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agosto 25, 2013
1
¿Estaban realmente dotados de inteligencia? De una inteligencia propia, se entiende. Lo ignoro. Y tampoco sé si alguna vez conseguiremos averiguarlo.
Lo que sí puedo decir es que, si no eran inteligentes, confío en no llegar a ver el día en que debamos luchar contra seres parecidos a ellos, que sean inteligentes. Sé de antemano quién perdería: yo, vosotros… En una palabra, esos a los que se denomina «humanos».
Por lo que a mí respecta, la aventura comenzó —demasiado pronto para mi gusto— la mañana del 12 de julio de 2007. Mi teléfono empezó a vibrar hasta levantarme la piel del cráneo. Hay que decir que los teléfonos que se utilizan en la Sección no pertenecen a un modelo corriente: el audio emisor está insertado quirúrgicamente debajo de la piel, detrás de la oreja izquierda, y los huesos actúan de conductores. Me palpé maquinalmente antes de acordarme de que lo que buscaba se había quedado en mi chaqueta, al otro extremo de la habitación.
— Ya voy… —gruñí—. Ya lo he oído. No hace falta armar tanto escándalo.
— Llamada urgente —dijo una voz en mi oído—. ¡Acuda inmediatamente a informar!
Le dije sin reparos lo que podía hacer con su llamada urgente.
— El Patrón está esperando —insistió la voz.
Eso cambiaba el aspecto de la cuestión.
— ¡Ya voy! —dije, incorporándome con tal brusquedad que noté un tirón detrás de los ojos. Entré en el cuarto de baño, me inyecté una dosis de Gyro y dejé que el vibrador me diera un buen masaje mientras la droga me ponía en forma. Al salir del baño era un hombre nuevo, o al menos algo que se le parecía vagamente. Me puse la chaqueta y salí de casa.
Entré en las oficinas de la Sección por los lavabos de la estación MacArthur. Nuestra dirección no figura en el listín telefónico; a decir verdad, carecemos de dirección. Todo lo referente a nosotros no es más que una ilusión óptica… También se puede entrar por una pequeña tienda cuyo letrero reza: sellos y monedas antiguos. Sin embargo, siguiendo este camino no se consigue nada. Quien lo intente sólo conseguirá que le vendan un sello de dos peniques. El acceso es imposible, sea cual sea el camino elegido. Repito que no existimos.
Hay algo que ni siquiera el jefe del estado puede llegar a saber: la calidad de su servicio secreto. La única forma de comprobarlo es cuando necesita de sus servicios y no puede disponer de ellos. Por eso existía nuestra Sección. Nosotros somos el nexo de unión con las otras secciones. Las Naciones Unidas nunca han oído hablar de nosotros, ni los Servicios de Inteligencia centrales, supongo. Lo único que yo sabía acerca de nosotros era el aprendizaje que había recibido y las misiones a las que me enviaba el Patrón. Misiones muy interesantes si a uno no le preocupa dónde dormir, lo que come y cuánto vivirá. Si hubiese tenido algo de cordura, hubiera dimitido y buscado cualquier otro empleo.
La única pega es que hubiese dejado de trabajar con el Patrón. En eso consistía la diferencia… Y no es que sea un jefe blando. Es muy capaz de decir: «Muchachos, hay que fertilizar este roble. Meteos en este agujero de la base y yo os cubriré de tierra».
Y lo haríamos. Todos nosotros.
El Patrón nos enterraría vivos si creyera que por lo menos había un cincuenta y tres por ciento de probabilidades de que la operación salvara al país de una catástrofe.
Cuando entré, se levantó y se me acercó cojeando; una maliciosa sonrisa curvó sus labios. Su enorme cráneo calvo y su poderosa nariz latina le daban un aspecto mezcla de demonio y polichinela.
— Bienvenido, Sam —dijo—. Siento haberte sacado de la cama.
No le creí en absoluto.—Estoy de permiso —fue mi respuesta.
— Ya lo sé. Nos vamos de vacaciones.
Sus «vacaciones» no me inspiraban la menor confianza, así que no me tragué el anzuelo.
— ¿Ahora me llamo «Sam»? —pregunté—. ¿Cuál es mi apellido?
— Cavanaugh. Y yo soy tu tío Charlie… Charles M. Cavanaugh, retirado. Te presento a tu hermana Mary.
Ya había advertido que había otra persona en la habitación, pero cuando el Patrón está presente monopoliza la atención general durante todo el tiempo que desee. Miré a mí «hermana», para volver a mirarla en seguida con más atención. Valía la pena.
Comprendí por qué nos había escogido como hermanos para desempeñar una misión juntos: eso le libraría de preocupaciones. Un agente experimentado tiene que mantener el papel del personaje que ha escogido, del mismo modo que un actor profesional no puede estropear intencionadamente los versos que recita. De modo que tenía que tratar como a mi hermana a aquella muchacha… ¡Pues sólo eso me faltaba! Una silueta larga y esbelta, pero de curvas llenas. Bonitas piernas. Espaldas anchas para una mujer. Un cabello rojo y llameante, ondulado, el cráneo un poco alargado, como el de los auténticos pelirrojos. Su rostro era correcto más que bello; me contempló como si yo fuese un filete de ternera.
Sentí deseos de andar a cuatro patas y dar vueltas en círculo. Debí de demostrarlo demasiado, porque el Patrón me dijo suavemente:
— Ojo, Sammy. Tu hermana está chiflada por ti y tú estás loco por ella, pero de una manera sana, limpia, caballeresca, propia de un muchacho norteamericano.
— ¿Hasta ese punto? —pregunté, sin dejar de mirar a mí «hermana».
— Aún más.
— ¡Ah!, ya. ¿Cómo estás, hermanita? Me alegro de conocerte.
Ella me tendió una mano. Era firme y parecía tan fuerte como la mía.
— Hola, «hermano».
Su voz era profunda, de contralto, que era lo único que me faltaba. ¡Maldito viejo!
— Podría añadir —prosiguió este último— que tienes tanta devoción por tu hermana que morirías muy gustosamente por protegerla. Siento tener que decírtelo, Sammy, pero tu hermana es bastante más valiosa, por el momento al menos, para la organización que tú.
— Ya me he enterado —dije—. Gracias por la cortés calificación.
— Ahora, Sammy… — Sí, sí; ella es mi hermana favorita; yo la protejo contra perros y hombres extraños. De acuerdo. ¿Cuándo empezamos?
— Tenemos que pasar antes por el maquillaje; tienen preparada una cara nueva para ti.
— Mejor que fuese la cabeza entera. Hasta la vista. Adiós, hermanita.
No llegaron a hacer eso, pero me metieron mi teléfono personal bajo la piel del cogote, recubriéndolo de cabello. Tiñeron mis cabellos con el mismo color que los de mi reciente hermana, me blanquearon la piel y retocaron mis pómulos y el mentón. Al mirarme al espejo, vi un pelo rojo tan auténtico como el de mi hermana. Miré mi cabello y traté de recordar cuál había sido su color natural. Luego me pregunté si mi hermanita sería lo que parecía ser. Ojalá lo fuese.
Me coloqué convenientemente la pistola que me entregaron y alguien me dio una bolsa de emergencia empaquetada. El Patrón también había estado en manos del maquillador, al parecer; su pelado cráneo estaba ahora recubierto por breves rizos de un color rosado y blanco. Le habían hecho algo en la cara —no podía decir qué—, y ahora estábamos los tres claramente emparentados y pertenecíamos a esa curiosa especie de los pelirrojos.
— Vamos, Sammy —dijo—. Ya te lo contaré todo en el auto—avión.
Subimos por una ruta que para mí era desconocida, saliendo a la plataforma de lanzamiento septentrional, a mucha altura sobre New Brooklyn; y dominando Manhattan Cráter.
Mientras yo conducía, el Patrón hablaba. Una vez estuvimos fuera del control local, me ordenó que pusiese el piloto automático en dirección a Des Moines, Iowa. Me uní entonces a Mary y a «tío Charlie» en la cabina. Él nos dio nuestra historia personal hasta la fecha.
— Y aquí estamos ahora —concluyó—, un alegre grupo familiar…, unos turistas. Y si nos encontramos metidos en hechos insólitos, así es como nos conduciremos, como curiosos y atolondrados turistas.
— ¿Pero cuál es el problema? —le pregunté—. ¿O es que tocamos de oído?
— Posiblemente.
— De acuerdo. Pero si tengo que morirme, me agradaría saber por qué. ¿Eh, Mary?
«Mary» no respondió. Poseía esa cualidad, rara en las mujeres, de no hablar cuando no tenía nada que decir. El Patrón me contempló; por último, dijo:
— Sam, ¿has oído hablar de platillos volantes?
— ¿Eh?
— ¡Vamos, hombre!, tú has estudiado historia.
— ¿Se refiere a ésos? ¿La locura de los platillos volantes, que se apoderó del mundo antes de los Desórdenes? Creí que se refería a algo reciente y verdadero; aquéllas fueron alucinaciones colectivas.
— ¿Tú crees?
— Bueno, yo no he estudiado muchas estadísticas de psicología anormal, pero creo recordar una ecuación. Todo aquel período fue psicopático; a un hombre en su sano juicio lo hubieran encerrado en un manicomio.
— Y ahora todo el mundo está cuerdo, ¿eh?
— ¡Oh!, yo no llego a afirmar eso. —Rebusqué en mi mente y encontré la respuesta que quería—. Ahora recuerdo esa ecuación…, el integral evaluador de Digby para datos secundarios y de un orden más elevado. Daba un 93,7 % de seguridad de que el mito de los platillos volantes, después de eliminar los casos explicados, era pura alucinación. Lo recuerdo porque fue el primer caso de este tipo en el que los ejemplos fueron sistemáticamente recogidos y evaluados. Un proyecto gubernamental, Dios sabe para qué.
El Patrón mostraba un semblante benévolo.
— Aguántate, Sammy. Hoy vamos a inspeccionar un platillo volante. Incluso es posible que nos llevemos un pedacito como recuerdo, como corresponde a verdaderos turistas.
2
El Patrón consultó su reloj—anillo y dijo:
— Hace diecisiete horas y veintitrés minutos una nave aérea no identificada aterrizó cerca de Grinnell, Iowa. Tipo: desconocido. Forma: aproximadamente discoidal. Diámetro: unos cincuenta metros. Origen: desconocido, pero…
— ¿No detectaron la trayectoria? —le atajé.
— No —respondió—. Aquí tienes una fotografía de ese objeto, tomada después de su aterrizaje por el satélite artificial Beta.
La miré someramente y la pasé a Mary. Era tan poco satisfactoria como suele ser siempre una telefoto tomada desde siete mil kilómetros de distancia. Árboles, parecidos a musgo…, la sombra de una nube que ennegrecía la mayor parte de la fotografía… y un círculo gris que tanto podía haber sido una aeronave discoidal como un depósito de agua o un tanque de petróleo.
Mary devolvió la fotografía. Yo dije:
— Parece una carpa de circo. ¿Qué más se sabe?
— Nada.
— ¿Nada? ¿Después de diecisiete horas? Deberíamos estar saturados de informes. ¿En qué están pensando?
— Y el caso es que tenemos agentes, allí: dos que se encontraban cerca y otros cuatro que he enviado después. Pero no han comunicado nada. Me disgusta perder agentes, Sammy, sobre todo cuando no se consiguen resultados.
Comprendí de pronto, con la mayor frialdad, que la situación debía de ser muy seria, puesto que el Patrón se había visto obligado a jugarse el todo por el todo, a riesgo de perder la organización…, ya que él era la Sección. Sentí que se me helaba la sangre en las venas. Generalmente los agentes tienen el deber de salvar su propia piel, con el fin de completar su misión y comunicar sus informaciones. En esta misión era el Patrón quien debía volver, y después de él Mary. Yo no valía un centavo, y se podía prescindir de mí. La verdad, no me agradó.
— Uno de los agentes envió un informe parcial —prosiguió el Patrón—. Se acercó como un curioso cualquiera y comunicó por teléfono que debía de tratarse de una nave espacial. Luego informó que la nave se estaba abriendo y que él iba a intentar aproximarse a ella, franqueando el cordón de la policía. Lo último que dijo fue: «Aquí vienen. Son pequeñas criaturas, de unos…» Entonces se interrumpió.
— ¿Hombrecillos?
— Él dijo criaturas.
— ¿Informaciones periféricas?
— Muchísimas. La estación estereoscópica de Des Moines envió unidades móviles para efectuar una retransmisión desde el lugar. Las imágenes que enviaron fueron todas hechas a larga distancia, tomadas desde el aire. Únicamente mostraban un objeto en forma de disco. Después, durante dos horas dejaron de llegar imágenes y noticias, para seguir luego con primeros planos y escorzos.
El Patrón calló. Yo dije:
— ¿Y qué? — El objeto en cuestión era una burla. La «nave del espacio» era un fraude de hojalata y plástico, construido por dos jóvenes granjeros en los bosques próximos a su casa. Las falsas informaciones eran obra de un tipo que instigó a los muchachos a realizar esa superchería con el fin de tener material para una novela. Ha recibido ya lo suyo, y la última «invasión del espacio» no es más que una filfa.
Yo me estremecí.
— De modo que es un engaño… Pero nosotros hemos perdido a seis hombres. ¿Vamos a buscarlos?
— No, no los encontraríamos. Lo que vamos a hacer es tratar de descubrir por qué la triangulación de esta fotografía —y mostró la telefoto tomada desde el satélite artificial Beta— no concuerda con las informaciones radiofónicas, y por qué la estación estereoscópica de Des Moines permaneció callada durante un tiempo.
Mary habló por primera vez.
— Me gustaría hablar con esos jóvenes granjeros.
Aterricé cerca de Grinnell y nos pusimos en busca de la granja McLain… Las últimas informaciones señalaban como culpables a Vincent y a George McLain. No nos costó encontrarles. En una encrucijada de la carretera había un gran cartel en el que se leía: a la nave del espacio. No tardamos mucho en encontrar aparcados coches, autoaviones y trifibios a ambos lados de la carretera. En un par de tenderetes se vendían refrescos y recuerdos, frente al camino que conducía a la granja de los McLain. Un policía dirigía el tráfico.
— Adelante —ordenó el Patrón—. Os agradará verlo, ¿eh?
— Claro que sí, tío Charlie —repuse.
El Patrón se apeó, balanceando su bastón. Ayudé a descender a Mary y ella se colocó a mi lado, cogiéndome del brazo. Me miró tratando de parecer estúpida y admirativa al mismo tiempo.
— Caramba, qué fuerte eres, hermanito.
Sentí deseos de darle una bofetada. Era deprimente ver a un agente del Patrón jugar a las damiselas de ese modo.
Tío Charlie zascandileaba, importunando a los policías, fastidiando a los mirones, deteniéndose para comprar cigarros en un tenderete, y ofreciendo la perfecta imagen de un viejo acomodado, estúpido y senil, que había salido a pasar unas vacaciones en el campo. Se volvió, apuntando con su cigarro a un sargento.
— El inspector dice que es un engaño, muchachos, un fraude obra de unos chicos. ¿Nos vamos?
Mary parecía decepcionada.
— ¿No hay una nave espacial?
— Sí, hay una nave espacial, si le apetece llamarla así —respondió el policía—. Sigan a esos chicos. Y soy sargento; no inspector.
Nos pusimos en marcha, atravesando unos pastos y penetrando en un bosque. Había que pagar un dólar para atravesar la valla, y muchos se volvían. La senda que cruzaba el bosque estaba bastante desierta. Yo avanzaba con cautela, tratando de tener los ojos en el cogote en lugar de un teléfono. Tío Charlie y mi hermanita caminaban delante de mí. Mary charlaba por los codos, y parecía más menuda y más joven que durante el viaje. Llegamos a un claro y vimos la «nave del espacio». Tenía más de treinta metros de diámetro, y estaba hecha de metal ligero y láminas de plástico, rociadas de aluminio. Tenía la forma de dos platos hondos encarados. Fuera de eso, no se parecía a nada en particular. Sin embargo, Mary chilló:
— ¡Oh, qué emocionante!
Un jovenzuelo de dieciocho o diecinueve años, muy quemado por el sol y con la cara granujienta, asomó la cabeza por una escotilla abierta en la parte superior de aquella monstruosidad.
— ¿Quieren verla por dentro? —nos gritó, añadiendo que eran cincuenta centavos más por cabeza. Tío Charlie se los dio sin rechistar.
Mary vaciló ante la escotilla. Al joven de rostro pecoso se unió el que parecía ser su hermano gemelo, y ambos quisieron ayudarla a bajar. Ella retrocedió con aprensión, y yo me adelanté rápidamente, dispuesto a ayudarla. Mis razones eran en un noventa y nueve por ciento profesionales; todo aquello me olía muy mal.
— Está oscuro —dijo ella, con voz temblorosa.
— No hay ningún peligro —dijo el segundo muchacho—. Durante todo el día hemos acompañado a docenas de visitantes. Yo soy Vincent McLain. Adelante, señorita.
Tío Charlie atisbo por la escotilla, como una clueca cautelosa.
— Podría haber serpientes ahí dentro —observó—. Mary, creo que es mejor que no bajes.
— No hay nada que temer —insistió el primero—. Es completamente seguro.
— Quédense con el dinero, jóvenes —dijo tío Charlie, echando una mirada a su reloj—anillo—. Se hace tarde. Vámonos, muchachos.
Los seguí por el mismo sendero de antes, con los oídos alerta.
Volvimos al autoavión. Una vez en el aire, el Patrón dijo bruscamente:
— ¿Y bien? ¿Qué has visto?
— ¿Tiene alguna duda acerca del primer informe, aquel que se interrumpió? —pregunté a mi vez.
— Ninguna.
— Eso no hubiera engañado a un agente, ni siquiera de noche. No era ésa la nave que vio.
— Claro que no. ¿Qué más?
— ¿Cuánto cree que debe de haber costado esa nave de mentirijillas…? Metal flamante, recién pintado y, a juzgar por lo que vi por la escotilla, unos diez metros cúbicos de maderaje para apuntalarlo.
— Prosigue.
— Pues bien, la finca de McLain está completamente hipotecada. Si esos muchachos están en el ajo, no creo que sean ellos quienes paguen la cuenta.
— Desde luego. ¿Qué dices tú, Mary?
— ¿Observó usted, tío Charlie, cómo me trataron?
— ¿A quién te refieres? —dije con aspereza.
— Al sargento y a los dos muchachos. Siempre que empleo mis procedimientos de seducción obtengo una reacción en mi interlocutor. Pero esta vez, nada.
— Sin embargo, han estado muy amables —objeté.
— No lo entiendes. Yo sé lo que me digo. Siempre me doy cuenta de eso. Algo funcionaba mal en ellos. Estaban muertos interiormente. Eran como esos eunucos que guardan el harén.
— ¿Hipnotismo? —preguntó el Patrón. — Muy posible. O tal vez drogas.
Ella frunció el ceño y mostró una expresión de perplejidad.
— Hum… —dijo el Patrón—. Sammy, tuerce a la izquierda. Vamos a investigar un punto situado a cuatro kilómetros al sur.
— ¿El sitio que corresponde a las coordenadas de la fotografía?
— ¿Qué otro podría ser?
Pero no llegamos allí. Primero nos encontramos con un puente hundido, y yo no disponía de espacio suficiente para hacer saltar el autoavión por encima de él, dejando aparte lo que establece el reglamento del tráfico para un autoavión en tierra. Dimos la vuelta hacia el sur e intentamos pasar por el único camino que nos quedaba. Nos detuvo un policía de tráfico. Nos habló de un incendio forestal; si seguíamos, nos obligarían a unirnos a los que luchaban contra el fuego. De hecho, quizá, hacía mal en no echarnos el guante en ese momento…
Mary le miró entornando los ojos y él aflojó la marcha. Comentó que ni ella ni tío Charlie sabían conducir, lo cual era una doble mentira.
Al rato le pregunté a Mary:
— ¿Qué tal ése?
— ¿Qué quieres decir?
— ¿Era también un eunuco?
— ¡ Oh, no!, al contrario. Un joven muy seductor.
Esa respuesta me irritó.
El Patrón no me permitió elevarme y dirigirme al lugar que buscábamos por el aire. Dijo que era inútil. Nos dirigimos hacia Des Moines. En lugar de aparcar en la barrera de peaje, pagamos una tasa para poder entrar con el vehículo en la ciudad. Nos detuvimos finalmente ante la emisora estereoscópica de Des Moines. Tío Charlie entró como una tromba, seguido por nosotros, en el despacho del director general. Dijo una serie de mentiras…, o tal vez «Charles M. Cavanaugh» gozaba de gran influencia cerca de las autoridades de Comunicaciones Federales.
Una vez dentro, continuó en su papel de viejo cabeza dura.
— Dígame, señor, ¿qué son todas esas tonterías acerca de una nave del espacio de mentirijillas? Hábleme francamente, señor; su licencia puede depender de eso.
El director era un hombrecillo cargado de espaldas, pero no pareció intimidado, sino simplemente disgustado.
— Ya hemos dado explicaciones completas por nuestras emisoras —dijo—. Hemos sido nosotros las víctimas. Ese hombre ha sido absuelto.
— Me parece una gran equivocación, señor.
El hombrecillo —se llamaba Barnes— se encogió de hombros.
— ¿Qué quería usted que hiciésemos? ¿Qué le colgásemos por los pulgares?
Tío Charlie le apuntó con el cigarro.
— Le advierto, señor, que no estoy dispuesto a que me tomen el pelo. No estoy convencido en modo alguno de que dos patanes y un joven publicista hayan sido capaces de amañar esta patraña. Alguien ha dado dinero, señor mío. Sí, señor…, dinero. Haga ahora el favor de decirme qué ha hecho usted…
Mary se sentó muy cerca de la mesa de Barnes. Se había arreglado de tal modo el vestido y su postura era tan especial que me recordó a la Maja desnuda de Goya. Hizo una seña con el pulgar hacia abajo al Patrón. Normalmente, Barnes no hubiera debido darse cuenta de ello; su atención parecía estar dirigida al Patrón. Pero vio el gesto de Mary. Se volvió hacia ella, con una expresión lúgubre en el rostro. Al propio tiempo, trató de abrir un cajón.
— ¡Sam! ¡Mátale! —gritó el Patrón.
Le abrasé las piernas, y su tronco cayó al suelo. Era un mal tiro; yo había intentado abrasarle el vientre.
Di un paso adelante y aparté su pistola de un puntapié, para evitar que sus dedos, que aún se movían, la empuñasen. Estaba a punto de darle el golpe de gracia —un hombre herido de aquel modo podía considerarse muerto, aunque tardaba un tiempo en morir— cuando el Patrón ordenó con voz seca:
— ¡No lo toques! ¡Mary, apártate! Se acercó hacia el cuerpo andando de lado, como un gato olfateando lo desconocido. Barnes dio un profundo suspiro y se quedó inmóvil. El Patrón lo tocó suavemente con la punta de su bastón.
— Jefe —dije—, ya es hora de que nos vayamos, ¿no cree?
Sin mirar a su alrededor, él respondió:
— Estamos tan seguros aquí como en cualquier otra parte. Sin duda, el edificio estará rebosante de ellos.
— ¿Rebosante de qué?
— ¿Cómo voy a saberlo? Rebosante de lo que quiera que él fuese. —Señaló el cuerpo de Barnes—. Eso es lo que me he propuesto descubrir.
Mary dejó escapar un ahogado sollozo y dijo débilmente:
— Aún respira. ¡Miren!
Barnes yacía boca abajo; la parte posterior de su chaqueta se elevaba como un pecho que respirase. El Patrón miró aquel bulto y lo tocó con la punta de su bastón.
— Ven, Sam.
Yo acudí.
— Rásgale la chaqueta —prosiguió—. Ponte guantes y ten cuidado.
— ¿Piel explosiva? —sugerí.
— Cállate. Ve con cuidado.
Debió de haber barruntado algo muy próximo a la verdad. Creo que el cerebro del Patrón tiene montada en su interior una computadora que llega a deducciones lógicas basándose en un mínimo de hechos, del mismo modo que un naturalista es capaz de reconstruir un animal desconocido a partir de un simple hueso. Primero me puse los guantes; eran los que empleaban los agentes, con los que se podían revolver ácidos hirvientes y al propio tiempo reconocer una moneda en la oscuridad y distinguir la cara de la cruz. Una vez me los hube puesto, me dispuse a darle la vuelta para desnudarle.
Su espalda seguía subiendo y bajando; no me agradó su aspecto…, era poco natural. Coloqué la palma de mi mano entre los omoplatos.
La espalda de un hombre es todo huesos y músculo. La de éste era blanda y ondulante. Aparté la mano con rapidez.
Sin pronunciar una palabra, Mary me tendió unas tijeras que encontró en la mesa de Barnes. Las tomé y con ellas abrí la chaqueta. Bajo ella aparecía una camisa de fina tela. Entre ésta y la piel, desde el cuello hasta la mitad de la espalda, había algo que no era carne. De unos seis centímetros de grueso, tenía el aspecto de una joroba.
Palpitaba. Mientras lo contemplábamos, se deslizó lentamente a lo largo de la espina dorsal, apartándose de nosotros. Extendí la mano para rasgar la camisa; pero el Patrón me la golpeó con su bastón.
— Decídase de una vez —dije, frotándome los nudillos.
Él no respondió; metió su bastón bajo la camisa, subiéndola hasta el cuello. Aquella cosa quedó al descubierto.
Grisácea y algo translúcida, mostraba en su interior una estructura más oscura, informe…, pero se veía claramente que estaba viva. Mientras la contemplábamos, se deslizó hacia la axila de Barnes, llenando el hueco, y se quedó allí, incapaz de seguir adelante.
— Pobre diablo —dijo suavemente el Patrón.
— ¿El qué? ¿Eso?
— No…, Barnes. Recuérdeme que gestione la concesión del Corazón de Púrpura a título póstumo, cuando todo esto haya terminado. Si es que termina alguna vez.
El Patrón se enderezó y recorrió renqueando el despacho, como si hubiese olvidado por completo lo que se alojaba en el brazo doblado de Barnes.
Yo me aparté y continué contemplándolo, con la pistola dispuesta. No podía avanzar más; era evidente que no podía volar; pero yo no sabía lo que era capaz de hacer. Mary se me acercó, oprimiendo su hombro contra el mío, como si desease reconfortarme. Yo pasé mi brazo libre en torno a ella.
En una mesa lateral había un montón de recipientes, del tipo de los empleados para guardar las cintas estereoscópicas. El Patrón tomó uno de ellos, tiró la bobina y volvió con él en la mano.
— Esto servirá, creo.
Colocó la caja en el suelo, cerca de aquella cosa indeterminada, y empezó a hostigarla con su bastón, tratando de irritarla y obligarla a meterse en la caja.
En vez de eso se escurrió hacia atrás, hasta ocultarse casi por completo debajo del cadáver. Yo agarré a éste por el otro brazo y lo arrastré; el ser misterioso consiguió sujetarse por un momento, pero luego cayó flojamente al suelo. Siguiendo las instrucciones de nuestro querido tío Charlie, Mary y yo utilizamos nuestras pistolas de baja potencia para obligarlo a moverse, quemando el suelo a su lado. Al fin conseguimos que se metiese en la caja, y yo cerré la tapa de un golpe. El Patrón se puso la caja bajo el brazo.
— Andando, muchachos.
Al salir se detuvo en la puerta para pronunciar una despedida. Luego, tras cerrar la puerta, se detuvo ante la mesa de la secretaria de Barnes.
— Volveré a ver al señor Barnes mañana —le dijo—. No, no me ha dado hora. Ya telefonearé.
Salimos lentamente, el Patrón con la caja que contenía al ser innominado bajo el brazo y yo con el oído avizor. Mary representaba el papel de la jovenzuela estúpida, monologando sin cesar. El Patrón incluso se detuvo en el vestíbulo, compró un puro y preguntó, con aspecto magnánimo e importante, por dónde debía ir.
Una vez en el autoavión, me indicó adonde debía dirigirme y me advirtió que no corriese demasiado. Siguiendo sus instrucciones llegamos a un garaje. El Patrón mandó llamar al dueño y dijo:
— El señor Malone necesita este vehículo… inmediatamente. Era una contraseña que yo ya había tenido ocasión de emplear; el autoavión dejaría de existir en unos veinte minutos, convertido en anónimas piezas de recambio…
El dueño nos contempló y luego respondió suavemente:
— Por esa puerta de ahí.
Hizo marcharse a los dos mecánicos que había en la habitación y nosotros nos escabullimos por la puerta indicada.
Salimos por el piso de un matrimonio anciano; allí readquirimos nuestro color moreno y el Patrón su calva. Me pusieron un bigote; Mary estaba tan guapa morena como lo había estado cuando era pelirroja. La combinación «Cavanaugh» había dejado de existir; Mary se vistió de enfermera y a mí me disfrazaron de chófer, mientras el Patrón se convertía en nuestro amo, un viejo chocho y lisiado, cargado de manías.
Otro autoavión nos esperaba. El viaje de vuelta no tuvo ninguna dificultad; podríamos haber seguido siendo los Cavanaugh de cabellos de estopa. Yo mantuve la pantalla sintonizada con Des Moines, pero si la policía había descubierto el cadáver de Barnes, no se traslucía ninguna información al respecto.
Nos dirigimos directamente al despacho del Patrón y abrimos de inmediato la caja. El Patrón había mandado llamar al doctor Graves, jefe del laboratorio de biología de la Sección, y la caja fue abierta empleando el instrumental adecuado. Pero lo que nos hubiera hecho falta hubieran sido máscaras antigás. Un hedor de materia orgánica corrompida llenó la estancia, obligándonos a cerrar la caja a toda prisa y a poner a toda marcha los ventiladores. Graves torció el gesto.
— ¿Qué demonios era eso? —preguntó.
El Patrón juraba por lo bajo.
— Es usted quien tiene que descubrirlo —dijo—. Ocúpese de él en un compartimiento esterilizado, y no piense que está muerto hasta tener pruebas.
— Si eso está vivo, yo soy un mono.
— Tal vez lo sea usted. Es mejor que no se arriesgue. Es un parásito, capaz de adherirse a un huésped, el hombre, por ejemplo, y dominarlo totalmente. Es casi seguro que es extraterrestre en su origen y metabolismo.
El jefe del laboratorio dio un respingo.
— ¿Un parásito extraterrestre sobre un huésped terrestre? ¡Eso es ridículo! La química de ambos cuerpos sería incompatible.
El Patrón gruñó:
— Al diablo sus teorías. Cuando nosotros lo capturamos, vivía sobre un hombre. Si eso quiere decir que tiene que ser forzosamente un organismo terrestre, dígame usted qué lugar ocupa en la zoología que conocemos y dónde debemos encontrar a sus semejantes. Y déjese de conclusiones prematuras; quiero hechos.
El biólogo se irguió con altivez.
— ¡Los tendrá usted!
— Adelante, pues. Y no persista en su estúpida creencia de que esta cosa está muerta; ese hedor puede ser tal vez un arma defensiva. Este ser, cuando está vivo, es terriblemente peligroso. Si se apodera de uno de los hombres que trabajan en el laboratorio, quizá no me quede más remedio que matarle.
El director del laboratorio salió con la cabeza algo gacha.
El Patrón se sentó en su butaca, suspiró y cerró los ojos. A los cinco minutos los volvió a abrir y dijo: — ¿Cuántas cataplasmas de este tamaño puede transportar una nave espacial tan grande como esa falsa que vimos?
— ¿Es que ha habido una nave espacial? —le pregunté—. Las pruebas parecen ser muy débiles.
— Débiles, pero completamente incontrovertibles. Ha habido una nave. La hay.
— Debiéramos haber examinado el lugar del aterrizaje—Ese lugar hubiera sido lo último que hubiésemos visto en nuestras vidas. Los otros seis agentes no eran imbéciles. Responde a mi pregunta.
— El tamaño de la nave no me dice nada acerca de su cargamento, si ignoro cuál es su método de propulsión, la distancia que puede recorrer o lo que requieren los pasajeros. No es posible resolver una ecuación de varias incógnitas. Si lo que usted quiere es una aproximación, puede decirse que varios cientos, o quizá varios miles.
— Hum…, sí. Así es que tal vez hay unos miles de autómatas en Iowa esta noche. O eunucos, para decirlo con palabras de Mary. —Meditó por un instante—. ¿Pero cómo conseguiré pasar entre ellos y llegar hasta el harén? No podemos empezar a disparar a bocajarro contra todos los hombres de Iowa que muestren bultos sospechosos en la espalda; eso daría que hablar.
Sonrió débilmente.
— Voy a hacerle otra pregunta —dije—. Si ayer aterrizó en Iowa una nave del espacio, cuántas aterrizarán mañana en Dakota del Norte? ¿O en Brasil?
— Claro. —Él aún parecía más turbado—. Voy a resolver la ecuación que citabas.
— ¿Eh?
— ¡Todas sus soluciones nos son igualmente nefastas! Divertíos, muchachos; tal vez sea ésta la última oportunidad que tenéis de hacerlo. No salgáis de las oficinas.
Volví al departamento de maquillaje, readquirí el auténtico color de mi tez y mi apariencia normal, me di un baño y un masaje, y después fui a la cantina para beber algo en compañía. Miré a mi alrededor, sin saber si lo que buscaba era una rubia, una morena o una pelirroja, pero completamente seguro, eso sí, de que el chasis no me pasaría desapercibido.
Era una pelirroja. Mary estaba en una mesa, sorbiendo una bebida y con un aspecto muy parecido al que tenía cuando la conocí.
— Hola, hermanita —dije, deslizándome a su lado.
Ella sonrió y repuso:
— Hola, hermanito. Pide algo —dijo, mientras se apartaba para dejarme sitio.
Pedí un bourbon con agua y luego dije:
— ¿Es ésta tu apariencia real?
Ella movió negativamente la cabeza.—En absoluto. Soy listada como una cebra y tengo dos cabezas. ¿Y la tuya?
— Mi madre me ahogó con una almohada, así es que nunca tuve ocasión de saberlo.
Ella me volvió a mirar, inquisitiva, y luego dijo:
— En cierto sentido, la comprendo muy bien. Sin embargo, no estás nada mal, hermanito.
— Gracias. Y a ver si dejamos de llamarnos hermanito y hermanita; eso me produce inhibiciones.
— Hum…, no estoy muy segura de que no las necesites.
— ¿Yo? Soy incapaz de la menor violencia; no he matado jamás una mosca. Podría haber añadido que, si le ponía una mano encima y a ella no le gustaba, sería capaz de apostar a que me arrancaría la mano de cuajo. Las muchachas que trabajan para el Patrón son de armas tomar.
Ella sonrió.
— ¿Ah, sí? —Dejó su copa—. Bebe y pide otra —me aconsejó.
Seguimos bebiendo sentados uno al lado del otro, sintiendo un agradable bienestar. No hay muchos momentos como ése en nuestra profesión…
Mientras permanecíamos allí sentados, me puse a pensar en lo hermosa que estaría sentada ante una chimenea. Dada la clase de mi trabajo, nunca había pensado muy seriamente en el matrimonio. Pero, después de todo, una muchacha no es más que una muchacha. ¿Por qué excitarse, pues? Sin embargo, Mary también era agente; hablar con ella no sería lo mismo que conversar con el eco en las montañas. Me di cuenta de que llevaba solo demasiado tiempo.
— Mary…
— ¿Dime?
— ¿Eres casada?
— ¿Eh? ¿Por qué me lo preguntas? A decir verdad, no. Pero a santo de qué…, es decir ¿qué importa eso?
— Tal vez pueda importar —insistí.
Ella movió la cabeza.
— Hablo en serio —proseguí—. Mírame. Tengo dos brazos y dos piernas, soy bastante joven, y no entro en casa con los zapatos sucios de barro. Podrías tener peor suerte.
Ella rio, pero con risa bondadosa.
— Y tú podrías haberte inventado otras frases más felices. Seguro que estabas improvisando.—Así es.
— No te lo reprocho. Escúchame, tenorio, tu técnica es deplorable; el simple hecho de que una mujer te deje anonadado no es razón para perder la cabeza y ofrecerle un contrato matrimonial. Encontrarías algunas que serían lo bastante bajas como para tomarte la palabra.
— Lo digo a sabiendas —dije con displicencia.
— ¿Ah, sí? ¿Y qué sueldo puedes ofrecer?
— Eres imposible. Está bien, si quieres ese tipo de contrato, de acuerdo; puedes quedarte tu paga, y yo te entregaré la mitad de la mía… hasta que te jubiles.
Ella movió la cabeza.
— Nunca exigiría un contrato semejante a un hombre con quien deseara casarme…
— Estoy seguro.
— Sólo trataba de hacerte ver que no hablabas en serio. —Me miró—. Pero tal vez me equivocaba —añadió con voz cálida.
— En efecto.
Ella volvió a menear la cabeza.
— Los agentes secretos no deberían casarse entre ellos.
— Precisamente los agentes secretos sólo deberían casarse entre ellos —corregí.
Ella se disponía a responder, pero se calló de pronto. El teléfono hablaba en mi oído. Oía la voz del Patrón, y sabía que ella también.
— Venid a mi despacho —ordenó. Ambos nos levantamos sin pronunciar palabra. Mary me detuvo ante la puerta y me miró a los ojos.
— ¿Comprendes ahora por qué es una estupidez hablar de matrimonio? Tenemos que terminar esta misión. Durante todo el tiempo que hemos estado hablando, no has pensado en otra cosa, ni yo tampoco.
— No es cierto.
— No me engañes. Suponte, Sam, que nos casásemos y que un buen día, al despertar, te encontrases con una de esas cosas repugnantes sobre los hombros de tu esposa. —Sus ojos mostraban horror—. Y supón que yo descubriese una de ellas sobre tus hombros.
— Correría ese riesgo. Y no permitiría que ninguna se aproximase a ti.
Ella me tocó la mejilla.
— Eso es cierto —dijo dulcemente—. Te creo. Entramos en el despacho del Patrón, que levantó la vista al oírnos.
— Venid —dijo—. Nos vamos.
— ¿Adonde? —le pregunté—. ¿O es un secreto?
— A la Casa Blanca, a ver al Presidente. Ahora, cállate.
Me callé.
3
Cuando se inicia un incendio forestal o una epidemia existe un breve espacio de tiempo en el que, si se pone en práctica la acción adecuada, se puede atajar el fuego o contener el avance de la epidemia. El Patrón ya había trazado el plan que el Presidente tenía que poner en acción: declarar el estado de guerra, rodear el área de Des Moines y ordenar que se disparase contra cualquiera que tratase de huir de ella. Luego dejar salir a sus habitantes uno a uno, registrándolos para ver si llevaban algún parásito. Entre tanto, utilizar las pantallas de radar, los cohetes teledirigidos y los satélites artificiales para localizar y destruir cualquier otra aeronave extraterrestre.
Advertir a las demás naciones y pedir su ayuda…, pero no tener contemplaciones con el derecho internacional, porque se trataba de una lucha por la supervivencia de la especie humana contra un invasor exterior. No importaba que viniese de Marte, de Venus, de los satélites de Júpiter o de fuera del sistema solar. Lo que importaba era rechazar la invasión.
El único don verdaderamente excepcional del Patrón consistía en su habilidad para razonar lógicamente ante hechos no familiares y casi increíbles, que manejaba tan fácilmente como los más vulgares. No parece gran cosa, ¿verdad? Pues la mayoría de las mentalidades enmudecen al enfrentarse con hechos que chocan con sus creencias fundamentales. «No puedo creerlo» era una frase común tanto en boca de intelectuales como de cretinos.
Pero no era así con el Patrón. Y además tenía al Presidente para contárselo. Los agentes del servicio secreto del Presidente se ocuparon de nosotros. Un aparato de rayos X dio la señal de alarma y tuve que entregar mi pistola de rayos. Mary resultó ser un arsenal ambulante; el aparato detector emitió cuatro furiosas señales y un hipo, aunque hubiera jurado que no ocultaba ni siquiera un sello de correos. El Patrón entregó su bastón sin esperar a que se lo pidiesen.
Nuestras cápsulas telefónicas se evidenciaron tanto a los rayos X como al detector de metales, pero los agentes no estaban preparados para realizar operaciones quirúrgicas. Celebraron una apresurada conferencia y el jefe de ellos dictaminó que un objeto insertado en la carne no podía considerarse un arma. Nos tomaron las huellas dactilares, fotografiaron nuestras retinas y nos introdujeron en una sala de espera. Llamaron en seguida al Patrón, que entró solo a ver al Presidente.
Al poco tiempo fuimos introducidos nosotros. El Patrón nos presentó y yo me puse a tartamudear. Mary se limitó a inclinarse. El Presidente dijo que se alegraba de conocernos y nos ofreció su famosa sonrisa, popularizada por los estereoscopios; consiguió hacernos creer que se alegraba verdaderamente de conocernos. Yo sentí un calorcillo interior y desapareció mi embarazo.
El Patrón me ordenó que expusiese todo cuanto había hecho, visto y oído en relación con aquella cuestión. Traté de sorprender su mirada cuando llegué a la parte de la muerte de Barnes, pero él no me miraba, así es que me callé lo de la orden que él me había dado de matarle, tratando de demostrar claramente que yo había disparado para proteger a otro agente, a Mary, al ver que Barnes trataba de alcanzar su pistola. Pero el Patrón me interrumpió:
— No omita nada.
Dije pues que el Patrón me había ordenado matarle. El Presidente dirigió una mirada al Patrón, y ésa fue su única reacción. Conté lo del parásito y seguí hasta llegar al momento presente, sin que nadie me interrumpiese ni una sola vez.
Entonces llegó el turno de Mary. Se enredó tratando de explicar al Presidente por qué esperaba que los hombres normales reaccionasen al verla, cosa que no consiguió ni con los hermanos McLain ni con el sargento ni con Barnes. El Presidente la animó sonriéndole cordialmente y diciéndole:
— Mi querida señorita, la comprendo muy bien.
Mary enrojeció. El Presidente escuchó con gravedad hasta que hubo terminado, y luego permaneció callado durante algunos minutos. Por último habló dirigiéndose al Patrón.
— Andrew, tu Sección nos ha rendido unos servicios inestimables. Tus informes han inclinado la balanza en momentos cruciales de nuestra historia.
El Patrón refunfuñó:
— Eso quiere decir que no, ¿verdad?
— Yo no he dicho eso.
— Estabas a punto de decirlo.
El Presidente se encogió de hombros.
— Iba a sugerir que se retiren los agentes jóvenes. Andrew, eres un genio, pero incluso los genios se equivocan.
— Mira, Tom, yo ya preveía esto; por lo tanto, me he traído testigos. No se hallan bajo el efecto de drogas ni han recibido instrucciones en ningún sentido. Llama a tus psiquiatras; que traten de comprobar si lo que cuentan es cierto o no.
El Presidente movió la cabeza.
— Estoy seguro de que eres más listo que cualquiera de ellos. Ahí tienes a ese joven, por ejemplo… Está dispuesto a responder de una acusación de asesinato para ayudarte. Inspiras fidelidad, Andrew. Y por lo que se refiere a la señorita, realmente, Andrew, no puedo lanzarme a lo que es casi una guerra fiándome de la intuición de una mujer.
Mary dio un paso al frente.
— Señor Presidente —dijo muy seria—, es cierto, se lo aseguro. No puedo decirle por qué lo sé, pero aquellos hombres no eran normales.
Él respondió:
— No ha tomado usted en consideración una explicación muy sencilla…, y es que se tratara de verdaderos «eunucos». Perdóneme, señorita. Por desgracia existen tales infelices. Debido a las leyes del azar, usted se encontró con cuatro de ellos.
Mary se calló, pero no el Patrón.
— Maldita sea, Tom… —Yo me estremecí; aquél no era el modo de hablar al Presidente—. Te conocí cuando eras un senador que investigaba y yo era un hombre de primordial valor en tus investigaciones. Ya sabes que no te traería este cuento de hadas si hubiese algún medio de explicarlo. ¿Qué era esa nave del espacio? ¿Qué había en ella? ¿Por qué no conseguí ni siquiera llegar al lugar donde aterrizó?
Sacó la fotografía tomada por el satélite artificial Beta y la puso bajo las narices del Presidente. Éste continuaba imperturbable.
— Sí, sí, Andrew, pero yo quiero hechos; tú y yo tenemos pasión por los hechos. Y yo dispongo de otras fuentes de información además de las que me suministran tus agentes. Mira esta foto. Tú hiciste hincapié en ella cuando me telefoneaste. Los límites y la extensión de la granja McLain, tal como están registrados en el catastro del condado, concuerdan con la latitud y longitud obtenida por triangulación del objeto que aparece en esta fotografía. —El Presidente levantó la mirada—. Una vez me perdí en mi propio barrio. Tú ni siquiera estabas en tu propio barrio, Andrew.
— Tom…
— Dime, Andrew.
— No fuiste tú quien efectuó esa comprobación en el catastro del condado, ¿verdad?
— Claro que no.
— Gracias a Dios, de lo contrario querría decir que llevabas kilo y medio de tapioca palpitante sobre tus hombros… Y entonces, ¡pobres de los Estados Unidos! Puedes estar seguro de una cosa: tanto el secretario del catastro como el funcionario que fue enviado allí llevan joroba en este momento. Sí, y el jefe de policía de Des Moines, así como los directores de periódicos, los expedidores, los policías…, toda la gente que tenga una misión de cierta importancia. Tom, ignoro con quién nos enfrentamos, pero ellos sí que saben lo que somos nosotros, y están inutilizando las células nerviosas de nuestra organización social antes de que haya tiempo de comunicar informaciones verídicas…, o bien recubren las verdaderas informaciones con otras falsificadas, como en el caso de Barnes. Como Presidente, tienes que ordenar una drástica cuarentena de toda esa zona. No hay otra esperanza.
— Barnes… —repitió el Presidente suavemente—. Andrew, deseaba evitarte esto, pero… —Dio vuelta a una llave en su mesa de despacho—. Póngame con la estación estereoscópica WDES, de Des Moines, con el despacho del director.
A los pocos instantes se iluminaba una pantalla sobre su mesa de despacho; pulsó otro interruptor y se iluminó una pantalla mayor sobre la pared. Estábamos contemplando la habitación donde habíamos estado pocas horas antes.
En ella se veía un hombre que ocupaba casi toda la pantalla: Barnes.
O su hermano gemelo. Cuando yo mato a un hombre, creo que lo menos que puede hacer es quedarse muerto. Me sentí impresionado, pero seguía creyendo en mí… y en mi pistola. Aquel hombre dijo:
— ¿Preguntaba usted por mí, señor Presidente?
Parecía como si se sintiese ofuscado y confundido ante aquel honor.
— Sí, gracias, señor Barnes. ¿Reconoce usted a estas personas?
Él pareció sorprendido.
— Lo siento mucho, señor, pero ni siquiera los conozco.
El Patrón terció:
— Dile que llame a sus empleados.
El Presidente se lo ordenó, con aire zumbón. Todos se apretujaron para entrar, muchachas en su mayoría, y yo reconocí a la secretaria que estaba sentada junto a la puerta. Una de ellas chilló:
— ¡Oh, es el Presidente!
Ninguna de ellas nos identificó, lo cual no era de extrañar, por lo que se refería al Patrón y a mí, pero Mary conservaba su mismo aspecto, y apostaría a que su imagen quedaría grabada en la mente de cualquier mujer que hubiese podido verla.
Sin embargo, advertí una cosa muy curiosa: todas esas personas eran algo cargadas de espaldas. El Presidente nos despidió benévolamente. Puso una mano sobre el hombro del Patrón y dijo:
— En serio, Andrew, la República no está en peligro… Ya nos preocuparemos de que no lo esté.
Diez minutos después estábamos expuestos al viento furioso que soplaba sobre la plataforma de Rock Greek. El Patrón parecía abatido y envejecido.
— ¿Qué hacemos ahora, jefe?
— ¿Eh? Vosotros dos, nada. Estáis de permiso hasta que os vuelva a llamar.
— Me gustaría ir a echar otra mirada al despacho de Barnes.
— Mantente alejado de Iowa. Es una orden.
— Está bien, ¿qué va a hacer usted?
— Pienso irme a Florida a tomar el sol mientras espero que el mundo se pudra. Si os queda algo de sentido común, haréis lo mismo. Os queda poquísimo tiempo.
Se enderezó y se alejó renqueando. Yo me volví para hablar con Mary, pero había desaparecido. Miré en torno mío y no la vi en parte alguna. Eché a correr y alcancé al Patrón.—Perdóneme, jefe. ¿Adónde ha ido Mary?
— ¿Cómo? De permiso, sin duda. No me fastidies.
Pensé en dirigirme a nuestras oficinas para seguir su huella, pero entonces recordé que no sabía ni su verdadero nombre ni su seudónimo más usual ni su matrícula. Pensé en dar su descripción a la Sección, pero era una idea estúpida. Sólo en los archivos del departamento de maquillaje se conservaba registrado el verdadero aspecto de un agente…, y esos archivos son inaccesibles. Lo único que yo sabía es que ella se me había presentado dos veces como pelirroja… y que era de las que quitan la respiración.
No era gran cosa para averiguar su número de teléfono. Me contenté con tomar una habitación de una sola cama en el primer hotel que vi.
4
Caía el crepúsculo cuando desperté. Me asomé a la ventana y contemplé la animación de la calle. El río se alejaba como una ancha faja plateada que rozaba la base del Memorial. Gracias a la fluoresceína vertida más arriba de Washington, el río resaltaba en amplios meandros de un brillante color amarillo, rosado o verde.
Embarcaciones de placer cargadas de gente surcaban el agua multicolor. Debían de estar llenas de parejas ocupadas en distraerse de un modo poco moral pero que sin duda juzgaban agradable.
En la orilla, entremezcladas con edificaciones más antiguas, aparecían cúpulas en forma de burbuja, que daban a la ciudad un aspecto mágico. Hacia el este, donde cayó la bomba, no había viejas edificaciones, y toda aquella zona parecía una cesta de gigantescos huevos de Pascua, iluminados en su interior.
He contemplado la capital de noche innumerables veces. Sin embargo, nunca le he prestado demasiada atención. Tenía la impresión de decirle adiós esta noche. No era su belleza lo que me atenazaba la garganta, sino el saber que bajo aquellos globos de colores había personas vivas, diferentes unas de otras, entregadas a sus quehaceres, haciendo el amor o discutiendo, según el humor de cada cual; cada uno bajo su propio techo, sin tener miedo de nadie.
Imaginé a aquellos inofensivos seres, cada uno con su correspondiente babosa gris aferrada al cuello, moviendo sus brazos y piernas, haciéndoles decir lo que la babosa deseaba, y haciéndoles ir adonde la babosa quería ir.
Me hice una solemne promesa: si los parásitos ganaban, me mataría antes de permitir que uno de aquellos asquerosos bichos montase sobre mí. Para un agente eso resulta muy fácil, basta con morderse una uña; y si las manos han sido arrancadas, hay otros medios. El Patrón había previsto todas las eventualidades.
Pero no había tomado esas disposiciones con esa intención, y yo lo sabía. Su misión, y la mía, consistía en velar por la seguridad de aquellas gentes, y no en tomar la tangente cuando las cosas se pusiesen feas.
Me aparté de la ventana. Ahora no podía hacer absolutamente nada; decidí que lo único que necesitaba era compañía. En la habitación había el acostumbrado catálogo de agencias de azafatas o de modelos que se encuentran en casi todos los hoteles importantes. Lo hojeé rápidamente, para cerrarlo de golpe. No quería una chica complaciente; quería a una en particular… Y no sabía dónde buscarla.
Llevo siempre encima un tubo de píldoras extratemporales, puesto que uno nunca sabe cuándo es conveniente dar una sacudida a nuestros reflejos, para librarnos de una situación difícil. A pesar de la propaganda adversa, estas píldoras no crean hábito, como ocurre con el hachís.
Sin embargo, un purista hubiera dicho que yo era un adicto, porque las tomaba de vez en cuando con el fin de que un permiso de veinticuatro horas me pareciese de una semana. Me agrada la suave euforia que producen las píldoras. En primer lugar, multiplican el tiempo subjetivo por un factor de diez o incluso más… Dividen el tiempo en pedacitos más pequeños, haciendo que se viva más en el mismo espacio de tiempo según el reloj y el calendario. Claro que no desconozco el horrible ejemplo del hombre que murió de vejez en un mes a consecuencia de haber tomado demasiadas píldoras, pero yo sólo las tomo de vez en cuando.
Aunque tal vez la actitud de ese hombre fuese acertada. Vivió una vida larga y feliz —pueden estar seguros de que fue feliz—, para morir por último lleno de felicidad. ¿Qué importa que el sol sólo se levantase treinta veces? ¿Quién se preocupa en calcular y bajo qué reglas?
Permanecí sentado, contemplando mi tubo de píldoras y pensando que había las suficientes para mantenerme durante lo que me parecía, por lo menos, un período de dos años. No tenía más que enterrarme en mi agujero, cerrando la puerta tras de mí.
Tomé dos píldoras en una mano y en la otra un vaso de agua. Sin embargo, terminé volviéndolas a meter en el tubo, cogiendo mi teléfono y mi pistola, saliendo del hotel y dirigiéndome a la Biblioteca del Congreso.
Por el camino me detuve en un bar y contemplé el telediario. No había noticias de Iowa, pero ¿acaso hay alguna vez noticias de Iowa?
— En la Biblioteca me dirigí al archivo, me puse las gafas especiales y empecé a buscar fichas. De «Platillos volantes» pasé a «Discos volantes», luego a «Proyecto platillo», después a «Luces en el cielo», «Bolas de fuego», «Teoría de la difusión cósmica para el origen de la vida», y a dos docenas de vías muertas y ramas secundarias de la literatura pseudo científica. Me hubiera hecho falta un contador Geiger para eliminar lo carente de interés, especialmente si se tiene en cuenta que lo que yo buscaba poseía una clave semántica que lo localizaba entre las fábulas de Esopo y el mito de la Atlántida.
No obstante, al cabo de una hora ya tenía un puñado de fichas perforadas. Las entregué a la joven vestal que ejercía las funciones de bibliotecaria y esperé mientras ésta las introducía en el selector. Luego me dijo:
— La mayoría de las películas que usted me pide están en préstamo. Las restantes le serán entregadas en la sala 9—A.
En la sala 9—A sólo había una persona, que me miró y dijo:
— ¡Vaya! El lobo en persona. ¿Cómo me has encontrado? Juraría que te había hecho perder la pista.
Yo dije:
— Hola, Mary.
— Hola —me respondió—, y ahora, adiós. No estoy para declaraciones, y además tengo trabajo.
Se me cayó el alma a los pies.
— Escucha, presumida criatura: aunque te pueda parecer extraño, no he venido aquí siguiendo tu bonita figura. Da la casualidad de que yo también he venido a trabajar. Cuando me traigan las películas que he encargado, me iré a otra sala… ¡Para hombres solos!
En lugar de mandarme al diablo, ella se aplacó inmediatamente.
— Te ruego que me disculpes, Sam. Tengo que oír lo mismo tantas veces… Siéntate.
— No, gracias —repuse—, me voy. La verdad es que quiero trabajar.
— Quédate —insistió—. Lee ese aviso. Si te llevas las películas de la sala a que están destinadas, no sólo causarás la rotura de una docena de lámparas del selector, sino que provocarás un ataque de nervios al bibliotecario jefe. — Las devolveré cuando haya terminado.
Ella me asió del brazo y sentí un cálido hormigueo ascender por él.
— Por favor, Sam. Perdóname.
Me senté, tratando de sonreír.
— Nada sería capaz de decidirme a marcharme. No quiero perderte de vista hasta que sepa tu número de teléfono, tu dirección y el verdadero color de tu cabello.
— Tenorio —me dijo ella con suavidad—, ¡no sabrás nada en absoluto!
Aproximó ostensiblemente la cara a la máquina de lectura, haciendo ver que me ignoraba.
El tubo de entrega produjo un ruido sordo y mis películas cayeron en el cesto. Las coloqué sobre la mesa, al lado de la otra máquina. Una de ellas rodó hasta chocar con las que Mary había apilado, derribándolas. Recogí la que creía que era la mía y miré su extremo, en el que figuraba el número de serie y el dibujo punteado que descifra el selector. La volví del otro lado, leí la etiqueta y la coloqué en mi pila.
— ¡Eh! —dijo Mary—. Esa película es mía.
— Que te crees tú eso.
— Lo es. Es la que iba a mirar ahora.
Más tarde o más temprano, tenía que comprender lo evidente. Mary no estaba allí para estudiar la historia del calzado. Tomé algunas de sus películas y leí las etiquetas.
— Ahora comprendo por qué no han podido servirme nada de lo que yo quería —dije—. Pero tú selección es incompleta.
Y le mostré las películas que yo había escogido.
Mary las examinó, y luego formó una sola pila con todas.
— ¿Nos las partimos, o las miramos todas los dos?
— Partámoslas para arrancar los hierbajos, y luego examinaremos juntos lo interesante —decidí—. Démonos prisa.
Incluso después de haber visto el parásito sobre la espalda del pobre Barnes y de haberme asegurado el Patrón que un platillo volante había aterrizado de verdad, yo no me hallaba preparado para digerir el montón de pruebas que había encontrado en la biblioteca. ¡Al diablo Digby y su fórmula! Las pruebas eran inequívocas: la Tierra había sido visitada por naves procedentes del espacio no sólo una sino muchas veces. Aquellos informes eran muy anteriores a nuestros propios progresos en navegación interplanetaria; algunos se remontaban al siglo XVII e incluso antes, pero era imposible juzgar acerca de informaciones que databan de unos tiempos en que la ciencia se basaba únicamente en Aristóteles. Los primeros datos sistemáticos provenían de los años comprendidos entre 1940 y 1950; la siguiente oleada apareció en 1980. Advertí algo y empecé a tomar notas. Los objetos extraños aparecían en el cielo siguiendo un ciclo aproximado de unos treinta años. Un análisis estadístico podría producir algún resultado.
Los platillos volantes estaban relacionados con misteriosas desapariciones; no sólo porque los documentos que se referían a ellos estaban clasificados en la misma serie que la serpiente de mar, la lluvia de sangre y otros raros fenómenos de la naturaleza, sino porque también, según noticias absolutamente serias y bien documentadas, pilotos de avión han perseguido a algunos de aquellos platillos para no regresar jamás, ni aterrizar ni aparecer por parte alguna, siendo considerados oficialmente como caídos en regiones salvajes y perdidos.. Una explicación demasiado fácil.
Tuve otro presentimiento descabellado y traté de comprobar si existía también un ciclo de treinta años en esas desapariciones misteriosas y, de ser así, si concordaba con el ciclo de los objetos celestes. No podía estar seguro; demasiado acopio de datos y muy poca fluctuación: todos los años desaparecen infinidad de personas debido a diversas causas. Pero las informaciones vitales habían sido guardadas durante largo tiempo, y no todas se perdieron en los bombardeos. Las anoté para que los técnicos las analizasen.
Mary y yo apenas cambiamos dos palabras aquella noche. De vez en cuando nos levantábamos para desperezamos, y en una ocasión presté cambio a Mary para que pudiese pagar a la máquina los metros y metros de notas que había tomado. (¿Por qué no llevarán nunca cambio las mujeres?)
— Bien, ¿cuál es el veredicto? —pregunté.
— Me siento como un gorrión que ha construido su nido en un canalón.
— En ese caso, hagamos como él. Desdeñemos las lecciones de la experiencia y reconstruyamos nuestro nido en el mismo sitio.
— ¡Oh, no!, Sam. Hay que hacer algo. Está muy claro; esta vez vienen a quedarse.—Pudiera ser. Lo creo muy posible.
— Bien, ¿y qué haremos?
— Lo cierto es que no nos espera una vida divertida.
— No seas cínico. No tenemos tiempo.
— Es verdad. Vámonos.
Amanecía y la biblioteca estaba casi desierta. Dije:
— Te voy a decir lo que haremos: buscaremos un barril de cerveza, lo llevaremos a mi habitación del hotel, nos lo beberemos y volveremos a hablar de ello.
Ella meneó la cabeza.
— No en tu habitación.
— Oye, nena, se trata de un asunto serio.
— Iremos a mi apartamento. Sólo está a unos doscientos kilómetros; desayunaremos allí.
Recordé mi propósito de sacar el mayor partido a la vida.
— Es la mejor oferta que me han hecho en toda la noche. En serio… ¿Por qué no en el hotel? Nos ahorraríamos media hora de viaje.
