MIS PRETENDIENTES (Corín Tellado)
Publicado en
septiembre 15, 2013
Argumento:
La experiencia de una mujer que, sin saberlo, estaba enamorada de alguien ante cuya sola presencia sentía siempre una vaga sensación de malestar… porque su mirada era como fuego en su carne.
La pasión, la ternura y el amor, como elementos que sitúan este relato en la mejor tradición de la auténtica "vuelo" «rosa».
Capítulo 1
Eugenia y Tomás contemplaron, arrobados, la figura femenina y gentil que atravesaba la calle en aquel instante en dirección a la parada del autobús. Ambos, cuando la joven se perdió entre el conglomerado de personas que formaban la cola, se miraron uno a otro y Tomás suspiró:
—¿No te parece imposible que sea nuestra hija, Eugenia?
La mujer suspiró.
—En efecto, Tomás —Y con ternura—: ¿No tomas el café? Llegarás tarde al trabajo.
—Es cierto —Y suavemente—: Mirando a nuestra hija me olvido de todo. Dime la verdad, Eugenia, ¿no es Elena digna de ser la esposa de un príncipe?
La madre sonrió enternecida.
—Conformémonos con un hombre honrado y bueno que la haga feliz.
Tomás sentóse ante la mesa y Eugenia colocó en ésta el tazón de café con leche y un trozo de pan. El hombre empezó a desayunar y, mientras lo hacía, comentaba con entusiasmo:
—Es maravilloso tener una hija tan bonita, Eugenia. ¿Te has fijado? Todos los chicos del barrio están enamorados de ella.
—Calla, Tomás, calla. Te ciega la pasión.
—Eso sí que no. ¿No es Elena la joven más bonita de la barriada?
—Sí, sí; pero tú, en calidad de padre, eres el menos indicado para decirlo.
—Si no expansiono mi entusiasmo contigo, ¿con quién voy a hacerlo?
La esposa sonrió indulgente y el marido le agradeció aquella sonrisa con otra llena de amabilidad.
—Me gustaría que Elena se casara con ese novio que tiene, Eugenia. Es hijo de un coronel.
—Demasiada categoría para nuestra hija, Tomás —adujo la esposa que era menos soñadora que el marido.
Éste dejó de mojar pan en el café, y su semblante, bonachón e ingenuo, se alteró un tanto.
—¿Demasiado para Elena? Pero, Eugenia, si nuestra hija merece un trono.
—No seas visionario, Tomás. Hoy día las chicas sin dote no se casan con príncipes ni con hijos de coroneles. Y nuestra hija, Tomás, no posee más que la preparación que le hemos dado a fuerza de sacrificios, un palmito elegante, una cara bonita y su empleo de mecanógrafa.
—¿Y no es bastante para conformar a un hombre?
—Para un hombre sencillo tal vez se necesite menos, pero para un personaje opulento como tú lo deseas para nuestra hija, lo dudo.
—Pues yo te digo…
—Anda. Tomás, anda. No sueñes y ponte la chaqueta, que llegarás tarde al trabajo.
—¡Hum! —refunfuñó el esposo.
Eugenia se aproximó a la ventana y miró al final de la calle, donde se alzaba el pequeño taller de Pedro Ochoa.
—Están abriendo el taller, Tomás.
—Ya voy, ya voy, mujer. Ni siquiera me permites entusiasmarme con los sueños que acaricié toda mi vida.
—Sueños que nunca llegarán a realizarse.
—¿Y por qué no? Te puedo citar a muchas mujeres bellas casadas con opulentos personajes.
—En el cine y en las novelas.
—Que no, Eugenia. También las hay en la realidad.
La mujer suspiró resignadamente. ¡Qué manía tenía Tomás con aquellas cosas! Ella no deseaba un príncipe para su hija, ni siquiera el hijo del coronel que la acompañaba aquellos días. No se fiaba de los hombres ricos. Para Elena le bastaba un muchacho honrado, trabajador y cabal, como su propio padre. ¿No había sido feliz con Tomás? Claro que sí. Y ella había sido tan bella como su hija. Y cuando se casó, Tomás era un simple aprendiz de mecánico. Con el tiempo y el esfuerzo llegó a ser oficial de primera. Y cuando Pedro Ochoa puso aquel taller de reparaciones de automóviles y le propuso ser encargado del mismo, Tomás no dudó en aceptar. Ganaba un buen sueldo y no le fatigaba el trabajo. Pero antes de ser encargado del pequeño taller, había sido un obrero corriente y moliente y ella nunca echó de menos el dinero de un príncipe ni de un simple comerciante. ¿Por qué Elena no podía seguir su ejemplo?
—Te digo —insistió el marido, al tiempo de ponerse en pie y vestir la zamarra de cuero— que también en la realidad. Los príncipes italianos…
—Tomás, por el amor de Dios, que no estamos en el mundo estelar del cine. Pisamos tierra firme y ésta no vacila bajo nuestros pies.
—Toda la tierra es firme. ¿Por qué no puede un personaje casarse con nuestra hija?
—Si le metes esas ideas en la cabeza, estamos perdidos.
El obrero se encaminaba a la puerta, con el pitillo colocado en la boca y abrochándose la zamarra.
—Las tiene bien metidas —rió feliz—, Elena no es una cabeza loca. Sabe bien lo que desea y se mira al espejo todos los días. Te digo que hará lo posible para sacar partido de su belleza.
—Bastas tú para alimentar sus esperanzas.
—Es el deber de todo padre.
—Te equivocas, Tomás. El deber de todo padre es educar a sus hijos y evitar que caigan en el pecado de la vanidad.
—Ta, ta. Eso era antes. Hoy los tiempos han cambiado.
—¿Sabes lo que te digo, Tomás? Si todos los padres pensaran lo mismo, yo no me hubiera casado contigo.
Tomás la contempló perplejo. Pero de súbito sonrió triunfal y dijo:
—Yo era un buen mozo, Eugenia, y te enamoraste de mí.
—¿Y no cabe la posibilidad de que Elena se enamore de un hombre vulgar y sin dinero?
—En estos tiempos las mujeres no se enamoran como antes. Son más listas.
Y se marchó riendo, convencido de lo que decía.
Eran las tres de la tarde. Pedro Ochoa se hallaba recostado en la puerta de su taller. Hacía frío, la calle estaba húmeda. Pedro vestía pantalón de lana oscuro, jersey azul subido hasta el cuello y sobre éste una zamarra de cuero. Calzaba botas de doble suela y cubría la cabeza con una boina negra.
Era un hombre moreno, fuerte, de estatura corriente. Tenía los ojos oscuros y serios, de mirar quieto. Pedro sonreía rara vez y cuando lo hacía, más que sonrisa era una mueca lo que curvaba el dibujo de su boca, tras la cual se ocultaban unos dientes blancos y fuertes que rara vez enseñaba.
La vida había sido dura para él. Hijo de un oficial de panadero, conoció pronto las penurias y las necesidades. Murió su padre dejándolo poco menos que en la miseria. Hubo de mantener a su madre y a los catorce años empezó a trabajar. Una ocupación en un taller de mecánica que alternaba con sus estudios. A los veinte años era maestro industrial y a los veinticuatro perito, si bien para llegar hasta aquí hubo de pasar hambre, sueño, y muchas amarguras que compartió con su madre, y a solas los dos en el humilde hogar. Fue ahorrando como pudo; un jefe de taller le apoyó y le dio trabajos extras. Un día se decidió a solicitar un préstamo. Le fue otorgado. Puso aquel taller y trabajó por su cuenta.
Pedro pensaba en todo esto apoyado en el marco de la puerta. Una tenue sonrisa, casi inexpresiva, brilló en sus ojos. Desde entonces las cosas iban mejor, mucho mejor, como jamás se atrevió a soñar. Pagó la deuda, compró maquinaria nueva y tenía excelente clientela.
Elena Urdiales salía del portal de la barriada. Pedro dejó de pensar y empequeñeció los ojos. La bella joven pasó a su lado.
—Buenas tardes, Pedro.
—Buenas tardes, Elena —saludó todo lo amable que pudo.
—¿Mucho trabajo?
—No me quejo.
Caminaba y hablaba a la vez. Pedro la siguió con la mirada entrecerrada. Un brillo inusitado apareció en sus pupilas. La boca se cerró con fuerza.
—Hasta luego, Elena.
Se alejaba. Se perdía en la cola de los que aguardaban en la parada del autobús. Como todos los días, mañana y tarde…, se quedó allí, recostado en el marco, con un pitillo perdido en la comisura izquierda de su boca. Quieto, firme, silencioso, con el pensamiento puesto en su infancia, en su adolescencia.
Era un muchacho de doce años cuando en el barrio se dijo que los Urdiales tenían una hija. Todos apreciaban a los Urdiales. Era un matrimonio joven, amable, enamorado, sencillos y humildes los dos. Eugenia era una espléndida mujer. Él aún la recordaba cuando, pasados unos días, salía paseando con el cochecito de la niña. Esta creció. Primero era una niñita que correteaba por el patio de la barriada obrera tras los chiquillos mayores que ella. Después empezó a ir al colegio. Los Urdiales se diferenciaban de las de más familias obreras. No querían que su única hija se educara en una escuela pública, y la enviaron a un colegio de monjas. Para nadie era un secreto el sacrificio que para los Urdiales suponía aquello; pero ellos no dudaron en privarse de lo más necesario a fin de hacer de su hija una chica culta. Y lo consiguieron. La niña que fue primero, se convirtió en una adolescente bonita. Más tarde, al cumplir los dieciocho años, en una mujer espléndida.
Pedro tiró lejos la punta del cigarrillo y su semblante se hizo más adusto.
Elena empezó a trabajar. Ganaba para sí, según decía su padre. Y éste también decía que Elena llegaría a hacer una gran boda.
Sonrió haciendo una mueca. ¡Una gran boda! ¿Qué entendía Tomás por una gran boda?
Él la veía llegar desde la ventana de su piso sobre el taller, con un hombre joven y muy elegante… ¡Una gran boda! Se mordió los labios y entró en el taller. Restregó las manos en una estopa empapada de gasolina y sin prisas se aproximó a dos hombres que manipulaban un lujoso automóvil.
—Esta pieza está gastada, Pedro —dijo un obrero—. ¿La reparamos o la ponemos nueva?
—Ponla nueva —replicó con su habitual sequedad.
Y se dirigió al torno ante el cual había un hombre puliendo una pieza de hierro.
—Eso tiene que estar listo al atardecer, Ricardo —dijo.
Y siguió su camino.
Tomás Urdiales se le acercó.
—¿Hay alguna novedad, Pedro?
—Ninguna. Únicamente que al atardecer vendrán a recoger ese coche. Procure que los muchachos no se duerman. Si me necesita, estaré en la oficina.
—Vete tranquilo.
Lo estaba con respecto al trabajo. Cuando propuso a Tomás un puesto de encargado a su lado, supo lo que se hacía. Tomás era un obrero eficiente, cuanto más un encargado.
Desde la puerta de la oficina, contempló la nave del taller. Había quince hombres trabajando para él y todo aquello le pertenecía. Ya no era un pobretón.
Giró en redondo y se cerró en la oficina. Una joven mecanógrafa le saludó. Le miró con ojos lánguidos. A Pedro le tenían muy sin cuidado las coquetas miradas de la vistosa mecanógrafa. Él amaba a una muchacha y no era de los hombres que cambiaban de sentimientos como de chaqueta.
Y con fiera amargura pensó en las pretensiones de Tomás Urdiales. ¡Una buena boda!
Anita Santos y Elena Urdiales salieron juntas a la calle. Anita era una joven morena, de grandes ojos gitanos, gentil y femenina. No se dejaba querer fácilmente por los hombres. Elena era infinitamente más bella y nadie sabría decir por qué. Su pelo era rubio oscuro y lo peinaba a la moda; sus ojos, azules como puras turquesas. No era una belleza clásica, tal vez sus rasgos no guardaban gran armonía, pero el conjunto era de un atractivo extraordinario. Además era esbelta como un junco, sus formas estaban bien definidas y la sonrisa de su rostro iluminaba cuanto de bello había en su persona. Los muchachos de la oficina decían de ella que todas las bellezas de la Naturaleza se habían recopilado, volcándose en su persona. Y era bien cierto. Ganaba para ella y vestía con gusto a la última moda. Sus ropas, sus zapatos, sus perfumes, eran de calidad y las que la envidiaban, comentaban entre sí: «Es una presumida.»
Mentían. Elena no estaba enamorada de su persona. Era sencilla y cordial, pero deseaba casarse con un hombre rico. Era, por decirlo así, la única aspiración de su vida e iba camino de conseguirla. Su novio se llamaba Alejandro Miranda, pertenecía a una familia de militares opulentos y era hijo tercero de un coronel que ostentaba el título de conde. ¡Casi nada! Las amigas, exceptuando Anita Santos, le envidiaban, y los hombres envidiaban a él, si bien ambos sentimientos dejaban a Elena indiferente.
Cuando salieron a la calle, Anita miró a un lado y otro y comentó:
—¡Maldita lluvia! ¿No viene Alejandro a buscarte?
—Hoy no.
—¿Y eso?
—Tenía que acompañar a su madre a una sala de modas. ¡Un fastidio para Alex! Pero ya sabes lo que son las madres encopetadas.
Anita no respondió. Cogió el brazo de su amiga y ambas se guarecieron bajo el paraguas de Elena.
Anita no aspiraba a tanto como su amiga: su novio era sargento de Aviación y se hallaba destinado fuera. Le escribía dos cartas a la semana y pensaban casarse dos años después.
—¿Vamos al cine? —propuso Anita. Elena casi se espantó.
—¿Crees que tengo ganar de oír a Alex? Es muy celoso y me tiene prohibido ir a ninguna parte sin él.
Anita nunca aprobó aquel noviazgo, y no tenía reparo en decírselo a su amiga, si bien ésta nunca se lo tomaba a mal. Anita y ella fueron juntas al colegio. Siempre se quisieron. Fue Anita la que, al ser mujer, se colocó primero, e influyó para colocar en su misma oficina a Elena. Entonces, la amistad se hizo más estrecha. Anita era hija de un contratista de obras y vivían bien, casi con lujo. Ocupaba con sus padres el quinto piso de un edificio nuevo, en una calle bastante céntrica, y, como Elena, ganaba para sí.
Nadie al verlas les habría tomado por vulgares oficinistas. Parecían hijas de potentados.
—Pero él no duda en divertirse en su esfera social —apuntó Anita contestando a su amiga.
—Es como un deber.
—No entiendo esa clase de deberes. Yo, en tu lugar, no le guardaría tanta consideración.
—Anita, por Dios.
—Escandalízate todo lo que quieras, pero yo repito lo mismo.
—Alex me quiere mucho.
—¿Te habló de boda?
—Mujer, hay tiempo para eso.
—Hace seis meses que eres su novia, Elena. Al mes, Esteban y yo señalábamos la fecha de nuestra boda.
—En el gran mundo no se hacen las cosas tan precipitadamente.
Anita sonrió, desdeñosa.
—Mira, chica, piensa lo que quieras, pero yo… no opino igual. Yo, en tu lugar, no confiaba tanto. Alejandro es ingeniero e hijo de personas de abolengo, y me parece un pájaro de cuenta.
—¡Anita!
—Lo dicho, y no me mires con esa expresión de espanto. No te confíes mucho. A los hombres les gusta pasear a las chicas guapas y presumir con ellas, pero a la hora de casarse buscan una mujer de su igual.
—Anita, me estás poniendo carne de gallina.
—Ten cuidado, es lo que te digo. Y no seas tonta. No guardes ausencia a quien seguramente se está divirtiendo de lo lindo.
—Vamos al cine —dijo Elena ingenuamente.
Anita sonrió triunfal.
Capítulo 2
Al salir del cine, encontraron a Pedro Ochoa. Abandonaba el local cuando ellas, Anita ya lo conocía de haberlo visto en la puerta del taller, cuando ella iba a buscar a Elena.
Pedro las saludó con un escueto «hola» y Anita, más dicharachera que Elena, entabló conversación. Pedro era parco en palabras, pero pronunciaba alguna y Anita tenía la virtud de hacer hablar a las piedras.
Caminaron los tres juntos hasta el final de la calle. Hablaban del tiempo pésimo que hacía, de la película, que había sido vana y vulgar, y del trabajo… Elena no tomaba parte en la conversación, salvo que la abordaran directamente. Al final de la calle. Pedro se despidió y se perdió en una tasca. Ellas continuaron su camino.
—¿No le tienes simpatía? —preguntó Anita.
—Me impone un poco. Es como una estatua —dijo alzando los hombros.
—Su conversación es interesante.
—¿A qué llamas interesante?
—A sus mismos silencios prolongados. Es un hombre serio y gusta hablar con él.
—No comparto tu gusto. Será que siempre lo vi en el barrio.
—Puede ser eso. A fuerza de ver siempre a una persona, llegas a cansarte. Yo no estoy en tu lugar. Lo conozco desde que tú trabajas. Y es un hombre que no dice tonterías ni frivolidades. Hoy hay pocos hombres así.
—Cuidado, Anita. Parece que te gusta.
—Estoy enamorada —replicó Anita deliciosamente—, pero si no lo estuviera… ¡Quién sabe! Aunque no me parece hombre fácil de conquistar.
—Nunca le conocí novia.
—¿Y vivió siempre en el barrio?
—Yo siempre lo vi por allí.
—¿Vive solo?
—Con su madre. Es una viejecita pulcra y bondadosa. Papá admira mucho a Pedro. Dice que ha sido un muchacho de tesón.
—Y parece que vive bien.
—Mujer, tiene un taller de reparaciones. Pasó años muy malos. Eso lo cuenta papá cuando narra casos de la vida de sus vecinos.
—¿Y no te parece eso muy meritorio?
—Naturalmente; pero no querrás que por eso ame a Pedro.
Anita rió divertida.
—No imagino —dijo regocijada— a una joven tan bella y delicada como tú amando a un hombre tan… ¿cómo diría…?
—Tosco —atajó Elena.
—No —reprobó la otra pensativamente—, tosco no es la palabra. Yo diría mejor, enigmático.
—Te advierto que sólo tiene treinta y un años.
—¿Nada más?
—Nada más.
—Le echaría por lo menos treinta y cinco.
—Yo también. Pero papá dice que tiene treinta y uno y trabaja en talleres desde los catorce, y lo curioso del caso es que estudió la carrera de perito al mismo tiempo.
—¡Extraordinario! ¿Dónde vive?
—En el primer piso sobre el taller. Viven él, su madre y Juana.
—¿Quién es Juana?
—Una mujer que se dedicaba a limpiar portales. Y desde hace tres años está de sirvienta en su casa. La madre de Pedro tiene muchos años.
—Ya. ¿Y por qué vestirá así?
—Nunca lo vi de otra manera. Pantalones, jersey y botas fuertes. Es muy vulgar.
—¿Qué entiendes tú por vulgar?
—Lo que es Pedro Ochoa.
—Su físico y su indumentaria tal vez sean vulgares —admitió Anita pensativamente—, pero su idiosincrasia no lo es. Yo diría que es todo lo contrario.
—¿Sueñas?
—No por cierto. Expreso en alta voz lo que observé en él.
—¿Y qué observaste en él? —preguntó Elena regocijada e incrédula.
—El mirar de sus ojos, la mueca que crispa la boca. Hay algo bajo todo eso. Algo que lo diferencia de los demás hombres.
