LO CUENTO COMO OCURRIÓ (Corín Tellado)
Publicado en
agosto 25, 2013
Argumento:
Cuando su padre abandonó el hogar, Anita tenía ocho años. Quedó traumatizada, encerrada en sí misma. La obsesión del padre la indujo a querer a Carlos Guzmán, un hombre mayor, que enamoraba jovencitas para sentirse joven. Por suerte para ella, Basil, hijo de Carlos, la sacó de esta confusión y la volvió a la realidad. Basil la amaba, y ella encontró en él lo que Carlos no le podía dar….
Capítulo Uno
Empecé a escribir esto cuando tenía ocho años y me di cuenta de una realidad tremenda.
Me lo dijo mamá personalmente.
No hubo tapujos, porque mamá, ni ahora que tengo bastantes más años, ni nunca, los ha tenido conmigo.
Mamá es una persona fenomenal. Fui dándome cuenta de ello en el transcurrir del tiempo. Creo que pasó apuros indescriptibles y que luchó por mí como una loca, y entiendo que ahora es cuando realmente empieza a vivir. Mamá es joven aún, y yo daría algo por verla feliz, casada, amada y respetada.
Pero eso ya es cosa de ella: ahí sí que yo no puedo ni debo entrar.
Reconozco, al leer lo anterior, que a mis ocho años, además de montones de faltas de ortografía, mi letra era infantil, y lo cambiaba todo, y me explicaba pésimamente.
De todos modos, al volver a leerlo me parece cargado de humanidad, dolor y sinceridad, y por eso lo dejo así, tal cual.
Recuerdo a mi padre como algo fabuloso. Ese ídolo de oro que de súbito se convierte en barro. Yo debí adorarlo, si bien, visto está que él a mí no me adoró.
Oía discusiones a menudo y portazos; las lágrimas en los ojos de mamá eran habituales.
Yo no entendía nada.
A veces se pasaba días y días sin ver a papá.
Un día, el fatídico día de mi vida de ocho años, mamá me dijo:
—Siéntate, Anita.
Mamá no lloraba aquel día.
Pero estaba seria.
En su seriedad aprecié, pese a mis pocos años, solemnidad, firmeza, resignación, dolor y, ¿por qué no decirlo?, pienso que paz. Sí, paz.
—Anita, tengo que decirte algo muy grave, que te va a doler, pero que debes saber ya.
—¿Qué es, mamá?
—Papá nos ha dejado, se ha ido.
Debí mirarla espantada, porque añadió con suma ternura:
—Hemos dejado de amarnos, Anita. Y tu padre ha decidido formar otra vida muy lejos de aquí.
No digo dónde es «aquí». ¿Para qué?
No deseo en modo alguno que se me asocie. Pasó y pasó.
Y desde los ocho años pasaron en mi vida demasiadas cosas, y ahora estoy alcanzando los veinte.
Pero, como pienso contarlo todo, debo empezar por ese momento crucial en mi vida que, sin duda, significó tanto para que yo, posteriormente, actuara de la forma que actué, pues pienso que ese día marcó mi destino, mi manera de proceder y mi futuro.
—Mira, Anita, yo sé cuánto querías a papá, y me parece bien que lo sigas queriendo, pero temo que no lo volverás a ver.
¡Dios mío, aquello era inaudito, increíble, desolador!
—Anita, hijita, nos casamos demasiado jóvenes y… el amor se acaba, ¿sabes? Y cuando se acaba, la convivencia es penosa. Por eso la separación se impone para evitar males mayores. Yo sé que tú esto, ahora mismo, no lo entiendes, pero tampoco quiero que estés esperando cada día la llegada de tu padre y lo consideres un desleal por no volver. Y no debo callar ni mentirte. La conciencia no me dicta eso.
¿Qué años tendría mamá entonces? Veinticinco, más o menos. Una cría.
Esto lo pienso ahora. Entonces no pensaba en mamá, no, no. Pensaba en mí, en la falta de papá, en que no iba a volver a verlo.
Pienso también, desde mi dimensión de hoy, que él no me amaba tanto como yo a él, pero yo puedo jurar que le adoraba.
Se dedicaba a viajante de comercio y faltaba mucho, pero más de lo que yo misma suponía, porque, como marido, tenía más deberes casi que como padre.
—No puedes vivir engañada, Anita. Por tanto, no gano nada habiéndote mal de algo que es natural o lo ha sido para los dos. Lo hemos decidido de mutuo acuerdo.
—¿Y yo?
Mi egoísmo, claro.
Mamá me pasó los dedos por el pelo.
—Te has quedado conmigo. Papá embarcó ayer para el extranjero.
—¿Solo?
Y es que me daba miedo que papá anduviese solo por el mundo.
¡Mi ingenuidad!
—Acompañado, Anita. Con otra mujer a la que ama.
—¿Y tú?
—Yo me quedo contigo, hija mía. Estoy buscando trabajo, espero hallarlo. Una vez lo consiga, todo seguirá como antes.
—Sin papá —gritaba yo desesperada.
—Pues sí, sin él. Tampoco estaría bien que te dijera cada día que papá vendría mañana y nunca llegue. No quiero mentir contigo, Anita. Sé que hoy no me entiendes bien, pero algún día sabrás comprender mi sinceridad de este instante.
Me abracé a ella sollozando.
No sé si en su pecho consolaba mi dolor de perder a papá o si la culpaba a ella por haberlo perdido.
El caso es que yo lloraba como una loca y que mamá me consolaba sin resultado.
Diré que vivíamos en una ciudad grande, capital de provincia. Que papá era viajante, como ya queda dicho, que se había ¡do con otro amor y se había olvidado de mí, de mí que tanto lo amaba, que tanto lo admiraba.
Que el consuelo que mamá intentaba prodigarme no menguaba mi dolor, ni me hacía bien alguno, y que en el fondo la odiaba tanto como la admiré después.
Asistía a un colegio privado y mamá me sacó de él.
Primero, porque no estaba nada bien visto aún que el padre abandonara su familia. Y, segundo, porque los emolumentos de mamá no daban para tanto.
Vivíamos en un piso bonito, que hubimos de dejar a los seis meses por falta de pago.
No quiero contar penurias, pues realmente no es de eso de lo que se trata. Porque, si bien esto lo decía entonces, hoy todo es distinto. Ahora, soy yo la más interesada en el relato, la que lo ocupa, la que lo justifica, la que lo vive.
Pero, volviendo a aquel triste y trágico momento de mi vida, me hice taciturna, introvertida, y estudié en escuelas nacionales de un barrio obrero.
Pasé muchas horas sola, rumiando mi pena.
Mamá encontró trabajo de dependienta en unos grandes almacenes y empezamos a vivir mejor.
Me sacó de la escuela nacional y me llevó a un colegio privado de monjas, modesto.
Pero yo seguía silenciosa, casi muda. Mamá, cada noche que iba a buscarme, se desvivía por alegrarme sin conseguirlo.
Debo decir que nunca más habló de papá.
¡Ni nombrarlo!
Papá fue cruel, porque nunca dijo de su vida, de su paradero, del cariño que parecía tenerme y de mi adoración por él.
En silencio, empecé a odiarlos a los dos.
Cuando tenía doce años escasos, mamá mejoró en el trabajo. Dejamos el barrio humilde para pasar a una preciosa buhardilla que ella misma decoró.
No me sentí mejor.
La comunicación con mamá era casi nula, por más que, hoy lo entiendo, ella se esforzaba.
Me puso una habitación preciosa, y yo, que ya tenía mi malicia oculta, empecé a pensar que mamá quizá vivía su vida sexual amorosa con un rico amigo clandestino.
Pero no.
Ya supe que no en seguida que fui tomando noción de la realidad.
Mamá era jefe de sección en los grandes almacenes, y su sueldo le permitía vivir mejor.
Además, los muebles los compraba a bajo precio por tratarse de una persona empleada de la enorme tienda. Pero tampoco eso lo sabía yo entonces.
Digo yo, y sigo pensándolo así, pese a los años, que una chica a los doce ya sabe demasiadas cosas, oye muchas más y lo entiende casi todo al revés.
No fui mala estudiante.
Nunca suspendí.
Y seguro que ello se debía a que carecía de amigos, por mi carácter introvertido y mi forma de ser individual y hermética.
Nunca tuve que repetir asignaturas.
Mamá me hacía regalos cuando a final de curso le llevaba las notas, pero yo nunca (entonces) se lo agradecía.
Diré, para mayor abundamiento de esta incomprensión mía, que mamá era joven y bella. Esbelta, gentil y que, por su trabajo en los grandes almacenes, se obligaba a vestir bien.
La admiraba en silencio y pienso que la admiraba tanto como la odiaba por no haber sabido retener a papá.
Sea como sea, mamá, ajena o muy dentro de mi hermetismo, solía decirme:
—Entrarás en la Universidad. Serás abogado o médico, lo que gustes. Lucharé hasta morir porque lo consigas.
Nunca pensé entrar en la Universidad.
Cuando terminara el bachillerato quería trabajar, vivir a mi manera, irme… poder estar sola…
Y es que, además, seguía sin amigas. Tal se diría que me molestaba. Nunca, jamás, dejé de echar de menos a papá.
Ese padre que te lleva en coche, que te da consejos, que te cuenta cuentos… que te sienta en sus rodillas.
Mamá no me bastaba.
Ni me daba cuenta de lo mucho que ella se sacrificaba por mí, porque nuestra buhardilla digo yo que llegó a ser un hogar precioso, pero yo no lo apreciaba. Ni los libros que me traía, ni los vestidos, ni los zapatos…
Todo me era igual, y yo no mejoraba de carácter.
A los quince años seguía sin amigas. Un día mamá me preguntó:
—¿No tienes amigas?
—No.
—¿Y por qué?
—Me gusta estar sola.
—La soledad no es buena, Anita.
—A mí me gusta.
—Dentro de dos años entrarás en la Universidad y…
Yo la atajé:
—Nunca entraré en la Universidad.
Mamá me miró espantada.
—¿Por qué? Mi situación en los grandes almacenes es cada día mejor. Gano dinero, te puedo ayudar.
No quería su ayuda.
Y eso que no podía ser más cariñosa conmigo, hasta extremos, diré, inconcebibles en una mujer de su edad y su belleza.
¿Por qué no había retenido a papá?
—Mira, Ani, te diré, te diré. Yo no necesito que tú trabajes. Este piso, aunque sea una buhardilla, es precioso, cálido, está lleno de hogar, de amor. Sales conmigo, sí, y los domingos te llevo al cine, pero… ¿es eso suficiente? Ya tienes edad para darte cuenta de las cosas.
Y yo, desesperada aún, como si siguiera teniendo ocho años, le grité, censora, acusadora:
—¿Por qué dejaste que se fuera papá?
¡Dios santo!
Ya sé que no debí reprochárselo.
—No me amaba, Anita —dijo ella con suavidad—. Y sin amor, la convivencia es horrible.
—Pero tú sí le amabas.
—¿Yo?
—¿No le amabas?
Y es que, si iba a decirme que sí, que le amaba, la hubiera odiado más por no haber sabido retenerlo.
—Anita —me dijo, en cambio, con una ternura que hoy entiendo y entonces no entendía aún—, papá tiene otra familia, otros hijos.
—¿Hijos?
—Pues sí.
—¿Dónde?
—Papá vive en Brasil.
—Con otra mujer.
—Y dos hijos gemelos.
—¿Y cómo lo sabes tú?
Mamá hizo un gesto vago.
—Siempre hay amigos que van y vienen y cuentan lo que sucede.
—¿Y tú?
—¿Yo?
—Sí, sí, tú, ¿no tienes tú un amigo?
Ahora mamá me miraba con reproche.
—Yo no, Anita. Yo he consagrado mi vida a ti, a tus cuidados. Y si no te cuido y te atiendo más es porque mis ocupaciones de empleada no me lo permiten, pero quiero que veas en mí una amiga.
No la veía aún como tal.
Pienso que aún la odiaba.
Y mamá, con su tacto, no se esforzó más.
En agosto nos íbamos las dos a una playa de Alicante.
También odié aquella playa y a las amigas que se reunían con mamá. El hecho de estar divorciada, maldito si ya tenía importancia, pero yo… seguía sin padre, y eso no lo perdonaba.
Que se me disculpe este reiteramiento sobre el particular, porque si así lo cuento es que todo ello tuvo mucho que ver en el futuro de mi vida de mujer.
Porque, lógicamente, no siempre iba a ser niña.
Crecí con el síndrome de la falta de padre, y eso no lo perdoné nunca, aunque ahora ya poco o nada importa.
En el colegio privado al que asistía, iba mamá, y nadie preguntaba nunca por el esposo.
Lo que antes era una falta total de moralidad, de coordinación, de perfección, a la sazón se iba convirtiendo en algo normal, pero yo aún no lo veía así porque, psicológicamente, estaba marcada…
A los dieciséis años aún continuaba cerrada en mi cuarto oyendo música, leyendo, estudiando, ocupándome de lo que fuera, menos buscar la comunicación con mamá.
Me pregunto ahora cuánto habrá sufrido mamá por mi introversión.
Mamá me soportaba así. Los domingos me invitaba a salir con ella, pero rara vez yo salía, por lo cual ella se quedaba viendo la televisión.
Conocí a Pepi aquel invierno.
Era nueva en el colegio y parecía muy abierta.
Yo, que apenas si tenía relación colegial, me sentí atraída por la enorme personalidad de Pepi.
Era una chica de la ciudad, cuyo padre, médico, había sido destinado a un hospital. Se iniciaba en mi propio curso y, además, compartía mi pupitre.
—Me llamo Pepi —me dijo—. Pienso ser médico.
—Ah.
—¿Tú qué vas a ser?
—Dependienta.
—¿Dependienta? Si dicen por aquí que estudias como una loca.
—No pasaré de COU.
—¿Es que tus padres no pueden pagar tus estudios? Si, además, tienes beca.
—Quiero trabajar.
«Sentí» que con Pepi podía hablar, lo cual ya era para mí una novedad.
Diré, antes de continuar, las muchas cosas que pasé por alto y que maldito si merece la pena mencionar, porque todas partían de la enorme añoranza de mi padre.
Pepi, contra viento y marea y pese a mis largos silencios, a mi introversión y hermetismo, se hizo mi amiga.
Sí, así como suena.
Fuese porque no conocía a nadie.
Fuese porque, por ser más lista que yo (que no más inteligente), se pegó a mí como una lapa.
Me llamaba por teléfono.
Y mamá me decía con acento feliz:
—Vaya, tienes una amiga.
Yo solía lanzar un «Bah» y continuaba en silencio con mis cosas.
Un día Pepi me invitó a su casa.
Era preciosa.
Enorme, y estábamos solas.
Me dijo confidencialmente:
—¿Sabes? Mi madre no está casada con mi padre.
—Oh.
—Ese señor tan simpático que ves por ahí es mi segundo papá.
Yo, rabiosa, dije:
—Será el segundo marido de tu mamá.
—Sí. ¿Y qué?
—¿Le amas?
—Claro.
—¿Y tu papá?
—Lo veo los fines de semana. Está casado con una señora estupenda, que es muy simpática.
Yo no entendía.
Aquel galimatías, para mí, era desorbitado.
—Me da una cantidad a la semana —añadía Pepi—, y no veas las cosas que puedo hacer con ese dinero.
—¿Y no te importa que tu mamá esté casada con un señor que no es tu papá, y tu padre lo esté con una señora que no es tu madre?
—¿Y qué? Yo algún día haré igual, ¿no? Si no me gusta el marido que elija…
Ya teníamos dieciséis años, sabíamos las dos demasiadas cosas.
Yo empezaba a entender que mi situación, a fin de cuentas, era mejor que la de Pepi, porque no tenía segundo papá.
Pero me faltaba el primero.
Y eso sí que no lo había olvidado. Un día Pepi me dijo:
—Mañana no tengo que ir con papá y su esposa, porque se van de montaña. ¿Salimos solas por ahí? —Nunca he ido sola —dije, y era cierto. Pepi se alzó de hombros.
—Pues ya tenemos edad. ¿Te has mirado al espejo? No, pocas veces.
Casi nunca, y de forma recreativa o analítica jamás. —No —dije. —Pues mírate.
Y me puse ante el espejo de su cuarto.
Me vi esbelta, frágil, rubia, con formas ya más que incipientes.
Ojos azules enormes.
—¿Qué tal? —me decía Pepi, que ahora sé, ya tenía sus primeros pinitos amorosos.
—Bueno…
—Eres muy linda.
—Bah.
—¿No te importa?
—No demasiado.
—Pareces tonta —y bajando la voz—. Yo sé de una discoteca… ¿Vamos?
No.
No quería iniciarme como mujer.
Me empeñaba en ser niña de ocho años, con el mismo resentimiento de entonces, con la misma pena.
Con auténtico dolor.
Mí padre, mi padre, que no se había borrado jamás de mi cerebro, de mi recuerdo, de mi corazón.
Nada de eso sabía Pepi, y es que ella era feliz a su manera.
—Mira —dijo confidencialmente—. Chema me espera.
—¿Chema?
—Es un chico.
—¿Con chicos?
—¿Y qué esperas, mujer?
No fui.
No podía.
Pero Pepi añadió con la misma voz siseante:
—Me acosté con él.
Aquello sí que era para mí el colmo.
—Y no sabes lo bien que se pasa.
No quise oírla.
Y, más que nunca, en mi mudez me refugié en mi casa.
Como, además, ya nos habían dado vacaciones, mamá me abordó preguntándome:
—¿Es que ya no tienes esa amiga?
—No.
—¿Y por qué?
—No me gusta.
—¿Y qué te gusta a ti?
—Nada. Es decir, sí, cuando el año próximo termine COL), búscame trabajo.
Mamá me miró largamente.
Estaba dolida.
—¿No irás a la Universidad, Anita?
—No.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Es decir, que todo mi esfuerzo no sirvió de mucho.
—Yo no te pedí esfuerzos.
Sé que era injusta.
Muy injusta.
Pero entonces no lo entendía así.
—Está bien —aceptó mamá sin expresión definida en la voz—. Pediré una colocación para ti el año próximo.
—Eso es.
Me había quedado sin amiga, pues Pepi, después de aquello, si bien me llamaba por teléfono de vez en cuando, ya no me invitaba a salir.
Y es que yo no deseaba salir.
Ese verano fuimos, como cada mes de agosto, a la costa de Alicante.
Me encerré más que nunca.
Y es que sabía demasiadas cosas de la vida. No por haberlas vivido, pero sí por haberlas visto y oído.
Ya tenía edad para darme cuenta (y de hecho lo hacía) de que mamá no tenía amante ni amigo sentimental. Trabajaba, ganaba para mí, me compraba cosas.
¿Sabría mamá cuándo me había perdido?
Sin duda el día que me dijo que papá no volvería.
Yo seguía psicológicamente enferma, echando de menos la protección del padre, el amor, la orientación.
¿Tenía mamá la culpa?
Ya sé que no.
Y poco a poco lo iba entendiendo así, porque la veía hermosa, porque era aún joven, porque ganaba dinero y, en vez de ayudarme a mí, podía haber rehecho su vida.
Fue un mes de agosto desesperado, porque yo salía poco, nadaba algo, corría por la playa y retornaba a la torre. Mamá, en cambio, tenía amigos. ¿Amigos? Nunca conocí a ninguno determinado, salvo que fuera algún esposo de sus amigas, y ya iba entendiendo que mamá no era de ésas.
Al iniciar de nuevo el curso, me encontré con Pepi.
Y con gran desenfado me dijo:
—Sigo con Chema. Hemos cometido una pifia, pero lo arreglamos en Londres.
¿Londres?
Yo sabía bastante de eso por haberlo oído.
—¿Qué has hecho en Londres?
—Mujer, abortar…
—Oh.
—Fue facilísimo. Chema tiene dinero.
—¿Y lo saben tus padres?
—¿Por qué han de saberlo? Ellos viven su vida, ¿no? Yo vivo la mía.
Odié a Pepi.
Y la odié por haber desbaratado algo hermoso. Un hijo.
Fuera de quien fuera, era un hijo suyo.
¿Cómo podía destruirlo así, con tanto desenfado?
Empecé a entender a mamá.
A admirarla en silencio.
Pero, aun así, le pregunté a Pepi:
—¿Y Chema?
—Seguimos. Seremos médicos los dos.
—¿Y el hijo?
—Cuando terminemos y podamos, sí; ahora es imposible.
—¿No…te dolió?
—¿Dolerme, qué?
—Deshacer algo tan bonito.
—No seas mema, Anita, por el amor de Dios…
Y a mí me pareció irreverente que nombrara a Dios en aquel caso concreto.
Esa noche, cuando retorné a casa, besé a mamá. La besé espontánea.
Y es que la admiraba tanto, que ya no podía admirarla más. Ah, pero eso sí, seguía echando de menos a mi padre. Un padre ya desconocido.
Pero un padre evidentemente psicológico que vivía en mí. De ahí, todo mi destino posterior…
Capítulo Dos
Fue un año pasivo, indiferente, Pepi, lógicamente, dado su deficiente intelecto, había suspendido. Quedó repitiendo tercero de BUP. Yo, en cambio, pasé a COU con dieciséis años, y es que por la fecha de mi nacimiento podía ocurrir.
Seguía sin amigas, y pese a cuanto, en silencio, empezaba a considerar a mamá, maldito si se lo demostraba, salvo aquel beso que le di aquel día. Mamá no se metía en mi vida. Ahora sé que me observaba en silencio y que le dolía como nada mi hermetismo.
No me daba cuenta aún, pese a cuanto sabía o imaginaba de la vida, de lo mucho que mamá sufría por mi modo de ser, pero eso era inevitable.
Y así, pasivamente, en silencio, introvertida, terminé COU con brillantez.
Las cosas, entonces, se plantearon firmemente entre mamá y yo.
—Bueno —me dijo mamá antes de iniciar las vacaciones de verano en la torre que alquilábamos en Alicante—, yo estimo que, como persona mayor que ha vivido, sabe y tiene vivencias positivas y negativas, me obligo a darte un consejo.
No parpadeaba.
Me refiero a mí, que para entonces era una chica de diecisiete años recién cumplidos, espigada, esbelta, bonita, no muy alta, muy femenina.
Me sabía bonita, pero eso, maldito si me importaba demasiado.
Mamá, en cambio, debía de tenerlo muy en cuenta.
—El consejo es que te matricules en la Universidad y elijas la carrera que te apetezca.
—Te he dicho en todos los tonos que no pasaré a la Universidad.
