de Greg, le oyó preguntar:
—¿Quién dirigió la decoración de tu casa?
Greg elevó una ceja.
No entendía la pregunta ni sabía qué relación podía tener con la petición que estaba haciendo sobre el matrimonio.
Pero respondió:
—Yo.
—¿Solo?
—Por supuesto.
—Ah.
—No me has mandado sentarme, pero yo lo voy a hacer. A fin de cuentas no me considero un educado caballero, sino un tipo cómodo, y de pie me siento incómodo.
Despojándose de la pelliza y colgándola en el respaldo de una butaca, se dejó caer cómodamente en un sillón.
Peggy, mordiéndose la rabia, también se sentó, no lejos de él.
—Veamos —decía Peggy con frío mesuramiento—, tú deseas una compañera y, por lo visto, me has elegido a mí.
—Sin duda. He correteado de adolescente por estos riscos y valles. No he vivido demasiado de nueve años a esta parte. Pero tengo un sentido realista de la vida. Si he conseguido tanto y, en cierto modo y pese a todo, le tengo cierto afecto a tu padre, prefiero que todo quede en casa, y como tus tierras me interesan y son mías, te ofrezco generosamente una vida estable a mi lado.
—Con todas las consecuencias.
—No sé a qué te refieres.
—Que no te amo y me tomas por mujer.
Greg hizo un gesto agrio y despectivo.
—Ya me conoces bastante. Sabes de lo que soy capaz. Me he arrancado la piel a tiras para conseguir lo que pretendía. Se lo prometí a mi madre en su lecho de muerte —su voz se hacía casi hueca, como si no le perteneciera, o saliera de las mismas entrañas resentidas de su ser—. Se lo dije apenas cinco minutos antes de que cerrara los ojos: «Seré millonario a costa de cuanto sea y como sea. Desde la tumba mira mi prosperidad. No voy a tener piedad de nada ni la quiero tener». Y, por supuesto, no la tengo. De modo que, si he conseguido lo que prometí, ahora solo me falta una mujer que dé cierto brillo a mi enorme fortuna. Y date por satisfecha si, de súbito, pienso que mi mujer eres tú.
—Muy agradecida.
—Sin reticencias.
Y levantándose introdujo la mano en el bolsillo interior de su pantalón de montar y extrajo una cajita de terciopelo.
—No soy detallista, pero estimo que, dada tu calidad de señorita bien y además excelentemente educada, necesitas un detalle. Aquí tienes. Es una sortija. La puedes poner en el dedo en señal de mujer comprometida.
Era así.
Cambiarlo no sería fácil.
—Pero…
—Dame tu mano.
—¿Y si me negara?
—Saldrías de mis tierras en veinticuatro horas, y tu padre continuaría tirado por los bancos de la taberna de Tom.
—Lo cual indica que me compras.
—Llámalo como gustes. Me interesas. Eso es todo. Las concesiones huelgan. No seremos un matrimonio de pacotilla. ¿Que no me amas? Eso es cosa tuya, pero funcionarás como si me amases.
—¿Y si jamás olvido las pésimas condiciones en que me compras?
—Tampoco entro en esos entresijos femeninos. Nos casamos y funcionaremos como matrimonio auténtico. Todo lo demás me tiene sin cuidado. Es más, supongo que los granjeros que vendieron sus posesiones y se fueron del estado lo habrán hecho a regañadientes, pero han vendido. No hipotequé nada. Les hablé con razonamiento y realismo. Vendieron; pues allá ellos. Yo compré. Lo de tu padre fue diferente y, para ser más claro —hablaba con una sinceridad aplastante y humillante—, debí aplastarlo como una rata, pero mi madre me pidió que no lo hiciera. Si compré sus hipotecas al banco, ten por seguro que le ayudé. A estas horas, de no haber actuado a tiempo estaríais los dos, y con vuestros fieles sirvientes, en la calle, en una cuneta o en los vallados. No intento cobrarme favores. No los merezco. Lo hice así por bien propio y en provecho mío. Como ves, no oculto nada.
—Ocultas un pasado del cual nace tu resentimiento. Es lo que ignoro.
—¿Ignorar qué?
—Lo ocurrido para que mi padre, de un auténtico señor, se haya convertido en un payaso.
—Eso fue cosa suya. Se equivocó. Lo siento.
—Y te cobras la equivocación tomándome a mí.
—Es un favor que os hago a todos —y sin transición, seco y helado como siempre, añadió—: Puedes ponerte la sortija. Es un buen brillante.
—¿Y si no quisiera ponérmela?
—Pues te la guardas, y ya te la pondrás cuando te convenzas de que yo soy honesto contigo.
—Tan honesto que me adquieres como si fuera una res.
—Si te empeñas en pensarlo así, es cosa tuya. Yo te tomó como mujer.
—Sea —decidió ella con una extraña suavidad—. Si deseas tomarme así, me doy. Pero no me reproches después las condiciones en las cuales me obligas.
—Nos casamos el lunes en mi mansión. Tengo una capilla apropiada. Tu padre no podrá estar presente. Entre Marcel, un médico y yo lo pillaremos en plena vehemencia etílica y le llevaremos a un centro privado que ya tengo dispuesto.
—Es decir, que tú no olvidas nada.
Greg lanzó sobre ella una mirada analítica, desnudante.
—Eres preciosa. Ah, puedes llevar a tus sirvientes. Al día siguiente de la boda empezarán las obras en este recinto ruinoso.
—¿Y todo eso lo haces por mí?
—Porque quiero casarme. Tengo veintiséis años y ganas de detenerme. Me has cautivado, y tu carácter irascible me agrada. Todo marchará entre marejadas, pero las cosas fáciles nunca me interesaron. Ponte la sortija o no te la pongas. Eso es asunto tuyo. No volveré por aquí. El día de la boda, que será el lunes próximo, vendrá a buscarte Marcel. Te enviaré un traje de novia precioso, pero, si prefieres casarte de calle, también puedes hacerlo.
Sin más palabras se acercó a ella.
Peggy no dio un paso atrás.
¿Lo quería así?
Pues así lo tendría.
Greg, indiferente ante su actitud, le asió la cara entre las dos manos y le buscó la boca. Se la besó hasta abrirla, pero no sirvió de nada. Peggy no besaba. O no sabía, o no quería. Greg consideró que, saciada su apetencia, le importaba un rábano su rechazo.
—El lunes nos veremos ante un juez y un pastor. Buenos días.
Y se fue tan tranquilo.
Peggy dio una patada en el suelo.
Ray y Helen la sintieron resonar, a la vez que el motor del descapotable rojo al alejarse.
No salió a contarles a Ray y a Helen lo ocurrido.
Su suerte estaba echada.
Sabía ya que, si no era así, vería a su padre caer día a día, peldaño a peldaño.
Valía la pena sacrificar su vida por el autor de sus días.
Y también por Ray y Helen, que, de no casarse con Greg Walker, se verían viejos y en plena calle sin un centavo.
Miraba la sortija.
Una piedra límpida, brillante, auténtica. Quizás un brillante de los más puros, montado al aire.
Cerró la caja con fiereza y la ocultó en el fondo del bolsillo del calzón de montar.
Necesitaba una ducha. Despejarse.
Y, más que nada, saber a su padre a buen recaudo y en una clínica privada, donde le curaran su excitación e intoxicación etílica.
¿Valía la pena sacrificar tanto?
Lo valía. Después de todo, quizá fuera Greg Walker el que llevara la peor parte.
De carácter a carácter, veríamos quién podía, ganaba o perdía más.
Pero eso lo ignoraba Greg, habituado a ganar siempre. Del salón subió a su alcoba y se metió desnuda en el baño.
El día avanzaba.
Ya no esperaba por su padre. Sabía a qué atenerse sobre el particular.
Sólo el alcohol le libraba de remordimientos, de autenticidades.
De saber eso desde el principio, hubiera regresado mucho antes y quizá se hubiera podido poner coto a la situación.
Pero ya era demasiado tarde.
Una vez duchada y fresca, con la mente lúcida, no pensó dar un solo paso atrás. Unos, pensaba, vivían para recrearse; otros, para sacrificarse, y los más, para vengarse. No tenía opción. Lo suyo estaba decidido ya. Lo había decidido Greg Walker por su parte de una manera, pero ella lo había aceptado por la suya. Veríamos quién podía más de los dos.
Al descender, enfundada en un traje de fina lana color canela y zapatos de medio tacón, recién duchada y perfumada, tranquila en apariencia, aunque un volcán bullía en su mente y en sus entrañas, Ray y Helen, que seguramente lo habían oído todo, como siempre, la esperaban en el vestíbulo.
No pensaba comentar el asunto.
Les daría órdenes concretas.
Y que ellos pensaran lo que quisieran. Los quería, y mucho, pero sabía que, si comentaba con ellos lo sucedido y las consecuencias que traería, todo podía venirse abajo.
Y no quería.
Había decidido, y decidido estaba.
—Me caso el lunes con Greg Walker —les dijo únicamente—. Tengo apetito —añadió, antes de que ellos pusieran objeción alguna—. Voy a almorzar.
—Peggy.
—Nada, Helen. Os iréis conmigo. Disponed vuestras cosas. El lunes me caso y os instalaréis en la mansión de los Walker a mi entera disposición.
—¿Y el señor?
Eso dolía.
Pero no había más remedio.
Si sacrificaba su vida y sus sentimientos, era solo por su padre. La humillación le importaba un rábano.
Lo esencial era sacar a su padre de la terrible intoxicación etílica que sufría.
—Lo internarán en una clínica privada.
—Oh.
—Ah.
—Mejor será eso que verle tirado por los bancos de las tabernas.
Los sirvientes se miraron.
—Sí, es mejor así —dijo Ray.
—Es mejor, por supuesto —aceptó Helen.
Y después, caminando tras ella hacia el comedor, Helen añadió a media voz:
—Pero, tú…
—Olvídate de eso, Helen.
—¿Te casas conforme?
¿Por qué se lo preguntaban si sabían…?
Pero en alta voz dijo rotunda:
—Sí.
Y no permitió que le hablaran más de aquel asunto.
Fueron días penosos. Esperando siempre ver regresar a su padre, aunque fuese borracho.
Pero el padre no volvía.
Un día, el domingo precisamente, Marcel la llamó por teléfono.
Se puso de mala gana.
—Dígame.
—Su padre ya está internado.
—Ah.
—Y bien. En una clínica privada y cerrado a cal y canto. No le harán sufrir. Cuesta una fortuna, pero dentro de dos meses o más, quizás seis, le verá aparecer convertido en el señor que siempre fue.
—Gracias.
Un silencio.
