LA TIENDECITA DE MAGIA (Bruce Sterling)
Publicado en
agosto 25, 2013
LOS PRIMEROS AÑOS de vida de James Abernathy estuvieron llenos de ominosos portentos.
Su padre, un inspector de aduanas de Nueva Inglaterra, tenía ambiciones artísticas; llenaba sus cuadernos de dibujo con viejas tumbas puritanas cubiertas de yedra y veloces balleneros de Nantucket. Durante el día, calificaba los fardos de té y calicó importados; por las noches llevaba a James a reuniones con sus amigos intelectuales, que bebían oporto, maldecían a sus esposas y editores y le daban a James caramelos.
El padre de James desapareció durante una expedición para hacer dibujos de la Gran Cara de Piedra de Vermont; no encontraron de él más que sus zapatos.
La madre de James, viuda y con un niño pequeño, se casó finalmente con un hombre grande y velludo que vivía en una vieja mansión en el estado de Nueva York.
De noche, la familia socializaba en la ciudad vecina de Albany. Allí, el padrastro de James hablaba de política con sus amigos del Partido Nacional Antimasón; en el piso de arriba, su madre y las otras mujeres charlaban con prominentes personajes muertos a través de su mesa de espiritismo.
Finalmente, el padrastro de James se fue volviendo cada vez más y más ansioso con respecto a los planes de los masones. La familia dejó de aparecer en sociedad. Corrieron las cortinas y se ordenó a la familia mantener una férrea vigilancia hacia los forasteros vestidos de negro. La madre de James enflaqueció y palideció, y con frecuencia no llevaba encima más que su bata de estar por casa durante días seguidos.
Un día, el padrastro de James les leyó las noticias sobre el ángel Moroni, que había descubierto tabletas enterradas de oro que detallaban la historia bíblica de los indios de Mound Builder. Cuando llegó al final del artículo, su voz temblaba y sus ojos ardían. Esa noche, oyeron gritos sofocados y frenéticos martillazos.
Por la mañana, el joven James encontró a su padrastro junto a la chimenea, aún vestido con su bata, sorbiendo una taza de brandy tras otra y curvando y enderezando ausente el atizador.
James le dio los buenos días con su habitual cordialidad. Los ojos de su padrastro se agitaron frenéticamente bajo sus tupidas cejas. Informó a James que su madre estaba en misión piadosa atendiendo a unos familiares lejanos atacados por la fiebre escarlata. La conversación pasó pronto a cierta habitación del primer piso cuya puerta estaba ahora cerrada con clavos. El padrastro de James le ordenó estrictamente que evitara aquel portal prohibido.
Pasaron los días. La ausencia de su madre se amplió a semanas. A pesar de las repetidas advertencias cada vez más estridentes de su padrastro, James no mostró ningún interés en la habitación del primer piso. Finalmente, una arteria reventó en el cerebro del anciano, por pura frustración.
Durante el funeral de su padrastro, el hogar familiar fue alcanzado por un rayo y ardió. El dinero del seguro, y el destino de James, pasaron a las manos de un pariente lejano, un hombre tembloroso que hablaba en murmullos y hacía campaña contra el licor y bebía varias botellas del Elixir de Láudano del Doctor Rifkin cada semana.
James fue enviado a un internado dirigido por un fanático diácono calvinista. James prosperó allí, gracias a los estudios intensos de las escrituras y su temperamento equilibrado y razonable. Creció y se convirtió en un joven alto y estudioso de tranquila disposición y rostro solemne completamente ajeno al destino.
Dos días después de su graduación, el diácono y su esposa fueron encontrados descuartizados, sus cuerpos medio desnudos dentro de su carricoche. James se quedó el tiempo suficiente para consolar a la hija solterona de la pareja, que estaba sentada en su mecedora, rompiendo metódicamente en pedazos un pañuelo.
James se dirigió entonces a la ciudad de Nueva York para completar su educación superior.
Fue allí donde James Abernathy descubrió la tiendecita que vendía magia.
James entró por un impulso en la tienda sin rótulos, empujado por los gritos apagados de agonía que surgían del dentista al otro lado de la calle.
