SÓLO DIECINUEVE MESES DE VIDA
Publicado en
agosto 25, 2013
La lucha de una joven contra el cáncer.
Por Charles Whited.
A Los 19 años, Helen era una chica extravertida y llena de vitalidad: todo un caudal de energía vestida con pantalones de mezclilla azul y con una abundante cabellera de color castaño que le caía por la espalda. Su vida transcurría en un vértigo de compromisos sociales, llamadas telefónicas y una entusiasta asistencia a la escuela superior Miami-Dade Community College.
En su tiempo libre trabajaba como oficinista en una sala del Hospital Infantil Variety, de Miami. Le conmovían los niños enfermos, sobre todo las pobres víctimas del cáncer. "Son de una valentía admirable", solía comentar. Despertaron tanto su interés que solicitó ingresar en la Escuela de Enfermería del Hospital Jackson Memorial, de la misma ciudad. Pasados los turbulentos años de la adolescencia, el mundo de Helen parecía integrarse y adquirir sentido.
Una tarde fresca y limpia de febrero de 1975 regresó a casa tras haberse sometido a un reconocimiento médico de rutina, en el que se incluyeron radiografías del tórax. Con el rostro pálido me anunció : "Papá, hay algo anormal en un pulmón".
Ese "algo" de la placa radiográfica era un conjunto de puntos blancos, como un racimo de uvas. A nuestra hija Helen Dale Whited le quedaban sólo 19 meses de vida.
PARA QUIENES formábamos parte de su mundo afectivo (Dorothy, su madre, sus hermanas Harriet y Donna, de 20 y 17 años respectivamente, y varios parientes y amigos que intentaron brindarle consuelo) la existencia tomó un rumbo jamás previsto. Todo giraba ahora en torno a un enemigo mortal, cuyo nombre científico es linfoma histiocítico. "El Dragón", decíamos al referirnos a él.
Desde un principio fue un adversario traicionero. La primera biopsia resultó negativa, y no fue hasta abril de 1975, después de un infructuoso tratamiento de cortisona y una intervención quirúrgica, cuando se comprobó que el tumor canceroso se encontraba en el interior de un crecimiento que no era maligno.
La noticia nos la dio el Dr. C. Gordon Zubrod, director del Centro Anticanceroso Integral, del Hospital jackson Memorial. Helen, que se recuperaba entonces de la operación, se sentía optimista y estaba sentada en su cama, en el hospital. La luz solar se filtraba por la persiana y se posaba sobre su cabello. Silenciosos y atentos, seguíamos las palabras pausadas y suaves del Dr. Zubrod.
—¿ Significa eso que tengo cáncer? —preguntó Helen.
—Sí —le respondió el médico asintiendo con la cabeza.
El Dr. Zubrod sugirió la quimioterapia durante seis meses, pasados los cuales se procedería a las irradiaciones. Comentó luego algunos efectos secundarios que probablemente se presentarían. El médico se mostraba optimista, pero era a nuestra hija a quien correspondía decidir.
Más tarde, cuando se habían ido los médicos, Dorothy y yo le arreglamos el cabello a nuestra hija y la abrazamos estrechamente. Ella se secó las lágrimas con un pañuelo desechable y nos pidió que la dejáramos sola unos minutos. Mi esposa y yo nos retiramos al pasillo.
Helen permaneció de pie frente a la ventana tratando de asimilar en toda su enormidad el significado de lo que le ocurría. Poco después la acompañé a la terraza, encima del sexto piso del hospital. En ese momento el Sol se ponía con todo su glorioso esplendor.
—El cáncer no es un mal invencible, querida —le dije—. Muchas personas han luchado contra la enfermedad y la han vencido. Nuestro peor enemigo es el miedo.
Conversamos durante un largo rato y al terminar me dijo:
—Creo que podré resistir, papá.
Helen Dale Whited
EL PRIMERO de julio Helen inició su tratamiento quimioterapéutico semanal. Su médico, el Dr. Francisco Tejada, del Centro Anticanceroso, era un eminente especialista en oncología, nacido en Perú.
Los medicamentos le causaban náuseas dos noches de cada mes. Su larga cabellera comenzó a caérsele desde las raíces capilares, hasta que se quedó calva. Pero ella rehusaba darle importancia a la enfermedad: seguía asistiendo al colegio, trabajaba, salía con muchachos y formulaba planes para proseguir sus estudios de enfermería en cuanto estuviera ya sana.
Con la quimioterapia se obtuvieron resultados espléndidos. Al concluir el verano y llegar los primeros días de otoño, en cada placa radiográfica se advertía la mejoría. En cierta ocasión Helen comentó: "Con todo lo grave que es un cáncer, no puedo quejarme: me tocó uno de los menos malos".