— ¿No quieres venir a mi apartamento? Te aseguro que no te morderé.
— Ojalá. Me sorprende que hayas cambiado de opinión.
— Tal vez quiera mostrarte los cepos para lobos que tengo en torno a mi cama. O demostrarte que sé cocinar.
Sonrió, y se le formaron unos hoyuelos encantadores.
Paré un aerotaxi y nos fuimos a su apartamento.
Cuando entramos ella registró cuidadosamente la vivienda, después volvió y dijo:
— Vuélvete. Quiero examinarte la espalda.
— ¿Por qué?
— ¡Vuélvete!
Cerré el pico. Me la golpeó minuciosamente con los nudillos, y luego dijo:
— Ahora examina la mía. — ¡Con mucho gusto!
Puedo asegurar que lo hice a conciencia, porque ya veía adonde quería ir a parar. Bajo sus ropas sólo había su encantador cuerpo y un mortífero armamento formado por modelos escogidos.
Se volvió y dejó escapar un suspiro.
— Por eso no quería ir a tu hotel. Ahora tengo la certidumbre de que estamos seguros por primera vez desde que vi aquella cosa sobre la espalda de Barnes. Este piso es estanco; cortó la llegada del aire y dejo todo herméticamente cerrado cada vez que me marcho.
— Muy bien, pero ¿y las tuberías del aire acondicionado?
— No está instalado ese sistema de acondicionamiento; en su lugar, empleo una de las botellas de reserva. Y ahora, ocupémonos de cosas serias. ¿Qué te gustaría comer?
— ¿Sería posible un bistec poco hecho?
Lo era. Mientras comíamos, contemplamos el telediario. Seguían sin comunicar noticias de Iowa.
5
Después de la frugal colación, Mary se cerró por dentro en su dormitorio y yo no llegué a ver los cepos para cazar lobos. Tres horas más tarde me despertó y volvimos a desayunar. Encendimos sendos cigarrillos y puse la televisión para ver las noticias. Consistían en un reportaje sobre la elección de «Miss América». Ordinariamente lo hubiera seguido con interés, pero desde el momento en que ninguna de las muchachas era cargada de espaldas y además sus exiguos trajes no podían ocultar de ninguna manera una joroba sospechosa, aquello me pareció falto de todo interés.
— Y bien, ¿qué vamos a hacer? —dije.
— Tenemos que ordenar todo el material recopilado y conseguir que el Presidente meta la nariz en él —contestó Mary.
— ¿Cómo?
Ella no respondió. Yo dije:
— Sólo tenemos un camino…, a través del Patrón. Hice la llamada usando nuestros dos códigos, para que Mary pudiese escuchar la conversación. De pronto oí:
— Aquí Oldfield, contestando por el Patrón.
— Quiero hablar con el Patrón en persona.
— ¿El asunto es oficial o privado?
— Pues… digamos privado.
— En ese caso, no puedo ponerles con él. Y si se trata de algo oficial, yo puedo ocuparme de ello.
Corté antes de soltar alguna inconveniencia. Entonces utilicé un nuevo código. El Patrón dispone de un código especial que si se utiliza está garantizado para sacarle aunque sea de la tumba…, pero que Dios asista al que lo emplee sin necesidad.
Respondió con unas cuantas expresiones destempladas.—Patrón —le dije—, se trata del asunto de Iowa.
Él permaneció callado durante un momento, y luego dijo:
— ¿Qué ocurre?
— Mary y yo hemos pasado toda la noche recopilando datos en la Biblioteca del Congreso. Deseamos tener un cambio de impresiones con usted.
Volví a oír algunas expresiones incorrectas. Luego me dijo que entregase todos esos datos al departamento de Análisis, añadiendo que se proponía comerse mis orejas fritas en un bocadillo a la primera ocasión.
— ¡Patrón! —le interpelé con aspereza.
— ¿Qué?
— Si usted puede dejarlo cuando le place, también podemos hacerlo nosotros. Mary y yo presentamos la dimisión en este mismo instante. Es oficial.
Mary enarcó las cejas, pero no dijo nada. Hubo un largo silencio y después él dijo con voz cansada:
— Hotel Palmglade, Miami.
— Muy bien. Llamé a un aerotaxi y subimos al tejado de la casa. Ordené al conductor que diese una gran vuelta sobre el océano, para no tener que pasar sobre Carolina, donde la velocidad está limitada. Hicimos el viaje con bastante rapidez.
En Miami encontramos al Patrón tumbado en la playa. Con aire gruñón, durante todo el tiempo que estuvo escuchando nuestro informe dejó escurrir arena por entre sus dedos. Yo había traído un dictáfono, así que pudo oír directamente el informe del aparato.
Levantó la vista cuando llegamos a lo de los ciclos de treinta años, pero no dijo nada hasta que escuchó lo que yo decía acerca de la existencia de ciclos coincidentes de desapariciones; en ese momento llamó a la Sección:
— Póngame con Análisis. Oiga…, ¿Peter? Soy el Patrón. Quiero una curva sobre las desapariciones no explicadas, empezando en 1800. Elimina los factores conocidos y descuenta la proporción invariable. Lo que quiero es un registro de los altibajos. ¿Para cuándo? Para ayer, cretino. ¿A qué esperas?
Se puso trabajosamente en pie, permitiendo que yo le ofreciese su bastón, y gruñó:
— Bueno, hay que reemprender la tarea…
— ¿Iremos a la Casa Blanca? —preguntó ansiosamente Mar}—¿Qué? Estás loca. No habéis descubierto nada que pueda modificar las opiniones del Presidente.
— Entonces, ¿qué…?
— Lo ignoro. Si no tenéis nada inteligente que decir, os calláis.
El Patrón disponía de un autoavión, y yo me senté ante los mandos. Puse el piloto automático y dije:
— Patrón, tengo algo que podría convencer al Presidente.
Soltó un gruñido.
— Es lo siguiente —proseguí—. Enviar a dos agentes, otro y yo. El otro llevará una cámara de televisión y la mantendrá enfocada sobre mí. Usted hará que el Presidente contemple lo que suceda.
— Supongamos que no sucede nada…
— Ya me ocuparé yo de que suceda. Me dirigiré al lugar donde ha aterrizado la astronave, abriendo mi camino hasta ella. Obtendremos un primer plano de la nave auténtica, para que puedan contemplarla a sus anchas en la Casa Blanca. Luego iré al despacho de Barnes e investigaré todas aquellas jorobas; rasgaré las camisas delante mismo de la cámara. No me andaré con cumplidos; rasgaré las ropas de arriba abajo.
— ¿No comprendes que tienes las mismas posibilidades de éxito que un ratón en una asamblea de gatos?
— Yo no estaría tan seguro. Por lo que he podido ver hasta ahora, esos bichos no poseen dotes sobrehumanas. Apostaría a que su poder está limitado a lo que pueda hacer el ser humano que dominan. No me propongo ser un mártir. En cualquier caso, obtendré pruebas.
— Hum…
— Puede dar resultado —intervino Mary—. Yo seré el otro agente. Puedo…
El Patrón y yo lanzamos un rotundo «no» al unísono, y yo me sonrojé, porque no tenía atribuciones para dar órdenes. Mary prosiguió:
— Iba a decir que mi presencia es muy lógica, debido al… talento que poseo para descubrir a los hombres que llevan un parásito.
— No —repitió el Patrón—. Allí todos están dominados por los parásitos mientras no se demuestre lo contrario. Además, te reservo para otra cosa.
Ella debiera haberse callado, pero no lo hizo.
— ¿Por qué? Esta misión es importante. El Patrón dijo suavemente:
— También lo es la otra. Tengo el proyecto de convertirte en guardia personal del Presidente.
— Oh… —Después de meditar, repuso—: Pero, Patrón, no estoy segura de poder detectar a una mujer poseída por un parásito. Es que… no estoy equipada para ello.
— Pues apartaremos de él a sus secretarias. Además, tendrás que observarle a él también.
Ella pareció pensarlo.
— Pero suponga que descubro que ha llegado uno hasta él, a pesar de todo.
— Harías lo que hay que hacer, el Vicepresidente ocuparía la presidencia y tú terminarías fusilada por alta traición. Hablemos ahora de esta misión. Enviaremos a Jarvis con la cámara, e incluiremos a Davidson como tercer hombre. Mientras Jarvis te enfoca, Davidson vigilará a Jarvis, y tú intentarás a su vez no perderlo de vista.
— ¿Cree usted que eso dará resultado?
— No. Pero más vale un mal plan que ninguno en absoluto. Tal vez obtengamos algún resultado.
Mientras nos dirigíamos a Iowa —Jarvis, Davidson y yo—, el Patrón se marchó a Washington. Mary me llevó a un rincón poco antes de emprender el viaje, me agarró por las orejas, me dio un fuerte beso y me dijo:
— Sam…, vuelve pronto.
Sentí un hormigueo en todo el cuerpo y me pareció que tenía quince años.
Davidson descendió con el autoavión al otro lado del puente hundido. Para guiarle, yo utilizaba un mapa en el cual estaba señalado el punto de aterrizaje de la auténtica nave del espacio. El puente nos proporcionaba un precioso punto de referencia. Salimos de la carretera a trescientos metros al este, y avanzamos campo a través.
Poco antes de llegar al lugar, nos encontramos con terreno calcinado y resolvimos seguir a pie. El emplazamiento indicado por la fotografía del satélite artificial se encontraba dentro de la zona quemada…, y no se distinguía el menor rastro de platillo volante. Hubiera hecho falta un detective mejor que yo para demostrar que allí había aterrizado uno de esos artefactos. El fuego había destruido todos los indicios.
Jarvis, sin embargo, captó la imagen de todo, pero yo sabía que las babosas nos habían ganado la partida. Al alejarnos nos tropezamos con un viejo campesino; por si las moscas, nos mantuvimos a una prudente distancia.
— Vaya incendio —observé, sin acercarme demasiado.
— Ciertamente —dijo él, con voz triste—. Mató a dos de mis mejores vacas, pobrecillas. ¿Son ustedes periodistas?
— Sí —le contesté—, pero nos han enviado a cazar patos.
Deseé que Mary hubiese estado con nosotros. Era posible que aquel hombre fuese cargado de espaldas de natural. Pero advirtiendo que el Patrón estuviese en lo cierto al referirse a la astronave —y tenía que estarlo—, entonces aquel campesino, excesivamente inocente, tenía que estar enterado de todo y estaba disimulando. Consecuencia lógica era que debía de llevar una babosa a las espaldas.
No había más remedio. Las oportunidades de capturar un parásito y de mandar su imagen hasta la Casa Blanca eran mayores aquí que en medio de una multitud. Miré de soslayo a mis compañeros; estaban prevenidos, y Jarvis con la cámara lista.
Cuando el campesino se volvió le eché la zancadilla. Cayó al suelo y yo me abalancé sobre su espalda, para desgarrarle la camisa. Jarvis se adelantó para tomar un primer plano. El viejo tenía la espalda desnuda antes de que hubiese tenido tiempo de recuperar el aliento.
Y estaba desnuda…; sin parásito, sin la menor huella de una babosa. Tampoco la tenía en ningún otro lugar de su cuerpo, como pude comprobar.
Le ayudé a levantarse, limpiándole el polvo; tenía sus ropas hechas una lástima a causa de las cenizas.
— No sabe cuánto lo siento —le dije.
El viejo temblaba de cólera.
— Son ustedes unos… —Fue incapaz de encontrar un calificativo lo bastante injurioso. Nos miró, con el mentón tembloroso—. Esto les costará caro. Si tuviese veinte años menos les daría su merecido.
— Créame, abuelo, ha sido una equivocación.
— ¡Una equivocación! —Su rostro estaba descompuesto y creí que iba a llorar—. He estado en Omaha y a mí vuelta me encuentro la casa quemada, la mitad de mi ganado desaparecido y a mi yerno sin dar señales de vida. Veo a unos forasteros en mis tierras, y cuando me acerco a ver qué hacen, se echan sobre mí y me destrozan la ropa… ¡Una equivocación! ¿Adónde vamos a parar, señor? Pensé que podía responder a esto último, pero no lo intenté. Quise ofrecerle dinero para indemnizarle por el atropello, pero él me arrojó los billetes a la cara. Nos alejamos con el rabo entre las piernas. De nuevo en el coche, Davidson me dijo:
— ¿Estás seguro de lo que te traes entre manos?
— Yo puedo equivocarme —respondí salvajemente—, pero ¿acaso el Patrón se ha equivocado alguna vez?
— Pues…, no. ¿Adónde vamos ahora?
— A la emisora central WDES. Esta vez no nos equivocaremos.
Cuando llegamos ante la barrera de peaje de Des Moines, el guardia vaciló. Consultó sus notas y miró nuestra matrícula.
— El sheriff ha recibido una denuncia contra un coche que lleva esta matrícula —dijo—. Pónganse ahí a la derecha.
Y no levantó la barrera.
— De acuerdo —repuse.
Retrocedí una docena de metros y la hice saltar por los aires. Los autoaviones de la Sección son muy sólidos, y capaces de llevarse por delante todo cuanto se opone a su paso…, lo cual resultó muy conveniente en aquel momento, porque la barrera era maciza. No disminuí la marcha después de franquearla.
— Esto es muy interesante —dijo Davidson, con aire soñador—. Supongo que aún sabes lo que te traes entre manos.
— Menos conversación —rezongué—. Enteraos de esto: es probable que no salgamos. Pero tomaremos esas imágenes.
— Como tú digas, jefe.
Habíamos dejado muy atrás a cualquier posible perseguidor. Frené en seco ante la emisora y nos apeamos. Abandonando los métodos indirectos de «tío Charlie», nos abalanzamos al interior del primer ascensor que encontramos y oprimimos el botón del piso de Barnes. Cuando llegamos, salimos del ascensor, dejando la puerta abierta. Al pasar a la primera oficina la encargada trató de detenernos, pero nosotros seguimos adelante. Las empleadas nos contemplaban sorprendidas. Me fui directamente a la puerta de Barnes y traté de abrirla; estaba cerrada. Me volví hacia su secretaria:
— ¿Dónde está Barnes?
— ¿Qué desean, por favor? —respondió, cortés y fríamente.
Miré su espalda. Combada. «Vamos —me dije—, ésta tiene que serlo. Estaba aquí cuando maté a Barnes. “Me incliné y le subí el jersey de un tirón.
Había acertado. Tenía que acertar. Contemplé por segunda vez a un parásito.
Ella se debatió, manoteó y trató de morderme. Le retorcí el cuello con una llave de judo, casi metiendo las manos en el asqueroso bicho, y ella cayó como un saco. Le oprimí el estómago con tres dedos y después le di la vuelta.
— Jarvis —grité—, toma un primer plano.
El idiota se había hecho un lío con la cámara; que se le había enredado en una pierna. Se enderezó.
— No funciona —me dijo—. Se ha fundido una lámpara.
— Reemplázala…, ¡date prisa!
Una mecanógrafa se levantó al otro lado de la estancia y disparó contra la cámara. Le dio de lleno, pero Davidson la dejó seca. Como si hubiese sido una señal, seis de ellas saltaron sobre Davidson. Parecían ir desarmadas; sólo se abalanzaron sobre él.
Yo sujeté a la secretaria y disparé desde el lugar en que me hallaba. Noté un movimiento con el rabillo del ojo y me volví para encontrarme con Barnes —Barnes número dos—, de pie en el umbral de su despacho. Disparé apuntando a su pecho, para alcanzar también a la babosa que sabía que tendría sobre su espalda. Concentré de nuevo mi atención en la barahúnda que reinaba en la oficina.
Davidson había conseguido ponerse de pie. Una muchacha se arrastraba hacia él; parecía herida. Él le disparó a bocajarro, deteniéndola. Su siguiente disparo me pasó rozando la oreja. Yo exclamé:
— ¡Gracias! Vámonos de aquí. ¡Vamos, Jarvis!
El ascensor seguía abierto; nos precipitamos a su interior, yo sujetando todavía a la secretaria de Barnes. Cerré de un portazo y oprimí el botón. Davidson temblaba como un azogado y Jarvis estaba blanco.
— Animo, muchachos —les dije—. No habéis disparado contra personas, sino contra babosas. Como ésta.
Incorporé a la joven y miré a su espalda.
Casi me desmayé. Mi ejemplar, el único que había conseguido capturar vivo, había desaparecido. Probablemente había caído al suelo y se había escapado durante la lucha sin que lo advirtiésemos.
— Jarvis —dije—. ¿Has visto algo?
Él movió negativamente la cabeza. La espalda de la joven estaba cubierta de una erupción, como si hubiese recibido un millón de alfilerazos, en el lugar donde había llevado la babosa. La senté en el suelo, apoyada en la pared del ascensor. Seguía inconsciente, y así la dejamos en la cabina. En el vestíbulo reinaba completa normalidad cuando lo cruzamos para salir a la calle.
Junto a nuestro autoavión había un policía con el pie apoyado en el estribo y escribiendo una nota. Me la entregó al propio tiempo que decía:
— No puede usted aparcar en esta zona, señor.
Yo dije que lo sentía y le firmé el recibo. Después nos alejamos a toda prisa y despegamos desde una de las calles de la ciudad. Me pregunté si el policía añadiría eso a su denuncia. Cuando hubimos ganado altura, cambié el número de I» matrícula. El Patrón piensa en todo.
Pero no parecía estar muy contento. Traté de informarle por el camino, pero me atajó y nos convocó urgentemente en las oficinas de la Sección. Mary estaba allí con él. Él escuchó mi informe hasta el final; interrumpiéndome sólo con algún que otro gruñido.
— ¿Han podido ver mucho? —le pregunté al terminar.
— La transmisión quedó cortada después de embestir la barrera del peaje —me informó—. Al Presidente no le ha impresionado mucho lo que ha visto.
— Me lo imagino.
— Me ha dicho que te despida.
Yo me enderecé.
— No pido… —empecé a decir, poniéndome tieso.
— ¡Cállate! —rezongó el Patrón—. Le he respondido que podía destituirme a mí, pero no a mis subordinados. Eres un metepatas, pero a pesar de eso ahora nos haces falta.
— Muchas gracias.
Mary paseaba por la habitación. Traté de intercambiar una mirada con ella, pero no pareció darse cuenta. De pronto se detuvo detrás de la silla de Jarvis e hizo al Patrón la misma seña que le había hecho en el despacho de Barnes.
Le asesté un golpe a Jarvis en la cabeza con mi pistola y se dobló en la silla.
— ¡Atrás, Davidson! —ordenó el Patrón, apuntándole al pecho con su pistola—. ¿Y éste, Mary?
— Nada anormal.
— ¿Y él? —dijo, señalándome con el dedo.—Sam no tiene nada.
Los ojos del Patrón pasaron del uno al otro; nunca he sentido la muerte tan cerca.
— Quitaos la camisa —dijo con voz amenazadora.
Obedecimos. Mary tenía razón. Yo me preguntaba si me hubiese dado cuenta de que llevaba un parásito sobre mí.
— Ahora él —ordenó el Patrón—. Usad guantes.
Extendimos a Jarvis en el suelo y cortamos sus ropas con el mayor cuidado. Por fin teníamos el ejemplar vivo que nos bacía falta.
6
Sentí ganas de vomitar. Al pensar en que había llevado aquel bicho a mi lado durante el camino de vuelta, se me revolvió el estómago. Y eso que no soy muy delicado… Pero es imposible saber el efecto que produce la contemplación de uno de esos seres hasta que se ha visto uno, sabiendo de qué se trata.
Tragué saliva y dije:
— Tal vez aún podamos salvar la vida de Jarvis.
En realidad no lo pensaba. Tenía la profunda convicción de que el hombre que había sido poseído por uno de aquellos seres quedaba marcado para siempre.
El Patrón nos indicó con un gesto que retrocediéramos.
— ¡No te ocupes de Jarvis!
— Pero…
— ¡Ya basta! Si es posible salvarlo, unos días de espera no importarán. Y por otra parte…
Se calló. Y yo también. Había comprendido lo que quería decir. Es posible sacrificar a un agente, pero no al país.
Todavía con el arma en la mano, el Patrón, sombrío y empuñando aún su pistola, seguía examinando con desconfianza la cosa que palpitaba sobre la espalda de Jarvis. Dirigiéndose a Mary, dijo:
— Llama al Presidente. Código especial cero cero cero siete.
Mary se dirigió al despacho. La oí hablar por teléfono, pero mi atención estaba concentrada en el parásito. Éste no hacía el menor movimiento para abandonar a su huésped.
Mary volvió para comunicar:
— No consigo localizarle, señor. Uno de sus ayudantes está en la pantalla. Es el señor McDonough. El Patrón torció el gesto. McDonough era un hombre amable e inteligente, pero de ideas inamovibles. El Presidente lo usaba como tampón.
El Patrón empezó a vociferar, tratando de avasallar a McDonough.
No, el Presidente no estaba visible. No, no había modo de comunicar con él. No, McDonough no se excedía en sus atribuciones; el Patrón no figuraba en la lista de excepciones…, si es que semejante lista existía. Sí, McDonough tendría mucho gusto en concertar una audiencia; se lo prometía. ¿Qué le parecería el próximo viernes? ¿Hoy? Ni hablar de eso. ¿Mañana? Imposible.
El Patrón giró el conmutador y pareció estar a punto de sufrir un ataque. Luego hizo dos profundas inspiraciones, sus facciones se suavizaron y dijo:
— Davidson, diga al doctor Graves que venga. Todos ustedes manténgase a distancia.
El jefe del laboratorio de biología se presentó a los pocos instantes.
— Doctor —le dijo el Patrón—, ahí tiene uno que no está muerto.
Graves se acercó para examinar la espalda de Jarvis.
— Es interesante —dijo, poniendo una rodilla en el suelo.
— ¡Apártese!
Graves levantó la mirada.
— Pero tengo que… — ¡Ni hablar! Deseo que lo estudie, claro, pero ante todo tiene que mantenerlo vivo. En segundo lugar, tiene que evitar que se escape. En tercer lugar, tiene que tomar medidas de protección.
Graves sonrió.
— A mí eso no me da miedo. Yo…
— ¡Tiene que darle miedo! Es una orden.
— Iba a decir que tendré que preparar una incubadora para conservarlo vivo cuando lo saquemos de su huésped. Es evidente que estos seres necesitan oxígeno; no libre, sino el que toman de su huésped. Es posible que un perro grande sirviese.
— No —atajó el Patrón—. Déjelo donde está.
— ¿Eh? ¿Es un voluntario este hombre?
El Patrón no respondió, y Graves prosiguió:
— En el laboratorio no podemos experimentar con hombres vivos a menos que sean voluntarios. Es nuestra ética profesional. Aquellos hombres de ciencia nunca se daban cuenta de la gravedad de las circunstancias. El Patrón dijo tranquilamente:
— Doctor Graves, todos los agentes de esta Sección son voluntarios para todo aquello que yo crea conveniente. Cumpla mis órdenes. Envíe una camilla y recomiende el mayor cuidado.
Cuando se hubieron llevado a Jarvis, Davidson, Mary y yo fuimos al bar a tomarnos unas copas. Las necesitábamos. Davidson temblaba de pies a cabeza. Al ver que después de tomar la primera copa seguía igual, le dije:
— Mira, Dave, yo sentí la misma pena que tú al tener que disparar contra aquellas muchachas, pero era inevitable. Métete eso en la mollera.
— ¿Tan terrible fue? —preguntó Mary.
— Espantoso. No sé a cuántas de ellas matamos. No podíamos andarnos con miramientos. No matábamos personas; matábamos parásitos. —Me volví a Davidson—. ¿No te has dado cuenta de eso?
— Sí, eso es. No eran seres humanos —prosiguió—. Creo que sería capaz de matar a mi propio hermano si no hubiese más remedio. Pero esos seres no eran seres humanos. Disparabas y seguían viniendo hacia ti. No…
Se interrumpió.
Sentí verdadera lástima por él. A los pocos instantes nos dejó, y Mary y yo conversamos durante unos minutos, tratando de hallar respuesta a una serie de preguntas pero sin conseguirlo. Luego ella me anunció que tenía mucho sueño y se dirigió al dormitorio de las mujeres. El patrón había ordenado que todo el mundo durmiese en la Sección aquella noche, así es que me dirigí al de hombres y me acurruqué en una litera.
La sirena de alarma me despertó. Me vestí con manos torpes, tropezando y tambaleándome, mientras los ventiladores se paraban, y luego los altavoces resonaron con la voz del Patrón:
— ¡Alerta las defensas antigás y contra radiaciones! ¡Ciérrenlo todo! Todo el mundo a la sala de conferencias. ¡Dense prisa!
Siendo un agente exterior, yo no tenía ninguna misión concreta en el interior de la Sección. Bajé por el túnel en dirección a las oficinas. El Patrón estaba en mitad de la enorme sala, con talante sombrío y amenazador. Quise preguntarle qué ocurría, pero entre él y yo se interponía un grupo de empleados, agentes, taquígrafos y otras personas. Transcurridos unos instantes el Patrón me envió en busca de la relación de entradas y salidas, que me entregaría el portero de servicio. El Patrón empezó a pasar lista y pronto se vio que todas las personas que figuraban en ella se encontraban en la sala, desde la anciana señorita Haines, la secretaria particular del Patrón, hasta el barman, con la única excepción del guarda de la puerta y de Jarvis. La relación de salidas y entradas era exacta; controlamos más cuidadosamente el movimiento del personal que si se tratase de dinero en un banco.
Me enviaron de nuevo al guarda. Me costó mucho convencerle de que el Patrón le ordenaba que abandonase su puesto y me siguiese; por último echó el cerrojo, se guardó la llave y me siguió. Cuando llegamos a la sala, Jarvis ya estaba allí, acompañado por Graves y uno de sus ayudantes de laboratorio. Estaba envuelto en una bata blanca, consciente al parecer pero como narcotizado.
Empecé a comprender lo que ocurría. El Patrón se mantenía a cierta distancia de los reunidos; de pronto sacó su pistola.
— Uno de los parásitos invasores anda suelto entre nosotros —dijo—. Para alguno de ustedes, eso tiene un terrible significado. A los restantes tendré que explicárselo y decirles que la seguridad de todos nosotros, y de la raza humana, depende de una completa cooperación y una ciega obediencia. —Prosiguió explicando brevemente pero con terrible exactitud lo que era un parásito y en qué situación nos hallábamos—. Resumiendo —concluyó—, es casi seguro que el parásito se encuentra en esta habitación. Uno de nosotros parece un ser humano, pero no es más que un autómata, moviéndose bajo la voluntad de nuestro más mortal enemigo.
Un murmullo recorrió la asamblea. Los reunidos se miraban entre sí. Algunos trataron de apartarse. Un momento antes éramos un grupo organizado; ahora éramos una muchedumbre, cada uno de cuyos miembros sospechaba de su compañero. Yo mismo me alejé lleno de desconfianza de mi vecino, Ronald el barman, a quien conocía desde hacía años.
Graves se aclaró la garganta.
— Jefe —empezó a decir—. Tomé todas las medidas…
— No nos interesa ahora. Traiga a Jarvis aquí. Quítele la ropa.
Graves se calló y cumplió la orden ayudado por su colaborador. Jarvis parecía únicamente consciente a medias. Graves debió de haberle administrado algún narcótico.
— Denle la vuelta —ordenó el Patrón. Jarvis no opuso la menor resistencia; sobre su espalda, hombros y cuello tenía la marca de la babosa, como una roja erupción.—Vean ustedes —prosiguió el Patrón—, ahí es donde llevaba la babosa.
Se escucharon susurros y unas risitas embarazosas cuando Jarvis fue despojado de sus ropas; pero ahora se produjo un silencio mortal.
— Escúchenme todos —dijo el Patrón—. ¡Vamos a capturar a esa babosa! Además, vamos a capturarla viva. Todos han podido ver dónde se coloca un parásito en un cuerpo humano. Les advierto que si alguien mata al parásito, yo le mataré a él. Si tienen que disparar para atraparlo, disparen bajo. ¡Ven aquí! —concluyó, encañonándome con su pistola.
Cuando me hallaba a la mitad de distancia entre el grupo y él, me detuvo.
— ¡Graves! Siente a Jarvis detrás de mí. No, no le ponga la ropa. —El Patrón se volvió hacia mí—. Echa tu pistola al suelo.
La pistola del Patrón apuntaba a mi vientre; yo puse mucho cuidado en mis movimientos al sacar la mía. La arrojé a dos metros de distancia.
— Desnúdate por completo.
Era una orden muy embarazosa. La pistola del Patrón venció mis escrúpulos. No me ayudó en nada que algunas de las muchachas soltasen risitas cuando me quedé en cueros. Una de ellas susurró: «¡No está mal!», y otra replicó: «Un poco nudoso». Yo me ruboricé.
Después de examinarme, el Patrón me ordenó que recogiese mi pistola.
— Ayúdame —ordenó— y vigila la puerta. ¡Usted!, Dotty no sé qué más…, es su turno.
Dotty era una de las secretarias. Iba desarmada, como es natural, y llevaba una bata larga hasta los pies. Se adelantó, se detuvo, y se quedó quieta…
El Patrón hizo un gesto con su arma.
— Vamos…, ¡fuera ropas! —¿Lo dice usted en serio? —preguntó ella, con incredulidad.
— ¡Dese prisa!
Ella dio un respingo.
— ¡Bueno! —dijo—, no tiene por qué reñirme. —Se mordió los labios y empezó a soltar el nudo del cinturón—. Tendrían que darme una prima por esto —dijo con aire desafiante, al tiempo que sus ropas caían al suelo.
— Pónganse alineados en esa pared —dijo el Patrón salvajemente—. ¡Renfrew! Dado que fui el primero en desnudarme, ello sirvió para que los demás hombres lo hicieran sin alboroto, aunque algunos no sabían ocultar su embarazo. Por lo que se refiere a las mujeres, algunas reían con embarazo, y otras se ponían coloradas, pero ninguna protestó demasiado. En veinte minutos había allí reunidos más metros cuadrados de piel humana de lo que yo había visto hasta entonces, y el montón de pistolas parecía un arsenal.
Cuando le llegó el turno a Mary, ésta se despojó rápidamente de sus ropas sin rechistar, irguiéndose después con tranquila dignidad. Su aportación al arsenal fue bastante considerable. Llegué a la conclusión de que le agradaban las armas.
Finalmente todos estuvimos tan desnudos como cuando vinimos al mundo, y en ninguno de nosotros se observaba el menor rastro de parásito. Sólo permanecían vestidos el Patrón y su secretaria particular. Creo que aquél temía bastante a la señorita Haines. Parecía muy contrariado, y revolvía el montón de ropas con su bastón. Finalmente la miró diciéndola:
— Señorita Haines…, haga usted el favor.
Pensé para mí mismo que esta vez tendría que recurrir a la fuerza.
Ella permanecía de pie, bajando la vista ante él como una estatua de la virtud ofendida. Yo me acerqué y dije por lo bajo:
— Jefe…, ¿y si empezase usted?
Él pareció sorprendido.
— Tiene que ser usted o ella. Dé ejemplo. Quítese esas ropas.
El Patrón sabía someterse a lo inevitable. Al tiempo que decía que la desnudasen, empezó a abrir los cierres de cremallera de sus ropas, con semblante hosco. Dije a Mary que tomase un par de mujeres y ayudase a desvestir a la señorita Haines. Cuando me volví, el Patrón tenía sus pantalones a media pierna, y la señorita Haines aprovechó la ocasión.
El Patrón estaba entre nosotros dos; yo no podía disparar, y los restantes agentes se hallaban desarmados. No creo que fuese por accidente; el Patrón no quería que ellos disparasen. Quería atrapar a la babosa… viva.
La secretaria escapó por la puerta y echó a correr por el pasillo antes de que yo pudiera reponerme de mi asombro. Podía haberla abatido en el corredor, pero me hallaba cohibido. Quiero decir que ella aún seguía siendo para mí la vieja señorita Haines, secretaria de mi jefe, que me reñía por las faltas de ortografía que yo cometía en mis informes. En segundo lugar, si ella llevaba un parásito, yo no quería arriesgarme a matarlo.
Se precipitó en una habitación; yo volví a vacilar, por pura costumbre: era el lavabo de señoras.
Pero sólo un momento. Abrí la puerta de par en par y miré a mí alrededor, con la pistola preparada.
Algo me golpeó detrás de la oreja derecha.
No puedo contar exactamente lo que sucedió en los siguientes momentos. Yo estuve fuera de combate creo que durante cierto tiempo. Recuerdo una lucha en la que se mezclaban imprecaciones: «¡Cuidado! ¡La maldita me ha mordido! ¡Tened cuidado con las manos!». Entonces alguien dijo con voz tranquila: «Por manos y pies.. Con cuidado». Sonó otra voz: «¿Y él?» Y alguien respondió: «Después; no está herido».
Cuando ellos salieron yo aún seguía prácticamente sin conocimiento, pero empecé a notar que la vida volvía a oleadas. Me incorporé, poseído de un sentimiento de extrema urgencia. Me levanté, tambaleándome, y fui hacia la puerta. Miré al exterior con precaución; no se veía a nadie. Me alejé corriendo por el corredor, en dirección opuesta al salón de conferencias.
En la puerta exterior me di cuenta con estupor de que estaba desnudo, y torcí por el vestíbulo hacia los alojamientos de los hombres. Una vez allí eché mano de las primeras ropas que encontré y me las puse. Los zapatos eran demasiado pequeños para mí; pero eso no pareció importarme.
Volví a la salida, descorrí el cerrojo y la puerta se abrió.
Pensé que me hallaba libre, pero alguien me llamó por mi nombre en el mismo momento en que salía. Seguí adelante. Tuve que escoger en seguida entre seis puertas, y después tres más para continuar. Las oficinas, a las que nosotros llamamos conejeras, tienen su acceso a través de un complicadísimo sistema de túneles. Salí finalmente por la trastienda de una librería del metro; saludé con un gesto de la cabeza al dueño, pasé junto al mostrador y me mezclé con la muchedumbre.
Tomé el primer expreso que remontaba el río y me apeé en la primera estación a fin de tomar la dirección opuesta. Me situé al lado de una taquilla de venta de billetes; al cabo de un rato se acercó un hombre en cuya billetera pude advertir una considerable suma de dinero. Subí en el mismo tren que él y me bajé cuando él lo hizo. En el primer lugar oscuro en que nos encontramos le retorcí el cuello como si fuese un conejo. Ahora ya tenía dinero y podía actuar. No sabía por qué debía tener dinero, pero sabía que lo necesitaba para lo que me disponía a hacer.
7
Todas las cosas que me rodeaban las veía de una forma extraña; los objetos parecían tener un doble contorno, como vistos a través de agua, surcada por pequeñas olas. Sin embargo, no sentía ni sorpresa ni curiosidad. Me movía como un sonámbulo, sin comprender lo que iba a hacer. Pese a ello, estaba completamente despierto; sabía quién era, dónde estaba y qué tareas me habían sido encomendadas en la Sección. Y aunque no sabía lo que iba a hacer a continuación, me daba perfecta cuenta de lo que hacía, y estaba seguro de que cada uno de mis actos era necesario en el momento en que lo llevaba a cabo.
La mayor parte del tiempo no sentía emoción alguna, excepto la satisfacción que nace cuando se emprende un trabajo necesario. Eso sucedía en el nivel consciente de mi personalidad, pero en algún otro lugar, en lo más profundo de mí mismo, me sentía espantosamente desdichado, aterrorizado y poseído por un sentimiento de culpabilidad. Mas eso tenía lugar en lo más hondo, y se hallaba inhibido; apenas me daba cuenta de ello, y no me afectaba en lo más mínimo.
Sabía que me habían visto escapar. Aquel grito de «¡Sarn!» iba dirigido a mí. Ahora bien, sólo dos personas me llamaban por aquel nombre, y el Patrón hubiera usado mi nombre verdadero. Así es que era Mary quien me había visto huir. Pensé que era una suerte que me hubiese llevado a su piso. Sería necesario poner en él una trampa por si ella decidía volver. Entre tanto debía proseguir mi tarea y evitar que me detuviesen.
Caminaba por una zona llena de depósitos y almacenes, haciendo uso de todos mis conocimientos de agente secreto para no llamar la atención. No tardé mucho en encontrar un edificio de aspecto satisfactorio; ostentaba un cartel:
SE ALQUILA ALMACÉN — VER AL ADMINISTRADOR EN LA PLANTA BAJA.
Lo examiné, me apunté la dirección y luego volví a una cabina telegráfica que había visto dos manzanas atrás. Ocupé una máquina libre y envié este mensaje:
EXPEDIR DOS CAJAS MUÑECAS PARLANTES MISMO DESCUENTO CONSIGNADAS JOEL FREEMAN.
Y di las señas del almacén. Envié el telegrama a Roscoe Amp; Dillard, corredores y agentes comerciales, en Des Moines, Iowa. Cuando salí de la cabina, la vista de un self—service me recordó que estaba hambriento, pero el reflejo fue cortado y no pensé más en ello. Volví al almacén, busqué un rincón oscuro en la parte posterior y me acurruqué allí, esperando que viniese el alba y que se iniciase la actividad comercial.
Guardo de esa noche un confuso recuerdo de repetidas pesadillas inspiradas en temas claustrofóbicos.
A las nueve me presenté ante el administrador en el momento en que abría su oficina, y le alquilé el almacén, pagándole una bonita suma para que me permitiese entrar en posesión inmediata del mismo. Subí luego al almacén, lo abrí y me dispuse a esperar.
Alrededor de las diez y media llegó la mercancía que había encargado. Cuando se fueron los transportistas, abrí una de las cajas, saqué una de las células portadoras, la calenté y la dejé preparada. Entonces volví de nuevo al despacho del administrador y le dije:
— Señor Greenberg, ¿le importaría venir un momento? Quiero ver si es posible hacer algunos cambios en la iluminación.
Él refunfuñó, pero accedió a venir. Cuando entramos en el almacén cerré la puerta y le conduje junto a la caja abierta.
— Es aquí —dije—. Si hace el favor de inclinarse un poco, verá lo que quiero decir. Sólo con que pudiese…
Le hice una llave que lo dejó sin aliento, le subí la chaqueta y la camisa y, con la mano libre, transferí un «amo» de la célula a su espalda desnuda, y luego lo sujeté fuertemente hasta que dejó de ofrecer resistencia. Entonces lo solté, le bajé la camisa y le alisé la ropa. Cuando recuperó el aliento le pregunté: —¿Qué noticias hay de Des Moines?
— ¿Qué deseas saber? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo llevas fuera de allí?
Empecé a explicárselo, pero él me interrumpió diciendo: —Celebremos una conferencia directa y no perdamos el tiempo.
Yo me remangué la camisa y él hizo lo propio; y nos sentamos en una caja que aún estaba por abrir, dándonos la espalda, para que nuestros amos pudiesen estar en contacto. Mi mente estaba vacía; no tengo la menor idea del tiempo que duró la conferencia. Permanecía ensimismado contemplando una mosca que zumbaba en torno a una polvorienta telaraña.
El conserje del inmueble fue nuestro siguiente recluta. Era un corpulento sueco, y tuvimos que sujetarle entre ambos. Después de eso, Greenberg llamó al propietario e insistió en que debía venir a ver personalmente un desperfecto de la estructura. Mientras tanto, yo estaba muy ocupado con el conserje, abriendo y calentando más células.
El propietario resultó ser una magnífica presa, y todos nos sentimos muy contentos, él el primero. Pertenecía al Constitución Club, cuya lista de miembros constituía un verdadero anuario del comercio, la industria y la función pública.
Se acercaba el mediodía; no teníamos tiempo que perder. El conserje fue a comprarme ropas y una cartera y aprovechó para enviarnos al chófer del propietario, a quien recluíamos igualmente. A las doce y media salimos el propietario y yo en su coche; la cartera contenía doce amos, todavía en sus células, pero listos para ser transferidos.
El propietario firmó en el libro de registro del club: J. Hardwick Potter y un invitado. Un botones quiso tomar mi cartera, pero yo dije que la necesitaba para cambiarme de camisa antes de comer. Nos entretuvimos en el lavabo hasta quedar solos con el encargado del mismo. Inmediatamente lo reclutamos y lo enviamos al gerente con el recado de que un huésped se había sentido enfermo de pronto en el lavabo.
Después de apoderarnos del gerente, éste me dio una chaqueta blanca y me convertí en otro encargado del lavabo. Sólo me quedaban diez amos, pero las cajas serían recogidas en el almacén y enviadas inmediatamente al club. El encargado y yo conseguimos colocar los que me quedaban antes de que terminase la acostumbrada aglomeración de la hora del almuerzo. Un huésped nos sorprendió mientras estábamos entregados a nuestra tarea, y tuve que matarle. Lo metimos en el cuartucho de los trastos viejos. Hubo un momento de calma después de esta actividad, pues las cajas aún no habían llegado. Sentí una tremenda sensación de hambre, casi hasta el desmayo; se aplacó momentáneamente pero luego volvió a aparecer. Se lo comuniqué al gerente, el cual me hizo servir la comida en su propia oficina. Las cajas llegaron cuando estaba terminando. Durante la hora de la siesta nos hicimos dueños del lugar. A las cuatro de la tarde todas las personas que se encontraban en el edificio —socios, empleados e invitados— estaban con nosotros; a partir de entonces hacíamos pasar a los recién llegados al salón, donde nos apoderábamos de ellos. A última hora de aquel día el gerente telefoneó a Des Moines pidiendo más cajas. Aquella noche pescamos un pez gordo: el subsecretario del Tesoro. Se trataba de una gran victoria; entre otras cosas, el subsecretario se encarga de la seguridad personal del Presidente.
8
Aprehender a un alto cargo del gobierno me produjo una vaga satisfacción, pero pronto dejé de pensar en ello. Nosotros —me refiero a los portadores humanos— apenas pensábamos; sabíamos lo que íbamos a hacer, pero sólo en el momento de la acción, al igual que un caballo de alta escuela que recibe las órdenes de su jinete, las ejecuta y vuelve de inmediato a recibir las siguientes.
Este símil es una buena comparación, pero no llega lo bastante lejos. Nuestros amos no sólo disponían de toda nuestra inteligencia, sino también de nuestros recuerdos y experiencias. Les servíamos asimismo de órganos de comunicación. A veces sabíamos de qué hablábamos; otras veces no. Las palabras eran articuladas por nosotros, sus esclavos, pero no tomábamos parte en conferencias más importantes y directas, que eran las que se celebraban de amo a amo. Durante las mismas, permanecíamos sentados e inmóviles, esperando a que nuestros dueños terminasen; luego alisábamos nuestras ropas y hacíamos lo que fuese necesario.
Las palabras que mi amo me hacía pronunciar no me atañían en absoluto. Yo no era más que un medio de comunicación. Pocos días después de ser reclutado di instrucciones al gerente del club acerca de los envíos de células portadoras. Supe de una manera vaga que habían aterrizado tres nuevas naves del espacio, pero mi único conocimiento al respecto se limitaba al de una dirección en Nueva Orleáns.
Sin pensar demasiado en ello, seguí cumpliendo mi tarea. Me había convertido en el secretario particular del señor Potter, y pasaba los días en su despacho, así como las noches. A decir verdad, nuestras relaciones se hallaban a veces invertidas, siendo yo quien daba entonces instrucciones orales a Potter. También es probable que comprenda tan poco la organización social de los parásitos ahora como entonces.
Sabía —y mi amo también— que me era muy conveniente permanecer en segundo término. A través de mí, mi amo sabía tanto como yo; sabía que el Patrón no ignoraba que yo había sido reclutado. Y también sabía, estoy seguro de ello, que el Patrón no cesaría de buscarme, para capturarme o para darme muerte.
Resulta singular que mi parásito no se buscase otro huésped y me matase a mí; teníamos a nuestra disposición muchos más portadores que amos. No podía haber sentido nada parecido a escrúpulos humanos. Además, los amos recién sacados de sus células dañaban con frecuencia a sus portadores; en ese caso, destruíamos siempre el portador y buscábamos otro. Por otra parte, ¿hubiera destruido un experto cowboy a un caballo bien entrenado y dócil para quedarse con una montura extraña y por domar? Ésa pudiera ser la razón de que mi amo no me matase.
Transcurrido cierto tiempo la ciudad entera estaba en sus manos, y mi amo empezó a sacarme a la calle. No quiero decir que todos los habitantes llevasen joroba…, no; los humanos eran muy numerosos y los amos poquísimos, pero las posiciones clave de la ciudad estaban ocupadas por nuestros portadores, desde el guardia de la esquina hasta el alcalde y el jefe de policía, además de los jefes subalternos, los ministros de la Iglesia, los jefes de los sindicatos y todos y cada uno de los que se ocupaban de la información pública. La mayoría de la población continuaba su vida ordinaria, no tan sólo no molestos por la mascarada, sino ignorantes por completo del asunto.
A menos, desde luego, que uno de ellos se interpusiese en el camino de un amo…, en cuyo caso se le despachaba.
Una de las desventajas con que se enfrentaban nuestros amos era la dificultad de establecer comunicación a larga distancia. Se hallaban limitados a lo que los portadores podían decir de viva voz utilizando los medios ordinarios, además —a menos que la línea estuviese por completo en su poder—, debían contentarse con mensajes cifrados como el que yo había enviado, ordenando el primer envío de células portadoras. Tales comunicaciones a través de portadores podía darse por seguro que no cuadraban con los propósitos de los amos, los cuales parecían requerir conferencias cuerpo a cuerpo a fin de coordinar sus acciones. Fui enviado a Nueva Orleáns para celebrar una de esas conferencias.
Una mañana salí a la calle como de costumbre, me dirigí a la plataforma de lanzamiento de los aerotaxis y alquilé uno. Tuve que esperar un momento mientras lo elevaban hasta la rampa de lanzamiento, y me dispuse a subir a él, detrás de un anciano caballero que se me adelantó y se introdujo en el vehículo sin pedir permiso a nadie.
Recibí orden de apoderarme de él, orden que fue contrarrestada inmediatamente por otra que me decía que hiciese las cosas despacio y con cuidado. Así es que dije:
— Discúlpeme, señor, pero este coche está alquilado.
— Claro que sí —replicó el anciano—, pero por mí.
— Tendrá que buscarse otro —le dije, tratando de mostrarme razonable—. Déjeme ver su billete.
El coche llevaba el mismo número que mi billete, pero él no dio su brazo a torcer.
— ¿A dónde va? —me preguntó.
— A Nueva Orleáns —repuse, enterándome por primera vez de mi punto de destino.
— En ese caso, puede dejarme en Memphis.
Denegué con un gesto.
— Eso está fuera de mi ruta.
— ¡Es cuestión de quince minutos! —Parecía estar a punto de perder los estribos—. Usted no puede apoderarse así como así de un vehículo público. —Volviéndose se dirigió al piloto—: ¡Conductor! Haga el favor de explicarle el reglamento a este caballero.
El conductor dejó de mondarse los dientes.
— Eso a mí no me importa. Yo recojo a los viajeros, los transporto y los conduzco a su punto de destino. Pónganse ustedes mismos de acuerdo o pediré al encargado que me busque otro cliente.
Yo vacilé, pues aún no había recibido instrucciones. Pero pronto me rehíce.
— A Nueva Orleáns —dije—, con parada en Memphis.
El piloto se encogió de hombros e indicó a la torre de control que estaba dispuesto. El otro pasajero dio un gruñido y dejó de prestarme atención.
Una vez en el aire, abrió su cartera y extendió una serie de papeles sobre sus rodillas. Yo le contemplaba con indiferencia. De pronto cambié de posición para poder alcanzar fácilmente mi pistola. Aquel hombre extendió una mano y me sujetó férreamente por la muñeca.
Sus rasgos denotaban la sonrisa satánica del Patrón.
— No tan rápido, muchacho.
Mis reflejos son muy rápidos, pero tenía la desventaja de que sus ideas debían pasar a mi amo, ser examinadas por éste y volver a mí convertidas en impulsos motores. Supongo que eso representaba una pérdida de tiempo apreciable, aunque no lo sé exactamente. Mientras me debatía, noté el cañón de una pistola clavándose en mis costillas.
— Tranquilo.
Con su otra mano lanzó algo contra mí costado; sentí un pinchazo y luego se extendió por todo mi cuerpo el cálido hormigueo producido por una inyección de «Morreo». Intenté desesperadamente alcanzar mi pistola, y me desplomé sin conocimiento.
Oí vagamente voces. Alguien me zarandeaba con brusquedad, y una voz decía:
— ¡Cuidado con ese mono!
Otra voz replicó:
— No hay por qué preocuparse; le hemos cortado los tendones.
Y la primera voz repuso:
— Pero aún tiene dientes, ¿no?
«Sí —pensé enojado—, y si te acercas no te librarás de un buen mordisco.» La observación acerca de los tendones cortados parecía ser cierta; era incapaz de mover mis miembros, pero eso no me molestó tanto como el que me llamasen «mono». Era una vergüenza, pensé, insultar a quien no podía defenderse.
— ¿Te sientes mejor, hijo?
El Patrón estaba inclinado a los pies de mi cama, contemplándome con aire pensativo. Mostraba desnudo su velludo pecho.
— No demasiado mal —dije.
Traté de incorporarme y comprobé que no podía hacerlo.
El Patrón vino junto a mi cama.
— Ya podemos quitar estas ataduras —dijo, abriendo unos cierres—. No te muevas, que podrías hacerte daño. ¡Ya está!
Me incorporé, frotándome y desentumeciéndome.
— Dime ahora lo que recuerdas —me dijo el Patrón—. Infórmame.—¿Lo que recuerdo?
— Caíste en manos de ellos. ¿Recuerdas algo después de que el parásito se apoderó de ti?
Sentí una oleada de súbito temor y me agarré a la cama.
— ¡Jefe! ¡Conocen la situación de nuestro cuartel general! Yo mismo se lo dije.
— Te equivocas —respondió él suavemente—; no estamos en el lugar que tú conoces. Ordené evacuarlo. No saben una palabra de nuestro refugio actual…, al menos así lo creo. ¿Recuerdas algo?
— Claro que me acuerdo. Salí de aquí…, quiero decir de las antiguas oficinas, y subí…
Mi cerebro galopaba vertiginosamente; me vi de pronto sosteniendo a un amo vivo en mi mano desnuda, listo para colocarlo sobre la espalda del administrador.
Me puse a vomitar. El Patrón me secó la boca y dijo suavemente: — Prosigue.
Tragué saliva y dije:
— Jefe…, están en todas partes. Se han apoderado de la ciudad.
— Ya lo sé. Como de Des Moines. Y también de Minneapolis, Saint—Paul, Nueva Orleáns y Kansas City. Y tal vez de más, no lo sé…, no puedo estar en todas partes. —Frunció el ceño y añadió—: Es como luchar con los pies metidos en un saco. Perdemos terreno a toda prisa. Ni siquiera podemos atacar las ciudades que sabemos conquistadas.
— ¡Buen Dios! ¿Y por qué no?
— Pues porque las autoridades superiores, y por lo tanto mejor, informadas, aún no están convencidas del peligro. Porque cuando se apoderan de una ciudad, todo sigue igual que antes.
Yo le miré con asombro.
— No importa —dijo con dulzura—. Tú has sido nuestra primera pérdida, pero también eres la primera víctima que hemos podido rescatar viva…, y además te acuerdas de lo que te sucedió. Eso es muy importante. Y tu parásito es el primero que hemos podido capturar y mantener vivo. Tendremos oportunidad de…
Mi cara debió de convertirse en una máscara de terror indecible; la idea de que mi amo estaba vivo —y podía apoderarse de mí otra vez— era más de lo que yo podía resistir.
El Patrón me sacudió.—Tranquilízate —dijo—. Aún estás muy débil.
— ¿Dónde está?
— ¿El qué? ¿Tu parásito? No te preocupes por él. Está viviendo ahora sobre tu vecino de enfrente, un orangután de pelo rojo llamado Napoleón. No hay ningún peligro.
— ¡Hay que matarlo!
— Nada de eso. Lo necesitamos vivo, para estudiarlo.
Debí de tener una crisis nerviosa, pues me abofeteó.
— Anímate, hombre —dijo—. Siento molestarte en el estado en que te encuentras, pero no tengo más remedio que hacerlo. Tenemos que registrar todo lo que recuerdas. Así es que haz de tripas corazón y desembucha.
Hice acopio de valor y empecé a hacer un detallado informe de todo lo que podía recordar. Describí cómo había alquilado el almacén y reclutado mi primera víctima, y cómo nos trasladamos después al Constitución Club. El Patrón asintió.
— Muy lógico. Eres un buen agente, incluso para ellos.
— No lo comprende —objeté—. Yo no hacía nada por mí mismo. Sabía lo que ocurría, pero eso es todo. Era como si…, como si…
Hice una pausa, tratando de encontrar la palabra adecuada.
— No importa. Continúa.
— Después de reclutar al gerente del club, el resto fue fácil. Nos apoderábamos de ellos a medida que entraban y…
— ¿Recuerdas sus nombres?
— Oh, ciertamente. C. Greenberg, Thor Hansen, J. Hardwick Potter, su chófer, Jim Wakeley, un tipejo llamado «Jake», que era encargado de los lavabos, pero a quien tuvimos que liquidar después, ya que su parásito no le permitía salir a hacer sus necesidades. También estaba el gerente; nunca supe su nombre. —Me detuve, rebuscando en mi memoria, tratando de recordar el nombre de todas nuestras víctimas—. ¡Oh, Dios mío!
— ¿Qué ocurre?
— El subsecretario del Tesoro.
— ¿Os apoderasteis de él?
— Sí, el primer día. ¿Cuánto tiempo hace de eso? Ya no lo sé… ¡Dios mío, jefe, ese departamento está encargado de la protección del Presidente!
Pero el Patrón se había esfumado como por ensalmo.
Me recosté, exhausto, y empecé a sollozar con la cabeza oculta en la almohada, quedándome dormido al poco rato.
9
Un zumbido en los oídos, la boca pastosa y una sensación de desastre inminente fue lo que sentí al despertarme; pero me sentía mejor.
— ¿Cómo se encuentra? —preguntó una voz amable.
Una menuda morena se hallaba inclinada sobre mí. Era muy agradable, y yo estaba lo bastante bien para ser consciente de ello, si bien débilmente. Iba vestida de un modo muy singular: pantalones cortos blancos, un trozo de tela que le cubría el pecho y una especie de caparazón metálico que le ocultaba cuello, hombros y espalda.
— Un poco mejor —admití, haciendo una mueca.
— ¿Tiene mal sabor de boca?
— Peor que el de una cloaca.
— Tome esto.
Me ofreció algo en un vaso que me quemó el paladar, pero hizo desaparecer el mal gusto.
— No —prosiguió la enfermera—, no se lo trague. Escúpalo. Le traeré agua para beber.
Obedecí.
— Soy Doris Marsden, su enfermera de día —dijo.
— Mucho gusto —respondí, mirándola—. Dígame…, ¿qué es ese armatoste que lleva en la espalda? No es que me desagrade, pero parece un personaje de cómic.
Ella sonrió.
— En efecto, parezco una corista. Pero ya se acostumbrará usted a usarlo…, como yo me acostumbré.
— ¿Pero por qué lo lleva?
— Son órdenes del Patrón.
Entonces comprendí la razón, y volví a encontrarme mal. Doris prosiguió:—Y ahora, a la mesa; aquí le traigo la cena.
Y puso una bandeja sobre la cama.
— No tengo hambre.
— Dése prisa —me dijo con firmeza— o le hundo la cara en el plato.
Entre dos bocados tragados a desgana, conseguí levantarme.
— Me siento muy bien. Una inyección de Gyro y estaré como nuevo.
— Nada de estimulantes —me atajó ella, obligándome a engullir otro bocado; sobrealimentación y mucho descanso, tomando un somnífero para dormir. Eso es lo que ha ordenado el doctor. —¿Pero qué me ocurre?
— Agotamiento, anemia y principio de escorbuto. Además de sarna y piojos…, pero de eso ya le hemos librado. Ahora ya lo sabe todo. Y si le dice al doctor que yo se lo he dicho, le llamaré embustero en su propia cara. Vuélvase.
Así lo hice, y ella empezó a cambiar mis vendas; parecía estar lleno de llagas. Pensé en lo que ella me había dicho y traté de recordar cuál había sido mi vida bajo el dominio de mi amo.
— No tiemble así —me dijo—. ¿Le hago daño?
— No, en absoluto —respondí. Por lo que podía recordar, sólo había comido cada dos o tres días. En cuanto a bañarme, la verdad era que no había tomado ni un solo baño. Me había afeitado diariamente y me había cambiado la ropa interior; eso era necesario para continuar la farsa, y mi amo no lo ignoraba.
Por otra parte, no me había quitado los zapatos desde el día en que los robé hasta aquel en que el Patrón consiguió capturarme…, y ahora recordaba que me habían apretado mucho.
— ¿Qué forma tienen mis pies? —pregunté.
— No diga tonterías —me respondió Doris.
Me gustan las enfermeras; son tranquilas, prácticas y tolerantes. La señorita Briggs, mi enfermera nocturna, no era tan bonita como Doris; tenía cara de caballo. Llevaba el mismo armatoste de revista que exhibía Doris, pero lo llevaba con aire muy importante, y caminaba como un granadero. Doris, en cambio, parecía bailar cuando se movía.
La Briggs se negó a darme una segunda píldora de somnífero cuando me desperté a medianoche presa de pesadillas; en cambio, jugó al póker conmigo y me ganó casi media paga. Traté de sonsacarla para saber si pasaba algo con el Presidente, pero ella permaneció muda. Se negaba a admitir que supiese algo acerca de parásitos, platillos volantes y otras cosas por el estilo…, a pesar de ir vestida de un modo que obedecía a un propósito claro y determinado.
Le pregunté cuáles eran las noticias, pero sostuvo que había estado demasiado ocupada para contemplar los noticiarios. Por lo tanto, me vi obligado a pedirle que me trajese a mi habitación un estereoscopio. Dijo que tenía que pedírselo al médico; yo me hallaba entre los enfermos que requerían silencio y tranquilidad. Le pregunté cuándo podría ver a aquel famoso e invisible doctor. Pero entonces sonó su timbre de llamada y se marchó.
Me puse a dormir y, no sé cuánto tiempo después, la señorita Briggs me despertó golpeándome en la cara con una toalla. Me preparé para tomar el desayuno y entonces vino Doris a relevarla y me lo trajo. Mientras comía traté de arrancarle alguna noticia, con el mismo resultado que había obtenido con la señorita Briggs. Aquellas enfermeras se creían que el hospital era una guardería de niños atrasados.
Davidson vino a verme después del desayuno.
— Me enteré de que estabas aquí —me dijo.
Por toda vestimenta llevaba unos pantalones cortos, y su brazo izquierdo aparecía envuelto en un vendaje.
— Pues ya sabes más que yo —me quejé—. ¿Qué te ha pasado?
— Me picó una abeja.
Si él no quería contarme lo que le había pasado, yo no iba a insistir. Proseguí:
— El Patrón estuvo ayer aquí, pero se marchó de pronto. ¿Le has visto desde entonces?
— Sí.
— ¿Y bien? —le pregunté.
— Háblame de ti, hombre. ¿Ya han clasificado los psiquiatras lo que contiene tu cerebro?
— ¿Es que hay alguna duda acerca de eso?
— Pues ¡no va a haberla! El pobre Jarvis no consiguió recuperarse nunca.
— ¿Qué? —Me había olvidado por completo de Jarvis—. ¿Cómo sigue?
— Se acabó. Cayó en una especie de coma y murió el día después de irte tú, quiero decir de ser capturado. —Davidson me contempló atentamente—. Debes de tener el pellejo muy duro.
Yo opinaba lo contrario. Lágrimas de debilidad pugnaron por asomar a mis ojos, y me esforcé por contenerlas. Davidson hizo como si no se diese cuenta de mi estado de ánimo y prosiguió:
— Tendrías que haber visto la que se armó aquí cuando pusiste pies en polvorosa. El Patrón echó a correr detrás de ti llevando únicamente una pistola y con un semblante ceñudo y sombrío. Te hubiera alcanzado, pero la policía lo detuvo, y trabajo nos costó conseguir que lo pusiesen en libertad.
Davidson sonrió.
Yo sonreí débilmente. Había algo magnífico y ridículo a la vez en aquella imagen del Patrón saliendo a salvar el mundo con el traje de Adán.
