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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    CUARENTENA (Greg Egan)

    Publicado en septiembre 15, 2013

    PRESENTACIÓN

    Bruce Sterling dijo una vez que los poetas eran los legisladores no reconocidos del mundo, y que los escritores de ciencia ficción eran los bufones de su corte. El australiano Greg Egan, como bufón, es uno de los más cautivadores que ha dado la ciencia ficción en la década que termina.

    Egan empezó a ganarse la reputación que hoy ostenta ya desde sus primeros cuentos publicados en la revista británica Interzone y en varias antologías y revistas australianas. Con posterioridad vendrían las apariciones en la revista americana Asimov's Science Fiction Magazine, que acabarían afianzando su carrera y preparándolo para dar el salto a la distancia larga.

    Cuando la crítica habla de la obra de Egan, se sacan a colación varios nombres recurrentes entre los que destacan Stanislaw Lem y Philip K. Dick. La huella de estos dos escritores es apreciable en ciertos enfoques y temas utilizados por el autor de Perth, aunque éste destila un distanciamiento —con el que pone casi en entredicho la propia condición humana— que lo aparta de los tratamientos esgrimidos por el polaco y el californiano. Pero comparte con ellos la preocupación por los temas metafísicos, que desarrolla de forma claramente recursiva a lo largo de su obra. Gracias a una suerte de repetición más propia de la música tecno que de la escritura, el autor despliega una panorámica de estados de ánimo, de estados del ser humano, rica en matices sutilmente diversos, agridulces y enriquecedores.

    Egan pasó la mayor parte de 1990 escribiendo la presente novela, Cuarentena. Era su primera novela de ciencia ficción y su segundo libro publicado (tras An Unsual Angle, una novela de juventud escrita a los 17 años y publicada seis años más tarde, en 1983, por la editorial australiana Norstrilia Press). Constituye la primera entrega de lo que su autor denominaría después el Ciclo de la Cosmología Subjetiva, que se completa con Ciudad permutación y El Instante Aleph. En ella, a partir de los postulados sobre mesurabilidad de la mecánica cuántica, Egan desarrolla una intrincada trama en la que un peculiar y metódico investigador privado sigue la pista de una joven desaparecida de un instituto psiquiátrico.

    La novela contiene muchos de los rasgos que caracterizan al autor: personajes racionalistas hasta extremos enfermizos y/o empáticamente distantes; la presencia de tecnologías increíbles y sus truculentas aplicaciones; situaciones tan extrañas como lógicamente consistentes; puntos de vista perturbadores; secundarios impagables; e ideas que podrían ser paladeadas sólo por el propio vértigo que producen.

    Hoy, en 1999 y con cuatro novelas del género a su cargo, Egan goza de un amplio reconocimiento y es sin lugar a dudas el artífice de alguno de los capítulos más destacados de la ciencia ficción contemporánea. No es, sin embargo, un autor muy popular entre el público norteamericano; aunque ha sido nominado varias veces a los premios más emblemáticos del género (Hugo y Nébula), nunca ha obtenido ninguno de ellos. Sí ha merecido, en cambio, el John W. Campbell Memorial, concedido por jurado, y el premio Ditmar en Australia en dos ocasiones.

    Egan hace gala de un estilo sencillo, directo y fácilmente asimilable, pero no está interesado en ofrecer narraciones reconfortantes, ni escribe el tipo de ciencia ficción diseñada para ratificar creencias caducas o afianzar nuestra visión del mundo. No ofrece placebos, sino auténticas medicinas. Medicinas que saben mal, que tienen efectos secundarios y que, si uno no está terminalmente enfermo, pueden llegar a curar.

    Desde sus primeros e ingenuos esfuerzos, hasta sus relatos más escrupulosamente dañinos, Greg Egan salpica sus historias con toques de desesperación, atmósferas de incertidumbre y latidos de desasosiego que, hurgando en la llagas del ser humano, logran aproximarnos a él y brindarnos una especie de aliento irónico. «Somos patéticos, ¿y qué?», parece preguntarse una y otra vez.

    Y eso es precisamente lo que ofrece Cuarentena: un modo de hacer ciencia ficción que analiza los temas abordados hasta sus límites epistemológicos; personajes no necesariamente diseñados para que nos identifiquemos con ellos; una literatura para mentes inquietas, que derriba mitos e intenta, desde el disfraz de un género, acercarse a la razón última de las cosas.

    Póngase pues cómodo y deje que este payaso sabio juegue con su cerebro; déjese deslumbrar por sus piruetas de saltimbanqui. Pero tenga cuidado, porque cuando lo vea alejarse, le habrá invadido una profunda sensación de extrañeza; pero no será el mundo el que haya cambiado, sino sus ojos.

    Carlos Pavón



    PRIMERA PARTE
    1


    SÓLO LOS CLIENTES más paranoides me telefonean cuando estoy durmiendo.

    Nadie quiere que una llamada de naturaleza confidencial sea descifrada electrónicamente y expuesta en la pantalla de un videófono corriente, por supuesto; incluso suponiendo que la habitación no esté pinchada, las emisiones de radiofrecuencia de la señal descodificada pueden ser captadas a una manzana de distancia. Aun así, casi todo el mundo se contenta con recurrir a la solución habitual: una pequeña modificación neural permite que el cerebro lleve a cabo el desciframiento por sí solo y pase los resultados directamente a los centros visuales y auditivos. La modalidad que utilizo, Criptodependiente (Neurocom, 5.999$), incluye también una opción de laringe virtual que garantiza seguridad total en ambos sentidos.

    Pero incluso el cerebro desarrolla filtraciones bajo la forma de tenues campos eléctricos y magnéticos. Un detector superconductor no más grande que una partícula de caspa implantado en el cuero cabelludo puede acceder al flujo de datos neurales involucrado en un acto de percepción simulada, y es capaz de traducirlo casi instantáneamente a los sonidos e imágenes correspondientes.

    De ahí La centralita nocturna (Axón, 17.999$). Las nanomáquinas que se encargan de llevar a cabo esta modificación pueden necesitar hasta un máximo de seis semanas para cartografiar los esquemas idiosincráticos del usuario —es decir, las reglas que determinan cómo quedarán codificados los significados dentro de las conexiones neurales—, pero en cuanto han terminado, ya puedes prescindir de la intermediación del lenguaje sensorial. Si tu comunicante quiere que sepas algo, lo sabrás sin ninguna necesidad de alucinar una cabeza parlante que te lo diga de viva voz, y la firma electromagnética a nivel craneal es, a todos los efectos prácticos, totalmente inescrutable. El único problema es que, en el estado consciente, a la mayoría de personas les resulta un poco molesto —y en el peor de los casos, incluso traumático— sentir que la información se está cristalizando dentro de su cabeza sin haber pasado por los preliminares convencionales. Por ello, para recibir la llamada tienes que estar dormido.

    No hay sueños. Sencillamente despierto sabiendo.

    Laura Andrews tiene treinta y dos años, mide un metro cincuenta y seis centímetros y pesa cuarenta y cinco kilos. Cabellos castaños, lisos y más bien cortos; ojos azul claro; una nariz larga y delgada. Rasgos angloirlandeses y piel muy negra porque, como les ocurre a la inmensa mayoría de australianos, nació sin una protección adecuada contra el ultravioleta y ha sido equipada con genes que aumentan la producción de melanina y el grosor de la epidermis.

    Laura Andrews sufre severas lesiones cerebrales congénitas: puede andar y comer, aunque con bastante torpeza, pero es totalmente incapaz de comunicarse, y los expertos aseguran que su nivel de comprensión del mundo no se encuentra muy por encima del de un niño de seis meses. Desde los cinco años, Laura ha permanecido ingresada en el Instituto Hilgemann local.

    Cuando un celador abrió la puerta de su habitación para servirle el desayuno hace cuatro semanas, Laura no estaba allí. Después de haber registrado el edificio y los jardines, la dirección llamó a la policía. Los agentes repitieron el registro, lo extendieron y llamaron a la puerta de todas las casas de los alrededores, pero no dieron con ella. La habitación de Laura no mostraba ninguna señal de que alguien hubiera entrado por la fuerza, y las grabaciones de las cámaras de seguridad no proporcionaron ninguna pista. La policía entrevistó a todo el personal, pero nadie se derrumbó y confesó haber hecho desaparecer a Laura.

    Cuatro semanas después, nada. Nadie había visto a Laura Andrews. No había cadáver. No había demandas de rescate. La policía no había abandonado el caso, por lo menos oficialmente: se habían limitado a rebajar su prioridad, a la espera de nuevos acontecimientos.

    Nadie esperaba que se produjeran.

    Mi trabajo consiste en encontrar a Laura Andrews y devolverla al Hilgemann sana y salva —o en localizar sus restos, si está muerta— y reunir las pruebas suficientes para asegurar que los responsables de su secuestro puedan ser juzgados.

    Mi cliente, que ha preferido permanecer en el anonimato, cree que Laura ha sido secuestrada, pero no ha sugerido ningún motivo para ello. Por el momento, yo tampoco tengo nada que decir. No estoy en condiciones de mantener ninguna opinión al respecto: tengo la cabeza llena de conocimientos recibidos coloreados por la perspectiva de mi cliente, que incluso podría estar deformada por las mentiras.

    Abro los ojos, me levanto de la cama y voy a la terminal del rincón, porque tengo por norma no confiar en mi cabeza para los asuntos financieros. Pulsar unas cuantas teclas basta para confirmarme que mi cuenta acredita el ingreso provisional de un pago inicial satisfactorio, por lo que aceptar el depósito indicará al cliente que he aceptado el caso. Dedico unos momentos a repasar mentalmente los detalles del encargo, intentando convencerme de que realmente lo he entendido bien todo —ese tipo de llamadas siempre vienen acompañadas por una tenue sombra de la lógica de los sueños, con la leve pero implacable sospecha de que por la mañana nada de cuanto acabo de saber tendrá el menor sentido—, y luego autorizo la transacción.

    Hace una noche bastante calurosa. Salgo al balcón y contemplo el río. Incluso a las tres de la madrugada, las aguas están llenas de embarcaciones de recreo de todos los tamaños, desde tablas de vela luminiscentes que relucen con suaves resplandores anaranjados o verde lima hasta yates de doce metros de eslora recorridos por los haces de reflectores más potentes que el sol. Hacia el este, gigantescos hologramas de cartas, dados y copas de champán ejecutan piruetas por encima del casino entre guiños estroboscópicos. ¿Es que ya nadie duerme nunca?

    Alzo la mirada hacia el vacío negro del cielo y me siento inexplicablemente fascinado. Esta noche no hay luna, nubes ni planetas, y la oscuridad, monótona y repetitiva, se niega a tolerar cualquier reconfortante ilusión de escala: podría estar contemplando el infinito, o el reverso de mis propios párpados. Una oleada de náuseas recorre todo mi ser, en una mezcla contradictoria de claustrofobia superpuesta a la vertiginosa percepción de las dimensiones inhumanas de la Burbuja. Me estremezco —un solo, violento temblor—, y después la sensación desaparece de repente.

    Una alucinación modular de Karen, mi esposa muerta, de pie en el balcón junto a mí, desliza un brazo alrededor de mi cintura y dice: « ¿Nick? ¿Qué te ocurre?». Su piel está fría y sus dedos se extienden sobre mi abdomen, desplegándose como antenas. Estoy a punto de preguntarle, a manera de explicación, si nunca echa de menos las estrellas, y entonces comprendo lo ridículamente sentimental que sonaría eso, y consigo volver a cerrar la boca antes de haber hablado.

    Sacudo la cabeza.


    —Nada

    Los jardines del Instituto Hilgemann permanecen todo lo verdes que ha podido llegar a volverlos la ingeniería genética —y la reticulación implantada mediante la fuerza bruta—, durante el apogeo de un verano en el que deberían estar muertos y marrones. El césped brilla bajo el calor de la mañana igual que si estuviera empapado de rocío, sin duda irrigado constantemente justo por debajo de la superficie, y avanzo por el camino de acceso principal bajo la sombra de lo que parece una especie de arce. Una imagen muy cara de mantener, desde luego: las tarifas para los usos frívolos del agua, ya exorbitantes, se duplicarán en algún momento de los próximos meses. El tercer conducto Kimberley, que traerá agua desde presas situadas a dos mil quinientos kilómetros al norte, ya ha rebasado el presupuesto en un cuatrocientos por cien, y los planes para una planta desalinizadora han vuelto a ser abandonados: al parecer, un repentino exceso de producción en el mercado de los minerales oceánicos ha minado la viabilidad del proyecto.

    El camino termina en una calzada circular que rodea un soberbio arriate de llores en espectacular floración policromática. Los colibríes de genes confeccionados, marca registrada por SI, revolotean como flechas de un lado a otro o flotan inmóviles sobre las flores. Me detengo un momento para contemplarlos, esperando —en vano— presenciar cómo uno de ellos contraviene su programación apartándose del círculo.

    Todo el edificio ha sido construido con falsa madera, y la disposición general sugiere un motel. Hay Institutos Hilgemann en todas partes, sin que se pueda culpar a ningún Hilgemann de ello: todo el mundo sabe que Servicios Internacionales pagó una pequeña fortuna a sus asesores comerciales a cambio de que les proporcionaran el nombre «óptimo» para su departamento de hospitales psiquiátricos. (En cuanto a si el conocimiento público del origen del nombre ha invalidado dicho efecto de optimización, o si en realidad es su base más sólida, no sabría decirlo.) SI también dirige y administra hospitales médicos, centros de atención infantil, escuelas, universidades, prisiones y, desde hace poco, varios monasterios y conventos. A mí todos me parecen moteles.

    Me dirijo al mostrador de recepción, pero no necesito llegar a él.

    — ¿Señor Stavrianos?

    La doctora Cheng —la Directora Médica, con la que hablé brevemente por teléfono— ya me está esperando en el vestíbulo, una cortesía inusual que, educadamente, me priva de cualquier posibilidad de husmear por ahí sin la supervisión adecuada. Nada de batas blancas en el Instituto Hilgemann: el vestido de la doctora Cheng luce un complicado dibujo escheriano de pájaros y flores entrelazadas. La doctora me conduce hasta su despacho a través de una puerta de uso reservado al personal de la institución y un laberinto de corredores. Nos sentamos en cómodos sillones, lejos de su escritorio espartano.

    —Ya sé que está muy ocupada, y le agradezco que haya accedido a recibirme.
    —Puedo asegurarle que deseamos encontrar a Laura tanto como ustedes, y estamos dispuestos a cooperar en todo lo posible. Pero debo decir que no entiendo qué espera conseguir su hermana demandándonos. Eso no va a ayudar a Laura, ¿verdad?

    Respondo emitiendo un carraspeo lleno de simpatía, pero cautelosamente neutral. La hermana, o sus abogados, quizá sea mi cliente, pero de ser así ¿por qué tanto secreto? Aun suponiendo que no hubiera venido hasta aquí para presentarme ante la oposición —y no he recibido instrucciones de no hacerlo—, los abogados del Hilgemann habrían dado por sentado que la hermana de Laura acabaría recurriendo a un investigador tarde o temprano. Ellos también habrán recurrido a uno, y ya debe de hacer tiempo de eso. —Cuénteme qué piensa que le ha ocurrido a Laura.

    La doctora Cheng frunce el ceño.

    —De una cosa estoy segura, y es que no puede haber escapado por sí sola. Laura ni siquiera podía hacer girar el pomo de una puerta. Alguien se la llevó. El instituto no es una prisión, desde luego, pero nos tomamos muy en serio todo lo referente a la seguridad. Sólo un profesional cualificado que dispusiera de abundantes recursos podría haberla sacado de aquí..., pero no tengo ni idea de para quién podía trabajar o del porqué se la ha llevado. Si se tratara de un secuestro a estas alturas ya deberíamos saber qué rescate pretendían exigir, y en cualquier caso su hermana no tiene mucho dinero.
    — ¿Cree que pueden haberse equivocado de persona? Quizá pretendían secuestrar a algún otro paciente, alguien cuyos familiares pudieran reunir un rescate lo suficientemente elevado, y no se dieron cuenta de su error hasta que ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto.
    —Sí, supongo que es una posibilidad.
    — ¿Algún candidato obvio? Me refiero a algún paciente con familiares particularmente ricos que...
    —Realmente no puedo...
    —No, claro. Discúlpeme. —A juzgar por su expresión, diría que Cheng está pensando en varios candidatos..., y lo último que quiere es que yo vaya a ver a sus familias—. Supongo que habrán incrementado las medidas de seguridad, ¿no?
    —Me temo que tampoco puedo hablar de eso.
    —No, por supuesto. Entonces hábleme de Laura. ¿Por qué nació con esas lesiones cerebrales? ¿Cuál fue la causa?
    —No estamos seguros.
    —Pero aun así deben de tener alguna idea. ¿Cuáles son las posibilidades? ¿Rubéola? ¿Sífilis? ¿SIDA? ¿Consumo de drogas por parte de la madre? ¿Efectos secundarios de algún fármaco, o de un pesticida, o de un aditivo alimentario...?

    Sacude enérgicamente la cabeza.

    —Estamos casi totalmente seguros de que no se trató de nada de eso. Su madre recibió la atención médica y los cuidados prenatales habituales, no padecía ninguna enfermedad grave y no tomaba drogas. Y en cuanto a los agentes teratógenos y los mutágenos químicos, producen efectos distintos a los que hemos observado en nuestra paciente. En el caso de Laura no hay malformaciones, desequilibrio bioquímico, proteínas defectuosas, anormalidades histológicas...
    — ¿Y entonces por qué ese retraso mental tan acentuado?
    —En el caso de Laura parece como si ciertos senderos cruciales del cerebro, ciertos sistemas de conexiones neurales que deberían haberse formado a una edad muy temprana, no hubieran logrado llegar a manifestarse. Posteriormente su ausencia imposibilitó el desarrollo normal que habría debido producirse a continuación. La pregunta es por qué esos senderos iniciales no llegaron a formarse. Como acabo de decirle, no podemos estar seguros, pero sospecho que se debió a un efecto genético complejo producido durante la fase uterina, un proceso muy sutil en el que estuvieron involucrados varios genes.
    —Pero si se tratara de algo genético podrían confirmarlo, ¿no? Siempre pueden examinar su ADN, ¿verdad?
    —Laura no presenta ningún defecto genético reconocido o catalogado, si es que se está refiriendo a eso..., lo cual sólo demuestra que algunos de los genes cruciales para el desarrollo cerebral todavía no han sido localizados.
    — ¿Algún historial familiar del mismo fenómeno? —No, pero si hay varios genes involucrados, eso no tiene por qué ser sorprendente: la probabilidad de que un familiar compartiera la misma anomalía podría ser muy pequeña. —Frunce el ceño—. Discúlpeme, pero ¿realmente cree que algo de lo que le estoy diciendo puede ayudarlo a encontrarla?
    —Bueno, si la causa hubiera sido un producto farmacéutico o de consumo, los fabricantes podrían estar tratando de proteger sus intereses. Ya sé que ha transcurrido mucho tiempo desde entonces, pero siempre cabe la posibilidad de que algún equipo de investigadores de los defectos congénitos acerca del que nadie sabía nada se disponga a publicar un estudio donde se afirma que el fármaco maravilloso x, el antidepresivo milagroso de los años treinta, hace que uno de cada cien mil fetos acabe convirtiéndose en una Laura. Supongo que habrá oído hablar de Productos de Salud Holística, esa firma de los Estados Unidos: seiscientas personas se encontraron con que sus riñones habían decidido dejar de funcionar después de que hubieran tomado su «suplemento energético», así que los directivos contrataron a una docena de asesinos a sueldo para que empezaran a eliminar a las víctimas, fingiendo muertes por accidente. Cuando hay cadáveres de por medio, las indemnizaciones por daños y perjuicios se reducen enormemente. Admito que el secuestro no parece tener mucho sentido, pero ¿quién sabe? Quizá necesitaban estudiar a Laura para extraer alguna clase de información que luego podría serles de utilidad en los tribunales.
    —Todo eso me suena a paranoia pura.

    Me encojo de hombros.

    —Deformación profesional, ya sabe.

    Se ríe.

    — ¿A qué profesión se refiere, a la suya o a la mía? Bueno, ya le he dicho que la causa era heredada.
    —Pero no puede afirmarlo con total seguridad.
    —No.

    Hago las preguntas usuales sobre el personal: ¿alguien ha sido contratado o despedido durante los últimos meses, saben de alguien que tenga deudas o problemas o que, por el motivo que sea, pueda querer vengarse del Instituto Hilgemann? Los policías ya habrán hecho todas esas preguntas, pero después de cuatro semanas de pensar en la desaparición, alguna cuestión trivial que al principio no había parecido digna de mención puede haberse vuelto mucho más significativa.

    No tengo tanta suerte.

    — ¿Puedo ver su habitación?
    —Desde luego.

    Los corredores por los que pasamos disponen de cámaras instaladas en el techo a intervalos de diez metros, así que supongo que cada una de las rutas de aproximación a la habitación de Laura estará cubierta por un mínimo de siete cámaras. Un auténtico profesional del secuestro trabaja con presupuestos lo suficientemente elevados como para poder permitirse el lujo de emplear siete camaleones de datos, por supuesto: cada robot del tamaño de una cabeza de alfiler habría memorizado la secuencia de bits de un fotograma mientras el corredor estaba vacío después de haber accedido a la señal de una cámara, y luego la habría escupido repetidamente para que sustituyera a la imagen real. Seguramente cada entrada-salida de los datos falsos estaría acompañada por tenues emisiones de ruido de alta frecuencia, pero éstas no habrían sido lo bastante intensas para dejar imperfecciones delatoras en una grabación digital con esos niveles de tolerancia al ruido. A menos que hasta el último metro de fibra óptica sea examinado con un microscopio electrónico, lo cual permitiría localizar las minúsculas cicatrices indicadoras de en qué puntos intervinieron los camaleones, no hay forma de saber si esa manipulación tuvo lugar o no.

    Interferir el funcionamiento de la puerta —cuya cerradura es controlada por un sistema remoto— habría resultado igual de fácil.

    La habitación es pequeña y no tiene muchos muebles. Una pared está cubierta por un alegre mural de llores y pájaros. No es el tipo de visión con la que me gustaría encontrarme cada mañana al despertar, pero no puedo saber qué opinaba Laura al respecto. Hay un solo ventanal junto a la cama, sólidamente incrustado en la pared y sin que nadie se haya molestado en crear la impresión de que fue diseñado para abrirse. El panel de plástico especial podría resistir incluso el impacto de una bala pero, con el equipo adecuado, podría ser cortado y vuelto a sellar sin dejar ninguna señal visible. Saco mi cámara de bolsillo, tomo una instantánea del ventanal bajo la luz polarizada de un flash láser y después proceso la imagen hasta obtener un mapa coloreado de los índices de fatiga del material, pero la pulcra lisura de los contornos no muestra ningún defecto o anomalía.

    La verdad es que no puedo hacer nada que el equipo forense de la policía no haya hecho antes y mejor. La alfombra habrá sido holografiada para detectar impresiones de pisadas, y después le habrán pasado el aspirador para recoger cualquier resto de fibras y detritos biológicos; las sábanas habrán sido analizadas; y los alrededores de la ventana habrán sido examinados en busca de indicios microscópicos. Pero ahora por lo menos la habitación ha quedado grabada en mi mente, con lo que dispongo de un fondo sólido sobre el que desplegar mis especulaciones acerca de los acontecimientos de aquella noche.

    La doctora Cheng me acompaña de vuelta al vestíbulo.

    — ¿Me permite hacerle una pregunta que no tiene nada que ver con Laura?
    — ¿Cuál?
    — ¿Tienen muchos pacientes con fiebre de la Burbuja?

    La doctora Cheng se ríe y menea la cabeza.

    —Ni uno solo. La fiebre de la Burbuja ya está pasada de moda.

    Porque soy un profesional que trabaja por su cuenta, y porque podría —en teoría— avalar un crédito, puedo averiguar ciertas cosas acerca de cualquier persona sin necesidad de esforzarme en lo más mínimo.

    Martha Andrews tiene treinta y nueve arios y trabaja para Ferrocarriles del Oeste como analista de sistemas. Está divorciada, y el tribunal le adjudicó la custodia de sus dos hijos. En el aspecto económico, tiene unos ingresos medios y unas deudas del mismo nivel, y además es propietaria del cuarenta y dos por ciento de un piso barato de dos dormitorios. Ha estado pagando al Hilgemann con el dinero de un fideicomiso que heredó de sus padres: su padre murió hace tres años, y su madre murió al año siguiente. No es lo bastante rica para que valga la pena extorsionarla.

    En esta fase, la hipótesis que parece más plausible es la de que se llevaron a la persona equivocada: no encaja demasiado bien con la profesionalidad del secuestro, pero nadie es perfecto. Lo que necesito, suponiendo que quiera seguir adelante con esa idea, es una lista de los pacientes del Hilgemann. Ciertos detalles sobre el personal también podrían serme de utilidad.

    Llamo a mi servicio de hackers habitual.

    La señal de llamada parece reverberar en las profundidades de mi cráneo. Estoy seguro de que los neurólogos del departamento de comercialización de Neurocom escogieron esa acústica tan extraña para producir una fuerte impresión de intimidad, pero no sólo no me impresiona, sino que lo único que consigue es provocarme claustrofobia. Al mismo tiempo, mi visión externa queda limitada al blanco y negro: se supone que eso sirve para reducir el factor de distracción, pero en realidad sólo es otro truquito estúpido.

    Bella, como siempre, responde al cuarto timbrazo. Su rostro parece flotar en el aire a un metro de distancia, nítidamente definido contra los grises de la realidad para esfumarse de repente a la altura del cuello igual que si estuviera siendo revelado por el haz de un reflector mágico. Me dirige una sonrisa helada.

    —Me alegro de verte, Andrew. ¿Qué puedo hacer por ti?

    «Andrew» es el nombre que he escogido para una de mis máscaras de Criptodependiente. El rostro humano sintético de Bella también podría ser una simple máscara que está repitiendo palabra por palabra las intenciones orales de una persona de carne y hueso, aunque también podría ser un puro artefacto, la interfaz de cualquier cosa desde un contestador hiperdesarrollado hasta un sistema que se encarga del noventa y nueve por ciento del trabajo a la hora de buscar datos. En realidad me da igual quién o qué sea Bella: ella /él/ello/ellos/ellas obtienen resultados, y eso es lo único que me importa.

    —El Instituto Hilgemann, delegación de Perth. Quiero todos los historiales de sus pacientes y todos sus registros de personal.
    — ¿Hasta cuándo quieres remontarte?
    —Bueno... Treinta años, si figuran en la red. Si el material antiguo está archivado, y si acceder a esos datos va a costar una fortuna, entonces olvídalo.

    Bella asiente.

    —Dos mil dólares.

    Experiencias anteriores me han enseñado que intentar regatear no sirve de nada.

    —Perfecto.
    —Vuelve a llamarme dentro de cuatro horas. Tu contraseña es «paradigma».

    Mientras la habitación recupera sus tonalidades normales, pienso que para Martha Andrews dos mil dólares tienen que ser un montón de dinero, y eso por no mencionar los quince mil que ya he recibido como anticipo. Pero si sus abogados estuvieran razonablemente seguros de que van a obtener una generosa indemnización de la que se quedarán con un buen porcentaje en concepto de honorarios, para ellos quince mil no serían nada. Su deseo de permanecer en el anonimato podría no ser más siniestro que mi utilización de un seudónimo cuando trato con Bella: si estás quebrantando la ley, siempre es aconsejable contar con unos cuantos mamparos que te protejan del riesgo de ser acusado de conspiración.

    ¿Hablo con Martha? No creo que eso pueda disgustar a sus abogados, e incluso si me ha contratado personalmente (una posibilidad que aún no puede ser completamente descartada, ya que sus finanzas quizá abarquen profundidades ocultas) lo cierto es que escogió el anonimato en vez de optar por la alternativa de darme instrucciones explícitas de que me mantuviese alejado.

    En realidad, lo único que puedo hacer es actuar como si no hubiera dedicado ni un solo instante de mi tiempo a pensar en la identidad de mi cliente..., aunque la verdad es que, hasta el momento, el pequeño detalle de la identidad es lo que encuentro más fascinante de todo este caso


    ****

    Martha se parece mucho a su hermana, con un poco más de carne y un montón de preocupaciones más. Cuando hablamos por teléfono me preguntó si trabajaba para el hospital. Cuando le dije que no podía revelar el nombre de mi cliente, pareció interpretarlo como una respuesta afirmativa. (De hecho, eso es pura y simplemente inconcebible: SI posee una gran parte de las acciones de Investigaciones Pinkerton, por lo que el Hilgemann nunca contrataría a un profesional independiente.) Ahora que la tengo delante, estoy casi seguro de que cree que trabajo para el Hilgemann.

    —Realmente, soy la persona que menos puede ayudarla a encontrar a Laura. Eran ellos quienes cuidaban de Laura, no yo. No entiendo cómo pueden haber permitido que llegara a ocurrir algo semejante.
    —Oh, claro. Pero olvidémonos de la incompetencia por un momento. ¿Tiene alguna idea de por qué alguien podría querer secuestrar a Laura?

    Sacude la cabeza.

    — ¿Laura? ¿De qué puede servirle Laura a nadie? —La cocina, en la que estamos sentados, es minúscula y está impoluta. En la habitación contigua, los hijos de Martha están jugando con la nueva locura de este verano, Demonios zen tibetanos flipados contra dioses del vudú haitianos colgados, y no dentro de sus cabezas, como hacen los niños ricos. Un alarido teatralmente prolongado seguido por una ensordecedora explosión líquida y una oleada de vítores en directo hace que Martha tuerza el gesto—. Ya le he dicho que si hay alguien que pueda responder a esa pregunta, no soy yo. Quizá no fue secuestrada. Puede que el Hilgemann le hiciera daño de alguna manera, tal vez sometiéndola a malos tratos o probando un nuevo fármaco que no dio los resultados esperados, y que toda su historia sobre la desaparición de Laura sólo sea una tapadera. No son más que conjeturas, naturalmente, pero creo que debería tener presente esa posibilidad. Eso suponiendo que realmente quiera descubrir la verdad, por supuesto.
    — ¿Mantenía una relación muy íntima con Laura?

    Frunce el ceño.

    — ¿Íntima? ¿Es que no se lo han explicado? Lo de su estado, quiero decir.
    —Bien, pero ¿procuraba mantenerse en contacto con ella? ¿La visitaba con frecuencia?
    —No. Nunca. Visitarla no habría tenido ningún sentido, porque Laura no hubiese podido entender lo que significaba el que fuera a verla. Ni siquiera se habría enterado de lo que estaba ocurriendo.
    — ¿Y sus padres pensaban lo mismo que usted?

    Se encoge de hombros.

    —Mi madre solía ir a verla una vez al mes. No se engañaba a sí misma, porque sabía que a Laura le daba igual que fuera a verla o no, pero creía que era lo correcto a pesar de todo. Quiero decir que... Bueno, ella sabía que si no iba a verla se sentiría culpable, y cuando por fin dispusieron de módulos que podían eliminar esas sensaciones, ya estaba tan acostumbrada a visitarla que no quería cambiar. Pero yo nunca he tenido ese problema: Laura no es una persona, por lo menos en lo que a mí concierne, y si intentara fingir que lo es sólo conseguiría sentirme como una hipócrita.
    —Pero supongo que cuando comparezca ante el tribunal se mostrará un poco más sentimental, ¿verdad?

    Se ríe, sin dar muestras de sentirse ofendida.

    —No. Les hemos demandado por daños punitivos, no para obtener una compensación por «sufrimiento emocional». La cuestión a debatir será la negligencia del hospital, no mis sentimientos. Tal vez sea una oportunista, pero no estoy dispuesta a cometer perjurio.


    ****

    En el tren que me lleva de vuelta a la ciudad me pregunto si Martha puede haber organizado el secuestro de su hermana para conseguir una indemnización por daños punitivos. El que no quiera exprimir al máximo las posibilidades del pleito podría ser un movimiento cuidadosamente calculado, una forma de asegurarse la simpatía del jurado mediante una aparente renuncia a explotar el caso. Pero esa teoría tiene como mínimo un punto débil: ¿por qué no exigir un rescate, que luego podría ser recuperado del Hilgemann a través de los tribunales? ¿Por qué permitir que el motivo del secuestro se convierta en un misterio que pide a gritos una explicación, lo cual contribuirá a que se sospeche que todo es un fraude?

    Salgo de la opresión carente de aire del metro para encontrarme con que las calles están casi igual de atestadas, ya que han sido invadidas por hordas de compradores vespertinos cargados de gangas postnavideñas y artistas callejeros tan desprovistos de talento —natural o de otra clase— que siento la tentación de plantarme ante ellos y ajustar sus máquinas de crédito en la modalidad de devolución.

    —Estás hecho un auténtico bastardo —dice Karen, y asiento en silencio.

    Mientras voy hacia el hombre-anuncio, me digo que pasaré de largo junto a él como si no lo hubiera visto, pero después de haber dado unos cuantos pasos dejo de andar y me vuelvo para mirarlo. Su rostro apaciblemente inclinado hacia abajo es tan pálido como una babosa — ¡Dios no quiere que juguemos con nuestra pigmentación!— y lleva un traje negro que debe de ser un auténtico purgatorio con este calor. Inmóvil entre el gentío vestido con prendas de vivos colores que dejan al descubierto los brazos y las piernas, parece un misionero del siglo xix perdido en un mercado africano. Ya he visto a ese mismo hombre con anterioridad, cargado con el mismo imaginativo mensaje, repetido delante y detrás:

    ¡ARREPENTIOS,
    PECADORES!
    ¡EL DÍA DEL JUICIO
    ESTÁ CERCA!


    ¡Cerca! ¡Después de treinta y tres años, está cerca! No me extraña que mantenga los ojos clavados en el suelo. ¿Qué coño habrá estado ocurriendo dentro de su cerebro durante las últimas tres décadas? ¿Se despierta cada mañana pensando —y con esa vez ya irán diez mil— «Hoy es el día»? Eso no es fe, es parálisis.

    Permanezco inmóvil durante unos momentos y me dedico a observarlo. El hombre va y viene lentamente por un sendero prefijado, deteniéndose cuando la corriente de compradores le opone una resistencia insuperable. La mayoría de personas ignoran su presencia, pero veo que un adolescente lo aparta de un brusco empujón después de haber chocado deliberadamente con él, y me siento invadido por una vergonzosa oleada de deleite.

    No tengo ninguna razón para odiar a este hombre. Hay milenaristas de todas las clases imaginables, desde dóciles idiotas hasta astutos timadores, de acuarianos perdidos en el éxtasis a terroristas genocidas. Los miembros de los Niños del Abismo no recorren las calles con un par de tableros para anuncios colgados del cuello, y culpar de la muerte de Karen a este patético muñequito de cuerda no tendría ningún sentido.

    Pero mientras sigo andando, no puedo evitar disfrutar con una deliciosa visión de su rostro convertido en pulpa ensangrentada.


    ****

    Cuando las estrellas se apagaron, yo tenía ocho años.

    Quince de noviembre del año 2034. De las 8:11:05 a las 8:27:42, hora del meridiano de Greenwich.

    No presencié la aparición del círculo de oscuridad, el cual fue creciendo a partir del punto antisolar igual que la boca de un gusano cósmico tan negro como el carbón que se abriera para engullir el planeta. En la televisión sí que la he visto, un centenar de veces y desde una docena de lugares distintos, pero en la televisión sólo parece el efecto especial más barato imaginable (en las imágenes transmitidas por los satélites todavía resulta menos convincente, y en los planos tomados con filtros antiluminosidad se podía ver cómo la «boca» se cerraba exactamente detrás del sol, en una simetría tan poco plausible que apestaba a maquinación humana).

    No pude verlo en directo, naturalmente. En Perth la tarde ya se estaba aproximando a su fin, pero la noticia nos llegó antes de la hora del crepúsculo y salí al balcón, junto con mis padres, para esperar entre la penumbra. Cuando apareció Venus y la señalé con un dedo, mi padre se puso furioso y me mandó dentro. No recuerdo exactamente qué dije: estoy seguro de que ya sabía distinguir los planetas de las estrellas, pero quizá se me escapó alguna tonta broma infantil. Cuando miré por la ventana de mi dormitorio —pudiendo elegir entre cristal sucio o rejilla antimoscas llena de polvo— y vi, bueno, la nada, realmente había que hacer un considerable esfuerzo de voluntad para sentirse impresionado. Luego, cuando por fin pude contemplar el cielo vacío sin que nada se interpusiera entre él y yo, intenté obedientemente sentirme atónito y aterrado, pero no lo conseguí. Aquello era tan poco espectacular como una noche nublada. Sólo años después comprendí lo aterrorizados que debían de estar mis padres.

    El Día de la Burbuja hubo disturbios por todo el planeta, pero los peores actos de violencia tuvieron lugar allí donde la gente había visto el acontecimiento con sus propios ojos, y eso dependía de una combinación de la longitud y del tiempo que hiciera. La noche se extendía desde el oeste del Pacífico hasta Brasil, pero una gran parte de las Américas estaba cubierta de nubes. Había cielos despejados sobre Perú, Colombia, México y el sur de California, por lo que Lima, Bogotá, Ciudad de México y Los Ángeles sufrieron consecuencias mucho más graves. En Nueva York, a las once y tres minutos de la mañana hacía mucho frío y estaba nublado, y eso salvó a la ciudad. Brasilia y Sao Paulo fueron salvadas por la claridad del amanecer.

    En este país no se produjeron grandes disturbios. El crepúsculo llegó demasiado tarde incluso en la costa este, y al parecer casi todos los australianos pasaron toda la noche pegados a sus televisores, contemplando cómo otras personas se encargaban de saquear e incendiar. El Fin del Mundo era algo tan importante que sólo podía estar ocurriendo en otras tierras. En Sydney hubo menos muertes que durante la Nochevieja del año anterior.

    Que yo recuerde, el acontecimiento propiamente dicho fue seguido prácticamente al momento por el anuncio de una explicación (o, al menos, de algo que intentaba ser una explicación). El análisis de los momentos en los que se produjeron los ocultamientos había revelado casi inmediatamente la geometría de lo que había ocurrido, y es posible que eso me bastara como respuesta. A continuación transcurrieron casi seis meses antes de que las primeras sondas se encontraran con la Burbuja, pero el nombre ya había sido utilizado desde el primer momento para referirse a lo que descubrirían, fuera lo que fuese.

    La Burbuja es una esfera perfecta de doce mil millones de kilómetros de radio (unas dos veces la órbita de Plutón) centrada en el Sol. Apareció como un todo completo y acabado que surgió repentinamente de la nada, pero como la Tierra se encontraba a ocho minutos luz de su centro, el tiempo que tardó en llegar hasta nosotros la última luz estelar fue variando a través del cielo, y esa variación produjo el efecto del círculo de oscuridad que iba creciendo con enorme rapidez. Las estrellas desaparecieron primero desde la dirección en la que la Burbuja estaba más próxima, y en último lugar de aquella en la que se encontraba más alejada, exactamente al otro lado del Sol.

    La Burbuja presenta una superficie inmaterial que se comporta, en muchos aspectos, como una versión cóncava del horizonte de sucesos de un agujero negro. Absorbe la luz del sol a la perfección y lo único que emite es un hilillo indiferenciado de radiación térmica (mucho más fría que el ruido de fondo cósmico de la microonda, que ya no llega hasta nosotros). Las sondas que se aproximan a la superficie sufren el deslizamiento hacia el rojo y la dilatación del tiempo, pero no experimentan ninguna fuerza gravitacional mesurable que pueda explicar estos efectos. Aquellas cuyas órbitas intersectan la esfera parecen experimentar una paulatina reducción de velocidad que termina culminando en una detención asintótica, y luego se desvanecen: la mayoría de los físicos creen que dentro del tiempo local de la sonda, ésta atraviesa la Burbuja a gran velocidad sin encontrar ningún obstáculo, pero están igualmente seguros de que también lo hace en nuestro infinitamente distante futuro. No sabemos si hay otras barreras más allá de ella, y aun suponiendo que no las haya, la pregunta de si un astronauta que emprendiera el viaje del cual no se puede volver acabaría descubriendo que el universo exterior no había envejecido, o emergería justo a tiempo de presenciar el momento de su extinción, todavía carece de respuesta.

    Después de que les leyeran varios informes que sólo contenían una frase familiar en todas sus páginas, los medios de comunicación (a los que se había mantenido entretenidos durante seis meses con teorías todavía más disparatadas que la verdad) se apresuraron a declarar que el Sistema Solar se había «caído dentro» de un enorme agujero negro, con lo que provocaron una reaparición del pánico global antes de que la confusión pudiera ser aclarada. El horizonte de sucesos nos rodeaba y, en un error perfectamente comprensible, los medios de comunicación llegaron a la conclusión de que eso significaba que teníamos que estar dentro de él. La verdad, sin embargo, es que se trata justamente de lo contrario: el horizonte de sucesos no nos rodea, sino que «rodea» todo lo demás.

    Aunque un puñado de valerosos teóricos hicieron denodados esfuerzos para construir un modelo que explicara la Burbuja como un fenómeno natural espontáneo, en realidad —siempre, y desde el primer momento— sólo hubo una explicación plausible: una raza alienígena inmensamente superior había erigido una barrera para aislar al Sistema Solar del resto del universo.

    La gran pregunta era por qué.

    Si el objetivo era disuadirnos de que nos lanzáramos al espacio y conquistáramos toda la galaxia, no tendrían que haberse tomado tantas molestias. En el año 2034, ningún ser humano había ido más allá de Marte. La base lunar estadounidense, que había permanecido ocupada durante dieciocho meses, ya llevaba seis años cerrada. Las únicas naves espaciales que habían abandonado el Sistema Solar eran las sondas que fueron enviadas a los planetas exteriores hacia finales del siglo xx, y que siguiendo trayectorias que acababan de perder todo su sentido, se alejaban lentamente del Sol. Los planes para enviar una misión no tripulada a Alfa Centauro el año 2050 acababan de ser modificados y la nueva fecha escogida era el año 2069, con la esperanza de que el centenario del Apolo xi contribuiría a la recogida de fondos.

    Una civilización alienígena capaz de viajar por el espacio quizá se enfrentara a ese tipo de cuestiones partiendo de una perspectiva a más largo plazo, naturalmente. Para ellos, los mil años que deberían transcurrir antes de que los seres humanos pudieran embarcarse en algún programa remotamente parecido a la conquista interestelar tal vez sólo fueran un juicioso margen de seguridad. Aun así, la idea de que una cultura capaz de manipular el espacio-tiempo de formas que apenas éramos capaces de comprender pudiera temernos resultaba ridícula.

    Los Hacedores de la Burbuja tal vez fueran unos benefactores que nos habían salvado de un destino infinitamente peor que el de vernos confinados a una región del espacio dentro de la que, si no cometíamos imprudencias, podríamos prosperar durante centenares de millones de años. El núcleo galáctico quizá estuviera estallando, y la Burbuja podía ser el único escudo posible contra la radiación. Otras razas alienígenas hostiles quizá estaban sembrando el caos en la región, y la Burbuja era la única forma de mantenerlas a raya. Las variaciones menos dramáticas sobre este tema abundaban. La Burbuja tal vez estuviera allí para proteger a nuestra frágil cultura primitiva de las implacables realidades del comercio interestelar. El Sistema Solar podía haber sido declarado Zona de Herencia Galáctica.

    Unos cuantos intelectuales aguafiestas argumentaron que cualquier explicación que pudiera parecemos plausible probablemente no sería más que una tontería antropomórfica, pero nadie los invitó a los debates televisivos.

    En el otro extremo, la mayoría de sectas religiosas no se lo pensaron dos veces a la hora de extraer respuestas prefabricadas de sus ridículas mitologías. Fundamentalistas de distintos credos se negaron a admitir la existencia de la Burbuja, y todos proclamaron que las estrellas desaparecidas eran un signo de la ira divina que ya había sido anunciado —con distintos grados de licencia profética— por sus textos sagrados.

    Mis padres eran firmemente ateos, mi educación había sido secular, y mis amigos de la infancia o no profesaban ninguna religión o, en el caso de los nietos de los refugiados indonesios, se conformaban con un budismo marginal. Pero los medios de comunicación de habla inglesa de todo el planeta fueron invadidos por las opiniones de los fundamentalistas cristianos, con la consecuencia de que fueron sus imbecilidades las que llegué a conocer mejor y aquellas que acabaron pareciéndome más despreciables. ¡Las estrellas se habían apagado! Si eso no era puro Apocalipsis, ¿qué podía serlo? (De hecho, en el Libro de las Revelaciones las estrellas caían sobre la tierra, pero nunca hay que tomarse las cosas demasiado al pie de la letra.) Incluso aquellos fanáticos cuyos fetichismos milenaristas se escribían con eme minúscula tenían motivos para estar contentos: los años 2000 y 2001 tal vez hubieran estado frustrantemente desprovistos de portentos cósmicos, pero, dadas las inexactitudes de los registros históricos, el año 2034 (o eso se afirmaba) muy bien podía corresponder con toda exactitud al bimilenario, no del nacimiento de Cristo, sino de su muerte y resurrección. (¿El 15 de noviembre como Pascua? Los fundamentalistas ofrecieron abstrusas explicaciones —que incluían algo llamado «deriva pascual»—, pero nunca fui lo suficientemente masoquista para tratar de entenderlas.)

    Era el Día del Juicio reescrito por la cámara de comercio de alguna pequeña ciudad del Cinturón de la Biblia. La televisión seguía funcionando y nadie necesitaba la marca de la bestia para comprar y vender, y mucho menos para entregar y recibir donaciones deducibles de impuestos. Las grandes iglesias emitieron cautelosas declaraciones que, en resumen, venían a decir que los científicos probablemente estaban en lo cierto, pero sus templos se vaciaron y la industria de la salvación a cambio de dinero experimentó una prosperidad sin precedentes.

    Aparte de los grupos post-Burbuja que habían abandonado sus religiones establecidas originales, también aparecieron miles de cultos nuevos, la mayoría de ellos organizados según los principios sólidamente comerciales inventados por los empresarios religiosos del siglo xx. Pero mientras las oportunidades se multiplicaban, los verdaderos psicóticos florecían. Los Niños del Abismo necesitaron veinte años para darse a conocer, pero naturalmente, haber nacido del Abismo —el Día de la Burbuja o con posterioridad a él— era un prerrequisito imprescindible para todos los miembros. Empezaron el año 2054, envenenando el suministro de agua potable de un pueblo del Maine en el que mataron así a más de tres mil personas. Ahora actúan en cuarenta y siete países, y ya llevan acumuladas casi cien mil víctimas. Marcus Duprey, su fundador y gran profeta por autodesignación, escupe un chorro incoherente de parloteo cabalístico a medio digerir y escatología de cómic, pero al parecer hay miles de personas cuyo cerebro ha sufrido exactamente el tipo de avería necesario para que hasta la última de sus palabras les parezca estar llena de verdades.

    Que empezaran a volar edificios escogidos al azar porque «vivimos en la Era de la Destrucción» fue un mal comienzo, pero desde que Duprey y diecisiete Niños más fueron enviados a la cárcel, muchos de sus seguidores decidieron convertir su liberación en la meta final del movimiento; y con un objetivo tangible (si bien inalcanzable) alrededor del cual concentrar sus esfuerzos, todo ha empeorado. Lo que yo piense o deje de pensar no tiene ninguna importancia, pero algunas noches la pregunta me ronda por la cabeza durante horas. No deseo que lo dejen en libertad: lo que deseo es que nunca lo hubieran arrestado.

    La enfermedad mental no quedó confinada a los milenaristas: las mentes seculares dispusieron de la fiebre de la Burbuja, una reacción «claustrofóbica» incapacitadora a la convicción de estar «atrapado» en un volumen de espacio ocho trillones de veces más grande que el disponible en la Tierra. Ahora la fiebre de la Burbuja parece más bien risible y nos resulta casi tan pintoresca como cualquiera de esas dolencias que afirmaban padecer las clases altas del siglo xix, pero millones de personas sucumbieron a ella durante el primer año. Atacó en prácticamente todos los países, y las autoridades sanitarias predijeron que su coste para la economía mundial sería superior al del sida. Pero en cinco años el número de casos había caído en picado.

    Las guerras y las revoluciones que se han ido sucediendo alrededor del planeta han sido atribuidas a la Burbuja —aunque me pregunto cómo alguien puede afirmar que está en condiciones de separar sus efectos desestabilizadores de los de la pobreza, la deuda, el cambio climático, la hambruna y la contaminación—, y también se la ha culpado de todo ese fanatismo religioso que, pese a todo, habría acabado apareciendo de todas maneras. He leído que en los primeros días se hablaba seriamente del «derrumbamiento» de la civilización y de la inminencia de una nueva Edad Oscura. Ese tipo de afirmaciones no tardaron en desaparecer, pero incluso ahora, sigo sin tener muy claro si el que las ondas del shock cultural hayan sido tan tenues me parece milagroso o, sencillamente, inevitable. La Burbuja lo cambia todo: prueba la existencia de alienígenas dotados de poderes divinos, alienígenas que nos han encerrado en el Sistema Solar sin ninguna explicación o aviso previo..., y que nos han robado nuestro destino en el universo. La Burbuja no cambia nada: los alienígenas se mantienen ocultos y no nos afecta en nada su existencia. Las estrellas son totalmente irrelevantes para las necesidades humanas; el sol sigue brillando y las cosechas siguen creciendo, la vida de este planeta continúa como siempre lo ha hecho..., y hay mundos suficientes a nuestro alcance para que podamos pasamos milenios explorándolos.

    A comienzos de la década de los cincuenta, sencillamente «se sabía» —sin que existiera ninguna razón obvia para ello— que los Hacedores de la Burbuja estaban a punto de presentarse y justificar todo lo ocurrido: los cultos del contacto con alienígenas florecieron y los fraudes relacionados con los ovni alcanzaron niveles absurdos, pero a medida que los años iban transcurriendo en el silencio, las esperanzas de obtener aunque sólo fuera una sucinta explicación de nuestro estado de cuarentena se fueron desvaneciendo.

    Ahora ya ni siquiera me pregunto por qué. Después de treinta años de oír una hipótesis delirante e improbable detrás de otra, he dejado de interesarme por el asunto. (Admito que el fenómeno, indirectamente, mató a mi esposa... Pero, indirectamente, yo también la maté.)


    ****

    Bella, como siempre, cumple el plazo acordado. Descargo los registros en los generosos buffers intracraneales de Criptodependiente, y estoy a punto de transferirlos a la terminal de mi escritorio cuando, en un momento de precaución, o de paranoia, cambio de parecer y decido guardar los datos dentro de mi cabeza, al menos por ahora.

    Estoy cansado, pero sólo son poco más de las nueve. No quiero dormir, pero la perspectiva de abrirme paso a través de los historiales del Hilgemann me parece insoportablemente tediosa.

    Invoco Trabajos de oficina (Axón, 499$) y lo voy guiando por lo que quiero que haga con cada nombre: en primer lugar, comprobar mi memoria natural en busca de posibles asociaciones (después de todo, hay muchas probabilidades de que los familiares de alguien a quien valga la pena secuestrar sean figuras públicas en mayor o menor grado); después contactar con el Sistema de Referencias Crediticias, obtener los detalles financieros actuales y añadirlos al archivo. Pienso que quizá debería activar una notificación si los recursos financieros rebasan cierto nivel, pero no consigo decidirme por ninguna cifra y, en cualquier caso, cuando el trabajo esté terminado siempre puedo clasificarlos según su valor en la red. Doy instrucciones al módulo de que me interrumpa únicamente si se tropieza con un nombre que yo conozca.

    Me dejo caer sobre la cama y conecto el sistema de audio de la habitación. El ROM de control que he estado escuchando últimamente, «Paraíso», de Angela Renfield, es uno de los centenares de millares de copias idénticas de esa obra, pero te garantizan que cada una de las piezas que crea es única. Renfield ha fijado ciertos parámetros para la música, pero una serie de funciones seudoaleatorias sembradas con la fecha, la hora y el número de serie del sistema de audio se encargan de proporcionar otro conjunto de parámetros.

    Al parecer esta noche me he tropezado con una valoración francamente excesiva de la influencia minimalista. Después de varios minutos de nada excepto el mismo acorde (aunque de una resonancia impresionante, debo admitirlo) repetido a intervalos de cinco segundos, pulso el botón de RECOMPONER. La música se interrumpe de repente, y después de una breve pausa, se inicia una nueva variación que supone una clara mejora sobre la anterior.

    He usado «Paraíso» cosa de un centenar de veces. Al principio me parecía imposible que todas esas ejecuciones independientes tuvieran algo en común, pero con el paso de los meses he empezado a percibir la estructura subyacente. La veo como una especie de árbol genealógico, o como una clasificación filogenética de especies. Pero la metáfora no es del todo exacta, naturalmente: una pieza puede ser considerada como prima cercana o lejana de otra, pero en realidad el concepto de la descendencia no tiene cabida dentro de este contexto. Cuando pienso en las piezas más sencillas me digo a mí mismo que son primordiales y que «dan lugar» a variaciones más complejas, pero más allá de cierto punto la decisión que determina cuál engendró a tal otra, o cuál evolucionó hasta convertirse en tal otra, se vuelve totalmente arbitraria. He oído afirmar a algunos críticos que, después de una docena de audiciones, cualquier persona dotada de una mínima educación musical debería ser capaz de entender las reglas elegidas por Renfield, con lo que cualquier audición subsiguiente se volvería insoportablemente redundante. Si es así, me alegro de mi ignorancia. La segunda pieza de esta noche es como una brillante hoja de escalpelo que estuviese pelando una capa de piel muerta detrás de otra. Cierro los ojos mientras un fraseo de trompeta se va desarrollando e incrementa rápidamente su timbre para mutar de repente, imposible, grácilmente, en el sonido líquido de las metaarpas. Las flautas se añaden a la melodía con un tema elegantemente recargado, pero ya me parece discernir en él, escondido debajo de todos esos adornos y amaneramientos, los atisbos de una perfecta aguja plateada que reaparecerá bajo un centenar de apariencias distintas; que será aguzada, acallada y vuelta a aguzar después; y que luego me será mostrada, por última vez y para que la admire, antes de ser hundida en mi corazón.

    De repente cuatro líneas de texto luminiscente aparecen en la parte inferior de mi campo visual:

    [Trabajos de oficina:
    Asociación de memoria natural.
    Casey, Joseph Patrick.
    Jefe de seguridad el 12-6-2066.]


    Había olvidado que también solicité los registros del personal, porque de lo contrario los habría excluido. Pienso en esperar a que la música termine, pero no tendría ningún sentido porque ya sé que no sería capaz de disfrutarla. Pulso el botón de PARO, y otra encarnación única de “Paraíso” desaparece para siempre.


    ****

    Casey tiene cinco años más que yo, por lo que su retiro, producido poco después del mío, no fue tan prematuro. Está sentado en un rincón del bar atestado bebiendo cerveza, y me uno al ritual. Supongo que es una forma bastante extraña de pasar el tiempo, cuando ni un microgramo de etanol llegará a ninguno de nuestros torrentes sanguíneos —los módulos computan nuestro consumo y sustituyen el efecto real, espantosamente tóxico, por una suave euforia puramente neural—, pero al fin y al cabo, si este fósil cultural ha perdurado mil años y ha logrado sobrevivir a cualquier recuerdo de sus orígenes, quizá deberíamos empezar a pensar que existe alguna razón oculta para ello.

    —No te vemos nunca, Nick. ¿Dónde te has estado escondiendo?

    «¿Vemos?» Necesito unos momentos para comprender que no se refiere a sí mismo y a su esposa ausente, sino al bar lleno de policías y ex policías; la «comunidad de los agentes de la ley», como dirían los políticos —de la misma manera en que solían hablar de la comunidad griega, china o italiana—, como si las modificaciones neurales y físicas que compartimos nos hubieran convertido en una especie de blanco demográfico homogéneo. Recorro el bar con la mirada y, afortunadamente, descubro que apenas conozco a nadie.

    —Bueno, ya sabes cómo son estas cosas...
    —¿Y qué tal andan los negocios? ¿Van bien?
    —Me gano la vida. Lo último que supe de ti es que estabas trabajando para la Corporación de Rehabilitación. ¿Qué ocurrió?
    —Que SI la compró para que dejaran de hacerles la competencia. —Ah, sí. Ya me acuerdo. Echaron a un montón de gente a la calle, ¿verdad?
    —Tuve suerte. Tenía contactos y conseguí que me trasladaran a otro departamento. Tipos que llevaban treinta años trabajando para ellos se encontraron sin empleo de la noche a la mañana.
    —¿Y qué tal es el Hilgemann? —Se ríe.
    —Oh, ya te lo puedes imaginar. Si acabas en un sitio como el Hilgemann, y hoy en día sólo vas a parar allí si tienes el tipo de problemas que no pueden resolverse con un módulo, tienes que estar hecho un auténtico zombi. La seguridad no es un problema.
    —¿No? ¿Qué me dices de Laura Andrews?
    —¿Estás trabajando en eso?

    No muestra más sorpresa de la que requiere la cortesía. Cheng tuvo que hablar con él antes de devolverme la llamada para asegurarse de que no le crearía problemas en el caso de que accediera a recibirme.

    —Sí.
    —¿Para quién?
    —¿Quién crees que puede haberme contratado?
    —Que me cuelguen si lo sé. Para la hermana no, desde luego: Winters está trabajando para la hermana. Eso sí, no le han encargado que encontrara a Laura: su trabajo consiste en llenarme de mierda. Esa zorra probablemente se pasa el día entero fabricando pruebas falsas delante de un ordenador en algún sitio.
    —Probablemente.

    «Para la hermana no, desde luego.» ¿Para quién, entonces? ¿Un familiar de otro paciente? ¿Alguien que cree que si el secuestro se hubiera llevado a cabo según lo planeado ahora le estaría diciendo adiós a un montón de dinero..., y que quiere asegurarse de que no haya un segundo intento coronado por el éxito?

    —En realidad ni siquiera hay un caso que investigar. No cometimos ninguna negligencia. ¿Te acuerdas de aquel tipo que demandó a los propietarios del Hilton de Sydney después de que secuestraran a su hija en una de las habitaciones del hotel? Los abogados del Hilton acabaron haciéndolo puré, y aquí ocurrirá exactamente lo mismo.
    —Quizá.

    Casey deja escapar una carcajada llena de amargura.

    —Y en cualquier caso a ti te importa una mierda lo que ocurra, ¿no?
    —Oh, claro que me importa. Y tú tampoco deberías adoptar esa actitud. SI no te despedirá ni siquiera si pierden el caso. No son idiotas: asignan cierta cantidad de dinero al presupuesto de seguridad, el necesario para mantener a los pacientes dentro del centro. Si quisieran disponer de una especie de fortaleza, saben que tendrían que pagarla. Llevan administrando prisiones el tiempo suficiente para entender sus costes.
    —¿El necesario para mantener a los pacientes dentro? —dice tras un instante de vacilación—. Sí, ¿eh? Pues Laura Andrews había salido del Hilgemann dos veces antes. —Me fulmina con la mirada—. Y como la hermana llegue a enterarse, te rompo tu jodido cuello.

    Lo contemplo en silencio, sonriendo escépticamente mientras espero a que me aclare el chiste. Casey se limita a devolverme la mirada con expresión sombría y sin abrir la boca.

    —¿Qué quieres decir con eso de que ya había salido dos veces? ¿Cómo?
    —¡Cómo! ¡Oh, mierda! No sé cómo lo hizo. Si supiera cómo lo hizo, entonces no habríamos permitido que volviera a hacerlo.
    —Pero... Creía que ni siquiera podía hacer girar el pomo de una puerta.
    —Eso es lo que dicen los médicos. Bueno, nadie la ha visto hacer girar el pomo de una jodida puerta. Nadie la ha visto comportarse de una manera lo suficientemente inteligente para avergonzar a una cucaracha. Pero una persona que puede burlar a las cámaras y los sensores de movimiento sin que las puertas cerradas con llave logren detenerla, y que además lo ha hecho tres veces, no es lo que aparenta ser a primera vista, ¿verdad?

    Suelto un bufido.

    —¿Adónde quieres ir a parar, Casey? ¿Crees que Laura Andrews lleva más de treinta años fingiendo imbecilidad total? ¡Pero si ni siquiera ha aprendido a hablar! ¿Crees que empezó a fingir que sufría lesiones cerebrales cuando tenía doce meses?

    Se encoge de hombros.

    —¿Quién puede saber qué fue lo que ocurrió hace treinta años? Los registros dicen una serie de cosas, pero yo no estaba allí. Lo único que sé es lo que Laura Andrews ha hecho durante los últimos dieciocho meses. ¿Cómo lo explicarías?
    —Quizá sea una idiote savante. O una idiota que es capaz de escaparse de cualquier sitio. —Casey pone los ojos en blanco—. De acuerdo, no tengo ni idea. Pero... ¿Qué ocurrió? Las primeras dos veces, quiero decir. ¿Hasta dónde consiguió llegar?
    —La primera vez, hasta los jardines. La segunda logró alejarse un par de kilómetros. A la mañana siguiente la encontramos vagando de un lado a otro con su expresión de inocencia atontada habitual en la cara. Yo quería poner una cámara en su habitación, pero el Hilgemann no me autorizó debido a no sé qué convención de las Naciones Unidas sobre los derechos de los enfermos mentales. SI tuvo tantos problemas por lo de aquella prisión de Texas que se han vuelto ultracautelosos. —Se ríe—. ¿Y cómo iba a convencerlos de que necesitaba más equipo de vigilancia? Los pacientes son vegetales. Las habitaciones tienen una puerta y una ventana, y las dos se encuentran bajo observación durante las veinticuatro horas del día. ¿Cómo podía justificar un incremento de las medidas de seguridad? Quiero decir que... Bueno, no podía ir a ver a la maldita directora y decirle: «Si es usted tan lista, explíqueme cómo lo hace y dígame qué debemos hacer para detenerla».

    Sacudo la cabeza.

    —Laura Andrews no hizo nada de todo lo que dices que hizo. No puede haberlo hecho. Alguien se la llevó. Las tres veces.
    —Ah, ¿sí? ¿Quién? ¿Por qué? ¿Y qué término usarías para las dos primeras veces: pruebas, ensayos o qué?
    —¿Desinformación, quizá? —digo tras un instante de vacilación—. Alguien intentó convenceros de que Laura podía salir de su habitación por sí sola, porque así cuando por fin se la llevaran creeríais que... —Casey está fingiendo una incredulidad tan severa que roza el dolor físico—. De acuerdo, de acuerdo. Sí, a mí también me parece ridículo. Pero no puedo creer que se escapara del Hilgemann ella sola.


    ****

    Tardo una eternidad en quedarme dormido. Jefe (Dignidad humana, 999$) puede haberlo convertido en una cuestión de elección consciente, pero, aun así, he conseguido seguir padeciendo insomnio: siempre tengo alguna razón para retrasar la decisión, siempre tengo algún problema sobre el que quiero reflexionar, como si todas esas preguntas acuciantes que me han mantenido en vela a lo largo de mi vida todavía tuvieran que ser respondidas al viejo estilo, pese a todos los adelantos.

    O quizá sencillamente estoy desarrollando lo que llaman Letargía de Zeno. El que tantos aspectos de la vida sólo estén sometidos a la elección ha hecho que los cerebros de las personas empiecen a darse por vencidos. Ahora que tenemos tantas cosas a nuestro alcance, literalmente con sólo desearlas, los seres humanos están añadiendo nuevas capas a sus procesos mentales para protegerlos de todo ese poder y toda esa libertad, extraviándose en regresiones cuasiinfínitas que van de querer tomar una decisión a querer tomar la decisión de querer decidir qué coño quieren en realidad.

    Lo que quiero, en este momento, es entender el caso Andrews, pero ninguno de los módulos de mi cabeza puede satisfacer ese deseo.

    —De acuerdo —dice Karen—. No tienes ni idea de por qué la secuestraron. Bueno, perfecto. Concéntrate en los hechos. Dondequiera que la hayan llevado, alguien tiene que haberla visto en el trayecto. Olvídate de los motivos por ahora y limítate a averiguar dónde está.

    Asiento.

    —Tienes razón. Como siempre, claro. Insertaré un anuncio en el sistema de noticias...
    —Por la mañana.

    Me río.

    —Sí, de acuerdo, por la mañana.

    Con su calor familiar junto a mí, cierro los ojos.

    —¿Nick?
    —¿Sí?

    Me besa, apenas rozándome con los labios.

    —Sueña conmigo.

    Y así lo hago.


    2


    ¡ALELUYA! ¡Puedo verlas! ¡Puedo ver las estrellas!

    Me vuelvo, sobresaltado, para ver a una mujer bastante joven arrodillada en medio de la calle llena de gente con los brazos extendidos, el rostro extasiado y los ojos clavados en el deslumbrante cielo azul. Durante un momento parece que se ha quedado paralizada —o tal vez fascinada, completamente absorta en lo que está contemplando—, y después vuelve a gritar: «¡Puedo verlas! ¡Puedo verlas!», y empieza a darse puñetazos en las costillas, balanceándose hacia atrás y hacia adelante sobre las rodillas, jadeando y sollozando.

    «Pero si ya hace veinte años que desapareció ese culto...»

    La mujer chilla y se estremece convulsivamente. Dos amigos que no saben qué cara poner permanecen inmóviles junto a ella mientras el tráfico fluye rápidamente alrededor de la escena. La contemplo, sintiéndome cada vez más consternado a medida que los recuerdos infantiles de místicos callejeros que deliraban y se convulsionaban empiezan a inundar mi memoria.

    —¡Todas las hermosas estrellas! ¡Todas las magníficas constelaciones! ¡Escorpión! ¡Libra! ¡Centauro!

    Las lágrimas se deslizan por su cara.

    Intento reprimir una mezcla de pánico y revulsión que está creciendo hasta adquirir proporciones incomprensibles. Esa mujer sólo es otra chiflada, nada más. El hecho de que su pequeño espectáculo me parezca tan digno de atención sólo demuestra que la consideramos como una auténtica rareza y que la inmensa mayoría de personas se han adaptado, que han aceptado la Burbuja y han seguido adelante con sus vidas. ¿De qué tengo miedo? ¿Temo, quizá, que hasta la última forma de histeria de la Burbuja, hasta la última oscura secta religiosa y la última y extravagante psicosis de masas estén destinadas a ser revividas?

    Empiezo a dar la vuelta cuando de repente los acompañantes de la mujer se echan a reír. Un instante después ella se une a sus carcajadas y, aunque un poco tarde, creo entender lo que ha ocurrido. Esfera astral ha vuelto a ponerse de moda, eso es todo. Un planetario dentro del cráneo. Un artilugio, no una epifanía. He leído las críticas: el módulo ofrece una amplia gama de entornos que van desde un panorama realista de las estrellas «exactamente tal como serían» —con movimientos diurnos y estacionales meticulosamente calculados, ocultación por nubes y edificios, y convincentes apariciones durante el crepúsculo y desvanecimientos durante el amanecer incluidos— hasta la disolución de todos los obstáculos (la atmósfera iluminada por los rayos solares y el planeta bajo tus pies incluidos), con la opción complementaria de trasladar el punto de vista milenios hacia el pasado o el futuro, o bien de desplazarlo media galaxia.

    El trío de adolescentes intercambia abrazos mientras siguen riéndose. Se están burlando del culto, no reviviéndolo. Deben haberlo visto en algún viejo documental. Sigo andando, sintiéndome un poco tonto... pero muy aliviado.

    Cuando llego a mi edificio, subo la escalera sin apresurarme, no muy deseoso de volver a enfrentarme con un registro de llamadas vacío. Los anuncios que he insertado en todos los sistemas de noticias ya llevan cuatro días en circulación, y de momento ni siquiera han atraído la llamada falsa de algún aspirante a timador. El Año Nuevo tendría que haber ayudado: los sistemas de noticias siempre son más leídos durante las fiestas, que es cuando la gente no tiene nada mejor que hacer. Diez mil dólares quizá no sean una recompensa lo suficientemente elevada, pero dudo que a mi cliente le hiciera mucha gracia que la doblase. Tampoco es que haya hecho ningún progreso en lo que concierne a averiguar su identidad, desde luego. Los registros de pacientes del Hilgemann no contienen a nadie que tenga vínculos familiares con la fama o con un nivel de riqueza realmente espectacular y, ahora que lo pienso, eso no me sorprende. Los muy ricos se habrán asegurado como mínimo de que los registros fueran meticulosamente falseados, y los obscenamente ricos mantendrán encerrados a sus familiares dementes allí donde no puedan causarles problemas, en alas insonorizadas de sus propias e impenetrables mansiones. Siento la tentación de profundizar un poco más, pero no lo haré. Puede que esté experimentando el impulso (puramente estético) de incorporar a mi cliente al Esquema General, pero todavía no tengo ninguna buena razón para creer que eso pudiera ayudarme a encontrar a Laura.

    No ha habido llamadas.

    Reprimo el deseo de atizarle un puñetazo al sofá: la tapicería ya ha sido dañada hasta ese punto en el que infligir nuevos daños apenas te produce satisfacción. El momento en el que tendré que contratar otro día de inserción para el anuncio se va aproximando. Solicito el texto a mi terminal y lo contemplo con expresión sombría, preguntándome si, aparte de añadir uno o dos ceros a la recompensa, podría introducir algún cambio para que fuese más efectivo. He utilizado una foto de Laura sacada de los registros de pacientes del Hilgemann que se corresponde casi a la perfección con mi imagen mental recibida, lo cual sugiere que el conocimiento de la apariencia de Laura que posee mi cliente se basa en esa misma foto. Su rostro está muy nítido, pero ¿quién sabe qué aspecto puede tener ahora? No habría ninguna necesidad de recurrir a la cirugía plástica, ya que bastaría con una buena máscara de piel sintética.

    Vuelvo a contratar el anuncio, aun sabiendo que eso no va a servirme de mucho. Si Laura fue secuestrada por accidente, ya debe de llevar mucho tiempo muerta..., y dudo que vaya a encontrar el cadáver, así que ya ni hablemos de las personas responsables. Mi única esperanza real es que sus secuestradores no sólo tuvieran alguna oscura razón para llevársela deliberadamente, sino que, fuera cual fuese, esa razón les obligara a hacer algo más arriesgado que limitarse a mantenerla prisionera o matarla.

    Como sacarla ilegalmente del país, por ejemplo.

    Meter a Laura en un avión no resultaría demasiado complicado. Su imbecilidad sería casi tan fácil de ocultar como su cara: existen docenas de módulos ilegales que podrían transformarla en la marioneta ambulante de un compañero de viaje, o incluso en un «robot» semiautónomo, capaz de llevar a cabo tareas rudimentarias como reír y llorar en todos los momentos adecuados durante la película que proyectarían durante el vuelo.

    Introducir un registro de salida/visado falso en la base de datos de Asuntos Extranjeros no es algo que plantee grandes dificultades. Después se desvanecería en cuanto hubieran transcurrido un par de horas, y los registros de la compañía de aviación también serían adecuadamente corregidos. Asuntos Extranjeros, Aduanas y las compañías de aviación están siendo timadas y exprimidas continuamente, veinticuatro horas al día, por cien hackers distintos..., e, irónicamente, eso es lo que hace posible, con un poquito de suerte, seguirle la pista a una persona que esté viajando de manera ilegal. Los hackers pueden bailar el vals con los arcaicos sistemas de seguridad de su objetivo, pero no pueden evitar anunciar su presencia a los otros hackers. Durante el proceso de capturar datos esenciales para su propio trabajo, no pueden evitar capturar detalles concernientes a otras violaciones en curso. Como ocurre con toda la información, esos datos también están en venta.

