EL PIE DE IRENE (Jorge Edwards)
Publicado en
septiembre 08, 2013
De Fantasmas de carne y hueso
Como algunos primos y compañeros de curso, y antes que muchos, en aquella época, en vísperas del viaje de mi madre a Estados Unidos y de la llegada de la Irene a la casa, ya había tenido mi primer amor. Fue algo muy diferente de lo que pasaría después: una niña de cara redonda y de boca delgada, una cara de porcelana, pero donde se movían y echaban chispas dos ojos provocadores, astutos.
Una tarde cualquiera, en las orillas de la piscina del Club de Polo, me atreví a mirarla fijo, desde cinco o seis metros de distancia, y ella, que estaba sentada en el suelo, en un traje de baño ajustado de color esmeralda, y que jugueteaba con el pasto, levantó la vista y me devolvió la mirada con expresión seria, con toda intención. En el primer momento, sus ojos parecían pardos, pero contra la luz tenían un brillo verdoso, y eran, sobre todo, muy difíciles de entender: no se sabía si esa seriedad con que se fijaban en mí escondía una broma, una burla, alguna trampa.
Apenas se alejó de la piscina, con sus piernas y sus brazos blancos, de leche, que contrastaban con el brillo de la tela esmeralda, le dije a la Lucinda, mi hermana mayor, sin reflexionar sobre las consecuencias de una confesión así, que me había enamorado. Como era de suponer, la estúpida de la Lucinda, con una indiscreción típicamente suya, que no le daba la menor importancia a los asuntos más delicados, como si la preferencia, o si ustedes quieren, la chochera de mi padre, la salvaran de complicaciones, la eximieran de tener que usar artimañas y sutilezas, agarró el teléfono esa misma tarde, porque la conocía, me dijo que se llamaba Sabina Espronceda, y le contó, ¡qué yegua!, con la mayor naturalidad del mundo, después de algunos preámbulos, riéndose, que yo, Ramiro, mi hermano chico, ¿sabes?, me había enamorado hasta las patas de ella.
“¡Imbécil!”, le grité a la Lucinda, “¡huevona!”, y como mis insultos continuaron, compulsivos, con una voz que se me había puesto tembleque, a ella no se le ocurrió nada mejor que ir a acusarme al viejo. Es una conducta muy propia de la Lucinda, una actitud maricona que la retrata de cuerpo entero.
Un domingo en la tarde supe que la Sabina Espronceda estaba en la casa de visita. Me quedé con la boca abierta, con el corazón dándome saltos desaforados. ¿Qué había podido pasar? Me lo pregunté, pero la verdad es que la respuesta era clara como el agua. Con su mente retorcida, con su curiosidad perversa, la desgraciada de la Lucinda había maniobrado para hacerla venir, para ponernos cerca. Ella se haría la tonta, tomaría palco. En esa época, la Lucinda rechazaba en forma tajante a todos los hombres que se le acercaban —la estoy viendo, armada con la manguera del jardín, propinándole una feroz ducha a un par de galanes que le habían lanzado piropos desde el otro lado de las rejas—, pero vivía, a pesar de eso, armando enredos, sospechando amores, viendo confabulaciones hasta debajo de las camas.
¡Parecía que tenía la mente en un estado de fiebre alta! Pues bien, ese domingo en la tarde yo caminaba por el corredor y escuché las voces a través de la puerta, que la Lucinda, con su cuidado maniático de los detalles, había dejado entreabierta a propósito. Caminé más despacio —las piernas se me habían puesto de lana, la boca se me había secado—, empujé la puerta con el hombro, como si me hubiera chocado de repente con ella, cosa absurda, y me asomé.
—¡Hola! —dije.
—¡Hola! —dijo la Sabina Espronceda, con voz neutra, como si viniera de visita y se sentara encima de la cama de la Lucinda cuatro veces a la semana.
—Pasa —murmuró la Lucinda con voz mundana, dándose vuelta a medias y mirando apenas por encima del hombro, porque estaba de espaldas a la puerta, ¡todo estudiado al milímetro!—, y cierra.
Hablaron más de media hora sin parar, un poco aceleradas, quizá, por mi aparición, ¿O eran ideas mías? Hablaron de las monjas, y sobre todo de las monjas más pesadas, que daban sus órdenes con un sonido seco de castañuelas; de la micro del colegio, que recorría la mitad de Santiago y se demoraba un siglo; de las compañeras de curso que les parecían dignas de ser amigas de ellas (no se salvó casi ninguna). La lengua se les enredaba, y actuaban, o fingían actuar, como si yo fuera un mueble. La Sabina Espronceda, por ejemplo, agarraba una pelusa con la punta de las uñas, como en la piscina, o se alisaba el pelo, echando la cabeza para atrás y lanzándome una mirada rápida, de refilón. Pasaban los minutos, y no se me ocurría absolutamente nada que decir. ¡Pero nada! Hasta que me paré y partí sin despedirme. Atravesé hasta la casa de Marquitos, donde sabia que iba a reunirse la pandilla para salir a matar gatos por el vecindario, con rifle y todo, comandados por el abogado loco de la casa del frente.proyecto patrimonio
En la noche mi hermana me dijo: “¡Qué pavo eres! ¡Eres un pavuncio!”, y lanzó una carcajada ostentosa, completamente desproporcionada. “¿Qué ocurre?”, preguntó mi papá, dejando la cuchara en el plato de sopa, limpiándose los labios con la servilleta sucia. “¡Nada!”, respondió mi hermana, con su pesadez infinita. “Nada que le interese a usted.” Mi papá la miró, abstraído. Se notaba que estaba preocupado por otra cosa, muy preocupado, y que esas preguntas vagas lo distraían, y le daban tiempo. ¿Tiempo para qué? Esa noche tomó la cuchara de nuevo y lanzó un gran suspiro, mientras mi mamá contaba los preparativos de su viaje, que de repente se había convertido en el acontecimiento de su vida. ¿No se trataba de cumplir con la voluntad expresa de su padre, mi abuelo Juan Luis, escrita de su puño y letra en una carta testamentaria? ¿No se trataba de compensaría de los gastos en que había incurrido mi abuelo para mantener fuera de la cárcel al tío Bernardo, el Nano, el hermano único de mi mamá, un borracho y un sinvergüenza de siete suelas?
Pero estoy hablando de la Sabina Espronceda, y ya he dicho, o he dado a entender, que lo de la Irene fue otra cosa. Lo de la Irene no tuvo nada que ver con la Sabina, ni con mi hermana, ni con la piscina del Club de Polo y todas esas cosas. Hizo su entrada la Irene en el comedor de la casa, y todo eso, como por arte de magia, empezó a retroceder, a desvanecerse, en contra, en cierto modo, de mi voluntad, a pesar mío. Si alguien, si Marquitos, por ejemplo, que al final supo, al final, debajo del castaño de mi casa, le conté todo, mientras él imploraba y me tironeaba de la camisa para que le diera más detalles, frenético; si Marquitos, por mencionar a alguien, hubiera empleado la palabra “amor”, la palabra “enamorado”, me habría sofocado de rabia. Estaba claro que mi primer y único amor había sido la Sabina Espronceda, la niña de piel de porcelana china y de traje de baño color esmeralda.
