LA CAZA DE LA PERDIZ ROJA (Miguel Delibes)
Publicado en
septiembre 01, 2013
¿Roja, jefe? ¿A qué ton le dice usted roja a la perdiz?
—Se dice roja, ¿no?
En el rostro del Juan Gualberto, el Barbas, se dibuja un gesto socarrón, displicente. Alza los hombros:
—¡Hombre, por decir!
—La perdiz tiene el pico rojo, ¿no? A ver.
—Y las patas rojas, ¿no?
—A ver. -Entonces... El Juan Gualberto es taimado y sentencioso. Lo era ya veinte años arriba, a raíz de cumplir los cincuenta. El buen perdicero, el perdicero en solitario, reserva la premura para una necesidad. Verbigracia: cuando el bando apeona hacia la ladera y es preciso sorprenderle a la asomada. Por lo demás, el Juan Gualberto, el Barbas, es cauto y cogitabundo; gusta de llamar al pan, pan y al vino, vino.
—Por esa regla de tres lo mismo podría decirle usted roja a la chova de campanario.
—Lo mismo.
Pero el Cazador, que conoce la perdiz pardilla, la perdiz andina y la perdiz nórdica, sabe que ninguna como la patirroja:
—Mire usted, Barbas, para bajar una pardilla o una perdiz cordillerana basta con reportarse.
El Barbas, para aculatar mejor la escopeta, saca el brazo derecho fuera de la americana. Su hombro izquierdo está tazado, deshilachado por el tirón del morral. El Juan Gualberto, el Barbas, lleva más de cincuenta años en el oficio y conoce el ganado y sus trochas y sus querencias. Cuando echa un cacho en el campo se coloca en el cruce de dos caminos, al amparo de un carrasco, porque la liebre, como es sabido, busca el perdedero por las veredas:
—La caza no avisa.
—No avisa; no, señor.
—Ya conoce usted el refrán: al cazador, leña; al leñador, caza. Así es.
El Juan Gualberto utiliza una escopeta de gatillos exteriores, mohosa y desajustada, que no vio la grasa desde la guerra de Marruecos. Cuando tira, para extraer el cartucho vacío, introduce por la boca del cañón una ramita seca de fresno a modo de baqueta y empuja hasta que sale. El Juan Gualberto, el Barbas, fuma sin echar humo, fuma una vieja colilla que es en su boca como la lengua, un apéndice inseparable. A veces la prende con un chisquero de mecha, de fuego sin llama y, en esos casos, en torno al Barbas se forma una atmósfera irrespirable, de paja quemada. Pero el Barbas prende su colilla para dejarla apagar otra vez:
—Es la manera de sacarle el gusto al tabaco, jefe.
El perro del Juan Gualberto, el Barbas, atiende por Sultán, y está viejo y sordo y desdentado como el amo. Es un perrote carniseco y zambo, fruto de un cruce pecaminoso de loba y pastor. Pero aún rastrea y se pica y, si la pieza aguarda, hasta hace una muestra tosca y desangelada, las muestras del Sultán son inevitablemente toscas y desangeladas, pero advierten, sirven, al menos, para que uno se ponga en guardia. Y si la liebre se arranca, ladra y alborota como un podenco.
—¿Qué tiene usted que decir de este perro?
—Nada.
—Por eso -el Barbas mira tiernamente para el bicho-. Al animal sólo le falta hablar.
El Juan Gualberto, el Barbas, para todo encuentra salida y si el Cazador le dice que su perro es viejo, ya se sabe, replicará que los años dan experiencia. Y si el Cazador le dice que nada para Castilla como un perdiguero de Burgos, dirá que los perros de raza son como esos señoritos de escopeta repetidora y botas de media caña que luego no pegan a un cura en un montón de nieve. Y si el Cazador le dice que su perro ha perdido los vientos, le saldrá con que los vientos únicamente sirven para enloquecer a los perros y levantar las perdices en el quinto pino.
A menudo, el Juan Gualberto, se queda como pensativo, la colilla perdida entre los pelos de la cara, la frente fruncida notablemente bajo la boina pringosa, la misma boina que dejó en el pueblo, allá por el año nueve, para sentar plaza.
—Digo yo que qué tendrá esto de la caza que cuando le agarra a uno, uno acaba siendo esclavo de ella. Así es.
—Digo yo, jefe, que esto de la caza tira de uno más fuerte que las mujeres.
—Más fuerte.
—Y más fuerte que el vino.
—Más.
Al Barbas, es punto menos que inútil andarle con altas filosofías. La caza tira de uno porque sí, porque se nace con este sino, como otros nacen para borrachos o para mujeriegos. Para Juan Gualberto, el Barbas,la caza tira de uno y sanseacabó. Al Barbas, es punto menos que inútil mentarle a don José Ortega y Gasset.
—¿Era ese señor una buena escopeta?
—Era una buena pluma.
—¡Bah!
