Publicado en
septiembre 29, 2013
Correspondiente a la edición de Agosto de 1993
Querido Bla:
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Bla, bla, bla, bla, bla, bla, Boom, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla.
Bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, OK vs OSLAN, bla, bla, bla, bla, bla.
Te quiere...
Por Arturo Uslar Pietri.
En 1926, Karl Jaspers enseñaba filosofía en la Universidad de Heidelberg y tuvo entre sus estudiantes a una joven judía que se llamaba Hannah Arendt. Entre el maestro y la alumna se estableció de inmediato una profunda simpatía intelectual que iba a durar por todo el resto de sus vidas. Precisamente acaba de aparecer en los Estados Unidos una selección de la correspondencia que, de manera tenaz, sostuvieron, desde 1926 hasta 1969, por más de cuarenta años (Hannah Arendt -Karl Jaspers: Correspondence, 1926-1969. Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich, 1992), que resulta un testimonio de primer orden sobre la forma en que algunas de las mentalidades más vigorosas contemplaron y entendieron el tiempo, tan lleno de sucesos, que va desde el surgimiento del nazismo hasta la segunda guerra mundial y el comienzo de la guerra fría.
Jaspers ocupa un lugar predominante entre los grandes pensadores de nuestro tiempo y logró mantener, no sin dificultad, la dignidad de su intelecto, lo que, evidentemente, no pudo lograr su colega y antagonista, Martin Heidegger. Hannah Arendt, sin abandonar nunca el tono periodístico hizo algunas de las más penetrantes reflexiones sobre el cambiante mundo de esos años.
Leer esta correspondencia es asomarse a la angustiosa dificultad de comprender su propio tiempo, que ha sido la continua falla de todos los pensadores. Entender lo que pasaba en medio de tan insólitas acciones de fuerza no era fácil, ni siquiera para aquellos dos seres tan bien provistos de bagaje intelectual. Continuamente recurren a la comparación con épocas pasadas, que inevitablemente resultan falsas.
Entre los grandes aportes que ambos, particularmente Hannah Arendt, hicieron al estudio de la política contemporánea, está la fundamental noción de lo que llamaron "la banalidad del mal". Pasada cierta dimensión, el mal se convierte en un hecho ordinario, en una circunstancia que tiende a reducirlo a las características de la banalidad. Cuando la Arendt fue a presenciar el juicio que se le siguió en Jerusalén a Eichmann, uno de los más siniestros ejecutores de "la solución final" contra los judíos, la pensadora se sorprende de hallarse frente a un ser ordinario, burócrata, laborioso y obediente, que en muy poco podía corresponder a una encarnación demoníaca del mal. Es allí donde advierte cómo, en ciertas condiciones, se puede caer en la "horrible banalidad del mal". Jaspers coincide con estas ideas y añade la no menos revulsiva de la culpabilidad de las víctimas, a la que aporta su valiosa experiencia de psiquiatra.
Todos sabemos hoy la inmensa tragedia universal que, en materia de valores y de realidades humanas, significaron y siguen significando en su no aclarado misterio los cuarenta años largos que cubre esa correspondencia. Lo más fascinante para los que hoy creemos saber lo que pasa y cómo pasa es comprobar las limitaciones y las dificultades que dos inteligencias de primera clase se toparon para entender lo que estaba pasando en sus propios días. Todos vivimos en alguna parte limitada de la circunstancia, pero no se logra comprenderla en toda su magnitud y complejidad, sino cuando ha dejado de ser actual y es ya materia de la historia, sin olvidar que el debate sobre el contenido y significado de la historia nunca termina y que todavía no hay acuerdo entre los especialistas sobre ninguna explicación general, no solo de la Revolución francesa sino de la formación del Imperio Romano. Es esto, precisamente, lo que no entienden los espíritus simples, que están siempre en busca de respuestas fáciles y comprensivas de hechos que, por su propia naturaleza, son incompatibles y contradictorios.
Además de un incomparable espectáculo de agilidad mental, de agudeza de observación y de poder de análisis, esta correspondencia, tan rica en tantos aspectos, ofrece nueva materia de reflexión y de duda sobre las interpretaciones superficiales con las que pretendemos explicar los sucesos de cada día. Por definición, "lo que está pasando" no lo sabemos ni lo podemos llegar a saber sino por atisbos parciales que muchas veces resultan sin validez, pero esta misma limitación, que debería conducir a la prudencia, es la base de la vana garrulería y de las explicaciones fáciles con que la gente superficial cree entender el presente.