—Tal vez me equivoque —aceptó, alzándose de hombros—, pero… no es fácil.
Se detuvieron al final de una céntrica calle. No había cola para el autobús. Era ya las diez de la noche. Anita se despedía. Vivía en la calle paralela. Elena tendría que tomar el autobús que iba hacia el barrio.
—Ves visiones, Anita. Hasta mañana.
—Sí, ya seguiremos hablando de eso.
—No, por Dios. Es un tema aburrido.
El auto frenó a su lado. Era un «Seat 600» de color azul, ya bastante usado.
—Voy para casa, Elena —dijo la voz de Pedro, sacando la cabeza por la ventanilla—. Si quieres subir…
Las dos amigas se miraron. Una regocijante sonrisa brillaba en la mirada de ambas.
—Claro que subo, Pedro —dijo. Y mirando a su amiga—: Hasta mañana. Anita.
—¿Es tuyo? —preguntó Elena cuando el auto había ya arrancado.
—No. Pero como si lo fuera. Lo reparamos en el taller y lo estoy probando.
—Es verdad. No me acordaba que tú casi siempre vas en coche.
—Aunque no sean míos.
Elena, sin responder, se limitó a sonreír. Hubo un silencio. De pronto, Pedro aminoró la marcha y la miró. Elena pensó en Anita. Tal vez tenía razón. Los ojos de Pedro eran serios, pensadores, no eran los ojos joviales de un joven feliz que lo expone todo en la mirada. Pedro ocultaba más bajo su mirada que en sus silencios.
—Elena, quiero decirte algo.
Ella no dio importancia a la solemnidad de aquella voz.
—Dilo.
—Tú sabes que no soy un sentimental.
La joven frunció el ceño. ¿Qué le importaba a ella que Pedro fuera o no un sentimental?
—No te conozco, Pedro.
—¿Que no me conoces?
—Para los efectos, no. Te he visto siempre en el barrio, pero te traté poco.
—No obstante, sabes que soy un hombre leal y consciente.
—Me lo pareces.
—Nunca he tenido novia.
Se volvió un poco, para mirarlo mejor. Las mandíbulas de Pedro estaban cuadradas. Su mirada era o parecía más oscura. Sintió curiosidad. ¿A qué fin le decía aquellas cosas? A ella le importaba un pepino que Pedro hubiera tenido novia o no.
—Al menos —dijo amable—, nunca te conocí ninguna.
—No la he tenido. No sirvo para engañar a una mujer. ¿Y sabes por qué no la he tenido?
—Supongo que porque no te gustó ninguna bastante.
—No. No la tuve porque nunca estuve en disposición de casarme.
—¡Ah!
Y no supo más que decir. Su cerebro trabajaba a velocidad supersónica, buscando una causa que justificara el porqué Pedro le decía aquellas cosas. No la encontró.
—Hoy puedo casarme. Mantener a una mujer con holgura.
Elena se estremeció. Al fin su cerebro encontraba una causa. ¿Real? ¿Sería posible? Se aturdió y sintió aquella vaga sensación de malestar que sentía cuando pasaba junto a Pedro y éste la seguía con sus inquietos ojos.
—Elena, yo…
Lo supo con clara nitidez en aquel instante. Y tuvo miedo. Un miedo absurdo tal vez, pero miedo al fin y al cabo. Miedo de lo que él iba a decir y miedo de su respuesta, que había de doler a un leal vecino y ella no era tan vanidosa como para gozarse en una negación que a toda costa hubiera deseado evitar.
—Elena.
—No me lo digas —saltó impulsiva—. No, Pedro. Te lo suplico.
El «Seat» se detuvo ante una plaza solitaria a aquella hora de la noche.
—Tengo que decírtelo.
—No lo hagas. No deseo hacerte daño. Eso… debiste callarlo siempre.
—Sabes —dijo sin preguntar.
—Lo adivino.
—¿Sabes desde cuándo, Elena?
—No quiero saberlo. No deseo saberlo.
Y en su voz casi había súplica. El la contempló pensativamente. Sus ojos le parecieron a Elena más oscuros que nunca.
—No eres mala —dijo grave—. Hay en ti grandes virtudes, además de tu belleza exterior. Por eso te quise desde que eras una niña.
—Pedro —suplicó—, pon el auto en marcha y olvidemos esto. Dalo por no dicho. Yo lo daré por no oído.
—No —dijo con firmeza—, he de hablar. Después haz tú lo que quieras No soy hombre elocuente, Elena, ni sé conquistar a una mujer, pero te juro que a mi lado serías feliz.
—No —se tapó los oídos—. Tú sabes que tengo novio. Sabes que nunca pensé en ti como posible marido. Compréndelo, Pedro.
—Sabía que ibas a contestar eso.
Alzó la cabeza y lo miró extrañada.
—Si lo sabías, ¿por qué me haces pasar esta violencia? ¿Por qué la pasas tú?
Pedro puso el coche en marcha antes de responder. Cuando lo hizo, su voz era suave y serena.
—Sé que tienes novio. Un chico rico y despreocupado. No se casará contigo, Elena.
—¡Pedro, no te permito…!
—Perdona. Pese a lo mucho que te quiero, que siempre te quise en silencio, desearía equivocarme. Porque ante todo deseo tu felicidad. ¿Qué importo yo?
—¡Pedro, no quiero que sufras por mi culpa!
—Es inevitable. Esta noche te busqué para decirte que si algún día me necesitas en cualquier condición que sea, yo estaré siempre dispuesto a ayudarte.
—Ojalá no te necesite.
—Ojalá, Elena, pero si eso ocurre…
El auto se detenía en la barriada y Elena saltó al suelo y echó a correr sin dejarlo continuar. Iba impresionada y a la vez furiosa. Pedro metió el auto en el garaje y bajó de él. Una tibia sonrisa curvaba sus labios. Lo había dicho ya. Estaba más tranquilo.
La habían enseñado a no ocultar nada. A decirlo todo. Y aquella noche, cuando llegó, Eugenia y Tomás observaron alarmados la alteración y palidez del bello rostro.
—¿Qué te ocurre? —preguntaron casi a un tiempo.
Elena se quitó la gabardina y como un autómata la dejó tirada sobre una silla, junto con el bolso, el pañuelo y los guantes. Después se sentó como si se derrumbara, sobre una butaca.
—Elena…
—Acabo de recibir una impresión violenta. Estoy asustada, turbada y molesta.
—¿Qué pasó?
Lo refirió con voz entrecortada, concluyendo con pesar:
—No quiero hacerle daño. Lo estimo como vecino, pero nada más. Y yo no soy una vanidosa chiquilla que goza rechazando a los hombres. Él, que me conoce, no debió hablar —alzó los ojos húmedos—. ¿Verdad que no debió hablar, papá?
Papá bajó la mirada al suelo, sin responder. Tenía la frente fruncida y una mueca indefinible en los arrugados labios. La mirada de Elena fue desde su padre a buscar una tentadora sonrisa en la madre. Pero la halló silenciosa y pétrea.
—Mamá…, ¿verdad que no debió decírmelo?
—Elena —empezó el padre…
—Sí, papá, es tu amigo y le estimas. Pero yo…
—No iba a decir eso, hija. Iba a decirte que no todos los hombres saben callar cuando aman.
—Pero yo no tengo la culpa de que él me ame. Nunca hice nada por alentar sus sentimientos, que siempre desconocí y que desearía seguir desconociendo. ¿Tú qué me dices, mamá?
Eugenia se sentó frente a su hija. Le tomó las manos entre las dos suyas.
—Elena, si yo diera satisfacción a mí misma y si mi consejo te sirviera de algo, te diría: cásate con Pedro. Es de los hombres que hacen felices a las mujeres. Pero ¿serviría de algo mi consejo?
—De nada.
—Por eso me callo.
—Pero ya lo has dicho —intervino el padre.
Eugenia lo miró escrutadora.
—¿Qué dices tú? Entre el novio que Elena tiene actualmente y Pedro, ¿cuál de los dos elegirías para tu hija?
—Hum…
—Ya lo tengo elegido, papá —saltó, impulsiva, la muchacha—. Pero puedes hablar con sinceridad, no influirán para nada tus palabras.
Tomás encendió un cigarrillo. La experiencia le había demostrado en diversas ocasiones, que con un pitillo entre los dedos, resultaba más elocuente.
—Mira, Elena. Voy a ser sincero, sabiendo de antemano que mis palabras no van a influenciar en ti. Jamás torceré por gusto los deseos de tu corazón, pero como padre tengo que contestar a tus preguntas.
—Sigue, papá.
—El deseo de tu padre, Elena, es que subas a un trono —apuntó Eugenia con cierto desdén.
—Esta vez te equivocas, Eugenia. Esta mañana hablamos de eso y yo manifesté mi contento por el novio que tienes. Pero… nunca creí que Pedro Ochoa te amara, ésa es la verdad. Ante un príncipe, el novio que tienes y Ochoa… elijo a este último.
—¡Papá!
—Tomás.
—Sí, Eugenia. Hay que vivir junto a Pedro para conocerle bien. Y es… un hombre admirable. Eso es todo lo que tengo que decirte —Se puso en pie y aplastó el cigarrillo en el cenicero—. Me voy a la cama, Elena. No tomes en cuenta mis deseos.
—No, papá —replicó con firmeza—. Amo a Alejandro y Pedro es para mí un vecino, pero nada más.
Tomás se retiró sin responder y Eugenia sirvió la cena a su hija sin hacer otro comentario.
Capítulo 3
Salió de casa más pronto que de costumbre, para no tropezar con él en la puerta del taller. Pasó por allí casi corriendo y subió al autobús a trompicones. Se sentía aturdida. No durmió pensando en ello y sentía un horrible dolor de cabeza. Como si una pesadilla gravitara sobre ella.
Otra, en su lugar, se sentiría halagada. Ella no. Y no por ella precisamente, sino por él, y cuando volviera a verle experimentaría aquel absurdo malestar que era aturdimiento y turbación.
A la salida del trabajo propuso a Anita entrar en un café.
—¡Qué raro en ti! —exclamó su amiga—. ¿No tienes miedo que te vean los amigos de Alejandro?
—Es que me duele la cabeza y voy a tomar una aspirina. Además, quiero hablarte.
—Diablos, ¿qué te ocurre? Te vi como ausente toda la mañana. Tú que nunca cometes faltas en las cartas comerciales, esta mañana las llenaste de erratas.
—Estoy como aturdida.
Estaban sentadas ante una mesa del café. Elena refirió todo lo ocurrido la noche anterior. Hubo un largo silencio. Elena sorbió el café y se tragó la aspirina sin masticar.
—Así producen úlcera.
—¿Qué dices?
—Me refiero a la aspirina.
—¡Ah! —un silencio—. De lo otro… ¿qué?
Anita jugó con un cortadillo.
—No me gusta el café tan azucarado —dijo, como si sólo pensara en aquello—. Llevaré este cortadillo para el canario.
—Anita.
—Dime.
—¿Qué? ¿No me dices nada?
—¿Y qué puedo decirte? ¿Quién soy yo para dilucidar en estas cuestiones?
—Ayer te reías ante la sola posibilidad de un noviazgo entre Pedro y yo.
Anita reflexionó la respuesta.
—Mira —dijo apreciativa—, en efecto me reí y tal vez me ría aún. Sois diametralmente opuestos. Tú eres fina, exquisita. Ni más ni menos estás hecha para ser la esposa de un hombre como Alejandro. El es adusto, difícil de comprender, pero… ¿Sabes acaso cómo quiere y siente ese hombre? Muchos hay con físicos vulgares, mirada dura y boca cruel que guardan en su corazón un mundo de ternura. ¿Por qué no ser Pedro uno de éstos?
—Yo no le amo.
—Lo sé.
—No le amaré nunca.
—Lo sé asimismo, pero te duele haberle rechazado.
—Es un vecino y le estimo. Además, gracias a él mi padre disfruta de un trabajo descansado.
—No te duele haberle rechazado por eso, Elena.
—¿No?
—No. Te duele, porque de igual modo te dolería rechazar a otro chico cualquiera del barrio. Lo mejor es que olvides todo eso y, puesto que amas a Alejandro, procures casarte con él cuanto antes.
—Y seria causando a Pedro otro dolor.
Anita enarcó una ceja.
—¡Y qué te importa Pedro! Me asombras, Elena.
—Compréndeme.
—Trato de hacerlo desde que empezaste a hablar.
—Es un hombre mayor —arguyó Elena aturdida—. No es un muchacho veleidoso, y los hombres de su condición no aman dos veces. Además —continuó bajo los analíticos ojos de su amiga—, siempre que le vea, recordaré y sentiré su humillación como si fuera la mía propia.
—Tu cariño fraternal —se burló Anita— te hace parecer a mis ojos como una hermanita de la caridad.
—No te burles.
—Sí no me burlo, hija. Pienso en alta voz. ¿Pagas tú o pago yo? No vamos a quedarnos aquí sentados hasta la hora de volver a la oficina.
Pagó ella, pues Elena parecía alelada aquella mañana. Salieron de nuevo a la calle, cogidas del brazo.
—Lo mejor de todo es que olvides el incidente —aconsejó Anita—. Y cuando te tropieces con él háblale con naturalidad, como si no hubiera ocurrido nada.
—Pero él sufrirá.
—Y dale con lo mismo. Y tú, ¿no sufres tú?
—Pero es distinto.
—No veo la diferencia por ningún lado.
* * *
Había nevado aquella tarde. Hacía un frío espantoso. Elena salió de casa envuelta en un elegante abrigo gris de corte inglés. Pisó con fuerza el hielo que formaba la nieve y el agua.
Le vio recostado en la puerta del taller. Era la primera vez que le veía desde el día anterior. Estuvo a punto de cambiar de dirección, pero le pareció ridículo hacerlo y siguió su camino con aparente naturalidad. Esperaba ver pesar o tristeza en los ojos de Pedro. Y fue mucho su asombro cuando le vio sonreír con naturalidad.
—Vas a mojarte —le dijo, como otras veces le decía «Buenas tardes, Elena».
—Voy protegida —replicó ella, rechazando su mirada.
—Hace un día espantoso, ¿eh?
—Sí. En efecto.
—Hasta luego, Elena.
Le dio rabia. Y se consideró absurda. ¿Por qué le fastidiaba si, precisamente, lo que deseaba era aquella indiferencia? ¿Pero por qué le habló de aquel modo, para olvidarse tan pronto? Incomprensible. Cuando el jefe dejó la oficina. Anita se aproximó.
—¿Vamos al cine?
—No. Alejandro vendrá a buscarme.
—¡Ah!
—Lo siento. Anita.
—No te preocupes —Y con rápida transición—: ¿Qué hay del mecánico?
Elena se alzó de hombros con desdén.
—Estoy más tranquila —dijo—. Lo he visto en la puerta del taller y me habló como si nada.
—Un hombre listo.
—¿Qué dices?
—¡Oh, nada! Pensaba en alta voz.
—Ya.
—¿Y de qué te habló?
—Del tiempo.
—Ya.
—¿Qué piensas?
—Nada. Ahí viene el jefe.
Y corrió a su mesa.
Alejandro esperaba a la salida. Era un chico alto, rubio, distinguido, de mirada sarcástica. A Anita no le gustaba nada «aquel tipo». Parecía burlarse hasta de su sombra y con eso de que su padre era coronel y conde, además, se llevaba el mundo por delante. Vaticinaba una gran lección para Elena. Y dada la dignidad de ésta, iba a sufrir mucho con el trallazo, porque el golpe moral iba a ser tremendo. Eso lo sabía ella bien.
Les vio perderse calle abajo, cogidos del brazo y emparejó con un compañero.
—¿Qué, Anita? —rió burlón el charlatán—. ¿Piensa tu amiga ser condesa?
—No puede serlo, amigo. Es el tercer hijo.
—Pierde cuidado, que no lo sería de ningún modo. Esos tipos, cuando deciden casarse lo hacen con una de su igual.
—Elena es muy guapa —defendió con calor.
Una cosa era lo que ella pensara y otra aprobar lo que decía aquel memo. El léxico de Anita no era muy pulido al referirse silenciosamente a sus semejantes.
—¿Guapa? Sí, por mil diablos. Lo es hasta la saciedad y nos gusta a todos, pero esos tipos no miden a las mujeres por su belleza, sino por su dinero y sus títulos de nobleza. No me irás a decir tú, tan lista, que esperas una boda de ese fugaz noviazgo.
—Lo que yo pienso no te importa —rezongó—. ¿Qué te has creído?
—Lástima —rió el muchacho sin ofenderse. Todos conocían los ex abruptos de Anita— que tengas un novio sargento. ¿Qué te parece si te hago el amor?
—Pierdes el tiempo.
—Volviendo a la guapa de la oficina.
—Te digo que te calles…
—¿Por qué, mujer?
—Porque estás muerto de envidia.
—Es verdad —admitió noblemente—. Envidio a ese tipo y te aseguro que si hace una faena a Elena le rompo la crisma.
Anita se despidió de él sonriendo.
—Estás muy callado, Alex.
—Pienso.
—¿No puedo compartir tus pensamientos?
Se hallaban en una sala de fiestas. Ambos sentados ante una mesa, parecían sumidos cada uno en hondas reflexiones. Alex tenía cara de aburrido y Elena parecía preocupada.
—Pienso en nosotros dos —dijo él.
—¿Qué pasa?
—Mis padres se enteraron de mis relaciones contigo.
—¿Y bien?
—No les agrada.
Elena se estremeció casi imperceptiblemente. Su subconsciente le dijo que Alejandro no debía ser tan rudo para decírselo. Pero no hizo mención de ello.
—¿Qué objeciones ponen?
—Tu condición.
—Soy una muchacha honrada. Alex, y tú lo sabes.
El hijo del coronel hizo un gesto aburrido.
—Sin duda, pero eso no interesa.
—¿Cómo?
—Piensa con la cabeza. Elena.
—Con los pies no voy a pensar. Siempre lo hice con la cabeza.
—Pues si ésta es razonadora, convendrás conmigo que entre una chica frívola de mi mundo, y una muchacha intachable del tuyo la elección para mis padres es obvia.
Elena apuró el contenido de la taza de té sin parpadear.
—No me interesa —dijo nerviosa— lo que piensan tus padres, sino lo que piensas tú.
—Pero te harás cargo de que a mí me interesa mucho lo que piensan mis padres.
—¿Qué significan tus palabras?
Alejandro contempló impasible las bellas pupilas de la animadora. Una chica estupenda. También Elena lo era. Quizá más perfecta que la animadora, pero… demasiado ingenua, demasiado pegada a su honradez, de la cual hacia un culto. Y él estaba cansado de aquella monotonía. ¿Sus padres? ¡Bah! No se habían metido jamás en nada. Es más, casi estaba por asegurar que ignoraban sus relaciones con la muchachita de barrio. Sabía muy bien que cuando le llegara la hora de casarse no lo haría con una mujer inferior a él. Sus dos hermanos tuvieron docenas de novias, modistillas, oficinistas, azafatas: pero a la hora de la verdad (como le sucedía a él), se casan con jóvenes de su clase, e igualdad de condiciones social y económica.
—Significa. Elena —dijo reflexivo—, que tendremos que vernos menos.
—¿Menos? Esta semana has venido a buscarme tres veces.
—Para la semana próxima serán solamente dos.
—Alex… ¿has dejado de quererme?