Don José Ortega entendía que mediante la caza todavía el hombre civilizado "puede darse el gusto durante unas horas o unos días de ser paleolítico", es decir, de retornar a un estado provisional de primitivismo. No es una mala razón. Mas aún cabe preguntarse si un ejercicio que requiere tamaño sacrificio queda compensado por el hecho de sentirse paleolítico durante una jornada. El Cazador presume que don José Ortega omitió volver la medalla, es decir, recapacitar en las ventajas del retorno, o sea en la revalorización de las pequeñas cosas, en las satisfacciones que ordinariamente desdeñamos: unas zapatillas, unas alubias calientes, un baño tibio o un brasero de picón de encina. De este modo, la caza se convierte en un doble placer, en un placer de ida y vuelta. Durante seis días de la semana el Cazador se carga de razones para olvidar durante unas horas los convencionalismos de la civilización, la rutina cotidiana, lo previsible. Al séptimo, sale al campo, se satura de oxígeno y libertad, se enfrenta con lo imprevisto, siente la ilusión de crear su propia suerte... pero, al propio tiempo, se fatiga, sufre de sed, padece calor o frío. En una palabra, en una sola jornada, el Cazador se carga de razones para abandonar su experiencia paleolítica, y retornar a su estado de domesticidad confortable.
—Desengáñese, jefe, el torero torea porque tiene sangre torera y el cazador, caza porque tiene sangre cazadora. Esto de la caza nace con uno; se mama. Todo lo demás son cuentos.
El Juan Gualberto mira de frente y al mirar ahonda, le desnuda a uno por dentro y el Cazador titubea. En la frente, bajo la boina, se le dibujan al Juan Gualberto unos surcos profundos, paralelos, como los de la nava, abajo, en derredor del Castillo.
—Madrugar -añade, y escupe, y el escupitajo tiembla unos segundos en la púa de un cardo reseco-. Para el cazador no es sacrificio madrugar. El sacrificio es acostarse la noche del sábado. ¿Es cierto esto, jefe, o no es cierto?
Al Cazador le basta el presentimiento de una perdiz para que en su interior se desate una revulsión psíquica. El Cazador puede asegurar que ni un solo día de caza oyó el despertador. Es él -el Cazador- quien a las seis y media de la mañana -hora que durante el resto de la semana salta sobre él en la total inconsciencia- despierta al despertador oprimiéndole el ombligo para que no alborote. Antes, de doce a seis, el Cazador se ha despertado media docena de veces. Contra esto no hay quien luche.
—Tanto le digo del hambre, el frío o el dolor de pies. ¿Es que le duelen a usted los pies, jefe, cuando se le arranca una perdiz bien recia de entre unas escobas?
—No señor; no duelen.
—¿Y siente frío entonces?
—No, Barbas.
—¿Y siente hambre?
—Tampoco.
El Barbas levanta el dedo índice a la altura de su boina:
—Por eso -dice.
El Juan Gualberto, el Barbas, tiende la noble, profunda mirada sobre la nava apuntada de cereales. Del otro lado, se encadenan los tesos, blancos y desguarnecidos, como una muralla.
En puridad, el Cazador no siente la fatiga o el hambre o el frío sino cuando la ausencia de caza es total; cuando tras horas y horas de patear el monte no salta pieza, ni se observa rastro de ellas, como si ese trozo de mundo hubiese sido previamente arrasado para su propio escarnio. Basta, sin embargo, que una perdiz se arranque en ese instante para que toda molestia se disipe; para que surja, de nuevo, el hombre íntegro y ávido que era el Cazador al iniciarse la jornada. Ante una perdiz que apeona surco arriba o en raudo vuelo hacia el monte, el Cazador se electriza, en fulminante metamorfosis se convierte en hombre-primitivo, se estimulan sus facultades de acecho, mimetismo y simulación. En suma, ante una perdiz que escapa, el Cazador se siente desafiado. Toda una ardua jornada de fatigas e incomodidades no logrará sino enconar el reto. El Cazador no cejará mientras no procure a "su rival" un escarmiento.
—¿Sabe usted, Barbas, lo que decía don José Ortega sobre lo que el cazador siente en el momento de disparar?
El Juan Gualberto se atusa las barbas complacidamente:
—Ese don José -dice- ¿era una buena escopeta?
—Era una buena pluma.
—¡Bah!
Don José Ortega y Gasset afirmaba que el cazador, en el momento de disparar, le invade una suerte de vacilación compasiva, "como un fondo inquieto de conciencia ante la muerte que va a dar al encantador animal". Empero, el Cazador vacila ante este noble gesto de vacilación que tan generosamente le atribuye don José Ortega en el trance culminante de la caza.
—Déjese de monsergas. Se ve que ese don José no sudó nunca una perdiz por una ladera.
Al subir de precio la munición, el Juan Gualberto empezó a fabricar los cartuchos en casa. Hacía la pólvora con clorato y azúcar y en vez de perdigón metía pedaZos de clavos. El pistón lo recargaba con dos cabezas de cerillas, de forma que al oprimir el gatillo,la explosión demoraba cuatro o cinco segundos. Primero hacía "psssssssso" y cuatro o cinco segundos después retumbaba el disparo. El Juan Gualberto, el Barbas, había de seguir todo ese tiempo la pieza por los puntos de la escopeta si aspiraba a derribarla.
—Aviado iría uno si se le ocurriera vacilar, ¿eh, jefe?
