LA DIETA DE MISSIS PEABODY
Publicado en
septiembre 22, 2013
"¡Te prohíbo, Eulogia, que vayas a ver a ese fresco!", le dijo Roberto. Pero como mi tía se sentía mal, y la salud estaba antes que los celos, decidió ir a visitar al doctor Venegas, que tenía fama de arreglarlo todo: los huesos frágiles, el colesterol alto, las várices... y lo que no podía reparar con medicamentos, lo hacía sacando a la paciente a almorzar.
Por Elizabeth Subercaseaux.
Cuando la tía Eulogia llegó a la hora de la verdad, por ahí por los 50, se propuso no pasar más allá. De ninguna manera. Cómo se le ocurre. Pensaba quedarse pegada en los 50. De alma, de corazón y de cuerpo. Sobre todo de cuerpo. Entonces hizo lo que hacían todas sus amigas: fue a ver al doctor Venegas.
Venegas tenía fama de arreglarlo todo: los huesos frágiles, el colesterol alto, las várices en las piernas, las espaldas encorvadas, hasta las canas. Y lo que no podía reparar con un medicamento lo solucionaba sacando a la paciente a almorzar. Después del almuerzo la invitaba a una "copita de anís" y cuando la copita de anís se le había subido a la cabeza, la llevaba al motel de la calle Cienfuegos, que le hacía perfecto honor a su nombre, y ahí la sanaba de lo que fuera.
—¡Te prohíbo, Eulogia, que vayas a ver a ese fresco! —dijo Roberto.
Pero la salud estaba ante toda consideración celosa, así que mi tía tomó turno para un martes y a las tres en punto entró.
—Cómo le va, mi querida señora —el saludó, amable como siempre, Venegas.
—Usted dirá —dijo mi tía.
—A ver, a ver, empecemos por lo primordial. ¿Cuántos años tiene?
—Cumplí 50.
—Mmmmm... La edad del delicioso melón maduro —dijo el doctor, recorriéndola de pies a cabeza.
A mi tía le dieron ganas de irse, pero la salud estaba primero y se quedó.
—En todo caso es la edad de los dolores. Despierto y me asaltan distintos dolores. ¿Qué será, doctor?
—Quiere decir que está viva, el día que despierte y no le duela nada querrá decir que está muerta. Lo primero que haremos es una batería de exámenes. Quiero que se mida el colesterol, la densidad de los huesos, el funcionamiento de los riñones, su resistencia cardíaca... y la pesaremos. Luego volveremos a conversar.
Las próximas dos semanas mi tía las dedicó a los exámenes. ¡Un desastre! Lo tenía todo mal. El colesterol se le había ido a las nubes, uno de sus riñones estaba medio trancado, sepa Dios por qué, tenía osteoporosis en las vértebras y comienzo de osteoporosis en la cadera y el fémur, y su resistencia cardíaca no era de las mejores. Pero no se puso a llorar. Como era fuerte, imperiosa, y la vida no iba a ganarle así como así, partió a una librería, compró libros sobre osteoporosis, colesterol, fallas renales y dietas para adelgazar, y se encerró a leer todo lo que la medicina ha tardado más de medio siglo en colocar en 200 hojas de papel impreso.
Una vez que los hubo digerido y aprendido casi de memoria, partió de regreso a visitar al doctor Venegas.
—A ver, a ver, ¿qué tenemos aquí? dijo el médico, mirando los resultados de los distintos exámenes.
—Está todo malo, pero estoy decidida a ser lo más agresiva posible con mis males. Ni la osteoporosis ni el colesterol me van a ganar.
—Mmmm... ¿Y qué piensa hacer?
—Lo que dicen los libros —dijo mi tía.
—¿Para qué viene a verme si va a hacer lo que dicen los libros?
—Bueno, porque supongo que los médicos que hacen estos libros saben algo, ¿o no es así?
—Ese no es el problema —dijo el doctor, con esa cara de saberlo todo, hasta el color de los ojos de Dios—, los libros dicen una cosa, pero somos nosotros, los médicos, quienes sabemos si esa cosa le conviene o no.
—No entiendo, doctor.
—Usted tiene osteoporosis, ¿verdad? En el libro dice que tiene que comer queso, pero el queso le hace mal para el colesterol. Usted tiene el colesterol alto, ¿verdad? En el libro dice que tiene que dejar las grasas y los azúcares, pero las grasas son buenas para muchas cosas y, además, hay grasas malas y grasas buenas. El libro dice que tiene que hacer ejercicios para bajar de peso, pero los ejercicios para bajar de peso no le van a servir para afirmarle la columna, y pesas no puede hacer porque está enferma de los riñones. Tampoco puede comer arándanos amargos, que son buenos para limpiarse de grasas, porque estimulan el riñón y usted no quiere tener un riñón sobreestimulado. Y no puede comer margarina porque da cáncer. Mantequilla menos, porque le sube el colesterol, pero como es buena para los huesos, mejor que tenga el colesterol alto antes que ande por la calle y se caiga al suelo partida en dos, como un huevo.
