FLORES DE EDO (Bruce Sterling)
Publicado en
septiembre 08, 2013
OTOÑO. La luna llena flotaba sobre Edo, tras un finísimo halo de altas nubes. Brillaba como la lámpara de una geisha a través de una vieja mosquitera. El cielo era vieja seda quemada.
Dos sudorosos corredores tiraban de un rickshaw con ruedas de hierro en dirección al sur, hacia la Ginza. Esto era el Distrito Kabukiza, y sus calles estaban flanqueadas por bajas tiendas de madera. Eran lugares modestos: tonelerías, tabaquerías, telares baratos donde el caro hedor del tinte escapaba a través de las persianas de junco y las ventanas de papel. Tras las tiendas acechaba un laberinto de callejones, repletos de barracones de madera, con las paredes festoneadas de las glorias de la mañana y los tejados cubiertos de pulgas.
Era tarde. Kabukiza no era un distrito de geishas, y los trabajadores honrados estaban durmiendo. Las calles fangosas no tenían más iluminación que la luna y las raras lámparas de los pisos superiores. Los corredores llevaban su propia linterna, que se bamboleaba precariamente en las varas del rickshaw. Trotaban rápidamente, esquivando los peores socavones y charcos. Pero, con cada sacudida, las cadenas de campanas de latón del rickshaw saltaban y resonaban.
De repente, las ruedas de hierro rechinaron sobre el liso pavimento rojo. Habían llegado a la Nueva Ginza. Aquí, el aire tenía el fresco aroma extraño de la argamasa y el ladrillo.
La sorprendente Nueva Ginza había enterrado a su antigua predecesora.
Pues las Flores de Edo habían matado a la Vieja Ginza. Hasta la fecha, este gran desastre había sido el incendio peor y más excitante de la Era Meiji. Edo siempre se había enorgullecido de sus incendios, y el de la Vieja Ginza había sido una auténtica maravilla. Había ardido durante tres días y había llegado hasta el río.
Después de llorar a sus muertos, los edokko se prepararon a reconstruir. Siempre lo estaban. Los incendios, incluso los terremotos, no eran nada nuevo para ellos. Era raro que un edificio en la Ciudad Baja escapara a las Flores de Edo más de veinte años.
Pero esto era ahora el Tokio Imperial, y no la vieja Edo del Shogun. El gobernador había venido de la Ciudad Alta con su coche de caballos a examinar las humeantes cenizas de Ginza. Los habitantes de la Ciudad Baja aún hablaban de ello, de cómo el gobernador había cruzado los brazos, así, con las muñecas asomando de su casaca occidental. Y de cómo había fruncido poderosamente el ceño. Los ciudadanos de Edo se estaban acostumbrando ya a aquellas expresiones. Ceños fruncidos, duros y serios, con las cejas unidas sobre fríos ojos que brillaban con Civilización e Iluminación.
Y, así, el gobernador, con un poderoso gesto de su brazo envuelto en una moderna casaca, mandó llamar a sus arquitectos extranjeros. Y los ingleses habían asediado el distrito con sus planos y sus motores chasqueantes y sus tinas llenas de ladrillos y argamasa. Los mismos cielos habían llovido ladrillos sobre las ruinas negras y aplanadas. Grandes colinas rojas de ladrillos emergieron: ¿Eran casas, se preguntaba la gente, eran edificios de verdad? Brotaron historias en torno a los extranjeros y sus peculiares hogares. Las largas narices, naturalmente, necesarias para sorber aire a través de las sofocantes paredes de ladrillo. La piel pálida, porque los ladrillos, según se decía, chupaban la vida y el color de un hombre...
El rickshaw se detuvo en seco con un último tintineo de latón. El cochero más viejo habló, jadeando.
— ¿Está bien aquí, gobernador?
—Sí, aquí valdrá —dijo uno de los pasajeros, asomándose. Se llamaba Encho Sanyutei. Era el hijo y sucesor de un famoso cómico de vodevil y, a los treinta y cinco años, era ahora un actor bien conocido por sus propios méritos. Había estado hablando a su compañero de la Ciudad de Ladrillo de Ginza, y sus brazos doblados y su labio inferior sobresaliente imitaban cruelmente al gobernador de Tokio.
Encho, que había estado bebiendo, tendió generosamente al cochero una bolsita de tintineantes monedas de cobre.
—Toma, amigo —dijo—, Y haz algo con esa tos, ¿quieres?
Los porteadores se inclinaron, sin molestarse en contar el dinero. Se marcharon corriendo en dirección a la cercana Ginza, buscando otro servicio.
Había partes de Tokio que no dormían nunca. El Distrito Yoshiwara, la famosa Ciudad sin Noche de las geishas y los libertinos, era una de ellas. Los viajeros acaban de llegar del Distrito Asakusa, otro lugar donde no se dormía: una agitada y vibrante zona de bares, teatros kabuki y antros de vodevil.
La Ciudad de Ladrillo de Ginza tampoco dormía nunca. Pero aquí el aire era diferente. Carecía de ese brillo terrenal de sexo y diversión de la Ciudad Baja. Algo más, algo nuevo y extraño y poderoso, atraía a los edokko hacia las duras calles de la Ginza.
Luces de gas. Se alzaban siseando sobre sus negros pilares extranjeros, lanzando un implacable brillo lunar sobre la multitud. Había ochenta y cinco de aquellas sorprendentes maravillas, estirándose rectas como flechas por toda la Ginza, desde Shiba hasta Kyobashi.
La muchedumbre de los edokko, bajo las luces, permanecía curiosamente silenciosa. Drogados con la implacable iluminación, recorrían las duras calles con sus altos chanclos de madera o sus bajos zapatos de cuero. Algunos llevaban camisas hakama y chaquetas jinbibaori, otros modernos pantalones de tubo, con sombreros de copa y hongos.
El comediante Encho y su gran compañero caminaron tambaleándose hacia las luces. Sus pulidos zapatos de cuero chirriaban alegremente. Para los modernistas de Tokio, chirriar era menos divertido con aquellos zapatos extranjeros. Ambos llevaban insertos de «cuero cantarín» para ampliar el efecto.
—No me gustan sus actitudes —gruñó el compañero de Encho. Se llamaba Onogawa y, hasta la Restauración del Emperador, había sido samurái. Pero un decreto imperial había abolido el empleo de las espadas, y Onogawa tenía ahora un empleo en una compañía de comercio. Frunció el ceño y se tocó la nariz, que hacía poco había estado sangrando—. Todo es tan fácil con esos rickshaws modernos. ¿Viste a esos dos corredores? Nos miraron a la cara, osados como gatos salvajes.
—Relájate, ¿quieres? —dijo Encho—. No son más que un par de corredores callejeros. ¿A quién le importa lo que piensen? Por la forma en que actúas, parece que piensas que son Supervisores del Shogun. —Encho se echó a reír y se frotó las manos en un gesto rápido y teatral. Aquellos sombríos Supervisores espías, con sus implacables cánones de la ley de Confucio, eran ahora un mal sueño. Como el Shogun, se habían quedado sin trabajo.
—Pero conocen tu rostro por toda la ciudad —se quejó Onogawa—. ¿Y si critican de nosotros? Todo el mundo sabrá lo que pasó allá atrás.
—Es lo menos que podía hacer por un admirador devoto —dijo alegremente Encho.
Onogawa se había recuperado un poco desde su pelea callejera en Asakusa. Estalló una refriega en el público después de la actuación de Encho..., una pelea centrada en Onogawa, que tenía viejos conocidos a quienes habría preferido no ver. Pero Encho, que apareció de pronto entre la multitud, había distraído a los perseguidores de Onogawa y le había sacado de allí.