Cuando mi madre se hallaba en lo mejor de los preparativos de su viaje, a dos semanas de tomar el barco, la empleada de las piezas, una vieja fregada, mañosa, medio sorda, enferma perdida de los nervios, escogió ese momento preciso, por fregar más, según mi mamá, para decretar que se iba de la casa. El viejo cascarrabias tuvo un nuevo argumento en contra, sin contar la idea, que se le había metido entre ceja y ceja, de que Estados Unidos entraría a la guerra justo cuando mi mamá y la Pelusa, su amiga inseparable, estuvieran en alta mar, rodeadas por un enjambre de submarinos alemanes. “¡Ahí sí que las quiero ver!”, exclamaba mi papá, sobándose las manos con una expresión entre burlona y lúgubre.
Mi mamá partió como loca a una agencia de empleos y tomó a la Irene esa misma mañana, sin fijarse mucho en las recomendaciones. “¡Imagínense!”, clamó el viejo, mesándose los pelos que habían empezado a ponerse grises. “¡Quizás en manos de quién nos deja!” Mi hermana, que siempre salía en apoyo del viejo, sobre todo cuando se podía crear conflictos sin solución, añadió: “¡Tiene una facha de sucia, de bestia!”. En ese momento entró al comedor, con la fuente sostenida por unas manos gruesas, coloradotas, con sabañones, y todos nos callamos. “Aprenderá rápido”, anunció mi mamá, feliz de la vida, después de que la Irene hubo dado la vuelta a la mesa con la fuente humeante de charquicán, que sostenía con seguridad, aunque de un modo algo tosco, y regresado al repostero: “Su expresión es muy viva”. “¡Una expresión de vaca!”, corrigió mi hermana con una mueca de disgusto. Pero mi mamá, ahora, hablaba de otro de sus temas favoritos, de las acciones de mi abuelo. Las Disputada de Las Condes habían subido en la Bolsa, de modo que con sólo vender la mitad se financiaba el viaje, y hasta le sobraba. Mi papá, descompuesto, tiró el tenedor sobre el plato con una violencia que no era nada de frecuente en él.
—De acuerdo con la legislación chilena —dijo—, soy yo, y nada más que yo, el que tiene que administrar esa herencia.
—¡Las pinzas! —dijo mi mamá, impertérrita, y el viejo se mordió con saña, con un gesto de desesperación, las coyunturas del indice de la mano derecha.
Es cierto que la expresión de la Irene, como había dicho mi mamá, era muy viva, pero también es cierto que tenía un aspecto un poco vacuno: cutis colorado y más bien áspero, caderas gruesas, aunque bien formadas, y unos movimientos pesados, que correspondían, según la clase de zoología, a los animales rumiantes o a los plantígrados. Era rumiante, vacuna, de paso lento, y a pesar de eso tenía algo atractivo, ¡era hasta bonita! A veces interrumpía su faena y se quedaba inmóvil, apoyada con los dos brazos en el palo de escoba y con la vista fija en la distancia. ¿En qué pensaría? Se arremangaba, acalorada, y mostraba los antebrazos robustos, de color cobrizo. Yo le miraba entonces los ojos, que de puro pensativos se ponían turbios, y me imaginaba potreros, pastizales enormes de donde sacaban una vaca a picanazos, a caballazos, para instalarla en el centro de la ciudad, entre muros deslavados, adoquines, desagües, rieles de tranvías. “¿Su mamá viaja mucho?”, me preguntó. “Nunca. Pero ahora que terminó el luto por mi abuelo, que murió hace un año, parte a Estados Unidos a gastarse la cuarta de libre disposición con una amiga.
Mi abuelo puso bien claro, de su puño y letra, que le dejaba la cuarta de libre disposición para que la gastara en lo que le diera la gana, en un viaje, o en jugársela al póquer, o en echársela al cuerpo, en lo que se le frunciera. Así mi papá, que siempre vivió, por lo demás, a costillas de mi abuelo, no pudo alegar nada.
Chilló que eran gananciales, y que la guerra y el Frente Popular nos iban a dejar en la calle, y que el degenerado del Nano, mi tío, ya se había tomado y farreado más de la mitad de las cosas, pero al final se comió el buey. Mi abuelo era un viejo muy sapo. Se las arregló para que mi madre, con las Disputada de Las Condes, se diera un gusto en recuerdo suyo.”
La Irene me miró con ojos redondos, colgada como una ampolleta. No había entendido nada, o casi nada, pero tampoco demostró mayor interés por entender. En esos días, cuando ella andaba cerca, cuando dejaba de trabajar y me miraba y después miraba al vacío, o cuando pasaba por el corredor con sus pantorrillas sólidas, sus pisadas firmes, sus movimientos tranquilos, yo sentía una sensación que no habría podido describir con palabras. Observaba de reojo su mirada lejana, que de repente perdía su brillo, como si pasara un nubarrón, un recuerdo malo, o seguía desde atrás su cuello sólido, o me acercaba con cualquier pretexto y sentía su olor, donde el sudor fresco se mezclaba con una emanación vaga de arbusto, de afrecho, y me quedaba mudo. Adivinaba que ella sabía cosas que yo ni sospechaba, a pesar de que había mamado con la leche materna términos que para ella eran jerigonza pura: cuarta de libre disposición, dividendos, emisiones liberadas, particiones, gananciales. Ella comprendía, y comprendió mejor entonces, al escuchar mi perorata sobre la cuarta de libre disposición y sobre las Disputada, que aquellos conocimientos serían muy difíciles de adquirir, además de probablemente inútiles, y optó por separarse de la escoba, que había llegado a hundirse entre sus dos pechugas, y seguir barriendo. Yo, entonces, sin saber muy bien cómo, le di un golpe en la cadera. “¡Déjese, niño!”, gruñó. Le di, en seguida, un tremendo empujón.
“¡Déjese!”, insistió, colorada, con la escoba aferrada entre las dos manos. Entonces le di un pellizco fuerte al costado de la axila izquierda, a muy pocos centímetros de la pechuga, que no me había atrevido a tocar, pero que miraba con la boca abierta y creo que con la baba colgando, yo también convertido en vaca. La Irene dejó la escoba contra el muro, con toda calma,y me dio una palmada que me hizo ver estrellas. Salí de la pieza haciendo morisquetas, simulando que la palmada no me había dolido, pero la mejilla me ardía y las lágrimas me empañaban los ojos.
Durante el par de meses que mi mamá y la Pelusa, su íntima amiga, anduvieron de viaje, la Irene solía entrar en la noche a mi pieza, sentarse a los pies de la cama, en la semioscuridad, y contarme cuentos. Era una primavera lluviosa, y yo me entretenía en mirar el reflejo de las gotas de lluvia y de las ramas del árbol de la calle en el techo. Con una voz monótona, gangosa, la Irene contaba cuentos de fantasmas en el sur, de muertos que llegaban a lamentarse al sitio de su perdición.
