Publicado en
agosto 19, 2013
Mi tía Eulogia había decidido irse a un convento de monjes silenciosos, para "encontrarse a sí misma", pues se sentía completamente perdida...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Querido Roberto:
Hoy me paré frente al espejo, me hice una pregunta simple, casi tonta y muy común y corriente: ¿Eres feliz? Por toda respuesta el azogue me devolvió una cara larga, triste, paliducha. No me dijo que sí ni que no, solo me devolvió mi rostro y al verlo saqué mis conclusiones:
Me voy a Katmandú. Rosalía me ha dicho que hay allí, en la cima de la montaña del alma, un convento de monjes silenciosos en donde uno se encuentra a sí misma; ella ha ido muchas veces. Después de ver la expresión de mis ojos esta mañana he decidido seguir sus pasos porque estoy completamente perdida, a duras penas sé que me llamo Eulogia y que tú eres el perejiliento de mi marido pero, aparte de eso, perdida, hijo.
Ya tomé mi pasaje; debajo de la cama están tus zapatos negros recién reparados, en la nevera hay carne y pollo para un mes, repuse la salsa de tomate que faltaba, las cuentas están al día, el jardinero no viene hasta el próximo viernes.
Fue muy agradable pasar estos 30 años contigo, pero ya cumplí los 50, los hijos se han casado, las pechugas se me han ido para abajo, las encías se me han ido para arriba, las caderas se me han ido para el lado, y yo necesito estar tranquila para ver qué ha quedado de mí después de esta odisea. Cariños,
Eulogia.
Imaginará el lector la impresión que sufrió Roberto al regresar a su casa después de la oficina, abrir la puerta y gritar como siempre "¡Eulogia, ya llegué!", y encontrarse como única respuesta con un silencio extraño. Eulogia siempre estaba en la casa a esas horas.
"¡Eulogia! ¡Ya llegué!", llevaba 30 años gritando lo mismo y los 30 años la voz de Eulogia se había escuchado desde la cocina, desde el dormitorio en el segundo piso, desde la salita...
No hubo respuesta.
Encendió unas pocas luces y le llamó la atención lo ordenado que se veía todo, lo pulcro, como si Eulogia hubiese hecho una limpieza para los próximos 30 años. Entró en la cocina y entonces la vio. Pegada al refrigerador con tela adhesiva había una nota. Pensó que se trataba de un recado como tantos, que había ido a cenar con una amiga, que el niño de Eulogita estaba con fiebre, cualquier cosa, y antes de leerla se tomó un vaso de leche, se preparó un sándwich, encendió el televisor, y cuando terminaron las noticias abrió la nota y la leyó.
Lo que vino después se parece mucho a una comedia de Cantinflas. Roberto, completamente descompensado, leyó de nuevo la carta, llamó a su suegra, Eulogia no estaba, llamó a la línea aérea, el avión ya había partido, llamó a la Policía, la Policía le dijo que ellos no podían hacer nada, llamó a sus hermanos y finalmente salió corriendo de la casa sin rumbo fijo. Sentía que se le había movido el piso, que su estabilidad emocional estaba en peligro, de un momento a otro iba a quebrarse, qué iba a ser de su vida con Eulogia en Katmandú. ¡Katmandú! Madre Santa, el solo sonido de esa palabra le producía una especie de terror subterráneo. ¿Y dónde quedaba eso?
Al día siguiente, luego de una sopa de Valium 10 para los nervios, averiguó la dirección del convento en la montaña del alma y le escribió.
Querida Eulogia:
Soy tu marido, el mismo hombre por el cual juraste ser fiel y el mismo hombre a quien te comprometiste a obedecer y a cuidar hasta que la muerte nos separe, y hasta donde yo sé la muerte todavía no nos ha separado. ¡Regresa de inmediato a la casa! No te digo nada más. ¡Hoy!
Roberto.
Y mientras esta carta iba volando en un Air France —el cartero le juró a Roberto que la enviaría en el primer avión de la mañana—, mi tía Eulogia iba subiendo con su maleta por la montaña del alma rumbo al convento.
El convento se encontraba en la cumbre más alta, al lado de un nido de águilas. Poco antes de alcanzar la cima, un monje vestido de blanco y con la cabeza rapada, y unos ojos de iluminado que bastaban para alumbrar el camino en medio de la noche, salió a recibirla.
—Buenas noches, hermana —dijo tomando la maleta para acarreársela él mismo, y eso fue lo único que habló en las dos semanas que mi tía estuvo allí.
