Publicado en
septiembre 08, 2013
Clásico relato de un niño y su perro, y una verdad agridulce.
Por Aletha Jane Lindstrom.
ADQUIRIMOS A Inky junto con los demás animales que vivían en la granja cuando la compramos, y no porque quisiéramos aquel perro híbrido, negro y de pelo hirsuto. Lo que nosotros deseábamos era un cachorro de collie que pudiéramos adiestrar para la granja y fuera el compañero de nuestro hijo Tim, de cinco años de edad. Pero como los propietarios anteriores no regresaron por su perro, nos resignamos a quedarnos con él pensando que sería temporalmente.
"Si no le hacemos caso, tal vez se vaya", le dije a Carl, mi esposo, que era maestro de escuela. No se fue, sin embargo. La enorme bestia por lo visto se consideraba responsable de la granja. Cada amanecer inspeccionaba los animales y las edificaciones de la finca. Más tarde recorría las 25 hectáreas que la componían. Después atravesaba los ondulantes campos para escurrirse por debajo de la cerca e ir a visitar al anciano señor Jolliff, que vivía cerca de un arroyo, en los confines de la granja.
El enorme perro (supimos por el señor Jolliff que se llamaba Inky) andaba triste y esquivo durante aquellas primeras semanas. Como echaba de menos a su antiguo amo, no pedía afecto, y nosotros no se lo ofrecíamos tampoco, salvo Tim. El pequeño se estaba sentado horas enteras en las gradas de la puerta posterior de la casa, hablando con voz suave al animal, que se mostraba indiferente. Pero cierta mañana Inky se acercó lentamente a Tim y le apoyó la cabeza en el regazo. Cuando nos dimos cuenta, el perro ya se había convertido en la sombra de nuestro hijo.
Durante aquel verano el niño y el perro juguetearon por los campos y vagaron por los bosques, descubriendo madrigueras de marmotas y escondrijos de zorras. Todos los días regresaban con tesoros que compartir. "¡Mamá, ya llegamos!" gritaba Tim mientras abría la puerta de tela de alambre para que pasara Inky. "¡Ven a ver lo que trajimos!" Se registraba los bolsillos de los pantalones de mezclilla y esparcía el contenido sobre la mesa de la cocina: una pluma de faisán; botones marchitos de flores con pétalos que manchaban como la pintura fresca; guijarros del arroyo que, al lamerlos el niño, recobraban su color por arte de magia.
Llegó demasiado pronto el mes de septiembre, y con él la escuela para Carl y Tim, y días solitarios para Inky y para mí. Hasta entonces no había prestado mucha atención al perro, pero a partir de aquellos días me acompañaba al buzón, al gallinero, y me seguía vereda abajo cuando iba yo a visitar al señor Jolliff.
—¿Por qué sus dueños no regresarían para llevarse a Inky? —pregunté al anciano una tarde.
—¿Para encerrarlo en un apartamento? —me contestó— Inky es un perro de granja: en la ciudad se moriría. Además, son ustedes muy afortunados con tenerlo.
¿Afortunados? Con pesar recordé los agujeros excavados en el césped, las sábanas recién lavadas arrancadas del tendedero. Me acordé también de la basura desparramada en el portal posterior de la casa: huesos viejos, botas desechadas, roedores muertos hacía tiempo. ¡Y latas vacías de cerveza! Todas las mañanas, al volver de casa del señor Jolliff, Inky recogía una lata en el camino y la colocaba cuidadosamente en las gradas de la puerta. Era también muy bullicioso, ladraba a cada camión y tractor que pasaba, con lo que me hacía salir apresuradamente.
No obstante, tuve que reconocer que Inky era un buen perro de granja. Lo comprendimos a principios de la primavera, cuando su ladrido insistente nos llamó la atención hacia una oveja que, a punto de parir, yacía sobre el ancho lomo dentro de un surco y no podía levantarse. Sin el aviso del perro, la oveja se hubiera muerto. Inky se enteraba también, misteriosamente, cuando los perros vagabundos amenazaban al rebaño o cuando se extraviaba una oveja.
Cierta mañana, en vez de una lata de cerveza, Inky trajo a las gradas de la puerta una gatita gris medio muerta de hambre. El perro daba vueltas ansiosamente mientras la velluda gatita se hartaba de leche caliente. Después la llevó hasta la manta que él tenía en el granero, la lamió concienzudamente y se estuvo echado junto a ella mientras dormía. Desde ese día, la gata compartió su cama.