No era una situación feliz para Onogawa, que valoraba mucho su propia dignidad y tendía a amargarse. Había nacido en Satsuma, una provincia de samuráis radicales con estándares duros e inflexibles. Pero diez años en la capital habían cambiado a Onogawa y le habían dado el notorio amor de los edokko hacia el espectáculo. Un poco vergonzantemente, Onogawa se había vuelto un completo adicto a las personificaciones y burlas de Encho.
De hecho, Onogawa había frecuentado los antros de vodevil de Asakusa al menos dos veces por semana desde hacía meses. Tenía una esposa y un hijo pequeño—en una modesta casa en Nihombashi, un distrito bastante decoroso de la Ciudad Alta lleno de jóvenes banqueros y funcionarios en su camino de ascenso. Gracias a viejos amigos de sus días radicales, Onogawa era oficial en una próspera compañía de comercio. Habría preferido estar en el ejército, naturalmente, pero el ejército era muy pequeño hoy día, y era difícil conseguir recomendaciones.
Esto supuso una decepción importante en su vida, y le había llevado a comportarse de manera extraña. Los pesados parientes de Onogawa siempre le habían advertido de que sus vagabundeos no reportarían nada bueno. Pero lo de esta noche ni siquiera había sido un escándalo de geishas, del tipo que los hombres pasan por alto o incluso admiran. En cambio, se había enzarzado en una pelea a puñetazos con plebeyos de clase baja.
Y había sido rescatado por otro famoso plebeyo, lo cual era aún peor. Onogawa no podía permitirse pasar vergüenza mostrando su gratitud. Miró a Encho por debajo del borde de su sombrero.
— ¿Dónde está ese tipo con la bebida extranjera que prometiste?
—Paciencia —dijo Encho, ausente—. Mi amigo tiene una casita aquí, en la Ciudad de Ladrillo. Es privada, apartada de la calle. —Recorrieron la Ginza, y Encho se cubrió los ojos con su sombrero alto, para evitar ser reconocido.
Retuvieron el paso al encontrarse con un grupo de cuatro mujeres jóvenes reunidas ante el moderno escaparate de cristal de una tienda de telas. Estaba cerrada, pero las mujeres admiraban los maniquíes como ellos, las mujeres iban vestidas con osada modernidad, con pequeños parasoles occidentales, chaquetas de montar de color púrpura brillante y ondulantes faldas extranjeras sobre grandes polisones.
— ¿Qué te parece eso, eh? —dijo Encho mientras se acercaban—. A esos extranjeros les gustan las mujeres con buenas nalgas, ¿verdad?
—Las mujeres son capaces de ponerse cualquier cosa —dijo Onogawa, esforzándose por sacar un pie dolorido de su chirriante zapato—. El kimono y el obi son muy superiores.
—Pero es más fácil meterse dentro de esa ropa —musitó Encho.
Se detuvo bruscamente junto a la mujer más hermosa, una muchacha que había dejado crecer sus cejas naturales y cuyos dientes, sin manchar por los anticuados tintes negros, brillaban como marfil a la luz de gas—. Madame, perdone mi osadía —dijo—. Pero creo que he visto a un gatito meterse debajo de su falda.
— ¿Cómo dice? —preguntó la muchacha, con acento de la Ciudad Baja.
Encho frunció los labios. Un maullido lastimero brotó del pavimento. La muchacha miró hacia abajo, sorprendida, y se subió rápidamente la falda casi hasta las rodillas.
—Déjeme ayudarla —dijo Encho, inclinándose para ver mejor—. ¡Ya lo veo! ¡Está subiendo por dentro de la falda! —se dio la vuelta—. ¡Será mejor que me ayudes, hermano! Echa un vistazo a esto.
Onogawa, avergonzado, vaciló. Se produjeron más maullidos. Encho metió toda la cabeza bajo la falda de la mujer.
— ¡Allá va! ¡Quiere esconderse en su falso trasero! —el gatito maulló salvajemente—. ¡Lo tengo! —exclamó el comediante. Sacó las manos, cruzándolas por delante—, ¡Ahí está el pícaro ahora, en la pared!
A la áspera luz de gas, las manos retorcidas de Encho arrojaron la figura en sombras de la cabeza de un gatito.
Onogawa soltó una carcajada. Se dobló contra la pared, buscando aliento. Las mujeres vacilaron por un momento. Luego todas echaron a correr, riendo histéricamente. Excepto la víctima de la broma de Encho, que estalló en lágrimas mientras corría.
—Wah —dijo Encho, alerta—. Su marido.
Ladeó la cabeza, apoyó el canto de la mano contra los labios y sopló. La calle resonó con un brusco toque de trompeta. Sonó tan exactamente igual que la trompeta del ómnibus de Tokio que el propio Onogawa se dejó engañar por un momento. Miró salvajemente calle arriba y calle abajo, esperando ver al conductor del ómnibus, la trompeta en los labios, refrenando a su tiro de caballos.
Encho cogió a Onogawa por la manga y se lo llevó antes de que el resto de la multitud que llenaba la calle pudiera recuperarse.
— ¡Por aquí! —Recorrieron una calleja mal iluminada hasta internarse en las profundidades de la Ciudad de Ladrillo. Onogawa no paraba de reírse. Cubrieron otra manzana hasta que Onogawa se soltó, jadeando.
—Ya no más —resopló, secándose las lágrimas de risa—. ¡No puedo dar... ja ja ja... otro paso!
—Muy bien —razonó Encho—, pero aquí no. —Señaló hacia arriba—. ¿No se te ocurre otra cosa que pararte debajo de una de esas cosas? —Los negros cables del telégrafo oscilaban suavemente sobre ellos.
Onogawa, que no los había advertido, se apartó apresuradamente de debajo.
—Kuwabara, kuwabara —murmuró, un rápido conjuro para evitar los rayos. Los siniestros cables mágicos estaban por toda la Ciudad de Ladrillo, colgando alrededor de los gruesos y olorosos edificios.
Todo el mundo sabía por qué los extranjeros colocaban sus cables telegráficos en lo alto de postes. Así, los mensajeros demoníacos de su interior no podían escapar para causar destrucción entre la gente decente. Se decía que aquellos espíritus invisibles y fantasmales volaban entre los cables rápidos como golondrinas, llevando sus hechizos secretos de magia negra cristiana. Plantarse simplemente bajo una influencia tan maligna era invitar al desastre.
Encho le sonrió a Onogawa.
—No hay peligro mientras sigamos moviéndonos —dijo confiadamente—. Un poco de exposición es inofensiva. No te preocupes.
Onogawa se recuperó.
— ¿Preocuparme? Ni pizca. —Siguió a Encho calle abajo.
Los edificios de piedra parecían brutales y sin rasgos. No había persianas de junco o toldos sobre las ventanas, cuyas hojas de vidrio extranjero brillaban como los ojos de un animal. No había porches acogedores, ni campanitas de bambú o jaulas de grillos. Ni siquiera un ramillete de gloria de la mañana de Edo, que adornaba incluso las chozas peores y más baratas de la ciudad. Los edificios se encontraban simplemente allí, mudos y amenazadores como balas de cañón. La mayoría estaban desiertos. A pesar de sus cualidades a prueba de incendios y el gran coste de su construcción, eran difíciles de alquilar. En la calle se decía que aquellos ladrillos rojos chupaban la vida a los hombres, les producían beriberi, tal vez incluso tuberculosis.
Los ladrillos pavimentaban la calle bajo sus zapatos. Había ladrillos a su derecha, ladrillos a su izquierda, ladrillos delante, ladrillos detrás. Cientos, miles de ellos.
—Dime —murmuró Onogawa—. ¿Qué son exactamente los ladrillos? Quiero decir, ¿de qué están hechos?
—Los extranjeros los fabrican —dijo Encho, encogiéndose de hombros—. Creo que son una especie de cacharros de alfarería.