Después…
—Iré a buscarla el lunes, o sea, mañana a las seis de la tarde. Supongo que habrá recibido el traje de novia.
Lo tenía allí.
Veía la caja, pero no la había abierto ni la abriría.
—Me caso de calle —le cortó.
—Oh.
—Dígale a su jefe que puede presentarse en el altar con sus ropas de montar. Yo lo haré así. Por lo tanto, si piensa tener muchos invitados, mejor que suspenda una ceremonia multitudinaria.
—No habrá multitudes. Pasaré a recogerla a usted y a sus criados a las cinco y media.
—De acuerdo.
—Lo siento, señorita Hamilton.
Ni siquiera se molestó en responderle.
Colgó sin decir adiós.
Fue una noche interminable.
Sabía cuánto le esperaba al día siguiente y sabía, así mismo, que lo soportaría todo estoicamente.
Sin una sola frase por parte de Ray y de Helen, que la miraban, les ayudó a hacer sus maletas. También dispuso la de su padre. Al anochecer del domingo, un sirviente de la mansión de los Walker fue a buscarla. No hubo frases.
Ray, por orden de Peggy, le entregó la maleta y no comentó absolutamente nada.
Todos parecían silenciosos. Se diría que, de tanto que tenían que decirse, preferían no decir nada.
La noche, para Peggy, y no digamos para Ray y Helen, resultó en vilo, interminable y dentro de un insomnio insoportable. Amaneció un día frío.
Helen, cuando servía el desayuno, le dijo a Peggy:
—No has abierto la caja.
—No pienso hacerlo.
—Viene de una modista importante.
—Aun así.
—¿Cómo te casarás, Peggy?
Se miraba.
Vestía traje de montar, leguis, blusa de colores, casaca haciendo juego con el pantalón…
—Así.
—¿Así?
—Sí, Helen. Y, por favor, dispón tus cosas y las de tu marido. Dentro de unos días, todo este recuerdo del caserón de los Hamilton será demolido.
—Peggy…
—No, Ray. Ya te estoy viendo detrás de mí. No digas nada.
Y no lo dijo.
A las cinco de la tarde, un Mercedes blanco pasó a recogerlos.
Ray estaba dispuesto, al igual que su esposa. En cambio, Peggy aún permanecía en su habitación.
Ray fue el encargado de ir a llamarla.
—Peggy, está aquí míster Miller al volante del Mercedes de Greg.
—¿También tiene un Mercedes? —preguntó Peggy levantándose del borde de la cama donde se hallaba sentada.
—Pues, sí.
—Bueno, vamos.
—¿No te pones el traje de novia?
—No. Ya os lo he dicho. Me caso vestida así…
—¡Peggy!
—No me digas nada, Ray. Me obligan a casarme, ¿no es cierto? Pues me caso. Creo que la tranquilidad y la desintoxicación de papá bien merecen ese sacrificio. Lo que ocurra después, se verá.
—Vamos, Peggy, vamos. Nosotros iremos contigo porque no te abandonaremos jamás. Aunque nos cueste un triunfo y un enorme sacrificio dejar la casa donde hemos sido felices. Donde hemos sufrido ciertas situaciones. Donde te hemos visto crecer a ti y morir a tu madre, pero…
—Ray —dijo Peggy con extraño acento al descender—, un día tendrás que contarme qué sucedió hace nueve años para que Greg Walker, de una persona, se haya convertido en una bestia…
Ray bajó la cabeza.
Abajo esperaban una Helen nerviosa y un Marcel firme, elegante y tenso.
Peggy subió al Mercedes sin rechistar.
Marcel, en silencio, se sentó al volante, una vez todos acomodados y con sus equipajes en el vehículo.
La boda tendría lugar veinte minutos después en la capilla ubicada a pocos metros de la mansión de Greg Walker…
Capítulo 9
El juez y el pastor se miraron entre sí, pero como eran de la comarca y conocían muy bien a Greg Walker no les extrañó demasiado que consintiera una ceremonia en la cual él vestía de calle y ella traje de montar y, además, mantenía firme en una mano enguantada la fusta.
Greg, al verla descender, soltó una escandalosa carcajada.
Y con su vozarrón imponente, exclamó:
—Personal hasta la tumba. Pues, no está mal. ¿Que te quieres casar vestida así? Pues nos casamos.
Eso sí, apreciaba que Greg, vestido de calle, con un traje de tela azul marino, camisa blanca y corbata, parecía otro.
Mejor o peor no sabía. Ni tenía intención alguna de preguntárselo.
Dado lo avanzado del invierno, era ya noche cerrada, y la capilla iluminada formaba, con las flores, el encendido del patio y los jardines, un contraste bellísimo, pero eso solo lo pensó por el aire, más bien en su subconsciente.
—Pueden casarnos ya —dijo Greg empujándola hacia la capilla—. Helen, si quieres ser la madrina, adelante, y tú Ray, puedes ser el padrino. Tengo cuatro testigos; todo lo demás sobra.
—Es que no estamos vestidos para… —se excusaba Helen.
Pero Greg le atajó.
—Aquí cada cual va como guste y prefiera. Estás muy bien, Helen. Adelante.
Ni siquiera había criados por el entorno, aunque Ray y Helen suponían que estarían atisbando por las esquinas en las ventanas. Para nadie era un secreto que la señorita Hamilton se casaba obligada y que Greg Walker la compraba, como compró antes las parcelas de sus vecinos.
La ceremonia se llevó a cabo en el mayor silencio, y Greg respondió que sí quería con voz potente. Peggy lo hizo tras una vacilación y con voz ronca y helada.
Cuando firmaron los testigos, que eran cuatro, tres criados y Marcel, el pastor se despidió junto con el juez.
Les entregaron el libro de familia, y Greg, que lo recogió, se lo alargó a Marcel.
—Guárdalo —le dijo.
Después salió, asiendo el brazo de la que ya era su esposa.
—Que os divirtáis —les dijo a Marcel y a los demás—. Ordena una buena comida, Helen. Y podéis invitar a todos los criados. Yo me voy con Peggy en el Mercedes. Volveremos dentro de una semana. No más, porque hay mucho que hacer y los viajes se dejan para más tarde. Tiempo habrá.
Y como nadie le respondía, ni Peggy abría los labios y continuaba erguida esperándole, Greg añadió:
—Mi maleta ya está en el coche y supongo que tendrás la tuya —miraba a Peggy que desviaba sus ojos— también en el auto. Así que hasta la vista.
Y asiendo a Peggy por un codo la condujo hasta el Mercedes reluciente que parecía esperar interrogante.
Todo quedaba atrás. La noche había cerrado por completo, y allá lejos Greg, que conducía, veía el automóvil del juez que llevaba al pastor a su parroquia.
—Ya he visto que no llevas el brillante. Pero no me importa. El día que te lo pongas pensaré que al fin te he convencido de que lo mejor para ti es lo que acabas de hacer.
Silencio.
Peggy iba sentada a su lado y miraba en torno con expresión desvaída.
—Pero llevas la alianza. Supongo que ésa no te la quitarás.
—Cuando me estorbe, sí.
—Ya. Pues procura que no te estorbe.
Conducía canturreando, como si todo lo que viniera después lo tuviera muy previsto.
Y vino, claro. En un motel. En la misma autopista había un grupo de moteles preciosos, alineados, con luces de colores y un conserje en cada pabellón.
Greg frenó el auto sin preguntarle, pero sí dijo:
—Lo reservé hace días. Baja.
El conserje acudió presto y preguntó el nombre. Cuando Greg lo dio, se apresuró a darle unas llaves.
—Es el pabellón diez.
—Gracias.
—¿Meto las maletas?
—Claro.
Y llevando del brazo, asida por el codo, a Peggy, que parecía una estatua, se dirigió al pabellón mencionado.
—Déjelo todo ahí. Gracias.
Y cerró el pabellón con firmeza.
Era una suite de lujo, salita, baño y alcoba. El servicio de comedores se hacía individual y partía de un gran hotel que había al fondo de aquella explanada.
—Bueno —dijo Greg tranquilo y riendo de una forma que parecía algo forzada—, ya estamos aquí. Solos y casados. Todo ha sido fácil y, como ves, no te he comido a bocados.
Pero se acercaba.
Peggy pensó que el momento había llegado. No pensaba rebelarse. Su acoplamiento indiferente y frío quizás exasperara a Greg, tan dueño de sí y tan habituado a ganar siempre. Pero eso era precisamente lo que ella tenía previsto.
No sabía mucho de la vida, y menos aún de los hombres. Su padre no le dio opción a conocerlos por haberla tenido en un colegio rígido y siempre con vigilantes. Pero eso era lo de menos. Sabía lo suficiente por sus estudios y por sus extensos conocimientos y también sabía que lo que más podía humillar a un hombre era la falta de colaboración de la mujer.
Esa era su revancha.
El odio era mortal, pero no dejaba, a fin de cuentas, de ser un sentimiento muy fuerte que a veces hasta se confunde con la pasión amorosa.
Pues tampoco manifestaría su odio. No le daría a Greg esa satisfacción. ¿Quería tomarla? Allí estaba.
Pero Greg, tras asirla por los hombros, la miró fijamente.
—Bueno —decía—, iremos primero a comer. Lo celebraremos con champán. Si te apetece ir a comer vestida así, por mí no hay inconveniente. Si te quieres cambiar, espero.
—No iré.
—¿No? ¿No tienes apetito?
—Ninguno.
—De acuerdo. Yo, sí iré. Y, entretanto, si te parece, te acuestas. Yo no tardaré en volver.
La besó en la boca con firmeza y ansiedad; después la soltó.
—Sigues sin desear entrar en el juego. Eso es cosa tuya —la soltó—. Vendré en seguida.
Y se fue tan pimpante, como si la indiferencia de ella le importara un rábano.
Había conseguido una vez más lo que deseaba; por tanto, todo lo que viniera detrás era consecuencia de lo mismo.
Claro que se acostó.
Ni siquiera deshizo la maleta. En la bolsa de viaje llevaba todo lo necesario. Así que, una vez duchada y en camisón, se acostó aparentemente tranquila. No lo estaba. Sabía que la personalidad de Greg era muy fuerte y que ella desconocía a los hombres y que su primera experiencia podía marcarla…
Pero se aguantaría.
Cuando entró Greg, una hora escasa después, se hizo la dormida.
Pero no sirvió de nada. Greg se fue hacia el baño tras lanzar sobre ella una mirada analítica que ni siquiera era pasional. Curiosa únicamente.
Al rato, por las rendijas de sus ojos, le vio aparecer con pantalón de pijama y el tórax desnudo.