— Siento habérmelo perdido. ¿Y qué ha pasado… últimamente?
Davidson me miró de pies a cabeza y luego dijo:
— Espera un momento. —Salió de la habitación y tardó algún tiempo en volver. Cuando lo hizo, me dijo—: El Patrón dice que está de acuerdo. ¿Qué quieres saber?
— ¡Todo! ¿Qué pasó ayer?
— Fue cuando me hice esto. —E indicó su brazo herido—. Tuve suerte —añadió—. Tres agentes resultaron muertos. ¡Menuda riña!
— ¿Pero qué hay del Presidente? ¿Ha tenido…?
Doris se precipitó en la sala.
— ¡Oh, está usted aquí! —dijo, dirigiéndose a Davidson—. Le ordené que se quedase en la cama. Tienen que llevarle ahora mismo al hospital. La ambulancia hace diez minutos que espera.
Él se levantó, sonrió y le dio un pellizco con su mano sana.
— La fiesta no puede empezar si yo no estoy allí.
— ¡Vamos, dese prisa!
— Ya voy.
Yo le grité:
— ¡Pero dime, hombre! ¿Qué hay del Presidente?
Davidson me miró por encima del hombro.
— Ah, el Presidente. Está bien, no tiene ni un rasguño.
Y se fue.
Doris volvió a los pocos minutos, muy enojada.—¡Estos enfermos! —exclamó con displicencia—. Tenía que haber esperado veinte minutos para que le hiciera efecto la inyección; pero con tanta prisa me he visto obligada a ponérsela cuando subía a la ambulancia.
— ¿Una inyección? ¿Para qué?
— ¿No se lo ha dicho?
— No.
— ¡Pues no tenía por qué ir con tanto misterio. Amputación e injerto del antebrazo izquierdo.
— ¡Oh!
«Bien —pensé—, no será Davidson quien termine de contarme la historia.» El injerto de un nuevo miembro origina un shock terrible. El paciente tiene que permanecer al menos diez días bajo anestesia. — ¿Y el Patrón? —insistí—. ¿Resultó también herido? ¿O sus sacrosantas reglas le prohíben contármelo?
— Habla usted demasiado —replicó—. Ahora beba un poco y después hará la siesta.
Y me tendió un vaso lleno de una papilla lechosa.
— Hable usted, o le tiraré esto a la cara.
— Cuando dice «Patrón», ¿se refiere al jefe de la Sección?
— ¿A quién si no?
— No se encuentra hospitalizado. —Hizo una mueca—. Y no me gustaría tenerle como paciente.
10
Permanecí en la cama durante dos o tres días más. Me trataban como a un niño, pero me daba igual; era el primer descanso de verdad que me tomaba en muchos años. Mis llagas iban mejor; pronto me animaron —me forzaron, debería decir— para que hiciese un poco de ejercicio en la misma habitación.
El Patrón vino a visitarme.
— Vaya —dijo—. ¿De modo que aún sigues escurriendo el bulto?
Me ruboricé.
— Maldito sea su mal corazón —le dije—. Búsqueme unos pantalones y ya le enseñaré yo quién escurre el bulto.
— Calma, muchacho. —Tomó mi gráfico de temperatura y lo examinó—. Enfermera —ordenó—, dele unos pantalones cortos a este hombre. Se reincorpora al servicio.
Doris se le enfrentó como un gallito de pelea.
— Usted puede ser el jefe, pero aquí no da órdenes. El doctor ya verá si…
— ¡A callar! —dijo él—. Traiga esos pantalones.
— Pero…
Él la levantó en vilo, la hizo girar sobre sí misma, le propinó unos azotes en el trasero y exclamó:
— ¡Volando!
Ella salió farfullando de rabia, y volvió de inmediato en compañía del médico. El Patrón dijo mansamente:
— Matasanos, he pedido que me trajesen unos pantalones, y no a usted.
El médico dijo con altivez:
— Le agradecería que no se metiera con mis pacientes.—Ya no es su paciente. Yo le he dado de alta.
— ¿Ah, sí? Si no le gusta el modo como llevo mi departamento, señor, le ruego que acepte desde ahora mi dimisión.
El Patrón replicó:
— Le ruego que me perdone, doctor. A veces estoy tan preocupado que me olvido de portarme correctamente. ¿Quiere hacerme el favor de examinar a este enfermo? Si es posible darle de alta, le agradeceré mucho que lo haga, pues sus servicios me son necesarios.
La mandíbula del doctor temblaba, pero se limitó a decir:
— Con mucho gusto, señor. —Examinó meticulosamente mi ficha y luego verificó mis reflejos—. Necesitaría más descanso…, pero puede usted llevárselo. Enfermera, traiga ropas para este hombre.
Las ropas consistían únicamente en pantalones cortos y zapatos. Pero todo el mundo iba vestido de la misma manera, y resultaba consolador ver todas aquellas espaldas desnudas, sin ninguna babosa adherida a ellas. No pude dejar de comunicar mi impresión al Patrón.
— Es la mejor defensa posible —gruñó—, aun a riesgo de que la Sección parezca una colonia veraniega. Si no ganamos la partida antes de que venga el invierno, estamos listos.
Se detuvo ante una puerta sobre la que se leía:
LABORATORIO DE BIOLOGÍA — PROHIBIDO TERMINANTEMENTE EL PASO.
Yo retrocedí.
— ¿Adónde vamos?
— A echar una mirada a tu hermano gemelo, ya sabes, ese orangután que lleva tu parásito.
— Ni hablar. No cuente conmigo.
Me daba cuenta de que estaba temblando de pies a cabeza.
— Mira, hijo —me dijo el Patrón, pacientemente—, trata de dominar el pánico. El mejor medio es enfrentarte cara a cara con él. Ya sé que es difícil, pero yo he pasado horas enteras contemplando la babosa, acostumbrándome a su vista.
— Pero usted no sabe…, no puede saber…
Temblaba tan violentamente que tuve que apoyarme en el umbral.
— Supongo que es diferente —dijo despacio— cuando uno la ha llevado encima. Jarvis..
Y se calló.
— ¡Completamente diferente! ¡No supondrá que voy a entrar ahí!—No, creo que no. Bien, el médico tenía razón. Vuélvete por donde hemos venido, hijo, y preséntate de nuevo en la enfermería.
Y se dispuso a entrar en el laboratorio.
— ¡Oiga, jefe!
Se detuvo y se volvió hacia mí con rostro inexpresivo.
— Espere —añadí—, entraré.
— No tienes que hacerlo.
— Entraré. Sólo…, sólo necesitaba un momento para hacerme a la idea.
Cuando llegué junto a él me sujetó por el brazo en un apretón afectuoso, y continuó sujetándome mientras andábamos. Atravesamos otra puerta y penetramos en una sala acondicionada con aire cálido y húmedo. En ella estaba el mono, enjaulado.
Tenía el torso rodeado por una especie de cilindro metálico. Sus brazos y patas pendían flojamente, como si no tuviese dominio sobre ellos. Nos miró con ojos malévolos e inteligentes; pero de pronto se apagaron y su mirada fue solamente la de una bestia que sufría.
— Vamos a ese lado —dijo el Patrón, con voz tranquila.
De buena gana me hubiera alejado, pero él seguía sujetándome por el brazo. El mono nos seguía con sus ojillos, pero su cuerpo estaba inmovilizado por aquella especie de armadura. Desde mi nueva posición podía ver… a mi antiguo amo. El ser que había llevado a la espalda durante un tiempo interminable, que había hablado por mi boca, pensando con mi cerebro. Mi amo.
— Tranquilízate —dijo suavemente el Patrón—. Ya te acostumbrarás a su presencia. Deja de mirarle por un momento. Eso te hará bien.
Hice lo que me ordenaba y me tranquilicé algo. Efectué un par de profundas inspiraciones y conseguí calmar mi corazón, que latía a gran velocidad. Me dominé y volví a mirarle. No es la apariencia de un parásito lo que despierta horror. Ni nace ese horror del conocimiento de lo que son capaces de hacer, porque lo sentí la primera vez que vi uno de ellos, antes incluso de saber lo que era. Me esforcé por comunicar mis pensamientos al Patrón. Él asintió, sin apartar sus ojos del parásito.
— A todos les ocurre lo mismo —dijo—. Experimentan un temor irracional, como pájaros fascinados por una serpiente. Posiblemente es su arma primaria. Y apartó sus ojos del ser, como si una contemplación demasiado larga fuese excesiva incluso para sus nervios de acero.
Yo me mantenía pegado a él, tratando de acostumbrarme a la vista del parásito y sintiendo cómo el desayuno me subía a la garganta. No cesaba de decirme que no podía hacerme el menor daño. Aparté de nuevo la mirada y vi los ojos del Patrón.
— ¿Qué tal? —me preguntó—. ¿Te vas acostumbrando?
Volví a mirar el objeto de mi miedo.
— Un poco. —Y proseguí salvajemente—: ¡Lo único que deseo es matarlo! Quiero matarlos a todos. Me pasaría la vida dándoles muerte, hasta no dejar ni uno.
El temblor volvió a apoderarse de mí.
El Patrón me observaba.
— Toma —me dijo, y me alargó su pistola.
Aquello me sorprendió. Yo estaba desarmado, pues al levantarme del lecho no me dieron ningún arma. La tomé, pero le miré interrogativamente.
— ¿Para qué me la da?
— Quieres matarle. Si así lo deseas, hazlo. Ahora mismo.
— ¿Cómo? Pero, Patrón, usted dijo que lo necesitaba con fines de estudio.
— Así es, en efecto. Pero si tú crees que tienes que matarlo, mátalo. Éste te pertenece. Si tienes que matarlo para volver a ser un hombre, no te detengas.
— Para volver a ser un hombre…
Ese pensamiento repercutía en mi cerebro. El Patrón sabía cuál era la medicina que me curaría. Dejé de temblar; empuñaba firmemente la pistola, listo para disparar y matar. Mi amo…
Si lo mataba sería un hombre libre, mas no lo sería mientras él viviese. Quería matarlos a todos, perseguirlos, arrasarlos…, pero a éste sobre todo.
Mi amo…, seguía siendo mi amo a menos que lo matase. Tenía el oscuro presentimiento de que si me quedaba a solas con él sería incapaz de hacer nada, que me quedaría helado y paralizado de terror mientras él se arrastraba hacia mí, ascendía por mi cuerpo y volvía a colocarse entre mis omoplatos, palpando hasta encontrar mi columna vertebral y apoderándose de mi cerebro y mi voluntad.
¡Pero ahora podía matarlo!
Sin sentir el menor temor, sólo un gozo salvaje, levanté la pistola. El Patrón no apartaba sus ojos de mí.
Bajé el arma y dije, indeciso:
— Suponga que lo hago, jefe. ¿Tiene usted otros?
— No.
— Pero usted lo necesita.
— Sí.
— En ese caso… Por el amor de Dios, ¿por qué me ha dado la pistola? — Ya sabes por qué. Si crees que tienes que matarlo, no te detengas. Si puedes sobreponerte a ese impulso, entonces ese ejemplar será de utilidad para la Sección.
Tenía que hacerlo. Incluso en el caso de que diésemos muerte a todos los demás, mientras éste siguiese vivo yo temblaría y me acurrucaría en la oscuridad. Si hacían falta más, podíamos capturar una docena de ellos en el Constitución Club. Después de matar a éste yo mismo dirigiría la expedición de captura. Respirando con rapidez, volví a levantar la pistola.
Entonces me volví y arrojé el arma al Patrón, el cual la recogió en el aire.
— ¿Qué te ha ocurrido? —me preguntó.
— No lo sé. En el momento de actuar, la certeza de que podía matarlo ha sido suficiente.
— Estaba seguro.
Me sentía acalorado y sosegado, como si acabase de matar a un hombre o de poseer a una mujer…, como si acabase de matar a mi parásito. Era incluso capaz de volverme de espaldas a él. Ni siquiera estaba disgustado con el Patrón por lo que había hecho.
— Es muy propio de usted, estar seguro. ¿Qué tal resulta eso de manejar un títere?
No tomó mi frase como una broma. Dijo:
— No es eso en absoluto. Yo me limito a conducir a la gente por el camino que ellos mismos escogen. El verdadero amo de los títeres es ése.
Miré hacia donde me indicaba.
— Sí —convine en voz baja—, el amo de los títeres. No sabe hasta qué punto es verdad lo que dice. Y deseo, Patrón, que no lo comprenda nunca.
— Así lo espero yo también —respondió él, muy serio.
Podía mirar ahora sin temblar. Sin dejar de mirar a la babosa, proseguí:
— Jefe, cuando usted ya no la necesite, la mataré. Fuimos interrumpidos por un hombre que entró como un vendaval en la habitación. Iba vestido con pantalones cortos y una chaqueta de laboratorio, lo que le daba un aspecto ridículo. No era Graves; a ése nunca volví a verle; me imagino que el Patrón se lo zampó un día para almorzar.
— Patrón —dijo—, ignoraba que estuviese usted aquí. Yo…
— Pues lo estoy —le atajó éste—. ¿Por qué lleva una chaqueta?
El Patrón empuñaba la pistola y apuntaba con ella al intruso.
Éste contempló el arma como si se tratase de una broma pesada.
— Verá, estaba trabajando. Siempre hay peligro de recibir una salpicadura. Algunos de los productos que empleamos son muy…
— ¡Quítesela!
— ¿Cómo?
El Patrón blandió su pistola, al tiempo que me decía:
— Prepárate a sujetarlo.
El hombre se quitó la chaqueta. Sus hombros y espalda estaban desnudos, y tampoco se veía en ellos la delatora erupción.
— Llévese esa maldita chaqueta y quémela —le ordenó el Patrón—. Después vuelva a su trabajo.
El hombre se alejó a toda prisa, muy sofocado, pero de pronto se detuvo, diciendo:
— Patrón, ¿sigue estando dispuesto a hacer.? — Dentro de un momento. Ya le avisaré.
El hombre se marchó. El Patrón enfundó su pistola con gesto cansado.
— Se pone un aviso —murmuró—, se hace que lo lean en voz alta, que lo deletreen. Es inútil. Si se lo tatuásemos sobre la piel, aún habría algún imbécil que creyera que no iba con él. ¡Bah, científicos!
Me volví hacia mi antiguo amo. Seguía causándome náuseas, pero me producía también una turbia sensación de peligro, que no era del todo desagradable.
— Patrón —pregunté—. ¿Qué piensa hacer con él?
— Pienso interrogarlo.
— ¿Interrogar a qué? ¿Y cómo? Quiero decir que el mono
— Sí, ya sé que el mono no puede hablar. Nos hace falta un voluntario, un voluntario humano. Cuando empecé a comprender lo que quería decir, el horror volvió a apoderarse de mí con más fuerza que antes.
— Usted no quiere decir eso. No puede hacerlo…
— Puedo y quiero hacerlo. Lo que se tenga que hacer, se hará.
— ¡No encontrará voluntarios!
— Ya tengo uno.
— ¿Uno? ¿Quién es?
— Pero no quiero utilizarlo. Busco a un hombre apropiado.
Yo estaba muy disgustado, y no se lo oculté.
— No hace usted bien en buscar a un hombre para eso, sea o no voluntario. Si ya tiene uno, le será imposible encontrar a otro; no puede haber dos personas que hayan perdido hasta tal punto el juicio.
— Es posible —convino—. Pero sigo sin querer utilizar al que ya tengo. Este interrogatorio se nos impone, hijo mío; luchamos con un desconocimiento absoluto. Desconocemos a nuestro enemigo. No podemos negociar con él, no sabemos de dónde viene, ni lo que le obliga a ser un parásito. Tenemos que saberlo; nuestra existencia depende de ello. El único medio posible de hablar con esos seres es a través de un hombre. Y así lo haremos. Pero sigo buscando al voluntario que me hace falta.
— ¡No cuente conmigo!
— Sin embargo, eso es precisamente lo que pienso hacer.
Mi respuesta había sido una broma; la suya me dejó sin habla. Conseguí tartamudear:
— ¡Está usted loco! Tenía que haber matado a ese bicho cuando tenía su pistola. Lo hubiera hecho de haber sabido por qué quería conservarlo vivo. Pero si se cree que voy a ofrecerme voluntario para que usted vuelva a ponérmelo…, ¡no, gracias! Ya he pasado por eso.
Siguió hablando como si no me hubiese oído.
— No todo el mundo sirve; tiene que ser un hombre capaz de soportarlo. Jarvis era incapaz de ello, le faltaba temple. Sabemos que tú puedes hacerlo.
— ¿Yo? Lo único que saben es que he podido resistirlo y sobrevivir. No podría soportar una segunda experiencia.
— En cualquier caso —respondió con calma—, es más fácil que sobrevivas tú que cualquier otro. Tú ya has sufrido la prueba de fuego; con otro me arriesgo a perder a un agente.
— ¿Desde cuándo se preocupa por el riesgo que puedan correr los agentes? —dije con sarcasmo.—Siempre me he preocupado, créeme. Te doy una última oportunidad, hijo. ¿Te decides a hacer esto, sabiendo que hay que hacerlo, que tú eres quien tiene más probabilidades de resistirlo y que puedes sernos de más utilidad que nadie porque ya estás acostumbrado, o permitirás que otro agente arriesgue su razón y tal vez su vida en tu lugar?
Empecé a explicarle, o a tratar de explicarle, lo que sentía. No podía resistir la idea de morir poseído por un parásito. Tenía el confuso sentimiento de que una muerte así equivaldría a pasar por toda la eternidad a un infierno insoportable. Aún era peor la perspectiva de no morir después de tocarme la babosa. Pero no podía hallar palabras para ello.
Me encogí de hombros.
— Le ruego que acepte mi dimisión. Hay un límite a lo que un hombre puede resistir. Me niego a hacerlo.
Él se volvió hacia el intercomunicador de la pared.
— Laboratorio —llamó—, vamos a empezar. ¡Dense prisa!
Reconocí la voz del hombre que había irrumpido en la habitación.
— ¿A quién utilizaremos? —preguntó.
— Al primer voluntario.
— ¿Entonces, el artefacto más pequeño? —preguntó la voz en son de duda.
— Eso es. Tráiganlo.
Hice ademán de dirigirme a la puerta. El Patrón rezongó:
— ¿Adónde vas?
— Me marcho —respondí en el mismo tono—. No quiero tomar parte en esto.
Él me agarró del brazo y me hizo dar la vuelta.
— No, no te vas. Tú conoces a esas criaturas; tu consejo puede sernos de utilidad.
— Suélteme.
— ¡Te ordeno que te quedes! —me gritó severamente—. Atado o en libertad. He sido muy condescendiente cuando has estado enfermo, pero ahora ya me he cansado de soportar tus estupideces.
Yo me sentía demasiado débil para luchar con él.
— Usted es el Patrón.
Los del laboratorio trajeron una especie de silla de ruedas, parecida a una silla eléctrica. Estaba provista de argollas para sujetar los tobillos y las rodillas, así como las muñecas y los codos. Tenía también un corsé que oprimía pecho y cintura, pero la espalda quedaba libre, así como los hombros de la víctima.
Colocaron el artefacto junto a la jaula del mono, abriendo luego el lado de la jaula próximo a la silla. El mono contemplaba las operaciones con ojos intensos e inteligentes, pero sus miembros pendían flojamente, como antes. Sin embargo, mi inquietud aumentó cuando vi que abrían la jaula. Sólo la amenaza de atarme que había proferido el Patrón me mantuvo allí. Los técnicos se apartaron, después de dejarlo todo a punto. Se abrió una puerta y entraron varias personas, Mary entre ellas.
Sentí vértigo; hacía tiempo que deseaba verla y había tratado varias veces de ponerme en comunicación con ella por medio de las enfermeras, pero éstas no supieron dar con ella, o tal vez habían recibido instrucciones. Ahora la veía, pero en qué circunstancias… Maldije interiormente al Patrón; no estaba bien obligar a una mujer a contemplar eso, ni aunque fuese agente. Las cosas tenían su límite.
Mary pareció sorprendida y me saludó con una inclinación de cabeza. Yo se la devolví; no era el momento de entablar conversación. Tenía buen aspecto, aunque estaba muy seria. Iba vestida como las enfermeras, pero no llevaba la grotesca coraza dorsal. Sus acompañantes eran hombres, y transportaban aparatos de grabación, así como otros artefactos.
— ¿Todo listo? —inquirió el jefe del laboratorio.
— Adelante —repuso el Patrón.
Mary se dirigió a la silla y se sentó en ella. Dos técnicos se arrodillaron y empezaron a sujetarle las piernas. Yo les contemplaba helado de terror. De pronto di un empellón al Patrón, haciéndole casi caer, y salté junto a la silla, dándoles puntapiés a los técnicos.
— ¡Mary! —grité—. ¡Sal de ahí!
El Patrón me apuntaba con su pistola.
— Apártate —me ordenó—. Ustedes tres…, sujétenle y átenle.
Miré la pistola y después a Mary. Ella permanecía inmóvil; sus piernas ya estaban sujetas. Se limitaba a mirarme con ojos llenos de piedad.
— Levántate, Mary —dije, con lasitud—, déjame sentarme a mí.
Se llevaron aquella silla y trajeron otra mayor. Yo no hubiera podido usar la suya; ambas estaban hechas a medida. Cuando terminaron de sujetarme me pareció que estaba metido en un bloque de cemento. Empecé a sentir un terrible picor en la espalda, aunque nada la había tocado todavía.
Mary ya no estaba en la habitación; no la vi marcharse, y su ausencia no pareció importarle a nadie. Una vez me hubieron preparado, el Patrón apoyó su mano en mi brazo y me dijo con voz tranquila:
— Gracias, hijo mío.
Yo no respondí.
No vi cómo manejaban al parásito para colocarlo sobre mi espalda. Aquel espectáculo no me interesaba, y no hubiera vuelto la cabeza para verlo aunque hubiese podido hacerlo. El mono gruñó y chilló una sola vez, y alguien gritó:
— ¡Cuidado con él!
Hubo un silencio, durante el cual todos contuvieron el aliento… Después, algo húmedo tocó mi cuello y me desvanecí.
Al volver en mí me hallaba dominado por la misma hormigueante energía que ya había experimentado antes. Sabía que me encontraba en un aprieto terrible, pero estaba decidido a usar toda mi astucia para salir de él. No tenía miedo; me sentía lleno de orgullo y estaba seguro de que era más listo que ellos.
El Patrón preguntó bruscamente:
— ¿Me oyes?
Yo respondí:
— No hace falta que grite tanto.
— ¿Recuerdas para qué estamos aquí?
Yo dije:
— ¿Quieren hacerme preguntas? ¿A qué esperan?
— ¿Qué eres?
— Esa pregunta es una completa estupidez. Un hombre de uno setenta y cinco de estatura, con más músculos que cerebro. Y peso…
— No se trata de ti. Ya sabes a quién le hablo. No a ti, al otro… — ¿Es un acertijo?
El Patrón esperó antes de proseguir:
— Es inútil que hagas como que no me entiendes.
— Sin embargo, así es.
— Sabes que te he estado estudiando todo el tiempo que has vivido sobre el cuerpo de ese mono. Sé cosas que me dan ventaja sobre ti. Una de ellas es…
Y empezó a enumerarlas con los dedos.—Primera, que no eres inmortal.
»Segunda, que puedo hacerte daño. No te gustan las descargas eléctricas y eres incapaz de soportar temperaturas que no hacen daño a un hombre.
«Tercero, no tienes ningún poder por ti mismo. Puedo ordenar que te quiten de ahí y no tardarás en morir.
»Cuarta, utilizas las fuerzas ajenas, y ahora tu víctima no puede valerse. Prueba las argollas que la sujetan. Tienes que cooperar con nosotros… o morir.
Yo ya había probado las argollas y comprobé que era imposible librarse de ellas. Eso no me preocupó; estaba extrañamente contento de hallarme de nuevo con mi amo, libre de cuidados y preocupaciones. Mi única finalidad era servirlo; no había por qué preocuparse por el futuro. La argolla que sujetaba uno de mis tobillos parecía más floja que la otra; tal vez podría pasar mi pie por ella. Comprobé las que sujetaban mis brazos; tal vez si me relajaba por completo…
Inmediatamente llegó una orden, o tomé una decisión; en realidad era lo mismo. No había conflicto entre mi amo y yo; formábamos un solo ser. Orden o decisión, comprendí que no podía intentar la huida. Paseé la vista por la estancia, tratando de adivinar quién iba armado. Tenía la impresión de que el único era el Patrón; eso mejoraba mis posibilidades.
En algún lugar, en lo más profundo de mí ser, me laceraba aquel sentimiento de culpabilidad y desesperación que sólo han experimentado los portadores de un amo, pero mi mente estaba demasiado ocupada para preocuparme por ello.
— ¿Bien? —prosiguió el Patrón—. ¿Te decides a contestar a mis preguntas, o tendré que castigarte?
— ¿Qué preguntas? Hasta ahora sólo ha dicho tonterías.
El Patrón se volvió a uno de los técnicos.
— Déme el electrodo.
No sentí ninguna aprensión, pues estaba aún muy ocupado tratando de librarme de las argollas. Si podía lograr que se acercase lo suficiente para que yo pudiese alcanzar su pistola, suponiendo que pudiese liberar un brazo, entonces podría…
Pasó una barra metálica sobre mis hombros. Sentí un lacerante dolor; la habitación se oscureció. Era como si me partiese en dos; por el momento me encontraba sin amo.
El dolor cesó, dejándome sólo un agudo recuerdo. Antes de que hubiese tenido tiempo de pensar con coherencia, la separación había concluido, y volvía a encontrarme sano y salvo unido a mí amo. Pero por primera vez desde que le servía no me sentí del todo libre de cuidados; algo de su loco temor y dolor pasó a mí.
— Bien —exclamó el Patrón—. ¿Qué te ha parecido la muestra?
El pánico se desvaneció; volví a sentirme lleno de bienestar y suficiencia, con el ánimo atento y vigilante. Dejaron de dolerme las muñecas y tobillos.
— ¿Por qué ha hecho eso? —pregunté—. Estoy de acuerdo en que puede hacerme daño, pero ¿por qué lo ha hecho?
— Responde a mis preguntas.
— Pregunte.
— ¿Qué eres?
La respuesta no se produjo en seguida. El Patrón tendió la mano hacia la barra; entonces me oí decir:
— Somos el pueblo.
— ¿Qué pueblo?
— El único. Os hemos estudiado y conocemos vuestras costumbres. Nosotros… —y me detuve de pronto.
— Sigue hablando —ordenó hoscamente el Patrón, haciendo un gesto con la barra.
— Venimos a traeros…
— ¿A traernos qué?
Yo quería hablar, pues la barra estaba espantosamente cerca. Pero me costaba hallar las palabras.
— A traeros la paz —balbucí.
El Patrón lanzó un gruñido de desprecio.
— La paz y el contento… —proseguí—, y la alegría de…, del abandono.
Vacilé de nuevo; «abandono» no era la palabra. Me esforzaba por encontrarla, como si estuviese hablando en un idioma extranjero.
— La alegría —repetí—, la alegría del… nirvana.
Ésa era la palabra. Me sentí como un perro gratificado con un terrón de azúcar por haber sido bueno; rebosaba de gozo.
— A ver si lo entiendo —dijo el Patrón—. Prometéis a la raza humana que, si nos rendimos, vosotros os encargaréis de ella y nos haréis a todos felices. ¿Es eso?
— ¡Exactamente!
El Patrón meditaba clavando la vista en mi espalda. De pronto escupió en el suelo.
— Tienes que saber —dijo despacio— que tanto a mí como a los míos nos han hecho muchas veces ese mismo ofrecimiento. Siempre resultó ser una añagaza y no valer nada.
— Pruébelo usted mismo —sugerí—. Podemos hacerlo inmediatamente, y entonces sabrá lo que es.
Esta vez me miró a la cara.
— Tal vez lo haga. Tal vez se trate de una deuda que tengo con…, con alguien. Es posible que algún día lo haga. Pero ahora —prosiguió vivamente— aún tienes preguntas que responder. Responde con rapidez y como es debido, y no te pasará nada. Pero si te muestras reacio, yo sabré estimularte.
Y blandió la barra metálica.
Yo me hundí en la silla, anonadado. Por un momento había pensado que aceptaría, y ya planeaba las posibilidades de huida.
— Dime ahora de dónde venís —prosiguió.
No respondí. No sentía deseos de hacerlo.
La barra se aproximó.
— ¡Aparte eso! —estallé. — Responde a lo que te pregunto. ¿Dónde está vuestra base, vuestro lugar de origen, vuestro planeta?
El Patrón se mantenía a la expectativa. Luego dijo:
— Tendré que refrescarte la memoria.
Yo miraba ante mí estúpidamente, sin pensar en nada. Un ayudante interrumpió al Patrón.
— ¿Eh? —exclamó éste.
— Puede haber una dificultad semántica —repitió el otro—. Nacida de diferentes conceptos astronómicos.
— ¿Por qué? —preguntó el Patrón—. Esa babosa sabe todo lo que sabe su víctima; eso está más que demostrado. —Pero se volvió, para plantear la cuestión desde un ángulo diferente—. Veamos. Conoces el sistema solar. Tu planeta, ¿está dentro o fuera de él? Yo vacilé, para responder luego:
— Todos los planetas son nuestros.
El Patrón se cogió pensativo el labio inferior.
— Me gustaría saber —musitó— lo que quieres decir con eso. No importa; ni aunque afirmes que todo el universo es vuestro. ¿Dónde está vuestra guarida? ¿De dónde vienen vuestras astronaves?
Yo no podía decírselo; permanecí silencioso.
De pronto extendió la barra detrás de mí; sentí un dolor terrible.—¡Habla, maldito! ¿De qué planeta? ¿Marte? ¿Venus? ¿Júpiter? ¿Saturno? ¿Urano? ¿Neptuno? ¿Plutón?
Mientras los enumeraba los iba viendo desfilar ante mí, a pesar de que lo más lejos que he estado de la Tierra ha sido en un satélite artificial. Cuando nombró el que era, lo supe instantáneamente…, pero el pensamiento me fue arrebatado con la misma rapidez.
— Habla —prosiguió—, o de lo contrario…
Me oí decir:
— No es ninguno de ésos. Nuestro hogar está más lejos.
Miró a mi espalda y después me miró a los ojos.
— Estás mintiendo. Necesitas un poco de corriente para volverte a la razón.
— ¡No, no!
— No se pierde nada con probarlo.
Y acercó lentamente la barra a mi espalda. Sabía de nuevo la respuesta y estaba a punto de darla cuando algo oprimió mi garganta. Entonces volvió a empezar el dolor.
No cesaba. Me estaban despedazando; traté de hablar… Hubiera hecho cualquier cosa para que cesara aquel dolor, pero la mano seguía oprimiendo mi garganta.
A través de una niebla de dolor vi el rostro del Patrón, con las facciones borrosas.
— ¿Aún no tienes bastante? —preguntó. Traté de responder, pero noté que me ahogaba. Vi cómo acercaba de nuevo la barra.
Me rompí en pedazos y me morí.
Estaban todos inclinados sobre mí. Alguien dijo:
— Ya vuelve en sí.
El rostro del Patrón me contemplaba ansiosamente.
— ¿Estás bien, hijo? —me preguntó. Yo aparté la cara.
— Déjenme sitio, por favor —dijo otra voz—. Voy a ponerle le inyección.
El que hablaba se arrodilló a mi lado y me clavó una aguja. Luego se levantó, se miró las manos y se las secó en los pantalones.
Gyro, pensé confusamente, o algo parecido. Fuera lo que fuese, me estaba reanimando. Pronto pude sentarme sin ayuda de nadie. Estaba aún en la habitación de la jaula, enfrente mismo de aquella terrible silla. Traté de ponerme en pie; el Patrón me dio la mano. Yo la aparté.—¡No me toque!
— Lo siento —repuso, y luego rezongó—: ¡Jones! Tú y Uto levantad la camilla y llevadle a la enfermería. Doctor, vaya usted con ellos.
— Desde luego.
El hombre que me había puesto la inyección quiso tomarme del brazo. Yo me aparté.
— ¡No me ponga las manos encima! —repetí.
El médico miró al Patrón, quien se encogió de hombros, ordenando luego que se apartase. Me dirigí solo a la puerta y salí al corredor. Me detuve allí, mirando mis muñecas y tobillos, y decidí que lo mejor era ir a la enfermería. Doris se ocuparía de mí y tal vez pudiera dormir. Me sentía como si acabase de librar quince asaltos de boxeo y los hubiese perdido todos.
— ¡Sam, Sam!
Reconocí aquella voz. Mary vino corriendo a mi lado y se detuvo para mirarme con sus grandes ojos tristes.
— ¡Oh, Sam! ¿Qué te han hecho?
Su voz se hallaba ahogada por los sollozos.
— Tú deberías saberlo —repuse, y aún me quedaron fuerzas suficientes para abofetearla y añadir con rabia—: ¡Zorra!
La habitación que había ocupado seguía vacía, pero no encontré allí a Doris. Cerré la puerta y me dejé caer de bruces en el lecho, tratando de no pensar ni recordar. De pronto, oí un sollozo ahogado y abrí un ojo; a mi lado estaba Doris.
— ¿Pero qué es eso? —exclamó, y noté sus suaves manos sobre mi espalda—. ¿Qué le han hecho, pobre muchacho? —Y añadió—: Quédese ahí, no se mueva. Voy a buscar al doctor.
— ¡No!
— Pero tiene que dejarse visitar por él.
— No quiero verle. Cuídeme usted.
Ella no respondió. La oí salir de la sala. No tardó mucho en volver —por lo menos así me pareció— y empezó a lavarme las heridas. Sentí deseos de gritar cuando me tocó los hombros. Pero terminó en seguida y dijo:
— Ahora boca arriba.
— Prefiero estar boca abajo.
— No —me reprendió ella—. Quiero que sea buen chico y que beba algo.
Me volví, ayudado por ella, y bebí lo que me ofreció. A los pocos instantes me quedé dormido. Me parece recordar que me despertaron, que vi al Patrón y le eché varias maldiciones. El médico también estaba allí… aunque tal vez fue todo un sueño.
La enfermera Briggs me despertó y Doris me trajo el desayuno; era como si nunca me hubiesen dado de alta. De todos modos, no me sentía muy mal. Sólo como si me hubiese caído por las cataratas del Niágara metido en un tonel. Llevaba vendajes en brazos y piernas, en los lugares donde me había desollado tratando de librarme de las argollas, pero no tenía ningún hueso roto. Donde me sentía enfermo de verdad era en el alma.
Entendámonos. El Patrón tenía derecho a poner mi vida en peligro. Eso estaba en el contrato. ¡Pero no lo que me había hecho! Sabía muy bien lo que me impulsaría a actuar y se había servido de ello para obligarme a hacer algo que yo nunca hubiera hecho de buen grado. Después de llevarme adonde quería, me había utilizado despiadadamente. Bien es verdad que yo he pegado a alguno para hacerle hablar. A veces no es posible hacer otra cosa. Pero esto era diferente. Palabra de honor.
Lo que más me dolía era pensar en el Patrón. ¿Mary? Después de todo, ¿qué era ella? Una chica como tantas. Claro que estaba disgustado con ella por haber accedido a que la utilizasen como cebo. Estaba bien que emplease su atractivo en su labor de agente, pues la Sección necesitaba personal femenino. Siempre ha habido espías, y las que han sido jóvenes y bonitas han usado siempre las mismas armas.
Pero ella no debiera haber accedido a utilizarlas contra un colega…, al menos no contra mí.
En definitiva, yo ya había pasado lo mío; podían seguir con la «Operación Parásito» sin mí. Tenía una cabaña en las montañas Adirondacks; guardaba en ella comida congelada con la que podría mantenerme durante un año, por lo menos. Disponía también de muchas píldoras extra temporales. Decidí ir allí y utilizarlas. Que el mundo se salvase o se fuese al infierno, pero sin mí.
Cualquiera que se acercase a menos de cien metros de mi cabaña tendría que mostrarme su espalda desnuda, o lo dejaría seco.
11
Necesitaba confiarme a alguien, y Doris fue la confidente elegida. Lo que le conté la puso hecha una furia. Había curado todas mis llagas. Como enfermera, había visto otras más graves, pero aquellas habían sido causadas por compañeros. Le expliqué de modo más o menos inteligible los sentimientos que me inspiraba el papel que Mary había representado en el asunto.
— ¿Y usted quería casarse con esa joven? —dijo, estupefacta.
— Eso es. Qué estupidez, ¿no?
— Entonces ella conocía su poder sobre usted… Es indecente. —Dejó de darme masaje. Sus ojos reflejaban indignación—. No conozco a su pelirroja, pero el día que me la eche a la cara, le sacaré los ojos.
Le sonreí.
— Es usted una buena chica, Doris. Estoy convencido de que usted es honrada con los hombres.
— ¡Oh!, no soy una santa. Pero si hubiera hecho algo así sería incapaz de volver a mirarme en un espejo. Dese la vuelta, que le haga la otra pierna.
Mary vino a verme. Lo supe al oír a Doris gritar con voz colérica:
— Usted no entrará aquí.
La voz de Mary respondió:
— Lo haré.
Doris chilló:
— Si no se va, le arrancaré su cabello de zanahoria.
Oí el eco de una pelea, y una bofetada. Grité:
— ¡Eh! ¿Qué pasa?
Aparecieron ambas en la puerta. Doris respiraba con dificultad, y su cabello estaba alborotado. Mary mantenía un aire digno, pero había una gran marca roja en su mejilla que correspondía a las dimensiones de la mano de Doris.
Cuando Doris recuperó el aliento, dijo:
— Haga el favor de salir. Él no quiere verla.
Mary respondió:
— Si es así, ya me lo dirá él.
Yo las miré a ambas y dije:
— ¡Oh, qué diablos! Ahora ya está aquí y tengo algunas cosas que decirle. Gracias de todos modos, Doris.
Ésta me dijo en tono agrio:
— ¡Es usted un zoquete!
Y abandonó la estancia.
Mary se acercó a mi cama.
— Sam —dijo—, mi pobre Sam.
— En primer lugar, no me llamo Sam.
— Nunca he sabido tu verdadero nombre.
No era el momento de explicarle que mis padres me habían puesto el encantador nombre de Elisée. Respondí, pues: — Tanto da. Llámame Sam, si quieres.
— Sam —repitió ella—, mi querido Sam.
— Yo no soy tu querido Sam.
Ella inclinó la cabeza.
— Sí, ya lo sé. Pero no sé por qué. Sam, he venido para saber por qué me odias. Tal vez no pueda hacer nada para variarlo, pero tengo que saberlo.
Di un gruñido de disgusto.
— ¿No lo sabes, después de lo que hiciste? Mary, puedes ser más fría que una serpiente, pero no tienes un pelo de tonta.
Ella movió la cabeza.
— Es precisamente lo contrario, Sam. Mírame, por favor. Sé lo que te han hecho. Sé que te lo dejaste hacer para evitármelo. Lo sé y te estoy profundamente agradecida. Pero no comprendo por qué me odias. Yo no te pedí que lo hicieses ni tampoco lo quise.
No respondí; ella continuó:
— ¿No me crees?
Me incorporé sobre un codo.
— Creo que te has convencido a ti misma de que las cosas fueron así. Ahora voy a decirte cómo fueron de verdad.
— Dímelo, te lo ruego.
— Tú te sentaste en aquella maldita silla sabiendo que yo nunca permitiría que experimentasen contigo. Tú sabías eso, tanto si tu mente tortuosamente femenina lo admitía como si no. El Patrón nunca hubiera podido obligarme, ni aunque hubiese recurrido a la fuerza o al empleo de drogas. Tú sí. Tú me obligaste. Me forzaste a hacer algo que no quería hacer, a dejarme tocar por un ser a cuyo contacto hubiera preferido la misma muerte…, un ser que me ha dejado deshecho y lleno de remordimientos. Tú hiciste eso.
Ella se puso pálida como la muerte, hasta que su rostro parecía verde por contraste con el cabello. Reprimió su jadeante respiración y dijo:
— ¿Crees verdaderamente lo que dices, Sam?
— ¿Qué otra cosa podría creer?
— Sam, no fue así. Yo no sabía que te encontraría en aquella habitación. Tu presencia me produjo una impresión terrible. Pero tenía que hacer lo que había prometido.
— Prometido… —repetí irónicamente—. ¿Qué puede importar una promesa de colegiala?
— No era una promesa de colegiala.
— No importa. Y tampoco importa saber si dices la verdad cuando afirmas que no sabías que yo estaba allí. El hecho escueto es éste: tanto tú como yo estábamos en aquella habitación; tú ya podías imaginar lo que pasaría si te empeñabas en mantener tu estúpida promesa.
— ¡Oh! —exclamó ella, tras un silencio—. Eso es lo que a ti te parece, y los hechos, aparentemente, sucedieron así, no puedo negarlo.
— Claro que no puedes.
Permaneció inmóvil durante largo tiempo. Yo no le dije nada. Finalmente me interpeló.
— Sam…, una vez dijiste algo acerca de tu deseo de casarte conmigo.
— Eran otros tiempos.
— No esperaba que volvieras a proponérmelo. Pero Sam, cualquiera que sea la opinión que tengas de mí, quiero que sepas que te estoy profundamente agradecida por lo que hiciste… y que accedo. ¿Me entiendes?
Me reí en su cara.
— Te aseguro que el funcionamiento de la mente femenina es algo que me causa deleite y asombro al mismo tiempo. Siempre pensáis que podéis hacer borrón y cuenta nueva y empezar otra vez la partida con todos los triunfos en la mano.—Continué riendo, mientras ella enrojecía—. Conmigo eso no sirve. No te pondré en un compromiso aceptando tu generoso ofrecimiento.
Ella se dirigió hacia mí y dijo con voz tranquila:
— Yo me lo he buscado. Sin embargo, te lo he dicho de todo corazón. Y te repito que estoy dispuesta a hacer cualquier cosa por ti.
Me recosté nuevamente en mi almohada.
— Sí, hay algo que puedes hacer por mí.
Su rostro se iluminó.
— ¿Qué?
— Dejar de fastidiarme. Quiero descansar.
Y volví la cara.
El Patrón asomó la cabeza por la puerta a última hora de aquella misma tarde. Mi reacción inmediata fue de gozo; es difícil sustraerse al hechizo de la personalidad del Patrón. Pero en seguida me acordé de todo y mi gozo se enfrió.
— Quiero hablar contigo —empezó a decir.
— Yo no quiero hablar con usted. Váyase.
Él hizo como si no me oyese, y entró.
— ¿Te importa que me siente?
— Eso es lo que parece estar haciendo.
También pasó por alto esta observación.
— Tienes que saber, hijo, que eres uno de mis mejores muchachos, pero a veces te precipitas demasiado.
— No hace falta que se preocupe por eso —contesté—. Tan pronto como el doctor me dé de alta, no me verá usted más el pelo.
Pero él nunca oía nada que no quisiese oír.
— Sacas conclusiones prematuras. Tomemos, por ejemplo, a esa muchacha, Mary…
— ¿Mary qué?
— Ya sabes a quién me refiero; la conociste bajo el nombre de Mary Cavanaugh. La has tratado con mucha desconsideración, y sin conocimiento de causa. La pobrecilla está muy trastornada. Has echado a perder a uno de mis mejores agentes.
— ¡Oh!, me dan ganas de llorar.
— Escucha, pedazo de idiota, no tenías el menor derecho a tratarla de ese modo. Tú no sabes cómo fueron las cosas.
No respondí; las explicaciones son siempre una pobre defensa.—¡Oh!, ya sé lo que piensas —prosiguió—. Crees que ella permitió que la usásemos como cebo, y que lo hiciera a sabiendas. Pues bien, te equivocas. La utilizamos, sí, pero fui yo quien la utilizó. Yo fui el autor del plan.
— Ya me lo suponía. — Entonces, ¿qué tienes que reprocharle?
— Tengo que reprocharle que usted no hubiera podido llevar a cabo ese plan sin su cooperación. Es propio de sus métodos de rufián el cargar con toda la culpa. Pero ahora no puede.
Pasó también por alto mi insulto. Prosiguió:
— Lo entiendes todo menos el punto principal, que es éste: ella no lo sabía.
— Pero qué diablos, estaba allí.
— Así es. ¿Te he mentido alguna vez, hijo?
— No —admití—, pero no creo que dudase nada si tuviese que hacerlo.
Él respondió:
— Tal vez merezco esto. Mentiría incluso a uno de mis agentes si de eso dependiese la seguridad del país. No me ha parecido necesario hacerlo porque siempre he trabajado con personal escogido. Pero esta vez el bienestar del país no depende de ello, y yo no miento. Podrás comprobarlo por ti mismo y ver si es verdad o no. Esa muchacha ignoraba que tú estuvieras allí. Ni siquiera supo, cuando te vio, a qué obedecía tu presencia en aquella habitación. Ignoraba que se plantearía una lucha acerca de quién debería ocupar la silla. No tenía ni la menor sospecha de que yo no quería que fuese ella quien hiciese la prueba, ni de que ya había decidido que tú eras el único individuo que me interesaba, aunque me viese obligado a sentarte por la fuerza…, lo que hubiera hecho de no haber tenido oculta en la manga una carta que te obligaría a sentarte y a convertirte en un voluntario. Ésa es la verdad, hijo; ella ni siquiera sabía que ya habías sido dado de alta.
Yo quería creerlo, así es que hice todo lo posible por no dejarme convencer en cuanto a lo que decía sobre su capacidad de mentir…, después de todo la enemistad entre dos agentes de primera clase era algo que en el momento presente podía, según él, afectar a la seguridad del país. La mente del Patrón era muy retorcida.
— ¡Mírame! —prosiguió—. Hay algo que deseo meterte en la mollera. Lo primero es que todo el mundo, incluyéndome a mí, apreciamos lo que has hecho, sin pensar en los motivos que te impulsaron. Estoy redactando un informe sobre ello, y puedes estar seguro de que te concederán una medalla, tanto si permaneces con nosotros como si no.
Y prosiguió:
— Pero no te des esos aires de pequeño héroe… —¡No me los doy!
— … Porque no es a ti a quien deberían conceder esa condecoración, sino a Mary. No, cállate un momento, aún no he terminado. Tú lo hiciste a la fuerza. No critico tu actitud; ya habías tenido más que suficiente. Pero Mary fue una verdadera voluntaria. Cuando se sentó en aquella silla no esperaba un indulto de última hora, y tenía fundamentos más que suficientes para pensar que, aun en el caso de que saliese con vida, su mente quedaría irreparablemente afectada, lo cual aún es peor. Pero lo hizo porque tiene madera de héroe.
Siguió hablando sin esperar mi respuesta:
— Mira, hijo, la mayoría de las mujeres son unas criaturas alocadas. Pero en todo llegan más lejos que nosotros. Las que salen valientes lo son más que nosotros, las buenas nos superan en bondad, y las malvadas en maldad y dureza. Lo que trato de decirte es esto: esa joven vale mucho más que tú, y tú le has inferido una seria afrenta.
Yo estaba tan agitado por sentimientos contradictorios que era incapaz de discernir si me decía la verdad o me estaba utilizando de nuevo. Respondí diciendo:
— Tal vez me he equivocado al hacerla objeto de mis iras. Pero si lo que usted dice es verdad…
— Lo es.
— … No consigue mejorar en lo más mínimo lo que usted hizo; antes lo empeora.
Encajó esta observación sin pestañear.
— Hijo mío, sentiría haber perdido tu respeto. Pero ahora yo soy como un comandante en jefe en plena acción y no puedo andarme con chiquitas. Yo lucho con armas diferentes, lo cual aún hace más difícil mi posición. Siempre he estado dispuesto a dar muerte a mi propio perro, si las circunstancias lo requieren. Tal vez no esté bien, pero son gajes del oficio. Si estás alguna vez en mi puesto, también tendrás que hacerlo.
— No es fácil que lo esté.
— ¿Por qué no descansas un poco, y después piensas en ello?
— Pienso tomarme un permiso, un permiso definitivo.
— Muy bien. Se levantó para marcharse. Yo le dije:
— Espere…
— ¿Qué?
— Usted me hizo una promesa y ahora yo le tomo la palabra. Me refiero a aquel parásito. Dijo que tenía su permiso para matarlo por mi propia mano. ¿Ha terminado ya con él?
— Sí, pero…
Yo me incorporé.
— No me salga ahora con peros. Déme su pistola; voy a hacerlo ahora mismo.
— Imposible. Ya ha muerto.
— ¡Cómo! Me prometió…
— Lo sé. Pero murió mientras nos esforzábamos por hacerte…, por hacerle hablar…
Me sacudieron convulsivas carcajadas. No podía dejar de reír.
El Patrón me zarandeó.
— ¡Basta! Te pondrás enfermo de verdad. Lo siento, pero no le veo la gracia.
— Todo lo contrario —repuse, lágrimas de risa en los ojos—. Es la cosa más divertida que jamás ha sucedido. Todo este asunto no ha servido para nada.
— ¿Qué te hace decir eso?
— ¿Eh? Pues que sé lo que pasó. No consiguió arrancarle…, arrancarnos nada. No se enteró de nada que no supiese ya.
— ¡Que te crees tú eso!
— Pues claro que sí.
— Fue un éxito mayor del que esperábamos, hijo mío. Es verdad que no le arrancamos nada directamente, antes de que muriese…, pero te sacamos algo a ti. —¿A mí?
— Te interrogamos anoche. Te sometimos al pentotal, al psicoanálisis, te hicimos encefalogramas, te hipnotizamos… El parásito te había comunicado cosas que aún seguían en tu cerebro y nosotros las encontramos.
— ¿Qué, por ejemplo?
— Nos comunicaste dónde habitan. Ahora sabemos de dónde vienen y podemos devolver su ataque. Provienen de Titán, el sexto satélite de Saturno. Cuando lo dijo, sentí como si algo me atenazase la garganta, y supe que decía la verdad.
— Nos costó mucho arrancártelo —prosiguió, como si evocase aquellos momentos—. Tuvimos que sujetarte fuertemente para evitar que te hirieses más de lo que ya lo estabas.
Apoyó su pierna lisiada sobre el borde de la cama y sacó un cigarrillo. Parecía ansioso por mostrarse amable. Por mi parte, no deseaba seguir luchando con él; mi cabeza daba vueltas y quería ordenar mis ideas. Titán quedaba muy lejos. Marte era el planeta más lejano al que había llegado el hombre. A menos que la expedición Seagraves, la que nunca volvió, hubiese conseguido llegar hasta Júpiter…
Sin embargo, podíamos ir allí si era necesario y arrasar su nido de larvas.
Finalmente, él se levantó para irse. Se dirigió renqueando a la puerta, cuando de pronto le llamé:
— Papá…
Hacía años que no le llamaba así. Él se volvió con expresión sorprendida e indefensa.
— ¿Qué quieres, hijo?
— ¿Por qué mamá y usted me pusieron el nombre de Elisée?
— Pues… porque era el nombre de tu abuelo materno.
— Ésa no es razón suficiente.
— Es posible.
Me dio la espalda, pero yo le llamé de nuevo.
— Papá… ¿Qué clase de persona era mamá?
— ¿Tu madre? Esto…, es difícil explicarlo. Verás…, se parecía mucho a Mary. Sí, muchísimo.
Y salió de la habitación sin darme tiempo de añadir nada.
Me volví de cara a la pared y, transcurridos unos instantes, logré calmarme.
12
Al día siguiente me dieron de alta y me puse a la búsqueda de Mary. Seguía teniendo la palabra del Patrón como única garantía, pero comenzaba a darme cuenta de que había hecho el idiota. No contaba con encontrarla muy bien dispuesta, pero tenía que alegar algo en mi defensa.
Cabría pensar que una pelirroja alta y atractiva tendría que ser tan fácil de encontrar como un terreno llano en Texas. Pero los agentes estaban afanados en sus misiones y el personal administrativo tiene la costumbre de no meterse donde no le llaman. Todos me eludían diplomáticamente, enviándome a la Sección de Operaciones, o sea al Patrón, lo cual no me convenía, claro.
Las sospechas que desperté fueron aún mayores cuando traté de husmear en la lista de entradas y salidas; empezaba a sentirme como un espía en mi propia Sección.
Fui al laboratorio de biología, pero no pude ver al jefe, así que tuve que conformarme con un ayudante. Éste no sabía nada acerca de una joven relacionada con la «Operación Interrogatorio», y eludió mis preguntas. Tomé la decisión de acudir al mismo despacho del Patrón. No había otra alternativa.
Había una cara nueva tras la mesa de la señorita Haines, a la que no volví a ver ni pregunté qué había sido de ella; no quería saberlo. La nueva secretaria transmitió mi código al Patrón. Milagrosamente, éste se hallaba en su despacho y quería verme.
— ¿Qué quieres? —refunfuñó.
— Pensaba que tal vez tuviera algún trabajillo para mí —respondí, lo cual no era en modo alguno lo que tenía intención de decirle.—Qué casualidad, precisamente ahora iba a llamarte. Ya llevas demasiado tiempo sin hacer nada.
Masculló algo por el dictáfono, se levantó y me ordenó que le siguiese.
De pronto, me sentí tranquilo.
— ¿Tengo que maquillarme? —pregunté.
— No, para lo que vamos a hacer puedes conservar tu fea cara. Nos dirigimos a Washington.
Sin embargo, nos detuvimos un momento en la Sección de Maquillaje, pero sólo para ponernos unos trajes de calle. Yo escogí una pistola y él hizo que comprobasen el funcionamiento de mi teléfono craneal.
El guardia de la puerta nos hizo enseñar la espalda antes de permitirnos que nos aproximásemos a él. Finalmente, salimos a la superficie en los barrios bajos de Nueva Filadelfia.
— Yo creía que esta ciudad estaría limpia —comenté.
— Si pensabas eso, es que tienes el cerebro oxidado —replicó el Patrón—. Abre bien los ojos, muchacho.
No había oportunidad de hacer más preguntas. La presencia de tantos seres humanos vestidos por completo me ponía nervioso; me apartaba instintivamente de ellos y los miraba con suspicacia, esperando descubrir alguna gibosidad. El meterse en un atestado ascensor para subir hasta el andén de salida me pareció una descabellada temeridad. Una vez instalados en nuestro autoavión y conectado el piloto automático no pude por menos de exclamar:
— ¿Pero qué demonios piensan las autoridades acerca de todo esto? Juraría que uno de los policías con que nos cruzamos llevaba una joroba.
— Es posible. Incluso probable.
— ¿Pues a qué esperamos? Creía que usted ya había resuelto eso y que dábamos la batalla en todos los frentes.
— ¿Qué crees tú que sería lo más adecuado?
— No hace ni falta decirlo. Aunque hiciese un frío riguroso no tendría que verse una espalda tapada en ningún lugar del país, hasta que supiésemos que todos están muertos.
— Estoy de acuerdo contigo.
— Entonces… dígame, ¿está enterado el Presidente?
— Está enterado.
— ¿Pues a qué espera? Tendría que declarar la ley marcial y ponerse inmediatamente en acción.
El viejo contemplaba el paisaje por la ventanilla.—Hijo, ¿estás convencido de que es el Presidente quien gobierna el país?
— Claro que no. Pero él es el único que posee el poder ejecutivo.
— ¡Hum! Suelen llamar al Presidente Tsvetkov «el prisionero del Kremlin». De lo que no hay duda es que el Presidente es el prisionero del Congreso.
— ¿Quiere decir que el Congreso todavía no ha adoptado las medidas oportunas?
— He pasado los últimos días, desde que desbaratamos el atentado contra el Presidente, tratando de ayudar a éste a convencerlos. Incluso he tenido que sentarme ante un comité del Congreso. ¿Te imaginas lo que es eso, hijo?
Traté de imaginármelo. Los vi a todos sentados, tan estúpidos como un grupo de monos… Y el homo sapiens sería una especie pronta a extinguirse si no tomábamos una decisión rápida. Entonces el Patrón dijo:
— Ya es hora de que aprendas cómo funciona la política. Ha habido congresos que se han negado a actuar frente a peligros más evidentes que éste. Éste es difícil de ver. Las pruebas son escasas y en cierto modo poco creíbles.
— Pero ¿qué ha pasado con el subsecretario del Tesoro? No pueden ignorar ese hecho.
— ¿Que no pueden? El señor subsecretario fue asaltado por nuestros agentes en el East Wing, los cuales le arrancaron la babosa de la espalda, viéndose obligados antes a matar a dos de los miembros de su escolta secreta. Y ahora ese distinguido caballero está en el hospital Walter Reed con una crisis nerviosa y sin poder recordar lo que le sucedió. El Departamento del Tesoro publicó un comunicado en el que se decía que se había desbaratado un intento de asesinato contra el Presidente. Así era, en efecto, pero no como ellos se figuraban.
— ¿Y el Presidente continuó en la inacción después de eso?
— Sus consejeros le dijeron que esperase. Su mayoría es incierta, y hay hombres de ambos partidos que querrían ver su cabeza sobre una bandeja.
— ¡Pero, señor, ante un caso como éste hay que dejar de lado los partidismos!
El Patrón levantó una ceja.
— Eso crees, ¿eh?
Finalmente hallé fuerzas suficientes para hacerle la pregunta que me había traído a su oficina:—¿Dónde está Mary?
— Me haces una pregunta muy singular —gruñó.
Yo me callé, esperando que prosiguiese.
— ¿Dónde quieres que esté? Protegiendo al Presidente.
Fuimos primero a una sesión a puerta cerrada de un comité especial conjunto. Cuando entramos estaban proyectando estereoscopias de mi amigo el antropoide, Napoleón, con el titán sobre su espalda. Estas vistas fueron seguidas por primeros planos del titán. Todos los parásitos se parecen; pero yo sabía cuál era éste y me alegré profundamente de saber que estaba muerto.
El mono dio paso a mi propia imagen. Me vi sujeto a la silla. Me repugna admitir el aspecto que mostraba; no es agradable ver a un hombre dominado por el miedo. Vi cómo quitaban al titán de la espalda del mono y lo ponían sobre mi propia espalda desnuda, tras lo cual me desmayé… Y casi me volví a desmayar al contemplarlo. No quiero seguir describiéndolo; me trastorna recordar esos horribles momentos.
Pero luego vi cómo moría mi amo. Valía la pena haber soportado toda la proyección para ver eso.
La película terminó, y el presidente de la asamblea dijo:
— Bien, caballeros…
— ¡Señor presidente!
— El representante de Indiana tiene la palabra.
— Hablando sin ninguna idea preconcebida, debo decir que he visto mejores trucajes en las producciones de Hollywood.
Todos rieron entre dientes y alguien gritó:
— ¡Se ruega silencio!
El jefe de nuestro laboratorio de biología se presentó a declarar, y luego me llamaron a mí. Di mi nombre, dirección y profesión, y luego me hicieron unas cuantas preguntas sumarias acerca de mis experiencias con los titanes. Las preguntas eran leídas de una hoja. Lo que más me molestó fue que ellos no escuchasen mis respuestas. Dos de los miembros del comité estaban leyendo el periódico.
Sólo hubo dos preguntas por parte del público. Un senador me dijo:
— Por favor, señor Nivens… ¿Es éste su verdadero nombre?
Yo hice un gesto afirmativo.
— Bien —prosiguió—, dice usted que es un investigador.
— Eso es.
— Del FBI, sin duda.
— No, señor; mi jefe informa directamente a la Presidencia. El senador sonrió.
—Tal como yo pensaba. Ahora, señor Nivens, creo que no me negará usted que es un actor, ¿no es verdad?
Y consultó algunas notas.
Traté de decir la verdad desnuda. Me esforcé por explicar que estuve en el teatro una temporada, en un grupo de provincias, pero que eso no era ningún obstáculo para ser un buen investigador. No tuve suerte.
— Es suficiente, señor Nivens. Gracias.
La otra pregunta fue hecha por un anciano senador que quería conocer mi opinión acerca del empleo de los fondos procedentes de los impuestos y que se destinaban a armar a otras naciones… Pero él utilizó la pregunta para exponer sus propios puntos de vista. Mis opiniones sobre la materia son contradictorias, mas no tuve ocasión de exponerlas. Cuando me disponía a hacerlo, el ujier dijo:
— Siéntese, señor Nivens.
Me senté muy tieso.
— Escuchen —dije—. Es evidente que ustedes creen que esto ha sido totalmente amañado. Les ruego que traigan un detector de mentiras o que realicen la prueba del sueño. Esta asamblea no es seria.
El presidente dio un golpe con su maza.