“Ya nada podía tranquilizarlos”, decía, con los ojos clavados en otra parte, “se habían condenado por los siglos de los siglos.” En un segundo de terror, un muchacho muy joven se volvía blanco de canas. Un asesino descubría con espanto, en medio de una fiesta, que de sus manos chorreaba una sangre pegajosa, casi coagulada, parecida a una mermelada de frambuesas. Un cura libidinoso, que corrompía a las muchachitas de su pueblo, reventaba a medianoche, sin confesión; a la noche siguiente había un ruido de cadenas que se arrastraban por los corredores. Ellas salían a ver y no encontraban a nadie, pero flotaba en el aire un olor inconfundible de azufre.
—¿Y qué les hacía el cura a esas cabritas?
—Nos tocaba los pechos —dijo la Irene—. Nos metía la mano entre las piernas.
Me miró de reojo, como si el cambio del ellas al nosotras exigiera esa mirada, y nos quedamos callados. La Lucinda estaba encerrada en su pieza. Debía de leer novelas rosa o escribir alguna de sus cartas venenosas, donde hablaba mal de Marquitos, de mi madre, de la Pelusa, de todos nosotros. Habíamos recibido tarjetas postales desde el canal de Panamá, el Empire State Building, el Rockefeller Center. Mi padre, a todo esto, no llegaba todavía a la casa; se habría quedado charlando con los amigos y tomando tragos en el Club de la Unión o en cualquier otra parte; salvo que anduviera con alguna chinoca, como dijo una vez Marquitos, que al darse cuenta de que había metido la pata delante de mí se puso de color lacre.
—Buenas noches —dijo la Irene.
—No te vayas —le pedí, le supliqué, casi—. Quédate.
—Se hace tarde —dijo—. Su papá va a llegar de un momento a otro, y usted todavía despierto
—¡Estás loca! Mi papá debe de andar por ahí con alguna ñata.
—¡No diga eso, niño! Dios lo va a castigar
La Irene bostezó estirando sus brazos robustos, con las manos empuñadas. Le pedí que me contara otro cuento y dijo que no sabía ningún otro. “Cuéntame otro cuento de ese cura.” Ella no recordaba más cuentos del cura, pero me habló del doctor Lisardo Urrejola, que era radical y masón y que llegaba de visita al liceo una vez al año para vacunar a las alumnas contra el tifus.
—Nos obligaba a desnudarnos enteras para colocarnos la vacuna.
—¿Enteras?
—¡Enteras! ¿Habráse visto?
Yo me di vuelta en la cama, alterado, y miré el círculo de la luz del farol. Había un poco de viento y las ramas todavía estaban secas, pero según Marquitos ya se notaban los brotes primaverales. Sentí que la Irene volvía a bostezar. Después sentí que se tendía sobre la cama, con flojera, y que sus tetas pesadas y blandas me rozaban los pies a través de la ropa. Yo me quedé completamente seco, paralizado, con la vista clavada en las ramas, que el viento de vez en cuando hacia moverse. Es decir, tenía paralizado el cuerpo, pero el corazón se me salía por la boca. Al rato empecé a recuperarme de esa especie de parálisis que me había venido. Ni la Irene ni yo hacíamos el menor movimiento, pero ella, ahora, apoyaba sus pezones anchos en los dedos de mis pies, a través de la tela de las sábanas, en forma decidida, y el ruido de su respiración era más pausado y profundo. Mi hermana ya debía de dormir, y mi padre, con sus amigotes del Club, probablemente se hallaría en la culminación de su euforia, golpeando las copas en la mesa, hablando a gritos y riéndose a carcajadas, salvo que fuera cierta la teoría de Marquitos, que porfiaba en que lo habían visto con una chinoca en una hostería poco frecuentada de El Arrayán La sangre, a todo esto, me había vuelto a circular: me ardía en las orejas, como fuego, y se repartía por las sienes, las mejillas, los brazos, el esternón, y hasta por los dedos de los pies, que ahora, en lugar de agarrotarse, buscaban espacio, como si fueran plantas. Nuestros cuerpos se habían enganchado por los dedos de mis pies y por las pechugas de la Irene y ya no podían soltarse. La respiración de ella se ponía jadeante y a mí se me agolpaba la sangre en las extremidades, en las orejas en combustión, en los labios que se ponían gordos, en el falo, que se abría camino por su propia cuenta entre los recovecos del piyama, que se desprendía de ese envoltorio de algodón áspero y se alzaba, tenso, duro, formando un promontorio, un montículo, en el centro blanco de las sábanas.
El movimiento de rotación se hizo más pronunciado y las manos gruesas y rojas de la Irene, que siempre veía restregando ropa o manejando una escoba, tantearon el terreno y se adelantaron, seguidas por las dos pechugas enormes. Yo no las veía, prefería seguir con la vista clavada en la ventana, pero las adivinaba, y el jadeo, el ritmo de respiración de animal grande, alterado, se acercaba. Primero sentí por encima de las sábanas una mano más bien torpe, indecisa, que tocaba mi sexo. Después, una carga blanda y ancha, que se movía con suavidad, decidiéndose, decidida, y no encima, esta vez, de unos dedos fosilizados, sino en la cumbre del mástil de sangre caliente, de lava, que perdió su equilibrio y entró en una erupción que no pude contener, que me obligó a lanzar un quejido, mientras los borbotones de materia ígnea se repartían por los montes y quebradas de mi piyama, por mis muslos y todavía más lejos, aplastando, pensaba yo, como en las películas, ciudades y civilizaciones de cartón piedra.
La luz del farol de la calle desapareció, así como desaparecieron las sombras y los reflejos en el techo. Después de no sé cuántos segundos abrí los ojos y me encontré con los de la Irene que me observaban desde la oscuridad, con una fijeza que quizás era de vaca, pero que habría podido ser de gato, o de yegua que mira por encima del alambrado lo que pasa en el potrero vecino. Ella entonces se levantó, resoplando, con una mancha oscura en un lado de la cara, con el delantal desarreglado, mientras yo me hundía en las sábanas y volvía a cerrar los ojos. Cuando me quedaba dormido, agobiado por un cansancio inmenso, alcancé a sentir que me pasaba una mano por la frente y que luego salía de la pieza en la punta de los pies.
En esos días llegó una nueva colección de tarjetas postales de mi madre, que se acordaba de todo el mundo menos de la Irene, cosa normal, puesto que sólo la había tomado una semana antes de salir de viaje; se acordaba hasta de Marquitos, a quien le tocaba un transatlántico entrando al puerto de Nueva York entre los remolcadores y la silueta imponente de los rascacielos. A mi me tocó una estatua de la Libertad vista de cerca, desde abajo: los pliegues del pecho y una enorme cara de concreto armado, con los ojos hueros. ¡Como si hubiera adivinado algo a distancia!
Una tarde llegué del colegio y en la mesita de la entrada, junto al paragüero de pata de elefante, única herencia de mi abuelo paterno, me encontré con una sorpresa. En vez de mandarme otra tarjeta, mi mamá me había escrito una verdadera carta: dos hojas de papel de cebolla cubiertas en todos los resquicios por su letra alargada y delgada, de patas de zancudo. En la carta hablaba de lo fantástico del progreso de Estados Unidos, de lo que nos echaba de menos, de un señor de la Compañía Sudamericana de Vapores que les había mostrado, a la Pelusa y a ella, todo Nueva York, ¡un señor tan dije!, y de un avión de madera de balsa para armar que me había comprado, con motor a bencina y todo; según el vendedor, era capaz de volar más de medio kilómetro si se lo construía bien; había que pedirle ayuda, escribía mi madre, a Marquitos Valverde, que era tan habilidoso para esas cosas.