El interior de la tienda olía a aceite de ballena y latón caliente. Profundos estantes de madera, cubiertos de telarañas, alineaban las paredes. Aquí y allá, amarillentos pasquines políticos pedían ayuda militar para los rebeldes de Texas. James depositó sus textos sagrados sobre un expositor, donde una banda de ranas barnizadas tocaba trompetas y guitarras. El propietario apareció detrás de una cortina roja.
— ¿Puedo ayudarle, señor? —dijo, frotándose las manos. Era un irlandés pequeño y vivaracho. Sus orejas terminaban en puntas ligeramente cubiertas de pelo; llevaba lentes bifocales y zapatos con puntera de latón.
—Me interesa esa bandeja que está debajo del jarrón —señaló James.
—Apuesto a que podemos encontrar algo mejor para un joven como usted —dijo el propietario, con una sonrisa picaresca—. Tan fresco, tan lleno de vida.
James sopló la densa capa de polvo acumulada sobre la jarra.
— ¿Van bien los negocios, hoy en día?
—Tenemos una clientela bastante especializada —dijo el hombrecillo, y se presentó. Se llamaba O'Beronne, y había huido de su país a causa de la devastadora hambre de la patata. James estrechó la frágil manilla del señor O'Beronne.
—Querrá una poción amorosa —dijo el señor O'Beronne con expresión lasciva—. Los jóvenes de su edad la piden frecuentemente.
James se encogió de hombros.
—No, la verdad es que no.
— ¿Problemas monetarios, entonces? Puede que le interese una cartera siempre llena —el viejo desapareció detrás del mostrador y sacó una gran capa de piel de oso.
— ¿Dinero? —dijo James, con distante interés.
—La fama, entonces. Tenemos cepillos mágicos..., o, si prefiere nuevas artes científicas, tenemos una cámara que perteneció al propio Montavarde.
—No, no —dijo James, con aspecto intranquilo—. ¿Puede decirme el precio de esta bandeja? —La estudió críticamente. No parecía en muy buen estado.
—Podemos restaurar la juventud —dijo el señor O'Beronne con repentina desesperación.
—Cuénteme —dijo James, enderezándose.
—Tenemos un cargamento de las Aguas Rejuvenecedoras Patentadas por el Doctor Heidegger —dijo el señor O'Beronne. Apartó una piel de cuaga de un cofre cercano y sacó una botellita cuadrada. La descorchó. Las aguas borbotearon levemente, y el olor de mayo llenó la habitación—. Una botella bebida —dijo el señor O'Beronne—, restaura la juventud a hombre o bestia.
James frunció el entrecejo, pensativo.
—Si eso es un hecho..., ¿cuántas cucharadas hay por botella?
—No tengo ni idea —admitió O'Beronne—. Nunca las he medido a cucharadas. Le advierto que es un artículo para viejos. Los jóvenes de su edad se dedican normalmente a las pociones amorosas.
— ¿Cuánto por una botella?
—Es un poco cara —dijo O'Beronne a regañadientes—. El precio es todo lo que usted posea.
—Parece razonable —dijo James—. ¿Cuánto por dos botellas?
El señor O'Beronne se envaró.
—No se adelante, joven. —Volvió a tapar la botella cuidadosamente—. Todavía tiene que darme todo lo que posee, se lo advierto.
— ¿Cómo sé que aún tendrá las aguas cuando necesite más?
Los ojos de O'Beronne se agitaron incómodamente bajo sus bifocales.
—Deje que yo me preocupe por eso —sonrió, pero sin la misma convicción que había mostrado antes—. No cerraré esta tienda..., no mientras haya gente de su tipo.
—Muy bien —dijo James, y cerraron el trato con un apretón de manos. James regresó dos días más tarde, después de haber vendido cuanto poseía. Entregó una bolsita de polvo de oro y un recibo bancario que contenía los restos de su patrimonio. Se marchó con lo puesto y la botella.
Pasaron veinte años.
Los Estados Unidos sufrieron una guerra civil. Cientos de miles de hombres murieron bajo los disparos, volados por las minas o la artillería, o perecieron miserablemente en los sépticos campamentos del ejército. En las aceras de Nueva York, cientos de manifestantes antireclutamiento cayeron bajo la metralla, y la calle ante la tiendecita de magia se cubrió de muertos hediondos. Por fin, tras una terca resistencia y agonías inenarrables, la Confederación fue derrotada. La guerra se convirtió en historia.