— Vuelva a su sitio, señor Nivens.
El Patrón me había dicho que el propósito que animaba a aquella asamblea consistía en publicar una declaración conjunta de extrema gravedad, por la que se conferirían al Presidente poderes como si nos hallásemos en tiempo de guerra. Habíamos perdido antes incluso de que se procediese a la votación. Le dije al Patrón:
— Esto se pone feo.
— No pienses en ello —repuso—. El Presidente ya sabía que la partida estaba perdida cuando se enteró de los nombres de los que formaban el comité.
— ¿Pero qué vamos a hacer entonces? ¿Tendremos que esperar a que las babosas se vayan apoderando de los miembros del Congreso?
— El Presidente no se da por vencido; piensa presentar un mensaje al Congreso pidiendo plenos poderes.
— ¿Cree que se los darán?
El Patrón se limitó a poner mal gesto.
La sesión conjunta se celebró en secreto, pero nosotros asistimos a ella por mandato expreso del Presidente. El Patrón y yo nos hallábamos en el pequeño balcón situado detrás de la tribuna presidencial. La sesión empezó en medio de una verdadera algarabía, y prosiguió con el anuncio de la llegada del Presidente. Éste entró en seguida, escoltado por la delegación. Iba acompañado por su guardia, formada únicamente por nuestros nombres.
Mary también venía con él. Alguien colocó una silla plegable para ella al lado del Presidente. Ella manejaba un libro de notas y le entregaba papeles, asumiendo el papel de secretaria. Pero el disfraz terminaba ahí; parecía Cleopatra en una noche de verano, y estaba tan fuera de lugar allí como una cama en una iglesia. La atención de los presentes se dividía entre ella y el Presidente.
De pronto me miró y me dirigió una larga y dulce sonrisa. Yo sonreí como un bobo, hasta que el Patrón me dio un codazo en las costillas. Me reprimí y traté de comportarme debidamente.
El Presidente hizo una razonada exposición de la situación actual. Su discurso fue tan claro y racional como el informe de un ingeniero, y casi tan conmovedor. Se limitaba a exponer hechos. Finalmente dejó a un lado sus notas.
— Nos hallamos en una extraña y terrible emergencia, tan distinta de todo lo que hemos conocido anteriormente que me veo obligado a pedir plenos poderes para enfrentarme con ella. En algunas zonas deberá declararse la ley marcial. La libertad de movimientos, a la que todos los ciudadanos tienen derecho, tendrá que ser limitada. El derecho a hallarse al abrigo de registros y detenciones arbitrarios tendrá que ceder paso al derecho de la seguridad general. Porque cualquier ciudadano, por respetable y fiel que sea, puede hallarse contra su voluntad al servicio de nuestros secretos enemigos. Debido a esto, todos los ciudadanos de este país tienen que aceptar la pérdida eventual de sus derechos y dignidad personal hasta que esta plaga haya sido aniquilada. Así pues, y muy a pesar mío, os pido que concedáis la necesaria autorización para que sean tomadas esas medidas.
Después de pronunciar estas palabras, el Presidente se sentó.
Se ve inmediatamente cuál es la reacción de una multitud. Todos los presentes se hallaban inquietos, pero el Presidente no consiguió ganar sus voluntades. El presidente del Senado miraba al jefe de la mayoría parlamentaria; era éste quien debía proponer la resolución a adoptar.
No sabría decir si este último movió la cabeza o hizo alguna seña, pero no salió a hablar. Los asistentes se impacientaban y se oyeron gritos de «¡Señor presidente!» y «¡Orden, orden!»
El presidente del Senado se saltó a varios y concedió la palabra a un miembro de su partido, el senador Gottlieb, una bestia de carga que votaría su propio linchamiento si éste figurase en el programa de su partido. Comenzó diciendo que no había nadie más respetuoso que él con la Constitución y los derechos humanos. Insinuó modestamente que había efectuado varios servicios al país durante mucho tiempo, y dejó muy alto el lugar de los Estados Unidos en la historia. Me pareció que se atascaba cuando de pronto se salió con una nueva artimaña. Con palabras claras y contundentes propuso suspender la orden del día y procesar de inmediato al Presidente de los Estados Unidos.
Me quedé anonadado; a pesar de los términos de ritual con que envolvía su discurso, era claro lo que el senador estaba diciendo. Miré al Patrón.
Éste miraba a Mary.
La joven, a su vez, le miraba con una expresión de extrema ansiedad.
El viejo arrancó una hoja de su libro de notas, garrapateó algo en ella, se inclinó y la tendió a Mary. Ésta la tomó y la leyó… pasándola luego al Presidente.
Éste estaba cómodamente retrepado en su sillón, como si el hecho de que uno de sus más viejos amigos arrastrase su nombre por el fango, y con él la seguridad de la República, no le concerniese en absoluto. Leyó la nota y luego miró sin prisas al Patrón, el cual hizo un gesto de asentimiento.
El Presidente dio un codazo al presidente del Senado, el cual se inclinó hacia él. Ambos cambiaron unos susurros.
Gottlieb seguía atronando el lugar con su catilinaria. El presidente del Senado dio un golpe con su maza.
— ¡Por favor, señor senador!
Gottlieb pareció sorprendido y dijo:
— Aún no he terminado.
— No le pido que termine. Debido precisamente a la importancia de lo que está diciendo, ruego al señor senador que prosiga su discurso desde la tribuna.
Gottlieb pareció sorprendido, pero se dirigió despacio hacia el centro del hemiciclo. La silla de Mary cerraba el acceso por la escalera a la galería. En lugar de apartarse, Mary empezó a remolonear, volviéndose y cogiendo la silla, con lo que obstruyó aún más el paso. Gottlieb se detuvo y ella lo rozó. Él la tomó por el brazo, tanto para ayudarla como para mantener su propio equilibrio. Ella le dijo algo y el senador contestó, pero nadie pudo oír lo que dijeron. Finalmente, Gottlieb consiguió subir a la tribuna.
El Patrón temblaba como un sabueso al acecho. Mary le miró e hizo una señal de asentimiento. Entonces el Patrón exclamó:
— ¡A por él!
Salté por encima de la barandilla y caí sobre la espalda de Gottlieb. Oí que el Patrón gritaba: «¡Los guantes, hijo, los guantes!», pero yo no me detuve a ponérmelos. Rasgué la chaqueta del senador con mis manos desnudas y pude ver la larva palpitante bajo su camisa. Rasgué también la camisa y todos pudieron verla.
Seis cámaras estereoscópicas no hubieran podido registrar lo que sucedió en los segundos siguientes. Aporreé a Gottlieb para impedir que se debatiera mientras Mary lo sujetaba por las piernas. El Presidente, de pie detrás de mí, gritaba:
— ¿Se han convencido ya?
El presidente del Senado, con la maza en la mano, estaba estupefacto. El Congreso era un verdadero pandemónium; las mujeres chillaban con agudas voces. El Patrón gritaba órdenes a la guardia personal del Presidente.
Gracias a las pistolas de los guardias y a los insistentes golpes de la maza, consiguió restablecerse un simulacro de orden. El Presidente tomó la palabra. Les dijo que la fortuna les había permitido constatar la naturaleza del enemigo, y sugirió que fueran pasando uno a uno por la tribuna para contemplar por sí mismos a un espécimen de la fauna de Titán, la mayor de las lunas de Saturno. Sin esperar su conformidad señaló con el dedo a los que ocupaban el primer escaño y les dijo que avanzaran.
Obedecieron.
Mary permanecía en la tribuna. Habrían pasado ya unos veinte parlamentarios (incluso una diputada había sufrido un ataque de histerismo) cuando vi que Mary hacía una seña al Patrón. Esta vez me adelanté a su orden por una fracción de segundo. Tuve la suerte de que dos de los muchachos se hallasen cerca, pues se trataba de un antiguo marino, joven y fuerte. Lo tendimos en el suelo al lado de Gottlieb.
A partir de ese momento, de grado o por fuerza, todos tuvieron que dejarse inspeccionar. Yo pasaba la mano por la espalda de las mujeres a medida que iban pasando, y así conseguí descubrir otra larva. Al rato, pensé que había tocado otra, pero fue una molesta equivocación; se trataba de una mujer muy rolliza. Mary descubrió dos hombres más. Luego hubo un largo período de calma: desfilaron unos trescientos parlamentarios sin que hiciéramos ningún nuevo descubrimiento. Era evidente que algunos se hacían los remolones.
Ocho hombres armados con pistolas no eran suficientes; ni siquiera once, contando al Patrón, a Mary y a mí. La mayoría de las babosas se hubieran escapado si el vicepresidente no hubiese movilizado refuerzos. Con su ayuda capturamos trece, diez de ellas vivas. Sólo uno de los portadores resultó gravemente herido.
13
Al Presidente le fueron concedidos pues sus plenos poderes y el Patrón se convirtió en su jefe de Estado Mayor. Al fin podíamos actuar. El Patrón tenía en mente una campaña muy sencilla. Ya no podía tratarse de una simple cuarentena, como había pensado organizar cuando la infección se limitaba al área de Des Moines. Antes de comenzar la lucha, teníamos que localizar al enemigo; pero era imposible que los agentes del gobierno pasasen por la criba a millones de personas. Los ciudadanos debían actuar por sí mismos. El Presidente promulgaría un decreto —«Espaldas desnudas»— por el cual se pretendía que toda la población permaneciese con el torso desnudo hasta que el último de los titanes hubiese sido localizado y muerto. Se permitía a las mujeres usar sujetador, ya que una larva no podía ocultarse bajo los finos tirantes de esta prenda.
Organizamos una gran campaña a fin de preparar el terreno para el discurso que el Presidente dirigiría a toda la nación.
El actuar con rapidez nos había permitido capturar vivos a siete parásitos dentro de los sagrados muros del Congreso. Los conservábamos ahora sobre huéspedes animales. Los mostraríamos a toda la nación, juntamente con las escenas menos truculentas de la película que me filmaron. El mismo Presidente aparecería con pantalón corto y se pasarían modelos para mostrar lo que debería llevar la temporada siguiente el ciudadano bien desvestido, incluyendo la armadura de metal que cubría la nuca y la columna vertebral y cuyo objeto era proteger a su usuario incluso durante el sueño.
Lo preparamos todo en una sola noche, en la que consumimos litros de café. El golpe final consistía en mostrar al Congreso reunido en sesión permanente para discutir la situación, con cada uno de sus miembros, hombres y mujeres, mostrando la espalda desnuda.
Faltaban veintiocho minutos para la retransmisión estereoscópica, cuando el Presidente recibió una llamada de la calle. Yo me hallaba presente; el Patrón había estado toda la noche con él y me había hecho permanecer con ellos para ayudarle. Íbamos todos con pantalón corto; el decreto había empezado a aplicarse ya en la propia Casa Blanca. El Presidente no se molestó en evitar que oyésemos su conversación.
— Al habla —dijo, y añadió—: ¿Estás seguro? Muy bien, John, ¿qué aconsejas, pues? Comprendo. No, no creo que diese resultado…, será mejor que vaya. Di a todo el mundo que se prepare. —Dejó el teléfono y se volvió hacia un ayudante—. Di que suspendan la retransmisión estereoscópica. —Se volvió hacia el Patrón—: Vamos, Andrew, tenemos que ir al Capitolio.
Hizo venir a su ayudante y se retiró para vestirse a una habitación contigua; salió de ella vestido como concernía a la solemnidad de la ocasión. No nos dio la menor explicación. Nosotros permanecimos con la espalda desnuda, y nos fuimos con él hacia el Capitolio.
Era una sesión conjunta. Me puse muy nervioso al ver que todos los miembros del Congreso y el Senado iban vestidos como siempre. Después vi que los guardias iban con pantalón corto y el torso desnudo y eso me tranquilizó.
Al parecer, algunos de los presentes preferían morir antes que hacer algo que menoscabase su dignidad, y los senadores los primeros, aunque los miembros del Congreso les seguían a poca distancia. Habían concedido al Presidente la autoridad que pedía; habían discutido y aprobado el decreto «Espaldas desnudas»., pero no parecían pensar que también se aplicaba a ellos. Después de todo, ellos ya habían sido registrados y depurados. Ese argumento tal vez no convencía a todos, pero nadie quería ser el primero en despojarse públicamente de sus ropas. Todos se sentían inquietos, pero permanecían vestidos por completo.
Cuando el Presidente apareció en la tribuna, esperó hasta que reinó un absoluto silencio en la sala. Entonces empezó a despojarse con calma y con estudiada lentitud de sus ropas. Cuando quedó desnudo de medio cuerpo para arriba se detuvo. Entonces se dio la vuelta, levantando los brazos. Finalmente habló:
— He hecho esto —dijo— para que podáis ver que la persona que ostenta el poder ejecutivo no se halla en poder del enemigo. —Hizo una pausa—. ¿Pero, y vosotros?
Pronunció la última palabra como un latigazo.
El presidente señaló con el dedo a un joven diputado.
— Mark Cummings…, ¿es usted un ciudadano leal o un espía del enemigo? ¡Quítese la camisa!
— Señor Presidente.
La interpelación venía de Charity Evans, representante del Maine, y que tenía aspecto de una linda maestra de escuela. Se levantó y vi que llevaba un precioso traje de noche. Su falda se arrastraba por el suelo, pero por arriba iba tan escotada como era posible. Se volvió como un modelo en un desfile de modas; el vestido mostraba la espalda totalmente desnuda.
— ¿Está bien así, señor Presidente?
— Perfecto, señorita.
Cummings se estaba desabrochando la chaqueta con dedos temblorosos; su rostro estaba escarlata. Alguien se levantó en mitad del hemiciclo… Era el senador Gottlieb. Parecía salir de una grave enfermedad; estaba pálido, su tez tenía un tono terroso y sus labios estaban azulados. Pero se mantenía muy erguido y, con increíble dignidad, siguió el ejemplo del Presidente. Después dio también la vuelta completa; sobre su espalda se veía la marca escarlata que había dejado el parásito.
Con voz grave, dijo:
— Ayer, en este mismo lugar, pronuncié palabras que preferiría haber muerto antes que haberlas dicho. Pero ayer yo no era dueño de mis actos. Hoy sí. ¿No veis que la patria está en peligro? —De pronto apareció una pistola en su mano—. ¡De pie, hatajo de inútiles! ¡Mataré a todo aquel que no muestre su espalda desnuda dentro de dos minutos!
Los que se hallaban junto a él trataron de sujetarle el brazo, pero él dio una rápida vuelta y derribó a uno de sus adversarios. Yo saqué mi pistola, listo para ayudarle, pero no fue necesario. Los parlamentarios comprendieron que su colega era tan peligroso como un toro enfurecido y retrocedieron.
Tras un instante de duda, todos empezaron a desnudarse con el entusiasmo de una colonia nudista. Un hombre corrió hacia la salida, pero lo atajaron en el pasillo.
De todos modos, no llevaba parásito alguno. Pero conseguimos capturar a tres. Tras lo cual la sesión prevista empezó a retransmitirse con diez minutos de retraso y el Congreso inauguró su primera sesión con la espalda desnuda.
14
Se organizó una gran campaña publicitaria basada en diversas consignas:
¡Cerrad las puertas con llave!
¡Bajad la pantalla de las chimeneas!
¡No entréis en lugares oscuros!
¡Evitad las aglomeraciones!
Un hombre vestido es un enemigo,
¡No dudéis en disparar!
El país fue dividido en secciones, y escudriñado por escuadras aéreas que buscaban el lugar de aterrizaje de eventuales platillos volantes. Nuestra red de radares tenía la misión de comunicar la aparición en sus pantallas de cualquier objeto no identificado. El ejército, tanto las unidades aerotransportadas como el personal de las rampas de lanzamiento de cohetes teledirigidos, estaban preparados para aniquilar cualquier nueva astronave que se descubriera.
En las áreas no contaminadas, la gente se despojó de sus ropas, de buena o de mala gana, y buscaron por todas partes, sin hallar el menor parásito. Escuchaban las retransmisiones informativas, confiando en que el gobierno no tardaría en anunciarles que el peligro había pasado. Pero no ocurría nada, y los ciudadanos, al igual que las autoridades locales, empezaban a cuestionarse la utilidad de circular por las calles en traje de baño.
¿Pero qué pasaba, entre tanto, en las zonas contaminadas? Los informes que venían de ellas no diferían materialmente de los que procedían de las demás zonas.
Eso no hubiera podido ocurrir en tiempos de la radio; todo el país hubiera oído la emisora de Washington, la cual habría difundido el mensaje presidencial. Pero la televisión estereoscópica utiliza ondas tan cortas que no pueden rebasar la línea del horizonte; más allá, se requieren repetidores. Las estaciones receptoras de provincias sólo pueden recibir emisiones locales. La densidad y el escaso alcance de nuestra red es el precio que pagamos por la gran definición de la imagen.
En las zonas infectadas las babosas controlaban las estaciones locales; sus habitantes nunca oyeron nuestros avisos.
Pero en Washington teníamos todas las razones para creer que habían oído nuestras advertencias. Las informaciones que venían de Iowa, por ejemplo, no diferían en absoluto de las de California. El gobernador de Iowa fue uno de los primeros en mandar un mensaje al Presidente, prometiendo plena cooperación. Hubo incluso una retransmisión estereoscópica del gobernador dirigiéndose a sus electores, desnudo hasta la cintura. Miraba de frente a la cámara y yo sentía deseos de decirle que se volviese. Luego la escena continuó tomada por otra cámara, y pudimos contemplar un primer plano de una espalda desnuda, mientras la voz del gobernador seguía hablando. La escuchamos en un salón de conferencias del despacho presidencial. El Presidente tenía con él al Patrón. Mary contemplaba la emisión. También se hallaban allí Martínez, subsecretario de Estado para la Defensa, y el jefe de Estado Mayor, mariscal del Aire Rexton.
Después de contemplar la retransmisión, el Presidente se volvió hacia el Patrón:
— ¿Qué dices a eso, Andrew? Creía que Iowa era un lugar que habría que aislar cuidadosamente.
El Patrón gruñó.
El mariscal Rexton intervino:
— En mi opinión, aunque desde luego no he tenido mucho tiempo de examinar el asunto, se han enterrado bajo tierra. Tendremos que escudriñar las zonas sospechosas centímetro a centímetro.
El Patrón volvió a gruñir.
— No me convence en absoluto la idea de escudriñar Iowa gavilla por gavilla.
— ¿Qué otra cosa quiere hacer, señor?
— ¿No recuerda cómo es nuestro enemigo? No puede ocultarse porque es incapaz de vivir solo.
— Muy bien… Asumiendo que sea cierta su afirmación, ¿cuántos parásitos cree que hay en Iowa?—¿Cómo quiere que lo sepa? No me han hecho objeto de sus confidencias.
— Díganos una cifra máxima. Si…
El Patrón le interrumpió.
— No hay base para efectuar ningún cálculo. ¿No comprenden que los titanes nos han ganado otra partida?
— ¿Eh?
— Ya acaban de oír al gobernador; incluso nos permitieron contemplar su espalda…, la suya o la que fuese. ¿No advirtieron que no se volvió frente a la cámara?
— Sí, señor —dijo alguien—. Yo le vi volverse.
— Yo también tuve la impresión de que le veía volverse —dijo el Presidente lentamente—. ¿Sugieres que el gobernador Packer está bajo el dominio de un parásito?
— Exacto. Hemos visto lo que ellos querían que viésemos. Hubo un corte en la retransmisión en el preciso, momento en que iba a volverse del todo; por lo general, los espectadores nunca se dan cuenta de esos cortes. Créame, señor Presidente; todos los mensajes que nos llegan de Iowa están amañados.
El Presidente estaba pensativo. El subsecretario de Defensa dijo:
— ¡Imposible! Concedo que el mensaje del gobernador haya sido amañado…, un buen actor sería capaz de hacerlo. Pero hemos recibido docenas de retransmisiones desde Iowa. ¿Qué me dice usted de aquella escena callejera en Des Moines? No me diga que se puede hacer que cientos de personas se paseen desnudas de cintura para arriba… Supongo que los parásitos no son capaces de hipnotizar a una multitud.
— Que yo sepa, no —concedió el Patrón—. Si fuesen capaces de hacerlo, no nos quedaría otro remedio, en mi opinión, que arrojar la toalla. ¿Pero qué le hace pensar que esa retransmisión venía de Iowa?
— ¿Eh? Hombre, verá usted, venía por la red de Iowa.
— ¿Y eso qué prueba? ¿Leyó usted el rótulo de alguna calle? Podía ser cualquier calle del suburbio de una ciudad mercantil. No haga caso de lo que dijo el locutor. ¿Qué ciudad era realmente?
Martínez se quedó con la boca abierta. Yo tengo ese «ojo de cámara» que se supone poseen los detectives; evoqué mentalmente aquella escena…, y no sólo no fui capaz de decir en qué ciudad había sido filmada, sino ni siquiera en qué parte del país. Tanto podría haber sido Memphis como Seattle o Boston… o ninguna de ellas. Casi todos los suburbios de las ciudades norteamericanas se parecen tanto entre sí como las barberías.
— No importa —prosiguió el Patrón—. Lo cierto es que no pude identificarla a pesar de que traté de ver algún rótulo. La explicación es muy simple: la estación de Des Moines captó una escena tomada en una ciudad no contaminada y donde se cumple a rajatabla el decreto Espaldas Desnudas, y la retransmitió añadiéndole su propio comentario. Suprimieron de ella todo lo que hubiera podido identificarla… Y nosotros nos tragamos el anzuelo. Señores, nuestro enemigo nos conoce muy bien. Esta campaña ha sido planeada con todo detalle y están dispuestos a adelantársenos en todos nuestros movimientos.
— ¿No me resultarás un derrotista, Andrew? —preguntó el Presidente—. Aún hay otra posibilidad, y es que los titanes hayan conquistado algún otro punto.
— Siguen aún en Iowa —respondió secamente el Patrón—, pero eso no te servirá para probarlo. —E indicó con un gesto el aparato estereoscópico.
Martínez exclamó:
— ¡Esto es ridículo! Afirma usted que no podemos obtener una información correcta de Iowa, como si se tratase de territorio ocupado.
— Y efectivamente lo es.
— Yo estuve en Des Moines hace unos días, y todo sigue allí con normalidad. Sin embargo, le concedo que existan esos parásitos, aunque no vi ni uno. Pero primero tratemos de descubrir dónde se ocultan para destruirlos, en lugar de hacer castillos en el aire.
El Patrón parecía cansado. Finalmente replicó:
— Quien controla las comunicaciones de un país controla ese país. Si no se da usted prisa, señor subsecretario, no le quedarán ya comunicaciones que controlar.
— Pero yo me limitaba simplemente…
— ¡Quiere o no quiere acabar con ellos! —atajó rudamente el Patrón—. Le repito que están en Iowa…, y en Nueva Orleáns, y en una docena de sitios más. Mi trabajo ha terminado. —Se levantó y dijo—: Señor Presidente, para un hombre de mi edad esto es ya más que suficiente; cuando me faltan horas de sueño suelo perder fácilmente los estribos. Supongo que sabrán excusarme.
— No faltaba más, Andrew.
No había perdido los estribos, y creo que el Presidente lo sabía. Él nunca pierde los estribos; hace que los demás los pierdan, lo cual no es lo mismo.
Martínez interrumpió:
— ¡Espere un momento! Acaba usted de hacer algunas afirmaciones muy audaces. Vamos a comprobarlas.
Volviéndose al jefe de Estado Mayor, exclamó:
— ¡Rexton!
— Usted dirá, señor subsecretario.
— Aquel nuevo puesto próximo a Des Moines, el Fuerte no sé qué…
— Fuerte Patton.
— Eso es, eso es. Bien, no perdamos tiempo; que nos pongan inmediatamente con él…
— Con retransmisión visual —puntualizó el Patrón.
— Con visual, desde luego, y así saldremos de dudas de una vez. Quiero decir que sabremos cuál es la verdadera situación de Iowa.
El mariscal del Aire, después de pedir permiso al Presidente, se dirigió al aparato estereoscópico y estableció comunicación con el Cuartel General de las Fuerzas Armadas. Pidió luego que le pusiesen con el oficial que estaba al frente de Fuerte Patton, en Iowa.
Poco después la pantalla mostró el interior del centro de comunicaciones. Ocupando el primer plano se hallaba un joven oficial. Su graduación y el cuerpo a que pertenecía se mostraban en su gorra, pero su pecho estaba desnudo. Martínez se volvió triunfalmente al Patrón.
— ¿Ve usted?
— Sí, ya veo.
— Ahora saldremos de dudas definitivamente. ¡Teniente!
— A la orden, señor.
El joven parecía atemorizado, y miraba inquieto de una cara famosa a otra. La recepción y el ángulo estaban sincronizados; los ojos de la imagen miraban adonde verdaderamente lo hacían.
— Levántese y vuélvase de espaldas —le ordenó Martínez.
— ¿Cómo? Con mucho gusto, señor.
Parecía sorprendido, pero hizo lo que se le mandaba sólo que casi se salió de la pantalla. Veíamos su espalda desnuda hasta la mitad, pero la parte superior permanecía oculta.
— ¡Estúpido! —gritó Martínez—. No se levante para dar la vuelta. Siéntese.—Sí, señor. —El joven parecía confundido. Añadió—: Sólo un momento, mientras ensancho el ángulo visual, señor.
La imagen se fundió y brillantes arcoíris cruzaron la pantalla. La voz del joven oficial seguía resonando.
— Ya está. ¿Lo ve usted bien, señor?
— ¡Maldito imbécil, no veo absolutamente nada!
— ¿Dice usted que no ve? Espere un momento, señor.
De pronto la pantalla se iluminó, y por un momento pensé que seguíamos conectados con Fuerte Patton. Pero esta vez había un comandante en la pantalla y la sala parecía mayor.
— Aquí el cuartel general —anunció la imagen—. Al habla el comandante Donovan, oficial de radio de servicio.
— Comandante —dijo Martínez, con voz colérica—, estaba hablando con Fuerte Patton. ¿Qué ha ocurrido?
— Lo sé, señor; yo mismo controlaba la transmisión. Hemos tenido una ligera dificultad técnica. Volveremos a ponerle al habla con Fuerte Patton en un instante.
— ¡Dense prisa!
— Por supuesto, señor.
La pantalla fue recorrida por bandas multicolores y al fin se apagó.
El Patrón se puso en pie.
— Me voy a la cama. Ya me llamarán cuando quede resuelta esa «ligera dificultad técnica».
15
No era extraño que el subsecretario de Estado Martínez diese la impresión de ser bastante torpe. A todo el mundo le costaba creer en el verdadero poder de las larvas. Bastaba con ver a una de ellas… para que la repulsión que se experimentaba le hiciera creer a uno.
El mariscal Rexton tampoco era tonto. Ambos trabajaron durante toda la noche, tras convencerse mediante otras llamadas a diversos lugares sospechosos de que las «dificultades técnicas» eran demasiado oportunas. Llamaron al Patrón alrededor de las cuatro de la madrugada, y él me llamó a su vez.
En la misma habitación se hallaban reunidos Martínez, Rexton, un par de peces gordos del Estado Mayor y el Patrón. Entró el Presidente vestido con una bata y seguido por Mary, en el instante mismo en que yo llegaba. Martínez se disponía a hablar, cuando el Patrón le interrumpió:
— ¡Muéstranos la espalda, Tom!
Mary le hizo seña de que todo iba bien, pero el Patrón no la vio.
— Hablo en serio —insistió.
El Presidente repuso con perfecta calma:
— Me parece muy bien, Andrew —y desnudó su espalda, la cual aparecía libre de parásitos—. Si yo no doy el ejemplo, ¿cómo puedo esperar que los demás cooperen?
Martínez y Rexton se dedicaron a clavar alfileres en un mapa. Los que tenían la cabeza roja indicaban peligro; los verdes, que todo iba bien, y había también algunos de color ámbar. Iowa parecía la cara de un niño con sarampión; Nueva Orleáns y la región del Teche tenían igual aspecto, lo mismo que Kansas City. La parte superior del sistema hidrográfico Missouri y Mississippi, desde Minneapolis y San Pablo hasta San Luis, era claramente territorio enemigo. Desde allí hasta Nueva Orleáns el número de alfileres rojos disminuía…, pero no se veían alfileres verdes. Había una zona malsana alrededor de El Paso y dos en la costa oriental.
El Presidente examinó el mapa.
— Necesitamos la ayuda del Canadá y México —dijo—. ¿Han llegado informaciones interesantes?
— Ninguna que valga la pena, señor.
— Canadá y México no son más que el principio —dijo el Patrón gravemente—. Necesitamos la ayuda del mundo entero.
Rexton dijo:
— ¿Ah, sí? ¿Y qué me dice usted de la Unión Soviética? (Nadie podía responder a esa pregunta. Un país demasiado grande para ocuparlo totalmente, pero también demasiado grande para ignorarlo. La Tercera Guerra Mundial no había conseguido resolver el problema soviético, ni ninguna guerra podría hacerlo. Los parásitos debían de encontrarse allí como en su propia casa.
El Presidente dijo:
— Ya nos ocuparemos de eso cuando sea el momento. —Pasó un dedo sobre el mapa—. ¿Hay dificultad en hacer llegar mensajes a la costa del Pacífico?
— Aparentemente, no, señor —repuso Rexton—. Parece que no hay interferencias cuando se trata de mensajes directos. Pero de todos modos he ordenado que las comunicaciones militares se efectúen a través de las estaciones espaciales. —Consultó el reloj de su dedo—. En este momento es la Estación Gamma.
— Hum… —rezongó el Presidente—. Dime, Andrew, ¿no pueden esos bichos apoderarse de una estación espacial?
— ¿Cómo quieres que lo sepa? —respondió con impertinencia el Patrón—. Yo no sé si sus naves pueden efectuar un ataque a las estaciones. Lo más probable es que actúen por infiltración, a través de los cohetes de suministros.
Empezaron a discutir acerca de si las estaciones espaciales estarían en poder de los parásitos o no; el decreto Espaldas Desnudas no tenía ninguna vigencia en ellas. Aunque éramos nosotros quienes las habíamos construido —y con nuestro dinero—, legalmente pertenecían a las Naciones Unidas.
— No hay que preocuparse por eso —dijo de pronto Rexton.
— ¿Por qué no? —preguntó el Presidente.—Yo soy probablemente el único de los presentes que ha servido en una estación espacial. Señores, el traje que todos llevamos ahora es de reglamento en una estación. Un hombre completamente vestido produciría allí el mismo efecto que un abrigo en una playa. Pero de todos modos lo comprobaremos.
Dio las órdenes oportunas a un ayudante.
El Presidente volvió a examinar el mapa.
— Por lo que sabemos —dijo señalando Grinnell, en Iowa— todo proviene de un desembarco que se efectuó aquí.
El Patrón respondió:
— Así es, en efecto.
Yo intervine, exclamando:
— ¡Oh, no!
Todos me miraron.
— Prosiga —me ordenó el Presidente.
— Hubo al menos tres desembarcos más antes de que me rescatasen. Lo sé seguro.
El Patrón estaba consternado.
— ¿Estás seguro, hijo? Creíamos que te habíamos exprimido como un limón.
— Sí, estoy completamente seguro.
— ¿Cómo no lo mencionaste, pues?
— Nunca volví a pensar en ello.
Traté de explicar lo que es sentirse poseído por un parásito, cómo se percata uno de las cosas pero todo resulta nebuloso, igualmente importante o no importante. Me trastorné bastante. Yo no soy muy melindroso, pero después de llevar un amo sobre las espaldas durante varios días, me había vuelto muy sensible.
El Patrón dijo:
— Cálmate, hijo.
El Presidente, a su vez, me dirigió una sonrisa de aliento.
Rexton comentó:
— La cuestión es ésta: ¿dónde aterrizaron? Tal vez podríamos aún capturar alguna de esas naves.
— Lo dudo —respondió el Patrón—. Fabricaron en unas cuantas horas una de mentirijillas para despistarnos. Lo hicieron con la primera; imagine lo que pueden haber hecho con las siguientes —añadió con aire pensativo.
Me situé ante el mapa y traté de recordar. Con el rostro sudoroso, señalé Nueva Orleáns.
— Estoy casi seguro de que una aterrizó aquí —dije, mirando con fijeza el mapa—. Respecto a las demás, no puedo asegurar dónde lo hicieron.
— ¿No será por aquí? —preguntó Rexton, señalando la costa oriental.
— Lo cierto es que no lo sé.
— ¿No puede recordar nada más? —preguntó el subsecretario, con impertinencia—. ¡Haga un esfuerzo, caramba!
— Le repito que no lo sé. Nunca sabíamos lo que se traían entre manos. —Pensé hasta dolerme la cabeza y luego señalé con el dedo Kansas City—. Envié varios mensajes aquí, pero puede que fuera para pedir células portadoras.
Rexton miró el mapa.
— Admitiremos pues que tuvo lugar un aterrizaje cerca de Kansas City. Los técnicos podrán realizar un análisis logístico del problema. Podríamos incluso deducir el otro punto de aterrizaje.
— El otro o los otros —subrayó el Patrón.
— ¿Cómo? En efecto, o los otros.
Se volvió hacia el mapa y se quedó contemplándolo.
16
El infortunio nos perseguía, y ahora ya no había remedio. Si se hubiese lanzado una bomba sobre el primer platillo que aterrizo, el peligro hubiera podido ser conjurado. Si cuando Mary, el Patrón y yo inspeccionábamos Grinnell hubiésemos sabido de la existencia de las babosas, hubiéramos podido aniquilarlas.
Si el decreto Espaldas Desnudas hubiese sido aplicado durante la primera semana, hubiera podido alterar el curso de los acontecimientos, pero ahora resultaba evidente que había fracasado en tanto que medida ofensiva. Sin embargo, como medida defensiva tenía su utilidad; gracias a él las zonas incontaminadas podían seguir siéndolo. Incluso había proporcionado ciertos logros en el terreno de la ofensiva, permitiendo limpiar áreas contaminadas pero todavía no dominadas por completo. Tal fue el caso de Washington, Nueva Filadelfia y Nueva Brooklyn. En esas zonas, yo había podido proporcionar consejos oportunos. Toda la costa oriental pasó de roja a verde.
Pero a medida que se ensanchaba sobre el mapa la parte central del país, se ensanchaba también la mancha roja. Las zonas infectadas se destacaban ahora en luz escarlata, porque el mapa mural con alfileres había sido reemplazado por un enorme mapa militar electrónico, a escala 1:600.000, y que cubría una pared entera del salón de conferencias. Era un modelo idéntico al que se encontraba en los sótanos del Nuevo Pentágono.
El país se partió en dos, como si un gigante hubiese vertido pigmento rojo por el valle central. Dos fajas color ámbar bordeaban la gran banda central que se hallaba en poder de las babosas; éstos eran los únicos lugares donde se efectuaba una verdadera actividad, pues en ellos podían recibirse simultáneamente emisiones de estaciones en poder del enemigo y de estaciones que aún seguían en manos de los hombres libres. Una de estas fajas empezaba cerca de Minneapolis, doblaba hacia el oeste de Chicago y al este de San Luis y luego seguía describiendo meandros a través de Tennessee y Alabama hasta el golfo de México. La otra atravesaba las grandes llanuras, para terminar cerca de Corpus Christi. El Paso constituía el centro de un área escarlata aislada de la zona principal.
Me pregunté lo que ocurriría en esas fajas laterales. Me hallaba solo; el Gabinete estaba reunido, y el Presidente había requerido la presencia del Patrón. Rexton y sus oficiales ya se habían marchado. Yo me quedé porque no me atrevía a vagar por la Casa Blanca. Así es que pude contemplar bien cómo las luces ambarinas se volvían rojas y, con mucha menor frecuencia, cómo las rojas se volvían de color ámbar o verdes.
Me pregunté cómo tenía que arreglárselas un visitante no oficial para desayunar. Estaba levantado desde las cuatro de la madrugada, y en todo ese tiempo sólo había tomado una taza de café, que me sirvió un ayudante del Presidente. Aún deseaba con mayor urgencia encontrar un lavabo. Por último me sentí tan desesperado que empecé a fisgonear, tratando de abrir alguna puerta. Las dos primeras que probé estaban cerradas; detrás de la tercera encontré lo que deseaba. Como no ostentaba el rótulo «reservado para el Presiente», me atreví a usarlo.
Cuando salí, me encontré con Mary.
La miré estúpidamente.
— Creí que estabas con el Presidente.
Ella sonrió.
— Me han echado. El Patrón me ha reemplazado.
Yo dije:
— Escucha, Mary, ha estado deseando hablar contigo y ahora se me presenta la oportunidad de hacerlo. Creo que yo.. bien, la verdad es que no hubiera debido, es decir, según el Patrón. —Me interrumpí, pues mi discurso cuidadosamente preparado acababa de venirse abajo—. La verdad es que no debiera haberte dicho lo que te dije —concluí desolado.
Ella1 me puso una mano en el brazo.
— Sam, querido, no te atormentes. Lo que hiciste y lo que dijiste era lo menos que se podía esperar; no sabías toda la verdad. Lo que no puedo olvidar es lo que hiciste por mí. El resto no importa…, excepto que estoy muy contenta de saber que ya no me desprecias.
— Sí, pero…, eres demasiado generosa. No puedo soportarlo…
Me dirigió una gozosa sonrisa, muy diferente de la que me dirigió al verme.
— Querido Sam, me parece que te gusta que las mujeres sean malas contigo. Te advierto que si quiero puedo serlo —prosiguió—. Sigues aún preocupado por aquel bofetón. Muy bien, te lo devolveré —levantó la mano y me dio una cariñosa palmadita en la mejilla—. Ya está; ahora estamos en paz y ya no es necesario que pienses más en ello.
Su expresión cambió de pronto.
Tomando impulso, me arreó una tremenda bofetada que casi me arranca la cabeza.
— Y ésta —dijo en un susurro rabioso— hace que estemos en paz por la que me dio tu amiguita.
En mis oídos resonaban campanillas y la habitación daba vueltas en torno mío. Hubiera jurado que me había dado con el puño cerrado. Ella me miraba altiva y retadora…, encolerizada, como indicaban las palpitantes aletas de su nariz. Levanté una mano y su rostro se crispó, pero yo sólo quería tocar mi lastimada mejilla.
— Ella no es amiga mía —dije, compungido.
Nos miramos y de pronto rompimos simultáneamente en sonoras carcajadas. Ella puso sus manos sobre mis hombros y apoyó la cabeza en mi pecho, sin dejar de reír.
— Sam —consiguió decir por último—, perdóname. No tendría que haberlo hecho… 0 por lo menos, no debiera haberte pegado tan fuerte. Lo siento.
— Qué vas a sentir —gruñí—, no trates ahora de disimular. Al menos, podías haberme pegado con la mano abierta. Por poco me arrancas la piel…
— ¡Pobrecillo! —dijo, tocándome la mejilla; dolía de verdad—. ¿De veras no es amiga tuya?
— No, por mi mala suerte. Pero no será porque yo no haya probado de conquistarla.
— De eso estoy segura. ¿Quién es tu amiga, Sam?
— ¡Tú, ingrata!
— Sí —dijo ella, con calma—, cuando quieras. Ya te lo dije. Comprada y pagada.
Estaba esperando que yo la besase; pero yo la aparté.
— Pero yo no te quiero así. Ella se quedó tan fresca.
— Lo he dicho mal. Pagada…, pero no comprada. Estoy aquí porque quiero. Ahora harás el favor de besarme, ¿verdad?
Una vez ella me besó, pero ahora lo hizo de verdad. Sentí que me hundía en una cálida niebla dorada, de la que no tenía el menor deseo de salir. Finalmente tuve que dejarlo, y dije dando boqueadas:
— Espera, voy a sentarme un momento.
Ella dijo:
— Gracias, Sam.
Y me soltó.
— Mary —dije—, Mary, querida, hay algo que podrías hacer por mí.
— ¿Qué es? —preguntó con interés.
— Puedes decirme cómo diablos se las compone la gente para desayunar aquí. Estoy muerto de hambre.
Ella pareció sorprendida, pero repuso:
— ¡Pues no faltaba más!
No sé cómo se las arreglaría, tal vez se coló de rondón en la despensa de la Casa Blanca, pero a los pocos minutos estaba de vuelta con unos emparedados y dos botellas de cerveza. Estaba despachando mi tercer emparedado de jamón, cuando dije:
— ¿Cuánto crees que durará esa reunión, Mary?
— ¡Oh! Yo no creo que dure menos de dos horas. ¿Por qué?
— En ese caso —dije, engullendo el último bocado— tenemos tiempo de salir, encontrar un juzgado, casarnos y volver antes de que el Patrón se dé cuenta de nuestra ausencia.
Mary no respondió, limitándose a contemplar las burbujas de su vaso de cerveza.
— ¿Qué dices a eso? —insistí.
Levantó los ojos.
— Estoy de acuerdo, si realmente lo deseas. No voy a echarme atrás de lo que te dije… Pero preferiría no hacerlo.
— ¿No quieres casarte conmigo?
— Sam, no creo que estés preparado para el matrimonio.
— ¡Habla por ti!
— No te enfades, querido. Estoy a tu disposición con o sin contrato, en cualquier lugar, en cualquier momento, del modo que sea. Sin embargo, todavía no me conoces. Es mejor que nos conozcamos más a fondo; podrías cambiar de opinión.
— No tengo por costumbre cambiar de opinión. Alzó los ojos hacia mí, y después los retiró con tristeza. Yo enrojecí hasta la raíz del cabello.
— El incidente en el que estás pensando fue totalmente excepcional —protesté—. No hay ninguna posibilidad de que vuelva a producirse. No era yo quien hablaba, sino…
— Lo sé, Sam —me interrumpió—, pero no necesitas defenderte; confío en ti, y no voy a abandonarte. Pasemos juntos un fin de semana o, mejor aún, vente a vivir conmigo. Si resulta bien, siempre podrás llevarme al altar.
Yo debía de tener un aspecto enfurruñado. Ella puso su mano sobre la mía y me dijo muy seria:
— Mira el mapa, Sam.
Volví la cabeza. Más roja que nunca, la zona peligrosa se había ensanchado alrededor de El Paso.
— Esperemos a que esto se resuelva, querido —me dijo—. Después, si sigues deseándolo, me casaré contigo. Hasta entonces, gozarás de todas las ventajas del matrimonio y estarás libre de cualquier responsabilidad.
No era posible mostrarse más generoso. Lo malo era que yo no quería que las cosas ocurriesen así. ¿Por qué un hombre que ha huido siempre del matrimonio como de la peste piensa de pronto que no hay nada que le convenga más?
Cuando la reunión hubo terminado, el Patrón se apoderó de mí e hizo que le acompañase a pasear. Sí, a pasear, aunque no pasamos del Baruch Memorial Bench. Se sentó al llegar allí, jugueteó con su pipa y se enfurruñó. El día era tan húmedo y bochornoso como corresponde al clima de Washington; el parque estaba casi desierto.
De pronto me dijo:
— La «Operación Choque de Rechazo» empieza a medianoche. —Y añadió—: Lanzaremos paracaidistas sobre todas las emisoras de radio y estereoscópicas, redacciones de periódicos y oficinas de telégrafos que existan en la zona roja.
— Me parece muy bien —respondí—. ¿Cuántos hombres se necesitan?
Él no respondió a mi pregunta, limitándose a decir:
— No me gusta en lo más mínimo.
— ¿Cómo?
— Mira, muchacho…, el Presidente en persona se colocó ante el micrófono y ordenó que todos los habitantes del país se despojasen de la camisa. Luego supimos que el mensaje no llegó al territorio infectado. ¿Qué cabía hacer?
Me encogí de hombros.
— La Operación Choque de Rechazo, supongo.
— Aún no ha tenido efectividad. Hace más de veinticuatro horas que fue retransmitido el discurso del Presidente. ¿Qué tendría que haber pasado y no ha sucedido?
— ¿Cómo quiere que lo sepa?
— Pues tendrías que saberlo, si te precias en algo. Toma —dijo, tendiéndome una llave—, trata de llegar sin ser visto a Kansas City para efectuar una inspección. No te acerques a las emisoras de radio ni a los policías. En fin, ya sabrás cómo arreglártelas, puesto que los conoces. Trata de observar bien todo lo que te rodea. Y no te dejes atrapar. —Miró su reloj—anillo y añadió—: Vuelve aquí media hora antes de medianoche. Andando.
— Es muy poco tiempo para registrar toda una ciudad —dije en son de queja—. Sólo el viaje hasta Kansas City me llevará tres horas.
— Yo creo que más —respondió—. Procura que no te multen por exceso de velocidad.
— Usted ya sabe que conduzco con mucho cuidado.
— ¡Anda, vete!
Me fui, pues. La llave era del autoavión que habíamos utilizado para venir a Washington. Lo tomé en la plataforma de Roch Creek Park. Había poco tráfico, y comenté ese hecho con el encargado.
— Los transportes particulares y comerciales se hacen ahora por tierra —me respondió—, a causa del estado de excepción. ¿Tiene usted autorización militar?
Podría tenerla si telefoneaba al Patrón, pero a éste no le gusta que le molesten por pequeñeces. Así es que dije:
— Compruebe la llave.
Él se encogió de hombros y la deslizó en el aparato de control. Mi suposición había resultado cierta; sus cejas se enarcaron.
— ¡Es usted de los buenos! —comentó—. Debe de ser el niño mimado del Presidente.
Una vez en el aire, puse el piloto automático a la velocidad máxima permitida, y me esforcé por pensar. La pantalla del radar se llenaba de pequeños puntos luminosos cada vez que pasaba de una zona de control a otra, pero ningún rostro humano aparecía en la pantalla estereoscópica. La llave que me había dado el Patrón debía de constituir un salvoconducto durante todo el recorrido, y eso a pesar del estado de excepción. Empecé a preguntarme qué pasaría cuando penetrase en la zona roja…, y entonces comprendí lo que él había querido decir cuando se preguntó qué cabía hacer.
Se tiende a pensar en las comunicaciones como limitadas a la red estereoscópica y nada más. Pero por «comunicaciones» hay que entender toda clase de tráfico, incluso el representado por nuestra querida y vieja tía Mamie, que se dirige a California repleta de chismorreos. Las babosas se habían apoderado de la red estereoscópica…, pero es difícil coartar absolutamente la propagación de noticias; tales medidas sólo las retardan. Por lo tanto, si las larvas esperaban conservar el dominio de las comunicaciones en los lugares donde se hallaban, apoderarse de las redes estereoscópicas sólo era un primer paso.
¿Qué harían después? Algo, a buen seguro, y yo, formando parte por definición de las «comunicaciones», haría mejor en prepararme para poner pies en polvorosa si quería salvar mi preciosa piel. El río Mississippi y la zona roja se acercaban a cada minuto que pasaba. Me pregunté qué pasaría cuando mi signo de identificación fuese captado por una estación controlada por titanes.
Me sentía bastante seguro en el aire, pero era mejor que evitase ser visto al aterrizar. Era una medida de seguridad elemental.
¿Elemental? Nada de eso; se trataba de burlar una red de control del tráfico que se decía que era capaz de registrar la caída de un gorrión. Se jactaban de que ni siquiera una mariposa podía efectuar un aterrizaje forzoso en cualquier lugar de Estados Unidos sin poner sobre aviso a todo el sistema de localización y salvamento. Y además yo era bastante mayor que una mariposa.
A pie conseguiría colarme a través de cualquier barrera de seguridad, mecánica, formada por hombres, electrónica o todo ello a la vez. ¿Pero cómo se puede dar esquinazo en un vehículo que vuela hacia el este a razón de un grado cada siete minutos? ¿O estar sentado el volante de un biplaza asumiendo un estúpido semblante de inocencia? Si efectuaba el viaje a pie el Patrón tendría el informe que deseaba para Navidad y lo quería antes de medianoche.
Un día, en uno de sus desusados momentos de expansión, el Patrón me había explicado que no era su regla abrumar a los agentes con detalladas instrucciones. Él se limitaba a confiar una misión a un hombre, y que él se las compusiera. Le dije que ese método debía de costarle caro, en lo que respecta a personal.
— Bastante —admitió—, pero no tanto como antes. Yo creo en el individuo, y trato de escoger individuos que pertenezcan al tipo de los que siempre sobreviven.
— ¿Y cómo demonios se las arregla para saberlo? —le pregunté.
Él sonrió perversamente.
— Los de ese tipo son los que vuelven.
Elisée, me dije, estás a punto de saber a qué tipo perteneces…, ¡y así reviente ese viejo cruel!
Mi ruta me condujo hacia San Luis, que dejé a un lado, y seguí hacia Kansas City. Pero San Luis se hallaba ya en la zona roja. El mapa mostraba a Chicago todavía verde; la línea ámbar había zigzagueado al oeste en dirección a Hannibal, Missouri, y aun cuando seguía en la zona verde, me hacía muy poca gracia cruzar el Mississippi. Un vehículo cruzando aquel río de kilómetro y medio de ancho pondría sobre aviso a todas las estaciones de radar.
Pedí permiso a la red de control para descender hasta el nivel del tráfico local, y ejecuté la maniobra sin esperar respuesta, tomando desde entonces el mando del aparato yo mismo y disminuyendo la marcha. Puse rumbo al norte.
A poca distancia de Springfield torcí hacia el oeste, manteniéndome a poca altura. Cuando alcancé el río lo crucé lentamente, muy cerca de la superficie del agua, con mi aparato receptor cerrado. Desde luego, no puede cerrarse la señal de reconocimiento por radar durante el vuelo, pero los autoaviones de la Sección no eran del modelo corriente. Yo abrigaba la esperanza de que, en el caso de que se controlase el tráfico local, mi vehículo sería tomado por una embarcación que cruzaba el río.
No sabía exactamente si la siguiente estación de control del otro lado del río estaba ya en la zona roja o en la zona verde. Estaba a punto de volver a conectar el aparato, con la presunción de que sería más seguro volver a incorporarse al sistema de tráfico general, cuando advertí la línea de una vía de agua ante mis ojos. En el mapa no aparecía ningún afluente; por lo tanto, creí que me hallaba ante un remanso o bien ante un canal que aún no figuraba en los mapas. Descendí hasta rozar casi la superficie del agua y seguí adelante por ella. Aquel curso de agua era estrecho y formaba muchos meandros. Se hallaba casi cubierto por el follaje de los árboles, y yo tenía tantas dificultades para volar con mi aparato sobre él como una abeja para volar hacia el interior de un trombón… Pero me ofrecía una perfecta protección contra el radar; podía perderme por él con toda tranquilidad.
A los pocos minutos estaba perdido, efectivamente; perdido sin remedio, y el mapa no me servía para nada. El canal daba vueltas y revueltas e incluso retrocedía, y yo estaba tan atareado conduciendo el vehículo que perdí por completo el rumbo. Lancé un juramento y deseé que el autoavión fuese un trifibio, con el que hubiera podido amerizar. La cortina de árboles se abrió de pronto; vi una extensión de tierra llana, puse la proa hacia ella y aterricé dando tan brusco frenazo que el cinturón de seguridad casi me partió en dos. Pero ya estaba en tierra y se había acabado aquello de jugar al escondite en un cenagoso riachuelo.
Me pregunté qué podía ser. Sin duda habría alguna carretera cerca. Lo mejor que podía hacer era encontrarla y continuar por tierra.
Mas eso será una estupidez. No podía perder tiempo viajando por tierra; tenía que volver a elevarme. Pero no me atrevía a hacerlo hasta saber positivamente si el tráfico de la región estaba controlado por hombres libres o por babosas.
No había vuelto a poner el estereoscopio desde que salí de Washington. Ahora lo hice tratando de captar un noticiario, pero no lo conseguí. Sintonicé: a) una conferencia de Myrthle DooIightly, doctor en filosofía, sobre el tema «Por qué se aburren los maridos», patrocinada por la Compañía de Hormonas; b) un trío femenino que cantaba Si piensas en lo que yo pienso, ¿a qué esperas?, y c) un episodio de Lucrecia empieza a conocer la vida.
El bueno del doctor Myrthle aparecía completamente vestido. Las muchachas del trío vestían como suelen vestir las muchachas de los tríos, pero no se volvieron de espaldas a la cámara en ningún momento. Lucrecia permitía que le arrancasen la ropa, o bien se despojaba de ella voluntariamente, pero la emisión se interrumpía o las luces se apagaban en el momento preciso en que yo hubiera podido ver si su espalda estaba o no desnuda… de babosas, por supuesto.
Claro que aquello nada significaba. Tales programas podían haber sido grabados meses antes de que el Presidente firmase el decreto Espaldas Desnudas. Yo seguía buscando emisoras cuando me encontré de pronto contemplando la untuosa sonrisa de un locutor, completamente vestido.
En seguida comprendí que se trataba de uno de aquellos estúpidos concursos. Aquel sujeto estaba diciendo:
— …Y alguna afortunada mujercita sentada en este mismo instante ante su pantalla, está a punto de recibir, absolutamente gratis, una cocina familiar atómica automática. ¿Quién será? ¿Usted? ¿Usted? ¿O será usted la afortunada?
Al pronunciar estas palabras se volvió, y yo pude ver claramente su espalda. Estaba cubierta por una chaqueta y netamente redondeada, casi mostrando una joroba. Me hallaba en plena zona roja.
Cuando cerré la emisión, me di cuenta de que me estaban observando. Junto a mí había un muchacho de unos nueve años. Por todo vestido llevaba unos pantalones cortos, pero eso a su edad no significaba nada. Levanté el parabrisas.
— Oye, chico, ¿dónde está la carretera?
Él respondió:
— La carretera a Macón está allá arriba. Dígame, señor, éste es un Cadillac Zipper, ¿verdad?
— Desde luego. ¿Dónde dices que está?
— Súbame, por favor.
— No tengo tiempo.
— Lléveme con usted y le enseñaré dónde está la carretera.
Accedí a lo que me pedía. Mientras el niño subía, abrí mi maletín y saqué de él una camisa, pantalones y una chaqueta, mientras decía:
— Tal vez debería vestirme. ¿Lleva camisa la gente por aquí?
El niño puso mala cara.
— Claro que llevan camisa. ¿Dónde cree que está, señor, en Arkansas?
Volví a preguntarle por la carretera. Dijo:
— ¿Me permite oprimir el botón cuando despeguemos?
Le expliqué que permaneceríamos en el suelo. Pareció muy decepcionado, pero condescendió en señalarme una dirección. Yo conducía con cuidado, porque el coche era muy pesado para recorrer el campo abierto. El niño me dijo que diese la vuelta. Un poco más adelante paré y dije:
— ¿Es por aquí?
Él abrió la puerta y huyó a escape.
— ¡Eh! —le grité.
Se volvió.
— Por allá —admitió.
Di la vuelta sin esperar encontrar la carretera, pero encontré una a menos de cincuenta metros. Aquel mocoso me había hecho seguir los tres lados de un cuadrado, por lo menos.
Si es que podía llamarse carretera, pues no estaba asfaltada. A pesar de todo, era una carretera, y la seguí en dirección oeste. En total, había perdido una hora.
Macón, en Missouri, tenía un aspecto demasiado normal para inspirar confianza; se veía a la legua que allí nadie se había enterado del decreto Espaldas Desnudas. Pensé en inspeccionar la ciudad, aunque mi deseo era batirme en retirada por el mismo camino por donde había venido, mientras aún me fuera posible hacerlo. No deseaba seguir penetrando en una región que se hallaba en manos de los titanes; sentía enormes deseos de largarme.
Pero el Patrón había dicho Kansas City. Rodeé Macón y me posé sobre un terreno de aterrizaje, al oeste. Me puse en cola para pasar por el andén de salida reservado al tráfico local, dirigiéndome luego hacia Kansas City en medio de una verdadera nube de helicópteros y autocamiones de granjeros. Sabía que no podría rebasar la velocidad local al sobrevolar el estado, pero eso era más seguro que circular a gran velocidad por la compleja red con un vehículo que sería identificado en cada control. La energía era suministrada automáticamente en la red en que me hallaba; era probable que hubiera podido franquear la frontera del tráfico local sin despertar sospechas.
17
Los bombardeos de la tercera guerra mundial no alcanzaron Kansas City, excepto en el este, en el lugar donde antes se alzaba Independence. Por consiguiente, la ciudad nunca fue reconstruida. Viniendo del sudeste se podía llegar hasta Swope Park. Después, se podía escoger entre aparcar o pagar derecho de peaje para entrar en la ciudad propiamente dicha. Era asimismo posible llegar por el aire, aterrizar en los terrenos del norte del río y penetrar en la ciudad por los túneles, o incluso aterrizar en las plataformas del centro, al sur de Memorial Hill.
Decidí no llegar por el aire; no quería que mi autoavión tuviese que pasar por un sistema de control. No me agradan los túneles…, ni tampoco los ascensores de las plataformas de despegue; pueden atraparle a uno con gran facilidad. Lo cierto es que hubiera preferido no entrar en la ciudad bajo ningún concepto.
Me posé en la carretera 40, y me dirigí al puesto de peaje del Meyer Boulevard. Había una larga cola esperando; empecé a sentirme atrapado cuando otro autoavión se colocó detrás de mí. Pero el guardabarreras me cobró el peaje sin siquiera mirarme. Yo sí le miré, pero no hubiera podido decir si llevaba una babosa en su espalda.
Crucé la barrera con un suspiro de alivio… pero me pararon un poco más allá. Una barrera cayó ante mí y tuve el tiempo justo de parar el autoavión. Un policía asomó su cabeza por la ventanilla:
— Inspección —me dijo—. Haga el favor de bajar.
Yo protesté…
— Estamos realizando una campaña de seguridad aérea —me
¡explicó—. Allí le reconocerán el autoavión. Colóquelo a ese lado de la barrera. Usted apéese y diríjase a aquella puerta.
Señaló un edificio contiguo a la barrera.
— ¿Para qué?
— Examen de la vista y comprobación de reflejos. Dese prisa, que hay otros que esperan.
Mentalmente vi el gran mapa, en el que Kansas City era una mancha roja y brillante. Que la ciudad estaba «conquistada» era cosa fuera de toda duda; por lo tanto, este policía de amables modales debía de tener una babosa sobre sus hombros. Pero, como no fuese disparar contra él y despegar a la desesperada, no podía hacer otra cosa sino plegarme a sus indicaciones. Me apeé gruñendo y me dirigí caminando lentamente hacia el edificio en cuestión. Era una construcción antigua con una vieja puerta no automática. La abrí con la punta del pie y miré a ambos lados antes de entrar. Había una antesala vacía con otra puerta más allá. Alguien gritó desde el interior: «Entre». Todavía receloso, seguí adelante. Había allí dos hombres con batas blancas, uno de ellos con un especulo sobre la frente. Como si tuviese mucha prisa, me dijo:
— No tardaremos ni un minuto. Haga el favor de entrar.
Cuando estuve dentro cerró la puerta; oí cómo saltaba el pestillo.
Estaba mucho mejor organizado que lo que habíamos preparado nosotros en el Constitución Club. Extendidas sobre una mesa había hileras de células portadoras, ya abiertas y calientes. El segundo de aquellos dos hombres tenía ya una preparada —para mí, desde luego— y se la alargaba a su compañero, procurando que yo no viese la larva que había en su interior. Aquellas células portadoras no despertarían sospechas en las presuntas víctimas; los médicos siempre usan objetos muy raros. Además, me invitaban a mirar por los anteojos de un aparato de los que se suelen emplear para probar las agudeza visual. El «doctor» me mantendría allí, completamente ciego para todo lo que no fuesen las cifras de prueba, mientras su ayudante me colocaba un amo. Nada de violencias, ni de luchas, ni de protestas.
Ni siquiera era necesario, como aprendí durante el tiempo de mi «servicio», desnudar la espalda de la víctima. Bastaba con poner al amo en contacto con el cuello desnudo del huésped y luego dejar que éste entreabriese sus vestiduras para acomodar al titán bajo ellas.—Allí —repitió el «doctor»—. Observe con los lentes.
Volviéndome rápidamente, me dirigí a la mesa sobre la cual estaba montado el aparato de comprobación de la vista. Entonces me volví de pronto.
El ayudante se aproximaba con un recipiente en las manos. Al ver que me volvía trató de ocultarlo.
— Doctor —dije—, uso lentes de contacto. ¿Tengo que quitármelos?
— No, no —rezongó—. No perdamos tiempo.
— Pero, doctor —protesté—, me gustaría que me graduase usted la vista. Creo que el de la izquierda no está bien ajustado… —Me llevé ambas manos a la cara y levanté el párpado de mi ojo izquierdo—. ¿Ve usted?