«Ha llegado el momento —pensó desalentada—. No me negaré a nada, pero seré lo más pasivo del mundo.»
Greg se tendió junto a ella y le pasó los dedos por el pelo con mucho cuidado.
Por lo visto el león no era tan fiero como parecía; no obstante, Peggy no quiso que aquel ademán protector la ablandara o la sensibilizara. Se mantuvo rígida.
Fue un momento terrible. Greg la estaba tomando en brazos y la besaba en el cuello, en la boca, en los ojos.
Y de repente despertó en él el tipo apasionado e inescrupuloso. Parecía haber perdido el sentido, la razón y la palabra.
Todo en silencio.
Peggy se vio como si volara, como si la maltrataran impudorosamente. Como si la posesión fuera bestial.
Pero no la dañó en nada.
Pasaba del mayor arrebato a la delicadeza más extraña.
No fue una hora, ni dos, ni tres, fueron algunas más.
Ya amanecía cuando Greg la soltó rezongando:
—Pareces una muñeca de goma. Peor para ti.
Y se durmió tranquilamente.
Peggy se mordía los labios besados hasta la saciedad. Una tremenda humillación la embargaba, pero, evidentemente, era la mujer, no ya solo la esposa de Greg Walker. El matrimonio se había consumado plenamente.
Hubiera llorado, pero quemaba sus lágrimas bajo sus pestañas. Jamás había sufrido mayor humillación.
Greg la tomaba como si fuera una res. Era suya, y así lo hacía. Importándole un rábano que ella colaborara o no. Había hecho cuanto había querido y, una vez saciada su apetencia, se dormía como si aquello le ocurriera a ella cada día o cada noche. No durmió nada. Le sentía respirar a él acompasadamente; a través de la lucecita roja que había encendido en una esquina, lo veía como entre nubes. Firme, fuerte, poderoso y turbador.
Turbador, sí.
Había sido todo de lo más sorprendente. Ella nunca pensó… ¡Nunca!, que la relación de una pareja fuera así. La había sentido en su potencial más absoluto, aunque soportó estoicamente la situación, por lo cual él dijo aquello de «pareces una muñeca de goma. Peor para ti».
Fueron siete días casi todos iguales, pero diferentes entre sí, aunque no lo pareciera.
Greg era un tipo poderoso, indiferente a veces, apasionado y acaparador otras, y maldito lo que parecía importarle que ella se convirtiera en un mueble inamovible.
En aquellos siete días lo conoció muy bien. Tenía rayos de flexibilidad y hablaba del pasado entre brumas, y otras apasionado hasta demoler.
No pasaron de Tulsa. De aquellos moteles, donde estuvieron dos días, pasaron a Tulsa y se quedaron en un hotel. A veces Greg se iba y no regresaba en todo el día, pero a la noche siempre estaba a su lado. La víspera del regreso, Greg se plantó ante ella y le dijo:
—Mira, si te casaste para tomar y no dar nada, ya te cansarás. No es bueno ser como eres tú. Yo digo, si el ser señorita implica esa indiferencia hacia el sexo, es cosa tuya. Pero ten cuidado que yo no me canse. De momento, el tomarte es suficiente. Pero si un día necesito tu colaboración, lo vamos a pasar mal los dos si no colaboras.
Y reía. Aquella risa suya desgarrada, fría, casi amenazante.
—Te lo advertí.
—¿Que no me amabas ni me amarías? Lo sé. Por eso te tolero así, pero todo es cuestión de que yo te desee diferente.
—Es que tus deseos nunca podrán coincidir con los míos.
—Mira, cuando termine de hacer mi maleta espero que tú tengas dispuesta la tuya. Nos volvemos a casa. Tengo mucho que hacer y ya he conseguido lo que me proponía. Pero, como hombre que soy, te diré algo que te va a sorprender. Yo conozco más a las mujeres que tú a los hombres. ¿Sabes lo que eso significa?
—Lo que has dicho.
—No sales de tu caparazón ni aunque te pinchen.
—No siento nada.
—Eso se lo cuentas a esos hombres que no conocen a las mujeres. ¡Vaya sí sientes! Lo que pasa es que pretendes castigarme. De momento no lo consigues. ¿No quieres dar tu brazo a torcer? Eso es cosa tuya. Yo disfruto una barbaridad.
Y cerró la maleta de un golpe seco.
Sin duda estaba irritado, y la indiferencia femenina no caía en saco roto. Un hombre puede tolerar eso un tiempo, pero no toda la vida, ni siquiera meses. Cuando se sacia la pasión y el deseo, se desea mucho más. Él no lo tenía.
Y sabía perfectamente que el castigo de Peggy se cifraba en eso.
—Quiero estar en Oklahoma a la tarde. De modo que cierra tu maleta.
Peggy lo hizo automáticamente y Greg pulsó un timbre. En seguida apareció el camarero del piso.
—Llévense el equipaje a mi coche.
Dicho lo cual, asió a Peggy por un brazo y salió con ella antes de que lo hiciera el camarero. Iban solos en el ascensor. Ella vestía un traje pantalón azul oscuro y camisa roja. Él un traje de fina pana canela.
—Mira —le dijo, con acento sibilante—, si no me hubiese casado contigo, ahora andarías por cualquier fonda del estado con un padre alcohólico y dos criados desamparados a los cuales en cierto modo estás obligada. Yo pienso que te hice un favor. Pero si tú sigues en ese plan, yo terminaré dejándote por imposible. Un hombre —añadió más bajo aún, pero contundente— tiene paciencia, y mucha, cuando algo le interesa, pero llega un momento en que se cansa. Ten cuidado.
Greg pagó en recepción y, sin soltar el brazo de Peggy, salió con ella y subió al auto.
Ya ante el volante, añadió:
—Te estás jugando la felicidad futura. Yo no soy piadoso ni considerado. Me gustas mucho, pero así, tal cual eres, llegas a cansar. Yo, en tu lugar, tendría más cuidado.
—Yo soy así.
—Y no puedes cambiar, quieres decirme…
—No pienso hacerlo.
—Tú no eres como aparentas —decía él fría y secamente—. Ni mucho menos. Te muerdes, te cierras en tu caparazón, pero si yo te falto ahora… me pregunto si no me echarás de menos.
Ya te he dicho que soy hombre conocedor de la mujer y tú te encierras en ti misma, doblegas las ansiedades, pero yo te digo, y ten esto muy presente, que eres mujer de hombre, te gusta la compañía y te gusta el amor. Eres sensible cuando te das cuenta. Eres vehemente y te niegas a admitirlo…
En vez de responderle, ella preguntó inesperadamente:
—¿Siempre fuiste tan posesivo? ¿Tan inescrupuloso? ¿Tan despiadado?
La miró de refilón.
—Yo no tengo la culpa de ser así, me hicieron así.
—Pero… ¿quién?
—Entre todos.
Y apretaba las mandíbulas.
Peggy se daba cuenta de que el pasado y las connotaciones de éste se marcaban en la vida de Greg. ¿Por qué? ¿Y cuándo empezó a odiar a todo el género humano?
—Hay una laguna en todo esto —dijo con hueco acento—. Me gustaría conocer el fondo de ese pasado que te ha corrompido.
Greg se cerró en un mutismo total y, si bien hicieron algunas paradas, él no volvió a tocar el tema, ni el suyo con ella ni el pasado al cual se refería Peggy.
Capítulo 10
Helen se hallaba en la alcoba cuando ella llegó.
Se abrazó a ella. La besó repetidas veces. Lloraba. No podía remediarlo. Había en su ser un desconcierto indescriptible y, a la vez, un enervamiento raro.
Helen le acariciaba el pelo, mientras Peggy reclinaba la cabeza en su hombro sollozando sin poderlo remediar. En la alcoba veía una sola cama y no demasiado ancha, pero también había una puerta al fondo.
—Helen… ¿es éste mi cuarto?
—Deja de llorar, Peggy. Por favor. Estás muy dolida, ¿verdad?
—No sé qué me sucede. Pero tengo ganas de dar gritos.
—No los des —le pedía Helen en voz baja—. La alcoba de Greg está al lado. Ahí, tras esa puerta…
—Oh.
—Mira qué habitación más bonita, Peggy. Tendrás que adaptarte a la nueva vida. Yo me imagino…
Se callaba. Mejor. Peggy pensaba, y con toda la razón del mundo, que Helen nunca podría imaginar la realidad de siete días con Greg.
¡Nunca nadie podría imaginarlo!
Sentía en su pecho una súbita agitación domeñada hasta entonces. Greg, con su potencia masculina, Greg cariñoso, Greg agresivo, Greg despiadado. Greg inescrupuloso e impudoroso. ¿Qué sabía ella de los hombres y de sus reacciones? Nada. Hasta conocer a Greg en la intimidad. Y ello suponía una eterna y oculta turbación.
Helen la soltó y se puso a deshacer las maletas.
—Peggy, Ray y yo estamos a tu exclusivo servicio. Míster Miller así lo ordenó. Yo soy tu doncella, y Ray, el mayordomo, juntamente conmigo. Eso quiere decir que el resto del servicio de Greg no interferirá para nada en esta planta.
—Y él…
—Estará ahí —Helen hablaba en voz baja, y con un dedo mostraba la puerta de comunicación—. Pero yo te aconsejo que no cierres jamás la puerta por dentro.
No pensaba hacerlo. No era ésa su íntima venganza. Todo lo contrario. Empezaba a costar.
La presencia de Greg en su vida, pesaba, turbaba, marcaba…
Se dejó caer en el borde del lecho y preguntó con acento ahogado:
—¿Qué sabes de papá?
—Míster Miller me dio noticias ayer. Está mejor. Se rebela, pero aguanta. Parece ser que la idea de Greg es curarlo totalmente. No sé si lo conseguirán.
—Siéntate ahí, Helen.
—¿Dónde?
—Enfrente de mí. Cuéntame ahora lo que nunca te pregunté directamente. ¿Por qué empezó a beber papá? ¿Y por qué se menciona siempre un pasado que yo no conozco? ¿Y por qué cuando yo tenía once años hablabais en voz baja y os callabais cuando aparecía yo?
Helen no se sentó.
Se removía inquieta.
—Peggy —dijo con voz ausente—, si quieres saber, pregúntaselo a él, a Greg; es el único que puede decirte la realidad.
—Pero hubo algo, ¿no es eso? ¿Fue Greg siempre un hombre tan posesivo, tan déspota, tan indiferente a los dolores humanos?
—No, Peggy. Era un chico encantador. Pasaba por nuestra finca en bicicleta cantando. Ayudaba a su padre en las faenas del campo muy contento…
—Luego, entonces, tú supones que ahora es un resentido.