Aquella Navidad fue feliz. Las radiografías no mostraban ya ninguna mancha. Al terminar el año, Helen regresó al hospital para someterse a algunas pruebas: exploración con radioisótopos, punción lumbar, biopsia del hígado, análisis de sangre. Todo resultó normal. El Dragón dormía.
Con amor y entre risas brindamos por un venturoso 1976. "Hemos llegado a un año nuevo y maravilloso", exclamó Dorothy llena de júbilo. "¡Comienza una vida completamente nueva!"
A principios de febrero nuestra hija se sometió a una nueva revisión médica. El Dr. Tejada examinó las placas a la luz fluorescente del visor. De nuevo aparecían los tumores. Cuando Helen volvió a casa, no pudo reprimir el llanto.
—No estoy satisfecho con la evolución de la enfermedad de su hija —me dijo el Dr. Tejada al día siguiente—. El pronóstico no es... bueno.
Aquellas palabras me hirieron como otros tantos puñetazos en el abdomen.
—¿Ha llegado ya a la fase terminal? —le pregunté.
—Existe esa posibilidad y quizá hasta sea lo más probable. No lo sabemos con certeza. Lo que ahora necesita es todo el cariño y el apoyo moral que pueda darle la familia.
—Lo tiene.
MI ESPOSA y yo tuvimos que apoyarnos mutuamente para sacar fuerzas de flaqueza. Descubrimos reservas de fortaleza de ánimo hasta entonces insospechadas para nosotros. Tuvimos que tomar decisiones muy graves. Como el Centro Anticanceroso forma parte de una red nacional de hospitales y clínicas especializadas que intercambian información, consideramos que en Miami nuestra hija también contaba con la mejor atención médica. Trasladarla a Nueva York u otro lugar hubiera significado desarraigarla del medio en que había crecido, e implicaba además la ruina de nuestros limitados recursos económicos y la desintegración de la vida familiar.
Nunca en su presencia se habló de cuánto tiempo le quedaba de vida, y Helen jamás nos preguntó a ese respecto. Reanudaron la quimioterapia. Los días transcurrían con demasiada lentitud y, llegada la primavera, nuestra hija volvió a clases.
Sus reacciones emotivas se hicieron más complejas. A veces se retraía y se mostraba insolente y hasta agresiva. Tuvo estallidos de cólera, a los que seguían disculpas y muestras de gran ternura. Sólo después comprendimos que su conducta representaba la reacción normal del espíritu humano que lucha por aferrarse a la vida.
Cierto día, cuando paseaba en compañía de su hermana Donna, Helen le aseguró: "Voy a recuperar por completo la salud, tendré hijos y viviré hasta convertirme en una mujer grande y gorda". En marzo, al acercarse la fecha en que debían aplicarle las radiaciones, decidió someterse a una operación para proteger los ovarios de los efectos esterilizantes de los rayos. Hicimos todo lo posible para hacerle comprender nuestras dudas respecto a la conveniencia de tal intervención, aunque sin revelarle la verdadera gravedad de su estado. Pero Helen estaba decidida a traer hijos al mundo algún día.
Aunque a regañadientes, los médicos aceptaron exponerla a los riesgos de la operación. Le practicaron la intervención y diez días después le irradiaron el tórax y el cuello.
Con motivo de la Pascua de Resurrección, le regalé un conejito de felpa, que le presenté con gesto ceremonioso.
—Te traigo un "conejito guardián" —le dije—. No hace absolutamente nada; sólo vigila. Te lo voy a prestar.
—¿ Cómo sabías que yo deseaba un conejito guardián? —me preguntó mientras sonreía.
Entre tanto, y pese a nuestras luchas y congojas, la vida tenía que seguir adelante. Hacía tiempo que Harriet, la mayor de las hijas, había proyectado viajar a algún país de Iberoamérica con miras a perfeccionar su español. A insistencia nuestra, realizó su viaje.
Durante un período de 21 días, cinco veces por semana, Helen se sometió a las radiaciones. En la sala de espera del consultorio médico, entre personas sanas o enfermas de muerte, comprendimos que no éramos los únicos afectados por aquel gran dolor, y que el valor (al igual que la maligna enfermedad de nuestra hija) se encuentra en todas partes.
Pero era imposible olvidar los avances del Dragón. Iniciado el verano, aparecieron zonas cancerosas en los pulmones. Ya antes nos habíamos enterado de que el mal atacaba también el abdomen y se extendía por los vasos linfáticos hacia todo el organismo.
Helen se inscribió en los cursos de verano de castellano y arte en el Miami-Dade Community College. Pálida y demacrada, con la piel manchada por la radiación y agotada a menudo por el esfuerzo, nuestra hija perseveraba en su empeño de seguir viviendo.
LOS CURSOS de verano terminaron a fines de julio. Fue el último intento que hizo Helen de aferrarse a la vida. Al otro día de la clausura, quedó convertida en inválida.