El médico respondió encolerizado:
— Esto no es una clínica. Hágame el favor…
Ambos estaban a mi alcance; bajando los brazos, los sujeté a los dos en un poderoso apretón de oso, hundiendo mis uñas en el bulto que tenían entre los omoplatos. Mis manos notaron algo blando bajo las ropas, y sentí náuseas.
Una vez vi cómo un coche atropellaba a un gato; el pobre animal dio un enorme salto haciendo una terrible contorsión, mientras se debatía desesperadamente. Aquellos dos infelices hicieron lo mismo; sus músculos se contrajeron en un gran espasmo. No pude sujetarlos; se escurrieron de mis manos y cayeron al suelo. Pero no era necesario hacer nada; después de aquella primera convulsión se quedaron inertes, posiblemente muertos.
Alguien llamaba. Yo grité:
— Un momento. El doctor está ocupado.
Dejaron de llamar. Me aseguré de que la puerta estaba cerrada, luego me incliné sobre el «doctor» y levanté sus ropas para ver lo que había hecho con su parásito.
El ser estaba convertido en una masa informe y desgarrada. El que tenía el otro hombre se hallaba en igual estado, lo cual me complació sobremanera, pues me hallaba determinado a quemar las babosas si aún hubiesen estado vivas, y no estaba muy seguro de poder hacerlo sin matar también a sus víctimas. Dejé a aquellos hombres para que siguiesen viviendo o muriesen…, o para que volviesen a apoderarse de ellos los titanes. Me era absolutamente imposible prestarles ayuda.
Los amos que esperaban en sus receptáculos eran ya otro cantar. Con un haz de rayos en abanico y la carga máxima los quemé todos. Había dos grandes cajas junto a la pared; asesté contra ellas el rayo hasta dejar la madera carbonizada.
Volvieron a llamar. Miré en derredor con ansiedad, buscando algún lugar donde ocultar los cuerpos de los dos hombres, pero era imposible hacerlo. Así es que decidí huir como pudiese. Cuando me dirigía a la salida, pensé que faltaba algo. Volví a mirar a mi alrededor.
No parecía haber nada adecuado a mi propósito. Podía usar las ropas del «doctor» o de su ayudante, pero no quería hacerlo. Entonces advertí la funda protectora del aparato para comprobar la vista. Me desabroché el cuello de la camisa, tomé la funda, la doblé y me la coloqué bajo la camisa, entre los omoplatos. Abrochándome de nuevo la chaqueta, comprendí que llevaba un bulto de tamaño conveniente.
Entonces salí a un mundo extraño y hostil…
Con todo, debo decir que me sentía seguro de mí mismo.
Junto al autoavión encontré a otro policía, el cual tomó mi ficha. Me miró con atención, pero luego me indicó que subiera. Obedecí.
— Diríjase al cuartel general, en el ayuntamiento —me ordenó.
— Al cuartel general, en el ayuntamiento —repetí dócilmente.
Me dirigí hacia allí. Entré en el bulevar Nichols y, llegado a una zona donde el tráfico era menos denso, oprimí el botón para cambiar las placas de la matrícula. Era posible que hubiesen dado parte del número de matrícula que yo había exhibido en la barrera. Ojalá hubiera podido cambiar también el color y las líneas del autoavión.
Antes de llegar al cruce con la calle McGee, bajé por una rampa y me escabullí hacia calles secundarias. Eran las seis de la tarde, hora de la zona seis, y yo debía hallarme de regreso en Washington cuatro horas y media más tarde.
18
La ciudad tenía un aspecto extraño. Parecía la puesta en escena de una pésima obra de teatro. Sin embargo, no lograba determinar qué era lo que estaba mal.
Muchos de los barrios de Kansas City se componen todavía de viviendas unifamiliares, a veces de más de un siglo de antigüedad. Los niños juegan sobre el césped, y los propietarios reposan en el porche, tal como lo hacían sus bisabuelos. Si existen refugios atómicos, no resultan visibles. Esas extrañas mansiones cuadradas, construidas por arquitectos muertos mucho tiempo atrás, otorgan a dichos barrios la impresión de que se trata de puertos seguros. Recorrí numerosas calles de ese tipo, esquivando los balones, a los perros y a los niños, y tratando de impregnarme de la atmósfera del lugar.
Era esa hora muerta del día en que se suele tomar una copa, regar el césped o charlar con los vecinos. Observé a una mujer inclinada sobre un macizo de flores. Iba en bañador, y su espalda estaba desnuda. Era evidente que no llevaba parásito alguno, al igual que los dos niños que jugaban cerca de ella. ¿Qué había de anormal entonces?
Era un día muy caluroso; empecé a buscar con la mirada mujeres en bañador y hombres con pantalón corto. Kansas City está en una zona muy puritana; sus habitantes no se despojan de sus ropas, al llegar el calor, con la unanimidad con que lo hacen los habitantes de Laguna Beach o Coral Gables. Una persona adulta completamente vestida no llama la atención. Encontré, pues, personas vestidas de ambas maneras.., pero las proporciones se hallaban invertidas. Claro que había muchos niños vestidos de acuerdo con la época, pero en varios kilómetros sólo conté las espaldas desnudas de cinco mujeres y dos hombres.
Hubiera debido ver más de quinientas.
Era muy sencillo sacar la cuenta. Mientras algunas chaquetas, indudablemente, no cubrían amos, por simple proporción más del noventa por ciento de la población debía de hallarse poseída.
Aquella ciudad no estaba conquistada, sino saturada. Los titanes no se limitaban a poseer los lugares claves y los funcionarios más importantes; los titanes eran la ciudad.
Sentí un ansia loca de despegar y huir de la zona roja con la velocidad del rayo. Ya sabían que me había librado de la trampa tendida al entrar en la ciudad; a buen seguro andaban buscándome. Sin duda era el único hombre libre conduciendo un autoavión en toda la ciudad. ¡Y ellos me rodeaban por todas partes!
Luché contra aquel deseo. Un agente que huye no sirve para nada, y no está bien huir cuando las cosas se ponen mal. Pero aún no me había recobrado de la terrible impresión que significó sentirme poseído por un amo; me costaba mantener la calma.
Conté diez y traté de calcularlo. Tal vez me equivocaba; no era posible que hubiese suficientes amos para saturar una ciudad de un millón de habitantes. Recordé mis propias experiencias, acordándome de cómo atrapábamos a nuestros reclutas y hacíamos de cada uno de ellos uno de los nuestros. Desde luego, había habido otra oleada gracias a nuevos envíos, mientras que Kansas City había visto aterrizar con toda seguridad otro platillo en sus proximidades. Sin embargo, la cuestión seguía resultando muy poco clara; harían falta una docena de platillos o más para transportar las larvas que se necesitaban para saturar Kansas City. Y si hubiesen llegado tantos platillos volantes, con toda seguridad las estaciones del espacio hubieran detectado sus trayectorias de aterrizaje por medio del radar.
¿Y si no hubiese trayectorias que detectar? Aún no conocíamos la capacidad técnica de los titanes, y no era recomendable juzgar sus limitaciones por las nuestras.
Pero los datos que yo poseía me llevaban a una conclusión que contradecía la lógica más elemental; por consiguiente, tenía que comprobarlos cuidadosamente antes de rendir mi informe. Una cosa parecía segura: si los dueños habían conseguido saturar aquella ciudad, seguían sin embargo manteniendo la mascarada, haciendo que la ciudad pareciese una agrupación de seres humanos libres. Tal vez yo no llamaba tanto la atención como temía.
Avivé el paso y recorrí algunos centenares de metros sin rumbo determinado. Fui a salir al distrito comercial que rodea el Plaza. Me aparté; donde hay multitudes, hay también policías. En esto pasé ante una piscina pública. La observé y anoté cuidadosamente en mi memoria lo que había visto. A varias manzanas de distancia reflexioné sobre aquel hecho. Era algo de poca importancia; la piscina ostentaba un rótulo qué decía: Cerrado por toda la temporada.
¿Una piscina cerrada durante la estación más cálida del año? Eso no quería decir nada; no era la primera vez que una piscina tenía que cerrar por dificultades económicas. Pero iba contra toda lógica crematística cerrar aquel establecimiento durante la estación en que rendiría más beneficios. Eso sólo se explicaba a base de una absoluta necesidad. Lo más probable era que se debiese a lo que yo pensaba: una piscina era un lugar donde, posiblemente, la mascarada no podría seguir manteniéndose. Una piscina cerrada llamaba menos la atención que una piscina desierta en lo más ardoroso del estío. Los amos siempre observaban y seguían las costumbres humanas en sus maniobras. ¡Los conocía bien!
Los datos eran los siguientes: una trampa a la entrada de la ciudad, muy pocos trajes de verano, una piscina cerrada. Conclusión: las babosas eran infinitamente más numerosas de lo que jamás habíamos imaginado. Corolario: la Operación Choque de Rechazo estaba basada en un cálculo erróneo; daría el mismo resultado que querer cazar rinocerontes con honda. Argumento contrario: lo que yo había creído ver era imposible.
Ya me parecía oír al subsecretario de Defensa haciendo trizas mi informe con mal reprimido sarcasmo. Me hacían falta pruebas lo suficientemente sólidas para convencer al Presidente contra las razonables objeciones de sus consejeros oficiales…, y tenía que tenerlas ahora. Ni siquiera transgrediendo todas las leyes del tráfico podía volver a Washington en menos de dos horas y media.
¿Qué debía hacer? ¿Volver a la ciudad, mezclarme con las multitudes y después decir a Martínez que estaba seguro de que casi cada uno de los transeúntes con quienes me había cruzado estaban poseídos? ¿Cómo podría demostrarlo? ¿Y cómo podría estar seguro yo mismo de ello? Mientras los titanes mantuviesen la farsa de «todo sigue igual», los indicios serían muy insignificantes: una superabundancia de jorobas y una escasez de espaldas desnudas.
Tuve alguna idea del grado de saturación alcanzado por la ciudad, concediendo que había en ella una enorme cantidad de babosas. Estaba seguro de que encontraría otra barrera de peaje con su correspondiente trampa a la salida, y que también habría otra en las plataformas de despegue y en todas las entradas y salidas de la ciudad. Todos los que saliesen se convertirían en nuevos agentes; todos los que entrasen, en nuevos esclavos.
Había observado una máquina impresora automática del Star, el diario de Kansas City, en la última esquina que había cruzado. Recorrí la manzana en sentido inverso, me acerqué a la máquina y me apeé. Introduje una moneda en la ranura y esperé nervioso a que se imprimiese mi periódico.
El contenido del Star era, como siempre, de suma respetabilidad…; ninguna noticia sensacionalista, ninguna mención del estado de excepción, ninguna referencia al decreto Espaldas Desnudas. En primera plana ostentaba los siguientes titulares: Dificultad en las comunicaciones debido a una gran actividad de la superficie solar, con este subtítulo: La ciudad, aislada casi por completo del resto del país. Había una fotografía estereoscópica en colores del sol, que ocupaba tres columnas, con su superficie desfigurada por el acné cósmico. Era una convincente y aburrida explicación del hecho de que la gente que aún estaba libre de parásitos no pudiese telefonear a su familia.
Me puse el periódico bajo el brazo para estudiarlo más tarde y volví al autoavión…, en el mismo momento en que un coche de la policía se deslizaba silenciosamente junto a mi vehículo, deteniéndose exactamente enfrente. Un coche de la policía parece condensar siempre una multitud que sale del aire. Un momento antes la esquina estaba desierta. Ahora se veían personas por todas partes, y el policía se dirigía hacia mí. Con disimulo, llevé la mano hacia mi pistola; lo hubiera abatido de no haber estado seguro de que la mayoría de los que nos rodeaban eran igual de peligrosos.
Se detuvo ante mí.
— Déjeme ver su permiso de conducir —me dijo jovialmente.•—Con mucho gusto, agente —respondí—. Lo llevo sujeto al tablero de instrumentos de mi vehículo.
Y me adelanté, dando por seguro que me seguiría. Noté que vacilaba, pero por último mordió el cebo. Le conduje entre mi vehículo y el suyo. Eso me permitió ver que iba solo, lo cual resultaba una variación muy agradable de las costumbres corrientes. Mi autoavión me mantenía oculto a los ojos de los mirones de aspecto demasiado inocente. —Ahí lo tiene —dije, señalando al interior—; está sujeto.
Volvió a vacilar pero después miró, dándome tiempo más que suficiente para utilizar con él la técnica que había perfeccionado gracias a la necesidad. Mi mano izquierda se abatió sobre su espalda y cerré el puño con toda mi fuerza.
Su cuerpo pareció estallar, tan violento fue el espasmo. Yo ya me hallaba en el autoavión y arrancaba a toda velocidad, antes de que su cuerpo tuviese tiempo de desplomarse.
No había tiempo que perder. La mascarada se deshizo tal como sucedió en la oficina de Barnes; la multitud se abalanzaba hacia mí. Una mujer se agarró con las manos al autoavión y la arrastré durante más de quince metros antes de que cayese. Yo ganaba velocidad a cada instante y no dejaba de acelerar.
A mí izquierda se abría una calle ascendente; me metí por ella a toda marcha. Fue una equivocación; las ramas de los árboles se arqueaban sobre ella, impidiéndome despegar. La situación empeoraba por momentos. No tuve más remedio que disminuir la velocidad. Ahora corría a velocidad normal, sin dejar de observar por si veía alguna avenida lo bastante amplia para efectuar un despegue ilegal. Mis pensamientos empezaban a calmarse y me di cuenta de que no me perseguían.
Apenas me quedaban treinta minutos y había tomado ya mi decisión acerca de la prueba que me hacía falta; un prisionero, un hombre que hubiese estado poseído y pudiese contarnos lo que había pasado en la ciudad. Tenía que apoderarme de una víctima.
Pero tenía que capturarla sin herirla, matarla o despojarla de su amo, y luego dirigirme con ambos a Washington. No tenía tiempo de hacer planes; tenía que actuar inmediatamente.
En el mismo momento en que tomaba mi decisión, pude ver, algo más allá, en la calle, a un hombre que tenía el aspecto de dirigirse a su casa para cenar. Me detuve en el bordillo de la acera, a su altura.—¡Eh! —le grité.
— ¿Qué quiere?
— Vengo del ayuntamiento. No tengo tiempo de explicárselo. Venga a mi lado para que podamos tener una conferencia directa.
— ¿Del ayuntamiento? —repitió—. ¿Qué diablos está diciendo?
— Ha habido un cambio en nuestros planes. No perdamos tiempo. Venga, de prisa.
Retrocedió. Yo salté a tierra y palpé su combada espalda. Mi mano no tocó más que huesos y carne. El hombre se puso a gritar.
Salté al autoavión y me alejé con rapidez. Un poco más lejos, disminuí la velocidad y reflexioné sobre lo que acababa de ocurrir. ¿Me hallaba en tal estado de nerviosismo que veía titanes incluso donde no los había?
No. Por un instante, sentí esa voluntad indomable que lleva al Patrón a mirar los hechos de frente. El puesto de peaje, el modo de vestir, la piscina, el policía…, todo constituía un cúmulo de hechos indiscutibles. Este último incidente sólo significaba que había dado con el único hombre entre cien —o entre mil— que aún no estaba poseído. Me apresuré a buscar una nueva víctima.
Vi a un hombre de edad madura que estaba regando su jardín, una figura de aspecto tan normal que estuve tentado de desistir. Pero no me quedaba tiempo para dudas, y además bajo su suéter se apreciaba un bulto muy sospechoso. Si hubiese visto a su esposa en el porche hubiese seguido mi camino, porque vestía un traje playero descubierto en la espalda, y por lo tanto no podía estar poseída.
Me miró cuando me detuve.
— Vengo del ayuntamiento —dije—. Tenemos que celebrar una conferencia directa inmediatamente. Suba al coche.
Él me respondió en voz baja:
— Entremos en casa. En el vehículo podrían vernos.
Me sentí tentado de rehusar, pero él ya se dirigía a la casa. Cuando me acerqué me susurró:
— Cuidado. Mi mujer no está con nosotros.
Nos detuvimos en la terraza, y él me presentó:
— El señor O'Keefe, querida. Tenemos que hablar de negocios. Estaremos en el estudio.
Ella sonrió y repuso:—Muy bien, querido. Buenas tardes, señor O'Keefe. Hace bochorno, ¿verdad?
Yo respondí afirmativamente y ella siguió haciendo calceta. Su esposo me introdujo en el estudio. Puesto que representábamos la farsa, yo entré primero, como correspondía a un visitante. No me gustó tener que darle la espalda. Por eso no me sorprendió cuando me golpeó en la nuca. Me dejé caer casi sin hacerme daño. Di una vuelta en el suelo y quedé boca arriba.
Durante nuestros entrenamientos solían golpearnos con sacos de arena cuando tratábamos de levantarnos, después de haber caído. Así es que permanecí en el suelo, amenazándole con mis tacones cuando él trataba de acercarse. Él se mantenía fuera de mi alcance. Al parecer no llevaba pistola, y yo no podía alcanzar la mía. Pero en la habitación había una chimenea con su juego completo de atizador, pala y tenazas; él se acercó a ella. Cerca de mí había una mesita. Haciendo un esfuerzo, la agarré por una pata y se la arrojé. Le dio en la cara en el momento en que cogía el atizador. Al instante siguiente saltaba sobre él.
Su amo moría entre mis manos y él se debatía en convulsiones cuando me di cuenta de la presencia de su esposa, que gritaba horrorizada en el umbral. Me puse en pie de un salto y le di un puñetazo en el sitio preciso. Ella se desplomó lanzando un débil gemido, y volví junto a su esposo.
Cuesta mucho levantar el cuerpo inerte de un hombre, y aquél era corpulento. Afortunadamente yo también lo soy; me dirigí trotando como un perro hacia el autoavión. No creo que el ruido de nuestra lucha hubiese sido oído por nadie excepto por su esposa, pero los chillidos de ésta debieron de despertar a media población. A ambos lados de la calle se veían las cabezas de los curiosos asomando por puertas y ventanas. De momento, ninguno estaba cerca, pero me alegré de haber dejado la puerta del autoavión abierta.
Entonces vi algo que me dejó consternado: un muchacho como el que antes se había metido en el autoavión estaba fisgoneando los controles. Lanzando imprecaciones, arrojé a mi prisionero en la parte trasera del vehículo y sujeté con ambas manos al niño. Éste se debatía, pero conseguí sacarlo del coche y arrojarlo fuera de él, en brazos del primero de mis perseguidores. Éste trataba de desembarazarse del niño cuando me senté ante los mandos y salí disparado sin preocuparme de cerrar la puerta ni de ponerme el cinturón de seguridad. Al doblar la primera esquina la portezuela se cerró de golpe y yo casi caí del asiento; seguí luego en línea recta el tiempo suficiente para sujetarme el cinturón. Doblé bruscamente otra esquina, chocando casi con otro coche, y hui a toda velocidad.
Descubrí una ancha avenida y tiré de la llave de despegue. Posiblemente originé varios accidentes de circulación; no tuve tiempo de preocuparme. Sin esperar a ganar altura, puse rumbo al este y seguí ascendiendo en esa dirección. Seguí al volante mientras cruzamos por encima de Missouri y utilicé hasta el fondo mi reserva de combustible para conseguir mayor velocidad. Aquella implacable e ilegal acción salvó quizá mi vida; al hallarme encima de Columbia, en el mismo momento en que empezaba a consumir mi último propulsor, mi vehículo tembló como si hubiese recibido un impacto. Habían disparado un proyectil antiaéreo, que estalló a muy poca distancia.
No hubo más disparos, lo cual fue muy conveniente, porque me hubiera convertido en algo similar a un pato bajo el fuego de los cazadores. El propulsor de estribor empezó a sobrecalentarse, posiblemente porque su carga se agotaba o tal vez a causa del esfuerzo excesivo. Si aguantase al menos diez minutos… Después, cuando ya tuve el Mississippi a mis espaldas y cuando la aguja del indicador señalaba «peligro», paré el motor averiado y el autoavión siguió volando con el otro. No podía volar ahora a más de quinientos kilómetros por hora, pero había conseguido salir de la zona roja.
No tuve tiempo de echar más que una mirada ocasional a mi pasajero. Yacía tendido en el suelo, inconsciente o muerto. Ahora que me hallaba de nuevo entre los hombres y no había motivo para volar a velocidad ilegal, nada se oponía a que pusiese el piloto automático. Lo conecté, pedí contacto con un bloque ordenador de tráfico y puse los controles automáticos sin esperar permiso. Pasé luego a la parte trasera y examiné a mi hombre.
Todavía respiraba. Mostraba una contusión en el rostro, pero no parecía tener ningún hueso roto. Le di unas suaves bofetadas y le pellizqué los lóbulos de las orejas, pero sin ningún resultado. La babosa muerta empezaba a apestar, pero no podía hacer nada con ella. Dejé a mi víctima y volví al asiento de control.
El cronómetro marcaba las veintiuna treinta y siete, hora de Washington, y aún faltaban unos mil kilómetros. Sin contar el tiempo empleado en aterrizar, en dirigirme a la Casa Blanca y en encontrar al Patrón, llegaría a Washington pocos minutos después de medianoche. Por lo tanto, me hallaba ya retrasado sobre el horario previsto, y podía dar por seguro que el viejo me castigaría por ello.
Traté de poner en marcha el propulsor de estribor. Fue inútil; probablemente estaba helado. Quizá fuese mejor, porque un vehículo lanzado a gran velocidad podía partirse en pedazos si perdía el equilibrio. Así es que desistí y traté de conectar con el Patrón telefónicamente.
No lo conseguí. El teléfono no funcionaba. Tal vez se había deteriorado durante mis violentos e involuntarios ejercicios gimnásticos. Lo dejé correr, pensando que aquél era uno de esos días en que es mejor no levantarse. Me volví hacia el comunicador y oprimí el botón de emergencia:
— ¡Torre de control! —llamé.
La pantalla se iluminó y apareció en ella un joven. Vi con alivio que se hallaba desnudo hasta la cintura.
— Torre de control al habla Bloque Fox Once. ¿Qué hace usted en el aire? He estado tratando de comunicar con usted desde el mismo momento en que entró en mi bloque.
— ¡No se preocupe! —rezongué—. ¡Métame en el circuito militar más próximo! ¡Tengo absoluta prioridad!
Pareció vacilar y poco después la pantalla se oscureció, iluminándose luego para mostrar un centro militar de comunicación. Sentí un gran gozo en mi corazón, pues todos los que se hallaban en él iban desnudos hasta la cintura. En el primer plano se hallaba el joven oficial de guardia; sentí deseos de besarle. Pero en lugar de eso, dije:
— Asunto militar urgentísimo. Diríjanme al Pentágono y de allí a la Casa Blanca.
— ¿Quién es usted?
— ¡No hay tiempo, no hay tiempo! ¡Soy un agente civil y usted no reconocería mi carnet de identidad! ¡Dése prisa!
Tal vez hubiera conseguido que accediese, pero ocupó su lugar un comandante de las fuerzas aéreas que me ordenó con voz imperativa:
— ¡Aterrice inmediatamente!
— Oiga, jefe —le dije—. Es un asunto militar; yo.
— Esto también es un asunto militar —me atajó—. Los aparatos civiles están todos en el suelo desde hace tres horas. Aterrice inmediatamente.—Pero tengo que…
— ¡Aterrice o le derribo! Le hemos localizado. Voy a lanzar un interceptor regulado para estallar ochocientos metros delante de usted. Si realiza cualquier maniobra que no sea la de aterrizaje, el siguiente hará impacto en su vehículo.
— ¿Quiere escucharme? Voy a aterrizar, pero es preciso que…
Él cortó la comunicación, y yo quedé habiéndole al vacío.
La primera explosión se produjo a menos de ochocientos metros delante de mí. Me dispuse a aterrizar.
El aterrizaje resultó muy brusco, pero ni mi pasajero ni yo fuimos lastimados. No tuve que esperar mucho. Me rodearon con un haz de reflectores y avanzaron hacia mí antes de haberme cerciorado de que mi autoavión estaba definitivamente destrozado. Me detuvieron y me hallé en presencia del comandante de la pantalla, esta vez en carne y hueso. Consintió en transmitir mi mensaje una vez que sus psiquiatras me hubieron administrado el antídoto que suele seguir a una prueba a base de pentotal. Era la una trece, hora de la zona quinta…, y la Operación Choque de Rechazo había entrado en vigor exactamente a medianoche.
El Patrón escuchó mi resumen, gruñó un poco y me dijo que acudiese a verle por la mañana.
19
Los paracaidistas fueron lanzados a las doce en punto de la noche, hora de la zona quinta, sobre más de nueve mil seiscientos puntos vitales de comunicación: periódicos, torres de control, emisoras de radio y estereoscópicas… Pero la Operación Choque de Rechazo fue un verdadero fracaso. Los comandos que fueron lanzados estaban constituidos por la élite de nuestras tropas aerotransportadas, y les acompañaban técnicos encargados de volver a poner en marcha los centros de comunicación recuperados. El discurso presidencial debía ser retransmitido de inmediato por todas las emisoras locales; el decreto Espaldas Desnudas se aplicaría a todo el territorio infestado y la guerra habría concluido. Sólo habría que realizar rutinarias operaciones de limpieza.
Veinticinco minutos después de medianoche comenzaron a llegar informes diciendo que tal objetivo o tal otro estaba conquistado. Un poco más tarde llegaron llamadas de auxilio desde otros objetivos. A la una de la madrugada habían entrado en acción casi todas las reservas disponibles, aunque la operación parecía desarrollarse conforme el plan previsto…, dado que los comandantes de las unidades habían aterrizado e informaban a sus jefes desde el suelo.
Fue la última vez que se oyó hablar de ellos.
La zona roja se tragó la fuerza expedicionaria como si jamás hubiese existido: más de once mil aparatos, más de ciento sesenta mil combatientes y técnicos, setenta y un generales y… ¿para qué seguir? Los Estados Unidos habían recibido su mayor revés militar desde Pearl Harbour. No critico a Martínez, a Rexton y al Estado Mayor, ni a los pobres diablos que fueron lanzados en paracaídas. La operación se bosquejó basándose en lo que parecía ser una imagen verdadera de la situación, y ésta parecía requerir una acción rápida y enérgica utilizando nuestras mejores tropas.
Empezaba a amanecer cuando Martínez y Rexton comenzaron a darse cuenta de que los mensajes que habían recibido y donde se les hablaba de éxitos eran falsos, amañados por sus propios hombres —nuestros propios hombres—, que estaban poseídos e incorporados a la armada invisible de los parásitos. Después de mi informe, que llegó más de una hora tarde para detener la acción, el Patrón trató de conseguir que no enviasen más hombres, pero las constantes noticias de victorias que recibían se les subieron a la cabeza, y decidieron acabar de una vez.
El Patrón pidió al Presidente que exigiese mensajes visuales, pero la operación estaba siendo retransmitida a través de la estación Alfa, y en una estación espacial no se dispone de redes para transmitir simultáneamente emisiones auditivas y visuales.
Rexton, sin embargo, decía:
— No se preocupen. Tan pronto como tengamos las emisoras locales en nuestras manos, nuestros muchachos conectarán con la red de tierra y ustedes tendrán todas las pruebas visuales que deseen.
El Patrón señaló que para entonces ya sería demasiado tarde. Pero Rexton estalló:
— ¡No diga usted disparates, hombre! ¿Quiere que mueran un millar de hombres sólo para que usted esté tranquilo?
El Presidente le dio la razón.
¡A la mañana siguiente tuvieron las pruebas visuales que deseaban! Las emisoras del centro del país retransmitían los programas habituales: Despertar musical, Desayuno con los Brown, etcétera. Ni una sola emisora daba el mensaje presidencial, ni una sola mencionaba que hubiese ocurrido algo. Los mensajes militares cesaron del todo alrededor de las cuatro, y las frenéticas llamadas de Rexton no recibieron respuesta. La fuerza expedicionaria «Redención» había dejado de existir…, spurlos versenkt! (hundida sin dejar rastro).
No pude ver al Patrón hasta cerca de las once de la mañana. Escuchó mi informe sin hacer ningún comentario y sin reñirme, lo cual era aún más raro.
Se disponía a despedirme cuando le espeté:
— ¿Y qué hacemos con mi prisionero? ¿No confirmará mis conclusiones?—¿Ah, ése? Todavía sigue inconsciente. No esperan que viva.
— Me agradaría verle.
— No te metas en cosas que no te atañen.
— Bien… Entonces, ¿qué puedo hacer ahora?
— Lo mejor que podrías hacer es ir al parque zoológico. Verás allí cosas que arrojarán una luz diferente sobre lo que viste en Kansas City.
— ¿Cómo?
— Pregunta por el doctor Horace, el subdirector. Dile que te envío yo.
Horace era un hombrecillo simpático que tenía un gran parecido con sus babuinos; me presentó a un tal doctor Vargas, especialista en biología exótica. El mismo Vargas que participó en la segunda expedición a Venus. Me mostró lo que había pasado. Si el Patrón y yo hubiésemos ido al Parque Zoológico Nacional en lugar de pasear bobamente, hubiera sido innecesario mi viaje a Kansas City. Los diez titanes que fueron capturados en el Congreso, más otros dos al día siguiente, fueron enviados al zoo para que los pusiesen sobre antropoides. Chimpancés y orangutanes; los gorilas no interesaban.
El director tenía a los monos encerrados en el hospital del zoo. Dos chimpancés, Abelardo y Eloísa, fueron colocados en la misma jaula; formaban una pareja, y no parecía haber ninguna razón para separarlos. Este ejemplo es bueno para demostrar nuestras dificultades psicológicas al enfrentarnos con los titanes; incluso los hombres que trasplantaron las babosas seguían considerando el resultado como a un mono, en lugar de a un titán.
La jaula contigua contenía una familia de gibones tuberculosos. No se experimentó con ellos en consideración a que estaban enfermos. No existía comunicación entre ambas jaulas. Estaban separados por mamparas corredizas, y cada jaula poseía su propio aire acondicionado. A la mañana siguiente la mampara fue retirada y los gibones y chimpancés se mezclaron. Abelardo y Eloísa habían encontrado el medio de descorrer el cerrojo. La cerradura daba resultado con monos, pero no servía ante la combinación monotitán.
Había en total cinco gibones más dos chimpancés y dos titanes, pero a la mañana siguiente había siete monos, cada uno con su correspondiente titán.
Este hecho fue descubierto dos horas antes de que yo partiese hacia Kansas City, pero al Patrón no se le informó del mismo. De habérsele notificado, hubiera comprendido que Kansas City estaba saturada. Yo también debiera habérmelo figurado. Si el Patrón hubiese estado enterado del episodio de los gibones, la Operación Choque de Rechazo no hubiera tenido lugar.
— Contemplé la retransmisión del discurso del Presidente —me dijo el doctor Vargas—. ¿No era usted el hombre que, quiero decir no era usted el que…?
— Sí, yo era «el hombre que…» —respondí con sequedad.
— Entonces, puede usted decirnos mucho acerca de esos parásitos.
— Quizá debería poder hacerlo —admití—, pero no puedo.
— ¿Quiere decir que no tuvieron lugar casos de reproducción por división mientras usted era, ejem, su prisionero?
— Eso es. —Traté de recordarlo—. Creo que no me equivoco al afirmarlo.
— Según tengo entendido, sus huéspedes conservan un pleno recuerdo de sus experiencias.
— Verá, unas veces sí y otras no.
Me esforcé por explicar el singular estado de espíritu de un esclavo de los parásitos.
— Supongo que eso pudo haber ocurrido mientras usted dormía.
— Es posible. Hay también otros momentos que son bastante difíciles de recordar. Las conferencias, por ejemplo.
— ¿ Conferencias?
Tuve que explicárselo. Sus ojos se iluminaron:
— Ah, se refiere usted a la conjugación…
— No, me refiero a la conferencia.
— Pero queremos decir la misma cosa. ¿No lo ve? Conjugación y división. Se reproducen a voluntad, hasta donde permite la cantidad de huéspedes utilizables. Probablemente, un contacto por cada división; luego, cuando se presenta la oportunidad, la división propiamente dicha, dos parásitos adultos nacen en cuestión de horas…, tal vez menos.
Si eso era cierto —y al mirar a los gibones no podía dudarlo—, entonces, ¿por qué habíamos tenido que confiar en los envíos cuando me hallaba en el Constitución Club? ¿Habíamos confiado en ello, de hecho? Lo ignoraba; hice lo que mi amo quería que hiciese y vi únicamente lo que aparecía ante mis ojos. Pero era claro el medio por el cual Kansas City había sido saturada. Con abundancia de «ganado» a su disposición y una nave espacial cargada con células portadoras, los titanes se habían reproducido hasta igualar la población humana. Suponiendo que hubiese unas mil babosas en aquella nave espacial, es decir en la que creíamos que había tomado tierra cerca de Kansas City, y suponiendo que pudiesen reproducirse cuanto tuviesen oportunidad de hacerlo, cada veinticuatro horas, por ejemplo, he aquí el resultado:
Primer día, mil babosas.
Segundo día, dos mil.
Tercer día, cuatro mil.
A fines de la primera semana, ciento veintiocho mil babosas.
A las dos semanas, más de dieciséis millones de babosas. Pero no sabíamos si se limitaban a reproducirse sólo una vez al día. Y también ignorábamos si un platillo volante era capaz de transportar mil células portadoras o más; tal vez transportaba diez mil, o más… Tomemos como base de cálculo diez mil efectuando una división cada doce horas. En dos semanas alcanzarían la fabulosa cifra de… ¡más de dos mil millones y medio!
Esta cifra estaba absolutamente desprovista de significado; era una cantidad cósmica. En todo el globo terráqueo no hay una cantidad semejante de moradores, ni siquiera incluyendo en el cálculo a los monos.
Estaríamos hundidos en babosas hasta el cuello. Y a no tardar. Me sentí mucho peor que en Kansas City.
El doctor Vargas me presentó a un tal doctor Mcllvaine, del Smithsonian Institute. Mcllvaine se dedicaba a la psicología comparada, y era el autor, según Vargas me dijo, de Marte, Venus y la Tierra. Un estudio sobre los propósitos fundamentales. Vargas imaginó que yo me quedaría muy impresionado, pero resulta que yo no había leído la obra. Sea como fuere, ¿cómo pueden estudiarse los propósitos de los marcianos, si estaban ya muertos antes de que el hombre apareciese sobre la tierra?
Empezaron a charlar de fruslerías; yo me dediqué a observar. De pronto Mcllvaine me preguntó:
— Señor Nivens, ¿cuánto dura una conferencia?
— Una conjugación —le corrigió Vargas.
— No, una conferencia —insistió Mcllvaine—. Es su aspecto más importante.
— Pero, doctor —prosiguió Vargas—, la conjugación es el medio de que se valen para intercambiar los genes, gracias a los cuales se efectúa la mutación…
— ¡No sea usted antropocéntrico, doctor! Usted no sabe si esa forma de vida posee genes. Vargas se puso colorado.
— Por lo menos, concédame que posee sus equivalentes —dijo rígidamente.
— ¿Por qué tengo que concedérselo? Le repito, doctor, que sus razonamientos se basan en inciertas analogías. Sólo hay una característica común a todas las formas de vida, y ésta es su voluntad de sobrevivir.
— Y de reproducirse —insistió Vargas.
— ¿Y si se trata de un organismo inmortal que no tiene necesidad de reproducirse?
— Pero… —Vargas se encogió de hombros—. Sabemos que se reproducen.
E indicó con un gesto a los monos.
— Yo sólo estoy sugiriendo —insistió Mcllvaine— que esto no es reproducción, sino que se trata de un único organismo que ocupa más espacio. No, doctor, es posible hallarse tan inmerso en la idea del ciclo cigoto—gameto que se llegue a olvidar que pueden existir otros sistemas.
Vargas trató de contradecir:
— Pero en todo sistema…
Mcllvaine le atajó:
— Antropocentrismo, geocentrismo, heliocentrismo… son ideas anticuadas. Esas criaturas pueden provenir de un punto situado fuera del sistema solar.
Yo denegué enérgicamente, viendo con la claridad de un relámpago la imagen del planeta Titán, al tiempo que experimentaba una sensación de ahogo.
Ninguno de ellos lo advirtió. Mcllvaine siguió diciendo:
— Tomemos la ameba, por ejemplo; una forma básica de vida y mucho más afortunada que la nuestra. La psicología que informa los motivos de la ameba…
Dejé de prestar atención; todo el mundo tiene derecho a hablar de la «psicología» de una ameba, pero nadie podía exigirme que yo escuchase tales lucubraciones Efectuaron algunos experimentos directos, que mejoraron algo la baja opinión que me había formado de ellos. Vargas colocó un babuino portador de una babosa en la jaula donde estaban los gibones y chimpancés. Tan pronto como el recién llegado se halló en el interior, todos se reunieron formando un círculo y mirando hacia afuera, y comenzaron una conferencia directa, babosa contra babosa. Mcllvaine los señaló con el índice.
— ¿Ve usted? La conferencia no tiene por finalidad la reproducción, sino el intercambio de recuerdos. El organismo, temporalmente dividido, vuelve a formar un único ser.
Yo podía haberle dicho lo mismo sin tanta pedantería; un amo que lleva tiempo sin establecer contacto celebra siempre una conferencia directa tan pronto como le es posible.
— ¡Eso son simples suposiciones! —refunfuñó Vargas—. Claro, en este mismo momento no tienen oportunidad de reproducirse. ¡George!
Y ordenó al jefe de los empleados que cuidaban de los monos que trajese otro.
— ¿El pequeño Abel —preguntó el encargado.
— No, quiero uno que no tenga parásito. Veamos…, traiga al viejo pelirrojo.
El encargado objetó:
— Por favor, doctor, no escoja a ése.
— No le haremos ningún daño.
— ¿Qué le parece si trajésemos a Satán? Ése al menos es un mal bicho.
— Muy bien, pero dense prisa.
Así pues, trajeron a Satán, un chimpancé negro como el carbón. En otro lugar tal vez se hubiese mostrado muy agresivo; pero aquí no. Lo arrojaron al interior de la jaula; él se acurrucó junto a la puerta y empezó a lanzar lastimeros gemidos. Aquello era como contemplar una ejecución. Yo dominaba mis nervios —uno llega a acostumbrarse a todo—, pero el histerismo del mono era contagioso. Tenía ganas de echar a correr.
De momento los monos poseídos se limitaron a contemplarlo, como un jurado miraría al condenado. Esta muda contemplación duró largo tiempo. Los gemidos de Satán se convirtieron en un lloriqueo, y se cubrió el rostro con las manos. Entonces Vargas dijo:
— ¡Mire, doctor!
— ¿El qué?
— Lucy…, la vieja hembra. Obsérvela.
Y señaló hacia ella.
Era la madre de los gibones tuberculosos. Su espalda estaba vuelta hacia nosotros; la babosa que llevaba en ella se había recogido sobre sí misma. Una línea iridiscente recorría su centro.
Empezó a partirse como si fuese un óvulo. A los pocos minutos, la división era completa. Una nueva babosa se situó en el centro del espinazo del mono; la otra descendió por su espalda. Lucy se puso en cuclillas; la babosa bajó de ella y cayó suavemente sobre el piso de cemento. Empezó a deslizarse despacio hacia Satán. El chimpancé lanzó un ronco gruñido y saltó hacia el techo de la jaula. No me creerán, pero enviaron a un destacamento para arrestarlo; dos gibones, un chimpancé y el babuino. Consiguieron desprenderlo de los barrotes, lo bajaron al suelo y lo sujetaron boca abajo.
La babosa se arrastró hacia él.
Se hallaría a poco más de medio metro de distancia cuando se formó en ella un seudópodo —fue creciendo lentamente—, un tallo que se ondulaba como una cobra. De pronto se abatió con rapidez, golpeando al mono en una pata. Sus captores lo soltaron al instante, pero Satán no se movía.
El titán pareció arrastrarse a sí mismo por la extensión que había formado, y se adhirió al pie de Satán. Desde allí fue arrastrándose pata arriba; cuando alcanzó la base de la columna vertebral, Satán se incorporó. Se sacudió como un perro y se unió a los tres monos.
Vargas y Mcllvaine se pusieron a discutir con animación, nada conmovidos al parecer. Yo deseaba romperlo todo, vengar a un tiempo a Satán, a mí mismo y a toda la especie simiesca.
Mcllvaine seguía sosteniendo que nos enfrentábamos a una criatura totalmente ajena a nuestros conceptos normales; una entidad inteligente, organizada de tal modo que era inmortal y conservaba su identidad personal o, si se prefiere, su identidad de grupo. La discusión se volvió confusa. Mcllvaine pensaba que ese ser colectivo debía de poseer una única memoria continua desde su mismo origen racial. Describía a las larvas como una especie de gusano de cuatro dimensiones, enroscado sobre sí mismo en el continuum espaciotemporal y formando un solo organismo. La conversación llegó a ser tan esotérica que resultaba grotesca.
Yo no sabía nada, y me daba igual. Mi único interés en los titanes era lograr su destrucción.
20
Volví a la Casa Blanca y encontré allí al Patrón. El Presidente había acudido a una sesión secreta de las Naciones Unidas. Le conté al Patrón lo que había visto y le hice partícipe de mi impresión acerca de Vargas y Mcllvaine.
— Se comportan como niños comparando sus colecciones de bichos. No se dan cuenta de que se trata de algo muy serio.
El viejo movió la cabeza.
— No los subestimes, hijo. Tienen más posibilidades de hallar la respuesta que nosotros.
—¡Oh, vamos! Lo que sí es posible es que se les escapen las babosas.
— ¿Te contaron lo del elefante?
— ¿Qué elefante? No me dijeron nada en absoluto; estaban enfrascados en su charla científica, y no se dignaron prestarme atención.
— Tú no comprendes lo que es hallarse absorbido por un tema científico. Pues lo del elefante es lo siguiente: se escapó uno de los monos, no se sabe cómo, con un parásito sobre su lomo. Encontraron su cuerpo pisoteado en la zona de los elefantes. Y uno de éstos había desaparecido.
— ¿Quiere decir que anda suelto un elefante con una babosa sobre él?
Tuve una visión horrible, algo así como un tanque dirigido por un cerebro electrónico.
— Era una elefanta —me corrigió el Patrón—. La encontraron en Maryland, dedicada a la pacífica tarea de arrancar coles. Sobre su lomo no había ningún parásito.
— ¿Dónde se metió la larva?
Involuntariamente, dirigí una mirada a mi alrededor.—Fue robado un autoavión en el pueblo contiguo. Aseguraría que el titán se encuentra en algún lugar al oeste del Mississippi.
— ¿Se ha comprobado la desaparición de alguna persona?
Él se encogió de hombros.
— ¿Cómo quieres que se sepa, en un país libre? Por lo menos, el titán en cuestión no podrá ocultarse sobre un ser humano fuera de la zona roja.
Este comentario me hizo pensar en algo que había visto en el parque zoológico y que de momento no medité a fondo. Fuera lo que fuese, ahora no podía resolverlo. El Patrón prosiguió:
— Se han tomado drásticas medidas para que la orden de espaldas desnudas se cumpla a rajatabla. El Presidente ha recibido protestas de tipo moral, sin mencionar las de la Asociación Nacional de Camiseros.
— ¿Eh?
— Cualquiera diría que tratamos de raptar a sus hijas y venderlas en Arabia Saudita. Incluso se presentó una delegación de mujeres que se llamaban a sí mismas las Madres de la República o cualquier otra estupidez por el estilo.
— ¿El Presidente pierde el tiempo en cosas como ésas, en unos momentos tan graves?
— McDonough se encargó de recibirlas. Pero requirió mi ayuda. —El Patrón parecía apenado—. Les dijimos que no podrían ver al Presidente a menos que se despojasen de sus ropas. Eso enfrió su ardor. El Presidente sólo accedía a recibirlas completamente desnudas.
La idea que no conseguía concretar vino por fin a la superficie.
— Oiga, Patrón, es posible que tenga que hacerlo.
— ¿Hacer qué?
— Desnudar por completo a la gente.
Él se mordió los labios.
— ¿Adónde quieres ir a parar?
— ¿Podemos asegurar con certeza que las babosas sólo pueden situarse cerca de la base del cráneo?
— Tú tendrías que saberlo mejor que yo.
— Así lo creía, pero ahora no estoy seguro. Así es como lo hacíamos siempre, cuando yo estaba… con ellos. —Recordé con todo detalle lo que había visto cuando Vargas expuso al pobre Satán al acoso de una babosa—. Ese mono se movió tan pronto como el titán alcanzó la base de su espinazo. Estoy seguro de que prefieren situarse cerca del cerebro. Pero tal vez puedan ocultarse también bajo unos pantalones y limitarse a lanzar un seudópodo al extremo de la médula espinal.
— Hum… Recordarás, hija, que la primera vez que registré a un grupo de personas, las obligué a todas a quedarse en cueros. Eso no fue una casualidad.
— Creo que estaba plenamente justificado. Pueden ocultarse en cualquier lugar del cuerpo. Mire sus pantalones, por ejemplo. Podría llevar una babosa oculta bajo ellos, lo que sólo le haría parecer algo rollizo.
— ¿Quieres que me los quite?
— No, haré algo mejor. ¡Mire cómo trabajaba en Kansas City!
Mis palabras eran irónicas, pero no mis actos; palpé la parte posterior de sus pantalones y me aseguré de que nada se ocultaba bajo ellos. Él se sometió de buena gana a este tratamiento; luego hizo lo propio conmigo.
— Pero no podemos ir por la calle palpando la grupa de todas las mujeres que nos encontremos… —gimió.
— Pues habrá que hacerlo. O de lo contrario, todos tendrán que ir desnudos.
— Haremos antes algunas pruebas.
— ¿De qué tipo?
— ¿Recuerdas nuestra armadura protectora? No tiene mucha utilidad, excepto la de dar a quien la usa una sensación de seguridad. Haré que el doctor Horace le coloque una de esas armaduras a un mono, modificándola de modo que una larva sólo pueda alcanzar sobre sus patas, por ejemplo, y veremos qué ocurre. Podemos también cambiar de zonas…
— No está mal. Sin embargo, no utilice monos, Patrón.
— ¿Por qué no?
— Es que… son demasiado humanos, ¿sabe?
— Pero muchacho, no es posible hacer una tortilla…
— … Sin romper los huevos, ya lo sé. Pero no sé, no me gusta la idea.
21
Me dediqué durante algunos días a dar conferencias a los miembros del Estado Mayor, en las cuales tuve que responder a estúpidas preguntas sobre las costumbres familiares de los titanes, y sobre cómo había que dominar a una persona poseída. Me había convertido en un experto, pero casi siempre mis alumnos parecían convencidos de saber más que yo.
Los titanes seguían dominando la zona roja, mas no les era posible salir de ella sin ser detectados…, o al menos en eso confiábamos. No intentamos invadir la zona de nuevo porque cada larva tenía como rehén a uno de nuestros conciudadanos. Las Naciones Unidas no nos ayudaron en absoluto. Nuestro Presidente anhelaba que el decreto Espaldas Desnudas fuese aplicado en todo el mundo, pero los gobernantes se hacían los despistados y remitían el asunto a un comité para su estudio. Lo cierto es que no nos creían. Ésa era la gran ventaja con que contaba el enemigo; sólo los que se habían quemado creían en el fuego.
Algunos países se hallaban seguros gracias a sus propias costumbres. Un finlandés que no se metiese en compañía de otro en una sauna todos los días se hubiera hecho sospechoso. Los japoneses, asimismo, eran bastante descuidados en el vestir. Los mares del sur podían considerarse relativamente seguros, como también grandes zonas de África. Francia había adoptado el desnudismo con gran entusiasmo, por lo menos durante los fines de semana, poco después de la terminación de la Tercera Guerra Mundial, por lo que una babosa hubiera tenido dificultad en ocultarse. Pero en los países donde el pudor y el recato aún imperaban, una babosa podía permanecer oculta hasta la muerte de su huésped. Entre estos países estaban Estados Unidos, Canadá y, sobre todo, Gran Bretaña.
Se enviaron tres titanes sobre monos por vía aérea a Londres; me enteré de que el rey quería dar ejemplo, tal como había hecho nuestro Presidente, pero el primer ministro, apoyado por el arzobispo de Canterbury, no se lo permitió. El arzobispo ni siquiera quiso contemplar las babosas; los principios morales eran más importantes que el peligro que corría el mundo. Nada de esto se hizo público, y la historia puede no ser cierta, pero la piel de los británicos no fue mostrada en público.
La propaganda soviética empezó a meterse con nosotros tan pronto como recibió las oportunas consignas. Toda la historia era una «fantasía de los imperialistas norteamericanos». Me pregunté por qué los titanes no habían atacado a la Unión Soviética antes que a nosotros; aquel país parecía hecho a propósito para ello. Al pensarlo mejor, me dije que tal vez ya lo habían hecho. Pero al profundizar aún más, me dije que de todos modos no se notaría ninguna diferencia.
No vi al Patrón durante todo este período; su ayudante Oldfield me comunicaba lo que tenía que hacer. Por consiguiente, no supe que Mary había cesado en su servicio especial junto al Presidente. Me tropecé con ella en el bar de la Sección.
— ¡Mary! —aullé, dando un salto.
Ella me dirigió su dulce y tranquila sonrisa, y vino hacia mí.
— ¡Hola, querido! —susurró.
No me preguntó lo que había estado haciendo, ni me riñó por haber perdido el contacto con ella, ni siquiera comentó el tiempo que hacía que no nos veíamos. Mary nunca quería preocuparse por lo pasado.
— ¡Es maravilloso! Creía que aún estabas dedicada a arropar al Presidente en su camita. ¿Cuánto hace que estás aquí? ¿Cuándo tienes que volver? Dime, ¿puedo ofrecerte una bebida? Ah, ya has pedido una. —Pedí otra para mí e inmediatamente me la sirvieron—. ¿Cómo? ¿Tan de prisa?
— La pedí cuando te vi aparecer por la puerta.
— Mary, ¿te había dicho que eres maravillosa?
— No.
— Bien. Pues entonces te lo digo ahora: eres maravillosa.
— Gracias.
— ¿Cuánto tiempo hace que estás libre de servicio? —proseguí—. Dime, ¿no podrías conseguir que te diesen un permiso? No pueden exigirte que estés de servicio durante las veinticuatro horas del día, semana tras semana, sin concederte un mínimo descanso. Me voy ahora mismo a ver al Patrón para decirle… —Estoy de permiso, Sam.
— …Loe que pienso de… ¿qué?
— Ahora estoy de permiso.
— ¿Estás de permiso? ¿Por cuánto tiempo?
— Hasta que me llamen de nuevo. Todos los permisos que se conceden ahora son con esa condición.
— Pero…, ¿cuánto hace que estás de permiso?
— Desde ayer. He estado sentada aquí, esperándote.
— ¡Desde ayer! —Y yo que había pasado el día dando conferencias a una serie de molleras duras que me escuchaban a la fuerza… Me levanté—. No te muevas. Vuelvo al instante.
Entré como una tromba en la oficina de Operaciones. Oldfield me miró y dijo muy enojado:
— ¿Qué desea?
— Oiga, jefe, es mejor que anule toda esa serie de cuentos de hadas que tengo que contar.
— ¿Por qué?
— Estoy enfermo; he pedido un permiso de larga duración. No tengo más remedio que tomármelo. Estoy muy mal.
— De donde usted está mal es de la cabeza.
— Exactamente; estoy mal de la cabeza. Oigo voces. Me siguen. Sueño que vuelvo a estar entre los titanes.
Esto último era verdad.
— ¿Pero desde cuándo el estar chiflado ha sido un inconveniente en esta Sección?
Esperó a que yo le contestase.
— Bueno, ¿me da el permiso o no?
Él rebuscó entre unos papeles, sacó una hoja y la rasgó.
— De acuerdo. Tenga siempre listo el teléfono; podemos llamarle en cualquier momento. Adiós.
Salí muy contento. Mary levantó la mirada cuando yo entré, volviendo a dirigirme otra de sus dulces sonrisas. Le dije: — Recoge tus chismes; nos vamos.
Ella no me preguntó adonde; se limitó a ponerse en pie. Yo tomé mi vaso, bebí algo de su contenido y vertí el resto. Nos hallábamos en la calle cuando volvimos a hablar. Entonces le pregunté:
— Dime, ¿dónde quieres que nos casemos?
— Sam, ya hemos hablado de eso antes.—Claro que hemos hablado, pero ahora vamos a hacerlo. ¿Dónde?
— Sam, querido, haré lo que tú digas. Pero sigo oponiéndome.
— ¿Por qué?
— Sam, vamos a mi piso. Quiero prepararte una buena comida.
— Bueno, no me opongo a que lo hagas, pero no allí. Y antes nos casaremos.
— ¡Por favor, Sam!
Alguien dijo:
— Duro, muchacho. Ya es casi tuya.
Miré a mi alrededor y me di cuenta de que estábamos representando ante una nutrida concurrencia.
Hice girar mi brazo y grité muy enfadado:
— ¿No tienen otra cosa mejor que hacer? ¡Vayan a que les ahorquen!
Otro intervino:
— Yo creo que él debería aceptar su ofrecimiento.
Cogí a Mary por el brazo y no pronuncié palabra hasta que estuvimos en un aerotaxi.
— ¿Por qué casarnos, dices? ¡Porque te amo, maldita sea!
Ella permaneció unos momentos callada; pensé que la había ofendido. Cuando contestó, lo hizo en voz tan baja que apenas pude oírla:
— Eso no me lo habías dicho hasta ahora, Sam.
— ¿No te lo había dicho? Pues tendría que haberlo hecho.
— No, estoy completamente segura de que no me lo habías dicho. ¿Por qué no lo hiciste?
— La verdad es que no lo sé. Por inadvertencia, supongo. No estoy muy seguro de lo que quiere decir «te amo».
— Ni yo tampoco —dijo suavemente—, pero me encanta oírtelo decir. Repítelo, por favor.
— Te amo. Te amo, Mary.
— ¡Oh, Sam!
Se acurrucó contra mí y empezó a temblar. Yo la sacudí suavemente.
— Bueno, ¿y tú?
— ¿Yo? ¡Oh!, yo también te amo, Sam. Te he amado desde
— ¿Desde cuándo?
Esperaba que me dijese que me amaba desde que ocupé su lugar en aquella terrible silla; pero en lugar de eso, me dijo:
— Te amo desde el día en que me abofeteaste. ¡Oh, la lógica femenina!
Nuestro conductor había puesto el piloto automático y volábamos a poca velocidad a lo largo de la costa de Connecticut; tuve que despertarle para hacerle aterrizar en Westport. Nos dirigimos al ayuntamiento de la ciudad. Me acerqué al mostrador del departamento de licencias y dije a un empleado:
— ¿Es aquí donde la gente se casa? — Aquí es, si así lo desean —respondió—. Las licencias de caza a la izquierda, las de los perros a la derecha. Aquí es el feliz término medio…, espero.
— Muy bien —dije con altivez—. ¿Quiere hacer el favor de entregarnos una licencia?
— No faltaba más. Todo el mundo tendría que casarse una vez al menos; eso es lo que yo le digo a mi mujer. —Sacó un formulario—. Necesito sus carnets de identidad.
Se los entregamos.
— Díganme ahora, ¿está alguno de ustedes casado en otro estado? —Respondimos negativamente; él prosiguió—: ¿Están seguros? Si no me lo dicen y yo me entero de que existen otros contratos, éste no será válido.
Le repetimos que no estábamos casados en ninguna otra parte.
— Bien. ¿Cómo quieren el contrato, renovable o por vida? Si es para menos de seis meses deben dirigirse a la oficina de al lado.
— Por vida —dijo Mary, con una vocecita que yo no le conocía.
El empleado pareció sorprendido.
— ¿Están ustedes seguros? El contrato renovable con la cláusula de opción automática no precisa de trámites judiciales para su rescisión.
— ¿No ha entendido lo que ha dicho la señorita? —intervine yo.
— Muy bien. ¿Rescindible por alguna de las partes?
— No rescindible —respondí.
Mary asintió con la cabeza.
— No rescindible, de acuerdo —dijo el empleado, mientras escribía a máquina—. Y ahora, el punto esencial: quién paga y cuánto. ¿Salario o dotación?
— Salario —dije, pues no era lo bastante rico para permitirme pagar una dotación.
— Ni una cosa ni otra —cortó Mary, con voz firme.
— ¿Cómo? —dijo el empleado.—Lo que ha oído —repuso Mary—; no se trata de un contrato financiero.
El empleado se la quedó mirando.
— No sea tonta, señorita —dijo en tono persuasivo—. Ya ha oído al caballero; está dispuesto a portarse como es debido.
— No.
— Debería consultar a su abogado antes de firmar. Hay un estereófono público en el vestíbulo.
— He dicho «no».
— Pero entonces, diablos, ¿para qué quiere una licencia?
— No lo sé —repuso Mary.
— Cómo, ¿ya no la quiere?
— Sí, pero ponga lo que le he dicho: sin salario.
El empleado pareció sofocado, pero se inclinó sobre la máquina de escribir.
— Bueno, eso es todo —dijo finalmente—. Lo han querido ustedes muy fácil. ¿Juran ambas partes solemnemente que los hechos antes citados son ciertos y que firman este contrato sin hallarse bajo la influencia de drogas o bajo otras presiones ilegales y que no existen acuerdos secretos ni otros impedimentos legales para la ejecución y registro del presente contrato? Ambos dijimos a una que sí. Sacó la hoja de la máquina.
— Sus huellas dactilares, por favor. Bien, son diez dólares, incluyendo los impuestos federales.
Yo le pagué y él introdujo la hoja en la máquina de copiar, al tiempo que daba vuelta a un interruptor.
— Recibirán ustedes las copias por correo en las direcciones indicadas en sus carnets de identidad —anunció.
Yo repliqué:
— Puede usted casarnos, ¿verdad? Pues adelante. ¡Hágalo lo antes posible!
Él se mostró muy sorprendido.
— ¿No lo sabían? En este estado se casan ustedes mismos. Han estado casados desde el momento en que imprimieron sus huellas dactilares en la licencia matrimonial.
Yo exclamé:
— ¡Oh!…
Mary no dijo nada. Nos fuimos.
Alquilé un autoavión en el campo de aterrizaje al norte de la ciudad; el aparato tenía diez años, pero poseía piloto automático, y eso era lo que importaba. Di unas vueltas sobre la ciudad, atravesé Manhattan Cráter y puse el piloto automático. Me sentía feliz pero terriblemente nervioso. Y entonces Mary me echó los brazos al cuello. Después de largo rato distinguí la luz de mi cabaña, y me dispuse a aterrizar. Mary dijo con aire soñador:
— ¿Dónde estamos?
— En mi cabaña de la montaña —le respondí.
— Ignoraba que tuvieses una cabaña. Pensaba que te dirigías a mi piso.
— ¿Sí, eh, y exponerme a caer en aquellos cepos para lobos? Y además no es mía; ésta es nuestra.
Ella volvió a besarme y yo aterricé. Se adelantó mientras yo estaba cerrando el aparato; la encontré contemplando la cabaña.
— ¡Amor mío, este lugar es precioso!
— No hay nada como los Adirondacks —repuse.
Había una ligera niebla iluminada por el sol poniente, que se hundía por el oeste, dando al cielo aquel maravilloso aspecto remoto y estereoscópico.
Ella lo miró y dijo:
— Sí, pero no me refería a la puesta de sol. Me refería a… nuestra cabaña. Quiero entrar ahora mismo.
— Vamos —le dije—, pero no es más que una pobre choza.
Y lo era, realmente. Ni siquiera tenía una piscina interior. Yo la había conservado así; cuando me encontraba en ella, quería olvidarme por completo de que existían las ciudades. La estructura era de una vulgarísima mezcla de acero y fibra de vidrio, pero estaba recubierta de una chapa de plancha dura que semejaba auténticos troncos. El interior era igualmente sencillo: un gran estudio provisto de una verdadera chimenea, gruesas alfombras y muchos sillones bajos. Los servicios eran de un material especial, y estaban enterrados bajo los cimientos —acondicionamiento de aire, conducciones eléctricas, sistema de limpieza, equipo de sonido, cañerías, alarma por radiaciones, servomotores—, todo excepto el frigorífico y el restante equipo de la cocina, oculto y que pasaba totalmente inadvertido. Incluso las pantallas estereoscópicas pasaban desapercibidas cuando no se utilizaban. Era muy parecido a una verdadera cabaña de troncos, y a pesar de eso contaba con una magnífica red de tuberías en su interior.