— ¿Son malignos?
—Eso dice la gente, pero los extranjeros viven en ellos, y no he advertido que falte ninguno últimamente. —Encho se detuvo en seco—. Oh, ésa es la casa de mi amigo. Vamos a la parte delantera. Vive arriba.
Dieron la vuelta al edificio de dos plantas y miraron hacia arriba. Una honesta luz a la vieja usanza, procedente de una lámpara de aceite, brillaba contra las cortinas de una ventana del primer piso.
—Parece que tu amigo está aún despierto —dijo Onogawa, la voz más alegre ahora.
Encho asintió.
—Taiso Yoshitoshi no duerme mucho. Es un poco raro. Ya sabes, peculiar. —Encho se acercó a la pesada y adornada puerta principal, que colgaba al estilo extranjero sobre grandes bisagras de bronce. Tiró de una campana.
—Peculiar —dijo Onogawa—. No me extraña, si vive en un sitio como éste.
Esperaron.
La puerta se abrió hacia dentro, con un fuerte chirrido de bisagras. La cabeza despeinada de un hombre se asomó. Su anfitrión llevaba una vela en un barato portalámparas de lata.
— ¿Quién es?
—Vamos, Taiso —dijo Encho, impaciente. Volvió a fruncir los labios. Los patos cloquearon en torno a sus pies.
— ¡Oh! Es Encho—san, Encho Sanyutei. Mi viejo amigo. Pasa, ven.
Entraron en un oscuro recibidor. Los dos visitantes se detuvieron y se quitaron los zapatos de cuero. En el taller de la planta baja, más allá del recibidor, los invitados pudieron ver tenuemente fardos de papel, un desorden de herramientas y bandejas. Un aprendiz roncaba tras una prensa de madera cubierta. El aire húmedo olía a tinta y a virutas de fresno.
—Te presento a Onogawa Azusa —dijo Encho—. Es un fan mío, de la Ciudad Alta. Onogawa, éste es Taiso Yoshitoshi. El popular artista, uno de los mejores de Edo.
— ¡Oh, Yoshitoshi el artista! —dijo Onogawa, reconociendo el nombre—. ¡Por supuesto! El impresor buhonero. Vaya, compré toda una serie suya, una vez. Veintiocho asesinatos infames, con sus versos correspondientes.
—Oh —dijo Yoshitoshi—. Qué amable por su parte recordar mis escuálidos primeros esfuerzos. —El artista impresor de uyiko era un hombre pequeño y algo rollizo cargado de hombros. La carne en torno a sus ojos parecía hinchada y descolorida. Tenía el pelo muy corto dividido por la mitad, y labios anchos y carnosos. Llevaba una bata casera de algodón estampado, con gastados soles azulinos, o tal vez margaritas, contra un fondo blanco—. ¿Subimos al piso de arriba, caballeros? Mi aprendiz necesita dormir.
Subieron las chirriantes escaleras de madera hasta un estudio iluminado por lámparas de aceite baratas. Las paredes estaban cubiertas de tapices, mientras que había docenas más enrollados, o apilados en las esquinas, o sobre viejas estanterías. Las ventanas tenían gruesas cortinas y estaban fuertemente cerradas. Las desnudas paredes de ladrillo parecían sudar, y un vago olor a levadura y tabaco rancio gravitaba en el aire húmedo y cerrado.
La ventana de la pared más lejana tenía un juego de postigos exteriores clavado al alféizar interior. Los postigos tenían corridos los cerrojos.
—Cables de telégrafo fuera —explicó Yoshitoshi, advirtiendo las miradas de sus invitados. El artista hizo un vago gesto hacia un par de ajados cojines—. Por favor.
Los dos visitantes se sentaron, debatiéndose amablemente por arrancar un poco de comodidad de los aplastados y gastados cojines. Yoshitoshi se arrodilló en un cojín más grueso junto a su mesa de trabajo, un bajo banco de pino con un tintero, un esmeril y una taza de agua. En la esquina de la mesita había una jarrita de bambú repleta de pinceles, así como un compás y una regla. Yoshitoshi había estado trabajando: una hoja de papel de arroz transparente estaba clavada a la mesa, cubierta de precisos rasgos de liviana tinta.
—Bien—dijo Encho, sonriendo y agitando una mano para abarcar el pobre hogar del artista—. He oído decir que te ha ido muy bien últimamente. Esta casa ha mejorado desde la última vez que la vi. Vuelves a tener estanterías de verdad. Apuesto a que pronto habrás recuperado tus libros.
Yoshitoshi sonrió dulcemente.
—Oh, tengo tantas deudas..., los libros serán lo último. Pero sí, las cosas me van ahora mucho mejor. He recuperado mi salud. Y un estudio. Y un aprendiz, Toshimitsu, volvió conmigo. No es el mejor de los que perdí, pero al menos es honrado.
Encho extrajo una pipa extranjera de entre sus ropas. Abrió la adornada bolsa de tabaco que llevaba en el cinturón, un trabajo que era el orgullo de todos los hombres de Edo. Alzó casualmente la cabeza, mientras rellenaba su pipa.
— ¿Llegó a algo ese trabajo para el kabuki?
—Oh, sí —dijo Yoshitoshi, enderezándose—. Pinté manchas de sangre en la armadura de Onoe Kikuguro Quinto. Para su papel en Isla Kawanakajlma. Te estoy muy agradecido por conseguírmelo.
—Espere, vi esa obra —dijo Onogawa, sorprendido y feliz—. Vaya, aquellas manchas de sangre eran maravillosas. Aún mejores que las de aquella lámina de asesinatos, Kasamori Osen descuartizada viva por su padrastro. Hizo usted también esa lámina, ¿me equivoco? —Onogawa había estado estudiando las láminas de las paredes, y el estilo familiar había sacudido su memoria—. Una muchacha joven sujeta por un maníaco con un cuchillo, grandes marcas de manos ensangrentadas por todo su cuello y piernas...
Yoshitoshi sonrió.
— ¿Le gustó ésa, señor Onogawa?
—Bueno, no estaba mal para ser lo que era. —No resultaba fácil para un hombre de la posición de Onogawa confesar su aprecio por un simple arte plebeyo de la Ciudad Baja. Bajó un poco la voz—. La verdad es que tenía varias pinturas suyas, cuando era joven. Hace diez años, justo antes de la Restauración. —Sonrió al recordar—. Tenía los Veintiocho asesinatos, por supuesto. Y algunas de las Cien historias de fantasmas. Y unas pocas ediciones especiales, ahora que lo pienso. Como Tamigoro volándose la cabeza con un rifle. En ésa había chorros de sangre especialmente buenos.
—Oh, la recuerdo —intervino Encho—. Ésa fue en los viejos tiempos, cuando solías espolvorear la tinta escarlata con mica en polvo. ¡Para conseguir aquel efecto de sangre brillante!
—Demasiado caro ahora —dijo Yoshitoshi tristemente.
Encho se encogió de hombros.
— ¿Recuerdas Naousuke Gombei asesina a su amo? ¡Con el criado maníaco pisando el pecho de su señor, arrancándole la cabeza sólo con las manos! —El comediante imitó los esfuerzos del asesino, junto con fuertes sonidos de succión y pelea.
— ¡Oh, sí! —dijo Onogawa—. Me pregunto qué habrá pasado con mi copias. —Se agitó—. Bueno, no es el tipo de cosa que se puede tener en casa, con mi edad y posición. Podría provocar pesadillas a los niños. O dar ideas a los criados. —Se rio.
Encho había terminado de llenar su pipa corta; la encendió en una lámpara. Onogawa, preparándose a imitarle, sacó su larga pipa reforzada de hierro de la manga de su chaqueta.
—Qué lástima —gimió—. He roto mi buena pipa en mi refriega con esos rufianes. Mira, está estropeada.