    Aparte de proporcionarme datos de su cosecha, Bella también está actuando como mi intermediaria. La llamo y grabo otro cargamento. La relevancia que pueda llegar a tener un montón de datos en estado bruto es pura cuestión de suerte, naturalmente. Cuantos más datos compres, más probabilidades tendrás de dar en el blanco, pero cuando el acontecimiento que estás intentando localizar tuvo lugar (si es que ocurrió) en un aeropuerto desconocido y en un momento desconocido de las últimas seis semanas, entonces no cuentas con ninguna garantía de éxito.

    Localizar los visados de salida falsos es sencillo. El propio hecho de que tengan que ser borrados para escapar al (lento y poco eficiente) escrutinio oficial delata su existencia dentro de cualquier secuencia temporal de instantáneas ilegales de la base de datos. El problema es encontrar a Laura entre la multitud, porque hay más de cien salidas ilegales a la semana. Gracias al Hilgemann, dispongo de la firma de su ADN, sus huellas dactilares, sus patrones retinianos y sus mediciones óseas. Aduanas no utiliza el ADN (cualquier proceso masivo de toma de muestras a los viajeros internacionales traería consigo demasiadas complicaciones, tanto culturales como legales), pero los otros tres apartados siempre son comprobados, y deben cuadrar con los datos oficiales para que te concedan el permiso previo a la partida. Después de eso, sin embargo, la práctica habitual es cambiar todos esos detalles en el registro falso del visado, precisamente para ponerles las cosas un poco más difíciles a los tipos como yo. Aunque el registro debe persistir durante el tiempo que dure el vuelo, con el nombre y la foto intactos (para evitar que se activen las distintas rutinas de chequeo antiterroristas empleadas por las compañías de aviación), los datos biológicos no volverán a ser solicitados hasta que el pasajero pase por el servicio de aduanas después de haber llegado a su destino. Por lo tanto, sólo hay dos breves períodos durante los que el registro del visado debe contener algo que se corresponda con la realidad. En teoría, esos períodos de tiempo podrían medirse en milisegundos, pero en la práctica no se puede operar con semejante grado de precisión y las ventanas tienen que durar varios minutos. De todas maneras, las huellas dactilares y los patrones de la retina pueden ser alterados con relativa facilidad mediante nanocirugía, lo cual quiere decir que sólo se puede confiar en las longitudes de los huesos. Si se está realmente desesperado dichas longitudes también pueden ser modificadas, pero, marioneta o no, nadie sube a un avión inmediatamente después de esa clase de reconstrucción y, además, viajar exhibiendo un grado de invalidez tan obvio equivaldría a llevar un cartel colgado del cuello.

    Analizo la última serie de instantáneas, y en cuestión de segundos descubro que me es tan inútil como el resto.

    Repaso distraídamente los gigabits de basura que he acumulado, vuelo tras vuelo desde los diez aeropuertos internacionales del país, todo desde los menús hasta los planos de distribución del pasaje pasando por... los manifiestos de carga. Laura podría haber sido enviada como carga, naturalmente, pero eso no habría sido una elección muy inteligente. Toda la carga es examinada mediante rayos X o manualmente, por lo que los seres humanos sólo pueden aspirar a imitar una clase de carga: un cadáver humano. Obtener el parecido no supondría ningún problema, dado que los fármacos que desactivan el metabolismo durante un par de horas, sin dañar el cerebro ni ningún otro órgano, están disponibles desde hace décadas. Lo que hace que el método sea tan poco atractivo es su relación señal-ruido: el elevado número de pasajeros ilegales vivos ya constituye una especie de camuflaje por sí solo, pero sólo uno o dos cadáveres son sacados del país cada semana por vía aérea.

    Aun así, no tengo nada mejor que hacer, por lo que examino los registros de carga contenidos en los datos que he recopilado hasta el momento, y me encuentro con siete cadáveres.

    Las imágenes radiológicas rutinarias de seguridad tomadas a cada pasajero también proporcionan la base para procesar el conjunto de medidas del esqueleto utilizado como comprobación de identidad. Pero los cadáveres no son sometidos a ninguna comprobación de identidad: al igual que ocurre con cualquier otra carga, las imágenes de rayos x (un par estereoscópico) son sometidas a una simple inspección visual, y después son almacenadas en el manifiesto. Tardo media hora en rastrear una copia del algoritmo que usa el aeropuerto para procesar las longitudes óseas. Descubro que viene programado en las máquinas de rayos x que suministra el fabricante y que opera de forma independiente a los sistemas principales de pasaje, por lo que no está presente en ninguna de las series de datos robados que he ido acumulando. Verme obligado a componer mi propia versión del algoritmo no me habría hecho ninguna gracia, por supuesto: las operaciones matemáticas necesarias para convertir datos sacados de pares estereoscópicos en coordenadas tridimensionales tal vez sean triviales, pero automatizar la identificación de los distintos huesos no lo es.

    Empleo el programa con mis siete cadáveres, buscando una correlación con los datos de Laura..., y obtengo siete resultados negativos consecutivos que, en el colmo de la perversidad, aparecen justo cuando se me acaba de ocurrir una razón por la que los secuestradores quizá no hayan elegido ese camino después de todo. Las lesiones cerebrales de Laura podrían haberles impedido usar un módulo marioneta, ya que muchos de los módulos ilegales confían explícitamente en la existencia de ciertas estructuras neurales que se supone «todos» tenemos en común, pero de las que Laura podría carecer. Sin duda esos problemas podrían ser solventados si se dispusiera del tiempo necesario, pero cartografiar el cerebro no estándar de Laura y reprogramar las nanomáquinas de manera acorde con los resultados no tendría nada de trivial. Otras soluciones habrían parecido mucho más tentadoras.

    La falta de resultados positivos no descarta nada, puesto que las imágenes radiológicas incluidas en el registro de carga podrían haber sido manipuladas unos minutos después de que hubieran sido tomadas. La información computarizada es tan evanescente como el vacío cuántico, con verdades y falsedades virtuales apareciendo y desapareciendo incesantemente. Los engaños de cualquier orden de magnitud son siempre posibles si se opera dentro de una escala temporal suficientemente corta; las leyes sólo se aplican a los datos que permanecen inmóviles el tiempo suficiente para ser capturados.

    Echo un vistazo al programa del análisis radiológico, sintiendo curiosidad por saber cómo funciona, pero el código para el reconocimiento de las características anatómicas consiste en una lista de reglas y excepciones interminable y francamente aburrida; el resto se reduce a unas pocas líneas de fórmulas. Durante un momento me asaltan las dudas y pienso que las diferencias geométricas entre los sistemas radiológicos de la carga y los pasajeros me pueden haber estado proporcionando resultados-basura, pero de hecho todas las dimensiones relevantes están almacenadas junto a los pares de imágenes y han sido pulcramente identificadas mediante descriptores estándar, lo cual significa que el programa no da nada por supuesto.

    Una vez procese los datos de las longitudes óseas, se establecerá una correspondencia si cualquier posible discrepancia no rebasa un límite de tolerancia que depende de la edad, lo cual admite la posibilidad de que hayan aparecido pequeños cambios desde que se emitió el visado. La tolerancia es máxima para niños y adolescentes, por supuesto, y la edad de Laura no tiene asignado un margen excesivamente grande. Me pregunto si no debería incrementarlo. Puede que el servicio de aduanas prefiera pecar por el lado de los negativos falsos, pero yo prefiero cometer el error opuesto.

    Y entonces, con un repentino sobresalto, comprendo cuál ha sido el estúpido error que no he parado de cometer: todavía estoy pensando en términos de pasajeros. Un cadáver falso no tiene por qué ser capaz de caminar. Ninguna reconstrucción ósea puede ser descartada, por muy incapacitadora que sea, lo cual me deja sin un solo dato en el que pueda confiar.

    Eso no es totalmente cierto. Casi todos los huesos se pueden alterar a condición de que un período de convalecencia entre dentro de lo aceptable, pero es prácticamente imposible alterar ciertas partes del cráneo sin que las manipulaciones resulten tan peligrosas como obvias.

    Modifico los criterios de correlación, eliminando el resto de comparaciones. Cuando empleo esta nueva versión, el mensaje de correlación aparece casi al instante:

    REF. CARGA: 184309547
    Vuelo: QUANTAS 295
    Salida: Perth, 13:06, 23 de diciembre del 2067
    Llegada: Nueva Hong Kong, 14:22, 23 de diciembre del 2067
    Contenido: Restos humanos [Han, Hsiu-Lien]

    Remitente: Consulado general de Nueva Hong Kong
    St. George’s Terrace, 16
    Perth 6000-0030016
    Australia

    Receptor: Funerales Wan Chei
    Calle Lee Tung, 132
    Wan Chei 1135-0940132
    Nueva Hong Kong


    Una correlación obtenida sobre la base de cinco mediciones craneanas podría ser una coincidencia. También podría ser un dato falso introducido deliberadamente. Después de todo, los secuestradores podrían haber alterado las imágenes radiológicas y, al hacerlo, habrían eliminado incluso esta tenue sombra de la verdad.

    Compruebo la hora en que fue tomada la instantánea: las doce cincuenta y tres. La carga habría pasado por los rayos x sólo dos o tres minutos antes, ya que nadie corre el riesgo de alterar unos datos justo cuando cabe la posibilidad de que estén siendo inspeccionados por un agente del servicio de aduanas. Diez minutos más, sin embargo, y Laura Andrews habría desaparecido sin dejar rastro.

    Meneo la cabeza, todavía no demasiado muy convencido. No suelo tener tanta suerte.

    —Ésa es la definición de «suerte», idiota —dice Karen inclinándose sobre mi hombro—. Ahora ve corriendo a hacer las maletas.


    ****

    Nueva Hong Kong fue fundada el 1 de enero del año 2029. Dieciocho meses antes —en el trigésimo aniversario de la absorción de Hong Kong por la República Popular China—, las manifestaciones contra la suspensión de la Ley Básica habían terminado con una violenta represión y feroces represalias contra los disidentes, con el consiguiente incremento de la emigración ilegal. Mientras que el resto de naciones de la zona ofrecían a los emigrantes míseros campos de refugiados rodeados de alambre de espino, junto con la perspectiva de pasar la mitad de sus vidas en un limbo carente de estado, la Confederación de Tribus de la Tierra de Arnhem les ofreció dos mil kilómetros cuadrados de una península infestada de manglares en el norte de Australia. En esta ocasión no hubo ningún arrendamiento por noventa y nueve años, sino una cesión de soberanía a perpetuidad a cambio de un porcentaje sobre los beneficios.

    La Tierra de Arnhem, donde los restos de media docena de tribus aborígenes estaban intentando restablecer su casi aniquilada cultura, no había obtenido la independencia hasta el año 2026, y en Australia se empezaba a hablar de suprimir la ayuda que la había mantenido a flote, en parte como respuesta a las amenazas de sanciones comerciales emitidas por los chinos, pero también por puro resentimiento infantil al ver que la incipiente nación había osado tomarse en serio su autonomía. (En cuanto al gobierno australiano, su asombrosamente creativa propuesta había consistido en alojar a sesenta mil refugiados en una colonia de leprosos abandonada de la costa noroeste, comprometiéndose a mantenerlos allí durante todas las décadas que pudieran ser necesarias para repartirlos por el planeta a un ritmo políticamente aceptable.) La ayuda sobrevivió, pero el proyecto fue considerablemente ridiculizado por los medios de comunicación australianos y sus economistas domesticados, que empezaron a referirse a él como un intento de «subarrendar la nación» y pronosticaron un desastre social y financiero.

    Pero los inversores internacionales no eran de la misma opinión, y el dinero no tardó en llegar. No hubo nada humanitario en ello, por supuesto, ya que sencillamente reflejaba la situación económica global del momento. Los coreanos, especialmente, estaban haciendo desesperados intentos de encontrar proyectos que pudieran absorber su exceso de riquezas. Crear la infraestructura partiendo de cero tuvo que exigir un esfuerzo impresionante, pero la zona se encontraba razonablemente cerca de los florecientes centros industriales del sureste asiático, donde había ingenieros y mano de obra de sobra. Sacando el máximo partido posible de las nuevas técnicas de construcción, el núcleo de la ciudad estuvo en condiciones de funcionar, y fue ocupado, en tan sólo siete años. La inauguración llegó en el momento justo, naturalmente: el año 2036 la RPC invadió Taiwán, desencadenando una nueva oleada de refugiados.

    Durante las décadas siguientes, todos los ciclos de reforma política y económica que se fueron sucediendo en Beijing acabaron generando un éxodo de miembros de la clase media acosados y desilusionados que sólo tenían un sitio al que ir. Mientras China se iba volviendo cada vez más pobre y aislada, Nueva Hong Kong prosperó. En el año 2056, su producto nacional bruto ya superaba al de Australia.

    Viajando a más de dos mach, tres mil kilómetros requieren poco más de una hora. No tengo ninguna ventanilla cerca, pero sintonizo mi pantalla de entretenimiento con el canal panorámico y contemplo desfilar el desierto. Dejo los auriculares desconectados para evitar el pomposo comentario auditivo, pero no consigo hacer desaparecer la distracción representada por el texto con sus gráficos superpuestos, así que acabo pidiéndole a Jefe que lo bloquee hasta que lleguemos.

    La lluvia monzónica azota la pista cuando el avión aterriza, pero cinco minutos después salgo del aeropuerto para encontrarme con un sol cegador y —después de una hora ininterrumpida de veinte grados artificiales— un calor y una humedad tan palpables como un bofetón en la cara.

    Hacia el norte, puedo distinguir las grúas del puerto alzándose entre los rascacielos; hacia el este, un retazo de azul, el golfo de Carpentaria. Estoy justo al lado de una entrada del metro, pero como ha dejado de llover, decido ir a mi hotel andando. Es mi primera visita al NHK, pero he cargado Déjá vu (Rostro global, 750$) junto con un paquete de información y un mapa actualizado de las calles.

    Esbeltas torres negras de los primeros tiempos se alternan con el estilo moderno de fachadas ornamentales que imitan el jade y el oro, talladas con ingeniosos relieves fractales que atraen la mirada dentro de una docena de escalas distintas. Cada edificio está coronado por el gigantesco logotipo de algún gran servicio financiero o de información. Siempre me ha parecido absurdo que el dinero o los datos deban necesitar un pabellón bajo el que cobijarse, pero las leyes cambian muy despacio, y al parecer la laxitud de los reglamentos de esta zona ha tentado a centenares de transnacionales a desplazar sus sedes centrales a esta jurisdicción, aunque sólo sea para aguardar el día en el que podrán incorporarse incorpóreamente, como oleadas de datos libres de impuestos que fluyen entre superordenadores orbitales.

    Al nivel de la calle, las torres quedan casi ocultas por la proliferación de pequeños comerciantes. El aire se llena de hologramas diurnos en paihua e inglés, cada uno con su propio torrente de dardos centelleantes que señalan una angosta entrada o un diminuto cubículo que, de otra forma, pasaría fácilmente desapercibido. Hay procesadores, ROMS de entretenimiento y módulos neurales puestos a la venta a escasos metros de la bisutería barata, la comida rápida y los nanocosméticos.

    La multitud a través de la que avanzo parece próspera: hay ejecutivos, comerciantes, estudiantes y montones de turistas de la clase más codiciada. La mayoría de turistas septentrionales no irán más allá de doce grados al sur del ecuador: quieren un bronceado invernal, no la promesa de un melanoma. Décadas después de que finalmente se prohibieran los últimos contaminantes que destruían el ozono, la atmósfera sigue estando polucionada, y el agujero que cada primavera se extiende desde la Antártida sigue siendo lo bastante severo como para invertir las ecuaciones latitud/riesgo de cáncer: la luz solar es más peligrosa en la franja templada del hemisferio sur que en los trópicos. Es mejor que prescinda rápidamente de mi prejuicio provinciano de la franja ultravioleta, y que deje de pensar en la piel blanca como la marca que identifica a fanáticos religiosos y chillados de la pureza genética. Pocas personas nacidas aquí (o en el antiguo Hong Kong) se habrán tomado la molestia de incrementar sus niveles de melanina, pero hay una parte visible de «sureños» de piel negra —inmigrantes nacidos en Australia— de origen tanto europeo como asiático, así que mi presencia quizá no resulte tan conspicuamente extranjera como temía.

    El Hotel Renacimiento era el menos caro que he podido encontrar, pero aun así sigue siendo una mole desconcertantemente lujosa de rojos, alfombra dorada y murales gigantes con bocetos de Leonardo da Vinci. En NHK no hay alojamientos baratos, supongo que porque los mochileros que no tienen ni un centavo sencillamente no consiguen su visado. Odio que me lleven el equipaje, pero el jaleo que supondría rechazar esa atención me resultaría todavía más odioso. Varios discretos letreros me aconsejan no dejar propinas, pero Déjá vu me aconseja lo contrario y me informa de los porcentajes establecidos actuales.

    Mi habitación es lo suficientemente pequeña para hacerme sentir un poco menos derrochador, y el panorama se limita a una porción del edificio Axón, la fachada del cual está elegantemente adornada con los nombres de los módulos neurales que más se venden, escritos en una docena de idiomas y repetidos en todas direcciones, como una abstracta pauta geométrica formada por baldosas. No se puede decir que las letras talladas en el mármol de imitación negro atraigan la mirada, pero eso quizá sea intencionado: después de todo, Axón creció a partir de una firma que comercializaba «herramientas de aprendizaje subliminal», cintas de audio y vídeo que contenían mensajes inaudibles o invisibles que, o eso se suponía, eran percibidos «directamente» por el subconsciente. Al igual que el resto de los elixires milagrosos para la automejora de nuestra época, esas herramientas hacían algo más que proporcionar efectos placebo a los crédulos y enormes ganancias a los comerciantes del timo: en cuanto la tecnología que realmente surtía efecto fue inventada, también crearon un mercado para ella.

    Deshago el equipaje, me ducho, por fin me acuerdo de adelantar una hora y media todos los relojes que llevo dentro de la cabeza, y después me siento en la cama e intento decidir cómo voy a encontrar a Laura en una ciudad de doce millones de personas.

    Las necrológicas dicen que Han Hsiu-lien fue incinerada el 24 de diciembre, y sin duda el cuerpo que entró en el horno era idéntico al suyo aunque, presumiblemente, la verdadera Han Hsiu-lien nunca salió de Perth. La sustitución de cadáveres es fascinante, pero no me lleva muy lejos. Si hablo con algún empleado del servicio de pompas fúnebres, corro el riesgo de alertar a los secuestradores. Hablar con los empleados del servicio de carga de las líneas aéreas supondría correr el mismo riesgo. Las personas con más probabilidades de haber visto algo que resultara de utilidad son también las que tienen más probabilidades de haber participado en la sustitución.

    ¿En qué situación me deja eso? Sigo sin saber nada sobre los secuestradores, sus motivos y sus planes. Aparte de haber reducido el ámbito geográfico de la búsqueda, he vuelto a la primera casilla. Lo único de que dispongo para seguir adelante es la misma Laura, inmóvil y con el cerebro dañado. A todos los efectos prácticos, es como si estuviera intentando localizar un objeto inanimado.

    Pero Laura es un ser humano que está convaleciendo de una operación de reconstrucción esquelética, y no un objeto inanimado. Convaleciendo... ¿Qué implica eso? Fisioterapia y cuidados altamente profesionales, siempre que supongamos que sus secuestradores quieran evitar que acabe permanentemente lisiada. Medicación, ciertamente: si vale la pena mantenerla con vida, tienen que estar prestando una cierta atención a su salud. Pero, ¿qué medicación, qué fármacos? No tengo ni idea. Así pues, más vale que lo averigüe.

    Mi excavador de conocimientos favorito es el doctor Pangloss. A diferencia de Bella, que roba datos supuestamente confidenciales y protegidos, Pangloss saca a la luz de manera legal hechos a los que —risiblemente— se supone que todo el mundo puede acceder sin ninguna dificultad, sólo con pulsar unas cuantas teclas y a cambio de pocos dólares. Su máscara, con peluca empolvada y lunar ornamental, siempre me recuerda más a Moliere que a Voltaire, y su acento es pura exageración. Pero sus capacidades mineras están fuera de toda duda: el doctor Pangloss tarda treinta segundos exactos en responder mi pregunta. Podría haber consultado personalmente los mismos sistemas expertos, bases de datos y bibliotecas, pero habría necesitado horas para hacerlo.

    Una paciente en el estado de Laura presenta varias necesidades farmacológicas, cada una de las cuales puede ser atendida con un gran número de sustancias, cada una de ellas comercializada bajo varios nombres comerciales distintos y adquirible a través de varios proveedores locales. Pangloss dispone toda esa información dentro de un elegante diagrama arbóreo suspendido en el aire, y luego me envía una copia por el canal de datos.

    Llamo a Bella, le paso la lista de los proveedores farmacéuticos y le pido que me consiga sus registros de entregas de los últimos tres meses.

    —Cinco horas —dice Bella—. Tu contraseña es «nocturno».

    Cinco horas. Invierto diez minutos en mirar por la ventana, tratando de que se me ocurra alguna idea útil. No me viene nada a la cabeza, así que decido ir a comer.


    ****

    El restaurante de la planta baja del hotel tiene aspecto de ser bastante caro, así que salgo a la calle para ir en busca de un poco de comida rápida. NHK tiene su propia cocina: su origen es básicamente cantonés, pero está llena de peculiaridades locales (como la carne de cocodrilo de la Tierra de Arnhem, que según Déjá vu es deliciosa siempre que no te eche atrás la posibilidad de cometer un acto de canibalismo secundario al ingerirla). Acabo optando por un plato de arroz frito.

    Todavía me quedan varias horas que matar, así que me dedico a pasear sin rumbo fijo. Me digo a mí mismo que voy a pensar en el caso, pero la verdad es que estoy harto de perseguir los mismos detalles en los mismos círculos interminables, y permito que la mente se me quede en blanco. La multitud de la hora punta se agita a mí alrededor, llena de rostros tensos y preocupados: normalmente eso hace que, a mi vez, empiece a sentirme tenso y preocupado, pero por el momento parezco inmune al efecto, como si todavía no hubiera establecido una conexión con la ciudad y sus estados de ánimo no me afectaran.

    Entro en un falso ocaso creado por la sombra de la torre del Banco PanPacífico, un cilindro de cien pisos recubierto de oro viejo. Déjá vu me suelta el discurso destinado a los turistas: «La obra más famosa y controvertida de Hsu Chao-chung, terminada el año 2063. El recubrimiento de apariencia metálica en realidad es un polímero; la dimensión fractal de la superficie es de 2,7, un índice todavía no sobrepasado que...». El comentario es más abstracto que una alucinación auditiva, como la banda sonora de un documental que puede ser escuchada a voluntad en cualquier momento sin necesidad de forzar la memoria. El truco está en que el módulo también emite un subtexto deliberado: una sensación de creciente familiaridad, la impresión de que estás adquiriendo el conocimiento más profundo e íntimo imaginable, la convicción de que con cada fragmento de trivialidades predigeridas que engullas te aproximarás con creciente rapidez a una comprensión del lugar que podrá rivalizar con la de cualquier ciudadano que siempre haya vivido en él. Es precisamente el tipo de engaño ilusorio que buscan todos los turistas, pero personalmente prefiero mantener una actitud un poco menos complaciente.

    El cielo se oscurece rápidamente en cuanto se oculta el sol. Karen camina junto a mí, al principio en silencio, pero sólo necesito su presencia en el rabillo de mi ojo, y el tenue olor de su piel, para que mi soledad se vuelva más fácil de soportar.

    Acabamos llegando a un mercado al aire libre, una interminable sucesión de puestos y mesas repletas de recuerdos, baratijas y basura de alta tecnología para los consumidores. Las oleadas de luz multicolor derramadas por los hologramas que chocan entre sí por encima de los puestos, agitándose como otros tantos pregoneros demoníacos, hacen que todo adquiera las tonalidades más extrañas imaginables.

    —¿Queremos un preparador de ensaladas inteligente? «Más rápido y diestro que cualquier simple ser humano con un módulo de alta cocina.»

    Karen menea la cabeza.

    —¿Qué me dices de esto? Un eliminador de llaves. «Memoriza e imita las propiedades geométricas, eléctricas, magnéticas y ópticas de hasta mil llaves distintas, activas o pasivas.»
    —No creo que lo necesitemos.
    —Vamos, vamos... La factura de mi hotel quedará por debajo de la cuota: he de comprar algo, o nunca me volverán a dejar entrar. El ordenador de la Cámara de Comercio vetará todas mis solicitudes de visado.
    —¿Qué te parecería un horóscopo? —me pregunta de repente, dirigiendo una inclinación de cabeza a una cabina que ofrece servicios astrológicos.

    Siento un repentino nudo de tensión en el estómago. —¿Desde cuándo crees en toda esa mierda?

    Un chico se vuelve hacia mí para contemplar cómo le hablo al aire, pero su amigo lo coge por el codo y se lo lleva, murmurando una explicación.

    —No creo en ella. Venga, dame ese gusto.

    Vuelvo la cabeza hacia la cabina y consigo soltar una carcajada.

    —Astrología..., sin una puta estrella. Con eso ya está dicho todo.

    El rostro de Karen es indescifrable.

    —Venga, dame ese gusto.

    Noto que se me revuelve el estómago, pero consigo controlarme.

    —De acuerdo. Si quieres un horóscopo, te compraré un horóscopo. El 10 de abril.

    Karen sacude la cabeza.

    —El mío no, idiota. El de Laura.

    La miro y luego me encojo de hombros. Discutir no serviría de nada. Todavía llevo los registros de todos los pacientes del Hilgemann dentro de la cabeza. Laura nació el 3 de agosto del año 2035.

    La cabina está ocupada por una niña de cuatro o cinco años que lleva la cabeza afeitada y luce prendas de seda falsa y un aparatoso surtido de bisutería de cristal. Le doy los detalles de Laura. La niña se sienta sobre un almohadón, cruza las piernas y escribe con una pluma de bambú sobre una hoja de pseudopergamino. Su caligrafía es rápida pero innegablemente elegante: el módulo debe de haberle costado una fortuna, ya que las habilidades manuales siempre son caras. Cuando ha llenado la hoja, le da la vuelta y escribe una versión inglesa en el reverso. Le entrego mi tarjeta de crédito y pongo el pulgar sobre el sensor. Cuando cojo el falso pergamino, la niña entrelaza las manos y me hace una reverencia.

    Karen ha desaparecido. Leo la predicción, que consiste básicamente en éxito en los negocios y felicidad en el amor (después de muchas tribulaciones). Hago una bola con la hoja, la tiro a una papelera y vuelvo al hotel.


    ****

    Llamo a Bella, cargo los datos de los proveedores farmacéuticos y me pongo a buscar patrones ocultos. Prefiero no confiar en la terminal de la habitación del hotel, así que llevo a cabo el análisis dentro de mi cabeza: Criptodependiente es una auténtica estación de trabajo, y cuenta con todas las opciones de manipulación de datos habituales.

    Pangloss especificó cinco categorías de fármacos. Ciento noventa y nueve firmas distintas ofrecen los cinco. Empiezo a abrirme paso a través de las presentaciones animadas que han insertado en el directorio telefónico: como era de esperar, parece que todas resultarán ser o bien grandes hospitales en los que se llevan a cabo operaciones de reconstrucción ortopédica, o clínicas de cirugía cosmética especializadas en la clase de procesos por los que debe de haber pasado Laura. Modificaciones de la nariz y de las mejillas, extracción de costillas, remodelación de las manos, ajustes de las vértebras, reducciones y extensiones de miembros... Apenas puedo creer que alguien esté dispuesto a someterse a esta clase de mutilaciones meramente por seguir la moda, pero docenas de clientes sonrientes testimonian su satisfacción delante de mis ojos.

    Un soborno lo suficientemente generoso evitaría cualquier pregunta incómoda, por lo que Laura podría estar escondida en cualquiera de esos lugares. Pero cada agente exterior incorporado al secuestro es un aficionado más en el que no se puede confiar, otro informador en potencia. No, siempre es más prudente confiar en tus propios recursos. La entrada número noventa y tres, Desarrollo Biomédico Internacional, sólo contiene un logotipo animado tan poco informativo como su nombre —las letras DBI formadas por relucientes tubitos cromados atrapadas en una incesante rotación mientras relucen incansablemente con destellos luminosos no excesivamente plausibles— y una sola línea de texto: «Investigaciones por contrato en los campos de la biotecnología, la neurotecnología y los productos farmacéuticos».

    Examino el resto de la lista pero aparte del Grupo de Investigación Osteoplástica de Nueva Hong Kong, todas las entradas corresponden a algún hospital o clínica que anda a la caza de clientes. Eso no demuestra nada, pero me gustaría saber qué clase de contratos de investigación ha estado ejecutando DBI últimamente.

    Estoy a punto de llamar a Bella, pero al final decido no hacerlo. Si realmente me estoy aproximando, entonces será mejor que empiece a tener más cuidado. Bella es muy buena en su oficio, pero ningún hacker puede garantizar que no será detectado, y lo último que quiero es que los secuestradores se asusten y vuelvan a trasladar a Laura.

    Encuentro DBI en un directorio comercial. No cotizan en bolsa, por lo que los requisitos de confidencialidad son mínimos. Fundada el año 2065. Propiedad absoluta de Wei Pai-ling, un ciudadano de NHK. He oído hablar de él, y sé que es un empresario moderadamente rico con una amplia gama de provechosos pero no muy espectaculares intereses tecnológicos.

    Son las dos y media. Salgo de Criptodependiente y me dejo caer sobre la cama. Desarrollo Biomédico Internacional... Quizá haya estado en lo cierto desde el primer momento y alguna empresa farmacéutica cuyo producto le hizo polvo el cerebro a Laura está preparando un futuro pleito. Entonces todo tendría sentido. Bueno..., casi todo. ¿Qué razones podría tener DBI —o las personas a las que contrataron para que les trajeran a Laura, sean quienes sean— para entrar en el Hilgemann con el único objetivo de sacarla de su habitación, dos veces, antes del secuestro propiamente dicho? ¿Por qué tomarse tantas molestias? Si lo único que pretendían era crear la impresión de que Laura podía escaparse por sus propios medios, ¿a quién creían que iban conseguir engañar?

    Mientras contemplo el techo intentando escoger el sueño, el incidente con la pequeña astróloga me viene una y otra vez a la cabeza. Karen no está obligada a comportarse tal como lo habría hecho mi esposa: a veces se mantiene fiel a mis recuerdos, a veces es puro deseo convertido en realidad, a veces sus acciones son tan crípticas como la estructura de un sueño. Pero ¿por qué debería «soñar» que, de entre todas las cosas posibles, me ha pedido nada menos que el horóscopo de Laura? ¿Perversidad pura y simple? Karen nunca habría hecho algo semejante ni en un millón de años.

    Intento relajarme y olvidarlo, pero no lo consigo. La ironía no se me escapa: no hay nada que me ofenda más que la asignación patológica de significado —religión, astrología, cualquier clase de superstición—, y aquí estoy, buscando significado en las acciones de una alucinación de mi esposa muerta controlada por mi subconsciente. ¿Qué clase de ridícula necromancia es ésta?

    Horóscopos. Aniversarios propicios. Me estremezco. Vuelvo a cargar los datos robados al Hilgemann. Laura nació el 3 de agosto del año 2035. El parto fue ligeramente prematuro, y los registros médicos informan de que el período de gestación abarcó entre treinta y siete y treinta y ocho semanas. Eso significa que la concepción se produjo siete días antes del 15 de noviembre del 2034, puede que incluso el mismo Día de la Burbuja.

    En sí, esto no significa nada para mí. Tampoco habría significado nada para Karen. En el planeta probablemente hay diez mil millones de personas a las que les importa una mierda que las estrellas desaparecieran justo cuando el padre de Laura estaba empezando a correrse.

    La pregunta es: ¿qué significa eso para los Niños del Abismo?


    ****

    Marcus Duprey nació el Día de la Burbuja, en un pueblecito del Maine llamado Hartshaw, en algún momento de los últimos dieciséis minutos de luz estelar de que gozó la Tierra. Nadie sabe a qué edad empezó a atribuirle significado a este hecho: Duprey guarda silencio al respecto y sus padres, abuelos, tías, tíos y primos y la mayoría de sus profesores y conciudadanos murieron más o menos simultáneamente el día de su vigésimo aniversario, que Duprey celebró introduciendo un cultivo de bacterias tóxicas en el suministro de agua potable de Harthsaw. Sus profesores de tercer y séptimo curso, que tuvieron la suerte de haber decidido ir a vivir a otro pueblo, apenas tienen ningún recuerdo de él. Los ex compañeros de clase supervivientes lo describieron como callado y un poquito reservado, pero no estudioso, y tampoco lo suficientemente introvertido como para haber atraído las burlas. ¿Carismático? ¿Capaz de influir sobre los demás? ¿Un líder nato? ¿Un profeta? No.

    Los registros de los ordenadores tenían muy poco que añadir. Sus padres no eran religiosos. El historial académico de Duprey fue mediocre y su comportamiento en clase no tuvo nada de particular o, por lo menos, nadie se fijó en él. Después de terminar los estudios secundarios, Duprey trabajó para la planta de agua del pueblo, encargándose de lo que los archivos describen como «trabajos de mantenimiento no cualificados y semicualificados». Sin duda accedió repetidamente a las bibliotecas de la red durante su juventud, pero la mayor parte de los sistemas sólo conservan unos cuantos meses de datos, y cuando a alguien se le ocurrió investigar las lecturas formativas de Duprey, los detalles ya habían sido borrados hacía mucho tiempo. Si alguna vez llegó a comprar libros o ROMS, se los llevó consigo cuando huyó: el cuarto alquilado en el que vivía no contenía ninguna posesión de naturaleza personal. (¿Y qué habría podido justificar o explicar tres mil cadáveres? ¿Libros sobre Jim Jones o Charles Manson? ¿Un diario lleno de alienación adolescente? ¿Una baraja de tarot, una carta astral? ¿Pentáculos trazados con sangre sobre el suelo?)

    Duprey fue capturado más de seis años después cuando se estaba escondiendo en el Quebec rural. Pero a esas alturas, sus seguidores esparcidos por todo el planeta estaban ya muy ocupados volando trenes y edificios, envenenando conservas o tiroteando a los compradores de los grandes almacenes. La mayoría de las víctimas fueron escogidas al azar, pero un grupo europeo de los Niños asesinó a seis miembros de un equipo de investigadores que estudiaba la Burbuja, y después vendrían muchos asesinatos similares. Para los Niños, la ciencia que pretenda estudiar la Burbuja es la peor blasfemia imaginable: después de todo, cualquier comprensión detallada de la verdadera naturaleza de la Burbuja minaría su visión del cielo vacío como un portento cósmico de esa «Era de la Destrucción» a cuyo advenimiento creen estar contribuyendo.

    Duprey fue considerado lo suficientemente cuerdo para ser juzgado. No era un esquizofrénico paranoide: no oía voces y no tenía visiones, y sus delirios y alucinaciones eran los habituales en los líderes religiosos. Leí las transcripciones filtradas de una de sus evaluaciones psiquiátricas. Cuando se le preguntó si creía que el genocidio de Hartshaw podía ser justificado o si pensaba que había sido un acto totalmente injustificable, Duprey respondió diciendo que comprendía los conceptos, pero que estaba convencido de que habían dejado de ser aplicables. «Esa simetría se rompió durante las fases iniciales del universo, pero ahora ha sido restaurada. Las dos fuerzas se han unificado de nuevo, y el bien y el mal son indistinguibles.» La mayoría de sus respuestas fueron del mismo estilo: metáforas de la ciencia y la religión sacadas de su contexto e hibridizadas al azar hasta obtener un repertorio asombrosamente ecléctico de disparates y aforismos carentes de sentido. Misticismo cuántico, trascendentalismo oriental, escatología occidental... Duprey, omnívoro, lo había engullido todo y, ya que no las ideas, por lo menos había conseguido unificar la jerga. Los psiquiatras nunca llegaron a dar un nombre a su estado, pero al parecer éste no permitía una defensa basada en la locura.

    Karen y yo, que por fin habíamos logrado sincronizar nuestros turnos de trabajo, vimos las transmisiones en directo del juicio a primera hora de la madrugada. Yo estaba intentando ser ascendido a una unidad anti terrorista, de modo que quería acumular toda la información posible sobre los Niños. Karen estaba trabajando como archivista en el Departamento de Bajas del nuevo hospital de los Suburbios del Norte, un trabajo que solía sonar más policial que el mío. Tanto su carrera como la mía se encontraban en un punto muerto: ella había terminado sus estudios de medicina hacía diez años, y yo llevaba catorce vistiendo el uniforme. Los dos teníamos la impresión de que las últimas oportunidades se nos escurrían de entre los dedos.

    Ni la fiscalía ni la defensa deseaban que Duprey tuviera ocasión de hacer ningún discurso, ni cualquier otra cosa que pudiera enardecer a sus discípulos, por lo que Duprey nunca fue llamado al estrado de los testigos, y la cuestión del motivo apenas salió a relucir. La evidencia que lo relacionaba con el traficante de armas (convertido en testigo de la acusación) que le proporcionó la bacteria manipulada que había usado era compleja y tediosa, pero también, y en última instancia, inatacable: el juicio se prolongó durante meses, pero todo el mundo sabía cómo terminaría.

    El año 2061 el cometa Halley no ofreció ningún gran espectáculo, por lo menos visto desde la Tierra. La geometría no era favorable: en el punto de mayor aproximación el Halley era engullido por la luz solar, con lo que desde el planeta apenas podía ser visto sin usar instrumentos. Aun así, una docena de sondas lo persiguieron: sus motores de fusión les permitían tratar de igualar su difícil órbita, y hasta un par de viejos telescopios espaciales construidos y lanzados antes de la Burbuja fueron reactivados para la ocasión. Las imágenes proporcionadas por esas fuentes eran impresionantes; durante los meses de junio y julio los noticiarios holográficos estuvieron ocupados por las mismas dos historias casi cada noche, dos imágenes de las que se podía estar prácticamente seguro serían mostradas la una a continuación de la otra: el cometa, esparciendo estelas de polvo blanco amarillento y reluciente plasma azul, surgiendo de la oscuridad y del Abismo para dirigirse hacia el sol..., y Marcus Duprey, impasiblemente sentado en la sala de un tribunal del Maine.

    El 4 de agosto, Duprey fue sentenciado a seis mil ochocientos cuarenta años de cárcel. Sólo se lo había juzgado por la masacre de Hartshaw, pero a lo largo del 2060 y el 2061, los Niños habían conseguido infiltrarse en muchas ciudades, y un total de diecisiete dirigentes más habían sido encarcelados, ¡EL FIN DE LA ERA DE LA DESTRUCCIÓN!, proclamó NewsLink debajo de una foto de un muñequito vudú que tenía el rostro de Duprey atravesado por diecisiete agujas y rezumando sangre de cada herida.

    El 4 de septiembre, tres ex miembros del jurado fueron asesinados. (Los demás fueron sometidos inmediatamente a custodia protectora, y posteriormente se les proporcionó protección policial a perpetuidad, pero, aun así, hasta la fecha dos más han sido asesinados.)

    El 4 de octubre, la juez que se había encargado del proceso sobrevivió a la explosión de la bomba que destruyó su casa. El fiscal del distrito, y su guardaespaldas, fueron muertos a tiros dentro de un ascensor.

    El 4 de noviembre, la sala en la que se había juzgado a Duprey fue destruida por una explosión. Hubo dieciséis muertos.

    ¿Por qué había tantas personas dispuestas a seguir a Duprey y a vengar su encarcelamiento? De las personas arrestadas, algunas sufrían psicosis congénitas que habrían acabado matándolas de todas formas y en su caso los Niños se habían limitado a proporcionar un pretexto, así como acceso a las armas y los explosivos. Pero la mayoría mostraban un perfil distinto: se habían unido a los Niños porque eran sencillamente incapaces de aceptar que las estrellas habían desaparecido y que eso no significaba nada y no cambiaba nada. Duprey había proclamado que el Abismo indicaba el fin de todo orden moral, ¿y qué puede tener mayor relevancia humana que eso? Para que el mundo siguiera teniendo un sentido y para autopreservarse de la indiferencia de la Burbuja, esas personas habían aceptado con entusiasmo sus lúgubres conclusiones. Pero no puedes confirmar el fin de todo orden moral dirigiendo un telescopio hacia el Abismo, de la misma manera en que no hay ningún aparato que te permita medirlo. Si quieres —si necesitas— creer en eso, tienes que salir a la calle y hacer que ocurra. Tienes que volverlo real.

    A medida que se aproximaba el vigesimoséptimo aniversario del Día de la Burbuja, ni una sola ciudad del planeta permaneció totalmente inmune a la tensión. Los culpables de que Duprey estuviera en la cárcel se habían ganado un castigo individual, pero en el pasado —y especialmente el 15 de noviembre— los Niños habían matado al azar, y nadie creía que hubieran abandonado esa práctica. Los grandes almacenes radiografiaban y cacheaban a sus clientes (y el comprar desde casa volvió a ponerse súbitamente de moda). Los horarios de los trenes se derrumbaron bajo el peso abrumador de interminables controles de seguridad (y el televiaje experimentó un resurgimiento).

    El 9 de noviembre, Duprey dio una conferencia de prensa en la cárcel. No respondió a ninguna pregunta, y se limitó a leer una declaración denunciando todos los actos de violencia en la que pedía a sus seguidores que lo imitaran. Di por sentado que lo habían sobornado o que había sido sometido a alguna clase de coacción, y dudaba que alguien pudiera saber cuántos de los Niños lo obedecerían, pero los medios de comunicación insistieron en que la declaración era una especie de amnistía tan inesperada como milagrosa, y la histeria pública disminuyó. En cuanto a mí, sólo esperaba que los seguidores de Duprey pudieran ser manipulados con tanta facilidad como el resto de nosotros.

    Cuatro días después la verdad salió a relucir: las palabras de Duprey no le pertenecían, y todo había sido un montaje preparado mediante un módulo marioneta. Además toda la operación había sido ilegal, naturalmente, ya que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos había reafirmado, pocos meses antes, que la aplicación forzosa de un módulo neural era inconstitucional fueran cuales fuesen las circunstancias y, en cualquier caso, el estado de Maine ni siquiera había intentado promulgar una ley que permitiera su uso. El gobernador de la cárcel presentó su dimisión. El burócrata con más años de servicio de la rama estatal del FBI se voló la tapa de los sesos. Lo peor de todo era que resultaba difícil imaginar nada que hubiera podido poner más furiosos a los Niños.

    Fue el 15 de noviembre, justo después de las dos de la madrugada, cuando Vincent Lo y yo respondimos a una alarma en un almacén de contenedores del muelle. Después la gente nos preguntó cómo podíamos haber cometido la «temeridad» de enfrentarnos «solos» a un «peligro» tan obvio. ¿Qué demonios se creían? ¿Que cada uno de los ochenta mil atracos cometidos diariamente en el planeta podía ser tratado como una atrocidad terrorista en potencia, al coste de aproximadamente un millón y medio de dólares cada uno? Maine quedaba al otro lado del planeta. Los Niños únicamente habían actuado una vez en Australia, en un intento fallido de colocar una bomba que sólo mató a quien intentaba colocarla. Entramos en el almacén, naturalmente.

    Pero antes accedimos a su sistema de seguridad. Las cámaras de vigilancia no mostraron nada raro, pero alguien había activado un detector de movimientos. (¿El paso de un tren? No habría sido la primera vez.) Los contenedores estaban alineados en hileras, y empecé a avanzar por un pasillo y Vince avanzó por otro mientras A2 nos permitía ver, simultáneamente, a través de nuestros ojos y de cualquiera de las dieciséis cámaras instaladas en el techo, de todas ellas. Activé un pequeño artilugio pirotécnico que esparció al azar tenues hebras de humo coloreado por todo nuestro campo visual expandido, un truco que delata la presencia incluso del más sofisticado de los camaleones de datos. Las cámaras estaban limpias. Estábamos solos en el edificio.

    Unos segundos después los dos sentimos cómo el suelo vibraba de manera casi imperceptible. Compartimos datos sensoriales para obtener un paralaje más preciso, y A2 localizó la fuente de las vibraciones en un contenedor de la segunda hilera a partir de la izquierda. Me disponía a pasar la cámara superior al infrarrojo esperando que revelara algo, por poco que fuera, cuando de repente ya no hubo necesidad de hacerlo: un chorro de plasma de un azul tan pálido que casi era transparente se abrió paso a través del acero de una de las paredes del contenedor, cerca de una de las esquinas superiores, y empezó a descender rápidamente.

    Vincent interrogó al sistema principal del almacén y dijo:

    —Un robot minero Hitachi MA52 en camino hacia los yacimientos de oro.

    Entonces fue cuando sentí un escalofrío, siempre dentro de los límites que A3 impone a esa clase de sensación. El contenedor tenía quince metros de altura. Yo había visto los MA52 en los noticiarios holográficos: parecían un cruce entre un tanque y una excavadora mecánica, ambos considerablemente agigantados, del que brotaban una docena de apéndices de acero, cada uno de los cuales terminaba en un amplio surtido de herramientas de aspecto bastante amenazador. Los MA52 disponían de un programa de automantenimiento, lo cual explicaba la presencia del soplete de plasma. No hace falta decir que se suponía que los robots mineros siempre debían permanecer desactivados mientras eran transportados de un sitio a otro y, activado o no, aquel robot minero no habría debido ser capaz de despertar espontáneamente durante el viaje y tomar la decisión de liberarse. Como mínimo tenía que haber sido sometido a una reprogramación completa, y probablemente también habría sufrido manipulaciones mecánicas. Todas las reglas que gobernaban la conducta del modelo estándar podían considerarse anuladas, por lo que tratar de localizar la documentación para los códigos desactivadores de emergencia sólo habría sido una pérdida de tiempo.

    Íbamos armados, por supuesto. Nuestras armas habrían podido abrirse paso a través de la plancha exterior del robot en poco más o menos de una década.

    Informé al centro de control y pedí refuerzos. El chorro de plasma llegó al final de su trayecto descendente y ejecutó un impecable giro hacia la horizontal.

    Había seis enormes grúas suspendidas del techo del almacén, una para cada hilera de contenedores. Cuando volví a echarles un vistazo, Vincent ya las tenía bajo control. Pero la que necesitábamos se hallaba estacionada en el extremo del edificio más alejado del sitio en el que necesitábamos que estuviera, y se arrastró a lo largo de sus rieles con una increíble languidez. Invoqué el enjuiciamiento de distancias y velocidades de A5 y luego hice lo mismo para el progreso del chorro de plasma, y descubrí que, como mínimo, el contenedor quedaría abierto quince segundos antes de que pudiéramos empezar a elevarlo. Pero se encontraba a una hilera de distancia del límite de la parrilla, y los pasillos sólo tenían tres metros de anchura: eso quería decir que el MA52 no dispondría del espacio suficiente para salir disparado del contenedor, y que antes tendría que abrirse un camino. Eso nos proporcionaría bastante más de quince segundos.

    El rectángulo de acero se desprendió y después se deslizó a lo largo del pasillo con un chirrido ensordecedor, manteniéndose en equilibrio sobre su borde hasta que acabó chocando con la pared del fondo. Mientras el robot, impulsado por grupos de orugas maniobrables, emergía en la medida de lo posible, el impulso hizo que el contenedor recorriera una corta distancia en la dirección opuesta. Sólo diez o veinte centímetros, no más.

    —¡Subóptimo! —masculló Vincent en voz baja.

    La grúa dejó caer su garra manipuladora sobre el techo incorrectamente alineado del contenedor. Pernos de sujeción tan gruesos como mi brazo se extendieron en busca de agujeros dentro de los que introducirse para luego retraerse, sorprendidos, y repetir estúpidamente el mismo ciclo de acción cuatro veces antes de darse por vencidos. Una luz roja empezó a parpadear en la garra, una sirena capaz de reventar los tímpanos aulló dos veces y después todos los mecanismos de la grúa se autodesconectaron.

    Nos habíamos mantenido prudentemente alejados y necesité veinte segundos para llegar hasta la vertical de la grúa por el lado ciego del robot, que a esas alturas ya había empezado a embestir al contenedor que se interponía en su camino. Cada vez que retrocedía, su propio contenedor resbalaba un poquito más hacia adelante, y cada vez que avanzaba ocurría lo contrario, pero el movimiento neto resultante era de claro retroceso. El robot iba a permanecer atrapado durante varios minutos, pero cualquier perspectiva de poder alinear la garra que había fallado su objetivo se iba esfumando rápidamente.

    Cada contenedor estaba provisto de una escalerilla soldada sobre uno de sus lados. El azar había querido que el lado cortado y desechado fuera precisamente ése, por lo que subí al contenedor de enfrente y salté la brecha. Conseguir que la garra empezara a balancearse resultó mucho más difícil de lo que me había esperado: la garra colgaba de seis cables dispuestos en tres pares, y el emparejamiento complicaba el movimiento y lo frenaba. Fui aumentando las oscilaciones gradualmente hasta que la garra empezó a recorrer un arco lo bastante grande para compensar el desplazamiento del contenedor.

    Ya sólo faltaba escoger el momento adecuado.

    La cámara del techo más cercana permitía que Vincent tuviera una visión perfecta de todo lo que yo estaba haciendo, por lo que no fue necesario que lo avisara. A5 extrapoló sin ninguna dificultad el movimiento de balanceo de la garra, pero los bamboleos del contenedor eran impredecibles. La programación de la garra no nos facilitaba las cosas: cada vez que Vincent le ordenaba que intentara coger el contenedor, la garra pasaba por un ciclo de cinco intentos y luego se desconectaba. El grado de libertad de Vincent se reducía a escoger el momento en el que iniciaba la secuencia. Tres bruscos desplazamientos del contenedor desbarataron todos sus cálculos. La cuarta vez, comprendí que era nuestra última oportunidad. Podía hacer que la garra incrementara su desplazamiento horizontal, pero el arco de su movimiento la llevaría tan arriba que los pernos de sujeción no podrían entrar en sus agujeros.

    Cuando ocurrió, pareció tan milagroso e improbable como algo sacado de una película proyectada hacia atrás: todo encajó mágicamente, igual que los fragmentos de un jarrón roto. Todo salvo un perno de sujeción, que falló el blanco por la ridícula distancia de una fracción de milímetro y quedó inmovilizado junto al borde de su agujero mientras los demás seguían avanzando hacia sus metas. Ya podía imaginarme cómo volverían a retraerse en el instante en que algún microprocesador idiota renunciara a sus últimas esperanzas de desatascar aquel perno.

    Lo pateé con todas mis fuerzas y el perno entró en el agujero. Inducido o no, experimenté un instante de inmenso júbilo. Pasé por entre los cables y crucé el pasillo de un salto mientras los motores de la grúa cobraban vida con un gran estrépito. Después bajé por la escalerilla y eché a correr.

    El contenedor se elevó rápidamente y el MA52, todavía con dos tercios de su masa dentro, no tuvo otra elección que subir con él. Cuando sus orugas se aproximaron al techo del contenedor que le había obstruido el paso casi pude verlo saltando hacia la libertad, pero la distancia a recorrer era demasiado grande. El robot siguió ascendiendo hacia el techo, donde acabó quedando atrapado a cincuenta metros por encima de nuestras cabezas.

    Ya podía oír sirenas que se aproximaban rápidamente, indicando que nuestros refuerzos estaban a punto de llegar. Me reuní con Vincent en la entrada del almacén.

    —Y ahora esperaremos a que venga el ejército para que convierta en metralla a ese cabrón.

    Vincent meneó la cabeza.

    —No será necesario.
    —¿Qué quieres decir?
    —Las especificaciones de seguridad de este sistema dejan mucho que desear —dijo.

    Y Vincent dejó caer al robot.

    Posteriormente entre los restos se encontraron armas que habrían podido demoler un par de suburbios y fue únicamente la incompetencia de los Niños la que impidió que eso llegara a ocurrir, ya que resultó que habían corrompido el sistema de seguridad del almacén que no era. Si no hubiéramos recibido aquel aviso, al final el ejército habría tenido que destruir al MA52 en las calles. En tres ciudades africanas eso fue exactamente lo que ocurrió, con un gran número de muertes. En otros lugares, naturalmente, los Niños hicieron estallar sus bombas habituales, que incluían desde artefactos incendiarios hasta cartuchos químicos que esparcían neurotoxinas. No quería saberlo, así que eché un rápido vistazo a los titulares y después fui saltando de una pantalla a otra, porque no me sentía capaz de tener que digerir tan pronto la amarga verdad de lo microscópica que había sido nuestra victoria.

    A pesar de que sólo habíamos tenido mucha suerte, Vincent y yo, predeciblemente, fuimos presentados como héroes. No me importó, pues eso significaba que tendría prácticamente garantizado el ascenso a la unidad antiterrorista. La atención de los medios de comunicación era agotadora, pero apreté los dientes y esperé a que se disipara. Karen lo llevó mucho peor, y no podía culparla: ninguna de nuestras amistades parecía querer hablar de otra cosa, y mi esposa debía de estar tan harta de escuchar la historia como yo lo estaba de contarla.

    Lo peor de todo fue que el hermano de Karen, con las mejores intenciones, se presentó en nuestra casa un domingo por la tarde con copias de todas las entrevistas que yo había concedido —en estado de activación, porque el departamento había insistido en ello— y de las que nos habíamos mantenido cuidadosamente alejados cuando fueron emitidas. Tuvimos que verlas todas, desde la primera a la última. Karen no soportaba verme activado, un espectáculo que le resultaba casi tan aborrecible como a mí. «El boy scout zombi», me llamaba, y la verdad es que tenía razón: el policía con mi cara que aparecía en los noticiarios holográficos era tan aséptico, tan asquerosamente prudente y deseoso de complacer y tan incapaz de percibir la realidad que me entraban ganas de vomitar nada más verlo. (Puede que haya personas que nacen así, pero no abundan, y te inspiran compasión.) Cada agente de policía dispone de un mínimo de seis «módulos activadores» estándar, que van del A1 al A6, pero es A3 el que impone el estado mental más acorde con el cumplimiento de tu deber y el que verdaderamente te «activa». Siempre había tenido muy claro que lo que hacía en realidad era lisiarte el cerebro: su influencia, eficiente y perfectamente reversible, te convertía en un policía mucho más competente, pero yo no veía ninguna razón para andarse con rodeos o emplear eufemismos. Los módulos activadores creaban policías mejores, los módulos activadores salvaban vidas..., y los módulos activadores nos convertían, temporalmente, en una mera imitación de seres humanos. Yo podía vivir con esa desagradable realidad, siempre que no me la restregaran por las narices con excesiva frecuencia. Las «drogas activadores» de los malos viejos tiempos —un intento tan tosco como puramente farmacológico de suprimir las respuestas emocionales, incrementar la capacidad sensorial y reducir los tiempos de reacción— producían un gran número de efectos secundarios, como por ejemplo transiciones impredecibles entre el estado activado y el estado desactivado, pero la aparición de los módulos neurales había eliminado todas esas complicaciones. Mi vida tenía una partición simple, nítida y absoluta: de servicio estaba activado; si no, desactivado. No había ninguna posibilidad de ambigüedades, ni de que un lado contaminara al otro.

    Karen no se había implantado ningún módulo profesional. Los médicos, los eternos conservadores, todavía recelaban de la tecnología, pero los diferenciales de la escala de primas para los seguros de negligencia profesional, entre otras cosas, iban erosionando gradualmente su resistencia.

    El 2 de diciembre, unas horas antes de que leyera la noticia en el noticiario de la noche, me enteré de que mi ascenso había sido aprobado. Eso ocurrió un viernes y el sábado Karen, yo, Vincent y su esposa María salimos a cenar para celebrarlo. A Vincent también le ofrecieron un puesto en la unidad, pero él había rechazado la oferta.

    —Creo que has tomado la decisión equivocada —le dije, mitad en broma y mitad en serio. No habíamos tenido ocasión de hablar del asunto con anterioridad: cuando estabas activado, esos temas no podían ser mencionados—. El antiterrorismo es un sector en rápido proceso de crecimiento. Diez años en esa unidad y podré dejar el cuerpo para convertirme en un asesor de multinacionales escandalosamente bien pagado.

    Vincent me lanzó una mirada bastante extraña.

    —Supongo que no soy tan ambicioso —dijo. Después le cogió la mano a María y se la apretó suavemente. El gesto difícilmente podía considerarse extravagante, pero no pude sacármelo de la cabeza.

    Desperté a mediados de la madrugada del domingo y no conseguí volver a conciliar el sueño. Me levanté. Karen siempre podía percibir mi insomnio, y siempre parecía afectarla mucho más que mi ausencia. Me senté en la cocina e intenté tomar una decisión, pero sólo conseguí enfurecerme y aumentar mi confusión. Me odiaba a mí mismo, porque no se me había ocurrido pensar ni por un solo instante que podía estar poniendo en peligro a Karen. Tendríamos que haber hablado de ello antes de que hubiera aceptado el ascenso, pero la mera idea de mantener esa clase de conversación me parecía obscena. ¿Cómo podía preguntarle qué pensaba del asunto? ¿Cómo podía admitir aunque sólo fuese la más diminuta posibilidad de que existiera un peligro real y, a continuación, proclamar que, en el caso de que contara con su permiso, sí, seguiría adelante y aceptaría el ascenso? Y si, en vez de aceptar el puesto, me limitaba a cambiar de parecer y rechazaba la oferta sin consultarla, Karen acabaría sonsacándome la razón..., y después nunca me perdonaría que la hubiera excluido de la decisión.

    Fui hasta una ventana y contemplé la calle brillantemente iluminada. Desde la Burbuja, o al menos eso me parecía, las farolas habían ido aumentando de potencia a cada año que pasaba. Dos ciclistas pasaron por la calle. El panel de cristal estalló hacia afuera, y mi cuerpo siguió a los fragmentos a través del marco repentinamente vacío.

    Los módulos activadores cobraron vida por sí solos.

    Me hice un ovillo antes de chocar con el suelo y rodé unos cuantos metros —A4 se ocupó de ello—, y después permanecí inmóvil sobre el césped durante un par de segundos, sangrando y sin aliento. Podía oír las llamas detrás de mí, y podía sentir cómo mi corazón aceleraba su pulso y mi piel se iba enfriando a medida que A1 desconectaba la circulación periférica —en una versión controlada de la respuesta adrenalínica natural—, pero me encontraba aislado de la agitación de mi cuerpo y no me quedaba otra opción que permanecer calmadamente analítico. Me levanté y me volví para evaluar la situación. El césped estaba lleno de tejas: la bomba debía de haber sido colocada en el tejado, cerca de la pared trasera de la casa y probablemente justo encima del dormitorio. Pude ver cómo enormes glóbulos de una burbujeante sustancia gelatinosa resbalaban por los restos de los tabiques interiores, transportando consigo cortinas de llama azul.

    Sabía que Karen estaba muerta, no herida ni en situación de peligro. Al no haber nada que pudiera protegerla de la onda expansiva, tenía que haber muerto al instante.

    Desde entonces he pensado muchas veces en lo ocurrido, y siempre he acabado llegando a la misma conclusión: cualquier persona normal que se hubiera encontrado en aquella situación habría entrado corriendo en la casa y habría arriesgado su vida. Aturdida por el shock, confusa y llena de incredulidad, habría optado por el curso de acción más fútil y peligroso imaginable.

    Pero el boy scout zombi sabía que no había nada que pudiera hacer, por lo que giró sobre sus talones y se fue.

    Sabiendo que ya no podía hacer nada para ayudar a los muertos, centró su atención en las necesidades del superviviente.


    3


    INTENTO, SIN CONSEGUIRLO, encontrar una sola razón irrebatible que explique por qué los Niños no pueden estar involucrados en este asunto. Secuestrar pacientes con lesiones cerebrales cuya concepción tuviera lugar el Día de la Burbuja quizá no sea algo que hayan hecho con anterioridad, pero sin duda no debe de haber muchos candidatos adecuados y, pese a la ausencia de un precedente, no cabe duda de que lo absurdo del crimen apunta a los Niños del Abismo. También es cierto que todavía no se ha detectado ninguna actividad de los Niños en Nueva Hong Kong, pero eso no significa que no puedan disponer de una célula y de un refugio clandestino en algún lugar de la ciudad. De hecho, cuatro o cinco personas habrían bastado para traer ilegalmente a Laura hasta aquí.

    Empiezo a pasear por la habitación, intentando no perder la calma. Siento más indignación que miedo, como si mi cliente hubiera debido prever esta posibilidad y no se hubiera molestado en prevenirme. Eso es absurdo, por supuesto, pero la verdad es que no me pagan lo suficiente para que me dedique a perseguir terroristas, y todavía menos a una célula de los Niños. Puede que los Niños no se hayan dignado hacer un segundo intento de matarme —una política que parecen aplicar a todas las personas que consiguen sobrevivir a sus atentados, como si se negaran a admitir el fracaso—, pero no tengo ninguna intención de recordarles que existo, y mucho menos de proporcionarles una nueva razón para que vuelvan a incluirme en su lista de objetivos.

    Llamo al aeropuerto y me informan de que hay un vuelo a las seis. Reservo una plaza. Hago el equipaje. Unos cuantos minutos han bastado para que ya no me quede nada más que hacer. Después me siento en la cama y me dedico a contemplar la maleta y, gradualmente, empiezo a recuperar un cierto sentido de la perspectiva.

    Bien, así que Laura fue concebida el Día de la Burbuja o en una fecha muy próxima a él. Pero ¿eso es información o mero ruido? Los departamentos policiales de todo el planeta han programado ordenadores para que investiguen incansablemente las obsesiones de los Niños —fechas, numerología, conjunciones celestiales... ad nauseam—, y los resultados siempre han sido los mismos: ficheros monstruosamente grandes llenos de falsas correlaciones y coincidencias carentes de significado, terabytes de basura. De una manera u otra, el veinte por ciento de todo puede ser manipulado de tal forma que acabe pareciendo potencialmente significativo para los Niños. La fracción genuina de ese porcentaje es infinitesimal, y el método resulta tan útil como el de postular que toda persona que tenga los ojos del mismo color que Marcus Duprey debe ser considerada sospechosa de terrorismo.

    Estoy seguro de que, si se le informara de la fecha en que fue concebida Laura, hasta el último miembro de los Niños atribuiría un gran significado a su secuestro, pero esgrimir eso como prueba de que están involucrados es ridículo. La pregunta a formular no es qué significado tiene esto para los Niños. Si los Niños realmente tuvieran algo que ver con cada uno de los crímenes en los que pueden llegar a ver algún portento cósmico, entonces el número de seguidores con que cuenta Duprey tiene que haber sido subestimado por un factor de un millón.

    Huir sería una reacción patética.

    Aun así... Lo único que puedo perder es dinero, ¿no? Nada me impide pecar de exceso de cautela y abandonar el caso. Oh, sí, y también podría unirme a las filas de quienes están tan aterrorizados por las atrocidades de los Niños que examinan obsesivamente todas las pautas de sus vidas en busca de señales de peligro, y se encierran en sus casas cada aniversario de cada ridícula fase del insignificante martirio sin sangre por el que ha pasado Duprey, observando las fiestas de guardar de su religión del miedo particular.

    Deshago el equipaje.

    Falta poco para que amanezca. La falta de sueño, como suele ocurrir, ha hecho que experimente una peculiar sensación de claridad: siento como si hubiera logrado escapar al ciclo ordinario de la mente y hubiese conseguido establecer una nueva y profunda relación con el mundo. Invoco a Jefe para que obligue a mi sistema endocrino a entrar en fase, y la ilusión no tarda en evaporarse.

    Comparada con las fulminantes revelaciones de la conexión terrorista, la información que he logrado acumular hasta ahora parece desesperantemente ambigua. Pero he de empezar por algún sitio, y Desarrollo Biomédico Internacional es la única empresa de la lista que carece de una razón aparatosamente inocente para estar comprando los fármacos que necesita Laura. Y si DBI no tiene accionistas a los que impresionar y recurrir a los hackers es demasiado arriesgado, entonces tendré que utilizar medios más directos para averiguar qué es lo que están investigando.

    Saco una cajita de mi maleta y la abro con mucho cuidado. Envuelto en papel de seda, un mosquito duerme dentro de ella.

    No dispongo del módulo especialista que se usa para programar el insecto, pero un segundo compartimiento de la caja contiene un ROMS cuyo programa secuencial al viejo estilo me permitirá obtener el mismo resultado final, si bien más despacio. Saco el chip del compartimiento y lo activo. Reluce invisiblemente en infrarrojo modulado, y las células transceptoras que la bioingeniería ha esparcido por la piel de mis manos y mi cara recogen la señal y la desmodulan. Red roja (Neurocom, 1.499 $) recibe los impulsos nerviosos de esas células, descodifica los datos y los almacena.

    Paso el programa a Von Neumann (BioLógica Continental, 3.150 $). Simular un ordenador polivalente no es algo que una red neural sea capaz de hacer con excesiva eficiencia y de ahí la necesidad de usar módulos especializados, físicamente optimizados para sus tareas, en vez de un único «ordenador-dentro-del-cráneo» programable. Pero nadie puede permitirse comprar todos los módulos del mercado, y además, si «requisaras» tantas neuronas probablemente perturbarías las funciones cerebrales normales. Por eso, y por muy graciosamente anticuado que pueda parecer, a veces la única solución práctica es cargar un ROM lleno de programas secuenciales.

    Culex explorator es puramente orgánico, pero ha sido considerablemente modificado tanto genéticamente como durante el postdesarrollo: la mayor parte de la manipulación genética sólo pretende garantizar que —además de contar con sus propios transceptores infrarrojos, por supuesto— el insecto maduro dispondrá de las neuronas suficientes para que las nanomáquinas puedan recablearlas. Selecciono los parámetros de conducta que deseo emplear de los menús que llevo dentro de la cabeza, espero cinco minutos mientras el programa los codifica en el lenguaje de los esquemas neurales del mosquito, y después pongo la mano encima de la caja para proporcionar la máxima potencia posible a la señal e introduzco mis decisiones en el diminuto cerebro del mosquito. El protocolo de Red roja cuenta con una interminable sucesión de capas comprobadoras de errores, pero aun así llevo a cabo una lectura completa de los datos, la cual me confirma el éxito.

    Durante el trayecto hasta el metro veo que las calles distan mucho de estar vacías. Los vendedores de comida montan guardia junto a carritos humeantes y los compradores acuden a ellos en bandadas, ignorando las seductoramente fotografiadas —pero olfativamente desérticas— tentaciones holográficas de las máquinas expendedoras. Compro una bolsa de fideos y me los voy comiendo mientras ando. Ejecutivos, banqueros y agentes de datos impecablemente vestidos pasan junto a mí caminando con largas y rápidas zancadas, una multitud de personas que podrían trabajar desde sus casas o llevar a cabo todas sus actividades dentro de sus propios cráneos e incluso, con la ayuda de los módulos, elegir que les gustara hacerlo. Aunque me cueste admitirlo, debo confesar que la visión de esos infócratas —siluetas armadas de paraguas que pasan rápidamente junto a mí irradiando autoimportancia— casi me parece una afirmación del espíritu humano. La luz se debilita de repente, y alzo la mirada para ver dos capas de nubarrones grises que se están persiguiendo a través del cielo. Unos segundos después, estoy empapado.

    El corazón del sector de la investigación y el desarrollo de Nueva Hong Kong queda a veinte kilómetros al oeste del centro de la ciudad. Salgo del metro para entrar en un mundo casi desierto de enormes edificios de cemento rodeados por extensiones de césped tan perfecto que tanto pueden ser reales como no serlo. La sensación de espacio parece casi escandalosa después de las multitudes y torres de la ciudad: muchos de los laboratorios y factorías tienen quince o veinte pisos de altura, pero las calles son lo suficientemente anchas y los jardines lo bastante espaciosos para impedir que la arquitectura llegue a ocultar un cielo que, después de haber sufrido un cambio mercurial, ya vuelve a estar azul de un horizonte al otro.

    Me detengo para sacudir la caja y depositar a Culex sobre la palma de mi mano, y el mosquito se aferra a mi piel. Poniéndome la mano delante de los ojos, apenas si puedo distinguir las minúsculas motas de los doce camaleones de datos adheridos a los lados del tórax. Antes de seguir andando, curvo los dedos sin llegar a apretar el puño; adoptar un paso tranquilo y despreocupado cuando transportas equipo de espionaje por valor de veinte mil dólares en la palma de la mano requiere un cierto esfuerzo de voluntad.

    La región laberíntica que se extiende al norte del metro muestra claramente todas las señales de haber consistido en una serie de «parques de la ciencia» independientes y dominados por una timidez que los impulsaba a tratar de pasar desapercibidos que, con el transcurso del tiempo, han ido invadiendo los espacios intermedios. Todos debían disponer de su propia planificación urbana de vanguardia —de concepción meticulosa, si bien un tanto extraña— y de ciertas simetrías y jerarquías peculiares y exclusivas, y todos han alcanzado un cierto grado de éxito a la hora de propagar la pauta más allá de sus límites originales; pero allí donde dos o más diseños incompatibles han entrado en conflicto, el resultado sólo puede ser descrito como patológico. DBI se encuentra al final de un callejón sin salida —lo que impide emplear el truco de pasearse tranquilamente por delante de la entrada principal—, pero toda la zona se ha convertido en una masa tan finamente capilarizada de callecitas extendidas sobre ramas inconexas que debería poder acercarme lo suficiente a la parte trasera del edificio sin dejar de fingir que estoy dirigiéndome hacia un destino totalmente distinto.

    Las calles están tan silenciosas que hasta puedo oír el canto de los pájaros. Un ciclista que pasa junto a mí me lanza una segunda mirada llena de perplejidad: no parece haber ningún otro peatón por la zona y, prematuramente, me siento un intruso no autorizado. Estas calles quizá sean públicas, pero todas conducen a un pequeño número de destinos particulares. En la improbable eventualidad de que alguien me pare para ofrecerme instrucciones, tendré que recurrir a mi mejor imitación del turista idiota que se ha perdido.

    Finalmente, a unos cien metros por delante de mí diviso lo que espero sea DBI, una caja de zapatos de cemento blanco visible a través del hueco que separa Ecocontrol

    Transgénico de Morfogénesis Industrial. Desde este ángulo de observación no puedo ver ningún logotipo o letrero identificador, pero vuelvo a consultar el mapa que llevo dentro de la cabeza, y no cabe duda de que he encontrado el edificio que andaba buscando.

    Me sorprendo pensando que es una tapadera improbable para los Niños del Abismo, y un instante después esa observación «tranquilizadora» hace que suelte una carcajada. Los Niños no están involucrados en este asunto, y no necesito buscar excusas para poder creerlo. En lo que respecta a DBI, el «riesgo» más serio al que me enfrento es el de que al final resulte que no han tenido nada que ver con el secuestro.

    Introduzco una copia de mi campo visual en el buffer de imágenes del programa del mosquito. Marco claramente el edificio, y después envío este último mensaje al insecto. Levanto la mano y separo los dedos: el mosquito emprende el vuelo de inmediato, describe un par de círculos por encima de mi cabeza y después desaparece.


    ****

    Paso la mayor parte del día examinando la información públicamente disponible sobre Wei Pai-ling, el dueño de DBI. Repaso con diligencia veinticinco años de cobertura del sistema de noticias —con un promedio de seis artículos al año dedicados a Wei— sin encontrar nada digno de mención. El único informe de naturaleza no estrictamente comercial es el dedicado a la inauguración de una nueva ala del Museo de la Ciencia de NHK. Wei presidió el consorcio que reunió los fondos, y el artículo cita una frase de su vacuo discurso lleno de tópicos y lugares comunes: «El futuro de nuestros niños depende de que estimulemos su intelecto e imaginación desde la más temprana edad...».