— Me parece encantador —dijo Mary, muy seria—. No me gustaría un lugar demasiado chillón.
— A mí tampoco.
Hice funcionar un interruptor y la puerta se abrió. Mary no se hizo rogar para entrar.—¡Eh! ¡Vuelve! —grité.
Ella obedeció.
— ¿Qué ocurre, Sam? ¿He hecho algo mal?
— Claro que sí. —La atraje hacia mí y luego la tomé en brazos, cruzando de ese modo el umbral y besándola al dejarla en el suelo—. Ya estamos. Ahora puedes considerarte verdaderamente en tu propia casa.
Las luces se encendieron cuando entramos. Ella miró a su alrededor, luego se volvió y me echó los brazos al cuello:
— ¡Oh, cuánto te quiero, cuánto te quiero!
Empecé a mostrarle todo. Ella paseaba extasiada, tocando esto y aquello.
— Sam, de haberlo planeado yo no hubiera sido mejor.
— No tiene más que un cuarto de baño —me excusé—. Tendremos que arreglarnos con él.
— No me importa. Estoy muy contenta; ahora ya sé que nunca trajiste a ninguna de esas mujeres aquí.
— ¿Qué mujeres?
— No te hagas el sorprendido. Si al construirte esta cabaña hubieses pensado destinarla a tus citas, hubieras incluido un cuarto de baño de señoras.
— Eres una mal pensada.
Ella no respondió y se dirigió a la cocina. De pronto la oí chillar.
— ¿Qué te pasa? —le pregunté, siguiéndola.
— Nunca me hubiera esperado encontrar una cocina de verdad en la casa de un soltero.
— Yo no cocino del todo mal. Quería tener una cocina y, por lo tanto, adquirí una.
— No sabes cuánto me alegro. Así podré prepararte la comida.
— Es tu cocina; haz en ella lo que te convenga. ¿Pero no quieres lavarte? De momento tendrás que contentarte con la ducha. Mañana adquiriremos un catálogo y podrás escoger un cuarto de baño a tu gusto. Ya encontraremos lugar donde ponerlo.
— Dúchate tú primero —me dijo—. Quiero empezar a preparar la comida.
Mary y yo nos deslizamos en la vida doméstica como si hiciese años que estuviésemos casados. Y no es que nuestra luna de miel fuese insulsa, ni que no hubiese mil cosas que aún teníamos que aprender el uno del otro. El hecho básico era que ya parecíamos saber las cosas acerca de nosotros mismos que permitían considerarnos casados. Especialmente Mary.
No recuerdo con claridad aquellos días. Yo era feliz; había olvidado todo lo relativo al mundo exterior. Antes me había llegado a sentir interesado, divertido, complacido, pero no feliz.
No pusimos ni una sola vez la televisión estereoscópica, no leímos ni un libro; no veíamos a nadie ni hablábamos con nadie, si se exceptúa que el segundo día bajamos andando al pueblo; quería que viesen a Mary. En el camino de regreso pasamos junto a la choza de John «el Cabra», nuestro anacoreta local. John se encargaba de la poca vigilancia que el chalet requería. Al verle, le saludé con la mano.
Él me devolvió el saludo. Iba vestido como siempre: un gorro tricotado, una vieja guerrera del ejército, pantalones cortos y sandalias. Pensé recordarle la orden de desnudarse hasta la cintura, pero finalmente decidí no hacerlo. En lugar de eso formé bocina con mis manos y le grité:
— ¡Envíenos a Pirata!
— ¿Quién es Pirata, querido? —preguntó Mary.
— Ya lo verás.
Y, efectivamente, lo vio; así que llegamos a casa entró también Pirata, porque disponía de una gatera sincronizada que se abría al sonido de su maullido. En efecto, Pirata era un gato corpulento y calavera. Entró, me miró con reconvención por haber estado tanto tiempo ausente y luego golpeó su cabeza contra mí tobillo como para pedirme perdón por su atrevimiento. Yo lo acaricié y entonces él se dedicó a observar a Mary. Ésta se arrodilló y dejó escapar los sonidos acostumbrados en las personas duchas en el trato con felinos, pero Pirata la contempló con suspicacia. De pronto saltó a sus brazos y comenzó a ronronear, mientras se restregaba contra su mejilla.
— Qué alivio —manifesté—. Por un momento pensé que no me permitiría tenerte.
Mary me miró y sonrió.
— No tenías por qué preocuparte. Yo soy también gato en las dos terceras partes.
— ¿Y qué eres en la otra tercera parte?
— Ya tendrás ocasión de descubrirlo.
Desde entonces el gato se quedó con nosotros —o con Mary— casi permanentemente, excepto cuando yo lo echaba de nuestro dormitorio. Mary y Pirata protestaban, pero yo era intransigente en ese punto.
Mary nunca me causó ninguna preocupación. No le agradaba sondear en el pasado. Me permitía que le hablase del mío, pero no del suyo. Una vez que empecé a preguntarle cosas, cambió de conversación, diciendo:
— Vamos a ver la puesta de sol.
— ¿La puesta de sol? —respondí—. Es imposible…; acabamos de desayunar. —Aquella confusión acerca de la hora del día me volvió bruscamente a la realidad—. Mary, ¿cuánto tiempo hace que estamos aquí?
— ¿Te importa algo saberlo?
— Claro que importa. Estoy seguro de que hace más de una semana. Cualquier día de éstos nuestros teléfonos empezarán a sonar, y de vuelta otra vez al ajetreo.
— Pero, entre tanto, ¿qué importa eso?
También quería saber en qué día estábamos. Lo hubiera sabido conectando el estereoscopio, pero probablemente hubiera sintonizado un noticiario, y eso no me interesaba; seguía sosteniendo la ficción de que Mary y yo vivíamos en un mundo distinto, en el que no existían titanes.
— Mary —dije con displicencia—, ¿cuántas píldoras extratemporales tienes?
— Ninguna.
— Bueno, yo tengo suficientes para ambos. Vamos a alargar este tiempo. Supongamos que sólo disponemos de veinticuatro horas más; podemos convertirlas en un mes de tiempo subjetivo.
— No.
— ¿Por qué no?
Ella me puso una mano en el brazo y me miró a los ojos.
— No, querido, eso no es para mí. Quiero vivir cada uno de estos momentos, y no echarlos a perder preocupándome por los que vendrán. —Yo me mantenía en mis trece; ella prosiguió—: Si tú quieres tomarlas no me opondré, pero, por favor, no me pidas que lo haga.
— Estás muy equivocada si crees que quiero unas vacaciones para mí solo.
Ella no respondió, que es el modo más irritante que conozco de zanjar una discusión. No es que discutiésemos. Si alguna vez yo quería empezar una discusión, Mary cedía, y lo curioso del caso es que luego siempre resultaba que era yo quien estaba equivocado. Traté varias veces de saber más cosas sobre ella; me parecía que tenía que saber algo sobre la mujer que era mi esposa. En contestación a una de mis preguntas, ella asumió un aire pensativo y respondió:
— A veces me pregunto si he tenido siquiera infancia… ¿0 fue algo parecido lo que soñé anoche?
Le pregunté, sin embargo, cuál era su nombre verdadero.
— Mary —me replicó tranquilamente.
— ¿Es realmente Mary tu nombre?
Ya hacía mucho tiempo que le había dicho el mío, pero siguió llamándome Sam.
— Claro que ése es mi nombre, querido. Me he llamado «Mary» desde que tú me llamaste así por primera vez.
— De acuerdo, tú eres mi querida Mary. ¿Pero cómo te llamabas antes?
En sus ojos apareció una triste y singular mirada, pero respondió con firmeza:
— Me conocieron una vez por el nombre de «Allucquere».
— Allucquere —repetí, saboreándolo—. Allucquere. Qué nombre tan hermoso y extraño. Allucquere. Es majestuoso y sonoro. Mi amada Allucquere.
— Ahora me llamo Mary.
Y eso fue todo. En algún lugar, en algún punto de su pasado —estaba convencido de ello—, Mary había sido víctima de una terrible impresión. Pero parecía muy poco probable que yo llegase a saberlo alguna vez. Dejé de preocuparme por ello. Ella era como era, ahora y siempre, y yo tenía más que suficiente con que me bañase el cálido resplandor de su presencia.
Seguí llamándola Mary, pero el nombre que me dijo no se apartaba de mi cerebro. Allucquere… Allucquere.. Me pregunté cómo debía pronunciarse correctamente.
De pronto se hizo la luz en mi mente. Mi enojosa y fiel memoria estaba rebuscando en los últimos estantes de mi cerebro, donde guardo los trastos viejos de los que no puedo desprenderme. Había existido una comunidad, una colonia que empleaba un lenguaje artificial, incluso para los nombres…
Los whitmanianos, esa era. Los adeptos de ese culto anarco—pacifista habían sido expulsados de Canadá, y habían ido a parar a Little América. Existía un libro escrito por su profeta: La entropía de la alegría. En una ocasión lo hojeé; estaba repleto de fórmulas pseudo matemáticas para lograr la felicidad perfecta.
Siempre se está a favor de la felicidad, al igual que se está contra el pecado; sin embargo, las prácticas de ese culto ocasionaban muchos problemas a los adeptos. Habían encontrado una solución tan extraña como antigua para sus problemas sexuales, una solución que había tenido resultados explosivos cada vez que la cultura whitmaniana había entrado en contacto con otras formas de civilización. Little América se hallaba demasiado cerca todavía del resto del mundo. Alguien comentó que los restos de la comunidad emigraron a Venus, en cuyo caso ahora ya debían de estar todos muertos.
Alejé esas ideas de mi mente. Si Mary era una whitmaniana o había sido educada según sus enseñanzas eso era algo que no me concernía. No estaba dispuesto a permitir que la filosofía de esa secta provocase una crisis en nuestra unión; ni ahora ni en el futuro. El matrimonio no es una compraventa, y casarse con una mujer no la convierte en un objeto de nuestra propiedad.
22
Cuando saqué a relucir por segunda vez el tema de las píldoras extratemporales, Mary aceptó tomarlas, pero en dosis mínimas. Era una solución aceptable; de esta forma podríamos repetir la dosis si así lo deseábamos.
Esta vez preparé la droga en forma de inyección, para que el efecto fuese más rápido. Normalmente, miro un reloj de pared cuando tomo las píldoras; al detenerse la saeta grande sé que está actuando la droga. Pero en la cabaña no tenía reloj de pared, y ninguno de los dos llevaba reloj—anillo. El sol comenzaba a salir; habíamos permanecido despiertos toda la noche, cómodamente instalados en un gran sofá bajo colocado junto a la chimenea.
Permanecimos allí sin movernos, sumidos en un soñoliento bienestar, y yo comenzaba a preguntarme si la droga habría actuado o no. De pronto, advertí que el sol se había detenido: ya no avanzaba. Observé un pájaro que revoloteaba junto a la ventana. Si lo contemplaba con atención, podía ver moverse sus alas.
Dejé de mirarlo y observé a mi esposa. Pirata estaba acurrucado en su regazo, con la cabeza apoyada en las patitas. Ambos parecían dormidos.
— ¿Qué tal si desayunásemos? —observé—. Estoy muerto de hambre.
— Ya te lo prepararé —respondió ella—. Si me muevo, despertaré a Pirata.
— Prometiste amarme, honrarme y prepararme el desayuno —repliqué, haciéndole cosquillas en la planta de los pies.
Ella se sobresaltó y encogió bruscamente las piernas; el gato dio un maullido y saltó al suelo.—¡Querido! —exclamó ella—. Me has hecho moverme con demasiada brusquedad. El gato ha debido de enfadarse.
— No te preocupes por el gato, mujer cruel; tú estás casada conmigo.
Pero comprendí que había cometido una equivocación. En presencia de aquellos que no se hallan bajo los efectos de la droga hay que moverse con mucho cuidado. La verdad es que no había pensado en el gato; sin duda, él pensó que nos estábamos comportando como borrachos. Me esforcé por hacer más lentos mis movimientos y traté de acariciarlo.
Fue inútil; se dirigía muy digno hacia su gatera. Yo podía haberle detenido, porque para mí sus movimientos parecían un paso de tortuga, pero si lo hubiese hecho aún lo hubiera asustado más. Lo dejé escapar y me fui a la cocina.
Mary tenía razón; las píldoras extratemporales no son buenas para tomar en la luna de miel. La extática felicidad que había sentido antes se vio enturbiada y oculta por la euforia artificial proporcionada por la droga. Esa euforia es muy absorbente, pero la pérdida era indiscutible; había sustituido la auténtica magia por un artificio químico. Sin embargo, fue un buen día…, o mes. Pero ojalá me hubiese conformado con la felicidad verdadera.
A últimas horas de aquella tarde salimos de los efectos de la droga. Sentí la ligera irritabilidad que señala la disminución de sus efectos, encontré mi reloj—anillo y calculé mis reflejos. Cuando readquirieron el ritmo normal calculé los de Mary, y entonces ella me informó que había salido de los efectos de la droga hacía veinte minutos. Habíamos calculado con mucha exactitud nuestras respectivas dosis.
— ¿Quieres tomarla otra vez? —me preguntó.
Yo la besé.
— No, francamente; me alegro de estar ya libre de sus efectos.
— Yo también me alegro.
Tenía la acostumbrada hambre de lobo que se suele tener después; se lo mencioné.
— Sólo un minuto —me dijo—. Quiero llamar a Pirata.
Aquel día —o mes— que acababa de pasar yo no lo había echado de menos; la euforia es así.
— No te preocupes —le dije—. A veces permanece todo el día fuera.
— Nunca lo había hecho.
— Conmigo sí —contesté.
— Creo que lo ofendí… Estoy segura de ello.—Probablemente está con el viejo John. Es el modo que tiene de vengarse de mí. Está bien, no te preocupes.
— Pero es muy tarde, y tengo miedo de que caiga en poder de alguna raposa. ¿Te importa que salga a llamarlo, querido?
Y se dirigió a la puerta.
— Ponte algo —le recomendé—. Esta noche hace fresco.
Volvió al dormitorio y cogió una bata que yo le había comprado el día que fuimos al pueblo. Salió con ella puesta; yo eché leña al fuego y después entré en la cocina. Mientras estaba pensando qué cenaríamos, oí que ella decía:
— ¡Malo, gatito malo!, has dado un gran disgusto a mamá —y hablaba con aquella voz arrulladora que se emplea con niños y felinos.
Yo grité:
— Hazle entrar y cierra la puerta.
Ella no respondió, y sólo oí el crujir de la puerta. Volví al salón. En aquel momento ella acababa de entrar, y venía sin el gato. Me disponía a hablar cuando me di cuenta de su mirada. Sus ojos me contemplaban fijamente, llenos de un horror indecible.
Yo la llamé y me dirigí hacia ella. Sólo entonces pareció darse cuenta de mi presencia; se volvió hacia la puerta; sus movimientos eran bruscos y espasmódicos. Cuando se volvió le vi la espalda.
Bajo su bata había un bulto…
No sé cuánto tiempo permanecí allí. Probablemente ni medio segundo, pero lo recuerdo como una interminable agonía. Salté hacia ella y la sujeté por los brazos. Me miró con unos ojos que ya no mostraban un insondable horror, sino que estaban muertos.
Me dio un rodillazo en el bajo vientre.
Doblándome sobre mí mismo pude amortiguar el golpe. Nunca hay que sujetar a un enemigo peligroso por los brazos, pero es que este enemigo era mi esposa. No podía tratar de atenazarla con una llave mortal.
Pero el titán no me tenía ninguna consideración. Mary —o aquello— usaba conmigo toda su fuerza, y yo hacía todo lo que podía para evitar tener que matarla. Harto trabajo tenía en evitar que ella me matase, en tratar de destruir a la babosa y en evitar que ésta pasase a mí, o no podría ya salvar a Mary.
Solté una mano y le apliqué un puñetazo al mentón. El golpe no consiguió abatirla. Volví a sujetarla con brazos y piernas, tratando de oprimirla en un abrazo de oso para inmovilizarla sin herirla. Caímos ambos al suelo, Mary encima de mí. Le golpeé la cara con mi cabeza para que dejase de morderme.
Fui doblando su fuerte cuerpo a pulso. Luego traté de paralizarla con presión nerviosa, pero ella conocía las llaves tan bien como yo, y tuve suerte de no ser yo el paralizado.
Sólo me quedaba un recurso: hundir mis uñas en la propia larva; pero sabía el efecto terrible que eso tenía sobre su huésped. Podía matar a mi esposa; y si no la mataba, le provocaría un choque gravísimo. Quería ponerla en estado inconsciente para quitar luego la babosa con suavidad antes de matarla, obligarla a salir por medio del calor o hacer que se desprendiese propinándole golpes suaves.
Desprenderla por medio del calor…
No tuve ni tiempo de perfilar esa idea; ella me dio un feroz mordisco en la oreja. Levanté mi brazo derecho y traté de sujetar al parásito.
Nada ocurrió. En lugar de hundir mis dedos en ella, descubrí que esta babosa presentaba una cubierta de algo que parecía cuero; era como si hubiera agarrado una pelota de fútbol. Mary se debatió cuando toqué aquel objeto, y me arrancó parte de la oreja, pero sus movimientos no eran espasmódicos; la babosa seguía viva y ordenándole resistir.
Traté de meter mis dedos bajo ella; estaba adherida como una ventosa y no podía introducirlos.
Entre tanto, recibí otras diversas heridas. Rodé por el suelo y conseguí arrodillarme, sin dejar de sujetarla. Tuve que dejar sus piernas libres, pero la doblé sobre una de mis rodillas y con un gran esfuerzo conseguí ponerme en pie. Entonces intenté medio a rastras llevarla hacia la chimenea.
Casi consiguió desasirse; aquello era como luchar con un puma. Pero conseguí llevarla hasta la chimenea, la sujeté por el cabello y lentamente la fui inclinando, de espaldas al fuego.
Yo sólo pretendía chamuscar a la babosa, obligándola a saltar de los hombros de su víctima para evitar la acción del calor. Pero ella se debatía tan violentamente que resbalé, dándome un tremendo golpe en la cabeza contra la repisa de la chimenea, y dejándola caer de espaldas sobre las ardientes brasas.
Ella lanzó un terrible chillido y saltó, tratando de huir del fuego, arrastrándome con ella. Volví a ponerme en pie trabajosamente, aún medio ofuscado por el golpe, y vi cómo Mary caía al suelo. Su cabello, su hermoso cabello estaba ardiendo, lo mismo que su bata. Empecé a golpear las llamas con las manos, y vi que la babosa ya no estaba sobre ella. Sin dejar de golpear las llamas tratando de apagarlas, miré a mi alrededor y la vi en el suelo, al lado de la chimenea; Pirata la estaba olfateando.
— ¡Vete de ahí! —grité—. ¡Pirata! ¡Vete!
El gato me miró extrañado. Yo seguía dando palmadas sobre Mary, hasta que comprobé que el fuego se había apagado. Entonces la solté; no había ni tiempo de asegurarse de si estaba todavía viva. Quería alcanzar el atizador de la chimenea; no me atrevía a arriesgarme a tocar la babosa con las manos. Me dirigí cautelosamente a la chimenea.
Pero la babosa ya no estaba en el suelo; se había encaramado sobre Pirata. El gato estaba muy rígido, con las patas muy separadas, mientras la babosa se instalaba cómodamente. Salté sobre Pirata y lo sujeté por sus patas traseras en el mismo momento en que hacía su primer movimiento controlado.
Sujetar con las manos desnudas a un gato frenético es, en el mejor de los casos, una temeridad; pero tratar de dominar a uno que a su vez está dominado por un titán, es imposible. Recibiendo terribles arañazos y mordiscos en manos y brazos, volví a toda prisa hacia la chimenea. A pesar de los maullidos y forcejeos de Pirata conseguí poner a la larva en contacto con las brasas, y mantuve al gato en esa posición, mientras se quemaban al mismo tiempo su piel y mis manos, hasta que por fin la larva cayó directamente en medio de las llamas. Entonces aparté a Pirata y lo dejé en el suelo. El pobre felino ya no trataba de luchar. Me aseguré de que su piel no ardía, y volví junto a Mary. Ésta aún seguía inconsciente.
Una hora más tarde había hecho por Mary todo cuanto podía. Había perdido el cabello de la parte izquierda de la cabeza, y mostraba quemaduras en hombros y cuello. Pero su pulso era firme, su respiración sostenida, aunque muy rápida, y no creía que hubiese perdido mucha sangre. Curé sus quemaduras —tenía un buen botiquín—, y le puse una inyección para que durmiese. Entonces me ocupé de Pirata.
Seguía donde lo había dejado y presentaba bastante mal aspecto. Lo había pasado mucho peor que Mary, y probablemente había penetrado aire abrasado en sus pulmones. Pensé que estaba muerto, pero cuando lo toqué levantó la cabeza.
— Lo siento, minino —le susurré. Me pareció oírle maullar débilmente.
Hice con él lo que había hecho con Mary, aunque no le administré un somnífero porque no me pareció conveniente. Después, entré en el cuarto de baño para examinar mis heridas.
La oreja había dejado de sangrar, así es que decidí ignorarla. Lo que más me preocupaba eran las manos. Las puse bajo un chorro de agua caliente mientras lanzaba exclamaciones de dolor, y luego las sequé con aire igualmente caliente, lo cual también me hizo mucho daño. No sabía cómo podría curarlas, y además las necesitaba.
Finalmente, conseguí descubrir la pomada para quemaduras. Eché una buena porción en el interior de un par de guantes de plástico y me los puse. Aquella pomada tenía un anestésico local; experimenté inmediatamente un gran alivio. Después me dirigí al estereófono y llamé al médico del pueblo. Le expliqué lo que había ocurrido y las medidas que había tomado, para terminar pidiéndole que viniese en seguida.
— ¿De noche? —exclamó—. ¿Está bromeando?
Le dije que jamás había hablado tan en serio. Mas él repuso:
— No pida usted imposibles, hombre. Se trata de la cuarta petición de ayuda que hemos tenido en este condado; nadie se atreve ya a salir de noche. Pasaré a ver a su esposa a primeras horas de la mañana.
Le aconsejé que no esperase hasta entonces para irse al diablo y corté la comunicación.
Pirata murió poco después de medianoche. Lo enterré de inmediato para evitar que Mary lo viese. Cavar su tumba intensificó enormemente el dolor de mis manos, pero el pobre animal no requería una fosa muy profunda. Le dije adiós y regresé a la cabaña. Mary dormía tranquila. Aproximé un sillón a la cama y me dispuse a velarla. Debí de dormitar de vez en cuando, pero no lo recuerdo.
23
Amanecía cuando Mary despertó, agitada y gimiendo. Le acaricié la cara suavemente y con voz queda le dije:
— Tranquila, mi amor. Todo va bien. Sam está a tu lado.
Sus ojos se abrieron y por un momento mostraron la misma expresión de horror de la víspera. Al verme, se calmó.
— ¡Sam! ¡Oh, querido!, qué horrible pesadilla…
— Todo ha terminado, cariño.
— Oye, ¿por qué llevas guantes?
En ese momento descubrió sus propios vendajes.
— Pero entonces —balbuceó—, ¿no fue un sueño?
— No, amor mío, no fue un sueño. Pero ahora todo va bien; yo la maté.
— ¿La mataste? ¿Estás seguro de que ha muerto?
— Completamente.
— ¡Oh! Acércate, Sam. Abrázame fuerte.
— Te haré daño en la espalda.
— ¡Abrázame! —La abracé, tratando de no tocar sus quemaduras. Entonces ella dejó de temblar—. Perdóname, Sam. Soy una débil mujer.
— Si hubieses visto en qué estado quedé yo cuando me liberé del parásito…
— Lo vi. Ahora cuéntame lo que ha ocurrido. Lo último que recuerdo es que me arrastrabas hacia la chimenea.
— Mira, Mary, no pude evitarlo; tenía que hacerlo. No había modo de desprenderla.
— Ya lo sé, querido, ya lo sé. ¡Y gracias por haberlo hecho! Te lo agradezco desde lo más profundo de mi corazón. De nuevo te lo debo todo.
Ambos lloramos, yo me soné y proseguí:—Al ver que no respondías cuando te llamé, fui al salón y te encontré allí.
— Ya me acuerdo. ¡Oh, querido, hice todo cuanto pude!
Yo la miré.
— Lo sé, lo sé. Tratabas de huir. ¿Pero cómo? Cuando una babosa se apodera de una persona, su suerte está echada. No puede oponerse a ello.
— Sí, ya sé que perdí, pero traté de oponerme.
Mary había tratado de oponer su voluntad a la del parásito, y eso no puede hacerse. Estaba seguro de ello. Intuía que si Mary no hubiese podido enfrentarse a la babosa, aunque sólo fuera débilmente, yo hubiera llevado las de perder en la lucha, al no poder emplear toda mi fuerza contra mi propia esposa.
— Hubiera debido coger una linterna, Sam —prosiguió—, pero nunca se me ocurrió que hubiésemos de temer nada aquí. —Yo asentí; éste era nuestro seguro refugio, tan acogedor como un lecho o unos brazos amantes—. Pirata entró poco después. No vi la babosa hasta que lo acaricié, y entonces era demasiado tarde. —Se incorporó—. ¿Dónde está el gato, Sam? ¿Está bien? ¿Por qué no lo llamas?
No tuve más remedio que contarle la muerte de Pirata. Me escuchó con semblante inexpresivo, asintió y nunca volvió a mencionarlo. Cambié de conversación diciendo: — Ahora que estás despierta iré a prepararte alguna cosa para desayunar.
— ¡No te vayas! —Yo me detuve—. No te apartes de mí lado por nada —prosiguió—. Iré contigo a preparar el desayuno.
— Nada de eso. Tú te quedas en la cama, como una buena chica.
— Ven y quítate los guantes. Quiero ver cómo tienes las manos.
Yo no me los quité; prefería no pensar en mis manos, pues los efectos de la anestesia habían pasado. Ella dijo, sombría:
— Tal como me imaginaba. Tus quemaduras son peores que las mías.
Entonces ella preparó el desayuno. Comió con bastante apetito, pero yo no quise tomar otra cosa que café. Insistí para que ella también tomase algunas tazas bien cargadas; las quemaduras de segundo grado no son para tomárselas a broma. De pronto apartó su plato y dijo:
— Querido, no lamento que haya pasado esto. Ahora ya sé lo que es. Ahora lo sabemos ambos. —Yo asentí en silencio. No hay bastante con compartir la felicidad. Se levantó y dije Debemos irnos.
— Sí —convine—, quiero que te vea un médico lo antes posible.
— No quería decir eso.
— Ya me lo imaginaba.
No había necesidad de discutirlo; ambos sabíamos que la fiesta se había acabado y que teníamos que volver al trabajo. El autoavión de alquiler seguía allí. Tardamos menos de tres minutos en quemar los platos, apagar todas las luces y estar listos para la partida.
Debido al estado de mis manos, era Mary la que pilotaba. Una vez en el aire, dijo:
— Vayamos primero a las oficinas de la Sección. Allí recibiremos tratamiento adecuado y sabremos lo que ha ocurrido en estas últimas semanas… ¿0 tal vez te duelen demasiado las manos?
— No, están bien —respondí.
Quería enterarme de la situación y volver inmediatamente al trabajo. Pedí a Mary que pusiese el estereoscopio para ver si sintonizábamos un noticiario. Pero el equipo de comunicación del autoavión era tan anticuado y defectuoso como él; ni siquiera pudimos captar una emisión radiofónica. Afortunadamente, los circuitos de control remoto estaban en perfecto estado, o de lo contrario Mary hubiera tenido que fiarse únicamente del control manual.
Una idea me obsesionaba; por último la comuniqué a Mary.
— Supongo que un titán no montará sobre un gato porque sí, ¿no crees?
— Supongo que no.
— Pero ¿por qué? Eso tiene que tener alguna razón; todo lo que hacen obedece a una razón; una espantosa razón, quizá, pero, desde su punto de vista, lógica.
— La razón es que así consiguieron apoderarse de un ser humano.
— Sí, ya lo sé. Pero ¿cómo puede habérseles ocurrido esa idea? No creo que haya tantos como para permitirse el lujo de colocarse sobre gatos por si se presenta la oportunidad casual de capturar a un ser humano. Aunque tal vez sí que puedan permitírselo.
Me acordé de Kansas City, la ciudad saturada de babosas, y me estremecí.—¿Por qué me lo preguntas, querido? Yo no poseo un cerebro analítico.
— No te hagas ahora la modesta y piensa en los hechos siguientes: ¿de dónde venía esa babosa? Tuvo que llegar hasta Pirata sobre la espalda de otra víctima. ¿Qué víctima? Aseguraría que era el viejo John, John «el Cabra». Pirata no hubiera permitido a ninguna otra persona que se le aproximase.
— ¿El viejo John? —Mary cerró los ojos y luego volvió a abrirlos—. No pude formarme una opinión sobre él. Nunca pude acercarme lo suficiente.
— Creo que es él por eliminación. El viejo John llevaba una guerrera, cuando todos los demás cumplían al pie de la letra la orden de llevar la espalda desnuda. Por lo tanto, estaba ya poseído antes de que rigiese el decreto. ¿Pero por qué habían escogido los titanes a un solitario que vivía entre las fragosidades del monte?
— Para capturarte.
— ¿Para capturarme?
— Mejor dicho, para volver a capturarte.
Eso ya tenía más sentido. Posiblemente, una víctima que consiguiese escapar era ya un hombre marcado; en ese caso, la docena escasa de miembros del Congreso que habíamos rescatado se hallaban en especial peligro. Tenía que anotar este hecho para que lo sometiesen a análisis.
Por otra parte, deseaban apresarme particularmente. ¿Qué tenía yo de especial? Era un agente secreto. Lo que era aún más importante, el titán que se había apoderado de mí debió de enterarse de todo cuanto yo sabía acerca del Patrón, sabiendo asimismo que yo tenía libre acceso a él. Tenía la intuición de que el viejo era su principal antagonista; el titán debió de enterarse de esa intuición, pues tenía pleno acceso a mi espíritu.
Aquel titán incluso había conocido al viejo, y hablado con él a través de mí. Un momento… ¡Pero había muerto! Mi teoría caía hecha trizas.
Mas en seguida volví a construir otra.
— Mary —pregunté—, ¿has utilizado tu piso desde la mañana en que tú y yo desayunamos en él?
— No. ¿Por qué?
— No vuelvas allí bajo ningún concepto. Recuerdo que pensé, mientras estaba con ellos, que tendría que convertirlo en un cepo para cazar incautos.—Pero no lo hiciste, supongo.
— No. Sin embargo, pueden haberlo hecho desde entonces. Puede haber el equivalente de la araña agazapada al acecho, esperando que tú o yo volvamos allí.
Le expliqué la teoría de Mcllvaine acerca de la memoria colectiva. En aquel momento pensé que estaban haciendo los castillos en el aire a que tan aficionados son los científicos. Pero ahora me parecía la única hipótesis capaz de explicarlo todo, a menos que asumiéramos que los titanes eran tan estúpidos que lo mismo les daba pescar en una bañera que en un riachuelo. Sin embargo, lo cierto es que no tenían un pelo de tontos.
— Un momento, querido. Según la teoría del doctor Mcllvaine, cada titán posee una perfecta identidad con cualquier otro, ¿no es eso? En otras palabras: el que se apoderó de mí anoche era idéntico al que tú llevabas a la espalda cuando estabas con ellos, e idéntico al que después se montó sobre ti. ¡Oh!, querido, me estoy confundiendo. Quiero decir…
— Ésa es la idea general. Por separado, son individuos; en conferencia directa confunden sus recuerdos y cada uno de ellos es igual al otro como dos gotas de agua entre sí. Si eso es cierto, el de anoche recordaba todo lo que supieron de mí, a condición, desde luego, de que hubiese celebrado conferencia directa con el que yo llevaba, o con otro que a su vez hubiese estado en conferencia directa, a través de un número indeterminado de ellos, con el que yo llevaba, lo cual puede asegurarse rotundamente, por lo que yo sé de sus costumbres. El primero hubiera… Espera un momento. Tomemos a tres titanes: George, Paul y John. Paul es el de anoche; John, el que…
— ¿Por qué les das nombres si no son individuos? —preguntó Mary.
— Sólo para distinguirlos. Tienes razón; supongamos que si Mcllvaine está en lo cierto, hay cientos de miles, tal vez millones de larvas que conocen hasta el último detalle de nosotros: nombre, señas personales, etcétera, que saben dónde vives tú, dónde vivía yo y dónde está nuestra cabaña. Estamos apuntados en una lista.
— Pero… —Mary frunció el ceño— ésa es una idea horrible, Sam. ¿Cómo pudieron saber que estábamos en la cabaña? No se lo dijimos a nadie. ¿Crees que se limitaron a marcarla con una cruz y esperar?
— Es posible. No sabemos lo que significa la idea de esperar para un titán; el tiempo puede tener para ellos una significación distinta de la nuestra.
— Como los venusianos —sugirió ella.
Yo asentí; es posible que un venusiano se case con su propia tataranieta, siendo incluso más joven que ésta. Eso depende de la manera como pase el verano, desde luego.
— De todos modos —dije—, tengo que informar sobre esto, sin olvidarme de nuestras suposiciones, para que luego se entretengan con el informe los muchachos del servicio analítico.
Estaba a punto de añadir que el Patrón era quien debía andar con más cuidado, admitiendo que fuese a él a quien buscasen con más tesón. Pero entonces sonó mi teléfono por primera vez desde que disfrutábamos de nuestro permiso. Respondí y la voz del Patrón se interpuso a la del locutor:
— ¡Ven inmediatamente!
— Vamos hacia ahí —contesté—. Tardaremos unos treinta minutos.
— Tiene que ser menos. Usa la entrada Ka cinco; di a Mary que use la ele uno. Daos prisa.
Cortó antes de que pudiera preguntarle cómo sabía que Mary estaba conmigo.
— ¿Lo has oído? —preguntó a Mary.
— Sí, estaba en el circuito.
— Parece como si la fiesta estuviese a punto de empezar.
Hasta que no hubimos aterrizado no empecé a comprender cuan grave se había vuelto la situación. Nosotros aún cumplíamos el decreto Espaldas Desnudas; no habíamos oído hablar del decreto Baño de Sol. Dos policías nos detuvieron al salir del aparato.
— ¡Quietos! —ordenó uno de ellos—. No se muevan.
Era imposible saber que eran policías, excepto por sus modales y las pistolas que empuñaban. Todo su atuendo se reducía a un correaje, zapatos y un sumarísimo taparrabos, sujeto con delgadas tiras. Al mirarlos más atentamente, vimos sus placas sujetas al cinturón.
— Ahora —prosiguió el primero—, fuera esos pantalones, muchacho.
Sin duda no obedecí con la rapidez deseada, porque él aulló:
— ¡Rápido! Ya hemos matado hoy a dos que trataban de escapar; tú puedes ser el tercero.
— Obedece, Sam —me dijo Mary, con voz tranquila. Obedecí, pues, quedándome vestido tan sólo con guantes y zapatos, sintiendo un ridículo tremendo; pero conseguí ocultar mi teléfono y mi pistola cuando me despojé de los pantalones cortos.
El policía me hizo dar la vuelta. Su compañero dijo:
— Está limpio. Ahora la otra.
Me disponía a ponerme de nuevo los pantalones; el primer policía me detuvo.
— ¡Eh! ¿Buscándose complicaciones? No vuelva a ponérselos.
Yo dije, tratando de mostrarme razonable:
— No quiero que me detengan por indecente.
Él pareció sorprendido y soltó una risotada. Volviéndose a su compañero, dijo:
— ¿Has oído eso, Ski?
El interpelado dijo pacientemente:
— Oigan, tienen que cooperar. Ya conocen lo ordenado. Si por mí fuese, podían llevar un abrigo de pieles. Pero nunca les detendrán por indecencia, sino por ir vestidos. Además, los vigilantes disparan todavía más rápido que nosotros. —Se volvió hacia Mary—. Ahora usted, señora, haga el favor.
Sin rechistar, Mary empezó a quitarse sus pantalones cortos. El segundo policía dijo amablemente:
— No es necesario, señora; ya veo que le están muy apretados. Dé lentamente la vuelta.
— Gracias —dijo Mary, obedeciendo.
— ¿Y qué hay de sus vendajes? —comentó el primero.
Yo respondí:
— Ha recibido graves quemaduras. ¿No lo ve?
Él contempló con semblante de duda el chapucero y voluminoso vendaje que yo le había hecho en la espalda.
— Hum… —dijo—, la verdad es que si se ha quemado…
— ¡Claro que se ha quemado! —Sentía que perdía los estribos; yo era el perfecto marido terco, que no admitía discusiones cuando se trataba de su esposa—. ¡Pero hombre, mire su cabello! ¿Cree que echaría a perder una cabellera tan espléndida sólo para engañarle?
El primer policía comentó, sombrío:
— Uno de ellos sí que lo haría.
El que demostraba más paciencia dijo:
— Mi compañero tiene razón. Lo siento, señora; tendremos que quitar esas vendas.
Yo exclamé muy excitado:—¡No pueden hacer eso! íbamos a ver a un médico. Esperen un momento.
Mary dijo:
— Ayúdame, Sam.
Yo me callé, y empecé a levantar uno de los lados del vendaje, mientras mis manos temblaban de rabia. El policía más anciano dio un silbido y dijo:
— Bueno, ya está bien. ¿Qué dices, Cari?
— Es bastante, Ski. Caramba, señora, ¿qué les pasó? — Cuéntaselo, Sam.
Les conté lo que había sucedido. El policía más viejo comentó:
— Han salido bastante bien librados, puede usted creerlo, señora. ¿De manera que ahora se dedican a los gatos? Que lo hacían con los perros, ya lo sabíamos, y también con los caballos. Pero nunca hubiera dicho que un gato corriente pudiese llevarlo. —Su rostro se ensombreció—. Acabamos de adquirir un gato; tendremos que desprendernos de él. Mis hijos lo sentirán mucho.
— Es una verdadera lástima —dijo Mary.
— Es una época muy mala para todos. Bien, pueden ustedes irse.
— Esperen un momento —intervino el primero—. Ski, si esa señora va por la calle con ese bulto en la espalda, es fácil que disparen contra ella.
El más viejo se rascó la barbilla.
— Es cierto —dijo—. Tendremos que usar un coche celular para ellos.
Fueron a buscar uno. Acompañé a Mary al hotel —que era la entrada — para evitar explicaciones, y después me volví. Me sentí tentado de entrar con ella, pero el Patrón me había ordenado que usase la entrada K5.
Me sentí igualmente tentado de volver a ponerme los pantalones. En el coche celular y durante nuestra rápida marcha hacia la puerta lateral del hotel, rodeados de policías para evitar que nadie disparase contra Mary, aquello no me preocupó mucho, pero se necesitaba valor para salir a la calle sin pantalones.
No tenía por qué preocuparme. La corta distancia que tenía que recorrer fue suficiente para demostrarme que una arraigadísima costumbre se había fundido como la escarcha. La mayoría de los hombres llevaban reducidísimos taparrabos como los de los policías, pero yo no era el único que llevaba únicamente zapatos. Recuerdo a uno en particular; estaba apoyado contra una columna y escrutaba a todos los transeúntes con una fría mirada. Sólo llevaba zapatillas y un brazal con las letras VIG, y jugueteaba con una metralleta Owens. Vi a tres más como él; me alegré de llevar mis pantalones cortos en la mano.
Pocas mujeres circulaban desnudas por completo pero, con sus sujetadores y bragas translúcidos, parecía que lo estuvieran. Una larva no hubiera podido esconderse debajo. Por lo demás, la mayoría de ellas hubieran estado más presentables con una túnica; al menos ésa fue mi primera impresión, si bien no tardó en disiparse. Uno se habituaba en seguida a la fealdad de los cuerpos, y no les prestaba mayor atención que a los vehículos que circulaban. Parecía ocurrirles lo mismo a todos los viandantes, los cuales, aparentemente, habían adquirido una total indiferencia. Después de todo, la piel no es otra cosa que piel.
Me llevaron de inmediato en presencia del Patrón. Éste alzó la vista hacia mí y gruñó:
— Te has retrasado.
— ¿Dónde está Mary? —inquirí.
— En la enfermería. La están curando mientras dicta su informe. Enséñame las manos.
— Muchas gracias, pero ya se las mostraré al médico —repliqué—. ¿Qué es lo que pasa?
— Si te molestases en oír las noticias de vez en cuando ya lo sabrías —refunfuñó.
24
Naturalmente que no habíamos visto ningún noticiario durante nuestra luna de miel, pues nos dedicamos exclusivamente a ser felices, mientras la guerra casi se perdía. Mi suposición de que los titanes podían fijarse sobre cualquier parte del cuerpo humano y seguir dominando a sus huéspedes había sido acertada. Fue demostrado de modo experimental antes incluso de que Mary y yo saliéramos hacia las montañas; lo que ocurre es que no tuve conocimiento del informe. El Patrón debía de estar al corriente; por lo menos lo estaban el Presidente y los demás peces gordos.
Así es como el decreto Baño de Sol reemplazó al de Espaldas Desnudas, y todos aceptaron dócilmente el traje de Adán.
Al menos eso es lo que debería haber ocurrido.
El asunto seguía siendo «secretísimo» cuando tuvo lugar el motín de Scranton. No sé la razón; nuestro gobierno ha adquirido el hábito de considerar secreto todo lo que los omniscientes políticos y burócratas creen que no somos aún lo bastante mayores para saber. Una trasnochada forma de paternalismo. El motín de Scranton era más que suficiente para convencer a todo el mundo de que las babosas andaban sueltas en la zona verde, pero no bastó para implantar el decreto Baño de Sol.
La falsa alarma antiaérea de la costa oriental tuvo lugar, según mis cálculos, el tercer día de nuestra luna de miel; después se tardó algún tiempo en comprender lo que había pasado, aunque era evidente que la iluminación no podía fallar por accidente en tantos refugios a la vez. Me horroriza pensar en ello…; todas aquellas gentes acurrucadas en las tinieblas, esperando el fin de la alarma, mientras los traidores se movían entre ellos, colocándoles babosas. En algunos refugios, el reclutamiento fue del cien por cien.
Ello provocó más algaradas en los días siguientes, y nos hallamos completamente inmersos en el período del terror. Técnicamente, el principio de la actuación de los vigilantes tuvo lugar la primera vez que un ciudadano desesperado, Maurice T. Kaufman, de Albany, descargó su pistola contra un policía, el sargento Malcolm McDonald. Kaufman caía muerto medio segundo después, y McDonald no tardaba en seguirle, despedazado por la multitud juntamente con su amo titán. Pero, en realidad, los vigilantes no empezaron a actuar hasta que los jefes de manzana organizaron de algún modo el movimiento.
Estos jefes de manzana, por el hecho de hallarse en su puesto, por encima del nivel del suelo, durante las falsas alarmas aéreas, habían escapado, en su mayoría, a la encerrona; pero sentían su responsabilidad en juego. No es que todos los vigilantes fuesen jefes de manzana, pero si se veía a un hombre robusto, desnudo pero armado hasta los dientes, paseando por la calle, era probable que llevase un brazal de jefe u otro que ostentase las letras VIG. Tanto en un caso como en otro, se podía tener por seguro que dispararía inmediatamente contra cualquier bulto sospechoso en un cuerpo humano; primero disparaba, y después investigaba.
Mientras me curaban las manos me pusieron al corriente de los últimos acontecimientos. El doctor me administró una pequeña dosis de píldoras extratemporales, y pasé ese tiempo —subjetivo, unos tres días; objetivo, menos de una hora— estudiando los mapas y los registros estereoscópicos a través de un proyector acelerado. Este artefacto nunca se ha ofrecido al público, aunque se usa clandestinamente en algunas universidades en época de exámenes. Se ajusta su velocidad al tiempo subjetivo, y un transformador sónico permite hacer las palabras audibles. Fatiga mucho los ojos, pero es una gran ayuda.
Costaba creer que hubiesen ocurrido tantas cosas. Los perros, por ejemplo. Un vigilante que viese a uno de ellos lo mataba inmediatamente, aunque no llevase una babosa, porque era casi seguro que llevaría una antes de la mañana siguiente, que atacaría a un hombre y que el titán cambiaría de montura en la oscuridad.
¡Qué mundo tan perro aquel, en que no se podía confiar en los perros! Al parecer, los gatos no eran casi nunca utilizados; el pobre Pirata constituyó una excepción. Pero en la zona verde raramente se veían ahora perros durante el día. Se escabullían de la zona roja por la noche. Recorrían grandes distancias en la oscuridad y se ocultaban al amanecer. A veces se les veía por la costa. Era algo que recordaba las viejas leyendas sobre los licántropos.
Examiné docenas de mensajes que nos habían llegado de la zona roja. Podían dividirse en tres grupos, según el tiempo: los pertenecientes al período de la mascarada, cuando las babosas continuaban efectuando emisiones «normales»; un breve período de contrapropaganda durante el cual habían tratado de convencer a los ciudadanos de la zona verde de que el gobierno se había vuelto loco, y el período actual, en que se había prescindido de todos los disimulos.
Según el doctor Mcllvaine, los titanes no poseen una cultura propia; incluso en eso son parasitarios, limitándose a adoptar la cultura que encuentran. Tal vez llega demasiado lejos en su hipótesis, pero eso es lo que hicieron en la zona roja. Las babosas se veían obligadas a mantener la actividad económica básica de sus víctimas, puesto que se hubieran muerto de hambre lo mismo que sus víctimas. Continuaron aquella economía con variaciones nada agradables —por ejemplo, alimentar con enfermos y jubilados las fábricas de abono—; pero en general los granjeros siguieron siendo granjeros, los mecánicos, mecánicos, y los banqueros, banqueros. Esto último parece una estupidez, pero los expertos arguyen que una economía basada en la división del trabajo requiere una contabilidad.
Pero ¿por qué continuaron las diversiones? ¿Es universal el deseo de divertirse? Lo que seleccionaron de las ideas humanas acerca de lo divertido, e incluso lo que «mejoraron», no habla muy bien de nosotros, aunque algunas de las variantes que introdujeron pueden tener su mérito, como aquella artimaña que idearon en la plaza de toros de México, por ejemplo, consistente en dar al toro las mismas posibilidades que al matador.
Sin embargo, la mayoría de esas «dimensiones» me dan náuseas, y no quiero insistir en ellas. Yo soy uno de los pocos que vio incluso transcripciones sobre esos horrores; claro que las vi profesionalmente. Espero que Mary no tenga que ver tales cosas, pero ella nunca lo diría aunque las viese.
Una de las cosas que vi en las transcripciones era tan ultrajante, tan vergonzosa que casi no me atrevo a mencionarlo, aunque siento que debo hacerlo. Había algunos hombres y mujeres, muy pocos, entre los esclavos; seres humanos (si podía llamárseles así) sin babosas sobre ellos, es decir traidores, renegados…
Siento un profundo odio por las babosas, pero entre una babosa y uno de estos renegados, mataría antes al hombre.
Perdíamos terreno por todas partes; nuestros métodos sólo eran efectivos para detener su avance, y aun en esto no lo eran del todo. Para combatirlos directamente hubiéramos tenido que bombardear nuestras propias ciudades, sin tener siquiera la certeza de que matábamos a las larvas. Nos hacía falta un arma que matase a las larvas y respetase a los hombres, o algo que dejase a éstos inconscientes o sin fuerza, pero con vida, con lo que nos permitiría rescatarlos. Esta arma no existía, aunque los hombres de ciencia trabajaban activamente para resolver el problema. Un gas somnífero hubiera sido perfecto, pero podemos considerarnos afortunados de que no se conociese un gas de ese tipo antes de la invasión, o las babosas lo hubieran usado contra nosotros. Es preciso recordar que las babosas tenían a su disposición la mitad, o más, del potencial militar de Estados Unidos.
Iban a darnos jaque mate…, y además tenían el tiempo de su parte. Había locos que pretendían lanzar la bomba de hidrógeno para borrar del mapa las ciudades del valle del Mississippi, lo cual era como curar un cáncer de lengua utilizando el expeditivo método de cortar la cabeza del paciente, pero estas descabelladas ideas no prosperaban debido a la oposición de aquellos que no habían visto nunca una babosa, por lo que no creían en ellas y decían que todo aquello era una tiránica invención de Washington. Esta segunda clase de personas cada día era menos abundante, no porque variasen de opinión, sino porque los vigilantes se daban buena maña en cazarlos.
Después había la mente acomodaticia, el hombre «razonable», que era partidario de negociar; creía que podríamos entendernos con los titanes. Un comité formado por personas de esta opinión, que constituía una delegación de la junta del partido de la oposición del Congreso, trató de imponer su punto de vista. Saltándose el Departamento de Estado, se pusieron en contacto con el gobernador de Missouri a través de un enlace establecido en la zona ámbar, y se les aseguró que serían conducidos con todas las garantías de seguridad y amparados en la inmunidad diplomática —eran garantías de titanes, pero las aceptaron—. Fueron a San Luis… y ya no volvieron. Enviaron algunos mensajes; yo vi uno de ellos, una encendida arenga que terminaba con estas palabras: «¡Venid todos; el agua es excelente!»
¿Se sabe de alguna res que haya firmado un tratado con un matarife?
Norteamérica seguía siendo el único centro de infección conocido. La única decisión adoptada por las Naciones Unidas, además de poner a nuestra disposición las estaciones espaciales, fue trasladarse a Ginebra. Tras una votación de la que se abstuvieron veintitrés países, se definió nuestro caso como «desorden civil», y se invitó a todos los países miembros a prestar la ayuda que creyesen conveniente a los legítimos gobiernos de Estados Unidos, México y Canadá.
Continuó siendo una guerra sorda y silenciosa, en que las batallas se perdían antes de que nosotros supiésemos que se habían entablado. Las armas corrientes resultaban de muy poca utilidad como no fuese para ejercer acciones de policía en la zona ámbar, que constituía ahora una doble tierra de nadie desde los bosques canadienses hasta los desiertos mexicanos. Durante el día estaba abandonada, recorriéndola únicamente nuestras patrullas. Por la noche se retiraban nuestros exploradores y la cruzaban los perros… y otras cosas.
Sólo se utilizó una bomba atómica durante toda la guerra, y fue contra un platillo volante que aterrizó cerca de San Francisco, al sur de Burlingame. Su destrucción estaba dentro de las normas de la guerra, pero esas normas estaban sujetas a críticas; hubiera sido mejor capturar a las larvas para efectuar un estudio de ellas. Sin embargo, mis simpatías estaban del lado de los que primero querían disparar y después estudiar.
Cuando la dosis de píldoras extratemporales fue dejando de producir sus efectos en mí, yo tenía una imagen de Estados Unidos que ni siquiera hubiera podido imaginar cuando me hallaba en Kansas City; un país bajo el reinado del terror. El amigo podía matar al amigo; la esposa denunciar al marido. El rumor de la presencia de un titán reunía de inmediato a una multitud donde fuese, dispuesta al linchamiento. Llamar a una puerta por la noche equivalía a invitar a un disparo a través de ella. Las gentes honradas se quedaban en casa; de noche, los perros eran los únicos amos de la calle. El hecho de que la mayoría de rumores que corrían acerca del hallazgo de larvas fuesen totalmente faltos de fundamento, no los hacía por eso menos peligrosos. No era el exhibicionismo lo que obligaba a tantas personas a preferir el traje de Adán a las sumarias prendas que permitía el decreto Baño de Sol; incluso la más reducida pieza de vestir atraía una segunda mirada dubitativa, una sospecha que podía decidirse de una manera demasiado expeditiva. La armadura que cubría la cabeza y espalda fue arrinconada; las larvas la habían imitado y la utilizaron inmediatamente. Y hubo también el caso de una muchacha de Seattle que llevaba por todo vestido unas sandalias y un enorme bolso; un vigilante, que al parecer tenía el olfato muy fino para descubrir al enemigo, la siguió y advirtió que nunca soltaba el bolso de la mano derecha, ni siquiera cuando lo abría para pagar algo.
La joven sobrevivió porque él se contentó con seccionarle la mano a la altura del puño, y sin duda le proporcionarían otra; había miembros de repuesto más que suficientes. La larva aún vivía cuando el vigilante abrió el bolso, pero no lo estuvo por mucho tiempo.
La droga había cesado de actuar cuando vi la bobina relativa a ese incidente. Le hablé de ello a la enfermera.
— No se inquiete —me respondió—. No sirve de nada. Y ahora, doble los dedos de la mano derecha, haga el favor.
Obedecí, y ella ayudó al doctor a pulverizar piel sintética sobre mis manos.
— Utilice guantes para realizar cualquier trabajo manual —me recomendó el doctor—, y vuelva la semana que viene.
Le di las gracias y me dirigí a la oficina de operaciones. Había intentado ver a Mary, pero se hallaba muy ocupada en la sección de maquillaje.
25
¿Cómo tienes las manos? —me preguntó el Patrón.
— Bien por ahora. Me han puesto piel artificial, y la llevaré una semana. Mañana me injertarán el trozo de oreja que perdí.
Él pareció molesto.
— No habrá tiempo para que arraigue el injerto; en la sección de maquillaje te pondrán una prótesis.
— ¡Qué más da la oreja! —le dije—. No vale la pena que me coloquen una falsa. ¿Es preciso que me disfrace?
— No exactamente. Ahora que estás al corriente de todo, dime: ¿qué piensas de la situación?
— No es muy halagüeña —tuve que confesar—. Todo el mundo recela del que tiene al lado. Es como si estuviéramos en la Unión Soviética.
— Así es. Y ya que hablamos de ella; ¿tú qué crees, que sería más fácil penetrar y mantener vigilancia en la Unión Soviética o en la zona roja? ¿Qué preferirías tú?
Le miré con suspicacia.
— ¿Qué trampa es ésta? Usted nunca ha permitido a sus hombres escoger las misiones.
— Te he pedido tu opinión profesional.
— Verá…, no poseo datos suficientes. ¿Han invadido la Unión Soviética los titanes?
— Eso es precisamente lo que tenemos que saber.
Ahora comprendía lo que Mary había querido decir al hablar de que los agentes secretos no deberían casarse.
— En esta época del año preferiría entrar por Cantón. A menos que usted haya planeado un descenso en paracaídas.
— ¿Qué te hace pensar que quiero que vayas allí? —me preguntó—. Podemos saberlo más fácil y rápidamente en la misma zona roja.
— ¿Cómo?
— Si sólo existe infección en nuestro continente los titanes de la zona roja tienen que saberlo. No hay necesidad de dar la vuelta al mundo para descubrirlo.
Deseché los planes que había estado formando, y en los que sería un mercader hindú que viajaría en compañía de su esposa, y pensé en lo que él acababa de decir. No era imposible…
— ¿Cómo diablos puede penetrarse ahora en la zona roja? —pregunté—. ¿Quiere usted que lleve una falsa babosa de plástico sobre los hombros? Me descubrirían la primera vez que quisiesen celebrar una conferencia directa.
— No seas derrotista. Ya han ido a ella cuatro agentes.
— ¿Y han vuelto?
— Sinceramente…, no.
— ¿Cree entonces que debo solventar yo esa reducción de personal?
— Creo que esos agentes usaron tácticas equivocadas…
— ¡Evidentemente!
— El truco consiste en convencerles de que eres un renegado. ¿Qué te parece? ¿Se te ocurre alguna idea?
Las ideas que se me ocurrían eran demasiado violentas para expresarlas. Finalmente estallé:
— ¿No podría empezar por algo más fácil? Podría personificar a un chulo panameño, por ejemplo, o a un estrangulados Tengo que ambientarme…
— Sin embargo, no es nada del otro jueves —repuso—. Tal vez haya dificultades prácticas, pero…
— ¡Vamos, hombre!
— Pero tú eres el único que puede hacerlo. Los conoces mejor que ninguno de mis agentes. Salvo esa pequeña quemadura de los dedos, imagino que ya estarás restablecido. Aunque también podríamos lanzarte en paracaídas sobre Moscú para que examinases las cosas sobre el terreno. Medítalo, pero sin ponerte nervioso. Aún tenemos uno o dos días.
— Gracias. Muy amable. —Varié de tema—. ¿Qué planes tiene para Mary?
— ¿Por qué no te preocupas sólo por tus asuntos?
— Es que da la casualidad de que es mi mujer.
— Ya lo sé.
— ¡Vaya, es el colmo! ¿Y ni siquiera va a felicitarme?—Me parece —dijo lentamente— que ya has tenido toda la suerte que le está reservada al hombre aquí abajo. De todos modos, te doy mi bendición.
— Ah… Bueno, gracias.
Soy algo tardo de comprensión. Hasta aquel momento no se me había ocurrido que el Patrón pudiese tener algo que ver con la coincidencia del permiso de Mary y del mío, que tan conveniente resultó para ambos. Dije:
— Oiga, papá…
— ¿Eh?
Era la segunda vez en un mes que le llamaba así, y eso le hizo ponerse a la defensiva.
— Usted siempre ha querido que me casara con Mary, ¿verdad? Lo arregló todo para lograrlo.
— No digas tonterías, hijo. Creo en la existencia del libre albedrío, y en la libre elección. Hace tiempo que los dos necesitabais un permiso…; lo demás ha sido accidental.
— No sé, no tengo mucha fe en el azar cuando usted tiene algo que ver. En fin, ¡qué más da! No puedo quejarme. Y ahora, con respecto a esta misión, necesito un poco de tiempo para reflexionar. De paso, iré a que me pongan una oreja de goma en la sección de maquillaje.
26
Se decidió por fin intentar entrar en la zona roja. Los analistas nos habían comunicado que yo no tenía la menor probabilidad de hacerme pasar por un renegado. La cuestión esencial consistía en saber cómo se convierte uno en renegado y qué es lo que hace que confíen en él los titanes. La respuesta era evidente; un titán conoce la mente de su huésped. Si al adueñarse de la mente de un hombre, sabe que éste es un traidor por naturaleza, entonces puede convenir a los propósitos de la babosa permitirle que siga existiendo como renegado en vez de como víctima. Pero primero la babosa tenía que sondear la vileza del alma de aquel hombre y asegurarse de su profundidad. Llegamos a esta conclusión por necesidad lógica. Lógica humana, claro; pero también tenía que ser lógica de babosa, pues encajaba en lo que las babosas podían o no podían hacer. Por lo que a mí se refiere, no me era posible, ni siquiera bajo la más profunda hipnosis, hacerme pasar por un renegado. Eso es lo que dijeron los psiquiatras, y yo me limité a decir «amén».
Puede parecer ilógico que los titanes quisieran liberar a una de sus víctimas, aunque supiesen que podían confiar en ellas. Sin embargo, con los renegados las babosas disponían de un ejército de quintacolumnistas de toda confianza. «De toda confianza» no es la expresión adecuada, pero es que no existen palabras para describir esa forma de villanía. Que en la zona verde estaban penetrando renegados era ya seguro, pero a veces es difícil distinguir a un quintacolumnista de un cabeza dura; eso hacía que fuese muy difícil descubrirlos.
Hice los preparativos para mi misión. Sometido a hipnosis, repasé las lenguas que me harían falta, sin olvidar el último vocabulario de moda; me proveyeron de una personalidad y me entregaron mucho dinero. Mi equipo de transmisión era de un nuevo modelo, verdaderamente precioso, un aparatito de microondas, y con la batería tan bien protegida que ni siquiera podría ser detectado por un contador Geiger.
Cuando me lanzara en paracaídas sería detectado por su radar, pero lo haría protegiéndome con una pantalla antirradar que volvería locos a sus técnicos. Una vez dentro, tenía que enterarme de si la URSS estaba también infestada de babosas, y después dictar un informe a cualquiera de las estaciones espaciales que estuviesen a la vista. A través de un cálculo aproximado, claro; yo soy incapaz de descubrir a simple vista una estación espacial, y me cuesta mucho creer a aquellos que dicen poder hacerlo. Una vez hecho mi informe, era libre de cabalgar, caminar, arrastrarme o escabullirme de allí como pudiese.
Pero nunca tuve oportunidad de poner en práctica este plan tan cuidadosamente preparado, porque se produjo el aterrizaje del platillo de Pass Christian.
Era el tercero que era visto después de tomar tierra. El platillo de Grinnell fue ocultado por las babosas, y el de Burlingame no era más que un recuerdo radiactivo. Pero el platillo de Pass Christian fue localizado en su curso espacial y luego en el suelo.