—Anita, razona, sé comprensiva, sé madura. Asume tu deber. Yo soy encargada jefe de los grandes almacenes, gano más dinero del que podemos gastar las dos. Tengo ahorros. Es más, te diré que el año pasado compré la buhardilla. Es nuestra. Y la compré porque está céntrica y, además, le tomé afecto, la decoré a mi manera y es preciosa. Siendo así, me parece que debieras aprovechar la oportunidad que te ofrezco.
Lo sabía.
Pero yo estaba tan emperrada en trabajar, ganar dinero y ser independiente, como seguía añorando los años que pasé con mi padre.
—Quiero trabajar —le dije rotundamente.
Y mi personalidad ya se perfilaba irreductible.
—¿Es ése tu deseo?
—Sí.
—Te dolerá después.
—Eso será cosa mía, mamá.
—Oye, Anita, ¿de qué me culpas?
Ya de pocas cosas. Casi de ninguna.
Pero ello no evitaba que siguiera añorando la vida de mi padre junto a mí, y, si bien no la culpaba a ella, me dolía tener que odiar a mi padre.
—De nada, mamá —dije, no obstante.
—Yo no rompí lazos, Anita.
—Tú te separaste.
—Un día te darás cuenta de que, entre vivir en guerra constante y una separación, lo último es mejor, aunque duela.
No se lo discutí.
¿Para qué?
No entendería mi síndrome, mi complejo.
O, al menos, eso creía yo.
—Está bien —decidió, después de una larga discusión que no merece la pena repetir—. Entrarás de dependienta en los grandes almacenes. Pediré puesto para ti tan pronto regresemos a la capital. Tengo bastante buen cartel y puesto relevante como para que me oigan.
—Gracias.
Eso fue todo.
Sin embargo, mi vida en la playa de Alicante continuó en solitario.
Claro que me seguían chicos, pero como si nada. No me interesaban.
Eran demasiado jóvenes.
No me gustaban en absoluto.
Ni sentía interés, ni amor y mucho menos deseos de conversaciones frívolas.
Me dejaron por imposible.
Mamá solía decirme:
—Andas demasiado sola. Esos chicos de la pandilla son hijos de amigos míos.
Como si nada.
O quizá peor.
Una cosa ya tenía clara.
Mamá no vivía de amantes, no tenía hombres fijos.
Vivía.
¿Si hacía el amor?
Me importaba un rábano.
A tales alturas hacer el amor era casi, casi, como tomarse un helado.
Mamá era joven y bonita, y su forma de vestir, moderna y deportiva. Estaba muchas veces entre gente de su edad y reía. Era una mujer alegre, abierta, moderna.
En silencio empezaba a admirarla mucho.
En alta voz jamás lo dije.
Y si se acostaba no me importaba nada. Era cosa de ella. Yo ya sabía entonces que las parejas jóvenes hacían el amor con suma facilidad, pero yo no me consideraba una más de ellas, porque no me apetecía.
En cambio, sí descubrí una cosa que en cierto modo me asustó, casi me traumatizó.
Me gustaban los hombres mayores.
Sí, sí, los esposos de las amigas de mamá, y por eso me encerraba más en mí.
Leía tanto que ya no había libro en las torres próximas que yo no hubiese leído. Mamá ya sabía entonces que el mejor regalo para mí era un libro. Igual leía una novela sentimental de evasión, que un clásico o una obra policíaca. El caso era entretenerme. Tumbarme en mi lecho y distraerme.
Hoy, la definición más acertada sería «evadirme».
¿De qué?
¿Aún de aquel síndrome de falta de padre?
Fuera como fuese, regresamos a la capital de provincia y mamá volvió a su trabajo. Pero también volvió a la carga:
—Estás a tiempo de matricularte en la Universidad. Puedo pagarte la carrera que gustes.
—Quiero trabajar.
—De acuerdo.
Ya no hubo más.
Un mes después entré como dependienta en la sección de perfumería de los grandes almacenes. Vestía un uniforme azul, con un monograma en el bolsillo. Así veía cómo mamá mandaba en todo el mundo y me trataba a mí como una dependienta más, sin disculparme un fallo.
Bueno, tampoco eso me importaba.
Lo que sí deseaba era ganar dinero, irme a vivir sola y hacer lo que me diera la gana, que, además, para mayor irrisión, no era nada del otro mundo. Mantener viva mi soledad.
Y fue entonces cuando conocí a Carlos Guzmán.
Mamá siempre se quedaba en los almacenes haciendo cuentas con el jefe de personal.
Yo salía con las demás y habitualmente entraba en un pub a tomar algo. Solía ser un bocadillo y una cerveza.
En el mismo pub había una sala de fiestas en los sótanos. Se oía la música que venía de allí.
Mis compañeras, por lo regular, se deslizaban escalera abajo y bailaban con sus amigos, novios o ligues.
Yo jamás bajé aquellas escaleras.
Solía encaramarme en una banqueta y pedir mi cerveza y mi bocadillo. Tanto es así que el camarero ya me conocía y me lo ponía incluso sin pedírselo.
Para entonces también fumaba.
Sí, me enseñó Pepi.
Por cierto, que no volví a ver a Pepi en mi vida.
Mi ambiente y el suyo eran muy distintos. Así que la olvidé como se olvidaba un alfiler. Y sus problemas de abortos y divorcios de sus padres me tenían sin cuidado. Mi vida era y siguió siendo en solitario, lo cual debía disgustar mucho a mamá. Mis compañeras de trabajo, después de invitarme una y mil veces, me dejaron por imposible.
Y así, a lo tonto, conocí a Carlos.
Aquí debo ser más cautelosa y explícita, porque Carlos lo significó todo en mi vida.
No como se piensa, no.
Era un tipo formidable, mayor.
¿Años?
Los que a mí me gustaban.
¿Porque me imaginaba que papá tendría los mismos?
Puede, puede que sí.
Bueno, ahora yo lo sé seguro.
Yo gustaba de los hombres maduros, de canas perdidas en el pelo, alguna arruguita en la frente, altos y fuertes como papá.
O como yo me imaginaba a papá.
Ese día Carlos se acercó, indiferente a mi presencia. Pidió un whisky.
Era tarde ya. Anochecía. El invierno no era precisamente muy cálido, sino todo lo contrario.
Yo recuerdo que vestía un pantalón de pana y pelliza, y una enorme bufanda amarilla de fina lana me rodeaba la garganta y caía de lado a lado.
Tras haberme comido el bocadillo y tomado media caña de cerveza me apeteció fumar.
Lo hacía delante de mamá. Ella me había advertido, porque no fumó nunca:
«Algún día te pesará.»
No me estaba pesando aún.
Y cuando iba a encenderlo, una llama surgió ante mí. Miré.
Era él.
—Por favor —me dijo.
No dudé.
Estoy segura de que si hubiese sido un jovenzuelo, no le hubiese aceptado el gesto, pero era un señor maduro, elegante, interesante…
Papá podría ser así, ¿no?
Después de aquellos años…
—Gracias —dije.
Y acepté la lumbre.
—Me llamo Carlos Guzmán.
Yo le dije mi nombre.
—Soy Anita Pereira.
—¿Sola? ¿Esperas a alguien?
—No. Vengo todos los días, después de salir de los almacenes de al lado, donde trabajo.
Cosa rara.
Yo no era comunicativa, y con aquel tipo lo estaba siendo.
—Yo soy industrial de café —me dijo él— y también suelo venir por aquí.
—Ah.
—Eres muy joven.
—Sí.
—¿Cuántos años tienes? No es galante preguntarlo, pero hay edades que lo permiten.
—Diecisiete.
—¿No me preguntas la mía?
—¿La edad?
—De eso hablamos, ¿no?
—No me interesa.
—¿Qué cosas te interesan?
—Pocas.
—Pues eres muy linda.
—¿Y qué tiene eso que ver?
—Tendrás novio.
—Pues no lo tengo.
—Es rarísimo.
—Tal vez.
—¿Algún desengaño?
Le miré.
Moreno, guapísimo, ojos negros, hebras de plata en su pelo.
Alto y fuerte.
Deportivo.
Me gustó.
Me gustó muchísimo.
Sentí no sé qué.
—Claro que no.
—Lo dices con una fuerza…
—Es que no lo he tenido nunca.
Bebía su whisky y me miraba por encima del alto borde del vaso. Sus ojos de mirada dulce, de expresión cálida.
Me gustó.
Me sentí a gusto, realizada.
—Dichosa tú —dijo.
—¿Por qué?
—Porque, en cambio, yo soy un desgraciado.
—Oh.
—En todo, menos en mi profesión de comerciante de café. Me va bien en el negocio, pero en todo lo demás, nada de nada.
Eso me llenó más.
Te sientes casi protectora de un tipo maduro desgraciado.
—¿Te dejó la novia?
—No, qué va… Es que soy casado y no tengo comunicación con mi mujer. Estoy a punto de divorciarme.
No me desilusioné.
Pero sí me hizo pensar un montón de cosas.
Él, antes de que dijera ninguna, me siseó:
—¿Te apetece bailar abajo?
Jamás había bajado. Sin embargo, de repente me apeteció bailar con aquel señor, que, además, sin rubor y con dolor, confesaba ser casado e infeliz.
¿Qué me ocurría?
No me lo pregunté.
Deseaba sentir sus brazos en torno a mi cintura.
Y sólo eso.
Me fui a bailar con él y bailé pegada a su pecho.
Después nos sentamos en un rincón.
Yo estaba encendida, emocionada.
Feliz al fin de hallar algo que tenía tanta afinidad conmigo y no sé aún por qué.
¿Para otra vez?
Sin duda.
—Mi mujer y yo no nos entendemos. Estoy deseoso de formar un nuevo hogar, pero sincero y verdadero. Soy hogareño, amante, fiel… Mi mujer, en cambio, es mundana, le gusta salir de noche. No hay entendimiento posible. Menos mal que ahora el divorcio da soluciones.
¡Qué sé yo cuántas cosas dijo!
Yo le oía embobada, dichosa de hallar en mi vida un aliciente a mi gusto.
—Tengo cuarenta años mal cumplidos. Y toda la vida por delante —me decía cuando, en su auto, me conducía a mi casa—. Te aseguro que me muero por formar una nueva familia.
—¿Y tienes hijos? —le pregunté yo.
—Dos. Pero ni me miran ni les intereso. Ellos viven como gustan… Cada cual va a su manera. Yo siempre digo que la persona que hace hogar es la esposa, y la mía no hace nada de nada.
Me besó en la boca al despedirme.
¡Mi primer beso!
Un delicado, reverencioso beso.
Sentí que le adoraba, por desgraciado, por arrogante, por bien vestido, por mayor y por delicado.
Si yo sabía ya tanto de la vida por haberlo visto y oído, aquel hombre me respetaba al máximo. Me miraba con adoración, me cuidaba como si me protegiera.
Todo, todo lo que yo buscaba.
No le dije nada a mamá. Ella estaba ya de regreso cuando yo llegué y tenía la mesa puesta con dos cubiertos.
A su lado sentí que la comprendía mejor.
Pero no le dije nada referente a mi nuevo conocimiento, a mi amigo Carlos.
Pero mamá me dijo:
—¿Quién te ha traído? Te estaba esperando y vi un auto aparcar ante la acera.
—Un amigo.
—Ah —iba fina y bien vestida, delicada al máximo, de un lado a otro sirviendo la comida—. ¿De la tienda?
—No.
—¿No?
—Pues no.
—Al menos —me dijo sentándose— tienes amigos. Eso ya es importante.
No dormí esa noche, pensando en Carlos, en su delicadeza, en su forma de comportarse, en su protección, en su sinceridad.
—Ten cuidado —me dijo mamá mientras le ayudaba a recoger en la cocina— con los nuevos amigos. Eres una chica muy linda y muy ingenua.
Era linda, ya sabía. Y, además, pensaba mirarme más esa noche.
Pero ingenua…
Bueno, también lo era.
Pero menos de lo que mamá suponía.
Esa noche me miré desnuda.
¿Irreverente?
¿Inmoral?
No quería pensarlo, pero sí quería, y lo estaba haciendo, conocer mi cuerpo, mis formas, mi madurez.
Y pienso que era madura, pese a lo que mamá supusiera.
Y era madura, porque el sufrimiento, los complejos, los síndromes maduran.
Yo era, al menos, madura moralmente. Esperé anhelante al día siguiente.
Y es que deseaba ver a Carlos.
Y le vi, claro.
Cuando salí de los grandes almacenes me esperaba sentado al volante de su auto. Ese día me dijo: —No tomamos aquí la caña. Nos vamos a otro lugar.
Y nos fuimos.
No me pidió hacer el amor ni abusó de mí en ningún sentido.
Su delicadeza me maravilló.
Me invitó a cenar en un restaurante de la periferia, muy elegante.
Estuvimos conversando.
Sobre mí, sobre él, sobre su situación que era a todas luces desesperada.
—El negocio —me dijo— es de los dos. Lo montamos cuando nos casamos. Ya sabes, ¿no? Cuando uno se echa novia jovencito, la deja embarazada, se casa y punto final.
—¿Eso te ocurrió?
—Eso.
—Y tu esposa, ¿por qué no te deja?
—Y qué más le da a ella. Vive, se divierte, tiene amigos, es mundana… Yo soy la víctima de una situación demencial.
—Pero después del primer hijo has tenido otro.
—¿Y por qué no? La relación aún tenía algún aliciente. Después, en seguida, ya no. Me siento solo, desolado, desangelado.
—Tus hijos ya serán mayores.
—Claro.
—¿Qué edad tiene tu mujer?
—La mía. Si te digo que voy por casa raras veces…
—¿Y no te lo reprocha?
—Si para ella, ya no soy nadie…
—Divórciate.
—Es lo que estoy intentando, y mi mujer prefiere vivir la comedia sin escándalo. Ya sabes cómo son esas cosas. Tengo que convencerla.
—¿Y tus hijos qué dicen de todo eso?
—Nada. Les importamos un comino. Ellos viven a su aire. Nuestra situación no les afecta en absoluto.
Así fuimos viviendo.
Y así nos vimos a diario.
Nos encontrábamos siempre en el mismo sitio, por lo cual no era de extrañar que mamá se enterara. ¿Qué quién se lo dijo? ¡Qué más da! Una noche, dos meses después, mamá me abordó.
Y me abordó directamente, sin tapujos, como un día hiciera con el asunto de la marcha de papá.
—Anita, sé que sales con un hombre casado, mayor.
La desafié.
—¿Y bien?
—Mira, es cosa tuya. Yo no te crié para eso, pero, si tú deseas lo que estás teniendo, ya lo lamentarás… Por favor, si quieres un consejo…
—No, mamá.
—¿Es que le amas?
—En cierto modo me llena, me atrae, me protege, es delicado y jamás ¡jamás! me faltó al respeto.
Mamá fue directa.
Me di cuenta de cuan actualizada estaba.
—¿Te acostaste con él?
—No —casi grité.
—Estás a tiempo. Es casado, déjalo.
—Me realizo a su lado.
—¿De qué modo? Porque la realización tiene dos vertientes, moral y física.
—Moral, mamá.
—¿Le amas?
—Ya te digo…
—No has dicho, Anita.
—Pues te digo que a su lado me siento bien, su delicadeza, su falta de todo interés sexual. Su exquisitez…
—Esos hombres saben demasiado y cuando ven la fruta madura, la muerden.
—No me ha mordido aún —dije rabiosa—. Y tampoco lo deseo.
—Si no deseas esa comunicación, ¿qué te une a él?
—Tal vez su madurez, su delicadeza, su protección.
—No es tu padre, Anita.
Daba en el clavo.
¿Buscaba yo la figura de mi padre en Carlos?
Porque no estaba segura de amarle, sólo sabía que a su lado me sentía feliz.
¿Era eso amor?
¿Era pasión?
Mamá añadió con íntima ternura:
—Ten cuidado, Anita. Yo no voy a gobernar tu vida, pero sí te quiero orientar. Debo hacerlo. No sé quién es ese señor. Ni lo conozco. Ni lo he visto. Pero si buscas la protección de tu padre perdido, estás flameando en peligro. Yo quiero tu felicidad y la deseo con todas mis fuerzas. Y he luchado por ella día a día. Pero, ¿quieres que sea más clara? ¿Más dura, más audaz en mi exhaustiva explicación? Cuando tú tengas su edad, él tendrá el doble, es decir, sesenta años. Tú estarás en lo mejor de la vida. ¿Le vas a engañar?
—¡Mamá!
—Te lo pregunto. Vale más vivir sola que mal acompañada, y vale infinitamente más tener amores, que una infidelidad a sabiendas.
—No te entiendo.
—Si él se divorcia, como tú aseguras que hará, y si te lleva veintitrés años, le engañarás, y es la peor situación que puede vivir una mujer. Él no podrá hacerte feliz físicamente.
—Yo soy espiritual.
Mamá me miró desconcertada, incrédula.
—¿Estás segura?
—Lo soy. Admiro y reverencio.
—¿Y le amas?
—Le quiero.
—Querer no es amar, Anita.
—¿Fue lo que te pasó a ti con papá?
—Por favor, eso es agua pasada… ¿Por qué centrar todo en eso?
—Yo quiero a Carlos.
—Pero no lo amas.
—¿Y quién te lo ha dicho a ti?
—Pues verás, verás, no sé cómo decírtelo. Pero si no te acostaste con él es que no lo deseas, y correr el peligro de que él, con su madurez, sus años y experiencias esté preparando el terreno para un día, zas…
—¿Y bueno?
—Anita…
—¿Y bueno, mamá?
—Nada, nada, si es esa tu dicha, pues ve a por ella, pero te advierto que te dolerá.
Medité sobre ello.
Pero no mucho.
La delicadeza de Carlos era cada día mayor. Me sentía segura a su lado, protegida, amparada. ¿Si le amaba? No me lo pregunté.
Y es que no sabía.
Vivía de sus delicadezas, atenciones… Nunca, jamás, había sospechado yo que un hombre así se me presentara en mi vida como oportunidad para realizarme.
No obstante, jamás, ¡nunca!, me pidió que me acostara con él.
Me besaba, me miraba, me protegía.
Yo sentía dulzura, necesidad de comunicación con él. Pero nunca deseaba irme a la cama.
Eso no.
Y así, mamá me decía cada día:
—Ten cuidado, Anita. Yo no estoy en contra de nada y en cambio estoy siempre a favor de todo, pero… tú eres especial. Es hombre casado pero, ¿sabes realmente si piensa divorciarse?
Yo quería estar segura de ello.
Capítulo Tres
Así, oyendo los consejos de mamá, viviendo junto a Carlos cada día, queriéndole cada vez más, llegué a la mayoría de edad. ¡Dieciocho años!
Podía, sin duda, irme de casa. Pero Carlos nunca me lo pidió. Mi relación con él era, sin duda, la previa a un matrimonio cuando él legalizara la situación actual, matrimonial. Cada día lo veía más deprimido, y más gusto me daba poder consolarlo.
Veía menos a mamá y es que llegaba a casa tarde, o mamá había salido, dejándome la comida en el horno de la cocina.
Evidentemente, mis relaciones con Carlos, a quien mamá no conocía, ni Carlos parecía deseoso de conocerla a ella, eran cada día más tiernas, más delicadas. No puedo culparlo de nada concreto.
Sólo una vez me pidió si salíamos juntos fuera de la ciudad un fin de semana.
Pero yo no me sentía con fuerzas.
No deseaba mayor intimidad de la que tenía. ¿Si lo amaba? Sin duda, pero no asociaba mi amor a una intimidad plena.
De una cosa me iba dando cuenta. Mamá salía más, parecía evadirse de la responsabilidad que fue durante toda su vida mi existencia.
La veía mucho por los almacenes con el jefe de personal. Un tal Román Salinas, que, además de jefe de personal, se decía era accionista y un mandamás del negocio. Era un tipo alto, de unos cuarenta años escasos, bien parecido, siempre impecable.
Mamá y él tenían amistad, qué duda cabe.
¿Amistad sexual?
En eso no entraba, y no entraba porque tampoco permitía que mi madre entrara en la mía.
Sabía, eso sí, que Román Salinas era soltero, rico, y buena persona. Podría ser un segundo buen esposo para mamá, si bien yo tenía entendido que mamá detestaba el matrimonio, pero, dado como era de abierta, de moderna, de actual, no descartaba que se acostase con Román, lo cual también, dicho en verdad, me parecía natural.
Nos íbamos separando espiritualmente, y es que, en su fuero interno, mamá estaba en contra de mis relaciones con Carlos Guzmán, hombre casado al fin y al cabo, que tenía más del doble de mi edad y que no terminaba de legalizar su situación.
Un día Carlos me dijo.
—Tengo un apartamento por aquí cerca. Si quieres tomar una copa allí.
No.
Eso no me apetecía.
Pero, en cambio, sí que disfrutaba a su lado, con sus ternuras, sus delicadezas.
—Estoy locamente enamorado de ti —añadió.
—No estoy preparada para una intimidad —le respondí yo.
—Eres mayor de edad. Podíamos formar una vida juntos.
—¿Y tu familia?
—¿Pero la tengo? Si no cuentan conmigo para nada. Les importo un rábano. Mi hijo vive a su manera, se pasa la vida por Ibiza, Marbella… Mi hija, ni se entera de que existo. Y mi mujer debe de tener seis amigos diferentes cuando le apetece.
—Pero, para arreglar esas cosas, está el divorcio.
—Evidentemente, sí. Y en eso estoy.
—Hace cerca de un año que estás en lo mismo.
—¿Y qué quieres que haga cuando el dinero anda por medio? Toda la culpa la tiene el dinero.
Yo no entendía.
Pero él, amable y seductor, me lo explicaba:
—Un negocio como el mío, completo, es un buen negocio. Si tengo que venderlo para darle a mi mujer la mitad, es nada. Por eso estoy tratando de vender un caserón que tengo en un pueblo, y con el producto de la venta quedarme yo con el negocio del café.
—¿Tardará mucho, Carlos?
—Pienso que en dos meses todo quedará solucionado.
No quedó.
Llegó el verano, y mamá me abordó:
—¿Qué harás este mes de agosto?
—Pensaba quedarme.
Y es que prefería que mamá se fuera sola, pese a lo que en silencio empezaba yo a admirarla, pero también sabía que antes me mataban que confesarlo. Las razones tardé mucho tiempo en comprenderlas.
—No voy a ir de vacaciones.
Mamá estaba muy seria.
¿Cuántos años tendría mamá entonces? Si se casó a los diecisiete y yo tenía dieciocho y nací al año de casada… tendría treinta y seis, y digo, en verdad, que no aparentaba ni veinticinco, así de hermosa, conservada y moderna estaba.