Le conté a Marquitos y atravesamos la calle para comentar el tema con don Saturnino, el abogado loco. El consideró el asunto de un interés tal, que se sacó los tapones de cera de los oídos, que utilizaba para evitar los ruidos molestos y para no escuchar, sobre todo, las conversaciones de las mujeres de su casa, que habían llegado, según él, a los últimos extremos de la estupidez humana, y femenina, para ser más exacto (así decía), y declaró que habría que estudiar las instrucciones con sumo cuidado, sin tocar una sola pieza antes de haberlas comprendido a fondo. De lo contrario, corríamos el riesgo de que el avión, en su vuelo inaugural, cayera en picada y se hiciera polvo. ¡Zas! ¡Prraaf! Pero él tenía en su biblioteca un magnífico diccionario para traducir las instrucciones, que seguramente estarían salpicadas de terminachos técnicos. Se levantó de su poltrona de cuero negro capitoné, sacó el diccionario, que debía de pesar unos tres o cuatro kilos, y lo tiró sobre una mesa con un gesto espectacular. Un billete voló por el aire y el abogado loco, que desconfiaba de los bancos y guardaba sus honorarios entre las páginas de sus libros, lo agarró con toda tranquilidad y se lo metió al bolsillo. La única persona capaz de manejar ese diccionario, desde luego, era él y nada más que él. Si no le hacíamos caso en todo, sin chistar, sin pestañear, él no asumiría ni la más mínima responsabilidad: ¡que nos rascáramos con nuestras propias uñas! Después de ese preámbulo, enarcó las cejas de Mefistófeles y se rascó la barbilla pálida, sonriendo anticipadamente.
Los vecinos empezaron a preguntarme desde esa misma tarde que cuándo llegaba mi mamá, la señora Luchita, con el avión. Los Papuses Ramírez, acostumbrados a deslumbrarnos con sus juguetes, con sus bicicletas, con sus mocasines de gamuza, estaban enfermos de envidia, y los Macacos Pérez me hacían bromas. Pasé de golpe a ser el tipo más importante de toda Bernarda Morín y sus alrededores.
A mi regreso del santuario del abogado loco, le pregunté, envalentonado, a la Irene: “¿Por qué no has ido a contarme cuentos?”. La Irene me miró, tranquila, con sus facciones de vaca harmoniosa o de estatua de la Libertad, y continuó masticando un chicle que yo le había regalado y restregando unos calzoncillos sucios míos y de mi padre. Se pasó las manos por los antebrazos, para quitarse el jabón, y dejó que el agua fría corriera sobre su piel de color de arcilla pulida. “¿Qué hacía en la calle, niño?” “Todo el mundo me pregunta por el avión”, dije. “Es el gran acontecimiento.” Ella caminó al patio con el atado de ropa mojada.
Mi hermana había partido al campo. Había terminado por hacerse íntima amiga de la Sabina Espronceda, sin que yo tuviera nada que ver con eso, y había partido a pasar las vacaciones de invierno en su fundo. Mi padre solía encerrarse en las tardes a leer los diarios en su dormitorio y a oír por la radio, a todo lo que daba, las noticias de la guerra, pero lo más frecuente era que se quedara a comer en el Club con sus amigos, a menos que fuera verdad lo de la chinoca. “Pintarrajeada”, había contado Marquitos, “bocona, tetona, potona”, y, cuando había notado que yo estaba en el grupo, se había puesto lacre. Pero si llegaba en las tardes, era fijo que mi padre se quedaba dormido con la puerta cerrada con llave, siempre tuvo la costumbre de encerrarse con llave, y con la radio puesta a toda fuerza. Había que echar la puerta abajo, casi, para que despertara y apagara la radio. Creo, por otro lado, que le remordía la conciencia de verme tan poco mientras mi mamá andaba de viaje; cada vez que me veía se metía la mano al bolsillo, con cara de resignación, y me regalaba cinco y hasta diez pesos. En una de esas ocasiones, se me ocurrió comprar cigarrillos y le propuse a la Irene que fumáramos. “No me gustan los niños viciosos”, dijo la Irene, con un gesto despreciativo. Me fui entonces donde Marquitos. Al poco rato vomitaba hasta las tripas con la frente apoyada en el castaño, ante las carcajadas de Marquitos y de la cocinera de su casa, que me miraba desde la ventanilla de la cocina. Me sirvió una taza de té caliente y me sentí un poco mejor. El abogado loco, que había cruzado para conversar con Marquitos sobre el avión, se sacó los tapones de cera, “Me los pongo para no escuchar huevadas”, explicó, rotundo, sin eludir el garabato, más bien, por el contrario, acentuándolo, y dijo que una gota de nicotina en la lengua era suficiente para matar a dos caballos. “Además”, añadió, levantando su índice huesudo, larguisimo, tembloroso, “puedes quedarte enano. ¡Así es que cuidadito!”
Esa noche apagué la luz y seguí despierto, mirando las ramas, que no se movían porque no había nada de viento. La Irene empujó la puerta de mi pieza y entró con su delantal azul que se abotonaba por delante. Se sentó en la punta de la cama, con las manos en los bolsilíos del delantal, y miró también el árbol de afuera.
—¿No quería que le contara un cuento?
—Sí—le dije—. Cuéntame uno.
—Es que ya se los conté todos —dijo ella.
Entonces miré a través de los botones estirados, entre los huecos de la tela azul, y vi que debajo no tenía nada.
—¿Qué mira?
Tragué saliva. El corazón me daba saltos, se me salía por la boca, y yo apenas podía hablar. La miré a los ojos con una cara que debió de haber sido de ansiedad o de trastorno, casi de locura. Después miré el techo, donde el reflejo de la luz de la calle, con la sombra ampliada de las ramas y de los pliegues de la cortina, estaba fijo.
—Se me acabaron los cuentos —repitió ella.
Me hundí en la cama y, con el pie, le toqué un muslo por debajo de la ropa para indicarle que se acercara, y al tiro retiré el pie. La Irene tuvo una sonrisa extraña, casi desagradable; sus labios se fruncieron y formaron una mueca.
—¿Tienes miedo? —preguntó, tuteándome.
—No —le dije, con la boca reseca—, acércate un poco.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Quiero verte —le dije.
En un segundo se había deslizado, sin cambiar de posición, y estaba al lado mío; los botones de su delantal, estirados al máximo, parecían a punto de reventar. Me tomó una mano con fuerza y la puso sobre su pecho.
—Déjame verte —le dije en voz muy baja. Apenas podía articular las palabras. La Irene, entonces, sonrió con mucha más confianza, con placidez, con los ojos perdidos en la oscuridad del fondo de la pieza, y comenzó a desabotonarse.
—¿Nunca habías visto a una mujer? —me preguntó al oído.