—Oh, ¿es una pipa? —dijo Encho—. Por la forma en que la usaste con tus atacantes, pensé que era una simple porra.
—Desde luego que no voy a ir a la Ciudad Baja sin poder defenderme —dijo Onogawa, estirado—. Y ya que el nuevo gobierno se ha encargado de quitarnos nuestras espadas, me veo obligado a improvisar. Una pipa es un arma innoble. Pero, como has visto esta noche, tiene sus usos.
—Oh, no pretendía ofenderte —dijo Encho rápidamente— No hay necesidad de ser formal, estamos entre amigos. ¡Si soy un poco deslenguado, espero que me perdones, pues es mi forma de vida! ¡Bien! ¿Por qué no tomamos un trago y nos relajamos, eh?
Yoshitoshi estaba distraído contemplando la pintura incompleta sobre su mesa de dibujo. La contempló embelesado unos segundos más, luego dio un respingo.
— ¡Un trago! ¡Oh! —Se enderezó—. Vaya, ahora que lo pienso, tengo algo muy especial para caballeros como nosotros. Vino de Yokohama, de la zona de comercio extranjero.
Yoshitoshi se arrastró rápidamente por el suelo, las rodillas deslizándose dentro de su bata de algodón, y abrió un ajado arcón de madera. Desenvolvió una botella de cristal y la llevó a su asiento, junto con tres polvorientas tazas de sake.
La botella tenía la simétrica fealdad sin tacha de las cosas extranjeras. Estaba llena de un líquido ámbar y tapada por un corcho. Una etiqueta de papel mostraba la grotesca cara barbuda de un americano, rodeado por grandes letras extranjeras.
— ¿Quién es ése? —preguntó Onogawa, intrigado—. ¿Su rey?
—No, es la cara del mercader que la embotelló —le aseguró Yoshitoshi—. En América, los mercaderes son famosos. Y un hombre de la clase comerciante puede incluso convertirse en soldado. O en granjero, sacerdote o lo que quiera.
—Hummm —dijo Onogawa, que había vivido una transición similar él mismo y no se sentía muy feliz al respecto—. Déjeme ver. —Examinó la etiqueta con atención—. Mire cómo sobresalen los ojos de este extranjero. ¡Parece un lunático furioso!
Yoshitoshi se envaró al oír el término. Un molesto momento de silencio congelado cubrió la habitación. La metedura de pata de Onogawa flotó en el aire entre ellos, hasta que su naturaleza quedó clara para todos. Yoshitoshi había recobrado la salud recientemente, pero su enfermedad no había sido física. Nadie tuvo que decir nada, pero la verdad se abrió lentamente paso hasta los huesos y el hígado de todos. Por fin, Onogawa carraspeó.
—Quiero decir, por supuesto, que es muy raro el aspecto que tienen los extranjeros.
Yoshitoshi se lamió los carnosos labios, y el súbito brillo de desesperación se borró lentamente de sus ojos. Habló en voz baja.
—Bien, mis amigos en el Partido Liberal me han hablado de ellos. Varios han estado en América y han vuelto, y hablan su lengua, e incluso pueden leerla. Si quiere saber más, puede leer su periódico nacional, la Lámpara de la Libertad, para el que estoy haciendo ilustraciones.
Onogawa miró rápidamente a Encho. Onogawa, que no era un hombre culto, sólo tenía vagas nociones de lo que podían ser un «partido liberal» o un «periódico nacional». Se preguntó si Encho lo sabría. Aparentemente así era, pues el comediante se puso súbitamente serio.
Yoshitoshi continuó.
—Uno de mis amigos políticos me dio esta botella, que compró en Yokohama a los americanos. Los americanos tienen muchas botellas allí..., todo un almacén. Porque el Shogun americano, el generalísimo Guranto, llegará el año que viene para rendir homenaje a nuestro Emperador. ¡Y el Guranto, el «puresidento», es especialmente aficionado a esta clase de bebida! Se llama bombona, de la prefectura americana de Kentukki.
Yoshitoshi retorció el corcho hasta soltarlo y sirvió el bourbon en las tres tacitas.
— ¿No deberíamos calentarlo primero? —dijo Encho.
—No es sake, amigo mío. ¡A veces incluso le ponen hielo!
Onogawa sorbió cuidadosamente y jadeó.
— ¡Qué fuerza tiene! Quema la lengua como la pimienta china. —Vaciló—. Pero es interesante.
— ¡Está bueno! —dijo Encho, sorprendido—. ¡Si el sake fuera una vieja linterna de piedra, entonces este bombona sería luz de gas! ¡Cálido y fiero! —Engulló el resto de su taza—. Es una lástima que no haya ninguna muchacha hermosa para servirnos una segunda ronda.
Yoshitoshí hizo los honores y volvió a llenar las tazas.
—Esa muchacha tendría que ser cálida y fiera también —dijo Onogawa—, como una tigresa.
Encho alzó las cejas.
—Me sorprendes. Pensaba que eras un hombre de familia, amigo mío.
Un cálido nudo de bourbon en el estómago de Onogawa despertaba toda una noche de sake.
—Oh, supongo que ya he sentado la cabeza. Pero tendrías que haberme conocido hace diez años, antes de la Restauración. Entonces era un joven duro y bastante radical. Ya sabes, realmente pensábamos que podríamos cambiar el mundo. ¡Y quizá lo hicimos!
Encho sonrió, divertido.
— ¡Vaya! ¿Eras un shishi?
Onogawa tomó otro sorbo.
— ¡Oh, sí! —Se llevó la mano a la mitad de la espalda—. ¡Llevaba el pelo hasta aquí, y nunca me lavaba! ¿Tocar dinero? ¡Ninguno de nosotros! ¡Habríamos muerto primero! No, vivíamos con harapos y comíamos simple arroz no pulimentado en cuencos de madera. Sólo íbamos a nuestras escuelas de kendo, practicábamos esgrima, decidíamos a qué viejo idiota deberíamos matar a continuación... —
Onogawa sacudió tristemente la cabeza. Los otros dos le escuchaban con grave atención.
El bourbon y los recuerdos habían roto el hielo de Onogawa. Los ideales perdidos de la Restauración se alzaron irresistiblemente en su interior.
—Fui la vergüenza de mi familia —confesó—. Abandoné mi clan y mi daimyo. Los radicales shishi creíamos sólo en nuestras espadas y en el
Emperador. ¡Sonno joi! ¿Recordáis aquel grito? —Onogawa sonrió, despiertas las lágrimas del recuerdo, lo patético de las cosas perdidas asomando a sus ojos.
— ¡Sonno joi! Las mismas calles resonaban con él. « ¡Adorad al Emperador, destruid a los extranjeros!» ¡Queríamos al Emperador restaurado con poder pleno e incondicional! ¡Lo demandábamos en las calles! Porque los hombres del Shogun actuaban como viejas asustadas. Temían los barcos negros, los barcos de guerra americanos con su vapor y sus cañones. Los barcos del almirante Perry.
—Se pronuncia «Peruri» —corrigió amablemente Encho.
—Peruri, entonces... Lo admito, los shishi fuimos un poco lejos. Teníamos algunas malas costumbres. Como amenazar con hacernos el hara-kiri a menos que nos dieran comida. Ése era uno de los problemas que teníamos al negarnos a tocar el dinero. Algunos de los comerciantes aún lamentan la forma en que los shishi solíamos obligarlos. De hecho, ésa fue la causa de los incidentes de esta noche después de tu actuación, Encho. Unos tipos rudos con buena memoria.
—Así que eso era —dijo Encho—. Me tenía intrigado.
—Fueron tiempos especiales —dijo Onogawa—. Me cambiaron, lo cambiaron todo. Supongo que todo el mundo de esta generación sabe dónde estaba, y lo que hacía, cuando llegaron los extranjeros a la Bahía de Edo.