Helen se iba hacia la puerta.
—Volveré luego a colgar tus ropas.
—Helen, para mí es importante saber…
Y se atravesó en el camino de Helen, que ya asía el pomo.
La sirvienta la miraba con desesperación.
—Yo no entro en detalles, Peggy. Por favor, no me pidas eso.
—Pero yo necesito saber. ¿Qué papel le tocó a papá en ese pasado que cambió a Greg de pies a cabeza?
—Por fuera no cambió, Peggy —siseaba Helen en voz muy baja, casi sibilante—. Cambió por dentro. Hubo un tiempo en que todos pensábamos que era un desalmado resentido. Yo no sé ya cómo juzgarle. No es fácil. Hay cosas que cambian a una persona. Connotaciones que desvían la personalidad. ¡Por el amor de Dios, no me atosigues!
Peggy la sacudió con desesperación.
—Pero tú sabes. Todos sabéis…
Helen consiguió abrir la puerta y se fue a toda prisa.
Al darse vuelta, Peggy vio la puerta de comunicación abierta y a Greg de pie en el umbral.
—¿Qué importa —preguntó con seco acento— lo que haya pasado antes? ¿Por qué te interesa tanto? Lo importante es lo que está pasando ahora —y caminaba en pantalón de montar y altas polainas, con una camisa a cuadros, despechugado como siempre, y luciendo en su vello rizado, que tanto contrastaba con sus cabellos lisos, la cadena de plata con el crucifijo sin imagen—. No me gustan las habitaciones separadas —añadió, como si lo dicho anteriormente ya no le importara—, pero, dada la situación, entiendo que es mejor así. Yo tampoco tengo intención de importunarte. No obstante, como eres mi mujer, cuando me apetezca entro. Espero que nunca se te ocurra cerrar esa puerta, pues de ser así la tiro abajo…
Peggy se había pegado a la pared.
No se había cambiado aún y, si bien se había despojado del bléiser, llevaba puesta la blusa, que hacía resaltar sus senos túrgidos y su talle esbelto.
Greg se acercó al ventanal y levantó levemente el visillo.
—Tengo mucho que hacer —comentó, dejando caer el visillo de nuevo—. Están demoliendo la casa que fue de tus antepasados… Y antes de que sea noche cerrada pretendo pasar por allí. No me gusta que mi hacienda la dirija nadie y yo tengo esto abandonado hace siete días largos —se alzaba de hombros situado enfrente de Peggy—. Si un día entras en razón y aceptas que eres mi mujer con todas las consecuencias, tiraré ese tabique… y formaré una alcoba enorme donde quiero solazarme contigo —reía con aquella risa cínica que no siempre convencía, y menos a Peggy, que lo iba conociendo—. Es un goce tenerte rebelde. De ser las cosas más fáciles, quizá no me hubieras interesado.
Y giró sobre sus talones.
Ya en el umbral, volvió solo la cabeza y apuntó hacia ella él dedo enhiesto.
—Sólo te molestaré cuando te necesite. Los sentimientos no cuentan ni lo que tú hagas o digas. Lo que cuenta es lo que yo sienta.
Y se fue pisando fuerte.
Sus pasos resonaban en los oídos de Peggy como trallazos.
En cinco días apenas si salió de aquella planta. No conocía al servicio. A Marcel lo veía de lejos. Solo Helen y Ray estaban con frecuencia a su lado pero, cuando tocaba cierto tema, se iban como si alguien los persiguiera.
Y Greg no abría aquella puerta de comunicación. Se diría que, como él mismo había dicho, no la necesitaba.
A veces se veían solo a las horas de las comidas y éstas se efectuaban en silencio, servidos por Sally. Ni Marcel comía con ellos a la mesa.
Al quinto día, al atardecer, mandó a Ray que le ensillaran su caballo blanco y se fue, por el atajo, a casa de su padre, donde nació, creció y fue feliz.
Estaba demolida.
Había un montón de obreros trabajando y no se atrevió a acercarse. Vio a Greg lleno de polvo, dando órdenes, y dio la vuelta al potro, alejándose casi despavorida.
Y fue esa noche, a la hora de la comida, cuando Greg dijo a los postres:
—Pasaré esta noche a tu alcoba.
Se puso a temblar, aunque nadie lo hubiera dicho, por su expresión estática.
Le echaba de menos. ¿Qué fenómeno era aquél?
Después de siete días intensos, la ausencia de Greg durante cinco resultaba desconcertante e incomprensible. No quería ser un objeto, pero estaba viéndose a sí misma junto a Greg y sabía ya que la manejaba a su antojo, y ella… ¿necesitaba aquel manejo?
¿Era todo tan físico, tan estúpido, tan necio?
¿La sorpresa de haber conocido a un hombre posesivo y poderoso, por no haber conocido antes a otros?
Lo ignoraba.
En aquellas cinco noches, cuando lo sentía entrar, se estremecía. Pensaba subconscientemente: «Ahora viene.» Pero no venía.
Y apreciaba su falta. ¿Qué tipo de muchacha era ella?
¿Una física, como Greg, que solo disfrutaba con el cuerpo y para quien no contaban nada los sentimientos?
¿Había tenido Greg la culpa?
—¿O no quieres? —le oyó preguntar con acento sarcástico.
Se mordió los labios.
No le miraba.
No era capaz, porque los ojos color canela de Greg, al fijarse en los suyos, la taladraban.
Tal le parecía a Peggy que estaban perdidos en los momentos más íntimos. Y no sabía ya, dado su desconcierto, si aquellos momentos eran placenteros o repulsivos.
—¿Te importa acaso que quiera o no quiera? —preguntó haciéndose la valiente.
—No miras de frente, Peggy. Eso es lamentable para ti. Yo te sigo mirando a los ojos.
Se agitó por dentro, pero nadie lo diría al apreciar su aparente pasividad.
—Haz lo que gustes —dijo.
Y se levantó con súbita rapidez, como si escapara.
Cruzó el comedor a paso elástico, pero ella bien sabía que le temblaban las piernas.
Algo no marchaba, y seguramente era la turbación que empezaba a sentir cuando veía a Greg o cuando oía sus pasos en la alcoba contigua.
Y los sintió aquella noche.
Pesados y firmes.
Los pasos de Greg que eran, como él, fuertes, poderosos, firmes.
Pero no se acercaban a la puerta de comunicación.
¿Por qué?
¿No había dicho… que pasaría a su alcoba?
Apretó la cara entre las manos.
Se sentía deprimida y desbordada por todo lo que quería saber y nadie le decía. Tal vez si supiera, disculparía la actitud agresiva de Greg, el alcoholismo de su padre y su propia situación desairada.
Sentía aquellos pasos ir de un lado a otro. No eran precipitados, ni siquiera denotaban impaciencia. Más bien se diría que Greg andaba por su alcoba buscando algo o haciendo algo y se había olvidado de lo que le dijo durante la comida de la noche.
No pasaba.
La puerta no se abría.
¿Es que ella deseaba que se abriese?
Apretó las mandíbulas con las dos manos y se metió en el baño.
Necesitaba una ducha, tranquilizar su nerviosismo, deponer su enervamiento.
Por lo visto, Greg estaba ganando su batalla con aquellas ausencias.
¿Había saciado ya su apetito sexual?
Puede que sí.
O quizá lo desahogara fuera de aquella alcoba.
Eso le hacía pedazos, la humillaba hasta extremos exagerados, la destruía.
¿Celos?
¿Celos en tales situaciones?
Cundió el silencio en la alcoba contigua y al rato sintió el crujir del somier.
Se tapó hasta la cabeza.
Y se durmió al amanecer, como si en vigilia esperara algo concreto que no llegaba.
¿No había dicho…?
Amaneció un día gris.
Despertó tarde por haberse dormido desasosegada al amanecer.
Se tiró del lecho y se puso la bata y mientras se cepillaba el cabello, sin aviso se abrió la puerta de comunicación.
Lo vio allí erguido, déspota como siempre, helado en su mirar canela.
—¿Has dormido bien, Peggy?
Le veía a través del espejo mientras se cepillaba el cabello.
No se volvió.
Se encontraron sus ojos taladrantes. Los de él fríos, los de ella desconcertados.
—Apuesto —rio con su risa cínica, que más era mueca que risa— a que me echaste de menos.
—Eres un sádico.
—Es posible, pero sádico o no, tú me echaste de menos.
Y se acercaba.
Vestía traje de montar. Pantalón, polainas, camisa a cuadros y un pañuelo atado como al desgaire en la garganta. No llevaba nada encima, pero, atado en torno al cuello, un suéter formaba el conjunto de su atuendo.
Erguido y grande. Poderoso.
Masculino hasta rabiar.
Viril por encima de todo.
Ella conocía sus facetas, las que podía conocer, que no todas las del interior de Greg le eran familiares.
Lo conocía como hombre, como marido, como amante…
Le veía acercarse sin prisas, con aquella sonrisa entre cínica y sarcástica que tanto la hería.
Sin duda era superior a ella. Tenía más personalidad, y el pasado, fuera cual fuese, le había pervertido el alma, se la había ahogado.
Sintió que Greg ponía sus dos manos en sus hombros. Y después veía, a través del espejo, que inclinaba la cabeza. Estaba aún mojado de la ducha. Experimentó como un escalofrío turbador en su cuello al sentir la humedad de sus cabellos.
La besó en la garganta y despacio, como quien sabe lo que hace, lo que busca y lo que va a encontrar, metió la cabeza bajo la de ella.
Así le buscó los labios.
Días y días sin besos. Cinco. Los tenía contados, hora a hora.
Minuto a minuto.
—Tu padre está mejor. Se va entregando a los médicos. Se deja curar… —se lo decía bajo. No parecía déspota ni frío. Era tierno y cálido, intimista.
La besaba ya.
Peggy, terca, cerró la boca.
Greg luchó para abrírsela.
Y la besó largamente, de una forma distinta.
Como si le buscara el alma, todo el espíritu y después, al no hallarlo, la boca únicamente. Fue ruin después en su beso. Era calante y desasosegado.
Furioso casi.
La soltó despectivo.
—Eres como una roca. Peor para ti.
Y se fue a grandes zancadas.
Ella temblando aún, y cuando oyó el portazo, se puso en pie.
No había soltado el cepillo del pelo y sus uñas se clavaban en la carne.
Tenía la palma herida y dos muescas denotando su nerviosismo.
Se acercó al ventanal y lo vio salir con una pelliza. Espoleaba el caballo con la fusta y corría al galope como llevándose el mundo por delante.
En los quince días siguientes lo vio solo a la hora de comer. Solos, silenciosos. Él, hostil, indiferente, despótico.
