Publicado en
septiembre 08, 2013
"¿Por qué será que en la vida solo hay enredos y penurias?", se preguntaba mi tía Eulogia. "¿Qué ha pasado con la famosa liberación femenina?".
Por Elizabeth Subercaseaux.
En la vida de mi tía Eulogia ocurrieron tantas cosas que no habría papel suficiente para anotarlas todas. Ella atraía los problemas; no había día ni noche en que no le estuviera pasando algo y por lo general ese algo era parecido a una tragedia. Tragedia doméstica, es cierto. Pero, ¿quién dijo que lo que pasa dentro de la casa no tiene importancia? Que la Domitila se enamoraba de un jardinero mexicano y amenazaba con irse, que después se enamoraba por Internet y partía a casarse en Iowa. Que Roberto determinaba que su matrimonio se estaba tornando rutinario y él necesitaba algo de distracción, y se las emplumaba con la flaca a Río de Janeiro. Que Eulogita decidía casarse con un hippie, el colmo de lo perejiliento, a quien había que llevarle el desayuno a la cama. Que ella, en medio de su hastío, se ponía a comer para mitigar la angustia y se echaba 5 kilos encima que después no sabía cómo eliminar.
Un día era el jardinero que cortaba el aromo en vez de podar las rosas, otro día era alguna de sus hermanas que llegaba corriendo a contarle el drama de turno; o Melody, su peluquera de Miami, que se había enamorado de un hombre casado. Una vez que se enfermó de apendicitis el cirujano le dejó una tijera dentro. Solo a mi tía le pasaban esas cosas.
"¿Por qué será que en la vida lo único que hay son enredos y penurias?", se preguntaba la pobre, añorando estar en una isla solitaria, con un libro, una música caída del cielo, sin celular, ni teléfono, ni cuentas por pagar. Un lugar donde no existieran las flacas de la esquina, ni las dietas, ni los jefes de la oficina. "¿Qué ha pasado en el mundo que las mujeres estamos condenadas a trabajar para compartir los gastos con un perejiliento que se lo gasta en flacas y partidas de póquer con los compadres? ¿No estábamos mejor en la casa, echadas en un diván, limándonos las uñas y mirando la telenovela, mientras el marido trabajaba de sol a luna? ¿Qué ha pasado con la famosa 'liberación femenina'? ¿De qué me he librado yo?", se preguntaba mi tía, suspirando.
Una noche, estando con los ojos pegados al techo, sin poder dormir, tomó una de las decisiones más importantes de su vida y despertó a Roberto, que roncaba a su lado.
—¡Son las 3 de la madrugada, Eulogia! ¿Qué pasa? —se asustó Roberto sentándose de golpe en la cama—. ¿Qué haces despierta a esta hora?
—Acabo de tomar una decisión —dijo mi tía Eulogia.
—¿Y no podías esperar hasta mañana para comunicármela? —preguntó Roberto, pensando que mi tía Eulogia iba a decirle que había decidido cambiar las cortinas de la pieza.
—No, porque es de vida o muerte.
—¿Se puede saber a qué te refieres?
—He decidido descansar.
—¿Y para eso me despiertas a las 3 de la mañana? ¿Para decirme que has deci dido descansar? ¡Descansa, pues! Me parece bien —dijo Roberto, volviéndose hacia la pared.
—He decidido descansar de todo. De ti también —dijo mi tía calmadamente.
Roberto dio un brinco tremendo en la cama.
—Explícate —dijo.
—Es lo más sencillo del mundo. Y hasta una piedra lo entendería. Estoy cansada de trabajar, de disponer la comida, de ir al mercado, de cambiar las cortinas, de lidiar con el jardinero, de leer las cartitas que te manda esa crespa que trabaja en tu oficina, de hacer las tareas con los niños, de ir a las reuniones de padres y apoderados que no sé por qué se llaman de padres y apoderados cuando los padres no han asistido jamás. Estoy cansada de no ser millonaria, de que todo lo que coma engorde, de saber que en unos años me va a venir la menopausia y los ardores de mi juventud quedarán perdidos para siempre, y de no tener 20 años y estar soltera.
—Pero eso no tiene remedio. No hay nada que puedas hacer —dijo Roberto.
—Te equivocas. Tiene remedio. Y hay mucho que puede hacerse contra el cansancio —dijo mi tía con seguridad.
—¿Qué, por ejemplo?
—No hacer nada. Eso es lo primero. He decidido dejar de hacer las cosas. Todas las cosas —dijo mi tía.
Roberto sintió un escalofrío en el estómago. Si mi tía no hacía las cosas, ¿quién las haría? ¿Y acaso las mujeres no estaban en la tierra para eso? ¿Para hacer las cosas? ¿No alegaban que eran las grandes hacedoras, las creadoras? Pero tuvo buen cuidado de no decir nada. Eulogia caía en estas especies de depresiones y luego volvía a estar contenta.
Apagaron la luz e intentaron dormirse. Pero antes de que Roberto conciliara el sueño, mi tía declaró:
—Desde mañana entro en huelga. No haré nada. Ni pensar.
Al día siguiente mi tía Eulogia comenzó su huelga de no hacer nada. No se levantó para ir a la oficina, no sirvió el desayuno, no regó las plantas antes de salir porque no salió, no leyó el diario como hacía mañana tras mañana y cuando la Domitila entró en su cuarto a preguntar qué hacía para la cena, mi tía no contestó.
Pasaron las horas, los días y las semanas, y mi tía seguía en ese estado semicatatónico en el que entran las mujeres cuando ya no dan más. En eso llegó su hermana Filomena a verla.