Alejandro se impacientó. Las chicas sentimentales siempre le cargaron. Y Elena era una sentimental empedernida.
—Claro que no —dijo meloso—. Es por mis padres.
—Pero quien se va a casar contigo soy yo.
Se quedó suspensa. No hubiera querido decirlo, pero estaba dicho. Alejandro la contempló de modo raro. Y tras un silencio de meditación, dijo:
—Eso es cierto. ¿Bailamos?
Nunca, durante mucho tiempo, supo por qué, pero lo cierto es que aquella noche, como tantas otras, se negó al deseo de Alejandro de ser besada. Elena era una chica puritana, moderna sólo en su exterior, y una voz interna le aconsejaba no permitir familiaridades a Alejandro. Además, se había hecho el firme propósito de ser sólo besada por su marido. Por lo tanto, jamás había sido besada por Alejandro. Y éste, aquella noche, intentó una y otra vez hasta el extremo de alejarse enfadado. Ella quedó triste y atravesó su calle con paso lento.
—Buenas noches, Elena.
Se detuvo sobresaltada. No pensaba en Pedro en aquel instante. Pensaba en la rara conducta de Alex. Miró hacia la oscuridad, de donde salía la voz de Pedro. Éste cerraba la puerta del taller en aquel instante. Su pétrea cara, bajo la sombra que proyectaba el farol callejero, ponía una extraña neblina en sus oscuros ojos.
—Muy tarde cierras —dijo ella sin entonación.
—Hemos tenido trabajo extra. Tu padre acaba de marcharse.
—Buenas noches, Pedro.
—Oye…, ¿saldrás una noche conmigo?
—No. Ya sabes que tengo novio.
—Si —dijo con acento monótono—. Ya te vi llegar con él. Perdona.
—De nada.
Siguió en dirección a su casa. Le dio rabia que él se conformara tan pronto.
Durante la semana siguiente sintió una terrible humillación.
Elena era afectuosa y noble, pero tenía una dignidad extremada y la ofensa le llegó muy hondo.
—¿Qué os ha pasado? —preguntó Anita, extrañada.
—No lo sé. En toda la semana no ha venido.
Empezaron las ironías de los compañeros de la oficina.
Si fuera Anita, habría seguido las bromas. Ella era de otra pasta.
—¿Ya se ha cansado el condesito, Elena? —le preguntaban unos.
Otros se miraban sin decir nada y era para Elena más humillante. Uno de ellos le dijo una tarde:
—He visto a tu ex con una chica guapísima de la alta esfera.
Aquello colmó el vaso, ya de por sí bastante lleno. No replicó, pero se hizo el firme propósito de aceptar otro noviazgo. Quienquiera que fuera aquel novio suponía un desquite y, por supuesto, no pensó en ningún compañero de oficina. Muy al contrario, era ante ellos precisamente, donde deseaba dejar bien sentado que el desaire de Alejandro le tenía muy sin cuidado. Ni siquiera a Anita participó sus propósitos. Era su mejor amiga, la única verdadera, pero aun así, ante ella misma se sentía humillada.
Había muchos hombres que la miraban con admiración. Bastaba una sonrisa suya para iniciar una amistad que más tarde se habría convertido en relaciones amorosas. No obstante, no le agradó ninguno. No se encontró con fuerza para empezar de nuevo con un desconocido.
Estaba desorientada. Humillada en lo más vivo. Ella no se consideraba una mujer vulgar ni de la calle, para merecer el desprecio silencioso de Alejandro. Ella creía merecer una explicación, pero Alejandro no parecía dispuesto a darla. Dejó de ir a buscarla, como si ella fuera ni más ni menos que una cualquiera. Esto producía en su dignidad de mujer un desconsuelo que era insoportable y humillante.
Una tarde, al regreso de la oficina, ella y Anita caminaban silenciosas por una céntrica calle. De un elegante salón de ésta salía una pareja. Anita miró a Elena y ésta mantuvo inmóvil su cara. Mas lo cierto es que en su interior sentía la ofensa como una bofetada física. Aquel hombre era Alejandro. Llevaba del brazo a una elegante muchacha. Pasaron por su lado. Las ignoró, como si jamás las conociera. Elena y Anita les vieron atravesar la calle y subir a un elegante automóvil aparcado al borde de la acera El auto se alejó conducido por la mujer. A su lado iba un Alejandro obsequioso, galante.
Las dos jóvenes siguieron silenciosas su camino. Elena muy pálida. Anita nerviosa, como deseando a toda costa desvanecer la humillante impresión recibida por su amiga. No era fácil, ella bien lo sabía, pero aun así, habló del tiempo con serenidad aparente, lo mismo que de trajes y cines.
Elena le siguió la corriente, y cuando se despidieron, Anita no pudo por lo menos de decir:
—Hay que ser fuerte, Elena. No merece la pena preocuparse.
—¿Preocuparme? No lo estoy.
—¿No duele?
—No —rotunda y, en contraste, tenía unos horribles deseos de llorar—, ¿Mañana, domingo, vamos al cine?
Anita la contempló escrutadora. ¿Sería posible que no doliera? Ella conocía a Elena. Sabía mucho de su fina sensibilidad. Conocía asimismo el grado de dignidad que dominaba los actos de su amiga. ¿Cómo era posible, pues, aquella indiferencia? ¿Era fingida o verdadera?
Alzóse de hombros. Como quiera que fuese, lo esencial era que Elena no se sintiera afectada.
—Sí —dijo—, iremos al cine. Y si te parece, por la mañana salimos a tomar el vermut como dos potentadas.
—De acuerdo.
—¿Acordamos hoy la hora, o te llamo mañana por teléfono? Puedes cambiar de planes.
—¿A qué fin? —preguntó con altivez.
Le dolía que ante ella no fuera franca, pero al mismo tiempo pensaba que ella, en idénticas circunstancias, tal vez hubiera obrado igual.
—De todas formas te llamaré por teléfono a las once.
—Está bien. Hasta mañana.
Se perdieron en dirección contraria. Anita se dirigió a su casa lentamente. Elena a la parada del autobús, que había de llevarla a la barriada obrera.
¿La esperaba? Nunca lo supo. Era demasiada coincidencia encontrarlo siempre a aquella hora de la noche, cerrando el taller. Y fue aquella noche como si el destino de Elena diera una voltereta. Al ver a Pedro se detuvo en seco. Su cerebro trabajó a velocidad supersónica. ¿Por qué no? No era un hombre elegante ni pertenecía al gran mundo. Pero era completo y le serviría para ocultar su humillación.
—Buenas noches, Elena.
—Hola, Pedro.
Otras veces saludaba sin detenerse. Aquella noche paró en seco frente a él. Pedro vestía un pantalón azul de lana, jersey subido hasta el cuello, zamarra de cuero. El subconsciente de Elena le dijo: «Cuando sea tu novio, tendrá que vestir de otro modo.» ¿Novio? ¿Pero se había hecho ella el firme propósito de ser la novia de Pedro? Se estremeció a su pesar.
—¿Tienes ya los planes formados para mañana domingo? —le preguntó.
«Tal vez sabe lo de Alejandro y él me ama. Me lo ha dicho. Su amor me turba, lo que nunca me ocurrió con Alejandro, pero…»
—No.
—¿Hacemos planes juntos?
«No —pensó—. Iré con Anita.» Y asombrada se encontró diciendo:
—Bueno.
—Mañana dispongo de un «Renault». Podemos ir a tomar el vermut a Barajas y por la tarde a la parrilla del Rex.
«¿Vestido así? —se horrorizó—. Si Alejandro me ve, se reirá de mí. No, no aceptaré.»
—Bueno —dijo.
—A las once te esperaré junto a tu casa.
—Está bien.
—Hasta mañana, Elena.
—Buenas noches.
Siguió su camino. Le ardía la espalda como si los ojos de Pedro taladraran la oscuridad de la noche y quemaran su carne. Cuando llegó al portal de su casa se volvió. Sí, seguía allí, inmóvil como un fantasma, rígido en mitad del camino. Ella entró en el portal y echó a correr escalera arriba.
Intuyó que sus padres habían penetrado en su estado de ánimo. Se mostraban con ella más cariñosos, como si pretendieran resarcirla con su cariño, de sufrimientos ocultos. Desde el fondo de su corazón agradeció su discreción y su ternura. Nada preguntaron. Se limitaban a extremar su afecto, y la sensibilidad de Elena, de por sí agudizada, salía aquellos días a flor de piel. Lloró en la cama con la cara oculta en la almohada. ¿Si amaba a Alejandro? Lo ignoraba. No sabía si sufría su corazón o su orgullo humillado de mujer, pero de lo que si estaba segura era de sentir un sufrimiento insoportable.
Se levantó con ojeras. Miróse al espejo y procedió a pintarse. Era preciso borrar toda huella de amargura. Por encima de todo había de mostrarse alegre y animada. Nadie, ni los compañeros de oficina, ni Anita. ni siquiera sus padres, y menos Pedro, habían de notar su desánimo. Era preciso no sólo levantar la cabeza con desafío, sino su voluntad, que, a veces, se derrumbaba con el dolor.
La llamó Anita por teléfono. Apretó el auricular y dio a su voz una sonoridad nueva, como si su vida fuera una desbordante felicidad.
—¿A qué hora te espero, Elena?
—Oye, ¿sabes que Pedro me invitó a ir a Barajas esta mañana?
—¡Ah…! —hubo una vacilación. Después—: ¿Aceptaste?
—Sí.
—¿Y por la tarde?
—Quedé en ir con él a la parrilla del Rex.
—¡Qué lujo!
—¿Nos acompañas?
—No. Dedicaré la tarde —mintió— a escribir a mi negrito.
—Entonces, hasta mañana en la oficina.
—Que te diviertas, Elena.
—No te enfadarás, ¿verdad?
—Claro que no, Elena.
Y no se enfadaba. Elena podía decir y hacer lo que quisiera, mas no por ello la engañaba. ¿Pedro como desquite? No le agradó. Pedro parecía un hombre bueno, honrado, sencillo. Elena no obraba bien. Algún día ella se atrevería a decirlo.
En su casa, Elena, creía haber engañado a Anita. Colgó el teléfono, y cuando sonó de nuevo, el corazón le dio un vuelco. ¿Pedro?
—Diga.
—¿A qué hora voy a buscarte?
—A las doce.
—Entonces voy a vestirme. Acabo de levantarme.
—Hasta ahora —dijo Elena, y colgó.
—¿Vas a salir? —preguntó su madre tras ella.
—Sí.
—¿Con Anita?
—No —se alejaba hacia su alcoba—. Con Pedro.
Eugenia parpadeó. Cuando Elena se marchó, la madre miró a Tomás.
—¿Qué dices?
—Nada.
—Tengo miedo, Tomás. Es tan impulsiva y se siente tan humillada.
—Esperemos.
Temía que le hablara de amor. No fue así. Se mostró amable y cortés, siempre dentro de su seriedad. Era adusto y parecía frío, mas, a veces, cuando sorprendía su mirada, sentía aquel absurdo aturdimiento. Era la mirada de Pedro como fuego en su carne. Una mirada, encendida y brillante, si bien aquella sensación se desvanecía pronto.
Tomaron el vermut en Barajas. En el mismo bar del aeropuerto y vieron cómo aterrizaban y despegaban los aviones que volvían de distintos puntos del mundo.
—Nunca viaje en avión —dijo ella. Y con soñadora expresión—: Tiene que ser interesante.
—Cuando te cases lo harás.
—¿Casarme? Sí —rió nerviosa—. Quizá entonces viaje en avión.
—¿Nunca has salido de Madrid?
—Nunca. Fuera de aquí soy una paleta.
—Un madrileño nunca es paleto en ninguna parte.
Hablaron mucho, de naderías, de trivialidades, sin rozar el tema que estaba latente, y los dos, como de mutuo acuerdo, lo soslayaban de continuo. Para Elena fue una mañana entretenida. Cuando regresaban al auto ella lo analizó. Era la primera vez que veía a Pedro vestido con decencia. No eran su traje y su gabardina prendas lujosas, pero si correctas. Peinaba el cabello hacia atrás, y despejaba la frente inteligente. Sus oscuros ojos eran en su cara como dos cristales opacos. Elena se dijo que le sería muy difícil penetrar en el secreto de aquella mirada. Y al pensar en el secreto lo hizo teniendo en cuenta también aquel otro que, vago e impreciso, guardan todos los humanos tras su mirada.
Le agradeció que no abordara el tema amoroso. ¿O quizá había dejado de quererla? No. Un hombre de la talla moral de Pedro, no ama hoy a una mujer para olvidarla al día siguiente… ¿Por qué, pues, no hablaba de ello? ¿Se debía a su discreción, o era que la creía enamorada de Alejandro? Fuera como fuese se mostró discreto y ello logró ganar su estimación.
La devolvió a casa a las dos de la tarde.
—¿Vengo a buscarte por la tarde?
—Bueno.
—No quisiera ser pesado.
—No lo eres.
—¿Lo has pasado bien?
—Sí.
—Gracias.
—¿Por qué me las das?
—Por tus palabras. Si no son ciertas, es un consuelo. Si es verdad, es para mí una satisfacción.
—Es verdad.
—Mejor. Vendré a buscarte a las seis.
—Bien.
—Antes de ir al Rex podemos tomar algo en la terraza de un café.
—Me parece bien.
La vio alejarse, perderse en el portal. Subió de nuevo al auto y lo aparcó frente a su casa. Subió despacio las escaleras. Al entrar en su casa tiró la gabardina sobre una silla.
—¿Eres tú, Pedro?
—Sí, mamá.
—Ven.
Entró en la salita. Rita era una mujer bajita, regordeta, pulcra. Sus cabellos eran blancos como la nieve. Sus ojos negros y usaba lentes. Pedro se aproximó a ella y la besó en la frente. Luego se sentó a su lado.
—Estás preocupado, ¿verdad?
—Sí.
—No te hagas demasiadas ilusiones, hijo mío. Es tan joven y bonita…
—Sí —y pasó la mano por la frente.
—¿Y el novio, Pedro?
Éste crispó el rostro. Una arruga profunda marcó su frente.
—No ha vuelto a buscarla.
—¿Sin explicaciones?
—Eso creo.
—Ella no te lo dijo —apuntó sin interrogar.
—No. Lo supe…
—No debieras enamorarte así de esa muchacha, Pedro. Sé cómo eres, temo por ti.
El perito alisó el cabello con ademán maquinal. Se le notaba nervioso y él era ecuánime por naturaleza.
—Pedro…
—No me digas nada, mamá. Prefiero aguardar el después.
—Pero siempre existe y a veces es doloroso.
—Lo sé.
—¿Sales con ella esta tarde?
—Sí.
Y abandonó la salita, dejando preocupada a la buena mujer. Ella sufría por él. Le conocía, no en vano era su madre y había vivido a su lado toda la existencia de aquel hijo modelo.
También sería un marido modelo. Y amaba como un loco a la vecinita. Y Pedro era de los que aman para siempre, o no aman nunca.
Capítulo 4
Le vio nada más llegar. Le flaquearon las piernas y dos rosas rojas tiñeron su bella cara. Allí estaba, entre una pandilla elegante de muchachas y hombres. Se inclinaba galante hacia la misma distinguida joven, con la cual salía de la sala de té la noche anterior. Pedro la llevaba cogida del brazo. En su fuero interno agradeció a Pedro que se vistiera casi elegante aquella tarde, pero aun así no dejaba de ser un hombre de treinta y dos años, vulgar y corriente. Sintió dentro de sí una incontenida irritación.
Alejandro también la vio. Sus ojos, al tropezar con los suyos, brillaron irónicos. Elena sintió la humillación en las fibras más sensibles de su ser. Pasó junto a él con la cabeza erguida. Supo que Alejandro hacía un comentario y todos la miraron. Ella miró a Pedro. Pensó: «No se ha dado cuenta de nada.» Se equivocaba. El hombre había «visto», había «sentido» y una gran irritación lo agitó, pero supo disimularlo.
Por la mañana la había «sentido» a su lado. En cambio, por la tarde, fue una tarde desagradable en extremo y la «sintió» ausente y odió al petimetre rubio que, a pesar suyo, acaparaba la atención de Elena.
Le pidió un baile. Elena se disculpó. Habló de mil cosas sin sentido, sin ilación y Pedro deseó fervientemente que la tarde terminara. Terminó al fin. La ayudó a ponerse el abrigo. Vio los ojos de Alejandro en su persona. Se sintió analizado desde los pies a la cabeza.
«Dentro —se dijo irritado—, no penetrará: no es nada fácil.»
Salieron. Elena respiró a pleno pulmón. Él hizo un comentario trivial de la noche. Luego subieron silenciosos al «cuatrocuatro». En el mismo silencio hicieron el recorrido. Al llegar ante la barriada, él preguntó con naturalidad:
—¿Salimos de nuevo mañana?
—Ve a buscarme a la salida de la oficina.
—De acuerdo.
Y salieron un día y otro. Los compañeros de trabajo dejaron de reír irónicos. Eran hombres leales y entre Alejandro y Pedro (a quien sólo conocían de verlo aparecer al final de la calle y emparejar con Elena), éste salía ganando.
—Tú te casarás con éste —le dijo un día el más parlanchín y atrevido de todos—. Este es un hombre. El otro era un figurín.
No respondió. No dio explicación primero: menos después.
Anita se mostraba muy discreta. Veía, oía y callaba. Pero una tarde, Pedro no fue a buscar a Elena, y las dos jóvenes emparejaron.
—¿Cómo no ha venido?
—Está ausente.
—¡Ah!
Un silencio. Elena no deseaba continuar hablando de Pedro. La otra, sí. Era sincera y apreciaba a su amiga.
—¿Qué hay?
—¿Qué hay, dónde?
—Entre tú y Pedro.
—Nada.
—¿Nada? ¿No tienes confianza en mí?
—Dejemos eso, Anita.
—No. Por el contrario, hablemos de ello. Tú necesitas hablar. Estás como perdida en el marasmo de tu propia debilidad.
—Te aseguro que no.
—Amaste a Alejandro. No me digas que lo has olvidado. Tú no eres de las que olvidan a cada instante.
Elena mordióse los labios.
—Prefiero hablar de otra cosa.
—Somos de la misma edad —apuntó comedida Anita—. Por lo tanto, nuestra experiencia en la vida y el amor es idéntica, pero analizan mejor los ojos ajenos que los propios. Y yo te estoy observando a ti desde que sales con Pedro.
—No me interesa saber lo que has sacado de tu examen.
—Elena —se dolió Anita—. ¿Ya no somos amigas?
—¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro?
—Tiene mucho. Si siguieras apreciándome, no te mostrarías reservada conmigo.
Elena se detuvo y cogió febril el brazo de su compañera.
—Te ruego que no me hagas más preguntas.
—Por despecho no, Elena.
Esta empezó de nuevo a caminar. Anita continuó persuasiva:
—Con amor hay mucho que oír y pasar en el matrimonio. Imagínate sin él.
—¡Cállate!
Llegaron a la parada del autobús. Llegaba éste. Elena subió al vehículo de un salto.
Anita la siguió con los ojos, unos ojos pensativos y tristes.
—Hasta la tarde, Anita.
Esta no respondió. Aún permaneció allí unos minutos. Hasta que el autobús se perdió en el final de la calle.
* * *
No esperaba encontrarlo, y por eso, al tenerlo delante, bajo el farol callejero, sintió como una bofetada en plena cara.