Ella no sabía.
No se conocía a sí misma.
Todo era muy extraño.
Y fue una tarde de aquellas cuando se encontró con Marcel, que entraba y se iba a su despacho donde trabajaba casi todo el día.
Le llamó.
Estaba al cabo de sus fuerzas.
No sabía ya por dónde reventar o si callarse para toda la vida. Debió pensar desde un principio con qué clase de hombre se las veía.
No valían juegos con Greg.
Ni servía el método que ella había buscado para vengarse.
—Marcel —llamó.
El abogado se volvió en redondo.
—Peggy, hace mucho que no la veo —y sonriendo, con su esmerada educación—: La casa es tan grande…
—Me gustaría hablar con usted, Marcel.
—¿Sí? Cuando guste.
—Pasemos a la biblioteca.
Y Marcel pasó tras ella.
—Dígame, Marcel, ¿decoró usted esta casa?
—Greg no gusta de que lo suyo lo toque nadie.
—Pero esta delicada y preciosa decoración…
—Yo no participé en nada.
—Ya.
—¿Algo más, Peggy?
—El pasado. Usted lo conoce.
—Bueno, yo creo que, a estas alturas, el pasado no importa nada.
—Me dicen los que conocieron a Greg Walker que antes no era así.
—¿Así?
Se dio cuenta de que perdía el tiempo.
Marcel no hablaría, como no hablaban Helen ni Ray.
—Dejémoslo así, Marcel. Olvide lo que le he preguntado.
—No sabe cuánto se lo agradezco. ¿Algo más? Tengo la mesa del despacho llena de documentos que revisar.
—¿Ha visto a mi padre?
—Oh, sí. Estuve allí con Greg ayer noche. Va muy bien. Le cuesta, pero un día, yo creo que pronto, saldrá curado.
—¿Sabe que me he casado con míster Walker?
—Claro.
—Ah.
Ya lo venía sospechando, pero la certidumbre la tuvo aquella misma noche.
Greg no había venido a comer, ni siquiera al mediodía a almorzar, por lo cual tampoco se lo dijo a Helen.
Lo sentía ella.
Y no sabía si dar gritos de alegría o echarse a llorar de tristeza.
Iba a ser madre.
De aquellas relaciones extrañas y particulares con Greg iba a nacer un hijo.
Suponiendo que alguna vez le pasara por la mente un divorcio, lo desechaba ya, y no solo por su estado, sino por su relación de mujer con un hombre llamado Greg que no se amilanaba, que no cedía, que la tomaba cuando le apetecía y la dejaba cuando le daba la gana.
Se hallaba con la frente pegada al ventanal y su alcoba estaba a oscuras. Por eso pudo ver asombrada lo que sucedía en el patio.
Llegaba Greg en su caballo.
Lo dejó en manos de un criado y, al cruzar el patio, Greg se detuvo ante un crío de unos cinco años que sollozaba. Quedó desconcertada, paralizada.
Greg levantó al niño en brazos, lo apretó contra sí. Lo besaba y lo mecía.
Y oyó su voz potente y furiosa:
—Jim, ¿quién ha dejado aquí a Sam?
Un criado llegó rápidamente.
Y se acercó a Greg.
—Señor —oyó Peggy con nitidez, pues la ventana estaba solo entornada—, la madre está enferma y Peter se ha ido porque se rompió una valla. Se conoce que Sam ha salido al verse solo, pues la madre está en el hospital…
Asombrada, Peggy veía cómo paternalmente Greg apretaba al niño contra sí. Y decía a gritos:
—Vete con él. Llévalo a casa y espera allí hasta que venga Peter. Y mañana me ocuparé de saber cómo está Ali. No dejes solo a Sam por ningún concepto. Deja cuanto tengas pendiente y llévalo a casa. ¿Cómo se os ocurre tener a este niño aquí, medio desnudo, con el frío que hace y cayendo la escarcha?
Aquél era Greg.
El tipo más contradictorio que existía. Peggy, aún desconcertada, veía cómo Greg besaba al crío y le ponía en brazos del criado.
—Si dejas solo a Sam, mañana Marcel te prepara el despido. ¿Has oído bien?
—Sí, sí, señor.
—Andando…
Es decir, que Greg, tan déspota, tan frío, conocía a sus colonos como si fueran familiares suyos.
¿De qué capa de helada escarcha se cubría Greg?
¿Era todo como aparentaba o solo era fachada, boquilla, resentimiento?
Oyó sus pasos y dejó caer el visillo.
«Entrará en su cuarto, se cerrará, y sentiré el agua del grifo salir a presión sobre su cuerpo y después el crujir del lecho.»
Pero no.
Oyó el agua, sí.
Y después los pasos de Greg y al momento vio su silueta en el umbral de la puerta de comunicación.
Tenía en el rostro la sonrisa cínica de siempre. No era el hombre, no, que apretaba al niño llamado Sam contra su pecho.
—Hace no sé cuánto que no te veo, Peggy. ¿Cómo andas?
Y desganado, en pijama, se dejaba caer en el lecho de su mujer.
Peggy, en bata y con un pijama de seda debajo, le miraba indefinidamente.
—No debes preguntar a nadie por mi pasado, Peggy —añadió Greg con acento pasivo, como ausente—. Cuando quieras saber algo concreto, pregúntamelo a mí… —Y poniendo una mano bajo la nuca, parecía dormitar, o mirar al frente por las rendijas de sus párpados entornados—: A mí siempre, Peggy. A mí…
Capítulo 11
Peggy decidió en aquel mismo instante hablarle de su estado. ¿Por qué no? Sabía ya, por lo que había visto instantes antes, que Greg tenía una personalidad que le definía en apariencia y otra que sin duda ocultaba.
Sabía, asimismo, que, para bien o para mal, nunca existiría un divorcio, ni siquiera una separación. Las cosas había que aceptarlas cuando llegaban, y estaban allí. Iba a tener un hijo suyo, y eso marcaba más, o tanto como todo lo demás. Por otra parte, también sabía que la ausencia de Greg en su intimidad se notaba, se añoraba. ¿Para qué engañarse?
Se hallaba de pie y veía a Greg tendido en su lecho, con las manos bajo la nuca y la mirada canela desconcertante fija en el techo.
—Voy a ser madre —dijo de sopetón.
Greg, de momento, permaneció en la misma postura, como si no entendiera, pero de súbito se sentó y la miró despavorido.
—¿He… oído bien?
—Sí.
—Siéntate, Peggy. Será mejor. De modo que de toda nuestra relación compleja e incompleta va a nacer un niño o niña ¡qué importa! —Volvía a caer hacia atrás y cerraba los ojos. De repente parecía pacífico, desvaído, como si retornara a tiempos muy lejanos—. Si lo educo como me educaron a mí, será positivo. Puedo parecer un monstruito o un monstruo a secas, pero siempre queda algo de la educación recibida. Tal vez soy mejor de lo que parezco, o mucho peor. No sé si me importa…
Hablaba como si reflexionara en alta voz.
Peggy, despacio, como si el cuerpo le pesara o le temblaran las piernas, caía en un sillón no lejos de su lecho, donde Greg seguía tendido, pero ahora con las dos manos caídas a lo largo del cuerpo.
—Me alegro de tener un hijo —añadió con voz que no parecía la suya—. Es posible que eso nos una de verdad. Yo no sé si confesarte mi amor porque ignoro si es amor lo que siento. Tú eres muy señorita, y yo no dejo de ser un patán… ¡Es curioso! Nunca pensé y jamás se me pasó por la imaginación que un día me casaría con la hija del hombre que más odié en el mundo.
¡Su padre!
Peggy se estremeció a su pesar. Presentía que al fin iba a saber la verdad que ocultaba todo aquello.
—Dicen que cuando la pareja vive en la intimidad y se necesitan, uno de los dos, o los dos a la vez, tienen que ceder. Yo pensé que no cedería nunca. Me sentía fuerte y parapetado, etiquetado en el pasado… —Un silencio que Peggy no interrumpió—. Pero por lo visto, cuando te vi aquel día, jinete en el pura sangre blanco, me deslumbraste. Fue como una resurrección. Como un empezar en aquel instante —una risita ahogada le curvó los labios. No la miraba. Seguía con la vista fija en el techo, pero su voz volvía a sonar algo ronca—. Pensé que me gustabas una burrada y me negué categóricamente a reconocer que el sentimiento andaba haciendo cosquillas en mi profunda aridez… Fue un error. Tenerte como una muñeca de goma no va conmigo. No soporto ser tolerado, necesito ser deseado… Cometí un error… Un grave error.
—Has dicho que odiaste a mi padre más que a nadie en el mundo y, sin embargo, le ayudaste, le estás ayudando.
Greg no se movía.
Y, además, seguía mirando al techo con obstinación.
—Hay errores graves que se confunden. Llegado el momento, comprendí que no podía permitir que el único amigo de mi padre se deshiciera de sus bienes y preferí comprar las hipotecas. Tampoco estoy seguro de la razón que me movió a ello. Quizá mi madre, en su lecho de muerte, liberó mi rencor, mi rabia… Y empecé a juzgar las cosas como eran en realidad.
—Greg, ¿qué sucedió?
El aludido abrió los ojos.
Y, de repente, se sentó en el lecho echando los pies al suelo. Así se quedó mirando a Peggy con expresión indefinible.
—Peggy, me dices que vas a ser madre.
—Es cierto.
—¿Seguro?
—Sí.
—Bueno, esperemos que eso ablande las cosas, que las lleve a su cauce lógico. Espero también que dejes de ser una estatua. Uno acepta esas cuestiones cuando no le interesan demasiado. Pero cuando siente… no es capaz de soportarlas.
—Estás hablando en griego. No te entiendo.
Greg se levantó y quedó frente a ella de pie.
—No importa, Peggy. No importan demasiadas cosas —su voz no era ni despótica ni helada, más bien profunda y cálida—. Vamos a tener un hijo y formaremos una familia bien avenida, o destruida. Eso te corresponde a ti decirlo. Tenerte como si fueras una muñeca de goma no me conforma ni me complace. El goce ha de ser mutuo, y la comprensión, plena. Pero yo ya no te voy a retener ni con hijo ni sin él. Pensé que podría tolerarlo así. Si has pretendido castigar mi decisión de obligarte al matrimonio, lo has conseguido —se alzó, de hombros—. De nada sirve ya falsear las cuestiones, hacer de ellas una estúpida demagogia. No va conmigo. Sin darme cuenta, vuelvo al ayer y me veo desvalido, lleno de ira, furia y un rencor sobrehumano. Por eso, en su lecho de muerte juré a mi madre que sería rico, muy rico. Y lo he conseguido. ¿Cómo? No derribé a nadie, no pasé por encima de nadie, pero les obligué. Legalmente, pero les pagué para que se fueran todos los granjeros que me estorbaban. No sé si fue un error o solo una revancha. Todos tenemos pecados humanos, y yo no dejo de ser como los demás, solo que con más recursos. Pero cuando todo ocurrió, solo poseía una granja pequeñita, un rancho diminuto y un puñado de tierra que sembré noche y día con mi sudor.