—Lo recuerdo —dijo Yoshitoshi—. Yo tenía catorce años y era aprendiz en el estudio de Kuniyoshi. Y había hecho mi primera lámina. El Clan Helke se hunde a su horrible destino en el mar.
—Los vi bailar una vez —dijo Encho—. A los marineros americanos, me refiero.
— ¿De veras? —preguntó Onogawa.
Encho asumió el papel de narrador de historias con un gesto irresistible.
—Sí; mi padre, Entaro, me llevó. La representación estaba dedicada sólo a los oficiales de la corte del Shogun y sus amigos, pero conseguimos colarnos. Los extranjeros se pintaron la cara y las manos de negro. Parecían avergonzados de su habitual color rosado, pues también se pintaron anchas líneas blancas alrededor de sus labios. Luego se sentaron en filas, y se levantaban uno a uno y gritaban su diálogo. Un segundo extranjero respondía, y todos se reían. Más tarde, dos de ellos tocaron extraños samisens de cuerpo redondo y largos cuellos delgados. Y cantaron canciones tristes, muy mal. Luego tocaron canciones más rápidas e hicieron cabriolas y bailaron, extendiendo las piernas de una forma rarísima y empujándose mutuamente. Algunos de los consejeros del Shogun bailaron con ellos. —Encho se encogió de hombros—. Todo fue muy extraño. Todavía me pregunto qué significaba.
—Bueno —dijo Onogawa—. Es evidente que intentaban cambiar su forma y aspecto, como los zorros o los tejones. Eso parece bastante claro.
—Eso es tanto como decir que son mágicos —dijo Encho, sacudiendo la cabeza—. Sólo porque tengan narices largas no significa que sean duendes de la montaña. Son hombres: comen, duermen, les gustan las mujeres. Pregúntales a las geishas de Yokohama si no es así. —Encho sonrió maliciosamente—. Su poder real está en los espíritus de los cables de cobre y el hierro negro y el carbón ardiente. Como nuestro tren Tokio—Yokohama que los ingleses nos construyeron. Habrás viajado en él, por supuesto.
— ¡Por supuesto! —dijo orgullosamente Onogawa—. Soy un tipo moderno.
—Ese es el tipo de poder que necesitamos hoy. Civilización e Iluminación. Cuando viajaste en ese tren, ¿viste cómo los aldeanos de Omori acudieron a echar agua al motor? ¡Para enfriarlo, como si un motor de ferrocarril fuera un caballo cansado! —Encho sacudió la cabeza, desdeñoso.
Onogawa aceptó otra tacita de bourbon.
—Así que le echan agua —dijo juiciosamente—. Bueno, no veo qué tiene de malo.
— ¡Es una superstición apestosa! —dijo Encho—. ¿No lo ves? Tenemos que aprender a tratar con esos espíritus—máquinas como hacen los extranjeros. Tratarlos como a caballos sólo puede insultarlos. ¿No es así, Taiso?
Con expresión culpable, Yoshitoshi alzó la cabeza de su distraído estudio de su último dibujo.
—Lo siento, Encho—san, ¿qué decías?
— ¿En qué estás trabajando? ¿Puedo verlo? —Encho se acercó.
Yoshitoshi soltó rápidamente los alfileres y enrolló su papel.
—Oh, no, no, no te gustará verlo todavía. Pero puedo mostrarte otra lámina reciente... —Extendió la mano hacia un fajo cercano y sacó con maestría una hoja impresa de la inestable pila—. He llamado a esta serie Bellezas de las Siete Noches.
Encho tendió educadamente la lámina para que Onogawa pudiera verla también. Mostraba a una mujer en ropa interior; había lanzado su kimono escarlata sobre una pantalla cercana. Tenía cejas naturales y artificiales, lo que provocaba una doble seducción en su alta frente. Su cabellera negra mostraba un pequeño rizo en la nuca; parecía gritar que la mordieran. Se encontraba en la puerta de algún hombre afortunado, y se inclinaba para apagar la luz de una linterna. Y su boca diminuta pero poderosamente roja estaba apretada sobre un rollo de toallas de papel.
— ¡Lo entiendo! —dijo Onogawa—. ¡Esa hermosa puta está apagando la luz para poder meterse en la cama de alguien en la oscuridad! Y lleva esas toallas de papel para limpiarse cuando terminen de chuparse mutuamente.
Encho examinó la lámina con más atención.
—Espera un momento —dijo—. El texto dice «Su Señoría Yanagihara Aiko». ¡Es una concubina imperial!
—Mis amigos del periódico me dieron la idea —asintió Yoshitoshi—, ¿Por qué hacer siempre láminas de viejos actores rancios, guerreros y geishas? ¡Estamos en una época moderna!
—Pero esta lámina, Taiso..., implica claramente que el Emperador duerme con concubinas.
—No, sólo con Dama Yanagihara Aiko —razonó Yoshitoshi—. Después de todo, es bien sabido que es su favorita. El resto de las Siete Bellezas de la Corte Imperial aparecen, oh, maquillándose, arreglando flores y cosas así —sonrió—. Espero grandes ventas para esta serie. Es muy interesante, ¿no crees?
Onogawa estaba anonadado.
— ¡Pero esto es una provocación! ¿Qué pasó con los viejos tiempos, con los hermosos borbotones de sangre y todo eso?
— ¡Nadie los compra ya! —protestó Yoshitoshi—. ¡Créame, lo he intentado todo! Hice una Miscelánea Yoshitoshi de figuras de la literatura. Figuras clásicas muy edificantes, hermosamente dibujadas, las mejores. Se murió en los puestos. Luego hice Bellezas ardientes en los restaurantes de Tokio. Muchachas realmente atractivas, pero geishas pasadas de moda hechas al estilo antiguo. Otra pérdida de tiempo total. ¡Nos arruinamos, ni una pieza de cobre! ¡Tuve que arrancar las tablas del suelo de mi casa para calentarme! Tuve que trabajar en diseños de telas..., dos yenes por una semana de trabajo. ¡Mi esposa me abandonó! ¡Mis aprendices se marcharon! Y luego mi salud..., mi cerebro empezó a... No tenía nada que comer... Pero..., pero todo eso ha acabado ya.
Yoshitoshi se contuvo, se secó el sudor del labio superior y sirvió otra taza de bourbon con mano insegura.
—He cambiado con los tiempos, eso es todo. Fue una dura lección, pero la aprendí. Ahora me hago llamar Taiso, que significa «Gran Renacimiento». ¡Periódicos! ¡Ahí está la excitación hoy! El Tokyo Illustrated News paga bastante por caricaturas políticas e ilustraciones de asesinatos. Tiran diez mil ejemplares de una sola vez. Mi trabajo llega a todas partes..., no sólo a Edo, sino a toda la nación. ¡La nación, amigos! —Alzó su taza y bebió—. Y eso es sólo el principio. ¡La Lámpara de la Libertad los está superando! El comité del Partido Liberal me ha prometido un aumento el año que viene, y mi propio rickshaw.
—Pero me gustan las viejas pinturas —dijo Onogawa.
—Tal vez a usted sí, pero no las compra —insistió Yoshitoshi—. ¡La gente moderna quiere ver lo que pasa ahora! Cojamos un tema antiguo... Yorimitsu cortando los brazos de un ogro, por ejemplo. Dibujas una cosa así hoy en día, y no te lleva a ninguna parte. Los gustos de la gente son más refinados. Quieren ver a auténticas balas de cañón arrancando brazos reales. Como mis ilustraciones de la Batalla de Ueno, de la que fui testigo. ¡Una sensación! La gente ya no quiere a impresores buhoneros. «Periodista Ilustrador»..., así me llaman ahora.