Lo descubrió la Estación Espacial Alfa, que lo registró como «un meteorito extremadamente grande». Esta equivocación se debió a su extraordinaria velocidad. Sesenta y tantos años atrás, el primitivo radar había localizado platillos muchas veces, especialmente cuando se desplazaban a velocidades atmosféricas explorando nuestro planeta. Pero nuestro moderno radar ha sido «mejorado» hasta tal punto que los platillos no pueden ser vistos; nuestros instrumentos están demasiado especializados. Los bloques de control de tráfico sólo detectan el tráfico atmosférico; el sistema de radar que forma una cortina de defensa y de control del fuego sólo ve aquello que tiene que ver. La pantalla fina abarca desde velocidades atmosféricas hasta proyectiles orbitales que recorren ocho kilómetros por segundo; la pantalla más gruesa sobrepasa a la fina, pues empieza a la más baja velocidad de proyectiles, subiendo hasta los dieciséis kilómetros por segundo.
Hay otras selectivas, pero ninguna de ellas es capaz de registrar objetos cuyas velocidades sean superiores a los dieciséis kilómetros por segundo, con la única excepción del radar para meteoritos usado en las estaciones espaciales, y que no tiene aplicación militar. Por consiguiente, «el bólido gigante» no se asoció a los platillos volantes hasta mucho después.
Pero el platillo de Pass Christian fue visto cuando aterrizaba. El crucero sumergible de las Naciones Unidas Robert Fulton, patrullando la zona roja después de partir de su base en Mobile, se hallaba a dieciséis kilómetros río adentro, a la altura de Gulfport, con sólo sus receptores emergiendo, cuando aterrizó el platillo. La nave espacial apareció en la pantalla del crucero cuando su velocidad descendió de la que empleaba en el espacio interplanetario (alrededor de ochenta y cinco kilómetros por segundo según la estación espacial) a una velocidad susceptible de ser registrada por el radar del crucero.
Salió de la nada, frenó hasta cero y desapareció, pero el operador consiguió determinar el lugar donde cayó, a unos cuantos kilómetros del navío, en la costa del Mississippi. El capitán del crucero estaba desconcertado. La trayectoria que habían trazado no podía ser la de un avión; éstos no deceleran a cincuenta gravedades. No se le ocurrió que la gravedad tal vez no tenía ninguna importancia para una babosa. Acercó su barco a la orilla con el fin de investigar lo que había ocurrido.
Su primer despacho decía:
Nave del espacio aterriza en playa al oeste de Pass Christian, Mississippi. Y el segundo: Fuerza DE DESEMBARCO SE DIRIGE A LA PLAYA PARA CAPTURARLA.
De no haber estado yo en las oficinas de la Sección preparándome para ser lanzado en paracaídas, tal vez me hubieran dejado fuera de la partida. Pero mi teléfono sonó; sobresaltado, di un golpe con la cabeza en el aparato de observación y lancé un juramento. El Patrón me dijo:
— Ven inmediatamente. ¡Date prisa!
Se repetía la acción que habíamos emprendido tantas semanas atrás —¿o eran años?— el Patrón, Mary y yo. Nos dirigíamos en el autoavión hacia el sur a la máxima velocidad, cuando el Patrón finalmente nos dijo la razón de la llamada.
Cuando hubo terminado, observé:
— ¿Pero por qué vamos el grupo familiar? Lo que usted necesita es una división entera aerotransportada.
— Ya la encontraremos allí —me respondió, sombrío. Luego su rostro se contrajo con su vieja y perversa sonrisa—. ¿Por qué te preocupas? Es una nueva salida de los Cavanaugh. ¿Eh, Mary? Yo gruñí:
— Si ahora resulta que tenemos que volver a hacer el papel de hermanitos, será mejor que se busque otro agente.
— Basta con que la protejas contra los perros y los extraños malintencionados —dijo, con calma—. Y al hablar de perros y de extraños, empleo las palabras adecuadas. Quizá se trate de la batalla definitiva, hijo.
Entró en la cabina del piloto, cerró la puerta tras de sí y se concentró en el estereófono. Yo me volví hacia Mary, quien se apretó contra mí, diciendo:
— ¿Qué tal, hermanito?
Le rodeé la cintura con mi brazo.
— Si vuelves a llamarme así, alguien que conozco va a recibir unos buenos azotes.
27
Fueron nuestros propios soldados los que casi nos abaten. Pero afortunadamente, vinieron a darnos escolta dos aviones de la escuadrilla de los «Ángeles Negros», los cuales nos condujeron al avión insignia, desde donde el mariscal del Aire Rexton seguía el desarrollo de la acción. El avión insignia reguló su velocidad con respecto a la nuestra, y nos hizo pasar a bordo realizando un rizo, maniobra que me disgustó bastante.
Rexton hubiera deseado enviarnos a casa de una patada en el trasero, pero aún no ha nacido el hombre capaz de hacerle tal cosa al Patrón. Finalmente nos dejaron en tierra, y yo introduje nuestro autoavión en la carretera del dique que corría al oeste de Pass Christian…, medio muerto de miedo, debería añadir; el fuego antiaéreo nos obligó a descender más de prisa. A nuestro alrededor se luchaba, pero había una curiosa calma cerca del lugar donde se hallaba el platillo.
La nave extraterrestre nos dominaba con su masa, a menos de cincuenta metros delante de nosotros. Era tan impresionante y terrible como la imitación de plástico y tablones de Iowa había sido ridícula. Era un disco de gran tamaño, inclinado ligeramente hacia nosotros; se había enterrado algo en una de las viejas mansiones colocadas sobre altos pilares que se extienden a lo largo de aquella costa. El platillo estaba soportado en parte por las ruinas de la casa y por el grueso tronco de un árbol que le había dado sombra.
La posición ladeada de la nave nos permitía ver su superficie y lo que seguramente era su escotilla, un hemisferio metálico de unos dos metros y medio de diámetro, colocado en su centro. Este hemisferio se hallaba levantado unos dos metros sobre el cuerpo de la nave. Yo no podía ver lo que lo sostenía en esa posición, pero imaginé que debía de haber un eje o un émbolo central; salía como una válvula tubular. Era fácil ver por qué el platillo no había vuelto a cerrarse de nuevo para despegar; la escotilla estaba atascada, y se mantenía forzosamente abierta gracias a una «tortuga de arena», uno de esos pequeños tanques anfibios que formaban parte de las fuerzas de desembarco del Fulton.
Deseo dejar constancia de los tripulantes del tanque: el alférez Gilbert Galhoun, de Knoxville; el mecánico de segunda Florent Berzowski y un artillero llamado Booker T. W. Johnson. Por supuesto, todos habían muerto antes de que llegásemos allí.
Cuando el autoavión tocó tierra, se vio rodeado por un destacamento de desembarco al mando de un muchacho de mejillas sonrosadas que parecía ansioso por disparar contra el primero que se le pusiese a tiro. Su ímpetu se moderó cuando echó una mirada a Mary, pero siguió negándose terminantemente a que nos aproximásemos al platillo hasta que hubo celebrado consulta con su superior inmediato, el cual, a su vez, consultó al capitán del Fulton. La respuesta tardó relativamente poco en llegar, considerando que lo más probable era que hubiesen pedido informes a Washington.
Mientras esperábamos, me dediqué a contemplar la batalla, sintiéndome muy contento de no tomar parte en ella. Muchos serían heridos, y muchos lo habían sido ya. Junto al autoavión aparecía el cadáver de un muchacho que no aparentaba más de catorce años. Sujetaba un bazuca, y sobre sus espaldas se veía la marca del titán. Me pregunté si la babosa había conseguido huir arrastrándose y ahora estaba muriendo, o si tal vez había pasado al hombre que atravesó con su bayoneta al muchacho.
Mary se fue hacia el lado del oeste, por la carretera, acompañada por el joven y amable oficial, mientras yo me dedicaba a examinar el cadáver. La idea de que por aquellos alrededores pudiese hallarse una babosa viva hizo que corriese apresuradamente tras ella.
— Vuelve en seguida al autoavión —le dije.
Ella continuó mirando hacia el oeste, sin moverse de la carretera.
— Me gustaría disparar un par de tiros —me respondió, con ojos brillantes.
— Aquí está segura —me aseguró el muchacho—. Los tenemos a raya allá abajo, en la carretera. Yo hice como que no le oía.
— Escucha, vampiresa sanguinaria —rezongué—, vuelve al coche antes de que te rompa un hueso.
— Sí, Sam.
Dando media vuelta, me obedeció al punto.
Yo miré al joven lobo de mar.
— ¿Qué está usted mirando? —le pregunté.
Aquel lugar olía a babosa, y la espera me estaba poniendo nervioso.
— Nada —me respondió, mirándome de pies a cabeza—. En la región donde he nacido no hablamos a las señoras de ese modo.
— Entonces, ¿por qué demonios no se vuelve allí? —le respondí, alejándome.
El Patrón no se veía por parte alguna; aquello no me gustaba.
Una ambulancia que venía del oeste se posó junto a mí.
— ¿Está abierta la carretera a Pascagoula? —me preguntó el piloto.
El río Pascagoula, situado a cincuenta kilómetros al este del lugar donde había aterrizado el platillo, se encontraba en la frontera de la zona ámbar; la ciudad de este nombre estaba al este de la desembocadura del río, ya en la zona verde, mientras que a unos cien kilómetros al oeste de donde estábamos nosotros, sobre la misma carretera, estaba Nueva Orleáns, la mayor concentración de titanes al sur de San Luis. La oposición que encontrábamos venía de Nueva Orleáns, mientras que nuestra base más próxima estaba en Mobile.
— No puedo decírselo —le respondí.
Se mordió los nudillos.
— Bien, intentaré pasar; tal vez tenga que volverme.
Sus turbinas zumbaron y se alejó. Yo continué buscando al Patrón.
Aunque la batalla terrestre se había desplazado, los combates aéreos se desarrollaban sobre nuestras cabezas. Yo contemplaba las estelas de vapor tratando de adivinar quiénes eran unos y quiénes eran otros y cómo podían distinguirse entre ellos, cuando un gran transporte entró en mi campo de visión, frenó bruscamente y comenzó a lanzar paracaidistas. Volví a preguntarme a favor de quién estarían; estaban demasiado lejos para decir si llevaban babosas o no. De todos modos, el aparato venía del este. Distinguí al Patrón conversando con el comandante de las fuerzas de desembarco. Me acerqué a él y le interrumpí:
— Tenemos que irnos, Patrón. Nos tirarán la bomba atómica en cualquier momento.
— Tranquilícese —me dijo el comandante suavemente—, esa concentración ni siquiera merece que gastemos una bomba de mano.
Estaba a punto de preguntarle con aspereza si sabía con exactitud cuál era la fuerza de las babosas, cuando el Patrón me interrumpió.
— El comandante tiene razón, hijo. —Me tomó del brazo y me condujo junto al autoavión—. Tiene razón, pero no por lo que él se figura.
— ¿Eh?
— ¿Por qué no hemos bombardeado las ciudades que están en su poder? No quieren que esa nave sufra daño; quieren recobrarla intacta. Anda, no dejes sola a Mary. Tienes que protegerla contra perros y extraños, ¿recuerdas?
Yo me callé, nada convencido. Esperaba ser detectado por un contador Geiger en cualquier momento. Las babosas luchaban como gallos de pelea, quizá porque no eran realmente seres individuales. ¿Por qué tenían que mostrar más cautela ante lo que le pudiese ocurrir a una de sus naves? Era posible que prefiriesen evitar que le pusiésemos las manos encima a salvarla.
Acabábamos de llegar junto al autoavión y de cambiar unas palabras con Mary, cuando el rubicundo guardiamarina apareció trotando. Saludó al Patrón y dijo:
— El comandante dice que podrá mostrarle lo que usted quería, señor… ¡Por fin!
Por sus maneras colegí que la respuesta de Washington había llegado escrita en letras de fuego y acompañada por reprimendas y reverencias.
— Gracias —dijo el Patrón, con mansedumbre—. Sólo deseamos inspeccionar la nave capturada.
— Sí, señor. Sígame, señor.
Fue él, sin embargo, quien nos siguió, pues tuvo cierta dificultad en decidirse entre escoltar al Patrón o a Mary. Y venció esta última. Yo fui tras ellos, con la mente alerta y tratando de ignorar la presencia del mozalbete. El paisaje de aquella costa, en los lugares donde no ha sido convertida en jardines, es prácticamente el de una selva; el platillo saltó por encima de una extensión recubierta de matorrales, y el Patrón trató de adelantar camino metiéndose por ella. El muchacho le dijo:
— Tenga cuidado, señor. Mire donde pone los pies.
Yo pregunté:
— ¿Larvas, acaso?
Él denegó con la cabeza:
— Serpientes coral.
En aquel momento, y tal como estaban las cosas, una serpiente venenosa me hubiera parecido tan agradable como una abeja melífera, pero debí de prestar atención a su advertencia, porque estaba mirando al suelo cuando ocurrió lo siguiente:
Primero oí un grito. Después, un tigre de Bengala se abalanzó sobre nosotros.
Probablemente Mary fue la primera en disparar. Yo lo hice al mismo tiempo que el joven oficial; tal vez un poco antes. El Patrón fue el último en disparar. Entre todos dejamos tan destrozado al felino que desde luego quedó inútil para hacer con su piel una alfombra. Sin embargo, la larva que transportaba seguía incólume; la dejé frita con mi segunda andanada. El joven miró al tigre sin dar muestras de sorpresa.
— Me imaginaba que ya habíamos limpiado el país de toda esa ralea —dijo.
— ¿Qué quiere decir?
— Me refiero a uno de los primeros transportes que enviaron. Parecía el Arca de Noé. Disparábamos contra toda especie de animales, desde gorilas hasta osos polares. Dígame, ¿ha visto venir contra usted a un búfalo africano a todo galope?
— No, ni tengo el menor deseo de verlo.
— Peor eran los perros. Si le digo la verdad, esos animales son bastante estúpidos.
Y contempló a la larva sin la menor emoción.
Nos alejamos de allí a toda prisa, llegando ante la nave de los titanes, cuya vista, en lugar de calmarme, me puso aún más nervioso. Y sin embargo, el aspecto de aquella nave no ofrecía nada de particularmente terrorífico.
Pero tenía algo. A pesar de ser un objeto construido, uno sabía, aunque no se lo dijesen, que no era obra del hombre. ¿Por qué? Lo ignoro. Su superficie parecía un espejo pulido, sin ninguna marca en ella, nada que se pareciera a una marca o señal; no había modo de decir cómo habían sido ensambladas sus partes. Era tan liso y bruñido como un bloque de mármol.
Era incapaz de decir de qué estaba hecho. ¿De metal? Desde luego, tenía que ser metal. ¿Pero lo era? Suponía que estaría muy frío, o bien que tal vez conservaría aún el intenso calor del aterrizaje. Lo toqué y no estaba ni frío ni caliente. Advertí entonces otro detalle: una nave de aquel tamaño, al aterrizar a gran velocidad, debiera haber arrasado dos hectáreas de terreno. No existía área arrasada; los helechos y la maleza que rodeaban la nave estaban verdes y lozanos.
Subimos hasta la especie de escotilla que se encontraba en la parte superior del artefacto. Su borde estaba abatido sobre el pequeño tanque anfibio; el blindaje del tanque estaba aplastado, tal como se aplasta una caja de cartón con la mano. Esas «tortugas de arena» han sido construidas para sumergirse hasta ciento cincuenta metros de profundidad bajo la superficie del agua; por lo tanto, son muy resistentes.
Supongo que ésta también lo sería. La especie de parasol que formaba la escotilla de la nave la había deteriorado seriamente, pero la escotilla no se cerró. Por otra parte, el metal o el material desconocido que formaba la puerta de la nave espacial no mostraba ninguna señal del choque con el tanque.
El Patrón se volvió hacia mí.
— Tú espera aquí con Mary.
— Supongo que no entrará usted ahí dentro solo.
— Sí. Tal vez tengamos poco tiempo.
El mozalbete intervino:
— Yo le acompaño, señor. Son órdenes del comandante.
— De acuerdo —convino el Patrón—. Vamos, pues.
Atisbo por el borde de la escotilla, se arrodilló luego y se deslizó en el interior apoyándose en sus manos y seguido por el muchacho. Yo me sentía muy inquieto por la suerte que pudiera correr, pero no deseaba presentar objeciones.
Ambos desaparecieron por el agujero. Mary se volvió hacia mí y dijo:
— Sam, esto no me gusta. Tengo miedo.
Aquello me sorprendió. Yo también tenía miedo, pero no suponía que ella lo tuviese.
— No te preocupes. Yo te protejo.
— ¿Tenemos que quedarnos aquí? Creo que él no lo ha dicho.
Consideré esa observación.
— Si quieres volver al autoavión, te acompañaré.
— Bueno, no, Sam. Creo que es mejor que nos quedemos. Acércate más a mí.
Mary estaba temblando. No sé cuánto tiempo transcurrió antes de que asomasen ambos sus cabezas por el borde. El joven saltó al exterior y el Patrón le ordenó que montas guardia.
— Venid —nos dijo—, no hay peligro…, creo.
— Cómo no va a haberlo —le repliqué, pero le obedecí, porque Mary ya se había puesto en movimiento.
El Patrón la ayudó a bajar.
— Cuidado con la cabeza —nos dijo—. El paso es muy bajo.
Resulta una perogrullada afirmar que las razas no humanas producen obras no humanas, pero lo cierto es que muy pocos seres humanos han tenido ocasión de visitar un laberinto venusiano, y aún son menos los que han contemplado las ruinas marcianas; y yo no era uno de esos pocos privilegiados. No sé exactamente qué esperaba encontrar. En su superficie, el interior del platillo no era demasiado sorprendente, pero resultaba muy extraño. Había sido concebido por cerebros no humanos, que no se basaban en ideas humanas al construir, cerebros que nunca habían oído hablar del ángulo recto y de la línea recta, o que los consideraban innecesarios o indeseables.
Nos hallábamos en una pequeña cámara oblonga, desde la cual nos arrastramos siguiendo un tubo de poco más de un metro de diámetro, un tubo que parecía hundirse serpenteando hacia las profundidades de la nave y cuya superficie brillaba con una luz rojiza.
El tubo se ramificaba como una arteria y allí encontramos por primera vez a un titán andrógino. Aquel ser yacía de espaldas, como un niño dormido, con la cabeza descansando sobre su babosa como sobre una almohada. Su boca, semejante a un diminuto capullo, parecía sonreír débilmente; de momento no comprendí que estaba muerto.
A primera vista, las semejanzas entre los habitantes de Titán y nosotros son más notorias que las diferencias; marcamos fuertemente aquello que esperamos ver en lo que vemos. La linda boquita, por ejemplo. ¿Cómo podía yo saber que era solamente un órgano para la respiración?
Pero a pesar de las casuales semejanzas de sus cuatro miembros y una protuberancia parecida a una cabeza, nos parecemos menos a ellos que una rana a una vaca. Sin embargo, el efecto general que producen es agradable, y débilmente humano. Me recordaban a los elfos; los elfos de las lunas de Saturno.
Al apercibirme de la presencia de la pequeña criatura, eché mano a mi pistola. El viejo se volvió hacia mí, diciendo:—Calma, calma, muchacho. Está muerto. Todos están muertos, asfixiados en oxígeno cuando el tanque obstruyó la escotilla de cierre.
— Quiero abrasar a la babosa —insistí—. Aún puede estar viva.
No se hallaba cubierta por el caparazón que últimamente solíamos encontrar, sino que estaba desnuda y fea.
Se encogió de hombros.
— Allá tú. No creo que te haga ningún daño. Esa babosa no puede vivir sobre un ser que respire oxígeno.
Se arrastró por encima del pequeño cuerpo, quitándome la oportunidad de disparar que deseaba. Mary no se apartó, pero se arrimó a mí y su respiración era anhelosa, casi sollozante. El Patrón se detuvo y dijo pacientemente:
— ¿Vienes, Mary?
Ella pareció ahogarse, y luego abrió ansiosamente la boca.
— ¡Volvámonos! ¡Salgamos de aquí!
Yo dije:
— Mary tiene razón. Tres personas son poco para esto; es necesario un grupo provisto del equipo adecuado.
Él no me prestó ninguna atención.
— Hay que hacerlo, Mary. Tú lo sabes bien. Y tú tienes que ser quien lo haga.
— ¿Qué es lo que ella tiene que hacer? —pregunté, enojado.
Él volvió a ignorarme.
— ¿Vamos, Mary?
Ella hizo un tremendo esfuerzo, y apeló a todo su valor. Su respiración se hizo normal, sus descompuestas facciones se serenaron, y se arrastró por encima del cuerpecillo del elfo con su babosa, con la misma serenidad de una reina dirigiéndose al patíbulo. Yo me arrastré pesadamente en pos de ella, embarazado por mi pistola y tratando de no tocar el pequeño cadáver.
Llegamos por último a una gran cámara que muy bien pudiera haber sido la sala de control; en ella había numerosos cadáveres de los pequeños elfos. Su superficie interior mostraba diversas cavidades, y en ella aparecían luces mucho más brillantes que la iluminación rojiza anterior. Todo aquel lugar mostraba una especie de guirnaldas que encubrían algún proceso tan ininteligible para mí como las circunvoluciones de un cerebro. Me asediaba de nuevo el pensamiento —completamente equivocado— de que]a propia nave era un organismo vivo.
El Patrón no prestó atención a aquello, sino que siguió arrastrándose hacia el interior de otro tubo que brillaba como un rubí. Seguimos sus sinuosas vueltas y revueltas, hasta llegar a un lugar donde se ensanchaba hasta alcanzar más de dos metros de diámetro. El techo era lo bastante alto como para permitirnos estar de pie. Pero no fue eso lo que atrajo nuestra atención; las paredes del tubo ya no eran opacas.
A cada lado de nosotros, a través de las transparentes membranas, se veían miles y miles de larvas, nadando, flotando, retorciéndose en algún misterioso fluido que las sustentaba. Cada tanque tenía una luz interior y difusa propia, y mi vista alcanzaba hasta el fondo de la masa palpitante. Sentí deseos de gritar.
Seguía empuñando mi pistola. El Patrón puso su mano sobre ella.
— ¡Cuidado! —me advirtió—. No querrás que esto caiga sobre nosotros, ¿verdad? No saldríamos vivos de aquí.
Mary contemplaba aquel espectáculo con un rostro demasiado tranquilo. Dudo si llegaba a darse cuenta plenamente de lo que contemplábamos. La miré, contemplé de nuevo las paredes de aquel acuario de vampiros y dije:
— Salgamos ya, si podemos, y luego, que bombardeen esto hasta borrarlo de la existencia.
— No —repuso el Patrón, con extraordinaria calma—, aún hay más. Seguidme.
El tubo volvía a estrecharse y luego se ensanchaba; nos encontramos en una cámara algo más pequeña. Volvimos a ver muros transparentes; y tras ellos, nuevamente seres flotando.
Miré dos veces antes de dar crédito a lo que veía.
Flotando al otro lado de la pared, boca abajo, se veía el cuerpo de un hombre —un ser humano, un hombre nacido en la Tierra— de unos cuarenta a cincuenta años de edad. Tenía los brazos doblados sobre el pecho y las piernas encogidas.
Lo contemplé, pensando cosas terribles. No estaba solo; había otros cuerpos junto a él, de hombres y mujeres, pero fue él quien atrajo mis ávidas miradas. Estaba seguro de que estaba muerto; no se me ocurrió pensar lo contrario. Pero entonces vi moverse su boca…, y deseé que hubiese estado muerto.
Mary caminaba como una sonámbula, no, no exactamente como una sonámbula, sino preocupada y aturdida. Iba de una pared a otra, hundiendo su mirada en las inciertas profundidades, atestadas de cuerpos humanos. El Patrón no la perdía de vista.—¿Y bien, Mary? —preguntó suavemente.
— ¡No consigo descubrirlos! —dijo con voz desgarradora, sollozando como una chiquilla. Corrió hacia el otro lado.
El Patrón la sujetó por el brazo.
— No los buscas en el lugar adecuado —dijo con voz firme—. Vuelve a donde están. ¿Recuerdas?
La voz de Mary era un gemido.
— ¡No puedo recordar!
— Tienes que recordar. Eso es lo que puedes hacer por ellos. Tienes que volver a dónde están y buscarlos.
Mary cerró los ojos, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Respiraba afanosamente, como si se ahogase. Me interpuse entre ambos y dije:
— ¡Basta! ¿Qué le está usted haciendo?
— Vete, hijo —musitó roncamente—. No te metas en esto, no te metas…
Él me apartó de un empellón.
— Pero…
— ¡No! —Soltó a Mary y me condujo a la entrada—. Quédate aquí. Y si amas a tu esposa y odias a los titanes, no te metas en esto. No le haré daño alguno, te lo prometo.
— ¿Qué va usted a hacer?
Pero él ya se había alejado. Yo me quedé allí, a regañadientes, pero temeroso de meterme en lo que no sabía.
Mary se había dejado caer al suelo, y estaba agazapada como una niña, cubriéndose el rostro con las manos. El Patrón se arrodilló junto a ella y la tocó en un brazo.
— Vuelve —oí que le decía—. Vuelve en seguida a donde empezó todo.
Apenas pude percibir su respuesta.
— No…, no…
— ¿Cuántos años tenías? Cuando te encontraron, parecías tener unos siete u ocho años. ¿Fue antes de eso?
— Sí…, sí, fue antes de eso. —Rompió en sollozos y se desplomó sobre el suelo—. ¡Mamá, mamá!
— ¿Qué dice tu madre? —le preguntó él, suavemente.
— No dice nada. Me mira de un modo tan singular… Tiene algo sobre la espalda. ¡Tengo miedo, tengo miedo!
Yo corrí hacia ellos, agazapado para no golpear con mi cabeza en el techo bajo. Sin apartar su vista de Mary, el Patrón me indicó con un gesto que me alejase. Yo me detuve, vacilante.
— Vuelve —ordenó—. Adonde te he dicho. Esas palabras iban dirigidas a mí, y le obedecí…, pero Mary hizo lo propio.
— Había una nave —murmuró—, una gran nave resplandeciente…
Él dijo algo; pero yo no pude oír la respuesta de Mary. Permanecí quieto. A pesar de mis tumultuosas emociones, comprendía que algo importante sucedía, algo lo bastante importante como para absorber plenamente la atención del Patrón en presencia del enemigo.
Continuó hablando con voz acariciadora pero insistente. Mary se calmó, pareciendo hundirse en un letargo, pero oí como le respondía. A los pocos momentos hablaba con la monótona cantinela de las confesiones emocionales. Sólo alguna que otra vez él tuvo que apremiarla.
Oí que algo se arrastraba por el pasadizo que tenía a mis espaldas, me volví y saqué mi pistola, con la angustiosa sensación de que nos hallábamos atrapados. Casi disparé antes de ver que se trataba del joven oficial que habíamos dejado fuera.
— ¡Salgan! —dijo con voz apremiante.
Pasó junto a mí como penetrando en la cámara, y repitió la orden al Patrón.
Éste se mostró muy exasperado.
— Cállese y no me moleste —dijo.
— Tiene que hacerlo, señor —insistió el joven—. El comandante dice que deben salir en seguida. Estamos retrocediendo; el comandante cree que tendremos que usar la táctica de la tierra calcinada de un momento a otro. Si seguimos aquí dentro…, ¡bum! Eso es todo.
— Muy bien —respondió con calma el Patrón—. Vaya a decir a su comandante que tiene que resistir hasta que salgamos; poseo informaciones de una importancia vital. Hijo, ayúdame con Mary.
— Sí, de acuerdo, señor —convino el joven—. Pero dese prisa.
Y se alejó arrastrándose. Tomé en brazos a Mary y la llevé al lugar donde la cámara se estrechaba y se convertía en un tubo; parecía estar casi inconsciente. La dejé en el suelo.
— Tendremos que llevarla a rastras —dijo el Patrón—. Tardará en recuperar el conocimiento. Ven, deja que la cierna sobre tu espalda; podrás arrastrarte con ella.
No presté atención a esas palabras, limitándome a sacudir a mi esposa.
— ¡Mary! —grité—. ¡Mary! ¿Me oyes? Ella abrió los ojos. —Sí, Sam.
Y los cerró de nuevo. Volví a zarandearla. —¡Mary! ¡Mary!
— ¿Qué, querido? ¿Qué ocurre? Estoy tan cansada…
— Escucha, Mary, tenemos que salir arrastrándonos de aquí. Si no lo hacemos, las larvas nos atraparán. ¿No lo comprendes?
— Muy bien, querido.
Tenía los ojos abiertos, pero sin mostrar ninguna expresión en su mirada. La empujé hacia el tubo, y yo seguí tras ella. La levanté y la arrastré a través de la cámara de las larvas y también a través de la sala de control, si es que así podía llamarse.
Cuando llegamos al lugar donde el tubo estaba parcialmente obstruido por el elfo muerto, ella se detuvo; me deslicé junto a ella y metí el cadáver de la criatura en una ramificación lateral del tubo. No había la menor duda, esta vez, de que su babosa estaba muerta. Fue necesario que volviese a dar unos golpecitos cariñosos a Mary para que siguiese avanzando.
Después de la interminable pesadilla que representó arrastrarse por aquellos tubos, con los brazos y piernas pesados como el plomo, llegamos a la salida; el joven oficial nos esperaba allí y nos ayudó a subir a Mary, tirando de ella mientras el Patrón y yo la empujábamos desde abajo. Ayudé a subir al Patrón, luego me encaramé yo, y me hice cargo de mi esposa, que se hallaba al cuidado del muchacho. Había oscurecido casi del todo.
Regresamos pasando junto a la casa destruida, evitando los matorrales, y de allí nos dirigimos a la carretera. Nuestro autoavión ya no estaba allí. Nos hicieron subir apresuradamente a un tanque «tortuga de arena»; no había tiempo que perder, porque la línea de fuego estaba casi encima de nosotros. El comandante del tanque puso el aparato en marcha, y poco después el artefacto se hundía bajo las aguas. Transcurridos quince minutos, nos hallábamos a bordo del Fulton.
Y una hora más tarde desembarcábamos en Mobile. El Patrón y yo tomamos café y unos bocadillos en la sala de guardia del Fulton; algunos oficiales del cuerpo femenino se ocuparon de que no le faltase nada a Mary. Se nos unió cuando salíamos, y parecía tener un aspecto normal. Yo le pregunté:
— ¿Te encuentras bien, Mary? Ella sonrió.
— Claro que sí, querido. ¿Por qué no tendría que encontrarme bien?
Un avión de los comandos nos sacó de allí, bajo escolta. Supuse que nos llevaban a las oficinas de la Sección, o a Washington. El avión penetró en un hangar situado en la ladera de un monte con una maniobra perfecta e impecable de su piloto, imposible de realizar por ningún piloto civil; meterse en una cueva a gran velocidad, para frenar en un par de metros…
— ¿Dónde estamos? —pregunté.
El Patrón no respondió, limitándose a salir del aparato; Mary y yo lo seguimos. El hangar era pequeño, con espacio únicamente para una docena de aparatos, una plataforma de aterrizaje y una sola pista de lanzamiento. Los guardias nos acompañaron hacia una puerta que se abría en la roca viva; entramos y nos encontramos en una antesala. Un altavoz nos ordenó que nos despojásemos de nuestras ropas y demás efectos personales. Lamenté mucho tener que separarme de mi pistola y mi teléfono.
Seguimos avanzando hacia el interior de la fortaleza hasta que nos recibió un joven cuyo único indumento consistía en un brazal que ostentaba dos sardinetas y dos retortas entrecruzadas. Éste nos entregó a los cuidados de una joven cuyo brazal sólo ostentaba dos galones. Ambos se apercibieron de Mary, cada uno con las reacciones características de su sexo. Creo que la joven se sintió muy aliviada al entregarnos a la capitana que acudió a esperarnos.
— Recibimos su mensaje —dijo ésta—. El doctor Steelton está esperando.
— Gracias —repuso el Patrón—. ¿Dónde?
— Un momento —respondió ella. Dirigiéndose a Mary, le palpó el cabello—. Tenemos que asegurarnos —dijo en son de excusa. Aunque se hubiese apercibido que casi todo el cabello de Mary era postizo, no hizo el menor comentario—. Muy bien —decidió—, vengan.
Sus propios cabellos estaban cortados a lo garçon.
— De acuerdo —convino el Patrón—. No, hijo, tú no puedes pasar de aquí.
— ¿Por qué? —pregunté.
— Porque por poco echas a perder la primera prueba —respondió secamente—. Ahora, a callar.
La capitana dijo:—La sala de oficiales está al fondo del primer pasadizo hacia la izquierda. ¿Por qué no espera allí?
Así lo hice. Pasé por delante de una puerta que ostentaba el dibujo en rojo de una calavera con dos tibias cruzadas, y la inscripción:
atención, parásitos vivos, entrada prohibida salvo
AL PERSONAL DE SERVICIO. SÍGASE EL PROCEDIMIENTO «A».
Me guardé muy bien de contravenir aquella prohibición.
La sala de oficiales servía de alojamiento a tres o cuatro hombres y dos mujeres. Descubrí una silla vacía; me senté y me pregunté cómo se las componían allí para tomar unas copas. Al poco tiempo se me unió un sujeto corpulento que mostraba las insignias de coronel en un medallón que le pendía del cuello.
— ¿Es usted recién llegado? —me preguntó.
Le respondí afirmativamente.
— ¿Experto civil? —prosiguió.
— No sé qué quiere decir eso de «experto» —repuse—. Pertenezco al servicio de información.
— ¿Su nombre? Perdone mi indiscreción —dijo, excusándose—. Soy el oficial de seguridad de este lugar. Me llamo Kelly.
Le di el mío. Asintió.
— En realidad, ya le vi venir. Ahora, señor Nivens, ¿qué tal le vendría una copa?
Me puse en pie inmediatamente.
— Ya empezaba a preguntarme si tendría que asesinar a alguien para que me la diesen…
— Se habrá dado cuenta —me dijo Kelly más tarde— de que este lugar necesita tanto un oficial de seguridad como un caballo patines de ruedas. Deberíamos publicar nuestros resultados tan pronto como los obtenemos.
Comenté que sus opiniones no parecían las de un militar. Él soltó una carcajada.
— Créame, hijo, no todos los militares son así; sólo lo parecen.
Observé que el mariscal del Aire Rexton me produjo la impresión de ser un militar muy competente.
— ¿Le conoce usted? —me preguntó el coronel.
— No exactamente, pero mi trabajo me ha hecho coincidir con él en ocasiones. La última vez que le he visto, ha sido a primeras horas de hoy.
— Hum —observó el coronel—. Yo nunca he visto personalmente al mariscal. Se mueve usted en estratos muy elevados.
Le expliqué que era un simple azar, pero desde entonces me trató con mayores muestras de respeto. Se puso a hablar del trabajo que se efectuaba en el laboratorio.
— En la actualidad sabemos ya más acerca de esas terribles criaturas que el mismísimo diablo. Pero lo que no sabemos aún es cómo eliminarlas sin matar al mismo tiempo a sus portadores. Desde luego, si pudiésemos atraerlos con engaños y de uno en uno al interior de una habitación, para someterlos a la acción de anestésicos, podríamos salvar a esos desgraciados que son sus víctimas; pero si pudiéramos cogerlos de uno en uno, ya no habría problema. Yo no soy un hombre de ciencia; en el fondo, soy un policía, pero he hablado con los científicos de aquí. Ésta es una guerra biológica. Nos hace falta un bicho que pique al parásito y deje en paz a su víctima. No parece tan difícil, ¿verdad? Conocemos un centenar de enfermedades que matarían a las larvas: viruela, tifus, sífilis, encefalitis letárgica, el virus de Obermayer, peste, fiebre amarilla, etcétera. Todas esas enfermedades matarían al parásito.
— ¿No se podría emplear algo contra cuyos efectos las víctimas estuviesen inmunizadas? —pregunté—. Casi todo el mundo está vacunado contra las fiebres tifoideas y la viruela.
— No sirve de nada. Si el huésped está inmunizado, el parásito no está expuesto a la infección. Ahora que las larvas han desarrollado su defensa exterior, su víctima es su medio. No, necesitamos algo susceptible de infectar a la víctima y que mate a la larva, pero sin dar a aquélla más que una fiebre ligera.
Me disponía a responder cuando vi aparecer al Patrón en la puerta. Después de excusarme me dirigí a su encuentro.
— ¿Sobre qué te estaba interrogando Kelly? —me preguntó.
— No me estaba interrogando —respondí.
— Eso es lo que tú crees. ¿Sabes quién es ese Kelly?
— ¿Cómo voy a saberlo?
— Pues tendrías que saberlo, a pesar de que nunca deja que lo fotografíen. Se trata de B. J. Kelly, el mayor criminólogo de nuestro tiempo.
— ¿El famoso Kelly? No creía que estuviese en el ejército.
— Probablemente estaba en la reserva. Eso te dará idea de lo importante que es este laboratorio. Vamos.
— ¿Dónde está Mary?
— Ahora no puedes verla. Se está reponiendo.
— ¿Le han hecho daño?
— Te prometí que no se lo harían. Steelton es de los mejores en su clase. Pero tuvimos que profundizar mucho, contra una gran resistencia. Eso siempre es molesto para el sujeto.
Pensé en esas palabras.
— ¿Obtuvieron las informaciones que deseaban?
— Sí y no. Aún no hemos terminado.
— ¿Qué querían saber?
Caminábamos a lo largo de uno de los interminables pasadizos que abundaban en aquel lugar. Entramos en una pequeña oficina, y nos sentamos. El Patrón presionó un botón del comunicador de la mesa y dijo:
— Conferencia privada.
— Sí, señor —respondió una voz—. No la grabaremos.
Una luz verde apareció en el techo.
— No les creo —se quejó el Patrón—, pero así, al menos, quizá sea Kelly el único que se entere. Por lo que se refiere a lo que tú deseas saber, hijo mío, no estoy muy seguro de si te conviene saberlo. Estás casado con esa muchacha, pero no posees su alma, y esas informaciones vienen de un lugar tan profundo que incluso ella las ignoraba.
No dije nada; él prosiguió con voz que mostraba preocupación:
— Tal vez sería mejor decirte lo bastante para que comprendieses. De lo contrario la molestarías innecesariamente para descubrirlo, y no quiero que eso suceda. Podrías ponerla en una situación muy difícil. No creo que recuerde nada en absoluto; Steelton es un operador muy experimentado… Pero de todos modos tú podrías remover ese pozo oculto.
Efectuó una profunda inspiración.
— Eso tendrá que juzgarlo usted.
— Bien, te diré algunas cosas y responderé a tus preguntas, es decir a algunas de ellas, pero a cambio tienes que prometerme solemnemente no insistir a tu esposa para que te hable de ello. No posees la habilidad necesaria.
— Muy bien, señor, se lo prometo.
— Bien, pues; existía cierto grupo, una secta podríamos decir, que llegó a tener muy mala reputación.
— Ya lo sé; se refiere a los whitmanianos.
— ¿Eh? ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo Mary? No, no puede haber sido ella; ni siquiera ella lo sabía.
— No, no fue Mary. Yo mismo lo conjeturé.
Me miró con una expresión de respeto.
— Tal vez no he estimado tu inteligencia en lo que vale, hijo. Sí, en efecto, eran los whitmanianos. Mary era uno de ellos, por haber nacido en la Antártida.
— Espere un momento! —exclamé—. Partieron de la Antártida en… —los engranajes zumbaron y salió el número—, en mil novecientos setenta y cuatro.
— Eso mismo.
— ¡Pero si eso fuese cierto, Mary contaría ahora unos cuarenta años de edad!
— ¿Te importa mucho eso?
— Hombre, pues no, pero no puede tenerlos.
— Lo cierto es que los tiene, sin tenerlos. Cronológicamente tiene cuarenta años, pero biológicamente entre veinte y treinta. Y a nivel subjetivo es todavía más joven, puesto que no recuerda nada de su existencia anterior a mil novecientos noventa, más o menos.
— ¿Qué quiere decir? Que no recuerde nada, lo comprendo; no quiere acordarse de ese período. Pero, ¿qué significa el resto de su frase?
— Ni más ni menos que lo que he dicho. Si no tiene más edad de la que aparenta es porque… Escucha, ¿te acuerdas de ese lugar en el que empezó a volverle la memoria? Pues bien, ella pasó diez años o más con las funciones vitales suspendidas, en un tanque similar a los que había allí.
28
Al oír aquella revelación sentí una sacudida en todo mi ser. Pensé en mi adorada Mary flotando en aquella especie de útero artificial como si fuera un insecto conservado en formol. Aquello era superior a mis fuerzas.
— Tranquilo, hijo —oí decir al Patrón, como en sueños—. Ella está perfectamente.
— Continúe —murmuré.
La historia de Mary era muy sencilla, aunque misteriosa. La encontraron en las ciénagas próximas a Kaiserville, en el polo norte de Venus. No era más que una niñita que no sabía contar nada de sí misma y que sólo decía llamarse Allucquere. Nadie supo qué significaba aquel nombre, y una niña de la edad que aparentaba no podía ser asociada de ningún modo con la derrota de los whitmanianos; la nave que en 1980 arribó con suministros no encontró ya ningún superviviente de su colonia, llamada «Nueva Sión». Un período de diez años y más de trescientos kilómetros de jungla separaban a la niñita de Kaiserville de los iluminados colonos de Nueva Sión.
En 1990 constituía un hecho increíble el hallazgo de una criatura terrestre en Venus, pero no hubo nadie dotado de la necesaria curiosidad científica para investigar el asunto. Kaiserville era un villorrio constituido por mineros, ingenieros y empleados de la Sociedad de los Dos Planetas. El extenuante trabajo de sacar a paladas el fango radiactivo de los pantanos no dejaba muchas energías para dedicarse a la investigación.
La niña creció teniendo por únicos juguetes fichas de póker, y llamando a todas las mujeres «mamá» o «tía». Todos se acostumbraron a llamarla por el diminutivo de «Lucky». El Patrón no dijo quién la devolvió a la Tierra; la cuestión importante era saber dónde había estado desde el día en que Nueva Sión fue devorada por la jungla, y también qué había sido de la colonia. Pero el único recuerdo existente de los hechos estaba enterrado en la mente de Mary, sellado fuertemente por el terror y la desesperación.
Poco antes de 1980 —más o menos por la época en que llegaron las primeras informaciones sobre platillos volantes vistos en Siberia—, los titanes descubrieron la colonia de Nueva Sión. Si se sitúan los hechos un año saturnino antes que la invasión de la Tierra, las fechas coinciden. Probablemente, los titanes no esperaban encontrar seres humanos en Venus; es posible que explorasen ese planeta tal como habían venido explorando la Tierra durante mucho tiempo. O tal vez sabían lo que buscaban; no ignorábamos que habían raptado habitantes de la Tierra en los dos o tres siglos anteriores; tal vez capturaron a alguno cuyo cerebro les dijo dónde podrían encontrar Nueva Sión. Los oscuros recuerdos de Mary nada podían decirnos al respecto.
Mary asistió a la captura de la colonia, vio cómo sus padres se convertían en títeres que dejaron de interesarse por ella. Al parecer, ningún titán se apoderó de la niña, o tal vez la soltaron en seguida, pues debieron de considerar que aquella niña débil e ignorante no les era de ninguna utilidad. En todo caso, durante lo que a su mente infantil le parecía un espacio de tiempo interminable, la niña vagó en el más completo abandono, sin que nadie se ocupase de ella ni la molestase, teniendo que alimentarse de los restos arrojados al basurero. Las babosas se disponían a establecerse en Venus; sus principales esclavos eran los habitantes de ese planeta, y los miembros de la colonia constituían una excepción. Es seguro que Mary vio cómo colocaban a sus padres en la incubadora. ¿Para utilizarlos más tarde en la invasión de la Tierra? Es posible.
A su debido tiempo, también fue colocada en una incubadora. ¿En el interior de una nave titán? ¿En una base de Venus? Más probablemente esto último, porque cuando se despertó seguía aún en Venus. Hay muchas lagunas en su narración. ¿Eran idénticas las babosas que se apoderaron de los venusianos a aquellas que convirtieron en esclavos suyos a los miembros de la colonia terrestre? Es muy posible; tanto la Tierra como Venus se basan en la economía química del oxígeno y del carbono. Las babosas parecen poseer extraordinarias facultades proteicas, pero tienen que adaptarse a la bioquímica de sus víctimas. Si Venus hubiese poseído una economía química basada en el oxígeno y el silicio, como Marte en el flúor, el mismo tipo de parásito no se hubiera podido alimentar en ambas.
Pero el punto capital de la cuestión era la situación existente cuando Mary fue sacada de la incubadora artificial. La invasión que los titanes efectuaron en Venus fracasó, o estaba en vías de fracasar. Se apoderaron de ella tan pronto como la sacaron de la incubadora, pero Mary sobrevivió a la babosa que le tocó en suerte.
¿Por qué murieron las babosas? ¿Por qué fracasó la invasión de Venus? Hallar respuesta a estas preguntas era la causa de que el Patrón y el doctor Steelton hurgaran en el cerebro de Mary.
— ¿Eso es todo? —pregunté.
— ¿Y no es bastante? —respondió el Patrón.
— Plantea más preguntas que respuestas —rezongué.
— Aún hay muchas más cosas. Pero tú no eres ni un experto en Venus ni un psicólogo. Te he contado todo esto para que sepas por qué nos interesa sondear a Mary, y para que no le hagas preguntas a ese respecto. Sé bueno con ella, muchacho; ha tenido que soportar pruebas muy duras.
Hice caso omiso de ese consejo; no necesito que nadie me diga cómo tengo que comportarme con mi esposa.
— Lo que no entiendo es por qué relaciona usted a Mary con los platillos volantes. Ahora comprendo los motivos que le indujeron a hacer que nos acompañase en aquel primer viaje. Sí, tenía usted razón. ¿Pero por qué? Y no me responda con evasivas.
El Patrón dio muestras de sorpresa.
— ¿No has tenido nunca una intuición, hijo?
— ¡Claro que sí!
— Pues bien, dime: ¿qué es una intuición?
— ¿Eh? Pues la convicción de que una cosa es o no de una cierta manera, sin ninguna evidencia de ello.
— Yo diría que una intuición es el resultado de un razonamiento automático elaborado en el subconsciente con datos que uno mismo ignora poseer.
— Parece que me habla usted de una pelea de negros en un túnel a medianoche. Usted no tenía ningún dato. No me diga que su subconsciente trabaja con datos que tendrá la semana que viene.—Pero es que yo tenía datos.
— ¿Cómo?
— ¿Cuál es la última prueba que tiene que pasar un candidato a agente?
— La entrevista personal con usted.
— ¡No, no!
— Ah, sí, el análisis en trance.
Había olvidado el psicoanálisis hipnótico por la sencilla razón de que el sujeto nunca lo recuerda.
— ¿Quiere decir que fue entonces cuando obtuvo de la propia Mary esos datos? ¿No fue, pues, una intuición?
— Tengo que contradecirte nuevamente. Los datos que obtuve fueron escasísimos. Mary posee unas defensas muy fuertes. Y por lo que a mí respecta, olvidé lo poco que sabía. Pero sabía lo suficiente para comprender que Mary era el agente indicado para esta tarea. Luego volví a escuchar su declaración bajo hipnosis, que como sabes tenemos registrada; entonces comprendí que podía decirnos mucho más. Lo probamos, y no lo conseguimos. Pero yo seguía convencido de que podía decirnos más cosas.
Medité sobre ello.
— Estoy seguro de que le apretaría las tuercas para sonsacarla.
— Tuvimos que hacerlo. Soy el primero en lamentarlo.
— Ya. A propósito —añadí, al cabo de un momento—, ¿qué reveló mi declaración en trance?
— Sabes muy bien que no tienes derecho a preguntar eso.
— Me da lo mismo.
— De todos modos, aunque quisiera decírtelo, no podría. Jamás oí la grabación de tu prueba, hijo mío.
— ¿Qué?
— Confié esa tarea a mi ayudante. Me comunicó que no habías dicho nada que necesitase saber, por lo que nunca la escuché.
— ¿De verdad? En ese caso…, te lo agradezco.
Él emitió un confuso gruñido. Papá y yo siempre logramos intimidarnos el uno al otro.
29
Los titanes habían muerto a causa de una enfermedad contraída en Venus; de eso, al menos, creíamos estar seguros. Era muy poco probable que tuviéramos en mucho tiempo la oportunidad de recoger información directa, pues mientras el Patrón y yo hablábamos llegó un despacho informando que el platillo de Pass Christian había sido destruido con una bomba atómica, a fin de evitar que el enemigo lo capturase de nuevo. El Patrón hubiera deseado, sin embargo, apoderarse de los prisioneros humanos de la astronave, reanimarlos e interrogarlos.
Ya no valía la pena pensar en ello. La única respuesta posible a nuestras preguntas era la información' que pudiésemos extraer del cerebro de Mary. Si alguna infección propia de Venus era fatal para las babosas pero no para los seres humanos —por lo menos Mary había sobrevivido a ella—, no quedaba otra cosa que hacer que experimentarlas todas y determinar cuál era. ¡Bonita perspectiva! Era como examinar uno a uno los granos de arena de la playa. La lista de enfermedades peculiares de Venus que no son de fatales consecuencias sino tan sólo molestas es muy larga. Desde el punto de vista de un microbio venusiano, nosotros debíamos de constituir un terreno ingrato. Eso si un microbio de Venus tiene un punto de vista, lo que dudo, a pesar de las estúpidas ideas de Mcllvaine.
El problema aún se hacía más complicado por el hecho de que las enfermedades propias de Venus que se hallaban representadas en la Tierra, por medio de cultivos vivientes, eran de un número muy limitado. Tal omisión podía remediarse…, en un siglo o cosa así de exploraciones e investigaciones en un planeta extraño. Entretanto, en el aire empezaban a insinuarse los primeros fríos; el decreto Baño de Sol no podía seguir en vigor por mucho tiempo.
Tuvieron que volver allí donde creían que se hallaba la respuesta: el cerebro de Mary. Aquello no me agradaba en lo más mínimo, pero no podía hacer nada por evitarlo. Ella no parecía saber por qué le pedían que se sometiese, una y otra vez, a las sesiones de hipnosis. Parecía serena, pero el esfuerzo continuado dejaba sus huellas; profundas ojeras, un rostro demacrado. Finalmente, le dije al Patrón que aquello tenía que terminar.
— No digas tonterías, hijo.
— ¡Hablo seriamente! Si aún no han obtenido la información que desean, es que nunca la obtendrán.
— ¿Sabes el tiempo que requiere examinar todos los recuerdos de una persona, aun en el caso de que la búsqueda se limite a un período determinado? Pues exactamente tanto tiempo como ese mismo período. Lo que necesitamos, si existe, puede ser un detalle ínfimo.
— Si existe… —repetí—. Ni siquiera saben lo que es. Le prevengo: si Mary resulta afectada en sus facultades mentales después de esto, yo mismo me encargaré de romperle a usted la cara.
— Si no tenemos éxito —me respondió suavemente—, tú serás el primero en lamentarlo. ¿O es que acaso deseas tener hijos para que se conviertan en víctimas de los titanes?
Me mordí los labios.
— ¿Por qué no me envía a la Unión Soviética, en lugar de tenerme aquí?
— No. Te quiero aquí, al lado de Mary y manteniendo su moral, en lugar de actuar como un jovenzuelo irresponsable. Y además, no es necesario.
— ¿Qué ha pasado? ¿Ha informado algún otro agente?
— Si mostrases interés por las noticias, como corresponde a tu edad, ya lo sabrías.
Salí apresuradamente de la estancia y me puse al corriente de los últimos acontecimientos. No estaba enterado de las primeras noticias que llegaron acerca de la epidemia de peste, el acontecimiento más sensacional del siglo, o casi; la única epidemia de peste negra a gran escala desde el siglo XVII.
No podía comprenderlo. Estoy de acuerdo en que no todo funciona como debiera en la URSS, pero sus medidas de higiene pública eran excelentes; se basaban únicamente en las estadísticas, y no permitían ninguna negligencia. Es necesario que un país rebose de miseria para dar origen a una epidemia, que a lo largo de la historia han sido propagadas por las ratas, los piojos y las pulgas. Los burócratas soviéticos llegaron a limpiar China hasta tal punto que la peste bubónica y el tifus sólo aparecían allí muy raramente.
Pero ahora ambas epidemias se extendían a lo largo de todo el eje chino—ruso—siberiano, hasta tal punto que el gobierno se vio impotente para atajarlas y se requirió la ayuda de las Naciones Unidas. ¿Qué había pasado?
Traté de reunir las piezas del rompecabezas, y cuando lo hube conseguido volví a hablar con el Patrón.
— Oiga, jefe, ¿en la Unión Soviética había titanes?
— Sí.
— ¿Ve usted? Pues hay que darse mucha prisa, o de lo contrario todo el Valle del Mississippi se convertirá en una sucursal de Asia. Sólo un ratoncito.
Los titanes no se preocupaban por la higiene. Dudo que nadie se hubiese bañado desde la frontera canadiense hasta Nueva Orleáns desde que las larvas renunciaron a mantener la ficción. Piojos, pulgas…
— También podríamos bombardearlas, si eso es lo único que podemos hacer. Es el método más seguro de eliminarlas.
— Desde luego —suspiró el Patrón—. Tal vez es la mejor solución. La única que nos queda. Pero tú sabes que no la utilizaremos. Mientras exista una posibilidad, seguiremos intentando otras cosas.
Reflexioné sobre todo esto con la cabeza despejada. Nos hallábamos inmersos en una nueva carrera contra reloj. Al parecer, los titanes eran demasiado estúpidos para mantener a sus esclavos en buen estado de salud. Ésa era quizá la razón de que se desplazaran de un planeta a otro, porque corrompían todo lo que tocaban. Al cabo de cierto tiempo, sus huéspedes morían, y les era preciso buscar otros nuevos.
Pero todo esto no eran más que hipótesis. De una cosa podíamos tener la seguridad: la zona roja sería devastada por la peste si no encontrábamos un modo de destruir las babosas, y sin tardanza. Tomé una decisión que me rondaba por la cabeza desde hacía cierto tiempo: asistir de grado o por fuerza a una de esas famosas sesiones de análisis hipnótico. Si los recuerdos inconscientes de Mary contenían algún detalle que pudiera sernos de utilidad para exterminar a las larvas, tal vez yo pudiera descubrirlo donde los demás habían fracasado. De todos modos, estaba decidido a imponerme, tanto si a Steelton y al Patrón les gustaba como si no. Ya estaba cansado de que me tratasen como a una mezcla de príncipe consorte y niño impertinente.
30
Mary y yo nos alojábamos en un cuchitril destinado a una sola persona; estábamos tan estrechos como sardinas en lata, pero nos daba lo mismo. A la mañana siguiente, me desperté yo antes y, como de costumbre, lo primero que hice fue comprobar que ninguna larva se hubiese apoderado de mi esposa durante la noche. En ese momento, ella abrió los ojos y me sonrió con aire soñoliento.
— Vuélvete a dormir —le ordené.
— Prefiero levantarme.
— Mary, ¿sabes cuánto dura el período de incubación de la peste bubónica?
— No. ¿Por qué lo preguntas? Vaya, tienes un ojo un poco más oscuro que el otro.
— No seas niña y escucha. Anoche estuve en la biblioteca del laboratorio haciendo algunos números. Según mis cálculos, las babosas se instalaron en la Unión Soviética tres meses antes, por lo menos, de invadir América.
— Sí, naturalmente.
— ¿Lo sabías? ¿Por qué no lo dijiste?
— Nadie me lo preguntó.
— Bueno… Levantémonos; estoy hambriento.
Antes de salir dije:
— ¿El juego de las adivinanzas será a la hora de costumbre?
— Sí.
— Mary, nunca me hablas acerca de lo que te preguntan.
Ella pareció sorprendida.
— Te aseguro que después no lo recuerdo.
— Es lo que me suponía. Un profundo trance hipnótico seguido de la orden de olvidarlo todo, ¿eh?—Eso debe de ser.
— Hum, pues habrá algunos cambios. Hoy tengo la intención de acompañarte.
Todo lo que ella dijo, fue: —Sí, querido.
Se reunieron como siempre en la oficina del doctor Steelton. Estaban presentes este último, el Patrón, un tal coronel Gibsy, jefe de Estado Mayor, un teniente coronel y bastantes sargentos—técnicos y ayudantes. En el ejército hace falta un equipo de ocho hombres para ayudar a sonarse a un jefecillo.
El Patrón enarcó las cejas cuando me vio, pero no pronunció palabra. Un sargento trató de detenerme.
— Buenos días, señora Nivens —dijo, dirigiéndose a Mary, y añadió—: No le tengo a usted en la lista.
— Me he puesto yo mismo en ella —declaré, y apartándole a un lado, seguí mi camino.
El coronel Gibsy me miró con ferocidad y, volviéndose al Patrón, carraspeó enojado. Los restantes se mostraban impasibles, excepto un sargento con faldas que no pudo evitar reírse.
El Patrón dijo a Gibsy:
— Un momento, coronel.
Y se acercó renqueando hacia mí. En una voz que sólo yo pude oír, me dijo: — Hijo, recuerda lo que me prometiste.
— Retiro mi promesa. Usted no puede arrancar una promesa a un hombre en asuntos que conciernen a su esposa.
— Tú no tienes nada que hacer aquí, hijo. No entiendes en estos asuntos. Te lo pido por Mary: vete.
Hasta aquel momento no se me había ocurrido poner en tela de juicio el derecho que tenía el Patrón a estar allí presente, pero casi sin darme cuenta dije:
— Es usted quien no tiene nada que hacer aquí. No es usted un psicoanalista. Así es que márchese.
El Patrón miró a Mary. El rostro de ésta era impasible. El Patrón dijo lentamente:
— Te atreves a ponerte gallito, ¿eh, hijo?
Yo respondí:
— Es mi esposa la víctima de estos experimentos; desde este momento soy yo quien manda aquí.
El coronel Gibsy saltó:
— Oiga, joven, ¿es que ha perdido usted el juicio? Yo respondí:
— ¿Qué títulos posee usted? ¿Es acaso médico psicoanalista?
— Parece usted olvidar que está en una zona militar.
— ¡Pero usted olvida que mi esposa y yo no somos militares! —Y añadí—: Sígueme, Mary. Nos vamos.
— Sí, Sam.
— Comunicaré a las oficinas dónde tienen que enviarnos la correspondencia —le dije al Patrón.
Me dirigí a la puerta, seguido de Mary.
El Patrón dijo:
— Sólo un momento. Te lo pido como un favor personal. —Yo me detuve, y él prosiguió, dirigiéndose a Gibsy—: Coronel, ¿quiere salir un momento conmigo? Quiero hablar con usted en privado.
El coronel Gibsy me dirigió una mirada propia del presidente de un tribunal militar, pero salió. Todos esperamos. Los jóvenes ayudantes continuaban mostrando un rostro impasible, el teniente coronel parecía trastornado, la sargento, a punto de estallar. Steelton era el único que no mostraba la menor preocupación. Sacó unos papeles de su cesto y empezó a trabajar tranquilamente.
Diez o quince minutos después entró un sargento.
— Doctor Steelton, el coronel dice que prosigan.
— Muy bien, sargento —respondió el interpelado, y luego me miró y dijo:
— Pasemos a la sala de operaciones.
Yo dije:
— No tan de prisa. ¿Quiénes son ésos? Él, por ejemplo —e indiqué al teniente coronel.
— El doctor Hazelhurst. Estuvo dos años en Venus.
— De acuerdo, que se quede.
Observé con el rabillo del ojo la irónica sonrisa de la sargento y dije:
— ¿Qué pinta usted aquí, pequeña?
— ¿Quién, yo? Ah, soy una especie de… carabina. — Ya me encargaré yo de eso. No nos hace falta. Ahora, doctor, le ruego que seleccione únicamente aquellas personas que le hagan falta.
— Con mucho gusto.
Resultó que en realidad el único necesario era el doctor Hazelhurst. Entramos Mary, yo y los dos especialistas.
En la sala de operaciones se veía un diván de psiquiatra rodeado de sillas. El doble objetivo de una cámara tridimensional asomaba sobre la cabecera. Mary se acomodó en el diván, recostándose en él; el doctor Steelton tomó una jeringa hipodérmica.