Peggy deseaba saber tanto o más que deseaba vivir. Y, además, al sentir la voz de Greg diferente y su estado triste y amargado, se acercó a él.
Le puso una mano en el brazo.
—Quizá si desahogas esa ira que tantos años llevaste dentro, cambien las cosas, Greg.
Él miró aquella mano que se posaba en su brazo.
—No llevas el brillante —dijo desganado.
Peggy retiró la mano con presteza y se fue hacia el ventanal.
Levantó un poco el visillo y pegó la frente al cristal.
—Hace un rato te vi tomar a Sam en brazos…
—Ah —exclamó él de una forma indefinible.
—Le mecías con ternura. Luego, entonces, no eres tan fiero como pareces. Tienes sensibilidad.
—Buenas noches, Peggy —dijo Greg con súbita fiereza.
Y se perdió por la puerta de comunicación.
Pero Peggy no estaba dispuesta a dejar las cosas así.
No se puso el brillante, pero sí que, en unos cuantos pasos, atravesó aquella puerta y quedó erguida en la alcoba de Greg, el cual se echaba en su lecho con desgana.
—Si vienes a burlarte de mi debilidad, mejor que te vayas, Peggy.
—Vengo a saber por qué ocultas lo que sientes, por qué aparentas lo que no eres, por qué te empeñas en ser diferente, cuando sigues siendo como siempre fuiste.
—Tú —sonrió él curvando la boca en una mueca— no me has conocido antes, o, si me has conocido, ni siquiera te has fijado en mí.
—Pero otras personas que te trataron de joven dicen que has cambiado. Me gustaría conocer las causas.
Greg se sentó de golpe y, echando los pies al suelo, buscó a tientas las chinelas…
—Es curioso —dijo— que estemos hablando aquí casi como dos amigos.
—Vamos a ser padres de un hijo y es cosa de los dos.
—No, Peggy. No nos engañemos. Es cosa mía, tú has recibido mi vida en la tuya como un impuesto. Lo siento. De repente, y no acierto a entender por qué, lo siento. No debí tomarte a la fuerza. Debí conquistarte, pero no se puede decir que yo sea un refinado conquistador. Hace nueve años, o diez, consigo las cosas a fuerza de indiferencia, de tesón, de lucha y ambición personal. No nos vamos a engañar ahora en que parece que los dos deseamos poner las cartas boca arriba, visibles y sobre la mesa.
—Sea como fuere, el hijo puede limar asperezas, obligarnos a ambos a olvidar cosas…
—¿Tú sabías que mi padre murió en la cárcel?
Peggy dio un brinco.
Y después cayó desplomada en una butaca, no lejos del lecho donde Greg seguía sentado, inmóvil, mirando al frente como si reviviera todo el pasado.
—Sí, no te asombres tanto. Fue algo grotesco, absurdo, pero… ocurrió así, sin más. Y nadie en el Estado lo desconoce. Nadie que tenga mi edad o algo más, algo menos… Yo tenía diecisiete años… Y era feliz. Mi bicicleta, mis libros, mi escuela estatal. El poco ganado de mi padre que ayudaba a cuidar. Mi madre era una santa madre… Y de poco le sirvió.
—Greg…
—Te asombra mucho, ¿verdad?
—Mucho, y quisiera saber qué papel tuvo papá en eso.
—Uno fundamental. El gran señor, el amigo de su amigo inferior… El rico granjero de nombre ilustre, con antepasados coroneles, marqueses, lores… —Una sarcástica sonrisa distendía sus labios—. ¿Cómo podía un juez ignorar lo que decía el gran señor bajo juramento?
—¿Y qué dijo mi padre, Greg, que así has acabado con él?
Greg la miró desconcertado.
—¿Yo acabar con tu padre? ¡Oh, no! Se acabó a sí mismo por su conciencia. No fue culpable. Lo entendí después. Fue sincero únicamente, pero se equivocó.
—Si no me explicas todo lo ocurrido, mal podré juzgar yo.
—¿Y qué importa ya?
—Mucho. Lo importa todo. Estamos casados y vamos a ser padres… Queramos o no, estamos unidos y se me antoja que para toda la vida. No estoy educada para abandonar un hijo, y mi vida casi monacal hasta que te conocí a ti y recibí tantos desengaños fue diáfana, o pensé que lo era. Estuve muy ciega, Greg. Y no lo digo con respecto a ti, sino a mi padre, a la muerte de mamá, a todo lo que supe después del desastre de papá.
—Fue cuando empezó a beber.
—¿Cuando tu padre fue apresado? ¿Y por qué murió en la cárcel tu padre?
—Es largo todo eso —dijo Greg con pasividad y con un dolor que ya no podía ocultar—. Cuando se tienen diecisiete años y te sientes feliz, que de pronto culpen a tu padre de asesinato… es demasiado. Destroza, frustra, destruye, te llena de ira y de rencor.
—Pero… ¿tu padre asesinó?
—No. Jamás.
—Entonces…
—Ven aquí, Peggy. Siéntate a mi lado. En este instante no deseo ni siquiera hacer el amor, no busco placeres o complacencias, ni goces íntimos físicos… Ya todo está muy claro. Puedes irte cuando gustes. Yo no soy capaz de tomarte como si fueras la muñeca de goma en que te has convertido. Tal vez no sepas ser diferente, o yo soy inconformista. Pero si analizo las cosas, es obvio que te tomé a la fuerza, que te obligué. No existía en mí el rencor de ayer. Día a día, todo eso se va disipando, y más cuando consigues lo que te has propuesto. Se conoce que cuando te vi sin saber quién eras ya me gustaste. Entraste en mi sensibilidad, en mi aridez… Lo ablandaste todo. No voy a seguir el juego sucio de la ignorancia. Ya no. No serviría de nada.
Peggy, paso a paso, fue hasta él y se sentó a su lado. Costado con costado.
Se tocaban, pero no se miraban.
Greg tenía la cabeza baja, y se pasó su mano morena y firme por el lacio cabello que retiraba de su frente.
—Yo no soy responsable —añadió quedamente, reflexivo— de lo que tu padre haya declarado, ni de su afición al alcohol, ni de su ruina. Todo surgió a raíz de eso, y te aseguro que tu madre estaba viva y ni siquiera enferma. Recuerdo que venía a ver a mamá. La consolaba y lamentaba que su esposo, tu padre, se viera obligado a declarar en contra de papá por algo que había oído. Al fin y al cabo solo hizo eso, declarar lo que sabía, lo que había oído y visto… Un gran señor como él no podía ocultar la realidad y la verdad, pero su declaración condenó a mi padre a veinte años de prisión.
—¡Veinte años! —susurró Peggy atragantada.
—¡Veinte años para una vida inocente!
—Pero…
—Yo creo —le atajó Greg con la cara aún entre las manos, como si la voz le saliera por las rendijas de sus dedos— que se limitó a decir lo que había oído y visto, pero fue el punto clave para que el tribunal condenara a mi padre. Mi padre era inocente de lo que se le imputaba, por lo cual se mostró rebelde, irascible. Le metieron en celda de castigo un montón de veces en un año. Al final, un día se mató.
—Se… mató.
—Se colgó con el cinturón de su pantalón en la cárcel.
—¡Dios mío! Y dices que papá…
—Lo condené yo. Pero una vez que supe que se condenaba a sí mismo cesé, y cuando supe que bebía, que se destrozaba, que lo hipotecaba todo…, pensé que no debía consentirlo. No sé si ello lo hice por ambición, por codicia o por piedad. ¡Ya no sé nada!
Y meneaba la cabeza desesperadamente. Peggy alzó una mano.
Y asió el brazo de Greg.
—Sigue. Cuéntamelo todo y yo juzgaré.
—No hay nada que juzgar, Peggy. Y no lo hay porque mi madre, en su lecho de muerte, me juró algo que yo ya presentía. Y que a la hora del juicio nadie creyó, porque era la esposa del inculpado de asesinato. Pero en su lecho de muerte, una persona como mi madre no jura en vano. Me dijo que esa noche de la muerte del vecino su marido la había pasado con ella. Que no había salido, se dijera lo que se dijera en el sumario.
—Pero papá…
—Les había oído discutir por asuntos de vallas y ganado, y mi padre había llegado a decir: «Si vuelves a dejar tu ganado en mis tierras, te pego un tiro y te mato.» Lo de siempre. Lo que se dice en casos de ira, sin tener intención de hacerlo.
—Y papá…
—Lo oyó, y, tal cual lo oyó, lo dijo a la hora de presentarse a declarar. Ello sirvió para que mi padre fuera condenado.
Capítulo 12
Hubo un silencio.
—Yo tenía diecisiete años, y cuando vi a mi padre morado en el depósito de cadáveres y sin remisión de indulto ni de aclaración, muerto de ira, furia e impotencia, me juré a mí mismo reivindicarle. Nunca lo conseguí, si bien todo el valle conoce la declaración de mi madre a la hora de la muerte, y una persona que sabe que va a morir jamás miente. En el juicio, la voz de mi madre era la de un testigo interesado en salvar a su marido, por lo cual fue invalidada.
—Y papá…
—Mira, Peggy, eso ya pasó a la historia, pero a mí me marcó, me frustró, me hizo como era cuando tú me conociste. Sin embargo, cuando supe que tu padre bebía a raíz de la muerte del mío, comprendí demasiadas cosas. Y me alegré. Sí, sí, me alegré de que se estuviera destruyendo. ¿Para qué voy a negarlo? Tu madre enfermó y falleció sin enterarse de que su marido hipotecaba sus bienes uno a uno y que además se iba a la taberna de Tom y se hinchaba a beber ginebra.
—¿Y tu madre?
—Falleció poco después… Y fue cuando me confesó la realidad, la que nadie le había creído… Tengo una carta escrita por ella con letra vacilante, confusa. Pero que se entiende divinamente. Quise reivindicar a mi padre muerto, pero no me sirvió de nada. La carta de mi madre y su confesión en su lecho de muerte ya la conocía el tribunal, pero jamás le dieron crédito. Yo sí se lo di.
Su voz se apagaba.
No tenía nada en común con la voz que le declaró que se casaría con él fuera como fuese y quisiera ella o no.