—Nunca —le dije, y era verdad. Sólo había visto a una mujer gorda, de piel blanca, llena de rollos, que se bañaba en calzones entre unas rocas, desnuda de la cintura para arriba, y no me había atrevido a parar la bicicleta para mirarla bien. La Irene se metió en la cama, que crujió como para despertar a todo el vecindario, y me revolvió la lengua adentro de una oreja. Después me tomó el sexo con la mayor decisión, como si fuera un objeto cualquiera, un juguete, echó para atrás las sábanas de un tirón, porque le incomodaban, y se montó encima, cobriza, inmensa, con sus hombros y sus brazos poderosos, sus pezones oscuros y los pechos y el vientre más blancos.
“¡Qué va a decir Marquitos!”, alcancé a pensar, con una sonrisa babosa, antes de que se produjera la erupción, cuya lava, en lugar de repartirse por las colinas de los muslos y por los territorios vecinos, como la vez pasada, se quedó guardada dentro de la Irene, en un túnel hondo y bien abrigado.
El motor de mi avión ronroneaba, temblequeaba y lanzaba petardazos, mientras volábamos encima de un bosque de pinos, al ras de las copas, con miedo de que el motor no pudiera más y nos quedáramos atascados entre las ramas; después bajábamos a un potrero, volábamos a un metro del suelo; las vacas huían despavoridas, y Marquitos, en el asiento de atrás, se reía a carcajadas, pataleaba en el aire con sus piernas flacuchentas, y me gritaba ¡dale!, ¡persíguela!, lanzando aullidos de felicidad, mientras la vaca despavorida cagaba litros de bosta amarillenta, cuando la lengua de la Irene, que me hurgueteaba en el paladar, me despertó. Me pareció, ahora, a las dos de la madrugada, que su lengua era un poco hostigosa, que tenía un sabor malo, y que su cuerpo despedía también un poco de mal olor.
—Te voy a enseñar —dijo—, ¡chiquillo leso!
Me puso encima de ella y manoseó, forcejeó, hasta que metió mi aparato adentro del túnel, bien abrigado, eso sí. “¡Muévete!”, ordenó. Y comenzó a quejarse, como si le doliera y al mismo tiempo le gustara mucho, con una especie de locura de amanecer, algo que no le habría podido pasar en horas normales. “¡Muévete!”, me suplicó, mientras se movía con fuerza, resoplando, y yo miraba la rama seca en el círculo de la luz, pensando en lo extraño, en lo irreal de todo el asunto, en la cara de asombro que pondría Marquitos cuando le contara, o en la cara de pretendida indiferencia, de disimulada envidia, y empezaba a temer que se abriera la puerta y entrara mi padre atraído por el ruido, y, por muy contento que anduviera con su chinoca tetona, quizá qué escándalo armaría, porque parecía que el catre, con sus crujidos, iba a despertar al barrio entero, pero la erupción, la avenida torrencial desde los canales internos, secretos, era algo que no dependía de uno, como le explicaría después a Marquitos: los movimientos de la Irene la provocaban de una manera tan segura, que lo mejor era entregarse, relajarse, convertirse en planta.
—¿En planta?
—Sí —le dije a Marquitos—. La cosa te agarra desde aquí, desde el vértice de las orejas, hasta las puntas de los dedos de los pies, y te saca un quejido, aunque no quieras, y se te borra todo. Tú tratas de mirar un punto en el techo, el dibujo que hacen las sombras de las ramas del árbol de la calle, pero la cosa viene y todo se te borra, parece que tú mismo desaparecieras.
—Como cuando se te van las cabras —dijo Marquitos, que hablaba en tono confidencial y tenía los ojos muy abiertos.
—Mucho más que eso. ¡Mil veces más!
—¡Qué salvaje! —exclamó Marquitos.
Veo a mi madre mientras baja por la escalerilla del barco, cargada de paquetes, en un traje de sastre amarillo pálido y un sombrero a la última moda, seguida por Pelusa, que se enreda en la correa y molesta a todo el mundo con el perrito que se ha traído, un perrito de miniatura bautizado Raf en honor de la fuerza aérea inglesa, con ojos rojos, un punto negro y húmedo de nariz, y una expresión cómica, que implora que no se olviden de él en medio de todo ese tumulto.
La caja del avión sólo vino a salir en Santiago, al fondo del último baúl, cuando mi madre, mordiéndose un dedo, empezaba a tener miedo de haberla dejado tirada en alguna parte, pero no, estaba segura de haberla metido, y el Raf que importunaba a todos los que asistían a la apertura de las maletas con el aleteo de la cola y la cara de pregunta, a mi padre, a la Lucinda, a la Pelusa, a Marquitos, a la Sabina Espronceda, que fingía ser locamente aficionada a los perros, se hizo pipí dos veces: una en la alfombra persa toda deshilachada del salón, junto a los zapatos flamantes de la Sabina, que se salvaron por un pelo, y otra encima de un mantel de cocina de todos colores, con una receta escrita en francés en grandes letras rojas. ¡Quiltro de porquería! Si la Pelusa no sale en su defensa desaparece de una patada. Mi padre, que se había tomado un par de tragos de un whisky que había comprado de contrabando en el barco, “¡Este sí que es auténtico!”, decía, “¡éste sí que no es parafina!”, y lo paladeaba, dándoselas de entendido, quiso hacerse el gracioso y estuvo a punto de romper una pieza del avión, pero Marquitos y yo saltamos y se la quitamos a tiempo. Las instrucciones venían en dos columnas paralelas, en inglés y en un castellano macarrónico. El abogado loco, que había asomado la cabeza desde la calle, con el tic que le comprometía la boca y un lado entero de la cara más acentuado que nunca, y que mi padre había invitado a probar el whisky, pero que sólo había querido, pese a la majadería de mi padre, una copa de agua Panimávida, insistió en que lo más sensato sería traducir las instrucciones del inglés con ayuda de su famoso diccionario, que era, según su opinión bien autorizada, el mejor del mundo en su género.
Cuando le fui a mostrar la caja del avión a la Irene en la cocina, la miró por encima del hombro y no dijo una palabra. Con la llegada de mi madre se había producido un trastorno completo: la casa había cambiado, y me pareció que la Irene también.
—¿Te gusta?
La Irene se encogió de hombros. La caja no le decía nada. Una vez que el avión estuviera armado, veríamos. “¡Claro que vas a ver!”, le dije, pero salí de la cocina picado por su indiferencia, con un sentimiento de frustración, como si la excitación, la novedad, la euforia de esa tarde, que hasta ahí habían sido perfectas, se hubieran echado a perder por ese solo detalle.
Con extraordinaria abnegación y paciencia, que no mereció más que elogios de todo el barrio, tomado de sorpresa por esta actitud, el abogado loco, diccionario en mano y con los tapones de cera guardados en su cajita, dirigió desde una silla todos los trabajos de construcción del avión, que duraron cerca de cinco semanas. Cuando Marquitos o uno de nosotros iba a colocar mal una pieza, daba un grito de alerta en alemán, Achtung!, una palabra que le encantaba, y nosotros, debido a la enorme autoridad que había adquirido en esos días, nos deteníamos de inmediato. Si era necesario, levantábamos la pieza correspondiente o la parte del avión ya construida y la poníamos a la altura de sus ojos, o la hacíamos girar lentamente para que la examinara, a fin de que pudiera impartir las instrucciones sin moverse de la silla. Sus órdenes eran tajantes, precisas, y nosotros, que habíamos conocido su disciplina de carácter militar durante las excursiones a matar gatos, nos sometíamos como corderos. En la primera etapa de la construcción, Marquitos había querido hacer algo por su cuenta antes de que comenzara la sesión de trabajo colectivo y había metido la pata a fondo, circunstancia que fue aprovechada por el abogado loco para darnos una lección y consolidar su dominio. Con el sistema de sesiones periódicas inventado por él, en las que exigía una puntualidad rigurosa y una concentración absoluta, interrumpida por descansos de un cuarto de hora establecidos de antemano y controlados por reloj, el trabajo anduvo sobre ruedas. Una tarde terminamos de construir el fuselaje y dimos un grito de júbilo, pero don Saturnino, el abogado loco, flirioso, ordenó silencio.