El Cazador confiesa, con un poco de rubor, que nunca vaciló ante una perdiz, entre otras razones porque unos instantes de vacilación ante una perdiz en Castilla bastan para desperdiciar la oportunidad de cobrarla. El Cazador es de natural pacífico y le repugna, por ejemplo, el sacrificio a sangre fría de las aves de corral. El fenómeno natural de la muerte, le trastorna. Pero con la caza es distinto. El Cazador jamás caza a sangre fría. Las perdices se la calientan de inmediato; le basta el primer vuelo, el desafío inicial. Todos los esfuerzos que seguidamente realiza el Cazador van encaminados a abatirla. La persecución, ladera arriba, en agotadora caminata va avivando , en él un instinto de crueldad que llegado el momento decisivo no le permite vacilar sino, si es caso, precipitarse y pensar: "Paga tú por todas". Las perdices no tuvieron compasión del Cazador, le han traído y llevado, le han hecho subir y bajar, literalmente le han extenuado... Sería inconsecuente que en el instante de apretar el gatillo, el Cazador vacilase. La caza origina en el Cazador una segunda naturaleza. Esa hipersensibilidad que muchos seres sentimos ante la agonía de una bestia, se esfuma en el monte. Es más, el cazador menos amigo de las escenas cruentas, se siente muy capaz, en plena, ardorosa faena, de cortar el último resuello del animal herido con las propias manos. Horas después, enrolado nuevamente en la vida doméstica, es muy posible que el Cazador vacile en el momento de propinar un palmetazo a una mosca.
—¿Sabe usted lo que me dice la Celsa cada vez que mata el capón allá para Navidad?
—¿Qué le dice?
—Que sujete y no me acobarde; que con las perdices no me ando con tantos miramientos.
—¿Y usted qué hace?
—Ya ve, sujetar, pero cada vez que salta la sangre, créame que me da una vuelta asi el estómago; se me hace que voy a devolver.
El Sultán merodea en torno al Barbas. El Juan Gualberto no necesita hablarle al Sultán. Le basta con mirarle. A veces el animal olfatea ansiosamente las tres perdices que penden de la cintura del Barbas y una pluma dorada y gris se alza en el aire transparente del páramo.
El sol declina y la sombra maciza del castillo se proyecta, como un oscuro monstruo, sobre la nava. El Juan Gualberto chupetea la colilla ávidamente, como si, de pronto, le hubieran asaltado las prisas:
—Atienda; cuando la perdiz valía dos reales nadie se tomaba el trabajo de salir al campo por ella. Pero ahora que la perdiz da la peseta, ocurre lo que con el cangrejo: se acaban el primer día. Hay otras dos razones que ayudarán a explicar el porqué del placer de la caza de la perdiz: la primera, el hecho de que las piezas cuya captura se busca sean, en cierto modo, animales preciados y, segunda, el que la perdiz esté dotada por la naturaleza de unos instintos sutiles y unas dotes físicas que se traducen en una estrategia defensiva verdaderamente admirable. A menudo, en circunstanciales reuniones de cazadores, el Cazador escucha frases como ésta: "A mí tanto me da una perdiz como una urraca; el caso es tirar tiros". Esto es posible, mas también es indudable que el que esto afirme no tiene nada de cazador; será, a lo sumo, un consumado pirotécnico. El Cazador se goza en perseguir a un animal que, sobre saber defenderse, encierra un valor en sí. Esto quiere decir que abatir una perdiz no es lo mismo que abatir un alcaraván; no depara el mismo placer cinegético pese al éxito de ambos disparos. Quedamos, pues, en que únicamente la caza de animales que "sirven para algo" justifica el ejercicio venatorio. Entre cazadores se emplea despectivamente la frase de " ése va por carne " cuando, en realidad, todos, en mayor o menor medida, vamos a por carne. De lo contrario, organizaríamos cacerías de grajos, más abundantes y que por su carácter esquivo, sirven también para ejercitar la puntería. Para el Cazador carece de gracia abatir un animal cinegética y gastronómicamente inútil.
Ahora bien, no basta que la presa sea apetitosa para despertar la satisfacción cinegética; es preciso, además, que el animal sepa defenderse y que no debilitemos esas posibilidades defensivas mediante una estrategia alevosa. La satisfacción que procura derribar desde un jeep una perdiz a peón es muy modesta al lado de la satisfacción que depara derribarla tras accidentada persecución por una ladera. El Cazador no ha cazado nunca urogallos durante el celo del macho, pero imagina que la sigilosa aproximación por el bosque, al ritmo del canto amoroso y confiado del animal, buscando el ángulo de tiro más adecuado, podrá ciertamente levantar en un alma cazadora furtivas emociones, pero nunca la pura y decantada emoción venatoria cuya última manifestación, y no por cierto la más importante, es el disparo. A este respecto convendrá advertir que no es mejor cazador quien más afina la puntería; la caza es un proceso muy complejo en el que se conjugan factores más decisivos que el de la simple destreza. De otro modo el tiro al blanco llenaría más cómodamente nuestras exigencias de este orden.
—Parece como que hablara usted del año veinte, coño.
—No es eso, Barbas. No hablo de lo que es sino de lo que debería ser.
—Por eso.