    Me sorprende un poco que Wei no tenga ni un solo interés visible en ninguna firma que lleve operando el tiempo suficiente para poder ser la causa del estado de Laura: mi empresario tiene cincuenta y pocos años, y parece haber preferido fundar nuevos negocios a practicar la conquista de firmas ya establecidas. Eso no demuestra nada acerca de los clientes de DBI, naturalmente.

    A última hora de la tarde, se me están acabando las distracciones productivas. Los temores irracionales que me inspiran los Niños vuelven a mi mente una y otra vez: sé qué he de hacer para expulsarlos de mi cabeza, pero no quiero hacerlo. Todavía no.

    Enciendo el holo en mitad de un anuncio y hago zapping sin ningún resultado. Los panuncios no implican colusión activa entre las cadenas rivales (cómo podría nadie pensar eso); da la sencilla casualidad de que todas ellas han establecido la práctica de permitir que los anunciantes puedan especificar la franja horaria que desean con una precisión superior a la centésima de segundo. Podría salir del tiempo real y buscar algo que cargar, pero el esfuerzo no parece merecer la pena cuando lo único que quiero hacer es matar el tiempo.

    —¿... vida carece de sentido y busca un propósito? —está diciendo un joven—. ¡Axón tiene la respuesta! ¡Ahora puede adquirir todas las metas que necesita! Vida familiar..., éxito profesional..., riqueza material..., satisfacción sexual..., expresión artística..., iluminación espiritual. —Apenas pronuncia cada frase, un cubo conteniendo una escena relacionada con ella se materializa en su mano derecha y el joven lo lanza al aire para dejar sitio al siguiente, hasta que está haciendo gráciles malabarismos con los seis cubos—. Axón lleva más de veinte años ayudándolo a disfrutar de los tesoros de la vida. ¡Ahora podemos ayudarlo a desearlos! Después de haber pillado la última mitad de un thriller surrealista incomprensible —pero visualmente impresionante—, apago el holo y empiezo a ir y venir por la habitación, cada vez más inquieto y preocupado. Faltan cuatro horas para mi cita con Culex. ¿Por qué aguantar cuatro horas más de aburrimiento y ansiedad? ¿Por el placer masoquista de soportar el peso aplastante de unas cuantas emociones humanas auténticas? A la mierda con eso: ya he tenido mi dosis de emociones humanas esta mañana, y he estado a punto de abandonar el caso.

    Invoco A3.

    A veces el subtexto del siéntete-bien es más descarado que de lo habitual. «Estar activado es la manera correcta de vivir: racional, eficiente, libre de distracciones, capaz de pensar con rapidez...» Todo eso es cierto aunque, irónicamente, el estado mental analítico estimulado por A3 hace que me resulte muy difícil pasar por alto el hecho de que dicha actitud me ha sido impuesta arbitrariamente. Prácticamente todos los módulos que alteran la personalidad salen de fábrica conteniendo la afirmación axiomática de que usarlos es beneficioso. Los críticos de la tecnología afirman que se trata de mera propaganda, pero quienes defienden los módulos dicen que sólo es una medida esencial para evitar un conflicto potencialmente incapacitador, y que dicha afirmación constituye una especie de salvaguarda contra una (metafórica) respuesta inmunitaria mental. Cuando no estoy activado, tiendo a aceptar la postura cínica. Cuando estoy activado, admito que carezco de la capacidad y de los datos necesarios para evaluar dichos argumentos y llegar a una conclusión definitiva.

    Dedico diez minutos a repasar todo lo que sé sobre el caso. No alcanzo ninguna nueva revelación, lo cual no es ninguna gran sorpresa: A3 elimina las distracciones y facilita concentrar la atención —y, con ello, razonar más deprisa—, pero no te concede ningún incremento mágico de la inteligencia. Los otros módulos activadores proporcionan distintas capacidades: A1 puede manipular la bioquímica del usuario, A2 aumenta la capacidad de procesamiento sensorial, A4 es un conjunto de reflejos físicos, A5 refuerza el enjuiciamiento espacial y temporal, A6 es el responsable de la codificación y las comunicaciones... Pero el papel de A3 se reduce básicamente a actuar como un filtro que selecciona el estado mental óptimo de entre todas las posibilidades naturales del cerebro e inhibe la intrusión de aquellas modalidades del pensamiento que considera inadecuadas.

    Ahora lo único que puedo hacer es esperar. Así pues, incapaz de experimentar aburrimiento y sin verme turbado por más temores irracionales, espero.


    ****

    Me acerco todo lo posible al punto de liberación, pero la precisión no es necesaria: el mosquito me encuentra mediante el olfato, y se habría mantenido alejado de un desconocido que se encontrara en el mismo sitio que yo. El insecto se posa sobre la palma de mi mano para entregar su información al examen de los infrarrojos.

    La misión ha sido llevada a cabo con éxito. Para empezar, Culex encontró su propia ruta de entrada y salida del edificio: no ha necesitado entrar sobre la espalda de nadie, y ahora tampoco tiene problemas para volver. Una vez dentro localizó el centro de seguridad, siguió la trayectoria de un haz de cables hasta el techo, entró en el conducto y colocó los doce camaleones. A continuación amplió su radio de exploración, mientras el programa se ocupaba de convertir los datos que había recogido en un esquema detallado del edificio. Finalmente, estableció contacto de nuevo con los camaleones, que habían descifrado el protocolo de validación de la señal del sistema de seguridad, y éstos le informaron de que, tras examinar los treinta y cinco cables, habían identificado doce por medio de los cuales podía crearse un conjunto utilizable de puntos ciegos contiguos.

    Contemplo instantáneas eidéticas extraídas del cerebro del mosquito que han sido procesadas de tal forma que jamás permitiría adivinar que se han originado en unos ojos compuestos. No hay grandes sorpresas. Técnicos. Ordenadores. Equipo variado de análisis y síntesis química. Ni rastro de pacientes que deban guardar cama, aunque a estas alturas Laura quizá ya sea capaz de levantarse y además no tengo ni idea de qué aspecto puede tener: el de la difunta Han Hsiu-lien, posiblemente, pero no apostaría por ello.

    Los primeros planos de pantallas de las estaciones de trabajo muestran diagramas de flujo de procesos de laboratorio, esquemas de moléculas proteínicas, secuencias de datos de ADN y aminoácidos..., y varios mapas neurales. Pero las mapas no están identificados con ninguna etiqueta que me proporcione nuevas pistas: en vez de algo del estilo de ANDREWS, L. O PRIMER ESTUDIO DE DAÑOS CEREBRALES CONGÉNITOS, solo hay hileras de números de serie carentes de significado.

    El esquema del edificio ya ha quedado completado dentro de mi mente, y me dedico a pasear por él. Cinco pisos, dos sótanos; despachos, laboratorios, cuartos de material; dos ascensores, dos escaleras. Hay varias regiones indicadas con el código azul claro que indica AUSENCIA DE DATOS, aquéllas en las que Culex no ha podido entrar por sí solo y no ha tenido ocasión de usar un medio de transporte involuntario: la más grande, de unos veinte metros cuadrados, ocupa el centro del segundo sótano. Podría tratarse de alguna clase de instalación especial —una sala aséptica, un almacén criogénico, un laboratorio de radioisótopos, un área de peligro biológico— donde la gente sólo entra en raras ocasiones y la mayor parte del trabajo es llevado a cabo mediante sistemas remotos. Pero las instantáneas sólo muestran un muro blanco vacío y una puerta no identificada: no hay advertencias de radiación o peligro biológico, y tampoco hay signos de ninguna clase.

    Los camaleones están preprogramados para las dos de la madrugada —por si se daba el caso de que el edificio resultara estar protegido contra la intrusión del mosquito fuera de la jornada laboral—, pero ya no hay ninguna necesidad de respetar esa limitación horaria. Envío de nuevo a Culex al edificio para que les diga que se activen dentro de siete minutos, a las once cincuenta y cinco. Los camaleones son demasiado pequeños para poder recibir señales de radio, lo cual probablemente en realidad sea una suerte porque la radio ofrece un nivel de seguridad muy bajo.

    Mientras me aproximo al edificio, paso el esquema a A2, que lo superpone a mi visión real. Los campos visuales de las cámaras de vigilancia y las regiones monitorizadas por detectores de movimiento brillan con tenues auras rojas: resulta tentador pensar en esto como «peligro vuelto visible» —igual que si dentro de mi cabeza hubiera algún módulo capaz de «percibir» por arte de magia la acción de cada sistema de seguridad—, pero en realidad sólo es un mapa teórico, que puede ser completo y correcto o puede no serlo.

    A las 11:55:00, hago que doce zonas rojas pasen al negro puramente por una cuestión de fe. No tengo ninguna prueba de que esos puntos ciegos realmente hayan cobrado existencia. Pero si no ha sido así, no tardaré en descubrirlo.

    El perímetro está protegido por una valla de alambre de espino, y mi medidor de campo dice que las hebras superiores están electrificadas a sesenta mil voltios, muy por debajo del umbral que soporta el aislante de mis guantes y zapatos. Los pinchos parecen terriblemente afilados, pero tendrían que estar remachados con diamantes industriales —y girar a varios miles de revoluciones por minuto— para dejar una huella perceptible en las fibras compuestas de mis guantes. Paso al otro lado y me dejo caer, aterrizando tan suavemente como puedo: hay detectores de movimiento todavía activos cerca y no conozco su nivel de sensibilidad.

    Rajo el panel de cristal de una ventana de la planta baja y entro en un cuarto sin iluminación que debe de ser alguna clase de laboratorio. A2 adapta rápidamente mi visión a la sensibilidad máxima sin que eso me sirva de mucho, pero es el mapa de Culex el que me ayuda a esquivar los obstáculos razonablemente deprisa. Con eso quiero decir que me ayuda a esquivar los obstáculos fijos, naturalmente, porque cada vez que «veo» una silla o un taburete perfilados en mi campo de visión fantasma, empiezo a ir más despacio y extiendo un brazo para determinar su posición actual.

    El pasillo también está oscuro, pero veo rojo no muy lejos hacia mi izquierda cuando salgo del laboratorio, y a un centímetro de la puerta de la escalera empieza una segunda región que todavía se encuentra bajo vigilancia. Me dispongo a accionar el picaporte cuando me doy cuenta de que el mecanismo de cierre en forma de codo se encuentra a punto de entrar en la zona de peligro: A5 me deja muy claro que no tengo ni una sola posibilidad de deslizarme a través de la grieta permisible. Levanto el brazo y parto el mecanismo por la juntura, y después dejo sus dos fláccidas mitades junto a la puerta.

    Bajo al sótano inferior. Los camaleones han hecho todo lo que podían llegar a hacer para proporcionarme un acceso lo más espacioso posible a cada uno de los pisos, pero al parecer este sitio apenas se hallaba protegido. Sin cámaras cercanas que puedan captar la efusión lumínica, me atrevo a usar una linterna para aportar detalle al esquema de líneas de mi vista fantasma. Hay grandes contenedores de reactivos y solventes; una hilera de frigoríficos horizontales; una centrifugadora colocada junto a la pared, abierta y con varios tableros de circuitos al aire, como si estuviera siendo reparada o caníbal izada.

    Llego a la región sobre la que no hay datos. Es una gran habitación cuadrada que parece hallarse extrañamente perdida en un área por lo demás indivisa, y a juzgar por su aspecto —y por su olor— no hace mucho que fue construida. Pero si Laura está aquí, ¿por qué iban a tomarse tantas molestias para alojarla? No para mantenerla discretamente oculta, eso está claro: esta prisión improvisada, si eso es lo que es, difícilmente podría ser más conspicua.

    Recorro la habitación. Sólo hay una puerta. La cerradura no presenta ningún gran desafío: un poco de sondeo seguido por un pulso magnético cuidadosamente dirigido bastan para derrotarla, induciendo una corriente en el circuito que acciona el mecanismo de desbloqueo. Desenfundo mi arma y abro la puerta..., y me encuentro contemplando otra pared, a sólo dos o tres metros de distancia.

    Cruzo cautelosamente el umbral. El espacio entre las paredes está vacío, pero la segunda pared no llega a unirse con la primera en ninguno de los lados. Antes de ir más lejos, cierro la puerta detrás de mí y coloco una pequeña alarma en la parte superior del marco. Cuando llego a la esquina de mi derecha, enseguida veo que las dos paredes son concéntricas. Continúo avanzando, y detrás de la siguiente esquina hay una puerta en la pared interior. La cerradura es del mismo modelo barato que la primera. Me gustaría saber a qué viene todo este montaje tan extraño, pero siempre puedo pensar en ello más tarde: lo que importa en estos momentos es averiguar si Laura ha sido enterrada en algún lugar de esta área o no.

    Abro la segunda puerta, y la respuesta es no, pero...

    Hay una cama, que no ha sido hecha desde que fue utilizada por última vez, con las sábanas corridas hacia el lado por el que es de suponer se levantó su ocupante. Un lavabo, un retrete, una mesita y sillas. En la pared del fondo hay un mural de flores y pájaros idéntico al que adornaba la habitación de Laura en el Hilgemann. La cama todavía está un poquito caliente. Bien, ¿adónde se la han llevado a estas horas de la noche? Quizá ha sufrido complicaciones y han tenido que trasladarla a un hospital. Invierto treinta segundos en explorar la habitación, pero no hay gran cosa que examinar: la escena, sin embargo, lo dice todo. Laura se encontraba aquí hace tan sólo unos minutos, estoy seguro de ello, y si no he logrado dar con ella ha sido por una pura cuestión de mala suerte.

    Y quizá todavía esté dentro del edificio. ¿Arriba, siendo sometida a un examen cerebral de medianoche? DBI tal vez esté tan impaciente por completar su contrato que, sin importar lo que eso lleve implícito, podrían estar trabajando durante las veinticuatro horas del día.

    Salgo de la habitación interior. Estoy a punto de girar hacia la derecha y volver sobre mis pasos para tomar la ruta de salida más corta, pero justo entonces cambio de parecer y decido completar el resto de mi recorrido.

    La mujer que está inmóvil justo detrás de la esquina, cansinamente apoyada en un andador, es idéntica a Han Hsiu-Lien. Alza la mirada hacia mí y se echa a llorar. Me apresuro a ir hacia ella y le administro una dosis nasal de aerosol tranquilizante. Su cuerpo se afloja súbitamente; la agarro por debajo de los brazos y me la echo al hombro. No es la manera más cómoda de viajar, pero necesitaré tener las manos libres. El andador es una buena señal: puede que aún no se haya recuperado del todo, pero no cabe duda de que se la puede trasladar sin hacerle demasiado daño. En cuanto haya conseguido sacarla del edificio, podré pedir una ambulancia... mientras esté abriendo un agujero en la valla.

    Me faltan tres pasos para llegar a la segunda puerta cuando una voz masculina surge de la nada detrás de mí.

    —No se vuelva —dice tranquilamente—. Tire él arma y la linterna, y apártelas de una patada.

    Mientras la voz habla, siento que el puntito de calor nítidamente definido de un láser infrarrojo ajustado a potencia mínima se posa sobre la base de mi cráneo. Eso es algo más que una advertencia palpable de que me tienen a tiro: si el arma está funcionando en la modalidad automática, estarán controlando la dispersión del haz y cualquier movimiento repentino por mi parte bastará para que un haz de alta intensidad caiga sobre mí en cuestión de microsegundos.

    Obedezco.

    —Ahora déjela en el suelo con mucho cuidado y luego ponga las manos encima de la cabeza.

    Lo hago. El láser no deja de seguirme ni un solo instante.

    El hombre dice algo en cantonés. Invoco Déjá vu para obtener una traducción: «¿Qué quieres hacer con él?».

    —Lo dejaré fuera de combate —replica una mujer.
    —No se mueva, por favor —dice el hombre en mi idioma.

    La mujer se coloca delante de mí, enfunda un arma y saca una pequeña cápsula hipodérmica de una bolsita que cuelga de su cinturón junto a la pistolera. Pasando por encima de Laura, me sujeta la mandíbula con una mano —yo reduzco mi pulso—, introduce la aguja en una vena de mi cuello —yo limito el flujo de sangre a esa zona—, y después aprieta la cápsula.

    En el mejor de los casos esa reducción circulatoria sólo me dará unos cuantos segundos de margen, pero deberían bastar para que Al evalúe la situación. Si han empleado una sustancia que el módulo puede neutralizar, ahora es el momento de moverse porque, a menos que el plan consista en incinerarme cuando sucumba a los efectos de la droga y me derrumbe, el láser ya no debe de estar ajustado en automático. Si finjo perder el conocimiento, me tambaleo, uso a la mujer como escudo, le quito el arma...

    Pero A1 no me proporciona ningún informe. Intento mover un dedo y fracaso. Un instante después, pierdo el conocimiento.


    4


    DESPIERTO DESNUDO y yaciendo de costado sobre un suelo de cemento. Me duelen los brazos, pero cuando intento moverlos siento una fría presión metálica sobre mis muñecas. Miro a mi alrededor: estoy en un pequeño cuarto de material iluminado por una única ventana pegada al techo. Me han esposado las manos a un módulo de estanterías, lleno de retortas, matraces y vasos de laboratorio, que ocupa toda la pared.

    A5 ha perdido la pista de mi paradero. El módulo confía en una mezcla de pistas perceptuales, sentido del equilibrio y propiocepción que es precisa hasta el milímetro cuando estás consciente y desplazándote sobre tus pies, pero que se vuelve totalmente inútil cuando te han dejado sin sentido y has sido transportado a otro lugar igual que si fueras un paquete. Aun así, A5 afirma haber conservado la orientación cronológica y me informa de que son las 15:21 del 5 de enero. Los relojes de otros módulos corroboran esa afirmación, y dudo que una droga pueda haberlos afectado a todos por un igual. En quince horas, podrían haberme trasladado a cualquier lugar del planeta..., es decir, a cualquier lugar del planeta donde, a juzgar por la luz, las 15:21 del horario de Australia Central correspondan a media tarde o a mediados de la mañana. Cuando por fin se me ocurre examinar el esquema del edificio que llevo dentro de la cabeza para ver si hay alguna habitación que tenga estas dimensiones, descubro que hay una en cada piso. Culex no encontró nada merecedor de que tomara instantáneas fotográficas en ninguna de ellas, pero los diagramas de líneas que fue registrando de manera indiscriminada son lo suficientemente detallados para ubicarme en el cuarto piso.

    Llevo dos pares de esposas, uno de los cuales ha sido metido por una ranura en uno de los soportes verticales del módulo de estanterías. Las estanterías no están sujetas a la pared, y basta con que desplace ligeramente el peso de mi cuerpo para que todo el cristal empiece a tintinear. Podría tratar de romper la cadena de las esposas frotándola contra el canto de la ranura, pero incluso si no me están vigilando, lo único que conseguiría con eso sería provocar una avalancha de cristal.

    Bien, así que estoy atrapado aquí. ¿Con quién tendré que vérmelas?

    Sigue siendo posible que DBI sea exactamente lo que afirman ser: investigadores biomédicos contratados. Que, casualmente, están dispuestos a llegar al secuestro. Que han sido contratados por la empresa farmacéutica cuyo producto lesionó a Laura, in útero, hace treinta y tres años. La Firma X estaría corriendo un cierto riesgo al utilizar los servicios de una tercera parte, pero ese riesgo quizá no sea tan grande como el que supondría ocuparse de Laura en sus propias instalaciones. La Firma X tal vez tenga montones de empleados leales, pero presumiblemente sólo unos cuantos de ellos son criminales, mientras que DBI podría estar especializada precisamente en esa clase de cosas.

    Todo sigue sonando tan plausible como siempre, incluso si la lista de hechos que no consigue explicar se va haciendo más larga. El testimonio de Casey. La arquitectura de la habitación del sótano. Laura paseándose por la brecha que separa los muros de su prisión hecha a medida. Todo eso sugiere una alternativa que tal vez podría explicarlo todo..., y que no suena nada plausible:

    Laura realmente escapó del Hilgemann. Sin ayuda. Dos veces. Por eso fue secuestrada, porque alguien llegó a enterarse de sus fugas y pensó que podría hacer buen uso de sus talentos. Por eso construyeron la habitación de paredes dobles, para que sirviera como prueba a superar para una idiota que, además, es una artista de la fuga. Y cuando me tropecé con ella, Laura ya había superado la mitad de la prueba.

    ¿Qué atrajo a los guardias anoche? Obviamente activé alguna clase de alarma, pero salvo que los camaleones no supieran hacer su trabajo, la habitación no estaba siendo vigilada por ningún sistema conectado con el centro de seguridad del edificio. Si Laura estuviera siendo tratada no como un problema rutinario de seguridad sino como el sujeto de un experimento, no tendría nada de sorprendente que estuviera siendo monitorizada por un sistema totalmente distinto.

    ¿Y qué razones puede tener DBI para estar trazando mapas neurales? Eso no tiene nada que ver con refutar una responsabilidad por daños cerebrales congénitos, sino que están intentando identificar los senderos que hacen de Laura la mayor sensación del arte de la fuga desde los tiempos de Houdini, con la esperanza de poder codificar su talento en un módulo. ¿Por qué sacarla del país como un cadáver en vez de hacerlo como pasajera provista de un módulo marioneta? Porque no querían manipular su cerebro y, con ello, correr el riesgo de destruir lo que la hacía digna de ser secuestrada.

    Todo encaja a la perfección.

    El único problema es que no me lo creo.

    ¿Qué talento hipotético podría tener Laura que pudiera permitirle salir de habitaciones cerradas con llave sin ningún tipo de herramienta? Postular una comprensión intuitiva de los sistemas de seguridad ya me parece altamente dudoso, pero ¿qué podría hacerle alguien, por muy dotado que estuviera, a una cerradura, o a una cámara de vigilancia, con las manos desnudas? Doscientos años de investigaciones afirman que la telequinesis no existe. Aun suponiendo que fueran controlables, los minúsculos campos electromagnéticos del cuerpo humano son un millón de veces demasiado débiles para que puedan resultar de alguna utilidad a la hora de forzar una cerradura electrónica. Ninguna cantidad de daños cerebrales fortuitos podría cambiar eso, al igual que reprogramar un ordenador nunca podrá proporcionarle el poder de levitar.

    ¿Y entonces cómo escapó?

    Sigo pensando en ello cuando se abre la puerta. Un joven tira al suelo un montón de ropa junto a mí, y después empuña un arma y un mando a distancia y dirige este último hacia las esposas. Me apresuro a activar Red roja, con la esperanza de capturar el intercambio. Las esposas se abren, pero no capto nada: la frecuencia utilizada debe de estar fuera del alcance de mis células transceptoras.

    El hombre se planta en el centro del umbral y me apunta con el arma.

    —Vístase, por favor.

    Reconozco la voz de anoche. La expresión de su rostro es entre tranquila y despreocupada, sin la más leve sombra de satisfacción o beligerancia: sin duda él también dispone de sus propios módulos optimizadores de la conducta.

    La ropa no ha sido utilizada nunca y es exactamente de mi medida. A3 veta cualquier reacción que no sea el estoicismo ante la pérdida de todo el equipo que había almacenado en bolsillos ocultos, pero aun así, y durante unos momentos después de que haya acabado de vestirme, una parte de mi cerebro emite una serie de advertencias redundantes ante la ausencia del inventario habitual de bultos tranquilizadores.

    —Póngase unas esposas. Por la espalda.

    En cuanto lo he hecho, me venda. Después me saca de la habitación, caminando junto a mí y sujetando la cadena de las esposas con una mano mientras sostiene el arma sobre mi costado con la otra.

    No oigo gran cosa durante el trayecto: fragmentos de conversación en cantonés e inglés, unos pies que se desplazan sobre la moqueta, equipo que zumba suavemente en la lejanía. Capto un tenue olor a disolventes orgánicos. A5 establece mi situación con toda exactitud, aunque no sé de qué puede servirme eso ahora. Cuando nos detenemos, una mano me empuja suavemente hacia abajo hasta dejarme sentado en un sillón y el arma pasa a apuntarme la sien.

    —¿Quién lo contrató?

    La pregunta, formulada sin ninguna clase de preliminares, ha sido hecha por una mujer que se encuentra a un par de metros de distancia y está vuelta de cara hacia mí.

    —No lo sé.

    La mujer suspira.

    —¿Qué espera conseguir exactamente? ¿Piensa que lo consideramos un caso tan especial que nos tomaremos la molestia de saltar a través de todos los aros tecnológicos? Drogas de la verdad, módulos de la verdad, mapas neurales... ¿Y todo eso en busca de unos recuerdos que pueden haber sido falsificados, o incluso borrados? Si cree que está ganando tiempo, se equivoca. No estoy dispuesta a gastar centenares de miles de dólares para hurgar dentro de su cerebro. Si nos dice la verdad, y si su historia es verificada, nos limitaremos a tomar las medidas estrictamente necesarias. Pero si no coopera, aquí y ahora, lo mataremos, aquí y ahora.

    Está tranquila, pero no se trata de la tranquilidad de un módulo: su tono de condescendencia apenada más bien parece un intento fallido de mostrarse fríamente intimidatoria. Aun así, eso no significa necesariamente que se esté tirando un farol.

    —Le estoy diciendo la verdad. Fui contratado de manera anónima, y no conozco la identidad de mi cliente.
    —¿Y no pudo atravesar esa capa de anonimato?
    —Mi trabajo no consiste en tratar de averiguar esas cosas.
    —Muy bien. Pero debe de haberse formado alguna clase de hipótesis de trabajo. ¿De quién sospecha?
    —Sospecho que es alguien que creía que Laura fue secuestrada por error y que temía que el verdadero objetivo fuese un familiar suyo internado en el Hilgemann.
    —¿Quién, específicamente?
    —Nunca llegué a encontrar un candidato aceptable. Fuera quien fuese, habrían hecho cuanto estuviera en sus manos para ocultar la conexión familiar. La idea de que los secuestradores pudieran haberse llevado a la persona equivocada sólo tendría sentido para alguien que estuviera dispuesto a adoptar cualquier clase de medidas con tal de ocultar la identidad de su familiar. Tenía cosas mejores que hacer, así que no proseguí con esa línea de investigación.

    La mujer titubea, y luego decide conformarse con mi respuesta.

    —¿Cómo nos ha relacionado con Laura?

    Le explico lo de las imágenes radiológicas de la carga y cómo examiné los registros de proveedores de fármacos.

    —¿Y quién más sabe todo esto?

    Cualquier confidente inventado sería revelado fácilmente como ficticio. Podría afirmar que dispongo de programas introducidos en una red pública, camuflados e invulnerables, listos para contárselo todo a la policía de NHK en caso de que yo desaparezca, pero como amenaza no sería gran cosa. Si dispusiera de evidencias suficientes para convencer a la policía, en vez de optar por la alternativa de la entrada ilegal lo primero que hubiese hecho habría sido llevárselas.

    —Nadie.
    —¿Cómo entró en el edificio? Una vez más, no voy a ganar nada mintiendo. A estas alturas ya deben de haber averiguado la mayor parte de los detalles, y confirmar lo que ya saben sólo puede hacerme parecer más creíble.
    —¿Qué sabe sobre el trabajo que hacemos aquí?
    —Únicamente lo que dice su publicidad. Investigación biológica por contrato.
    —¿Y entonces por qué cree que estamos interesados en Laura Andrews?
    —Todavía no he podido encontrar una razón para ello.
    —Debe de tener una teoría.
    —Ya no. —Existen módulos especialistas para mentir convincentemente (para reaccionar como lo haría un ser humano normal convencido de estar diciendo la verdad, en términos de patrones de tensión vocal, temperatura de la piel, pulso, etcétera), pero no los necesito, porque la acción de A3 basta para que todas esas variables se vuelvan completamente opacas—. No dispongo de ninguna teoría que no sea claramente desmentida por los hechos.
    —¿No?

    Ando sobrado de explicaciones improbables con las que apoyar mi ignorancia. Expongo cada una de las hipótesis que me han pasado polla cabeza durante los últimos ocho días, sin importar lo precarias que sean..., salvo la de la Firma X y su demanda por defectos de nacimiento, y la de Laura, la artista de la fuga. Estoy a punto de mencionar mis temores de que los Niños del Abismo estuvieran involucrados en el asunto, pero me contengo: ahora me parecen tan ridículos que estoy seguro de que sonarían a mentira pura y simple.

    Cuando por fin me callo, la mujer dice «De acuerdo», pero no se dirige a mí. Mi guardia aparta el arma de mi cabeza, pero no me levanta del sillón, y de repente comprendo qué es lo que va a ocurrir. Sufro un breve instante de pura frustración —«Inconsciente la mayor parte del tiempo y vendado el resto. ¿Cómo demonios voy a poder averiguar algo?»— antes de A3 reprima ese sentimiento tan improductivo. La aguja entra en mi vena y la droga se difunde por mi torrente sanguíneo. No intento combatir sus efectos. ¿Para qué?


    ****

    Despierto tumbado en una cama, y ni siquiera estoy esposado. Miro a mi alrededor y descubro que me encuentro en un piso, pequeño y casi vacío. Un hombre al que no he visto antes está sentado en una silla en una esquina de la habitación, observándome con el rostro inexpresivo y un arma encima de la rodilla. Puedo oír sonidos procedentes de la calle, que debe de estar a unos quince o veinte pisos de distancia. Son las siete cuarenta y siete del 6 de enero.

    Me levanto y voy al cuarto de baño sin que el guardia haga nada para impedírmelo. Hay un retrete, un lavabo y una ducha; una ventana bloqueada, un cuadrado de unos treinta centímetros de lado, que al estar equipada con un panel de cristal esmerilado no permite ver nada; y, en el techo, una rejilla de ventilación de la mitad del tamaño de la ventana. Orino, y después me lavo las manos y la cara. Con el grifo todavía abierto, llevo a cabo un rápido registro del cuarto de baño, pero no hay nada que pueda ser ni remotamente útil como arma.

    El resto del piso es una sola habitación, con una cocina en una esquina; una pequeña nevera, desenchufada, con la puerta entornada; microondas y placas eléctricas incorporadas a la encimera. Encima del fregadero hay una ventana tapada por una persiana cerrada. —Allí no hay nada que pueda necesitar —dice el guardia cuando doy un paso hacia ese lado—. El desayuno no tardará en llegar. —Asiento y me doy la vuelta. Voy de un lado a otro junto a la cama, estirando mis músculos envarados.

    Poco después, otro hombre nos trae una caja de cartón con un surtido de comida rápida y café. Como sentado en la cama. El guardia no prueba bocado, e ignora todos mis intentos de entablar conversación. Sus ojos sólo se mueven para seguirme, por lo que a veces casi parece hallarse sumido en una especie de estupor, pero he pasado los suficientes turnos de guardia de doce horas en un estado similar para saber que en realidad no puede estar más alerta. Cuando un módulo te concede la capacidad de la vigilancia, eres literalmente incapaz de dejar de montar guardia: el aburrimiento, la distracción y la impaciencia sencillamente se convierten en modalidades del pensamiento a las que no puedes acceder. Desactivado, puedo hacer chistes sobre los zombis; pero cuando estoy activado, sé sin lugar a dudas que es ahí donde se oculta el verdadero potencial de la neurotecnología: no en la creación de nuevos y exóticos estados mentales, sino en la restricción deliberada y consciente de las posibilidades, y en el enfoque y reforzamiento del acto de elegir.

    Esperaba que volverían a drogarme apenas hubiera acabado de comer, pero eso no ocurre. No abuso de mi suerte: me tumbo en la cama y contemplo el techo como un prisionero modelo, suprimiendo así cualquier necesidad de recurrir a las medidas de control. No tengo intención de causar el más leve problema a mis captores, por lo menos hasta que haya muchas más probabilidades de que pueda beneficiarme en algo con ello.

    ¿Y si esa oportunidad no llega a surgir?

    ¿Qué pasa si no puedo escapar?

    Matarme sería la elección más simple en muchos aspectos. Pero ¿cuáles son las alternativas? ¿Qué significaba exactamente esa promesa de limitarse a tomar las medidas estrictamente necesarias hecha por mi interrogadora..., suponiendo, ya puestos a especular, que tuviera algún significado?

    Un borrado de memoria, tal vez. Rápido y poco sofisticado, por supuesto. Si DBI no está dispuesta a gastarse una fortuna en el cartografiado de mi cerebro para extraer información en beneficio propio, difícilmente van a gastarse un montón de dinero para respetar la integridad de mi personalidad. La memoria natural humana nunca ha dispuesto de razones que la impulsaran a dirigir su evolución hacia la meta de ser fácilmente reversible: eliminar un fragmento de conocimiento dado dejando intacto todo lo demás supone enfrentarse a una ingente tarea de proceso de datos. La única forma de ser concienzudo sin gastar demasiado dinero es hacer un corte lo bastante grande.

    Muerto, con el cerebro borrado, o libre. En orden de probabilidad decreciente, claro. Bien, ¿cómo puedo cambiar las probabilidades? ¿Cómo puedo esperar descubrir —o inventar— una razón para que mis captores me mantengan vivo e intacto, cuando sigo sin saber quiénes son y qué están haciendo? ¿Y de dónde voy a sacar esa razón cuando no dispongo de medios para recoger datos?

    Sigo teniendo las instantáneas de Culex dentro de mi cabeza. Vuelvo a examinarlas una a una, por si acaso se me había pasado por alto algo crucial. Todos los planos de las estaciones de trabajo están repletos de información, pero las secuencias de ADN, los modelos de proteínas y los mapas neurales no significan gran cosa para mí. Puedo «leerlos» —en el sentido en que un niño puede ir pronunciando las distintas letras de un texto, por muy difícil que sea éste—, pero nunca podré reconocer ninguna de las estructuras representadas, y mucho menos deducir algo de su función o contexto.

    Vuelven a darme de comer. El guardia es relevado. Barajo los hechos durante horas, pero nada nuevo cristaliza a partir de las contradicciones. La fuga sigue siendo tan improbable como siempre. Atacar al guardia sería un suicidio, y saltar por la ventana y caer a la calle supondría una reducción casi imperceptible de las probabilidades de morir..., pero probablemente recibiría un disparo antes de haber recorrido la mitad de la distancia. Y a medida que las posibilidades se van reduciendo, A3 parece estar introduciéndome en un estado de indiferencia desapasionada que se va volviendo más y más profundo. Quiere que obtenga más datos..., pero sabe que no puedo hacerlo. Pretende que me concentre en estrategias de supervivencia plausibles..., pero admite que no existen. ¿Qué hará cuando todas sus metas hayan sido descartadas, cuando todos sus elaborados criterios de optimización hayan sido convertidos en meras ficciones carentes de significado? ¿Autodesconectarse? ¿Darse por vencido? ¿Permitir que elija por mi cuenta entre opciones igualmente fútiles?

    Hacia el anochecer, el hombre que me llevó al interrogatorio ayer entra en la habitación y lanza unas esposas sobre la cama.

    —Póngaselas por detrás de la espalda.

    ¿Y ahora qué? ¿Otro interrogatorio? Me levanto y cojo las esposas. El otro guardia alza su arma hacia mi frente y la pone en automático.

    —¿Adónde me llevan?

    Nadie replica. Titubeo, y acabo poniéndome las esposas. El primer hombre saca una cápsula hipodérmica de un bolsillo y viene hacia mí. A estas alturas todo empieza a parecerme familiar.

    Oh, claro. La vieja rutina de siempre. Nada que temer. Y es la mejor forma de hacerlo, ¿verdad? La cápsula tiene el mismo color azul pálido que antes, pero los dedos del hombre ocultan el código de identificación.

    —¿No pueden decirme adónde voy?

    El hombre no me caso y le quita el tapón a la cápsula. Me mira a los ojos, pero los módulos han podado su personalidad hasta tal punto que detrás de sus pupilas ya no queda nada que pueda delatarle.

    —Yo sólo...

    El hombre pone dos dedos sobre mi cuello y me estira la piel.

    —Quiero volver a hablar con la mujer que les da las órdenes —digo con voz firme y tranquila—. Hay algo que no le dije. Es algo importante que debo explicarle.

    Ninguna reacción. El amia sigue en automático: si intento ofrecer resistencia, moriré. La aguja entra en la vena. Lo único que puedo hacer es esperar.

    Abro los ojos, parpadeo unas cuantas veces y contemplo el techo brillantemente iluminado, y después miro a mi alrededor. Ni siquiera me han llevado a otro sitio. Pero estoy desactivado. Son las 16:03 del 7 de enero. La silla del guardia, todavía en su sitio, está vacía.

    Permanezco totalmente inmóvil durante un rato, sintiéndome entumecido y desorientado. Cuando intento levantarme, descubro que me encuentro más débil de lo que creía: me siento en el borde de la cama, con la cabeza apoyada en las rodillas, e intento poner un poco de orden en mis pensamientos.

    Una oleada de claustrofobia sofocante recorre todo mi ser. «Habría muerto como un buen robotito obediente», pienso. Eso es lo más horrible de todo: la forma en que, a cada paso del camino, fui aceptando sin inmutarme la pérdida de todas las esperanzas y el estrechamiento de las posibilidades. «Si me lo hubieran pedido, habría cavado mi propia tumba.»

    Pero no me lo pidieron. Así pues, ¿por qué sigo vivo? ¿Para qué me han sedado? Si mi memoria ha sido manipulada, han hecho un trabajo impecable, lo cual es una hazaña improbable para un solo día. (Aunque también pueden haber dedicado un año entero a ese trabajo, en cuyo caso todo lo que me pueda persuadir de lo contrario sólo es una simulación.)

    El ruido de la cerradura al abrirse hace que levante la mirada hacia la puerta. El guardia que me inyectó ayer entra en la habitación: va armado, pero su arma está enfundada, como si supiera en qué estado me encuentro. «Quizá hayan disuelto mis módulos activadores.» Interrogo a A3 y descubro que todavía existe. Estoy a punto de invocarlo, pero al final decido no hacerlo.

    El guardia me arroja algo. Ni siquiera intento pillarlo al vuelo, y el objeto cae junto a mis pies. Es una llave magnética.

    —Es para la puerta principal —dice.

    Lo miro. El hombre casi parece avergonzado: fueran cuales fuesen los módulos de comportamiento que había estado utilizando antes, yo diría que ahora se encuentran desactivados. Coge la silla del rincón, la coloca junto a la cama y después se sienta en ella.

    —Tómatelo con calma, ¿de acuerdo? Me llamo Huang Qing. Tengo algo que decirte.
    —¿Qué?

    Tengo la impresión de que ya conozco la respuesta a esa pregunta.

    Y vuelvo a pensar en la activación —para amortiguar el golpe, para no entrar en estado de shock—, pero de repente pienso que probablemente no hay necesidad de recurrir a ella.

    —Has sido reclutado por el Conjunto —dice Huang, hablando muy despacio y en un tono casi cauteloso.
    —El Conjunto.

    La frase danza por el interior de mi cabeza, accionando interruptores y pulsando botones. Durante un instante, toda esa brillante maquinaria nueva se vuelve claramente visible y queda perfectamente delineada, separada del resto y comprensible, aunque eso quizá no sea más que una ilusión, un efecto secundario, un pequeño fallo momentáneo. En cualquier caso, un segundo después la revelación (o espejismo) ya ha desaparecido, y vuelvo a ser tan incapaz de describir detalladamente lo que se me ha hecho como lo sería de determinar, mediante la introspección, qué neuronas controlan mis funciones intestinales o los latidos de mi corazón.

    —¿Te encuentras bien?
    —Estoy perfectamente.

    Y es cierto. Siento una especie de horror abstracto y una indignación tan remota que más parece un vago acto reflejo que una emoción, pero el puro y simple alivio que acompaña a la revelación final de mi destino, y a la comprensión de su sentido, es muchísimo más intenso.

    Así que cuando la mujer hablaba de «las medidas estrictamente necesarias» se estaba refiriendo a esto, ¿verdad? Estoy vivo. Mi memoria sigue intacta. No me han quitado nada..., pero han añadido algo.

    No tengo ni idea de qué es el Conjunto, pero sí que es lo más importante de mi vida.


    SEGUNDA PARTE
    5


    DESPUÉS DE QUE HUANG se haya ido, dedico unos cuantos minutos a vagar por el piso, haciendo una lista mental de las cosas que tendré que comprar. La ropa que llevaba puesta cuando me introduje en el edificio de DBI ha sido destruida, pero la cartera me ha sido devuelta, intacta. De repente me acuerdo de que todavía tengo ropa en mi habitación del Renacimiento. Cojo la llave de la puerta principal, me la meto en el bolsillo y bajo la escalera, y después busco la placa de una calle y me oriento. Estoy a pocos kilómetros al sur del hotel, así que decido ir andando.

    No puedo evitar imaginarme qué estaría haciendo en estos momentos si mis antiguas prioridades todavía existieran, y el nuevo módulo no hace nada para censurar dichas especulaciones. Distintos escenarios pasan velozmente por mi cabeza, fantasías absurdas de «vencer» al módulo mediante algún heroico esfuerzo de voluntad durante el tiempo suficiente para ponerme en manos de un neurotécnico que pueda devolverme la libertad. No me cabe duda de que eso es lo que «habría» querido hacer, pero estoy igualmente seguro de que ya no es lo que quiero hacer ahora. La disparidad es irritante, pero tampoco me resulta totalmente nueva: mis metas degradadas se agitan en las profundidades de mi mente como los espasmos de una conciencia culpable, insistentes pero muy poco sinceros.

    La humedad es asfixiante y las calles están llenas de gente. Serpenteo por entre las multitudes de la noche del sábado, abriéndome paso a través de ellas con una tranquila persistencia casi mecánica. Atravieso el torrente humano de una pandilla juvenil, sesenta o más adolescentes de ambos sexos, todos con idénticas expresiones burlonas que han tomado como modelo a la misma estrella de un vídeo de culto, todos con los mismos tatuajes luminiscentes repitiendo una y otra vez las mismas pautas psicodélicas en perfecta sincronía. Déjá vu me informa de que no están buscando jaleo, y me dice que sólo quieren ser vistos.

    Cuando llego al hotel no tengo ninguna razón para quedarme en él. Hago el equipaje con rapidez y pago la cuenta. Durante el trayecto de regreso, y sin saber demasiado bien por qué, doy un rodeo para pasar por el aeropuerto. En parte debe ser curiosidad por averiguar si estoy siendo seguido o monitorizado, como si quisiera llegar a saber hasta dónde llega la fe que DBI ha depositado en mi persona. Acaricio la idea de entrar en la terminal de pasajeros y comprar un billete, sólo para ver si alguien me detiene, pero de repente pienso que sería una niñería y sigo andando.

    Casi espero empezar a oír voces o tener visiones, aunque sé muy bien que esas técnicas tan toscas ya han dejado de utilizarse. Los módulos de lealtad no se dedican a susurrarte propaganda desde el interior de tu cráneo. No te bombardean con imágenes del objeto de devoción al tiempo que estimulan los centros de placer de tu cerebro, y tampoco te agreden con el dolor y las náuseas si te apartas del camino del pensamiento correcto. No nublan tu mente con euforias insensatas o paroxismos de fervor fanático, y tampoco te manipulan para que aceptes una sofisticada estructura casuística tan engañosa como elegante. No hay lavado de cerebro, acondicionamiento o persuasión. Un módulo de lealtad no es un agente del cambio, sino el producto final, un fait accompli. No es una causa que te impulsa a creer, sino la mismísima creencia hecha carne..., o mejor dicho, la carne hecha creencia.

    Lo que es más, las neuronas involucradas han sido «selladas», lo que las ha vuelto físicamente incapaces de experimentar nuevos cambios. La convicción es inatacable.

    No consigo decidir si el saber todo esto vuelve mi estado más extraño o menos. El módulo no intenta impedirme pensar en sus efectos y, presumiblemente, sus diseñadores consideran que las ventajas de permitirme entender lo que ha sucedido son tan grandes que permiten pasar por alto la aparición de cualquier posible conflicto entre la sinceridad de mis sentimientos y la conciencia de sus orígenes. Después de todo, si no tuviera ni idea de por qué el Conjunto me inspira tales emociones, probablemente enloquecería intentando averiguarlo. El módulo podría haber sido diseñado para ocultarse a sí mismo, así como para que adoptara ciertas medidas que ni siquiera me permitirían preguntarme qué me había cambiado, pero ese tipo de censura puede ser bastante difícil de instaurar a menos que podes la personalidad del usuario hasta tales extremos que el resultado final será un estado lindante con la idiotez. En vez de eso, me han dejado con la memoria y la razón intactas (hasta donde yo puedo ver, al menos) y, de esa manera y gracias a ello, soy libre de encontrar mi propia manera de aceptar la nueva situación.

    Huang me ha explicado que el Conjunto es una alianza internacional de grupos de investigación. DBI es uno de los líderes de esa alianza. El trabajo que están llevando a cabo es realmente revolucionario, y yo voy a interpretar un pequeño papel en el complicado proceso que permitirá que siga adelante. Todavía me encuentro bajo los efectos de un leve estado de shock, pero a medida que se va disipando, empiezo a darme cuenta de lo emocionante que me parece dicha perspectiva. El Conjunto es muy importante para mí, y el hecho de que esa importancia tenga su origen en la acción de unas nanomáquinas que han recableado parte de mi cerebro, en vez de surgir de razones más tradicionales, no afecta para nada a esa realidad primordial.

    Oh, sí, manipular el cerebro de alguien en contra de su voluntad es un acto horrible y repugnante —generalmente hablando—, pero si se hace por el bien de algo tan vital como la seguridad del Conjunto, entonces está totalmente justificado. Y hace veinticuatro horas DBI y yo éramos adversarios, desde luego, pero no puede decirse que eso constituyera los cimientos de mi personalidad. Sigo siendo la misma persona que he sido siempre, y lo único que pasa es que ahora tengo una nueva carrera y nuevas lealtades.

    Más por la distracción que por el hambre, hago una parada para comer algo en un salón de comidas pequeño y lleno de gente. Descubro que cuanto más tiempo paso sin diseccionar mi situación, algo que después de todo no me sirve de nada y no parece tener ningún sentido, más aceptable me parece ésta.

    «¡Voy a trabajar para el Conjunto! ¿Qué más podría querer?» Y quizá esto sea condicionamiento después de todo —con el módulo recompensándome por adoptar la actitud correcta—, pero no lo creo. Acabar hartándose de analizar las razones de la felicidad seguramente tiene que ser la más natural de todas las respuestas humanas.

    Vuelvo al piso poco después de la medianoche.

    —Dime una cosa: ¿estás enamorado o te ha dado por la religión? —me pregunta Karen.

    Le digo que se vaya.

    «Los módulos de lealtad sólo son unos asquerosos parásitos de la mente —pienso acostado en la oscuridad, sin poder evitar que mi mente haga un nuevo intento de entender lo sucedido—. Pero el Conjunto está haciendo un trabajo muy importante y debe protegerse. Sé que han hecho exactamente lo que tenían que hacer.
    »¿Y por qué pienso que su trabajo es tan importante cuando ni siquiera sé de qué se trata? Debido al módulo de lealtad, naturalmente.» Saber que mis sentimientos me han sido impuestos físicamente no los hace menos potentes. Una parte de mí lo encuentra paradójico; otra parte lo encuentra obvio. Puedo dedicarme a contemplar esta contradicción hasta que me vuelva loco —o hasta que empiece a parecerme de lo más normal y cotidiana—, pero no puedo hacer nada para cambiarla.

    Y no creo que acabe enloqueciendo. He vivido con A3. He vivido con Karen. Hasta ahora nunca me habían impuesto un módulo por la fuerza, pero el principio es el mismo. En lo más profundo de mi ser, ya hace mucho tiempo que acepté la innegable realidad de que no puede haber nada más anatómico que mis emociones, mis deseos y mis valores. A ese nivel, no hay paradojas, contradicciones o problemas. La porción de carne contenida dentro de mi cráneo ha sido sometida a un proceso de reorganización, y eso lo explica todo.

    ¿Y en el mundo de los deseos y los valores? Quiero servir al Conjunto, y en toda mi vida anterior jamás había querido algo con tanta intensidad. Lo único que he de hacer es encontrar una forma de reconciliar esta realidad con mi concepto de quién soy.


    ****

    Huang vuelve por la mañana para ayudarme a organizarme. Con DBI como mis patrocinadores, la inmigración es una mera formalidad. Recurro a los servicios de una empresa de mudanzas para que me envíen el contenido de mi piso en Perth. Unos cuantos segundos bastan para alterar la nacionalidad de mis cuentas bancarias y la dirección física primaria de mi número de comunicaciones.

    Mi cliente debería llamarme el doce para que le presente el informe quincenal. Cargo La centralita nocturna con un mensaje —que será activado por la contraseña que recibí durante nuestro primer contacto (y que el módulo conoce, pero yo ignoro)— en el que explico que he dejado el caso por problemas de salud y solicito un número de cuenta para poder devolver mis honorarios.

    Mientras voy atando cada uno de los cabos sueltos de mi antigua existencia, veo con mayor claridad hasta qué punto era más lógico reclutarme en vez de matarme. De esta manera no hay ningún cadáver del que librarse, ninguna pista de datos que borrar y ninguna investigación policial que deba ser desviada por el camino equivocado. El único engaño que requiere se reduce a unas cuantas mentiras inofensivas y, puestos a hablar de un crimen perfecto y si ya cuentas con la sincera colaboración de la víctima, ¿qué más puedes pedir?

    Esa tarde, Huang me acompaña en un rápido recorrido por DBI.

    La firma cuenta con unos cien empleados, la mayoría de ellos técnicos y científicos, pero sólo se me explica una pequeña parte de la estructura de la organización. Chen Ya-ping (la mujer que me interrogó) se encarga de la seguridad, pero también tiene ciertas obligaciones administrativas y científicas y la denominación oficial de su cargo es la de Directora de Servicios de Apoyo. Vuelve a interrogarme —esta vez sin que un arma me apunte a la cabeza—, y parece un poco decepcionada al ver que mi historia no experimenta casi ningún cambio. El único aspecto en el que puedo confesar haber mentido es el concerniente a mis especulaciones sobre las razones ocultas detrás del secuestro, y cuando describo las dos teorías que hasta ahora me había guardado para mí, Chen no me proporciona ninguna indicación de hasta qué punto he podido aproximarme a la verdad. Reprimo mi desilusión: el Conjunto lo es todo para mí, y quiero saberlo todo sobre ellos..., pero con módulo de lealtad o sin él, soy consciente de que voy a tener que ganarme su confianza.

    Después me enseña algunos lujosos materiales de promoción sobre ciertos descubrimientos revolucionarios que se supone asegurarán que su sistema informático sea invulnerable a los camaleones de datos. Con el mayor tacto posible, le informo de que los últimos modelos de camaleones, que saldrán al mercado a finales de mes, volverán totalmente obsoletas cualquiera de esas caras mejoras. Y aunque no puedo ofrecerle la posibilidad de incluirla en la lista de publicidad de los fabricantes de los camaleones —que aplican un concienzudo sistema de veto a todas las solicitudes de ingreso—, le prometo que le transmitiré cualquier nueva información apenas llegue a mis manos.

    El departamento de seguridad sólo está integrado por cuatro personas, y ya las había visto antes. Además de Huang Qing, están Lee Soh Lung (que me drogó en el sótano) y Yang Wenli y Liu Hua (que me vigilaron en mi piso). Lee, la más antigua, es responsable de los detalles del funcionamiento cotidiano y se encarga de explicarme en qué consiste su trabajo. Siempre hay dos guardias de servicio, veinticuatro horas al día y siete días a la semana: ahora que somos cinco, cada turno pasará a durar nueve horas y treinta y seis minutos. Mi turno abarcará desde las 19:12 hasta las 04:48, y empezaré esta misma noche.

    Después de que haya anochecido llamo a mis padres, que están viajando por Europa, y consigo localizarlos en Potsdam. Parecen aliviados al saber que por fin he encontrado un empleo estable. En cuanto a lo de trasladarme al norte, bueno, ¿por qué no?

    —Dicen que NHK está lleno de oportunidades, ¿verdad? —comenta distraídamente mi madre. Alemania, me cuentan, se está volviendo un poco peligrosa: el Frente Independista de Sajonia ha reanudado sus voladuras de trenes.

    Huang está de servicio conmigo hasta la medianoche, y paso todo el turno activado. Mis cuatro colegas disponen de Centinela, que básicamente es un equivalente comercial de A3. (No intento averiguar nada más al respecto porque, aunque soy muy curioso, no quiero poner nervioso a nadie preguntando si hay alguien más que tenga implantado un módulo de lealtad.) Aparte de los recorridos de patrulla sin horario fijo por el edificio y los jardines —cuya frecuencia, me dice Huang, ha sido incrementada desde mi incursión— no tenemos gran cosa que hacer, porque incluso las imágenes de las cámaras de vigilancia están siendo monitorizadas por los programas. Aun así, nuestra presencia dista mucho de ser una mera redundancia —por sí solo, ningún ordenador habría podido impedir que saliera del edificio con Laura aquella noche—, pero el hecho de ser potencialmente indispensable no ayuda a mantenerte ocupado. Cuando no estamos patrullando matamos el tiempo jugando a las cartas o al ajedrez, pero Huang —quince años más joven que yo— tiene ciertas ideas un tanto anticuadas. «Si estás haciendo algo, siempre te mantienes más alerta. Y además, cada minuto de tu vida que pasas en la modalidad de vigilancia vale por dos.»

    Otros empleados también trabajan de noche, pero apenas tenemos contacto con ellos. Por lo menos había acertado en una cosa: la habitación de Laura dispone de su propio sistema de vigilancia independiente, y los miembros del equipo que la estudia se van relevando durante las veinticuatro horas del día. Disponen de medio piso para ellos solos, y lo han llenado de equipos informáticos. Unos cuantos saludan a Huang cuando pasamos por allí, pero la mayoría ignora nuestra presencia. Echo un vistazo a las pantallas de las estaciones de trabajo: algunas muestran mapas neurales mientras que otras están llenas de fórmulas, y una muestra un diagrama de la habitación del sótano..., durante un momento, antes de que su usuario pase a otra tarea. Empiezo a preguntarme cómo habría terminado mi intrusión si Culex hubiera captado esa imagen, pero ahora ya no tiene ningún sentido pensar en ello.

    A medianoche, Lee ocupa el lugar de Huang. Comparada con él Lee es bastante taciturna, y A3 responde a ello incrementando el nivel de la modalidad de vigilancia. No es que deje de ser consciente del paso del tiempo, sino que ya no me afecta. Cuando Yang llega para relevarme, no siento ni sorpresa ni alivio y, en realidad, no siento absolutamente nada.

    De camino al metro, me desactivo. La disolución gradual de las restricciones de A3 hace que experimente un momento de desorientación, y me detengo para observar lo que me rodea: las serpenteantes calles vacías; las masas cuadradas de cemento de los laboratorios y factorías; el cielo teñido por el gris que anuncia la proximidad del alba. El aire es fresco y limpio. Descubro que estoy temblando de alegría.


    ****

    Huang Qing vive a un par de kilómetros al oeste de mi piso. Comparte un piso con su novia, Teo Chu, que es músico e ingeniero de sonido. Una mañana me invitan a su casa y escuchamos el último ROM de Chu, hipnóticamente hermoso, lleno de extraños ritmos entrecortados, silencios mesurados y repentinas subidas tímbricas. Chu me explica que se ha inspirado en la música tradicional camboyana.

    Los dos vinieron aquí como refugiados, pero ninguno procede del antiguo Hong Kong. Huang nació en Taiwán. Casi todos sus familiares habían sido funcionarios en la administración nacionalista, y once años después de la invasión todavía les estaba prohibido acceder a la mayoría de empleos. Huang tenía cinco años cuando se fueron al sur. Los piratas abordaron su embarcación y mataron a varias personas.

    —Nosotros tuvimos suerte —dice—. Se llevaron el equipo de navegación y destrozaron los motores, pero no lograron encontrar toda el agua potable. Unos días después nos tropezamos con una patrullera que había salido de Mindanao, y nos remolcaron hasta allí para que pudiéramos hacer las reparaciones necesarias. Por aquel entonces Filipinas mantenía una firme postura anti-República Popular China, y fuimos tratados como héroes.

    Chu nació en Singapur. Su madre, que era periodista, lleva ocho años encerrada en una cárcel de Singapur sin que nadie le haya aclarado por qué razón fue encarcelada. Cuando el arresto tuvo lugar, Chu estaba estudiando en la universidad de Seúl, y desde entonces no le habían permitido volver a Singapur. Fue concebida partenogenéticamente, así que no tiene padre. Envía dinero a sus abuelos para financiar la batalla legal de su madre pero, hasta el momento y con la regularidad de un mecanismo de relojería, los tribunales han ido renovando la orden de detención cada dieciocho meses.

    Dudo que Chu sepa que DBI está involucrada en el secuestro, por lo que me muestro muy circunspecto a la hora de hablar de la ruta que me ha llevado a NHK. Huang contempla la moqueta mientras voy tejiendo una hábil mentira sobre mis seis años como funcionario de prisiones, después de los cuales fui despedido cuando SI asumió el control de la Corporación de Rehabilitación. Sin Centinela, Huang parece sentirse algo incómodo cuando me tiene cerca, lo cual es comprensible: ahora estoy seguro de que no se le ha implantado el módulo de lealtad, y no sería humano si mi devoción al Conjunto no le pareciese un poquito inquietante. Después de todo él sabe cuál es su causa pero, a diferencia de mí, no sabe hasta qué punto es justa y necesaria. También estoy razonablemente seguro de que ha recibido instrucciones de cultivar mi amistad, lo cual debe ponerle las cosas todavía más difíciles.

    Durante las semanas siguientes, mi nueva vida empieza a parecerme cada vez menos extraordinaria. La curiosidad que sentía por Laura —y por el trabajo del Conjunto en general— no desaparece, pero he de aceptar que mi ignorancia beneficia al Conjunto. Aun así, desearía poder contribuir con algo más que con nueve horas y media al día en calidad de zombi-vigilante nocturno. Ni siquiera sé de quién se supone que estamos defendiendo a DBI, porque después de todo debo de ser la única persona en todo el planeta que estaba seriamente interesada en encontrar a Laura. Incluso suponiendo que mi ex cliente haya contratado a otro investigador, es más que probable es que mi sucesor no haya tenido tanta suerte como yo, ya que la pista de las compras de productos farmacéuticos ha sido borrada. Así pues, ¿quién es el enemigo?

    No tardo en descubrir que no debo invocar a Karen, porque sus comentarios sarcásticos sólo sirven para confundirme y llenarme de ira. Intento asumir el control y tejer fantasías en las que comparte alegremente esta vida conmigo, pero al parecer mis recuerdos sólo pueden ser deformados hasta cierto punto: de hecho, soy literalmente incapaz de imaginármela aprobando aquello en lo que me he convertido. Pero empiezo a soñar con ella incluso sin usar el módulo, y despierto de pesadillas de herejía, con la ferocidad —ya que no con el sentido— de sus diatribas vibrando dentro de mi cráneo. Ordeno a Jefe que la mantenga alejada de mis sueños. Vivir sin ella no resulta nada agradable, pero el Conjunto me da fuerzas.

    De vez en cuando —siempre que intento reunir la energía suficiente para optar por el sueño entre el ruido y el calor de la mañana—, desenvuelvo la contradicción que constituye el núcleo de lo que soy y me dedico a contemplarla una vez más. Siempre está ahí, y nunca cambia. Entonces comprendo, con la misma claridad con la que lo he comprendido siempre, que debería estar «horrorizado» por mi destino..., y, sin necesidad de mentirme a mí mismo, sé que no es así. No me siento atrapado. No me siento violado. Me doy cuenta de que la satisfacción que siento es extraña, irracional e inconsistente, pero, después de todo, en el pasado mis razones para ser feliz tampoco estaban basadas en una elaborada posición lógica o una filosofía cuidadosamente formulada.

    Hay momentos en los que me siento abatido, solitario y perplejo. El módulo de lealtad no responde a ellos dragándome con dosis masivas de éxtasis, porque nunca interviene directamente en mis estados de ánimo. Escucho música, enciendo el holovisor... Dispongo de muchos anestésicos entre los que elegir.

    Pero al final, cuando la música más delicada y dulce se desvanece, cuando la imagen más fascinante se desintegra, me veo obligado a mirar dentro de mí mismo y tengo que preguntarme para qué estoy viviendo. Y ahora, por primera vez, tengo una respuesta que dar a esa pregunta.

    Estoy sirviendo al Conjunto.


    6


    CUANDO CHEN YA-PING me hace acudir a su despacho por primera vez en seis meses, no puedo evitar ponerme un poco nervioso. Mi rutina cotidiana se ha convertido en una parte tan inamovible de mi vida que el mero hecho de usar esa línea de metro que me es tan familiar a una hora que no me resulta familiar hace que me sienta incómodo. Examino mi conciencia buscando incumplimientos de mis obligaciones para con el Conjunto, y los encuentro en tal abundancia que apenas puedo creer que se me haya permitido escapar al castigo durante tanto tiempo. Bien, ¿qué va a ser entonces? ¿Recibiré una reprimenda? ¿Seré degradado? ¿Me despedirán?

    Chen va directamente al grano.

    —Va a ser trasladado a otras instalaciones para desempeñar un nuevo trabajo. Ayudará a proteger a una de las voluntarias.

    ¿Voluntarias? Durante un momento me pregunto si se trata de un eufemismo —si estarán a punto de recibir a otras personas secuestradas que, como Laura, también sufren lesiones cerebrales—, pero entonces Chen me muestra una foto de Chung Po-kwai tomada durante una ceremonia de graduación universitaria, y comprendo que se está refiriendo a algo que no tiene nada que ver con el caso de Laura.

    —Trabajará en un lugar llamado Investigación de Sistemas Avanzados. No todos sus empleados están familiarizados con el tipo de cosas que hacemos aquí, y hay buenas razones para ello: al Conjunto le conviene que el proyecto se mantenga... compartí mentado. Eso quiere decir que nunca deberá hablar de DBI, o de lo que haya llegado a saber durante su estancia aquí, con el personal de ISA. Tampoco deberá hablar del trabajo que llevan a cabo en ISA con ningún empleado de este centro que no sea yo. ¿Ha quedado claro?
    —Sí.

    Y comprendo, sintiendo un alivio tan inmenso que estoy a punto de marearme, que no se me está castigando, y que ni siquiera estoy siendo trasladado a otro sitio porque se me considere un estorbo. Estamos hablando de un puesto de confianza. Estoy siendo ascendido.

    ¿Por qué yo? ¿Por qué no Lee Soh Lung? ¿Por qué no Huang Qing?

    El módulo de lealtad, por supuesto. No soy digno..., pero el módulo me redime.

    —¿Tiene alguna pregunta?
    —¿De qué estaremos protegiendo exactamente a la señora Chung?
    —De ciertas contingencias —responde secamente Chen después de unos instantes de vacilación.


    ****

    Presento mi dimisión en DBI. Chen me proporciona unas referencias inmejorables y el número de una agencia de empleo especializada en personal de seguridad. Los llamo y, casualmente, sus ficheros contienen un puesto absolutamente ideal para mí. Me entrevistan por videófono, y les remito mis referencias y mi currículum. Cuarenta y ocho horas después, ya he sido contratado. Investigación de Sistemas Avanzados ocupa una torre negro azabache con una fachada que imita el polvo de carbón envuelta por una capa de cinco metros de telarañas plateadas: todo es prácticamente invisible, salvo por los cegadores puntitos de luz que aparecen allí donde las microfibras reflejan el sol. Al principio toda esa ostentación arquitectónica me preocupa levemente, como si de alguna manera pudiera invitar al escrutinio, pero eso es absurdo porque, en esta parte de la ciudad, conformarse con menos sólo serviría para atraer la atención. En cualquier caso, es posible que ISA no tenga nada que temer del escrutinio: carecen de vínculos formales con DBI y, por lo que sé, quizá no participen directamente en ninguna clase de actividad ilegal.

    Sus medidas de seguridad harían palidecer de vergüenza a DBI. Hay guardias estacionados en cada nivel, y el control de acceso es tan estricto como el de muchas prisiones. Chung Po-kwai y los otros voluntarios están alojados en apartamentos del piso número trece. Asignarles guardaespaldas personales después de tal despliegue de seguridad parece un puro exceso de precauciones, pero tiene que haber una razón, y este recordatorio de que el Conjunto realmente tiene enemigos después de todo me llena de rabia, y de una nueva determinación de desempeñar mis responsabilidades con la máxima diligencia. Estando activado no siento ira, claro, pero las prioridades establecidas por mi yo anterior todavía perduran.

    Tong Hoi-man, el Director de Seguridad, me informa sobre mis obligaciones y rellena las solicitudes para proporcionarme los nuevos módulos que voy a necesitar en mi trabajo, y que me permitirán acceder a los elaborados protocolos de seguridad de ISA. Haré tumos de doce horas, de seis de la tarde a seis de la madrugada. El horario de Po-kwai variará: a veces estará en los laboratorios hasta última hora de la noche, y en otras ocasiones pasará uno o dos días descansando. Pero estará siempre dentro del edificio, lo cual va a simplificar inmensamente mi trabajo.

    El día antes de mi incorporación me siento nervioso, pero animado. He dado un paso más hacia el misterio que se oculta en el corazón del Conjunto. Pensar que algún día se me llegará a confiar toda la verdad quizá sea una muestra de arrogancia por mi parte..., pero Chen conoce toda la verdad, ¿no? Y Chen no tiene ningún módulo de lealtad, estoy seguro de ello.

    Y, finalmente, desentierro mis viejas teorías sobre el secuestro de Laura. Después de meses de permitir que mi imagen del Conjunto fuera volviéndose cada vez más abstracta, empezar a imaginar posibilidades concretas, específicas y mundanas resulta un poco inquietante. Pero ¿de qué tengo miedo? ¿De que la verdad pueda devaluar el ideal? Sé que eso es imposible. Cualquier cosa que pueda estar haciendo el Conjunto, por muy prosaica que pueda parecer, seguirá siendo su obra y su trabajo..., y, en virtud de ello, la actividad más importante del planeta.

    Ahora la mayoría de mis ideas originales pareen absurdas. No puedo creer que un equipo de investigación mulitidisciplinaria internacional fuera creado únicamente para investigar los daños cerebrales congénitos causados por alguna oscura empresa farmacéutica. Incluso suponiendo que las responsabilidades potenciales del fabricante fueran a medirse en miles de millones, no veo por qué iban a gastar una cantidad similar meramente para estudiar el problema, cuando sería mucho más barato —y más fiable— encontrar alguna forma de sabotear ese futuro pleito.

    Sólo existe una teoría que siga teniendo sentido, y es la de Laura como genio de la fuga. Y ya que sigo siendo incapaz de conseguir imaginar cómo puede operar su hipotético talento, entonces quizá deberé llegar a la conclusión de que soy demasiado estúpido para encontrar una respuesta a dicha pregunta. Laura escapó del Hilgemann. Laura escapó de la habitación interior del sótano. Dispongo de explicaciones alternativas, pero todas son demasiado retorcidas. ¿Qué debo creer que ocurrió la noche de mi intrusión en DBI? ¿Que alguien se dejó abierta la puerta por error, y que Laura salió de su habitación y después cerró la puerta detrás de ella? Dado el diseño de la cerradura, hacer eso sin disponer de una llave sería una hazaña tan colosal como la de escapar.

    Una cosa está clara: si la telequinesis existe, investigarla y encontrar formas de utilizarla podría ser un proyecto digno de una alianza de las dimensiones del Conjunto.

    ¿Y si DBI ha conseguido introducir las habilidades de Laura en un módulo? Entonces ese módulo tendrá que ser probado y utilizado.

    Por voluntarios.


    ****

    —Arriba. Abajo. Arriba. Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Abajo. Abajo. Arriba. Abajo. Arriba. Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Arriba. Arriba.

    La voz que resuena en la Habitación 619 es tranquila y regular, pero casi con seguridad humana. Pese a la multitud de embellecimientos antropomórficos que han sido añadidos a los sistemas vocales durante los últimos años, todavía tengo que oír cómo a un instrumento científico se le pone ronca la voz debido al exceso de uso.

    La habitación está repleta de módulos de equipo electrónico colocados en estantes, con la fibra óptica de un bus de control serpenteando de una caja a otra. Entre toda esa acumulación, una mujer ya bastante mayor está sentada delante de una consola central con la mirada fija en una gran pantalla repleta de histogramas multicolores. Dos hombres bastante más jóvenes cuyos ojos no se apartan de la pantalla están de pie junto a ella. Metaexpediente (Bóvedas Mentales, 3.950 $) identifica a los tres en una fracción de segundo tras consultar su lista del personal autorizado: son Leung Lai-shan, Lui Kiu-chang y Tse Yeung-hon, y siempre hay que dirigirse a ellos empleando el tratamiento de «doctor». El doctor Lui vuelve la cabeza hacia mí durante una fracción de segundo y después dirige nuevamente la mirada hacia la pantalla, pero sus colegas no me prestan la más mínima atención. Chung Po-kwai no está visible, pero supongo que la voz que sale del sistema de audio es la suya.

    —Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Abajo. Abajo. Arriba. Abajo. Arriba. Arriba.

    Entonces veo a su otro guardaespaldas, Lee Hing-cheung, inmóvil junto a una puerta interior delante de la que flota un holograma rojo suspendido a la altura de los ojos: PROHIBIDA LA ENTRADA. Nos estrechamos la mano, y mi copia de Metaexpediente —a través de Red roja y de las células transceptoras infrarrojas de nuestras palmas— mantiene un rápido diálogo codificado con su gemela instalada dentro del cráneo de Lee, proporcionándonos a ambos otra confirmación de la identidad de cada uno.

    —Cómo me alegro de verte... —murmura Lee—. Cinco minutos más de esta mierda y empezaré a comerme la moqueta.
    —Abajo. Abajo. Abajo. Arriba. Arriba. Abajo. Abajo. Arriba. Arriba. Abajo.
    —¿Qué quieres decir? Llevas Centinela, ¿no?
    —Claro. Pero no te sirve de nada. —Le lanzo una mirada interrogativa y Lee parece disponerse a añadir una explicación, pero entonces cambia de parecer y se limita a sacudir la cabeza con expresión abatida—. Ya lo descubrirás.
    —Arriba. Abajo. Abajo. Arriba. Arriba. Arriba. Abajo. Abajo. Arriba. Arriba.
    —¿Sabes qué es lo que está haciendo ahí dentro? —pregunta Lee.
    —No. —Pues está sentada en la oscuridad, contemplando una pantalla fluorescente y anunciando en qué dirección se desvían los iones de plata dentro de un campo magnético.

    No se me ocurre ninguna respuesta inteligente, así que me limito a asentir.

    —Te veré dentro de doce horas.
    —Muy bien.

    Me coloco junto a la puerta, pero no puedo evitar lanzar otra mirada a las imágenes de esa pantalla que los científicos parecen encontrar tan fascinante. Los histogramas tiemblan y ondulan pero, a la larga, hasta el último de ellos parece estar conservando su forma básica: en promedio, las fluctuaciones parecen contrarrestarse las unas a las otras y acaban cancelándose. Supongo que eso significa la dispersión de los iones de plata está superando todas las elaboradas comprobaciones de aleatoriedad representadas por esos gráficos, sean cuales sean exactamente éstas.

    Si hay algo de verdad en mis conjeturas acerca del módulo de telequinesis, entonces Chung Po-kwai está intentando perturbar esa aleatoriedad, para lo cual intenta desviar el movimiento de los iones en una dirección o, para decirlo de otra manera, aprende a usar sus nuevas capacidades con los objetivos más diminutos posibles. Pero no entiendo por qué está anunciando personalmente los datos. Los ordenadores tienen que estar siguiendo el experimento a través de sus propios detectores, así que no comprendo por qué los científicos han impuesto la presencia de una voluntaria que se encarga de proporcionar ese comentario de viva voz.

    Los histogramas parpadean hipnóticamente, pero no estoy aquí para divertirme observando los experimentos. Giro sobre mis talones para no ver la pantalla..., y no tardo en descubrir que las palabras, por sí solas, son igualmente capaces de distraerte.