“Nunca hay que cantar victoria antes de tiempo”, sentenció. “Uno de los peores defectos de este país de indios es que todo el mundo deja las cosas a medio hacer. ¿Comprendido?”Bajamos la cabeza, mudos, y continuamos con nuestra tarea, que se desarrollaba en el centro de mi dormitorio, en el suelo de tablas, en horarios de la tarde en los días de semana y en las mañanas de los sábados y los domingos. Era un jueves, y para el día siguiente, viernes, el abogado loco dio instrucciones de que cada uno llevara una manzana. El apareció con un frasco gigante de Neurofosfato Eskay y le pidió a la Irene un surtido de cucharas soperas. Ibamos a saltarnos la cena, y cada hora, durante el descanso reglamentario, tendríamos que tomar una cucharada de neurofosfato y mojarnos la frente y la nuca con agua fría. A las cuatro de la madrugada, cuando apenas faltaban dos o tres detalles, dio por terminada la sesión.
“Ahora”, dictaminó, “seis horas de sueño, y reunión mañana a las once en punto.”
Yo habría seguido hasta terminar, el neurofosfato me tenía como loro en el alambre, y creo que a Marquitos también, pero nadie tenía derecho a discutir esas decisiones. Me metí en la cama con los ojos clavados en el avión. ¡Era mi privilegio de propietario! El fuselaje de madera de balsa, las alas imponentes, la nariz de una redondez perfecta, las patas impecables, se perfilaban en la oscuridad, encima de las tablas enceradas.
“¡Ahora sí!”, dijo el abogado loco, diez o quince minutos después de las doce del día sábado, y se puso de pie con solemnidad, pero sin poder disimular una sonrisa de triunfo. Nosotros, contagiados, nos levantamos del suelo y nos pusimos en círculo a cierta distancia del aeroplano, que ahora desplegaba sus alas al sol del mediodía, magnifico. Entonces, ante el asombro nuestro, el abogado loco sacó del bolsillo una bandera chilena con un hilo.
“¡Cúbranlo!”, ordenó. “Ahora vamos a proceder a inaugurarlo.”
Le dio veinte pesos a Marquitos y le dijo que fuera a la esquina a comprar pasteles y horchata. “¿Has pensado en el nombre?” No se me había pasado por la mente, en realidad, que el aeroplano podría tener un nombre. “Me gustaría un nombre de la historia romana”, dijo el abogado loco, que demostró haber reflexionado, él sí, sobre los detalles más mínimos. “Julio César”, propuso, “o quizás Augusto.” Convinimos en que Julio César no estaba mal, y él, don Saturnino, murmuró que otros nombres, más actuales, se prestarían a discusiones o despertarían pasiones demasiado violentas. No entendimos bien qué quería insinuar con eso. O entendimos, y preferimos no entender. A mí, en mi calidad de dueño, me tocó descorrer lentamente la bandera, en medio del silencio de mis compañeros de construcción, Marquitos, su hermano menor Leónidas, y los otros, parte de la pandilla que se había formado en las matanzas de gatos, y todos se hallaban serios y en posición firme, aun cuando el abogado loco no se lo hubiera ordenado. Pero él estaba en posición firme, a pesar de sus años, y los demás tenían que seguirlo. Al final de la ceremonia todos aplaudieron, lanzaron bravos y vivas y me palmotearon en el hombro. En ese momento, don Saturnino, que se veía radiante de satisfacción, nos autorizó para celebrar la ocasión con la horchata y los pasteles.
“No lo vamos a bautizar con una botella de champaña, como a los buques”, dijo, “porque lo haríamos papilla”, y celebró su propia ocurrencia con una carcajada tremenda, que lo hizo estremecerse de la cabeza a los pies con movimientos convulsivos.
Cuando por fin se fueron, contemplé el avión largo rato y desde ángulos diferentes: desde la puerta de la pieza; parado en una silla, para verlo con mayor perspectiva; desde el suelo y con los ojos entrecerrados, para hacerme la ilusión de que era un avión de verdad; desde la ventana, para observarlo de nariz. También me tomé la licencia de levantarlo un poco, para mirarlo por debajo, y lo de—volví a su sitio, en el centro de las tablas del piso. La Irene entró para retirar los vasos y las bandejas de cartón de los pasteles, donde no habíamos dejado ni una sola miga.
—¿Qué te parece? —le pregunté.
Ella lo miró despacio, apática, como si hubiera recuperado en esos días, sin que yo me hubiera dado cuenta, todos sus modales de la llegada, los aires de los pueblos y sobre todo de los potreros sureños. “Está bonito”, concluyó, pero se notó que lo había dicho por decir algo. Preferí no insistir. Se me pasó por la cabeza la idea de saltar sobre ella y pescotearla, manosearle las tetas, meterle la mano entre las piernas, pero sentí que habría resultado fuera de tiesto. Me habría podido llegar un buen cachuchazo. Aparte de que la presencia de mi mamá, aunque no estuviera en ese instante en la casa, excluía, sin que yo me hubiera parado a pensar sobre las verdaderas razones, esa posibilidad.
“Lo que pasa es que no es muy buena”, comentó Marquitos a los dos o tres días: “Es medio vaca”.
Dicho por Marquitos me molestó. “¡Pura envidia!”, exclamé. “¿Envidia?” Marquitos se encogió de hombros. “Hay gente que se cree pucho”, dijo, repitiendo una frase que le encantaba, “y no es ni colilla.” Contó que en el campo, en las tierras de unos parientes suyos del sur, se acercaban a las jóvenes campesinas, les hacían una zancadilla y se las pescaban en los mismos potreros, entre los trigales, dentro de las zanjas. En la vacación del invierno pasado en que estuvieron solos con un primo, se tiraron a las muchachas de servicio en las casas del fundo. ¡Una por una! “Al final te acostumbras tanto”, dijo Marquitos, “que es lo mismo que tomar desayuno.” Me pareció asombroso que se llegara a esos extremos, pero sospechaba, a pesar de todo, que el relato de mis encuentros con la Irene llenaba a Marquitos de celos, de rabia, de lo que fuera. Decidí aprovechar la primera ocasión que se presentara para repetirme el plato. Había tardes en que ella se quedaba sola en la casa y en que yo, el tonto, también salía, como si de repente hubiera agarrado miedo a quedarme con ella.