No me dolía eso. ¡En modo alguno! Pero sí me dolía que no se diera cuenta de que yo necesitaba a Carlos, y que tan pronto se divorciara me casaba con él.
—Lo cual —replicó mamá sin inmutarse en apariencia (ahora lo sé)— me obliga a mí a asarme en esta capital.
—Eres dueña de hacer lo que gustes.
—Anita…
—Mamá, yo no puedo ni quiero retenerte. Tienes todo el derecho del mundo a vivir tu vida, como yo vivo la mía.
—La tuya es equivocada, Anita.
Yo entonces solté la lengua.
Ya sé, ya sé que hice mal. Pero… ¿quién es capaz de contenerse cuando la ira le roe dentro?
—¿No lo estarás tú con Román?
Noté su sobresalto, su pena.
Se me encogió el corazón.
¿Quién era yo, a fin de cuentas, para echar nada en cara a mamá?
—Román es libre —dijo sin darme más explicaciones, pasado el primer impacto de estupor— y yo también. Estoy legalmente divorciada.
—¿Y qué?
—Carlos, ese Carlos tuyo que no conozco ni deseo conocer, es casado y desde hace casi un año está asegurando que se divorcia de su esposa. Pues te diré que hoy el divorcio se tramita en poco tiempo, si uno está dispuesto a hacerlo.
Y, sin que yo dijera nada, pues en el fondo me sentía avergonzada, ella añadió:
—Además, Román y yo somos compañeros, amigos, pero sólo eso. Ni él ni yo hemos pensado aún en legalizar nada.
Esa noche se fue a la cama dolida, triste, sin darme el beso de cada día cuando se hallaba en casa.
Al día siguiente era domingo. No tenía prisa alguna de levantarme.
Había quedado con Carlos a las cuatro, y si bien no pensaba ir a su apartamento, sí que había decidido comer con él por la noche e irnos después a una discoteca a bailar.
Pero mamá apareció en mi alcoba hacia las once y levantó las persianas.
Recuerdo que me despabilé enojada por sentir la luz en mis ojos. Un sol deslumbrador. Mamá vestía de sport. Un pantalón blanco estrecho en los tobillos. Una camisa negra de manga corta y sin collares ni adornos. Calzaba mocasines negros. Estaba guapísima. Nadie le calcularía más de veintiocho años. En la mano tenía una bolsa de playa.
No había mar en la capital donde vivíamos, pero sí pueblos cercanos preciosos, con mar abierto, rocas y arena.
No he dicho aún que ya tenía coche. Me refiero a mamá. Un utilitario de cuatro plazas que manejaba ella.
—¿Puedo hablarte antes de irme, Anita?
Yo no quería.
Detestaba los diálogos, salvo que provinieran de Carlos.
Pero, aún así, me desperecé y me senté en la cama, recostándome sobre las almohadas.
—Me voy a la playa y no regresaré hasta la noche.
No le pregunté con quién.
Ya lo sabía.
En los grandes almacenes nadie ignoraba que mamá y Román se entendían.
¿Hasta extremos íntimos?
Pues, allá ellos.
De cualquier forma que fuera, ambos eran queridos y respetados y nadie decía ni pío sobre su modo de vivir. Además, me parecía natural que mamá viviera como le apeteciese, pero, eso sí, que no se inmiscuyera en mi vida privada.
Era mayor de edad y podía hacer lo que gustase.
Y lo único que a mí me gustaba era estar con Carlos todas las tardes después de las siete. Antes ni yo podía ni podía él, porque yo trabajaba en los grandes almacenes, y él llevaba su negocio de café.
—Anita —y mamá tenía voz solemne cuando se sentó en una butaca enfrente de mi cama y dejando su bolsa de baño a los pies—, debo decirte algo muy importante.
—Di, si gustas y no tienes prisa.
—La prisa, para mí, sólo eres tú.
Lo sabía.
Pero algo dentro de mí me privaba de reconocerlo.
—Todo lo demás —añadió mamá— tiene espera. Tú, en cambio, no la tienes.
—Te refieres…
—A esas relaciones.
—Yo quiero a Carlos.
—Pues ésa es la cuestión, Anita. Yo también quería a tu padre.
Me tensé.
Sentía que la sangre me hervía.
¿Lo quería y lo había dejado irse, abandonándome a mí, que era todo su afán y su rigor?
—Verás —añadió—, es que el cariño es diferente al amor. Tu padre y yo nos casamos enamorados. Éramos inmaduros. Demasiado jóvenes. No nos dimos cuenta de que sentíamos un deseo pasajero, que en aquella época sólo se saciaba casándose. Te hablo así para que no tengas miedo de decirme si tú sientes igual o si es superior. Un día tu padre y yo nos dimos cuenta de que el amor no existía, pero que el cariño que nos profesábamos no era suficiente para la convivencia.
—Mamá…
—No, no, déjame terminar. Y eso que te digo es teniendo en cuenta que ambos éramos jóvenes, pletóricos, casi de la misma edad. Imagínate a una joven de fu edad casada con un señor mayor. Y la vida física, Anita, tiene tanta importancia como la psíquica en la pareja. Cuando tú estés deseando vivir de verdad, ese hombre que te corteja y que, además, aún sigue casado, será un viejo cansado y sin deseo alguno de divertirse. Si algo hay penoso, inmoral y mezquino es el engaño, la infidelidad. O llevas la cabeza alta, sea como sea, o la tienes que ocultar siempre, si es que tienes conciencia.
—Yo quiero a Carlos —insistió.
Y es que, además, no sabía añadir otra cosa, porque mamá me apabullaba con sus razones. Razones que entonces yo no admitía.
—Es posible —dijo mamá, sin dejarme casi respirar— que yo sea culpable de todo lo que te está pasando, pero tampoco podía comprometer mi vida afectiva y amorosa sólo por ti, porque no podrás negar que te di amor, cuidados, atención al máximo. Por lo cual sabía, con esa visión que se tiene del futuro, que un día tú me dejarías a mí por otro hombre, y lo lógico era que tu padre y yo iniciáramos una vida por separado, porque el amor se había terminado.
Tampoco decía nada.
La miraba.
Y pienso que la miraba con más rencor que nunca, pese a la realidad, a lo que decía, que era totalmente racional.
—Y, sin deseo, sin amor, la vida en comunidad es un infierno insoportable —añadió mamá impertérrita, razonadora, lo reconozco—. Piensa eso, Anita. Dentro de dos o seis años, Carlos, que a fin de cuentas, repito, sigue casado, divorciándose todos los días, aunque, por lo visto, sea muy desgraciado, tú querrás vivir y él estará casado. Y si lo que buscas en él es el cariño del padre que te dejó, pues estás equivocada, porque un padre perdido nunca es un amante recuperado.
Se levantó.
Tomó la bolsa y se encaminó a la puerta.
—Mamá —la llamé.
Se volvió desde la puerta.
—Di.
—Yo quiero a Carlos.
—¿Te irás a vivir con él? —preguntó a quemarropa.
—Espero que algún día sí.
—¿Aún casado?
—Eso lo ignoro.
—¿Te has acostado con él?
—Jamás me lo pidió.
—Es muy listo.
—¿Decías, mamá?
—Nada, nada.
Esa tarde salí con Carlos, como tenía previsto. Mamá se había ¡do a una playa. Supongo que con Román o sus amigos, pero tampoco me importaba demasiado.
Carlos me esperaba en su auto y yo bajé a toda prisa.
Le conté la conversación sostenida con mamá, o más bien el monólogo que mamá había sostenido ante mí.
—Es lógico que una persona a quien le fue mal en su matrimonio desconfíe —dijo Carlos, mientras conducía.
—Pero no a todo el mundo le ocurre igual, ¿verdad?
—Pues claro que no. En el asunto de tus padres, la cosa estaba clara entre los dos. En lo mío es diferente. Se trata de dinero, de los bienes gananciales. Pero mi mujer es frívola; le importa un rábano que yo viva como me dé la gana.
Ese día Carlos estaba más cariñoso y protector que nunca, pero sí que, al final de la tarde, volvió a decirme:
—¿Vamos a tomar la copa a mi departamento?
No me sentía con fuerzas, con ganas.
Yo le quería.
Pero… ¿le deseaba?
Era mi pareja, mi novio, quizá mi futuro marido, pero… ¿deseaba yo realizarme sexualmente con Carlos Guzmán?
No lo sé.
No lo supe nunca.
Siempre, hasta conocerme bien, dudé de ello.
—No estoy preparada.
—¿Qué preparación necesitas, Anita?
—Conocerme más.
—¿No te conoces?
—No lo suficiente.
—Me amas.
Sí, puede, pero… ¿era amor?
¿Era ese amor encendido que te empuja, aunque no quieras?
No era así. Yo me sentía protegida, amparada, realizada como ser humano.
Pero como mujer, ¿deseaba yo acostarme con Carlos?
Suponía que sí, pero me daba miedo.
Y pensaba que, a mi edad, pocas chicas son hoy vírgenes.
Yo lo era.
¿Por convicción?
No, no; por temores, por educación o por lo que fuera. Y, más que nada, por falta de deseo enfebrecido. No sentía eso.
Tenía un amigo único, y ese amigo era Carlos. Todo lo demás me pasaba inadvertido. Sin embargo, Carlos era amable, amante, delicado al máximo (¿tanto me conocía?). Dijo con suave acento: —Tengo un apartamento precioso.
Y se me ocurrió preguntarle:
—¿Y dónde vives con tu familia?
Dudó.
Pero lo dijo.
Y como yo nunca dudé de él…
—En la periferia, en un chalet precioso. —Donde apenas vas…
—Casi nunca. No encuentro a nadie. El servicio y basta. —¿Y tu mujer?
—Pasándolo divinamente en clubs, bingos, fiestas sociales… con otros amigos.
Lo admiré por tolerarlo.
¿Sería yo así de ingenua como decía mamá?
—Anda —insistió Carlos, amable y cariñoso—. ¿Vamos?
—Pues…
—Te prometo que tomamos una copa y punto.
Yo no podía.
No me sentía preparada.
Me daba miedo todo.
Tenerlo así, bueno. Tenerlo más, ¿era lo que yo buscaba?
No me imaginaba acostada con él, y eso que era guapísimo.
Interesante, siempre vestido de sport.
Impecable.
Amable al máximo, delicado, hasta extremos insospechados.
—Dejémoslo para otro día, Carlos.
Aceptó.
¿Qué podía decir yo de Carlos?
Era una gran persona.
Para mí, el mejor hombre del mundo.
El hombre que amaba de verdad.
¿No sería realmente ese cariño el que puede sentirse hacia un padre?
No pensaba en eso, si bien dicho queda que, en mi fuero interno, así era.
Fue esa noche.
Regresé a casa. Me ¡levó Carlos en su auto, me besó en la comisura de los labios, me dijo que me amaba más que a su vida, me acarició el pelo; yo le adoré.
Pero subí a casa.
Mamá ya estaba de regreso.
Sola, sí.
Vestía pijama y bata.
Parecía relajada en un sofá, frente al televisor.
Noté que respiró tranquila al verme llegar.
¿Qué temía mamá?
¿Que me fuera?
Pues no temía nada que no fuera a ocurrir en cualquier momento, porque un día me iría.
Viviría mi vida.
Al verme, sólo dijo:
—Te han llamado por teléfono.
No concebía quién.
No tenía más amigos que Carlos.
—¿Quién era?
—Dijo llamarse Basil.
—No le conozco.
—Pues ya te llamó dos veces.
—No comprendo.
—Dijo que volvería a hacerlo.
—Ah.
Y me fui a mi cuarto.
Mamá, para mí, cada día tenía más peso, más relevancia, pero también menos comunicación.
Entendía que todo partía de mi incomprensión, pero también de su parte había falta de confianza.
Y no era así.
No debía ser así.
Me rebelaba contra eso.
Me cambié de ropa en mi cuarto. ¿Qué me estaba pasando?
Me miré desnuda en el espejo.
Desnuda, sí, cosa que pocas veces, dos si acaso, había hecho.
Mis sinuosidades.
No es que creciera, que nunca mediría más de uno sesenta y pocos.
Pero era armoniosa, bella.
Yo misma lo reconocía.
¿Era yo erótica contemplando mi cuerpo? Era humana y sólo humana. ¿O no?
Me di una ducha.
Me puse un pijama corto de pantalón y casaca y nada más.
Hacía calor. Era verano.
Pronto llegaría agosto.
Mamá se iría, claro.
Yo me quedaría.
¿Deseaba quedarme?
Lo necesitaba.
Y fue cuando mamá me tocó en la puerta. —Anita, ese chico llama de nuevo.
Yo no conocía a nadie.
Y menos aún a un tal Basil. ¿De qué?
—Pásamelo, mamá.
Mi voz me sonó vacía, hueca.
Me senté en el borde de la cama.
Y así el auricular.
—Dígame —pregunté con voz que me parecía muy distinta a la mía.
Y es que las llamadas de desconocidos me ponían nerviosa.
—Hola —dijo una voz decidida, bronca, de hombre joven.
—Hola.
—¿Puedo verte?
—¿Verme?
—Te pregunto.
—Pues no sé a qué fin.
—Soy Basil.
—¿Basil?
—Guzmán.
Me estremecí.
¿Basil Guzmán?
¿Qué significaba aquello?
Tragué saliva.
—Sigo sin saber quién eres.
—El hijo de Carlos Guzmán.
Quedé tensa, lo juro.
¿A qué fin me llamaba el hijo de Carlos?
—No te conozco.
—Lo sé —y su voz era áspera, fría, despectiva—. ¿Puedo verte mañana?
—¿Para qué?
—Verte, hablarte.
—No entiendo.
—Me gustaría.
Seguía teniendo una voz áspera.
—No entiendo las razones.
—Tampoco es para explicarlas por teléfono.
Yo, en mi fuero interno, lo entendía así, pero no quería que nadie interfiriera en mi vida y menos el… hijo de Carlos.
—A las siete en tu casa, en el portal.
—Pero —mi asombro era tremendo—, ¿sabes dónde vivo?
—Lo sé todo.
—¿Todo qué?
—Todo.
—Pero…
—¿Nos vemos o no nos vemos?
—Pues…
—Si estás citada con mi padre, discúlpate. Por una vez… —Es que no veo la razón. —Te la daré yo. —¿Y por qué? —Ya veremos. —Mira, no.
—Mira, sí. Te lo suplico. —No comprendo las razones. —Claro, pero yo te las daré plenas. —¿Y por qué? —¿Quieres o no quieres? Quise. ¿Razones?
No las supe en seguida. Después sí.
—De acuerdo —terminé diciendo—. Bien. Mañana a las siete en mi portal, si es que sabes dónde vivo. —Sé. —Bien, pues eso.
Y colgué.
Me quedé confusa ante el auricular.
Cuando retorné a la salita donde mamá estaba tendida, aún seguía confusa. Desorientada. Desconcertada.
Y se lo conté.
No podía evitarlo ya. Era mi amiga confidente. Y sabía más que yo…
Eso lo tenía muy claro.
Capítulo Cuatro
Mamá se quedó tan confusa como yo. En realidad era la primera vez que hablábamos de mujer a mujer. En aquel momento sentía en mí la fuerza de una comunicación y me parecía que nadie mejor que mi propia madre.
—Nunca te pregunté qué edad tienen sus hijos —me dijo mamá, pensativa.
Yo encendí un cigarrillo.
Fumé muy aprisa, como si los nervios se apoderaran de mí.
—Por su edad pueden ser mayores.
—¿A qué llamas tú mayores?
—Pues no lo sé —confesé—. No recuerdo qué edad dijo que tenían. Pero, según parece, su esposa es frívola, vive su vida, tiene amantes y le importa un rábano lo que haga su marido. El hijo se pasa la vida por Ibiza y Marbella, perdido entre la «jet set», y todo lo demás le tiene sin cuidado. No encuentro a qué fin quiere verme.
—¿Y la hija?
—Pues igual. Cuando va al palacete de la periferia encuentra al servicio. Todos los demás viven sus propias vidas sin contar con él.
—Y siendo así, ¿por qué no se divorcia?
Ni me percataba que era la primera vez que hablaba con mamá de todo aquello, sin tapujos y sin subterfugios. Incluso mi acento era confidencial, y el de mamá, más suave a cada instante.
—Por dinero. Si vende el negocio de café que tienen, se queda en nada al ser repartido entre dos personas. Por esa razón tiene en venta un caserón que heredó de sus padres, para poder darle a su esposa lo que le pide.
—Es una versión bastante peregrina. ¿Sabías que su hijo se llamaba Basil?
—Ni idea.
—Anita, mi consejo es que oigas a ese Basil, le conozcas y te diga lo que sin duda desea decirte. Te aseguro que hay muy pocos hijos que vean a las novias de sus padres con apaciguamiento, por tanto ve pensando ya en el enfrentamiento.
Y. sin que yo dijera nada, pues contemplaba absorta el cigarrillo que sostenía entre los dedos, mamá añadió:
—¿Le vas a comunicar a Carlos la entrevista con su hijo?
Y también por primera vez le pregunté su parecer.
—¿Tú qué harías?
—No se lo diría mientras no supiera la opinión del hijo sobre el particular.
—¿Y por qué tengo yo que soportar las impertinencias de ese jovenzuelo?
—Si él te busca, si él sabe dónde vives, si él te pide una entrevista, es que conoce perfectamente las relaciones de su padre contigo.
—Pero eso no es cosa suya, es cosa mía y de su padre.
—Algo tendrá que ver cuando solicita una entrevista contigo.
Eso era muy cierto.
—Será un niñato —dije para consolarme y convencerme— de esos que se meten en todo y pretenden ser héroes de nada.
—De todos modos, si quieres un consejo…
Se quedó callada como esperando que yo la interrumpiera.
Pero yo aquel día necesitaba ese consejo o, más que nada, la comunicación con otra mujer que, además de ser mi madre, por sus vivencias sabía mucho más que yo. Así lo tenía que reconocer, y lo estaba reconociendo, a mi pesar.
—Dámelo.
—Vete con él. Quiero decir que estés en el portal a las siete. Yo misma te daré permiso en los almacenes media hora antes para evitar que tu… amigo Carlos se vea contigo a la salida. No apareces y basta. Cuando hayas hablado con el hijo, tiempo tienes de disculpar tu falta.
—Lo haré así.
—Pues ya te digo desde ahora que, a las seis, te quites el mandilón y salgas. Estarás aquí antes de las siete.
—De acuerdo.
La besé.
Y lo hice de una forma diferente. Ella me apretó contra sí y me besó dos veces seguidas.
—Anita —me dijo—, yo te quiero mucho y pretendí ser tu amiga toda mi vida. Piensa que actualmente ya tienes edad para comprender y discernir. Eres madura, porque has crecido madura, pero sólo para algunas cosas; para otras, eres como una niña obsesionada. Por favor, quítate las obsesiones del cerebro.
Me apretaba la cabeza contra sus senos.
Noté que eran túrgidos y jóvenes.
Mamá conocía el amor, sin duda estaba muy enamorada de Román, y no me asombraba que Román lo estuviera de ella, porque yo puedo jurar que jamás vi en mi madre un gesto equívoco ni a Román en mi casa. Si tenían vida íntima, no era en aquella buhardilla, por respeto a mí o por respeto a sí mismos.
Por primera vez, y de eso sí que me daba cuenta, mi comunicación con mamá la necesitaba y la sentía plena. Mamá no me callaría jamás, y, encima, nunca me obligaría a nada que no quisiera. Mamá era una mujer moderna, sin prejuicios. Había salido sola adelante lo que le hacía tener un amplio criterio. No le preocupaba mi relación con Carlos porque fuera casado. Su temor (más de mujer que de madre) se debía a la enorme diferencia de edad que había entre nosotros.
Me separé de ella emocionada. No lo podía remediar, dispuesta a recibir al niñato que, sin duda, sería el hijo de mi novio.
Me fui a la cama con la absoluta creencia de que al día siguiente me toparía con un presumido petimetre, diestro en jugadas de tenis, hábil en el golf y más en conquistar facilonas en Ibiza o Marbella.
Me daba rabia tener que discutir nada con un tipo así, pero tenía que hacerlo.
Ya sabría qué decirle.
Porque si me pedía que dejara en paz a su padre, listo iba.
Lo primero que tendría que hacer él era ser buen hijo, y su madre una señora de su casa, no una frívola consentida y caprichosa, y su hermana dejar de gastar dinero en trajes y diversiones.
Dormí mal.
Poco y sobresaltada.
Por lo regular no iba con mamá en auto a los almacenes. Iba sola, antes y a mi aire. Pero ese día, por la mañana, mamá me llamó cuando me estaba duchando.
—Te estoy esperando —dijo.
Yo acepté.
Era la primera vez que iba en su auto y la primera, también, que mamá me hablaba de sí misma. Sin duda la conversación sostenida el día anterior por la noche había roto moldes y diseños y abría una pauta nueva a nuestras relaciones de persona a persona, de ser humano a ser humano.
Me preguntaba, oyéndola, cuánto tiempo había perdido sola con mis extrañas ideas y de cuántas cosas la había culpado sin razón.
No sé si he dicho aún, porque escribiendo una se pierde en la armonía cronológica, que mamá se llamaba Benita, pero todos la llamaban Beni. Es rubia, en eso me parezco a ella y tengo sus mismos ojos azules, color turquesa. Enormes, expresivos, pues como hablo poco y soy introvertida al máximo (me parece que estaba dejando de serlo), son evidentemente más expresivos que los de mamá.
Mamá, en cambio, es delicada, suave, no levanta nunca la voz, es exquisita en todo, en el vestir, en los modales, en su forma de expresarse…
¿Lo apreciaba yo todo en aquel momento o, en silencio, lo aprecié siempre?
Pienso que siempre lo aprecié, pero nunca lo reconocí.
—Román y yo —me iba diciendo— nos amamos. Nos atraemos. Nos queremos una barbaridad. No te lo voy a negar, por eso sé diferenciar tanto el cariño del amor. O las dos cosas van afines o no hay nada concreto de ambos sentimientos. Pero no me voy a casar otra vez, Anita. Ni Román, que es soltero, tiene predilección por el matrimonio. Nos gustan los niños, pero los ajenos. No vamos a ser padres nunca. Te digo todo esto para que no te hagas un lío ni pienses que engaño en ningún sentido. Antes eso no se podía tolerar, era mal visto. Era siempre censurable e inmoral. Yo sigo preguntándome aún qué es moral y qué inmoral. Sea como sea, cada individuo ha de vivir como le acomode, y te repito esto porque a mí la diferencia de edad, que en tu caso es más del doble, me parece demencial. Habiéndote en términos claros y concisos, tu vida sexual será, a no dudar, deficiente. Se diga lo que se diga, una joven de dieciocho años pide marcha a la vida, y el hombre de cuarenta está ya, digamos, fisiológicamente rozando la decadencia. Ya sabes, además, lo que opino de la infidelidad. O se lleva todo a cara descubierta o se rompe con esquemas legales.