James Abernathy regresó.
—He estado en California —anunció al asombrado señor O'Beronne. James lucía un sano bronceado y llevaba una chaqueta de terciopelo, botas con espuelas y un sombrero plateado. Tenía un gran reloj de oro y sus dedos brillaban con joyas.
—Se ha hecho rico buscando oro —dedujo el señor O'Beronne.
—La verdad es que no —dijo James—. Me he dedicado al negocio de la alimentación. En Sacramento. Se puede vender una docena de huevos por casi su peso en oro, ¿sabe? —Sonrió y señaló sus elaboradas ropas—. Me ha ido bastante bien, pero normalmente no visto de forma tan extravagante. Verá, llevo encima todos mis bienes terrenales. Pensé que simplificaría nuestra transacción. —Sacó la botella vacía.
—Muy previsor por su parte —dijo O'Beronne. Examinó a James críticamente, como buscando grietas psíquicas o signos de corrupción moral—. No parece haber envejecido ni un solo día.
—Oh, eso no es del todo cierto. Tenía veinte años la primera vez que vine aquí; ahora aparento fácilmente veintiuno, incluso veintidós. —Colocó la botella sobre el mostrador—. Le interesará saber que contiene exactamente veinte cucharadas.
— ¿No derramó nada?
—Oh, no —dijo James, sonriendo ante la idea—. Sólo la he abierto una vez al año.
— ¿Y no se le ocurrió tomar dos cucharadas? ¿O vaciar la botella de un trago?
— ¿Y eso de qué serviría? —dijo James. Empezó a quitarse los anillos y a depositarlos sobre el mostrador con un suave tintineo—. Supongo que aún conservará usted su stock de Aguas Rejuvenecedoras.
—Un trato es un trato —refunfuñó O'Beronne. Sacó otra botella. James se marchó descalzo, vestido sólo con una camisa y los pantalones, pero con la botella.
La década de 1870 pasó, y la nación celebró su centenario. Las líneas del ferrocarril cruzaron el continente. En las calles de Nueva York se instalaron luces de gas. Edificios más altos que nada visto hasta entonces empezaron a aparecer, aunque el barrio de la tienda de magia siguió a oscuras.
James Abernathy regresó. Ahora parecía tener al menos veinticuatro años. Entregó los títulos de varias propiedades en Chicago y se marchó con otra botella.
Poco después del cambio de siglo, James regresó de nuevo, conduciendo un automóvil de vapor, silbando el tema de la Exposición de St. Louis y frotándose el engominado bigote. Entregó los papeles del coche, que era bastante bueno, pero el señor O'Beronne mostró poco entusiasmo. El viejo irlandés había encogido con los años, y sus manitas temblaron mientras recogía sus propiedades.
En el siguiente período tuvo lugar una gran guerra de imperios mundiales, pero América escapó a la devastación. Llegaron los años veinte, y James volvió cargado con una maleta llena de bonos y acciones en alza.
—Parece que siempre le van muy bien las cosas —observó el señor O'Beronne con voz temblorosa.
—La clave está en la moderación —dijo James—. Y en el optimismo.
Miró la tienda con ojo crítico. La calidad del establecimiento había bajado. Viejos componentes de motor cubiertos de grasa se acumulaban junto a montones de revistas populares mohosas y carretes de negros cables telefónicos. Las pieles exóticas, los paquetes de especias y ámbar, piezas de marfil talladas por caníbales y ese tipo de cosas habían desaparecido por completo.
—Espero que no le importen estas nuevas botellas —croó el señor O'Beronne, tendiéndole una. La botella tenía lados curvos y un tapón de corcho y lata colocado por medios mecánicos.
— ¿Algún problema con los suministros? —preguntó James delicadamente.
— ¡Deje que yo me preocupe por eso! —gruñó el señor O'Beronne, alzando el labio con una débil mueca de desafío.
La siguiente visita de James se produjo después de otra guerra, ésta de un salvajismo inédito y casi inimaginable. La tienda de O'Beronne estaba ahora repleta de artículos militares sobrantes. Bombillas desnudas colgaban sobre un reino caqui y de goma podrida.