“Pasemos a ver el avión”, propuse, y Marquitos aceptó sin hacerse de rogar. La Irene debía de estar sola, justamente, de manera que al invitar a Marquitos contradecía mi propósito de hacía un par de minutos, pero no había podido resistir al deseo de invitarlo. La existencia del avión creaba situaciones nuevas. Cambiaba la atmósfera. Ponía en el segundo piso de la casa un no sé qué, una magia. Los rayos de sol que entraban por las ventanas eran distintos, y hasta los techos parecía que se levantaban y se ponían en contacto con las estrellas.
Cuando entramos a la casa no se escuchaba un solo ruido. La Irene debía de estar encerrada en su cuarto, detrás de la cocina. Era la décima o la vigésima vez que subíamos con Marquitos a mirar el avión. Ya había desfilado casi todo el barrio por mi pieza, desde los Papuses Ramírez, que habían declarado que se encargarían otro igual, o todavía más grande, hasta el hijo flaco y ojeroso del vendedor de automóviles usados, que conocíamos como el Pajero, y lo habían hecho con exclamaciones de admiración, o en respetuoso silencio, o con una mueca venenosa y disimulada, pero perceptible, de envidia. Hasta la Pelusa, el domingo al mediodía, antes de salir con mi madre a un almuerzo, había dejado su perrito de porquería en la puerta y había entrado a mirar, dejando la pieza pasada al perfume que había traído de Nueva York. “¡Lindo!”, había dicho, con una palabra que no cuadraba, como si se hubiera tratado de un reloj pulsera o de un vestido de novia. Entretanto, el abogado loco se quemaba las pestañas estudiando las instrucciones y se preocupaba de los detalles del día del vuelo inaugural, que tendría tanta solemnidad como la tarde en que se había descorrido la bandera. Después de la construcción, la misión de Marquitos y mía había consistido en encontrar un espacio despejado a la salida de Santiago donde pudiera realizarse el vuelo en debida forma. Ya teníamos visto el sitio, más allá del terminal de la línea de micros a Macul, en un potrero enorme, y el abogado loco, después de un interrogatorio a fondo sobre las condiciones del terreno, la movilización hasta el lugar, las poblaciones vecinas, etcétera, etcétera, había dado su aprobación. “Lo que pasa”, dijo después Marquitos, “es que de loco no tiene nada”, y yo me manifesté de acuerdo con esta idea. El vuelo del Julio César se llevaría a efecto en las primeras horas de la mañana del sábado, no antes, porque se necesitaba aire puro, nervios despejados, y que la ciudad estuviera sumida en una relativa calma, “con el menor número posible”, afirmó el abogado, sacudiendo la cabeza con su tic habitual, “de rotos intrusos y depredadores”. Como él se levantaba a la hora de las gallinas, se sacó los tapones de los oídos con un gesto amplio, imponente, con un brillo extraordinario en la mirada, y dio la orden de movilización general para las seis de la madrugada en punto.
Subimos, pues, hasta la pieza, abrimos la puerta, y al comienzo no pude creer en lo que veían mis propios ojos. Tuve que restregármelos. Después miré a Marquitos, para saber si los ojos suyos percibían el mismo inverosímil, inaudito desastre. “¡La Irene!”, aullé, con una voz que de repente se me había puesto ronca. “¡Qué yegua!”, vociferó Marquitos. “¡Qué bestia!” Bajamos la escalera a saltos. Ella no estaba en la cocina; tampoco en el repostero; ni en el patio, atravesado por hileras de ropa colgada. Me abrí camino entre la ropa, golpeándome la cara con los paños todavía húmedos, y traté de abrir la puerta de su pieza, pero ella, ¡la bestia!, se había encerrado con llave.
Gritamos y golpeamos la puerta con toda la fuerza de nuestros puños, insultando a la Irene con los peores garabatos que conocíamos, ¡yegua desgraciada!, ¡puta de mierda!, ¡abre, huevona concha de tu madre!, insultos que me dejaban un sabor áspero, pero que no podía dejar de proferir, de vomitar, como si me hubiera vuelto loco de remate, y pateamos la puerta hasta que nos cansamos. Marquitos, entonces, que estaba pálido, exaltado, como si pudiera venirle un ataque, me susurró un plan al oído, con palabras entrecortadas: traeríamos desde la calle un arsenal de piedras y abriríamos fuego graneado a través de la ventanilla alta, que ella había dejado abierta de par en par. Yo recogí piedras con la misma sensación de disgusto, casi de repugnancia, como si me hubiera convertido en víctima de Marquitos, pero cómo no castigar, pensaba, a esa vaca. A los pocos segundos de haber iniciado el apedreo, la Irene, roja, desmelenada, con un escobillón en las manos tumefactas, apareció, tremebunda, en el umbral de su habitación. “¡Mocosos huevones!”, gritó, con voz bronca, empleando una grosería que nunca le habíamos escuchado. “¡Mierdas! ¡Atrévanse, no más, conmigo!” Su figura desorbitada, descompuesta, resuelta a molernos a palos, a atravesarnos con un cuchillo de cocina, si seguíamos, nos heló la sangre. Nos quedamos con el brazo derecho estirado, con las piedras apretadas en la mano, mientras ella, con un ademán que no admitía la menor duda sobre su decisión de rompernos la cabeza, blandía el escobillón en las alturas. Al ver que nos habíamos quedado callados, lelos, cerró la puerta despacio y oímos que la llave daba vuelta en la cerradura con una lentitud que parecía burlarse de nosotros.
Resultó que el accidente del Julio César, casual o premeditado, y las opiniones del barrio se dividieron de inmediato respecto a este punto, con ignorancia, sin duda, de las complicaciones personales que entraban en juego, había sido fatal. El ancho pie de la Irene Bravo Catrileo (después supimos que era hija de un campesino del interior de Parral y de una mapuche), con su pesadez vacuna, había aplastado el nudo vital del fuselaje, dejando la delicada estructura de madera de balsa, en toda la medida del zapatón desfondado y medio rotoso, convertida en oblea. Las tablillas eran tan frágiles, y la pisada tan rotunda, tan devastadora, que el fuselaje del avión, en esa parte, había quedado al nivel del suelo, de modo que la nariz y la cola se habían separado y habían llegado a levantarse. “Es un caso de imprudencia culposa, de negligencia típicamente araucana”, dictaminó el abogado, que al comienzo tampoco lo había creído, y que tuvo que atravesar la calle, seguido por muchos miembros de la pandilla, porque la noticia ya había corrido por el barrio, y subir hasta mi pieza para convencerse, “pero en ningún caso, me parece, dolosa, y como no existe el cuasidelito de daños en la especie, o carece de sanción, lo cual equivale a la no existencia para todos los efectos legales y penales, sólo cabe la vulgar indemnización de perjuicios, inútil en el caso de autos debido a la carencia de pecunia de la causante de los destrozos y presunta demandada.” Nos quedamos boquiabiertos, pero la amarga conclusión era que el fabuloso aeroplano, el Julio César, que había desplegado sus alas míticas en la oscuridad de mi dormitorio durante dos o tres noches, estaba irremisiblemente perdido. Sentí un nuevo ímpetu de venganza.
—¿Sabes lo que nos dijo? —le conté a mi madre—. Nos trató de mocosos huevones. De mierdas. ¡Textual!