—Elena.
—¿Tú? —y su asombro no era fingido.
—Sí, yo. ¿Tan raro te parece?
—Raro, no; inconcebible, sí.
—Ni lo uno ni lo otro. Nos debemos una explicación.
—¿Explicación? —exclamó soberbia—. Te equivocas, Alejandro. Por otra parte —añadió satisfecha del desquite—, no deseo que me vean contigo.
Se hallaban uno frente a otro en el comienzo de la plaza que conducía a la barriada obrera. Ella había descendido del autobús sin pensar en nada definido en aquel instante. Pedro había ido a Barcelona y no regresaría hasta finales de la semana. ¿Lo echaba de menos? No. Le apreciaba, no se aburría a su lado, pero eso no era suficiente, y ella bien lo sabía. Su amor seguía siendo de Alejandro, pero no por ello lo admitiría de nuevo en su vida. Por eso al verle de nuevo a su lado sintió como un trallazo moral y miles de recuerdos atropellados acudieron a su memoria.
—Elena, te debo una explicación y voy a dártela. No quiero que me juzgues incorrecto.
Presintió que Alejandro iba a anunciarle su próxima boda con aquella distinguida joven de su mundo. Quiso adelantarse. Recibir otra humillación de él, ésta peor que la otra, sería insoportable. Pedro le había dicho que estaría siempre a su disposición.
—Elena.
—No tienes explicación que darme —dijo—. A decir verdad —añadió, mintiendo con aplomo—, yo también te la debo. Estamos iguales. Me caso. Ya pensaba hacerlo cuando salía contigo. Siempre estuve enamorada de Pedro.
—¡Elena! —exclamó Alejandro, regocijado—. Qué satisfacción me produce la noticia. Yo que venía tímido a decirte que me caso…
—¿Tu también? Ni que nos pusiéramos de acuerdo.
Sintió fuego en la cara y un dolor insoportable en el corazón. La tenue luz del farol impedía que Alejandro observara su alteración. La voz de Alejandro fue febril al decir.
—No podré amar a una mujer como te quise a ti, pero… hazte cargo, Elena. Mi posición… estoy habituado a vivir en un ambiente ilimitado, sin ataduras económicas. No soy capitalista, dependo de mis padres. Tú eres una muchacha pobre. Al cabo de algún tiempo seríamos unos desgraciados. ¿Lo comprendes?
—No se trata de eso, Alejandro —repitió altiva y hasta con cierta indulgencia que molestó al hombre—. Nunca he pensado en el dinero. Mido el noviazgo y el matrimonio desde mi pedestal sentimental, y a ti no te amé nunca.
—Entonces me has mentido.
—No.
—Aseguraste amarme, y yo, leal, vengo a disculpar mi proceder.
—Nos equivocamos con frecuencia, Alex. Eso me ocurrió a mí.
—Muy lamentable, Elena.
—¿Acaso deseabas que me echara a llorar?
—No. Pero me hubiera gustado que me comprendieras, y fuéramos amigos en el futuro.
—¿Es una ofensa?
—Perdona.
—Olvidémoslo. Te felicito. A tu vez puedes felicitarme a mí.
—No.
—¿No?
—Saberte en brazos de otro hombre será una tortura.
—¿Cómo hemos de llamar a eso?
Alejandro hizo un ademán ambiguo con la mano.
—No siento remordimiento de conciencia —dijo frío—, pero si irritación. Y pesar, Elena. ¡Eres tan bonita! —añadió con fervor, que desagradó a la joven—. Renunciar a ti cuesta, ¿sabes? Y pensar que te llevará aquel paleto vulgar…
¡Paleto vulgar! Sí, eso era Pedro. Alejandro lo había definido de modo contundente y preciso.
—Te prohíbo que hables de Pedro en esos términos.
Ella misma se encontró ridícula. Y escapó en la oscuridad. Alejandro no trató de detenerla. Elena había sido para él un sueño rosado. Algo demasiado imposible. ¿Su amante? Había abrigado una leve esperanza. Vaga, desde luego. No era Elena Urdiales de esa clase de mujeres, pero costaba, sí, renunciar a ella. Y en el fondo de su corazón envidió al hombre que iba a poseerla.
* * *
Se lo dijo su padre. Y no parecía dirigirse a ella, pero Elena supo que lo decía para que lo supiera.
—Ayer llegó el jefe, Eugenia. He de ir pronto al trabajo.
Padre e hija tomaban juntos el desayuno. Elena no parpadeó al saberlo. Fue su madre la que dijo:
—Pues Rita no lo esperaba hasta el sábado.
—Lo sé. Tampoco nosotros. Pero llegó ayer a las doce. Acaba de decírmelo por teléfono —Y con admiración y entusiasmo—: Ha traído un «Seat» pequeño: se lo adjudicaron la semana pasada. Llegará lejos ese muchacho. Hablando ayer con el contable, éste, me decía que Pedro no se dejaba atar por dos millones.
—¡Caray! —exclamó la esposa—. Eso es mucho dinero.
—Y tanto. Ahora adquirió maquinaria. Pronto se ampliará la nave del taller.
Se levantó casi con precipitación. Si lo decían para que ella lo supiera, perdían el tiempo. Como hombre, ni rico ni pobre le interesaba. Como desquite, sí.
Había dicho a Alejandro que se casaba con Pedro y aceptaría a éste tan pronto le hablara de boda. Estaba decidida. Sintió mal sabor de boca y una irritante picazón en los ojos, pero, soberbia, siguió pensando en su locura. Las consecuencias, las obligaciones que iban inherentes a la unión matrimonial, no la preocupaban en aquel instante. Era como una obsesión, y ésta no cejaría hasta que Alejandro la viera casada.
El encuentro con Pedro tuvo lugar minutos después. Lo vio recostado en la puerta del taller, enfundado en los mismos pantalones oscuros y el jersey azul. Su rostro vulgar estaba vuelto hacia ella. La miraba avanzar y había en sus ojos aquel brillo cegador e inusitado.
Se detuvo a su lado. El seguía mirándola.
—Hola —saludó ella.
Pedro no respondió. Continuaba mirándola, y sus ojos le parecían a Elena más oscuros y enigmáticos que nunca.
—Hola —repitió ella, como autómata, y un tanto aturdida, añadió—: Te has quedado tonto.
El reaccionó.
—Un poco.
—¿Qué tal el viaje?
—Bien; ¿qué has hecho tú durante mi ausencia?
—Nada extraordinario. Creo que te has traído un «Seat».
El rió.
—Sí. Lo tenía solicitado hacia tiempo. ¿Quieres estrenarlo esta tarde?
—Bueno.
—Iré a recogerte por la tarde. A la una no puedo. Tengo una cita de negocios.
—Está bien.
Se alejaba. El la seguía con los ojos. Al desaparecer la joven se volvió hacia el taller. Atravesó éste y se perdió en el interior de la oficina. Tomás lo siguió pensativo con los ojos.
A la salida de la oficina, Anita quiso reanudar la conversación interrumpida tres días antes. Elena no lo deseaba. Había cosas que prefería dejar muertas, y que la vida la condujera por el lado que quisiera.
—¿Cuándo llega Pedro?
—Ha llegado ya.
—¿Sí? ¿No decías que llegaría para la semana próxima?
—Pues llegó ayer. Esta tarde salgo con él.
—¿Y qué, Elena?
—¿Que qué?
—¿En qué va parar eso?
—En boda.
Anita se detuvo en seco. Parecía anonadada.
—Elena, vas demasiado lejos. Además él, Pedro, es un hombre leal y consciente, no merece que le hagas una faena así.
—Me ama.
—Al hombre que ama de veras no le basta con amar, ha de sentirse correspondido.
—¿Y por qué no le puedo corresponder yo?
—Porque tú aún amas a Alejandro.
No le dijo que lo había visto la noche anterior. ¿Para qué? Sería hacerle ver que se casaba por despecho. Era la verdad, pero Anita lo ignoraba.
—Eso era antes —dijo desdeñosa. Anita no creyó en su desdén.
—Elena, si quieres un consejo…
—¡No!
—Lo necesitas.
—Te equivocas. Si me caso con Pedro lo haré bien segura de mí misma.
—Dios mío, Elena, nunca pensé que tu orgullo fuera tan grande. Ni tampoco que tu amor por Alejandro fuera tan… apasionado.
—¿Quieres callarte? —Y sin transición, con indiferencia—: Ya llega mi autobús. Hasta la tarde, Anita.
Esta no respondió.
Como tres días antes, quedó muy quieta en el borde de la acera.
Capítulo 5
El flamante «Seat» se perdió en la calle. Anita lo siguió con la mirada. Alzóse de hombros y echó a andar con paso lento.
—¿Tenemos boda? —preguntó el parlanchín, emparejado con ella.
Anita le miró como si no le viera. Su mirada era ausente y huidiza.
—Pronto se consoló —rió impertinente.
—¿Tienes envidia?
—Lo confieso… La tuve del petimetre, y la tengo más de éste.
Anita se interesó.
Le gustaba oír la opinión de los hombres. Siempre era interesante y suponía una nueva experiencia.
—¿Por qué más de éste?
—Mujer, éste es un hombre.
—¿Sí? ¿Es que Alejandro era una damisela?
—Era un crío antojadizo.
—Explícate.
—¿Te parece interesante mi breve disertación?
—Me parece narices.
—Entonces no sigo.
—Sigue.
—Mi nariz se resiente.
—¿Quieres dejar de decir tonterías? Cuando quieres eres irritante.
—Con Alejandro, Elena no tenía dónde apoyar su fragilidad femenina.
—Curioso en verdad. Continúa.
El impertinente que siempre suspiró por Elena y nunca trató de disimularlo, se echó a reír burlonamente.
—Hay hombres y hombres, Anitina —ironizó—. El primero me parece un crío que jugó a querer a Elena. Éste la quiere y no es un crío.
—Pero el amor…
—Lo pintan verde o color rosa. ¿Qué color prefieres para tu Cupido?
—Eres irritante.
—Soy leal.
—Desde tu realidad —dijo sin preguntar—. Vaticinas felicidad para la muchacha que hubieras deseado para ti.
—Exacto. Junto a ese hombre que viste tan descuidadamente, lo auguro.
—Llega tu autobús —dijo Anita.
—No importa. Lo dejaré seguir. ¿Te acompaño?
—Sé muy bien el camino.
—Me gustan las rubias, pero no me importaría quedarme con una morena. Oye, ¿qué te parece si entre los dos olvidamos a tu sargento?
—Déjate de bobadas, Rafael.
—No son bobadas.
—Hasta mañana.
—Pero…
—Ahí te quedas.
Rafael suspiró burlonamente, y Anita se alejó indiferente.
A mitad de su calle se encontró con una vecina, con la cual salían ella y Elena alguna vez.
—¿Qué es de Elena? —preguntó—. La semana pasada la vi con un hombre que no me pareció pareja para ella.
—Pues creo que se casa con él.
—¿Qué dices?
—Eso.
—Hum.
—¿Qué pasa?
—No me pareció hombre para ella, ya te lo dije.
—Nunca sabemos quién es para quién.
Echaron a andar jumas.
—Es verdad. Se me olvidaba decirte… Mi compañero de oficina tiene una hermana que es la institutriz de los hijos de un hermano de Alejandro y nos ha dicho que éste se casa.
Anita dio un respingo. ¿Lo sabría Elena? Sí, indudablemente lo sabía, y de ahí su reacción. Sintió pena.
—Se casa —continuó informando Cris— con una chica de familia opulenta. Su abuelo es marqués. Creo que tiene mucho dinero. Ya se hizo la petición oficial y la boda está señalada para la primavera próxima. ¿Lo sabe Elena?
—No sé —Y con decisión que engañó a la otra—: A Elena no le interesa. Está muy enamorada de Pedro.
—El hombre que la acompaña, ¿se llama así? No me gusta para ella.
Anita introdujo el llavín en la cerradura y sin volverse, dijo:
—El amor es ciego. Por otra parte, Pedro me parece un hombre interesante.
—Mujer, no digas eso.
—Hay que conocer a las personas para juzgarlas.
Y era sincera.
La otra alzóse de hombros, y sin responder se adentró en su piso.
El «Seat» se deslizaba por la carretera de La Coruña. Pedro lo conducía con habilidad. Elena, a su lado, con la cabeza recostada en el asiento y los ojos cerrados, parecía dormitar.
—¿En qué piensas, Elena?
Abrió los ojos y se incorporó.
—Casi me había dormido —exclamó como aturdida.
—Si te hablara…. ¿me escucharías?
El corazón femenino dio un vuelco en el pecho. Sí, le escucharía. Estaba deseando que hablara cuanto antes.
Ella tenía que casarse antes que Alejandro, con Pedro o con quien fuese, pero puesto que era Pedro, mejor.
—Sí, claro que te escucho.
—No soy hombre parlanchín, ni sé decir con elegancia lo que siento.
—Lo que sea, dilo como puedas.
—Te lo dije una noche…. ¿recuerdas?
—Sí.
—Sigo pensando igual.
Ella no respondió.
—Elena…
—Sí, sigue.
—Prefiero no repetir lo que ya sabes. Sólo te preguntó, ¿quieres? Te ruego —añadió con un acepto bronco que ella nunca le oyó— que medites la respuesta y seas sincera al dármela. Te quiero mucho, más de lo que sé expresar, pero… no te deseo sin amor. Si no correspondes a mi cariño, prefiero perderte. Un engaño no te lo perdonaría jamás.
Sus palabras fueron pronunciadas con sequedad, casi como una sentencia. Y en el transcurso de su vida había de recordarlas Elena más de una vez. En aquel instante, sólo la afectaron momentáneamente. Las olvidó con fuerza, como si las ahogara dentro de sí.
—Por eso te pido sinceridad —prosiguió Pedro—. Y no me contestes ahora. Piensa en ello, medita…
—Ya lo tengo meditado.
Pedro frenó el auto y se volvió inquisidor hacia ella.
—¿Es… —preguntó bajo, como deslumbrado— que tú me quieres?
Y ella no vaciló en responder.
—Sí.
—¡Elena! Cielos, es como un deslumbramiento.
La miraba. Elena sostuvo valientemente aquella mirada.
No sentía dentro de sí remordimiento alguno. Sólo pensaba en su desquite, sin darse cuenta de que Pedro no tenía la culpa de lo que había hecho Alejandro.
—Elena, lo has dicho y no puedo creerlo.
Hablaba quedamente, emocionado, tembloroso y por un instante Elena se asustó. Si tuviera más edad, pensaría con cordura. Se daría cuenta de que su deslealtad era indescriptible jugando con los sentimientos de aquel hombre formado, que la amaba de veras. Pero Elena, además de ser muy joven, desde que se sintió humillada había cambiado mucho. Ya no era la muchachita cariñosa y leal que admiraban sus padres y sus amigos.
Era una mujer dura, inflexible, y tendría que amar mucho para volver a ser lo que fue.
—Elena, dime que no estoy soñando.
—Te…. te lo digo.
Se acercaba a ella. Le tomaba las manos, le rodeaba la cintura.
—Elena…. no sé qué decirte.
—No…. no me… digas nada.
—Pero tengo que besarte. ¡Lo he deseado tanto…! ¡He soñado noches y días con este instante, considerándolo inalcanzable, y de pronto…!
La atrajo hacia sí. Olía a hombre. A tabaco bueno, a loción… Elena pensó en Alejandro. Nunca se había dejado besar por él. Iba a ser aquélla la primera vez que recibiría la experiencia, y sintió rabia de que fuera Pedro y no Alejandro quien se la proporcionara.
Se sintió apretada sobre el pecho masculino. No intentó retroceder. Los labios de Pedro se cerraron sobre los suyos con fuerza, con habilidad. No era un novato. Era un hombre hecho y derecho que sabía manejar a las mujeres. No hubo más que un beso que la encendió, que puso en sus pupilas extrañeza, alarma.
El la soltó.
—He sido… brusco.
—No —dijo con un hilo de voz—. Has sido como tenías que ser.
Huía aturdida de su mirada. Sentía fuego en las mejillas y una extraña alteración en todo su ser.
—Nos casaremos en seguida —determinó Pedro, poniendo el auto en marcha.
¡En seguida! Sí, cuanto antes, ella no deseaba arrepentirse.
Lo dijo cuando daban fin a la cena. Ni Eugenia ni Tomás parpadearon. Hubo un silencio. Lo rompió Tomás para decir.
—¿Con… amor?
—Claro, papá.
—Ten cuidado. Pedro no es un niño.
—Papá.
—Lo repito. Ten cuidado. Con Pedro no se juega.
—No lo pretendo.
—Elena…
—Dime, mamá.
—¿Estás… muy enamorada de él?
—Lo bastante.
—Pedro está loco por ti. Y no es un amor de dos días. Es añejo.
—Lo sé.
—Es para mí una satisfacción saber que te casas con Pedro —intervino el padre—. Pero temo…
—¿Qué temes, papá?
—No lo sé.
Evidentemente se alegraban, pero en contraste, se quedaron tristes.
Elena se retiró temprano. Necesitaba pensar, enfrentarse con la realidad, pero a la hora de hacerlo a solas consigo misma sintió miedo, un miedo extraño que no pudo definir, y ahogó el loco marasmo que se debatía en su cerebro.
Al día siguiente, cuando se dirigía a la oficina, Pedro estaba donde siempre, recostado a la puerta del taller, pero sus ojos no miraban del mismo modo. Había en el fondo de las pupilas el recuerdo de un beso que puso dos rojas amapolas en las mejillas de la joven. Aquel beso, sí que le causó temor, inquietud y ¿placer? Sí, un raro y estremecedor placer que era temor al mismo tiempo.
—Hola —saludó con un hilo de voz.
Y él replicó fuerte; con aquella voz tan varonil que la turbaba:
—¿Has pensaba en mí, Elena?
—Sí.
—Se lo he dicho a mi madre, ¿sabes? —parecía un niño grande, él que era aparentemente más hombre que ningún otro—. Se ha puesto muy contenta. Me preguntó cuándo nos casábamos. No supe qué decirle. ¿Cuándo, Elena?
«Hay tiempo, hay tiempo —pensó—. Aún tengo que pensar un poco más. Quizá voy a hacerle mucho daño. No tengo derecho a mofarme de esa sinceridad que leo en él, de este desbordamiento que es cariño, al cual yo no correspondo.»
Y con gran extrañeza se encontró diciendo:
—Cuando tú digas.
—¿Cuando yo diga? —pareció deslumbrado—. Pues entonces, pronto. En seguida. Y… por favor, ve despidiéndote de la oficina. Hoy mismo hablaré con tu padre. Te compraré la sortija.
Él, tan adusto de ordinario, tan serio, tan comedido, y hablando del futuro de los dos parecía como un niño de repente.
—Sí, sí —susurró.
Y casi escapó de su lado, aduciendo que se le hacía tarde.
Iba sobresaltada, inquieta como nunca desde que oyó de él la primera declaración de amor, ¿Qué iba a ocurrir? ¿Podría ella corresponder algún día a aquel amor que la asustaba?
Anita la encontró nerviosa. Se lo dijo.
Ella alzóse de hombros, denotando indiferencia.
—Me caso —dijo a la salida.
Anita no pareció sorprenderse.
—Alejandro también.
Fue ella la que se detuvo.
—¿Quién…. quién te lo dijo?
—Creí que no te dolía.