—No te rías —dijo Encho, asintiendo con ebria profundidad—. Deberías oír lo que dicen de mí. Me refiero a los escritores modernos, los de la Universidad. Vienen con sus novelas francesas bajo el brazo, y sus gafas y su pelo engominado, y se sientan juntos en primera fila. Así que les cuento un relato de vodevil o dos. ¿Estoy «tejiendo una buena historia»? Ya no. Dicen que estoy «creando prosa naturalista en una vigorosa lengua vernácula popular». Quieren sacarme en un libro. —Suspiró y tomó otro trago—. Esta bebida es veneno, Taiso. La cabeza me da vueltas.
—La mía también —dijo Onogawa. Un viento de otoño se había alzado fuera. Permanecieron sentados en silencio durante un rato. Estaban mucho más borrachos de lo que advertían. El licor extranjero parecía borbotear en sus estómagos como tofu fermentando en una tina.
Los espíritus extranjeros se les habían subido a la cabeza. La propia habitación parecía borracha. El viento canturreó entre los cables del telégrafo ante la ventana cerrada de Yoshitoshi. Un bajo gemido fantasmal.
El gemido creció en intensidad. Pareció entrar en la habitación con ellos. Las paredes canturrearon con él. A los tres se les erizó el vello de los brazos.
— ¡Basta! —dijo Yoshitoshi de repente. Encho detuvo su gemido de ventrílocuo y se echó a reír—. Está tratando de asustarnos. Le encantan las historias de fantasmas.
Onogawa se puso en pie de un salto.
—El demonio está en los cables —dijo pastosamente—. Lo oí gemir. —Parpadeó, con la cara roja, y avanzó tambaleándose hacia la ventana cerrada. Forcejeó con el cerrojo, ignorando las protestas de
Yoshitoshi, y la abrió.
En lo alto del poste de madera, apenas a unos metros de distancia, se agrupaban un puñado de cables iluminados por la luna, y restos de alambres colgaban del travesaño como pequeñas tripas negras. Onogawa abrió la ventana de par en par. Una helada ráfaga de viento inundó la habitación, y las láminas bailaron en las paredes.
— ¡Eh, tú, demonio extranjero! —gritó Onogawa—. ¡Deja en paz a los hombres honrados!
El artista y el actor intercambiaron miradas tristes.
—Hemos bebido demasiado —dijo Encho. Se puso de rodillas y consiguió apoyarse sobre un pie, tambaleándose—. Déjalo estar, amigo. Lo que necesitamos ahora... —eructó—. Mujeres, eso es.
Pero el aire ante la ventana parecía haber excitado a Onogawa.
— ¡No te llamamos! —gritó—. ¡No te necesitamos! ¡Las cosas iban bien antes de que vinieras, demonio! Tú y tus sirvientes extranjeros... —Se dio media vuelta y miró a la habitación con los ojos enrojecidos—. ¿Dónde está mi pipa? Voy a darles una buena paliza a esos cables.
Localizó la pipa, atravesó tambaleándose la habitación y la cogió. Perdió el equilibrio por un momento, luego blandió la pipa amenazadoramente.
—No lo hagas —dijo Encho, incorporándose—. Sé razonable. Conozco a algunas muchachas en Asakusa, tienen un piano... —Extendió la mano.
Onogawa lo apartó.
— ¡Ya he tenido suficiente! —anunció—. ¡Cuando me hierve la sangre, soy un hombre diferente! ¡Córtalos antes de que te ataquen, ése es mi lema! ¡Sonno joi!
Saltó hacia la ventana abierta. Antes de que pudiera alcanzarla se produjo un repentino siseo de vapor, como el aliento de una locomotora. El demonio, agotada su paciencia por los desafíos de Onogawa, borboteó en su cable. Atravesó la ventana, una cosa gris y gaseosa, con la cabeza hinchada y deforme brillando furiosamente. Emitió un rugido vaporoso, y sus grandes ojos de linterna resplandecieron.
Los tres hombres gritaron. El monstruo sin brazos y sin piernas, como una nube gris en una correa, dirigió sus ojos vidriosos hacia ellos. Sus dientes de acero chasquearon, y corrieron chispas por su garganta. Silbó de nuevo, y se abalanzó hacia Onogawa.
Pero el viejo entrenamiento de Onogawa en la esgrima había calado profundamente en sus huesos. Saltó a un lado por reflejo, tan sólo tambaleándose levemente, y golpeó a la cosa con su pipa. La cabeza, del demonio resonó como una cafetera de hierro. Empezó a chasquear furiosamente, y de su nariz brotó vapor caliente. Onogawa le golpeó de nuevo. La cabeza se abolló. El demonio retrocedió y miró a los otros hombres.
Los ciudadanos se colocaron rápidamente detrás de su campeón.
— ¡A por él! —chilló Encho. Onogawa esquivó una dentellada y golpeó al monstruo en el ojo. Hubo un sonido a cristal roto, y la pipa de Onogawa se rompió.
Pero el demonio había tenido suficiente. Rugiendo y rechinando como engranajes moribundos, se retiró hacia sus cables y entró en ellos, como un pulpo en su agujero. Desapareció, pero chispas seseantes siguieron goteando de los cables.
— ¡Lo has humillado! —dijo Encho, la voz llena de asombro y admiración—. ¡Sorprendente!
— ¡Ha tenido suficiente, eh! —gritó Onogawa, furioso, apoyándose en el alféizar—. ¡Es fácil murmurar tus sucios conjuros a nuestras espaldas! ¡Pero enfréntate a un guerrero imperial cara a cara, y verás que es una historia diferente! ¡Ja!
— ¡Qué hazaña! —dijo Yoshitoshi, con su cara regordeta resplandeciente—. Haré una lámina. Onogawa humilla a un espectro. ¡Maravilloso!
Las chispas empezaron a correr por el cable, alejándose de la ventana.
— ¡Se escapa! —gritó Onogawa—. ¡Seguidme!
Se apartó de la ventana y corrió por el estudio. Tropezó en lo alto de las escaleras, pero hizo una inspirada pirueta y aterrizó de pie ante la puerta. La abrió.
Encho le siguió. No tenían tiempo de anudarse los zapatos de cuero, así que se calzaron los chanclos de madera de Yosíütoshi y su aprendiz y salieron a la calle. Pronto estuvieron bajo los cables, donde aún colgaban pequeños nidos de chispas.
— ¡Baja aquí, rufián! —exigió Onogawa—. ¡Muestra honor y lucha, vil cobarde!
La cosa se movió de un lado a otro sobre el cable, siseando. Gotearon más chispas. Se movía adelante y atrás, como una rata acorralada en un callejón. Entonces echó a correr.
— ¡Se dirige hacia el sur! —dijo Onogawa—. ¡Sígueme!
Corrieron apresuradamente, Encho detrás, pues se había puesto los chanclos del aprendiz y le estaban demasiado grandes.
Persiguieron a la cosa por la Ginza. Ahora corría de frente, y soltaba menos chispas.
—Me pregunto qué mensaje llevará —jadeó Encho.
—Nada bueno, te lo garantizo —dijo Onogawa sombríamente. Tuvieron que esforzarse por seguir el ritmo de la cosa. Dejaron atrás la periferia de la Ciudad de Ladrillo de Ginza y entraron en la oscuridad de las calles sin pavimentar. Era el Distrito Shiba, hogar del mercado de ladrones y el gran Templo Zojoji. Siguieron los cables—, ¡Aja! —exclamó Onogawa—. ¡Se dirige a la estación de Shinbashi y sus amigas las locomotoras!
Con un decidido acelerón, Onogawa adelantó a la cosa y se colocó bajo el sendero de los cables, agitando frenéticamente su pipa rota.
— ¡Eh! ¡Vuelve!