James parecía tener ahora casi treinta años. Era un poco bajo para los modernos estándares norteamericanos, pero esto apenas se notaba. Llevaba pantalones muy por encima de la cintura y una chaqueta de lino blanco con hombreras.
—Supongo que nunca se le habrá ocurrido compartir esto —murmuró O'Beronne a través de sus falsos dientes—. ¿Qué pasa con sus esposas, amantes, hijos?
James se encogió de hombros.
— ¿Qué pasa con ellos?
— ¿Se contenta con verlos envejecer y morir?
—Nunca los veo envejecer tanto —observó James—. Después de todo, cada veinte años tengo que regresar aquí y perder todo lo que poseo. Es más simple empezar otra vez de nuevo.
—Ningún sentimiento humano —murmuró amargamente O'Beronne.
—Oh, vamos —dijo James—. Después de todo, no le veo distribuir el elixir para todo el mundo.
—Pero yo estoy en el negocio de las tiendas de magia —repuso O'Beronne débilmente—. Hay ciertas leyes no escritas.
— ¿Sí? —dijo James, apoyándose en el mostrador con la tranquila paciencia de un joven centenario—. Nunca las había mencionado antes. Leyes sobrenaturales..., debe de ser un campo de estudio interesante.
—No se meta en eso —replicó O'Beronne—. Usted es un cliente y un ser humano. Dedíquese a sus asuntos, que yo me dedicaré a los míos.
—No hay por qué ser tan cascarrabias —dijo James. Vaciló—. ¿Sabe?, tengo buenas noticias sobre la nueva industria del plástico. Imagino que podría ganar mucho más dinero que de costumbre. Es decir, si está interesado en vender este lugar. —Sonrió—. Dicen que un irlandés nunca olvida el Viejo País. Podría volver a lo suyo..., ollas de oro, cuencos de leche en la puerta...
—Coja su botella y márchese —gritó O'Beronne, colocándosela en las manos.
Pasaron otras dos décadas. James llegó en un Mustang descapotable y entró en la tienda. El lugar apestaba a incienso de pachulí, y pósters fosforescentes cubrían las paredes. Pilas de desquiciados libros de comics asomaban bajo las mesas cubiertas de pipas de barro y otros utensilios para fumar.
El señor O'Beronne apareció tras una cortina de cuentas.
—Otra vez usted —croó.
—Cierto —dijo James, mirando a su alrededor—. Me gusta la forma en que ha puesto la tienda al día. Colosal.
O 'Beronne le dirigió una mirada venenosa.
—Tiene ciento cuarenta años. ¿No se le ha hecho insoportable la carga de la vida innatural?
James le miró, sorprendido.
— ¿Está de guasa?
— ¿No ha aprendido la lección sobre la bendición de la mortalidad? ¿Sobre cómo es mejor no sobrepasar su tiempo predestinado?
— ¿Eh? —dijo James. Se encogió de hombros—. He aprendido algo sobre las posesiones materiales, eso sí... Las cosas materiales sólo te amarran. Esta vez no puede quedarse con el coche, es alquilado. —
Sacó una cartera de cuero hecha a mano de sus vaqueros acampanados—. Tengo unos cuantos carnets de identidad y tarjetas de crédito falsas. —Las dejó caer sobre el mostrador.
El señor O'Beronne observó incrédulo el escaso lote.
— ¿Es ésta su idea de un chiste?
—Eh, es todo lo que poseo —dijo James mansamente—. Podría haber comprado Xerox a quince, allá en los cincuenta. Pero, la última vez que hablé con usted, no pareció interesado. Y supuse, bueno, ya sabe, que no era la pasta lo que cuenta, sino el espíritu de la cosa.
El señor O'Beronne se llevó una manchada mano al corazón.
— ¿Es que esto no va a terminar nunca? ¿Por qué salí de Europa? Allí saben respetar las tradiciones... —Se detuvo—. ¡Mire este lugar! ¡Es un insulto! ¿Llama a esto una tienda de magia? —Agarró una gruesa vela en forma de seta y la tiró al suelo.