—Y no me duele.
—Pues camina de nuevo. Vamos a perder el paso de este semáforo.
Caminó veloz. Anita la seguía. Su mirada analizaba a Elena.
Lo hacía abiertamente.
—Elen…
—Sí, sí, me caso con Pedro.
—Bien.
—Y no quiero que hagas observaciones.
—Vas al caos. Por despecho…
—No.
—Sé sincera, Elen.
—Te digo que por despecho no.
—¿Por amor?
—¿Y por qué no?
—Porque estabas demasiado enamorada de Alejandro.
—Aquello pasó.
Anita la cogió del brazo. Se lo aprisionó nerviosamente.
—Elen…
—No quiero sermones, ni deseo tus agudezas.
—No iba a lanzarte un sermón. Iba a decirte que es la primera vez que pierdes la confianza en mí… ¿Y sabes por qué? Porque sabes que no haces bien. Porque tú misma reconoces el mal que vas a hacer a Pedro, y lo que es peor, a ti misma.
—Llega mi autobús.
Anita se resignó a soslayar el tema. Pero antes preguntó:
—¿Cuándo… te casas?
—Pronto. Cuando él diga.
—¿Así?
—¿Así cómo?
—A lo simple.
—¿Y qué somos él y yo sino dos seres simples?
Capítulo 6
Mi madre quiere conocerte.
—¿Pero no me conoce?
—Dice que la última vez que te vio fue vestida de uniforme. Ya sabes que mi madre hace años que no sale de casa. Se pasa la vida sentada, haciendo prendas de punto o ganchillo. El reuma le hace sufrir mucho.
Se hallaban sentados en una sala de fiestas. Pensaban casarse a finales de la semana siguiente. Pedro había pedido su mano y colocó en el dedo femenino una bonita y costosa sortija de brillantes. Elena aún no había pensado en el paso trascendental que iba a dar. Sólo sabía una cosa. Que se casaba antes que Alejandro. Y esto producía en su interior una honda satisfacción. El hecho que desde la semana próxima tendría que dejar su hogar y a sus padres para seguir a Pedro, las obligaciones a que se sometía y demás, aún no había preocupado su cerebro. No digo su corazón, porque el corazón de Elena no tomaba parte en aquel paso que era únicamente obra de su cerebro.
Notó que a Pedro le gustaba hablar de su madre. Se apreciaba bien lo mucho que amaba y admiraba a la autora de sus días, y ella se limitó a secundarlo.
—Mi madre es una mujer muy buena. A su lado no toparás jamás con una suegra intransigente. Está muy contenta, ¿sabes? Ella no ignoraba lo mucho que te amaba, y cuando le di la noticia de nuestro noviazgo, me abrazó y se echó a llorar como una niña. Los tres seremos muy felices en el hogar tranquilo. Ya lo verás.
Por primera vez se asustó un poco. Intuía que su vida en el futuro iba a ser un continuo sufrimiento. Un fingir constantemente, un doblegarse, sometiéndose a duras pruebas.
Y le molestaba que Pedro fuera así, sencillo, honrado, franco. Y aún le molestaba más que Rita, su madre, desease verla.
Pero fue. Rita, desde el fondo de su sillón, la contempló con arrobo, admiración y ternura. Ella, Elena, se consideró súbitamente menguada, como si se creyese insignificante, pequeña, y hasta falsa y perversa, entre aquella franqueza desbordante.
—Eres más bonita, infinitamente más de lo que yo imaginé.
La besaba.
Y sentía los ojos de Pedro fijos en ella como una callada admiración.
«Me ama demasiado —pensó aturdida—. Me asusta ese amor. Por primera vez me siento responsable de la felicidad de este hombre. ¿Tengo derecho a engañarle? Mi proceder es vil. Y esta mujer… Esta mujer de bondadosos ojos con quien he de convivir en el futuro… No soy buena, porque pese a lo que pienso con respecto a ellos dos, no retrocederé. Sabré fingir. ¿No se casan otros miles de mujeres en las mismas circunstancias que yo?»
—La última vez que te vi —seguía diciendo la anciana, con suave acento—, vestida de uniforme de colegiala; tendrías quince años tal vez. ¿Cuántos tienes ahora?
—Hago veinte dentro de dos meses.
—¡Cómo pasa el tiempo! Aún recuerdo cuando desde la ventana de mi cuarto te vi salir del patio de la barriada con el traje de primera comunión. Hace muchos años —añadió con resignada amargura— que no salgo de casa. Me paso los días postrada en este sillón, y cuando camino por la casa ha de ser apoyada en un bastón —sonrió como dándose ánimos a sí misma—. No os daré mucho la lata. Tal vez me muera pronto. Pero quisiera antes de morir conocer un nieto…
Se estremeció. ¡Un nieto! Un nieto significaba vivir con Pedro, compartir su intimidad. Y no concebía la intimidad con aquel hombre. Era absurda y ella misma se calificó de tal, doblegando los locos pensamientos que la agitaban en aquel instante.
Pedro estaba de pie a su lado, y su mano caía posesiva de su hombro. Oprimió éste de modo íntimo, y dijo, refiriéndose a su madre:
—No digas eso, mamá. No has de conocer sólo uno —rió con ternura mirando a la joven—: tendremos varios hijos, ya verás.
Respiró tranquila cuando se vio con él en la calle. El hogar de Pedro tenía una extraña atracción. Y Rita era una anciana de ojos bondadosos, y Pedro un hombre confiado y bueno…. y ella, ella…
Sintió los dedos protectores de Pedro en su brazo y se estremeció imperceptiblemente.
—¿Qué te pasa?
—¿Me… me pasa algo?
—Te has estremecido: ¿tienes frío?
—Al salir de tu casa y encontrarme con la noche —mintió— sentí frío, sí.
—¿Qué te pareció mi madre?
—Encantadora —y esta vez era sincera.
—Ha sido —pensó él en voz alta— la gran compañera de mi vida, consejera… He pasado a su lado fatigas, alegrías y penas… Venero a mi madre, Elen. La venero mucho —añadió pensativamente—. Ella, y ahora tú, sois únicamente las dos únicas satisfacciones de mi vida.
Llegaban al portal de la casa de Elena. Y como todas las noches, la llevó al rincón oculto entre las puertas, y la apretó en sus brazos. Elena ya conocía sus labios y sus manos, que al acariciar ponían en ella un extraño adormecimiento. Y sus besos eran hondos, interminables. Besos que no se podían olvidar fácilmente.
—Me amas —reprochó él, bajo—, y a veces, casi siempre, cuando te beso, me da la sensación de que toleras, admites incluso, pero no sientes.
Ella, como tantas veces, se disculpaba con su inexperiencia y Pedro admitía fascinado la disculpa. Así un día y otro, hasta que llegó la mañana de la boda…
* * *
En la barriada había una cafetería, especie de salón para bodas y bautizos. Allí se celebró el banquete de la boda de Elena y Pedro. Había muchos invitados. Los compañeros de oficina de Elena. Los empleados del taller, amigos, conocidos, vecinos… Fue, en verdad, la boda más espléndida celebrada en el barrio obrero. Ella, la novia, lucía bellísima; él, serio, muy en su papel de hombre sesudo que sabe lo que va a pasar.
Y Anita, en un rincón, contemplando pensativa y triste la ceremonia. Todo se efectuó dentro de la normalidad habitual, y cuando se inició el banquete, Elena se acercó a ella y le dijo:
—Voy a cambiarme de ropa… ¿Me acompañas, Anitita?
La siguió sin responder. Pedro les atravesó el camino. Anita observó en sus oscuros ojos el gran amor que aquella muchacha le inspiraba, y notó asimismo el parpadeo de Elena. Se asustó. Ella conocía a Elena. Y supo desde aquel instante que no amaba a su marido.
—Nos iremos de viaje en seguida —dijo Pedro, deteniendo así los pensamientos de Anita—. Yo también iré a cambiarme de traje. Pero aún tengo que atender esto una hora más. Tú, cariño, descansa una o dos horas. Anita te acompañará.
—Gracias, Pedro.
Éste miró a Anita.
—Cuídamela, Anita Es… lo más grande de mi vida.
Ni una ni otra respondieron. Pedro se inclinó hacia la que ya era su esposa, y le dijo con indescriptible ternura:
—Estás pálida, amor mío.
—Estoy… cansada.
—Lo comprendo.
Se alejaron. El quedó allí con los ojos fijos en la esbelta silueta vestida de blanco, que atravesaba el salón y se perdía en el interior del portal fronterizo. El gran amor de su vida. La quiso desde que era una niñita. Aún recordaba cuando la vio llegar sin sus rubias coletas. Se las había cortado aquella tarde… ¿Cuánto tiempo transcurrido desde entonces? Años, muchos, ya. Siguió día a día las evoluciones de Elena. Cuando se puso las primeras medias, cuando dejó el pensionado, cuando estrenó los primeros zapatos de tacón, más tarde, cuando la vio asistir a una fiesta.
Recordó haber bailado con ella. Él ya era un hombre con múltiples ocupaciones. Empezaban a salirle canas prematuras. No se atrevió a decirle nada y continuó amándola en silencio.
Y recordó también cuando la vio llegar con su primer acompañante. Todas sus esperanzas por tierra. El primer fracaso y el gran dolor que reunió solo durante semanas y meses. Más tarde se atrevió a hablar… Y aquel anhelo infinito era ya suyo. Iba a poseer a Elena. ¡A Elena! Le pareció imposible y era bien cierto. Una agitación le invadió. Un algo que latía en su corazón y brillaba en sus ojos.
—¿En qué piensas, muchacho?
Se volvió como cogido en falta.
—¡Ah, es usted! —le agarró del brazo.
Por eso propuso a Tomás hacerse cargo de su taller. Sabía que el padre de Elena trabajaba mucho y ganaba poco. Quiso ayudarle, no por él sino por Elena. Apreciaba a Tomás y a Eugenia. Eran en el barrio obrero ejemplo de honradez y amor. Así deseaba ser él con Elena. Y también como ellos, se sacrificaría por los hijos y haría de ellos seres cultos, honrados, sanos… Pensó en el hogar feliz junto a Elena. Una súbita ternura le invadió.
—¿Y Elena? —le preguntó Tomás.
—Ha ido a cambiarse.
—Aún no sé el lugar elegido para vuestro viaje de novios.
Pedro se echó a reír. Sí, hasta sabía reír. Y reía. Y Tomás pensó: «Cuánto hace el amor en la vida y en el carácter de un hombre.» Aquél había cambiado. No había adustez en su rustro, y sus ojos sonreían y la boca, que siempre se mantuvo cerrada, se abría con amplitud y hablaba, era una boca humana y comprensiva.
—Tampoco yo lo sé —dijo alegre—. Iremos a la aventura.
—¿En tu coche?
—Desde luego. Donde Elena quiera detenerse nos detendremos. Dejo el taller en su poder, Tomás.
—Vete sin miedo. Lo atenderé bien.
—Lo sé. Y quiero decirle, Tomás, que haré feliz a su hija. La quiero demasiado.
—Nunca se quiere demasiado a una mujer. Sé que la harás feliz.
—Elena merece todas las venturas de este mundo.
—Como toda mujer que es bien amada.
Les rodearon un grupo de invitados. Hubieron de brindar. Pedro lo hacía con el mismo entusiasmo que los demás.
Cuando pudo escabullirse lo hizo. Atravesó la calle. Entró en la casa de Elena. Sentía voces que llegaban de la alcoba de su novia. De súbito se detuvo como paralizado. Tensa palidez cubrió su semblante. Como sonámbulo siguió avanzando… El llanto de Elena se mezclaba con frases entrecortadas. Se detuvo junto a la puerta. Sólo tenía que empujarla para hacer acto de presencia. Pero no la empujó.
Quiso saber. Sí, con morboso placer, se enteraba… de la gran desventura.
* * *
—Pero, Elena…
—Ya lo sabes.
—Es… terrible, Elen. Lo sabía, pero aún me quedaba alguna esperanza. Pedro es un hombre digno de ser amado. ¿Por qué no habrías de amarlo tú?
Crujió el lecho. Pedro la imaginó derrumbada sobre la cama, con el rostro sujeto entre las manos.
—Mi amor es de Alejandro, tú bien lo sabes.
—¡Elen!
—Sí, sí. ¿Por qué he de continuar fingiendo contigo? Bastante tengo que fingir con él —su voz se enronqueció de repente—. Sus besos. Sus malditos besos. Anita, su fogosidad, su ternura…, todo me abruma. No soy buena, lo sé; pero…
—Tenías que casarte antes que Alejandro.
—Sí —casi gritó—. Eso era lo que tenía que hacer. Y lo hice. No estoy arrepentida. Si hubiera que volver a repetirlo lo haría sin titubear. ¿Te das cuenta?
—Me doy cuenta —dijo la voz ahogada de Anita— de que has cometido una atrocidad. Pedro no merecía esto, ya te lo dije aun sin saber lo que sentías. ¿Por qué no has seguido callándotelo? Yo no quisiera saberlo. Preferiría seguir ignorándolo… Me aterras, Elena.
—No pensaba decirte nada. Pero los hechos se precipitan. ¿Te das cuenta? Soy la esposa de Pedro, su mujer, cielo santo. Y la sola idea de vivir junto a él, de ser suya…
Pedro oyó un gemido. Apretó los labios. Ya no era palidez lo que cubría su cara, sino rubor, un rubor que era, sin duda, la primera y más dolorosa humillación de su vida. Con un esfuerzo sobrehumano de voluntad, continuó firme al otro lado de la puerta, oyendo cómo su vida, sus esperanzas, sus tocos anhelos de hombre se derrumbaban.
—Es tu obligación. Elena.
—Una obligación —replicó ésta con amargo acento— que me será muy penosa… ¿Te das cuenta, Anita? Tendré que soportar sus besos, sus transportes de ternura… ¡Dios mío!
—Me asustas, Elen. Tu dignidad ofendida llegó demasiado lejos, y lo peor de todo es que haces de un hombre honrado, responsable inocente de tu humillación. ¿Has pensado en que Pedro no es merecedor de tu engaño?
—Antes morir —exclamó con ardor— que Alejandro se mofara de mí. Yo —añadió sofocada— supe antes que nadie que se casaba. Me lo dijo él mismo.
—¡Elen!
—Sí, sí, fue cuando yo decidí aceptar a Pedro, e hice todo lo posible porque éste me lo propusiera.
—¿Y eso es honrado?
—Antes que Pedro y que todo era mi dignidad ofendida.
—¡Tu dignidad!… —respondió Anita—. ¿Por qué haces alarde de una cosa de la cual careces? ¿Crees tú que es dignidad de mujer engañar a un hombre? ¿A un hombre como Pedro?
—¿Y qué tiene Pedro más que otro cualquiera? —Y con ira—: Yo fui engañada por un hombre. ¿Se apiadó éste de mí?
—Pedro no es responsable de lo que te haya hecho otro.
—Para mí es suficiente el hecho de que sea un hombre.
Hubo un silencio. Pedro tenía la mano en el pomo. Una mano blanca, crispada a causa del esfuerzo que estaba realizando. Por un instante sintió el deseo casi incontenible de entrar y matarla. Si, apretar su cuello. Apretar y apretar hasta destruirlo como ella, sin piedad, destruía su vida. Aquella vida que él soñó junto a ella.
—Me das mucha pena, Elen, pero aún me compadezco más a Pedro.
Elena lloraba. Era un llanto intenso, doloroso, como gemidos arrancados del fondo de su mismo corazón. Como alaridos incontenibles.
—Compadéceme a mí —dijo entrecortadamente—. Tú no sabes lo que es vivir junto a un hombre que te ama, que te besa…. y has de soportar sus caricias y sus besos, que son como fuego en mis labios.
—Cállate, Elen.
—¡Callarme! He venido haciéndolo desde que soy su novia. Y cuando él me besaba, yo sentía rabia, y luego, a solas, cuando estaba en mi alcoba, me restregaba la boca, pretendiendo borrar el sabor que él me había dejado…
—Y nunca lo has conseguido.
—No, nunca… Por eso le detesto. Le detesto con todas las fuerzas de mi corazón.
—¡Cállate, Elen!
—Le odiaré mientras viva.
—Elen, eres injusta. Yo le admiro por lo mucho que te quiere.
—Odio su amor —casi gritó—. Le odio y le odiaré siempre.
La puerta cedió. Ambas, asustadas, se volvieron hacia ella. Pedro estaba allí. Firme, quieto, sin nervios. Parecía una estatua.
Elena dio un sallo. Se tambaleó.
—Pedro…
Él, sin dejar de mirarla, dijo, refiriéndose a Anita:
—Por favor, sal un instante.
—Sí. Pedro —dijo Anita con un hilo de voz.
Capítulo 7
Aún vestía el traje de novia, que sobre su cuerpo parecía una burla, algo incongruente. Derrumbóse sobre el borde del lecho, bajo los ojos quietos de Pedro. Era aquel hombre que la miraba, el dueño del taller de antaño. Aquel ser adusto, silencioso, frío… Y Elena tuvo miedo de aquella mirada.
—Ya lo sabes. Pedro —dijo con un hilo de voz—, lo has oído todo.
—Sí.
—Pues no te quedes tan callado y escúpeme a la cara.
Una indefinible sonrisa curvó los labios del hombre.
—No acostumbro hacer una cosa así a una mujer. Siempre las he respetado y tenido en el más alto concepto.
—Yo no soy merecedora de tu consideración.
—No.
—¿Es eso lo único que tienes que decirme?
—Tendría mucho que decirte —replicó con una voz velada que ella desconocía en él—. Pero no pienso decirte nada.
—¿Es ésa tu venganza?
Él volvió a esbozar una sonrisa que no llegó a los ojos.
—Una vez te pedí lealtad. Prometiste dármela. Te creí. También te dije que no te perdonaría una deslealtad.
—Y he sido desleal.
—Mucho.
Lo dijo con firmeza y Elena se estremeció. Prefería la ira, el pesar, e incluso una bofetada, antes que aquella mirada helada y aquella voz que parecía bailar en la superficie, como si no saliera de un cuerpo humano. Comprendió en aquel instante el mucho daño que le había hecho, y con intenso anhelo deseó desvanecerlo.
—Pedro —empezó—, yo creo que… —tartamudeó—, que… —se puso en pie—. ¡No me mires así! —gritó, excitándose por momentos.
Él no respondió.
—Pedro… —susurró, retorciéndose nerviosamente una mano contra la otra—. Yo…
—Descansa, Elena. Lo necesitas.
—Voy… a cambiarme de traje.
—No te apures. Hazlo todo con calma —Y con brusquedad, al tiempo de dar la vuelta y dirigirse hacia la puerta—: No iremos de viaje.
Ella se estremeció de pies a cabeza.
—¿Qué dices?
—Que no habrá viaje.
—No… no pretenderás que pasemos… en el barrio… nuestra luna de miel.
Ya estaba junto a la puerta. La abría con presteza.
—No habrá luna de miel —dijo.
Y salió.
Elena quedóse de pie junto a la cama. Mordía nerviosamente el pañuelo de encaje y sus ojos parecían espantados, fijos en el hueco de la puerta que él había dejado libre.
Así la encontró Anita minutos después.
—Elena.
Esta la miró como ausente.
—Elena…
Seguía mirándola y eran sus ojos diferentes.
—Elena…. ¿quieres reaccionar al fin? ¿Qué te dijo?