Peggy estaba tensa.
Sentada a su lado, sentía el costado de Greg caliente, pero paralizado.
La verdad relucía, y ella creía en todo lo que de súbito le confesaba Greg, y hasta disculpaba su ambición y su forma árida de ser.
—Sigue, Greg.
—¿Para qué? Todo está aclarado ya. El vecino que había discutido con mi padre apareció un día degollado y se culpó a mi padre de haberlo hecho. Eso fue todo. Fue juzgado y condenado, y papá no resistió tal injusticia… Lo demás está muy explicado. Papá se ahorcó en la cárcel después de castigo tras castigo. No soportaba todo aquello. Fui a visitarlo a la cárcel y, entre rejas, siempre me decía: «Hijo, soy inocente. Te juro que jamás mataría una mosca.»
Diciendo aquello, Greg se levantó.
Se puso a pasear por la estancia.
—Me hice duro —dijo—, obstinado, despiadado, lleno de rencor. Cuando supe que tu padre bebía y se emborrachaba, todo un gran señor, me regocijé. Y cuando supe que tu madre se moría irremisiblemente, me dolió. Solía venir a casa, conversaba con mi madre. Disculpaba la declaración de su esposo. Nunca pensó que esa declaración fuera fundamental para que condenaran a mi padre. Pero el hecho fue que le condenaron. Yo me juré a mí mismo muchas venganzas, pero no fue preciso ninguna. El muy ilustre granjero, señor Hamilton, se hizo alcohólico en dos años…
Desde el borde del lecho donde se hallaba sentada, Peggy le miraba. Comprendió demasiadas cosas y dijo en voz baja:
—Ahora entiendo por qué callaban cuando yo llegaba… Estaba sucediendo todo eso.
—Pues sí —Greg cayó en el sillón que ella había ocupado momentos antes—. No fui al entierro de tu madre, y ya sabía que tu padre se estaba destruyendo. Pude ayudarle entonces, pero no quise… Sin embargo, cuando supe que el banco le iba a echar del rancho y desposeerlo de todo, yo ya había logrado una fortuna a fuerza de sudar y no dormir. Se lo había prometido a mi madre en su lecho de muerte. Lo que nunca le dije es que no pensaba ayudar, sino poseer. Y fui sacando las cosechas, que fueron buenas aquellos años. Trabajé sin tregua, sin decaer jamás. Y cuando ella enfermó de tristeza y se murió, más afiancé mi juramento. Pero no soportaba que tu padre se destruyera. Podía destruirse todo el mundo en el valle, en el Estado, pero él no. Mi padre solía decirme, cuando iba a visitarlo, que míster Hamilton solo había dicho la verdad, con la única diferencia de que él no había asesinado a su vecino, pero aquella discusión que tu padre declaró era cierta. Totalmente cierta.
—¿Nunca te habló papá de eso?
—Claro que sí. Pero demasiado tarde. Mi padre estaba muerto y mi madre enterrada, y la tuya también. Cuando tú llegaste, en una mañana de lucidez vino a verme. Temía. Y temía con razón. Yo no iba a devolverle sus bienes y de eso no me arrepiento nada. Deseaba que todo el Estado se convirtiera en mi poderío y lo he conseguido ya al comprar las hipotecas de tu padre. Era un pelele, un pobre diablo. Muerta su esposa, condenado su amigo, tú lejos de él, se embebía en lo que se había aficionado.
—Dices que mi padre vino a verte…
—Sí —asintió rotundamente—. Vino el mismo día que tú, inopinadamente, regresabas. No sé qué temía. Pero sin duda temía algo. No obstante, en media hora que estuvo conmigo se situó tras el mostrador de mi bar, y se bebió dos ginebras, que añadidas a las que ya llevaba en el coleto, formaban esa cadena de inconsciencia que le privaba de la preocupación. Nunca se perdonó a sí mismo decir lo que había oído. Era cierto, sí, pero no significaba en modo alguno que mi padre fuera un asesino. Lo entendió demasiado tarde.
—Con todo tu dinero, tu poder, ¿no has conseguido jamás reivindicar la honradez de tu padre?
—Jamás. Y ya no lucho por ello. Yo sé la verdad.
—¿Qué verdad, Greg?
—Que mi padre nunca asesinó a nadie. Esa noche que mataron al vecino estrangulándolo, mi padre estaba en el lecho con mi madre. Yo he de creer, y creo, que mamá, a la hora de su muerte, me dijo la verdad, la que el tribunal no le creyó.
—¿Y no se supo jamás quién mató al vecino?
—Nunca. Hay crímenes que nunca se descubren. Mi padre no fue.
—Y el mío, ¿qué pensó de eso, Greg?
—¿No lo estás viendo? Empezó a beber a raíz de aquello y se convirtió en un enfermo… Afortunadamente, tu madre falleció sin enterarse. Hubiera sido peor que viviera y se enterara.
Otro silencio.
Nada tenía que ver aquel Greg confesante con el frustrado de antes.
Era un tipo lastimado, pero al confesar la realidad se desahogaba.
Peggy, sin casi darse cuenta de lo que sucedía, le disculpaba.
A fin de cuentas era un hombre herido al máximo.
Se imaginaba a sí misma ante un padre muerto en una celda.
—No me importa ya lo que digan —añadió, con firmeza—. ¡Nada! Que cada cual viva a su aire. Yo vivo al mío. Levanté un imperio a fuerza de trabajo, de ira, de tesón, de rabia contenida. ¿Que no fui piadoso con los que se iban? No, nunca. No ayudaron a mi padre en nada. Pero yo sabía cuánto mi padre estimaba al tuyo. ¿Razones? Pues que siendo un señor, un gran señor, no tenía reparos en jugar a las cartas y conversar con él. Eso me ayudó a perdonarle, a disculparle, a ayudarle incluso…
Se levantó dejando la palabra en el aire.
Y se encaminó a su lecho, en cuyo borde cayó como un pesado fardo.
Miraba a Peggy.
Ella ya no desviaba los ojos. Creía entenderlo o necesitaba entenderlo.
—Te vi, Peggy, y recordé tu indiferencia cuando yo era un adolescente de diecisiete años y tú la hija de tu padre. Ausente, ajena a todo.
—Nadie contaba nada en mi presencia.
—Lo comprendo.
Y suave, cariñoso, le pasó un brazo por los hombros.
—Ya lo sabes todo, Peggy. Ponte en mi lugar.
Cierto.
Se ponía.
Quizás hubiera sido más dura que Greg.
—No pude, en un momento dado —añadió quedamente—, despojar a Max de sus bienes. Los compré. Me costó la hipoteca más de lo que valía, pero…
—Tu padre, antes de… matarse, te lo pidió.
—Me dijo que el tuyo declaró la verdad. Había discutido con el vecino por asuntos de la hacienda, pero no le había matado. Añadió que tu padre oyó y presenció la disputa.
—Lo cual indicaba que papá estaba confesando la verdad.
—Sí, sí, sin duda. Pero esa declaración, dado el carisma de tu padre, fue decisiva para condenar al mío… Y papá no resistió saberse inocente y condenado a veinte años de prisión. Si yo fuera el hombre que soy hoy, lo entendería. Pero era un crío, y la pena, mezclada con la ira, me inundó, me inutilizó para juzgar imparcialmente. No obstante, nunca olvidé las recomendaciones de papá cuando iba a la cárcel a visitarlo: «No seas tirano con Max Hamilton. Ha dicho lo que vio y oyó y en eso no mintió en absoluto. Dijo la verdad, pero yo no maté a Fran. Alguien se aprovechó de aquella circunstancia para eliminarlo. Yo no lo hice.»
Se levantó de nuevo.
Paseaba por la alcoba.
Nada tenía que ver aquel Greg desangelado, con aquel otro que le obligó a casarse.
—Peggy —se volvió para decir de súbito, con voz tan distinta que no parecía el mismo Greg que la poseyó sin preguntarle si quería o no ser poseída—, eres libre de irte. No te voy a quitar el niño. Se conoce que no soy tan insensible como parece, porque tenerte a la fuerza no me complace ya, me hiere en lo más profundo de mi ser —hizo una pausa, que Peggy, impresionada, no interrumpió—. Se conoce que de tu pasividad nació mi amor. Nunca ¡jamás! creí que me enamoraría. Pero hay raíces, orígenes, que no se pierden ni desvirtúan por más que uno se empeñe. Yo, ante ti y de repente o quizá día a día, me convierto en el joven que iba a la escuela estatal en bicicleta… Y entiendo que desde el momento en que te vi me interesaste. Dado como vivía y para lo que vivía, soterré sin darme cuenta el interés sentimental. Cuando lo descubrí fue al sentirte en mis brazos como si fueras una muñeca de goma. No me servía eso. No me bastaba.
Se levantó otra vez.
Y quedó de pie ante ella, que permanecía sentada en el borde del lecho de su marido.
—Un escándalo más, Peggy, ya no me asusta. El hecho de que te marches, me dejes y te lleves el fruto de nuestra frustración, no va a afectarme por el qué dirán, sino por mí mismo, pero creo merecerlo —meneaba la cabeza y sus lacios cabellos le cubrían la frente. Los resoplaba, añadiendo a media voz—: No voy a ocultar ya lo que significa mi vida vacía. En el fondo debo de ser el sentimental que fui siempre, y seguramente oculté por orgullo o dignidad, o más que nada por el dolor en mi adolescencia de haber perdido lo que más admiraba.
Se iba.
Pero Peggy se levantó como impelida por un resorte.
Y corrió hacia él, de modo que cubrió la puerta que Greg aún no había alcanzado a abrir.
—Greg, no te marches. Hemos de hablar mucho más, y no del pasado —le asió con las dos manos por la camisa, de modo que Greg quedó paralizado, pegado a la puerta cerrada y teniéndola a ella anhelante delante de sí—. Por favor. El pasado lo comprendo, y disculpo tu proceder. Lo comprendo perfectamente. Quizá yo misma en tu lugar, y teniendo fuerzas y medios, hubiera hecho igual. Cierto que yo no era responsable de nada y, sin embargo, fui tu objetivo más directo. Pero también eso es disculpable, teniendo en cuenta que estabas herido a más no poder.
—Peggy…
—Escucha y después juzga si gustas. Yo te eché de menos. Has entrado en mi vida a la fuerza. Me has obligado, sí. Me has coaccionado, pero también me has enseñado a ser una mujer. Si comprendiste que papá empezó a beber desde que condenaron al tuyo, ello te demuestra que mi padre no estaba contento consigo mismo y no toleraba la muerte de su amigo. Si declaró lo que oyó y vio, ¿podía alguien censurarle por ello? Seguramente que tampoco sabía que de su declaración surgiera una condena y luego un suicidio… El remordimiento llevó a papá a la destrucción, y tú, sin darte cuenta, le ayudaste. ¿Es que no pensaste ya en ese momento en que evitaste que los bancos echaran a papá a la calle, que tú le disculpabas?