—Mamá, yo quiero a Carlos.
—No lo dudo. A ti lo que te pasa es que siempre echaste de menos a tu padre y ves en Carlos al padre que perdiste demasiado pronto. Yo no fui culpable de nada, pero tampoco quiero echar a tu padre las culpas que no tuvo. Se enamoró de otra mujer. Sería absurdo que yo le retuviera.
—¿Supiste algo más de él, mamá?
—No quise saber, Anita. El tiene otra persona, es feliz con ella, tiene otros hijos, los ama.
—¿Y yo?
—¿Lo ves? Ése es tu resentimiento. Tú has quedado conmigo y él sabía cuánto te amaba. La condición al separarnos, que antes no había divorcio, fue ésa precisamente. Que no te extorsionara. Que no apareciera y desapareciera. Eso es peor para un hijo que perder a su padre para siempre. Yo, al menos, así lo consideré, y tu padre lo aceptó.
—Yo lo adoraba.
—Sí, sí, lo sé. Y sigues sufriendo las consecuencias.
—Hubiera sido mejor verle de vez en cuando.
—Tampoco eso podía ser muy factible, Anita. Tu padre reside en el extranjero, tiene allí su vida. Si piensas que es hombre ruin por haber dejado de verte, te equivocas.
No sé cuánto hablamos, pero sí sé que nos acercamos más, como nunca quizá, si bien eso no quería decir ni decía que yo rompiera con Carlos Guzmán.
Sin embargo, viví en vilo todo el día hasta las seis, en que ella, de lejos, me hizo una seña y yo fui a despojarme del mandilón azul para vestirme de calle y salir.
El calor era sofocante.
Terminaba julio. Faltaba una semana para agosto y me preguntaba aún si me iría a la playa de Alicante como mamá o si me quedaría en la ciudad. De cualquier forma que fuera, tenía mi mes de permiso.
Ganaba bien, pero no como para vivir sola, emanciparme y mantenerme.
Además, desde la noche anterior me sentía mejor con mamá, la entendía, pienso que ella me entendía mejor a mí.
¡Román!
Era su amigo, su ligue, quizá su pareja sentimental.
Su vida era bien aparte de la mía y, por supuesto, yo en casa, en nuestra preciosa y bien decorada buhardilla, no le había visto nunca, lo cual indicaba una clara delicadeza por parte de ambos.
A las seis y cuarto caminaba hacia el «bus» que me dejaría a dos manzanas de mi calle.
No sabía con lo que me iba a encontrar. Además, me daba mucha rabia que Carlos me esperara en el pub de siempre y yo no llegara.
Pero aquella entrevista era precisa, y la iba a tener.
Seguro que terminaría en seguida.
Eran las siete menos cuarto cuando llegué a la acera que conducía a mi casa y vi de pie, en el portal, a un chico joven.
¿Años?
Pocos.
Pero no tan pocos.
No lo asocié a Basil Guzmán.
A decir verdad, esperaba toparme con un hortera de pantalón impecable, camisa y chaqueta, y veía a un chico con pantalón vaquero, polo tipo Lacoste y un suéter atado a la cintura.
De súbito me detuve.
Sin lugar a dudas, era un Carlos Guzmán en joven.
El vivo retrato.
Sólo que con muchos años menos.
Tampoco él debió asociarme a la novia de su padre, porque, si bien posó los oscuros ojos en mí, los dejó correr.
Yo me detuve.
Entonces él me miró mejor.
—¿Anita Pereira? —preguntó.
Su voz era tensa.
Vibrante.
Me ofendía su desprecio.
El de su voz y el de su mirada.
—Sí —dije.
Y también mi acento era desafiante.
—Bueno, pues yo soy Basil Guzmán.
—¡Asombroso!
Era un hombre con toda la barba. Sólo que un hombre joven. Un Carlos Guzmán con veinte años menos.
—¿Qué deseas de mí? —pregunté con acento áspero.
—Sé toda tu relación con respecto a mi padre.
—Ah.
—Y vengo a pedirte que lo dejes en paz.
—Yo le quiero.
—Quieres su posición.
Era tremendo.
No tenía ni un solo regalo de Carlos.
¡Ni uno solo!
Y es que además de no intentar dármelo jamás, yo no se lo hubiera aceptado.
Evidentemente Basil Guzmán me tomaba por una fresca, una fulana, una ¿prostituta?
—¿No estaremos equivocándonos? —dije—. Yo trabajo, soy empleada y quiero a Carlos Guzmán, pero no acepto de él ni una flor.
Pareció desconcertarse.
—¿Podemos hablar en otro sitio más solitario?
—Yo no tengo interés.
—Pero yo mucho.
—¿Y por qué tengo yo que compartir el tuyo?
—Supongo que por humanidad al menos.
—Aquí cerca hay un pub.
—Pues vamos.
Y fuimos.
Noté que, como su padre, me llevaba la cabeza. Era espigado, atractivo, pero maldito si me parecía un ser salido de la «jet set» de Marbella o Ibiza.
No me lo podía imaginar con la raqueta en la mano en una cancha de tenis, ni mucho menos dando palos de golf.
Tenía todo el aspecto de un ser humano enorme, inconmensurable, dolido, asombrado también de mi fragilidad, de mi facha sencilla, de mi falta total de protagonismo.
¿Nos habíamos equivocado los dos?
—Di dónde prefieres sentarte —me dijo.
—¿Es necesaria una conversación, a tu modo de ver? —No te habría llamado si no la consideraba indispensable. —Pues no entiendo. En vez de responder, dijo:
—Aquella mesa está vacía y solitaria. Hablemos ante dos cañas de cerveza.
—¿No bebes champán?
Me miró alucinado.
—¿Champán?
—Cóctel de champán o cualquier bebida afrodisíaca y cara.
—Yo no tengo dinero —me cortó.
—Oh.
Y debí de poner mucho asombro en mi exclamación y en mi mirada, porque añadió:
—Trabajo como un cabrón.
La expresión me pareció fuerte.
Pero si me consideraba una mujer pagada, la consideraba lógica. No me escandalicé.
Pero sí me pareció insólito que un tipo que se pasaba la vida entre la «jet set» hablara en tales términos.
Y encima mencionara un trabajo exhaustivo.
—Soy licenciado en Ciencias de la Información —añadió—, y para conseguir trabajo me veo y me deseo.
—¿Periodista?
—¿Qué pasa? Porque, si eres tan amiga de mi padre, ya sabrás por él lo que lucho para abrirme camino en las revistas de color.
Sabía todo lo contrario.
¿Nos estábamos equivocando los dos?
Yo pensaba que él, él pensaba de mí…
Acepté la mesa arrinconada.
Y nos sentamos los dos. Él puso sobre la mesa una cajetilla de «Ducados», un mechero de ésos que se compran y se tiran cuando dejan de encender.
Otra cosa, para mí, extraña, dado lo que yo sabía de él por su propio padre. Pidió dos cañas.
—O si eres tú la que prefiere una bebida afrodisíaca, rascaré el bolsillo para pagarla.
—Opto por la caña.
—Gracias. Si lo haces por congraciarte…
—Oye, ¿de qué vas? ¿A qué vienes? ¿Qué me estás echando en cara?
—¿Tú amas a mi padre?
—Le quiero.
—Querer, querer… ¿Qué significa eso?
—Pues lo que digo.
—Querer es una cosa —y repetía las palabras de mamá para mi mayor asombro— y amar muy diferente.
El camarero nos sirvió dos cañas apetitosas.
Él encendió un cigarrillo.
—No te ofrezco —dijo—, porque fumarás rubio.
—Pues también te equivocas. Fumo moreno.
—Vaya.
Y me ofreció la cajetilla sin tanta ira. —¿Me estaré equivocando? —Tú dirás en qué puedes equivocarte. —Venía dispuesto a enfrentarme a una fulana de mala leche. —Y mayor, seguro. —Pues sí. —Y ya ves… —¿Por qué? —¿Por qué… qué?
—Sales con un señor que, a no dudar, tiene más del doble de tu edad.
—Porque le amo.
—¿Le amas?
—Le quiero.
—Volvemos a lo mismo… Querer no es amar.
—Me siento bien a su lado. Es desgraciado. Nadie le entiende.
—Un momento, un momento. ¿Quién no le entiende?
—Ni tú, ni tu hermana, ni tu madre.
—¿Te dice eso mi padre?
—¡Es la verdad!
—¿Porque tú lo creas, porque él lo dice o porque te lo parece?
—Por todo. Tú te pasas la vida por Ibiza y Marbella, tu madre tiene amantes, tu hermana se pasa su existencia de fiesta en fiesta.
—¡Hala! Y todo eso te lo has creído.
—¿Y por qué no?
—Pues no lo entiendo. ¿Me puedes hablar de ti?
—¿Y por qué tengo yo que hablar de mí?
—Curiosidad.
—No estoy obligada a saciarla.
—Es verdad, pero, como todo cuanto dices es peregrino, yo quiero saber de dónde sales tú. Si te dedicas a la vida fácil, y no me lo parece por tu pinta, o si eres una tonta que está loca por novio.
Me levanté.
Tanto insulto, no.
Él me asió por el codo.
—No te vayas —dijo menos áspero—. Por favor.
—Es que esta conversación me parece improcedente.
—Muchas cosas lo parecen, y después se les encuentra lógica.
Ya estaba sentada otra vez.
Él me miraba.
Me analizaba.
Y le veía como a Carlos, sólo que en joven.
—¿Por qué me miras tanto? —preguntó desafiadora.
—Eres lo último que yo imaginaba ver.
—¿Qué esperabas?
—Una tía de vuelta de todo.
—Y no soy así.
—Pienso que eres todo lo contrario.
—¿Y bien?
—Nada, nada.
Y fumaba muy aprisa, apurando después un largo sorbo de cerveza que dejaba espuma en el borde de sus labios.
Se limpió. Respiraba hondo.
—Que me zurzan si yo esperaba esto… —No te entiendo. —¿A qué dices que te dedicas? —Soy dependienta de unos grandes almacenes. —Y mi padre te dice que yo soy un viva la virgen, y mi hermana Mey una caprichosa.
—No sé cómo se llama tu hermana.
—Mey, Mey.
—¿Y qué?
—Que es dentista.
—¿Dentista?
—Y su novio también. Trabajan como locos para hacerse su propia vida.
Tan callada me quedé, que él añadió a media voz:
—Anita, me parece que estás haciendo de prima.
No quise admitirlo.
Dije con fuerza:
—Yo quiero a tu padre y cuando se divorcie me caso con él.
—¿Cuántos años tienes?
Me dio rabia decirlo.
Y es que recordaba todo lo aconsejado por mamá.
Pero él repitió ya menos agresivo:
—¿Cuántos?
Lo dije a media voz, sintiéndome por primera vez desbordada de vergüenza. —Dieciocho.
—Para los cuarenta y cuatro de mi padre, ¿no es mucha diferencia?
Me quedé helada.
—Él dijo…
—Sí, seguro, que tenía treinta y pocos.
—Treinta y nueve.
—Pues no sé de dónde diablos salí yo que tengo veinticuatro. —Oh.
—Y soy periodista y me gano la vida diariamente haciendo artículos de mierda, entrevistas a gentecilla para venderlas por unas pesetas.
—Tu padre dice…
—Ya veo que dice demasiadas mentiras.
—Yo no tengo por qué creerte a ti.
Fue ruda su pregunta.
Y fría, áspera, audaz. —¿Te acostaste con él?
—Nunca me lo pidió. Fue así de gentil y delicado.
—Ah, ah, ah —exclamaba y reía, como si su risa fuera un duro desgarramiento—, qué listos son los hombres de cuarenta y cuatro años cuando encuentran palomitas como tú.
—Te prohíbo…
—A mí nada. Yo digo lo que pienso.
Y se levantó.
Puso sobre la mesa un billete.
¿Es que se iba?
Pues sí, se iba.
—Otro día, si tengo tiempo, te diré que te pongas en guardia. Y no porque sea el tunante de mi padre, sino porque eres demasiado ingenua.
—Óyeme…
—Ya sé dónde vives, dónde estás, dónde trabajas… Lo demás me será fácil —y mientras guardaba la cajetilla y el mechero en el bolsillo del pantalón vaquero, añadió dolido, notando yo en su voz un extraño desgarramiento—. En cuanto a los amantes, sin duda hipotéticos, de mi madre, te hablaré otro día.
Se fue.
Sí.
Me quedé sola, desconcertada.
¿Qué hacer? Me fui a casa.
La tenía demasiado cerca. Suponía a mamá en ella, puesto que el auto estaba aparcado ante la acera. ¿Qué habría querido decirme?
¿Y por qué yo, de repente, lo veía todo tan distinto?
Mama me ayudaría.
Ya era su amiga.
Y era mujer. Sabía… sabía, sin duda, más que yo…
Capítulo Cinco
Mamá me estaba esperando, tal como yo suponía. Sola y sentada en un ancho sofá, con el gesto tenso, anhelante, sin lugar a dudas.
Se lo conté todo. No omití nada. Después las dos guardamos un largo silencio. Mamá no me había interrumpido en todo el relato. Yo hablaba en voz baja, pero sin dejar nada en la garganta. Necesitaba como nunca una orientación.
Ya sabía que en mamá tenía la mejor amiga del mundo, además de ser mi madre, que eso sí que significaba mucho.
—Bueno —dijo mamá al fin, después de una larga reflexión—, estamos ante un dilema, ante una situación atípica, insólita. Si a ti te ha parecido todo lo contrario de lo que su padre dijo que era, hemos de pensar que miente el padre, o que el hijo disimula. Si la hija es dentista y trabaja con su esposo o novio (novio según te ha dicho él), también ha mentido el padre. Lo que no te ha aclarado, por lo visto, es la situación frívola de la madre.
—Ha dicho que, en cuanto a las hipotéticas relaciones de su madre, hablaría otro día.
—Lo cual indica que también es incierto.
—Mamá, no sé qué pensar.
—¿Quieres un consejo? Antes no los aceptabas, pero ya veo que ahora estás más cerca de mí y sólo eso me da bríos para aconsejarte. Una joven de tu edad siempre cree saberlo todo y está segura de no ignorar nada, pero las vivencias, esa experiencia vivida cada día, te demostrarán muy pronto que a tu edad no se sabe casi nada, aunque se imagine todo.
—Dame el consejo, mamá.
—Pon tierra por medio. Una tregua. Un mes de permiso en la costa conmigo. Escribe una nota a Carlos y déjala en el lugar donde habitualmente os encontráis. Tiempo tienes en treinta días de reflexionar o de averiguar si realmente, para ti, Carlos es indispensable. Y ten presente que lo que más me duele es que el hijo, ese Basil, te tome por una fresca.
—Creo que sobre el particular se llevó tanto chasco como yo. Ni él es como su padre lo ha pintado, ni yo como él se imaginaba. De eso estoy plenamente segura.
En aquel mismo momento sonó el teléfono. Se levantó mamá, que estaba más cerca. —Sí, dígame. —¿La señorita Ani? —¿De parte de quién? —De Carlos. —Un segundo.
Mamá tapó el auricular y me hizo señas. Entendí el nombre de Carlos por la forma de mover los labios.
Pero mamá, sin destapar el auricular, me aconsejó:
—No le digas lo del hijo. Tiempo tendrás.
Lo tenía en mente.
Ni por asomo, después de conocer la personalidad seria de Basil, lo nombraría yo. Y no sé aún las razones. Quizá porque estaba descubriendo que Carlos mentía.
Tal vez, además, Carlos me estaba ganando a través de su experiencia, y si no me había forzado a ir a la cama es porque, aparte de no ser yo propicia a eso, él no quería espantar la liebre.
Sea como sea, tomé el auricular.
No sabía aún lo que iba a decirle. Pero sí que sentía en mi cara los vivos ojos de mamá expectantes, como esperando.
—Dime.
—Te estuve esperando.
—Sí, sí. No pude ir. Tuve cosas que hacer.
—¿Mañana?
—Verás, es que tengo pensado irme a la costa.
—¿A la costa?
—Todos los años voy con mamá. Este año no puedo dejarla sola.
—¿Y yo?
—A mi regreso, en septiembre, nos veremos.
—¿No puedo ir a verte a la costa?
Lo pensé en un segundo.
Fue como si por mi mente pasara un ramalazo racional.
—Imposible. Cuando estoy con mamá, estoy sólo con ella. Ya te digo que al regreso nos veremos.
—Te voy a echar de menos, Anita. No voy a poder pasar sin ti.
—Intentaré escribirte.
Entonces fue cuando él dijo con voz que se me antojó de falsete:
—A la lista de correos. —Ah. —Anota… Y me la dio.
No la anoté, claro. Ni se me ocurrió.
Mamá me hacía señas de si deseaba lápiz y papel. Yo meneaba la cabeza.
Denegaba, por supuesto.
—No dejes de escribirme.
—Sí, sí.
—Pues que tengas feliz viaje, Anita —y seguidamente—. ¿No hay forma de vernos aunque sólo sea para despedirnos? No podía.
De momento prefería que todo aquel galimatías que me menguaba se aclarase.
También suponía que tendría difícil aclaración si Basil no volvía a llamarme, pero tenía el presentimiento de que eso no tardaría en suceder.
Fuera como fuera, en aquel instante no me apetecía ver a Carlos.
—Estoy haciendo las maletas y me marcho al amanecer. Lo siento.
—Mucho te voy a echar en falta, Anita.
—También yo a ti.
—Te amo.
Se lo creía.
¿Por qué no?
A fin de cuentas era un hombre de cuarenta y cuatro años, aunque él se quitara cinco, y yo una joven que acababa de alcanzar, como quien dice, la mayoría de edad.
Me despedí apresurada. Después de colgar, mamá me dijo a media voz, con infinita ternura:
—Lo quieres y lo respetas, aunque lo sepas mentiroso, y creo que también él te ama de verdad, pero tú sólo le aprecias, Anita.
—Es posible, mamá.
Y tras darle un beso me fui a la cama esperando que al día siguiente por la noche (no de madrugada, como le había dicho a Carlos) nos iríamos a pasar el mes de agosto a la costa.
Sólo había tenido tiempo de entrar en mi cuarto cuando mamá apareció en la puerta con aspecto conspirador. —Es Basil. Está al teléfono. —¿Basil? —Eso dice.
—Pásamelo.
Y mamá se fue a toda prisa.
Yo alcé el auricular.
—Dime.
—Quedaron muchas cosas en el aire. ¿Puedo verte de nuevo?
Me quedé confusa.
—¿Ahora?
—Son sólo las diez y apenas ha oscurecido. En el pub frente a tu casa. ¿Hace?
—Pues…
—Por favor.
—¿Qué me vas a decir? ¿Y por quién me vas a tomar?
—Mira, tengo sólo veinticuatro años, pero llevo tres peleando para ganarme una peseta. Trato gente de todo tipo y uno aprende tratándola. Es una psicología interesantísima. Eso te quiere decir que, si bien pensé que eras una cosa, ahora estoy por asegurar que eres otra.
—¿Debo entenderlo como insulto o como halago? —No lo sé aún. Pero sí te pido que vengas, que salgas. —De acuerdo. —Te espero.
Y colgó con un chasquido. Mamá había vuelto y estaba en la puerta oyendo. Me miraba fijamente.
Antes de que pudiera decirle nada, ella se adelantó: —Ve. Todo el mundo tiene derecho a explicarse. Él, tú… Menos Carlos, que, a fin de cuentas, en algún sentido te engaña.
—Iré.
Y tal cual estaba, con pantalones rojos de fina pana, apretados en los tobillos y una camisola holgada, con aire más bien infantil sobre mis mocasines planos, salí a la calle. Ni llevaba bolso.
El pub se hallaba enfrente mismo de mi casa, y si bien la calle era ancha, era también céntrica y muy amparada por las luces de los faroles que empezaban a encenderse.
De todos modos, una cosa tenía yo clara, pese a ir a encontrarme con Basil. Nadie ni nada evitaría que yo me fuera con mamá al día siguiente, en su auto, camino de la costa de Alicante. También tenía muy claro en mi mente, hasta entonces ofuscada, haber encontrado a mi madre, a mi amiga, a mi consejera y compañera, y no quería perderla por nada del mundo. Y no quería, porque en mi fuero interno siempre deseé tenerla aún más cerca, habiéndola tenido tanto…
—Si ese Basil —me dijo mamá en el rellano— es tan veraz como su padre, escapa. Ten mucho cuidado.
Eso era lo peor.
Para mí, Basil era claro.
Transparente.
Lo sentía así dentro de mí, analizándolo aún sin volverle a ver.
—Pierde cuidado, mamá. No se tropieza dos veces en la misma piedra si uno siente viva la cicatriz de la primera.
—¿Y el tabaco?
—Fuma el que yo fumo.
Y me fui.
Me perdí en el ascensor a toda prisa.
El calor de la calle seguía siendo horrendo, pero al menos la noche aliviaba un poco el vaho que subía del asfalto.
Le vi en seguida.
Estaba en la puerta encristalada, abierta de par en par. Vestía como horas antes, sólo que el suéter lo llevaba atado al cuello y le caía por la espalda.
Tenía todo el aspecto de hombre joven, luchador, desenvuelto, sincero y verdadero. No sé qué cosa sentí. ¿Un escalofrío? Algo así.
Como si me estuviera tocando, y nada más lejos de la realidad.
Atravesé la calle. El no se movió. Me esperaba. Cuando llegué a su lado, casi jadeaba.
—No entiendo —me dijo sin saludarme siquiera, pero asiéndome por el codo y sintiendo yo como un calor raro en las venas, en la piel, bajo el contacto de sus dedos— cómo puedes ser novia de mi padre.
Me llevó hacia el interior. El aire acondicionado refrescaba el ambiente. Había mucha gente, pero cada cual iba a lo suyo. Él me dijo, sin soltar mi codo: —Tengo la mesa allí. La misma.
Y vi sobre la mesa dos cañas de cerveza recién servidas, su cajetilla de «Ducados» y su mechero no recargable.
—¿Por qué me has llamado? Me senté mientras le hacía la pregunta. Él también lo hizo.