—Es ridículo que te pases el día mirando por la ventana. Esto tiene que solucionarse de alguna manera, Eulogia.
Pero mi tía, que estaba en huelga de todo, hasta de hablarles a sus hermanas, se quedó callada. Entonces, mi tía Filo fue a la oficina de Roberto y lo encaró.
—¿Cómo puedes ser tan perejiliento? ¿No te das cuenta que Eulogia está sumida en una profunda depresión?
—Está cansada, no deprimida.
—Es lo mismo. Todas las mujeres de nuestra época están cansadas y no por eso se sientan en una silla y dejan de hacer las cosas normales de la vida.
—Mmmmm —murmuró Roberto con esa cara que ponen los maridos cuando tienen ganas de asesinar a la cuñada.
—Hay que llevarla a un siquiatra —dijo mi tía Filo.
—¿Me estás diciendo que está loca?
—No, hombre...
Y así fue como le hicieron una cita con el doctor Sugar Money, un famoso siquiatra de quien se rumoraba que había atendido a Liza Minnelli, a Marilyn Monroe y a varias actrices del Hollywood de antes, pero como casi todas se habían suicidado o intentado matarse, Sugar se trasladó a Sudamérica y se dedicó a atender casos menos graves.
Sugar estaba viejísimo, pero alerta. Mi tía entró en su consulta y al ver sus diplomas, los premios, sus fotos con tanta gente famosa, se cohibió. ¿Qué iba a decirle ella a esta eminencia de casi 100 años que había aceptado atenderla porque no tenía cómo pagar la cuenta de la luz?
—Asiento, señora —la invitó Sugar—. Dígame qué la aflige.
—Todo —dijo mi tía.
—Pero eso no puede ser, señora mía. Habrá algo que le guste, algo que le gustaría tener, algo a que aspire en la vida, una luz a la salida de su túnel, algo que quisiera con todas sus fuerzas...
—Sí —dijo mi tía—, quiero ser hombre.
Sugar clavó sus ojos cataratientos en el rostro lívido de mi tía Eulogia.
—¿Y para qué, si puede saberse?
—Para que sean siempre los otros quienes hagan las cosas por mí —dijo mi tía.
—Bueno, mire usted, yo podría recomendarle un cirujano para que la convierta en hombre, pero su alma será siempre femenina. Lo que le recomiendo, señora mía, es continuar en huelga, pero hágala en París, Miami o New York y quédese a vivir allí hasta que se aburra.
—No es mala idea —dijo mi tía.
Al enterarse de que mi tía iba a seguir su huelga en New York, Roberto puso el grito en el cielo. Y fue a ver a Sugar.
—Yo le pagué para que mejorara a mi señora, no para que la mandara a un hotel de 5 estrellas con mi tarjeta de crédito —gritó, frenético.
Sugar le ofreció asiento y caballerosamente le explicó que mi tía necesitaba un descanso. El ocio debía entrar en sus células y perforarlas, debía pasarse un mes sentada en el hotel, haciendo lo necesario para no morirse de inanición.
—Lo siguiente es que usted reaccione —le dijo después.
—¿Reaccionar? ¿Y cómo?
—Haciendo lo que hasta ahora ella ha hecho. La cama, la comida, pagar las cuentas, hacer las tareas con los niños, es decir, todo lo que hay que hacer para que usted pueda ir a la oficina tranquilo.
—¿Y quién va a mantener a mi familia?
—Ahí está la trampita, pues —dijo Sugar, que al fin y al cabo era hombre como Roberto y leal a su género como todos— quédese en la casa, haga todo el trabajo doméstico, deje que su mujer descanse, y cuando ella vea que no hay con qué pagar las cuentas, ni plata para vacaciones, porque usted no tiene tiempo de ser "amo" de casa y abogado al mismo tiempo, retomará sus labores domésticas.
—¿Está seguro?
—Seguro —dijo Sugar—. Pero hay algo muy importante que usted debe saber. No le diga nunca que el que paga la música escoge la melodía. Pague usted la música y que ella escoja la melodía, y yo le garantizo un matrimonio feliz.
Roberto salió de la consulta con el ánimo en alto. Llegó a la casa, se puso el delantal de la Domitila, guisó un fricasé de salchichas, ordenó el cuarto de los niños, regó las plantas y se acostó rendido.
Al día siguiente se inauguró la nueva vida. Mi tía y la Domi no hacían nada de nada, ni siquiera escuchaban la radio. Solo descansar, meditar, limarse las uñas, mirar al cielo, respirar profundo, estirar las piernas. Roberto lo hacía todo. Se preocupaba, engordaba, le salían canas, dormía mal, se quemaba los dedos en el horno, lidiaba con los niños...
A los 5 meses de no ir a su oficina comenzó a escasear el dinero. Y mi tía feliz. A los 10 meses no había plata para comer carne ni para vacaciones. Y mi tía feliz. Al año Roberto le dijo a la Domitila que no podía pagarle el sueldo y la Domi, que llevaba todo ese tiempo limándose las uñas, le dijo que se quedaba gratis.
Una noche, casi muerto, Roberto tomó la decisión más importante de su vida y despertó a mi tía para comunicársela.
—Estoy cansado. No hago ni una cosa más. De ahora en adelante retomo mi obligación. Yo pago la música... pero no te preocupes, tú escoges la melodía.
A mi tía Eulogia se le quitó el cansancio de un plumazo y sonrió.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, SEPTIEMBRE 14 DEL 2004