Sin embargo, Inky reservaba su afecto más profundo para Tim. Todas las tardes, cuando el autobús escolar se acercaba por el camino, Inky corría alegre a su encuentro. Para el perro y para el niño ese era el mejor momento de la jornada.
Un día de mediados de octubre en que fui por la mañana al pueblo a hacer algunas diligencias Tim, que regresó en el coche conmigo después de clases, se alarmó al ver que Inky no estaba esperándonos en el acceso a la cochera.
"No te preocupes, Tim", le tranquilicé. "Inky espera siempre que vengas en el autobús, y hoy llegamos antes de la hora. Quizá ande por el bosque".
El niño echó a correr vereda abajo, llamando al perro a voces. Mientras esperaba a que regresara Tim, paseé la mirada por el patio. Su soledad resultaba inquietante.
De pronto yo también me alarmé. Seguida de cerca por Tim, me dirigí corriendo al granero. Abrimos las pesadas puertas de un empujón y escudriñamos aquella fresca semioscuridad. Nada. Luego, cuando estábamos a punto de marcharnos, escuchamos un débil quejido procedente del fondo de uno de los pesebres del establo. Allí estaba Inky, balanceándose levemente en tres patas; con los ojos nublados por el dolor, imploraba ayuda. A la media luz reinante pude ver que una de las patas traseras le colgaba inerte y con el hueso casi separado del cuerpo. Con un sollozo ahogado, Tim corrió al lado de Inky y hundió la cara en el pescuezo del animal.
Carl ya estaba en casa cuando llegó el veterinario. Acomodamos al perro sobre su manta y lo levantamos suavemente para ponerlo en la ambulancia de animales domésticos. Inky chilló y Tim rompió a llorar.
"No te preocupes, hijo", le recomendó el veterinario. "Probablemente se curará". Pero sus ojos revelaban una opinión diferente.
Era hora de que Tim se acostara, así que lo llevé a su dormitorio y le oí decir sus oraciones. Al terminar volvió los ojos hacia mí.
—¿Inky estará de regreso mañana, mamá?
—Mañana, no, Tim. Está bastante herido.
—Tú me has dicho que los médicos alivian a la gente. ¿No quiere decir eso que a los perros también?
Volví la mirada hacia la campiña, bañada de luz ámbar. ¿ Cómo decir a un niño que su perro se morirá o quedará lisiado?
—Sí, Tim —le respondí luego—. Supongo que eso incluye también a los perros.
Después de arroparlo, volví al piso bajo.
Carl había terminado algunas tareas y se disponía a asistir a una reunión en la escuela. Me eché un suéter sobre los hombros. "Voy a ver al señor Jolliff", dije a mi marido. "Tal vez él sepa qué sucedió".
Encontré al anciano sentado a la mesa de la cocina, a la luz del día moribundo. Me arrimó una silla y me sirvió café.
—¿Ya se acostó Tim ? —me preguntó— Lo echo mucho de menos ahora que va a la escuela. Gracias a Dios que Inky todavía viene a visitarme. Aunque ahora se me ocurre que no se apareció por aquí esta mañana. Me preocupé un poco por él.
No sé por qué, pero me era imposible hablar del perro, así que le pregunté:
—¿Sabe usted si hoy anduvo alguien cortando maleza por aquí?
—Me parece haber oído un tractor trabajando esta mañana a lo largo del arroyo —me respondió el señor Jolliff—. ¿Por qué? —me miró— ¿Le ha pasado algo a Inky ?
—Sí —contesté, con un nudo en la garganta—. Por poco le arrancan la pata izquierda. Ya vino el veterinario y se lo llevó —hubiera querido decir algo más, pero no pude—. Está oscureciendo —murmuré finalmente—. Ya debo regresar a casa.
El señor Jolliff me siguió hasta el patio.
—En cuanto a Inky —dijo titubeando—, si vive tendrá esperanzas. Aún contaría con ustedes y con Tim, la granja y los animales... Todo lo que él ama. La vida es muy valiosa... especialmente donde hay amor.
—Así es —repuse—, pero si pierde la pata, ¿podrá el amor compensar su invalidez?
Algo me respondió que no logré captar. Pero cuando volví la cara para mirarlo, se había quitado las gafas y se restregaba los ojos con el reverso de la mano, vieja y encallecida.
Cuando llegué de regreso al patio de casa, el Sol se había puesto y en el mundo imperaba la magia de la sombra y de una frescura ligeramente plateada. Me dirigí al granero y me detuve con los brazos apoyados sobre la cerca. Más allá de la vereda, los caballos pastaban de camino al bosque. Los estuve mirando hasta que se desvanecieron como fantasmas al claro de luna que orlaba la pradera. Luego dejé caer la cabeza en los brazos y di rienda suelta al llanto.