Allá por el año veinte, el Juan Gualberto era un hombre libre, tras un animal libre, sobre una tierra libre. Aún no había subido la munición y el Juan Gualberto compraba cartuchos de pólvora con humo que eran más económicos. Por entonces, el Juan Gualberto no había oído hablar del ojeo. Por entonces, para comer peces todavía era necesario mojarse el culo. Pero aquellos tiempos quedan muy lejos.
—Antaño las perdices se cazaban con las piernas, ¿es cierto esto, jefe, o no es cierto?
—Cierto, Barbas. -Hoy basta con afinar. Así es.
—¿Y sabe quién tuvo la culpa de todo?
—¿Quién, Barbas?
—Las máquinas.
—¿Las máquinas?
—Atienda, jefe, las máquinas nos han acostumbrado a tener lo que queremos en el momento en que lo queremos. Los hombres ya no sabemos aguardar.
—Puede ser.
—¿Puede ser? El hombre de hoy ni espera, ni suda. No sabe aguardar ni sabe sudar. ¿Por qué cree usted que va hoy tanta gente al fútbol ese? El Cazador se encoge de hombros.
—Porque en la pradera hay veintidós muchachos que sudan por ellos. El que los ve, con el cigarro en la boca, se piensa que también él hace un ejercicio saludable. ¿Es cierto o no es cierto?
—No lo sé, Barbas.
El Juan Gualberto consiguió su primera escopeta cuando era aún un rapaz. Se la cambió al Cirilo, el sacristán, por un reloj de bolsillo que se paraba cada dos horas. A los veinte minutos del trueque, el Juan Gualberto, que era aún un rapaz, se llegó donde el Cirilo y le dijo para cubrirse: "Cirilo, para que no me viera mi madre con la escopeta la tiré por encima las bardas del corral y con el golpe se ha marrotado toda". El Cirilo, el sacristán, rompió a reír "Peor para ti -le dijo-. Nadie te mandó ser tan bruto." Pero al día siguiente, el Cirilo buscó al Juan Gualberto y le dijo: "Oye, tú, ¿sabes que tu reloj se para cada dos horas?". El Juan Gualberto puso cara de inocente. "Bueno -dijo-. Al fin y al cabo ahora estamos iguales." El Juan Gualberto se enmaraña las barbas con sus dedos nerviosos. Añade:
—Los hombres de hoy ni saben aguardar ni saben sudar, se lo digo yo. Por eso se inventaron el ojeo. Antes la perdiz se cazaba con las narices del perro y las piernas del cazador. Sólo ahora se matan con escopeta. Pero yo digo, jefe, cuando el hombre tiene que esconderse para hacer una cosa, es que esa cosa que hace no está bien hecha.
La nava se incendia con el último sol de noviembre y la sombra negra del castillo gatea por el sembrado y alcanza ya casi las faldas peladas de los cerros de enfrente. El sol muerde la línea de las colinas y parece ensancharse e inflamarse. El Barbas apunta el inmenso globo incandescente con su dedo grande y áspero.
—Se hincha cuando se acuesta, como las gallinas.
—Sí.
El Juan Gualberto se pasa los dedos por las barbas, y se rasca con un ruido como de rastrojos hollados:
—Desengáñese -dice- los hombres de hoy ya no tienen paciencia. Si quieren ir a América agarran el avión y se plantan en América en menos tiempo del que yo tardo en aparejar el macho para ir a Villagina. Y yo digo, si van con estas prisas ¿cómo coños van a tener paciencia para buscar la perdiz, levantarla, cansarla y matarla luego, después de comerse un taco tranquilamente a la abrigada charlando de esto y de lo otro? Y no es aquello de que lo hagan los señoritos. Los señoritos empezaron con ello pero el mal ejemplo cunde y hoy, como yo digo, todo cristo caza al ojeo.
En principio el ojeo requería para sus practicantes una holgura económica que hoy no es necesaria, al menos para su sucedáneo, el ganchito. Sin duda, el ojeo mediante una dilatada cuadrilla de ojeadores, con banderolas, cuerno de avisos, pantallas, secretarios y caballerías en los costados, continúa siendo un deporte aristocrático. Pero de hecho, el ojeo, en su versión popular, el ganchito, puede practicarse hoy con cuatro perras gordas; son suficientes cinco chavales -los primogénitos de las escopetas para que el acoso de los pájaros hacia la línea de fuego se produzca. El caso es alterar la esencia misma de la caza y, que en lugar de buscar la pieza con un gasto personal de energías, sea la pieza la que se desgaste buscándonos a nosotros, sus matadores. De este modo la caza se convierte en un deporte pasivo; en un ejercicio de tiro aséptico y sin sorpresa.
—Luego le vendrán a usted con que no se matan más perdices al ojeo que cazando a rabo. ¡Mentira podrida! Precisamente anteanoche, me leía don Ctesifonte, el maestro, una entrevista con uno de esos señorones de postín, que se ufanaba de haber cobrado quinientas perdices en una sola cacería. ¿Cree usted que ese señor moviendo las pantorrillas y con el perro al lado puede hacer una carnicería semejante en una ladera que yo me sé?
—No es fácil, Barbas.