Me miró por encima de la mesa, asiendo con sus finos y morenos dedos la copa de cerveza espumosa.
—No te imaginaba así.
—¿Y bien?
—¿No buscas plan?
—No.
—¿Matizo?
—Matiza lo que gustes…
—¿Matizamos?
—¿Hasta qué punto lo necesitas?
—Hablaste de mi madre y sus frivolidades.
—Sí.
—No existen.
—Tu padre dice…
—Mi padre desea sentirse joven, ¿y qué mejor forma que engañar a una jovencita? Hay hombres que, al llegar a cierta edad, no se conforman, no se aceptan como son, reniegan de sus arrugas, de sus decadencias…
—Me estás acusando a tu padre.
—Si él acusó a mi madre en sentido negativo, mi deber es defender la verdad.
Y de repente, por encima de la mesa, buscaba mis dedos.
Me los apretaba.
Me sentí electrizada.
Nunca, jamás, me hizo sentir Carlos cosa igual.
¿Qué me ocurría?
—Basil, ¿qué quieres decirme?
—Algo terrible, Anita. Primero, que no me pareces la clásica chica de plan, y lo segundo, que mi padre te ha mentido referente a su familia. ¿Esperas tú el divorcio para casarte con él? Di, di, no titubees. ¿Le amas?
—No lo sé.
—¡Dios! ¿No sabes? El amor se sabe, se conoce, se palpa, se vive. No admite dudas. Yo fui sincera.
Y es que no podía ser de otro modo.
—No estoy segura de nada.
Noté desconcierto en sus negros ojos.
—¿No sabes?
—No.
—Pero llevas un año saliendo con él.
—Y no puedo decir que me haya coaccionado, obligado, engañado.
—Esto último sí, porque mi madre jamás tuvo un amante. —¿Qué?
—Jamás. Mi madre es ama de casa, hogareña, amiga de sus hijos, esposa fiel de su marido. ¿Te digo la verdad? El que no ama es mi padre, y por ello mi madre, que tanto le ama, intentó suicidarse tres veces.
Agarré la copa.
Tenía que beber.
La garganta se me quedaba seca. Los ojos desorbitados.
—¿Qué dices?
—Lo que estás oyendo. No somos frívolos nadie. Tenemos un hogar normalísimo. Mamá es el eje, se diría, de esa comunidad familiar. El único que deserta es mi padre. Y te diré, para mayor abundamiento de tu entendimiento, que el negocio de café es de mi abuelo, delegado a mi madre y manejado por mi padre.
—Y yo —dije casi histérica—, ¿qué pinto aquí?
—Eso me pregunto yo, Anita. Eso me pregunto. Por la misma razón no me fui a casa y quise verte de nuevo. Que pienses que mi madre es una frívola amante de señores amigos suyos es tan necio que parece imposible que mi padre saque un bulo de algo tan normal y tan sencillo como es una esposa enamorada.
—Tu madre —mi voz vacilaba— ¿está enamorada de tu padre?
—Mucho.
—Pero si él no la ama, ¿por qué no acepta el divorcio que él le propone?
—Ése es tu engaño, tu falacia, o la suya. Mi padre jamás pedirá el divorcio, porque depende económicamente de mi madre.
—Cuando venda el caserón del pueblo… —dije.
—¿Caserón? ¿Qué caserón?
—El que posee como bienes privativos.
—¡Por el amor de Dios, Anita, baja de las nubes! ¿Qué bebedizo te dio mi padre? Porque has de saber que mi padre, cuando conoció a mi madre, era empleado de las tiendas de café de mi abuelo. Se enamoraron, mamá quedó embarazada de mí, se casaron. ¡Qué bien, digo, le vino a mi padre casarse con mi madre, la hija de su amo! ¿O no? Nació después Mey. Mey es una dentista esforzada. Trabajan juntos ella y su novio y están esperando poder casarse. A mí, eso del matrimonio me tiene sin cuidado, pero ellos, en el fondo, son tradicionalistas, ¿reaccionarios? Eso es cosa suya. Tienen una clínica en común, en un barrio, y trabajan como negros. Como trabajo yo. Papá dice que el negocio no da para tanto… Dé o no, ningún hijo bien nacido le pide cuentas a su padre de los negocios que legalmente no le pertenecen. ¡Dios mío!
¿En qué avispero estaba yo metida?
—Yo no digo —añadió Basil, ya más calmado y con cierta consideración— que no te ame. Debe ser fácil amarte a ti. Pero que no mienta, carajo. Que diga la verdad. Que no invente deshonestidades, que, si en casa, y doliéndome bien, hay alguna deshonestidad, es sólo suya. Mamá no alterna. Vive para nosotros, para su esposo, y, como te dije, intentó suicidarse tres veces. Tú no eres la primera chica que él busca para sus consuelos.
Ahí le detuve.
Y es que yo no consolaba a nadie.
Yo le quería.
¿Si le amaba?
Ellos decían, mi madre y Basil, que del cariño al amor median abismos, pero yo aún no lo veía así.
—Nunca me pidió —dije casi gritando— que me acostase con él.
—Claro. Estos viejos verdes preparan el terreno. Hablan del futuro, de matrimonio, de divorcio. Y, al final, lo que buscan es sólo una amante joven que les demuestre que aún están en forma.
—¡Dios mío!
—No te miento, Anita.
—¿Y por qué he de creerte a ti y no a él?
—Pues muy sencillo. Porque yo puedo demostrarte cuanto digo, y él jamás.
Tenía razón.
Agaché la cabeza.
Me sentí desangelada, vacía.
El volvió a asir mi mano.
—Anita —dijo quedamente—, te lo explico así, casi brutalmente, para que lo entiendas, y es que en mi anterior entrevista contigo entendí ¡y no creo equivocarme! que eres una chica buena. ¿Por qué? ¿Por qué a tu edad te gusta un hombre casi caduco, que, además, te digo yo, te está mintiendo?
—Es tu padre —dije yo desalentada.
—Mira, en estas cuestiones, como si fuera mi gemelo. Miente y miente. Te está ganando. Despacio, sí. El sabe que hay chicas a las cuales no se les puede ir de sopetón. Tú seguramente eres de ésas.
Y yo me sentí con necesidad de contarle a Basil mi vida. Lo hice.
Con lentitud. Titubeante a veces, vacilante muchas.
¿Podía callarme?
No podía.
Basil, para mí, empezaba a ser ya básico, fundamental.
Lo veía honrado. ¿O era yo tan ingenua?
Con Carlos di muestras de serlo, pero con Basil, que tenía siete años más que yo, o seis, ¡qué más da los que tuviera!, era distinto.
Me oyó silencioso, espiando mis palabras, mis gestos, mi acento desgarrado.
Y al final de aquel silencio mío, él dijo con suma delicadeza:
—Te comprendo. Buscas en mi padre al tuyo que perdiste.
Pero, te digo, ¿tenías tú derecho a exigirles a tus padres convivir si no se amaban? No tenías, Anita. Ni hombre alguno de este mundo que no fuera tu padre podría ocupar el lugar del mismo.
—Carlos…
—Menos que nadie. Y te diré más, seguro que te ama. Te necesita, y hasta es posible que al final intente romper con todo con tal de realizarse contigo, sentirse joven, pero todo será una trampa, una falacia, algo obsoleto… La mentira de siempre. ¿Qué podrá darte? ¿Pasión? Si tú misma dices no sentirla… —y de repente me preguntó a bocajarro—. ¿Eres virgen?
Asentí.
—¡Dios nos ampare, Anita!
Y de nuevo sus manos asieron una mía.
Me electrizó.
Sentí algo muy distinto.
¿Ternura?
No, no, era más fuerte.
Era distinto sentir los dedos de Carlos en los míos que sentir los de Basil.
El contacto de Basil encendía mi sangre.
El de Carlos me suavizaba las asperezas de la vida.
¿Era ésa la diferencia?
—Tengo que irme —dije.
—¿Huyes?
—Me voy mañana a la costa.
—¿Adónde?
—Qué más da.
—Di, quiero seguir viéndote.
—No, no, Basil.
—¿Qué harás en el futuro? ¿Quieres conocer a mamá?
¡Oh, no, estaba loco!
¿Conocer yo a la esposa de Carlos, tan distinta de como la veía Basil y la veía Carlos? No podría.
—Deseo poner una tregua.
—Es que yo deseo verte de nuevo.
—¿Para qué?
—Ni lo sé. Pienso que eres una chica buena y me gustaría ser tu amigo.
—Tengo que irme ya.
Me levanté.
Él también.
—Te acompaño hasta el portal —dijo.
No me negué.
¡Estaba tan desconcertada!
Atravesando el paso de cebra, Basil me iba diciendo:
—No te engañes, Anita. ¡Por el amor de Dios, piensa en ti misma! Papá pretende rejuvenecer a tu lado, pero no por eso desea perder sus privilegios, y todo en la vida no se puede poseer. Tú buscas un padre que has perdido a los ocho años; él, en cambio, busca a la chica que le rejuvenezca. Y es tremendo el engaño. Yo lo admito todo. Te diré y te lo digo, es humano que mi padre intente sentirse joven y tú protegida. Pero… ¿te dará la felicidad personal? Nunca. Piénsalo un poco. Si por mí fuera, le diría a mi madre que dejara a papá irse de una vez. El volvería. Volvería a buscar a la familia perdida, porque tú, un día u otro, buscarías tu pareja adecuada. Y él se vería solo. Desangelado, desinflado. Por favor, piensa un poco.
—No voy a pensar —le dije ya en el portal—. Me voy a la costa de Alicante.
—No me dices el lugar.
—No.
—No quieres saber nada de mí.
—¿A qué fin?
—Pues, no lo sé, pero… me gusta conversar contigo, sentirte, verte…
Y de súbito asió mi cara.
Mi mentón con los diez dedos.
No me besó.
Pero yo supe que iba a hacerlo.
Y supe que no iba a escapar., Estaba viéndome en sus ojos oscuros.
Y sentía algo. Algo diferente.
Como si la sangre me bailara dentro, se encendiera, se fuera a estrellar en cualquier momento.
Y me besó.
Sí, sí, en la boca. Despacio, lento, largo. Juguetón, goloso.
Y distinto. Ante todo y sobre todo, distinto. Escapé de él.
Le vi como al trasluz.
Estaba allí erguido, mirándome, analizándome…
Aprecié en sus oscuros ojos admiración, lentitud. Recreamiento.
¿Qué me sucedía a mí que, de repente, sentía que me gustaba más que su padre?
¿Buscaba yo, entonces, ya la juventud?
¿Olvidaba así el amor de mi padre perdido tan temprano?
El ascensor subía.
Y aún sentía en mi boca el sabor dulce, caliente, de sus labios Y, en mis senos, sus dedos.
Carlos se esfumaba de mi mente, de mi talante, de mis recuerdos.
Capítulo Seis
Entré en casa como un huracán. Tenía que llorar. Era sensible. Lo sabía, y sabía así mismo que mi sensibilidad se convertía en seguida en llanto.
Mamá me esperaba, pero, como siempre, ¡deliciosa mamá!, no me preguntó nada. Absolutamente nada, cuando tanto podía preguntarme.
Entré en mi alcoba. Ni me duché. Me desvestí a toda prisa y me tapé hasta el pelo. Mamá entró en el cuarto y fue apagando luces, recogiendo mi ropa tirada por la moqueta. Después, retiró un poco el embozo y me besó por dos veces.
—Duerme, Anita —me dijo—. Descansa, no pienses. Mañana, ni tú ni yo iremos a los almacenes, porque todo el tinglado del permiso lo arreglé con Román por teléfono. Él también irá los fines de semana.
Eso, nada más.
No dormí. Si me dormí, debió ser tardísimo. Por debajo de la puerta de mi cuarto veía luz, lo que me indicaba que mamá o estaba leyendo o tendida en el sofá del living pensando.
Yo estaba pensando de mí que era cruel por no contárselo todo, pero me sentía tan desangelada y extraña, que no era capaz de hilvanar una sola palabra seguida de otra.
Ya sabía, ya, que mamá me hubiera consolado, aconsejado, preparado para el callado sufrimiento o el inconmensurable descubrimiento, pero en aquel momento volvía a ser la joven introvertida que prefería vivir sola, pensar sola, sufrir sola.
Y no era ya cuestión de papá, de echarlo de menos, de buscar un sucedáneo absurdo.
En modo alguno. De una forma u otra, sin duda iba despabilándome, entendiéndome mejor, sabiendo lo que quería, lo que sin duda necesitaba.
No obstante, el engaño me convertía en una auténtica desgraciada, porque yo creía a Basil. ¿Razones? No las entendía aún.
Para mí, aquel beso en la boca, blando y largo, pero caliente, había sido revelador. Nunca, jamás, sentí tales sacudidas con Carlos. Nunca deseé que me besara, y si lo hacía, en seguida retiraba mi boca.
¿Qué me estaba pasando?
Por la mañana, no sé a qué hora, mamá apareció. Llevaba en la mano una revista y una tarjeta. No me senté en la cama; recuerdo que sólo la miré interrogante. Sin duda ella ya había salido, porque estaba, como siempre, vestida, impecable, elegante y delicada al máximo. O también podía ocurrir que no hubiera dormido en casa.
Tampoco, si fuese así, se lo podía reprochar. Era dueña absoluta de su persona, de sus sentimientos… de sus actuaciones. —Esto estaba bajo la puerta —me dijo—. Vengo de la calle y miré en el buzón. Había esta revista y. bajo la puerta, este sobrecito. Viene a tu nombre.
—¿Y la revista, por qué? —pregunté yo asombrada. —Si te digo la verdad, no la miré.
—Dame.
Y me senté en el lecho. Mamá, entretanto, me decía:
—Ya tengo el auto listo. Vengo de recogerlo. Lo dejé ayer tarde en el taller para una revisión completa. Una puesta a punto. Mis maletas están listas. Ahora sólo falta disponer tu equipaje para un mes.
No la oía.
Y es que todo mi afán era romper la nema del sobre y leer su contenido. Lo hice aun sin dejar de oír a mamá, que me decía si sacaba mis maletas.
«Anita, ya ves que soy Basil, el periodista. En el buzón dejo una revista de color en la cual firmo una entrevista con un personaje importante de la música actual. No te he mentido, Anita. Sólo deseaba decirte eso y que entendieras que mi trabajo es duro, pero honesto. Ni culpo a mi padre ni desprecio sus mentiras. Al fin y al cabo, cada cual se gana su batalla como puede. Pero, por favor, que no metan en esas mentiras a una joven tierna y crédula como tú. Te admiro. Perdóname, pero te diré que has hecho huella en mí. Espero septiembre para poder verte de nuevo. No me niegues ese afán mío, ese anhelo profundo que siento. Tu fiel amigo. Basil.»
Mamá, a juzgar por mis cabezaditas inconscientes, ya tenía las dos maletas y el bolso de viaje fuera del armario y empezaba a sacar ropa.
—Mamá.
Giró para mirarme.
—Dime.
—Dame la revista. La has dejado sobre ese sillón.
Mamá me la dio y a cambio yo le di la tarjeta.
La leyó mientras yo buscaba la firma de Basil Guzmán en las entrevistas.
La vi en seguida.
No a él, claro, al entrevistado, y la firma de Basil Guzmán al fondo.
Era una entrevista de tantas, ni mejor ni peor que otra cualquiera, pero al menos me confirmaba que Basil, ciertamente, era un periodista abriéndose camino en la vulgar tarea de hacerlo a costa de la fama ajena.
Mamá me miraba.
Había leído la tarjeta y buscaba en mis ojos mi parecer.
—¿Es cierto que firma esa entrevista?
Se la di.
La leyó con lentitud. Me pareció un siglo lo que tardó en doblar la revista.
—Evidentemente es periodista. En eso no ha mentido.
Y no dijo más.
Se lo agradecí.
Me tiré del lecho, me di una ducha, me vestí para el viaje que íbamos a hacer por carretera. No entraré en más detalles de ese recorrido.
Necesitaba evadirme.
Mamá no me había preguntado aún qué cosa me había dicho Basil la noche anterior.
Pero yo necesitaba hablar de ello.
No sabía conducir. Mamá, en cambio, era hábil haciéndolo.
Recuerdo que nos detuvimos en un parador a comer. Fue entonces cuando le dije a mamá:
—Nada me has preguntado de cuanto Basil Guzmán me dijo ayer noche.
—He tomado la decisión de que seas tú quien diga cuanto quieras decir.
—No es indiferencia, ¿verdad, mamá?
Mamá me asió los dedos por encima de la mesa.
—Es consideración a tu edad —me confesó—. Tienes todo el derecho del mundo a vivir tu vida, pero yo bien quisiera que acertaras. Es difícil acertar y se equivoca una muchas veces, pero lo bueno es aceptar derrotas, levantarse y seguir luchando.
—¿Es lo que tú has hecho, mamá?
—En cierto modo.
—Habrás tenido tentaciones —le dije ya en plan amistoso, de amiga a amiga. —Muchas. Y removía el postre con bríos.
—El desengaño primero… te curó, te maduró.
—Me hizo ver claro, Anita.
Entonces yo le conté todo lo dicho por Basil. Mamá no se alteró nada. ¡Dichosa ella con su cautela! Su temperamento frío, su cerebro.
Así subió ella en los grandes almacenes, donde era ya, como si se dijera, la jefa de todo el personal.
Yo creo que la gente no debe ser ni sentimental ni blanda, sino fría y cerebral.
Cuando le dije eso a mamá, ella me replicó racionalmente:
—Para unas cosas hay que ser fría, y para otras, blanda y sentimental. Depende del momento, de la persona, de la ocasión. Una mujer de empresa como yo puede ser muy fría para calcular y mandar, y muy amante para discernir sentimientos propios.
—¿Amabas a papá cuando decidiste dejarlo?
—Se fue apagando la llama. Ni él la despabiló ni yo supe hacerlo. Se apagó del todo, y fuimos lo bastante conscientes para reconocerlo.
—Entre ambos.
—Pues sí.
—Siempre pensé que habías sido tú la que no quiso retenerlo.
—Anita, tienes aún muy pocos años, y no sabes. Te falta mucho por aprender. Las vivencias te irán enseñando. Retener a una persona que ha dejado de amarte es como beber agua de un pozo infecto. Termina, sin duda, matándote. Si quieres un ejemplo más claro, te diré que un cadáver nunca resucita. ¿Vas entendiendo?
—Sí, pienso que sí.
—También te diré que la vida psíquica de la persona y la vida sexual han de ir unidas. Una sola no basta, no llena, no complace, no satisface. O van unidas, o no son nada. No somos seres celestiales, Anita, porque, si lo fuéramos, estaríamos en los altares. Somos seres humanos, y como tales nos comportamos. De no ser así, o somos títeres o somos amorfos, y tu padre y yo éramos seres humanos conscientes.
—O sea, que no te dolió.
—Verás, y ya hablaremos después de Basil y su padre. De momento tengo el deber de explicarte algunas cosas. Cuando el amor se muere, es terrible soportar a una persona que sabes no te ama. La sacrificas a ella, te humillas tú; es una situación penosa, nunca edificante. Además, cuando sabes eso y lo vas palpando día a día, momento a momento, sin percatarte también tú dejas de amar. ¿A qué fin amar a quien no te ama? Es perder la dignidad, personalidad, esa fuerza única que eres tú misma. Cuando me casé con tu padre yo le amaba. Después, poco a poco, día a día, un año tras otro, el interés físico no existía y el psíquico se iba por otros derroteros. Yo no fui jamás infiel a tu padre; él me lo fue a mí. Pero no por vicio, Anita, sino por necesidad sentimental, por ese sentimiento que le inducía a otra persona. No hay en nada de esto ni machismo ni feminismo, sino sentimientos que se mueren, necesidades físicas que no se comparten. ¿Vas entendiendo?
—Sí, mamá.
—Pues eso nos ocurrió a fu padre y a mí, y antes de odiarnos a muerte, decidimos ambos tomar caminos diferentes. Yo no le fui infiel, porque no tuve otro amor. No tuve, dígase así, necesidad de serlo. De haber sido yo la que fallaba primero, se lo habría dicho antes de faltarle. Cuando él lo fue y lo supe, no me lo negó. Y te diré que una mujer sabe en seguida cuándo su marido deja de amarla, por tener otro sentimiento afín que le llena de verdad. —Os separasteis como amigos —dije maravillada. —Evidentemente, sí. No es fácil, no creas. Pero cuando el moribundo se va acabando día a día y al final se convierte en cadáver, no es difícil de saber. Y eso nos ocurrió a nosotros. ¿Monotonía? ¿Demasiado jóvenes? ¿Faltos de madurez? Puede, todo es posible en este estado de cosas. Otros se odian, como seguramente le ocurre a ese Carlos que tú tanto admiras. Miente, falsea situaciones, condena a su familia… ¿Para qué? Mejor hubiera sido que fuese directo a la situación sentimental.
—Pero tú sabes que en esta situación concreta hay intereses económicos.
—Lamentable, Anita, lamentable. Basil tiene razón. Ya veo que es un chico sensato, y te diré más, en esa entrevista se nota que es un ser humano formidable.
—¿Qué harías tú en lugar de la madre de Basil?
—Pedir el divorcio.
Lo dijo con firmeza.
Segura de sí misma.
Mamá era mucha mamá.
Me imaginé a mi padre siéndole infiel y mamá razonando ante él. ¿Con dolor? Puede que sí, pero, como ella decía, el sentimiento sin reciprocidad ya no es sentimiento y se va muriendo.
Al menos, para una mujer como mamá.
Yo sentí la necesidad de confesarle algo de mujer a mujer.
—Mamá, es que ahora Basil me emociona.
—Te emociona.
Íbamos ya en el auto.
Ella conduciendo, yo a su lado.
—Siento que mi piel se crispa, que mis ansias desconocidas despiertan, que…
—Que le deseas —me cortó sin preguntar.
—¿Es eso deseo?
—Supongo que sí. ¿Has sentido eso por Carlos?
Yo confesé:
—Jamás.
—Es que, en Carlos, veías reencarnado a tu padre y en Basil sólo ves al hombre. Yo no sé qué aconsejarte. Bueno, de momento te diré que pases un mes tranquila tomando el sol, sin escapar de los chicos, haciendo pandilla… Viviendo. Porque tú no has vivido, Anita. Has pensado que vivías.
Tenía razón. Toda la razón del mundo.