    —Abajo. Abajo. Arriba. Arriba. Arriba. Abajo. Abajo. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Abajo. Arriba. Abajo. Arriba. Arriba. Arriba.

    Una parte de mi cerebro se concentra en cada pauta transitoria, cada nuevo falso ritmo..., y cuando la pauta se desintegra y el ritmo se esfuma, hace un esfuerzo todavía más grande para discernir a sus sucesores.

    —Arriba. Abajo. Arriba. Arriba. Abajo. Abajo. Arriba. Abajo. Arriba. Arriba. Abajo. Abajo. Arriba. Arriba. Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Arriba. Abajo.

    Estando activado, debería ser capaz de ignorar todo este espectáculo y mantenerlo fuera de mi campo de atención. Pero, por increíble que pueda parecer, descubro que no soy capaz de hacerlo. Lee tenía razón, y A3 resulta tan poco efectivo como Centinela. No puedo dejar de escuchar.

    —Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Abajo. Abajo. Abajo. Arriba. Abajo. Abajo. Abajo. Arriba. Abajo. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Abajo. Abajo. Abajo.

    Lo peor de todo es que —sin quererlo, pero de manera compulsiva— de repente descubro que estoy intentando adivinar cada dirección un instante antes de que sea anunciada. No, peor aún: estoy intentando cambiarla. Lo que estoy haciendo es tratar de imponer un cierto orden. Si no puedo dejar de oír este canturreo carente de significado, entonces lo único que puedo hacer es intentar deformarlo para que adquiera algún sentido.

    Chung Po-kwai, me imagino, siente lo mismo.


    ****

    Cada sesión dura quince minutos, con un descanso de diez minutos entre sesión y sesión. Po-kwai sale de la habitación de los iones —llevando unas gafas de sol del tipo banda para evitar que sus ojos pierdan una parte excesiva de su adaptación a la oscuridad— para tomar un poco de té, estirar las piernas y tabalear fragmentos inconexos de extraños ritmos con las puntas de los dedos sobre las carcasas del equipo. Habla conmigo un momento, por primera vez, pero después conserva la voz. Los científicos, ocupados examinando sus datos y llevando a cabo ciertas esotéricas pruebas estadísticas, no nos prestan la más mínima atención.

    Cada vez que se reinicia el experimento, decido obligarme a ignorar el insidioso canturreo aleatorio: después de todo, A3 quizá me haya fallado pero, activado o no, todavía debería conservar algunos vestigios de mi autocontrol original. No lo consigo, pero al final cambio de táctica y logro alcanzar una especie de nuevo equilibrio que me permite dejar de agravar el problema esforzándome, en vano, por acceder al estado de vigilancia perfecta al cual estoy acostumbrado.

    Los científicos no parecen afectados, pero después de todo ellos no están oyendo ruido sino datos y, en consecuencia, no se encuentran sometidos a ninguna obligación de tratar de ignorarlo.

    No me parece que los resultados vayan mejorando a medida que progresa el experimento, pero me doy cuenta de algo bastante curioso en lo que no me había fijado antes: los histogramas están cambiando después de que las direcciones sean anunciadas. Eso resulta más fácil de ver cuando una serie de iones mantiene la misma dirección: entonces la mayoría de los histogramas se van inclinando hacia un lado, y la tendencia no se invierte hasta que el ion que interrumpe la serie ha sido anunciado. Pero si los ordenadores están obteniendo sus datos directamente del equipo, entonces dicho orden de acontecimientos resulta realmente sorprendente: sean cuales sean los elaborados cálculos necesarios para actualizar los histogramas, es improbable que tarden más de un par de microsegundos en ser llevados a cabo... Y ese período de tiempo es indudablemente inferior al que transcurre entre la percepción visual de un destello luminoso y el anuncio de que ha ido hacia «arriba» o hacia «abajo». ¿Qué significa eso? ¿Que los ordenadores no están conectados al experimento? ¿Están obteniendo sus datos de segunda mano, escuchando las palabras de Chung Po-kwai? Eso no tendría ningún sentido. También cabe la posibilidad de que a los científicos les resulte más fácil seguir los resultados de esa manera, y por eso han programado un retraso intencional.

    La doctora Leung finalmente da por terminado el experimento a las 20:35. Mientras los tres permanecen inclinados sobre la consola, discutiendo la sensibilidad del sexto momento de la distribución del binomio, Po-kwai atrae mi atención con un suave codazo.

    —Me muero de hambre —susurra—. Salgamos de aquí.


    ****

    Una vez en el ascensor, Po-kwai saca de un bolsillo un pequeño aerosol para la garganta y se administra una dosis.

    —Durante el experimento no me está permitido usarlo —explica a continuación—. Lleva montones de analgésicos y antiinflamatorios, e insisten en que no debo contaminar los resultados usando fármacos. —Tose unas cuantas veces, y cuando vuelve a hablar la ronquera ya ha desaparecido—. ¿Y quién soy yo para llevarles la contraria?

    El piso número dieciocho de la torre de ISA cuenta con su propio restaurante privado, y Po-kwai me informa con alegre jovialidad de que su contrato incluye acceso gratuito e ilimitado a la comida. Introduce su tarjeta de identificación en una ranura de la mesa, y aparecen sobre la superficie del tablero varios menús ilustrados. Po-kwai pide rápidamente y después alza la cabeza hacia mí para lanzarme una mirada de perplejidad.

    —¿No va a comer nada?
    —No mientras estoy de servicio.

    Se ríe, llena de incredulidad.

    —¿Va a aguantar doce horas de ayuno? No sea ridículo. Lee Hing-cheung comía cuando estaba de servicio. ¿Por qué no puede comer usted?

    Me encojo de hombros.

    —Supongo que usamos módulos distintos. El módulo que controla mi metabolismo ha sido diseñado para supervisar cortos períodos de ayuno y, de hecho, cuando no le complico las cosas comiendo no necesita hacer un esfuerzo tan grande para mantener el nivel óptimo de azúcar en la sangre.
    —¿Qué quiere decir con eso de complicarle las cosas?
    —Después de comer, normalmente la producción de insulina aumenta. Esa ligera somnolencia que acompaña a la saciedad, ya sabe... Eso puede ser controlado hasta cierto grado, pero confiar en la conversión de los glicógenos siempre facilita las cosas.

    Menea la cabeza con una expresión entre divertida y desaprobadora, y recorre el restaurante atestado de gente con la mirada. Pequeñas nubes de vapor surgen de cada mesa y son aspiradas por el silencioso tirón de los conductos de ventilación del techo, que las convierten en elegantes columnas.

    —Ya, pero... ¿Y todos estos olores no están haciendo que le entre hambre?
    —La conexión está desactivada.
    —¿Quiere decir que ha perdido el sentido del olfato?
    —No, lo que quiero decir es que los olores no afectan a mi apetito. Todos los gatillos sensoriales y bioquímicos habituales están desactivados. No puedo tener hambre: es imposible, ¿entiende?
    —Ah. —Un carrito robot se detiene junto a nuestra mesa y, con una ágil eficiencia mecánica, deposita sobre ella el primer plato de Po-kwai. Prueba un bocado de lo que creo es calamar, y lo mastica con rapidez—. ¿Y eso no es potencialmente peligroso?
    —En realidad no. Si mis reservas de glicógenos llegaran a descender por debajo de cierto nivel, sería informado de ello mediante un simple mensaje factual del módulo relevante, y sería entonces cuando debería decidir si hago algo al respecto. Siempre es preferible a sufrir punzadas de hambre persistentes, que podrían apartar mi atención de algo más acuciante.

    Po-kwai asiente.

    —Así que ha obligado a su cuerpo a que dejara de tratarlo como si fuera un niño. No más toscos castigos y recompensas para estimular el comportamiento correcto, ¿eh? Los animales quizá necesiten toda esa mierda para sobrevivir, pero nosotros los humanos somos lo suficientemente inteligentes para establecer nuestras propias prioridades. —Vuelve a asentir, aunque de mala gana—. Es una buena idea, sí, y puedo entender su atractivo. Pero ¿dónde fija el límite?
    —¿Qué límite?
    —El límite entre «usted» y «su cuerpo»... Entre aquellos impulsos que acepta como «propios» y los que considera constituyen alguna clase de imposición. ¿Por qué aguantar las molestias del hambre? Oh, lo entiendo y me parece muy bien. Pero ya puestos, ¿por qué dejarse distraer por el sexo? ¿O por qué sucumbir al impulso de tener hijos? ¿Por qué dejarse afectar por la culpabilidad? O por la pena, o por la compasión..., o por la lógica. Si va a establecer sus propias prioridades, siempre debería quedar alguien que pueda tener prioridades. Me mira fijamente, como si —ahora que he sido advertido de los horrores a los que podría acabar conduciéndome— esperase verme subir de un salto a la mesa para renunciar, públicamente y por siempre, a la reducción del apetito. No me atrevo a decirle que, en todos los aspectos, ha llegado demasiado tarde.
    —Todo lo que haces cambia quién eres —digo—. Comer te cambia. No comer te cambia. Rociarte con analgésicos te cambia. ¿Qué diferencia hay entre usar un módulo para desconectar el hambre y usar un fármaco para desconectar el dolor? En realidad es lo mismo.

    Po-kwai menea la cabeza.

    —De esa manera se puede trivializar cualquier cosa, porque en realidad todo «es lo mismo» que algo bastante menos intenso y efectivo. Pero los módulos neurales no «son lo mismo» que los analgésicos. Existen módulos que cambian los valores de las personas...
    —¿Y esos valores nunca habían cambiado antes?
    —Poco a poco. Por buenas razones.
    —O por malas razones. O sin que hubiera absolutamente ninguna razón para que cambiaran. ¿Realmente cree que, de repente y un día cualquiera, el hombre de la calle decide sentarse y se construye alguna clase de filosofía moral meticulosamente racional, y que luego la modifica de la manera correspondiente si y cuando descubre sus defectos? Eso es pura fantasía. La mayoría de seres humanos sencillamente se dejan llevar por lo que ocurre en sus vidas y son transformados por influencias que no pueden controlar. ¿Por qué no iban a alterarse a sí mismos..., si eso es lo que quieren y si eso hace que sean felices?
    —Pero ¿quién es feliz? La persona que usó el módulo no, porque esa persona ya no existe.
    —Esa forma de pensar se ha quedado bastante anticuada. Cambio igual a suicidio, ¿no?
    —Bueno, quizá lo sea. —Se echa a reír—. Y supongo que todo esto sonará a hipocresía pura y simple, ¿verdad? Si un poquito de nanocirugía moral crea una persona totalmente nueva, entonces mi módulo, del que sólo existe un ejemplar, probablemente me convierte en miembro de una especie totalmente nueva y...

    Me apresuro a interrumpirla.

    —No debe hablar de eso aquí.

    Po-kwai frunce el ceño.

    —¿Por qué no? Estamos en un restaurante de la empresa. Toda la gente que está comiendo aquí trabaja para ISA.
    —Sí..., pero los empleados de este edificio están trabajando en veintitrés proyectos distintos e independientes. Los niveles de autorización varían según los empleados y los proyectos, y eso es algo que usted no debe olvidar.
    —Lo único que he dicho...
    —Ya la he oído. Lo siento, pero una parte de mi trabajo consiste en asegurarme de que nadie infringe las normas de seguridad.

    Durante un momento Po-kwai parece enfadarse, pero luego se le pasa.

    —Supongo que eso debería tranquilizarme —dice.
    —¿Por qué?
    —Porque prefiero creer que su trabajo consiste en evitar que abra la boca en el lugar equivocado a creer que realmente necesito un guardaespaldas.


    ****

    El apartamento forma parte de una de las secciones interiores del núcleo del edificio y debido a ello carece de ventanas, pero los hologramas en tiempo real que las sustituyen disponen de una resolución tan soberbia y unos ángulos de visión tan grandes que la diferencia es meramente académica..., salvo por las ventajas que supone en lo referente a la seguridad, por supuesto. Llevo a cabo un rápido registro de cada habitación: unos segundos me bastan para comprobar que no hay intrusos humanos, y tampoco voy a perder el tiempo buscando nada más sutil. Un barrido a fondo para localizar microautómatas duraría una semana y costaría varios centenares de miles de dólares. En cuanto a las nanomáquinas y los virus, mejor olvidarlos.

    Me despido de Po-kwai deseándole que pase una buena noche y me siento en la antesala para montar guardia. No me llega ningún sonido procedente del interior —creo que Po-kwai está leyendo—, y si está ocurriendo algo en los apartamentos contiguos, el aislamiento se encarga de impedir que pueda oírlo. Incluso el aire acondicionado es inaudible. De hecho, lo único que puedo oír es la tenue mixtura de ruidos insectiles —probablemente sintéticos— difundida a través del edificio debido a alguna de esas razones pseudopsicológicas que se ponen de moda periódicamente, y que nos obsequia con una imitación del ambiente ecológico de la Tierra de Arnhem concebida para mantenernos en sintonía con la naturaleza. Teóricamente es aleatoria, pero aun así contiene un nivel de orden lo suficientemente elevado para evitar que llegue a volverse irritante y, en todo caso, A3 puede bloquearla sin ninguna dificultad. Entro en la modalidad de vigilancia. Las horas pasan sin que ocurra nada. Lee llega para ocupar mi sitio.


    ****

    El cántico de Chung Po-kwai invade mis sueños. Ordeno a Jefe que lo bloquee, pero el cántico adopta disfraces y sigue infiltrándose en ellos para inyectar una telegrafía aleatoria de puntos y rayas en cada sonido, cada ritmo y cada movimiento, desde mi yo adolescente cuando está botando una pelota, primero con una mano y luego con la otra: derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, izquierda, izquierda..., hasta el robot minero del almacén cuando, en un ciclo inacabable, entra en su contenedor y sale de él para volver a entrar y salir, una y otra vez, sin importar que se trate de un tema supuestamente prohibido.

    Fallos en A3, fallos en Jefe... ¿Qué es lo que tengo, un tumor cerebral? Llevo a cabo las comprobaciones de integridad en todos los módulos de mi cráneo, y todos se declaran absolutamente intactos.

    El experimento continúa un día tras otro sin ningún aparente. Po-kwai sigue pareciendo tan paciente y tranquila como siempre mientras anuncia los datos, pero cuando está fuera de la Habitación 619 su jovialidad habitual empieza a adquirir un matiz defensivo, y no tardo en descubrir que hablarle de sus resultados sólo sirve para que se enfade conmigo. En realidad no puedo saber si Leung, Lui y Tse están decepcionados: discuten entre ellos y generalmente lo hacen en mi idioma, pero usan una jerga que encuentro incomprensible. Preguntarles por el proyecto es pura y simplemente impensable, por supuesto, ya que para ellos básicamente sólo soy otro componente del sistema de seguridad del edificio, tan poco merecedor de ser informado de los progresos del experimento como una cámara instalada en el techo o un sensor del pasillo. Y tienen razón, naturalmente, ya que ése debería ser mi papel.

    Pero cuando entro de servicio una noche, me encuentro a solas con el doctor Lui dentro del ascensor.

    —Bueno, Nick, ¿qué opina de su trabajo? —me pregunta con una cierta vacilación después de saludarme con una inclinación de la cabeza.

    Me asombra que sepa cómo me llamo.

    —Me encanta.
    —Ah, me alegro. He oído decir que fue... reclutado de una manera especial.

    Guardo silencio. Si me está prohibido hablar de cualquier asunto relacionado con DBI, difícilmente puedo ponerme a charlar del módulo de lealtad y de las circunstancias que llevaron a su imposición.

    No tardamos mucho en llegar al sexto piso.

    —Yo también fui reclutado así —murmura el doctor Lui un instante antes de que se abran las puertas.

    Sale antes que yo y atraviesa el control de seguridad sin mirar atrás. Mientras lo sigo por el pasillo —unos cuantos pasos por detrás de él, en silencio— tengo la absurda sensación de haberme convertido en una especie de conspirador.


    7


    ARRIBA. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Abajo. Abajo. Arriba. Arriba. Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Abajo. Arriba.

    Una serie de diez resultados idénticos es lo suficientemente rara como para atraer la atención, pero no tiene ninguna significación especial. Lanza una moneda diez veces y habrá menos de una probabilidad entre mil de que obtengas diez caras seguidas..., pero lánzala novecientas veces y entonces habrá más de una probabilidad entre tres de que obtengas varias series de diez caras o, como mínimo, una. Lánzala nueve mil veces, y las probabilidades serán de casi noventa y nueve entre cien.

    Echo una ojeada a los histogramas. Algunos han sufrido una clara distorsión después de la serie, pero ya puedo ver cómo empiezan a recuperar sus formas habituales.

    Ya hace tiempo que he dejado de fingir que estoy intentando ignorar los datos. Resistirse al efecto sólo sirve para hacerlo más seductor, y en el improbable caso de que un intruso lograra atravesar el resto de las capas de seguridad e irrumpiera en la Habitación 619, dudo mucho que mi tiempo de reacción experimentara un retraso significativo sólo porque me he permitido percibir la última pauta ilusoria en el canturreo de Chung Po-kwai. Recurrir a esta excusa casi hace que tenga la sensación de estar cometiendo una especie de herejía: los módulos activadores tienen como único objetivo y finalidad el mantenerte en un estado óptimo de preparación, y no debería conformarme con nada que se encuentre por debajo de él. Pero después del aparente fallo que experimentó A3, la palabra «óptimo» ha adquirido otro significado, y no me queda más remedio que aceptarlo. Tanto Lee como yo hemos informado del problema a Tong, pero no saldrá nada tangible de ello: ni Axón (los fabricantes de A3 y Centinela), ni ISA (que está claro dispone de sus propios expertos en módulos, y además parece altamente competente en el tema) van a desperdiciar su tiempo y su dinero investigando un fallo tan insignificante e incomprensible.

    —Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Abajo. Arriba. Arriba. Abajo.

    ¡Dieciséis! Un nuevo récord. Introduzco números en el miniprograma que he escrito para Von Neumann. He estado presente en cuarenta y una sesiones de quince minutos, o treinta y seis mil novecientos eventos, lo cual significa que hay un veinticinco por ciento de probabilidades de que se produzca una serie de dieciséis. Pero no tengo tiempo para pensar en ello, porque...

    —Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba...

    Mi concentración desfallece, y pierdo la cuenta. Vuelvo nuevamente la cabeza hacia los histogramas. Todas las familiares formas zigzagueantes han desaparecido, sustituidas por picos de abertura reducida que no paran de volverse más y más estrechos.

    —Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba. Arriba...

    La doctora Leung se ríe.

    —P está en diez a la menos catorce —dice después—. Creo que tenemos un efecto.

    Lui aparta la mirada de la pantalla, visiblemente abrumado por la emoción. El doctor Tse lo mira y frunce el ceño.

    Y lo más extraño de todo es que en la voz de Po-kwai no hay indicación alguna de que sea consciente de su triunfo. Se limita a seguir anunciando los datos tan pacientemente como siempre..., y el sonido de su voz, incluso ahora que está desprovisto del gancho de la aleatoriedad, sigue siendo tan hipnótico como siempre.

    La serie finaliza tres minutos después, decayendo en el ruido habitual durante el resto de la sesión. Cuando Po-kwai sale del cubículo sin sus gafas oscuras, se queda inmóvil durante un momento en el umbral protegiéndose los ojos con el antebrazo y a continuación recorre la sala con la mirada, pareciendo un poco aturdida.

    Y después pone cara de abatimiento.

    —Felicidades —dice el doctor Tse.

    Po-kwai asiente y murmura un agradecimiento con voz enronquecida. Después se rodea el torso con los brazos y se estremece, y luego parece animarse de repente. Se vuelve hacia mí.

    —Lo he conseguido, ¿no?

    Asiento.

    —Bueno, no se quede ahí. ¿Dónde está el champán?

    La celebración improvisada apenas dura una hora: cuatro personas (y un espectador zombi) no pueden organizar una gran fiesta. Sé que hay doce científicos más y otros nueve voluntarios que trabajan en el proyecto —están listados en Metaexpediente—, pero al parecer la doctora Leung no tiene ninguna prisa por compartir la noticia de su éxito con esos equipos rivales.

    Los científicos hablan de su trabajo, discutiendo planes para llenar la cabeza de su sujeto experimental con trazadores que emitan positrones para confirmar ciertos aspectos del «efecto», pero nada de lo que dicen me proporciona ninguna pista acerca de cómo llega a manifestarse dicho «efecto». Po-kwai está sentada junto a ellos, pareciendo cansada pero contenta, y de vez en cuando se une a la conversación, empleando más jerga que los tres doctores juntos.

    —Bien, por lo menos ahora sé que soy la que importa —murmura después de que hayamos entrado en el ascensor.
    —¿Cómo dice?
    —Pues que no me ha tocado hacer de control. ¿No lo sabía? Por las mañanas, otra voluntaria ha estado haciendo exactamente lo mismo: ella también contaba los iones de la misma máquina Stern-Gerlach. Han recurrido al típico experimento de comprobación: una de nosotras disponía de un módulo placebo mientras que la otra usaba el prototipo, y sólo los ordenadores sabían quién hacía qué... hasta ahora. Pobre mujer. Si yo hubiera tenido que pasar por todo eso para nada, ahora estaría furiosa. —Se ríe—. Bueno, puede que eso fuera lo que acabó inclinando la balanza y quizá por me he salvado de ser el control.

    Le lanzo una mirada llena de perplejidad. Po-kwai sonríe de una manera que me deja muy claro que está bromeando, pero no consigo entender el chiste.

    Salimos del ascensor en el piso número trece después de que Po-kwai haya dicho que está demasiado cansada para comer. Como siempre, inspecciono metódicamente el apartamento. Po-kwai suspira.

    —Dígame una cosa: suponiendo que algún rival de ISA llegara a enterarse de nuestro proyecto y consiguiera acceder a los ficheros que contienen la lista de los voluntarios que disponían del prototipo, ¿realmente cree que se tomarían la molestia de tratar de secuestrar a uno de los sujetos?

    DBI fue capaz de secuestrar a Laura para poder acceder a ese mismo talento que Po-kwai posee ahora. Pero hablar de DBI está prohibido, y Po-kwai no sabe nada sobre Laura: a juzgar por ciertos comentarios que ha hecho, resulta evidente que da por sentado —o se le ha dicho— que el módulo fue diseñado, partiendo de cero, mediante un ordenador.

    Me encojo de hombros.

    —Estoy seguro de que preferirían hacerse con las especificaciones del módulo, pero...
    —¡Exactamente! Eso requeriría diez mil veces menos trabajo que secuestrar a alguien, examinar su mente y...
    —... puede estar segura de que las especificaciones están bien protegidas, así que hacer que la alternativa pareciese más tentadora sería una auténtica locura. No creo que deba preocuparse, pero tampoco que ninguna de estas medidas de seguridad sea una pérdida de tiempo. Nunca se sabe hasta dónde puede estar dispuesto a llegar un competidor. No tengo ni idea de cuál puede ser el valor comercial de ese módulo a largo plazo..., pero imagínese lo que podría llegar a ganar en un casino en una sola noche.

    Se ríe.

    —¿Sabe cuántos átomos hay en un par de dados? Me está pidiendo que incremente el resultado en veintitrés órdenes de magnitud.
    —¿Qué me dice de los sistemas electrónicos? Las máquinas de póker, por ejemplo.

    Menea la cabeza, visiblemente divertida.

    —Ni en un millón de años.

    ¿Y las cerraduras? Quizá también haya que descartar esa posibilidad, y puede que Laura necesitara treinta años para aprender a llevar a cabo ese tipo de hazañas. El prototipo seguramente sólo incluye la capacidad primaria, dejando fuera toda la experiencia de Laura a la hora de aplicarla..., pero aun así Po-kwai se merece saber la verdad acerca del talento que ha recibido. Cuanto más sepa, seguramente más provecho podrá sacarle. ¿De qué manera puede beneficiar al Conjunto el que se la mantenga en la ignorancia sobre los orígenes y el potencial del módulo? Quizá no tengo derecho a cuestionar esa decisión, pero no puedo fingir que la comprenda.

    Po-kwai se deja caer en el sofá y se despereza, y después me lanza una mirada de reproche.

    —Acabamos de hacer el gran descubrimiento científico del siglo, ¿y usted me habla de las máquinas de póker?
    —Lo siento, pero el juego fue lo primero que me vino a la cabeza. La verdad es que no he dedicado muchas horas a pensar en las aplicaciones más nobles de la telequinesis.

    Po-kwai hace una mueca.

    —¡Telequinesis! —resopla—. Bueno —añade después de mala gana—, supongo que así es exactamente como lo llamarían los medios de comunicación..., si es que alguna vez podemos olvidarnos de toda esta farsa de la seguridad y llegamos a publicar los resultados.
    —¿Y cómo deberían llamarlo entonces?
    —Oh... Descomposición neurolineal del vector estado, seguida por una alteración de fase y un reforzamiento preferente de los estados propios seleccionados. —Se ríe—. Tiene razón. O le encontramos algún nombre un poco menos complicado, o acabarán inventándose lo que les dé la gana.

    Su descripción carece de significado para mí, pero...

    —¿Estados propios? Tienen algo que ver con la mecánica cuántica, ¿verdad? Po-kwai asiente.
    —Exacto. Durante un segundo tengo la impresión de que se dispone a seguir hablando del tema, pero no lo hace y se limita a bostezar. Aun así, estoy seguro de que le encantaría explicármelo todo (o por lo menos todo lo que sabe) y que bastaría con que le hiciera unas cuantas preguntas: ¿cómo funciona exactamente este módulo? ¿Cuál es el mecanismo, en qué consiste el truco? ¿Cuál es el secreto que se oculta en el corazón del Conjunto? ¿Para qué estoy viviendo?
    —Estoy bastante cansada, Nick... —dice Po-kwai.
    —Por supuesto. Bien, entonces buenas noches. La veré mañana.
    —Buenas noches.


    ****

    Estoy sentado en la antesala, los ojos obedientemente clavados en la puerta que tengo delante...

    ...ya las tres cincuenta y dos, me sorprendo escuchando el trino interminable de los insectos sintéticos y soy consciente de que ese sonido me está llenando de una vaga pero innegable irritación.

    Intento volver a sumergirme en modo de vigilancia, pero lo único que consigo es sentir primero un creciente aburrimiento y luego inquietud. Por vigésima vez en una semana, recurro a los diagnósticos de A3.

    [NO SE HA DETECTADO NINGÚN FALLO.]


    ¿Qué me está pasando?

    No es una enfermedad. No puede serlo, porque todos mis módulos afirman estar intactos e incluso suponiendo que sus sistemas de autocomprobación hubieran quedado corrompidos, los daños aleatorios en las neuronas involucradas difícilmente podrían haber causado exactamente el tipo de cambios susceptibles de generar falsos informes de buena salud.

    ¿Y si el daño no es fruto del azar? ¿Y si un enemigo de ISA está infectando al personal de seguridad con nanomáquinas? Pero si se trata de eso, entonces las tácticas que están empleando son absurdas. ¿Por qué iban a degradar lentamente nuestros módulos, dándonos días enteros durante los que pensar en los síntomas? Habría sido infinitamente más lógico emplear módulos marioneta latentes, que podrían aguardar en silencio, subjetivamente indetectables, hasta que todos fueran activados en algún momento predeterminado.

    ¿Qué puede ser entonces?

    Karen aparece delante de mí. Intento expulsarla, sin conseguirlo. Se limita a permanecer inmóvil y en silencio, el ceño ligeramente fruncido, aparentemente tan incapaz de explicar su presencia como yo.

    —Estoy activado —digo en un tono casi suplicante—. Ya sabes lo mucho que odias verme activado.

    El argumento no la conmueve. A3 puede pensar lo que quiera, pero es evidente que no estoy activado.

    ¿De qué sirve un guardaespaldas cuyos módulos optimizadores ya no funcionan? Y que además sufre alucinaciones incontrolables...

    Cierro los ojos y me tranquilizo. Es muy sencillo: mañana acudiré a la unidad de enfermedades laborales de ISA, les explicaré los síntomas y dejaré que sean los expertos los que se encarguen de buscar la respuesta. Sea lo que sea lo que me está ocurriendo, ellos sabrán cómo arreglarlo.

    La perspectiva de que unos desconocidos lleven a cabo un inventario de mi cráneo es humillante, pero eso no puede ser evitado. Tendré que explicarles lo de Karen..., ¿y que llevo un módulo de lealtad? Bueno, ya encontraré alguna forma de callarme esa parte: después de todo, no tienen por qué conocer todos los detalles. Lo que importa en última instancia es servir al Conjunto, y no podré servir al Conjunto si me estoy haciendo pedazos.

    Abro los ojos. Karen no se ha movido.

    —Bueno, si has decidido quedarte por aquí, ¿qué quieres hacer? —pregunto—. ¿Quieres montar guardia conmigo?
    —No.
    —¿Qué quieres hacer entonces?

    Se inclina sobre mí y me acaricia la mejilla. Le cojo la otra mano, y soy más nítidamente consciente que de costumbre de cómo el módulo intenta evitar que mis dedos atraviesen su carne inexistente. Deslizo el pulgar por encima del dorso de su mano, deteniéndome sobre la forma familiar de cada nudillo.

    —Te echo de menos. Ya lo sabes, ¿verdad?

    Karen no dice nada.

    Tiene que haber alguna forma de recuperarla. Quizá podría aprender a impedir que blasfemara contra el Conjunto, aprender a controlarla de una manera más estrecha..., sin llegar a destruir del todo su ilusión de autonomía. O... podría modificarla, someterla a alguna clase de restricción. ¿Proporcionarle su propio «módulo de lealtad», tal vez? ¿Por qué no habré pensado en eso antes? Los módulos pueden ser adaptados. Todo es posible.

    Levanto la cabeza y la miro a los ojos. El amor tranquilo y libre de inquietudes engendrado por su presencia parece temblar ligeramente, como una imagen reflejada en un lago cuya lisura de espejo fuera sutilmente distorsionada por una corriente profunda oculta. Un escalofrío de anticipación me recorre. No experimento ninguna emoción prohibida —no hay pena, culpabilidad ni ira—, pero la sola idea de que este módulo también pueda fallar —que todo cuanto descarta, aquello de lo que me protege, fuera de nuevo posible— me llena de un miedo tan intenso que siento que la cabeza me da vueltas.

    Le suelto la mano y Karen...

    Llena la habitación.

    Se extiende, volviéndose borrosa y replicándose a sí misma como una aplicación holográfica de la modalidad caja de acuarelas que hubiera enloquecido. Me levanto de un salto, derribando la silla, mientras el espacio que me rodea se va espesando con cada vez más copias de su cuerpo, ilusorio. Me protejo la cara, pero todavía puedo sentirla rozándome por todas partes. Una especie de zumbido procedente de todas las direcciones a la vez surge de la nada: suena deformado e incoherente, pero no cabe duda de que es su voz.

    Grito...

    ...y Karen desaparece.

    En el silencio repentino, la memoria me devuelve los últimos momentos de sonido..., y entonces me doy cuenta de que mi grito casi ha conseguido ocultar otra voz.

    La de Po-kwai.

    Entro en el apartamento con el arma desenfundada. Los carteles publicitarios esparcidos por el paisaje urbano de las falsas ventanas —hologramas de hologramas— alumbran mi camino. A2 afirma no poder localizar el grito e insiste en que los datos son ambiguos, pero sufro la extraña convicción de que sé que procedía del dormitorio. Obviamente ha sido una primera llamada, eso sí que está claro pese a todo. La puerta está entornada, y la abro de una patada. Po-kwai, inmóvil en una esquina de la habitación, se vuelve hacia mí, sobresaltada. Durante un momento permanezco totalmente inmóvil, intentando leer su rostro con la esperanza de captar una señal —algún fugaz movimiento de los ojos que delate la posición del intruso—, pero Po-kwai se limita a parecer perpleja y alarmada por mi presencia. Entro en la habitación.

    —¿Está sola?

    Po-kwai asiente, y después consigue soltar una carcajada entre nerviosa y llena de furia.

    —¿Qué está haciendo? ¿Intenta matarme de un susto?
    —¿No ha gritado?

    Frunce el ceño y parece disponerse a negarlo vehementemente, pero después no llega a hacerlo y recorre la habitación con la mirada, como si se sintiera repentinamente incapaz de explicar la presencia de cuanto la rodea.

    —Me parece que... Debo de haber tenido una pesadilla. Quizá he gritado estando dormida. No lo sé. —Se lleva una mano a la boca—. Lo siento. Habrá pensado que...
    —No se preocupe.

    Enfundo el arma, pues resulta evidente que la está poniendo bastante nerviosa.

    —Lo lamento, Nick.
    —No lo lamente. No ha pasado nada, ¿verdad? Siento haberla sobresaltado.

    Con la presión desaparecida, tengo tiempo para observar: vuelvo a estar activado, y A3 funciona normalmente. Eso es una buena noticia..., pero es tan inexplicable como todo lo demás.

    Po-kwai menea la cabeza, todavía insistiendo en pedirme disculpas.

    —Ni siquiera recuerdo haberme levantado de la cama.
    —¿Es sonámbula?
    —No, nunca he andado dormida. Puede que en el sueño sufriera tal shock que salté de la cama gritando..., pero sólo me desperté cuando ya estaba de pie. No puedo recordarlo, de veras.

    Vuelvo la cabeza hacia la cama y veo que no tiene aspecto de que haya «saltado» de ella. Pero no intento discutir con Po-kwai: si camina dormida, es bueno saberlo; pero si no quiere admitirlo entonces una confesión arrancada a la fuerza sólo servirá para avergonzarla.

    —Claro. Bien... Siento la intrusión. Será mejor que la deje dormir un poco.

    Po-kwai asiente.

    Después de haber vuelto a la antesala, puedo oírla yendo y viniendo por el apartamento. Me siento y espero a que A3 falle, a que Karen aparezca y vuelva a perder el control de sus procesos, pero no ocurre nada. Esperar que el problema se haya esfumado milagrosamente sería engañarme a mí mismo, y prefiero enfrentarme a los doctores como una ruina balbuceante, acosado por el fantasma de mi esposa muerta, que ver cómo me someten a un examen superficial y acaban tratando de consolarme con las mismas palabras carentes de significado a las que han recurrido los módulos: NO SE HA DETECTADO NINGÚN FALLO.

    Diez minutos después, Po-kwai se reúne conmigo.

    —¿Le molestaría que... que me sentara aquí durante un rato?
    —Por supuesto que no.
    —Es demasiado tarde para volver a la cama y demasiado pronto para desayunar. No sé qué hacer conmigo misma. —Saca una segunda silla y se sienta, inclinada hacia adelante y todavía visiblemente nerviosa.
    —Quizá debería hacer venir a un médico —sugiero.
    —No diga tonterías.
    —Los tranquilizantes...
    —¡No! Estoy perfectamente. Es sólo que no estoy acostumbrada a ver cómo un guardia armado irrumpe en mi habitación blandiendo su arma, eso es todo. —Abro la boca para disculparme, pero no me deja hablar—. No me estoy quejando. Me alegro de que esté haciendo su trabajo. Es sólo que... Bueno, por fin he empezado a aceptar el hecho de que su trabajo es necesario. Durante la entrevista no me ocultaron nada y me explicaron con todo detalle qué medidas de seguridad pensaban adoptar, y toda la culpa ha sido mía por no creerlos y haberlo atribuido a pura paranoia por su parte.
    —Pero ¿qué la ha hecho cambiar de parecer? ¿El que yo haya reaccionado de una forma un poco exagerada, tal vez? Lo siento, y ya sé que no debería haber recurrido a ese tipo de métodos. Pero no tiene ninguna razón para sentirse asediada: lo más probable es que fuera de ISA ni siquiera sepan que el proyecto existe.
    —Oh, claro. Es sólo que... Ahora que sé que no soy el control, ahora que el efecto realmente está empezando a producir resultados... Y si pienso en la cantidad de dinero invertido en investigación y desarrollo que he pasado a..., a encarnar... —Sacude la cabeza—. Me metí en esto por la vertiente física: pensaba que sería algo más parecido a una colaboradora, no un mero conejillo de indias. Leung me trata como a una idiota. Tse es idiota. Lui, en cambio, me trata como si yo fuera una especie de frágil deidad menor. Él también tiene un problema, pero en su caso no sé de qué se trata. Y pasarán años antes de que publiquen algo. Esto debería aparecer en la primera pantalla de la edición de mañana de Nature: EL PAPEL DEL OBSERVADOR EN LA MC HA SIDO CONFIRMADO... ¡Y MODIFICADO!
    —¿El papel del...?
    —Observador. En la mecánica cuántica. —Me mira como si acabara de pillarme intentando ocultar algo que salta a la vista, y después lo entiende de repente—. Ni siquiera se lo han dicho, ¿verdad? —Suelta un bufido lleno de disgusto e incredulidad—. Ah, claro. Nick sólo es un guardaespaldas, un esbirro de cuarta categoría... ¿Para qué vamos a molestamos en explicarle por qué está arriesgando su vida?

    Meneo la cabeza.

    —No estoy arriesgando mi vida. Y si no necesito saberlo, quizá sería mejor que...
    —¡Oh, chorradas!
    —Hablo en serio.

    A3 me mantiene tranquilo... pero aun así puedo observar, desapasionadamente, la especie de vértigo espiritual que está empezando a aparecer dentro de mí. «No quiero conocer los secretos del Conjunto. No quiero oír la explicación final que se da al mundo, no quiero atravesar el velo.»

    Pero estando activado, el pánico es remoto e insustancial y se convierte en algo que no me pertenece. Estando activado, me doy por satisfecho con la obediencia literal, y además no he recibido instrucciones de mantener mi ignorancia reverencial. Los adornos cuasimísticos con que he embellecido al Conjunto no proceden del módulo de lealtad, y el boy scout zombi no los necesita para nada.

    En cualquier caso, no tengo elección.

    —Limítese a escuchar, ¿quiere? —dice Po-kwai con firmeza—. Los tecnicismos son complicados, pero las cuestiones esenciales son muy simples. ¿Ha oído hablar del problema de la medición cuántica?
    —No.
    —¿Y del gato de Schrodinger?
    —Por supuesto que sí.
    —Bueno, el gato de Schrodinger es una forma de ilustrar uno de los problema de medición a los que se enfrentan los físicos cuánticos. La mecánica cuántica describe sistemas microscópicos —partículas subatómicas, átomos, moléculas— mediante un formalismo matemático llamado función de onda. Partiendo de la función de onda, puedes predecir cuáles son las probabilidades de obtener distintos resultados cuando efectúas mediciones sobre el sistema.

    »Por ejemplo: supongamos que se tiene un ion de plata, preparado de cierta manera, que atraviesa un campo magnético y que luego choca con una pantalla fluorescente. La mecánica cuántica predice que la mitad de las veces se verá un destello en la pantalla como si el ion se hubiera desviado hacia arriba dentro del campo magnético, y que la otra mitad se verá un destello como si se hubiera desviado hacia abajo. Eso se puede explicar diciendo que el ion tiene un spin que lo hace interaccionar con el campo: el ion se ve impulsado hacia arriba o hacia abajo, dependiendo de la orientación de su spin en relación con el campo. Así pues, cuando se observan los destellos en la pantalla, lo que en realidad se está haciendo es medir el spin del ion.
    »0 supongamos que se tiene un átomo radiactivo con una vida media de una hora. Se dirige hacia él un detector de partículas conectado a un artilugio que rompa una botella de gas venenoso y, de esa manera, mate a un gato cuando el átomo se desintegre espontáneamente. Metemos todo el equipo dentro de una caja opaca, esperamos una hora y luego miramos dentro de la caja. Si se repite el experimento —usando otro átomo y otro gato cada vez—, la mecánica cuántica predice que, al cabo de una hora, la mitad de las veces el gato habrá muerto y la otra mitad estará vivo. Viendo en qué estado se encuentra el gato, se habrá determinado si el átomo se ha desintegrado o no.

    —Bueno... ¿Y dónde está el problema?
    —El problema es el siguiente: antes de que se efectúe una medición en cualquiera de los casos, la función de onda no indica cuál va a ser el resultado; se limita a decir que las probabilidades están repartidas al cincuenta por ciento. Pero una vez que se ha hecho la medición, una segunda medición del mismo sistema siempre dará el mismo resultado: si el gato estaba muerto la primera vez, seguirá estando muerto si se vuelve a mirar. En términos de la función de onda, el acto de realizar la medición la ha alterado, de alguna manera, haciendo que pasara de ser una mezcla de dos ondas, que representaban las dos opciones, a ser una onda «pura» —lo que llamamos un estado propio— que sólo representa a una. Eso es lo que se conoce como «colapsar la función».

    »Pero, ¿por qué debería ser especial una medición? ¿Por qué debería colapsar la función? ¿Por qué un aparato de medición —compuesto por átomos individuales que obedecen presumiblemente las mismas leyes de la mecánica cuántica que el sistema que está siendo medido— hace que una mezcla de posibilidades se colapse en una de ellas? Si en lugar de eso considerásemos el aparato de medición como una mera parte del sistema, en este caso la predicción que haría la ecuación de Schrodinger es que el aparato estaría al final en un estado mezcla, y le debería ocurrir lo mismo a todo lo que interaccionase con él. La botella de gas se describiría por medio de la función de onda de un estado mezcla con partes del estado puro roto y partes del estado puro intacto..., y el gato acabaría siendo una mezcla entre el estado «gato muerto» y el estado «gato vivo». Así pues, ¿por qué siempre vemos al gato en un estado puro, o muerto o vivo?

    —Puede que sencillamente la teoría esté equivocada.
    —No, no es tan fácil. La mecánica cuántica es la teoría científica de mayor éxito que se haya concebido..., siempre que se acepte el colapso de la función. Si la teoría fuera falsa, entonces no tendríamos cosas como la microelectrónica, los láseres, la optrónica, las nanomáquinas, el noventa por ciento de la industria química y farmacéutica... La mecánica cuántica ha superado todas las pruebas experimentales llevadas a cabo a lo largo de la historia, siempre que se dé por sentado que existe ese proceso especial llamado «medición», que obedece a unas leyes totalmente distintas de las que operan el resto del tiempo.

    »En consecuencia, lo que se pretende al estudiar el problema de la medición cuántica es determinar con toda exactitud qué es una «medición» y el porqué es especial. ¿Cuándo se colapsa la función? ¿Cuándo se activa el detector de partículas? ¿Cuándo se rompe la botella? ¿Cuando muere el gato?
    »Una de las respuestas posibles es encogerse de hombros y decir: la mecánica cuántica predice correctamente las probabilidades de los resultados finales y visibles, ¿y qué más se puede pedir? Lo único que sabemos de los átomos es lo que los instrumentos de medición revelan de ellos, y por tanto, si la mecánica cuántica permite conocer con precisión los porcentajes que se obtendrán para cada una de las posibles lecturas —posiciones de destellos luminosos, o mortalidades felinas—, entonces es una teoría completa.
    »Otras personas han intentado demostrar que la función debería colapsarse cuando el sistema alcanza unas dimensiones críticas —o una energía crítica, o un grado de complejidad crítico—, y que los aparatos de medición que podemos utilizar se encuentran muy por encima de ese umbral. La gente ha invocado efectos termodinámicos, la gravedad cuántica, hipotéticos elementos no lineales de las ecuaciones..., toda clase de cosas, ninguna de las cuales ha conseguido explicar los hechos por completo.
    »Y después está la teoría de los muchos mundos...

    —Historias alternativas, universos paralelos...
    —Exactamente. En la teoría de los muchos mundos, la función de onda no se colapsa. Todo el universo se escinde en distintas versiones, una para cada posible medición. Un universo tiene un gato muerto, y un experimentador que vio que estaba muerto; otro universo tiene un gato vivo, y un experimentador que vio que estaba vivo. El problema estriba en que la teoría sólo describe, y no dice por qué debería ocurrir nada de todo eso..., ni siquiera dice en qué punto se escinde el universo. ¿Detector? ¿Botella? ¿Gato? ¿Humano? En realidad no responde a nada.
    —Quizá no haya respuestas. Quizá todo sea un mero sofisma metafísico...

    Po-kwai sacude la cabeza.

    —La metafísica lleva desde 1980 siendo una ciencia experimental. Aunque, personalmente, me gustaría pensar que el campo ha empezado a progresar en serio a partir de hoy. —Echa un vistazo a su reloj—. Perdón, de ayer. Martes, veinticuatro de julio del dos mil ochenta y seis.

    Espera pacientemente —con una sonrisita un poco sarcástica en los labios— hasta que por fin comprendo la importancia de lo que acaba de decir.

    —¿En el cerebro? ¿De alguna manera, han demostrado que el colapso de la función de onda tiene lugar en el cerebro?
    —Sí.
    —Pero... ¿Cómo? Todo lo que me ha dicho, todo eso acerca de... ¿Qué tiene que ver con influir sobre los iones para hacer que todos vayan en una dirección? Supongo que no estará utilizando alguna clase de efecto electromagnético para...
    —¡No! Ningún campo de origen biológico podría llegar a ser lo suficientemente intenso...
    —Eso es lo que había pensado. Pero..., ¿entonces cómo?
    —El módulo hace dos cosas. La primera es impedirme colapsar la función de onda, para lo cual desactiva las partes del cerebro que normalmente se encargarían de hacerlo. Pero si eso fuese todo lo que hace, los iones seguirían mostrando el mismo comportamiento aleatorio del cincuenta por ciento/cincuenta por ciento: lo único que ocurriría es que entonces usted, Leung, Tse y Lui se encargarían de colapsar el sistema, en vez de ser yo quien lo hiciera. »Pero el módulo también me permite manipular los estados propios, porque gracias a él ahora ya no los destruyo, torpe y aleatoriamente, a todos excepto uno. El módulo me permite cambiar sus pesos relativos y, gracias a ello, cambiar los niveles de probabilidad de los distintos finales que puede tener el experimento.

    »En teoría, supongo que entonces yo misma podría colapsar la función, pero usar a la misma persona para que se encargara de las dos cosas haría que el experimento fuese menos elegante. Por lo tanto, las personas que se encuentran en la sala de control colapsan el sistema —que incluye el ion de plata, la pantalla fluorescente y a mi persona—, pero sólo después de que yo haya alterado las probabilidades para que dejen de ser de cincuenta-y-cincuenta.

    —¿Me está diciendo que todas las personas que se encuentran en la sala de control forman parte del experimento? ¿Y que por eso los histogramas no cambian hasta después de que usted haya anunciado las direcciones de los iones... porque si conociéramos los resultados antes de que hubiese intentado influir sobre las probabilidades, entonces colapsaríamos los iones aleatoriamente?
    —Exacto.

    Reflexiono durante unos momentos.

    —Ha dicho que colapsamos «todo el sistema». ¿Quiere decir que hasta que oímos su voz usted existe bajo la forma de una mixtura?
    —Sí.
    —¿Y qué... se siente?

    Po-kwai se ríe.

    —Eso es lo más frustrante de todo: ¡no lo sé! Literalmente no lo recuerdo. En cuanto he sido colapsada, acabo teniendo un único conjunto de memorias y sólo recuerdo haber visto un destello de luz en la pantalla. Ni siquiera recuerdo qué se siente al operar la parte del módulo que actúa sobre el estado propio... ¿Nunca se ha preguntado por qué estaba necesitando tanto tiempo para conseguir que el módulo surtiera efecto?

    Y tampoco sé si llego a «ver» dos destellos, aunque sólo sea por un momento: sospecho que mis dos estados evolucionan demasiado independientemente para permitirlo. Lo que ocurre quizá guarde cierto parecido con el modelo de los muchos mundos, aunque dentro de una escala muy pequeña. Efectivamente, puede que haya dos versiones casi independientes de mí..., aunque sólo sea durante una fracción de segundo antes de que sea colapsada. Pero ocurra lo que ocurra en el resto de mi cerebro, no cabe duda de que los dos estados del módulo interaccionan: sus funciones de onda se interfieren, reforzando un estado propio y debilitando el otro. Si no fuera así, todo el experimento sería una pérdida de tiempo y no produciría absolutamente ningún resultado, y entonces sí que nos encontraríamos ante un mero sofisma metafísico.

    Titubeo, aturdido y perplejo, e intento retroceder mentalmente a lo largo de la discusión hasta llegar al punto en el que perdió todo contacto con la realidad.

    —¿Realmente cree en algo de todo lo que me ha dicho? —pregunto finalmente—. ¿Hablaba en serio, o sólo me estaba tomando el pelo? Como una forma de darme mi merecido por haber irrumpido de esa manera en su habitación, quiero decir... Porque si se trata de eso, ha ganado y admito mi derrota. Ha conseguido liarme hasta tal extremo que no sé qué partes son auténticas y cuáles se ha inventado.

    Po-kwai parece sentirse ofendida.

    —Yo nunca haría eso. Todo lo que le he dicho es verdad.
    —Es sólo que... Bueno, todo esto empieza a sonar como la clase de paparruchadas que sueltan los místicos cuánticos, y...

    Sacude la cabeza vehementemente. —No, no... Ellos afirman que la conciencia incluye un elemento no físico, algo independiente del cerebro, alguna entidad «espiritual» enigmática y no definida que colapsa la función. El experimento de ayer demostró que no pueden estar más equivocados. Las partes del cerebro que el módulo se encarga de incapacitar no hacen nada místico: llevan a cabo una acción altamente sofisticada, desde luego, pero totalmente comprensible y física.

    »Ya sé que suena extraño, pero lo importante es que en realidad se trata de algo que no puede ser más normal y cotidiano. Todas las personas se pasan la vida colapsando los sistemas con los que interaccionan. Esa idea es muy antigua: muchos de los pioneros de la mecánica cuántica creían que el observador tenía un papel crucial a interpretar, y que por sí solo un aparato de medición no bastaría para colapsar la función. Pero hemos necesitado más de un siglo para localizar la parte del observador en la que ocurre eso.

    Sigo sin saber si debo creer una sola palabra de cuanto me ha dicho. Pero Po-kwai parece muy convencida, así que por lo menos se merece que intente comprender exactamente qué es lo que cree. Hago a un lado mi escepticismo e intento seguir su exposición.

    —De acuerdo... Así que no basta con un «aparato de medición», y necesitas tener un observador. Pero ¿qué constituye un observador? Los seres humanos, sí... Pero ¿qué me dice de los ordenadores? ¿Qué pasa con los gatos?
    —Ah. Los ordenadores existentes, decididamente no. Colapsar la función es un proceso físico específico, no un mero subproducto automático de un cierto grado de inteligencia, o autoconciencia, o como quiera llamarlo: los ordenadores sencillamente no han sido concebidos para llevarlo a cabo..., aunque sin duda algunos lo harán, en el futuro.

    »En cuanto a los gatos... Yo diría que lo hacen, pero no soy ninguna experta en neurofisiología comparativa, así que no está obligado a aceptar mi palabra al respecto. Quizá transcurran años antes de que alguien llegue a descubrir exactamente qué especies lo hacen y cuales no lo hacen. Y además está toda la cuestión de la evolución de la característica..., y de lo que significaba la palabra «evolución» en un universo no colapsado. Los seres humanos van a pasar décadas tratando de comprender todas las implicaciones.

    Asiento distraídamente, con la esperanza de que Po-kwai permanezca callada durante unos momentos mientras intento comprender unas cuantas implicaciones por mi cuenta. Si todo esto es verdad, ¿qué me dice acerca de Laura? ¿Podría el «manipular estados propios» permitirle forzar cerraduras y eludir la vigilancia de las cámaras de seguridad? Tal vez, pero... Bueno, si estamos hablando de una mutación producida por el azar, o de una anormalidad congénita igualmente producida por el azar, ¿cómo pueden haberle otorgado unas capacidades tan elaboradas? La mera pérdida de la habilidad de colapsar la función, sí: los daños causados por el azar siempre pueden producir déficits, por supuesto. Pero ¿cuáles son las probabilidades de que una lesión cerebral dé como resultado la clase de sofisticados poderes que Po-kwai afirma que proporciona el módulo? Y sin embargo, Laura tiene que poseer esos poderes. Si no los poseyera, ¿cómo podría haber escapado del Hilgemann? ¿Y cómo podría proporcionarlos el módulo si no? No puedo creer que DBI haya diseñado toda la estructura del módulo partiendo de cero —¡y en seis meses!— meramente para estudiar esa característica humana normal de la que carecía Laura.

    Bien, ¿y qué resulta más ridículo y disparatado? ¿Que el DBI haya inventado la manipulación neural de los estados propios, en menos tiempo del que la mayoría de empresas necesitan para desarrollar un nuevo módulo de juegos..., o un acontecimiento casual que le ha entregado a Laura —y a DBI— el producto acabado en una bandeja de plata?

    Po-kwai sigue hablando.

    —Aunque eso da mucho en que pensar, claro: hasta que uno de nuestros antepasados aprendió este truco, el universo tuvo que ser un lugar radicalmente distinto del que conocemos ahora. Todo ocurría simultáneamente, todas las posibilidades coexistían. La función de onda nunca se colapsaba, y lo único que hacía era ir volviéndose más y más compleja. Y ya sé que el pensar que la vida en este planeta puede haber cambiado las cosas hasta tal extremo suena ridículamente..., grandiosamente... antropocéntrico... o geocéntrico, pero con tanta riqueza y tanta complejidad, quizá era inevitable que en algún lugar del universo apareciese una criatura que acabara minando toda la estructura y que aniquilara esa misma diversidad que le había dado el ser.

    Po-kwai deja escapar una temblorosa carcajada. Parece casi avergonzada, como les ocurre a algunas personas cuando están contando un desastre o una atrocidad.

    —No resulta fácil de aceptar, pero eso es lo que somos. No somos el universo «conociéndose a sí mismo»: somos el universo diezmándose a sí mismo en el acto de adquirir ese conocimiento.

    La miro fijamente, sin poder creer en lo que estoy oyendo.

    —¿Qué está diciendo? ¿Que el primer animal aparecido en la Tierra que poseía esa característica... colapso todo el universo?

    Po-kwai se encoge de hombros.

    —Quizá no ocurrió en la Tierra, pero no existe ninguna razón por la que no pudiera haber ocurrido aquí. Alguien tuvo que ser el primero.

    Y no la totalidad del universo: una rápida mirada al cielo nocturno difícilmente podría haberlo mesurado todo, ¿verdad? Aun así, habría reducido considerablemente las posibilidades: para empezar, habría fijado la Tierra y el Sol, condensándolos a partir de la mezcla de todas las disposiciones de la materia posibles que podrían haber estado ocupando el Sistema Solar. También habría fijado las estrellas más luminosas del campo visual de esa criatura, descartando todas las configuraciones alternativas posibles. Piense en las constelaciones que podrían haber existido entonces, en todas las estrellas y planetas que se esfumaron para siempre cuando ese antepasado nuestro abrió los ojos...

    Sacudo la cabeza.

    —No puede hablar en serio.
    —Hablo en serio.
    —No la creo. ¿Qué evidencias hay? Partiendo de un pequeño experimento con iones de plata, ahora afirma que ese hipotético antepasado de los humanos —y posiblemente de los gatos— transformó lo que era algo así como una gigantesca y maravillosa mezcla de todos los universos posibles que podrían haber cobrado existencia desde el Big Bang en... ¿en la minúscula fracción de dicha estructura que le proporcionaría un único panorama del cielo nocturno a esa criatura? ¿Eliminando todo el resto? ¿Cometiendo una especie de... genocidio cosmológico?
    —Sí, e incluso puede que se tratara de un genocidio en el sentido más literal del término. La vida, y me estoy refiriendo a la vida inteligente, no tenía ninguna necesidad de colapsar la función. Si antes de nosotros existían formas de vida que no la colapsaban, entonces las habríamos colapsado. Y eso quizá supusiera la desaparición de civilizaciones enteras.
    —¿Y cree que seguimos haciéndolo? ¿Cree que seguimos colapsando cosas que se encuentran a años luz de distancia? ¿Otras estrellas? ¿Otras galaxias? ¿Otras formas de vida? ¿Cree que estamos «reduciendo las posibilidades»? ¿Realmente piensa que estamos podando el universo... por el mero hecho de observarlo? —Me echo a reír, acordándome de repente—. O mejor dicho, lo estábamos haciendo hasta que...

    Me interrumpo a mitad de la frase y cierro los ojos durante un momento, sintiendo una mezcla de mareo y claustrofobia. La conclusión que no he llegado a enunciar se despliega dentro de mi cerebro a pesar de todo, y ningún módulo de mi cráneo parece capaz de volverla inofensiva.

    —Sí —murmura Po-kwai—. Lo estábamos haciendo... hasta que apareció la Burbuja.


    8


    DESPUÉS DE UNA MAÑANA en la cámara de ionización confirmando que los resultados de la noche anterior no fueron una mera casualidad, Po-kwai es recompensada con un par de semanas de descanso mientras se llevan a cabo los preparativos para la próxima fase del experimento. Estar confinada en el edificio no parece molestarla, y pasa la mayor parte del tiempo leyendo.

    —Es lo que estaría haciendo de todas maneras —dice—. Y si puedo olvidar que no tengo otra elección, entonces toda la situación es perfecta: tranquilidad y silencio..., y un sistema de aire acondicionado en el que puedes confiar. Esa es mi idea del paraíso.

    El cántico desaparece de mis sueños. A3 funciona a la perfección. Karen no vuelve a aparecer. Interrogo cautelosamente a Lee Hing-cheung sobre sus propios módulos. Me entero de que sólo dispone de Centinela, Metaexpediente y Red roja y, aparte de la perturbación original durante el experimento con los iones, de que no ha tenido ningún problema con ellos. Mi decisión de encontrar la causa del errático comportamiento de mis módulos se va desvaneciendo: si no presento síntomas, acudir a un médico o a un neurotécnico no parece tener ningún sentido y, además, no quiero correr el riesgo de revelar el hecho de que tengo un módulo de lealtad a personas que se supone no deben llegar a saberlo. Me prometo a mí mismo que buscaré ayuda a la primera señal de funcionamiento incorrecto, pero a medida que los días van transcurriendo sin ninguna recaída, la esperanza de que el problema se haya «curado a sí mismo» me va pareciendo cada vez menos inconcebible.

    Habiendo temido alguna ingeniosa, pero en última instancia prosaica, explicación de la «telequinesis» de Laura —habiendo temido la carga de una contradicción más, de una disparidad más entre lo que siento hacia el Conjunto y la verdad sobre sus actividades—, las revelaciones de Po-kwai superan mis más locas esperanzas. El Conjunto está investigando las cuestiones más profundas de la naturaleza de la realidad, de la naturaleza de la humanidad..., y, posiblemente, también está investigando las razones ocultas detrás de la Burbuja. Recordar que estuve a punto de aceptar la idea de que el único propósito de toda esta gran alianza podía ser la grosera explotación de las capacidades para la fuga de Laura me llena de vergüenza. Tendría que haber sabido que se trataba de algo mucho más noble.

    Pero ¿y si la respuesta se hubiera reducido a una «grosera explotación» después de todo? El Conjunto habría seguido siendo lo más importante de mi vida, porque el módulo de lealtad se encarga de garantizarlo. Temer la decepción y alegrarme de la afirmación de mi fe son dos reacciones igualmente absurdas. Doy vueltas a esta observación dentro de mi cabeza, pero no lleva a ninguna parte.

    La asombrosa afirmación de Po-kwai —su teoría de que la vida sobre la Tierra podría ser intrínsecamente hostil al resto del universo— me parece igualmente intratable. La noción de que la humanidad forma, o formó, parte de una necrosis cósmica que despojó al universo de sus posibilidades y que, sin enterarse de lo que hacía, cometió un genocidio inconsciente a una escala que se encuentra más allá de la comprensión, no resulta muy difícil de entender —al menos a la hora de mantenerla como proposición abstracta y aislada—, pero no puede ser analizada o elaborada. Mi horror inicial no tarda en ser sustituido por la incredulidad: me siento como si me hubieran obligado a escuchar la interminable exposición de una de esas falsas «pruebas» matemáticas que afirman poder demostrar que uno es igual a cero. Me apresuro a escapar de ese callejón sin salida mental y busco algún fallo en el argumento. Cuando entro de servicio a última hora de la tarde, Po-kwai interrumpe su lectura y reanudamos la discusión.

    —Usted misma lo ha admitido —digo—. Es ridículamente geocéntrico.

    Po-kwai se encoge de hombros.

    —Sólo si fuéramos los primeros. Quizá no lo fuimos: quizá ocurrió en un millar de planetas más mil millones de años antes de que ocurriese en la Tierra. Creo que nunca llegaremos a saberlo. Pero después de haber identificado las partes del cerebro humano que colapsan la función, lo realmente geocéntrico sería dar por sentado que el resto de criaturas inteligentes del universo hacen exactamente lo mismo.
    —Pero es que no estoy totalmente convencido de que las hayan identificado. No me ha demostrado de manera concluyente que no siga colapsando la función: lo único que me ha demostrado es que el módulo interviene antes del colapso, sea cual sea la causa de éste. Puede que alguna de las viejas teorías estuviera en lo cierto después de todo. Quizá la función se colapsa cada vez que el sistema se vuelve lo suficientemente grande, pero el módulo se las arregla para actuar dentro de una escala de longitud situada justo por debajo de las dimensiones críticas... Eso significaría que consigue llevar a cabo su truco de interferencia justo en el último momento.
    —¿Y entonces qué pasa con las partes del cerebro que el módulo deja incapacitadas? ¿Qué es lo que está ocurriendo dentro de ellas?
    —No lo sé. Pero si parecen haber sido «diseñadas» para producir algún efecto cuántico, entonces quizá sólo sean un tosco intento de hacer exactamente lo mismo que hace la parte del estado propio del módulo: influir sobre la forma en que se colapsa la función, en vez de limitarse a aceptar las probabilidades tal como se presentan. Puede que la evolución nos haya proporcionado una cierta capacidad de afectar a las probabilidades. No puede negar que eso tendría un cierto valor de supervivencia, ¿verdad? Y si la función siempre ha estado siendo colapsada al azar desde el principio del universo cada vez que el sistema llega a ser lo suficientemente grande..., entonces sólo somos culpables de haber empezado a desarrollar un cierto control sobre el proceso.

    Po-kwai me lanza una mirada llena de simpatía, pero mi explicación no parece haberla impresionado.

    —Si no invoco la parte de inhibición del colapso y no bloqueo esos senderos naturales, entonces todo el efecto desaparece y los iones revierten a la aleatoriedad. Eso fue lo primero que comprobamos a la mañana siguiente después de haber obtenido con éxito la primera serie. De acuerdo, admito que su teoría podría seguir siendo válida: incluso suponiendo que no tuvieran nada que ver con el colapso de la función, los senderos naturales podrían interferir de alguna manera los efectos sobre los estados propios generados por el módulo. Pero si los seres humanos poseyeran la capacidad de «afectar a las probabilidades», me parece que a estas alturas dicha capacidad ya habría sido descubierta. No dudo de que el experimento con los iones puede ser explicado de otras maneras..., pero ¿qué pasa con la Burbuja?
    —Si vamos a hablar de eso, hay montones de explicaciones entre las que elegir. Durante los últimos treinta años debo de haber oído por lo menos un millar.
    —¿Y cuántas le ha parecido que tenían algún sentido?
    —Si quiere que le sea sincero, ninguna. Pero ¿realmente le parece que ésta tiene algún sentido? Si los Hacedores de la Burbuja eran vulnerables a nuestras observaciones, ¿cómo han podido sobrevivir durante tanto tiempo? ¿A qué distancia eran capaces de ver nuestros telescopios antes de la Burbuja? ¡A miles de millones de años luz!
    —Sí, pero no sabemos qué clase de daños —o lo que es lo mismo, qué grado de observación— podían llegar a tolerar. Cuando el universo estaba totalmente no colapsado, tal vez había formas de vida que dependían prácticamente de toda esa diversidad y en las que cada individuo se hallaba esparcido a través de una gran parte de la totalidad de los estados propios, ocupando así una enorme gama de lo que nosotros consideraríamos posibilidades mutuamente excluyentes. Para ellas, el primer colapso habría sido como..., como cortar una rebanada muy delgada de un cuerpo humano y tirar el resto.
    —¿Y cómo han conseguido sobrevivir los Hacedores de la Burbuja? ¿Siendo muy delgados desde el principie, quizá?
    —¡Exactamente! En su caso el rango de estados posibles que necesitan debe de ser mucho más reducido. Para ellos el efecto tal vez fuera más parecido al de..., al de un océano profundo que pierde gran parte de su agua. Puede que hayamos observado galaxias que se encuentran a miles de millones de años luz de distancia, pero de momento ni siquiera hemos colapsado el Sistema Solar hasta el último fragmento de polvo de meteorito. Los sistemas planetarios de estrellas distantes todavía tendrían un nivel considerable de grados de libertad. Y aunque un Hacedor de la Burbuja tal vez sea capaz de sobrevivir a prácticamente cualquier cosa, quitando una confrontación cara-a-cara con un ser humano, la creciente precisión de nuestra astronomía estaba empezando a agotar la función —a «secar el océano»—, hasta extremos en los que construir la Burbuja para evitar que empeoráramos aún más la situación acabó siendo la única forma de que pudieran preservar su civilización.
    —No sé si...

    Po-kwai se ríe.

    —Yo tampoco lo sé, y en realidad la Burbuja tiene como único objetivo impedir que lleguemos a saberlo. Pero si esa teoría no le gusta, tengo otras. Puede que los Hacedores de la Burbuja estén hechos de materia oscura fría: axones, o alguna otra partícula de interacción débil que nunca hemos sido capaces de detectar con demasiada eficiencia. Si ése fuera el caso, podríamos haberles hecho relativamente poco daño, pero los Hacedores llegaron a la conclusión de que nuestra tecnología había progresado tanto que se encontraba peligrosamente cerca del punto en el que podría empezar a afectarlos. Durante los años veinte y comienzos de los treinta muchos astrónomos se dedicaron a buscar materia oscura fría..., y su equipo se estaba volviendo un poco más sensible y preciso con a año que pasaba. Quizá ellos sean los culpables.

    En lo que respecta a las abstracciones, puedo pasarlas por alto. Mientras avanzo laboriosamente por las calles, la idea de que la multitud que me rodea está impidiendo, de manera colectiva, que la ciudad se disuelva en una neblina de posibilidades simultáneas parece, no tanto increíble, sino más bien patentemente irrelevante. Por muy elaborados y grotescamente opuestos a lo que nos indica nuestra intuición que sean los fundamentos ocultos de la realidad con la que estamos familiarizados, ésta se empeña tozudamente en seguir siendo familiar. Cuando Rutherford demostró que los átomos eran principalmente espacio vacío, ¿se volvió menos sólido el suelo por ello? La verdad por sí sola no cambia nada.

    Lo que no puedo pasar por alto es el detalle de que el Conjunto está haciendo «ciencia de la Burbuja»..., y el que su hipótesis sea correcta o no, carece de importancia. Lo que importa es la idea. Las capas de seguridad y los guardaespaldas para los voluntarios no tienen nada que ver con ningún miedo a la competencia.

    El Conjunto tiene un enemigo muy claro: los Niños del Abismo.


    ****

    Jefe reacciona a la llamada a la puerta sacándome suavemente del sueño, dejándome con la cabeza perfectamente despejada pero de bastante mal humor: es poco después de mediodía, y sólo he dormido dos horas. Dirijo una orden infrarroja al holovisor para que muestre la imagen tomada por la mirilla electrónica de la puerta. Mi visitante es el doctor Lui. Me visto rápidamente, un poco perplejo. Si necesitaran que entrara de servicio en el edificio por alguna razón, habría recibido una llamada de Tong o de Lee.

    Le invito a entrar. El doctor Lui examina la habitación con una expresión entre sorprendida y apenada, como si se dispusiera a pedirme disculpas y asegurarme que nunca se había imaginado que pudiera vivir en un sitio tan humilde, pero que, ahora que lo sabe, cuento con su más sincera y profunda simpatía. Le ofrezco una taza de té y la rechaza efusivamente. Charlamos de cosas sin importancia, y después hay un incómodo silencio y Lui deja transcurrir un interminable medio minuto, durante el que sonríe como si estuviera sufriendo una auténtica agonía, antes de volver a hablar.

    —Vivo para el Conjunto, Nick —dice por fin, y sus palabras son mitad una afirmación apasionada y mitad una confesión llena de auto-aborrecimiento.
    —Yo también —murmuro después de asentir. Es la verdad, y no debería avergonzarme de ella, pero las señales que está emitiendo Lui son tan intensas y, al mismo tiempo, tan confusas, que no puedo evitar verme infectado por su ambigüedad.
    —Ya sé qué está pasando por un auténtico infierno —dice a continuación—. Las batallas interiores, las paradojas, el tormento... Conozco muy bien todo eso.

    No dudo de él ni por un solo instante, y siento una aguda punzada de dolor y la vaga convicción de que no estoy a la altura de lo que se espera de mí: resulta evidente que el sufrimiento soportado por Lui en la cúspide de las contradicciones del módulo de lealtad ha sido mucho peor que el mío.

    —Y ya sé que no me agradecerá que empeore su dolor, pero la verdad siempre es dolorosa.

    Asiento estúpidamente ante ese tópico hueco, mientras una parte de mí se pregunta si por fin habré llegado a la siguiente etapa. ¿En qué va a consistir? ¿Voy a pasar por una especie de regodeo masoquista en el conflicto creado por el módulo de lealtad, quizá? ¿Me obligaré a meditar sobre la impotencia de mi razón y embelleceré mi agitación de forma romántica hasta convertirla en una especie de sufrimiento místico de revelación? Eso tendría un cierto y perverso sentido: no quiero odiar al módulo, así que no veo por qué no podría tratar de contemplar mi torbellino mental bajo una luz distinta, redefiniendo su significado y declarando que me está conduciendo hacia una fe más sólida y una comprensión más profunda.

    —Los dos queremos servir al Conjunto —sigue diciendo Lui—, pero ¿qué significa realmente eso? Día tras día hacemos nuestro trabajo, obedecemos las instrucciones que recibimos, interpretamos nuestro pequeño papel..., y siempre con la esperanza de que podemos confiar en que quienes ocupan niveles superiores al nuestro dentro de la cadena de mando sólo piensan en defender los intereses del Conjunto. Pero la pregunta que debe formularse a sí mismo es si ellos son merecedores de esa confianza. ¿Están sirviendo al Conjunto con la misma clase de absoluta dedicación que para usted o para mí sería una segunda naturaleza..., o se están limitando a servir sus propios intereses? ¿Cómo podemos estar seguros?

    Sacudo la cabeza.

    —Forman parte del Conjunto. Debemos serles leales...
    —En efecto, son una parte del Conjunto. Y nosotros debemos ser leales al todo.

    No sé qué responder a eso. Es cierto, desde luego..., en el sentido de que el módulo se refiere únicamente al Conjunto, y no a ninguna persona determinada. Pero ¿por qué molestarse en hacer la distinción? ¿Qué trascendencia práctica puede llegar a tener?

    Me remuevo nerviosamente en mi asiento. Lui se inclina hacia mí, su joven rostro lleno de energía y sinceridad resplandeciendo con una especie de urgencia intelectual. «Debemos ser leales al todo...» Estoy empezando a preguntarme si no habrá construido todo un sistema de filosofía moral alrededor de los efectos del módulo de lealtad, y la perspectiva me parece claramente inquietante. No sería la primera vez que la víctima de una enfermedad mental responde a su estado de ese modo, desde luego, pero sí sería la primera vez que me encuentro en la vulnerable posición de tener que compartir la incapacidad del profeta del cerebro lesionado, siendo partícipe de ella hasta la última neurona.