—Bueno, pues don Ctesifonte dale con que a esos señores que nos visitan, políticos o lo que sean, hay que entretenerles de alguna manera. Pero lo que yo me digo, si lo que esos señores quieren es matar el rato, que les suelten cuatro pichones en una pradera y todos contentos.
El morral del Juan Gualberto, deshinchado como un globo deshinchado, ofrece un aspecto desolador.
—Y lo que pasa. Liebres no quedan, ¿de qué? Y de las perdices no se fíe usted mucho. Ya ve, sin ir más lejos, en Villagina, el año pasado. De que se abre la veda, se planta alli un autobús con treinta escopetas: veinte delante y diez de retranca. Bien. Van y contratan veinte mozos del pueblo. Ojeo va, ojeo viene, las que no mataban los unos, las mataban los otros. ¿Qué cree usted que quedó allí al cabo de tres días? Si levanto los cinco dedos de la mano tenga usted por seguro que exagero. ¿Sabía usted, jefe, que ahora a los extranjeros les da por venir a divertirse a España matando nuestras perdices?
—Necesitamos divisas, Barbas.
La frente del Juan Gualberto se pliega como el fuelle de un acordeón, como su morral, como la nava abajo ya medio adormecida.
—Déjese de coplas. Por lo que dice don Ctesifonte, la vida en España para los únicos que está cara es para los españoles. ¿No es hora de que la pongamos también cara para los extranjeros esos que vienen por nuestras perdices? Y si no, vea usted mismo lo que pasó con los toros.
—¿Qué pasó con los toros, Barbas?
—No se haga de nuevas. Los extranjeros esos se metieron en las plazas de toros por ver cómo nos divertíamos los españoles. Sólo por eso: Pero todo les chocaba tanto que a los españoles que aún iban a los toros les divertía más que la fiesta ver las caras que ponían los turistas esos. Y como ellos venían con la bolsa bien repleta, pues nada, que los toros empezaron a subir de precio y se pusieron por las nubes. Y un día los extranjeros esos dijeron: "Bueno, ya está; ya sabemos cómo se divierten los españoles". Y dejaron de ir a la plaza. ¿Y qué cree usted que pasó entonces?
—¿Qué, Barbas?
—Pues pasó que los precios ya no bajaron. Pero los españoles no podíamos subir a los precios. Y las plazas, pues eso, se quedan, desde entonces, medio vacías.
El Juan Gualberto hace una pausa. Mecánicamente se acaricia la barba y tiende la mirada por la nava oscurecida. En el páramo reina el silencio. De pronto, sobre el monticulo de tomillos, un macho da el "co-reché". El Barbas ladea la cabeza:
—Mire donde anda la zorra de ella.
El caso es que la perdiz roja se ha puesto de moda en el mundo. El hecho tendría una importancia relativa si esta especie se diera en todas partes. Pero si concluimos que la patirroja común apenas pervive -malvive- en limitadas zonas de Francia y en la Península Ibérica, es muy comprensible que los españoles pongamos un apasionado fervor en conservarla. El Cazador no llega a aquello de decir que lo que haya en España deba ser para los españoles -entre otras razones porque la gran tirana del siglo XX, la divisa, también reclama sus fueros- pero sí que los españoles debemos ser los privilegiados en su disfrute, de forma que las trabas que el extranjero encuentre para hacerse con una perdiz española sean al menos parejas con las que encuentra un español, digamos, para hacerse con un Volkswagen.
—Don José Ortega decía que la caza se justifica en razón de su escaseZ, Barbas. ¿Qué le parece?
El Juan Gualberto mira al Cazador esquinadamente, casi torvamente:
—A saber con qué se come eso.
—Barbas, don José Ortega quería decir que si las perdices se nos metieran en casa por la ventana, no nos molestaríamos en cazarlas.
Los pardos ojos del Juan Gualberto se han vuelto escépticos:
—Ese don José -dice- ¿era por un casual una buena escopeta?
—Era una buena pluma.
—¡Bah!
Según Ortega, la suprema razón que explica el hecho de que en el mundo se cace es que hay y ha habido siempre poca caza. En efecto, la superabundancia de piezas ocasionaría, en seguida, saciedad y hastío. El confitero no come caramelos ni paladea el farmacéutico pastillas para la tos. No obstante, el Cazador debe aclarar que no caza por el hecho de que haya pocas piezas, sino instigado por la esperanza, repetida cada jornada, de que por una vez se quiebre la racha de escasez. No hay cazador que al salir al campo no piense en hacer una buena percha. Luego viene el tío Paco con la rebaja y un día tras otro, el Cazador ha de regresar con las orejas gachas. Porque con la caza sucede como con todo, que el forastero jamás encuentra lo que busca en su fase de mayor abundancia o plenitud. Si el Cazador interroga a un pastor o a un campesino, le dirá que "para perdices, el año pasado" y "para liebres cuando la guerra". Es presumible, sin embargo, que si el Cazador hubiese subido al mismo páramo "el año pasado" o "cuando la guerra" no hubiera encontrado allí mayor abundancia de perdices o de liebres. Pero, pese a todo, el Cazador no abdica porque cada vez espera que se repita la eventualidad de "el año pasado" o de "cuando la guerra". En toda cacería hay un momento propicio, a veces unos minutos, que hay que aprovechar para poblar la percha y llenar el zurrón. Éste es un fenómeno no sometido a una causalidad definida pero que habrá comprobado todo el que sea cazador. Mas luego, acontece que, como con la guerra, el Cazador, en su tertulia, hace tabla rasa de las horas amargas que pasó en el monte sin ver pieza y, por contra, reconstruye, amorosa y morosamente, los instantes más gloriosos de cada cacería. El Cazador no quiere recordar los malos tragos; es un desmemoriado consciente. Al igual que el hombre enamorado, se oculta los defectos del objeto de su pasión y sobrestima sus virtudes. De aquí que para el Cazador, el momento más feliz de toda cacería esté fuera de la cacería, es decir en ese momento en que concluidos los preparativos se dispone a partir y presiente ante sí una jornada afortunada, diáfana e inacabable.