La recién casada se dejó caer en el lecho. Con la cara vuelta hacia el techo quedóse inmóvil, como si en vez de ser de carne y hueso, fuera de piedra. Anita inclinóse hacia ella y susurró:
—¿Qué te dijo?
—Nada.
—¿Nada?
—No me reprochó, no me pegó, no me escupió —se sentó de golpe. Ocultó la cara entre las manos y gimió—: Y lo merecía, ¿verdad que lo merecía, Anita?
—Sí, Elen, lo merecías.
—Y se limitó a mirarme, pero era su mirada como una acusación, peor mil veces que una bofetada, Anita —lloró con desconsuelo—. He sido una loca. He sido injusta. ¿Verdad que lo he sido?
—Sí. Elen. Lo has sido. Pero no te juzgues así. Ahora no tiene remedio.
—¿Y qué debo hacer? Dime, ¿qué tengo que hacer?
—Esperar.
—No iremos de viaje, ¿sabes?
—¿No? —se espantó—. ¿Y qué va a ocurrir?
—No lo sé.
* * *
No ocurrió nada extraordinario, excepto que el viaje no se realizó. A las siete de la tarde. Elena y Anita entraron en el salón donde los invitados continuaban divirtiéndose. Él estaba allí. Al verlas se aproximó. Era su cara como una máscara y Elena se asombró observando lo que en unos instantes puede cambiar la expresión de unos ojos y una boca humana. Pedro no parecía de carne, sino de piedra. Algo inmóvil e insensible que miraba sin ver y sonreía sin sonreír.
—Estarás cansada —dijo él—; será mejor que te retires a casa. Despídete de tus padres y que Anita te acompañe. Mamá está sola.
Así, con naturalidad. Y Anita pensó que existían hombres más terribles bajo su capa de indiferencia que furiosos por la ira. Aquél era de los primeros y vaticinó para Elena grandes y terribles humillaciones.
Observó que Elena daba la vuelta en redondo y se dirigía a sus padres. Observó asimismo cómo él la seguía con los ojos. Unos ojos de mirada indefinida, en el fondo de cuyas pupilas ella leyó, o quiso leer, una profunda pena.
—Pedro… —dijo bajo.
Se volvió. La miró primero como si no la reconociera. Luego esbozó una sonrisa.
—¿Qué?
—Si yo te dijera…
—Nada.
—Pues quisiera decirte…
—Nada —cortó—, nada, Anita.
—Ten en cuenta que Elen es muy joven.
—También tú lo eres.
—Yo he vivido más en contacto con los sufrimientos, Pedro.
—Dejemos eso, Anita.
—Permíteme…
—Nada.
Y se alejó. Le siguió. Se acercaba el grupo formado por Elena y sus padres.
En aquel momento decía Tomás:
—Supongo que os marcharéis en seguida.
Elena parpadeó. Tras ella dijo la voz de Pedro:
—Hemos cambiado de parecer… No saldremos de viaje.
Lo contemplaron con extrañeza.
—¿Por qué?
—He recibido unos encargos. Merecen toda mi atención —y volviéndose a Elena—: Vete, Elena, tienes aspecto de cansada.
Anita notó que Elena iba a gritar. Notó asimismo que iba a dar un espectáculo en plena fiesta, y se apresuró a tomarla del brazo. Elena la miró reaccionando.
—Vamos, Elen. Pedro se nos unirá después.
Besó a sus padres. Lloraba. Pedro se alejó a paso largo.
—Hasta mañana, papá.
—Hasta mañana, hijita.
La abrazaban estrechamente, con emoción.
Anita vio a Pedro al otro extremo del salón contemplar la escena con rara y reconcentrada expresión.
«Un hombre destrozado —pensó—. Un hombre que minutos antes era feliz y ahora se considera un fracasado.»
Y con pesar siguió pensando:
«Así es la felicidad. Algo tenue, que va y viene con evoluciones de loca. Algo que palpamos hoy, y huye mañana.»
Tomás y Eugenia se miraron. Elena y Anita salían del salón.
—¿No lo encuentras raro, Eugenia?
—Sí.
—Pedro sigue allí. Míralo.
—Lo vengo mirando desde hace una hora. Parece que le han propinado un mazazo y aún no salió del desvanecimiento.
—¿Qué pudo ocurrir?
—Tal vez son figuraciones nuestras, Tomás.
—Sí, tal vez.
Pero no quedó convencido, si bien tampoco hizo mención de ello.
En el piso de Pedro, entraron silenciosas las dos amigas. Rita las recibió con alborozo, con intima emoción, que se expresaba en los ojos llenos de lágrimas. Besó a Elena. Le pasó un brazo por los hombros y con gran alarma de Anita, su amiga se arrodilló al lado de la anciana, puso la cabeza en el regazo de ésta y empezó a llorar, como si sus ojos fueran surtidores.
—Querida —decía la anciana—. Querida mía, han sido demasiadas emociones en un solo día.
Anita continuó mirando. Elena cesaba poco a poco de llorar.
—Os iréis de viaje en seguida.
—No. Nos quedamos a su lado.
—¿Os quedáis? ¡Dios os bendiga!
—Ven, hijo. Has tardado mucho.
—Los invitados. ¿Y Elen?
—Le dije que se retirara a descansar. Han sido demasiadas emociones para un solo día.
—Sí.
Se sentó junto a ella. Encendió un cigarrillo.
—Pedro.
—Dime, mamá.
—Te encuentro extraño.
—¿Extraño? —y esbozó una leve sonrisa.
Ella, su madre, no tenía la culpa de nada. Era, entre todas las mujeres, quizá la única buena.
—Estás pálido y no pareces contento.
Nunca tuvo secretos para ella. Pero aquello era demasiado doloroso… No lo sabría nunca. Era muy mayor para compartir su amargura.
—Estoy contento, mamá… ¿Qué habitación ocupa Elena?
—La que tú le has destinado. La nueva.
—Ya.
Pensó en la suya. En la que siempre descansó pensando en ella. La noche anterior se había despedido de sus paredes, de sus objetos personales. Volvería a ella. Seguiría como si aún continuase admirándola a través de la ventana.
—Pedro…
—Dime, mamá.
—Decididamente, te encuentro extraño.
Se puso en pie y la besó.
—Estoy rendido, eso es lo que estoy.
Juana le decía la mañana siguiente a la anciana:
—Pedro durmió en su alcoba de soltero.
Rita se estremeció.
—¿Sí?
—Sí, señora. Me extrañó, por eso se lo digo.
—Arréglala, y cuando se levante Elena nos pones el desayuno a las dos. Pedro se fue al trabajo muy de mañana.
—Qué raros los novios de hoy —comentó Juana—. Al otro día de casados reanudan su vida como si tal cosa.
—Deja tus comentarios y trabaja.
—Sí, señora.
Se quedó sola y pensativa. Era muy raro aquello.
Apareció Elena en la salita. Venia recién bañada, envuelta en la bata de casa. ¡Estaba muy bonita bajo aquella densa palidez!
—Buenos días.
—Ven, querida —la contempló por encima de los lentes—. ¿No estás muy pálida?
—Tal vez.
No supo por qué, pero lo cierto es que no se atrevió a preguntarle por qué Pedro había dormido en su alcoba.
—¿Desayunamos juntas?
—Bueno. Luego iré a casa de mis padres. Pedro… ha salido muy temprano, ¿verdad?
—Sí.
Todo parecía natural, pero Rita veía que no lo era. No podía serlo, si bien no pensaba hacer comentarios al respecto. Hablaron de muchas cosas sin importancia. Luego Elena fue a vestirse y apareció de nuevo.
—Voy a ver a mamá.
Rita pensó: «En mis tiempos todo era diferente. Una recién casada no salía de casa al día siguiente de su boda por nada del mundo. Pero esta juventud de hoy…»
Elena la besó y ella la siguió con la mirada.
A la una y media entró Pedro. Venía como siempre, manchado de grasa y con los cabellos en desorden.
—Hijo, qué poco cuidadoso. ¿Qué diría Elena si te ve así?
—No soy nada nuevo para Elena, mamá. Me ha visto de todas las maneras. ¿Dónde está?
—Ha ido a ver a su madre. ¿Sabes, Pedro? Yo estaba pensando que antes los matrimonios eran diferentes.
—Todo evoluciona con el tiempo, mamá —dijo despreocupado, y sin transición—: ¿Dónde está el periódico?
—¿Vas a leer?
—¿Por qué no?
—Yo qué sé.
Un silencio. Pedro salió y regresó minutos después con las manos limpias, peinado y aseado y con el diario en la mano. Se hundió en un sillón junto a su madre y desplegó el periódico.
—Pedro…
—Dime —preguntó sin que su rostro apareciera, pues seguía oculto tras el periódico.
—Juana se extrañó de que durmieras en tu alcoba de soltero.
Las facciones ocultas se contrajeron.
La voz sonó normal:
—No os metáis en esas cosas, mamá, y prohíbe a Juana que haga comentarios —y con malicia, que satisfizo la curiosidad de la anciana—: Elena y yo somos un matrimonio moderno… Nos unimos cuando lo deseamos.
—Ya.
Se oyeron voces en el vestíbulo.
—Es Elena —dijo Rita con acento feliz.
Pedro plegó el periódico, lo tiró sobre una butaca y salió de la salita a paso largo.
Se quedaron frente a frente en medio del pasillo.
—Pedro… —susurró ella, tartamudeando.
—Vamos a tu alcoba —cortó él—. Quiero hablarte.
Se hallaba ante él, tímida, sumisa, tal vez violenta.
—No deseo que mi madre se entere de ciertas cosas —dijo breve.
—Pedro…
—Déjame continuar.
—Antes permíteme decirte…
—No.
—No se condena a una esposa, sin permitirle una explicación.
—¿Quieres que me ría, Elena? —exclamó fríamente—. ¿Qué explicación puedes dar tú después de haberte oído?
—En un instante, una puede cambiar de parecer.
—No deseo tu volubilidad.
—Al menos…
—Cállate, Elena. No hagas más violento mi fracaso. Yo no me llamo Alejandro, ni soy un muñeco. Soy un hombre. Lástima que todo lo que oí después de mi boda no haya sido antes.
—Me hubieras dejado plantada.
—Sí —afirmó rotundo—. Tendría valor para dejarte ante el altar. Ello te demuestra de la forma que me has herido. Pero puesto que no tiene remedio, y que nos pertenecemos (de la manera que nos pertenecemos) —añadió mordaz— hasta el fin de nuestra vida, pretendo que mi madre viva en la creencia de que somos felices. Mi madre y tus padres. Todos. Nadie tiene la culpa de tus errores.
Se dirigía a la puerta.
—¿Adónde vas?
—A leer el periódico. No tengo más que decirte.
Y salió.
Días después, Anita visitó a su amiga, y ésta, sollozando, derrumbada en la cama, le decía:
—Es como una piedra.
—Elen, no seas injusta. Le has herido en lo más vivo. Y Pedro es un hombre de veras. No se parece en nada al muñeco de Alejandro. ¿Sabes que éste se casa dentro de unos días?
Elena alzóse de hombros. Una patética mueca curvaba sus labios.
—Si te dijera lo que siento, te burlarías de mí.
Anita negó una y otra vez con la cabeza. En voz alta dijo:
—No me burlé de ti en ningún momento. Y menos ahora que observo que de una humillación pasajera has hecho el drama de tu vida.
Elena quitóse las manos de la cara y se quedó mirando a Anita con expresión desalentada.
—No me importa que Alejandro se case, ni que me pasee a la esposa diariamente bajo mi ventana. Cuando hace seis días, Pedro apareció en la puerta de la alcoba de mi casa, mis sentimientos sufrieron un rudo cambio.
—¡Elen!
—Sí. ¡Para qué vamos a engañarnos! Me bastó aquel instante y seis días más para sentir en lo más hondo el silencio, la negación de la persona que debiera de ser mía y es más que un extraño para mí.
—No querrás culpar a Pedro de lo que tú misma destruiste —apuntó Anita quedamente.
—No lo pretendo —y con desesperación—: Estoy enamorada de Pedro, ¿sabes? Y no me creas una embustera, porque me ofenderías. Fue en aquel instante, al verlo en la puerta, mirándome con aquellos ojos, al perderlo, porque en su mirada lo advertí, cuando me di cuenta que su pérdida era para mi peor que la muerte.
Se hablaban ambas en la alcoba de Elena. Anita se dejó caer en el borde de la cama sin dejar de contemplar a su amiga con expresión escrutadora. La creía. En los ojos de Elena había desesperación y en la boca sinceridad y tal patetismo en todo el semblante, que Anita no pudo por menos de exclamar.
—Cuando me hablaste el día de tu boda, estabas enamorada de Alejandro. Sólo el despecho te llevó a Pedro. Dime, Elen, tú no eres voluble. ¿Cómo es posible que tus sentimientos hayan cambiado tan rápidamente?
Elena cayó en el borde de una butaca y juntó las manos con desesperación.
—No sé explicarlo —confesó con acento entrecortado—. Ocurrió de modo brusco, sin que yo misma me diera cuenta, ¿no me crees?
Anita la creía y se lo dijo así, afirmando con la cabeza y al tiempo de decir bajísimo, como para sí misma:
—Con frecuencia ocurre así. Tenemos el amor de un hombre y no le damos importancia hasta que lo perdemos. Y es entonces cuando comprendemos que nuestra razón de vivir dependía de aquel amor cuyo interés nos fue nulo durante un tiempo indeterminado.
—Sí, eso me sucedió a mí.
—¿Quieres un consejo?
—Lo necesito.
—Todo eso que me has dicho a mí, díselo a Pedro.
Elena fue poco a poco poniéndose en pie, hasta quedar erguida y temblorosa ante su amiga.
—Elena —exclamó ésta—. ¿Por qué me miras así?
—¡Dios mío, Anita! ¿Cómo puedes aconsejarme eso, tú que conoces un poco a Pedro?
—Él te ama.
—Me amaba, querida. No hables en presente, habla en pasado, porque es así como acertarás.
—Los hombres como Pedro, cuando aman de veras no olvidan fácilmente.
—El daño que le hice lo hirió en lo más vivo. Además, no podría soportar la ironía de Pedro, en el supuesto de que yo hablara.
—Pues mi consejo sigue siendo el mismo. Pedro es un hombre comprensivo y te comprendería.
—Me violenta pensar que pueda escucharme.
—Has de arriesgarte.
Elena no respondió. Dejóse de nuevo caer en el borde de la butaca y se quedó inmóvil, contemplando el suelo.
—Elen, ¿en qué piensas?
—En él, en su amor —susurró con amargura—. En sus besos, que hoy son el gran anhelo de mi vida.
—¿No ha vuelto a besarte?
Elena miró extrañada.
—¿Besarme? Ni siquiera me toma la mano. Y lo peor de todo es su naturalidad para tratarme. Me habla con naturalidad, de tal modo que nadie puede sospechar nada.
—Aún ignoro lo que ocurrió el día de la boda, cuando él llegó a casa.
—No lo vi.
Anita se extrañó.
—¿Que no lo viste?
—No lo vi. Juana, la criada, arregló mi cuarto, se hizo cargo de mis maletas. Yo me senté en el borde de la cama y allí estuve esperando oír abrirse la puerta. Esperaba sus reproches, sus insultos… No ocurrió nada. Muy tarde, hallándome como anonadada, sentí cómo se abría la puerta de la calle. Esperé con los nervios destrozados. Oí voces en la salita. Supuse que saludaría a su madre y que a renglón seguido vendría a nuestro cuarto. Al fin sentí sus pasos. El corazón empezó a saltarme. Te juro que si abre en aquel momento, casi le habría pedido perdón.
—Era tu deber.
—Y mi deseo. Algo se tergiversaba dentro de mí. Entonces creí que sería la humillación de él, de la cual era responsable, pero no. Eran mis propios sentimientos que cambiaban…
—Sigue. ¿Entró en vuestra alcoba?
—Pasó de largo.
—¿Sin una explicación?
—Sin nada.
—¿Y al día siguiente?
—No dormí, y cuando me levanté, con intención de provocar yo una explicación, él ya se había marchado.
—¿Y después?
—Fui a casa de mis padres. Mamá se extrañó de que no hiciéramos viaje de novios. Le di una excusa.
—¿No le dijiste a tu madre nada de lo ocurrido?
—No se lo diré nunca.
—Pero ella, dada vuestra actitud, puede sospechar.
—Si sospecha será igual, porque nada me dirá. Además, ya te he dicho que la actitud de Pedro es normal.
—¿Es que te demuestra amor delante de su madre y tus padres?
—No. Pero dado su carácter, y que nadie desconoce su adustez, cabe suponer que todo es normal entre nosotros.
—Pero tú sabes que no es así.
—Naturalmente. Pedro, enamorado, es el hombre más maravilloso del mundo. No puedo olvidar fácilmente sus besos, sus miradas, sus susurros…
—No me extraña. Tengo que marchar —dijo Anita poniéndose en pie—. Mi consejo ya sabes cuál es. Yo, en tu lugar, volcaría mi corazón y después de él dependería la felicidad de vuestra unión. ¿Nunca salís juntos?
—Nunca —confesó desalentada—. Me trata como si hiciese veinte años que estamos casados y tuviéramos nietos.
—Reconozco que has hecho mal, pero el castigo es demasiado.
—Es tan duro como una roca, ya te lo dije —murmuró entre sollozos—. Si aún me reprochara algo… Pero no, es demasiado orgulloso para humillarse ni siquiera por medio de un reproche. Sale solo. Se entretiene por ahí. Va más descuidado que nunca. Yo le preparo la ropa, él no se la pone… es una terrible cruz la mía, Anita.
—Hemos de reconocer que tú la buscaste, pero, repito, el castigo es superior al delito cometido —hizo una rápida transición y consultó el reloj—. Tengo que dejarte. Dentro de unos días volveré por aquí y si todo se soluciona satisfactoriamente, llámame a la oficina.
—Lo haré. Pero no tengo esperanzas de que se arregle nada.
—¿Y Elena?
—En la alcoba. ¿Cómo has tardado tanto?
Pedro había menguado de peso, estaba pálido y ojeroso. Diríase que llevaba varias noches sin dormir e incluso sin comer. Se sentó frente a su madre y encendió un cigarrillo.
—Estuve en la peña motorista con unos amigos.
—Elena no quiso cenar sin ti.
Una indefinible mueca curvó los labios de Pedro. Se puso en pie.
—Iré a llamarla.
—Oye, Pedro.
Este detuvo sus pasos, pero no se movió. Sin volverse, preguntó:
—¿Qué, mamá?
—Os encuentro extraños a los dos. Tú estás delgado. Pareces siempre preocupado y apenas si te detienes en casa. Diríase que huyes de la intimidad del hogar. Ella, Elena parece sonámbula… También bajó de peso, está pálida y me da la impresión de que vive como suspendida en el aire, muy lejos de todo cuanto la rodea. Y hace sólo un mes que os habéis casado, hijo. ¿Es que no os amáis?
—Son figuraciones tuyas, mamá.
Y salió sin dar más explicaciones, dejando a su madre más preocupada aún.
Atravesó el pasillo. Llamó con los nudillos en la puerta de aquella alcoba que nunca había traspasado desde que la ocupara Elena y que él había amueblado con tanta ilusión.
—¿Puedo pasar, Elena? —preguntó con acento sereno.