—¡China grosera! —exclamó mi mamá—. ¡Se va inmediatamente de esta casa! —y bajó a despedirla, indignada. Sentimos gritos en el patio y escuchamos que mi madre, con una rabia que pocas veces le había visto, pocas veces o ninguna, le ordenaba: “¡No me contestes, china insolente!”.
El abogado loco me palmoteó la espalda: “En la vida hay que acostumbrarse a todo”, dijo. “No te desanimes.” Yo ya estaba grande, había perdido la virginidad y hasta la ingenuidad, al fin y al cabo, en aquellos brazos robustos, pero la vista del avión aplastado medio a medio, herido de muerte, cuando ya el griterío y el escándalo de la casa se habían calmado, me obligaba a hacer un esfuerzo para retener las lágrimas. Lo que más rabia me dio es que la Lucinda llegó esa tarde, vio el avión hecho tira y no halló nada mejor, la muy imbécil, que soltar la risa. “¡Tanto prepararse, para esto!”, decía, riéndose. A ella le habían traído un regalo de menor precio, una raqueta de tenis común y corriente, y supongo que sintió que el destino, de la mano de la Irene, o de su pie, mejor dicho, o de su zapatón, la había vengado. Escuché que marcaba un número y que le contaba todo por teléfono, con lujo de detalles, a la Sabina Espronceda, pero no pude captar la reacción de ella. Aunque la Irene hubiera caído en desgracia, aunque ahora le tocara volver al punto oscuro de donde había salido, no por eso el recuerdo de la Espronceda había resucitado de sus cenizas. El cuerpo voluminoso, de arcilla bien pulida, con sus pechugas grandes, que cuando cayó el delantal azul habían mostrado unos pezones como manchas oscuras, con sus muslos monumentales, había borrado aquellas pálidas formas anteriores sin dejar ninguna huella.
Tres o cuatro días más tarde estaba en el jardincito de la entrada, solo y aburrido, cuando vi salir a la Irene de abrigo, con un canasto y una maleta grande, ordinaria, amarrada con dos cordeles para que no reventara: una de esas maletas que se veían en los terminales de los buses al sur y en las estaciones de ferrocarril, frente a los carros de tercera. Nos miramos, y ella, después de un rato, me dijo: “Adiós, niño”. Me asomé por encima de la reja y la vi caminar hasta la esquina, dejar la maleta en el suelo para descansar, y después volver a tomarla para cruzar la calle en camino al paradero de micros. Ahora pienso que habría podido ayudarla con sus bultos, pero entonces todavía era un mocoso estúpido, un perfecto monstruito, y ni se me ocurrió. Al llegar al paradero, dejó en el suelo la maleta y el canasto y volvió a mirar. Yo levanté la mano, en un gesto inconcluso de despedida, en un acceso de pena, a punto de hacer pucheros, y eso fue todo. Si Marquitos me hubiera sorprendido en ese momento, se habría dedicado a sacarme roncha, pero por suerte el barrio estaba tranquilo, casi desierto.
Mi mamá y la Pelusa llegaron en la tarde contando a gritos que los japoneses habían atacado a los norteamericanos en Pearl Harbor. La radio no hablaba de otra cosa y todo el mundo en el centro, de donde venían ellas, no hacía más que comentar las noticias que iban llegando de Estados Unidos. Algunos decían que nosotros también ibamos a declararle la guerra al Japón, para ayudar a los yanquis, pero en qué podíamos ayudar nosotros, pobres ratas, con el Almirante Latorre, que la aviación japonesa haría volar en dos minutos, y con un par de submarinos del año veinte, ¡si se sumergían, más que seguro que se quedaban abajo! Mi mamá y sobre todo la Pelusa, que a cada rato después de su viaje sacaba expresiones en inglés, tenían un entusiasmo delirante por Franklin Delano Roosevelt. “A mí me carga”, dijo la Lucinda, que probablemente había sacado esto de la casa de su Sabina Espronceda, donde todos eran partidarios de Hitler y del general Franco. “Lo encuentro medio comunista.” Mi madre y la Pelusa la hicieron callar a gritos. Dijeron que era genial, el hombre más interesante y más poderoso de la tierra, a pesar de su parálisis infantil y todo, pero no entendían que se hubiera casado con un diablo tan feo, ¿cómo te explicas tú? Mi padre, partidario frenético de los aliados, dijo que los yanquis harían desaparecer a Japón debajo del mar. Al fin y al cabo, no era más que una isla miserable, mientras que Estados Unidos era un continente, con un progreso que no se había visto nunca en la historia de la humanidad, y nos dominaba a todos nosotros con el dedo chico. Yo conté que la Irene se había ido un poco después de la una de la tarde y nadie me hizo el menor caso. “Y pensar que me aplastó el avión con la pata”, dije, pero todos seguían con el tema de la guerra. Mi padre explicaba que los yanquis, seguramente, habían colocado puros barcos viejos en Pearl Harbor, pura chatarra, para que sirvieran de cebo a los japoneses.
Concluyó que había sido la operación militar más astuta de la época contemporánea. El abogado loco, en cambio, anunció desde la vereda, a través de las ventanas abiertas, que la flota norteamericana estaba destruida, que la superioridad de los japoneses en el océano Pacífico sería aplastante, tan aplastante como la de los alemanes en el Atlántico y el Mediterráneo. “¡Vaya a contarle cuentos a su abuela!”, replicó mi padre, indignado, y el abogado loco, gesticulando como un energúmeno, con la melena gris desparramada sobre los hombros llenos de caspa, nos dio la espalda y cruzó de nuevo la calle. En la casa del abogado loco se improvisó una reunión en la que participamos todos; me refiero a los constructores del avión y al grupo de los que salían, con él a la cabeza y con Marquitos de lugarteniente, a exterminar los gatos del barrio. “Los yanquis son unos estúpidos. Han creado la civilización más estúpida en los anales de la humanidad, y cuando no son estúpidos es porque son judíos”, decretó él, que siempre nos dejaba perplejos con sus salidas.
“Ojalá que los aviadores japoneses echen unas cuantas toneladas de bombas sobre Nueva York y limpien toda esa porquería.” Cuando se disolvió la tertulia, fuimos a buscar el fuselaje roto del Julio César y lo llevamos al jardín de la casa de Marquitos.
Dejamos el motor aparte, porque alguna vez podía servir para algo, y todavía aparece, perfectamente inservible, cuando abro por cualquier motivo ese cajón de mi cómoda. Armamos un encatrado de cartones y papeles de diario, con el avión en la punta, lo rociamos con parafina y le prendimos fuego. Esa noche todo estaba permitido; nadie, con las noticias del ataque a Pearl Harbor, se resignaba a dormir. No le hablé una palabra a Marquitos de la partida de la Irene y de mi casi despedida, de mis emociones enredadas, de los sentimientos contradictorios que me había provocado. ¡Que todavía no se me quitaban! Las llamas se elevaron tres o cuatro metros de altura, arrojando chispas que volaban por los aires, que se balanceaban y corrían empujadas por el viento y amenazaban con incendiar el barrio, y todos bailamos y saltamos alrededor de la fogata, lanzando alaridos de pieles rojas como en las películas, yo con más fuerza, con más locura que nadie.
París, enero de 1972
Calafell, mayo de 1992
Santiago, septiembre—octubre de 1992
Fin