—Mire, y perdone si le ofendo, jefe, pero a ustedes, los que escriben, siempre les gustó enredar las cosas. En mi pueblo, desde chico oí decir que valen más las vísperas que las fiestas. ¿No es eso lo que usted quiere decir?
—Algo parecido a eso, Barbas.
—Pues podía ahorrarse tanto rodeo. En cuanto al señor Ortega ese, si lo que le gusta es que haya poca caza que aguarde un poco. A la vuelta de diez años no van a quedar aquí ni tampoco media docena de perdices resabiadas. Se lo dice el Juan Gualberto.
—¿Por el ojeo, Barbas?
—Por el ojeo y por lo que no es ojeo.
El Juan Gualberto se acoda enfurruñado en las rodillas y sus pupilas se ensombrecen. Tras las colinas, allí donde se ha puesto el sol, el cielo toma un color encendido, rojo escarlata. Del tomillar llega otra vez la llamada del macho de perdiz. Por el cielo cruza, muy alto y bullicioso, un bando de calandrias que suben a acostarse entre los rastrojos del páramo.
El tono de voz del Juan Gualberto se hace confidencial.
—¿Quiere usted saber las perdices que se apiolan en este término con el reclamo de marzo a junio?
—¿Cuántas?
—Si le digo que un ciento de parejas seguramente me quede corto.
—¡Qué barbaridad!
—Qué barbaridad, eso digo yo, qué barbaridad. Y lo que yo me digo, eso del reclamo es como si a usted el día de la boda le aguarda el antiguo novio de su mujer con un trabuco detrás de la cortina. ¿Es eso caza, jefe?
Las barbas del Juan Gualberto, veinte años atrás, eran unas barbas macizas y negras, rígidas como las púas del erizo. Hoy, las barbas del Juan Gualberto son ralas y blancas, aceitadas como el pelo del castor. Él las acaricia con fruición, sin advertir la metamorfosis. Chupa, ahora, de la colilla como si en ello le fuera la vida. Luego mueve la cabeza de un lado a otro como con desesperanza:
—Mal camino, créame. Hágase cuenta además de que las licencias que ayer eran diez, son hoy mil y que con los automóviles y las motos y los "jepes" esos no queda mato por registrar. ¿Dónde se va a meter la perdiz?
El Cazador piensa que si las actuales condiciones se prolongan, la perdiz española va a pasarlo muy mal. El campo se domestica, la destrucción de nidos queda impune, la caza de polladas a caballo en agosto y septiembre es un ejercicio normalmente aceptado, la matanza de perdices en la temporada de codorniz es un episodio cinegético sin importancia, los alaristas y lancheros actúan con la venia oficial...
—¿Tenía usted noticia, jefe, de que en Belver de los Montes agarraron quinientas parejas vivas para los americanos esos? Bueno, pues por si fuera poco, el lacero estaba autorizado a quedarse con las estranguladas. Imagine; en todo el término no se ha vuelto a ver un pájaro. Y va para cinco años.
El Juan Gualberto se incorpora y se echa las manos a los riñones. Las tres perdices muertas se balancean en su cintura. El Sultán da dos vueltas en torno suyo observando sus movimientos. El Juan Gualberto se estira poco a poco pero no llega a hacerlo del todo. Sus setenta años le pesan en las paletillas. El crepúsculo es quedo y transparente. Abajo, en la nava, las chimeneas de las casitas de adobe alientan ya en torno al castillo.
—Se nota el relente. Vamos bajando.
El Juan Gualberto y el Cazador toman un camino de herradura. La escarcha empieza a rebrillar en las rodadas. De vez en cuando, el Barbas se detiene:
—Si lo que quiere su amigo, el señor Ortega ese, es que haya poca caza, que aguarde de aqui a diez años. Para entonces todo escoñado. Y si no, al tiempo.
El Juan Gualberto, el Barbas, camina un poco encorvado, la escopeta colgada de un raído portafusil, pero sus zancadas son firmes, de una decadente pero bien llevada dignidad. La escarcha desciende mansa, calladamente sobre el páramo y de vez en cuando crepita levemente el rastrojo. En la punta de la nariz del Juan Gualberto empieza a formarse una gotita minúscula, transparente, que, al cobrar volumen, rueda entre sus bigotes, como una gota de rocío.