Greg pasó un dedo por la frente de Peggy.
—Eso es lo que deseaba decirte desde un principio. Pero no sabía cómo hacerlo. Pero al anunciarme que voy a tener un hijo tuyo… Dirás que soy un estúpido sentimental. Un cadete sin experiencia, y no lo soy, pero la sensibilidad no se puede ocultar cuando pincha tan de cerca y despierta miles y miles de emotividades.
Peggy le había rodeado la cintura con sus brazos y reposaba la cabeza en su hombro.
—Greg, empecemos desde este instante. Olvidemos las causas que mataron a tu padre, la pena de tu madre, el vicio de mi padre… Es necesario que empecemos de cero. Y, ¿sabes? Me gustaría ir a aquel motel.
Greg la separó un momento.
La miraba a los ojos.
—Peggy, ¿estás segura?
—Sí.
—¿Por todo lo que te conté?
—No.
—¿No?
Peggy se empinaba sobre la punta de las zapatillas y buscaba ella, ella sola, la boca masculina.
La encontró en seguida. Ávida, ansiosa, llena de ternura, pasión y consideración.
Se besaron como dos dementes.
No respiraban, y se diría que, por besarse, no podían hacerlo.
Peggy respiró un segundo para decir queda e íntimamente:
—Greg, esta noche… Ahora… quiero quedarme a tu lado. Me has atrapado. Y no porque me hayas contado los motivos que has tenido para hacerte aparentemente despiadado, sino porque una vez te tuve, te conocí, me enseñaste a vivir una parte importante de la vida que desconocía por completo. Al faltarme… te eché de menos. Entendí… Entendí, Greg. ¿Comprendes? Entendí lo que me faltaba y no podía soportarlo. Eso indica que me enamoré de ti, como tú de mí. O nos parecemos o nos necesitamos. ¿Qué más da?
Greg la apretaba contra sí de tal modo que todos los músculos emotivos de su cuerpo se confundían en la ansiedad y la excitación de Peggy.
—Ven —le dijo—. Ven, Peggy. Dios te bendiga. Yo… yo… cuando supe que te amaba, no soporté tu pasividad, tu mudo y sordo castigo. No, no podía soportarlo. Tenerte como podía tener a una muñeca de goma me resultaba insoportable.
Fue un momento decisivo para ambos. Peggy se sentía turbada, enervada, pero daba de sí, y de su condición de mujer, cuanto tenía y necesitaba dar. Greg parecía perder el sentido a su lado. No quedaba nada de aquel hombre que tomaba sin preguntar. Era tierno, dulce, apasionado y voluptuoso, pero, más que nada, sentimental hasta extremos insospechados.
—Cariño, cariño —siseaba.
Y la voz parecía que se le escapaba en un largo suspiro de ansiedad.
Peggy se pegaba a él. No tenía nada de muñeca. En silencio recibiendo sin dar nada, había aprendido con él a ser mujer, a comportarse según sus deseos y ansiedades.
Fue después.
Ya casi amaneciendo, y se miraban riéndose como dos crios.
—Oye, Peggy, ¿dónde aprendiste tanto?
—Contigo en silencio.
—¿Y qué cosa nos ablandó a los dos, nos purificó, nos hizo entender que la vida es algo más que rencor y ambición?
—Nuestro sentimiento profundo, Greg. Nuestros goces mutuos, nuestros placeres físicos. Somos humanos. Tú me has tomado, yo te toleré. Hoy te necesito y no me importa gritarlo a los cuatro vientos Pero no pienses que es porque voy a tener un hijo tuyo. Estoy aprendiendo que lo más importante es la pareja, la comprensión mutua, la necesidad compartida de todo lo bello que la vida guarda para vivirlo y disfrutarlo.
—¿Te das cuenta, Peggy? —Y la sujetaba en su tórax desnudo, buscándole la mirada parda—. De repente hablamos el mismo lenguaje. Deseamos las mismas cosas, gozamos con ellas como dos enanos…
—Me di cuenta en seguida —decía Peggy alzando la cara desde el tórax masculino y demarcándole las facciones con un dedo— de que dentro de ti había una sensibilidad especial que doblegabas. Tu casa, la decoración de la misma, tus modales bruscos, pero en el fondo delicados, tu forma de tenerme, tu afán por mi colaboración… Todo ello lo vi esta noche. Estaba ciega. Pero no ha sido por lo que me has contado del pasado y que tanto te endureció superficialmente. Ha sido cuando te vi tomar a ese niño, Sam, entre los brazos. Y tu enojo ante el criado, por haberlo dejado solo. Un hombre que siente así, no puede ser jamás ruin y déspota.
—Mi careta…
—Eso es, Greg, eso es. Tu careta. Llevas nueve años con ella y tampoco me extraña nada. Me pregunto si yo, viviendo tus penas, hubiera sido mejor. Creo que aún sería peor…
Greg la soltó de modo casi brusco.
—Vamos —dijo—, vamos.
—Greg, ¿adonde?
—¿No has dicho que deseabas ir al motel? Estaremos allí en una hora.
Y le ayudó a levantarse.
Cubría su desnudez con una bata. Nadie en el mundo podía ser más delicado que Greg.
¿Dónde quedaba el despótico personaje que le obligó a casarse?
—No tenemos tiempo de decir a nadie que nos vamos a pasar una semana en el motel. ¡Aquel motel donde empecé a amarte tanto! Pero le dejaremos una nota a Marcel, éste lo entenderá. Y al regreso de esa semana de vacaciones para nosotros solos, iremos a visitar a tu padre.
—Greg, eres…
—Ya me lo dirás allí. Allí donde te tomé, te desfloré y no te pregunté si lo deseabas o no…
Llevaban dos bolsas de viaje. Y nada más entrar en aquel motel, número diez, que tantos recuerdos tenía para ambos, ni tiempo les dio a mirarse. Casi a tientas se buscaron y cayeron en la blandura de aquel lugar que conocía sobradamente sus íntimas y mutuas rebeldías.
Pero todo era diferente, y bien que lo sabían los dos.
Greg se hinchaba y se deshinchaba y la miraba quietamente admirativo.
—No pensé que te enseñara tanto…
—En silencio aprendí.
—Peggy…
—¿Tengo que decírtelo?
—No, no es preciso.
Fueron siete días maravillosos, entregados, sin casi salir del motel, salvo para ir a comer al hotel, cuando no pedían la comida a su suite de lujo.
Se conocieron en profundidad, y los dos supieron que iban a necesitarse toda la vida.
Al regreso pasaron por el siquiátrico. Max Hamilton los miró con ternura.
Estaba muy recuperado, pero temía salir, por el terror que sentía de volver a caer en la debilidad.
—Dos meses más, Peggy —decía mirando a ambos casi a la vez tan juntos que estaban—. Voy a ser abuelo y no me parece raro nada de cuanto haya hecho Greg. Estaba en su derecho de juzgar, de castigar… Yo quería a mi buen amigo. No me di cuenta de que mi declaración de la verdad podría condenarlo, porque siempre estuve seguro de su inocencia. No pude soportar su condena y menos su muerte súbita… Yo conocía bien al padre de Greg… Le había oído amenazar a su vecino, pero jamás consideré que podría matarlo, sin embargo estaba bajo juramento y dije lo que había oído y presenciado… No soporté el resultado. Pero ahora deseo ir a vivir con vosotros. Ayudar a Greg, y que Greg te haga feliz a ti… solo deseo eso. Y para conseguirlo, necesito más tiempo en este centro.
—Papá, Greg y yo somos felices, te vamos a hacer abuelo…
—Pues idos a disfrutar, y cuando yo considere que no volveré a caer en la debilidad de beber, iré a vuestra casa. En el fondo debo de estarle agradecido a Greg, porque, de no ser por él, que compró las hipotecas, estaría en la calle.
—Era eso por lo que no deseabas que yo volviera, papá —dijo Peggy sin preguntar.
—Sí, sí, claro. Por eso fui también a ver a Greg. Temía que el encono llegara demasiado lejos contigo, que no tenías culpa de nada, que nada sabías… Pero ahora estoy contento. Os veo juntos, y vuestros ojos indican lo que significáis el uno para el otro.
—Nos amamos mucho, Max. Pero también te confesaré que, pese a todo lo aparente, pretendimos hacernos daño. Yo, por tomarla por esposa a la fuerza; ella, por la humillación que eso suponía.
—Os bendigo y me alegro. De muchos males vienen muchos bienes… Eso es importante. Lo demás ya no cuenta, y no cuenta porque no tiene remedio ni reparación.
—Hay que dejar el pasado atrás, Max —añadió Greg, feliz, palmeándole el hombro—. Lo importante es el hoy y el después. Y yo te aseguro que haré feliz a tu hija. No sé qué hizo ni cómo lo hizo, pero me ha enamorado y ella se enamoró de mí. Somos una pareja feliz y para rato… Tal vez en el fondo de mi ser lo único que intento es emular a mis padres y a ti con tu mujer. Sea como fuere, recupérate y retorna a casa cuando te sientas bien seguro de que no vas a volver a reincidir…
Max Hamilton había engordado. Estaba fresco y vital. Los miraba con los ojos húmedos.
—Dicen que Dios aprieta, pero no ahoga, y es bien cierto. Os bendigo, Greg, Peggy querida.
Ya en el auto, camino del rancho, Peggy asía el brazo de Greg con las dos manos y Greg pudo ver en un dedo la alianza de oro y, en el otro…, el brillante.
—Te lo has puesto —siseaba.
—Es tuyo, Greg. Me lo has regalado, y tú mismo has dicho que el día que te aceptara me lo pondría. Pues ya está puesto.
—Cariño…
—¿Es que vas a parar?
—Un segundo. Me meto en el arcén y te beso. No puedo pasar sin hacerlo.
—¿Te digo una cosa íntima, Greg?
El auto ya frenaba en el arcén.
—Di, di…
—Te adoro, te necesito, te deseo…
Greg la besó.
En plena boca. Como si no se saciara jamás. Los besos de Greg eran llamaradas, y los de Peggy, fogonazos…
El pasado se moría allí mismo, como si ya no existiera…
Fin
Matrimonio obligado (2000)
Título original: Matrimonio obligado (2000)
Editorial: Ediciones B
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Gregory "Greg" Walker y Peggy Hamilton