Se abrió la puerta y apareció la joven. Se miraron con expresión reconcentrada. El sintió un loco golpetazo en el corazón. Ella se sintió turbada.
—¿Puedo pasar?
—Pasa.
Y le franqueó la entrada.
Pedro pasó y lo observó todo con rápida mirada. La alcoba tomaba un gusto distinto.
Las ropas intimas de la esposa se hallaran esparcidas por la cama. Aquellas ropas que él mismo vio y que le produjeron un cosquilleo de rara excitación en la sangre. Ella nada notó en él. Diríase que Pedro estaba allí todos los días y cada instante.
—¿Qué deseas, Pedro? —le preguntó con voz tranquila.
—Mamá dice que no has cenado aún.
—No.
—¿Por qué?
—Esperaba que llegases tú.
—No me esperes nunca. No merece la pena.
—Pedro, yo…
—Sigue.
—Mientras me mires así, no voy a poder.
—No sé mirar de otra manera.
—¡Sabes!
Cortó con un breve ademán. Su voz sonó dura:
—No he venido aquí a discutir mis miradas.
—Yo… quiero decirte algo.
—Dilo.
—Te quiero.
Pedro la miró primero con ansiedad, después con burla y al fin se dejó caer en el borde de una butaca y empezó a reír como un loco. Era su risa nerviosa bronca como del hombre que desea ocultar su emoción por medio de carcajadas histéricas.
—¡Pedro! —reprochó.
El levantó la cabeza dejó de reír y comentó jocoso:
—Es regocijante.
—Pedro.
—Regocijante, querida mía.
—Estoy enamorada de ti.
—Una frase muy literaria —comentó burlón. Y poniéndose en pie añadió, al tiempo que se dirigía hacia la puerta—: Te espero en el comedor.
—No iré mientras no me escuches.
—Pues pierdes el tiempo y te debilitas —Y con dureza—: No te creeré nunca. ¿Es que aún no te has dado cuenta de que con mis sentimientos no juega una muñeca como tú?
Y salió, cerrando la puerta con seco golpe. Aquella noche, Elena no fue a cenar y nadie la reclamó. Lloró mucho, tendida como un fardo en la cama. Oyó, ya muy tarde, los pasos de él que avanzaban indiferentes junto a su puerta. Y cuando se levantó a la mañana siguiente, ya no estaba en casa.
Apareció en la salita cuando Rita devanaba una madeja de lana.
—Espera, mamá —dijo presurosa—. Yo le ayudo.
—Te lo agradezco, hijita. ¿Qué te parece esta lana?
—Es un gris bonito. ¿Qué vas a hacer?
—Un jersey para Pedro.
—¿Tú?
—¿Por qué no? Si tú quieres ayudarme…
—Me gustaría —dijo con un titubeo— hacerlo yo. Tú sigue con tu ganchillo.
El rostro de la anciana se iluminó.
—¿De veras lo harás tú?
—Sí.
—A Pedro le ilusionará.
No replicó.
Cuando Pedro regresó, a la hora de comer, Elena no estaba. Había ido a visitar a su madre.
—¿No sabes, querido? Elena va a tejer un jersey para ti.
Parpadeó.
—¿No te ilusiona?
—Desde luego, mamá.
Y se enfrascó en la lectura del periódico.
Capítulo 8
El tenía prisa. Comió y se fue. La encontró en la escalera. Llevaba el periódico doblado en la mano. Al verla se detuvo, lanzó sobre el bello rostro una mirada.
—Creí que te quedabas a comer con tus padres —dijo, deteniéndose.
Ella alzó los hombros. Vestía una falda de gruesa lana y un jersey blanco de estambre bajo la zamarra de ante. Llevaba un pañuelo en la cabeza y calzaba altos zapatos. Resultaba encantadora. La falda estrecha modelaba sus caderas de modo incitante. El la envolvió en una mirada que hizo a la joven ruborizarse. Iba a decirle algo. Lo presintió por el movimiento de sus labios, pero éstos se cerraron sobre el pitillo y quedaron sellados.
—Sin advertirte —dijo Elena con tenue acento— no me hubiera quedado allí.
—Ya —inició el paso—. Hasta luego.
—Por la tarde voy a salir de compras con mamá, si no tienes inconveniente.
—No lo tengo.
Dicho lo cual, siguió su camino.
Fue con su madre. Estuvo toda la tarde como ausente. Cuando Eugenia le pedía su parecer sobre esto o aquello, se limitaba a sonreír pálidamente.
—Pareces alelada, hija —comentó la madre cuando salían de un almacén. Y como Elena no contestaba, añadió—: Ya hemos terminado. ¿Merendamos en un sitio elegante? Hace años que no me considero una potentada.
—¿Te has considerado así alguna vez?
Eugenia sonrió.
—Recuerdo que una vez tu padre y yo echamos una cana al aire. Fue cuando tú hiciste la primera comunión. Nos tocó la lotería. Unas pesetas, ¿sabes? Creo que eran tres mil. Teníamos todas las necesidades cubiertas y decidimos gastar en nosotros aquellas pesetillas con las cuales no contábamos.
—¿Y qué hiciste? —se interesó la joven.
Era lo que Eugenia deseaba. Que se distrajera. Que tomara sabor a lo que ella decía. Intuía algo raro en el matrimonio de su hija. No era normal la actitud de ella, ni la de Pedro, ni aquel viaje que con tanta ilusión preparó Pedro y luego se suspendió de modo inopinado. Había hablado con Tomás respecto a ello, y ambos estaban de acuerdo, intuyendo una densa nube en la felicidad conyugal de Elena y Pedro.
Tomás aseguraba que si algo malo existía entre ellos, Pedro no tenía la culpa. Pedro, en el concepto de Tomás, era un gran hombre. En cambio, su hija era caprichosa e impulsiva y a él le constaba que había estado muy enamorada de aquel señoritingo llamado Alejandro.
—Pues muy poco —replicó, interrumpiendo sus pensamientos—. Con tres mil pesetas nunca se hizo mucho, ¿sabes? Salimos a merendar. Nos costó la cuarta parte de las tres mil pesetas. Cenamos fuera y fuimos a un baile.
—¡Mamá!
—Fue —dijo la madre, soñadora— como rejuvenecer otra vez —y con nostalgia—: No cabe duda que todos estos son seres felices.
Y miraba en tomo, contemplando el conjunto humano que merendaba en la sala de té.
—¿Por qué los consideras felices?
—Porque pueden pagarse sin temores sus caprichos.
—El dinero no hace la felicidad. ¿Cuántos de los que ves aquí enjoyados y elegantes darían toda su fortuna por un poco de la felicidad que tú disfrutas junto a papá?
—¿Tú crees?
—Estoy segura de ello. Ven, vamos a sentarnos en aquella mesa. Es la más discreta de todas.
Le vio al cruzar. Alejandro la miró con pasión. Ella no sintió excitación alguna. Ni temor, ni nostalgia. Era Alejandro un hombre que estaba muerto en su corazón. Él la saludó con un movimiento de cabeza. Apenas si correspondió al saludo.
—¿Quién era?
—Uno.
—¿Uno qué?
—Un hombre que conocí no sé dónde, mamá.
Su madre supo que era Alejandro y se percató de la mirada que el hombre clavó en su hija.
—¿Por qué no llamas a Pedro por teléfono? —preguntó Eugenia—. Ya cerrarían el taller.
—Sí, lo haré.
Se levantó. Eugenia observó que Alejandro la seguía con los ojos. A su lado había una elegante joven, a la cual no prestaba mucha atención. Elena surgió al instante.
—Vendrá en seguida —dijo.
Y procedió a tomar el té que le habían servido.
Vestía un traje oscuro y parecía más fuerte y vulgar que otras veces. Elena pensó en las frases de Anita. Pedro era un hombre vulgar en apariencia, pero de vulgar no tenía nada.
—Hola —saludó, sentándose frente a ella—. Salía del taller cuando me llamaste. Tomás no pudo venir, tiene pendiente un trabajo delicado. Hoy no irá a casa hasta las diez. Y por la noche tendrá que volver al taller.
Eugenia se asustó.
—Entonces tengo que irme. Tendré que hacerle la cena. Vosotros os quedáis, ¿verdad?
—Si Elena quiere…
—Bueno.
Era la primera vez desde que se casaron que se quedaban solos en un sitio público. Le satisfacía aquella soledad. Eugenia se fue y Pedro, al despedirla, vio a Alejandro. Una rara crispación curvó sus labios, pero no dijo nada. Cuando Eugenia se perdió tras la puerta encristalada. Pedro llevóse la jícara de té a los labios y miró a Elena por encima de ella.
—¿Te agrada este lugar?
—Sí.
—Tiene una vista excelente.
—¿Vista?
—A tu espalda —dijo, queriendo ser indiferente— tienes a tu adorador.
—¡Pedro!
—¿Para qué me has llamado? Te advierto que no soy hombre pacífico. Si me desmando le rompo la cara a ese petimetre.
—Pedro…
—Ya lo sabes —Y poniéndose en pie—: Vamos.
Lo siguió en silencio. Ella obró con sencillez. Si la interesara Alejandro, nunca hubiera llamado a Pedro. Pero Alejandro era para ella un pasaje pasado de moda. Algo que le causaba risa y llanto. Porque de no haber existido él, ella hubiera llegado a Pedro de otra manera. Sintió los dedos de Pedro en su brazo como garfios de hierro. Estaba segura de que aquella noche tendría las huellas amoratadas de los dedos de Pedro marcadas en su carne.
—Me haces daño —no pudo por menos que decir.
Él la miró con dureza. Llegaban a la calle, junto al auto.
La soltó.
—Sube, sube presto.
—Pedro, yo no tengo la culpa.
—Yo mucho menos. Y te advierto —añadió ante el volante— que soy endemoniadamente celoso.
—¿Celoso? —se maravilló, y con ternura—: Un hombre celoso ama.
—Por supuesto.
—Y si tú me amas a mí…
—¿Cuándo dejé de amarte?
Ella se atragantó. El auto corría por una calle cualquiera. No importaba cuál. Sólo importaba lo que decía Pedro.
—¿Me amas?
—Nunca dejé de amarte.
—Entonces…
La miró breve.
—¿Es que pensaste alguna vez que podría dejar de amarte?
—Tu actitud así lo demuestra —replicó con un hilo de voz.
—Yo no soy hombre que ame una vez cada día —dijo rotundo—. Amo una vez y para siempre.
—Pedro…
El cortó con un gesto y siguió diciendo con acento helado:
—El que te ame y no te perdone son dos cosas distintas —Y tras rápida transición, sin admitir réplica—: Vamos a casa y otra vez no me llames. Acudí por cortesía, porque estabas con tu madre.
—Eres… duro.
—Como tú me hiciste.
Empezó el frío del invierno. Nevaba en Madrid. El frío se hacía cada día más insoportable. No salía de casa. Una visita cada día a sus padres y luego a tejer en la salita, al pie del brasero junto a la anciana.
Pedro apenas si se detenía en casa. Hablaba poco. Se mostraba cada día más adusto.
Aquella noche, cuando los dos se hallaban en la salita junto a la anciana, Pedro leyendo el periódico, ella haciendo punto en el jersey gris. Rita dijo dulcemente, como siguiendo el curso de sus pensamientos:
—¡Qué falta hace en esta casa la alegría de un niño! —los miró. No notó el parpadeo de Elena ni el estremecimiento de Pedro—. ¿Es que no pensáis tener hijos?
—El tiempo lo dirá —cortó Pedro—. No depende de nosotros.
—¿No te gustan los niños, Elena, querida hijita?
La joven se estremeció.
—Sí —dijo con un hilo de voz.
—Pues hay que pensar en tenerlos.
Ni uno ni otro contestaron. Cuando Rita se retiró. Pedro no se levantó. Por lo regular se retiraba antes que su madre. Aquella noche quedó allí.
Pedro se puso en pie, dobló el periódico y fue a cerrar la puerta. Junto a ésta, mirando a la joven, dijo:
—Supongo que no habrás mentido.
Los dedos de Elena tejieron sin parar, nerviosamente. Alzó los ojos un instante. Aquellos bellos ojos que encendían la sangre de Pedro constantemente. Posó su mirada en la cara de Pedro un breve instante. La apartó con la misma presteza.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a lo que has dicho a mi madre… —Se le tiñeron de púrpura las mejillas. Parpadeantes se obstinó en mantener los ojos en los dedos. Estos se agitaron—. Has dicho que te gustan los niños.
No respondió, pero afirmó con la cabeza. Pedro encendió un cigarrillo. Lo llevó a la boca y aspiró.
Sus facciones quedaron difuminadas entre las espesas volutas. Y con dureza dijo:
—También a mí me gustaría tener un hijo.
Elena dobló la calceta, se puso en pie y le dio la espalda.
—Elena.
—Ya… te oí.
—¿Y qué dices?
Se volvió hacia él.
Los bellos ojos parpadeaban sin cesar. Pedro la amaba, pero estaba herido. Profundamente herido y sintió odio de su propio amor.
—Digo —susurró nerviosa— que no tienes piedad.
Pedro se echó a reír sarcásticamente.
La curva de su boca era dura y el mirar de sus oscuros ojos fríos.
—¿Piedad? ¿La has tenido tú conmigo? Las mujeres, Elena, olvidáis fácilmente el daño que causáis a los hombres.
—Me arrepentí al instante. Te lo hice saber así. ¿Qué más humillación deseas de mi?
—No deseo tu humillación —replicó Pedro—. Deseo tu sinceridad.
—He sido sincera.
—Yo también —apuntó mordaz—. Me has dicho que me amabas. Yo te dije que no creía en tu amor.
—Entonces… ignórame. Déjame en paz. Prefiero vivir sojuzgada el resto de mi vida que sometida a tu amor, un amor que odias por tu propia debilidad.
—En efecto —afirmó rotundo—. Odio este amor que te tengo. Odio al hombre que te separó de mí. Y odio hasta el instante en que pude poseerte, cuando este instante fue para mí el más anhelado de mi existencia.
—Siendo así —dijo bajo—. ¿Por qué me torturas mencionando a unos hijos que nunca tendremos?
—Porque si me amas como aseguras, te será fácil admitirme en tu intimidad.
—Y me odiarás más.
—Sí, te odiaré más porque el placer que me cause tu pasión será tan falso como tu persona.
—Por lo visto he de llevar mi falta como una espina siempre sangrante.
—No te creo ligada a mí.
No contestó. ¿Por qué decirle que su razón de vivir era él?
—Buenas noches. Elena.
—Que… descanses.
—Desde que te conocí no descansé —Y salió.
Elena dejó de nuevo el punto. Lo puso sobre la cestita y muy lentamente se dirigió a su alcoba. Al otro extremo del pasillo veía la puerta del cuarto de Pedro. Nunca había entrado allí. No entraría jamás.
La luz se filtraba por las rendijas y sentía los pasos de Pedro que, nervioso, iba de un lado a otro.
No le guardaba rencor por su actitud Aquello lo había provocado ella y justo era que el hombre la deseara y la rechaza al mismo tiempo.
Pensó en la monotonía de su vida, en la adustez de Pedro. En Alejandro… ¡Qué ciega había sido! Alejandro nunca había significado nada en su vida. Fue una nube que dejó honda huella en su dignidad. Pero no en su corazón.
Se tendió sobre la cama. Cerró los ojos.
Capítulo 9
Estaba sola en la salita cuando él entró. Lo esperaba.
Desde hacía varios días apenas si se cruzaban unas palabras.
—Hola —saludó frío.
Ella no respondió al saludo. Con suavidad dijo:
—Te esperaba.
—¿Qué deseas?
—Que te pruebes el jersey.
La miró ceñudo.
—No necesito jerseys. Cuando lo necesito lo compro hecho.
Más que las palabras le hirió el acento con que fueron pronunciadas.
—Tu madre tiene interés en que te lo haga yo.
—¡Qué sabe mi madre!
—Se… disgustará.
—Déjame en paz.
Se hundió en un sofá. Cruzó una pierna sobre otra y desplegó el periódico. Pareció enfrascado en su lectura. De pronto, sin soltar el periódico, preguntó:
—¿Dónde está mi madre?
—Le dolía la cabeza y se retiró a descansar.
Se puso en pie con presteza. Su semblante se alteró.
—Eso es lo que tenías que decirme cuando llegué.
Salió ligero. Ella ocultó el rostro entre las manos. El amor que Pedro sentía por su madre era enternecedor.
«¿Qué soy yo comparada con Rita? —se preguntó—. En realidad es lógico. No tengo celos de ella, pero me siento más menguada cada día. Más sola, por mucho consuelo que me den mis padres.»
Aquella noche ya no volvió a verlo. Cenó sola. Juana que siempre charlaba por los codos, estuvo silenciosa mientras le servía.
—¿Cómo está mamá? —preguntó Elena.
—Mal
Se alarmó.
—¿Mal? ¿Desde cuándo?
—Pedro fue a llamar al médico.
—Debiste advertirme, Juana.
—Creí que te lo había dicho Pedro.
—¿Dónde está ahora mi marido?
—Dijo que cenaba fuera. Que tenía que resolver unos asuntos con un cliente.
Hasta Juana, una simple criada burda y vieja, sabía mucho más que ella de su propio marido. A Pedro ya no le interesaba disimular.
Dejó la cena a medias y se dirigió a la alcoba de Rita. Esta parecía tranquila y nadie al verla hubiera dicho que estaba enferma de cuidado.
—¿Cómo estás, mamá? —preguntó cariñosa.
Y sentía en lo más hondo aquel cariño Era la madre de Pedro y ella lo amaba. Precisamente amaba a sus silencios, su adustez, su brutalidad para decir las cosas. Amaba sus duras miradas, aquellos besos que eran como llagas en su boca. Los besos que recibió a cambio de su mentira. Después, él jamás intentó reanudar los momentos que entonces eran pesares y después fueron recuerdos queridos de una felicidad que no alcanzaría nunca más.
—Siéntate, queridita. Me encuentro bien. Sólo tengo un poco de dolor de cabeza, pero se me pasará.
Se sentó a su lado, junto a la cabecera de la cama.
—¿Se ha ido Pedro?
—Sí.
—¿Cenó?
—Si —mintió.
—Este hijo mío es demasiado sensible. Cuando me vio en la cama, salió disparado a llamar al médico. Tengo tensión arterial, ¿sabes? Lo de siempre. Pero no es nada de peligro.
Le tomó una mano entre las suyas. Se la oprimía con ternura. La anciana la miró.
—Querida hijita, estás triste.
—Te aseguro que no, mamá.
—¿No eres feliz?
—Claro… claro que sí.
—Pedro es un poco raro. También su padre lo era, pero yo fui muy feliz a su lado. Y Pedro te ama mucho.
No respondió. Rila siguió diciendo suavemente:
—Te quiere desde que eras una niña. Recuerdo cuando atisbaba desde este balcón tu salida. Él ya era un hombre en edad de casarse, y tú aún vestías el uniforme de colegiala. Él me lo decía: «Cuando pasen unos años, mamá, le pediré que se case conmigo.» Y se ha casado.
—Sí —fue lo único que pudo decir… Y añadió con ternura—: Duerme. Descansa. No emplees ahora tu imaginación en cosas pasadas.
—Es que el pasado es ahora presente.
—Duerme, mamá.
Estaba en casa de sus padres, cuando llegó Tomás del trabajo. Ella, sentada al lado del brasero, escuchaba como ausente cuanto su madre le decía. Al entrar Tomás, Elena se puso en pie.