Fue conducida a su celda. Había una cama de campaña, una silla, un lavatorio con agua de la vertiente. Nada más. Y un silencio que lo envolvía todo. Mi tía se lavó las manos y la cara en una palangana con agua de vertiente, luego se tendió en el camastro y se quedó dormida. Al día siguiente amaneció sintiéndose liviana y libre. Una semana más tarde escribió:
Querido Roberto:
Pienso, rezo, vago, divago, apenas como, camino por la cumbre, me conecto conmigo misma, con el universo, le hablo a mi interioridad, cruzo mis manos... 000000000mmmmmmmm.
Eulogia.
Roberto leyó esta carta con lágrimas en los ojos, seguro de haberla perdido para siempre y le escribió de vuelta.
¡Eulogia! Soy yo, tu marido, Roberto, de acá de Chile, ¡vuelve inmediatamente! ¿Te volviste loca o qué? Regresa a tu casa, a tu esposo, a tu cocina, a tu dormitorio. O te hago sacar de ese lugar con la Interpol.
Y allá, en la cima de la montaña del alma, mi tía leía la carta de Roberto y luego 000000000mmmmmmm, fijaba la vista en el cielo, miraba las moscas, y buscaba pétalos de cuatro hojas y piedrecillas, mientras se conectaba con ella misma y el universo, 000000mmmmm...
Se sentía cada vez más cerca del cielo y más alejada de este mundo globalizado y lleno de smog, y cuentas bancarias y computadoras; Roberto se sentía cada vez más impotente. Cualquier cosa le habría pasado por la mente menos que Eulogia iba a dejarlo por el silencio. No había cómo llegar a la montaña. Las cartas eran el único camino. Empezó a sufrir crisis de pánico. Temió que no fuera a ver a su Eulogia nunca más en la vida. Se hizo exámenes de conciencia. Habló seriamente con la flaca para decirle que la relación entre ellos había terminado. Culpó a la flaca de lo que le estaba pasando. Y escribió otra carta.
Eulogia, por favor, te lo ruego ¡regresa a tu familia! No veo qué haces en esa montaña. No sé qué hacer ni qué decirte para convencerte. Dime tú, en cambio, que sea que te molesta tanto de mí como para preferir Katmandú a tu casa acogedora en la calle Rosales 3654. Dime qué debo hacer para hacerte feliz, dime a quién debo recurrir. ¿Quieres que abandone definitivamente a la flaca? ¿Por siempre jamás? Bueno, está hecho, ya se lo dije. La flaca ya no existe".
Y allá en su aislamiento mi tía sentía que nada de esto la tocaba. La flaca de la esquina, la cocina de su casa, los problemas de los hijos y los nietos, todo aquello le parecía cada vez más insignificante. No podía creer que alguna vez le hubiera importado la flaca, ni que alguna vez se hubiera preocupado por no tener dinero en el banco o le hubiera gustado tener un auto más grande. Aquí, callada, sin nadie con quien hablar, sin teléfonos, ni televisores, su vida comenzó a llenarse de otras cosas. La luz del sol le parecía más intensa, nunca se había fijado en lo bellas que eran las estrellas ni en lo azul que podía ser el cielo a las 11 de la mañana. Comía lo necesario, caminaba mucho y dormía nueve horas diarias a pierna suelta. ¿Qué más se podía pedir a la vida?
A las tres semanas volvió. No le avisó a nadie. Simplemente se presentó en su casa una noche a las ocho y media. Roberto estaba en la cocina preparándose un pan con mantequilla de maní y cuando la vio, de pie junto a la puerta, creyó que estaba soñando.
—¿Eres tú?
—No. Soy otra. Me llamo igual, pero soy otra. He cambiado totalmente —dijo.
Y una semana después Roberto entendió lo que mi tía estaba hablando. Parecía vivir en una nube, o con los pies a ras del suelo, casi volando. Siempre pendiente de los ruidos de la naturaleza. La flaca de la esquina no existía, ni las cuentas, ni los problemas con el jardinero. Todo le importaba un verdadero rábano. ¡Y no estaba celosa de nadie, ni de nada! Se había convertido en una mujer dulce y paciente.
"Bendito Katmandú", pensaba Roberto al poner la cabeza sobre la almohada.
Lo que nunca supo es que mi tía se había puesto de acuerdo con el cartero y no estaba en Katmandú, sino en Viña del Mar, en un lindo hotelito empotrado en las rocas, leyendo La Montaña del Alma.
—Uno se encuentra consigo misma igual en Viña del Mar que al otro lado del mundo —le dijo después a su hermana Filomena—. Y es mucho más barato.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, FEBRERO 01 DEL 2005