    —Todos tenemos que recibir nuestras órdenes de algún sitio —digo, intentando ser razonable—. Debemos suponer que la cadena de mando funciona. Si no lo hacemos, ¿qué alternativa nos queda en la práctica? Ni siquiera sé cuál es la estructura de los niveles superiores de ISA, así que no hablemos del Conjunto. Y aun suponiendo que dispusiera de esa información, ¿qué me está sugiriendo? ¿Que sólo debo aceptar las instrucciones procedentes de la cumbre? Eso sería absurdo. Entonces todo se detendría y dejaría de funcionar.

    Lui menea la cabeza.

    —No estoy diciendo nada de eso. ¿Recibe sus instrucciones de la cumbre? Pues hay más de una «cumbre». Wei Pai-ling es el propietario de DBI, sí... —Frunzo el ceño y me dispongo a afirmar que no sé nada sobre ese hombre o sobre el acrónimo, pero Lui se apresura a seguir hablando—. Sé cómo se unió a nosotros, así que no malgaste el aliento. Wei es dueño de DBI, pero ¿qué le hace pensar que controla todo lo demás? Ejerce cierta influencia limitada sobre el resto de participantes de NHK, pero en el resto de sitios apenas tiene ningún poder. ¿Realmente creía que DBI encontró a Laura Andrews?
    —Bueno, supongo que...
    —Laura Andrews fue «encontrada» por un grupo de hackers de Seúl cuando estaban trabajando sobre una montaña de datos de las instituciones de Servicios Internacionales que habían robado para otro cliente. Pero esos hackers sabían que el Conjunto había hecho circular una oferta —una buena cantidad de dinero a cambio de datos que encajaran con ciertos patrones—, así que les pasaron la información.
    —¿Patrones? ¿Qué patrones?
    —Todavía no he conseguido averiguarlo.
    —¿Fugas inexplicadas? Creía que el Conjunto se formó después de que DBI se tropezara con Laura..., ¿y ahora me está diciendo que el Conjunto ya existía, y que estaban buscando activamente a alguien como ella?
    —Sí.
    —Pero ¿cómo pudieron llegar a sospechar...?
    —No lo sé, pero eso carece de importancia. Ahora la pregunta que realmente tiene que preocuparle es la de a quién debería otorgar su lealtad. Globalmente, la facción de Wei se encuentra en minoría. Wei tuvo que luchar con uñas y dientes para conseguir que DBI se encargara de examinar a Laura Andrews, y eso a pesar de que la suya era la instalación adecuada más cercana. En realidad si al final la balanza acabó inclinándose en su favor fue únicamente debido al vacío legal de NHK, porque la mayoría de países ejercen un control estricto sobre cualquier tecnología relevante. Pero si Argentina no hubiera aprobado cierta ley... Bueno, entonces usted y yo quizá no habríamos llegado a tener nunca este empleo. Sacudo la cabeza.
    —¿Y qué? Nunca he dado por sentado que Wei estuviera al mando. El Conjunto es una alianza formada por distintas facciones. ¿Por qué debería preocuparme eso? Si ellos pueden vivir con las diferencias de los demás, ¿por qué no voy a poder hacerlo yo?
    —Porque a quien debe ser leal es al Conjunto, y no a la facción que haya conseguido hacerse con el poder en un momento dado. ¿Y si cambiara la alianza? ¿Y si se fragmenta y vuelve a formarse después con nuevos objetivos y nuevas prioridades? ¿Y qué ocurre si se fragmenta y no vuelve a formarse? ¿A quién debería ser leal entonces? ¿A favor de qué grupo disidente lucharía, suponiendo que se acabara llegando a esos extremos?

    Abro la boca para negar que eso pueda afectarme, pero no llego a decir nada. El Conjunto es lo más importante de mi vida, así que no puedo responder a ese tipo de preguntas con un mero encogimiento de hombros como si no fueran de mi incumbencia. Pero...

    —Y si no nos conformamos meramente con ser leales a la facción que ocupa el poder, ¿qué puede significar ser leal al Conjunto «como un todo»? —pregunto—. Eso es un buen principio para los gobiernos... —Lui deja escapar un resoplido burlón—. De acuerdo, no estoy sugiriendo que debamos pensar al mismo nivel de cinismo —digo—. Pero ¿qué es lo que me está sugiriendo exactamente? Todavía no ha expuesto la alternativa.

    Lui asiente.

    —Tiene razón, no lo he hecho. Antes quería que admitiera que era necesaria una alternativa.

    No estoy demasiado seguro de haberlo hecho, pero prefiero no discutir.

    —Sólo existe un grupo de personas que estén cualificadas para decidir cuál de las facciones representa realmente al Conjunto, y eso suponiendo que alguna de ellas lo represente. Es una cuestión que debe ser enjuiciada con la máxima cautela, y no puede convertirse en una mera decisión contingente basada en quién tiene el control o deja de tenerlo en un momento dado. Me imagino que estará de acuerdo conmigo, ¿verdad?

    Asiento, aunque de bastante mala gana.

    —Pero... ¿de qué «grupo de personas» me está hablando?
    —Del formado por aquellos que llevamos módulos de lealtad, naturalmente.

    Me río.

    —¿Usted y yo? Está bromeando.
    —No sólo nosotros. Hay otros.
    —Pero...
    —¿En quién más podemos confiar? El módulo de lealtad es la única garantía: quien no lo lleve —sea cual sea el lugar que ocupe en la organización, incluso si pertenece a los escalones más altos— corre el riesgo de confundir el verdadero propósito del Conjunto con sus intereses particulares. Para nosotros, eso es imposible. Literal, físicamente imposible. La tarea de discernir los intereses del Conjunto debe recaer sobre nosotros.

    Le miró fijamente.

    —Eso es...

    ¿Qué? ¿Motín? ¿Herejía? ¿Cómo puede serlo? Si Lui lleva el módulo de lealtad —y no puedo creer que todo esto sea una mentira—, entonces es físicamente incapaz de convertirse en un amotinado o un hereje. Cualquier cosa que haga será, por definición, un acto de lealtad al Conjunto, porque...

    Y entonces, en una cegadora marea de claridad, la revelación inunda mi cerebro. El Conjunto es, por definición, precisamente aquello a lo que el módulo nos hace ser leales.

    Eso suena tan circular e incestuoso que parece conducirnos directamente hacia una especie de insensatez solipsista..., y así es como debería ser. Después de todo, el módulo de lealtad no es más que una determinada disposición de las neuronas que hay dentro de nuestros cráneos, y se refiere únicamente a sí mismo. Si el Conjunto es lo más importante de mi vida, entonces lo más importante de mi vida, sea lo que sea, tiene que ser el Conjunto. No puedo estar «confundido». No puedo haberme «equivocado».

    Eso no me libera del módulo, porque sé que soy incapaz de redefinir «el Conjunto» como me venga en gana. Y sin embargo, hay algo poderosa e innegablemente liberador en esa revelación. Es como si hasta este momento hubiera tenido que cargar con una montaña de cadenas enrolladas alrededor de algún objeto gigantesco y terriblemente pesado..., y de repente acabara de lograr separar esas cadenas, no de mis tobillos y mis muñecas, pero sí por lo menos de esa ancla que lastraba mis movimientos.

    Lui, siendo mi hermano en la locura, parece haberme leído la mente, o por lo menos la expresión. Asiente serenamente y me doy cuenta de que le estoy sonriendo de oreja a oreja con una mueca de imbécil, pero no puedo dejar de sonreír.

    —La infalibilidad es nuestro mayor consuelo —dice.


    ****

    Cuando Lui se va por fin, la cabeza me está dando vueltas..., y, me guste o no, formo parte de la conspiración.

    Los árbitros con el cerebro dañado que deciden cuál debe ser la naturaleza del «verdadero Conjunto» se hacen llamar el Canon. Todos tienen el módulo de lealtad, pero todos han conseguido autoconvencerse de que el «verdadero Conjunto» al que deben lealtad no es la organización que opera bajo ese nombre.

    ¿Cuál es entonces el «verdadero Conjunto»?

    Cada miembro del Canon tiene una respuesta distinta para esa pregunta.

    Lo único en lo que se muestran de acuerdo es en aquello que no es: la alianza investigadora que se hace llamar el Conjunto es una mentira, un fraude.

    Una vez a solas, sin tener a Lui cerca para que siga sosteniendo esta extraña manera de pensar, me encuentro preguntándome si es cierto que he llegado a dominar las contorsiones mentales necesarias para mantenerla en pie. El Conjunto no es el verdadero Conjunto. ¿Qué clase de ridículo sofisma es ése?

    Y sin embargo... Si de alguna manera consigo llegar a creerlo, eso basta para volverlo verdad. El sentido común y la lógica cotidiana sencillamente no tienen nada que ver con esto: no dispongo de ninguna razón racional para ser leal al Conjunto, y en realidad sólo cuento con el hecho anatómico del módulo de lealtad. El verdadero Conjunto al que se refiere el módulo será aquello —lo que sea, cualquier cosa— que yo sea físicamente capaz de creer que es.

    «Esto es ridículo, no tiene ningún sentido, es puro disparate...»

    Paseo por el piso intentando conservar la calma, buscando con desesperación un paralelismo, una metáfora, un modelo que pueda guiarme, aunque sea de la forma más tosca, hacia alguna manera mínimamente cuerda de imaginar lo que ocurre dentro de mi cabeza. Si el Conjunto no es en realidad el verdadero Conjunto, entonces ¿qué es el verdadero Conjunto? Pues aquello que yo sinceramente crea que es.

    Locura, locura pura y simple. Si cada miembro del Canon es libre de interpretar su lealtad como le venga en gana, igual que si todo se redujese a una mera cuestión de conciencia privada y sin que la autoridad existente pueda intervenir en ello para nada..., acabamos llegando a la anarquía.

    Y entonces por fin lo entiendo.

    He comprendido cómo puedo extraer algún sentido de todo esto, cómo puedo explicármelo a mí mismo.

    Dejo de ir de un lado a otro y digo:

    —Bienvenido a la Reforma.


    ****

    Mi ingreso en las filas del Canon tiene lugar bajo la forma de un proceso gradual. Lui organiza reuniones en varios puntos de la ciudad, con uno o dos miembros en cada ocasión: algunos trabajan en DBI y otros trabajan en ISA, mientras que algunos pertenecen a organizaciones cuyo nombre no llegaré a conocer. Al principio no veo que justificación puede haber para correr semejantes riesgos, puesto que apenas hablamos de nada que Lui no me haya revelado ya y, además, estoy seguro de que tiene que haber formas más seguras de introducirme en el Canon. Pero con el paso del tiempo acabo comprendiendo que este contacto personal juega un papel esencial en el reforzamiento de mis nuevas lealtades, porque sólo hablando cara a cara con estas personas podrán llegar a convencerme —y yo a ellas— de que realmente compartimos el módulo.

    El mero hecho de que los miembros del Canon quieran reunirse, cooperar y hablar entre sí ya resulta paradójico, por supuesto. El consenso debería ser un auténtico anatema para nosotros: el verdadero Conjunto se encuentra claramente definido dentro de nuestros cráneos, por lo que ninguna otra opinión puede tener la más mínima importancia. Después de habernos liberado de las mentiras del falso Conjunto, ¿por qué no nos conformamos con seguir el camino marcado por nuestra propia visión particular, única y perfecta en su independencia de las demás?

    Pues porque solos y divididos, no tenemos absolutamente ninguna esperanza de poder reformar el falso Conjunto, o de llegar a reconstruirlo tal como debería ser. Unidos, la perspectiva es abrumadora, pero no totalmente inimaginable.

    Sigo haciendo mi trabajo como si nada hubiera cambiado. Hay momentos en los que la tentación de confiar en Po-kwai, de explicarle todo aquello por lo que estoy pasando y todo lo que le ha sido ocultado, se vuelve casi irresistible, pero eso nunca ocurre cuando me hallo en su presencia, con A3 concediéndome un autocontrol ilimitado. Las instrucciones de Chen quizá hayan dejado de obligarme a guardar silencio acerca de Laura y DBI, pero ahora la necesidad de proteger al Canon ha adquirido prioridad, y cuando estoy con Po-kwai me mantengo todavía más en guardia que antes. Nuestras conversaciones nocturnas sobre metafísica cuántica y los invisibles Hacedores de la Burbuja llegan a su fin. Estando activado nunca las echo de menos, pero en casa cada mañana, cuando recuerdo las horas vacías y siempre iguales que he pasado sumido en el trance de la vigilancia, siento un extraño y doloroso vacío en el pecho, y esa sensación me impide escoger el sueño.

    Empieza la segunda fase del experimento. Po-kwai entra en la cámara de ionización; su cabeza, llena de glucosa marcada radiactivamente y de precursores de neurotransmisores, está rodeada por una disposición de sensores gamma de alta resolución. Va a ser observada muy concienzudamente, al menos por la maquinaria. Sin embargo, los datos recogidos por los sensores gamma se pueden procesar de varias maneras para revelar, o no, la actividad de distintas partes de su cerebro; la elección de lo que se mostrará a los experimentadores (o más bien coparticipantes) en la pantalla de la sala de control la hará el ordenador, de manera aleatoria y en el último momento.

    —Es un poco como los experimentos de elección retrasada con fotones que Aspect llevó a cabo durante los años ochenta del siglo pasado —explica Po-kwai—. Leung ha elaborado una especie de versión reforzada de la Desigualdad de Bell, una correlación entre la cantidad de unas neuronas determinadas que se activen y las que no, y que debería quedar por debajo de un valor que consideramos indica un umbral..., si nuestras suposiciones son correctas.

    Los tecnicismos me rebasan, pero no he de esforzarme demasiado para entender el meollo de la cuestión: las explicaciones alternativas sobre la posible utilidad de las vías de colapso de la función que haya podido concebir hasta ahora están a punto de ser concienzudamente demolidas.

    ¿Qué significa eso? ¿Que me veré obligado a aceptar un universo en el que soy el heredero de un incomprensible acto de genocidio? Contemplo esta perspectiva con una frecuencia cada vez mayor, pero sigue sin conducir a ninguna parte. Intento llenarme la cabeza con paralelismos reconfortantes sacados de la evolución: nunca me he sentido culpable por lo que les ocurrió a los dinosaurios, ¿verdad? De hecho, y si Po-kwai está en lo cierto, entonces es posible que los dinosaurios no llegaran a existir nunca —en el sentido en el que existen los animales modernos— hasta la aparición de algún mamífero que convirtió el pasado en un evento determinado y único, colapsando todas sus incontables posibilidades en un único sendero evolutivo. Todo ello empieza a sonarme tranquilizadoramente similar a una de esas fatuas conjeturas metafísicas que no podrán llegarse a comprobar nunca: «El universo quizá haya sido creado esta mañana, con recuerdos falsos incluidos para todo el mundo, y con evidencias cosmológicas, arqueológicas, paleontológicas y geológicas impecablemente falsificadas de acontecimientos repartidos a lo largo de los últimos quince mil millones de años...».

    El único problema es que el núcleo de la conjetura de Po-kwai es verificable. Y la idea inalcanzable e inexplorable da vueltas y más vueltas dentro de mi cabeza sin que pueda tocarla o darle respuesta.

    Esta vez, la cámara de ionización ha sido insonorizada, y si Po-kwai continúa murmurando los resultados para sí misma como una forma de ayudarse a mantener la concentración, por lo menos nos ahorramos la tortura de, tener que escucharla. La consola central se ha convertido en el medio a través del que Leung, Lui y Tse harán que se colapsen ciertas partes seleccionadas del cerebro de Po-kwai. De vez en cuando lanzo una rápida mirada a las pantallas, pero las tomografías, los mapas neurales y los histogramas, pese su abigarrado y hermoso colorido, están demasiado saturados de datos y son demasiado crípticos para conseguir mantener mi atención, y puedo darles la espalda sin ninguna dificultad.

    En mi ingenuidad esperaba resultados instantáneos, pero hay fallos que eliminar tanto en el equipo como en los programas y en la misma Po-kwai, cuya capacidad para controlar el módulo parece estar un poco oxidada. Como ya no estoy inmerso en los datos, y al no poder descifrar el contenido de las pantallas, pierdo prácticamente todo interés por lo que me rodea mientras estoy de servicio, e incluso dejo de prestar atención al parloteo de los científicos. Así es como debería ser cuando estoy activado. No tengo forma alguna de saber cuál acabará siendo la decisión del Canon en lo que respecta al valor de estos experimentos, pero mi papel actual no puede estar más claro: hago el trabajo que el falso Conjunto espera de mí, y lo llevo a cabo tan diligentemente como si mis lealtades no hubieran experimentado ningún cambio.

    Fuera de servicio, una vez desactivado me sorprendo preguntándome si el Canon —al igual que la Burbuja, al igual que las verdades de la ontología cuántica— no será una mera ficción carente de importancia. En la práctica, el verdadero Conjunto y el falso Conjunto tal vez nunca lleguen a experimentar la más mínima divergencia... y en ese caso, y por muy crucial que pueda ser para los miembros del Canon, la distinción nunca dejará de ser una abstracción. Hasta el momento ni Lui ni ninguna otra persona me han explicado cuáles serían los cambios que introduciría el Canon si pudiera controlar al falso Conjunto, y mi conocimiento de dichas cuestiones sigue siendo demasiado nebuloso para que pueda mantener opiniones firmes al respecto. Sé que creo que Po-kwai debería ser informada de la existencia de Laura y de cómo ha sido diseñado el módulo, pero no me atrevo a dar ese último paso; soy consciente de que mi situación actual no me permite predecir cuáles serían sus consecuencias.

    Puede que la única función del Canon sea la de hacer que nuestra herejía, que en el fondo es tan teórica como poco efectiva, nos parezca un poco más tangible. Quizá conspiraremos y urdiremos planes sólo para demostrar que somos libres de conspirar y urdir planes..., y al final todo quedará reducido a una conspiración de obediencia.


    ****

    —Hoy hemos obtenido unos datos magníficos —dice tranquilamente Po-kwai cuando salgo del dormitorio en un momento de mi comprobación nocturna del apartamento—. Son prácticamente concluyentes y no cabe duda de que son publicables..., suponiendo que pueda usar la palabra en estas circunstancias, claro. No se lo dije en el restaurante. ¿Ve? Estoy aprendiendo a mantener la boca cerrada.
    —La felicito.
    —¿Por qué? ¿Por haber mantenido la boca cerrada?
    —Por el resultado.

    Po-kwai frunce el ceño.

    —No sea tan razonable, ¿quiere? Me pone enferma. Usted no quería que estuviéramos en lo cierto. No espero que se abra las venas, pero al menos podría mostrarse un poquito... ¿abatido?
    —No estando de servicio.

    Se apoya en el quicio de la puerta y suspira.

    —A veces me pregunto cuál de los dos es menos humano, usted cuando está de servicio o yo cuando estoy esparcida.
    —¿Esparcida?
    —No colapsada; en múltiples estados. Lo llamamos estar esparcido. —Se ríe—. Eso es lo que me hará famosa: soy el primer ser humano de la historia capaz de esparcirse por propia voluntad.

    La ocasión de contradecirla, de mencionar a Laura, flota en el silencio durante un momento de tentación casi irresistible..., pero el riesgo de aquello a lo que podría acabar llevando es demasiado grande. Lo cual no significa que no pueda investigar cautelosamente algunas probabilidades, por supuesto.

    —A voluntad, sí... Pero alguien que hubiera sufrido daños neurológicos y hubiera perdido la capacidad de colapsar la función tal vez también podría hacerlo, ¿verdad?

    Po-kwai asiente.

    —Buena observación. Sí, es muy posible que haya podido ocurrir. El único problema estriba en que nadie se enteraría de ello y por tanto no habría nadie para contarlo. Cada vez que alguien así interaccionara con alguien que colapsaba la función, quedaría reducido de nuevo a una sola historia, un solo conjunto de recuerdos..., y después ni siquiera sabría que algo había cambiado. —Pero... Mientras estaba sola...

    Po-kwai se encoge de hombros.

    —No sé qué sentido tiene esa pregunta. Ya le he dicho que yo misma siempre acabo teniendo un solo conjunto de recuerdos. Los efectos demuestran que he sido esparcida, pero una persona con lesiones cerebrales no dispondría de ningún sistema de control, como el que ofrece el módulo, sobre los estados propios..., que serían colapsados por las demás personas, obedeciendo exactamente a la misma distribución de probabilidades que se aplicaría si esa persona se pudiera colapsar a sí misma. El resultado final sería el mismo. —Se ríe—. Supongo que Niels Bohr habría dicho que esa persona era idéntica a todas las demás. Si nadie, la persona en cuestión incluida, puede llegar a saber qué ha «experimentado» mientras no estaba siendo observada, ¿cómo podemos considerar que ese suceso ha sido real? Y la verdad es que tengo que estar de acuerdo con él. Quiero decir que... Bueno, por muy largos que llegaran a ser los intervalos carentes de observación entre los contactos con otras personas, cada vez que tuviera lugar una observación todos los estados que había ocupado, y todos los pensamientos y acciones que había «experimentado», se colapsarían en una secuencia lineal que no tendría absolutamente nada de particular.
    —¿Y si se la dejara sola con frecuencia? ¿Y si pasara la mayor parte del tiempo sin ser observada? ¿Cree que podría llegar a aprender, de alguna manera, a sacar provecho de lo que estaba ocurriendo? ¿Cree que podría obligar a que se volviera real y permanente, de la misma forma en que usted puede hacerlo con el módulo?

    Po-kwai parece disponerse a rechazar la idea, pero después titubea, la analiza con seriedad durante unos momentos... y de repente sonríe.

    —Pues no sé qué decirle. ¿Qué nivel de improbabilidad deberíamos atribuir a la configuración de neuronas en el módulo? Si una persona permaneciera esparcida durante el tiempo suficiente, desarrollaría toda clase de estructuras neurales enormemente improbables..., junto con toda una serie de estructuras altamente probables. Normalmente eso no tendría ningún efecto, pues las configuraciones más probables seguirían siendo las elegidas cuando tuviera lugar el colapso, y las demás se limitarían a desvanecerse. Pero si una de esas versiones improbables del cerebro poseyera determinadas capacidades de manipulación de los estados propios, quizá podría elevarse a sí misma a un nivel de probabilidades más alto.
    —Y en cuanto una versión que pudiera hacer eso hubiera llegado a volverse «real»...
    —...entonces cuando la persona volviera a esparcirse, dispondría de una ventaja doble. No sólo contaría con la habilidad de influir sobre los estados propios, per se, sino que al mismo tiempo sería un nuevo punto de partida: otros estados con habilidades todavía mayores se podrían volver más probables, y resultarían más fáciles de alcanzar. Sería como una especie de gran bola de nieve. —Sacude la cabeza, visiblemente fascinada—. ¡Evolución en el curso de una sola vida! ¡Probabilidad emergente al ataque! ¡Me encanta!
    —Así que realmente podría ocurrir, ¿eh?
    —Lo dudo muchísimo.
    —¿Qué? Pero si acaba de decir que...

    Po-kwai me da una cariñosa palmadita en el hombro.

    —Es una idea maravillosa. De hecho, es tan maravillosa que yo diría que se rebate a sí misma. Si realmente pudiera ocurrir, ¿dónde están los resultados finales? ¿Dónde están todos esos historiales de personas con lesiones cerebrales que llegaron a ser capaces de manipular los estados propios a voluntad? La primera fase debe de ser demasiado difícil como para que se pueda completar en un periodo de tiempo razonable.

    Estoy segura de que tarde o temprano alguien podrá calcular cuánto tiempo se necesitaría para ejecutar el gran salto inicial, pero la respuesta puede que sea meses, años, décadas... El período de tiempo necesario quizá sea mucho más largo que una vida humana. ¿Y cuánto tiempo llega a pasar a solas un ser humano?

    —Supongo que tiene razón.
    —Bueno, he de defender mi lugar en la historia, ¿no? Es lo único que tengo.


    ****

    —Me gusta —dice Karen—. Es inteligente, cínica y sólo un poquito ingenua. Tu mejor nueva amistad en muchos años, ¿eh? Y además creo que puede ayudarte.

    La contemplo en silencio, parpadeo y dejo escapar un suave gemido. Lo extraño es que no tengo ninguna sensación de haber sufrido una repentina pérdida de control: mis recuerdos vacíos y repetitivos de las últimas tres horas en la modalidad de vigilancia más bien parecen haberse evaporado, como si siempre hubieran sido una mera ilusión.

    —¿Qué es lo que quieres? —pregunto.

    Karen se ríe.

    —¿Qué quieres tú?
    —Quiero que todo vuelva a la normalidad.
    —¡La normalidad! Antes eras esclavo de una banda de secuestradores, y al parecer ahora adoras a la cosa que te ha esclavizado. ¡El Conjunto en la cabeza! Chorradas.

    Me encojo de hombros.

    —No me queda otra elección. El módulo de lealtad no va a desaparecer. ¿Qué esperas que haga? ¿Que enloquezca tratando de resistirme a él? No quiero enfrentarme al módulo. Sé con toda exactitud qué es lo que me han hecho. No niego que sin el módulo querría verme libre de él..., pero ¿en qué situación me deja eso? Si fuese libre, querría ser libre. Y si fuese otra persona, querría cosas completamente distintas. Pero no soy otra persona, y no quiero otras cosas. Es irrelevante. Es un callejón sin salida.
    —No tiene por qué serlo. —¿Qué se supone que significa eso?

    Karen no dice nada. Se da la vuelta y «contempla» la ciudad, y luego alza una mano y —imposiblemente— hace que la ventana aumente el contraste del holograma, reduciendo la pérdida luminosa de los letreros publicitarios y oscureciendo el cielo vacío hasta el negro más intenso imaginable.

    ¿Karen controlando Red roja? ¿O será que el proceso alucinatorio que hace aparecer su cuerpo ha empezado a manipular el resto de mi campo visual? Me enfrento a esas dos explicaciones igualmente improbables con una resignación igualmente aturdida. Seguir esperando que este problema se resuelva por sí mismo no servirá de nada. Los neurotécnicos tendrán que empezar a desmontarme.

    Contemplo la oscuridad perfecta de la Burbuja, involuntariamente fascinado por la visión de ese objeto inexplicable y sin que me importe cuál pueda ser la clase de ilusión —holograma de contraste realzado, o pura creación mental— que da lugar a la «visión» de esa cosa.

    Un tenue puntito de luz aparece en la negrura. Dando por sentado que no es más que un fallo de mi visión, parpadeo y sacudo la cabeza, pero la luz permanece inmóvil en el cielo. ¿Un satélite de órbita alta que se mueve muy despacio y acaba de salir de la sombra de la Tierra? El punto se vuelve más brillante, y de repente otro punto aparece cerca de él.

    Me vuelvo hacia Karen.

    —¿Qué me estás haciendo? —Ssssh. —Me coge de la mano—. Mira.

    Las estrellas continúan apareciendo, doblando su número una y otra vez igual que bacterias celestiales fosforescentes, hasta que el cielo está tan espléndidamente poblado como recuerdo haberlo visto en las noches más oscuras de mi infancia. Busco constelaciones familiares y durante un fugaz instante identifico la tan conocida forma de sartén de Orión, pero no tarda en desaparecer, engullida por la multitud de nuevas estrellas que están surgiendo de la nada alrededor de ella. Mis ojos encuentran nuevas y exóticas pautas, pero son tan transitorias como los ritmos del canturreo aleatorio de Po-kwai, y desaparecen apenas son percibidas. Las imágenes tomadas por los satélites durante el Día de la Burbuja, las más barrocas óperas espaciales de los años cuarenta, nunca tuvieron estrellas como éstas.

    Una deslumbrante franja luminosa —como una versión imposiblemente opulenta de la Vía Láctea— se va engrosando hasta el punto de la solidez, y después sigue volviéndose cada vez más luminosa.

    —¿Qué estás diciendo? —murmuro—. ¿Que el daño que hemos hecho puede ser... borrado? No lo entiendo.

    La banda de luz estalla, extendiéndose a través del cielo hasta que la negrura perfecta se vuelve perfecta y cegadora blancura. Le doy la espalda. Po-kwai grita. Karen desaparece. Giro nuevamente sobre mis talones hasta quedar vuelto hacia el holograma. El cielo suspendido sobre las torres de Nueva Hong Kong está vacío y gris.

    Permanezco inmóvil delante de la puerta del apartamento, y durante unos momentos me conformo con escuchar. No quiero volver a asustar a Po-kwai, pero no tengo ninguna intención de faltar a mis deberes. Nadie puede haber llegado hasta ella sin pasar junto a mí, pero ¿en qué clase de estado me hallaba, alucinando visiones cósmicas, para que me resultara posible saber quién o qué puede haber pasado junto a mí sin que lo haya visto? El episodio entero ya empieza a parecer completamente irreal: si no fuese porque la visión del cielo llameante aún no ha desaparecido de mi mente, juraría que guardo un recuerdo ininterrumpido de haber estado montando guardia, sumido en la modalidad de vigilancia, desde el momento en que le di las buenas noches a Po-kwai hasta el instante en que oí su grito.

    Cuando abro la puerta veo a Po-kwai, los brazos tensos alrededor del torso, entrando en la sala de estar.

    —Bueno, ya veo que no sirve usted de mucho —dice secamente—. A estas alturas podrían haberme asesinado en la cama.

    A pesar de la broma, parece estar mucho más afectada que la última vez.

    —¿Otra pesadilla?

    Po-kwai asiente.

    —Y esta vez recuerdo..., recuerdo qué es lo que estaba soñando.

    No digo nada. Po-kwai me mira y frunce el ceño.

    —Bueno, deje de ser un jodido robot y pregúnteme qué he soñado.
    —¿Qué ha soñado?
    —Soñé que perdía el control del módulo. Soñé que me esparcía. Soñé que... llenaba... toda la habitación, el apartamento entero. Y ya sabe que no soy sonámbula...

    De repente empieza a temblar con gran violencia.

    —¿Qué...?

    Po-kwai extiende la mano, me coge del brazo y me lleva por el pasillo que conduce al dormitorio. La puerta está cerrada. Po-kwai me la señala con una inclinación del cuerpo, se toma un par de segundos para recuperar el aliento y después dice:

    —Ábrala.

    Intento hacer girar el pomo, que se niega a moverse. —Está cerrada. Ese es el nivel de paranoia al que he llegado. Ahora cada noche la cierro.

    —¿Y despertó...?
    —Fuera de la habitación, hacia la mitad del pasillo. —Se coloca en el punto donde despertó—. Después de haber pulsado una combinación de ocho cifras para abrir la puerta, y otra para cerrarla después de salir.
    —¿Soñó... que hacía eso? ¿Soñó que accionaba la cerradura?
    —Oh, no. En el sueño no necesitaba tocar la cerradura, porque ya estaba fuera de la habitación. Estaba dentro y también estaba fuera. No necesitaba moverme... Me bastaba con reforzar el estado propio.
    —Y cree que... —empiezo a decir después de unos instantes de vacilación.
    —Lo único que puedo decir es que creo que mi subconsciente empieza a actuar por su cuenta —dice Po-kwai con firmeza—. Por difícil que resulte creerlo, tengo que haber empleado los códigos correctos mientras dormía. Porque en el caso de que se esté preguntando si el módulo podría haberme permitido atravesar una puerta cerrada, igual que si yo fuese un electrón y la puerta fuera una barrera de potencial, la respuesta es que no puede hacerlo. Y aun suponiendo que ello fuese posible, este módulo no ha sido diseñado para hacer ese tipo de cosas, sino para actuar sobre sistemas microscópicos. Fue diseñado para demostrar los efectos más simples; nada más.

    Imagino mi réplica tan vívidamente que casi puedo oír las palabras: «Este módulo no ha sido diseñado».

    Pero la maquinaria que llevo dentro del cráneo me mantiene callado; lo único que hago es asentir y decir:

    —La creo. Usted es la experta, ¿no? Y era su sueño, no el mío.


    9


    PODEMOS USARLO —dice Lui.

    —¿Usarlo? ¡No quiero usarlo, quiero que esto termine de una vez para siempre! Quiero la bendición del Canon para poder explicarle a Po-kwai qué es lo que está ocurriendo. Quiero que todo este asunto quede bajo control.

    Lui frunce el ceño.

    —Bajo control, sí, pero no debe hablarle de Laura a Po-kwai. Suponga que Chen descubre que la ha desobedecido. ¿En qué situación nos dejaría eso? Estoy seguro de que actualmente nadie sospecha la existencia del Canon. Confían demasiado en el módulo de lealtad, o no lo respetan lo suficiente. No parecen haber comprendido lo poderosa que puede llegar a ser la combinación de la inteligencia y su antítesis. Verá, en la lógica formal, un conjunto de axiomas inconsistentes puede ser usado para demostrar absolutamente cualquier cosa. En cuanto se tienes una sola contradicción, A y no A, ya no se puede derivar nada de ella. Me gusta creer que eso es una metáfora de la clase de libertad completamente nueva que se nos ha concedido. Olvídese de la síntesis hegeliana: nosotros disponemos del doble-pensar orwelliano.

    Cada vez más irritado, aparto la mirada de él para contemplar las extensiones de césped llenas de gente del parque de Kowloon y mis ojos acaban posándose en un arriate de flores que relucen con destellos iridiscentes bajo el calor. No puedo recurrir a nadie más, y al parecer no estoy consiguiendo que Lui me comprenda.

    —Po-kwai se merece saber la verdad —digo.
    —¿Merecer? No es una cuestión de qué es lo que se merece Po-kwai, sino de cuáles podrían ser las consecuencias. Siento el mayor respeto y admiración hacia ella, créame. Pero ¿de verdad quiere sacrificar el Canon meramente para informarla de que ha sido engañada? El falso Conjunto no se limitaría a imponemos módulos más estrictos, si es eso lo que está pensando: lo que harían sería minimizar sus pérdidas, y nos matarían. ¿Y qué cree que harían con, Po-kwai si a ella se le ocurriera echarse atrás ahora?
    —Entonces debemos protegerla y protegernos a nosotros mismos. Debemos acabar con el falso Conjunto.

    Nada más abrir la boca comprendo lo ridícula que es mi sugerencia, pero Lui no parece rechazarla.

    —Tarde o temprano deberemos acabar con ellos, sí. Pero eso no va a ocurrir sólo porque lo deseemos. Debemos actuar desde una posición de fuerza. Tenemos que explotar cualquier oportunidad que se nos pueda presentar. —Hace una pausa, permaneciendo callado el tiempo suficiente para que mi titubeante silencio pueda ser interpretado como un consentimiento implícito, y luego añade—: Como ésta.
    —Po-kwai estaba perdiendo el control de su módulo. Yo estoy enloqueciendo. ¿Qué tipo de oportunidad puede ver en todo eso?

    Lui sacude la cabeza.

    —No está enloqueciendo. Algunos de sus módulos están fallando, eso es todo. ¿Por qué? A3 ha sido diseñado para que actúe como una barrera y lo mantenga confinado dentro de ciertos estados mentales útiles, y a pesar de ello usted ha logrado excavar un túnel a través de esa barrera y está accediendo a estados supuestamente inaccesibles: aburrimiento, distracción, agitación emocional... Eso debería ser altamente improbable, y sin embargo usted lo está haciendo. Todos los diagnósticos le dicen que el módulo se encuentra físicamente intacto, lo cual quiere decir que el sistema no ha sufrido ningún daño..., pero las probabilidades del sistema están siendo cambiadas. ¿Eso no le recuerda nada?

    Me estremezco.

    —Si lo que está diciendo es que Po-kwai me ha empezado a manipular de la misma forma en que manipula a los iones... ¿Cómo puede hacerlo? De acuerdo, Po-kwai puede alterar las probabilidades de un sistema esparcido —como un ion de plata cuyo spin sea una mezcla de arriba y abajo—, pero ¿qué tiene que ver eso conmigo? Yo soy exactamente lo contrario de un sistema esparcido: colapso la función, ¿no?
    —Por supuesto que la colapsa. Pero ¿con qué frecuencia lo hace?
    —Continuamente.
    —¿Qué quiere decir con eso de «continuamente»? ¿Acaso cree que se encuentra permanentemente colapsado? El colapso es un proceso, un proceso que le ocurre a un sistema esparcido. ¿Piensa que el esparcirse es un estado exótico, algo que sólo ocurre en los laboratorios?
    —¿No lo es?
    —No. ¿Cómo podría serlo? Todo su cuerpo está formado por átomos. Los átomos son sistemas cuánticos. Supongamos que si se lo deja sin colapsar durante un milisegundo, lo que llamaremos el átomo medio de su cuerpo puede hacer, siendo lo más pesimistas posible, una entre diez cosas distintas. Eso quiere decir que pasado un milisegundo se esparcirá en una mezcla de diez estados propios, uno para cada una de las cosas que podría haber hecho. Algunos estados serán más probables que otros, pero hasta que el sistema sea colapsado todas esas posibilidades coexistirán.

    »Dos milisegundos después habría cien combinaciones distintas de cosas que ese átomo podría haber hecho: cualquiera de las diez posibilidades, seguida nuevamente por la misma elección. Eso significa esparcirlo en una mezcla de cien estados propios distintos. Tres milisegundos después, habría un millar de combinaciones. Y así sucesivamente.
    »Añada un segundo átomo. Para cada estado posible del primer átomo, el segundo podría encontrarse en uno cualquiera de los estados que le corresponden a su vez. Las cifras se disparan. Si un solo átomo podía haberse esparcido en un millar de estados, un sistema de dos se habría esparcido en un millón. Tres átomos, y tenemos mil millones. Siga con esa progresión hasta llegar a las dimensiones de un objeto visible —un grano de arena, una hoja de hierba, un cuerpo humano—; las cifras se vuelven astronómicas. Y además se van incrementando constantemente con el paso del tiempo.

    Meneo la cabeza, sintiéndome cada vez más aturdido.

    —Bien, ¿y cómo se detiene el proceso?
    —Estoy a punto de llegar a esa parte. Cuando un sistema esparcido interacciona con otro, los sistemas dejan de ser entidades separadas. La mecánica cuántica nos dice que a partir de entonces deben ser considerados como un solo sistema, y que ya no puedes poner un dedo sobre una parte sin afectar a todo el conjunto. Cuando Po-kwai observa un ion de plata esparcido, aparece en juego un nuevo sistema —Po-kwai-más-el-ion—, que tiene el doble de estados de los que tenía Po-kwai por sí sola. Cuando usted observa una hoja de hierba, se forma un nuevo sistema —usted-más-la-hoja-de-hierba—, que tiene tantos estados como los que tenía usted multiplicados por el número de estados que tuviera la hoja de hierba.

    »Pero un sistema que lo incluya a usted incluye la parte de su cerebro inductora del colapso, la cual acaba esparciéndose por incontables versiones distintas que representan todos los estados posibles de todo lo demás: el resto de su cerebro, el resto de su cuerpo, la hoja de hierba y cualquier otra cosa que usted haya observado. Cuando esta parte de su cerebro se colapsa a sí misma, haciendo así real una versión de sí misma, no puede evitar colapsar la totalidad del sistema combinado: el resto de su cerebro, el resto de su cuerpo, la hoja de hierba, y así sucesivamente. Todas esas cosas se colapsan en un solo estado, dentro del cual sólo una entre los incontables billones de posibilidades llegará a «ocurrir». Y entonces, naturalmente, todo vuelve a esparcirse una vez más...

    —De acuerdo, lo entiendo —digo—. Las personas deben esparcirse para poder colapsar. Todas las posibilidades deben estar presentes, por lo menos en cierto sentido, para que una de ellas pueda ser elegida. El colapso es como..., como podar drásticamente un árbol que ha de crecer un poquito en todas direcciones antes de que podamos escoger la rama que dejaremos sin podar. Pero aun así, nos debemos colapsar con tanta frecuencia que no disponemos del tiempo necesario para ser conscientes de que durante los intervalos nos encontramos esparcidos. El colapso tiene que producirse centenares de veces en cada segundo, y eso como mínimo.

    Lui frunce el ceño.

    —¿Por qué dice eso? ¿Cómo íbamos a ser conscientes de que «estábamos esparcidos»? La conciencia es percibida como un fluir continuo carente de sobresaltos e interrupciones, pero eso sólo es la manera que tiene el cerebro de organizar las percepciones: la realidad no se crea de forma continua; toma forma en ráfagas y estallidos. La experiencia debe ser construida retrospectivamente. En realidad el presente no existe, porque todo lo que podemos hacer es determinar el pasado y volverlo único. Lo único realmente importante es la escala temporal. Usted afirma que si superase el nivel representado por unos cuantos milisegundos, entonces de alguna manera seríamos conscientes del proceso..., pero eso sencillamente no es cierto. Así es como aparece el tiempo subjetivo y cómo, para nosotros, el futuro pasa a convertirse en pasado. No estamos en condiciones de discernir ni cuándo ni cómo ocurre.

    »Admito que Po-kwai fue incapaz de influir sobre los estados propios durante los experimentos en los que no utilizó la parte inhibidora del colapso, pero eso no prueba nada. Incluso suponiendo que no pudo hacerlo porque se colapsó a sí-misma-más-los-iones antes de poder cambiar las probabilidades, y le aseguro que ésa no es la única explicación posible, no puede generalizar lo que hizo una persona, en un laboratorio, a toda la raza humana, en todo momento. Dependiendo de su estado mental y de si forman parte de un grupo o se encuentran solas, las personas pueden pasar segundos, o incluso minutos, sin colapsar. No hay forma de saberlo.

    Siento deseos de agarrarlo por los hombros y sacudirlo hasta sacarle de dentro todo ese relleno metafísico, pero no lo hago.

    —Le estoy pidiendo que me ayude —digo—. Me da igual cómo se construya la experiencia. Me da igual que el tiempo sea una ilusión, y que nada sea real hasta que tenga cinco minutos de antigüedad. El resultado final de todo ese proceso siempre es la normalidad..., o al menos debería serlo. Antes solía serlo. Y no me responda diciendo que todo el mundo se esparce cien veces al día, porque no todo el mundo sufre alucinaciones, fallos de los módulos...
    —O tal vez sí. Quizá «sufren» precisamente la misma clase de experiencias por las que ha pasado usted, entre incontables más, pero sencillamente no las recuerdan. No pueden recordarlas, porque sus cerebros, sus cuerpos y el mundo que las rodea no contienen ninguna evidencia de que nada de todo eso haya tenido lugar. Lo que les ocurre a esas personas es que para ellas dichos acontecimientos nunca llegaron a hacerse reales: cada vez que están colapsadas, su pasado particular contiene algo mucho más probable.
    —¿Y entonces por qué yo sí lo recuerdo?
    —Ya sabe por qué. Porque Po-kwai está involucrada..., y porque ella dispone del módulo de los estados propios. Po-kwai puede cambiar las probabilidades.
    —Pero ¿qué razón puede tener Po-kwai para querer desactivarme? ¿Por qué iba a hacer aparecer a Karen? ¿Por qué iba a querer hacer nada de todo eso? ¡Si ni siquiera sabe que Karen exista!

    Lui se encoge de hombros.

    —Digo que «Po-kwai» está involucrada y que «Po-kwai» manipula las probabilidades, pero lo que debería decir en realidad es: «El módulo de los estados propios está involucrado».

    Dejo escapar una risita despectiva.

    —Así que el módulo se ha vuelto autónomo, ¿eh? ¿Tiene sus propias metas? ¿El módulo es el culpable de que yo no pueda permanecer en la modalidad de activación?
    —No, por supuesto que no.

    Lui espera con paciencia a que una joven pareja, que ríe e intercambia besos, nos rebase. Una precaución absurda, desde luego. Si el Conjunto quisiera saber qué estamos diciendo no creo que se tomara la molestia de enviar a un par de falsos enamorados para que se pasearan junto a nosotros. Siento una repentina oleada de consternación. He dado por sentado desde el primer momento que todos los detalles concernientes a las medidas de seguridad del Canon me serían cuidadosamente ocultados, pero ahora empiezo a preguntarme si hay algo que ocultar.

    —Si hay alguien que está haciendo una elección consciente, ese es usted —prosigue Lui—. O, mejor dicho y siendo un poco pedante, el sistema formado por usted-y-Po-kwai..., pero dado que en este instante ella está predominantemente dormida, yo diría que si hay que buscar motivos habría que empezar por usted.
    —¿Predominantemente dormida?
    —Sí.

    Me detengo.

    —Ella tiene el módulo, pero... ¿yo lo estoy usando? —pregunto después con un hilo de voz.
    —Pues podríamos decir que sí. Cuando usted y Po-kwai se esparcen, entran en todos los estados posibles en los que podrían llegar a encontrarse..., por improbables que sean dichos estados. No existe ninguna razón por la que eso no deba incluir ciertos estados en los que usted influencia el uso del módulo de los estados propios.

    Es como si fuera incapaz de reunir la energía necesaria para rebatir esa ridícula afirmación. El sentido común ha sufrido tantos ataques que ha acabado volviéndose indefendible, ingenuo e irrelevante.

    —¡Pero yo no quiero que nada de eso ocurra! —logro exclamar por fin en un tono de súplica.

    Lui frunce el ceño, levemente perplejo, y después se permite una de sus raras sonrisas.

    —No, claro que no. Pero al parecer no le costaría mucho llegar a desear que ocurrieran. Las versiones de usted que quieren esas cosas pueden ser improbables per se, pero en cuanto tienen acceso al módulo de los estados propios, pueden alterar todo el significado de las palabras «probable» e «improbable». —Me dispongo a contestar con un sí, que se trata exactamente de eso y que eso es precisamente lo que necesito impedir que siga ocurriendo, cuando Liu añade—: Y si cree que lo que ha hecho hasta ahora es asombroso, debo decirle que no le costaría demasiado hacer muchísimo más... al servicio del auténtico Conjunto.


    ****

    El Canon no pretende obligarme a hacer nada, y sólo intenta aconsejarme. La decisión será única y exclusivamente mía —y no puedo tomar la decisión equivocada—, pero estoy seguro de que las opiniones de quienes comparten el módulo de lealtad no pueden ser totalmente irrelevantes.

    La verdad es que la mera idea de tratar de determinar los verdaderos intereses del Conjunto mediante el consenso resulta absurda, y la verdad es que nada podría ser más aterrador que la perspectiva de tener que emitir semejante juicio en solitario. Asimilo la contradicción sin excesivas dificultades. Creo que estoy empezando a entender a qué se refería Lui cuando hablaba de «nuestra peculiar clase de libertad». El nudo mental creado por el módulo de lealtad nunca podrá ser desatado..., pero puede ser deformado una y otra vez.

    Durante una semana se celebran reuniones entre miembros del Canon cuyos períodos de tiempo libre coinciden, y en cada etapa se eligen delegados cuyos turnos se encuentran sucesivamente más cerca del mío. Po-kwai vuelve a descansar después de su último éxito y, como antes, eso trae consigo un respiro en los efectos que el módulo de los estados propios está surtiendo sobre mí.

    Resulta difícil sentirse parte de una conspiración a las nueve de la mañana. Cuando entro en el apartamento —prestado para ese día, me asegura Lui, por una persona que no tiene absolutamente ningún tipo de vínculo con el Canon o el Conjunto—, la escena es tan mundana e inocua que podría haber entrado por error en el comité de acción de la comunidad de vecinos, o en alguna clase de grupo político provinciano de la baja clase media. Los seis nos sentamos en la minúscula sala de estar, rodeados por el kitsch doméstico al estilo budista del dueño ausente, tomando sorbos de té y discutiendo cuál es la mejor manera de controlar la alianza internacional que cree tenernos absolutamente esclavizados.

    Li Siu-wai es técnico de imaginería médica en DBI. Cuando yo estaba allí Li solía trabajar en el turno de noche y debemos de haber charlado docenas de veces, pero el que ninguno de los dos adivinara lo que teníamos en común no me sorprende en lo más mínimo.

    Chan Kwok-hung es físico y trabaja en un equipo de ISA similar al de Lui, pero en vez de confiar en las mediciones del spin de los iones de plata utiliza un sistema experimental basado en la espectroscopia monoatómica. Aún no han tenido éxito, por lo que todavía no saben cuál de sus voluntarios dispone del módulo. Recuerdo la broma de Po-kwai: al final resultó que no le había correspondido hacer de control «porque» eso la habría puesto muy furiosa. Lo que me preocupa es que tal como están yendo las cosas, la broma casi empieza a sonar plausible.

    Yuen Ting-fu y Yuen Lo-ching son hermano y hermana, y ambos son matemáticos (topólogos, para ser más exactos, aunque me imagino que incluso eso es una tosca generalización), dos profesores universitarios que cometieron el error de rechazar una lucrativa oferta de trabajar voluntariamente para el Conjunto.

    Lui empieza a hablar.

    —Ya dispongo de suficientes datos para construir un módulo que suprima indefinidamente el colapso de la función. Por sí solo eso no nos sirve de nada, naturalmente: necesitamos acceder a la segunda mitad, el selector de estados propios. DBI dispone de las especificaciones para esa parte, y las tiene almacenadas en un ROM guardado dentro de una bóveda de alta seguridad. Un hacker nunca podrá llegar hasta él, dado que no sólo no acceden al ROM sino que tampoco lo utilizan en ningún sistema que esté conectado a una red. Nick, sin embargo...
    —Un momento —digo—. Antes de que empecemos a hablar de modos de obtener esos datos... Bien, limitémonos a suponer que puede hacerse. Supongamos que disponemos de una copia de las especificaciones y que construimos el módulo. ¿Y después qué?
    —A corto plazo, nos concentramos en descubrir cómo podemos usarlo de la manera más efectiva y rápida posible. Los equipos de ISA están siendo muy cautos, y han limitado la fase inicial a los sistemas microscópicos para tratar de establecer un marco riguroso de ontología cuántica antes de trabajar con algo más complejo. Eso es muy loable desde un punto de vista intelectual, pero evidentemente no se trata de ningún requisito que deba ser observado ineludiblemente para obtener resultados prácticos. Si Chung Po-kwai puede atravesar puertas cerradas durante el sueño... Bueno, entonces imagínense lo que podría llegar a conseguir un usuario experimentado que fuera plenamente consciente del potencial del módulo.
    —¿Y a largo plazo? —pregunta Chan Kwok-hung.

    Lui se encoge de hombros.

    —Hasta que dispongamos de nuestras propias copias del módulo y hayamos llevado a cabo nuestros propios experimentos para determinar con toda exactitud en qué consisten sus ventajas y sus inconvenientes, cualquier discusión de una estrategia detallada para hacerse con el control del falso Conjunto sería prematura.
    —Y además quizá ni siquiera llegue a ser necesario que nos hagamos con el control —dice Li Siu-wai con tranquila firmeza—. En cuanto nuestra propia organización independiente haya quedado firmemente establecida, ¿por qué deberíamos tomamos la molestia de tratar de reformar lo que sólo es un fraude? ¿Por qué no nos limitamos a ignorar su existencia?
    —¡El falso Conjunto es una abominación! —exclama Yuen Lo-ching, escandalizada—. ¿Ignorar su existencia? ¡Hay que acabar con él! ¡El falso Conjunto debe desaparecer!
    —¿Y crees que se quedarán cruzados de brazos mientras nosotros hacemos nuestro trabajo? —le pregunta su hermano—. ¿Piensas que permitirán que les arrebatemos sus secretos y...?
    —No, entonces estaremos en condiciones de defendernos —dice Lui Siu-wai—. Si logramos mantener una cierta delantera en el uso del módulo...
    —Siempre sería mejor que no tuviéramos necesidad de defendernos.

    Chan Kwok-hung sacude la cabeza.

    —El falso Conjunto puede ser imperfecto, pero sigue siendo el molde básico para la versión auténtica que percibimos. Debemos mantenerlo intacto, y debemos seguir tratando de mejorarlo y de aproximarlo un poco más al ideal a cada año que pasa. En última instancia la labor es fútil..., pero debemos llevarla a cabo para poder sentimos en paz con nosotros mismos.
    —Todas esas alternativas se podrán tener en consideración a su debido tiempo —dice Lui sin inmutarse—, pero si no obtenemos nuestro módulo de los estados propios, entonces no conseguiremos nada. Y ahí es donde entra Nick.

    Se vuelve hacia mí, y los demás lo imitan.

    —Supongo que todos comprenden qué es lo que está sugiriendo Lui Kiu-chung, y que ya han discutido su plan con otros miembros del Canon. Quiero escuchar sus opiniones. Todos parecemos estar de acuerdo en que debemos hacernos con las especificaciones, pero ¿cuál es la mejor manera de conseguirlas? ¿Hay algún problema, algún peligro que se nos pueda haber pasado por alto? De hecho, ¿podemos estar seguros de que dará resultado?
    —De eso no hay duda —dice Lui—. Piense en lo que consiguió Laura Andrews, y eso que estamos hablando de una mujer que sufre un grave retraso mental. Con la «ayuda» de Po-kwai, y «tomando prestado» su módulo de los estados propios mientras duerme, nada podrá impedir que Nick encuentre una ruta segura, por improbable que sea, que le permita salir del edificio de ISA, atravesar la ciudad, superar las medidas de seguridad de DBI, entrar en la bóveda y volver.

    Volver a oírlo hace que nuevas protestas de incredulidad empiecen a resonar dentro de mi cabeza. Después de treinta años de refinar su talento, Laura Andrews sólo consiguió vencer las mediocres medidas de seguridad del Hilgemann y recorrer, como mucho, un par de kilómetros antes de ser recolapsada. Lo que se espera de mí es que atraviese una ciudad llena de gente y que robe el recurso más preciado del Conjunto..., y el módulo de los estados propios ni siquiera estará dentro de mi cráneo.

    —¿Y podemos confiar en que Nick permanecerá esparcido? —pregunta Chan Kwok-hung—. ¿Está seguro de eso?
    —El módulo inhibidor del colapso debería estar listo en cuestión de días —dice Lui.
    —Pero esos primeros episodios... ¿Cómo los explica? —pregunta Yuen Lo-ching.

    Lui se encoge de hombros.

    —Podrían reflejar un fallo natural del colapso. O puede que estén relacionados con A3, el módulo de control del comportamiento que Nick estaba usando en aquellos momentos: A3 ha sido diseñado para incrementar considerablemente la probabilidad de los estados mentales óptimos —lo cual parece exactamente lo opuesto de esparcirse—, pero, irónicamente, quizá haya tenido el efecto inesperado de inhibir el colapso porque consideraba que el proceso era una «distracción» que debía ser eliminada. Y hasta que el módulo de los estados propios no se vio involucrado en el proceso, naturalmente, eso no produjo ninguna clase de consecuencias observables.

    Nunca había oído hablar de esa teoría anteriormente, y no veo cómo A3 podría haber llegado a jugar un papel crucial en su propia desactivación. Aunque... ¿No tuve la sensación, después de que el episodio hubiera terminado, de que había permanecido en la modalidad de vigilancia durante todo el tiempo? Quizá estaba simultáneamente activado y desactivado y, de alguna manera, el módulo consiguió dejar intactas ciertas huellas de ambos pasados. Bajo condiciones normales los recuerdos que perduran pertenecen a un único estado, pero con el módulo de los estados propios de Po-kwai alterando y recombinando las posibilidades «mutuamente excluyentes», quizá no tenga por qué ser así. Recuerdo que Karen llenó la antesala, ¿no? ¿Qué fue eso? ¿Una alucinación producida por un módulo que estaba experimentando toda una serie de fallos? ¿O recuerdos supervivientes de un millar de encarnaciones alternativas simultáneas y que, por separado, me habrían parecido perfectamente normales?

    La perspectiva de pasar varias horas esparcido ya resulta lo suficientemente inquietante por sí sola incluso suponiendo que Lui esté en lo cierto y que eso sea algo que le ocurre a todo el mundo, y aunque pudiera estar seguro de que saldré del colapso con todos los estados propios excepto uno reducidos a meras ficciones carentes de consecuencias. Pero si existe un riesgo de que múltiples estados dejen recuerdos indelebles, entonces no sólo me veré obligado a empezar a tratar al fenómeno como algo más que una mera abstracción..., sino que no sabré qué otras consecuencias físicas y tangibles podrían acabar resultando igualmente inconsistentes. Si intento robar el ROM y me encuentro recordando tanto el éxito como el fracaso, ¿qué extraño híbrido de ambos podría llegar a verse reflejado en el resto del mundo?

    —Debemos actuar lo más deprisa posible —dice Lui—. No sabemos de cuánto tiempo disponemos antes de que Po-kwai empiece a comprender lo que está ocurriendo. Cuanto antes empiece Nick a refinar su control del módulo de los estados propios, más probabilidades tendremos de poder mantener a Po-kwai en la ignorancia durante el tiempo suficiente para que nos sea posible explotar la situación. Eso también sería lo más conveniente para ella, naturalmente —añade, en beneficio mío—, porque enterarse de que la han estado engañando la colocará en una situación bastante peligrosa. Y si Nick consigue controlar el módulo, Po-kwai ya ni siquiera tendrá que volver a pasar por esos inquietantes episodios de «sonambulismo»: entonces Nick podrá elegir su estado propio conjunto de tal manera que Po-kwai haya estado durmiendo en su cama durante todo el tiempo mientras él atravesaba la ciudad.

    Oh, claro. Añadamos un milagro más a la lista. No hay nadie que se esté tomando la molestia de llevar la cuenta, ¿verdad?

    —¿Y qué pasará si Nick fracasa antes de completar su misión? —pregunta Li Siu-wai.
    —Si es colapsado en la calle, entonces se encontrará atrapado porque habrá perdido toda conexión con Po-kwai y el módulo de los estados propios. Tendrá que volver a entrar en ISA como pueda, y quizá deba inventar alguna excusa para justificar el haber abandonado su puesto. Corre el riesgo de que le impongan alguna clase de sanción disciplinaria, pero siempre cabe la posibilidad de que consiga convencer al resto del personal de seguridad de que se olvide del incidente: después de todo, y suponiendo que hubiera alguna investigación, ¿cómo explicarían el hecho de que nunca lo vieran salir del edificio?

    Ese escenario no me impresiona, porque sé que nadie que esté utilizando Centinela podrá ser chantajeado para que acceda a guardar silencio.

    —Si Nick es colapsado dentro del edificio de DBI, entonces obviamente la situación sería mucho peor. En ese caso, me veo obligado a suponer que sospecharían de todos nosotros. Todas las personas que lleven un módulo de lealtad serán sometidas al escrutinio más intenso: en el mejor de los casos el Canon tendrá que interrumpir sus actividades, puede que durante varios años o quizá de manera indefinida. En el peor de los casos... —se encoge de hombros—. Bien, en el peor de los casos corremos el riesgo de perderlo todo. Pero eso mismo puede decirse de cualquier medio que utilicemos para tratar de obtener los datos, ¿cierto? Ha llegado el momento de tomar una decisión: ¿seguimos viviendo tan cautelosamente que, a todos los efectos prácticos, podría decirse que estamos sirviendo al falso Conjunto..., o damos el primer paso hacia nuestra visión verdadera particular?

    Esta retórica es surrealismo puro. «Nuestra visión verdadera particular» significa algo totalmente diferente para cada una de las personas reunidas en esta habitación, pero ese hecho no parece preocupar excesivamente a nadie. El falso Conjunto tal vez tenga sus facciones (irónicamente, ése era el núcleo del argumento que Lui utilizó para persuadirme de que me volviera contra él), pero el Canon es evidentemente \ mil veces peor..., y no se avergüenza de serlo. Así pues, ¿qué es lo que esperan conseguir estas personas? ¿Es que cada una de ellas cree que su punto de vista logrará prevalecer milagrosamente al final?

    No lo sé. ¿Cómo puedo esperar entender lo que está ocurriendo aquí cuando ni siquiera sé cuál es mi «visión verdadera» del Conjunto? Intento imaginarme libre de ISA y DBI, al mismo tiempo que sigo siendo leal a... ¿qué?

    Chan Kwok-hung está hablando, pero no consigo concentrarme en sus palabras y de repente descubro que me he hartado de huir de la pregunta. ¿Qué es el Conjunto para mí? He de descubrir —o decidir— cuál es la respuesta a esa pregunta. ¿Hasta qué punto puedo forzar la definición? ¿Cuán radicalmente puedo llegar a deformar el nudo?

    Y de repente comprendo que hay una cosa que estoy seguro que no puedo limitarme a soslayar mediante una definición: el verdadero Conjunto tiene que estar muy interesado en explorar el extraño talento de Laura, cualquiera que sea éste. Una habitación de paredes dobles en un sótano. Los experimentos con iones de Po-kwai. Y ahora... mi propia y extraña relación con el módulo de los estados propios. Y la única manera en que puedo servir al verdadero Conjunto es tomando parte en esa exploración, y haciéndolo de la manera más profunda y concienzuda posible.

    Recorro la habitación con los ojos, deslizando la mirada de un rostro a otro. Ahora comprendo que no hay ninguna necesidad de que me obligue a tomar en consideración los planes quijotescos de estas personas, de la misma manera en que ninguna de ellas necesita tomar en consideración los planes de las demás. Robaré las especificaciones del módulo de los estados propios para ellos..., pero lo haré por mis propias razones.

    —...y por eso creo que, una vez tomados en consideración todos los aspectos de la cuestión, el riesgo está sobradamente justificado —concluye Chan Kwok-hung—. Mi consejo es que sigamos adelante.

    Lui dirige una inclinación de cabeza a Yuen Lo-ching. Sus ojos pierden el aspecto vidrioso que habían adquirido, y después se embarca en su propia justificación de la conclusión a la que sabe que debe llegar. Yuen Ting-fu y Li Siu-wai hacen lo mismo en cuanto les toca el tumo. Escucho atentamente, intentando entender las reglas y los pequeños misterios de todo este acto de funambulismo. Siempre tiene que haber una opinión ferozmente personal del Conjunto que contradiga de manera evidente al resto de las opiniones expresadas, y siempre debe acabar conduciendo a un acuerdo final sobre el tipo de acción a emprender.

    Sólo Lui parece decidido a mantener una actitud total y absolutamente conciliadora.

    —Bien, ya saben cuál es mi posición, así que no necesito extenderme al respecto —se limita a decir—. Ahora es cosa suya, Nick. La decisión le corresponde.

    Expongo meticulosamente mis razones. Los miembros del Canon escuchan, con expresión impasible, la demostración de que sus propias visiones son únicas e inflexibles. No insulto a nadie con la más leve concesión: no me enfrento directamente a los argumentos de nadie, pero dejó muy claro que todos ellos me parecen irrelevantes. El verdadero Conjunto, proclamo, es el misterio del don de Laura, mientras que todo lo demás es accesorio.

    —Y por eso no podemos dejar pasar de largo esta oportunidad, sean cuales sean los riesgos. Necesitamos el módulo de los estados propios, no para obtener ninguna ventaja táctica en ninguna lucha por el poder carente de significado, sino porque encama todo lo que constituye el Conjunto. ¿Y qué mejor manera de obtenerlo que utilizando el mismo proceso que está oculto en el corazón del Conjunto? Estoy dispuesto a hacer todo lo que sea necesario para que esto salga bien..., con o sin su apoyo.

    Lui y yo nos quedamos en la sala después de que los demás se hayan marchado. Permanezco sentado en silencio durante un rato, sintiéndome agotado y confuso. Todavía no sé si estoy convencido de que el Canon pueda llegar a operar, o si sólo hemos logrado alcanzar una especie de ilusión de consenso. Consenso sin compromiso..., un precioso oxímoron orwelliano.

    Por lo menos al fin he decidido qué es lo que significa para mí el Conjunto en el cráneo, aunque tengo el inquietante presentimiento de que dentro de una semana, un mes o un año, podría llegar a significar algo totalmente distinto.

    —Dígame una cosa, y le ruego que sea sincero: supongamos que lo consigo —le digo a Lui—. Supongamos que obtengo los datos y que ustedes construyen el módulo de los estados propios. —Agito una mano delante de las sillas vacías—. ¿Cuánto tiempo cree que puede seguir en pie todo esto?

    Lui se encoge de hombros.

    —El suficiente.
    —¿El suficiente para qué?
    —El suficiente para que todo el mundo obtenga lo que desea. Me río.
    —Quizá tenga razón. Quizá todo pueda continuar así indefinidamente, con todo el mundo respaldando las mismas acciones por razones totalmente distintas. Lo único sobre lo que realmente debemos estar en desacuerdo es la teoría y el futuro a largo plazo. —Sacudo la cabeza, sintiéndome cada vez más confuso y aturdido—. ¿Y cuál es su razón? Es usted quien está haciendo que ocurra todo, pero en realidad nunca nos ha explicado por qué.

    Lui vuelve a dirigirme ese fruncimiento de ceño levemente perplejo.

    —Acabo de decírselo, ¿no?
    —¿Cuándo?
    —Hace cinco segundos.
    —Debía de estar distraído.
    —Sólo quiero que todo el mundo quede satisfecho —dice—. Es así de sencillo.


    ****

    Tres días después de la reunión, doy un pequeño rodeo durante mi trayecto de vuelta a casa desde el metro. Paso por un puesto callejero en el que se venden fármacos genéricos y nanotecnología barata: tatuajes activos, cosméticos inteligentes, ayudas sexuales «naturales» (lo cual quiere decir que actúan sobre los nervios de los genitales, no sobre el cerebro), «mejoradores» musculares (atajos indoloros a la hipertrofia disfuncional), y la clase de módulos neurales que vienen como regalo dentro de los paquetes de cereales. No sé a qué fabricante clandestino habrá recurrido Lui para crear su módulo inhibidor del colapso, pero ir a recoger el producto terminado en un lugar como éste no puede decirse que me llene de confianza.

    Recito el número de orden que me proporcionó Lui, y el dueño del puesto me entrega una ampollita de plástico.

    Antes de acostarme me rocío el contenido de la ampollita en la fosa nasal derecha, y una versión considerablemente modificada de la Endamoeba histolytica —los protozoos responsables, entre otras lindezas, de la meningitis amebiana— transporta su cargamento de nanomáquinas hasta mi cerebro. Permanezco despierto durante un rato, pensando en las prodigiosas hazañas de navegación y construcción que se espera lleven a cabo todos esos robots del tamaño de virus..., y deseando haberle preguntado a Lui si tenía mucha experiencia en el diseño de módulos. Por todo lo que sé, los fabricantes pueden haber utilizado el equipo más moderno y sofisticado para construir y programar esas cosas, pero incluso nanomáquinas que hayan sido producidas con toda perfección pueden llegar ser la causa de daños letales si usan un diseño que convierte centros vitales del cerebro en fideos neurales. Finalmente, dejo de preocuparme. Estoy haciendo todo lo que puedo para servir al verdadero Conjunto, y si no consigo encontrar la paz en ese hecho...

    Alzo la mirada hacia el techo y contemplo la delgada tira de sol matinal que consigue filtrarse por una rendija entre las tablillas de la persiana.

    Escojo dormir.


    ****

    Tal como había solicitado, Jefe me despierta tres horas antes de lo habitual. Bueno, no estoy muerto, paralizado, sordo, mudo o ciego. Todavía. Efectúo comprobaciones de integridad en el resto de mis módulos y descubro que ninguno ha sido dañado, pero después de todo ése era el error menos probable de entre todos los posibles. Las superficies celulares de las neuronas que ya forman parte de módulos existentes están etiquetadas con proteínas que ninguna nanomáquina que funcione correctamente puede pasar por alto, y además también han sufrido otras alteraciones que deberían ser deliberadamente invertidas antes de que se las pudiera estimular para que cambiaran sus conexiones sinápticas.

    Lui no me dio ningún nombre que invocar, así que hago que Herramientas mentales (Axón, 249$) efectúe un inventario: el programa no puede «explorar» todo mi cráneo, evidentemente, pero sí que puede enviar una petición estándar de «pasar lista» a través del bus neural intermodular y confeccionar una relación de las respuestas obtenidas. Sólo de lealtad guarda silencio el módulo, negándose a comunicar su nombre e, incluso, a admitir su presencia.

    El módulo inhibidor del colapso resulta estar camuflado, escondido en el interior de un módulo de juegos tan ultraviolentos como poco sofisticados llamado Hipernova (Parque de Atracciones Virtual, 99$). Hipernova es a Von Neumann el equivalente a lo que una consola de juegos era a un ordenador personal durante mi infancia. Echo un vistazo rápido a sus menús y al texto de ayuda. Puede ser cargado con programas sacados de ROM o de bibliotecas electrónicas on-line, ya sea a través de un módulo infrarrojo como Red roja, o a la vieja usanza, con el tosco método de la luz visible modulada.

    Y, ya puestos y porque nadie lleva un módulo de juegos sin nada dentro, decido hacer plausible el camuflaje. Llamo por teléfono a la biblioteca del Parque de Atracciones Virtual. El éxito de ventas del momento es un juego bélico para subnormales aquejados de fetichismo armamentístico llamado Basra 91, que se enorgullece de ofrecer panorámicas auténticas del genocidio a ojo de misil. Lo dejo correr y en su lugar me decido por Metaajedrez, el favorito de la semana anterior. «Cada configuración de piezas genera su propio conjunto de reglas.»

    Juego unas cuantas partidas (sufriendo derrotas aparatosas en el nivel para principiantes) en las que intento invocar por turno todas las opciones del módulo, pero pasados veinte minutos aún no he encontrado la trampilla de acceso a lo que realmente me interesa. Estoy empezando a preguntarme si no habrá que emplear alguna elaborada secuencia de órdenes cuando comprendo que sigue habiendo una función que hasta ese momento no he activado. Vuelvo al menú de carga e invoco la arcaica opción de luz visible. En vez de recibir la queja esperada —que no estoy contemplando una fuente de datos adecuada—, se despliega un nuevo menú en el que sólo hay dos palabras, ENCENDIDO Y APAGADO. La opción apagado tiene al lado un marcador de selección.

    Me lo pienso durante unos momentos, pero el maldito trasto tendrá que ser sometido a una prueba del funcionamiento tarde o temprano... Si va a fallar y ese fallo produce resultados horriblemente incorrectos, prefiero descubrirlo aquí y ahora en vez de hacerlo en la antesala del apartamento de Po-kwai.

    La diferencia que existe entre el control activo y la visualización pasiva de un módulo no es fácil de describir, pero es tan fácil de asimilar, y de olvidar, como la diferencia entre las acciones reales del cuerpo y las imaginadas. Sólo deja de parecerte profundamente natural cuando te encuentras bajo tensión. Mientras imagino que el marcador de activación reaparece junto a la palabra encendido, soy agudamente consciente del hecho de que la imagen mental que estoy manipulando es el menú propiamente dicho.

    No ocurre nada y nada cambia, que es exactamente lo que debería suceder. Sostengo la mano delante de mis ojos y ésta se niega a disolverse en una confusa masa de alternativas. La habitación sigue pareciéndome tan sólida y corriente como siempre. En la medida en que puedo determinar las características de mi estado mental, éste no ha experimentado otra alteración que la predecible oleada de alivio que siento al descubrir que sigo sin estar paralizado, ciego o detestablemente loco. Lui tal vez supiera qué estaba haciendo después de todo. Incluso es posible que el módulo funcione.

    En tal caso, e incluso si eso no está produciendo ninguna consecuencia observable, ahora estoy esparcido. La unicidad, la solidez y la total y absoluta normalidad de cuanto me rodea son un producto del hecho de que seré colapsado en algún momento del futuro, y esta vez sin que el módulo de los estados propios de Po-kwai intervenga para distorsionar las probabilidades o mezclar y confundir las alternativas.

    ¿Seré colapsado? Quizá debería partir del supuesto de que «ya» estoy siendo colapsado —en un momento que sólo parece pertenecer al futuro— y que toda esta experiencia está surgiendo «retrospectivamente» de dicho proceso. Po-kwai me aseguró que cuando se mide el spin de un ion, ése es el momento en el que éste queda definido, y no antes.

    Suelto una carcajada. A pesar de todo lo que ha ocurrido —las proezas escatológicas de Laura, el éxito de Po-kwai con los iones, mis propios e imposibles fallos del módulo—, esto sigue sin parecerme real.

    Y a pesar del hecho de que sé que éste es el corazón del verdadero Conjunto, en realidad todo sigue pareciéndome una montaña de pretenciosas, ridículas e inconsecuentes paparruchadas pseudofilosófícas. Por lo que sé, acabo de instalar el nuevo módulo del emperador.