—Una cosa tienes clara —añadió sin descuidar en ningún momento el volante—. Carlos te engañó. Su mujer es una buena persona. Es hogareña, ama a su marido, y el marido disfruta de su dinero… No se puede culpar a un hijo de vago cuando es un trabajador. Ni a una hija de frívola cuando es universitaria y trabaja. Y te diré más, Anita. Si yo estuviera en tu lugar, dejaría los almacenes en septiembre y haría una carrera.
—Eso no, mamá.
—Pues algún día te darás cuenta de que cometes un error garrafal.
En eso no entraba.
Ganaba un buen sueldo, leía mucho, porque era mi afán. Estudiar una carrera no iba conmigo.
Cerca ya de nuestra torre de las afueras de Alicante, en un pueblecito no demasiado grande, pero encantador, con playa y vegetación, mamá me preguntó a boca de jarro:
—¿Vas a seguir con Carlos?
No, eso lo tenía claro.
Pero también tenía que encontrar la forma de, al regreso, romper con él.
Y se lo dije así.
—Dile la verdad —aconsejó mamá, siempre consecuente, siempre llana y sencilla—. Las mentiras y las falsedades, ya ves a dónde conducen.
—Yo creo que él me ama.
—Eso es, y porque él fe ame, tienes tú que aguantar lo que no amas, lo que sólo quieres… —¿Y Basil?
—Ah —aquí mamá hizo un gesto ambiguo—, eso es lo esencial…
Y todo quedó así.
Sin discernir.
Se diría que ella tenía miedo de ser demasiado explícita y yo demasiado corta.
Respiré cuando me vi en la torre.
Sentí que era más comunicativa con los amigos de mamá.
Que deseaba vivir.
No sé si divertirme, pero sí entrar en su mundo ambiental.
Fue un mes precioso.
No me enteré de casi nada. Ni siquiera de los asuntos del gobierno, que tanto inquietaban en las ciudades, donde la prensa cada día daba noticias distintas.
Ni radio ni televisión.
La había, claro, pero yo no la veía.
Me pasaba el día tendida en la arena. Por la tarde, cuando el sol era menos fuerte, me iba con pandillas de chicos y chicas a una discoteca.
No tuve ligue.
A eso me negué.
Pero sí supe una cosa fundamental.
Olvidaba a Carlos, dejaba de necesitarlo.
No iba significando nada en mi vida.
Por supuesto que no le escribí.
Pero sí leía revistas de color donde firmaba Basil.
Entrevistas con famosos y famosillos.
Mamá también.
Ah, conocí más a Román.
Venía los fines de semana.
Eran discretos para mí, porque Román no se quedaba en nuestra torre, se hospedaba en un hotel. No sé cuándo se veían en la intimidad, ni me importa. Pero, evidentemente se veían. Me parecía normal.
Estaba educada en un total liberalismo y, aunque yo no era la chica liberada de por sí, en mi contexto sí lo era.
Aceptaba la relación de mamá con Román.
Era un hombre abierto, amable, delicado, buen mozo.
Que se casaran o no. era cosa suya. Al final, seguro que terminarían haciéndolo, pero eran personas maduras y sabían por dónde andaban, que buscaban y qué querían.
Para mayor abundamiento diré que formaban una pareja preciosa. El, alto, delgado, no muy agraciado, pero interesante, por lo que casi resultaba guapo. Y se notaba que admiraba a mamá. Eran dos trabajadores, dos seres humanos, y lo que hicieran entre sí yo lo aceptaba de plano.
Pienso que ese mes maduré una barbaridad, pero no porque tuviera una relación sentimental, que no quise tener. Sino porque vivía, tenía comunicación con mamá, mucha más también con Román, que solía comer con nosotros, bien en la playa, bien invitándonos.
Y así terminó el mes.
La vuelta al trabajo, a la buhardilla, a todo lo que fue mi vida equivocada, me imponía, pero había que volver.
Septiembre se perfilaba.
En el auto, de regreso, mamá me habló lo que no me había hablado en el mes de estancia en la costa de Alicante.
—¿Qué harás con Carlos?
—Dejarlo.
—Así.
—Sí.
Y se notaba en mi voz pena y desasosiego. —¿Te atreverás, Anita?
—Debo hacerlo. ¿No te parece?
—Sí, sí…
Añadió, después de una muda reflexión, que yo no interrumpí:
—No le hables de su hijo, de sus mentiras. Eres joven. Dile que has conocido a otras personas, que son afines a tu edad. Que no vas a sacrificar tu juventud por su madurez.
—¿Es suficiente?
—No lo sé. Pero supongo que lo entenderá.
—¿Y si no lo entiende?
—Entonces, sé más explícita.
—¿De qué modo, mamá?
—Como es una mujer madura.
—Tú me consideras madura…
—No, pero debes de empezar a serlo.
Fácil de decir, pero difícil de llevar a cabo.
—Lo voy a intentar.
—No te engañes nunca.
—No quiero engañarme, pero tampoco dañarle a él.
—Él te dañó a ti mintiéndote.
—¿Hasta qué punto, mamá?
—Hasta todos —respondió mamá con su mesura habitual No se puede, a su edad, jugar con los sentimientos de una joven cita. ¿Qué pretende? Censura a sus hijos, que son leales y buenos. Censura a su mujer de frívola con amantes…
Yo me estiré.
—¿Sabes bien que miente?
—¿No crees a Basil?
—¿Debo creerle?
—Sí —dijo ella sorprendiéndome—. Román lo averiguó.
—Ah.
Y con esa somera exclamación me quedé encogida. —Es cierto todo, ¡todo! cuanto dice Basil.
—Carlos es, por lo visto, un embustero.
—Un mentiroso.
—¿Lo ha descubierto Román, mamá? —pregunté con voz vacilante.
—Pues sí. Y sí, porque se lo pedí yo. Fue un viaje duro para mí.
Y lo fue por varias razones. Por lo que iba a encontrar en la capital de provincia.
Por lo que decía mamá, que no dudaba era cierto, y por cuanto Román había descubierto.
¿Qué hacer?
No hice nada.
Llegamos a casa y me pareció nuestra buhardilla linda como nunca. Mejor decorada. Sin embargo, era la misma.
Mamá tenía un contestador automático. Lo puso nada más llegar.
No sé aún si por ella o por mí.
Pero lo curioso es que para ella no había ni un solo aviso y para mí había muchos.
Mamá, discreta como siempre, deshacía su equipaje. Un verano más.
Uno de tantos, pero, obviamente, diferente.
Y es que había entre las dos una comunicación que antes no existía.
No obstante, no parecía tomar cuenta de lo que yo escuchaba.
Era Carlos.
—Anita, te espero. Nada más llegues, llama a este teléfono.
Y me lo citó. Después Basil.
—Anita, cuando llegues llama a la redacción de esta revista —la citaba—. Formo parte de ella como corresponsal. Por favor. No dejes de llamarme.
Así una y otra vez.
Terminé por volverme casi loca entre lo del padre y lo del hijo. Había, después, un mensaje más largo. Y era de Basil.
—¡Basil!
¿Tanto influía en mí aquel hijo de Carlos? Me estremecía al oírlo. También mamá lo escuchaba.
Pero, entretanto, seguía impertérrita, ajena se diría, que bien sabía yo que no lo estaba, oyendo.
—No dejes de llamarme. Estoy en la redacción. Ando buscando caminos y no es fácil. Ser licenciado en Ciencias de la Información no indica nada. Me estoy metiendo en política. Por favor, cuando vuelvas, llama al número que te indico. Necesito verte.
Me moría de angustia. No sabía qué hacer. Mamá seguía como si nada, colgando mi ropa en los armarios. Al fin acudí a ella.
—Mamá… ¿Qué hago?
—¿Sobre qué?
—Los dos.
—Llama al hijo.
—¿Y el padre?
—Ya le llamarás.
—¿Cuándo?
—Después de hablar con Basil.
—Tú aprecias a Basil.
Mamá dijo algo que me apabulló:
—Me parece más sincero.
—¡Y si te equivocas?
—Es una corazonada, Anita. Le oí otra vez. A mamá, se entiende.
Por eso, en vez de llamar a Carlos, llamé a Basil. Y llamé al número que él me daba en el contestador automático.
En seguida me pusieron con él.
Ni siquiera me preguntaron de parte de quién.
—Sí…
Su voz, para mí, era electrizante.
Distinta de todas.
—Soy Anita.
—Al fin…
—¿Qué pasa?
—Nada, sólo tú. A quien yo quiero ver. ¿Nos vemos esta tarde?
—¿Por qué?
—No sé.
—¿No sabes?
—No demasiado… Me fui de casa de mis padres, ¿sabes?
Me crispé.
¿Por qué iba a saber?
—No sé.
—Pues, me fui. Mira, el problema es de ellos, no mío.
—Ah.
—Lo tomas a risa.
¡Dios me libre!
Pero, ¿qué podía decir?
—No, no —fue lo que dije.
—Tengo un apartamento humilde. Allí vivo.
—Basil —exclamé ya menos alarmada, o más de lo que suponía—, ¿qué pinto yo en tus decisiones?
—Lo que yo pinto para ti no lo sé; lo que tú para mí, demasiado.
—¿Y bien?
—Nos vemos después.
Yo acepté.
¿Podía negarme?
Mamá me miraba mientras colgaba mi ropa.
Si aprobaría mamá lo que yo decía o lo desaprobaría…
No sabía aún.
Ni quería saberlo.
Entendía que mi vida era muy mía.
Y nada más.
Sin embargo, la miraba. Pregunté:
—¿Dónde?
—Donde siempre, ¿te parece?
Iba a aceptar.
¿Podía negarme cuando algo me obligaba a ello?
—De acuerdo.
—Hasta la siete, en el pub.
—Bien.
—Eso fue todo.
Mamá seguía metiendo mi ropa en los armarios.
Se diría que no se enteraba de nada, pero yo ya iba sabiendo que mamá se enteraba de todo…
Capítulo Siete
Lo vi en seguida. Recuerdo que yo aún vestía mis vaqueros y mi polo rojo con el consabido letrero en el pecho. Calzaba playeras. Sin duda debía parecer muy infantil. Soy frágil y rubia, de ojos azules. Ya lo he dicho en otras ocasiones, y lo que no he dicho es cómo peino mi rubio pelo sin ondas, casi lacio, pero con cierta gracia natural que se amolda con facilidad. Para el viaje lo había recogido en cola de caballo y no lo había soltado, si bien la flojedad de la goma ahuecaba mis cabellos hacia ambas mejillas. Estaba morenísima. ¡Tantas horas tirada al sol sobre una arena menuda y caldeada! Dada la tersura de mi piel y sin cosmético alguno, parecía, ya digo, una cría jugando a ser mujer. En realidad, sentía como mujer, y hasta mis senos oscilaban de emoción. Mis senos túrgidos, no demasiado abundantes.
Aquella emoción que yo sentía jamás hasta entonces la había sentido, lo cual me indicaba que algo nuevo estaba naciendo en mí. Algo muy distinto y evidente, sin duda.
Era un chico alto y espigado, muy esbelto, demasiado delgado. Me imaginaba a Carlos a su edad, por lo que no me asombraba en absoluto que la hija de su jefe se enamorara de él, y él se casara con las tiendas de café. Que quizá tampoco fuese así y el amor le llevara al matrimonio y se apagara después en él, como se apagó en mamá y papá. Lo peor era que la madre de Basil tuviese tan poco carácter y no mandara al diablo a su marido. Pero esos eran asuntos en los cuales yo no entraba ni salía, ni tenía, además, derecho a inmiscuirme.
Para mí, Carlos ya no era ni la sombra recordatoria de mi padre; era únicamente un embustero, a quien aún apreciaba, pese a sus mentiras, y que, además (eso sí que era lo más lamentable), me causaba pena. Le compadecía, porque «sabía» que, pese a todo, él me amaba y yo pude haber sido lo bastante ingenua como para caer rendida en sus brazos. Si no había caído era, sin duda, porque él no puso todo el empeño… lo cual me indicaba que, en cierto modo, había tenido sus consideraciones conmigo.
Y las consideraciones, aún pensaba, las empuja el amor.
Basil salió a mi encuentro y, espontáneamente, me tomó de las manos. Me las apretó, sin soltármelas, inclinó su alta talla y me besó en la boca ligeramente con los labios abiertos, lo que para mí significó casi una posesión.
Así de emocionada me sentía.
Así de electrizada.
Me miró largamente; yo me reflejaba en sus negros ojos. No podía, no, aquel joven sincero y leal, trabajador al máximo, ser un impostor. Cabía pensar también que me entretenía para que dejara de ver a su padre y arreglar el matrimonio que, sin duda, la situación del mismo le hacía sufrir.
Pero no.
No cabía pensar eso en la serena y admirativa, franca y sincera mirada de Basil Guzmán.
Sin soltar mis manos, mirándome como si hiciera siglos que no me veía (y sólo hacía un mes) me llevó, pub adelante, hacia la mesa arrinconada donde tenía ya dos cañas de cerveza, su cajetilla de «Ducados» y su mechero no recargable.
—Mira —me dijo de buenas a primeras cuando nos sentamos, sin soltar mis manos, que asía cada vez más fuertemente por encima de la mesa—, me he ¡do de mi casa, de la que siempre fue mi hogar. No soporto a mi padre, y menos aún la debilidad de mamá por él. Me harta todo eso. No concibo el amor sin que los dos interesados lo sientan, y si bien mamá le ama, él no la quiere nada. Vive y se entretiene a su manera. Se aferra a una juventud que le está fallando. Respiraba. Yo casi no podía. Le oía extasiada. Basil añadió con ronco acento:
—Una vez dicho cuanto quería decir y cuanto pensaba, me largué. Los dejé solos. Mey se irá un día cualquiera. Trabaja con su novio, luchan, se defienden, se casarán cuando les dé la gana. Yo no soy de los que van directos al matrimonio, y mi hermana, viendo el desastre de mi casa, tampoco. Pero ella y Rafael se aman. Un día se casarán, sin lugar a dudas, si bien lo harán cuando se sientan preparados para ello.
Más franco, imposible. Más claro, ni el cristal de roca. —Mira —añadió, sin que yo dijera nada—, yo creo amarte. Pensé en ti todo este tiempo, pero tampoco soy de los fanfarrones que presumen de quitarle la novia a su padre. Ni me gusta ligar ni hacer el tonto. Me preocupa demasiado mi profesión y mis emociones personales para andarme buscando ligues y sexo. El sexo lo acepto por necesidad en un modo, y por sentimiento en otro. Y si todo ello va unido, tanto mejor. ¿Qué decir?
¿Acaso me quedaba a mí algo que añadir? En pocas palabras sabía lo que Basil sentía y pensaba. Me soltó las manos y tomó la copa.
—Bebe, Anita —me invitó—. Brindemos por habernos conocido.
—Basil, ¿nunca has pensado que podía haberte mentido y haber tenido relaciones íntimas con tu padre? —No.
Así de rotundo y sencillo. Después de una breve pausa, añadió, tras limpiarse la espuma que la cerveza había dejado en la comisura de sus labios.
—Uno no pasa por la vida como un simple, y más si no es tonto. Y, sin pecar de vanidoso, yo creo ser bastante listo: poco a poco tendré que ir demostrándolo. Te digo esto, querida Anita, para que vayas entendiendo. Empecé a vivir demasiado pronto. A los quince años ya tenía relaciones sexuales. ¿Con chicas de mi edad? Unas veces, pero otras con mujeres hechas y derechas y de ellas aprendí demasiadas cosas buenas y demasiadas cosas malas. La vida en mi casa no era plácida. ¿Dinero? Oh, sí. ¿Palacio? Oh, claro. ¿Amigos ricos? Los que quisiera. Pero, ¿y el amor, la humanidad, la comunicación sincera? Nada de nada. Y yo me había prometido a mí mismo, viendo tanto desastre sentimental, los desengaños de mi madre, sus llantos, los engaños de mi padre, sus frivolidades, hacerme un hombre de bien, y aquí me tienes. Igual, exactamente le ocurrió a mi hermana. Hay hijos en hogares nefastos que salen balas, drogadictos, inmaduros, falsos y hasta ladrones. Nosotros, afortunadamente, aprendimos en la abundancia material todo cuanto nos faltaba en la espiritual. Y aquí estamos.
No sigo contando todo cuanto conmigo desahogó Basil aquella noche.
Recuerdo que, además de la cerveza, tomamos un plato frío y nos fumamos sendos cigarrillos. Nos sentíamos emocionados juntos.
No es, pues, de extrañar que al llegar a mi portal me tomara en brazos.
Yo no sabía aún lo que era una posesión, pero la «sentí»; creía que era algo formidable. La emoción no me permitía hablar. Basil me besó, me acarició, me juró que de momento era la única mujer que le había hecho pensar en una relación sentimental continuada.
¿Qué podía hacer?
Sentir que lo amaba, sin más.
¿Por ingenuidad?
No, no. Eso sí que no.
Porque Basil era el hombre que el destino me tenía reservado.
No sé ni cómo tuve fuerzas para separarme de él, pues hubiera deseado continuar a su lado o hacer allí mismo el amor. No me lo pidió, pero sentí (creo) las mismas sensaciones.
—Te espero mañana a la misma hora y en el mismo sitio.
Me lo dijo seguro de sí mismo, pero, a la vez, y era lo más hermoso del carácter plácido y posesivo de Basil, suplicante.
—Sí, sí, sí —dije.
Román, cosa rara, estaba en casa con mamá cuando llegué.
Jugaban ambos una partida de ajedrez plácida y serenamente.
Eran dos veteranos amantes. Sin duda, para ellos, la comunicación, la sexualidad y la comprensión eran la misma cosa.
—Tienes la comida en el horno —me dijo mamá—. Yo le estoy disputando a Román esta partida. Ya nos contarás después qué cosas te ha dicho Basil.
Así de sencillo.
Tal se diría, o tal pensaba yo, que mamá quería darme a entender que estaba ante mis dos padres.
Y sentí esa sensación.
Por eso, espontánea, al besar a mamá, besé también a Román, y él, que se hallaba en mangas de camisa (aún apretaba el calor una barbaridad) alzó la mano y la pasó con ternura por mi pelo.
—Ya he cenado —dije—. Tomé un plato frío con Basil en el pub. ¿Podéis dejar la partida un rato y escucharme?
Lo hicieron instantáneamente.
—Basil me ama —les dije— y yo, sin lugar a dudas, le amo a él.
—Todo cuanto Basil te diga de sí mismo, si es que te lo dice, es auténticamente cierto —exclamó Román—. Me informé. Quiero demasiado a tu madre para olvidarme de tu felicidad. Basil se mueve en todas partes. De momento es sólo un reportero, pero pronto será mucho más. Sus artículos políticos empiezan a interesar. Son imparciales y dice la verdad, y aunque en este maldito mundo social no se vive de la verdad, hay ciertas verdades que son necesarias y se aprecian como tales.
—Es decir —murmuré yo aún dudosa, en esa duda lógica de mi edad—, que Basil no miente.
—Miente, en cambio, su padre.
—Pero me ama.
—Lógico, Anita —me dijo mamá, tomándole la palabra a Román—, te ama porque eres su resurrección. Su afán por la juventud que no desea perder. Pero, como tú tendrá un centenar.
—El hecho —ahora era Román quien hablaba— de que la mujer le aguante es que no es decidida; es pusilánime, venida de otra época, de otras costumbres, de otros diseños. Carlos Guzmán lo sabe, y sabe también que su casa está siempre allí y que tiene a la esclava en su ancho lecho, pero maldito si le interesa compartirlo, aunque sabido es que comparte sus dividendos. Debes de acabar cuanto antes con eso. Y más aún sabiendo que Basil aprendió en la escuela de la desolación y no quiere para sí una frustración semejante.
—Tampoco quiere el matrimonio.
Se miraron.
Se miraron mucho, antes de responder mamá.
Se diría que Román, de súbito se volvía tímido o titubeante.
—La convivencia es la madre de la continuidad, si es sincera. Y para saberlo, hay que vivirla.
Quedaba claro, ¿o no?
Y recordaba, en ese pensar que nunca acaba, que cuando empecé a escribir este diario a los ocho años, no pensaba, no, que me fuera a desarrollar así, que me sucedieran esas cosas, que mamá llegara a ser mi mejor amiga y que Román, el amigo sentimental de mamá, fuese casi, casi, mi consejero en momentos cruciales de mi vida.
—Ahora vete a dormir —me aconsejó mamá— y no pienses. Tienes tiempo. Ya vendrán las cosas como tengan que venir. No sirve de nada empujarlas.
Y mamá tenía razón.
Me cerré en mi alcoba. Sentí cómo Román se iba no demasiado tarde.
Yo hubiera preferido verlos casados, pero en esa intimidad tan personal no me metía, como sabía ya que ellos no se meterían en la mía.
Claro que vi a Basil al día siguiente y veinte y treinta más.
Nos habituamos uno al otro.
Un día llegó con un auto comprado de segunda mano y me llevó por la periferia. Desde el auto, en una urbanización moderna, me mostró la ventana de su apartamento.
—Tiene —me dijo— dos habitaciones, cocina, baño, y salita, y para de contar. Pero lo decoré a mi gusto y está vanguardista del todo, como soy yo.
—¿Y tu padre?
—Eso te pregunto.
—Lo esquivo.
—No es bueno eso, Anita. Has de asumir las responsabilidades, las consecuencias, las realidades. Yo cualquier día te pediré que subas a mi apartamento y sabes bien para qué.
—¿Me… —yo me estremecí— me lo vas a pedir?
—¿No quieres tu?
—Es que…
—Es diferente si me vas a comparar tus relaciones con mi padre. Muy diferente. Porque yo en seguida te pediré que pases a convivir conmigo.
—Estás loco.
—No, no. Muy cuerdo. Además, tú sabes que esa cordura es natural, es humana, es exigible a dos jóvenes como nosotros que sólo se conocen de unos besos y unas caricias.
Las caricias entonces ya eran audaces.
Diferentes.
Auténticos preludios de una fusión.
Aprendí con Basil en tres meses más que en toda mi vida con Carlos.
Por eso le estimaba.
Y por eso me daba pena.
—¿Cómo se lo digo? Me llama seis veces y yo nunca estoy.
—¿Estás o no te pones?
—Mama pone el contestador con las respuestas.
—Un día se puede presentar en casa de tu madre.
—No. De eso estoy segura. Mamá, para él, es un freno.
—Y tú abusas de eso.
—Es lógico, ¿no?
—No, Anita. Da la cara, dile la verdad. O, si lo prefieres, se lo digo yo, pero siempre es peor…
—¿Peor?
—Mucho peor. Mi padre será un pendón, un mal padre y un mal marido, pero yo soy su hijo y no me agrada presumir de lo que no soy.