Lloraba porque Inky se había mostrado tan tierno con los animales, porque quería tanto a Tim y Tim a él. Pero más todavía porque yo, en realidad, no había deseado tenerlo conmigo sino hasta ahora que había pasado esta desgracia. ¿ Por qué tantas veces necesitamos perder algo para comprender lo mucho que lo queríamos?
NO FUE posible salvarle la pata a Inky. Guardaba un recuerdo demasiado vivo del animal, cuando cruzaba a todo correr campos y praderas, veloz y libre como la sombra de una nube. Escéptica, oí que el veterinario, buscando tranquilizarnos, decía :
—Es joven y fuerte. Se las arreglará muy bien con tres patas.
Tim recibió la noticia con sorprendente serenidad.
—Está bien —dijo—, siempre que Inky regrese a casa.
—Pero esos largos paseos que ambos daban, tal vez ahora lo agoten —le advertí.
—Inky siempre me esperaba. Ahora lo esperaré yo a él. Además, nunca vamos con prisa.
El veterinario llamó por teléfono unos días más tarde. "Es preferible que vengan por su perro. Se siente nostálgico". Fui allá inmediatamente y me impresionó el cambio operado en Inky. La luz se había apagado en sus ojos. La cola le colgaba suelta y desaliñada, y tenía el muñón de la pata envuelto con una venda sucia. Se me acercó renqueando y se me estrechó fatigado contra las piernas. Un estremecimiento recorrió su cuerpo ardoroso y flaco, y suspiró... Fue el suyo un largo y profundo suspiro que delataba toda la aflicción y la soledad de los días que acababa de pasar.
De regreso en la granja, ayudé a Inky a descender del automóvil. La gatita gris llegó bamboleándose por entre las plantas, pero el perro no pareció advertir su presencia. Miró primero a las ovejas que pacían en el prado; luego, más allá de los campos en que crecía el verde trigo invernal; hacia los bosques otoñales donde los caballos, moteados por el sol, se movían entre los árboles. Me dolía comprender lo grande que debió de ser la nostalgia de Inky por el lugar. Por fin, cojeando se dirigió al granero y se escabulló entre las dos pesadas puertas.
Inky permaneció en el granero mientras su herida sanaba y salía solamente por la noche. Cuando el Sol del ocaso se tendía oblicuamente por los campos y los caballos salían a beber, veíamos al perro de pie junto a la artesa. Después que regresaban los caballos a los pastizales, Inky desaparecía en el granero.
Durante esos días nunca me abandonó el sentimiento de tristeza. Eres cobarde al permitirle que siga viviendo, me decía a mí misma. Tienes miedo de herir tus propios sentimientos y los de Tim. Pero en mi corazón no estaba segura de ello. Pocas veces conocemos las verdaderas razones de las cosas que hacemos o dejamos de hacer.
Aproximadamente una semana después de haber traído a Inky a casa, me hallaba en el patio recogiendo las hojas. Al terminar de rastrillar al pie del arce, me senté en los peldaños para descansar. Era un día perfecto del otoño; nuestro camino rural era un túnel dorado y el zumaque crecía como una llama baja a lo largo de la dehesa del sur. Con desgana, alargué la mano para tomar el rastrillo.
En eso, acompañado por un vuelo de hojas, Inky llegó a mi lado. Me hinqué y le acaricié la piel ya tan suave y lustrosa como antes. El perro hizo un movimiento y observé con tristeza su pata lisiada. "¡Cómo lo siento, Inky!" le dije, echándole los brazos al cuello y apretando la cabeza contra la suya. Se sentó torpemente, me puso la pata sobre la rodilla y me miró con ojos dulces e inteligentes. Luego enderezó las orejas y se volvió a escuchar. En un instante echó a correr para ir al encuentro del autobús escolar. Corrió con una desgarbada inclinación, pero corría alegremente.
Tim brincó desde el escalón más alto del vehículo y abrazó al perro. "¡Oh, Inky, Inky!" exclamaba. El animal lamió el rostro del niño, retorciéndose y contorneándose de alegría. Así se estuvieron largo rato, ajenos a todo salvo el éxtasis de haberse reunido de nuevo.
Al observarlos, comprendí que habíamos hecho bien al permitir que el perro viviera. La mayoría de nosotros, las criaturas de Dios, nos hallamos lisiados en alguna forma, ya sea física o emocionalmente; sin embargo, pocos deseamos morir. ¿Qué fue lo que dijo el señor Jolliff?
"La vida es muy valiosa... especialmente donde hay amor".