    Vuelvo al menú, marco el interruptor de desconexión...

    ...y me pregunto qué ha sido de todas las versiones de mi persona que no han hecho precisamente eso. ¿Han sido destruidas por los senderos colapsadores de la función que están operando dentro de mi cráneo..., y eso a pesar de que a estas alturas ya podían estar dispersas por toda la habitación, o por toda la ciudad?

    Tienen que haber sido... destruidas por mí, o por algún otro observador.

    ¿Todas ellas?

    Olvidémonos del módulo inhibidor del colapso, ya que en realidad lo único que hace es cambiar la elección del momento. El resultado final del curso normal de los acontecimientos tiene que ser la normalidad. Por muy frecuente o infrecuentemente que el cerebro ejecute el colapso, tiene que extender su radio de acción y destruir incluso los estados más lejanos e improbables. Si no lo hiciera, esos estados no afectados persistirían indefinidamente. Apelar a otros observadores para que se encargaran de «hacer limpieza» no tendría ningún sentido, por supuesto, ya que ellos también harían el trabajo de una manera imperfecta. Si el colapso no lo consumiera todo, entonces la única rama sólida de la realidad no tendría nada de único. Ocuparía el centro de un inmenso vacío de alternativas agotadas, pero ese vacío sería finito..., y más allá de él se extendería una espesura infinita de finas ramas, los fantasmas de improbabilidades demasiado remotas para haber sido destruidas.

    Y las cosas sencillamente no son así.


    ****

    Inicio mis experimentos particulares mientras Po-kwai sigue esperando el inicio de la próxima fase de su trabajo. Eso quizá no sirva de nada, dado que —hasta el momento— los efectos más espectaculares tuvieron lugar aquellas noches en las que Po-kwai usó el módulo de los estados propios con éxito. Pero veo que haya ningún mal en intentarlo y, ya puestos, siempre puedo permitirme el lujo de ser optimista. Si mi uso del módulo de los estados propios sigue estando totalmente atado al suyo, entonces podría acabar necesitando años para llegar a dominar los trucos más sencillos..., y ya no quiero ni pensar en los robos gigantescamente improbables cometidos después de atravesar toda la ciudad.

    Po-kwai desarrolló sus capacidades trabajando con los sistemas más sencillos posibles: iones de plata meticulosamente preparados para que consistieran en una mezcla igual de sólo dos estados. Yo no tengo acceso a nada tan puro, pero aun así puedo seguir trabajando sobre el mismo principio básico, tomando un sistema que normalmente se colapsaría según unas probabilidades ampliamente conocidas y tratando de alterarlas. Tanto Von Neumann como Hipernova tienen opciones para la generación de auténticos números aleatorios, por oposición a las secuencias deterministas pseudo-aleatorias producidas mediante métodos puramente algorítmicos. Emplean grupos de neuronas especialmente adaptados a tal propósito que son mantenidos en equilibrio sobre un filo fractal situado entre la activación y la no activación, produciendo así un balbuceo caótico que sólo se encuentra sometido al imperio de las fluctuaciones químicas intracelulares y, en última instancia, a la agitación térmica. Normalmente el sistema se debería colapsar de forma que los números aleatorios que generase estuvieran repartidos uniformemente en un rango determinado; cualquier discrepancia o desviación significaría que he conseguido alterar las probabilidades —favoreciendo a uno de los estados del sistema para que aumentasen sus probabilidades de acabar siendo el único superviviente del colapso—, de la misma manera en que Po-kwai logró incrementar la probabilidad del estado «arriba» en sus iones de plata.

    Me paso tres noches intentando influir sobre los números aleatorios generados por Von Neumann sin obtener ningún éxito..., lo cual no es ninguna gran sorpresa. La combinación de visualizaciones y deseo desesperado que empleo —a falta de algo mejor— más parece un ejercicio para aspirantes a adquirir poderes psíquicos que un intento de impartir una orden precisa a un módulo neural específico, sea cual sea el cráneo dentro del que se encuentre dicho módulo. Lui no puede ayudarme, ya que nunca ha llegado a ver ni una sola descripción del interfaz del módulo de los estados propios. Así pues, desvío laboriosamente hacia el tema una de las conversaciones que mantengo con Po-kwai (y probablemente consigo que todo suene mucho menos natural que si me hubiera limitado a preguntárselo directamente).

    —Ya se lo he explicado —dice—. Después nunca puedo recordar haber usado esa parte del módulo: me limito a activar el inhibidor del colapso, y luego me pongo cómoda y contemplo los iones. Las dos funciones son independientes. El aparato fue instalado bajo la forma de un paquete único, pero en realidad está formado por dos módulos separados. El módulo de los estados propios sólo opera cuando se encuentra esparcido..., y mientras estoy esparcida, puedo —evidentemente— operar el módulo esparcido. Pero después del colapso, ya no sé qué es lo que he hecho exactamente.
    —Pero ¿cómo puede haber aprendido a hacer algo que después ni siquiera recuerda haber hecho?
    —No todas las habilidades dependen de la memoria episódica. ¿Se acuerda de cómo aprendió a andar? Si he ido aprendiendo a manipular los estados propios, entonces esa habilidad tiene que haber quedado encarnada en alguna clase de estructura neural en algún lugar de mi cerebro, por supuesto..., pero ciertamente no bajo la forma de un recuerdo convencional, y probablemente no en ninguna forma que pueda llegar a entender, o que pueda serme de utilidad, mientras estoy colapsada. Lo que quiero decir es... Bueno, el módulo de los estados propios es un sistema neural que sólo funciona cuando se encuentra esparcido, y en consecuencia es muy posible que otras partes de mi cerebro —y me refiero a los senderos que se han ido formando de manera natural durante el curso del experimento— también sean capaces de operar únicamente cuando se encuentran esparcidas.
    —¿Me está diciendo que cuando está esparcida sabe operar el módulo de los estados propios..., pero que el conocimiento se encuentra codificado en su cerebro de una forma que no puede ser leída cuando está colapsada?
    —Exactamente. El conocimiento tiene que haber sido almacenado en el cerebro cuando me encontraba esparcida, por lo que no tiene nada de sorprendente que sólo pueda descifrarlo cuando vuelvo a estar esparcida.
    —Pero... ¿Cómo es posible que la información sobre el estar esparcida sobreviva de un episodio al siguiente, cuando el colapso elimina hasta el último vestigio de todos los estados propios salvo uno?
    —¡Pues porque no lo hace! Eso sólo ocurre si los estados propios no han tenido ocasión de interaccionar, y la presencia del módulo de los estados propios significa que interactúan. En principio el que los sistemas esparcidos dejen pruebas de que han sido esparcidos no supone nada nuevo, ya que la mitad de los experimentos más importantes de las primeras fases del desarrollo de la mecánica cuántica se basaban en ello. La evidencia indeleble de la coexistencia de múltiples estados tiene más de un siglo de antigüedad: patrones de difracción de electrones, hologramas..., cualquier clase de efectos de interferencia. Por ejemplo, las antiguas fotografías holográficas se obtenían escindiendo un rayo láser en dos haces, después se hacía que uno de ellos rebotara en el objeto y luego recombinaban los haces y se fotografiaban los esquemas de interferencias.
    —¿Y qué tiene que ver eso con el esparcirse?
    —¿Cómo divides un rayo láser en dos haces? Pues lanzándolo contra una lámina de cristal recubierta con una delgadísima capa de plata que ha sido colocada formando un ángulo de cuarenta y cinco grados con respecto al haz. La mitad de la luz se refleja siguiendo una trayectoria lateral, y el resto atraviesa el cristal. Pero cuando digo que «la mitad de la luz se refleja», no quiero decir que se refleje el segundo fotón de cada par: lo que quiero decir es que cada fotón se esparce en una mezcla que tiene la misma proporción de un estado que es reflejado, y de otro que atraviesa el cristal.

    »Y si intenta observar qué dirección sigue cada fotón, colapsa el sistema en un solo estado, y entonces lo que hace es destruir el patrón de interferencia y echar a perder el holograma. Pero si permite que los haces se recombinen dejando que los dos estados tengan ocasión de interaccionar, el holograma pasa a ser una prueba tangible de que ambos estados existieron simultáneamente.
    »Así pues, cabe la posibilidad de que las interacciones entre distintas versiones de mi cerebro puedan dejar alguna clase de registro permanente de la experiencia de estar esparcida. Y de la misma manera en que un holograma de luz láser visto con los ojos sólo es un amasijo de confusión indescifrable que no guarda absolutamente ninguna similitud con el objeto hasta que la imagen es reconstruida, esa información almacenada en mi cerebro puede ser incomprensible para mí, pero presumiblemente comprende habilidades que resultan útiles para la Po-kwai esparcida.

    Intento digerirlo.

    —De acuerdo. Pero incluso suponiendo que la «Po-kwai esparcida» disponga de esa manera de aprender cosas sobre las que usted no sabe nada... ¿Qué fue lo que hizo para animarla a aprender lo que usted quería que aprendiera?
    —Cantar las deflaciones de los iones tal vez ayudara. Pero sospecho que bastó con el deseo de querer que el experimento diera resultado, y de desearlo con la intensidad suficiente. Cuanto más lo deseaba, mayor era el número de versiones de Po-kwai que seguirían deseándolo una vez esparcida y, como consecuencia de ello, al final la totalidad de la Po-kwai esparcida también acabó deseándolo. Cualquier otra cosa habría sido altamente antidemocrática.

    Está bromeando, por supuesto, pero sólo en parte.

    —¡Por fin! —exclamo—. Una definición rigurosa de la seriedad del propósito: cuando diverges en múltiples versiones de ti mismo, ¿cuántas de ellas continúan tratando de alcanzar la meta que te has marcado, y cuántas la abandonan?

    Po-kwai se ríe.

    —Oh, claro. Y pensándolo bien, todo puede ser cuantificado de esa manera. «¿Cuánto te amo? Deja que cuente los estados propios...»

    En casa y una vez desactivado, empiezo a interrogarme sobre mis propias metas y sobre la seriedad de mi propósito. Nada de cuanto ha ocurrido en las dos ocasiones en que me encontraba esparcido (de una manera perceptible, recordable) tuvo nada que ver con lo que yo quería que ocurriese. ¿Y ahora? En estos momentos siento un ferviente deseo de servir al verdadero Conjunto encontrando una forma de robar el módulo de los estados propios, desde luego..., pero ¿qué curso seguirá la votación en cuanto esté esparcido?

    Nunca me he engañado a mí mismo, y nunca he fingido ni durante un solo momento que sería el mismo sin el módulo de lealtad. Pero partiendo de lo que me ha explicado Po-kwai acerca del significado de la función de onda, tiendo a suponer que el mismo hecho de que el módulo de lealtad funcione de manera fiable debe reflejar un nivel de probabilidad bastante elevado para esos estados cuánticos en los que sigue funcionando. Estar esparcido puede crear ciertas versiones de mi persona para las que el módulo de lealtad ha dejado de funcionar, pero esas versiones deberían hallarse abrumadoramente superadas en número por las versiones para las cuales sí funciona.

    Y sin embargo... Salí del estado de activación cuando A3 todavía estaba funcionando, y vi a Karen sin necesidad de invocarla. El argumento de que la mayoría tendría que haber respaldado la situación anterior debería ser aplicable en ambos casos, pero la situación anterior no se mantuvo.

    ¿Qué es lo que ocurre exactamente cuando me esparzo en la antesala e intento —o creo que intento— influir sobre el torrente de números aleatorios escupido por Von Neumann? ¿Nada que pueda tener la más trascendencia práctica..., o una guerra virtual entre mil millones de versiones posibles de la persona que puedo llegar a ser? ¿Batallas encarnizadas por el módulo de los estados propios, la súper arma, el moldeador de la realidad? Al final sólo me entero de la situación de tablas subsiguiente, pero el equilibrio de poder tal vez esté cambiando gradualmente. ¿Y si dentro de mi cabeza hay «hologramas» que registran esa situación incesantemente cambiante?

    La teoría de que puede haber versiones de mi persona que empiezan a actuar en contra de mis deseos apenas han cobrado existencia, y que se oponen a todo aquello por lo que estoy viviendo, me resulta tan repugnante que lo único que quiero hacer es burlarme de ella, ridiculizarla y desecharla como absurda. Y aun suponiendo que así sea... ¿Qué puedo hacer al respecto? ¿Cómo puedo influir sobre el desenlace de esas batallas? ¿Cómo puedo reforzar a las facciones que siguen estando sujetas a la influencia del módulo de lealtad y que, debido a ello, continúan siéndome leales?

    No tengo ni idea.

    Decido que no volveré a utilizar Von Neumann, pensando que hay algo altamente dudoso en tratar de influenciar neuronas dentro de mi propio cráneo. En un mercado de artículos de segunda mano cercano a mi edificio encuentro un generador de dados electrónico del tamaño de una tarjetita. El núcleo del aparato está formado por una diminuta unidad sellada que contiene unos cuantos microgramos de un isótopo emisor de positrones, los cuales a su vez están rodeados por dos juegos concéntricos de cristales detectores dispuestos en forma de esfera. El sistema es inmune —o eso me asegura el vendedor holográmico que todo lo sabe y todo lo explica— tanto a la radiación de fondo natural como a cualquier intento deliberado de manipularlo: ningún acontecimiento externo puede ser confundido con el par característico de rayos gamma producido cuando un positrón es aniquilado en el interior del aparato. «Claro que si el caballero prefiere un modelo más susceptible de ser discretamente influido...»

    Compro la versión a prueba de manipulaciones. El programa puede producir cualquier combinación de poliedros deseada por el usuario, así que selecciono el tradicional par de cubos y dedico una hora a probar el aparato. No hay ni rastro de desviación.

    Me lo llevo conmigo cuando entro de servicio, y cuando Po-kwai está dormida me siento en la antesala, desactivado, esparcido y colapsado por Hipernova, e intento imbuir a mis versiones virtuales de un sentido del propósito que sea capaz de sobrevivir a la inexorable dispersión de la función de onda. El abandono intencional de mis responsabilidades para con Po-kwai, implícito en el acto de desactivarme, hace que sienta una leve punzada de culpabilidad, pero no puedo correr el riesgo de que A3 interfiera con el colapso de maneras impredecibles. Además, me digo a mí mismo que si los Niños del Abismo llegaran a descubrir que ISA está llevando a cabo investigaciones blasfemas, se limitarían a poner una bomba en el edificio para volarlo por los aires y, activado o no, no podré hacer nada para impedirlo.

    Los dados se mantienen escrupulosamente imparciales.

    Po-kwai inicia la tercera fase, otra medición de correlaciones dentro de su cerebro. Puedo comprender la impaciencia que siente Lui ante todos estos experimentos obsesivamente concentrados en el cerebro que se niegan a volver la mirada hacia el exterior, pero al mismo tiempo también puedo entender, y ahora más que nunca, las razones que asisten a ISA para proceder tan cautelosamente. Ya he tenido ocasión de comprobar que las proezas macroscópicas de todas clases son factibles, pero ahora voy tropezando a ciegas en la oscuridad intentando dominarlas mientras corro riesgos enormes en el proceso. Si nadie les obliga a ir más rápido los equipos de ISA quizá dejen transcurrir diez años antes de tratar de hacer algo similar, pero cuando por fin lo hagan será controlando todo el proceso y sabiendo con toda exactitud qué es lo que están haciendo.

    Y de repente pienso que, después de todo, los investigadores de ISA tal vez sean las personas más adecuadas para explorar los misterios del verdadero Conjunto, porque irán avanzando de manera lenta, metódica, rigurosa y llena de respeto.

    Po-kwai tiene éxito al segundo día, cosa que parece complacerla pero no sorprenderla. Resulta evidente que está adquiriendo una confianza cada vez mayor en sus habilidades con el módulo, y eso pese a la oscuridad que envuelve a todos los detalles operacionales. ¿Cuánto tiempo transcurrirá antes de que esa creciente sensación de control y de seguridad en sí misma invada sus sueños..., y me deje fuera?

    Sentado en la antesala, contemplo cómo los dados simulados suben y caen automáticamente, diez veces por minuto, hora tras hora. Mantengo mi visión real fija en los dados al mismo tiempo que tengo abiertas dos ventanas en mi visión mental: el menú de Hipernova, y un interfaz con un programa de análisis, una versión modificada en miniatura del programa del experimento con los iones que Lui me ha proporcionado en secreto mediante un apretón de manos de dos segundos de duración llevado a cabo a través de Red roja.

    Esparcimiento ACTIVADO.

    Los dados son lanzados.

    Esparcimiento DESACTIVADO.

    Introducir resultados.

    Si permaneciera activado, podría hacer esto indefinidamente sin que mi estado de ánimo experimentara la más leve variación. Estando desactivado, paso de estallidos de entusiasmo a un tedio grisáceo primero y un insoportable aburrimiento después para acabar acogiendo con alivio la bendición representada por unos episodios de automatismo de los que emerjo sintiéndome más frustrado que nunca. Eso quizá me ayude a alcanzar mi meta, por supuesto: sean cuales sean mis discrepancias en lo que respecta al proceso, estoy casi absolutamente seguro de mi unanimidad a la hora de querer acortar este procedimiento insufriblemente repetitivo..., y la única manera de hacerlo es teniendo éxito.

    ¿O no? Si quiero que todas esas versiones virtuales de mi persona continúen estando sometidas a mi voluntad debo mantener el control después de cada colapso, y la verdad es que no puedo saber para qué será utilizado el módulo de los estados propios: ¿para escoger el estado de los dados, o para escoger mi propio estado mental? En cuanto llegue el próximo colapso, tal vez descubra que el estado seleccionado es uno en el que me he dado por vencido y he decidido abandonar el experimento..., o en el que he renunciado al verdadero Conjunto. Cada vez que me esparzo, todas las reglas del juego están siendo lanzadas al aire junto con los dados. Lo único que puedo hacer es aferrarme a la esperanza de que las reglas sean un poco menos influenciables que los dados.

    Guardo el generador de dados en un bolsillo unos segundos antes de que Lee Hing-cheung aparezca para relevarme. El programa que llevo dentro de la cabeza —mucho más lento bajo Von Neumann de lo que lo sería si estuviera circulando por cualquier terminal mínimamente decente— desmenuza los datos acumulados en una serie de análisis y comprobaciones cada vez más sofisticadas y oscuras con la esperanza de detectar un efecto, pero cuando salgo del convoy después de haber finalizado el trayecto de vuelta acaba escupiendo su conclusión final, que no tiene nada de sorprendente:

    [LA HIPÓTESIS NULA NO HA SIDO REBATIDA.]


    ****

    Entro de servicio esperando encontrarme con que le han dado el día libre a Po-kwai, pero he recibido órdenes de presentarme en la Habitación 619. Cuando llego allí, Lee me explica la razón.

    —Po-kwai dice que ya no se cansa, así que no hay razón para interrumpir los experimentos.

    Monto guardia sumido en un estado de tozuda vigilancia, como si con ello quisiera compensar el abandono nocturno de mis deberes. Borro la charla de los científicos, y suprimo cualquier conato de impaciencia o expectación. A3 me destila hasta convertirme en un observador puro: estoy listo para responder instantáneamente a cualquier contingencia, pero hasta que llegue ese momento permaneceré totalmente pasivo. Cuando Po-kwai sale de la cámara de ionización una hora después, deciden que ya está bien por hoy.

    —¿Qué tal va todo? —le pregunto en el ascensor mientras vamos al restaurante.
    —Muy bien. Esta tarde no hemos parado de obtener datos útiles.
    —¿Ya?

    Asiente alegremente.

    —Creo que he cruzado alguna clase de umbral, porque de repente todo se está volviendo más y más fácil. Bueno... Usted ya sabe a qué me refiero, ¿verdad? No hago nada, como siempre. No es que me atribuya ningún mérito, pero parece como si la Po-kwai esparcida por fin hubiera conseguido aprender a manejar Conjunto.

    Durante un momento me tienta pedirle que repita lo que acaba de decir, pero no hay ninguna necesidad: la he oído perfectamente, y el significado no puede estar más claro. Y dado que Po-kwai nunca había empleado el nombre del módulo anteriormente, sin duda había recibido instrucciones explícitas de no hacerlo —impartidas por Leung, quizá— con el énfasis suficiente para que el mensaje quedara más indeleblemente grabado que el resto de las «tonterías de la seguridad».

    No veo ninguna razón para reprocharle el desliz.

    Soporto la cena con infinita paciencia, asintiendo cortésmente mientras Po-kwai se queja de lo monótona que se ha vuelto la comida últimamente. Después me siento en la antesala y oigo cómo Po-kwai se mueve por el apartamento mientras me pregunto en qué va a cambiar las cosas esa información, eso suponiendo que vaya a cambiarlas.

    A la una de la madrugada me desactivo, y mi alegría por fin puede expresarse libremente. El verdadero Conjunto es el módulo llamado Conjunto y esta ecuación perfecta, esta electrizante simetría, es la confirmación final de todo aquello en lo que creo. Una revelación, sí..., pero pensándolo bien, cualquier otro desenlace era sencillamente imposible. Y si lo que estaba buscando era algo que guiara a mis otras versiones y las animara a permanecer leales a mi misión, la repentina inspiración con la que se me acaba de obsequiar supera mis más enloquecidas esperanzas.

    Saco el generador de dados de mi bolsillo, invoco los módulos y empiezo.

    Los dados caen al azar una y otra vez, pero no me desanimo. Si hay algo que no se puede esperar de mi yo esparcido es que haga milagros al instante, sin importar lo muy fervientemente que esté desempeñando su labor..., y menos cuando cada seis segundos lo aniquilo, colapsándolo, y tiene que volver a empezar, recogiendo los cabos sueltos de las huellas holográmicas de su experiencia que hayan podido quedar preservadas en mi cerebro.

    ¿Es realmente necesario que me colapse después de cada lanzamiento, lo cual supone hacerlo con mucha frecuencia? Po-kwai ha alcanzado el éxito a través de este enfoque, desde luego: colapsarse después de cada ion le habría proporcionado la meta más sencilla posible, puesto que sólo tenía que amplificar una de entre dos posibilidades. Pero su tarea y la mía no son idénticas, ¿verdad? Conjunto está dentro del cráneo de Po-kwai, no del mío. Quizá deba permanecer esparcido durante un período de tiempo más largo para generar versiones de mi persona que sean capaces de influenciar el módulo. ¿Durante cuánto tiempo permanecí esparcido cuando Karen apareció sin ser invocada? No puedo saberlo, ya que el proceso se hallaba fuera de mi control.

    Pero ahora eso ha dejado de ser verdad.

    Marco el interruptor de conexión.

    El generador de dados, colocado encima de la mesa junto a mí, hace que las imágenes de los cubos giren por los aires. Las imágenes casi parecen tener solidez —incluso relucen convincentemente cuando fingen capturar la luz ambiental—, y luego caen sobre la superficie con un tenue chasquido simulado. Ojos de serpiente, dos unos: mi objetivo.

    Suprimo temblorosamente el a estas alturas ya instintivo tercer paso de la rutina y, sin tocar el menú de Hipernova, introduzco el primer resultado en el programa de análisis mientras pienso que cada vez que haga esto Von Neumann se esparcirá en múltiples versiones, con copias del programa a las que se habrán proporcionado todas las combinaciones de resultados posibles hasta el momento. No necesito pensar en los lanzamientos individuales, ya que lo único que he de hacer es elegir un estado propio en el que el programa de análisis acabe declarando el éxito. Estoy seguro de que puedo llevar a cabo con éxito una labor tan sencilla como ésa..., con la ayuda del verdadero Conjunto.

    Ojos de serpiente por segunda vez.

    Y una tercera.

    ¿Y qué pasaría si me colapsara ahora, antes de que el programa haya emitido un veredicto? ¿Qué sería esto entonces..., puro azar, tal vez? ¿Una coincidencia? ¿Una rara —pero insignificante— racha de buena suerte? ¿O será quizá que ya estoy presenciando la prueba de que permaneceré esparcido más allá de ese punto?

    Ojos de serpiente, por cuarta vez. Con una alternativa entre treinta y seis para cada lanzamiento, la probabilidad de que se presente una serie de cuatro o más ojos de serpiente seguidos —algo que sólo ha ocurrido una vez en los treinta mil lanzamientos, las diez noches de datos que he acumulado hasta ahora— ya ha bajado al 1,7 por ciento.

    Una quinta vez..., al 0,048 por ciento. Habiendo cruzado el umbral arbitrario del uno por ciento, el programa empieza a emitir mensajes de triunfo.

    Seis... al 0,0013 por ciento.

    Siete... al 0,000037 por ciento.

    Ocho... al 0,0000010 por ciento.

    Dejo de introducir datos en el programa y me limito a contemplar cómo los dados aterrizan una y otra vez en la misma posición, igual que uno de esos hologramas publicitarios de ciclo cerrado que no aspiran a sorprenderte con su nivel de sofisticación. Después de todo, puede que el generador no esté funcionando correctamente. Pero de ser así, ¿en qué consiste exactamente la avería? ¿Y por qué se ha producido? ¿Podría llegar a convencerme a mí mismo de que, por pura fuerza de voluntad, he «impuesto» al sistema un cambio de circuitos que ha eliminado su imparcialidad? ¿Buscaré refugio en la cómoda idea de que todo se reduce a telequinesis llevada a cabo por métodos desconocidos? Ni siquiera estoy tratando de influir sobre el aparato, puesto que me limito a contemplar cómo ocurre todo. Po-kwai tenía razón: el yo esparcido se encarga de hacer el trabajo.

    No tengo más remedio que aceptar toda la verdad: estoy viviendo un patrón de acontecimientos que será (o ha sido) seleccionado entre varios cuatrillones de posibilidades por el esfuerzo colectivo de varios cuatrillones de versiones de mi persona..., a la mayoría de las cuales me dispongo a ejecutar (a menos que ya lo haya hecho).

    Marco el interruptor de desconexión.

    Los dados continúan cayendo: un tres y un cuatro. Un dos y un uno. Un par de seises.

    Me seco el sudor de la cara, temblando, aturdido y mareado por el éxito y el miedo.

    Estiro el brazo y cierro la mano sobre el borde del asiento: el metal, frío y liso, sigue siendo tan sólido como siempre. No necesito mucho tiempo para calmarme. He pasado por todo el proceso sin sufrir ningún daño y sin haber cambiado, ¿verdad? Y ahora ya no hay nada que temer: no habrá más fallos del módulo, no habrá más alucinaciones. Ahora tengo el control. Y cualesquiera que sean los extraños retorcimientos metafísicos que pueda verme obligado a aceptar, una cosa continúa siendo verdad: al final, cuando desenchufe el sistema, cuando accione el interruptor de desconexión, cuando colapse la función... todo, absolutamente todo, seguirá estando dentro de los límites de la normalidad.


    10


    FIEL AL ESPÍRITU DEL CANON, Lui establece las etapas de mi conquista del módulo sin sugerir ni por un solo instante que mis instintos puedan cometer el más mínimo error en lo que respecta a dicha cuestión. Después de haber obtenido su aprobación, subo de nivel y me enfrento a trucos de dados más elaborados: ciclos de dos, tres o cuatro desenlaces distintos; totales que siempre son números primos; dados que siempre están de acuerdo. Las probabilidades objetivas en contra de que dichas condiciones sean observadas meramente debido al azar no son más espectaculares que las de mi primer éxito —y en algunos casos son mucho menos restrictivas— pero aun así, y a primera vista, se diría que identificar y amplificar los estados propios para estos patrones complejos debería plantearme desafíos más serios.

    Y, una vez más, puede que el criterio a aplicar en todos los casos consista sencillamente en mi convicción de que el desenlace es correcto: el estado es elegido por la única razón de que contiene una versión de mi persona que cree haber tenido éxito..., y si una de mis versiones virtuales sufriera un fallo de concentración y cometiera el error de creer que un cinco y un tres suman un primo, quizá acabaría viendo recompensada su incompetencia con el privilegio de volverse real. (Quizá ya haya ocurrido. Varias veces. Quizá estoy «mutando», lenta pero incesantemente, hacia una capacidad incrementada para la falta de atención y el autoengaño. Si esta clase de «evolución» pudo proporcionar a Laura los senderos cerebrales sobre los que está basado Conjunto, entonces no debería subestimar los efectos que puede llegar a tener sobre mí.) Podría comprar una holocámara de bolsillo y empezar a registrarlo todo —viéndolo únicamente después de cada colapso—, pero no quiero llegar a acumular excesivas cantidades de equipo incriminatorio. Si me sorprenden lanzando dados, el pasatiempo podría ser considerado lo suficientemente inocente para no despertar sospechas: siempre podría afirmar que A3 volvía a funcionar mal, y que necesitaba alguna diversión para aguantar las primeras horas de la madrugada sin enloquecer. Dudo que esa explicación pudiera justificar el hecho de estar rodando películas caseras mientras me encuentro de servicio.

    A medida que el experimento progresa mi decisión sufre vacilaciones momentáneas, pero nunca llega a desmoronarse del todo. Esto es lo que el verdadero Conjunto quiere de mí, de eso estoy absolutamente seguro. Y si el esparcirse es la antítesis de todo lo que defiendo y represento, de todas las metas que he intentado alcanzar a lo largo de mi vida —el control de quién soy y quién puedo llegar a ser—, entonces seguramente el control perfecto que me proporciona Conjunto debería compensar de sobras todos los riesgos..., siempre que sea yo quien conserve el control, aunque sea muy indirectamente, y siempre que mis deseos sigan teniendo prioridad mientras estoy esparcido.

    A veces me sorprendo pensando: si yo no sé cómo invocar Conjunto, ¿quién sabe hacerlo? ¿Cuál de mis cómplices virtuales de corta vida aprende a ejecutar el truco... y por qué, habiendo dado ese primer paso, después permite que el colapso acabe con él? ¿Por qué refuerza un estado propio que no es el suyo, cuando podría utilizar el módulo para llegar a hacerse real?

    Pero cuanto más pienso en ello, más convencido estoy de que Po-kwai tiene que estar en lo cierto: es la totalidad de mi yo esparcido la que opera Conjunto, y no existe ninguna versión que posea dicha capacidad por sí sola. La versión materializada por el colapso, cualquiera que fuese ésta, reproduciría mis protestas de ignorancia. El conocimiento ha de estar distribuido, de la misma manera en que está distribuido el conocimiento dentro de una red neural. Si ninguna neurona individual de mi cerebro encarna ninguna de mis habilidades, ¿por qué debería esperar que alguna versión de mi persona poseyera los secretos de mi yo esparcido? Y tanto si el Nick Stavrianos esparcido redescubre de nuevo la habilidad cada vez que cobra existencia como si el conocimiento sobrevive al colapso, codificado en algún «holograma» dentro de mi cerebro, no hay mártires virtuales, y tampoco hay alter egos dispuestos a sacrificarse a sí mismos que usen el módulo para darme lo que quiero al precio de su existencia.

    ¿Y mi yo esparcido? No es ningún mártir, y no tiene elección. De una manera o de otra, siempre tiene que acabar colapsado.

    Lo cual no presupone que siempre deba salir de cada colapso siendo yo.


    ****

    Justo cuando todo el asunto está empezando a parecerme casi rutinario (si quiero totales de siete, entonces obtengo totales de siete. Es lo más sencillo del mundo, ¿no?), Lui me entrega un fajo de sobres cerrados.

    —Son listas de cien desenlaces aleatorios. Podría intentar influir sobre los dados para que los produjeran.
    —¿Leyendo la lista mientras los dados son lanzados, quiere decir?

    Lui menea la cabeza.

    —¿Qué sentido tendría eso? Consulte la lista después de haber recopilado los datos..., pero antes de haberse colapsado, naturalmente.

    Mis instintos me aseguran que no podré hacerlo, y después fracaso durante cuatro noches consecutivas. Y la verdad es que me alegro de fracasar: me siento desafiante, blasfema y presuntuosamente contento, como si mi fracaso implicara una inesperada confirmación de todas esas explicaciones «razonables» tan concienzudamente desacreditadas a las que creía haber dejado de aferrarme. ¿Cómo puedo conseguir que los dados reproduzcan los resultados de la lista cuando ni siquiera la he leído? ¡Pues claro que estoy fracasando! Es sencillamente imposible.

    Y al mismo tiempo, soy plenamente consciente de que la tarea no tiene nada de nuevo ni de especial. La «clarividencia» es tan innecesaria como lo fue la «telequinesis» en los otros experimentos. Todo se reduce a escoger el estado propio adecuado, y lo único que he de hacer es conseguir que el presente correcto se convierta en pasado.

    La quinta noche, como las anteriores, anoto los resultados en el cuadernillo de Herramientas mentales, y después saco al azar un sobre del bolsillo y lo abro. Después de las tres primeras coincidencias, estoy seguro de que los noventa y siete valores restantes también coincidirán, pero aun así los compruebo diligentemente uno a uno.

    No siento la más tenue sombra de desconcierto —o de resentimiento— hasta que me colapso después de haber marcado el interruptor de desconexión.

    Pero, pudiendo elegir, ¿por qué iba a querer sentir esas emociones?


    ****

    Lui me entrega una cerradura de combinación. —¿Por qué no abrirla al primer intento? —sugiere después con asombrosa tranquilidad.

    —¿Lanzando dados?
    —No. Sin ayudas.
    —¿Usando Von Neumann?
    —No. Intente adivinar la combinación.

    Sentado en la antesala, espero a que Po-kwai se quede dormida. Me pregunto qué sueña cuando tomo prestado el módulo: nada en absoluto, si mi yo esparcido escoge correctamente su estado..., pero, dado que no la despierta para preguntárselo (antes del colapso), ¿en qué se basa para hacer esa elección?

    Puede que algunas versiones de mi persona la despierten y se lo pregunten.

    Me desactivo, me esparzo y luego espero cinco minutos. Quiero estar seguro de que acabaré estando lo «suficientemente esparcido» para operar Conjunto —y aguantar toda la espera ahora, antes de tratar de abrir la cerradura, será mucho más llevadero que el dejarla para cuando lo haya conseguido— y me encuentro enfrentándome al hecho de que no tengo elección: no puedo colapsarme demasiado pronto, y no lo haré.

    La parte de escoger el momento del colapso todavía me preocupa bastante. Po-kwai lo tiene mucho más fácil, naturalmente, pues en su caso no puede elegir. En mi caso, tiene que haber estados propios en los que elijo colapsarme antes, o más tarde, de lo que lo hago en el estado que acaba volviéndose real. Esos intentos no producen ningún efecto tangible, por supuesto, ya que el colapso sólo es real cuando se ha vuelto real a sí mismo. El razonamiento suena incómodamente circular, pero por lo menos es consistente: la función se colapsa exactamente cuando el estado elegido incluye la acción que causa ese colapso. O, mejor dicho, es consistente desde el punto de vista de la versión que se vuelve real..., pero ¿qué ocurre con las versiones que intentan colapsarse y no lo consiguen? ¿Saben que han fracasado..., y lo que significa eso? ¿O sólo son abstracciones matemáticas que no saben nada, no sienten nada y no experimentan nada?

    Saco la cerradura de mi bolsillo y la contemplo con creciente inquietud. Los seres humanos nunca han destacado por su capacidad para generar números realmente aleatorios, y ahora empiezo a lamentar no haber decidido —antes de esparcirme— ignorar las sugerencias de Lui y haber empleado los dados. ¿Y si la combinación es 9999999999 o 0123456789? No dudo que soy físicamente capaz de pulsar las teclas en cualquier orden imaginable, pero ¿soy psicológicamente capaz de «adivinar» semejante secuencia «no aleatoria»?

    Bien, pues más vale que sea capaz de hacerlo. Porque en caso contrario, estoy seguro de que mi yo esparcido —con la ayuda de Conjunto— podrá encontrar a alguien que sí sea capaz.

    La idea me parece risible, y suelto una carcajada. ¿Cambio igual a suicidio? Fue Po-kwai quien dijo eso, no yo. Además, seguramente ya es demasiado tarde para preocuparse por eso: si nada es real hasta el colapso, entonces «ya» he sido colapsado. Toda esta experiencia ya ha sido seleccionada, y ya me he convertido en quien tenga que convertirme para poder abrir la cerradura. Y, francamente, no siento ningún gran cambio.

    Pero cuando adelanto el dedo índice hacia el teclado, sufro un repentino cambio de perspectiva.

    «Soy una entre un mínimo de diez mil millones de personas, sentadas en un mínimo de diez mil millones de habitaciones que se están enfrentado a un mínimo de diez mil millones de cerraduras. Si adivino la combinación correcta, vivo. Si no, muero. Es así de sencillo.»

    ¿Qué me hace pensar que «ya» lo he conseguido? ¿El hecho de que la habitación parezca normal? ¿El hecho de que sigo siendo capaz de experimentar sensaciones? Si el colapso no produce la experiencia —si se limita a seleccionarla—, entonces no veo por qué las percepciones de cualquier versión de mi persona deberían ser radicalmente distintas de las de las demás. ¿Qué razones podría haber para que ese estado seleccionado por el azar que llega a volverse real sea el único que parece real?

    Empiezo a bajar la cerradura —nadie me está obligando a pasar por esto—, pero entonces pienso que eso es justo lo peor que puedo hacer. Mi yo esparcido elegirá a alguien que abra la cerradura, no a alguien que abandone todo el experimento. Si me echo atrás, mis probabilidades de sobrevivir son cero.

    Clavo los ojos en la cerradura e intento expulsar de mi mente todos esos miedos absurdos. Ya me he esparcido antes, y he superado la prueba. «Oh, sí, claro que la he superado..., o no estaría aquí. Eso no dice nada acerca de mi situación actual.» Meneo la cabeza. Esto es ridículo. Todo el mundo se colapsa. ¿Realmente estoy intentando convencerme de que la vida cotidiana se basa en un proceso de genocidio constante? Si no he sido capaz de llegar a creer eso cuando estábamos hablando de unos alienígenas hipotéticos, ¿por qué iba a hacerlo cuando hablamos de los seres humanos?

    ¿Alienígenas hipotéticos? ¿Quién demonios pienso que creó la Burbuja?

    Bien... ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Seguir sentado y esperar a que Lee aparezca y se encargue de decidir por mí? ¿O planeo encontrar una forma de pasar todo lo que me quede de vida sin ser observado? Pero ni siquiera eso me salvaría: cuando la versión elegida de mi persona decida colapsarse, me esfumaré..., a menos que yo sea la versión elegida, y no hay ni una probabilidad entre diez mil millones de que eso llegue a ocurrir.

    No sé qué rompe el hechizo, pero de repente —y misericordiosamente— vuelvo a mi estado de escepticismo anterior. Una parte de mí dice: «Si cuatrillones de humanos virtuales realmente están muriendo a cada segundo, entonces no hay por qué tener miedo de la muerte.» Pero la observación es puramente intelectual, porque no creo que vaya a morir. Alzo la cerradura y pulso diez teclas sin pensar, casi sin mirar, y luego contemplo la diminuta pantalla que hay encima del teclado: 1450045409.

    ¿Demasiado ordenado? ¿Demasiado aleatorio?

    Demasiado tarde. Tiro de la anilla.


    ****

    Lui me está esperando junto al estanque central del parque de Kowloon, echando pan a los patos. Me parece que ha visto demasiadas películas malas de espías. Cuando me detengo junto a él, ni siquiera vuelve la cabeza en mi dirección.

    —No entiendo por qué intenta fingir que no me conoce —digo—. Me parece que nuestros jefes quizá ya lo sepan.

    Lui ignora mi comentario.

    —¿Qué ocurrió anoche?
    —Éxito.
    —¿Al primer intento?
    —Sí, al primer intento. —Bajo la mirada hacia el estanque e intento decidir si quiero matarlo o abrazarlo—. Fue una buena idea —digo pasados unos momentos—. Lo de la cerradura de combinación, quiero decir. Durante cinco minutos fue una tortura, pero debo admitir que al final valió la pena. —Me río, o intento hacerlo, y el sonido que acabo emitiendo no resulta nada convincente—. Cuando ese condenado trasto se abrió por fin... Bueno, puedo asegurarle que no me había sentido tan feliz en toda mi vida. Casi me muero de puro alivio. Y... Ya sé que esto no tiene ninguna lógica, pero... nada podría haber hecho que me sintiera más seguro de que, ocurra lo que ocurra ahora, conseguiré salir adelante.

    Lui asiente solemnemente.

    —El desafío no estriba en operar el módulo, sino en aprender a pensar en él de la manera correcta. Debe encontrar un estado mental que le permita pasar por esas situaciones sin que lo afecten. Que sucumbiera al terror metafísico en plena incursión dentro del edificio de DBI sería lo peor que podría ocurrimos.
    —Desde luego. —Vuelvo a reír, esta vez con un poco más de éxito—. Aunque no creo que allí encuentre muchos cerraduras con unas combinaciones tan fáciles. ¿Diez nueves, en la vida real? Difícilmente.

    Lui menea la cabeza.

    —¿Combinaciones fáciles? ¿Qué significado tiene eso? Para usted, ahora todas las combinaciones son fáciles.


    ****

    Tardo una semana más en llegar a dominar las cerraduras para las que habría que usar una llave. Lui me enseña sus cálculos: el que unos cuantos transistores de punto cuántico contenidos en el microchip de una cerradura decidan hacerme el favor de sufrir todos los fallos necesarios en el momento adecuado es tan poco probable como sacar cien ojos de serpiente consecutivos. El hecho de que normalmente no esperaríamos que ninguno de esos dos acontecimientos pudiera tener lugar en toda la historia del universo carece de importancia. (Eso suponiendo que fuera lícito hablar de semejante escala temporal, cuando lo más probable es que, en el sentido humano del término, durante la mayor parte de esa historia no haya «ocurrido» absolutamente nada.) Lo importante es que me he convencido a mí mismo de que es posible hacerlo, y que eso parece ayudar bastante al Nick Stavrianos esparcido.

    Pero las cámaras de seguridad todavía me preocupan.

    —Si soy observado, me colapso. La persona que esté mirando el monitor me colapsará al azar.
    —No —dice Lui—. Recuerde que conserva el control del módulo de los estados propios. Y no será colapsado..., no si hace que la probabilidad llegue a ser lo suficientemente pequeña. Usted no se colapsa a sí mismo cuando no quiere hacerlo, ¿verdad? Aunque ese evento es posible, desde luego. Deje de pensar en su yo esparcido como un sistema frágil, precario e indefenso incapaz de sobrevivir a una mirada.
    —Pero una mirada destruirá...
    —No. Puede hacerlo, por supuesto, pero eso no quiere decir que deba hacerlo. Una mirada puede colapsarlo, desde luego. Los dados pueden caer de todas las maneras posibles..., pero si usted no se lo permite, entonces no lo hacen. En sí misma, la observación no colapsa la función. Cuando está esparcido sigue siendo capaz de ver, ¿no? El colapso es un proceso distinto. Si alguien lo observa, las dos funciones interaccionan y se convierten en una sola entidad. Eso hace que el observador adquiera el poder de colapsarlo..., pero también hace que usted adquiera el poder de manipular al observador y evitar el colapso.
    —¿Me está diciendo que lo que haremos será librar una batalla por el destino de la función de onda? Justo cuando había conseguido dejar de obsesionarme pensando que debería enfrentarme a todas mis versiones hipotéticas, ahora resulta que tendré que echar un pulso por la realidad con alguien que es tan indiscutiblemente real como yo.
    —Véalo de esa forma, si quiere, pero le aseguro que como competición no será gran cosa. Sus «oponentes» ni siquiera saben qué es la función de onda, por lo que no tienen absolutamente ninguna capacidad de manipularla.
    —Eso no ha impedido que varios miles de millones de personas la colapsaran unos cuantos miles de veces al día.
    —Lo que hacen es colapsarse a sí mismas, a los objetos inanimados y a otras personas igualmente ignorantes y carentes de poder. Nunca se han enfrentado a nada como usted.
    —La gente se ha enfrentado a Laura Andrews.

    Lui sonríe.

    —Exactamente. Y aun así Laura Andrews consiguió escapar del Hilgemann en dos ocasiones, ¿verdad? ¿Qué otra prueba necesita?


    ****

    La primera noche que abandono mi puesto, no salgo del nivel del apartamento de Po-kwai y me limito a habitaciones y pasillos que están —plausiblemente— desiertos. Vagabundeo a través de los campos de una docena de cámaras y detectores de movimiento: mis colegas de la sala central de seguridad como mínimo deberían exigir una explicación inmediata, pero los transceptores del techo no descargan ni un solo mensaje infrarrojo. ¿Qué demuestra eso? ¿Que he «causado» discretos fallos de funcionamiento en las cámaras y sensores? ¿Que he «hecho» que los guardias se distrajeran? ¿O meramente que he impedido que cualquier señal observada llegara hasta mí, y que sólo he logrado esquivar las consecuencias hasta después del colapso?

    Voy dejando atrás las puertas de los apartamentos silenciosos de los otros voluntarios, y me pregunto —con una repentina oleada de celos— si alguno de ellos ha empezado a dominar Conjunto. Lui opina que no, pero no está seguro. Puedo vivir con mi necesidad de la intercesión inconsciente de Po-kwai, pero pensar que otra persona pueda acceder a los misterios del verdadero Conjunto basta para llenarme de disgusto. No hay ni una sola persona en todo el planeta que comparta la revelación que me ha sido otorgada por el módulo, y sólo yo tengo derecho a andar por este sendero. Tomo esa convicción y la pongo junto a la certeza de que mi objetivo final es entregar Conjunto al Canon, pero la contradicción parece superficial, una mera abstracción irrelevante.

    Vuelvo a la antesala, me colapso y espero a ver si he conseguido alcanzar la meta de la invisibilidad o sólo he logrado embaucarme a mí mismo con un mero autoengaño de avestruz. Me pregunto si mi yo esparcido puede distinguir entre aquellos estados en los que he pasado realmente desapercibido y aquellos en los que sólo he logrado engañarme a mí mismo. ¿Qué es menos probable, pasar por delante de una cámara sin ser visto o distorsionar mis propios recuerdos para convencerme a mí mismo de que he sido capaz de engañar a la cámara?

    No lo sé, pero nadie viene para acusarme de abandono del deber. Las horas transcurren tan plácidamente como siempre. Aunque, pensándolo bien, quizá ya estoy acurrucado, catatónico, en un rincón de alguna celda del sótano, y el éxito aparente de esta noche es el resultado de que mi yo esparcido haya seleccionado una versión de mi persona dotada de extraordinarias habilidades alucinatorias. ¿Cómo puedo descartar esa posibilidad? Después de todo, la palabra «improbable» ya no tiene absolutamente ningún significado. Si puedo triunfar teniendo todas las probabilidades en contra, puedo fracasar exactamente de la misma manera.

    Lee Hing-cheung viene a relevarme. Durante el trayecto de vuelta en el metro me dedico a contemplar a los otros pasajeros, retando a esta elaborada visión a que se desintegre en una repentina anarquía surreal. Pero el vagón conserva su solidez y los pasajeros me devuelven la mirada con expresión impasible, y las estaciones aparecen al otro lado de las ventanillas, sucediéndose unas a otras en el orden correcto y surgiendo en los momentos adecuados. Me cuesta creer que mi cabeza sea capaz de contener tantos mecanismos de relojería.

    Cuando llego a casa, hasta la última sombra de duda se ha evaporado. No estoy alucinando nada o, por lo menos, no más que de costumbre. Tumbado en la cama escuchando los familiares sonidos de la calle, siento cómo me va envolviendo la mundanidad del planeta, más reconfortante —y más extraña— que nunca. Alzo la mirada hacia el techo y cada grieta del yeso y cada puntito de luz solar parecen estar imbuidos de una paciencia que se encuentra más allá de toda comprensión, absortos en un milagro de impasible resistencia que desafía a la credulidad. Podría montar guardia durante mil millones de años, esperando que alguna señal de la verdad subyacente se revelara a sí misma, y mi vigilancia sería infructuosa. ¿Cómo puedo llamar mentira o ilusión a semejante proeza?

    La luz se vuelve más tenue, y un repentino estallido de lluvia golpea la ventana. Durante un momento me pregunto qué es lo que hemos creado en realidad. ¿El mundo macroscópico de la experiencia, definido por su solidez y por el hecho de ser el único que existe, o bien el mundo cuántico esparcido y de múltiples valores que parece ocultarse debajo de él y servirle de sostén? Po-kwai cree que nuestros antepasados colapsaron el universo, pero si estuviera equivocada y en realidad hubiese ocurrido exactamente lo contrario —si esos seres humanos del siglo XX que crearon la mecánica cuántica no hubieran descubierto las leyes del mundo microscópico, sino que en lugar de eso las hubieran hecho surgir de la nada—, ¿seríamos capaces de percibir la diferencia? ¿Qué es más difícil de creer, que el cerebro humano pueda haber manufacturado el mundo cuántico a partir del clásico..., o lo contrario? Y con todos nuestros experimentos —ineludiblemente— antropocéntricos, ¿podemos esperar llegar a descubrir alguna vez la verdad objetiva e inhumana?

    Tal vez no. Pero eso no me impide saber cuál es la característica que me parece más humana.

    Unos niños que van a la escuela, atrapados por la lluvia en la calle, empiezan a chillar.

    Escojo el sueño.


    ****

    Antes de desafiar las medidas de seguridad de ISA saliendo del nivel número trece, me armo con una docena de excusas. Pero no hay ninguna necesidad de dar explicaciones: los dos guardias del puesto de seguridad desvían la mirada mientras paso, en un momento tan perfectamente coreografiado que siento deseos de soltar una carcajada de puro deleite..., o de desplomarme para yacer en el suelo, temblando y balbuceando, ante esta prueba definitiva de que estoy absoluta e irremediablemente loco. Lo que hago es cerrar los ojos durante un momento y decirme a mí mismo, nada convincentemente, que esto no es más raro que sacar cien ojos de serpiente seguidos.

    Decido usar la escalera en vez del ascensor: ambas rutas están vigiladas, pero temo que el ascensor pueda «relacionarme» con cualquier persona cuyos desplazamientos por el edificio sean afectados de alguna manera por el hecho de que yo lo use.

    ¿Decido usar la escalera? Quizá no tengo elección. ¿Y si hasta el último detalle de mis pensamientos y de mis acciones ha sido, o será, seleccionado por mi yo esparcido? Pero la ilusión del libre albedrío continúa siendo tan irresistible como siempre, y no puedo (¿realmente no puedo?) evitar pensar que he sido yo quien ha elegido.

    Bajo al sexto piso, que a estas horas debería estar totalmente sellado, pero la puerta de la escalera se comporta exactamente igual que si estuviera desbloqueada. El puesto de seguridad está desierto y los gruesos postigos de acero que me impedían seguir avanzando empiezan a hacerse a un lado cuando ni siquiera he tenido tiempo de volver la mirada hacia la caja de control, la cual debería requerir dos llaves magnéticas y una autorización central.

    Entro, y una mezcla de megalomanía y paranoia hace que la cabeza me dé vueltas durante unos momentos. En realidad no sé si me siento increíblemente poderoso o meramente manipulado. No estoy haciendo nada de todo esto..., y sin embargo, no cabe duda de que es exactamente lo que quiero que ocurra. Desde el primer truco con los dados, mi yo esparcido no ha dejado de obedecerme. Ahora resulta evidente que todos mis temores de un motín eran infundados, y de repente estoy seguro de que todos esos fallos del módulo y todas mis visiones de Karen tienen que haber sido una mera aberración. Y eso no tiene nada de sorprendente, desde luego: no tenía ni idea —por lo menos conscientemente— de lo que estaba haciendo, así que no me extraña que no pudiera controlarlo.

    Todos los laboratorios y los cuartos del material están abiertos a mi inspección. Voy al azar de una habitación a otra sin prestar ninguna atención a las cerraduras o las cámaras, al principio intentando reprimir una creciente sensación de irrealidad y, finalmente, sucumbiendo de buena gana a ella. No creo ni por un segundo que esté soñando en el sentido literal del término, pero dejarse dominar por esta vaga sensación onírica siempre resulta más cómodo que seguir librando la batalla entre el sentido común y las elaboradas razones intelectuales que permiten que todos estos extraños milagros tengan cabida en el mundo de la vigilia. Lui tenía razón: el gran desafío —para mí— no consiste en operar el módulo, sino en encontrar alguna forma de conservar la cordura mientras actúa.

    Y en realidad la experiencia se parece mucho al soñar. Las puertas se abren porque deberían hacerlo, y mi presencia no es detectada porque la lógica del sueño así lo exige. Y tal como haría el protagonista de cualquier sueño, no intento engañarme a mí mismo repitiéndome que controlo la situación o que puedo recurrir al libre albedrío. En la Habitación 619 sufro un instante de vacilación y deseo que la silla colocada junto a la consola principal levite, o se deslice sobre el suelo y acabe deteniéndose delante de mí, pero no me sorprendo cuando no ocurre ninguna de las dos cosas. ¿Por qué? Pues no porque dude de que puedan ocurrir, sino sencillamente porque no sería correcto que ocurrieran.

    Sé, a la manera de los sueños, cuándo ha llegado el momento de salir del sexto piso y subir los veinticuatro tramos de escalones. El ejercicio que esto requiere es escrupulosamente realista, y mi aturdimiento se va disipando gradualmente..., lo suficiente para permitirme volver a sentir nerviosismo y preocupación. Todas esas puertas, todas esas cerraduras, todos esos sistemas de vigilancia... Multiplicar las probabilidades hace que todo el ejercicio parezca peligrosamente frágil y precario.

    Me detengo ante la salida del decimotercer piso, temiendo que esas puertas puedan rebotar en mi cuerpo y, en el fondo, temiendo estar a punto de ser castigado por mi falta de fe. Espero a que mi respiración se normalice, sabiendo lo absurdo que es todo esto, pero doblegándome ante mis instintos obsoletos para no perder la calma.

    Finalmente, hago acopio de valor y abro la puerta —un milagro sin importancia más para demostrar que todo va bien, o una improbabilidad más añadida a un edificio tambaleante— y cruzo el umbral.

    Los guardias se las arreglan para no verme, tan eficientemente como antes (y pensar que yo creo tener problemas con el libre albedrío). Atravieso el control de seguridad mirando fijamente hacia adelante, y doblo la esquina sin mirar atrás. Apenas estoy fuera de su campo de visión (potencial), casi me colapso —ardiendo en deseos de concretar los acontecimientos de la noche, de hacer que mi suerte imposible se vuelva indiscutible e irreversiblemente real—, pero en cuanto el menú de Hipernova aparece dentro de mi mente, me acuerdo de que todavía estoy dentro del campo de acción de un mínimo de dos cámaras.

    Como un gesto dirigido hacia la normalidad, abro la puerta de la antesala de la manera normal: mediante una emisión codificada de Red roja, la huella de un pulgar y una llave magnética. Después me pregunto —demasiado tarde— si este acontecimiento autorizado tiene más probabilidades de quedar registrado en el ordenador de seguridad del edificio que todas las entradas ilícitas que se han pasado desapercibidas. Cierro la puerta a mi espalda.

    —Estoy empezando a volverme un poco descuidado —murmuro—. Tengo que tener más cuidado.

    Po-kwai se ríe.

    —Oh, no lo creo. Pero me sorprendió descubrir que no se encontraba aquí. —Frunce el ceño—. ¿Algo va mal?

    Sacudo la cabeza.

    —Nada. Creí haber oído a un intruso. Pero era una falsa alarma, así que no hay por qué preocuparse.
    —¿Un intruso? ¿Dónde?
    —En el pasillo.
    —Pero hay cámaras, ¿no? Nadie puede...

    Me encojo de hombros.

    —El equipo puede ser infiltrado. En teoría, por lo menos. Pero olvídelo, porque no había nadie.
    —Pues a juzgar por su aspecto se diría que ha vuelto corriendo después de haber perseguido a ese «nadie» hasta el tejado.

    Me doy cuenta de que estoy sudando visiblemente, y no es por haber subido la escalera a toda prisa. Me seco la frente con una sonrisa de disculpa.

    —Fui a inspeccionar la escalera, así que primero eché un vistazo por los niveles superiores y luego registré los niveles de abajo. Debo de estar en baja forma.
    —Me sorprende que sus módulos le permitan transpirar.

    Dejo escapar una risita.

    —No hacerlo sería peligroso. Suprimir el apetito es una cosa, pero interferir con los mecanismos termorreguladores sería... un suicidio.

    Po-kwai asiente y no dice nada. Parece sentir más perplejidad que suspicacia: si duda de mi historia, espero que piense que he tratado de restar importancia al incidente, no que me lo he inventado. Intento encontrar una manera de evitar que interrogue inocentemente a Lee Hing-cheung acerca del «susto de anoche», pero no se me ocurre nada. «No le hable de esto a nadie, porque...» ¿Qué? ¿Porque no quiero dar la sensación de que soy un idiota que pierde el tiempo persiguiendo fantasmas? Po-kwai sabe que los guardias del control de seguridad «deben» de haberme visto.

    Y, lo que es todavía más importante, ¿cuánto tiempo lleva despierta? Desde antes de que yo atravesara el control de seguridad, muy probablemente, ya que no puedo haber tardado más de veinte segundos en ir desde la escalera hasta esta habitación. Así pues, ¿cómo he conseguido pasar por entre los guardias? ¿Se ha colapsado Po-kwai a sí misma, me ha colapsado a mí y ha roto mi conexión con Conjunto..., o será que los dos seguimos estando esparcidos? Y si lo estamos, ¿qué ocurrirá si desconecto el módulo inhibidor del colapso ahora? ¿Cómo puedo saber si el pasado que recuerdo ya se ha vuelto irrevocable? Porque si me colapso ahora, ¿corro el riesgo de que alguna otra secuencia de acontecimientos, escogida al azar, o escogida por el yo esparcido de Po-kwai, ocupe su lugar?

    Tengo que permanecer esparcido hasta que Po-kwai vuelva a estar dormida..., o predominantemente dormida. He de estar seguro de que soy yo quien elige el estado propio.

    Entro en la antesala. Lo único que de hacer es conservar la calma, charlar un rato y esperar a que Po-kwai empiece a sentirse cansada.

    —¿Qué la despertó?

    Po-kwai se encoge de hombros.

    —No lo sé. —Después cambia de parecer y me lanza una mirada abatida—. Otro sueño estúpido.
    —¿Qué soñó? Si es que no le molesta contármelo, naturalmente...
    —Nada muy emocionante. Estaba dando vueltas por el sexto piso. Iba de un laboratorio a otro intentando no ser vista y procurando no hacer ruido, como si fuera una ladrona..., pero no robé nada. Sólo quería demostrar que podía ir adonde quisiera. —Se ríe—. Sin duda estaba expresando mi resentimiento por la forma en que me han mantenido alejada de todos los aspectos científicos del trabajo. Me temo que mis sueños normalmente siempre son así: más bien transparentes, ¿no?
    —Bien, ¿y qué ocurrió para que se despertara?

    Frunce el ceño.

    —No estoy segura. Estaba subiendo por la escalera y... No sé, tenía miedo de algo. Temía que me encontraran. Venía hacia aquí y, por alguna razón, me aterrorizaba la posibilidad de que alguien pudiera verme. —Hace una pausa y después añade, muy seria—: Quizá fue eso lo que oyó en el pasillo. Quizá era yo que volvía.

    Sé que está bromeando, pero siento un escalofrío. ¿Quién está escogiendo esta conversación? ¿Mi yo esparcido? ¿Su yo esparcido? ¿La función de onda conjunta de los dos?

    —Ah, ¿sí? Conque ha vuelto a atravesar las paredes usando el efecto túnel, ¿eh? Y los suelos, claro. ¿Por qué molestarse en usar la escalera? ¿Por qué no ir directamente del punto A al punto B?
    —Bueno, en los sueños, ¿quién sabe? Supongo que enfrentarse a la terrible verdad de la física cuántica requiere una imaginación de la que mi subconsciente carece. Por no hablar del valor, claro.
    —¿El valor?

    Se encoge de hombros.

    —Quizá no sea la palabra adecuada. ¿Valor? ¿Integridad? No sé qué es lo que se necesita. Pero últimamente he estado pensando mucho en... la parte de mí... que se pierde cuando me colapso. Y ya sé que es una estupidez, pero... Cuando intento aceptar el hecho de que hay... mujeres prácticamente idénticas a mí que existen durante uno o dos segundos, experimentan algo que yo no experimento y luego se esfuman... —Menea la cabeza, despectiva y casi furiosa—. Eso sí que es tener la sensibilidad a flor de piel, ¿eh? Preocuparse por la muerte de mis alternativas virtuales... ¿Cuántas vidas quiero?
    —Dígamelo usted. —Personalmente, sólo una..., pero supongo que a esas otras versiones también les gustaría tener su propia vida. —Vuelve a menear la cabeza, esta vez con una nueva decisión—. Pero todo eso es de locos. Es como..., como llorar por la piel muerta. Es lo que somos, es la forma en que operamos. Los seres humanos escogen y toman decisiones, y «asesinamos» a las personas que podríamos haber sido. El trabajo que estoy llevando a cabo quizá lo vuelva desagradablemente explícito, pero aun así no cambia nada: no podemos vivir de otra manera. Y ahora que la Burbuja nos protege del resto del universo, debemos aprender a vivir con nosotros mismos y hemos de aceptarnos tal como somos.

    Recuerdo mi escepticismo anterior y, finalmente, decido expresarlo en voz alta.

    —Suponiendo que haya algo de verdad en todo eso, claro. Quizá no haya nada que aceptar.

    Po-kwai pone los ojos en blanco.

    —Oiga, no se preocupe: ISA no va a anunciar al mundo que la Burbuja está ahí para defender al universo del agotamiento de las alternativas llevado a cabo por los seres humanos. La verdad se encuentra tan cargada de implicaciones que ni siquiera estoy segura de qué sería más peligroso, si el que fuera malinterpretada o el que la gente la entendiera correctamente. Las percepciones humanas han diezmado el universo. La vida consiste en una matanza continua de versiones de nosotros mismos. Imagínese qué clase de sectas se formarían alrededor de ideas como ésas.
    —E imagínese cuál sería la reacción de las sectas ya existentes, ésas que creen disponer de respuestas para todo lo que ha ocurrido durante los últimos treinta y cuatro años.

    Oh, sí. Las sectas de las que se supone que la estoy protegiendo...

    Po-kwai asiente, y a continuación se despereza y reprime un bostezo. Resisto la tentación de sugerir que debe de estar cansada.

    —No sé cómo me aguanta, Nick —dice—. Cuando no lo estoy aburriendo con mis sueños o quejándome de la forma en que me trata ISA, voy y le suelto un montón de discursos tenebrosos sobre la aniquilación de civilizaciones alienígenas y el asesinato de nuestras propias alternativas.
    —No se disculpe. Todo eso me interesa mucho.
    —¿De veras? —Me mira fijamente y a continuación menea la cabeza, fingiendo frustración—. Es usted un auténtico misterio, Nick. Si se estuviera limitando a seguirme la corriente, nunca notaría la diferencia. Bien, tendré que aceptar su palabra al respecto. —Lanza una rápida mirada a su reloj de pulsera, el ostentoso (y ahora, además, falso) emblema de un cerebro libre de módulos—. Son más de las tres. Supongo que será mejor que... —Da un paso hacia la puerta y después se detiene—. Ya sé que es físicamente incapaz de hartarse del trabajo, pero ¿qué opina su familia de que tenga que pasarse todas las noches trabajando fuera de casa?
    —No tengo familia.
    —¿De veras? Me lo imaginaba con...
    —Ni esposa ni niños.
    —¿Quién, entonces?
    —¿Qué quiere decir?
    —¿Novias? ¿Novios?
    —Nadie. No desde que murió mi esposa.

    Se encoge sobre sí misma.

    —Oh, Nick. Lo siento. Mierda. Po-kwai, la reina del tacto. ¿Cuándo ocurrió? Supongo que sería antes de..., antes de que empezara a trabajar aquí, ¿verdad? Porque si ocurrió hace poco, nadie me... —No, no. Pronto hará siete años.
    —¿Y... qué ha ocurrido? ¿Todavía no lo ha superado?

    Meneo la cabeza.

    —Nunca he tenido necesidad de superarlo.
    —No le entiendo.
    —Llevo un módulo que..., que define mis respuestas. No lloro a mi esposa. No la echo de menos. Lo único que puedo hacer es recordarla.

    Y no necesito a nadie más. No puedo necesitar a nadie más.

    Po-kwai titubea, en lo que sin duda refleja un enfrentamiento entre la curiosidad y algún anticuado sentido del decoro, y finalmente acaba cayendo en la cuenta de que no tengo ninguna pena que deba ser respetada.

    —Ya, pero... ¿Cómo se sintió en aquellos momentos? Antes de que le instalaran el módulo, quiero decir...
    —Por aquel entonces yo era policía. Cuando murió mi esposa estaba de servicio, o me faltaba muy poco para estarlo. Así que... —Me encojo de hombros—. No sentí absolutamente nada.

    Durante un momento soy terriblemente consciente de que esta confesión es tan improbable como el resto de cosas que he hecho esta noche, y comprendo que el Nick-y-Po-kwai esparcido la está extrayendo de los más tenues reinos de la posibilidad con la misma meticulosidad que ha aplicado a todas esas proezas en las que forzaba cerraduras y esquivaba centinelas. Pero el momento enseguida queda atrás, y la ilusión de la voluntad y el flujo suavemente continuado de la racionalización vuelven a hacerse presentes.

    —Su muerte no me había afectado, pero sabía que me afectaría. Sabía que apenas desconectara mi módulo del comportamiento y saliera de la fase de activación sufriría, y que sufriría muchísimo. Así que opté por la solución más lógica e hice lo obvio: tomé las medidas necesarias para protegerme. O, mejor dicho, mi yo activado se encargó de tomar las medidas necesarias para proteger a mi yo no activado. El boy scout zombi acudió al rescate.

    Po-kwai oculta admirablemente bien su reacción, pero no resulta difícil imaginársela: partes iguales de compasión y repugnancia.

    —¿Y sus superiores se cruzaron de brazos y le dejaron hacer?
    —Oh, no, por supuesto que no. Tuve que presentar mi dimisión. El departamento quería arrojarme a los chacales: terapeutas de la pena, consejeros de la pérdida, especialistas en adaptación al trauma... —Me río—. Esas cosas nunca se dejan al azar, porque existe un protocolo del departamento que tiene varios megabytes de longitud y además hay todo un ejército de personas dispuestas a aplicarlo. Y aun así, debo admitir que no se mostraron inflexibles y que me ofrecieron toda clase de elecciones. Pero la de permanecer activado hasta que mi organismo hubiera logrado digerir todo el problema no figuraba entre ellas. Eso no me habría convertido en un mal policía, por supuesto, pero habría tenido unos efectos espantosos desde la perspectiva de las relaciones públicas: ingresa en la fuerza policial, pierde a tu esposa..., y recablea tu cerebro para que te importe una mierda.

    »Supongo que podría haberles puesto una denuncia para conservar mi empleo: legalmente, tenía derecho a usar el módulo que me diera la gana siempre que eso no afectara a mi trabajo. Pero pensé que no había ningún motivo para armar tanto jaleo. Todo había salido bien, y era feliz...

    —¿Feliz? —Sí. El módulo me hacía feliz. No quiero decir que estuviera colgado, eufórico o alterado. Sólo hizo que me sintiera tan..., tan feliz como me hacía sentir Karen cuando estaba viva.
    —No puede hablar en serio.
    —Pues claro que sí. Es la verdad. No es una cuestión de opinión, porque eso es exactamente lo que hacía. Es una cuestión de anatomía neural.
    —¿Así que Karen estaba muerta y usted se sentía maravillosamente bien?
    —Ya sé que suena horrible. Me hace parecer un monstruo insensible, ¿verdad? Y por supuesto que deseo que hubiera sobrevivido. Pero no sobrevivió, y yo no podía hacer nada al respecto. Así pues, hice que su muerte se volviera... irrelevante.
    —¿Y nunca ha pensado que quizá...? —murmura Po-kwai después de unos instantes de vacilación.
    —¿Qué? ¿Que en realidad todo esto no es más que una especie de horrible mascarada? ¿Que sería mejor que no fuese el yo que soy ahora? ¿Que debería haber pasado por el proceso natural de la pena y, finalmente, haber salido de él con todas mis necesidades emocionales naturales intactas? —Sacudo la cabeza—. No. El módulo es un paquete completo, un sistema cerrado de creencias que abarcan todos los aspectos de la cuestión..., y eso incluye la convicción de que hice lo mejor que podía hacer. El boy scout zombi no era ningún idiota: si dejas cabos sueltos, tarde o temprano todo se desintegra. No puedo creer que sea una mascarada. No puedo lamentarlo. Es exactamente lo que quiero, y siempre lo será.
    —Pero ¿nunca se pregunta qué pensaría, qué sentiría... sin el módulo?
    —¿Por qué debería hacerlo? ¿Por qué debería importarme? ¿Cuánto tiempo dedica usted a preguntarse cómo sería con un cerebro totalmente distinto? Soy el que soy.
    —En un estado artificial...

    Suspiro.

    —¿Y qué? Todo el mundo se encuentra en un estado artificial. Todos los cerebros se han modificado a sí mismos. Todos los seres humanos intentan moldear su personalidad y su manera de ser. Los módulos cumplen su función tan extremadamente bien que permiten que las personas obtengan lo que quieren, ¿y quiere convencerme de que es precisamente eso lo que los vuelve tan terribles? ¿Realmente cree que el cableado cerebral surgido de la selección natural, y de una vida accidental, y de los intentos —básicamente muy poco efectivos— de las personas por cambiarse a sí mismas de una manera «natural» puede ser considerado como una especie de paradigma de la perfección? De acuerdo: llevamos millares de años inventando religiones ridículas y razones seudocientíficas con las que convencernos de que las cosas que no podíamos controlar siempre eran, casualmente, las mejores alternativas posibles. Dios tiene que haber hecho un trabajo perfecto..., y si no fue Dios, entonces fue la evolución: en cualquier caso, alterarlo sería un sacrilegio. Y nuestra cultura tardará bastante tiempo en llegar a ser lo suficientemente madura para poder prescindir de todas esas estupideces. Pero enfréntese a la verdad y admita que sólo son un montón de excusas anticuadas para no desear las cosas que podríamos llegar a tener.

    »¿Tan trágico le parece que mi manera de ser me haga feliz y que me sienta tan a gusto con ella? Bueno, pues por lo menos yo sé por qué soy feliz, y no necesito engañarme a mí mismo repitiéndome una y otra vez que el producto final de unos cuantos trillones de acontecimientos aleatorios constituye el pináculo insuperable e indiscutible de la creación.

    Después de que Po-kwai se haya ido, dejo transcurrir una hora y me colapso. El proceso no genera ningún efecto perceptible, naturalmente: el pasado (inevitablemente) «sigue siendo» tal como lo recuerdo. Soy plenamente consciente de que eso no demuestra nada y de que no podría parecerme de otra forma, pero eso no impide que la lección irracional quede todavía más reforzada: temer que no seré el que sobreviva para luego descubrir que he sobrevivido (como si eso fuera alguna clase de milagro, y no una tautología), me obliga a aceptar la convicción de que siempre habrá una sola versión «verdadera» de mi persona. Tal vez sea una ilusión, pero es la clase de ilusión sin la que no podría vivir.

    Pienso en la confesión que me he visto obligado a hacer y experimento una tenue sensación de humillación, pero no dura demasiado. Bien, así que Po-kwai sabe lo de Karen. Y no lo aprueba. Y le inspiro compasión. Sobreviviré.

    Pero hay una cosa que me preocupa.

    ¿Y si la Po-kwai esparcida vuelve a hacerse con el control? Con la curiosidad como único motivo, me cambió lo suficiente para hacerme revelar un secreto que yo —o por lo menos el yo que era antes— jamás habría compartido con ella ni en un millón de años.