—Y me quieres decir que no eres arrebatador de las novias de tu padre.
—Yo ya no te tengo por novia, Anita. Te tengo por futura esposa.
—Pero no te casas.
—No —rotundo— hasta no estar seguro de mis sentimientos, de mis coincidencias, de mi compenetración.
—¿Me vas a pedir que pase a vivir a tu apartamento?
—Pronto.
—Basil…
—Ésa es la realidad; todo lo demás son pamplinas sociales que no conducen más que a frustraciones.
Yo lo estaba viviendo en mi casa.
Y es que Román iba mucho más por nuestra buhardilla.
¿Si se quedaba en ella?
No, pero yo no era idiota.
La comprensión de mamá y Román era absoluta.
Era plena.
La pareja ideal.
Se casarían.
De eso estaba segura.
Basil me tenía cerrada contra él dentro del auto, allí en la periferia, y me decía buscando la comisura de mi boca, que no se le negaba ya:
—Nos casaremos algún día, Anita. Yo no estoy en contra de la institución matrimonial, pero a lo loco y sólo por deseo de poseer algo concreto, no. Cuando estemos seguros de que funcionamos como pareja, cuando hayamos convivido mucho tiempo, cuando tengamos una estabilidad económica… No soy un ligón, y te lo dije, ni un impresionable. Me gustas, te amo, creo amarte, pero… ¿te conozco? ¿No me dará grima cuando te laves los dientes, cuando te desnudes, cuando yo me quite los zapatos, cuando haga ruido roncando? Todo eso forma parte de la convivencia, y si no se tolera, todo lo demás es pura pantomima.
Tenía razón.
Sí que la tenía.
O, al menos, me convencía.
Ese día sentí que el amor era esencial, que las caricias se quedaban cortas, que los besos, con ser tan cálidos, no eran suficientes.
Había más, y más, y lo estaba necesitando. ¿Para qué negarlo?
—Es mejor que veas a papá mañana —me recomendó al despedirse ante el ascensor—. Ya sé que te duele, pero es preciso usar de la sinceridad para zanjar falsedades. Di lo que gustes. Tanto decirle todo lo que ha mentido, como si te lo callas, para dañarle menos. Yo se que le aprecias, pero no es tu amor. De modo que busca las (rases más suaves, si te apetece, si te parece mejor…
Y aún añadió cuando el ascensor empezaba a moverse:
—Afronta la realidad. Asúmela. No intentes consolar las negaciones. De nada sirve…
No dormí esa noche.
No podía.
Pensar que al día siguiente tendría que enfrentarme a la realidad me daba grima. Mamá me ayudo. Y me ayudo mientras íbamos las dos en su coche hacia los almacenes.
—Tiene razón Basil, Anita. Toda la razón del mundo. No le hieras, si le estimas. De lo tuyo con su hijo, ya se sabrá. Dile simplemente lo que diría cualquier joven de tu edad. Que te has enamorado de un muchacho apropiado a tu juventud… —y, de súbito, con ese decir sincero de mamá, añadió interrogante—. ¿Te has acostado con Basil?
—No.
—Pero ocurrirá, ¿verdad?
—Sí.
—¿Te casarás, Anita?
—No, mamá.
—Bueno, tampoco a eso le doy demasiada importancia y que me perdone quien piense que estoy equivocada. Te diré, para mayor abundamiento, que sólo conociéndose a fondo dos personas saben si pueden o no convivir. El amor es frágil; cualquier cosa lo rompe o lo consolida. Todo, y más, depende de lo que sepan disculparse mutuamente uno y otro.
—Si yo un día te digo que me voy a vivir con Basil sin casarme…
Me cortó. Ya entraba en el parking de los grandes almacenes.
—Es cosa tuya. Cuando tu padre y yo nos separamos, nada nos preocupó tu situación ni tu trauma. Lo viviste. Lo sentí. Yo, más que nada, porque estaba a tu lado y lo palpaba. Pero la pareja éramos nosotros y no nos entendíamos.
—Gracias, mamá.
—No te voy a negar —añadió mamá, bajando del auto y cerrándolo— que preferiría verte casada. Pero, si yo no me he casado por segunda vez y tengo compañero sentimental, ¿qué moral es la mía para decirte que tú obres diferente?
Tenía razón.
Lo comprendí.
Pero sólo lo manifesté asiendo sus dedos.
Y así entramos juntas en los almacenes.
Viví en vilo todo el día.
Tenía la cita con Carlos a las siete y media en el lugar de siempre, en el pub donde nos conocimos.
Se lo había comunicado así a Basil por teléfono y no había tregua ni subterfugio que evitara aquel encuentro.
Además, Basil, mamá, ¿Román?, pues también: todos estaban de acuerdo.
Escapar no servía de nada, y yo estaba escapando hacía tres meses.
O lo afrontaba o seguía huyendo, y el huir tampoco me iba, porque en el fondo yo había tomado el molde de mi madre.
No sé en qué instante mamá se acercó a mí.
Diré, para más aclaración de todo, que mamá no vestía mandilón azul con el monograma de los grandes almacenes, sino modelos elegantes, sencillos, dentro de su íntima austeridad y elegancia.
Era una persona relevante en la empresa.
Compraba, elegía con los viajantes. Diseñaba los escaparates que luego montaban los empleados. Se pasaba horas en la oficina con los jefazos, que confiaban en ella.
¿Podría llegar yo algún día a su altura empresarial?
Lo dudaba.
Pero en mi hiero interno pensaba que lo intentaría.
A las siete y cuarto salía por las puertas grandes, con todo el personal.
Iba temblando, lo confieso.
¿Qué decirle a Carlos?
¿Que era la novia de su hijo?
No hacía falta, un día lo sabría, o quizá lo supiese ya.
Pero es que yo quería a Carlos, pese a cuanto me había mentido, y me dolía hacerle daño, y tenía que hacérselo.
Lo vi rápidamente. Estaba en el pub.
Fumaba.
Tenía un whisky delante.
Elegante, pulido, rejuvenecido con su ropa de sport, pero a mí ya no me decía nada. Nada, se entiende, a mis sentimientos.
A mis sentimientos amorosos emocionales, que se comprenda.
Le quería corno si fuera papá.
El papá que recordaba vagamente. Ya casi nada.
Pero herir a un padre duele siempre, aunque casi no le conozcas.
Eso me ocurría a mí.
¿Un caso psicológico?
Puede que sí.
—Oh —exclamó al verme—. Al fin.
Y se tiró de la banqueta. —Hola.
—¿Cómo estás? Guapísima, ya veo. Llevas tanto tiempo lejos… ¿Qué haces?—se atropellaba y noté que me amaba, que me amaba mucho, pero eso debía o tenía que serme secundario.
—Te he llamado mil veces. ¿Qué te pasa conmigo?
Y me asió del codo. No sentía nada.
Es decir, indiferencia. Entre él y Basil, la cosa la tenía clara.
Tocarme Basil y electrizarme era una cosa, y tocarme Carlos y quedar indiferente era otra distinta.
—Sentémonos —dije.
Y di a mi voz la entonación debida. Ni emocionada, ni cortante. Serena.
Y es que a medida que entendía mi postura, me iba serenando.
—¿Damos un paseo? —preguntó—. Tengo el auto fuera. Yo no quería dar paseos.
Yo pretendía terminar cuanto antes todo aquello. Embrollado, si se quiere.
Confuso por la asociación que hacía con un padre desconocido.
Pero, como hombre, Carlos, para mí, ya no era nada. ¡Nada!
Y eso sí que era difícil discernirlo, y más, explicarlo. Entendí entonces que no era tan valiente como mamá. Ni tan entera, ni tan digna, ni tan fuerte.
¿Acaso era yo débil y pusilánime como la esposa de Carlos?
Me dolía ser así.
Debía luchar, y estaba luchando, por escapar de ese esquema preconcebido.
Me encaramé a la banqueta.
Mejor decirlo allí que en su auto.
No quería coacciones.
Ni sentimientos.
O éstos quedaban marginados y yo me atenía a la realidad, o todo seguiría igual, que sería, a no dudar, una farsa social más en la cual yo estaba apresada.
Y no me daba la gana.
—Carlos, lo nuestro debe terminar.
—¿Qué?
—Es cosa hecha, ¿sabes? Me dolería ser más explícita.
—Pero…
Y su mirada desolada me indicaba cuánto me quería aquel hombre. Con sus mentiras, sus farsas, sus trampas, los intentos de suicidio de su mujer. Pero me amaba.
Yo a él, no.
Y eso me dio valor.
Un valor que creía ya perdido.
Pero que estaba allí en mí. Al fin y al cabo era hija de mamá.
—He reflexionado mucho en todo este tiempo, me he analizado, me he visto. No te amo, Carlos.
—¡Dios mío!
—Sólo te quiero como amigo.
—¿Qué dices?
—Por favor, vuelve con tu mujer. Ella sí te ama.
Me di cuenta de que hacía mella mi decisión.
—Y te ama tanto que por no perderte es capaz de intentar quitarse la vida.
—Pero tú sabes…
—¿Lo que pasa? —sonaba vibrante mi voz—. Sí, lo sé.
—Por Basil, mi hijo.
—¿Y qué mas da?
—¿Ves tú a Basil?
—Lo conozco.
—Y te habrá dicho…
—Carlos, no alarguemos más lo que no tiene ya dilación. Se acabó esto. Se acabó, y para siempre. Tú vuelve a tu vida o lo que gustes, pero yo… me margino de ella, de tu existencia. Y, por favor —aquí ya mi voz era cansada—, no insistas…
—Sabes que soy un mentiroso.
—Sé únicamente que intentas rejuvenecer a cambio de deponer muchas otras cosas importantes. Tu mujer te adora.
—No la soporto.
—Pues, divórciate.
—¿Y tú?
—No me voy a casar contigo.
Así quedó todo.
Una discusión vacía, flácida, sin resultados positivos ya. Lo sabía él, intuitivo. Y lo sabía yo por razones muy distintas.
Que sentía el amor.
Que él era un hombre a quien quise como hubiera querido a mi padre.
Pero mi padre quedaba tan lejos…
Nos separamos como buenos amigos. El, dolido, sí; yo, liberada.
Esa misma noche, a las diez, me llamó Basil.
Y salí…
Ya diré después a dónde fui, aunque ya se supone…
Capítulo Ocho
Fui a su apartamento. Ni siquiera me preguntó por el resultado de la conversación con su padre, lo cual mucho le agradecí. Todo estaba aclarado de por sí, y gastar palabras vanas era perder el tiempo. Además, se diga lo que se diga, los enamorados son egoístas, y para Basil y para mí sólo contaba en aquel momento conocernos a fondo, no ocultarnos nada, iniciar una convivencia, un conocimiento, una entrega íntima.
No fue Basil (otro motivo más de admiración por mi parte) el clásico hombre agotador, ansioso, aberrante, que lleva por primera vez a su piso de soltero a una mujer y se lanza sobre ella como una presa anhelada.
Nada de eso.
Basil era tan sencillo o más que yo, tan cuidadoso, tan masculino. Tendría defectos; ¿quién no los tiene? Pero eran otros. Otros muy diferentes, que no atañían ni perturbaban nuestra relación sentimental.
Ya no hacía calor. Se iniciaba diciembre. El frío en la calle era tremendo, y Lis montañas que se veían a lo lejos parecían impolutas. La brisa descendía como un estilete, pero en el apartamento de Basil funcionaba la calefacción.
Eran casi las once. Mamá y Román no se hallaban en casa cuando Basil me llamo, pero dejé una nota. Sólo decía en ella: «Llegaré tarde».
O llegaría al día siguiente directamente a los almacenes, que sería lo más probable.
Que me hallaba con Basil ya lo sabían, porque mamá me había llamado por teléfono y me había preguntado por la conversación sostenida con Carlos y le había dicho la verdad, que todo quedaba terminado.
Basil no era el bestia que llega por primera vez y se apodera de una chica. Muy al contrario. Me enseñó la casa, eso sí, sin soltar mis dedos. Las dos alcobas, decoradas a su manera, que era muy particular; el baño; la cocina, donde apenas cabían dos personas; el único saloncito, con ventanales a la calle y desde el cual sólo se veían terrazas y tejados.
Una mesa de trabajo, una máquina de escribir, muchas cuartillas, libros en una estantería, un ancho sofá, una mesa de centro de cristal y un sillón doble. Después figuritas, cuadros pintados por él, libros aquí y allá, ceniceros limpios. Se notaba que Basil era un hombre ordenado. No había nada fuera de su sitio. O bien Basil tenía previsto recibirme esa noche, si bien no aceptaba esta última cuestión, porque, conociéndole, había que suponer que era un tipo espontáneo.
—¿Prefieres café o copa? —me dijo despojándose del suéter y quedando en mangas de camisa.
Yo también me quité mi chaquetón de piel y quedé en falda y blusa.
—Un licor —le dije—. El café me pone nerviosa. —Pues es más fácil aún.
Y se fue a una mesa de ruedas que hacía de bar y estaba cubierta de botellas y vasos.
—Me siento bien aquí —me dijo—. Trabajo noches enteras. Busco la noticia y la escribo y luego la voy llevando por las redacciones de los periódicos. Soy muy terco, muy tozudo, muy consecuente y, a la vez, perseverante. Así gano terreno, y sí en seis sitios me rechazan el artículo, en dos me lo aceptan. Gano lo justo para vivir —y, ya sentado a mi lado en el sofá, entregándome un whisky y quedándome con otro—. Las entrevistas no me agradan. Las personas entrevistadas, si son muy importantes se ponen duras; si son personajillos son pedantes. Por eso busco otro modo de promoción, otro enfoque a mi vida como periodista y, además, a ratos libres escribo un libro costumbrista.
Me pasó un brazo por los hombros.
Entonces, delicadamente, me besó la oreja. Fue como si produjera una descarga eléctrica.
—Anita, si no quieres, no.
Sabía a qué se refería.
Y yo quería.
Necesitaba verme a mí misma, conocerme a través de él, saber hasta qué extremos lo amaba. Sólo la plena intimidad me lo diría.
No respondí, pero me volví despacio y junté mi cara a la suya. Empezó a besarme. La garganta, la oreja otra vez, la barbilla, los labios. Una eternidad.
Su vaso y el mío se habían quedado en la mesa de cristal y estábamos ya enlazados.
No sé cuándo me llevó asida por la cintura y me puso allí con cuidado. Me quedé esperándole. No voy a entrar en detalles. No me gusta meterme en intimidades, aunque sean las mías. Me parece una pornografía de mal gusto. Además, estimo que cada cual, en esos instantes, vive para sí: lo demás no interesa.
Fue una revelación lenta, callada, suave.
Una revelación indescriptible.
No mencionó para nada mi virginidad, pero sí que el acoplamiento entre ambos fue total, tierno, sí, tierno, con el afán voluptuoso de dos jóvenes vidas de distinto sexo que se necesitan y se lo manifiestan.
Yo descubrí con él que era apasionada hasta extremos exagerados, vehemente hasta casi asustarme, y descubrí, así mismo, que Basil me iba como anillo al dedo.
No salí de aquel apartamento en toda la noche.
¡La noche más reveladora y divina de mi vida! Qué bonito es el amor, y cuánto comprendí a mamá y a Román, y también a papá y mamá sin amor.
Me di cuenta de mil cosas a la vez y me hice mujer esa noche.
Pienso que una madura y apreciativa mujer que entiende el porqué de tantas cosas ocultas, raras e incomprensibles.
Recuerdo nuestro reposo, nuestro relajamiento y los mil detalles que concretaron nuestra situación de pareja. Muchas veces he oído decir que el hombre, una vez saciado su apetito sexual, se vuelve egoísta, se olvida de su pareja. Pero Basil no era así.
Todo lo recreaba, todo lo desmenuzaba, todo lo dilataba.
Era el hombre, con pocos años, conocedor de la mujer hasta el infinito, y yo era la joven que despertaba por primera vez, y el mundo del amor me parecía maravilloso. Sentía lo que hacía. Lo sentí con intensidad. Nada era forzado en mí, porque, además de espontáneo, era sincero y me descubría por qué vivir, por qué luchar, por qué gozar.
Y gocé.
Con Basil, tan sensible, tan emotivo, tan emocional, gozaba cualquiera, pero sí, añadido a sus habilidades, existía el sentimiento, es fácil imaginar lo demás.
Él mismo me llevó a los almacenes al día siguiente, y vi a mamá.
Vi en sus ojos tan expresivos un mudo interrogante. No sé si había dolor. Pienso que no; sólo, quizá, me aconsejaba precaución.
Meditación, reflexión.
Saber de cierto lo que quería, lo que necesitaba, no cegarme por un entusiasmo pasajero.
No me preguntó nada con palabras; eso es verdad. También me topé con Román cuando iba a preparar una Visa.
Sólo me pasó los dedos por el pelo y me sonrió.
Le agradecí el gesto.
Lo sentía ya como algo mío, algo nuestro. Se casaran o no él y mamá, para mí, Román era ese padre que siempre había deseado tener.
Voy a abreviar, porque me queda poco por decir. Fue un mes de frío y de nieves. En Navidades conocí a Mey y a Rafael.
Dos dentistas esforzados, establecidos en un barrio obrero, que cobraban poco, pero que se iban defendiendo. Mey me pareció tan sensible como Basil, y Rafael un hombre consciente, sabedor de lo que quería, de lo que buscaba.
Conocía nuestra historia. Yo no vivía con Basil, pero nos veíamos en su apartamento cada día, y cada día era más infinita nuestra necesidad de compartirlo todo. Él empezó a saber cómo me limpiaba los dientes, cómo me cepillaba el cabello, el tiempo, corto siempre sin duda, que tardaba en vestirme. Yo supe de él que solía tirar los zapatos lejos y hacía ruido; no roncaba, pero solía dormir boca abajo y desnudo.
Nos toleramos como éramos y nos compenetramos hasta extremos insospechados. Nos aceptamos tal cual, sin reprocharnos nada. Yo tenía defectos; él también los tenía.
Pero las noches, que son lo más bonito, no las pasábamos juntos por razones obvias. Por respeto a mamá y por respeto a mí misma.
Todo era un poco vano, menos nuestra relación.
Esas Navidades, comiendo juntos en un restaurante de la periferia, Mey le dijo a Basil:
—Papá se va calmando y mamá lo aguanta todo. Yo he decidido irme con Rafael. Estamos viviendo juntos. Mamá se ha escandalizado, pero ha tenido que tragar la realidad. Ahora viven solos. Es posible que sea cuando mejor se entiendan, porque papá acude más a casa, ha dejado un poco sus devaneos, sus deseos de eternizar la juventud.
Basil replico furioso:
—No entiendo a mamá.
Rafael ponía paz en la discusión.
—Pues debes entenderla, y te lo digo porque nosotros tenemos otra educación, otros esquemas, y ellos se ciñen aún al de antes, al que recibieron. Y lo digo más por tu madre que por tu padre. Además, tu madre siempre fue apocada, corta, nada valiente. Y, encima, sigue enamorada de su dependiente. ¿Entiendes?
—Lo entiendo, pero me duele que todo sea así. Un contrato no justifica una esclavitud, digo yo, o no debe ser. Por eso detesto firmar acuerdos, firmar actas matrimoniales. Si el sentimiento no es recíproco, de poco vale la firma.
Yo intervine.
Y a grandes rasgos conté lo de mamá.
Lo entendieron perfectamente.
—Eso es ser civilizado.
—O vivir en otra época. Hay marcas —decía Rafael—, y te señalan para el resto de tu vida. Tu madre fue valiente, pero también lo fue para salir adelante sola, lo cual, hemos de ser sinceros, no es habitual.
Me cayeron bien.
Basil y yo les visitamos un día de aquéllos, antes de la Nochevieja.
Tenían un piso sencillo, una consulta comprada a plazos, que iban pagando con sus ganancias. Rafael dijo entre copa y copa:
—Mey y yo nos acoplamos perfectamente. Yo no estoy en contra de nada, y estoy a la vez en contra de todo. Pero digo que si la pareja se acopla, no tiene por qué vivir soltera. Yo seré de los que me case. Sólo necesitamos pagar cuanto debemos, hacer algún dinero y después nos casaremos por lo civil. Lo tenemos todo calculado. Quizá dentro de un año seáis testigos de nuestra boda. No tendremos hijos en seguida, aunque a los dos nos gustan, pero un hijo es una gran responsabilidad en esta época confusa. Sólo iremos por él cuando tengamos la vida económica resuelta. Traer hijos al mundo para pasar penurias es una temeridad y un egoísmo desmedido.
Yo coincidía con él. También Basil. En la Nochevieja, mamá me dijo:
—Me voy con Román a un parador.
—Bueno, mamá.
—¿Qué harás tú?
¿Qué podía hacer? Lo de siempre.
Irme con Basil, sólo que esa noche tendría la diferencia de que nadie nos la coartaría, porque la pasaríamos juntos y más aún al día siguiente.
—Me iré con Basil.
—Va mucho tiempo ya, Anita. ¿Qué harás en el futuro?
No lo sé aún.
Pero lo supe esa noche memorable.
Basil me lo dijo. Y lo dijo con las palabras justas que él usaba en tales casos.
—O lo compartimos todo así, en pareja sentimental o ya no sé si podremos compartir nada. Yo gano más. Mi terquedad me está abriendo camino. Tú ganas un sueldo. Los dos juntos podemos ampliar el círculo social y económico de nuestra vida, y sentimentalmente ser mejor uno del otro. ¿Qué dices tú?
Lo tenía claro.
Además, en mi fuero interno lo estaba deseando.
—Te lo digo claramente —añadió Basil al tiempo de perder sus labios en las comisuras de mi boca—. O vivimos juntos o esto se eternizará. Piénsalo.
No tenía que pensarlo.
En mí estaba ya claro.
Sabía, además, que su padre no ignoraba nuestra relación.
Nunca, en mucho tiempo, volví a verlo. Cuando le vi… ya había aceptado su decrepitud. Su relación con Marta, su mujer, era la de dos personas mayores que se aceptan como son.
Evidentemente, Carlos seguía haciendo sus pinitos, pero eso Marta lo aceptaba así… Eso ya era cosa de ambos.
Los hijos, evidentemente, vivían sus propias vidas, como mamá vivía la suya, aunque con la misma elegante discreción de siempre.
Basil y yo, en cambio, sabíamos bien que nos necesitábamos, que coincidíamos, que nos acoplábamos totalmente y que nos aceptábamos como éramos los dos. Y había, ante todo, un goce. Y era el de nuestro amor vivido a tope, en su totalidad, sin resentimientos, sin tapujos, sin recortes…
¿Eróticos?