—Digo, Barbas, que aún los cotos pueden salvar la perdiz.
El Juan Gualberto escupe recio, sin detenerse. El Juan Gualberto, escupe por el hueco que le queda junto al colmillo izquierdo, en el maxilar superior. El Cazador no sabe aún lo que el escupitajo del Juan Gualberto entre los relejes helados quiere decir. El Sultán, sin embargo, olfatea obstinadamente en el barro, allí donde el escupitajo del amo ha hecho blanco.
—Los cotos ¿sabe lo que piensa un servidor de los cotos?
—¿Qué, Barbas?
—Que no me disgustarían si el Juan Gualberto pudiera entrar en ellos.
El camino alcanza el borde de la vaguada y abajo parpadean tímidamente las cuatro bombillas del pueblo.
—Mire usted, jefe, en los cotos cría tan ricamente la perdiz, cierto. Pero las cuatro que crian fuera también se meten en ellos de que suenan cuatro tiros. ¿Puede decirme qué saca en limpio, con los cotos esos, el Juan Gualberto?
El ideal cinegético es incontestablemente el ejercicio de la caza en libertad: hombre libre, sobre tierra libre, contra pieza libre. Y así fue como la caza se ejercitó en los primeros tiempos de la Historia. Pero aquella época era otra época. El hombre cazaba para alimentarse pero también para defenderse. El hombre, centrado en una naturaleza hostil, estaba en condiciones de inferioridad con sus armas rudimentarias. Mas las circunstancias fueron cambiando. Los hombres se extendieron, progresaron, dominaron la tierra. Al arco sucedió el fusil, y a la naturaleza abrupta y hosca sucedió el campo productivo, la tierra domesticada. Al propio tiempo que el hombre se multiplicaba, la caza disminuía y ante tal contingencia, fueron surgiendo las trabas y cortapisas. La caza empezó a dejar de ser un hecho natural y pasó a ser un hecho reglamentado. El hombre perdía su libertad, es decir, debía someter su impulso cinegético a un control personal y a un límite de tiempo. La naturaleza dejaba de ser libre y aparecieron los cotos y los vedados. El animal dejaba, asimismo, de ser libre desde el momento en que su acoso se sujetaba a un límite de tiempo y lugar y su multiplicación se activaba artificialmente. En una palabra, surgió la Ley con sus papeles para evitar que en este duelo hombre-animal, tan viejo como el mundo, este último terminara por extinguirse y, con ello, el hombre-cazador pasara a ser un recuerdo histórico.
—Pues yo digo, Barbas, que de no ser por los cotos, a la perdiz ya podíamos cantarla un réquiem. Y de la liebre, mejor es no hablar.
Las perdices que cuelgan de la cintura del Barbas se bambolean y, a cada paso, sacuden su trasero enjuto. La gota que se desbordó por sus bigotes se ha fraccionado en minúsculas partículas y sus pelos brillan ahora como los tallos truncados de los rastrojos.
—Ése es otro cantar, jefe. Pero yo digo, el terreno libre nunca debe ser más chico que los vedados. Y al paso que vamos el Juan Gualberto tendrá que cazar en el tejado de su casa. ¿Es cierto esto o no es cierto?
El proceso de la caza ha culminado en nuestro tiempo con la democratización de este deporte. En las edades pasadas se reservaba la caza para el señor. El señor -o lo que se entendía por tal- dedicaba sus ocios a la caza para conservarse en forma para la guerra. El plebeyo, entonces, no era sino un morralero. Hoy, la caza se ha popularizado. Esto no quita para que continúe habiendo cacerías más o menos aristocráticas, pero el derecho de cazar debe ser defendido y protegido no sólo pensando en aquéllos sino en el último peón de la jerarquía social. La hora de los privilegios está agonizando y todos debemos esforzarnos para que sea lo más breve posible.
El Cazador debe anticipar que al hablar de abolir privilegios no aboga por una proscripción sistemática de cotos y vedados, sino porque la extensión de éstos sea suficiente para facilitar la procreación de las especies, pero no tan dilatados que conviertan el derecho del pueblo para ejercitar la caza en una quimera.
—¿Quiere saber usted qué haría yo si fuera Franco algún día?
—¿Qué, Barbas?
El Juan Gualberto se pasa por los bigotes el envés de la mano y con un rápido ademán apaga las puntitas incandescentes de sus pelos.
—Pues mire usted, si yo fuera Franco algún día, pondría un coto aquí y otro allá. Pero cotos de verdad, ¿comprende? Unos cotos cerrados para todos, con una guardería fina, donde no se diera entrada ni al Espíritu Santo. Así la caza criaría desahogada y todos contentos; los pobres y los ricos. Tras la pelada muralla de los tesos, asoma un cuerno la luna. Es una luna anaranjada, friolenta, que imprime forma y consistencia a la bruma que sube del arroyo.