La cosa se refrenó un poco, muy por encima de su cabeza. Picoteantes copos de ceniza y chispas brotaban de ella, lloviendo inofensivos sobre el ex-samurái. Onogawa se apartó disgustado, limpiándose la ropa de suciedad.
— ¡Puaf!
La cosa siguió avanzando. Encho alcanzó al otro hombre.
—Las locomotoras no —jadeó el comediante—. No podemos enfrentarnos a ellas.
Onogawa se enderezó. Trató de limpiar su chaqueta de las vetas de sucia ceniza.
—Bueno, creo que de todas formas le hemos enseñado una lección.
—Sin duda —dijo Encho, respirando con dificultad. De repente se puso verde, y se apoyó en una cercana verja de madera, cubierta de hierba de otoño. Se sentía profundamente mareado.
Miraron a su alrededor. Otoño. Oscuridad. Y la luna. Una pareja de gatos maullaba con fuerza en un callejón adyacente.
Onogawa advirtió de repente que no blandía una espada, sino una vara rota de bambú recubierto de acero. Empezó a temblar. Entonces arrojó la pipa con un grito de disgusto.
—Nos quitaron nuestras espadas. Que nos devuelvan las espadas a los soldados honrados. Nos encargaremos en seguida de esos fantasmas extranjeros. Mira lo que le ha hecho a mi ropa, esa criatura repugnante. Me humilló.
—No, no —dijo Encho, limpiándose la boca—. ¡Estuviste increíble! Como Shoki el Sometedor de Demonios.
—Shoki —dijo Onogawa. Se limpió el sombrero contra la rodilla—. He visto pinturas de Shoki. Es el semidiós guerrero, con la cara roja y una gran espada. Siempre cazando demonios, ¿verdad? Pero no sabe que tiene un pequeño demonio oculto en lo alto de su cabeza.
—Bueno, pues como Yoshitune entonces —dijo Encho, buscando rápidamente un cumplido mejor. Yoshitune era un legendario maestro espadachín. Un héroe nacional sin paralelo.
Desgraciadamente, el valeroso Yoshitune había terminado atravesado por las flechas de los agentes de su traicionero medio hermano, que había acabado gobernando el Japón. Mientras que Yoshitune y sus altos ideales acabaron con una existencia de sombras en el folklore. Ni Encho ni Onogawa tuvieron que mencionarlo en voz alta, pero la melancolía asociada con el viejo relato caló en su estado de ánimo. Su mundo se volvió heroico y fatal. Naturalmente, todo el bourbon ayudó.
—Será mejor que vayamos a la Ciudad de Ladrillo a recoger nuestros zapatos —dijo Onogawa.
—Muy bien—respondió Encho. Se habían magullado los pies con los duros chanclos, y regresaron caminando despacio y con cuidado.
Yoshitoshi se reunió con ellos en el recibidor.
— ¿Lo capturasteis?
—Huyó hacia la estación de tren —dijo Encho—. No pudimos detenerlo, corría por encima de nuestras cabezas. —Vaciló—. Oye, no pensarás que irá a volver aquí, ¿no?
—Probablemente —dijo Yoshitoshi—. Vive en ese manojo de cables ante la ventana. Por eso puse los postigos.
— ¿Quieres decir que lo habías visto antes?
—Claro que lo he visto —murmuró Yoshitoshi—. De hecho, he visto montones de cosas. Mi negocio es ver cosas. No importa lo que la gente diga de mí.
Los otros dos hombres le miraron, aturdidos. Yoshitoshi se encogió de hombros, irritado.
—El lugar tiene ambiente. Se está tranquilo, y nadie me molesta. Además, es barato.
— ¿No teme la venganza del demonio? —dijo Onogawa.
—Me llevo bien con él. Tenemos un mutuo acuerdo. Como los vecinos en todas partes.
—Oh —dijo Encho. Se aclaró la garganta—. Bueno, ah, nos marchamos, Taiso. Fuiste muy amable al ofrecemos el bombona. —Onogawa y él se pusieron rápidamente los zapatos chirriantes—. Sigue trabajando bien, amigo, y no dejes que esos políticos te digan lo que tienes que hacer. Francamente, sus ideas son extrañas. No creo que el gobierno vaya a consentir su charla.
—Algún día tendrá que hacerlo.
—Vámonos —dijo Onogawa, mirando de reojo a Yoshitoshi. Los dos hombres se marcharon.
Onogawa esperó hasta que estuvieron lejos. Miró a los cables.
—Tu amigo es raro de veras —le dijo al comediante—. ¡Vaya noche!
Encho frunció el ceño.
—Se meterá en problemas con esos visionarios. El clavo que sobresale recibe el martillazo, ya sabes. —Caminaron bajo el resplandor de la luz de gas. La multitud de la Ginza se había reducido considerablemente.
— ¿Dijiste que conocías a unas muchachas con un piano? —dijo Onogawa.
— ¡Oh, sí! —respondió Encho. Silbó estridentemente y llamó a un lejano rickshaw de dos porteadores—. Un piano. No te lo podrás creer; hace sonidos sorprendentes. Y qué gran cambio después de los pesados samisen de las geishas. ¡Siempre gimiendo tristemente! Siempre: « ¡Oh, qué pesarosa es la vida de la geisha!», y: «Vamos a apuñalarnos para demostrar que realmente me amas». ¿Quién necesita esas cosas pasadas de moda? Espera a que oigas a esas chicas tocando «ópera» y «valses» con su nueva máquina.
El rickshaw se detuvo con un tintinear de campanas.
— ¿Adónde, caballeros?
—Akasuka —dijo Encho, entrando.
—Se hace tarde —comentó Onogawa, reluctante—. Debería volver con mi esposa.
—Vamos —dijo Encho, poniendo los ojos en blanco—. Vive un poco. No es que vayas a engañar a la pobre mujer. Son muchachas modernas de clase alta. Es una experiencia cultural.
—Bueno, muy bien. Si es cultural...
—Aprenderás mucho —prometió Encho.
Pero apenas habían cubierto una manzana cuando oyeron el súbito resonar de las campanas anunciando un incendio al sur.
— ¡Un incendio! —chilló Encho, lleno de alegría—. ¡Eh, corredores, parad! ¡Cincuenta sen si nos lleváis allí!
Los corredores viraron sobre la marcha y echaron a correr en la dirección solicitada. El rickshaw se balanceó sobre su eje y se sacudió salvajemente.
— ¡Magnífico! —dijo Onogawa, agarrándose el sombrero—. Es agradable conocerte, Encho. ¡Contigo no hay más que excitación!
— ¡Así es la vida moderna! —gritó Encho—. Una aventura después de otra.
Recorrieron dando tumbos las calles oscuras hasta que el cielo se encendió. Una enorme muchedumbre se había congregado bajo la Línea Férrea Shinagawa. Eran principalmente gente de la clase baja, muchos a medio vestir.
Era un barrio de clase obrera en el Distrito Shiba, al oeste de la colina Atago. El fuego saltaba alegremente de un tejado a otro.
Los dos hombres bajaron del rickshaw. Encho se abrió paso mediatamente a través de la multitud. Onogawa contó cuidadosamente la tarifa.
— ¡Pero si dijo cincuenta sen! —se quejó el porteador mayor. Onogawa cerró el puño, y los dos hombres guardaron silencio.
Los bomberos habían reaccionado con su habitual rapidez. Tres compañías habían rodeado el barrio. Merodeaban como hormigas sobre los tejados de las casas intactas más cercanas a las llamas. Como siempre, no intentaban combatir las llamas directamente. En cualquier caso, aquélla era una tarea sin esperanza, pues la ajada madera, los postigos de papel y las persianas de junco ardían como yesca, en grandes gotas florecientes.