Pues bueno.
Éramos jóvenes y yo aprendía con Basil a disfrutar de cada instante, cada caricia, cada noche y cada beso.
¿Podía alguien prohibírmelo? No. Lógicamente en modo alguno.
—Me quedo —dije.
—¿Se lo has dicho a tu madre?
—Se lo diré.
—No nos casaremos aún, Anita.
—Lo sé.
—Nos casaremos cuando estemos bien seguros…
—Sí, sí, sí…
Y pasé la Nochevieja y Año Nuevo con él, la mejor de toda mi vida.
Fue sorpresivo para mí saberlo.
Pero lo supe cuando al día siguiente de Año Nuevo entré en casa. En mi preciosa buhardilla. Estaba Román. Román, en pijama y batín. ¿Mamá permitiendo eso? Él rió al verme.
—Nos hemos casado por lo civil.
—¡Oh!
Y mi exclamación atrajo a mamá, que andaba por la alcoba. En pijama y bata. Íntima y más preciosa que nunca.
—Ven —me dijo—, ven. Verás, nos hemos ido a un parador, y de repente pensamos que, separados, no éramos felices, y nos casamos. Ya sabes lo que yo pienso del matrimonio, pero Román es para mí algo esencial. Y es tan enemigo de eso como yo, pero… ya ves, lo tradicional impera. Nos hemos casado de buenas a primeras, pero seguros ambos de lo que deseábamos.
La besé.
¿Qué podía hacer?
Los amaba y, además, prefería que se casaran, aunque yo estuviera dispuesta a vivir con Basil sin casarme.
Lo esencial en aquel momento eran ellos, que estuvieran juntos, que la sociedad demencial a la cual pertenecían les aceptase, aunque ahora está claro que ya se acepta todo. Yo era joven, y Basil también.
Vivíamos un mundo diferente quizá, como cuando mamá empezó a entenderse con Román.
Sea como fuere, la boda de mamá me llenaba de orgullo. En el fondo yo no me casaba con Basil porque él no quería y yo no le forzaría nunca.
Basil no era reaccionario ni tradicionalista.
Mamá, con sus años, Román con los suyos, sin duda empezaban a serlo, y aquello, para mí, ya era, evidentemente, una satisfacción.
Llamé a Basil en seguida.
Lo invité a comer, porque mamá me lo pidió así, y qué bien se entendieron los tres. Pero Basil, de casarse no quería saber nada.
Ni mamá le forzó, ni Román, ni yo, claro.
Sin embargo, esa noche, en esa cena, dijo que la convivencia entre los dos (se refería a él y a mí) era fundamental.
Mamá no se opuso.
Román no dijo ni pío.
Yo, al día siguiente, hice mis maletas.
Mamá me ayudó.
Notaba en ella un gesto de amargura, pero no de resentimiento.
¿Qué estaba haciendo yo, al fin y al cabo?
Lo que ella no hizo en su momento, pero que vivió de igual modo.
—¿Te duele, mamá? —le pregunté yo en un momento dado.
Mamá me miró. Y dijo a media voz:
—Hubiera preferido…
—Lo sé —le corté.
—¿Algún día, Anita?
—Espero que sí, mamá.
—Yo no pensaba casarme de nuevo, pero… Román, de súbito, y yo, a mi vez, lo decidimos. Nos sentimos mejor. Serán costumbres añejas, pero la tradición… Sin embargo, no fue eso, Anita, y te lo digo para que lo sepas. Fue la necesidad de compartirlo todo, y compartirlo a medias suele ser endeble y no justifica nada. Además, se va perdiendo día a día una convivencia necesaria. Pero mi caso es diferente. No soy joven. Román tampoco. No obstante, nada te diré si te vas, y claro está que te vas a ir.
—Yo adoro a Basil, mamá.
—Y él a ti; eso está muy claro. Pero la vida es dura, Anita, y si él quiere en su día tener resuelto su futuro… Además, y déjame ser ahora más amiga tuya que madre, si dejáis de amaros, de poco sirve el certificado matrimonial, a menos que seas la pusilánime esposa del padre de Basil, y no te considero así.
—Es que por nada del mundo quisiera serlo.
—Pues por nada ni por nadie dejes tu trabajo, que eso será lo que te dará independencia. Si un día rompes, rompes y en paz.
—Tú hubieras deseado que me fuera casada.
—Sí.
—Sin embargo…
—Con sin embargo y todo, Anita. Pero si te vas soltera y para formar pareja sentimental, nada diré. Nada puedo decir honestamente. Yo he vivido un fracaso. Un duro fracaso. Y dispuesta a ser el comodín de mi marido, jamás. Por tanto…
Me fui.
Con mis maletas.
Basil me esperaba en su coche de segunda mano.
Iniciamos nuestra vida.
Una vida en común, en convivencia. Trabajo, amor, conversaciones… discusiones también.
¿Quién no las tiene, aun soltero?
Las teníamos, pero de ellas extraíamos experiencias.
Basil empezó a colaborar en periódicos con sus artículos políticos.
Tuvo sus más y sus menos, pero poco a poco se iba introduciendo y acertaba. Mal que bien, iba penetrando en ese mundo incierto y extraño que es la política y que él trataba por todos los medios de cultivar con honestidad.
Una cosa teníamos clara ambos, y era que nuestras fricciones, si existían, tuvieran la menor duración posible, y lo íbamos consiguiendo. Por otra parte, nuestra bolsa económica era común. Había que vernos hacer números. Esto para esto; esto para aquello. Y así nos divertíamos. Pero no éramos nada frívolos. Muy al contrario; Basil y yo fuimos siempre maduros, responsables y cuadriculamos nuestra vida en un sentido, mientras que en el otro, lo íntimo sexual amoroso, lo vivíamos a tope. Lo que uno tenía de poco, el otro lo tenía de mucho.
Así nos fuimos conociendo en profundidad. Compartiendo penas, necesidades, escaseces.
Mamá nunca me ofreció ayuda económica. Es que sabía lo mucho que me hubiera ofendido. Por lo demás, respetaba nuestra convivencia de pareja. A veces nos reuníamos los seis para comer en algún lugar por la noche, sobre todo los fines de semana.
Y digo los seis porque, andando el tiempo, Mey y Rafael formaron parte de nuestro clan.
Basil resultó ser un excelente cocinero. A veces, cuando llegaba tarde de los almacenes, ya tenía un olorcillo apetitoso en casa. Basil, con un delantal atado a la cintura, me sonreía sacudiendo el tenedor o la espumadera, pero nunca faltaba el beso en los labios, leve o fuerte, según el momento y las horas que hubiéramos estado separados. También, había el momento para cada cosa, casi sin darnos cuenta. Para conversar, para salir, para amarnos, para disfrutar al máximo.
Conocí a la madre de Basil en un momento crucial para todos. Carlos sufrió un infarto, y Marta se volcó con él. Tal vez fue entonces cuando Carlos se dio cuenta plena de lo que era el amor irreversible de su mujer, el afecto de sus hijos, la consideración de sus amigos.
Sus ojos no me reprocharon nada cuando me vio.
Y pienso que Marta, la madre de Basil, jamás supo que fui yo la jovencita que le separó de su marido durante un tiempo. Fuera como fuese, la vida cambió para ellos, y si bien Basil no me pedía ir por el palacio de sus padres todos los días, tampoco me negaba que pasara a verlos a diario.
Se planteó lo de las tiendas de café. Basil dijo rotundamente que él era periodista, que su prestigio como tal iba creciendo y que no se sentía realizado detrás de un mostrador. Mey dijo lo mismo, y Rafael, ídem, pero sí que todos, también yo, nos ofrecimos para vigilarlas y llevar las contabilidades.
Así me convertí en persona pluriempleada. Salía de los almacenes y me iba por la oficina que centralizaba las tiendas. Unas veces estaba Basil, o Rafael, o Mey, o la misma Marta. Otras yo sola.
Además, como sabía escribir a máquina divinamente, pasaba en limpio todos los trabajos de Basil. Por otra parte, en los almacenes, fuera por mis méritos, fuera por la categoría de mamá o la de Román, yo había ascendido. Era jefa de sección y ganaba el doble.
Carlos, del hospital pasó a su palacete. Entonces, egoísta como era, se plegó a su mujer, lo cual encantaba a Marta.
Marta era una mujer frágil, bonita aún, amante, de esas damas de antes que no entienden de feminismos y lo consagraban todo al macho, a quien, en el hogar, consideran un rey. Si eso lo hacía feliz, ¿qué podíamos decir los demás? Porque si en la juventud le toleró tanto, ¿qué podía hacer en la madurez sino dedicarse a lo que realmente le encantaba: cuidar a su esposo?
Eso era ya un asunto que no me atañía y sí que tenía que oír a Basil renegar por el estúpido comportamiento de su madre para con su padre, enfermo y decrépito. Pero yo le decía que también su papel era humano y caritativo, y si le gustaba…
Basil solía dar cabezaditas asintiendo, pero sin ninguna convicción. Eso sí, yo notaba que cada día me necesitaba más, como yo a él.
Un día nos planteamos la posibilidad de tener un hijo.
Basil razonó.
—Nuestra economía va en aumento. Mi solidez en la editora es fundamental y la voy consiguiendo. Mi fama como cronista político imparcial se aprecia. Gano mucho más dinero. Tú también. Yo no soy machista de nada. No quiero que tú dependas de mí. El día que tengamos hijos, si decidimos tenerlos, nos casaremos, y no creo que estemos aún preparados para tenerlos.
No los tuvimos.
Y es que yo entendía la situación de Basil y sus razonamientos.
Ese mes de agosto nos fuimos solos.
Yo, con mi permiso.
Él, con unos encargos de su periódico para trabajar. Y lo hicimos. Si bien, nos daba tiempo para tomar el sol, para salir por las noches. No éramos muy noctámbulos ninguno de los dos, pero de vez en cuando lo hacíamos.
Habíamos elegido el Ampurdán para pasarlo bien. Verges, concretamente. Un lugar tranquilo y precioso, no muy lejos del mar. Desde la torre que habíamos alquilado, veíamos la vegetación indescriptible del Ampurdán.
Alquilamos también una barca y salíamos a alta mar, manejando Basil el timón y yo tomando el sol en los paneles.
Por la noche, cuando no salíamos, trabajábamos los dos en el libro de Basil, porque sus labores como cronista político tenían en pleno verano un descanso. Aunque, aun así, hacía algunas guiado por las noticias radiofónicas.
Fue un mes en solitario que nos compenetró más. Infinitamente más.
A veces, relajados en el lecho después de un goce infinito y dilatado, hablábamos del futuro.
No lo teníamos planteado al máximo, pero sí que entre ambos lo íbamos perfilando poco a poco.
La noticia de la súbita boda de Mey y Rafael la recibimos en Verges. Nos la dieron ellos por teléfono.
Mey, por descuido, porque habían querido o por la razón que fuera (que ellos no lo explicaron, y nosotros, discretamente, no preguntamos) había quedado embarazada. Ellos preferían legalizar la situación.
Retomamos a la capital de provincia.
Recuerdo que Basil me iba diciendo:
—Mira que si a nosotros nos ocurre algo así…
Yo me lancé.
Porque, la verdad, dentro de mi actualismo y de mi liberación, tenía metida la tradición.
—¿Qué ocurriría?
Basil conducía y reía:
—Pues, si ocurre, bueno, ¿qué pasa? No hay nada que legalizar.
Ése era Basil.
Y yo, pese a todo, lo aceptaba así.
También recuerdo que esa noche nos detuvimos en un parador de turismo y nos amamos como dos hambrientos.
Los besos de Basil me eran siempre novedosos, como si los estuviera recibiendo por primera vez, y yo para Basil era la amante eterna.
¿Que esto no es posible?
Sí, sí que lo es. Y lo es si cada ser humano de la pareja pone su parte. Basil y yo la poníamos tanto en entendimiento, en pasiones, en amores, como en sentimiento y comprensión.
Diré, antes de remontarme a dos años después, que Carlos no volvió a hacer vida social. Su infarto lo había dejado, como si dijéramos, a merced de su esposa, y la esposa, así (perdóneme Dios) era feliz, porque al fin y por primera vez en su vida, podía tener a su marido y cuidar de él, mimarlo, atenderlo… Hay personas (mujeres en este caso) que nacen, se educan y viven para ser madres amantes de sus esposos.
No voy a censurarla.
En el fondo la admiraba. Quizá yo, en su caso, hubiera hecho igual, pero, eso sí, sabiendo que Basil me era fiel, me amaba y me necesitaba física y anímicamente.
Comentándolo con Basil esa noche, me besaba largamente.
Y me decía mientras yo me enredaba en su cuerpo:
—Por compasión no querría tenerte.
Y tenía razón Basil.
Y es que, además, por compasión, habiéndome sido infiel, yo tampoco le atendería…
Epílogo
Durante esos dos años transcurridos tuve más comunicación con mamá, y no digo nada con Román, a quien terminé considerando mi padre. Un día mamá me anunció que mi verdadero padre había muerto en Brasil.
No lloré.
Pensé en cuántas cosas habían ocurrido por aquella ausencia.
—Lo supe por un amigo de Román que regresó de allá —me explicó mamá—. Deja esposa y tres hijos… Pero no creo que ellos sepan que tú existes.
No sé si lo supieron.
Nunca los vi.
Nunca me buscaron.
Ni yo tuve la inquietud de conocerlos, porque en poco tiempo sucedieron demasiadas cosas.
Por ejemplo, yo ascendí más. Llevaba el camino de mamá. Me maduraba. Aprendía con Basil una barbaridad en todos los sentidos. Basil también ascendió como cronista político, y sus versiones se las tenían muy en cuenta. Empezaba ya a navegar por situaciones muy claras, muy específicas. Sucedía todo lo contrario de antes, cuando tenía que colocar sus artículos a base de terquedad, o tozudez, o perseverancia. Ahora se los pedían los periódicos especializados. Colaboraba en un montón.
Pero yo no dejé mi trabajo.
Mamá y Román seguían su vida feliz, apacible, comprensiva y comprendida. Eran una pareja formidable.
Mey tuvo dos gemelos, y se las veían ambos y se volvían locos para cuidarlos, pero llegó el momento en que se acreditaron en el barrio obrero y empezaron a ganar dinero. Así pudieron buscar una mujer que se cuidara de sus dos hijos.
Empecé a escribir esto a los ocho años, y tengo ¿cuántos? Ni los cuento. No muchos, pero sí los suficientes para sentirme liberada y atada al mismo tiempo y, por supuesto, soltera.
Pero joven, eso sí. Basil y yo seguíamos siendo jóvenes y afanosos de nuestro amor. Nos adorábamos más que cuando nos conocimos, y empezamos a intimar, porque ahora económicamente todo nos va mejor y además nos conocemos infinitamente más, y más aún nos necesitamos sexual y psíquicamente.
Debo añadir, porque, si he de decirlo todo, nada debe quedar en el tiempo, me hice muy amiga de Marta. Ella, tan reaccionaria, aceptaba nuestra situación de pareja sentimental sin matrimonio. Era una gran mujer.
Chapada a la antigua, pero humana y llena de ternura para sus hijos y para su marido delicado. Carlos, la verdad, nunca pudo volver a sus «pernadas», porque en el fondo era un egoísta y le encantaba ser cuidado por su mujer. Además, no quería morirse. Lógico también. Lógico, digo yo, dada su personalidad.
En el fondo, pienso que no es malo, sólo que la rutina lo obligó, digamos, a buscar novedades jóvenes.
Y debo añadir aún más, si yo amo más a Basil es por el respeto que le demuestra a su padre, que nos acepta así, como pareja, y nos mira sin rencor, tal vez comprendiendo que somos dignos uno del otro. Y también por la ternura que demuestra a su madre y la admiración a la mía.
Pero ocurrió lo inevitable.
O me olvidé yo, o se olvidó Basil, o nos falló algo.
Un día entendí que algo no marchaba, que algo me perturbaba.
No se lo conté a mamá, pero sí a Basil.
—Me siento mal.
—¿Mal?
—Me mareo.
—¡Carajo! —lanzó Basil—. No será…
Yo no caía en la cuenta.
Recordaba una noche.
Pues sí, una noche en que nos dio la gana de volver a casa después de una fiesta nocturna y nos fuimos a un hotel. Gozamos como dos enanos.
¿Champán?
¿Liberación?
¿O sólo la pasión, que seguía en nosotros imperante?
¡Qué más daba!
El caso es que lo que Basil insinuaba me atacaba de súbito a mí.
Me apreté en su pecho.
Recuerdo que Basil, con una ternura increíble después de tanto tiempo de vida en común, me apretaba contra él y me pasaba los dedos por el pelo como si fuera aquélla la primera vez que me tenía a su lado.
—Si es un embarazo… —dijo quedamente, buscándome la comisura de la boca en aquel hacer tierno y voluptuoso— aceptémoslo así, querida.
Fuimos los dos.
Solos, sin decir nada a nadie.
El ginecólogo, amigo de Basil, confirmó lo que mi compañero sospechaba.
—Está embarazada, Basil; tú dirás.
Yo le miré.
¿Le suplicaba?
No lo sé ni lo sabré jamás.
Sé que Basil dijo:
—¿Decir qué?
—Si lo tenéis o no.
Conocí a Basil como nunca.
Era blando, Basil.
Duro en apariencia para su trabajo, para su luchar por la vida, para la política, en la cual no creía, pero de la cual escribía diariamente.
Pero, para mí, era blando.
¡Blandísimo!
Emotivo.
Y hasta vi ilusión en sus negros ojos.
—Estás loco, Raúl. Lo tendremos.
—Pues que Anita pase por la consulta cada tres meses…
Cuando salimos, Basil me aferraba a su costado, me protegía y me decía en voz baja:
—Pues mira, si la cosa ha venido así, que venga.
De matrimonio, ni se acordaba.
Pero esa noche, después de haber vivido horas preciosas que sólo él y yo sabíamos, me dijo de pronto, en ese relajamiento distendido que tenía Basil después de hacer el amor:
—Nos casamos y en paz. Al fin y al cabo, somos como los demás, ¿no?
Yo me plegué a su cuerpo.
No quería en modo alguno torcer los criterios de Basil.
Yo era él, y él era yo.
—No hay por qué.
—Si vamos a tener un hijo, si todo marcha bien, si está comprobado que convivimos divinamente, si la situación económica la arreglamos entre los dos, no veo por qué tiene que venir al mundo un hijo sin padre, o, al menos, sin padre reconocido.
—La ley…
Me cortó.
Y de la forma más cálida. Más emotiva. Buscando mis labios.
Besándome mucho, poniendo sus dedos en mis senos que era, a no dudar, la caricia más excitante para mí.
—Yo nunca voy con la ley. Pero hay una ley de sentimientos que impone, obliga… Y ésa es la que vamos a seguir los dos.
Fue una noche preciosa.
Hablamos una barbaridad. Al día siguiente me sorprendió mamá llamándome por teléfono. Era día festivo. No había salido de casa, pero Basil sí.
—Ya sé que te casas, Anita.
—¿Qué?
—La semana que viene, a las siete de la tarde.
—Pero…
—Me ha llamado Basil. Dice que vas a tener un bebé. Y que quiere justificarlo.
—Oh.
—Es un gran chico Basil, Anita. Haz por él.
Cuando esa noche nos encontramos Basil y yo, me fundí en su cuerpo.
—Por el niño, no —dije yo casi histérica—. Por el amor, sí. Pero por el niño, no.
Basil me acariciaba.
—No seas tonta. Un día u otro tenía que ocurrir.
—¿Y si no nace?
—Nacerá otro.
—¡Basil!
—Mira, te conozco ya tanto, tanto, que sin niño o con niño quiero saberte mi esposa, mi mujer…
Le besé yo.
Y es que con Basil aprendí a ser espontánea. No partía de él ni de mí la iniciación.
De cualquiera de los dos.
—La convivencia de todo este tiempo —dijo Basil, mientras me apretaba contra sí en la mayor intimidad— es suficiente para saber lo que será nuestro futuro… El tiempo transcurrido nos ha demostrado que tú y yo lo tenemos claro para toda la vida. Ni yo soy un pendón como mi padre, ni tú una frívola. ¿Qué esperar? Era lógico esperar este tiempo, y ya es suficiente.
Y no esperamos más.
Nos casamos por lo civil a la semana siguiente y nos fuimos. Yo pedí el permiso anticipado.
El libro de Basil había sido publicado con éxito. La crítica literaria lo ensalzaba. No ganaba demasiado dinero con él, pero vendería pronto la segunda edición y más libros. Porque yo era su mejor colaboradora.
No esperamos ni la comida, a la cual asistían mamá, Román, Mey, Rafael y Marta.
Carlos no podía.
No salía del palacete, donde su esposa (bendita ella, que lo hacía por un hombre que no le profesaba amor) lo cuidaba con dulzura, con esmero, con todo el amor del mundo.
Pero esa comida la hicieron solos, porque Basil y yo nos fuimos a Verges.
El Ampurdán nos parecía precioso.
Y es que, además, el panorama ya no era veraniego.
En invierno era, decíamos Basil y yo, tan bonito como en verano.
Y allí vivimos quince días.
Nunca, jamás olvidaré esos quince días. ¿Sabéis?
Basil, que presume de duro, al darle yo a leer todo esto, se pone colorado, le brillan los ojos y me ama. Me ama con locura. No me lo dice así. Pero yo lo aprecio. Lo palpo.
¿Me queda algo más por decir? Ah, sí, un día, tiempo después, nació nuestra hija.
Y ya tengo tres. Basil dice que «fin».
Es un escritor famoso, es cronista de política. Yo sigo trabajando, después de la excedencia que pedí para criar a mis hijos.
Naturalmente, vivimos en otro lugar más amplio, con jardín, piscina, cancha de tenis.
Todo eso lo podemos pagar gracias a los dos, a nuestro esfuerzo.
Estamos trabajando los dos y compaginamos el trabajo con el amor hogareño de nuestros tres hijos. No voy a negar que mamá mil veces me ha echado una mano.
¿Y Román? Román no quiso tener. Ahora es un abuelo fabuloso.
Decir que Basil y yo nos seguimos necesitando sexualmente es baladí. Se sobreentiende que, como pareja, somos iguales, pero hacemos lo posible por no aumentar la familia, si bien gozamos del amor con la misma intensidad, nuestra habilidad y nuestra sabiduría veterana…
Fin
Lo cuento como ocurrió (1986)
Editorial: Bruguera
Sello / Colección: Nuevas novelas 6
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Basil Guzmán y Anita