—¡Qué tarde se me hizo! —exclamó—. Pedro ya habrá regresado.
—Salió antes que yo —dijo el padre, besando a Elena en la frente—. Fui yo quien cerró el taller. Ya me dijo que su madre se encontraba mejor.
—Se levantó hoy por primera vez, después de una semana. ¿Hace mucho que regresó Pedro? —preguntó sin transición.
—Bastante. Se marcha a Barcelona esta noche.
Se estremeció casi imperceptiblemente. Tomás añadió esta vez interrogante:
—¿No vas con él?
—No voy a dejar… sola a su madre.
—Es verdad.
Se hizo como que conocía las intenciones de Pedro de marchar de viaje.
—Ya me voy.
Los besó. Cuando la puerta se cerró tras ella, los esposos permanecieron silenciosos unos instantes. Aquel silencio lo rompió Tomás para decir:
—Tú me dirás qué te parece.
—¿Yo?
—Sí, Eugenia: no nos engañemos más. Estamos solos y podemos hablar con claridad. Tú piensas, yo pienso, y parece que ambos tememos confesarnos nuestros mutuos pensamientos.
Eugenia se sentó frente a él sin responder.
Tenía la frente fruncida y en los ojos una rara expresión reflexiva.
—Eugenia…
—Dime, Tomás.
—Ella no sabía nada del viaje de Pedro.
—Puedes equivocarte.
—No. No tengo una carrera, ni soy inteligente, pero soy padre y tengo ojos.
—Puedes equivocarte.
—¿Otra vez con lo mismo? ¿Desde cuándo me dices igual?
—Elena está muy enamorada de Pedro. Eso lo ve un ciego.
—Y lo curioso del caso —dijo Tomás reflexivo— es que Pedro lo está de ella. ¿Qué sucede, pues, entre los dos?
—Tal vez nada.
—Tal vez mucho.
—Tomás.
—Si se me hinchan las narices le hablo a Pedro.
—Y Pedro te dirá que te metas en tus cosas.
—Sus cosas y las de mi hija son mis cosas.
—Tomás, tengo miedo de tu genio.
—Adoro a mi hija —dijo resuelto—. Deseo, por lo tanto, su felicidad, y esta felicidad no existe. Me consta, Eugenia. Una mujer que es feliz no mira como Elena.
—¿Pero qué tiene la mirada de Elena? —preguntó Eugenia nerviosa.
—Una mirada melancólica, pensativa. Siempre parece ocultar algo. Como si temiera que los demás penetrasen en su secreto. Y existe secreto, Eugenia. Eso es evidente.
Eugenia se levantó y dio varias vueltas por la cocina. Tomás exclamó enojado:
—Cesa en tus paseos, querida. Saquemos alguna conclusión plausible de todo esto. Primero se iban de viaje, luego lo suspendieron aduciendo Pedro un trabajo en el taller, que hubiera vigilado yo. Al principio, me refiero a antes de casarse, eran dos seres felices. Al menos eso parecían. Después, como si fuesen ajenos uno al otro. No salen nunca juntos. Ella pasa la mayor parte del día sentada en esa silla, como si estuviera a miles de kilómetros de aquí. ¿Qué deduces tú de todo esto? Porque no intentes decirme que te has entontecido de repente, tú que siempre has sido un lince para cazar las inquietudes ajenas.
Eugenia se dio por vencida. No quería admitir el fracaso sentimental que adivinaba en la vida de su hija. Temía el genio de Tomás: el gran cariño que profesaba a su hija, y que por aquel cariño saltaría por encima de todo.
—Eugenia…
—Sí, sí.
—¿Lo ves? ¿Qué debemos hacer?
—Esperar, Tomás, sólo eso.
—¿Esperar con los brazos cruzados a que la vida de Elena se agote?
—Mira, Tomás. Yo veo, ¿cómo no voy a ver si se trata de mi propia hija? Pero antes de hacer ni decir nada, te voy a poner un ejemplo. Imagínate que Elena y Pedro somos tú y yo. Imagínate asimismo que no todo va bien entre los dos. Que tus padres lo observan, que tu padre se enfrenta conmigo, o mi padre contigo…
—Mal hecho.
—¿Lo ves? No se puede nadie meter en la vida matrimonial. A la corta o a la larga quien sale perjudicado es el que se mete. Porque, y éste es el ejemplo que deseo ponerte, si mi padre te llama la atención, yo sería la primera en defenderte, y eso haría Elena.
—Pero…
—Sí, Tomás. Elena ama a Pedro y éste la ama a ella. Lo que haya entre los dos ya pasará.
—¿Y si no pasa?
—Entonces será Elena quien te pida ayuda. Y será el momento de hablar.
El hombre reflexionó.
—Sí —dijo—. Creo que tienes razón.
Entró en su alcoba directamente. Al instante oyó los pasos de Pedro. Pensó en salirle al encuentro, pero no lo hizo. Se mantuvo inmóvil al lado de la cama, fijos los ojos en la puerta cerrada.
Los pasos se detuvieron al otro lado. La voz serena de Pedro, preguntó:
—¿Puedo pasar, Elena?
No contestó. Avanzó y abrió la puerta. Se quedaron uno frente a otro, silenciosos, quietos, con los ojos en los ojos.
—¿Permites que entre?
Le franqueó la entrada.
El avanzó hasta la mitad de la alcoba. Lo miró todo con rara expresión. De súbito dijo:
—He comprado todo esto con mucha ilusión. Recuerdo que en el almacén me consideraron un poco ingenuo —se volvió hacia ella y un conato de sonrisa entreabrió sus labios—, ¿Te parece absurdo?
—No.
—Ya —Un silencio—. Me voy de viaje.
No respondió.
—Te he dicho que me voy de viaje.
—Te oí.
—Solo.
—Bueno.
—Te agradeceré que atiendas a mi madre.
—Siempre lo hago.
—Ahora con mayor interés. Mamá no está bien.
—La atenderé como si fuera la mía.
—Eso espero.
—¿Quieres que… te haga el equipaje?
—Ya lo tengo hecho. Juana se ocupó de ese detalle.
Se mordió los labios.
—Siempre humillándome —dijo sin poder contenerse—. Soy la esposa y parezco una extraña.
—Recordarás que yo no tengo la culpa.
—Me guardarás rencor hasta la muerte.
El dio la vuelta sin responder. Cuando lo hizo ya estaba en la puerta.
—Cuando olvide.
—¿No temes que cuando tú olvides empiece a recordar yo?
—Entonces tendré que pensar que tu amor, ese que me has confesado, es un cuento como tantos tuyos.
—Pedro, no salgas aún. Quisiera decirte algo.
Lo miró. Se mantuvo inmóvil al lado de la puerta cerrada.
—Dime, Elena.
—Eres muy duro, Pedro. Yo, en tu lugar, no podría guardarte rencor.
—Si todos los seres fuéramos iguales, el mundo sería… una estupidez. Hasta la vuelta, Elena.
—Espera —pidió anhelante.
—Dime. Tengo prisa.
—Así, no.
—¿Cómo, pues?
—Márchate, Pedro. Márchate cuanto antes. ¡Pienso que llegaré a odiarte tanto!
Ella no esperaba aquella reacción de Pedro. Se quedó asustada. El avanzó y la apresó en sus brazos. Antes de aplastar los labios sobre los suyos, susurró desesperadamente:
—Me has hecho mucho daño. Quiero olvidar y no puedo. ¡No puedo! Pero eres… la mayor ventura de mi vida y a la vez la más grande pesadilla.
—Pedro…, llévame contigo.
—Cállate.
—¡Llévame contigo!
—Cállate, Elena. ¡Cállate!
Se calló, pero al ver en los suyos los ojos de Elena, todo acudió a su mente, como si aún oyera la voz femenina decir:
«Le odio. Amo a Alejandro…»
La soltó, como si ella pinchara.
—Pedro…
Escapó de su lado sin mirarla de nuevo. Se quedó inmóvil, temblorosa, con los labios doloridos, el corazón palpitando locamente.
—Pedro —susurró como si él la oyera—. Pedro, has llegado a ser la máxima ansia de mi vida. Y tú lo sabes.
Derrumbóse sobre el lecho y dejó que lágrimas corrieran libremente por sus mejillas…
Capítulo 10
Hacía muchos días que no veía a Anita. Casi dos meses desde la última vez que hablaron en aquella alcoba. Por eso se alegró cuando Juana anunció su visita.
Corrió a la salita. La anciana aún no se había levantado. Era domingo y Elena acababa de regresar de la iglesia.
—Anita —exclamó.
—Querida Elena. Ya está visto que si yo no vengo a verte, tú… me olvidas.
La besaba.
—Olvidarte, no.
—No me dirás que no tienes un rato libre para dedicármelo.
—Lo tengo. Pero… Siéntate, hazme el favor.
—¿Y él…?
—No está en Madrid. Hace dos semanas que se ha ido a Barcelona.
—¿Cómo van las cosas?
—Igual. ¿Pero no te sientas?
—Sí, claro. Supongo que podemos salir juntas a tomar el vermut.
—No.
—¿Le tienes miedo?
—No es eso. No tengo humor.
—El castigo que hiciste a los demás, cayó sobre ti.
—Casi siempre sucede así.
—Sí.
Y se quedó pensativa.
—Elena, ¿no hay forma de ablandar a Pedro? No concibo que un hombre ame y sea tan duro con el objeto de su amor.
Le refirió la última entrevista. Guardaron silencio las dos. Lo interrumpió Anita, sentenciosa:
—Te ama, sí, pero… ¿no tienes tú arte para atraerlo? ¿Para vencerlo? Hay momentos en que el hombre no es dueño de sí mismo y ese momento tienes que aprovecharlo tú.
—Tal vez Pedro sea diferente a todos. No pierde el juicio en ningún momento.
—La gran personalidad del hombre. Por eso yo lo admiré tanto —Y con rápida transición—: ¿Qué dice su madre? ¿Notó algo?
—Nada. Y si lo nota, se lo calla.
—¿Y tus padres?
—Igual.
—Lo que te sucede lo tienes bien merecido, pero… es más duro el castigo que el delito cometido.
Se oyó el bastón de la anciana.
—Viene mamá —dijo ella—. Ten cuidado con lo que dices.
—Señora —exclamó Anita, poniéndose en pie al entrar Rita.
—Hola, hijita. ¿Vengo a interrumpir?
—Claro que no, mamá.
—He venido a invitarla a pasar un día conmigo —dijo Anita—. Pero se niega.
—Eso sí que no. Te vas con Anita. Por mí no te preocupes. Esta tarde vienen tus padres a hacerme la visita acostumbrada.
—Teme —rió Anita— que a Pedro le parezca mal.
—En modo alguno. Pedro es muy comprensivo.
Fue empujada por la misma anciana.
Ante el vermut, comentaba Anita:
—Ha dicho que su hijo era muy comprensivo.
—Para ella lo es.
—Para ti, no —dijo sin preguntar.
—No. Para mí es como una piedra.
—Dime, Elena: ¿Nunca intentó un acercamiento?
—Nunca. Sólo el día que se marchó —y con nostalgia—: Me apretó en sus brazos. Creí que me deshacía… Me besó. Pensé que iba a suspender el viaje y quedarse a mi lado.
—Quizá hayas tenido tú la culpa de que no lo hiciera así.
Elena sonrió tristemente.
—Hice todo lo posible porque olvidara su viaje. Te juro que lo hice y no deliberadamente, sino porque me salía de dentro, porque lo sentía en lo más profundo de mi ser. Cuando me miró a los ojos, vi en los suyos una luz extraña. Estoy segura que en aquel instante recordó todo lo que yo te decía el día de mi boda. Aquel día, que es como una pesadilla en mi vida.
—¿Y qué hizo?
—Me soltó y huyó. Huyó, ¿sabes? No se iba. Huía como si de pronto sintiera miedo de su propia debilidad.
* * *
Vio el «Seat 600» ante el taller. El corazón empezó a saltarle locamente dentro del pecho. Alargó el paso y subió las escaleras casi corriendo. Iba a introducir la llave en la cerradura, cuando la puerta se abrió. Alzó las cejas. Se quedó mirando a Pedro como si éste fuera una visión y no un ser real.
—Te he visto llegar —dijo él.
Sin responder, pasó a su lado. Pedro empujó la puerta y se acercó a ella. Sin palabras, la apresó por la espalda y le dio la vuelta sobre su pecho. No buscó sus ojos. Los adivinaba parpadeantes. Aquel parpadeo de Elena le era muy conocido, como asimismo el motivo por el cual parpadeaba. Su boca buscó la de Elena. La encontró cálida, sumisa, apocada. Al tenerla perdida en su pecho, Pedro perdió un poco su compostura y Juana, que atravesaba hacia la cocina en aquel instante, se quedó con los ojos muy abiertos fijos en la pareja que se besaba.
El ruido que hizo la puerta que cerró Juana sobresaltó a Elena.
—Suéltame —pidió con un hilo de voz.
—No voy a poder.
—Puedes.
—¿Lo deseas?
—No.
—Elena.
—No —susurró roja como la grana—. No lo deseo, pero Juana…
—Deja a Juana.
—Pedro —y lo apartó un poco, pero mirándole a los ojos—. Mírame bien.
—Te miro —dijo en voz baja.
—¿Qué ves en mis ojos?
—No sé.
—Lo sabes.
—Prefiero no saberlo.
—Hay sinceridad. No debes dudarlo.
—Quisiera no dudarlo.
—Eres duro, Pedro. Duro para perdonarme el daño que te hice.
Frunció la frente.
—¿Olvidamos los dos?
—Para recordar mañana, no.
—Hay algo dentro de mí que me aconseja creerte. Ha de ser mi propio amor. Y luego existe también otro razonamiento.
—Razonamiento, no.
—Sí. Por encima de mi corazón está el cerebro.
La empujaba hacia el fondo del pasillo. Ella se dejaba llevar. Cuando llegaron frente a la puerta de la salita, ella dijo:
—Te eché de menos.
—Y yo a ti.
Parecían simples los dos. No obstante, ambos sabían que algo se estaba dilucidando en su vida. Algo que tenía para los dos gran trascendencia.
Penetraron en la salita. Allí estaba Rita envuelta en la manta, con los vivos ojillos vueltos hacia ellos.
—Pedro ya estaba dispuesto a ir a buscarte —dijo.
—¿Por qué no has ido?
Y lo miraba. Pedro huyó de aquellos ojos, para volver a ellos como si tuvieran imán para los suyos. Y pensó con intensidad en la soledad de aquel viaje, en lo que había decidido durante él. En el ansia incontenible que llevó en sus labios y que con la ausencia se hacía más vivo.
Tenía que creer en ella. Era demasiada la necesidad de su amor.
Toda la vida queriéndola y de pronto, la renuncia y el dolor. Pero no más. Al fin y al cabo él no era de bronce. Era, por el contrario, de carne y hueso y la amaba como un loco.
—Di —insistió—. ¿Por qué no has ido?
Se echó a reír, para disimular su ansiedad.
—Mamá —dijo en respuesta, huyendo de sus apasionados ojos y buscando a la madre—. Me la llevo.
—Sí, hijo, sí.
Y reía con ternura. Algo veía en ellos diferente. Algo que llevaba a su corazón un mensaje de paz, de tranquilidad. La nube que había en la vida de los dos se desvanecía de pronto.
Sus ojos intuitivos se lo decían.
—Iros, queridos. Después de tantos días tendréis mucho que deciros.
La tomó de la mano. Huyó con ella. Y sin decirse nada se perdieron en aquella alcoba que con tanta ilusión había elegido él para su amor.
—¿Es cierto, Elena, que tenemos mucho que decirnos?
—No —susurró ella, ruborizándose—. Nada tenemos que decirnos. Pedro; todo lo tenemos dicho.
El se acercó y Elena se perdió en el lazo apasionado, ardiente, de sus brazos. Alzó éstos y su dogal apresó el cuello masculino.
—Perdóname, Pedro —pidió con un hilo de voz—. Mírame a los ojos y verás en ellos cuán sincera soy.
No necesitó mirarla. Lo sabía. La absorbió con sus labios y fueron éstos más claros, más sinceros, más vivos que sus palabras. Aquella noche ni uno ni otro acudieron al comedor, y la anciana, desde su sillón de enferma, elevó la mirada al cielo y susurró.
—¡Gracias, Dios mío!
Tomás llamó alarmado por teléfono.
Contestó Juana.
—¿Qué ocurre, Juana? Pedro no ha venido hoy al taller.
Juana lanzó una risita.
—¿Es que no lo sabe? Pedro y Elena han salido de viaje este amanecer.
—¿Qué?
—Que se han ido, señor Urdiales.
—Pero si él nada nos dijo.
—Tampoco a nosotros, señor. Sólo nos dijo adiós.
—Extraordinario.
Y colgó.
Cuando llegó a su casa aquel mediodía, entró riendo.
—¿Qué pasa? —preguntó su mujer.
—Todo está solucionado.
—¿Todo? Ignoraba que tuvieras algo pendiente de solución.
—Yo no; pero tu hija, sí.
—¿Cómo? ¿Quieres decir…?
—Sí. Se han ido de viaje.
—Dios nos ampare, Tomás, qué alegría me das.
—La que yo tengo. Oye —añadió sin transición—. ¿Qué te parece si esta noche echamos los dos una canita al aire? Podemos sentirnos dos potentados como aquella vez, ¿recuerdas?
—Recuerdo. Tomás. Aún me parece que fue ayer. Lo recuerdo todos los días.
—Pues prepara tus mejores galas para esta noche.
* * *
En un hotel desconocido, en una ciudad desconocida, Elena y Pedro se miraban. Se habían dicho tantas cosas en aquellas horas, que en algunos instantes sólo sabían mirarse. Y él, con veneración, la atrajo hacia sí e inclinado sobre ella susurró con ternura:
—Elena, vida mía, eres tan bella, te he considerado tan inalcanzable, que el hecho de que hoy seas mía, de que me hayas pertenecido, de que me pertenezcas para el resto de tu vida, me produce una plenitud que me hace otro hombre. La vida sin ti fue para mí un suplicio y hoy…
Le tapó la boca con los dedos. Se los acarició con ternura. Y muy bajo, como una caricia sutil, que era en verdad una apasionada caricia, susurró:
—Cállate, por favor, Pedro. Sé todo lo que sientes, porque tus sentimientos, tu plenitud, tu amor, es mi propio amor, mi propia plenitud.
—Para siempre.
—Sí, para siempre.
—Y aquel hombre…
—Aquel hombre existió en la mente de la adolescente. A tu lado soy mujer. Tu mujer, Pedro, amor mío.
Lo era. Él lo sabía. Miró a través del ventanal… La luz del amanecer brillaba en los cristales. Volvió los ojos hacia ella y dijo bajísimo:
—No soy hombre erudito, ni siquiera elocuente.
—Amé tus silencios. Cuando te vi en aquella puerta…
—¿Dejamos de recordar? —preguntó, atajándola.
Ella se echó a reír y le pasó el dogal de sus brazos por el cuello.
—Sí —musitó—, dejemos de recordar. Vivamos estos instantes.
Los vivieron.
Y la luz del amanecer brillaba cada vez más en los cristales empañados por el rocío de aquella noche que ni uno ni otro podrían olvidar jamás. Su noche. Esa primera noche que no se olvida, porque forma el eslabón de una vida entera.
Fin