— Trataremos de seguir donde quedamos la última vez, señora Nivens.
Yo interrumpí:
— Un momento. ¿Tienen grabaciones de las pruebas anteriores?
— Pues no faltaba más.
— Primero quiero oírlas. Tengo que ponerme al corriente.
Él vaciló para responder finalmente:
— Como usted quiera. Señora Nivens, le sugiero que espere en mi oficina. ¿O tal vez prefiere que la llame más tarde?
Era probable que mi choque con el Patrón hubiese despertado en mí el espíritu de contradicción.
— Primero habría que averiguar si ella quiere irse.
Steelton pareció muy sorprendido.
— No sabe usted lo que dice. Estas grabaciones causarían una enorme impresión en su esposa, una impresión tal vez perjudicial.
Hazelhurst echó también su cuarto a espadas:
— Creo que pueden ponerse muchas objeciones a sus procedimientos terapéuticos, joven.
Yo respondí:
— Aquí no se trata de procedimientos terapéuticos, y ustedes lo saben. Si su objeto hubiese sido terapéutico, hubieran usado técnicas mnemotécnicas eidéticas en lugar de drogas.
Steelton parecía consternado.
— No disponíamos de tiempo. Tuvimos que usar métodos algo brutales en vistas a obtener un pronto resultado. No creo que sea prudente permitir que el sujeto de las pruebas las oiga.
Hazelhurst intervino nuevamente:
— Estoy de acuerdo con usted, doctor.
Yo no pude contenerme por más tiempo, y estallé:
— Maldita sea, nadie se lo pidió a ustedes y no tienen la menor autoridad para hacerlo. Esas grabaciones fueron arrancadas al cerebro de mi esposa y pertenecen únicamente a ella. Ya estoy cansado de personas como ustedes, que asumen el papel de dioses. Eso no me gusta en una babosa, y menos aún en un ser humano. Que sea ella misma quien tome la decisión. A ver, ¡pregúntenselo!
Steelton dijo:—Señora Nivens, ¿le gustaría ver las cintas que hemos impresionado con usted?
Mary respondió:
— Sí, doctor, me gustaría muchísimo.
Él pareció sorprendido.
— ¡Oh, qué raro! ¿Quiere verlas a solas?
— Las veré en compañía de mi marido. Usted y el doctor Hazelhurst pueden quedarse si lo desean.
Se quedaron, claro. Trajeron un montón de bobinas, cada una de las cuales mostraba una etiqueta con una fecha y una edad. Hubiéramos tardado horas en examinar todas las grabaciones, así es que descarté las que concernían a la vida de Mary después de 1991, pues poca luz podían aportar a la resolución del problema.
Empezamos con los primeros años de su vida. Cada proyección empezaba con el sujeto —o sea Mary— debatiéndose, haciendo muecas y luchando como hacen todas las personas cuando son obligadas a seguir un rastro en su memoria que preferirían no evocar; luego venía la reconstrucción, ya sea con su propia voz o con la de otros. Lo que más me sorprendió fue el rostro de Mary en el tanque de vida suspendida. Aumentamos las dimensiones de la proyección hasta tal punto que la imagen estereoscópica se hallaba prácticamente al alcance de nuestra mano, y podíamos seguir sus menores expresiones.
Primero su rostro se mostró como el de una niñita. Sus facciones seguían siendo las de un adulto, desde luego, pero yo sabía que contemplaba a mi esposa tal como debía de haber sido cuando era muy pequeña. Aquello me hizo anhelar tener una hija.
Luego su expresión cambió, para asumir la de otros personajes que iban apareciendo en sus recuerdos. Era como contemplar un imitador increíblemente hábil.
Mary demostraba mucha calma, pero su mano buscó la mía. Cuando llegamos a la terrible parte en que sus padres cambiaron, dejando de ser sus padres para convertirse en los esclavos de las babosas, me sujetó fuertemente los dedos. Pero no perdió el dominio de sí misma.
Dejé a un lado las bobinas marcadas con la indicación «período de funciones vitales en suspenso», y pasé a las que se ocupaban de su rescate en los pantanos.
Una cosa podía afirmarse: Mary se había visto poseída de Una babosa tan pronto como fue reanimada. Su muerta expresión era la de una persona poseída por una babosa, que no se preocupa ya por mantener la farsa; las estereoscopias procedentes de la zona roja mostraban centenares de caras como aquella. Sus recuerdos de aquel período ofrecían un vacío que lo confirmaba.
Luego, y de un modo brusco y repentino, dejó de estar dominada por un titán para convertirse de nuevo en una niña macilenta y asustada. Sus recuerdos tenían algo delirante, pero por último oímos una nueva voz clara y distinta: «¡Que me ahorquen. Pete! Mira… ¡es una niña!» Otra voz respondía: «¿Está viva?» Y la primera, a su vez: «No lo sé».
Aquella grabación nos llevó a Kaiserville, haciéndonos asistir a su restablecimiento y ofreciéndonos muchas otras voces y recuerdos; de pronto terminó.
— Sugiero —dijo el doctor Steelton cuando sacó la bobina del proyector— que pasemos otra del mismo período. Son todas ligeramente diferentes, y este período es la clave de toda la cuestión.
— ¿Por qué, doctor? —inquirió Mary.
— ¿Eh? Claro que no es necesario si usted no lo quiere, pero este período es el que nos interesa más. Tenemos que reconstruir la historia y saber por qué murieron los parásitos, qué les ocurrió, en suma. Si pudiésemos saber lo que causó la muerte al titán que se apoderó de usted antes de que la encontrasen, qué fue lo que le mató dejándola a usted viva, tendríamos el arma que nos hace falta.
— ¿Pero acaso no lo saben? —preguntó Mary, muy sorprendida.
— Todavía no, pero lo sabremos. La memoria humana es un registro sorprendentemente fiel y completo.
— Pues yo creía que lo sabían. Fue la «fiebre de nueve días».
— ¿Qué?
Hazelhurst saltó materialmente de su silla.
— ¿No pueden ustedes verlo por mi cara? La facies es muy característica. Cuidé muchos casos de esta fiebre en Kaiserville, porque yo ya la había tenido una vez y estaba inmune.
Steelton exclamó:
— ¿Qué le parece, doctor? ¿Conoce usted casos de esta fiebre?
— ¿Casos? No; cuando tuvo lugar la segunda expedición ya poseíamos la vacuna. Conozco sus características clínicas, eso sí.
— ¿Pero qué puede usted decirnos después de ver esta proyección?—Verá —dijo Hazelhurst, prudentemente—: yo diría que lo que hemos visto parece estar relacionado con ello, pero no es concluyente.
— ¿Cómo no va a ser concluyente? —dijo Mary, con aspereza—. Ya le he dicho que era «fiebre de nueve días».
— Tenemos que asegurarnos —dijo Steelton en son de excusa.
— ¿Y cómo tienen que hacerlo? Es algo incuestionable. Me dijeron que yo tenía esa enfermedad cuando Pete y Frisco me encontraron. Cuidé después otros casos y nunca volví a recaer. Recuerdo muy bien sus caras cuando estaban a punto de morir; como la que yo mostraba en la pantalla. Todos los que han contemplado un caso no pueden confundirse. ¿Qué más quieren? ¿Letras de fuego en el cielo?
Nunca había visto a Mary tan próxima a perder los estribos, excepto en una ocasión. Dije para mí: «¡Cuidado, caballeros, que la señora no está para bromas!»
Steelton dijo:
— No pongo en duda sus palabras, señora. Creíamos que no tenía recuerdos conscientes de este período, y mi propio examen lo ha confirmado. Pero habla usted como si los tuviese.
Mary pareció sorprendida.
— Ahora lo recuerdo muy claramente. No he pensado en ello durante muchos años.
— Creo que lo comprendo. —Se volvió hacia Hazelhurst—. Diga, doctor, ¿tenemos un cultivo de esa infección? ¿Han hecho algo a ese respecto sus muchachos?
Hazelhurst parecía anonadado.
— ¿Algo? ¡Claro que no! Eso está fuera de toda discusión… ¡Fiebre de nueve días! También podíamos emplear poliomielitis…, o tifus. ¡Sería como si usase un hacha para cortar un padrastro!
Toqué a Mary en el brazo.
— Vámonos, querida. Creo que ya hemos hecho todo el daño que hemos podido.
Ella estaba temblando, y tenía los ojos llenos de lágrimas. La conduje a la cantina para administrarle una medicación sistemática a base de alcohol añejo.
Más tarde, hice acostar a Mary para que descabezara un sueñecito y yo me senté junto a ella hasta que se quedó dormida. Luego fui a ver a mi padre en la oficina que le habían asignado.—¡Hola! —dije.
Él me consideró de pies a cabeza.
— Bueno, Elisée, ya me he enterado de que diste en el blanco.
— Prefiero que me llamen Sam —respondí.
— Muy bien, Sam. El éxito es la única excusa que tienes; sin embargo, el blanco es pequeño de una manera decepcionante. Fiebre de nueve días… No me extraña que las babosas muriesen, y la colonia también. No veo cómo podremos utilizarla. No podemos esperar que todo el mundo tenga la indomable voluntad de vivir de Mary.
Le comprendí muy bien; aquella fiebre causaba un noventa y ocho por ciento de mortalidad entre los habitantes de la Tierra no inmunizados. Entre los vacunados la mortalidad era de cero, y eso no contaba. Necesitábamos un bacilo que sólo produjese una ligera indisposición en el hombre, pero que causase la muerte a la babosa.
— No veo que eso importe —señalé—. Es casi seguro que tendremos una epidemia de tifus o de peste, o ambas a la vez, en el valle del Mississippi, en las próximas seis semanas.
— O tal vez las babosas han aprendido la lección de Asia y empiezan a tomar ya drásticas medidas sanitarias —me replicó.
Esa idea me sorprendió tanto que casi no me di cuenta de lo que dijo a continuación, que fue lo siguiente:
— No, Sam, tendrás que imaginar otro plan mejor.
— ¿Yo? Yo no soy el Patrón.
— Hasta hoy, no; pero a partir de ahora lo serás.
— ¿Cómo? ¿Qué diablos está diciendo? Yo no estoy encargado de nada, y no quiero estarlo. Usted sigue siendo el jefe.
Él movió la cabeza:
— El jefe es aquel que da órdenes y hace que se cumplan. Los títulos e insignias vienen después. Dime, ¿crees que Oldfield podrá jamás reemplazarme?
Yo moví negativamente la cabeza; el primer ayudante de mi padre pertenecía al tipo ejecutivo; era un brazo, no un cerebro.
— Nunca te he ascendido —prosiguió—, porque sabía que cuando llegase el momento ascenderías por ti mismo. Es lo que has hecho ahora, contradiciendo mi opinión en una cuestión importante, imponiéndome la tuya, y resultando a fin de cuentas que tenías razón.
— ¡Qué diablos! —Me enojé tanto que me vi obligado a encontrar una salida—. Nunca se les ocurrió a ustedes, grandes cerebros, que dejaban de consultar al único y verdadero experto de Venus que tenían a mano… Me refiero a Mary, por supuesto. Pero yo no esperaba descubrir nada; tuve únicamente mucha suerte.
Él volvió a mover la cabeza.
— No creo en la suerte, Sam. La suerte es la denominación que emplean los mediocres para calificar las acciones de los genios.
Puse mis manos sobre la mesa y me incliné hacia él.
— De acuerdo, soy un genio, pues…, pero no admito que quieran ahora cargarme el mochuelo. Cuando esto haya terminado, Mary y yo nos iremos a vivir a las montañas para criar niños y gatos. No tengo la menor intención de dirigir a un grupo de tarugos.
Él sonrió con ternura.
— De modo que no me interesa en absoluto su puesto. ¿Me ha entendido?
— Eso es lo que el diablo le dijo a Dios, después de que éste lo destronara. No hagas un mundo de esto, Sam. De momento, seguiré conservando el título. En el ínterin, ¿cuáles son sus planes, señor?
31
El Patrón hablaba en serio. Me esforcé en hacerle comprender mi punto de vista pero no conseguí nada. Una conferencia de alto nivel fue convocada aquella misma tarde. Me lo comunicaron, pero no quise ir. A poco de comenzar, un cortés oficial femenino vino a decirme que el comandante me estaba esperando y que hiciese el favor de acompañarla.
Fui a la conferencia, pues, y traté de mantenerme al margen de la discusión. Pero mi padre tiene un modo muy especial de dirigir una reunión, aunque no esté en la presidencia de la misma. Simplemente, se dedica a mirar con un semblante lleno de expectación a aquel que desea oír. Es una treta muy hábil, pues los reunidos no se dan cuenta de que los lleva por donde quiere.
Pero yo sí lo sabía. Cuando las miradas de todos los presentes convergen sobre uno, resulta más fácil expresar una opinión que mantenerse callado. Particularmente cuando uno se da cuenta de que tiene opiniones, como en mi caso.
Todos se lamentaban y rezongaban a causa de la imposibilidad de utilizar la fiebre de nueve días. Admitían que podía matar a las babosas, e incluso a los venusianos, que sobrevivían después de ser partidos en dos. Pero era la muerte segura para los seres humanos; para casi todos ellos, por lo menos, aunque yo estuviese casado con una superviviente. De siete a diez días después del contagio, morían sin remedio.
— ¿Decía usted, señor Nivens?
Era el comandante en jefe, que se dirigía a mí. Yo no había dicho nada, pero papaíto no me quitaba los ojos de encima, esperando que hablase.
— Creo que en esta reunión se han hecho excesivas manifestaciones de pesimismo —dije—, y se han expresado muchas opiniones basadas tan sólo en presunciones, que puede resultar que no sean ciertas.
— ¿Por ejemplo?
Yo no podía presentar ningún ejemplo; me había marcado un farol.
— Verá, se han referido ustedes constantemente a la fiebre de nueve días como si esos nueve días fuesen algo irrebatible. Pero no lo son.
El comandante hizo un gesto de impaciencia.
— Es el promedio; suele durar nueve días.
— Sí, pero ¿cómo saben que dura también nueve días… para una babosa?
Por el murmullo con que fueron recibidas mis palabras, comprendí que había vuelto a dar en el blanco.
Se me invitó a decir por qué creía que la fiebre podía tener una duración diferente en las babosas, y qué importancia tenía este hecho. Yo me lie la manta a la cabeza y seguí:
— Por lo que se refiere a la primera cuestión —dije—, en el único caso que conocemos la babosa murió en mucho menos de nueve días. Aquellos de entre ustedes que han oído las grabaciones de mi esposa, y creo que todos las han oído, saben ya que su parásito la dejó, muriendo y cayendo de su espalda, según puede presumirse, mucho antes de que hiciese eclosión la crisis del octavo día. Si los experimentos lo confirman, entonces el problema es diferente. Un hombre víctima de la fiebre puede verse librado de su babosa en, digamos, cuatro días. Eso nos daría cinco días para encontrarlo y curarlo.
El general dio un silbido.
— Me parece una solución excesivamente heroica, señor Nivens. ¿Cómo se propone usted curarlo? ¿O siquiera localizarlo? Quiero decir que, suponiendo que provocáramos una epidemia en la zona roja, ésta avanzaría a una velocidad increíble. No tendríamos tiempo de acudir para localizar y tratar a más de cincuenta millones de personas antes de que muriesen, sin contar con la tenaz resistencia que nos ofreciesen, no lo olvide.
Yo les devolví la pelota, y me pregunté cuántos «expertos» se habían hecho un nombre pasando por pruebas semejantes.
— La segunda cuestión es un problema logístico y táctico, y por lo tanto es de su incumbencia. Por lo que se refiere a la primera, ahí tiene usted al experto.
Y señalé al doctor Hazelhurst.
Éste resopló indignado, y comprendí cuáles eran sus sentimientos. Insuficiencia de casos clínicos conocidos…, era preciso efectuar más investigaciones…, se requerían más' experimentos… Le pareció recordar que se había tratado de obtener una antitoxina; pero la vacuna para la inmunización había resultado tan satisfactoria que no estaba seguro de que se hubiese obtenido aquella antitoxina. Concluyó diciendo mansamente que el estudio de las enfermedades exóticas de Venus estaba aún en su infancia.
El general le interrumpió.
— A ver, dígame: ¿cuánto tiempo cree usted que sería necesario para hallar esa antitoxina?
Hazelhurst dijo que primero tenía que celebrar una conferencia telefónica con un profesor de la Sorbona.
— Pues celébrela —dijo el comandante en jefe—. Puede usted salir ahora mismo.
Hazelhurst llamó a nuestra puerta a la mañana siguiente antes de desayunar. Salí al corredor para verle.
— Siento haberle despertado —me dijo—, pero tenía usted razón respecto a aquella antitoxina.
— ¿Cómo?
— Me envían una pequeña cantidad desde París; espero que llegue en cualquier momento. Y creo que aún será activa.
— ¿Y si no lo es?
— Bien, tenemos el medio de hacer que lo sea. Tendremos que hacerlo, desde luego, si se pone en práctica ese plan descabellado. Nos harán falta millones de unidades.
— Gracias por las noticias —dije.
Me disponía a despedirme, cuando él me detuvo.
— Oiga, señor Nivens. Por lo que se refiere a los portadores…
— ¿Los portadores?
— Sí, los portadores de gérmenes. No podemos utilizar ratones ni ratas ni nada parecido. ¿Sabe cómo se transmite la fiebre en Venus? Por medio de un pequeño rotífero volador, el equivalente venusiano de un insecto. Pero no tenemos nada parecido, y es el único medio que sirve para transportarlo.
— ¿Quiere usted decir que no podría inoculármela si quisiera?
— Oh, sí, podría inyectársela. Pero soy incapaz de imaginarme a un millón de paracaidistas descendiendo en la zona roja para pedir cortésmente a la población dominada por los parásitos que se estén quietecitos mientras les ponen una inyección.
Hizo un gesto desvalido con ambas manos. Algo empezó a darme vueltas en la cabeza, de un modo muy lento al principio. Un millón de hombres, en una sola oleada
— ¿Por qué me lo comenta precisamente a mí? —dije—. Éste es un problema médico.
— Sí, sí, desde luego. Yo sólo pensaba…, bueno, parecía usted tener algo preparado.
Y se interrumpió.
— Es usted muy amable, pero… —dije distraído.
Mi cerebro luchaba con dos problemas a la vez, y el excesivo tráfico de ideas causó un embotellamiento en la circulación. ¿Cuántos habitantes había en la zona roja? ¿Cuántos médicos eran paracaidistas?
— Vamos a ver: suponiendo que usted tuviese la fiebre, ¿podría contagiármela?
— No sería fácil. Si yo tomase un cultivo y lo colocase en su garganta, podría usted contraerla. Si le hiciese una transfusión de mi sangre, es seguro que adquiriría la infección.
— Contacto directo, ¿eh? ¿A cuántas personas podía contagiar un paracaidista? ¿A veinte? ¿A treinta? ¿O tal vez a más? Si es eso lo que hace falta, no hay ningún problema.
— ¿Cómo?
— ¿Qué es lo primero que hace una babosa cuando se encuentra con otra que hace tiempo que no ha visto?
— Practicar una conjugación.
— «Conferencia directa» es como los titanes lo llaman, pero ellos no conocen el lenguaje científico. ¿Cree usted que eso serviría para transmitir la enfermedad?
— ¿Que si lo creo? ¡Estoy completamente seguro! Hemos demostrado en el laboratorio que durante la conjugación existe intercambio de proteínas vivas. No podrían escapar al contagio; podemos infectar a toda la colonia como si fuese un solo individuo. ¿Cómo no se me ha ocurrido eso?
— No se enoje usted consigo mismo —dije—. Pero tengo la sospecha de que eso daría resultado.
— ¡Claro que sí, claro que sí! —Se dispuso a irse, para detenerse luego—. ¡Oh, señor Nivens! ¿Le importaría mucho?
— ¿De qué se trata? Diga.
Yo me hallaba ansioso por desentrañar el otro problema.
— Bien, pues, ¿me permitirá usted que anuncie este método de transmisión? Me merece usted completo crédito, pero el general espera algo decisivo, y esto es lo único que necesitaba para completar mi informe. Mostraba una expresión tan ansiosa que casi solté la carcajada.
— Pues claro, doctor —dije—. Es su departamento.
— Esa actitud honrada me parece muy propia de usted. Trataré de devolverle el favor.
Se marchó muy contento y yo me quedé igualmente satisfecho; me empezaba a gustar que me consideraran un genio.
Me detuve para meditar y trazar las líneas principales del gran lanzamiento de paracaidistas. Después entré. Mary abrió los ojos y me dirigió aquella larga sonrisa celestial. Me incliné y le acaricié el cabello.
— Hola. Esto está que arde. ¿No sabías que tu marido es un genio?
— Sí.
— ¿Lo sabías? Nunca lo dijiste.
— Tú tampoco me lo preguntaste nunca.
Hazelhurst lo denominó «vectores de Nivens». Luego me pidieron que hiciese comentarios, aunque mi padre me allanó el camino antes.
— Estoy de acuerdo con el doctor Hazelhurst —empecé a decir—, siempre que se efectúe una confirmación experimental. Sin embargo, ha dejado varios aspectos abiertos a la discusión, que son antes tácticos que médicos. Importantes consideraciones de tiempo, cruciales, diría..
Había preparado mi discurso de apertura, incluso las vacilaciones, mientras tomaba el desayuno. Mary no habla en la mesa, gracias a Dios.
— … Que requieren que sean transportados desde muchos puntos focales. Si tenemos que salvar un cien por cien efectivo de la población de la zona roja es necesario que todos los parásitos reciban la infección casi al mismo tiempo, con el fin de que las brigadas de salvamento puedan penetrar allí después de que las babosas dejen de suponer un peligro y antes de que ninguna de sus víctimas haya alcanzado un punto en el desarrollo de su enfermedad en que ninguna antitoxina podría salvarla. El problema es susceptible de análisis matemático («Sam, muchacho, hay que ver la cara dura que tienes; no serías capaz de resolverlo con un integrador electrónico ni después de sudar veinte años»), y debería pasar para su resolución a la sección analítica. Sin embargo, permítanme que describa a grandes rasgos todos los factores. Llamemos al número de portadores originales X, y al número de agentes de rescate Y. Se presentarán un número indefinidamente amplio de soluciones simultáneas, con la solución óptima dependiente de factores logísticos. Hablando por adelantado de un riguroso tratamiento matemático —había hecho todo cuanto había podido con la regla de cálculo, pero no mencioné este hecho—, y basando mis opiniones en mi conocimiento, por desgracia no muy profundo, de sus costumbres, yo calcularía que…
Se hubiera oído caer un alfiler al suelo…, si alguien de los reunidos en aquella asamblea de nudistas hubiese poseído un alfiler. El general me interrumpió una sola vez, cuando calculé una cifra demasiado baja para X:
— Señor Nivens, creo que puede usted contar con el número que quiera de voluntarios para transportar la infección.
Denegué con la cabeza.
— No podemos aceptar voluntarios, mi general.
— Creo comprender su objeción. Tendríamos que dar tiempo a que la enfermedad arraigase en el voluntario, y la diferencia de tiempo podría ser peligrosa. Pero creo que podremos resolver eso: empleando una cápsula de gelatina con antitoxina introducida entre los tejidos, o algo parecido. Estoy seguro de que los técnicos sabrán resolver esa dificultad.
Yo también estaba seguro de ello, pero mi verdadera objeción era una profunda repugnancia a ver un alma humana poseída por un titán.
— No debe usted utilizar voluntarios humanos, señor. El titán sabría todo cuanto supiese su víctima, y por lo tanto no efectuaría conferencia directa; se limitaría a advertir a sus semejantes de palabra. No, señor, será mejor que usemos animales: monos, perros, cualquier ser lo bastante grande para transportar una babosa, pero que no posea la facultad de hablar, y en cantidades suficientes para infestar al grupo entero antes de que ninguna de las babosas se aperciba de que está enferma.
Describí a grandes rasgos y rápidamente el lanzamiento final de paracaidistas, que denominé «Operación Salvamento».
— La primera oleada, que llamaremos «Operación Fiebre», puede empezar tan pronto como dispongamos de suficiente antitoxina para la segunda oleada. En menos de una semana no quedará una babosa viva en este continente.
Nadie aplaudió, para la aprobación a mis palabras se notaba en el aire. El general se marchó apresuradamente para entrevistarse con el mariscal del Aire Rexton, y luego me envió a su ayudante para invitarme a almorzar. Yo le respondí que aceptaría con mucho gusto su invitación si ésta incluía también a mi esposa.
Mi padre me esperaba a la puerta del salón de conferencias.
— Bien, ¿qué tal lo hice? —le pregunté, más ansioso de lo que quería parecer.
Él movió la cabeza.
— Sam, te los has metido en el bolsillo. Siento deseos de hacerte firmar un contrato de seis meses en la televisión.
Mi padre trataba de no demostrar su satisfacción. Yo había logrado no tartamudear ni una sola vez en toda la sesión. Me sentía otro hombre.
32
Desde que Satán, el mono que tanta pena me dio en el zoológico, fue liberado de su babosa, se mostró verdaderamente digno de su reputación. Mi padre se había ofrecido voluntario para experimentar la teoría Nivens—Hazelhurst, pero yo me opuse. No lo hice ni por afecto filial ni a causa de su antítesis neo—freudiana; simplemente, la combinación Patrón—titán me daba mucho miedo. No permitiría que se acercase a las babosas ni siquiera para un experimento de laboratorio. ¡No había que fiarse de su mente astuta y marrullera! Aquellos que nunca han estado poseídos por una babosa no pueden comprender que la víctima se convierta en un implacable enemigo nuestro.., si bien con todas sus facultades intactas.
Por lo tanto, utilizamos monos en el experimento. Disponíamos no sólo de los monos del parque zoológico de Washington, sino de simios procedentes de media docena de zoos y circos.
Satán recibió una inyección de fiebre de nueve días el miércoles día doce. El viernes la fiebre se apoderó de él; otro chimpancé con su correspondiente babosa fue colocado en su compañía; las babosas celebraron inmediatamente una conferencia directa, después de la cual el segundo mono fue sacado de la jaula.
El domingo día dieciséis el parásito de Satán se desprendió y cayó al suelo. Satán recibió inmediatamente una inyección de antitoxina. A última hora del lunes murió la otra babosa, y su víctima recibió el adecuado tratamiento.
El miércoles diecinueve Satán ya estaba bien, aunque había perdido algo de peso, y el segundo mono, Lord Fauntleroy, se estaba reponiendo a ojos vistas. Para celebrar el éxito, ofrecí un plátano a Satán, pero él me arrancó la primera falange del dedo índice de la mano izquierda de un mordisco, en un momento en que no tenía tiempo para que me hicieran un injerto. No fue ningún accidente; aquel mono era un canalla.
Pero una herida de poca importancia no podía deprimirme. Después de que me la curaran convenientemente salí en busca de Mary, no la encontré, y terminé en la sala de oficiales, con la esperanza de encontrar a alguien que quisiera levantar su copa conmigo para brindar por el éxito final.
El lugar estaba vacío; todo el mundo estaba ocupado en los laboratorios, preparando la Operación Fiebre y la Operación Salvamento. Por orden del Presidente, todos los preparativos se realizaban en este apartado laboratorio de las montañas Smoky. Los monos portadores de la fiebre, unos doscientos, estaban aquí; el cultivo y la antitoxina se preparaban en nuestro laboratorio; los caballos para el suero estaban instalados en unos establos improvisados, en un antiguo frontón subterráneo.
El millón de hombres que participarían en la Operación Salvamento no podían estar reunidos aquí, pero no sabrían nada hasta pocos momentos antes de empezar la operación, cuando serían advertidos, recibiendo entonces cada uno de ellos una pistola y un cinto con inyectables individuales de antitoxina. Los que jamás habían saltado en paracaídas se verían empujados, en caso necesario, por el robusto pie de un sargento. Se hacía todo lo posible por mantener el secreto; lo único que en mi opinión podía hacernos perder la batalla era que los titanes descubriesen nuestros planes, gracias a un renegado o por cualquier otro medio. Desgraciadamente, son muchos los planes que han terminado abocados al fracaso porque algún estúpido los ha comunicado a su esposa.
Si éramos incapaces de mantener el secreto, los monos portadores del virus serían muertos a tiros apenas apareciesen en el territorio dominado por los titanes. Sin embargo, me tranquilicé mientras apuraba mi copa, pues estaba contento y más que seguro de que el secreto no se violaría. El tráfico se efectuaba sólo en una dirección, lo cual duraría hasta después del día del lanzamiento, y el coronel Kelly controlaba y dirigía todas las comunicaciones con el interior.
Por lo que se refiere a una rendija por donde el secreto pudiera escaparse, era muy poco probable. El general, mi padre, el coronel Gibsy y yo habíamos ido a la Casa Blanca la semana pasada.
El Patrón representó la comedia de la dignidad herida y obtuvo el resultado apetecido; por último, incluso el subsecretario de Defensa quedó en la sombra. Si el presidente y Rexton eran capaces de no hablar en sueños durante otra semana, el triunfo era nuestro.
No podíamos perder ya más tiempo: la zona roja se extendía de un modo alarmante. Después de la batalla de Pass Christian, las babosas habían seguido avanzando, y ahora dominaban toda la costa del golfo de México hasta más allá de Pensacola; había señales de que no se detendrían allí. Tal vez las babosas empezaban a cansarse de nuestra resistencia y querían abreviar lanzando la bomba atómica sobre las ciudades que aún dominábamos. Si eso ocurría…; una pantalla de radar puede poner sobre aviso a las defensas, pero es incapaz de detener un ataque en masa.
Sin embargo, no quise dejarme dominar por las preocupaciones. Una semana más y…
El coronel Kelly entró y vino a sentarse junto a mí.
— ¿Quiere tomar algo? —inquirí.
— Una cerveza más o menos no cambiará en nada mi línea —dijo, pensativo, tras examinar su abultado vientre.
— Entonces tome una. Tome una docena…
Pedí su cerveza y luego le puse al corriente del éxito obtenido con los monos. Él inclinó la cabeza y dijo:
— Sí, ya lo había oído. Parece que el asunto se presenta bien.
— ¿Bien? ¿Eso es todo lo que se le ocurre decir? Estamos a un paso de lograr nuestro objetivo. Dentro de una semana habremos ganado.
— ¿Ah, sí?
— Vamos a ver —dije, algo molesto—, podrá volver a vestir sus ropas civiles y llevar una vida normal. ¿No está contento? ¿O acaso piensa que nuestro plan va a fallar?
— No, creo que será un éxito —repuso.
— Entonces, ¿por qué pone esa cara de enterrador?
— Señor Nivens —dijo—, ¿cree que a un hombre que posee un vientre como el mío le complace la idea de exhibirse por ahí desnudo?
— No, en efecto, no lo creo. A mí me resultará quizás algo fastidioso volver a vestirme como antes; es una pérdida de tiempo y se está menos cómodo.
— No se preocupe, el cambio de moda al que hemos asistido es permanente.
— ¿Qué quiere decir? No le entiendo; acaba de decir que nuestro plan va a resultar y ahora habla como si el decreto Baño de Sol fuera a aplicarse indefinidamente…
— En cierto modo, así es.
Pidió otra cerveza y prosiguió:
— Señor Nivens, nunca imaginé que vería una base militar convertida en un campamento de nudistas. Ahora que lo he visto, no confío en una vuelta atrás; es imposible. Una vez abierta, la caja de Pandora no puede ser cerrada jamás.
— Tiene razón —repliqué—, las cosas ya no volverán a ser como antes. Pero no exagere las cosas; el día en que el Presidente anule el decreto Baño de Sol las antiguas leyes entrarán en vigor, y si alguien se pasea por la calle sin pantalón, será detenido por atentado contra la moral.
— Espero que no.
— ¿Cómo? Vaya, a ver si se decide de una vez.
— Mire, señor Nivens, mientras exista la posibilidad de que alguna larva haya quedado con vida, todos deberemos estar dispuestos a desnudarnos a la menor insinuación…, si no queremos que nos maten. Y no sólo durante las próximas semanas, sino durante veinte o incluso cien años. No estoy criticando sus planes, pero ha estado usted muy ocupado para darse cuenta de que tienen un carácter esencialmente local y temporal. Por ejemplo, ¿ha pensado en inspeccionar la jungla del Amazonas, árbol por árbol? La Tierra tiene una superficie de cerca de sesenta millones de kilómetros cuadrados… No podemos buscar a las larvas por todas partes. Dese cuenta, por ejemplo, de que apenas hemos reducido el número de ratas que existen sobre la Tierra desde que luchamos contra ellas.
— Entonces —inquirí—, ¿quiere decir que nuestra empresa es desesperada?
— En absoluto. Lo que quiero decir es que debemos aprender a vivir con este horror, al igual que hemos aprendido a vivir con la bomba atómica.
33
En la misma habitación de la Casa Blanca en que el Presidente había difundido su mensaje semanas atrás nos encontrábamos ahora reunidos el Patrón, Mary, yo, Rexton, el subsecretario, el doctor Hazelhurst y el coronel Gibsy. Y también el Presidente. Teníamos los ojos fijos en el gran mapa que aún cubría una de las paredes; habían transcurrido cuatro días y medio desde el comienzo de la Operación Fiebre, pero el valle del Mississippi aún mostraba centenares de luces rojas.
Yo empezaba a sentirme inquieto, a pesar de que la operación había constituido aparentemente un éxito y habíamos perdido sólo tres aviones. Según los cálculos efectuados, todas las babosas con posibilidad de celebrar una «conferencia directa» tenían que haber recibido la infección hacía tres días. Se calculaba que a consecuencia de la operación se contagiaría un ochenta por ciento durante las primeras doce horas, principalmente en las ciudades.
Las babosas no tardarían en morir como moscas…, si nuestros cálculos eran exactos.
Traté de mantenerme tranquilo mientras me preguntaba si aquellas luces rojas ocultaban varios millones de babosas mortalmente enfermas… o tan sólo doscientos monos asesinados. ¿Se habría equivocado alguien en los cálculos? ¿O algún indiscreto se habría ido de la lengua? ¿Habría habido un error tan colosal en nuestros razonamientos que éramos incapaces de verlo?
De pronto, una de las luces parpadeó y luego se volvió verde; todos nos pusimos en pie como un solo hombre. Una voz empezó a hablar por el estereoscopio, aunque en la pantalla no apareció ninguna imagen:—Aquí estación Dixie, Little Rock —dijo una fatigadísima voz del sur—. Necesitamos ayuda con la máxima urgencia. Todos los que estén a la escucha, transmitan por favor este mensaje: Little Rock, en Arkansas, se halla bajo los efectos de una terrible epidemia. Adviertan a la Cruz Roja. Hemos…
La voz desapareció, ya fuese por desvanecimiento del locutor o por un fallo en la transmisión.
Conseguí recuperar el aliento. Mary me acarició la mano y volví a sentarme, aliviado. Era una alegría demasiado grande para constituir un placer. Vi ahora que la lucecita verde no señalaba Little Rock, sino un lugar más al oeste, Oklahoma. Aparecieron otras dos luces verdes, una en Nebraska y otra al norte de la frontera canadiense. Resonó otra voz, con un gangoso acento de Nueva Inglaterra; me pregunté cómo una voz con ese acento podía provenir de la zona roja.
— Un poco como una noche de elecciones, ¿eh, jefe? —dijo el subsecretario, risueño.
— Un poco —convino el Presidente—, pero generalmente nunca recibimos resultados desde México.
Señaló el mapa; en Chihuahua brillaban luces verdes.
— Caramba, es verdad. Bien, veo que tendremos que resolver algunos incidentes fronterizos cuando esto termine.
El Presidente no respondió; parecía hablar consigo mismo. Me vio, sonrió y murmuró a media voz:
Cada pulga tiene su pulguita
que le pica la espalda.
Y las pulguitas, otras más pequeñas,
la cosa se alarga.
Sonreí tratando de mostrarme cortés, aunque aquello me parecía fuera de lugar, dadas las circunstancias. El Presidente miró en derredor, y dijo:
— ¿Nadie tiene hambre? Yo sí, por primera vez desde hace semanas.
A últimas horas de la tarde del día siguiente, en el mapa había más luces verdes que rojas. Rexton había hecho montar dos paneles electrónicos en el Centro de Operaciones del Nuevo Pentágono; uno de ellos mostraba los porcentajes que se juzgaban necesarios según los complicados cálculos efectuados, y que al alcanzar la cifra requerida pondría en marcha la Operación Salvamento; el otro mostraba el tiempo calculado para esta operación. Las cifras cambiaban de vez en cuando. Durante las últimas dos horas los datos se habían fijado en las 17.43, según la hora de la costa oriental.
Rexton se levantó.
— Voy a disponerlo para las 17.45 —anunció—. Señor Presidente, ¿querrá usted excusarme?
— No faltaba más.
Rexton se volvió hacia mi padre y yo:
— Si siguen decididos a llevar hasta el final su quijotesca empresa, ha llegado la hora.
Me puse en pie.
— Mary, tú espérame.
Ella preguntó:
— ¿Dónde?
Había quedado convenido —y no de un modo muy pacífico— que ella no iría con nosotros.
El Presidente nos atajó:
— Sugiero que la señora Nivens se quede aquí. Después de todo, lo consideramos un miembro de la familia.
Yo respondí:
— Gracias, señor.
El coronel Gibsy me lanzó una extraña mirada.
Dos horas más tarde sobrevolábamos nuestro objetivo. La puerta de corredera estaba abierta. Mi padre y yo éramos los últimos de la patrulla, después de los muchachos que debían hacer el trabajo duro. Me sudaban las manos y estaba terriblemente nervioso. Me horroriza saltar en paracaídas.
34
Recorriendo la manzana asignada, de puerta en puerta, fui poniendo inyecciones de antitoxinas; mantenía la pistola en una mano y la jeringuilla en la otra. Se trataba de uno de los barrios más viejos de Jefferson City. Sólo se veían cuchitriles, y las viviendas databan de cincuenta años atrás, por lo menos. Había administrado ya un par de docenas de inyecciones, y aún tenía que poner otras tres docenas antes de ir a reunirme con mis compañeros en el ayuntamiento. Empezaba a sentirme cansado de aquel trabajo.
Sabía perfectamente por qué había venido; no era sólo curiosidad; quería verlas morir. Quería contemplar su agonía, verlas muertas, dominado por un odio implacable que se sobreponía a todos mis demás sentimientos. Pero ahora que las había visto muertas ya tenía bastante; lo único que quería era volver a casa, tomar un baño y olvidarlo todo.
No era un trabajo difícil; tan sólo monótono y repugnante. Hasta entonces, todas las babosas que había encontrado estaban muertas. Disparé contra un perro medio agazapado que me pareció que tenía una joroba; no estaba muy seguro, porque la luz era escasa. Nos lanzaron poco antes de la puesta del sol, y ahora estaba casi oscuro del todo.
Terminé de registrar la casa en que me encontraba, di unas voces antes de abandonarla, para cerciorarme de que no quedaba nadie, y salí a la calle. Ésta estaba casi desierta; con toda la población enferma de fiebre, eran pocos los viandantes. Sin embargo, vi venir a un hombre hacia mí, dando traspiés y con los ojos muy abiertos e inexpresivos. Le grité:
— ¡Eh, usted! —Se detuvo. Yo le dije—: Tengo lo que le hace falta para ponerse bien. Extienda el brazo.
16 Amos (Por toda respuesta, me golpeó débilmente. Yo le propiné un directo tratando de no hacerle demasiado daño, y él cayó de bruces. Sobre su espalda mostraba las rojas picaduras producidas por una larva; escogí un lugar bastante limpio en la zona del riñón izquierdo y le clavé la aguja, doblándola para romper la punta una vez clavada. Las ampollas llevaban una carga de gas; no era necesario hacer otra cosa.
El primer piso de la casa siguiente contenía siete personas, la mayoría tan enfermas que no dije nada y me limité a ponerles la inyección, marchándome luego a toda prisa. No tuve ninguna dificultad. El segundo piso estaba en la misma situación que el primero.
En el último piso había tres habitaciones vacías. Para entrar en una de ellas tuve que hacer saltar la cerradura de un disparo. El cuarto piso estaba ocupado, aunque eso sólo es una manera de hablar. Había una mujer muerta en la cocina con la cabeza aplastada. Tenía aún una babosa sobre los hombros, pero muerta también. Salí de allí a toda prisa y miré en derredor.
En el cuarto de baño, sentado en una anticuada bañera, había un hombre de mediana edad. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho y mostraba las muñecas ensangrentadas. Pensé que estaba muerto, pero levantó su mirada cuando yo me incliné sobre él.
— Llega demasiado tarde —me dijo, sombrío—. He matado a mi esposa.
O demasiado pronto, pensé. Por lo que se veía en el fondo de la bañera, y a juzgar por su rostro ceniciento, hubiera sido mejor que hubiese llegado cinco minutos después. Le miré preguntándome si debía ponerle la inyección o no.
— Mi hijita… —musitó.
— ¿Tiene una hija? —dije, hablando muy fuerte—. ¿Dónde está?
Sus ojos giraron en sus órbitas y no pronunció palabra, dejando caer la cabeza de nuevo. Yo le grité, y luego hundí mi pulgar en su cuello, pero no le encontré el pulso.
La niña estaba en una cama, en una de las habitaciones. Era una criatura de ocho o nueve años, que de haber estado bien hubiera sido muy linda. Se levantó y se puso a llorar, llamándome papaíto.
— Sí, sí —dije, tratando de calmarla—, papaíto se encargará de ti.
Le puse la inyección en una pierna; ella ni siquiera se dio cuenta. Me volví para irme, pero ella volvió a llamarme:
— Tengo sed. Quiero un vaso de agua.
Tuve que volver a entrar en aquel macabro cuarto de baño.
Mientras le daba el vaso de agua mi teléfono sonó, haciéndome verter algo del líquido.
— ¡Hijo! ¿Me oyes?
Me llevé la mano al cinturón y conecté el micrófono.
— Sí. ¿Qué ocurre?
— Estoy en el pequeño parque situado al norte del barrio donde tú estás. Me encuentro en un aprieto.
— ¡Voy en seguida!
Dejé el vaso y me dispuse a marcharme. Luego, dominado por la indecisión, volví sobre mis pasos. No podía dejar a la niña allí, para que al despertarse se encontrara con sus padres muertos. La tomé en brazos y bajé hasta el segundo piso, entrando por la primera puerta que encontré y dejándola sobre un sofá. En aquel piso había algunas personas, demasiado enfermas para ocuparse de la niña, pero era todo cuanto yo podía hacer.
— ¡Date prisa, hijo!
— ¡Voy volando!
Salí como una exhalación y no perdí más tiempo hablando. La zona asignada a mi padre se hallaba directamente al norte de la mía, formando un paralelo con ella y terminando en un minúsculo parque. Cuando di la vuelta a la manzana no le vi de momento y seguí corriendo.
— ¡Estoy aquí, hijo, en este autoavión!
Esta vez le oí por el teléfono y de viva voz. Di media vuelta y descubrí el vehículo, un enorme Cadillac muy parecido a los que solía emplear la Sección. Había alguien en su interior, pero estaba demasiado oscuro para distinguirlo claramente. Me aproximé con cautela hasta que le oí decir:
— ¡Gracias a Dios! Creí que no vendrías nunca. Ahora supe que era mi padre.
Tuve que agacharme para entrar. Entonces él se apoderó de mí.
Cuando recuperé el conocimiento, me di cuenta de que estaba atado de pies y manos. Me hallaba en el asiento del copiloto, y en el otro se hallaba el Patrón con las manos en los mandos. El volante del copiloto estaba abatido y fuera de mi alcance. Al comprender que el autoavión surcaba el espacio, me desperté del todo. Se volvió hacia mí y dijo alegremente:
— ¿Te encuentras mejor?
Pude ver entonces la babosa que llevaba sobre los hombros.
— Algo mejor —admití.
— Siento haber tenido que golpearte —prosiguió—, pero no había otra opción.
— Ya lo supongo.
— Por el momento tendrás que seguir atado. Más tarde ya arreglaremos las cosas de otro modo.
Sonrió con su peculiar sonrisa perversa. Lo sorprendente del caso era que su propia personalidad seguía mostrándose a través de todas las palabras que le hacía pronunciar la babosa.
No pregunté a qué se refería con sus últimas palabras; prefería ignorarlo. Me dediqué a probar mis ligaduras, pero el viejo las había asegurado sólidamente.
— ¿Adónde vamos? —pregunté.
— Hacia el sur. —Manipuló en los mandos—. Sí, hacia el sur. Concédeme un momento para dejar parado este aparato, y te explicaré lo que nos espera.
Estuvo ocupado durante unos segundos y luego dijo:
— Ya está. Ahora se mantendrá quieto a diez mil metros.
La mención de esta gran altura me obligó a mirar el tablero de mandos. El aparato no sólo parecía uno de los autoaviones de la Sección; en realidad lo era.
— ¿Dónde encontró este aparato? —le pregunté.
— La Sección lo tenía oculto en Jefferson City. Yo lo busqué y vi que nadie había dado con él. Fue una suerte, ¿no?
Podía existir una opinión contraria, pensé, pero no quise discutir. Estaba calculando aún las posibilidades, que me parecieron muy remotas y desesperadas. Me había despojado de mi pistola. La llevaba probablemente en su costado, y fuera de mi alcance; yo no podía verla.
— Pero eso no fue lo mejor —prosiguió—; tuve la buena suerte de ser capturado por el que con toda seguridad era el único amo sano de toda la ciudad de Jefferson, aunque eso no quiere decir que crea a ciegas en la suerte. Así es que al final hemos ganado. —Sonrió—. Esto es como jugar una partida doble en un difícil campeonato de ajedrez.
— No me ha dicho usted adónde vamos —insistí.
No me quedaba otra cosa que hacer sino hablar.
Él meditó:
— Lejos de Estados Unidos, claro. Mi amo es tal vez el único que está libre de la fiebre de nueve días en todo el continente, y no quiero arriesgarme. Creo que la península del Yucatán nos conviene, y allí nos dirigimos. Allí podemos ocultarnos y aumentar el número de nuestros adeptos, para seguir luego hacia el sur. Cuando volvamos, ¡y volveremos!, ya no cometeremos las mismas equivocaciones.
— Oiga, padre, ¿no podría librarme de estas ataduras? Me impiden la circulación. Usted ya sabe que puede confiar plenamente en mí.
— Paciencia, paciencia, todo llegará. Espera a que conecte el piloto automático.
El autoavión siguió subiendo; a pesar de su potencia, diez mil metros de altitud era mucho para un coche que empezó siendo un modelo familiar.
— Parece usted olvidar que estuve con los amos mucho tiempo. Ya los conozco…, y además le doy mi palabra de honor.
Él sonrió.
— No quieras pasarte de listo. Si ahora te soltara, o bien me matarías tú o sería yo quien tendría que matarte. Y te quiero vivo. Llegaremos muy lejos, hijo, tú y yo. No tenemos un pelo de tontos y nos haremos los amos. —No respondí. Él prosiguió—: A propósito: dices que ya conoces a los amos. ¿Por qué no me hablaste con más franqueza, hijo? ¿Por qué me lo ocultaste?
— ¿El qué?
— Nunca me dijiste lo que se sentía. Hijo, no tenía ni idea de que pudiese sentirse tal paz, contento y bienestar. Hace muchos años que no me sentía tan feliz; nunca lo había sido tanto desde… —mostró una expresión sorprendida y luego prosiguió—:… desde que murió tu madre. Pero eso no importa ahora; esto es mejor. Tendrías que habérmelo dicho.
De pronto me sentí lleno de disgusto, hasta el punto de olvidar toda mi astucia.
— Tal vez yo no lo vea así. Y usted tampoco lo vería, viejo loco, si no tuviese una babosa sobre sus espaldas, hablando por su boca y pensando con su cerebro.
— Calma, calma, hijito —dijo suavemente, y lo peor es que su voz me calmó—. Pronto cambiarás de opinión. Créeme, para esto fuimos creados; éste es nuestro destino. La humanidad ha estado dividida, llena de luchas intestinas. Los amos le darán la paz y la unidad.
Me dije para mí coleto que probablemente habría idiotas bastante capaces de aceptar esa teoría, y de entregar sus almas voluntariamente a cambio de una promesa de paz y seguridad. Pero nada dije.
— No tendrás que esperar mucho —me dijo de pronto, mirando de soslayo a los mandos—. Lo dejaré allí parado. —Puso el piloto automático, comprobó los instrumentos y oprimió algunos botones—. Próxima parada: Yucatán. Ahora, manos a la obra. —Se levantó del asiento y se arrodilló a mi lado en la estrecha cabina—. Hay que asegurarse —dijo, mientras sujetaba el cinturón de seguridad en torno a mi cintura.
Le golpeé el rostro con mis rodillas.
Él se apartó y me miró sin la menor expresión de cólera.
— Vamos, vamos. Tendría que enfadarme…, pero los amos no se enfadan. Anda, sé bueno.
Volvió a acercarse, comprobando las ligaduras de manos y tobillos. Su nariz sangraba, pero no se preocupó en secársela.
— Estate quieto —dijo—. Ten paciencia; no durará mucho.
Se sentó en el asiento del piloto y se inclinó hacia delante, con los codos sobre las rodillas. Esa postura colocaba directamente bajo mi campo visual a su amo.
Nada ocurrió durante algunos minutos, y yo me limité a seguir forcejeando con mis ligaduras. A juzgar por su aspecto, el viejo se había quedado dormido, pero yo no me fiaba.
De pronto, se formó una línea a lo largo del córneo revestimiento pardo de la babosa, que se fue ensanchando poco a poco. Ahora ya podía ver el horror opalino que ocultaba. El espacio existente entre las dos mitades del caparazón se ensanchó más y comprendí que la babosa se estaba dividiendo, absorbiendo vida y materia del cuerpo de mi padre para convertirse en dos.
Comprendí también, helado de terror, que sólo me quedaban cinco minutos de vida individual. Asistía al nacimiento de un nuevo amo, el cual pronto estaría a punto para apoderarse de mí.
Si con mis solas fuerzas humanas hubiese podido romper las ataduras que me sujetaban, las hubiera roto. Pero no lo conseguí. El Patrón no prestaba la menor atención a mis esfuerzos. Dudo que estuviese consciente; sin duda, las babosas debían utilizar alguna medida de control mientras estaban ocupadas con su división. Era posible que se limitasen, simplemente, a inmovilizar a su esclavo. Sea como fuere, el viejo no se movía.
Cuando renuncié a seguir luchando, deshecho y convencido de que no podía romper mis ligaduras, pude ver ya la línea plateada que recorría el centro de la babosa y que significaba que la división tocaba a su fin. Fue eso lo que me hizo cambiar de idea si es que quedaban ideas en mi cerebro delirante.
Tenía las manos atadas a la espalda, los tobillos igualmente atados, y el cinturón de seguridad me sujetaba con fuerza al asiento. Pero mis piernas, a pesar de estar atadas una contra otra, estaban libres desde la cintura hacia abajo. Me agazapé para tomar más impulso y levanté con fuerza las piernas, dejándolas caer en un terrible golpe sobre el tablero de instrumentos, a consecuencia de lo cual se dispararon todos los propulsores a chorro.
El resultado fue espantoso. El aparato entró en picado, y mi padre y yo nos sentimos aplastados contra los asientos. El golpe fue mucho más terrible para él, porque no se hallaba sujeto como yo. El golpe contra el respaldo de su asiento fue violentísimo, aplastando materialmente a su larva, abierta y desvalida.
Mi padre fue presa de aquel reflejo total y horrible, aquel espasmo de todos los músculos que yo ya había contemplado otras veces antes. Luego se dejó caer de bruces sobre los mandos, con el rostro contraído y los dedos agarrotados.
El autoavión caía vertiginosamente.
Yo permanecía sujeto en mi asiento, sin poder evitar que siguiera cayendo. Si el cuerpo de mi padre no hubiese alterado con su peso los mandos, tal vez hubiera podido hacer algo, quizá remontar el aparato con mis pies atados. Probé a hacerlo, pero sin el menor éxito. Los mandos estaban probablemente averiados.
La aguja del altímetro descendía con rapidez. Antes de darme cuenta habíamos bajado ya a tres mil metros. Luego a dos mil…, mil quinientos…, mil…, y empezamos a recorrer nuestro último kilómetro.
A quinientos metros, el dispositivo de radar funcionó, y los propulsores delanteros se dispararon todos a la vez. El cinturón me oprimió terriblemente el estómago. Me creía ya salvado y pensaba que el aparato recobraría el equilibrio…, aunque hubiera debido saber que era imposible, con el cuerpo de mi padre bloqueando los mandos. Volví en mí y poco a poco fui notando un suave movimiento de balanceo. Aquello me molestaba y quería que terminase, pues el menor movimiento me causaba un dolor insoportable. Conseguí abrir un ojo —el otro no se quería abrir—, y miré con gran esfuerzo en derredor, buscando la causa de mi disgusto.
Tenía sobre mí el suelo del autoavión, pero yo lo contemplé durante largo tiempo antes de reconocerlo. Entonces empecé a darme cuenta de dónde estaba y a recordar lo que había pasado. Evoqué la caída y el terrible golpe, y comprendí que nos habíamos estrellado no contra el suelo, sino contra el agua. ¿El golfo de México? En realidad, poco me importaba.
Con un súbito acceso de dolor, pensé en mi padre.
El cinturón, roto, pendía sobre mi cabeza. Yo seguía con las manos y tobillos atados, y parecía tener un brazo roto. No podía abrir un ojo y sentía dolor en el pecho al respirar; pero dejé de pensar en mis heridas. Mi padre no seguía aplastado contra los mandos, lo cual me sorprendió mucho. Con un doloroso esfuerzo volví la cabeza para contemplar el resto del autoavión con mi ojo sano. El viejo no estafa lejos de mí, a un metro más o menos. Creo que tardé una media hora en franquear aquella distancia de un metro. Estaba cubierto de sangre, y frío, y yo estaba seguro de que estaba muerto.
Me eché con mi cara junto a la suya, casi mejilla contra mejilla. De momento me pareció que no tenía la menor señal de vida, y además, a juzgar por su postura retorcida, no se podía creer que viviese.
— Papá —dije con voz ronca. Luego grité—: ¡Papá!
Movió los párpados, pero no abrió los ojos.
— Hola, hijo —murmuró—. Gracias, muchacho…
Su voz se apagó.
Tenía deseos de sacudirlo, pero lo único que podía hacer era gritar.
— ¡Papá! ¡Abra los ojos! ¿Está usted bien?
Él volvió a hablar, y cada palabra parecía costarle un doloroso esfuerzo.
— Tu madre… decía… que estaba… orgullosa de ti.
Su voz volvió a extinguirse, y su respiración se hizo sibilante y fatigosa.
— Papá —sollocé—, no quiero que muera. Yo no podría hacer nada sin usted. Abrió los ojos.
— Sí, hijo, sí puedes. —Hizo una pausa, fatigado, y añadió—: Estoy muy mal herido, muchacho.
Volvió a cerrar los ojos.
No pude arrancarle una palabra más a pesar de mis gritos y sollozos. Apreté mi rostro contra el suyo y dejé que mis lágrimas se mezclaran con la sangre y el sudor.
35
Estoy escribiendo un informe en Titán. Hemos venido aquí para proceder a su limpieza total. Si no volvemos, éste será nuestro legado a los hombres libres. Les diremos todo lo que sabemos acerca de las babosas y cómo defenderse de ellas. Kelly tenía razón: los hombres jamás serán ya como antes. A pesar del éxito alcanzado por la Operación Salvamento, no existe ninguna garantía de que las babosas hayan sido totalmente exterminadas. La semana pasada, sin ir más lejos, fue muerto en el Yukón un oso provisto de una sospechosa joroba.
La raza humana tendrá que seguir siempre en guardia, especialmente en los próximos veinticinco años, y en el caso de que nosotros no volvamos y sigan viéndose platillos volantes. Ignoramos por qué los monstruos de Titán se ajustan al ciclo de veintinueve años del año de Saturno, pero así es. La razón puede ser sencilla: nosotros mismos tenemos muchos ciclos biológicos que concuerdan con el año terrestre. Creemos que las babosas están dotadas de actividad únicamente durante un período determinado de su «año»; si es así, la Operación Venganza puede resultar muy fácil. Sin embargo, no hay que contar con ello. Yo formo parte de la expedición. Dios nos asista, en calidad de «psicólogo agregado (exótico)», pero soy también un combatiente, como lo somos todos nosotros, desde el capellán al cocinero. Nuestra expedición no es juego, e intentaremos demostrar a las babosas que cometieron la equivocación de atacar a la forma de vida más dura, implacable, despiadada, y también inteligente, de nuestra galaxia. El hombre puede ser muerto, pero no domesticado.
(Abrigo en secreto la esperanza de que encontraremos algún medio de salvar aquellas pequeñas criaturas andróginas semejantes a elfos. Creo que nos llevaríamos bien con ellas.)
Tanto si lo conseguimos como si no, la raza humana tiene que seguir manteniendo muy alta su bien ganada reputación de ferocidad. El precio de la libertad es nuestra voluntad de presentar batalla en cualquier momento y en cualquier lugar, de la manera más implacable. Si no aprendemos esa lección de las babosas, tanto peor. Deberemos entonces prepararnos para ir al encuentro de los dinosaurios: la extinción de la raza humana está a la vista.
Porque… ¿sabe alguien qué oscuras añagazas nos acechan en los confines de nuestro Universo? Las babosas pueden resultar sencillas, cordiales y amistosas comparadas, pongamos por caso, con los nativos de los planetas de Sirio. No es más que el principio, y nos queda mucho que aprender. Pensábamos que el espacio estaba vacío y que, por lo tanto, nosotros éramos indiscutiblemente los amos de la Creación, incluso después de «conquistar» el espacio seguimos pensándolo, porque Marte ya estaba muerto y en Venus la vida sólo comenzaba. Pero si el hombre quiere ser el rey de la Creación, o por lo menos un vecino respetable, tendrá que luchar por ese puesto.
Todos los que formamos parte de la expedición hemos sido poseídos por las babosas al menos una vez. Sólo los que han estado bajo su dominio pueden saber cuan astutas son, de qué modo hay que estar en guardia permanente… o hasta qué punto hay que odiarlas. La duración de la expedición, según nos han comunicado, será de unos doce años, lo que será tiempo más que suficiente para que Mary y yo terminemos nuestra luna de miel. Porque, naturalmente, Mary me acompaña; casi todos nosotros llevamos a nuestras esposas, y los solteros se hallan equilibrados por un número igual de mujeres solteras. Doce años en una expedición es casi una vida.
Cuando le dije a Mary que íbamos a las lunas de Saturno, su único comentario fue:
— Sí, querido. Tendremos tiempo de tener dos o tres niños.
Como dice mi padre:
— Nuestra raza tiene que seguir adelante, aunque no sepa adónde va.
Este informe no tiene pies ni cabeza. Tengo que revisarlo antes de pasarlo en limpio, pero he puesto en él los hechos más importantes, tal como los Veo y los comprendo. La guerra con otra raza es una guerra psicológica, no de armamento, y lo que yo pienso y siento puede ser más importante que lo que haga.
Termino este informe en la Estación Espacial Beta, desde la cual efectuaremos el transbordo a la nave de las Naciones Unidas Vengador. No tendré tiempo de revisarlo; tendrá que ir tal como está, para que se diviertan con él los historiadores. Anoche le dijimos adiós a mi padre en Pikes Peak Port. Él me corrigió:
— Hasta la vista, querrás decir. Tú volverás, y yo aún espero seguir arrastrándome por aquí, más gruñón y desabrido a cada año que pase, hasta el día que vuelvas.
Respondí que ésa era también mi esperanza. Él asintió.
— Volverás. Eres demasiado duro y astuto para morir. Tengo mucha confianza en ti, y además nos parecemos, hijo.
Estamos a punto de efectuar el transbordo. Me siento lleno de un gozo triunfal. ¡Amos de títeres, estad atentos: los hombres libres van a exterminaros!
¡Muerte y destrucción!
Fin
Título original: The Puppet Masters
Autor: Heinlein, Robert A.
©1951 Heinlein
©1955 EDHASA
Traducido por: Antonio Ribera Jordá
Depósito legal: B—10.534—1961
ISBN: NA
Editorial: EDHASA
Colección Nebulae 1º Época Nº 1
©Editora y Distribuidora Hispano Americana, S. A.
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