El goce más completo para el cazador estriba en derribar una perdiz en terreno de nadie. Los cotos, dígase lo que se quiera, dejan siempre un poso de amargura. Aquellas piezas, tal vez cobradas en abundancia, "son de alguien", "tienen un dueño", no son enteramente silvestres. Quiérase o no, el coto emana un tufo de privilegio y lo que uno haga dentro de él, es fruto de una concesión. Por otra parte, y como consecuencia de esto, la pieza de coto trasciende domesticidad, se le antoja al cazador enervada y vacilante; carece, en resumen, de la estupenda bravura, pongo por caso, de la perdiz de ladera, rodeada de mil peligros, ágil y nerviosa, siempre al acecho. Además...
—¿Es que hay más, Barbas?
—Aguarde. Luego traería a los extranjeros esos para exterminar las alimañas. Ellos lo pasarían en grande y nosotros agradecidos. ¿Sabe usted que un águila con crías necesita por lo bajo tres perdices diarias o liebre y media para alimentarlas? No le digo nada del turón, la urraca o el raposo. Ésos no se sacian nunca de comer.
—Pero, Barbas...
—Aguarde, jefe, aún no he concluido. Luego diría, los furtivos a la cárcel; el que mate una perdiz en veda, fuera la escopeta y fuera la licencia. Y si quiere seguir cazando que las corra a pie. ¿ Cree usted que si la guardería empezase a retirar licencias estas cosas se iban a repetir? Ya ve usted, sin ir más lejos, este año en Villagina, los cazadores del pueblo, de que se abrió la codorniz, dale con la perdiz hasta que acabaron con ella. Y yo le decía al Mamerto: "¿Es que estáis locos, Mamerto?". Y el Mamerto decía: "Más vale asi que no que nos las maten los de fuera". A ver, ellos se recordaban de lo del autobús ese y se comprende.
El Juan Gualberto parte un dedo con otro dedo y concluye:
—Perdices así se cogieron en agosto en Villagina. Ni lo que un gurriato abultaban, que hasta mentira parece.
La noche se ha echado del todo y cuando el Barbas calla, se sienten las pisadas sobre los relejes helados. La luna levanta con prisas, como si quisiera terminar cuanto antes su recorrido. El Cazador olfatea ya el aroma a paja quemada y el Sultán inicia un trotecillo camino adelante hasta que se pierde en la oscuridad.
—Déjese estar, Barbas, la perdiz es dura.
—¡Coño, jefe, duro es el hierro y se mella! Y, si no, mire los caños de mi escopeta.
Las callejas del pueblo, con los relejes hinchados, bordeados de estiércol, están desiertas y silenciosas. En la esquina, la taberna de la señora Elisea, bulle de animación y cada vez que se abre la puerta, las palabras calientes forman un vaho dulce y confortador en la noche. A mano derecha, pegando a la iglesia, está la casa del Barbas. Es una casita molinera, de adobe, con dos pequeñas ventanas y la boquera de la cuadra al lado. El Juan Gualberto, el Barbas, se recuesta en el dintel antes de entrar.
—Aún nos queda un consuelo, Barbas. ¿Sabe usted que en algunas granjas están criando perdices como quien cria gallinas?
El Juan Gualberto escupe con fuerza, con despecho, con una mal reprimida irritación.
—¡Perdices de gallinero! ¡Lo que nos faltaba! ¿Es que cree usted que la perdiz de una ladera que yo me sé puede fabricarse en casa?
—Dicen que se aclimatan bien, Barbas.
—Se aclimatan, se aclimatan... Por ahí terminaremos. Por matar gallinas y patos de corral, eso. ¡Eso es lo que nos aguarda si Dios no pone remedio!
Del baile -una cuadra encalada- frente a la taberna de la señora Elisea, llega una musiquita un si es no es triste y como abortada. Por encima de ella retumba, de pronto, la voz de la Celsa, una voz áspera, gastada, que se amplifica en el desnudo zaguán y rebota en la calleja oscura:
—¡Juan Gualberto! Es que te has dormido ¿di?
El Juan Gualberto mueve la cabeza de un lado a otro parsimoniosamente. Mira de frente al cazador y señala la puerta con el pulgar:
—Ellas no se acostumbran. Tiene celos siempre.
—Ya.
El Juan Gualberto, el Barbas, se descuelga la escopeta y la toma del guardamanos. Se queda unos instantes quieto, como pensativo:
—¿Sabe usted qué me decía ella,la Celsa, allá por el año diez a poco de casarnos?
—¿Qué, Barbas?
El Juan Gualberto sonríe resignadamente; levanta la mano izquierda y toca con ella el hombro del Cazador:
—Oiga, jefe, no lo va usted a creer, pero de que ella,la Celsa, me veia asi, con la canana a la cintura y el morral a las espaldas, se me ponía blanca como la cera y me decía: "¿Otra vez? Pero ¿puede saberse qué tienen las perdices que no tenga yo?".
El Barbas cabecea de nuevo sin dejar de sonreír. Se inclina sobre la hoja inferior de la puerta y descorre el cerrojo. Al cabo, se vuelve:
—Y bien pensado -dice- no le faltaba razón. ¿Quiere usted decirme, jefe, qué tienen las perdices que no tengan ellas?
—Hombre, Barbas...
El Juan Gualberto empuja la media hoja de la puerta y ya en el oscuro zaguán se toca con un dedo el vuelo de la boina y dice formulariamente:
—Con Dios.
Fin