    Armada con el conocimiento, la desaprobación y la compasión, ¿qué cambiará a continuación?


    11


    LUÍ ESTÁ DE ACUERDO en que debemos acelerar nuestro programa para contrarrestar la creciente influencia de Po-kwai. Mi alivio está teñido de aprensión; la perspectiva de precipitarse a hacer la incursión sin la progresión gradual de ensayos que había estado esperando, hace que me sienta desesperadamente mal preparado. En teoría, el robo quizá se reduzca a una larga secuencia de la clase de tareas que ya he realizado, pero aun así no consigo quitarme de la cabeza una imagen de cada proeza sucesiva como un nuevo nivel añadido a la cima de un castillo de naipes imposiblemente precario.

    La última vez que forcé mi entrada en DBI, por mucho que mi conocimiento de los detalles acabara revelándose incompleto, por lo menos comprendía la naturaleza de los riesgos a los que me enfrentaba. Esta vez dependeré por completo de que mi yo esparcido acceda a colapsarse —un proceso que, para él, equivale al suicidio— de una manera que sea adecuadamente beneficiosa para mí. ¿Y por qué debería hacerlo? ¿Porque «la mayoría» de las versiones que lo componen (en una votación lastrada por la probabilidad) querrán que lo haga? Hasta ahora quizá haya sido así, pero ¿qué es lo que sé realmente sobre sus motivos? Nada. Me convierto en él y a su vez él se convierte en mí, pero su naturaleza sigue siendo totalmente opaca para mí. Quiero creer que conoce mis aspiraciones y que mis preocupaciones lo conmueven, pero tal vez no sea así. Por lo que sé, quizá tenga más cosas en común con los Hacedores de la Burbuja que con ningún ser humano del planeta, yo incluido.

    Soy libre de cambiar de parecer, naturalmente. El Canon no hará nada para obligarme. Pero no puedo rendirme, no puedo echarme atrás. Sé que estoy sirviendo al verdadero Conjunto de la única manera en que puedo hacerlo, y aunque tal vez sea absurdo esperar que esta «bendición» garantice mi éxito, debo creer que hace que merezca la pena correr el riesgo.


    ****

    Cuando sólo faltan treinta y seis horas para la incursión, vuelvo al parque de Kowloon y Lui me entrega un aparato de las dimensiones y la forma de una caja de cerillas, sellado, negro y totalmente liso, salvo por un indicador luminoso apagado.

    —Un último truco de magia —dice—. Vamos a ver si puede hacer que se encienda la luz.
    —¿Qué es?

    Escondo mi irritación y reprimo la respuesta inmediata que había acudido a mis labios, que era la de que cualquier cosa no directamente relacionada con mañana por la noche es una pérdida de tiempo, pero debo admitir que todo lo que ha sugerido Lui en el pasado ha acabado resultando ser de utilidad.

    Lui menea la cabeza.

    —Prefiero no decírselo. Hasta ahora, cada vez que ha intentado hacer una cosa siempre ha sabido a qué se enfrentaba. Si de nuevo tiene éxito, se habrá demostrado a sí mismo que ni siquiera el conocimiento es necesario. Y además, habrá demostrado que será capaz de derrotar a todo lo que pueda tenerle reservado DBI sin importar lo inesperado y difícil de superar que sea.

    Reflexiono en silencio durante unos momentos, pero ya tengo la impresión de que no me está diciendo toda la verdad.

    —Ya estoy convencido, así que no necesito demostrarlo. Nunca dispuse de diagramas de circuitos para las cerraduras, las cámaras y el generador de dados. Ya hace mucho que me he librado del mito de la telequinesis, créame. Sé que he estado escogiendo los desenlaces, no manipulando procesos. Para mí todo han sido «cajas negras», así que no necesito que me entregue una auténtica caja negra para acabar de entenderlo.

    Intento devolvérsela, pero se niega a aceptarla.

    —Esto es especial, Nick. El nivel de probabilidades es muy superior al de todo lo que ha hecho hasta ahora. De hecho, casi podría compararse con el de la incursión en DBI. Si tiene éxito, eso significará que puede estar seguro de que incluso los estados propios más débiles son accesibles.

    Hago girar la cajita sobre la palma de mi mano extendida. Lui está mintiendo, pero no se me ocurre ninguna razón para ello.

    —Decídase de una vez —digo secamente—. ¿Qué es, el desafío de lo desconocido o una simple prueba de improbabilidad?
    —Las dos cosas. —Se encoge de hombros y luego, empleando un tono excesivamente afable, dice—: Pero si realmente quiere saber cómo funciona...

    Le lanzo una mirada de completa incredulidad, pero Lui no añade nada más.

    Incluso con la ayuda de A5, resulta difícil determinar el peso de un objeto tan pequeño, pero no cabe duda de que dentro de la caja hay algo más que una pila y un mero microchip estándar del tamaño de una cabeza de alfiler. Lui intenta fingir despreocupación mientras lanzo la cajita al aire. Su forma de girar sugiere una distribución de densidad relativamente uniforme, sin irregularidades ni espacios vacíos. ¿Qué clase de sistemas electrónicos podrían llenar toda una caja de cerillas?

    —¿Qué es? —pregunto—. ¿Grafito que quiere ver convertido en diamante? Es demasiado ligero para que sea plomo que hay que convertir en oro —Frunzo el ceño—. Bueno, quizá tendré que abrirla y ver qué hay dentro.
    —No es necesario que la abra —dice Lui en voz baja y suave—. Es un superordenador óptico que está haciendo intentos aleatorios de factorizar un número formado por miles de dígitos. Hacer ese trabajo de manera sistemática requeriría unos diez elevado a treinta años. La probabilidad de que la máquina lo consiga en unas cuantas horas, por pura buena suerte, es proporcionalmente infinitesimal. En sus manos, sin embargo...

    Durante un momento me siento lisa y llanamente escandalizado: Lui Kiu-chung, siempre tan atormentado y lleno de impaciencia, ha decidido prostituir mi talento (tomado prestado a Po-kwai, robado a Laura) y, como hacen los chulos, está intentando obtener un sucio beneficio económico con él. Pero mi conmoción inicial no tarda en ser sustituida por algo muy parecido a la admiración. Si se deja que un ordenador se esparza —con la clase de aleatoriedad cuántica adecuada—, se crea una máquina que opera con un número astronómico de procesadores en paralelo. Cada uno ejecuta el mismo programa, pero lo aplica a datos distintos. Lo único que hay que hacer es asegurarse de que, al colapsar el sistema, se escoge la versión que, por pura casualidad, ha logrado encontrar la aguja perdida en el pajar matemático. Y el primer servicio del planeta que fuese capaz de factorizar los números astronómicos que constituyen el núcleo de unos códigos (hasta ahora) de facto indescifrables ganaría auténticas fortunas..., por lo menos hasta que su existencia se volviera demasiado conocida y la gente dejara de confiar en ese tipo de codificación.

    —¿Cómo sabe que no me limitaré a causar algún fallo? —pregunto—. Si puedo hacérselo a las cerraduras, puedo hacérselo a los ordenadores. ¿Qué pasa si escojo algún fallo mecánico y enciendo la luz para una respuesta equivocada?

    Lui se encoge de hombros.

    —No podemos conseguir que eso llegue a ser literalmente imposible, pero he tomado medidas para minimizar las probabilidades. En cualquier caso, la respuesta puede ser comprobada muy fácilmente..., y si no es correcta, siempre podemos volver a intentarlo.

    Me río.

    —¿Y cuánto piensa cobrar por esto? ¿Quién es el cliente? ¿El gobierno, o alguna empresa?
    —No tengo ni idea —responde Lui, meneando la cabeza en una enérgica negativa—. Hay una tercera parte, un agente de datos..., y son muy discretos en lo que respecta a su identidad, así que no hablemos de...
    —Oh, claro. Pero... ¿Cuánto va a sacar de esto?
    —Un millón.
    —¿Eso es todo?
    —Existe un considerable escepticismo. Comprensiblemente, por supuesto. Después, en cuanto haya quedado demostrado que el método funciona, podremos elevar el precio.

    Le sonrío y vuelvo a lanzar la cajita al aire.

    —¿Y cuál es mi porcentaje? El noventa por ciento me parece justo.

    Mi sugerencia no parece divertirle.

    —El Canon tiene gastos considerables. El módulo que le permite esparcirse aún no está pagado del todo.
    —¿No? Y en cuanto dispongan del módulo de los estados propios ya no me necesitarán para nada, ¿verdad? Así pues, será mejor que saque el máximo provecho posible de mi privilegiada posición actual antes de que se esfume. —Cuando inicié la frase estaba bromeando, pero cuando la termino estoy hablando en serio—. Así que para usted el verdadero Conjunto se reduce a esto, ¿verdad? Todo consiste en vender servicios de desciframiento de códigos a quien esté dispuesto a pagar por ellos, ¿no?

    Lui no dice nada, pero no lo niega y se limita a lanzarme esa vieja mirada de profunda agonía espiritual.

    Debería sentirme furioso —furioso porque Lui planeaba engañarme y utilizarme, y todavía más furioso ante esta blasfemia—, pero lo cierto es que después de todo el jodido fanatismo psicótico que el módulo de lealtad ha engendrado en la mayor parte del Canon (yo incluido), hay algo casi... refrescante en el sencillo oportunismo de Lui. Debería sentirme indignado y escandalizado, pero no siento nada de eso. Lo único que siento, quizá, es un tenue aguijonazo de envidia, porque al parecer Lui ha conseguido manipular sus cadenas hasta darles una forma que las vuelve casi irrelevantes. A menos que antes fuera una especie de santo —alguien a quien nunca se le habría pasado por la cabeza la idea de beneficiarse del trabajo del Conjunto—, incluso es posible que haya conseguido recuperar su personalidad original.

    El corolario de toda esta envidia y admiración es obvio, pero falso. Sabiendo qué es el módulo de lealtad, ver que Lui se ha liberado de él me da nuevos ánimos..., pero eso no significa que quiera disfrutar de la misma clase de libertad.

    —Le daré el treinta por ciento —dice.
    —El sesenta.
    —El cincuenta. —Hecho. —El dinero me importa una mierda, y en realidad es una pura cuestión de orgullo. Quiero dejarle claro que yo también soy casi humano—. ¿Qué otros miembros del Canon están al corriente?
    —Nadie. Todavía. Me gustaría presentárselo como un fait accompli. Estoy seguro de que todos admitirán que necesitamos reunir fondos, pero preferiría no darles ocasión de discutir los detalles.
    —Muy inteligente por su parte.

    Lui asiente cansinamente. Proyecta la misma aureola de intensidad, culpa y confusión de siempre, pero ahora el significado de esa mezcla de emociones ha cambiado: la mitad es, sin duda, pura afectación, y el resto auténtico cansancio causado por el esfuerzo de mantener tantas capas de engaño. Pero no me siento engañado, porque el hecho de que haya tenido una impresión totalmente equivocada de él, durante tanto tiempo, sólo sirve para hacer que su inesperada cordura me parezca aún más deliciosa.


    ****

    Permanezco esparcido diez minutos antes de sacar el aparato de mi bolsillo, recurriendo de nuevo a mi precaución estándar contra los desconcertantes efectos que produce la pérdida de la ilusión del libre albedrío. El indicador luminoso sigue apagado. Lo contemplo durante un rato sin que ocurra nada. Hay algo que me tiene algo perplejo: a estas alturas la probabilidad de que un fallo del sistema encienda la luz no puede ser exactamente cero, así que no entiendo por qué mi yo esparcido no ha optado por un estado en el que ocurra eso. Quizá es lo suficientemente cauteloso para esperar a que empiecen a emerger los estados que contienen un ordenador operativo y una respuesta correcta, y eso me permitiría albergar la esperanza de que logrará ahogar la falsa señal.

    Me aburro y luego empiezo a ponerme nervioso, y después vuelvo a aburrirme. Ojalá pudiera usar A3. Debería ser capaz de reproducir sus efectos —escogiendo un estado en el que «dé la casualidad» de que siento exactamente lo mismo que sentiría estando activado—, pero mi yo esparcido nunca parece querer tomarse esa molestia. No consigo dejar de temer una interrupción repentina bajo la forma de un grito de Po-kwai, pero si repaso las veces en que la he despertado, siempre hubo una causa: una emoción intensa, un shock. Contemplar una caja negra mientras espero a que se encienda una luz sencillamente es demasiado anodino. ¿Y mañana? Si consigo conservar la calma, quizá todo vaya bien..., cualquiera que pueda ser el significado de la expresión «conservar la calma» cuando el mero hecho de que podría despertar a Po-kwai, incrementando su influencia sobre lo que pasa, se tiene que tener en cuenta para determinar todo lo que hago o dejo de hacer. Cualquier intento de detectar la presencia de una cadena lineal de causa y efecto sería una pérdida de tiempo; lo máximo a lo que puedo aspirar es a racionalizarlo con éxito sobre la marcha, y a que, cuando lo examine posteriormente, el patrón de los acontecimientos muestre algo parecido a una consistencia estable.

    Son las cuatro y diecisiete cuando, por fin, el indicador empieza a brillar con un intenso resplandor azulado. Titubeo antes de colapsarme. Las probabilidades nunca habían estado tan en mi contra, así que he de preguntarme cuántas versiones de mi persona morirán esta vez. Pero la repetición ya casi ha conseguido eliminar esos escrúpulos y vacilaciones. Sigo sin saber qué he de creer, pero cada vez que «yo» salgo del supuesto holocausto sin haber sufrido ningún daño me resulta un poco más difícil preocuparme por los demás. Aprieto el interruptor de desconexión...

    ...y ...alguien sobrevive. Mis recuerdos son consistentes y sólo tengo un pasado. ¿Qué más puedo pedir? Y si, hace tan sólo un segundo, una multitud prácticamente infinita de seres humanos —¿cuántos, diez elevado a treinta?— estaban sentados aquí, viviendo y respirando mientras se preguntaban si el indicador acabaría encendiéndose para ellos..., bueno, el final ha sido rápido e indoloro.

    En cualquier caso, Po-kwai tiene razón. Ser humano significa aniquilar a las personas que podríamos haber sido. Metáfora o realidad, abstracto formalismo cuántico o verdad de came-y-hueso, no es algo que yo pueda cambiar.


    ****

    Me abro paso a través de la Letargía de Zeno con sorprendente facilidad y escojo el sueño. A primera hora de la tarde, entrego el ordenador en —de todos los sitios posibles— el puesto de basura nanotecnológica donde compré Hipernova. (Otra de las extrañas precauciones de seguridad de Lui, y me juro a mí mismo que, después de esta noche, empezaré a poner un poco de orden en todo ese caos.) El indicador sigue encendido cuando devuelvo el ordenador, lo que es una buena señal. Al parecer, en cuanto encuentra los factores el programa sigue operando en un interminable ciclo cerrado, confirmando repetidamente el resultado: eso quiere decir que o bien he causado alguna corrupción permanente que está haciendo que la máquina mienta de forma consistente, o que el audaz plan ha dado resultado. En todo caso, una comprobación independiente en un segundo ordenador bastará para aclararlo. No sé cómo reaccionarán nuestros escépticos clientes ante esta proeza imposible, pero si estuviera en su lugar sospecharía que se me estaba preparando para recibir un torrente de desinformación. Quizá descifrarán grandes porciones de datos auténticos y darán por sentado que todo es una astuta treta para engañarlos. Levanto los ojos hacia un trozo de cielo azul libre de nubes y me río.

    Po-kwai tiene el día libre, pero ya he usado Conjunto con éxito tres veces bajo dichas condiciones con anterioridad, por lo que eso no es ningún problema. El Nick-y-Po-kwai (dormida) esparcido ya ha conseguido convertir el uso del módulo en un auténtico arte, con las habilidades necesarias preservadas entre encarnaciones en algún rincón de mi cráneo, o en el de Po-kwai, o en ambos.

    Aguardo sentado en la antesala, activado pero, aun así, infectado por una vaga expectación, suficientemente intensa para evitar que pueda llegar a sumirme en el trance de la vigilancia pura. Me pregunto distraídamente, y no por primera vez, si podría haber robado Conjunto directamente del cráneo de Po-kwai empleando lo que podríamos llamar la fuerza bruta de la elección del estado propio más adecuado, seleccionando la redisposición «espontánea» de mis neuronas para que crearan una copia perfecta del módulo. Pero no veo cómo mi yo esparcido habría podido discriminar entre un resultado deseado y todos los recableados neurales alternativos posibles que no servirían de nada, ya que cualquier comprobación del nivel de eficiencia obtenido hubiese requerido que me colapsara antes.

    Durante la cena Po-kwai parece abatida y de mal humor. Le pregunto qué es lo que anda mal.

    Po-kwai se encoje de hombros.

    —Nada nuevo. Es sólo que estoy harta de que me manejen igual que si fuera una marioneta. Eso es todo.
    —¿Qué ha hecho Leung ahora?
    —Oh, nadie ha hecho nada. Nada ha cambiado. Es sólo que... Bueno, hoy todo me parece todavía más estúpido y opresivo que de costumbre. Esta mañana leí un artículo en Physical Review donde se exponía un tratamiento totalmente nuevo del problema de la medición. Añaden unas cuantas dimensiones más al espacio-tiempo, ponen unas cuantas formas no lineales, asimetrías y demás factores de confusión y, ¡oh, milagro de milagros!, el colapso de la función acaba cayendo en la bandeja de resultados.

    Sé que debería haberla hecho callar antes de que terminara de pronunciar la palabra «medición» —aunque sólo fuese para guardar las apariencias y cumplir con mis deberes de empleado fiel—, pero la hipocresía habría sido excesiva.

    —Mucha gente está perdiendo un tiempo muy valioso siguiendo caminos que yo sé que son callejones sin salida —dice Po-kwai—, y eso me convierte en mentirosa por omisión. No pretendo que Leung divulgue ningún secreto comercial, como los mapas neurales o los detalles del módulo, pero no entiendo por qué no puede publicar los resultados del experimento. —Deja escapar un murmullo de pura frustración—. Firmé las estipulaciones de confidencialidad sin que nadie me forzara, así que sólo puedo culparme a mí misma. Si no las hubiese firmado no me habrían contratado, naturalmente, así que en cierto sentido no tenía elección..., pero eso no hace que me sienta mejor.
    —Seguro que ISA lo publicará todo a su debido tiempo —digo apaciblemente—. ¿Cuánto hace que obtuvo su primer resultado? ¿Tres meses? Newton tardó años en publicar sus trabajos.
    —Los trabajos de Newton no eran tan importantes —dice Po-kwai con amargura.


    ****

    Me desactivo, me esparzo, espero: la rutina habitual. Dedico algún tiempo a tratar de calmarme, hasta que comprendo que lo que siento es más bien excitación que miedo. La emoción no me resulta demasiado familiar, porque ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez en que me enfrenté a un desafío —y ya no hablemos de un peligro— sin usar A3 para neutralizar la experiencia. Me siento invadido por una oleada de puro resentimiento al comprender que el boy scout zombi me ha arrebatado la mitad de mi vida, robándomela mientras él se limitaba a ir de un lado a otro igual que un sonámbulo, sin ni tan siquiera llegar a vivirla por mí, pero enseguida me apresuro a reprimir ese lloriqueo sentimentaloide. El boy scout zombi me ha salvado la vida un millar de veces, y fui yo quien decidió vivir de esa manera. Nunca quise sentir emociones; nunca quise ser una mera máquina adicta a la adrenalina. Lo único que me han «robado» es una muerte prematura.

    ¿Y a qué «peligro» me estoy enfrentando ahora? Sé que puedo burlar la vigilancia de cualquier sistema de seguridad. He demostrado que puedo elegir los estados propios más improbables; nada que me pueda estar aguardando será más difícil que lo que ya he hecho. ¿Queda algo a lo que temer?

    Únicamente el cambio.

    Vuelvo la cabeza hacia la falsa ventana para contemplar las siluetas oscuras de un grupo de torres envueltas por una guirnalda de chispazos dorados, y pienso que la ciudad que he de atravesar esta noche es totalmente nueva y desconocida para mí. En la Nueva Hong Kong real, las puertas cerradas con llave no se abren y los vigilantes no desvían la mirada. Esta noche andaré por una ciudad onírica en la que todo puede ocurrir.

    Dejo escapar una suave carcajada. Sí, absolutamente todo puede llegar a ocurrir..., pero de entre esa diversidad infinita, me limitaré a escoger el robo más sencillo y libre de complicaciones de la historia. Sólo el éxito, sin complicaciones o daños. O cambios.


    ****

    Para empezar, atravesar el control de seguridad del nivel trece sin ser visto no será demasiado difícil: si todo se colapsa ahora, lo único que he hecho es abandonar mi puesto durante treinta segundos para pedir a un colega que ocupe mi sitio mientras atiendo una urgente llamada intestinal que mis módulos parecen incapaces de dejar para más adelante. No es el procedimiento correcto, pero nadie va a pegarme un tiro por eso.

    Lanzo una rápida mirada a los guardias, una mujer de mediana edad y un hombre bastante joven, y los dos se apresuran a desviar la vista. Me pregunto si se sienten manipulados, o si estarán racionalizando sus acciones (lo cual resulta increíblemente conveniente para mí, pero en realidad no sería intrínsecamente tan extraño) sin tener que hacer ningún esfuerzo especial para ello. Si mi yo esparcido escoge un estado en el que se encuentran visiblemente distraídos, pero deja al azar los detalles ocultos de sus procesos mentales, entonces supongo que el estado seguramente incluirá alguna justificación elegante. Si el cerebro es capaz de hacer ese truco de manera tan consistente para los estados propios elegidos puramente al azar, entonces la propensión que estoy introduciendo —manipulando sus acciones, pero manteniéndome ciego a sus pensamientos— no debería echar a perder el efecto general.

    Cuando estoy entre los niveles doce y trece, oigo que una puerta se abre debajo de mí. Me quedo totalmente inmóvil, pensando si debo volver por donde he venido..., pero antes de que pueda moverme, un técnico pasa junto a mí, subiendo los escalones de dos en dos mientras silba desatinadamente.

    Me apoyo en la pared. Unos segundos después, la puerta del nivel trece se cierra con un golpe seco. ¿Me ha visto? Parecía tener mucha prisa y de todas maneras habría ignorado mi presencia, así que me pregunto si mi yo esparcido realmente es capaz de diferenciar los estados. (¿Por qué no ha mantenido alejado a ese hombre de la jodida escalera el tiempo suficiente para que yo pudiera salir de ella?)

    ¿He sido colapsado o no?

    Saco el generador de dados del bolsillo y lo conecto.

    Ojos de serpiente. Y una vez más. Y otra, y otra.

    Siento un inmenso alivio, pero al mismo tiempo hay algo perverso y casi insensato en esta prueba. Si he sido colapsado entonces, sí, las probabilidades contrarias a este patrón serían abrumadoramente elevadas..., pero si estoy esparcido, entonces todos los patrones tienen lugar simultáneamente. Eso quiere decir que estoy disminuyendo la probabilidad intrínseca del estado propio que representa el éxito, porque lo que hago al tirar los dados es incrementar el nivel de exigencias requeridas para mi yo esparcido y crear todavía más versiones de mi persona que saben que no serán elegidas.

    ¿Y demostrar que seré yo —o por lo menos alguien surgido de mí, un «descendiente», un «hijo»— quien sobrevivirá al colapso final? No, ni siquiera estoy haciendo eso. Cada versión que haya usado los dados se ha esparcido en nuevas versiones que han visto todos los resultados posibles: si mil millones de versiones consultaron los dados, entonces mil millones de los «descendientes» subsiguientes habrán visto cuatro ojos de serpiente.

    Lo único que puedo hacer es aferrarme a la esperanza de que soy la versión que acabará volviéndose real y seguir adelante.

    Continúo andando.

    Ahora me encuentro vinculado al técnico, y estoy impidiendo que colapse a Nick-y-Po-kwai-y-(como-mínimo)-dos-guardias. ¿Y el resto de integrantes del tumo? La cabeza me da vueltas, pero sigo adelante. Aunque el técnico no «hubiera» entrado en la escalera —y no sé qué puede significar eso cuando todavía no estamos colapsados—, debo preguntarme si el mero hecho de que hubiese podido hacerlo habría bastado para correlacionar nuestras funciones. Esta versión mía no ha observado a Po-kwai desde que me esparcí, así que debo suponer que sigo estando vinculado a ella.

    Salgo de la escalera en la planta baja y cruzo el vestíbulo; los guardias están contemplando la nada. Hago «todo lo que puedo» para determinar si he sido visto o no, «facilitando» así a mi yo esparcido la elección del estado correcto.

    Las hojas de la puerta principal se deslizan a un lado ante mí y salgo a la explanada, que se encuentra un poco apartada de la calle, casi completamente oculta por una masa de puestos de comida, todos cerrados a esta hora. Puedo oír a gente que grita y ríe no muy lejos de allí, y el zumbido de las bicicletas en la lejanía, pero por suerte cuando rodeo el edificio para salir al acceso en el que está aparcada la camioneta de reparto robotizada no veo a nadie. Lanzo una rápida mirada hacia atrás, medio esperando verme perseguido por un guardia que ha salido de su trance una fracción de segundo demasiado pronto. Eso tiene que estarle ocurriendo a alguien, pero no a mí.

    Tengo tiempo de sobras, ya que sólo es la una y siete minutos de la madrugada y la camioneta no debe salir hasta la una y veinte. Subo al compartimiento de carga y me siento para esperar entre la oscuridad. Mi presencia o ausencia no producirán ningún efecto sobre las acciones del vehículo: su ruta y su horario han sido preprogramados, por lo que nadie que observe su paso me observará a mí y, en consecuencia, no habrá ninguna medición que me «incluya» o «descarte». Aun así, estarán colapsando la camioneta —manteniéndola en una única trayectoria plausible y «clásica» desde aquí hasta DBI—, y la imposición de esa restricción es reconfortante. No estoy muy seguro de si eso podría influir sobre el resultado final, pero aun así me alegra saber que el vehículo no podrá seguir todas las rutas posibles a través de la ciudad. No sé por qué, pero la idea de que ciertas versiones de mi persona puedan acabar llegando a una meta totalmente equivocada me parece peor que cualquier otra clase de destino.

    Cuando la camioneta se pone en movimiento, los efectos apenas son perceptibles: el motor no hace ningún ruido, y la aceleración es muy suave. Sentado sobre el frío metal mientras percibo el tenue olor a plástico de algún cargamento reciente, todo es desconcertantemente prosaico y cotidiano.

    Descubro que no sé qué hacer para pasar el rato. No quiero ponerme a pensar en los peligros que me aguardan, y sé que no ganaré nada dedicándome a meditar sobre la «improbabilidad» del éxito. No puedo entrar en la modalidad de vigilancia, pero me distraigo concentrándome en un tozudo intento de tratar de determinar los progresos del vehículo, para lo que no sólo prescindo de la ayuda de A5 sino que ni siquiera intento consultar la ruta marcada en el mapa callejero de Déjá vu. El viaje transcurre sin incidentes, pero doblar una esquina es algo que no puede pasar desapercibido, y voy marcando cada desvío en un mapa vagamente imaginado sacado única y exclusivamente de mi memoria. Noto tenues deceleraciones ocasionales cuando la camioneta esquiva el tráfico. Todas esas maniobras suponen desviaciones del programa predeterminado, desde luego, pero aun así siguen siendo totalmente independientes de mí. Estaba equivocado: fuera de la camioneta no hay ninguna ciudad de los sueños, únicamente la misma Nueva Hong Kong de siempre.

    ¿Y dentro?

    El impulso es irresistible y, dejándome llevar por él, saco el generador de dados de mi bolsillo y lo enciendo. La máquina es demasiado lista: los hologramas que crea son siempre escrupulosamente consistentes con la luz ambiental y, en la oscuridad y en aras del realismo, eso hace que los dados se vuelvan invisibles. Otra buena ocasión para no tirar los dados..., ¿y evitar el riesgo de no ser elegido? Utilizo una linterna para ver caer los ojos de serpiente y, sea cual sea la lógica, esa visión tiene un efecto poderosamente tranquilizador. Apago el generador después de haber presenciado seis tiradas, con lo que he debido reducir las probabilidades de mi estado propio en un factor de unos dos mil millones.

    La camioneta describe frecuentes y suaves curvas mientras avanza por los cúmulos de calles ramificadas que llevan a DBI. La ordenación patológica de este sector es tan compleja que no puede ser recordada en detalle sin alguna ayuda suplementaria, y acabo no teniendo ni idea de dónde estoy. Cuando se detiene la camioneta por fin, espero treinta segundos para convencerme a mí mismo de que no se ha detenido sólo porque se haya encontrado con alguna obstrucción imprevista. Después salgo de la camioneta y me encuentro prácticamente en el mismo sitio donde solté a Culex el mes de enero. Los recuerdos de esa noche vuelven a mi mente con una claridad perfecta, pero el proceso me parece más próximo al voyerismo que a la nostalgia: no tengo ningún derecho a examinar con semejante descaro la vida de ese desconocido muerto hace ya tanto tiempo.

    Pasan tres minutos de las dos. Dispongo de cincuenta y siete minutos. Alzo la mirada hacia el cielo grisáceo y la Burbuja que se cierne sobre mí, tan pesada y opresiva como una manta de nubes. Un pensamiento lleno de irritación surge de la nada: tendría que haber esperado a que Lui me pagara. Quinientos mil dólares. Y después habría decidido si mi compromiso con el verdadero Conjunto realmente exigía toda esta locura.

    Podría volver a entrar en la camioneta.

    Pero no lo hago, y cualquier versión de mi persona que lo haya hecho puede darse por muerta, y seguramente lo sabe. ¿Qué es lo que sienten? ¿Cómo lo racionalizan?

    Echo a andar hacia la valla.

    Trepo por ella igual que hice antes. La perspectiva de presenciar milagros innecesarios estando tan al descubierto me parece vagamente inquietante y mi yo esparcido, como siempre, satisface mis expectativas. O viceversa, claro.

    No tengo ni idea de quién estará de guardia esta noche, pero me imagino a Huang Qing o Lee Soh-lung. Preferiblemente jugando a las cartas, sin molestarse en echar un vistazo a los monitores. Sigo sin saber en qué punto saboteo esta clase de observación: ¿en el chip sensor de la cámara, en el cable, en la imagen, o en la retina, o el cerebro del vigilante? En cualquier punto que me permita pasar sin ser visto, porque lo único que puedo escoger es el desenlace y, después de todo, ¿quién sabe qué mecanismo es el más probable?

    Entro por la misma ventana, pero esta vez no hay necesidad de cortar el panel porque la ventana se abre bajo mi mano. Entro y atravieso el laboratorio, andando muy despacio con las manos extendidas delante de mí mientras deseo poder disponer del mapa esquemático que me había guiado la vez anterior. Tropiezo con un taburete primero y con un banco después, pero no tiro ningún recipiente de cristal. Las versiones de mi persona que lo hayan tirado harían bien abriéndose las venas con los fragmentos. Avanzo por el pasillo y llego a la escalera. Según Li Siu-wai, la bóveda de seguridad está en el cuarto piso, al fondo del despacho de Chen Ya-ping: de hecho, incluso después de todo este tiempo creo poder recordar que el mapa del Culex incluía una región azul SIN datos justo en ese punto del mapa.

    A mitad de la escalera, la duda me golpea con el impacto físico de un puñetazo en el pecho. Po-kwai se encuentra a veinte kilómetros de aquí. Profundamente dormida. No estamos «conectados», no estamos «esparcidos» y no me está ayudando a «escoger la realidad». ¿Cómo he podido llegar a creer en todo ese vudú místico de la cuántica? No son más que chorradas. Lui me ha estado manipulando desde el principio, naturalmente. El Canon sólo es un truco para comprobar mi lealtad. Lui saboteó mis módulos. Lui colocó un generador de dados trucado en un puesto callejero cerca de mi casa. Lui ha conspirado con Po-kwai, con los guardias de este edificio y con los de ISA.

    ¿Y la cerradura de combinación? ¿Cómo pudo saber que lo primero que se me ocurriría hacer sería probar suerte con una posibilidad tan ridícula como 9999999999?

    Pero si Lui ha interferido el funcionamiento de mis módulos, entonces no puedo saber qué más ha hecho dentro de mi cráneo. Por lo que sé, Hipernova podría otorgarle un control absoluto sobre todo cuanto hago y sobre todo lo que pienso. Podría haberme obligado a adivinar la combinación correcta.

    Me apoyo en la pared e intento determinar qué es más insensato, si el creer en esta conspiración tan grotesca, carente de sentido y colosalmente falta de plausibilidad..., o el creer que puedo forzar cerraduras escindiéndome en diez mil millones de personas.

    Clavo los ojos en la oscuridad de la escalera. ¿Y el verdadero Conjunto, ese misterio por el que estoy viviendo? ¿Acaso no es más que otra mentira? Ya sé que en realidad sólo es el módulo de lealtad, la forma en que mi cerebro ha sido cableado, pero...

    Examino mis bolsillos en busca de un sucedáneo de moneda, algo con lo que Lui no pueda haber interferido. Lo más aproximado que consigo encontrar es la pila de repuesto en forma de botón de la linterna, que tiene un signo de más grabado en un lado y un signo de menos grabado en el otro. Acuclillado en el descansillo, el haz de la linterna crea una cuña de claridad sobre el cemento.

    —Cinco veces el signo de más —murmuro—. Eso es todo.

    Hay una probabilidad entre treinta y dos. Como milagro, no es pedir gran cosa.

    Más.

    Más.

    Me río. ¿Qué esperaba? El verdadero Conjunto nunca me abandonaría.

    Menos.

    Un extraño entumecimiento se va extendiendo por todo mi cuerpo, pero vuelvo a lanzar la pila, tan rápidamente como si lo que ocurrirá a continuación pudiera eliminar el pasado y lo único que tuviera que hacer para asegura ese desenlace fuese actuar lo suficientemente deprisa.

    Más.

    Menos.

    Contemplo el veredicto final, y comprendo que eso no demuestra nada. Todo aquello por lo que he estado viviendo aún puede ser verdad o ser una mentira.

    Pero en cualquier caso, continuar no tendría ningún sentido.


    ****

    Subo los dos últimos tramos de escalera corriendo, invulnerable y lleno de júbilo. Si esos cinco simples signos de más no me han librado de los últimos vestigios de miedo y paranoia, entonces nada lo hará.

    Una vez dentro del despacho de Chen, enciendo la linterna: no estoy muy seguro de por qué no corrí el «riesgo» de usarla cuando atravesé el laboratorio de la planta baja, pero sé que ahora ya no hay ningún peligro. Podría encender todas las luces del edificio y gritar con toda la potencia de mis pulmones, y nadie sabría que estaba aquí.

    Lo que parece una puerta interior normal lleva a una pequeña habitación detrás de la que está la bóveda propiamente dicha, una nada imponente estructura de un compuesto de polímeros color gris oscuro más difícil de cortar, fundir, erosionar o quemar que un par de metros de acero sólido, pero unas mil veces más ligera. El panel de control dispone de una ventanilla lectora del pulgar, un teclado numérico y tres ranuras para llaves. Titubeo, medio esperando tener que aguardar un rato para que la cerradura llegue a estar lo suficientemente esparcida, pero una luz verde se enciende en el panel casi al instante. Por supuesto: el sistema lleva esparcido desde mucho antes de que yo entrara aquí, tal como les ocurre a todos los objetos inanimados que no están siendo observados. Yo me he limitado a observarlo sin colapsarlo y, con ello, me he esparcido todavía más en distintas versiones, generando todo un nuevo linaje para cada estado propio de la cerradura y proporcionándome el poder de elegir su estado cuando elija el mío.

    Pongo la mano sobre el picaporte y tiro con mucha más energía de la necesaria. La puerta se abre con un suave chasquido, faltando muy poco para que me dé en la cara. Paso junto a ella y entro en la bóveda.

    Seis metros por seis, y la mayoría de ellos espacio vacío. Paseo el haz de la linterna sobre la pared del fondo, y veo una hilera de estantes que llega hasta el techo. Ocho estantes, cada uno conteniendo veinte cajas de plástico para almacenar ROM del modelo en el que puedes guardar doscientos chips.

    Voy hacia los estantes. La mayoría de las cajas están etiquetadas con grupos de números de serie: 019200-019399, y así sucesivamente. Las cajas de los dos estantes de abajo, y las dos cajas que ocupan el extremo derecho del tercer estante, están vacías y sin etiquetar, pero el resto parecen estar llenas. Eso da un total de veintitrés mil seiscientos chips.

    Saco el generador de dados de mi bolsillo —¿por qué no facilitarme un poco las cosas?—, pero luego cambio de parecer y vuelvo a guardarlo. ¿Qué será de aquellos hijos míos que usaron los dados, y qué será de sus primos? ¿Sobrevivirá quizá alguno de ellos? Tanto los unos como los otros habrían podido conseguirlo. Extiendo el brazo y cojo una de las cajas. La cerradura, muy sencilla, es puramente mecánica. Quizá incluso este mecanismo podría ser abierto con sólo escogerlo —en la que sería mi primera proeza de auténtica canalización cuántica al nivel macroscópico—, pero no lo hago. La abro con una ganzúa, para lo que necesito casi un minuto. Resisto la tentación de cerrar los ojos antes de sacar un chip de su cavidad en la bandeja moldeada..., y luego resisto la tentación de volver a dejarlo en su sitio y escoger otro cuando veo que he cogido un chip del mismo borde de la bandeja.

    Introduzco el ROM en un lector provisto de un transceptor infrarrojo, y después invoco Red roja y Criptodependiente, y le hablo al lector.

    —Muéstrame la página de identificación —le digo.

    Las sombras de la bóveda se oscurecen hasta confundirse con la negrura, y una ventana de texto vívidamente azul sobre blanco avanza rápidamente hacia mí desde el centro de mi campo de visión:

    CONJUNTO
    Algoritmo de modificación neural
    Copyright © 2068, DESARROLLO BIOMECÁNICO INTERNACIONAL


    La reproducción no autorizada de este programa por cualquier método, y en cualquier medio, constituye una violación del Acuerdo de la Propiedad Intelectual del 2 045 penada por las leyes de la República de Nueva Hong Kong y de los demás firmantes del acuerdo.

    Guiándome por el tacto, introduzco un chip virgen en la segunda entrada del lector y digo:

    —Cópialo todo, borrando todas las medidas de seguridad y eliminando todos los códigos. Verifícalo mil veces.

    Un icono centinela aparece delante de la ventana.

    —¿Contraseña? —pregunta.

    Cierro los ojos —sin que eso produzca ningún gran efecto—, dejo la mente en blanco y «oigo» cómo mi laringe virtual «susurra» algo en cantonés. No es una palabra que conozca, pero no me molesto en pedirle una traducción a Déjá vu. El centinela me hace una reverencia y se esfuma, y su lugar es ocupado por la caricatura de un monje medieval que está copiando un manuscrito con movimientos cómicamente acelerados.

    Espero en el centro de la bóveda, meciéndome suavemente sobre las plantas de los pies. No tengo forma alguna de saber si lo que estoy experimentando es el éxito o meramente una combinación de fallos del cerebro, los módulos y el equipo que, casualmente, tiene el mismo aspecto que el éxito. Para tareas aisladas, las probabilidades parecen bastante favorables: si estoy dentro de una bóveda en el edificio de DBI con meramente veintitrés mil seiscientos chips de entre los que escoger, entonces el número de estados en los que realmente he cogido el chip correcto tiene que ser inmensamente superior al de aquellos en los que el lector de chips y/o Criptodependiente mintieron y han fingido que tenían Conjunto cuando en realidad tenían otra cosa. Pero en cuanto a la probabilidad de estar alucinando todo lo que he hecho esta noche sin ni siquiera haber salido de ISA, comparada con la de haber abierto todas esas puertas cerradas... Bueno, no sé. Lo único que sé con certeza es que después del colapso, no tardaré mucho en saber qué ha ocurrido realmente: o tendré una copia de Conjunto en el bolsillo, o no la tendré.

    Verificar la copia un millar de veces es puro exceso de precauciones, por supuesto: si en condiciones normales resulta improbable que se produzca ningún error en el proceso de hacer una copia, y mi yo esparcido no hace nada para encontrarse con esa eventualidad, entonces el error debería seguir siendo tan improbable como siempre. Aun así me alegro de hacerlo, porque una parte de mí se niega a creer que —siendo capaz de obligar a las cerraduras y a las cámaras a cometer fallos increíblemente implausibles— me esté permitido dar por sentado que otros equipos igualmente vulnerables al efecto túnel tengan que funcionar a la perfección.

    Unos minutos después el monje deja de trabajar, se inclina ante mí y desaparece. Apago Criptodependiente y luego, moviéndome con una lentitud casi ridícula y poniendo mucha atención en todo lo que hago, vuelvo a poner el ROM en la bandeja, cierro la caja y la devuelvo al estante. Deslizo el haz de la linterna por la pared, buscando algo que pueda haber dejado fuera de sitio, pero todo parece estar tal como lo he encontrado al entrar.

    Me doy la vuelta. Hay una mujer inmóvil en el umbral: delgada, treinta y pocos años, rasgos anglosajones, piel tan negra como la mía. Lleva una camisa de dormir.

    Laura Andrews..., pero no tal como la vi en el sótano cuando estaba disfrazada de Han Hsiu-lien, sino Laura Andrews tal como era en los archivos del Hilgemann y en la transmisión de mi cliente.

    ¿Cómo ha logrado salir del sótano? Qué pregunta tan estúpida. Pero ¿cómo ha conseguido hacerlo esta noche, cuando no había podido hacerlo antes? ¿He hecho algo, sin darme cuenta, para corromper los sistemas de seguridad que la vigilan? Pero si por fin ha conseguido escapar... ¿Qué está haciendo aquí?

    Meto la mano en el bolsillo para sacar un aerosol tranquilizante mientras me pregunto por qué mi yo esparcido ha permitido que me interrumpiera. ¿Demuestra esto que no seré escogido..., que ya puedo darme por muerto...?

    —¿Tiene lo que vino a buscar? —pregunta Laura.

    La contemplo en silencio durante unos momentos y después asiento.

    —¿Y qué es lo que planea hacer con ello?
    —¿Quién es usted? ¿Es usted Laura? ¿Es real?

    Se ríe.

    —No. Pero sus percepciones de mi persona lo serán. Hablo por Laura, o por Laura-y-el-Nick-y-Po-kwai-esparcidos, y otros. Pero básicamente hablo por Laura.
    —No lo entiendo. ¿Habla «por Laura»? ¿Es usted Laura sí o no?
    —Laura está esparcida, así que no puede hablarle personalmente. Ahora está hablando con el Nick-y-Po-kwai-esparcidos, pero me ha creado para que hable con usted.
    —Yo...
    —La complejidad de Laura se encuentra esparcida a través de ocho estados propios, por lo que ustedes dos nunca podrían interaccionar directamente. Pero Laura ha concentrado la información suficiente en un sólo estado para poder hablar de las cuestiones esenciales. También ha establecido contacto con el Nick-y-Po-kwai-esparcidos..., pero son infantiles, y no se puede confiar en ellos. Por eso estoy ahora hablando con usted.
    —Pero yo...
    —Acaba de robar Conjunto. Laura no quiere impedírselo. Pero desea que entienda exactamente qué es lo que Conjunto puede llegar a hacer.
    —Ya sé lo que puede hacer —digo, todavía confuso y poniéndome a la defensiva—. Estoy aquí, ¿no? Abrí esta bóveda.

    Supongo que el descubrir que la Laura esparcida no sufre ningún retraso mental no debería sorprenderme tanto: después de todo, supo salir del Hilgemann, y ha dispuesto de treinta y cuatro años de probabilidad emergente para refinar los senderos cerebrales que operan de manera más efectiva dentro de esa modalidad, cualesquiera que sean éstos. Pero descubrir que es capaz de crear apariciones para que me sermoneen sobre el uso de Conjunto sigue siendo toda una revelación.

    Laura sacude la cabeza.

    —No lo entiende..., pero ya lo entenderá. Laura amplificará un estado en el que pueda hacerlo.
    —Me está manipulando...
    —Se está comunicando con usted de la única manera en que puede hacerlo. Le prometo que los efectos causados por Laura serán independientes de los provocados por el Nick-y-Po-kwai-esparcidos. Y, dada su fisiología cerebral, la ruta más probable hacia la comprensión es una conversación como la que estamos manteniendo.

    ¿Como la que estamos manteniendo? Eso significa que hay otras conversaciones, naturalmente, y puede que no sea ésta la que acabe teniendo éxito. Pero eso también puede decirse de todo lo que he hecho esta noche, así que empezar a preocuparse ahora sería ridículo.

    —Lo primero que debe entender es que la extensión del colapso es finita —dice la portavoz—. El cerebro humano sólo posee un cierto grado de complejidad, y un número finito de personas con cerebros finitos no pueden destruir un número de estados infinito. Además, existen estados en los que los senderos cerebrales involucrados en el colapso han dejado de funcionar: sin esos senderos, el estado es intocable. El colapso es un fenómeno local. Consume una parte del superespacio —el espacio de todos los estados propios—, pero sólo una parte. Una cantidad infinita permanece intacta.

    Una única rama de la realidad suspendida en el centro de un inmenso vacío..., pero más allá de ese vacío, una espesura infinita. ¿No fue exactamente lo que sospeché la primera vez que me esparcí y me colapsé? Pero...

    —¿Cómo podemos estar rodeados por... todo esto, y no detectarlo?
    —Para detectar un estado hay que volverlo real colapsándolo. ¿Cómo podría hacerse con un estado que no formara parte del colapso?
    —¿Y entonces cómo sabe que esos estados existen?
    —Laura lo sabe.
    —¿Cómo?
    —Las partes no colapsadas del superespacio están habitadas. Hay vida inteligente esparcida a través de los estados propios. Cuando una civilización descubrió la región carente de alternativas que habitáis, estudiaron su perímetro —muy cautelosamente— y después tomaron las medidas necesarias para sellarla.
    —¿Creando la Burbuja?
    —Sí. Pero antes de que la Burbuja fuese creada, un individuo decidió profundizar en sus exploraciones... entrando en la región.
    —¿Y... Laura ha visto a ese alienígena? ¿El alienígena la buscó hasta dar con ella y estableció contacto... porque Laura no colapsa la función?

    La portavoz sonríe.

    —No. Laura es la exploradora. O al menos la entidad exploradora la modificó para convertirla en lo más cercano a sí misma que podía llegar a producir. Atravesó la región consumida e interaccionó con la realidad de los humanos. Al hacerlo, fue colapsada —destruida—, pero dispuso el colapso de tal forma que codificó una parte de su complejidad en los genes de Laura. Cuando está colapsada, Laura apenas puede operar por su cuenta, porque la mayor parte de su cerebro está ocupada por senderos que sólo funcionan cuando se encuentra esparcida. Pero cuando está esparcida, es la exploradora renacida.
    —¿Laura es el avatar de un Hacedor de la Burbuja? —«Créelo o date por muerto», me susurra una voz surgida de la nada—. ¿Por qué permaneció en el Hilgemann? ¿Por qué ha seguido allí? Estoy seguro de que podía escapar...
    —Ha escapado. Ha explorado la mayor parte del planeta.
    —¿La mayor parte del planeta? Pero la encontraron, dos veces...
    —Sí, la capturaron cerca del Hilgemann, pero no porque Laura estuviera tratando de escapar de manera permanente. Laura nunca tuvo intención de colapsarse en ningún sitio que no fuera su habitación, pero de todos los viajes que hizo esos dos salieron mal. El Hilgemann era la base ideal y la mantenía a salvo, ya que dentro de él Laura podía permanecer sin ser observada durante el tiempo suficiente para esparcirse hasta un grado de complejidad que le permitía organizar expediciones. Una vez hubo llegado a ese punto, podía permanecer sin ser colapsada, de la misma manera en que lo ha hecho usted.
    —¿Y por qué volver al Hilgemann? ¿Por qué no seguir libre de toda observación y permanecer esparcida en todo momento?
    —Porque estamos hablando de un proceso exponencial. Pasados un día o dos, mantenerse sin ser observada habría requerido que cancelara el colapso de todos los habitantes del planeta. Y uno o dos días después de que Laura hubiera hecho eso... Titubea.

    ¿Qué?

    —La región consumida se habría llenado. La humanidad crearía un túnel a través de la Burbuja y establecería contacto con el resto del superespacio. Lo que podría ocurrir entonces es difícil de predecir, pero una posibilidad es que la función de onda en esta región nunca pudiese volver a colapsarse.

    Intento comprender lo que acaba de decirme. ¿Todo el mundo esparcido, permanentemente? ¿Cómo, cuando todas las posibilidades coexistentes deben incluir estados que causan un colapso? Pero el único colapso que surte efecto es aquel que consigue volverse real. Dentro de sus propios términos, un mundo en el que ningún colapso llega a volverse real sería tan consistente como un mundo con una única realidad.

    —¿Me está diciendo que... Laura no permaneció esparcida para evitar arrastrarnos a una catástrofe?
    —Exactamente. Y eso es lo que tiene que saber acerca de Conjunto: cualquier persona que lo utilice puede hacer lo mismo.
    —¿Quiere decir que yo podría...?
    —La escala temporal es cuestión de días, así que cualquier persona que permanezca esparcida durante demasiado tiempo podría hacerlo. Laura no desea privarlos de la opción de salir de la Burbuja..., pero tampoco desea imponérsela. Sus versiones esparcidas tal vez no muestren el mismo respeto.
    —Mi yo esparcido siempre ha hecho precisamente lo que yo quería que hiciera.
    —Por supuesto. Depende de usted y tiene que comportarse como una especie de rehén, porque se encuentra atrapado en un mundo hostil. El yo esparcido confía en su cooperación y depende de ella. Pero cada vez que usted se esparce y se colapsa, aparte de escoger los desenlaces más satisfactorios para usted, su yo esparcido también se puede mejorar a sí mismo. Lo único que necesita hacer para ello es seleccionar aquellos cambios en su cerebro que hacen que su yo esparcido se haga más sofisticado y complejo. Está evolucionando, y está volviéndose más fuerte.

    Un escalofrío recorre mi cuerpo.

    —Pero entonces... ¿Me permitirá recordar lo que usted acaba de decirme?
    —Laura lo garantiza.

    Sacudo la cabeza.

    —Laura dice esto, Laura dice lo otro. ¿Por qué debería creer nada de lo que me está diciendo? ¿Por qué debería creer que realmente es quien dice ser?

    Se encoge de hombros.

    —De una manera o de otra lo creerá, porque tiene que haber estados propios en los que lo hace. En cuanto a lo que soy... Soy un conjunto de percepciones que, casualmente, consigue convencerlo. Eso es lo que soy, ni más ni menos.

    La rocío con el tranquilizante. La mujer sonríe mientras la niebla se posa sobre su piel, y después frunce los labios y exhala lentamente. La nube de gotitas reaparece delante de ella y después avanza velozmente hacia mí, encogiéndose, y —antes de que pueda alzar una mano enguantada para protegerme la cara— desaparece dentro de la válvula rociadora del aerosol.

    Siento que las rodillas ceden bajo el peso de mi cuerpo y acabo arrodillado en el suelo. La mujer se esfuma.

    Pasado un rato, me levanto y salgo del edificio.


    ****

    La camioneta se detiene de repente cuando sólo hemos atravesado media ciudad. Oigo la bocina, y después un grito apremiante.

    —¡Salga, Nick! ¡Ha ocurrido algo!

    Reconozco la voz de Lui.

    Titubeo, confuso y lleno de furia. ¿Se ha vuelto loco? ¿Está intentando sabotearlo todo? Si permanezco dentro de la camioneta, quizá consiga volver a ISA sin ser interceptado. Pero entonces comprendo que Lui no estaría aquí si no tuviera una buena razón para ello. Ya debo de estar colapsado.

    Salgo del vehículo. Lui está inmóvil delante de la camioneta, obstruyéndole el paso con los brazos extendidos. Un grupo de ciclistas pasan junto a nosotros y nos miran: me siento como si estuviera desnudo en plena calle, nuevamente observable y vulnerable a las mismas contingencias que pueden afectar al resto de seres humanos. Estamos en la periferia del centro de la ciudad. Parpadeo, contemplando los edificios enjoyados que se alzan sobre nosotros. He vuelto al mundo normal, sin transiciones bruscas y sin la más mínima premonición, y me cuesta aceptarlo.

    —Saben que abandonó su puesto —dice Lui.
    —¿Cómo han podido enterarse? ¿Por qué no pude evitarlo?

    Lui sacude la cabeza, visiblemente irritado.

    —No sé por qué no lo pudo evitar. Demasiadas personas implicadas. Pero eso carece de importancia: lo importante es que ha ocurrido.
    —¿Demasiadas personas? ¿Qué quiere decir?
    —Encontraron una bomba. Hace unos veinte minutos.
    —Oh, mierda. Los Niños. ¿Po-kwai...?
    —Está bien. Lograron desactivarla. Nadie ha sufrido daño, pero el edificio entró en estado de alerta máxima; registraron hasta el último rincón... En fin, ya puede imaginárselo. Encontraron tres artefactos más. Y también descubrieron que usted había desaparecido. Quizá no pudo manejar todas las posibilidades a la vez. Evitar que detectaran la presencia de las bombas e impedir que estallaran... Tal vez era demasiado complejo, no lo sé. Pero ahora tiene que irse de la ciudad.
    —¿Y usted? ¿Y los demás?
    —Yo me quedaré. El Canon tendrá que tratar de pasar lo más desapercibido posible, pero siguen sin saber que existimos. Espero que ISA acabe atribuyendo su desaparición a alguna clase de acción de los Niños. Un módulo marioneta...
    —Si los Niños hubieran conseguido introducir un módulo marioneta dentro de mi cráneo, entonces me hubiese quedado en el maldito edificio y me habría asegurado de que las bombas estallaran.

    Lui frunce el ceño en una mueca de impaciencia.

    —De acuerdo, de acuerdo. No sé qué pensará ISA, pero da igual. Tiene que irse. El resto del Canon no está implicado, y podemos cuidar de nosotros mismos. —Se aparta de la camioneta, y el vehículo se pone en marcha y desaparece en la oscuridad. A continuación saca una tarjeta del bolsillo de su camisa y me la alarga—. Quinientos mil dólares en crédito anónimo puro asignado a una cuenta circulante. Vaya a los muelles, no al aeropuerto, porque allí ISA no tendrá tantas facilidades para tirar de los hilos. Y con todo ese dinero, podrá pagar sobornos más generosos que los suyos.

    Meneo la cabeza.

    —No puedo hacerlo.
    —No sea estúpido. Si se queda aquí, puede darse por muerto. Pero con el módulo de los estados propios, el Canon tendrá una posibilidad de salir triunfante. ¿Lo consiguió?

    Asiento. —Sí. Pero no pueden usar el módulo: el riesgo es demasiado grande.

    —¿Qué quiere decir?

    Narro mi experiencia en la bóveda. Lui escucha la revelación con notable ecuanimidad, y me pregunto si cree una sola palabra de ella.

    —Tendremos cuidado —dice en cuanto he acabado de hablar—. Sólo lo utilizaremos durante períodos cortos. Usted ha permanecido esparcido durante más de cuatro horas y no ha ocurrido nada.

    Lo miro fijamente.

    —Está hablando de jugar con...

    No consigo encontrar palabras adecuadas. ¿El planeta? ¿La humanidad? Ni el uno ni la otra desaparecerían, ya que sencillamente quedarían incrustados en algo más grande. Pero no se trata de eso.

    —Ya ha demostrado que no hay ningún peligro, Nick. Una hora o dos no pueden causar ningún daño. ¿Qué quiere hacer, enterrar los datos? ¿Quiere borrar el descubrimiento? No puede hacerlo. El falso Conjunto todavía dispone de sus copias. ¿Quiere que conserven su ascendiente, después de todo lo que le han hecho? De una forma o de otra, todas las preguntas que suscita el módulo van a ser exploradas. Creía que eso era importante para usted.
    —Claro que lo es —digo automáticamente.

    Y entonces comprendo que estoy mintiendo, porque en realidad el misterio del verdadero Conjunto no me importa una mierda.

    Aturdido y perplejo, espero el latigazo de réplica, la negativa.

    Y sólo hay silencio. «El módulo de lealtad ha desaparecido. He conseguido ir más allá de sus restricciones.» Cierro los ojos, esperando que mi alma repentinamente carente de propósito se evapore y se disperse en la atmósfera.

    —¿Nick?

    Sacudo la cabeza y abro los ojos.

    —Perdón. Durante un momento me he sentido... mareado. Algún efecto colateral del colapso, supongo.

    Me quito los guantes y meto la mano en el bolsillo en el que he guardado el lector de chips con la copia de Conjunto aún en él. Sin sacar el lector del bolsillo, invoco Red roja y Criptodependiente, y empiezo a copiar datos en los buffers de Criptodependiente.

    —No podemos perder el tiempo discutiendo. Entrégueme los datos y salgamos de aquí.
    —Ya le he dicho que el módulo es demasiado peligroso.

    ¿Entonces por qué estoy copiándolo antes de borrarlo? ¿Realmente confío en mí mismo hasta tal punto que estoy convencido de que sabré usarlo prudentemente para acumular una modesta fortuna forzando códigos, sin poner en peligro La Vida Tal Como La Conocemos? La arrogancia es impresionante. Pero no interrumpo el flujo de datos.

    —Llame a un banco y verifique la tarjeta —dice Lui sin perder la calma—. Medio millón de dólares. Es lo que acordamos.

    Sacudo la cabeza.

    —El dinero no me importa.

    Estoy a punto de devolverle la tarjeta, pero si se la doy con la mano que tengo libre, es posible que se pregunte qué estoy haciendo con la mano derecha.

    Lui desvía la mirada, tan triste y torturado como siempre. De pronto pienso que ganar dinero gracias al módulo es muy importante para él..., y recuerdo que la gente suele tomarse muy a pecho que te entrometas con su religión. Me activo e intento desenfundar mi arma, pero al tener que usar la mano izquierda no consigo ir lo bastante deprisa. Siento un haz de puntería sobre mi frente y me quedo totalmente inmóvil: un instante después, dos mujeres armadas salen del callejón que tenemos enfrente. Ninguna de ellas me está apuntando a la cabeza con su arma, lo cual significa que una tercera persona —el origen del haz— tiene que estar cubriéndolas desde las sombras.

    —Ponga las manos sobre la cabeza —dice Lui.

    El lector ya ha copiado un noventa por ciento de los datos. Intento ganar tiempo.

    —No me esperaba esta clase de...

    Lui me coge de los brazos, tira de ellos y me obliga a poner las manos encima de la cabeza. El boy scout zombi, siempre deseoso de ayudar, comenta que debería haber hecho un borrado-con-copia, eliminando todos los datos a medida que eran transmitidos.

    Lui me quita el anua, me cachea y no tarda en encontrar el lector. Mientras lo saca de mi bolsillo emito una orden de borrado, pero el posicionamiento no es lo bastante bueno. Criptodependiente me transmite un mensaje de error procedente de Red roja, y después un icono «profesor» aparece dentro de mi cabeza y empieza a soltarme un discurso sobre los problemas más habituales en las conexiones infrarrojas y cómo solucionarlos. Lo desconecto.

    —La tarjeta es válida —dice Lui—. Medio millón de dólares. No lo he engañado. Vaya a los muelles y al amanecer ya estará muy lejos de todo este lío.
    —No me cree, ¿verdad? Lo de Laura, lo de los Hacedores de la Burbuja... No ha creído ni una sola palabra de cuanto le he dicho.

    Me mira a los ojos.

    —Pues claro que lo creo —dice suavemente—. Hace unos seis meses deduje casi todo lo que me acaba de contar. ¿Por qué cree que el falso Conjunto quería localizar el patrón de acontecimientos que acabó por conducirlos hasta Laura? Comprendieron por qué nos habían encerrado dentro de la Burbuja..., y confiaron en que los Hacedores de la Burbuja hubieran decidido proporcionarnos una llave, un ejemplo de aquello en lo que debíamos convertirnos si queríamos salir de la prisión que han construido alrededor de nosotros.

    Se hace a un lado y una de sus secuaces viene hacia mí. Espero, con una intensa sensación de déjá vu, verme envuelto por una nube de aerosol tranquilizante o que me clave una hipodérmica en el cuello.

    En vez de eso, lo que hace es alzar una cachiporra y descargarla sobre mi sien.


    12


    CUANDO RECUPERO EL CONOCIMIENTO, A1 me informa de que tengo unos cuantos morados y una leve conmoción, pero me asegura que no hay nada que requiera tratamiento. No siento ninguna molestia; el dolor se ha convertido en información pura. Avanzo con paso tambaleante hasta llegar a la acera y me desactivo, pero sigo sin sentir nada: obedeciendo órdenes prefijadas, Jefe asume las funciones de anestesista.

    Llamo al servicio de verificación del Banco PanPacífico e introduzco la tarjeta en mi teléfono satélite. Parece que es exactamente lo que Lui afirmó que era: medio millón de dólares de fondos líquidos transnacionales, totalmente autorizados y libres de controles. Ordeno una secuencia de transacciones que hacen que el dinero dé unos cuantos centenares de vueltas al mundo —perdiendo algo de valor con cada órbita, pero dejando atrás aún más deprisa cualquier posibilidad de que se le siga la pista o sea recuperado—, y en el proceso sobrevive al escrutinio de más de mil instituciones financieras distintas. Cinco minutos después los fondos finalizan su recorrido, disminuidos en un cinco por ciento, pero indiscutiblemente reales y, ahora, irreversiblemente míos.

    ¿Por qué? Lui vino preparado para arrebatarme los datos por la fuerza, así que ¿por qué pagarme aunque sólo fuese un centavo? Cierto, Conjunto le permitirá ganar el dinero suficiente para que medio millón parezca una suma irrelevante, y además el pago aumenta las probabilidades de que no intentaré entrometerme en sus negocios. Es un soborno, y tiene como objetivo quitarme de en medio. Lui podría haberme matado, así que puedo considerarme afortunado.

    Y debería seguir su consejo. Ir a los muelles. Salir del país a base de sobornos. Ya no hay nada que me retenga aquí.

    ¿Nada? Repaso las últimas horas, intentando determinar con la máxima exactitud posible el instante de mi liberación del módulo de lealtad, pero no consigo recordar ninguna tortuosa lucha para reafirmar mi «verdadera» identidad, ninguna triunfante proeza de agilidad mental que finalmente consiguiera deshacer el nudo. Pero, naturalmente, tampoco hubo ninguna batalla similar por mi lealtad el día en que me fue impuesto el módulo. Siempre ha sido una cuestión de fisiología cerebral, no de lógica o fuerza de voluntad. En cuanto a qué fue exactamente lo que cambió esa fisiología —si la minoría de versiones de mi persona que logró abrirse paso a través de las restricciones del módulo consiguió convencer de alguna manera a mi yo esparcido para que escogiera a una de ellas como superviviente del colapso (es decir, a mí), o si la crisis en ISA sencillamente lo obligó a hacer malabarismos con tal cantidad de factores que dejó de prestar atención a algo tan trivial como la religión de su yo colapsado—, nunca lo sabré. Quizá todo sea debido a una intervención de la Po-kwai esparcida. Sea cual sea la razón, sencillamente ocurrió...

    ¿Ocurrió? Lui afirmó que yo había sido colapsado..., y probablemente lo creía..., pero el único colapso que surte efecto es el que consigue llegar a hacerse real. Quizá sigo esparcido, al igual que Lui y todos los guardias de ISA, y todo el incidente —el que encontraran las bombas, el que Lui viniera a advertirme y todo lo que ha ocurrido hasta este momento, el momento incluido— forma parte de un estado propio que será descartado, parte del extravagante coste del improbable éxito de la noche.

    Intentando evitar el pánico, invoco Hípernova y marco el botón de desconexión..., y un instante después comprendo que el hacerlo no demuestra nada: miles de millones de versiones de mi persona tienen que haber hecho lo mismo —sin que les sirviera de nada— a lo largo de la noche. Durante un momento, toda la pregunta parece pura y simplemente inabordable: ¿cómo puedo tener la seguridad de que me he vuelto irreversiblemente real?

    Mediante el horario, de esa manera. Son las 04:07 y si todo hubiera ido tal como habíamos planeado, ahora estaría en mi puesto y colapsado. Dejo escapar una carcajada llena de nervioso alivio. Mi fracaso es una parte irrevocable del pasado único, y mi liberación también. Aunque todas las versiones de mi persona siguieran estando sometidas al módulo de lealtad..., yo estoy vivo, y ellas están muertas.

    Así que no tengo ninguna razón para seguir aquí. El Conjunto, «verdadero» o no, ya no significa nada para mí.

    En cuanto a los peligros de usar Conjunto, Lui quizá quiera hacerse rico, pero no es ningún idiota. Si realmente ha sido consciente de los riesgos desde el principio, entonces sin duda hará cuanto esté en sus manos para mantenerlos bajo control. Confiar el destino del planeta a su dudosa capacidad quizá no sea la solución que yo habría escogido, pero no tengo otra elección. No puedo recurrir a las autoridades, porque ISA me habrá elegido como el primer sospechoso de la colocación de las bombas..., y es posible que lo crean. ¿Qué puedo hacer? ¿Enviar un mensaje anónimo a la policía de NHK para advertirlos de que una tecnología que podría minar la naturaleza de la realidad ha caído en malas manos?

    El problema estriba en que... incluso suponiendo que pudiera confiar en que Lui tendrá muchísimo cuidado al usar el módulo, sigue estando la cuestión de la proliferación. ¿Qué pasará cuando uno de los clientes de su nueva empresa de descifre de códigos empiece a interesarse por su técnica y decida saltarse unos cuantos intermediarios, o asegurarse de que la competencia no podrá acceder al mismo servicio? Con las pintorescas ideas sobre seguridad que tiene Lui, tardarían una semana en averiguarlo todo. Conjunto en las manos de gánsteres..., o, peor aún, Conjunto en las manos de los servicios de inteligencia de la RPC, o de los Estados Unidos de América. E incluso si ellos también comprendieran los riesgos y fueran capaces de resistir la tentación de explotar el módulo al máximo, evitando así que todo el planeta acabara esparcido... ¿Beijing o Washington dando forma a la realidad? Esa vida no merecería ser vivida.

    Karen aparece junto a mí. Guardo silencio, no atreviéndome a hablar por miedo a que se esfume —o estalle—, pero finalmente encuentro el valor necesario para decir:

    —Me alegro de verte. Te he echado de menos.

    ¿Realmente la he echado de menos? Intento encontrar algún recuerdo de ello, pero enseguida abandono la búsqueda por considerarla irrelevante. Lo que importa es que la habría echado de menos.

    —La has cagado —dice sombríamente.
    —Sí.
    —¿Y qué es lo que piensas hacer al respecto?
    —¿Qué puedo hacer? Ahora soy sospechoso de terrorismo. No tengo adonde ir, carezco de recursos...
    —Tienes medio millón de dólares.

    Sacudo la cabeza.

    —Eso es mucho dinero, pero...
    —Y tienes el noventa y cinco por ciento de Conjunto.

    Dejo escapar una carcajada llena de amargura.

    —El noventa y cinco por ciento es igual a nada. No puedes introducir el noventa y cinco por ciento de las especificaciones de un módulo en un enjambre de nanomáquinas y esperar que el resto fuera mera información superflua.
    —¿No? ¿Y qué me dirías del noventa y cinco por ciento de las especificaciones de dos módulos?
    —¿Dos?

    Y entonces caigo en la cuenta de que Conjunto ejecuta dos funciones totalmente independientes: inhibe el colapso, y manipula los estados propios. Así pues, no hay ninguna razón para que las dos partes del módulo, responsables de esas dos funciones separadas, presenten ninguna superposición o tengan neuronas en común. Y si no hay ninguna superposición, cualquiera de las dos partes debería ser capaz de operar por sí sola. La única pregunta es...

    Invoco a Criptodependiente y empiezo a abrirme paso a través de los datos acumulados en los buffers. Después de unas cuantas docenas de páginas de preámbulo, encuentro:

    INICIO DE SECCIÓN: «CONTROL DEL ESTADO PROPIO»


    Busco la próxima aparición de «CONTROL DEL ESTADO PROPIO». Varios centenares de páginas más adelante:

    FINAL DE SECCIÓN: «CONTROL DEL ESTADO PROPIO»
    (SUMA DE VERIFICACIÓN: 4956841039)
    *************************************************
    INICIO DE SECCIÓN: «INHIBICIÓN DEL COLAPSO»


    —Tienes medio millón de dólares —dice Karen—. Tienes todo lo que necesitas de Conjunto, e Hipernova puede suplir el resto. Y dejando aparte a Laura, no hay nadie en todo el planeta con más experiencia sobre el estar esparcido. Despídete del no tener recursos.

    Meneo la cabeza.

    —No puedo confiar en mi yo esparcido. Eso formaba parte de la advertencia de Laura: hasta ahora ha estado colaborando conmigo, pero no sé qué hará si adquiere más fuerza.
    —¿Sí? ¿Y en quién estarías más dispuesto a confiar, en él..., o en los clientes de Lui y sus personalidades esparcidas?

    Me doy cuenta de que estoy temblando. Me río.

    —Tengo miedo. ¿Es que no lo entiendes? Podría convertirme en cualquiera. Acabo de perder lo que constituía la parte más importante de mi vida. Ha desaparecido, se ha desvanecido en un instante. Ya sabes qué significa eso, ¿verdad? Podría perder cualquier cosa. Podría perderte a ti.
    —Mis especificaciones seguirán estando en los archivos —dice secamente—. Axón las tendrá registradas en algún sitio, ¿verdad? Si me pierdes, siempre puedes recuperarme.
    —Lo sé. —Después desvío la mirada, porque no puedo soportar decirlo mirándola a la cara—. Pero temo que si te pierdo, después ya no querré recuperarte.


    ****

    Muchos de los pequeños comerciantes empiezan a abrir sus negocios hacia el amanecer, y eso me permite comprar un pequeño surtido de nanomáquinas cosméticas y algo de ropa antes de que las calles empiecen a llenarse de gente. Me escondo en un lavabo público mientras las nanomáquinas surten efecto, para lo cual disgregan una proporción significativa de la melanina de mi piel. El cambio casi es lo suficientemente rápido para poder ser percibido, y contemplo fascinado mis manos y mis antebrazos mientras pasan del negro intenso que constituye la norma en la franja ultravioleta a una complexión aceitunada que me recuerda las fotos que le tomaron a mi abuelo durante su juventud en el siglo xx. Una hora después, mis riñones han extraído los metabolitos, y excreto un chorro de orina. Es absurdo, pero descubro que mear el color de mi piel me resulta tan incomprensible y desconcertante como cualquiera de las cosas que han ocurrido durante las últimas doce horas. Cualesquiera que fuesen los cambios que habían tenido lugar dentro de mi cráneo, por lo menos hasta ahora parecía el mismo Nick de siempre.

    Inspecciono mi aspecto en un espejo, obligando a mis pensamientos a volver a las cuestiones prácticas. Con la palidez como única variación introducida en mi apariencia, un programa de reconocimiento de patrones todavía podría correlacionar mi rostro con los registros de ISA, pero por lo menos ya no soy vulnerable a cada transeúnte que pueda haber visto mis facciones en el sistema de noticias.

    De hecho, cuando accedo al The NHK Times, no encuentro ninguna mención de un intento de voladura frustrado llevado a cabo por los Niños del Abismo o por cualquier otro grupo. Los sistemas de noticias globales tampoco lo mencionan. Al parecer ISA ha logrado que todo el asunto siga siendo una cuestión privada: quizá no quieren que la policía de NHK empiece a reflexionar sobre el misterio del porqué los Niños los escogieron como objetivos.