El cáncer se extendía con rapidez, sobre todo por los pulmones. Las noches se hicieron un martirio. No encontraba alivio y, finalmente, le fue ya imposible dormir acostada y tuvo que pasar las noches sentada en un sillón.
A principios de agosto la internaron nuevamente en el hospital. Fue entonces, mientras respiraba oxígeno por una mascarilla, cuando interrogó por primera vez al Dr. Tejada acerca de la gravedad real de su enfermedad. Él tuvo que decirle que el mal no estaba dominado y, cuando ella preguntó cuánto tiempo podría seguir aún con vida, el médico le respondió que todavía no perdían del todo las esperanzas, que intentarían nuevos tratamientos, pero que en las actuales condiciones quizá le quedaran unos cuantos meses. De esta conversación no hubo testigos. Yo aguardaba afuera, en el pasillo.
"Helen está preocupada por lo mucho que ustedes puedan sufrir", me dijo el Dr. Tejada al salir. "Se está enfrentando al destino con gran entereza", y por un momento su expresión reflejó desconsuelo. "También a nosotros, que somos médicos, nos afecta su tragedia".
Entré en el cuarto de mi hija y le tomé la mano.
—¿ Habló contigo el Dr. Tejada? —me preguntó.
—Sí, y quiero que sepas que tu madre y yo estaremos siempre a tu lado para darte nuestro apoyo a cada paso del camino.
—Hace ya mucho que ustedes conocen la verdad, ¿no es así? Con razón me han prodigado tanto amor.
—Nuestro cariño no tiene límites, hija. Pero nunca sabremos a ciencia cierta lo que el futuro nos ha reservado. Aún no estamos seguros de nada.
Helen permaneció quieta un momento, inhalando el oxígeno. Luego murmuró:
—No le temo a la muerte, papá.
HARRIET regresó a casa el 13 de agosto, después de su estancia en Colombia. Fue al Hospital Jackson Memorial y entró con una guitarra en el singular mundo de la sección de oncología.
—¿ Vas a cantarme una canción? —le preguntó Helen, y sus ojos brillaban por encima de la mascarilla del oxígeno.
—¡Por supuesto!
Harriet rasgueó las cuerdas y cantó para su hermana. Una enorme quietud pareció sentirse en todo el piso del hospital al extenderse la melodía por los pasillos hasta alcanzar otros lechos de enfermos y otros oídos. Cantó una canción que guardaba para Helen un significado muy singular: Matándome suavemente con su canción ...
Harriet besó a su hermana, y Helen le dijo: "¡El mundo es tan hermoso ...!"
POR LA tarde del 8 de septiembre llegó Dorothy al hospital, después de su jornada de trabajo. Helen estaba medio inconsciente bajo el efecto de algún medicamento. Cuando entré en su cuarto a las 6 de la tarde, mi esposa me llamó.
—El Dr. Tejada me ha dicho que es sólo cuestión de horas.
—Sí, comprendo —y sentí un nudo en la garganta.
Nos sentamos junto al lecho y acariciamos las manos y el rostro de nuestra hija. Las enfermeras entraban y salían de la pieza sin hacer el menor ruido. Nada quedaba ya por hacer.
El cuarto se fue oscureciendo poco a poco. El conejito guardián estaba sobre la almohada, junto a la cabeza de Helen. Sobre el pecho, colgado de una cadenilla, se veía un crucifijo dorado que le había regalado una amiga. "Tu madre y yo estamos contigo, querida", le susurré al oído.
A veces se agitaba, inquieta, con la respiración entrecortada. A las 10 de la noche las manos y los pies empezaron a perder calor. "Todo está bien, Helen. Ya nada puede dañarte".
La vida escapaba de sus miembros. Los pies estaban ya fríos, así como las manos. y los brazos. Al besarle la frente, la noté cubierta de un sudor pegajoso. Su respiración se volvía cada vez más difícil y menos profunda.
A las 12:54 de la madrugada del jueves 9 de septiembre, Helen se quedó completamente inmóvil. Llamamos a las enfermeras del turno. Se presentó el médico residente, quien se agachó para auscultarle el corazón, y luego se enderezó de nuevo.
La enfermera era una joven rubia. Como las otras, había vivido cerca de Helen las últimas seis semanas de su permanencia en el hospital. No pudo contener el llanto. "No saben cuánto me entristece esto", declaró, y se apresuró a salir del cuarto.
Ayudé a Dorothy a recoger los objetos personales de nuestra hija y juntos salimos en la tibia noche estival. "Al fin es libre", me dijo mi esposa.
Helen Dale Whited había vencido al temor.
Habría cumplido 21 años cuatro días después.
CONDENSADO DEL "HERALD" DE MIAMI (19-IX-1976) © 1976 POR THE MIAMI, HERALD. 1 HERALD PLAZA, MIAMI (FLORIDA) 33101