En cambio, confiaban sensatamente en los cortafuegos. Sus martillos, hachas y barras volaban mientras destruían cada casa situada en el camino de las llamas. Su habilidad era algo natural en ellos, pues, como todos los bomberos de Edo, también eran carpinteros. Portaestandartes especiales se alzaban en las vigas desnudas de las casas desintegradas, sosteniendo la insignia de su compañía lo más cerca posible de las llamas. Esto era algo más que una bravata: era un buen negocio. Sus reputaciones, y sus recompensas por parte del barrio agradecido, dependían de esta exhibición de espíritu y nervio.
En la multitud, aquellos que habían perdido sus casas lloraban y contaban a sus hijos. Pero la mayoría de los curiosos estaban de buen humor, aplaudiendo a sus equipos favoritos de bomberos y cruzando apuestas.
Onogawa divisó el sombrero de Encho y le siguió. Encho se abría paso a codazos entre la gente, con Onogawa detrás. Llegaron al borde interior de la multitud, donde el fiero resplandor del calor y la ocasional caída de las maderas ardientes habían establecido una frontera.
Había un bombero cerca. Llevaba un chaquetón acolchado a prueba de fuego hasta la rodilla, con un dibujo de bloques estampados. Un grueso gorro protector le caía tieso sobre los hombros, y largos guanteletes protegían sus brazos hasta los nudillos. Un aprendiz ataviado de forma similar le empapaba con un chorrito de agua fino como un lápiz de una bomba de mano de bambú.
—Atrás, atrás —dijo automáticamente el bombero, luego alzó la cabeza—. Oiga, ¿no es usted Encho el comediante? Le vi la semana pasada.
—Ése soy yo —gritó Encho alegremente por encima del rugido del fuego—. Me alegro de verles a ustedes actuando por una vez.
El bombero examinó la ropa manchada de ceniza de Onogawa.
— ¿Vive usted por aquí, hombretón? Señáleme cuál es su casa, y haremos lo que podamos.
Onogawa frunció el ceño.
— ¡Mi amigo es de la ciudad superior! —intervino Encho apresuradamente—. ¡Pertenece a una compañía de la ciudad!
—Oh —dijo el bombero, poniendo los ojos en blanco.
Onogawa señaló un almacén cercano a las llamas.
— ¿Por qué no hacen nada con ese lugar? El fuego va directo hacia allá.
—Es uno de los almacenes del mercader Shinichi —dijo el bombero, entornando los ojos—. ¡Le salvamos otro en el Distrito Kanda el mes pasado! Y sólo nos dio cinco yenes.
—Qué vergüenza para él —dijo Encho, sonriendo.
—Está lleno de tejidos de algodón —dijo el bombero con satisfacción—. El fuego subirá como un cohete.
— ¿Cómo empezó?
—Un rayo, según he oído —dijo el bombero—. Una especie de bola de fuego saltó de los cables telegráficos.
— ¿De veras? —preguntó Encho, con voz apagada.
—Eso es lo que dicen. —El bombero se encogió de hombros—. Ya sabe cómo son esas cosas. Siempre historias raras. Probablemente algún borracho derramó su marmita de sake, y luego dijo que había visto algo. Nadie quiere cargar con la culpa.
—Cierto —dijo Onogawa cuidadosamente.
Los equipos de bomberos habían hecho un buen progreso. No quedaba mucho que hacer excepto admirar la destrucción.
—Es hermoso, ¿verdad? —dijo el bombero—. Miren cómo ese humo oscurece la luna de otoño. —Suspiró, feliz—. Es bueno para el negocio, también. Me refiero al negocio de la carpintería, por supuesto. —Señaló las chisporroteantes llamas—. Quitaremos los escombros y construiremos algo digno de una ciudad moderna. Algo grande y caro con contratos de construcción a largo plazo.
— ¿Por eso tiene ladrillos impresos en el uniforme? —preguntó Onogawa.
El bombero miró los bloques estampados de su goteante armadura de algodón.
—Parecen ladrillos, ¿verdad? —se rio—. Ésa sí que es buena. Espere a que se lo cuente a los demás.
El amanecer se alzó sobre la vieja Edo. Con los ojos enrojecidos, el artista Yoshitoshi se asomó, suspirando, a su ventana abierta. Tras los cables del telégrafo, el humo ascendía tras los tejados de la Ciudad de Ladrillo. Otra Flor de Edo alcanzando el final de su evanescente vida.
Los cables telegráficos zumbaron. El demonio había regresado a su nido ante la ventana.
—No lo digas, Yoshitoshi —borboteó con su voz grave y cantarina.
—Yo no —dijo Yoshitoshi—. ¿Crees que quiero que vuelvan a encerrarme?
—Yo hago correr las prensas —silbó el demonio—. Trata conmigo. Te haré famoso, te haré rico. No habrá más lentas sombras oscuras donde los ciudadanos tengan que arrastrarse con la cabeza baja. Todo será brillo y velocidad conmigo, Yoshitoshi. Puedo cambiar las cosas.
—Quemarlas, querrás decir.
—Hay poder en el fuego —murmuró el demonio—. Hay belleza en las llamas. Cuando dejes de intentar salvar el viejo estilo, verás la belleza. Quiero que me sirvas, japonés. Lo haréis mejor que los torpes extranjeros cuando me aceptéis como vuestro. Os haré ricos a todos. Edo será la ciudad más grande del mundo. Tendréis luz y música con sólo el toque de un dedo. Cruzaréis océanos. Seréis como dioses.
— ¿Y si no te aceptamos?
— ¡Lo haréis! ¡Tenéis que hacerlo! Os quemaré hasta que lo hagáis. Te lo digo, Yoshitoshi. Cuando sea más fuerte, haré cosas mayores que esas Flores de Edo. Plantaré sobre vuestras ciudades las semillas del Infierno. ¡Flores infernales más altas que montañas! Capullos rojos que devorarán una ciudad en un instante.
Yoshitoshi alzó su última lámina y la desenrolló ante la ventana. Había trabajado en ella toda la noche; por fin estaba terminada. Era un paisaje de pura locura. Rayos de luz frenética taladraban un cielo ardiente. Locomotoras aladas, con los vientres engordados por los huevos de la muerte al rojo blanco, flotaban como moscardones enloquecidos sobre una ciudad blanca como un cadáver.
—Como esto —dijo.
El demonio emitió un zumbido alegre.
— ¡Sí! Como te dije. Ahora muéstraselo a ellos. Hazles comprender que no pueden derrotarme. ¡Muéstraselo a todos!
—Lo pensaré. Ahora déjame —dijo Yoshitoshi, y cerró los pesados postigos.
Enrolló cuidadosamente el dibujo y lo convirtió en un tubo. Volvió a sentarse ante su mesa de trabajo, y acercó una lámpara de aceite. Se acercaba el amanecer. Era hora de dormir un poco.
Acercó a la lámpara el extremo del tubo de papel. Al principio éste se volvió marrón, lentamente, y el flamante papel adquirió el intenso tinte antiguo de una vieja lámina, una lámina de los tiempos pretéritos en los que las cosas eran más simples. Luego un anillo rojo encendido envolvió su borde, y brotó una llama azul. Yoshitoshi alzó el papel, y las llamas devoraron lentamente su longitud, lanzando sombras humeantes.
Yoshitoshi sopló y observó arder su trabajo, blanco y rojo como una cereza. Le dolió perderlo, y le pareció bien. Saboreó las dos sensaciones todo cuanto pudo. Luego dejó caer los últimos centímetros llameantes de papel en un cenicero. Lo observó arder y humear hasta que se convirtió en un gris rizo fantasmal.
—Nunca se venderá —dijo. Ausente, sabiendo que los necesitaría mañana, limpió sus pinceles. Luego vació el agua manchada de tinta sobre las oscuras cenizas.
Fin