    Eso me anima un poco. Todavía no estoy a salvo —el Conjunto me habrá inscrito en una docena de listas de objetivos privadas—, pero aun así me alegra saber que no tratarán de hacerme pasar por un miembro más de los Niños del Abismo.

    Sentado en un banco del parque dentro de un pequeño lago de sol matinal —reflejado—, conectado al mundo a través de Criptodependiente, Red roja y mi teléfono satélite, contrato los servicios de un sistema experto en nanomáquinas para que acabe de pulir las asperezas de mi copia parcial de Conjunto. Enseguida descubro que he hecho bien, porque aparte de limitarse a descartar la segunda sección incompleta, el preámbulo tiene que ser editado para reflejar el cambio de dos secciones a una. Los nanoprogramas siempre tienen que ser lo más meticulosos y perfectos posible, porque una especificación de módulo neural que contenga la más leve inconsistencia será rechazada al instante por el sintetizador de nanomáquinas.

    Borro las advertencias de copyright, copio la especificación final desde los buffers de Criptodependiente a un chip de memoria que podré entregar en el mostrador, y consulto el directorio para averiguar cuál es el fabricante más cercano. Hay un sitio llamado Tercer Hemisferio apenas a un kilómetro de aquí.

    Las instalaciones, situadas al final de un callejón sin salida no muy limpio, parecen francamente precarias, pero una vez dentro enseguida localizo el sintetizador y descubro que es un auténtico modelo Axón provisto de un prominente letrero de franquicia autorizada incluido o, por lo menos, de una convincente imitación. La encargada introduce mi chip de especificaciones en un sistema de evaluación de costes.

    —Treinta mil dólares —dice—. Las nanomáquinas de su módulo estarán disponibles dentro de quince días.

    Según el sistema experto, la síntesis debería quedar terminada en ocho horas como máximo. Cualquier retraso añadido sólo puede ser atribuido a que me hayan puesto al final de la cola.

    —Cincuenta mil —digo—. Y estará listo para las diez de esta noche.

    Se lo piensa durante unos momentos.

    —Ochenta mil. A las nueve.
    —Hecho.


    ****

    Compro un arma, prácticamente un sustituto exacto para el láser del que he sido despojado esta mañana. Las armas son lo único que NHK se toma realmente en serio, y los precios del mercado negro reflejan ese inesperado rigor legal: a cincuenta y siete mil dólares, alguien está obteniendo un margen de beneficio del trescientos por cien. La generosidad del soborno de Lui sigue pareciéndome vagamente inquietante, pero puedo entender que haya preferido facilitar al máximo mi salida de la ciudad y no correr el riesgo de que lo traicionara al Conjunto..., y sin duda estaba mintiendo acerca de sus tarifas para descifrar códigos, puede que por uno o dos órdenes de magnitud.

    Ahora he de encontrar un sitio donde alojarme, pero los hoteles están excesivamente informatizados como para ofrecer un refugio seguro. Necesito la mayor parte de la tarde, pero acabo logrando alquilar un pequeño apartamento en un distrito del suroeste que parece haber conocido tiempos mejores..., y con un soborno adecuado, no se requiere ninguna identificación. Cuando el agente me entrega las llaves y se va, me dejo caer sobre la cama. La conmoción está empezando a hacerse notar, y tengo problemas para permanecer despierto.

    —¿Por dónde empezamos? —pregunta Karen—. ¿Cuál es el riesgo más inmediato del que debemos ocupamos?

    Suspiro.

    —Ya sabes que lo que me estás pidiendo es sencillamente imposible, ¿verdad? A estas alturas Lui ya debe de haber hecho una docena de copias de los datos.
    —Quizá. Pero ¿puede atreverse a confiar en alguien para que se las guarde..., o se habrá limitado a esconderlas?

    La habitación intenta volverse borrosa, pero la imagen de Karen permanece impecablemente nítida. Cierro los ojos e intento concentrarme.

    —No lo sé. Podemos estar seguros de que nunca se le ocurrirá dárselas a los otros miembros del Canon. Me imagino que les habrá dicho que no conseguí completar mi misión..., eso suponiendo que haya tenido ocasión de hablar con ellos.
    —Lo cual quiere decir que Lui quizá siga siendo la única persona que puede acceder a los datos.
    —Tal vez. Salvo por la empresa que va a fabricarle su copia de los nanoprogramas, naturalmente. Si planea vender servicios de desciframiento de códigos protegidos prescindiendo de mí, tendrá que instalar Conjunto dentro de su propio cráneo y deberá aprender a utilizarlo.
    —¿A qué empresa ha recurrido?
    —No lo sé. —Me obligo a levantarme. El suelo tiembla durante un segundo, y a continuación se estabiliza—. Pero creo que sé cómo puedo averiguarlo.


    ****

    Estoy de suerte: Lui no ha escogido una nueva tapadera para ocultar sus relaciones con los fabricantes que operan por libre, y después de una leve resistencia simbólica, el dueño del puesto callejero en el que recogí Hipernova se muestra notablemente dispuesto a cooperar. A este ritmo dentro de un par de días no me quedará ni un centavo, pero debo aprovechar mis recursos mientras todavía dispongo de ellos.

    —Esta mañana envié los dos paquetes a NeoMod por mensajero —dice—. Se los mandé a eso de las siete. El cliente pagó la tarifa especial de los trabajos urgentes, así que prometieron que a las dos ya estaría listo. Pero el producto no volvió a mí: el cliente telefoneó al mediodía y dijo que iría a recogerlo personalmente a la fábrica.
    —¿Dos paquetes? ¿Cuántos módulos encargó?
    —Sólo uno, pero les proporcionó su propio vector personalizado para las nanomáquinas. No es el método habitual, pero...

    Se encoge de hombros.

    Decir que no es el método habitual supone quedarse bastante corto. Las Endamoeba estándar han sido diseñadas para que no puedan sobrevivir más de unos minutos fuera del medio de cultivo en el que son transportadas. Dependen de enzimas que no pueden fabricar por sí mismas y que nunca pueden aparecer de manera natural, porque el medio de cultivo se encarga de proporcionárselas. Junto con unas cuantas taras especialmente concebidas más, eso garantiza que no podrán sobrevivir más tiempo del que necesitan para atravesar la membrana mucosa nasal del usuario: si hubiera alguna persona cerca, tendría tantas probabilidades de ser infectada por las nanomáquinas y de «pillar el módulo» por error como de quedar embarazada porque una pareja ha hecho el amor en la habitación de al lado.

    Y sólo hay una razón para utilizar un vector no-estándar: Lui quiere derribar esas barreras. ¿Para qué? Pues para aumentar la facilidad con la que el módulo puede ser impuesto a alguien que no quiere utilizarlo.

    Lo cual no tiene ningún sentido. Si Lui planea usar Conjunto para descifrar códigos protegidos, ¿qué razones puede tener para imponérselo a algún cómplice involuntario?

    —Ese vector personalizado... ¿Qué sabe sobre él?

    Sacude la cabeza.

    —Nada. Lo obtuvo de otro proveedor, y yo me limité a remitirlo junto con el chip.
    —¿Y el recipiente no tenía ningún tipo de identificación? Una marca, un logotipo, cualquier cosa...
    —No llegué a verlo. Iba dentro de una cajita negra sin ninguna clase de identificación.
    —¿Una cajita negra?
    —Sí. Sin identificar... Sólo tenía una lucecita azul. —Se encoge de hombros ante ese detalle excéntrico. ¿Una lucecita azul? Sorprendente, desde luego, pero no es asunto suyo—. Me la trajeron por separado ayer por la tarde antes de que recibiera los datos del módulo.

    Saco del bolsillo mi insignia de empleado de ISA. El dueño del puesto callejero contempla la foto con los ojos entrecerrados.

    —Sí, un sureño —dice—. Creo que es él —añade, y después alza la mirada hacia la versión pálida de la misma cara sin dar ninguna señal de reconocerla.

    Pero entonces, ¿por qué he de pensar que la idea del verdadero Conjunto que se ha formado Lui guarda algún tipo de relación con el dinero? ¿Porque me pagó medio millón de dólares? ¿Porque confesó que la caja negra contenía un ordenador capaz de descifrar códigos protegidos? Bueno, tal vez sí..., junto con todo lo demás, naturalmente, ya que sus fondos tenían que salir de algún sitio. Pero si el dinero sólo es un medio para un fin, entonces... ¿cuál es el fin? Si Lui no ha manipulado y deformado las restricciones del módulo hasta convertirlas en pura codicia humana, ¿qué visión cuasi-religiosa ha construido alrededor del defecto que se oculta dentro de su cerebro?

    Si sabía desde el primer momento quién era Laura, por qué había sido creada la Burbuja, y cuáles son los riesgos que lleva consigo el esparcirse...

    Me detengo de repente en el centro de la calle, dejando que la multitud me empuje al pasar. No necesito hacer ningún gran esfuerzo de imaginación para saber cuál habría sido mi reacción si hubiese descubierto los hechos en otro orden, y qué camino habría seguido si hubiera llegado a definir el verdadero Conjunto sabiendo toda la verdad sobre Laura.

    El progenitor de Laura murió —colapsado— durante el acto de crearla, igual que algún dios-convertido-en-mujer decidido a sacrificarse a sí mismo. Y ahora, siendo capaz de esparcirse en la mujer-convertida-en-diosa, Laura nos ha mostrado cómo podemos dejar de colapsarnos, recuperar nuestra perdida divinidad y volver a unirnos con el resto del superespacio.

    No sé nada sobre los orígenes de Lui. Si creció en NHK, su pasado podría ser taoísta, budista, cristiano o tan ateo como el mío. Pero también cabe la posibilidad de que lo que creyera antes no tenga ninguna importancia después de todo, porque una historia tan poderosa como la de Laura —combinada con el decreto axiomático promulgado por el módulo de lealtad de que el trabajo del Conjunto es lo más importante del mundo— quizá habría podido llegar a crear las mismas resonancias dentro de cualquier cráneo.

    Y la verdadera naturaleza del trabajo del Conjunto habría resultado cegadoramente obvia para cualquiera.

    Miro a mi alrededor mientras el crepúsculo se va adueñando de la ciudad. Hombres y mujeres pasan junto a mí, tensos y cansados, absortos en sus propias preocupaciones. Siento un repentino deseo de agarrarlos por los hombros y sacudirlos violentamente hasta sacarlos de su complacencia.

    Si estoy en lo cierto, entonces no hay límite a lo que Lui puede haberle hecho al vector. Podría haberlo vuelto robusto, altamente infeccioso, capaz de reproducirse muy deprisa y de viajar por el aire... Podría haberlo convertido en todo aquello que el original había sido meticulosamente diseñado para que no fuese. Podría haberlo convertido en el vehículo perfecto para lo que él ve como el gran regalo de Laura a la humanidad.

    ¿A quién advierto?

    ¿Quién me creería? Nadie que estuviera en su sano juicio, desde luego, puesto que plantearse la posibilidad de una plaga transmitida por los módulos neurales es pura fantasía paranoide. Las nanomáquinas son frágiles y no virulentas; su operatividad está íntimamente vinculada, al nivel más fundamental posible, con centenares de detalles específicos de la bioquímica mutilada de su vector. Dentro de esas limitaciones, los vectores ilegales con posibles mejoras más elaboradas podrían sobrevivir como máximo durante una hora. Eso permitiría infectar víctimas individuales, pero no resultaría demasiado útil a la hora de crear una epidemia. Los expertos siempre han mantenido que todo lo que supere el nivel de una pequeña manipulación periférica requeriría no sólo vectores no-estándar sino también nanomáquinas no-estándar, y eso exigiría un esfuerzo investigador casi tan oneroso como el que creó toda la tecnología. Ningún terrorista o culto religioso podría permitirse semejantes gastos, y probablemente ni siquiera un gobierno sería capaz de llevar a cabo semejante operación manteniendo un secreto absoluto.

    En cuanto a la opción de que un operador independiente diseñara un vector compatible con las nanomáquinas existentes que además fuese lo suficientemente infeccioso para constituir una amenaza... Bueno, semejante hazaña sería tan poco plausible como la de factorizar una llave de encriptación de miles de dígitos por pura buena suerte.

    La multitud va disminuyendo a mi alrededor, y el cielo se oscurece. El mundo sigue funcionando como siempre. El resultado final siempre es la normalidad. Lui ha dispuesto del módulo desde las dos, y por lo que sé quizá ya lo haya liberado. ¿Cuánto podría tardar en difundirse? Lui habrá introducido un pequeño cambio respecto a la versión de Po-kwai: inhibir el colapso ya no será una opción que requiera invocación consciente, y los usuarios, muy a su pesar, no tendrán elección. Con diez mil o cien mil personas esparcidas, ¿cuánto tiempo transcurrirá antes de que sus yos esparcidos aprendan a suprimir el colapso del resto de la ciudad? Y con doce millones de personas esparcidas...

    Alzo la mirada hacia el cielo y distingo un puntito de luz encima del resplandor que empieza a disiparse en el oeste. Lo contemplo durante diez interminables segundos antes de comprender que sólo es Venus.


    ****

    La mujer de Tercer Hemisferio frunce el ceño y dice:

    —Ha venido demasiado pronto. Vuelva dentro de dos horas.
    —Acelere el proceso. Le pagaré...

    Se ríe.

    —Da igual lo que me pague. La máquina ha sido programada y está construyendo las nanomáquinas, y ahora nada puede hacer que vaya más deprisa.

    ¿Nada? ¿Y si le pagara lo suficiente para que me dejara quedar solo con el sintetizador, y después me esparciera... y no me colapsara hasta que Conjunto estuviera instalado dentro de mi cabeza, de forma que me permitirá elegir que toda esa secuencia de acontecimientos hubiera tenido lugar en un período de tiempo «imposiblemente» corto? No habría ningún riesgo de que la acción acelerada de la máquina pudiera producir un módulo defectuoso..., puesto que si el módulo resultara ser defectuoso, entonces la aceleración milagrosa no habría tenido lugar nunca.

    ¿O sí? ¿Qué pasaría si mi acción introdujera algún defecto tan sutil que no se manifestara inmediatamente? Contemplo la máquina silenciosa —que tiene un aspecto desconcertantemente parecido al de uno de esos expendedores de refrescos de los supermercados—, y tiemblo ante la perspectiva de tener que arrebatarle la seguridad de las probabilidades conocidas. Ya está haciendo malabarismos con la materia a una escala molecular sometida a las incertidumbres cuánticas, así que no quiero hacer que llegue a ser capaz de acabar produciendo cualquier cosa. Conjunto es mi única ventaja: si recurro a los atajos y cometo algún error, entonces no tendré absolutamente ninguna probabilidad de localizar a Lui a tiempo.

    —Esperaré fuera —digo—. Llámeme en cuanto...

    La mujer asiente, visiblemente divertida.

    —Oyéndolo cualquiera diría que está a punto de ser padre por primera vez.


    ****

    Debería activarme, entrar en la modalidad de vigilancia y dejar pasar el tiempo sin enterarme de que transcurre, pero una parte de mí se resiste violentamente a la idea. Activarse ahora sería irresponsable, escapista, antinatural...

    Contemplo esa extraña retórica sintiéndome ausente, más perplejo que horrorizado. He escapado al control del módulo de lealtad colapsándome de alguna manera altamente improbable y, después de eso, ¿cómo podía esperar que seguiría siendo exactamente el mismo de antes en todos los demás de aspectos? Puede que una repugnancia incrementada hacia los módulos neurales fuera un concomitante necesario —o altamente probable— del deseo de ser libre.

    Así que espero como un humano, torturado por miedos tan improductivos como insensatos mientras intento imaginar lo inimaginable. Si todo el planeta estuviera permanentemente esparcido, ¿qué experimentarían las personas? ¿Nada..., porque no hay ningún colapso capaz de hacer que algo, lo que sea, se vuelva real? ¿O todo..., porque no hay ningún colapso que pueda hacer que las cosas se hundan por debajo del nivel de la realidad? ¿Todo por separado..., una conciencia aislada por estado propio, como si el modelo de los muchos mundos hubiera cobrado vida? ¿O todo a la vez en una cacofonía de posibilidades superpuestas? Lo que yo he tenido que soportar —o por lo menos aquellos recuerdos que han sobrevivido al colapso— podría no tener nada que ver con la naturaleza de las cosas cuando no hubiera ningún colapso en ningún momento futuro. En el momento en que no hubiese nada capaz de hacer que el pasado se volviera único, toda la experiencia podría ser radicalmente distinta.

    En cualquier caso, de una cosa sí estoy seguro: no puedo permitir que Lui lleve a cabo sus planes.

    Y espero que mi yo esparcido esté de acuerdo conmigo.


    ****

    La mujer de Tercer Hemisferio no me pregunta qué es lo que tengo tantas ganas de intentar. Transfiero el dinero. La mujer me entrega el recipiente, y lo utilizo de inmediato.

    —Espero que volveremos a hacer negocios —dice la mujer.

    Dejo de pellizcarme la fosa nasal.

    —Lo dudo mucho.

    Inspiro rápidamente un par de veces por la nariz. Una gota de fluido cae al suelo.


    ****

    Mientras salgo del callejón, ordeno a Herramientas mentales que me avise inmediatamente en cuanto Conjunto proclame su existencia. El sistema experto predijo de dos a tres horas para la instalación, dependiendo de las contingencias de la anatomía neural del usuario.

    Cuando vuelvo a la avenida, los escaparates de las tiendas relucen con un deslumbrante despliegue de hologramas comerciales: el fotorrealismo no está de moda este año, y todo —desde los zapatos hasta las cacerolas— tiene que ser mostrado mediante trazos incandescentes. Levanto el brazo y hago que mi mano atraviese una y otra vez la vertiginosa rotación de la rueda delantera de una bicicleta, suspendida a dos metros por encima del pavimento, medio esperando la lanzada de dolor infligida por los radios al rojo blanco.

    Me detengo y contemplo a la multitud durante un rato. «Todavía dispongo del dinero suficiente para huir. Dentro de dos horas podría estar en el otro extremo del mundo.» Si Laura estaba equivocada, lo que acabe ocurriendo aquí —sea lo que sea— quizá pueda ser confinado de alguna manera. En cuanto resulte evidente que hay una epidemia, si cerraran las fronteras...

    ¿Contra personas que pueden proyectarse a través de cualquier clase de barrera? ¿Qué demonios creo que van a hacer? ¿Coger la ciudad entera y arrojarla al interior de un agujero negro? ¿Construir su propia Burbuja?

    —Lo robaste una vez, así que puedes hacerlo otra —dice Karen—. ¿Acaso tiene Lui alguna forma de detenerte que no tenía DBI?
    —¿Y si ya ha liberado las Endamoeba?
    —No sabes si lo ha hecho.
    —Tampoco sé si no lo ha hecho.

    Alzo la mirada hacia el cielo e intento reprimir una repentina oleada de vértigo. En realidad la Burbuja nunca nos ha confinado; se limita a hacer visible nuestro confinamiento. La conmoción no tenía su origen en la limitación, sino en el hecho de que nos obligara a enfrentarnos con la alternativa, esa libertad infinita que nos esperaba más allá de ella.

    —Creo que estoy a punto de desarrollar la fiebre de la Burbuja.

    Karen sacude la cabeza.

    —La fiebre de la Burbuja ya no está de moda.


    ****

    Lo única opción que me queda es esperar a que Conjunto se manifieste, pero eso no es razón para retrasar la preparación de las herramientas cuya ayuda necesitaré para localizar a Lui una vez que el módulo esté en condiciones de operar. Vuelvo a mi piso y escribo un pequeño programa Von Neumann que aceptará un número de seis dígitos como dato inicial. Consulto la base de datos geográfica de Déjá vu y genero un mapa de referencia para un cuadrado de tierra firme que tenga cuarenta y cinco metros de lado y esté situado en algún lugar de la ciudad. Tardo un poco en decidir qué debo descartar, aparte del agua; hay muchas categorías de usos del terreno que parecen «obviamente» eliminables de la lista de lugares a inspeccionar —demasiado expuestas, demasiado inaccesibles, o meramente ridículas—, pero no consigo decidir dónde poner el límite, así que acabo incluyendo a la mayoría de ellas. Las pistas de aeropuerto quedan excluidas, pero cualquier versión de mi persona que sea enviada a investigar un trozo de campo de rugby o de una central de tratamiento de aguas residuales tendrá que vivir con el conocimiento de que lo más probable es que no llegue a ver el amanecer.

    Contemplo el mapa dentro de mi cabeza y me imagino la ciudad al amanecer cubierta por una capa invisible de cadáveres de mi persona.

    Y después me digo que al único heredero de mi pasado, el «milagroso» superviviente de un colapso más..., todas esas muertes le parecerán menos reales que nunca.

    Sin embargo, para mí son reales. Están en mi futuro, todas y cada una de ellas.


    ****

    El mensaje aparece justo antes de la medianoche:

    [Herramientas mentales:
    Recibido mensaje.
    Remitente: Conjunto (Tercer Hemisferio, 80.000$).
    Categoría: Finalización de la autogénesis.]


    Intento invocarlo, pero en los ojos de mi mente no aparece ninguna ventana de interfaz, ningún panel de control. Eso no es una sorpresa, desde luego, puesto que no soy yo quien tiene derecho a utilizar este módulo. Me siento en la cama e invoco a Hipernova, y devuelvo a la vida al ser para el que fue creado Conjunto.

    ¿Qué palabras empleó la portavoz de Laura cuando lo describió? ¿Infantil? ¿Poco fiable, quizá? Y si está formado por mil millones de versiones de mi persona que se dividen incesantemente, ¿qué soy yo para él? ¿Una no-entidad microscópica, como podrían serlo para mí una célula sanguínea o una neurona? Pero en ese caso tampoco puedo negar que estoy obligado a respetar las necesidades colectivas de mis células sanguíneas y mis neuronas. Ya he conseguido imponerle mi voluntad cien veces anteriormente, así que supongo que un milagro más no es impensable..., sobre todo cuando estoy tan seguro de que ahora mi unanimidad es prácticamente total a la hora de desearlo. ¿Qué versiones de mi persona podrían desear que Lui se saliera con la suya?

    Espero diez minutos, y después salgo de la habitación.

    Había alimentado la fantasía de que podría deslizarme por las calles y los callejones sigilosamente y sin ser visto, pero era sólo una fantasía. Medianoche es hora punta para los turistas y para todos los que viven de hacer negocios con ellos, así que las calles y los callejones están atestados.

    Me abro paso a través de las multitudes, pensando que o ya he sido colapsado hace mucho tiempo, o que prácticamente le estoy haciendo el trabajo a Lui. Si estoy impidiendo el colapso de cada persona que me observa, y de todas las personas que observan a esas personas —y si cada versión de mi persona está haciendo exactamente lo mismo a medida que me voy extendiendo por la ciudad—, ¿cuánto tiempo deberá transcurrir para que todo el planeta quede esparcido? Se supone que un día o dos, de acuerdo con Laura, pero no puedo dar por supuesto que se puedan aplicar los mismos parámetros temporales a mi caso. Laura quizá dispusiera de formas de minimizar el efecto, y tal vez dominara ciertas técnicas que le permitían concentrar su presencia. Yo he salido del apartamento para registrar la ciudad, así que no puedo estar menos concentrado.

    Delante de la entrada del metro hay una artista callejera. Lleva unos viejos guantes con sensores de presión y toca un violín virtual, y lo hace además con mucha habilidad (suponiendo que está causando el sonido realmente y no limitándose a fingir que lo origina). Después de entrar en la escalera mecánica de bajada, saco de mi bolsillo el generador de dados, lanzo seis dodecaedros y le doy los resultados al programa que divide el mapa.

    ¿Tirar los dados para localizar a un loco? ¿Por qué no consultar el horóscopo de Lui? ¿Por qué no consultar el jodido I Ching?


    ****

    Mi objetivo es un bloque de pisos en una franja de terreno residencial que introduce uno de sus extremos en el distrito de almacenes al norte de los muelles. Voy hacia él con toda la cautela y la esperanza de que soy capaz, desgarrado entre la nítida comprensión de que las probabilidades de que sea yo quien encuentre a Lui siguen siendo únicamente de una entre un millón..., y mis irrelevantes, pero imborrables, recuerdos de haber sobrevivido al colapso —«aunque las probabilidades estaban en mi contra»— en tantas ocasiones anteriores.

    La entrada principal, que tiene un videófono de control, está cerrada, pero las puertas se abren cuando voy hacia ellas. Lanzo una mirada por encima del hombro mientras atravieso el vestíbulo, aturdido por una breve pero vivida fantasía de la alternativa en la que, inmóvil delante de la entrada, espero en vano un milagro que nunca llegará.

    Treinta niveles, con veinte pisos en cada uno. Tiro tres dodecaedros sin pensar y obtengo un ocho, un nueve y un cinco. Casi me dejo dominar por el pánico, pero después meneo la cabeza y me río. No me voy a dar por vencido tan fácilmente, ¿verdad? Puedo jugar a este juego como más me apetezca. Resto seiscientos y voy hacia la escalera. Si hay más versiones de mi persona en algunos pisos que en otros, eso tampoco será el fin del mundo.

    Subo por la escalera sin hacer ruido. El edificio está silencioso: oigo música tenue en el tercer piso, y un niño que llora en el séptimo, y a veces percibo el temblor del agua que corre o de una cisterna que se vacía. La banalidad de todo ello resulta absurdamente tranquilizadora, como si en virtud de alguna ley de conservación de la implausibilidad recién inventada, las versiones de mi persona destinadas a fracasar pudieran oír alguna prueba de que se les ha acabado la suerte..., como por ejemplo la misma encarnación del «Paraíso» de Angela Renfield sonando, casualmente, en cada piso.

    Cuando llego al décimo piso ya he tomado una decisión: si Lui no está en la 295, registraré todo el edificio de arriba abajo. No tengo nada que perder, ¿verdad? ¿Y si no está en el edificio? Pues entonces registraré toda la calle.

    Cuatro pisos más arriba noto un movimiento delante de mí, pero sólo es un robot de limpieza que, deslizándose a lo largo del pasillo, está absorbiendo el polvo de la moqueta deshilachada mientras aspira pintadas de las paredes.

    Me detengo delante de la puerta de la Habitación 295, pero mi vacilación sólo dura un instante. Empuño mi arma y extiendo la mano hacia la puerta.

    La puerta se abre.


    13


    LUI ESTÁ DE PIE junto a una mesa llena de recipientes de laboratorio, contemplando cómo el líquido de un frasco de cultivo es removido por un imán giratorio. Alza la cabeza hacia mí con una mueca de irritación en el rostro, pero entonces su expresión se suaviza de repente y —en un tono casi de bienvenida— dice:

    —Nick. No lo había reconocido.
    —Dé un paso atrás y ponga las manos encima de la cabeza.

    Lui obedece.

    ¿Me colapso ahora, para sellar mi victoria y volverla irreversible? Aún no. No es el momento más adecuado para caer en la complacencia, pues aún no sé qué improbables proezas pueden ser necesarias.

    Hago una profunda inspiración de aire.

    —¿Ha liberado las Endamoeba?

    Lui sacude la cabeza inocentemente.

    —Si está mintiendo, le...

    ¿Qué? ¿Y cómo puedo saber si miente o si está diciendo la verdad? El vecindario no se ha disuelto visiblemente en un cuatrillón de versiones, pero yo tampoco..., visiblemente.

    —¿Por qué no las ha liberado?

    Me dirige una mirada levemente perpleja, como si no pudiera creer que necesite preguntárselo.

    —La variedad enviada a NeoMod estaba atenuada. No sabía si las pruebas podían llegar a afectarla, y tampoco podía correr el riesgo de enviarles algo excesivamente raro. Ese tipo de sitios pueden estar dispuestos a saltarse las reglas —fabricar un módulo marioneta para que un gánster pueda introducirlo en la copa de otro, por ejemplo—, pero si se hubieran dado cuenta de que estaban tratando con algo que podía extenderse igual que una plaga, seguramente no se habrían atrevido a seguir adelante y no habrían integrado las nanomáquinas. —Dirige una inclinación de cabeza al líquido que está siendo removido—. Lo estoy cultivando con un retrovirus que reintroduce una secuencia promotora crucial en el genoma. La versión que vieron no era más espectacular que cualquiera de los productos ilegales estándar. Este es de verdad.

    No tengo ninguna razón para creerlo, pero ¿qué otro motivo podría tener Lui para estar perdiendo el tiempo con este equipo en vez de dedicarse a recorrer las calles para esparcir el vector? Lanzo una rápida mirada al frasco: parece estar concienzudamente sellado, lo cual me sorprende un poco..., pero, pensándolo bien, Lui no habrá querido correr el riesgo de esparcirse mientras estaba haciendo algo tan crucial. Después de todo, yo también escogí permanecer colapsado durante la síntesis de Conjunto.

    —¿Quién más tiene copias del módulo? —pregunto.
    —Nadie.
    —¿De veras? ¿No hay nadie más en el Canon al que haya persuadido de que la razón está de su parte?
    —No —dice—. Sólo usted podría haberlo entendido —añade en un tono casi jovial después de un momento de vacilación.

    Dejo escapar una seca carcajada. —No malgaste el aliento. Ya no formo parte del Canon, ¿sabe? Al parecer he logrado escapar de ese asilo.

    Y tú no tardarás en seguirme..., aunque en tu caso los métodos que emplearé serán más convencionales.

    Lui sacude la cabeza.

    —El módulo de lealtad no ha tenido nada que ver con ello. Usted se ha esparcido y colapsado suficientes veces para entender lo que se puede llegar a conseguir.
    —¿Conseguir? —Y debo confesar que me siento totalmente incapaz de empezar a enfrentarme a la magnitud de lo que he evitado que ocurriera. Si lo hubiera encontrado manipulando algo más inocuo (un kilo de plutonio, por ejemplo), entonces quizá habría podido sentir el alivio adecuado—. Oh, claro que lo entiendo —digo—. Esta es su visión del verdadero Conjunto..., y el módulo de lealtad no puede estar más involucrado en eso. Comprendo que no haya podido resistir la tentación de seguir adelante y no lo culpo, no he olvidado cómo puede llegar a ser el doblepensar, pero admítalo: sabe que toda la idea es increíblemente obscena. Lo ha sabido desde el primer momento, ¿verdad? Está hablando de condenar a doce mil millones de personas a vivir una especie de pesadilla metafísica...
    —Estoy hablando de acabar con la necesidad de que doce mil millones de personas mueran a cada microsegundo. Estoy hablando del fin de la muerte de las posibilidades.
    —El colapso no es la muerte.
    —¿No? Piense en todas esas versiones de su persona que no lograron dar conmigo...

    Suelto una carcajada llena de amargura.

    —Fue usted quien me enseñó a no pensar en ellas. Pero en una cosa sí tiene razón: para esas versiones, y siempre suponiendo que lleguen a experimentar algún tipo de sensación, tiene que ser como saber que estás a punto de morir. Pero no para las personas corrientes. Y no para mí, ni ahora ni nunca. Las personas toman decisiones y eligen, y sólo un estado propio sobrevive. Eso no es una tragedia, Lui: sencillamente es quienes somos, y es como debe ser.
    —Usted ya sabe que eso no es verdad.
    —Pero es que no lo sé.
    —¿Acaso no lamenta la muerte de las versiones de su persona que persuadieron a Po-kwai de que usara Conjunto para usted?
    —No. ¿Por qué debería hacerlo?
    —Porque creo que tuvieron que mantener una relación realmente muy íntima con ella. Quizá fueron amantes.

    Pensarlo hace que me estremezca, pero consigo no perder la calma.

    —Eso no significa nada para mí —digo sin inmutarme—. Él nunca fue real. Ella no recuerda nada, yo no recuerdo nada...
    —Pero es capaz de imaginarse lo felices que habrían podido ser. ¿Y cómo llama el fin de esa felicidad sino muerte?

    Me río.

    —¿El paraíso sobre la tierra? ¿Se ha vuelto milenarista o qué? Ni usted ni yo podemos saber cómo sería ese estado si llegara a volverse permanente. Pero si el paraíso sobre la tierra forma parte de él, entonces coexistirá con el infierno. Si ningún estado propio es destruido, entonces todas las clases de sufrimiento concebibles...

    Lui asiente, impertérrito.

    —Oh, sí. Y toda las clases de felicidad concebibles. Y todo lo que haya entre unas y otras. Todo.
    —Y el fin de la elección, la muerte del libre albedrío... —La muerte de nada. ¿Cómo es posible que restaurar la diversidad del universo pueda ser visto como arrebatarle algo?

    Sacudo la cabeza.

    —Sinceramente, me da igual. Lo único que digo es...
    —¿Y está dispuesto a negarle la elección a todos los demás?

    Dejo escapar una carcajada de pura incredulidad.

    —Usted es el lunático que planea imponer su voluntad...
    —En absoluto. En cuanto el planeta haya quedado esparcido, todos estarán conectados. La raza humana esparcida podrá decidir por sí misma si quiere recolapsarse o no.
    —¿Y realmente cree que la decisión de esa... conciencia colectiva recién nacida... sería una forma justa de determinar el destino del planeta? Incluso los Hacedores de la Burbuja sentían más respeto por la humanidad.
    —Por supuesto que la respetan. Después de todo, incluyen seres humanos.
    —¿Laura incluye...?
    —No: todos ellos. ¿Qué piensa que son? ¿Alguna forma de vida exótica llegada de otro planeta? Si ellos mismos no fueran seres humanos esparcidos, ¿realmente cree que habrían podido programar los genes de Laura para que impidieran que se colapsara y le proporcionaran la capacidad de manipular los estados propios?
    —Pero...
    —El colapso tiene un horizonte finito, y eso significa que siempre hay estados propios más allá de él. ¿Cree que ninguno de ellos contiene seres humanos? Los Hacedores de la Burbuja son los residuos de nosotros mismos: están formados por aquellas versiones de nosotros tan improbables que consiguieron escapar al colapso. Sólo pretendo darnos la oportunidad de reunimos con ellos.

    Me palpita la cabeza. Vuelvo a bajar la mirada en dirección al frasco de cultivo. Por muy sellado que esté, me sentiré mucho mejor después de que haya sido sumergido en un baño de ácido o introducido en un incinerador de alta temperatura.

    —Siéntese en la silla —digo, señalándola con el arma—. Me temo que tendré que atarlo mientras descubro cómo puedo librarme de esta mierda.
    —Nick, por favor. Bastaría con que...
    —Oiga: si me crea problemas no lo ataré, porque no puedo correr el riesgo de que empiece a correr de un lado a otro. Y si disparo tendré que matarlo, así que siéntese en esa silla.

    Lui parece disponerse a obedecer, pero luego titubea y se detiene. De repente me doy cuenta de que se encuentra más cerca de la mesa de lo que había creído en un principio: no puede tocar el frasco de cultivo con la mano, pero está a un paso de distancia de él.

    —¡Lo único que le pido es que piense en ello! —dice—. ¡Más allá de la Burbuja tiene que haber estados repletos de las cosas más increíbles! Milagros. Sueños.

    Su rostro resplandece con la luz del éxtasis, y los antiguos vestigios del torbellino emocional y del odiarse a sí mismo han desaparecido por completo. Quizá es cierto que ha logrado librarse de todo ese doble-pensar. ¿Y si la parte de él que sabía que el «verdadero Conjunto» era una aberración neurológica no ha podido soportar las contradicciones? ¿Y si el módulo de lealtad finalmente ha conseguido destruir para siempre al Lui Kiu-chung anterior?

    —Ya he tenido suficientes milagros —digo suavemente.
    —Y debe haber estados en los que su esposa...

    Lo interrumpo. —Ah, así que cuando me soltó todas esas chorradas del «paraíso sobre la tierra» en realidad sólo estaba preparando el camino para llegar a esto. Un mero chantaje emocional, ¿verdad? —Dejo escapar una carcajada llena de cansancio—. Es usted realmente patético. Sí, mi esposa está muerta. Pero tengo una noticia para usted: me importa una mierda.

    Lui parece visiblemente horrorizado, y no me sorprende: si realmente creía que podía llegar a convencerme, acabo de aplastar su última esperanza. Pero entonces una especie de resignación, tan extraña e intensa que roza la tranquilidad, parece adueñarse de él.

    Me mira a los ojos y dice:

    —Sí que le importa.

    Lui salta hacia adelante con el brazo derecho extendido. Abro un agujero en su cráneo y Lui cae hacia un lado y se desploma, chocando con el suelo y apenas rozando la mesa.

    El frasco de cultivo sigue donde estaba, con el imán girando silenciosamente en su interior.

    Rodeo la mesa y me pongo en cuclillas junto a él. La herida está justo encima de los ojos, un pozo de un centímetro de anchura rodeado por un anillo de carbonilla que apesta a carne quemada. Siento un hormigueo en el estómago. Nunca había matado a nadie y, de hecho, ni siquiera había disparado un arma, o estado cerca de un cadáver, sin encontrarme activado. Y no debería haberme encontrado en situación de tener que matarlo. Debería tener más cuidado.

    Oh, mierda, nada de todo esto ha ocurrido por su culpa. Por culpa del Conjunto, sí. Por culpa de Laura, sí. Laura, la visitante altiva y distante, la observadora pasiva. De entre todas las criaturas, ella debería saber que no se puede ser un observador pasivo.

    Debería haber tenido más cuidado. Tendría que haber hecho que se apartara de la mesa desde el primer momento...

    Y tal vez lo he hecho.

    El pensamiento hace que un cosquilleo de miedo recorra mi piel. Tal vez lo he hecho. Sí, ahora estoy prácticamente seguro de que lo he hecho. Bien, ¿a quién escogerá mi yo esparcido? ¿A mí..., o a ese primo mío que ha sido lo suficientemente inteligente para hacer las cosas tal como debían hacerse?

    ¿A quién quiero que escoja?

    Contemplo el rostro ensangrentado de Lui. Apenas lo conocía, pero ¿a qué debería renunciar para resucitarlo? A dos minutos de mi vida, solamente a eso. Un parpadeo de amnesia. ¿Cuántas horas, sumadas unas a otras a lo largo de los años, se han esfumado de mi memoria a estas alturas para desaparecer tan completa e irrevocablemente como si nunca hubieran ocurrido? ¿Y cuántas versiones mías han muerto mientras yo estaba activado para que la que tomó las decisiones óptimas pudiera llegar a ser real? Siempre he deseado poder corregir los errores y hacer las cosas bien, durante toda mi vida, así que esto no va a ser nada nuevo.

    No es una decisión que me corresponda tomar, pero mientras invoco a Hipernova murmuro:

    —Escoge a otro. Déjale vivir. No me importa.

    Marco el botón de desconexión...

    ...y nada cambia.

    (Nada cambiaría.)
    Voy hasta la única silla de la habitación, me dejo caer en ella, cierro los ojos y espero. Karen está inmóvil junto a mí, silenciosa pero tranquilizadora.

    Después de que hayan transcurrido quince minutos —tiempo suficiente para que alguien que hubiera manejado a Lui más eficientemente de lo que lo hice yo pudiera atarlo y escoger el colapso—, invoco a Criptodependiente. No tengo ni idea de qué es lo que puedo hacer con un frasco de cultivo lleno de los protozoos más infecciosos del mundo, pero estoy seguro de que el doctor Pangloss tendrá unas cuantas sugerencias al respecto.


    ****

    —Lo único que le pido es que piense en ello. Más allá de la Burbuja tiene que haber estados repletos de las cosas más increíbles. Milagros. Sueños. Tiene que haber estados en los que su esposa todavía está viva.

    Durante un momento sus palabras son electrizantes, pero...

    —No puede estar seguro de ello. No puede estar seguro de que los Hacedores de la Burbuja sean humanos, ¿verdad? Sólo son especulaciones.
    —Piense en ello —repite en voz baja y suave sin hacerme caso.

    Y, sin poder evitarlo, así lo hago. Karen, viva. No más alucinaciones generadas por el módulo, no más mascaradas solipsistas. Todo lo que teníamos, recuperado..., con todos sus problemas, con todos sus defectos e insuficiencias..., pero por lo menos sería real.

    Me aparto de esas emociones, mareado y confuso. ¿Qué precio he pagado para escapar al módulo de lealtad? La repugnancia recién descubierta que me inspiran los módulos es una cosa, pero Karen debería seguir siendo capaz de hacer que ese tipo de sentimientos no pudieran ser expresados físicamente.

    Debería hacerlo callar, o no hacerle caso.

    —Aun suponiendo que esté en lo cierto, ¿qué significado podría tener todo eso? —pregunto—. Nunca podría ser real para mí. Los estados propios divergen, se separan... No se recombinan.
    —¿No? En cuanto el mundo haya dejado de colapsarse, absolutamente todo será posible. —Sonríe beatíficamente—. El colapso es la fuente de la asimetría temporal. Podría volver a un tiempo anterior al momento en que murió su esposa...

    Sacudo la cabeza.

    —No. Algunas versiones mías podrían hacerlo..., mientras que otras no podrían. Eso es... el caos, la locura. Nunca podría vivir de esa forma, creando miles de millones de copias de mí mismo para que alguna minúscula fracción de ellas pudiera conseguir lo que quiero.

    ¿No podría? Esta noche he hecho precisamente eso.

    Lui guarda silencio durante unos momentos y luego dice:

    —¿Y realmente no quiere que alguien, ese alguien en quien usted se habrá convertido, pueda regresar a la noche en que ella murió? Hacer que todo acabe de otra manera, para...

    Abro la boca para negarlo. Pero en vez de una negativa, oigo cómo mis labios emiten un extraño sonido animal, un gemido de dolor escapado de profundidades subterráneas.

    Lui salta hacia adelante. Sorprendido, lo apunto..., demasiado tarde. Lui ha conseguido coger el frasco de cultivo por el cuello y lo sostiene encima de la mesa. Si disparo, lo dejará caer.

    Con un solo y fluido movimiento, Lui lanza el frasco hacia la ventana. El contraventana está abierta, y la mosquitera se rasga.

    Permanezco totalmente inmóvil durante un segundo, apuntándolo con el arma mientras la ira que siento por haber sido tan estúpido me pide que abra un agujero en el cuerpo de Lui. A continuación voy corriendo hasta la ventana y miro abajo. Activo la guía láser y distingo trozos de cristal y una sombra de humedad. Vaporizo el charco, y calcino el cemento a su alrededor.

    —Pierde el tiempo —dice Lui.
    —¡Cállese, joder!

    Una cabeza asoma por la ventana del piso de abajo, pero mis gritos enseguida consiguen que se retire. Desplazo el haz de un lado a otro describiendo círculos cada vez más grandes mientras pienso que apenas hay brisa y que la difusión es un proceso lento. Puedo matarlos a todos. No es imposible, ¿verdad? Comparado con encontrar a Lui en un ciudad de doce millones de habitantes...

    Y, finalmente, acabo aceptando la verdad: tanto da que haya destruido Endamoeba como que no lo haya hecho, porque eso no cambia nada. Quizá soy una de las versiones improbables que, de entre todas las creadas desde el momento en que el frasco de cultivo chocó con el suelo, han sido lo suficientemente afortunadas para poder esterilizar todo el derrame.

    Pero todo eso carece de importancia, porque ninguna de las versiones que fueron capaces de cometer semejante error va a sobrevivir. Cuando la realidad sea escogida, Lui no habrá puesto ni un solo dedo encima del frasco.

    Giro lentamente sobre mis talones hasta quedar de cara a él.

    —Usted y yo somos historia. —Me río—. Bueno, ahora ya se puede hacer una idea de cómo me lo hizo pasar con sus malditas cerraduras de combinación...

    Cierro los ojos, intentando contener el miedo. Una versión de mí, aquella que haya tenido éxito donde yo he fracasado, vivirá. ¿Qué más puedo pedir? Quería ser yo quien viviera. Pero ahora ya es demasiado tarde para eso.

    —Si lo matara, ¿sería asesinato? —pregunto—. Teniendo en cuenta que ya está muerto, quiero decir...

    No dice nada. Abro los ojos y guardo el arma en su funda. Lo miro a los ojos, y Lui sigue sin decir nada. La expresión que veo en su rostro no parece la de un hombre que haya aceptado la derrota, tal vez incluso el martirio. Quizá sigue convencido de que el verdadero Conjunto puede salvarlo.

    —Voy a contarle el pasado —digo—. Entré en esta habitación, lo até a esa silla y destruí todo el cultivo de Endamoeba. Y también le contaré el futuro: lo liberaré del módulo de lealtad. Usted me lo agradecerá. Entre los dos, le haremos el mismo favor al resto del Canon. Con su testimonio, la ley se ocupará de ISA y DBI..., y quizá consiga acabar la totalidad del Conjunto. Después cada uno seguirá su camino y, como decían en los cuentos, seremos felices hasta el fin de nuestros días.

    Salgo del edificio, doy un rodeo para no entrar en los muelles y sigo andando hacia el centro de la ciudad, moviéndome meramente por estar en movimiento mientras intento mantener la mente en blanco. Podría invocar a A3 y su perfecto estoicismo. Podría invocar a Jefe y optar por el sueño. No hago ninguna de esas cosas. Después de haber andado unos tres kilómetros, consulto la hora: la una y trece.

    La versión de mi persona que haya éxito debe de llevar ya unos cuarenta minutos en el piso. Me vuelvo y grito unas cuantas obscenidades. La calle está llena de gente, pero nadie me dedica más de un instante de atención. Repentinamente exhausto, me siento en el bordillo.

    La costumbre se impone a la repugnancia, e intento invocar a Karen. No ocurre nada. Hago un inventario mediante Herramientas mentales, y descubro que el módulo sigue estando dentro del bus. Llevo a cabo varios diagnósticos..., y una explosión de mensajes de error retumba dentro de mi cráneo. Apago el programa de comprobación y entierro la cabeza en los brazos. De acuerdo, moriré solo. Lo único que deseo es que acabe conmigo de una vez.

    Pasado un rato me levanto y me vuelvo hacia una mujer que pasaba por la acera.

    —¿Qué es esto? —le pregunto—. ¿La otra vida virtual?
    —No que yo sepa —dice la mujer.

    Saco el generador de dados del bolsillo, lo guardo y luego vuelvo a sacarlo. ¿Qué puede demostrar? Si todavía estoy esparcido —y debo estarlo—, me escindiré en treinta y seis versiones con cada lanzamiento, con una rama de mí sintiéndose cada vez más y más convencida de que ha dado con la verdad... pero las otras no averiguarán nada que no supieran ya.

    Lo hago de todas maneras.

    Siete. Tres. Nueve. Nueve. Dos. Cinco.

    ¿A qué estás esperando? ¿Vas a registrar la ciudad por segunda vez en busca de copias escondidas del módulo? ¿Volverás a entrar en DBI para destruir el original?

    Pero ¿por qué iba a hacer ninguna de esas cosas, sin colapsarme en algún momento intermedio? ¿Para asegurar de esa manera el milagro inicial de la noche y reducir el riesgo de una expansión incontrolada del proceso?

    Alzo la mirada hacia el vacío gris del cielo, y después echó a andar hacia la ciudad.


    ****

    Cuando amanece ya no puedo dudarlo: estoy colapsado, soy el único superviviente. Cualquier versión que hubiera tenido éxito ya habría intentado colapsarse, y el hecho de que siga existiendo demuestra que mi fracaso es tan real como irreversible.

    El sol se eleva rápidamente sobre el golfo de Carpentaria, inyectando chorros de intensa claridad por los huecos que separan un rascacielos de otro..., y, me vuelva hacia donde me vuelva, acabo encontrándome con un sinfín de reflejos deslumbrantes. La cabeza me palpita, y me duelen las extremidades. No deseo estar muerto, sino únicamente ser otra persona. ¿Cómo puedo alegrarme de haber sobrevivido cuando el precio es tan alto?

    No dejo de buscar alguna escapatoria. Quizá no haya fracasado, quizá he conseguido matar hasta la última Endamoeba. Pero aun así, ¿cómo puede haber llegado a enterarse mi yo esparcido de que he hecho tal cosa? E incluso suponiendo que pudiera haberse enterado, ¿por qué habría escogido un camino tan improbable para llegar al éxito, desdeñando la multitud de rutas en las que el frasco de cultivo sencillamente nunca llegó a romperse?

    La respuesta tiene que ser que no lo ha hecho. Mi yo esparcido escogió deliberadamente un estado en el que el vector fue liberado. Aunque tarde, por fin tiene que haber entendido lo que eso significaría para él: no más resurrecciones intermitentes del holograma oculto dentro de mi cráneo, igual que un genio al que se permite salir de una botella únicamente para que conceda mis deseos imposibles. ¿Qué esperaba de él? ¿Qué rechazaría la oportunidad de «ser libre» —o cualquier otro extraño concepto que pueda tener del mundo que se extiende más allá de la Burbuja— sólo para complacer a una célula de su cuerpo, un átomo de su dedo meñique, una parte irrelevante e infinitesimal de su vasta complejidad?

    Desayuno, dejo una propina de diez mil dólares y después vuelvo a mi piso para esperar el fin del mundo.


    ****

    Recorro los sistema de noticias en busca de alguna señal de que la plaga ha empezado, pero apenas consigo enterarme de lo que estoy leyendo. Paso incesantemente del fatalismo a una esperanza ridícula, de un embriagador deseo de abrazar la desnuda extrañeza del mundo a momentos de la más pura y tozuda incredulidad. Inmóvil delante de la ventana, contemplo una ciudad en la que no puedo ver nada que se salga de lo corriente y pienso: incluso si la humanidad está manteniendo esto, microsegundo a microsegundo..., después de tantos miles de años, seguramente a estas alturas ya tiene que haber adquirido una cierta inercia, una especie de estabilidad, alguna clase de realidad independiente.

    Pero ¿por qué debería ser así? ¿Estoy pensando, quizá, que al colapsar la materia inanimada lo suficientemente a menudo hemos destruido su capacidad de esparcirse? ¿Que, en un acto de imperialismo metafísico, hemos logrado someterla? ¿Puedo buscar refugio en la esperanza y creer que la solidez de ese mundo macroscópico que hemos creado será capaz, a su vez, de anclarnos a la realidad? La verdad es que apenas dejemos de imponerle la unicidad, ese mundo estallará para, dispersándose en mil millones de direcciones distintas, desaparecer con esa misma tozuda persistencia que no ha cambiado desde el nacimiento del universo.

    Aparte de la negativa, no sé cómo anestesiarme, cómo hacer soportables estas horas. No puedo recurrir a los métodos de antes: la mera idea de buscar consuelo en un módulo me repele..., aunque no puedo ignorar mis recuerdos: no puedo olvidar que el módulo de lealtad me proporcionó la sensación de tener un propósito, o que Karen hizo que me sintiera tan feliz como si estuviese enamorado. Y pese a que no deseo recuperar esa felicidad sintética, esa obscena imitación del amor, lo peor de todo es que ahora no dispongo de nada que pueda ocupar su lugar. ¿Cómo podría tenerlo? Empecé a existir hace unas horas. No soy un fragmento reprimido de mi yo anterior o una personalidad sublimada que «finalmente» ha logrado salir a la superficie. Soy un extraño en mi propia vida, un intruso en mi propio cráneo. Peor que un amnésico, recuerdo el pasado..., pero sé que no tengo ningún derecho a reclamarlo como mío.


    ****

    Los sistemas de noticias narran con infinita paciencia las historias de la locura cotidiana: guerra civil en Madagascar; hambruna en el suroeste de los Estados Unidos; otro artefacto explosivo ha estallado en Tokio sin que nadie se atribuyera su colocación; otro golpe de estado sin víctimas en Roma. Las noticias locales se reducen a trivialidades: empresas que se hacen con el control de otras empresas y escándalos políticos de segunda categoría. Al anochecer, estoy preparado para abandonar toda pretensión de haber comprendido los acontecimientos de los últimos dos días y sumergirme, con un suspiro de gratitud, en la revelación de que todo lo que me ha sucedido sólo ha sido una ilusión paranoide.

    La imagen de la terminal parpadea y desaparece. Golpeo la terminal con la palma de la mano y la imagen cobra vida de nuevo, pero después el texto tiembla y se desintegra en un amasijo de letras individuales que se van apartando lentamente unas de otras —como restos atrapados por la marea, o como escombros espaciales—, para acabar abandonando la superficie de la pantalla y empezar a flotar por la habitación.

    Extiendo el brazo y capturo un puñado de ellas, y las letras se derriten en la palma de mi mano igual que si fueran copos de nieve.

    Contemplo la ciudad. Los hologramas publicitarios se han empezado a fragmentar, disolviéndose y mutando. Algunos han degenerado en franjas abstractas de vividos colores que se están difundiendo lentamente por la atmósfera nocturna. Otros todavía son identificables pese a su nueva apariencia irreal: las imágenes de los reactores están desarrollando escamas y garras; niños sonrientes sufren una regresión que acaba convirtiéndolos en embriones de un rosa translúcido; un gigantesco torrente de Coca-Cola que fluye interminablemente hacia un par de labios sin cuerpo arde como un río de napalm, iluminando los edificios de los alrededores mientras genera una columna de espesa humareda negra que, girando y retorciéndose sobre sí misma, se eleva hacia el cielo.

    Un anciano está esperando el ascensor. Lo saludo, pero el anciano se limita a contemplarme con ojos desorbitados. Aprieto el botón de llamada, pero la pantalla del panel sólo muestra un torrente de símbolos inconexos, con rachas ocasionales de pai-hua demasiado breves para que mis módulos sean capaces de traducirlas. El anciano murmura algo en cantonés: «Conoce mis pensamientos». Me vuelvo hacia él y se echa a llorar. Me gustaría poder aliviar su inquietud e intento encontrar alguna forma de explicarle lo que está ocurriendo, pero no sé por dónde empezar o si eso podría representarle algún tipo de consuelo.

    Uso la escalera.

    En la calle, la multitud parece tranquila y apenas hace ruido: nunca la había visto tan silenciosa. Esperaba histeria y violencia, pero todo el mundo parece estar inexplicablemente fascinado, como si anduvieran en sueños. Las vallas publicitarias transformadas ofrecen un espectáculo ciertamente extraño, pero no explican este estado de ánimo. Los hologramas y efectos pirotécnicos repentinamente mutados podrían no ser más que una complicada campaña promocional, y todavía es demasiado pronto para que alguien haya podido haber adivinado qué presagian.

    ¿O no? Sus yos esparcidos podrían haber dado la vuelta al globo y quizá ya estén conectados, intermitentemente, en una mente de una complejidad jamás conocida en nuestro planeta. ¿Quién soy yo para saber qué revelaciones pueden haber sido transmitidas al módulo colapsado?

    En la avenida del Observatorio, veo cómo un matorral lleno de flores surge del pavimento para iniciar una danza serpenteante. Entre espectadores perplejos de rostros aturdidos e inexpresivos, dos niños ríen y aplauden encantados: quizá están escogiendo este acontecimiento. Los pétalos de las flores blancas se convierten en mariposas luminiscentes que revolotean sobre las cabezas de la multitud para acabar perdiéndose en el cielo, pero las flores siguen intactas, incesantemente renovadas.

    ¿Qué es más probable, un estado propio que contenga esta proeza..., o uno en el que cada testigo de ella sólo la esté alucinando? Me aferró tozudamente a la distinción, aunque no sé durante cuánto tiempo podrá subsistir.

    Me doy la vuelta..., y veo un joven levitando, el cuerpo hecho un ovillo mientras da volteretas en el aire con los ojos cerrados y una sonrisa de felicidad. La gente lo observa cortésmente, como si fuera un artista callejero que anduviera sobre zancos o hiciera malabarismos. Una anciana echa raíces en el suelo, la tela de sus pantalones y la piel de sus piernas fundiéndose entre sí para tomar la forma de corteza. Otra mujer se está convirtiendo en una estatua de cristal, una tenue tonalidad carnosa retirándose lentamente de sus extremidades hacia su torso para acabar desvaneciéndose como si nunca hubiera existido. ¿Qué versión de su personalidad puede haber escogido semejante desenlace suicida? Pero la «estatua» extiende los brazos y después se aleja con paso rápido y decidido. Intento seguirla, pero desaparece entre la multitud.

    Continúo andando.

    En algunos lugares las farolas arden como soles diminutos y en otros, a sólo cien metros de distancia, la ciudad se halla sumida en la oscuridad. Entro en un callejón y me encuentro abriéndome paso a través de un cúmulo de monedas de oro que me llega hasta la cintura. Cojo un puñado: son tan pesadas, frías y sólidas como debería serlo el objeto real. No debería ser capaz de dar un solo paso, pero camino con tanta facilidad como si no hubiera nada que se interpusiera en mi camino.

    Salgo a una calle intensamente iluminada en la que está lloviendo sangre. La gente intenta protegerse la cara del áspero contacto de las hediondas gotas oscuras mientras grita o se acurruca en el suelo, temblando y gimoteando. ¿Qué es esto, la visión del fin del mundo de algún lunático esparcido? ¿Es que cada una de las escatologías insensatas soñadas a lo largo de la historia va a materializarse de repente durante estas últimas horas? ¿O se trata sólo de un accidente, un fallo no intencionado? Puede que muchos humanos esparcidos estén aún aislados y carezcan de experiencia: quizá los colapsamos sin darnos cuenta construyendo una realidad-mosaico a partir de una serie de instantáneas aleatorias de sus primeras e infantiles exploraciones del espacio de los estados propios. Me detengo y me dedico a observar, inmóvil e impotente, hasta que la sangre caída sobre mis ojos empieza a cegarme.

    A una manzana de distancia está lloviendo agua, y la gente alza rostros extasiados hacia el cielo para bebería.

    Las calles son un hervidero de transformación. Las facciones de algunas personas cambian, alterándose fluidamente o saltando de una alternativa a otra; caminan sin rumbo fijo y sin que parezcan ser conscientes de lo que les pasa, y me llevo una mano a la cara, preguntándome si me está ocurriendo a mí lo mismo. La vegetación brota por doquier: pequeños campos de trigo, caña de azúcar, bambú; extensiones de espesura tropical de aspecto exuberante y selvático. Algunos puestos callejeros se deshacen y se convierten en montoncitos de polvo, otros están mutando en exóticas combinaciones arquitectónicas..., y las paredes de una cabina se han convertido en láminas de carne, con la sangre palpitando visiblemente a través de venas tan gruesas como mi brazo. Alzo la mirada hacia los rascacielos, la mayor parte de ellos imposiblemente intactos, pero justo cuando me dispongo a preguntarme por qué no cambian, el recubrimiento fractal de una torre empieza a caer sobre la calle como un pequeño diluvio de confetti.

    A una manzana de ISA, veo a Po-kwai sentada en el pavimento delante de un puesto de comida con la mirada clavada en la multitud. Cuando le toco el hombro, Po-kwai levanta los ojos hacia mí y trata de apartarse.

    —Eh. Soy yo. Nick.
    —¿Nick? —Levanta el brazo y roza cautelosamente mi pálida mano, cuya visión parece horrorizarla, con las puntas de los dedos—. Yo te he hecho esto —dice—. Lo siento.

    Me río.

    —¿Qué quieres decir? Pero si fui yo quien lo hizo. No se me ocurrió otro disfraz más rápido.

    Me siento junto a ella.

    —Estoy destruyendo la ciudad —dice después de haber alzado la mano para señalar a la multitud—. Los estoy convirtiendo en fenómenos de feria. Y no puedo detenerlo. Lo he intentado, pero no puedo detenerlo.

    La tomo por los hombros y la hago girar hasta dejarla de cara a mí. Se encoge sobre sí misma, pero me sostiene la mirada.

    —Escúchame, Po-kwai: lo que está pasando, todo lo que vemos... Bueno, tú no tienes la culpa.

    Po-kwai deja escapar una extraña especie de gimoteo ahogado, y después casi consigue reírse.

    —¿No? ¿Y a quién más conoces que sea capaz de hacer algo semejante?

    Durante un momento me pregunto por qué he de molestarme en dar explicaciones. Dentro de una hora o dos, todo dará igual. Ahora Po-kwai quizá esté sufriendo, pero ¿qué consuelo puede aportarle la verdad?

    Pero después hago acopio de valor, y me dispongo a contestar su pregunta.

    Al principio Po-kwai no parece prestar ninguna atención a mis palabras, pero después la lógica de lo que estoy diciendo se abre paso lentamente a través de su estado de shock y del estupor de una culpa con la que no debería cargar. Cuando llego a mi encuentro con Laura en la bóveda, ya vuelve a ser la Po-kwai de siempre.

    —¿Volvió a introducir el tranquilizante en la botella? —Asiente, una tenue sonrisa en los labios—. Bueno, ¿por qué no? Si no hay colapso, entonces tampoco hay asimetría temporal.
    —Eso es exactamente lo que dijo Lui.
    —¿Lui? ¿Cuándo?
    —Ya llegaré a eso.

    Según Po-kwai, la noche de la irrupción no se encontró ninguna bomba en ISA. Cuando habló con Lee Hing-cheung por la mañana, Lee le dijo que yo había desaparecido, pero le aseguró que nadie sabía por qué. Tal vez optaron por ocultárselo, pero también es posible que Lui dispusiera mi colapso y me mintiera una vez más.

    Cuando describo la liberación de las Endamoeba y mi inesperada supervivencia, Po-kwai dice:

    —Quizá estás cometiendo un error al culpar a tu yo esparcido. ¿Qué podía hacer para resistirse a una criatura doce mil millones de veces más fuerte que ella?
    —¿Qué quieres decir?
    —Todo el planeta, la totalidad de la raza humana esparcida...
    —Pero no eran... Y siguen sin serlo. No todo el planeta, ni siquiera ahora...
    —No..., pero si llegarán a serlo, o si realmente podrían serlo, ¿no crees que entonces podrían escoger su pasado? Ya sabes lo que un solo ser humano esparcido es capaz de hacer. ¿No crees que una amalgama de doce mil millones de seres humanos sería capaz de abrirse paso hasta la existencia, usando cualquier método necesario para ello? Las versiones de tu persona que evitaron el derramamiento habrían acabado colapsándose, sin tener ninguna clase de correlación con nadie más..., pero las versiones que fracasaron habrían estado conectadas a todo esto... —señala el caos que nos rodea—, bajo la influencia de por lo menos unos cuantos millares de personas esparcidas..., y de lo que todavía tiene que venir, sea lo que sea. Sencillamente encontró una manera de que ocurriese, y tú formabas parte de ella.
    —Comprendo.

    Eso quiere decir que mi «liberación» del módulo de lealtad y de Karen sólo ha sido otra casualidad más, y que todavía tiene menos sentido que antes. Soy el que soy únicamente porque serví como conducto para todo este apocalipsis, cumpliendo la función de una línea de falla a través de la que la humanidad esparcida futura podía obligarse a existir.

    Algo nuevo le está ocurriendo a la multitud, que está empezando a formar grupos de personas. Algunas se limitan a cogerse de la mano o permanecen inmóviles al lado de quien esté más cerca de ellas, pero otras se funden literalmente, sus cuerpos derritiéndose unos en otros. Aparto la mirada, intentando no sucumbir al pánico. No puedo enfrentarme a esto. Todavía no.

    Me aferró a una hebra de normalidad. Intento pedirle disculpas a Po-kwai por haberla estado engañando durante tanto tiempo, pero ella las rechaza con un leve gesto de la mano.

    —¿Qué puede importar eso ahora? Lo entiendo. Me habrías dicho la verdad, pero el módulo de lealtad...
    —Pero es que no te dije la verdad. Da igual lo que hubiera podido hacer. Sólo tengo un pasado. Debo ser... responsable de él. Debo reclamarlo. He de hacerlo mío.

    Deja escapar una carcajada llena de incredulidad.

    —Se acabó, Nick. Ya no importa.
    —Y usé Conjunto... Invadí tu cráneo...

    Sacude cansinamente la cabeza.

    —No invadiste mi cráneo. Hice lo que me pedías que hiciera, nada más.
    —¿Qué?

    Se encoge de hombros.

    —No recuerdo gran cosa, sólo fragmentos. Creía estar soñando. Sé que estaba soñando. Nos sentábamos y contemplábamos los dados mientras caían, y yo hacía que cayeran de la manera en que tú me lo pedías..., y sabía que eso era imposible... Pero tú no recuerdas nada de todo eso, ¿verdad?
    —No.
    —Bueno —dice, y vuelve la cabeza.

    Alzo la mirada hacia el cielo, y veo que ha aparecido una estrella. Cuando se la señalo a Po-kwai, ya hay otra junto a ella.

    —Dan tan poca luz... —dice Po-kwai pasados unos momentos—. Siempre pensé que serían más brillantes.

    La multitud guarda silencio y contempla el cielo como si fuera una sola persona. Las estrellas duplican su número y vuelven a duplicarlo, tal como lo hicieron durante mi visión de la antesala. ¿Podría la raza esparcida retroceder hasta tan lejos? ¿Estaba escogiendo los estados propios, y los escogía incluso en aquel momento?

    Po-kwai está temblando. Murmuro alguna banalidad tranquilizadora y le cojo la mano.

    —No tengo miedo —dice—. Es sólo que no estoy preparada. ¿Puedes hacer que pare, por favor? No estoy preparada.

    La multitud empieza a volverse borrosa. Las células se disgregan y vuelven a formarse, haciéndose más grandes.

    Y, en los huecos intermedios, veo una silueta que anda. Karen vuelve la cabeza hacia mí, el ceño ligeramente fruncido, como si mi rostro le recordara vagamente a alguien a quien conoció hace mucho tiempo. Después gira sobre sus talones y se aleja.

    Un arco de estrellas arde en el cielo. Me levanto sin soltar la mano de Po-kwai, tirando de ella hasta obligarla a levantarse y haciendo que me siga después.

    Me detengo delante de la multitud, indeciso y sin saber qué hacer. Formas humanas extrañamente fluidas colisionan unas con otras y se fusionan. Po-kwai se suelta de mi mano. Doy un paso atrás. Consigo entrever a Karen por última vez, ahora ya muy lejos de mí, pero al parecer no puedo moverme.

    Alzo los ojos hacia el paraíso y el cielo se vuelve blanco.


    EPÍLOGO


    PASÉ UNA SEMANA entera viajando de un campamento a otro, buscándola. Todas las personas internadas en los campamentos están, se supone, registradas en un ordenador central, pero me dije que si había decidido optar por la cautela, entonces quizá no habría usado su verdadero nombre.

    Mientras contemplaba los escombros y la carnicería aquella primera mañana, pensé que nunca recibiríamos ayuda. Sin electricidad, sin agua, sin transporte; reservas de comida para un día como máximo..., y un millón de cadáveres o más pudriéndose en las calles. Di por sentado que el resto del planeta se encontraba en el mismo estado, que íbamos a ser presa del hambre y el cólera. Cuando los helicópteros empezaron a aterrizar en el parque de Kowloon, casi me corto las venas: pensé que era alguna clase de milagro, pensé que todo el proceso había vuelto a empezar.

    Al parecer la plaga no se extendió más allá de la ciudad, o por lo menos aquellas versiones de los acontecimientos en las que sí lo hizo no llegaron a volverse reales. La población mundial tal vez se haya esparcido, pero el estado propio que acabó siendo elegido confinó los daños a Nueva Hong Kong. Si se produjeron milagros en Londres o Moscú, en Calcuta o Beijing, en Sydney o incluso en Darwin, no han dejado ningún rastro detrás suyo, ningún recuerdo. Quizá había sido el menor de los impactos posibles, consistente con el último momento del pasado que había quedado definido cuando alguien, en alguna parte, se colapsó.

    Po-kwai viajó conmigo al principio, pero al tercer día se encontró con su familia. Creo que los dos nos alegramos de separamos. Sé que, estando solo, resulta mucho más fácil fingir que sólo eres otro superviviente inocente y aturdido que no comprende nada de lo ocurrido.

    Pero incomprensión no deja de ser un término relativo. Dudo que alguna vez llegue a saber por qué la raza humana esparcida, después de haber sido capaz de ir tan lejos para cobrar existencia, acabó entrando en contacto con el espacio infinito que se extiende más allá de la Burbuja... y se echó atrás. (O tal vez no, tal vez la obligaron a hacerlo. Quizá los Hacedores de la Burbuja intervinieron..., aunque si debemos guiarnos por el comportamiento de la mensajera de Laura, eso parece difícil de imaginar.)

    Pero si la humanidad esparcida no fue capaz de enfrentarse a lo que hay más allá de la Burbuja, por la razón que fuera, entonces no le quedaba más opción que el suicidio: lo único que podía hacer era colapsarse en un estado del que no volvería a emerger. Esparcirse es un crecimiento exponencial, un incremento que carece de límites. Una sola, única realidad era la única alternativa estable. No podía haber ningún compromiso intermedio.

    Los canales de comunicaciones están estrechamente controlados —el satélite geosincrónico que sirve a NHK ha sido ajustado en una modalidad especial a la cual sólo pueden acceder las tropas de las Naciones Unidas—, así que no puedo saber qué es lo que el resto del mundo cree que ocurrió aquí. ¿Un terremoto? ¿Un vertido químico? Los equipos de noticias de la holovisión pasan por encima de nuestras cabezas, pero todavía no se les ha permitido aterrizar: aun así, y gracias a sus lentes de telefotografía, tienen que haber podido ver algunos de los cadáveres más exóticos antes de que fueran enterrados. Sin duda en este mismo instante están surgiendo nuevos cultos, con sus propias explicaciones impecables para todo lo que ha ocurrido.

    Y sin duda ya habrán empezado a filtrarse historia de otros supervivientes que creen haber visto andar a los muertos.

    Pero estoy empezando a sospechar que, por muy dignos de confianza que pudieran ser esos testigos, sus afirmaciones acabarán quedando en nada después de que hayan sido investigadas. No creo que estén mintiendo, o que no supieran interpretar correctamente lo que vieron. Todo ocurrió tal como lo han descrito..., pero sencillamente nunca llegó a volverse real.

    Estoy viviendo en un campamento del extremo occidental de la antigua ciudad. Tengo una tarjeta de registro, dos veces al día me uno a la cola de la comida, y hago exactamente lo que se me dice que haga. La mayoría de los asistentes del campamento son voluntarios recién reclutados, e insisten en que dentro de un año todos habremos vuelto a nuestras casas. Pero los que tienen más experiencia admiten —cuando los acosas a preguntas—, que es más probable que transcurra una década. Nueva Hong Kong no será reconstruida en su emplazamiento original hasta que los investigadores sepan por qué se derrumbó la ciudad, y la respuesta a esa pregunta —espero— tardará mucho tiempo en llegar.

    Aquí no tengo gran cosa que hacer para pasar los días. Intento hacer ejercicio, pero al final siempre acabo casi todo el tiempo tumbado en mi catre y pensando, una vez más, en todo lo que ocurrió.

    Y esto es lo que pensé anoche:

    La humanidad esparcida quizá llegó hasta el inicio de la Burbuja..., y después no se volvió atrás. Puede que el planeta todavía esté esparcido. Una conciencia por estado propio, ramificándose de forma interminable: el modelo de los muchos mundos hecho realidad. La sangre sigue lloviendo del cielo entre los rascacielos de Nueva Hong Kong. Los niños siguen conjurando flores que bailan. Todos los sueños y todas las visiones han cobrado vida, el paraíso y el infierno sobre la tierra.

    Todos los sueños, todas las visiones. Esta incluida, por muy prosaica y cotidiana que pueda parecer, a medio camino entre la felicidad infinita y el sufrimiento infinito.

    Así que aquí estoy, alzando los ojos hacia la oscuridad, incapaz de decidir si estoy contemplando el infinito o el reverso de mis propios párpados.

    Pero no necesito conocer la respuesta. Me conformo con recitarme a mí mismo, una y otra vez, hasta que pueda elegir el sueño:

    Todo contribuye a la normalidad.


    Fin


    Título original: Quarantine
    Diseño de la cubierta: Juan Miguel & Paco
    Primera edición, abril de 1999
    © Greg Egan, 1992
    © de la traducción: Albert Solé, 1999
    © 1999, de la presente edición: Ediciones Gigamesh
    ISBN: 978-84-930663-0-7

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