La tía Eulogia salió de la consulta con el ánimo en los pies. La vida era una lagarta engañosa. ¿De qué le servía seguir sin su buena salud de antes? Llegó a su casa, se encerró en su cuarto.
—¡Esto se acabó! —le dijo a la Domitila, que la miraba compungida—. No hago nada. Ni para adelgazar, ni para engordar, ni para bajar el colesterol, ni para subir los riñones, ni para reforzar los huesos, ni para oscurecerme el pelo. Que me baje lo que se tenga que bajar, se me suba lo que tenga que subir. No como. No pienso. No me importa un rábano que Roberto se vaya con la flaca a la India. ¡Se acabó!
—Pero, señora Eulogia, usted está muy joven para rendirse. Acuérdese de Matusalén, tenía 250 años y seguía jugando al tenis —dijo la Domi, para levantarle el ánimo.
—Ese sería Matusalén, lo que es yo, me quedo sentada en esta pieza hasta que la muerte venga a buscarme.
—Pero si no come, va a venir el martes —aventuró la Domitila.
—Que sea el martes, o el miércoles, cuando sea —dijo mi tía, completamente deprimida.
En la familia cundió el pánico. Nadie quería que la tía Eulogia muriera de inanición. Aquel solo pensamiento les erizaba los pelos a mis tías, al pobre de Roberto, que no sabía qué hacer, y hasta a la flaca de la esquina, que llegó con una bandeja de pasteles, a ver si la tentaba. Pero no hizo caso. Mi tía estaba empecinada en no hacer nada para detener el curso de su vejez, odiaba a los doctores y odiaba los años que habían pasado sin consultarla.
En una de esas, a Roberto se le ocurrió una idea. ¿Por qué no la llevaba a ver a missis Peabody, a New York? Mal que mal, missis Peabody era una de las mujeres más viejas del planeta —había salido en una revista— y podía ser de gran ayuda en estos momentos de depresión "menopausial".
La anciana missis Peabody, prima lejana de mi abuela, adoraba a la tía Eulogia, y la tía Eulogia a ella. Tenía cerca de 100 años, pero estaba como una lechuga. Las últimas noticias suyas decían que andaba con un novio 10 años menor que ella, un vejete que apenas hablaba, se le habían caído los dientes, pero la invitaba a cenar a los mejores restaurantes y le ayudaba a pasar la aspiradora.
Mi tía Eulogia aceptó ir a New York, y la subieron a un avión en brazos, por lo débil que se encontraba.
Missis Peabody estaba esperándola en el aeropuerto. Rozagante, regia, bien vestida, perfumada, con el vejete al lado y un perro.
—Qué gusto de verte, hijita, pero ¿qué te pasa? Pareces un esqueleto, ¿estás enferma, Eulogia?
—No, no es nada —dijo mi tía a media voz.
Y Roberto, en secreto, le explicó a toda carrera que se le estaban cayendo los huesos y que eso la tenía un poco deprimida.
—Aquí se los recogemos— anunció missis Peabody agarrando la maleta de mi tía para salir del recinto.
La primera noche de su estadía en New York, mi tía y missis Peabody se quedaron hablando en la salita del apartamento.
—¿Y cuánto es su colesterol? —preguntó mi tía Eulogia.
—¿Mi qué?
—Colesterol, una cosa que uno tiene en la sangre y que a veces sube, y porque sube puede dar un infarto —dijo mi tía.
—Yo no tengo de eso, y si tengo, no sé cuánto tengo, nunca me lo he medido.
—¿Y la osteoporosis?
—¿La qué? No, tampoco tengo de eso. ¿Está en la sangre también?
—¡No! En los huesos, es cuando los huesos empiezan a deshacerse y las personas se quiebran solas.
—¡Ah, qué interesante! Pero nunca me lo he medido. Por eso debe ser que se me quebró la cadera hace 20 años, claro, en ese tiempo nadie sabía de estas cosas.
—¿,Se ha examinado sus riñones?
—No, hijita, no he ido jamás al doctor. La única vez que lo hice fue para casarme con mi primer marido, que era médico.
—¿Y cómo se mantiene tan joven?
—Muy fácil. Camino todos los días desde que existo, como todo lo que me gusta a sus horas y he tenido tantos amores bonitos, que no me alcanzan los dedos de las manos para contarlos: mis maridos, mis hijos, mis nietos, mi perro y ahora este vejete. Y cuando me he enfermado, me he quedado en cama leyendo y tomando jugo de limón. Esa es mi dieta.
—Roberto —dijo mi tía Eulogia esa noche— he vuelto a la vida. No iré a un médico, ni abriré un libro de enfermedades, y haré la dieta de missis Peabody.
—¿Y cómo es la dieta?
—Ya lo vas a ver —dijo mi tía Eulogia saltando a su cama.
Y fue por eso que se mejoró de todo.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, NOVIEMBRE 25 DEL 2003