—Está usted sonado —dijo James—. Mire, fue usted quien dijo que un trato es un trato. No hay necesidad de continuar con esto. Veo que su corazón no está al loro. ¿Por qué no me pone en contacto con el colega que le suministra el lío?
— ¡Jamás! —juró O'Beronne—. No me dejaré derrotar por un... contable de sangre fría.
—Nunca había pensado en esto como una competición —dijo James con dignidad—. Lamento ver que se lo toma de esta forma, tronco. —Cogió su botella y se marchó.
El tiempo asignado pasó, y James repitió su peregrinación a la tienda de magia. El barrio se había venido abajo. Mujeres con camisetas escotadas y medias de malla ocupaban las aceras, vigiladas desde la esquina por hombres con sombreros de ala ancha y zapatos pulidos. James cerró cuidadosamente las puertas de su BMW.
Las ventanas de la tienda de magia habían sido pintadas de negro. Un cartel de neón sobre la puerta anunciaba PELÍCULAS PARA ADULTOS, 25 c.
El espacio interior de la tienda había sido despejado. Revistas envueltas en plástico cubrían las paredes, y sus carnosas portadas brillaban bajo la luz azulina de los fluorescentes del techo. El viejo mostrador había sido reemplazado por un largo expositor do cristal que mostraba látigos nudosos y lubricantes de distintos sabores. El desnudo suelo se pegaba a las suelas de los zapatos Gucci de James.
Un joven salió de detrás de una cortina. Era alto y huesudo, con un bigotito recortado. Su piel tenía un aspecto subterráneo, como de cera. Hizo un gesto.
—Las pelis están atrás —dijo con voz aguda, sin mirar a James a los ojos—. Hay que comprar fichas. Tres pavos.
— ¿Perdón? —dijo James.
— ¡Tres pavos, tío!
—Oh —James sacó el dinero. El hombre le tendió una docena de fichas de plástico y desapareció de inmediato tras las cortinas.
— ¿Disculpe? —dijo James. No hubo respuesta— ¿Oiga?
Los vídeos estaban al fondo, en una serie de cabinas cubiertas por cortinas. Los cojines de vinilo de su interior olían a sudor y nitrato de butilo. James insertó una ficha y observó.
Luego se trasladó a las otras máquinas y las examinó también.
Regresó a la parte delantera de la tienda. El encargado estaba sentado en un taburete, arrancando las portadas de las revistas no vendidas y viendo un pequeño televisor bajo el mostrador.
—Esas películas —dijo James—. Eran Charlie Chaplin. Y Douglas Fairbanks. Y Gloria Swanson...
El hombre alzó la cabeza y se alisó el pelo.
— ¿Y qué? ¿No le gustan las películas mudas?
James hizo una pausa.
—No puedo creer que Charlie Chaplin hiciera porno.
—Odio estropear un truco de magia —dijo el encargado, bostezando—. Pero son películas reales, amigo. ¿Ha oído hablar de la Mansión Hearst? ¿En San Simeón? Al viejo Hearst le gustaba filmar a escondidas a sus invitados de Hollywood. Todos los dormitorios tenían mirillas ocultas.
—Oh —dijo James—. Ya veo. Ah..., ¿está el señor O'Beronne?
El hombre mostró interés por primera vez.
— ¿Conoce al viejo? Hoy ya no viene mucha gente que lo conozca. Tengo entendido que su clientela tenía gustos muy especiales.
James asintió.
—Debía de guardar una botella para mí.
—Bueno, miraré en la parte de atrás. Tal vez esté despierto. —El encargado volvió a desaparecer. Regresó unos minutos después, con un frasco marrón—. Aquí tiene, poción amorosa.
James sacudió la cabeza.
—Lo siento, no es eso.
— ¡Es auténtica, tío! ¡No podrá creerse cómo funciona! —El encargado se sorprendió—. A los jóvenes como usted les van las pociones amorosas. Bueno, supongo que tendré que despertar al viejo para que le atienda. Aunque odio molestarlo.
Pasaron largos minutos, con distantes rumores y chirridos. Finalmente, el encargado atravesó de espaldas las cortinas, tirando de una silla de ruedas. El señor O'Beronne estaba sentado en ella, envuelto en vendas, su arrugada cabeza cubierta con un sucio gorro de dormir.
—Oh —dijo por fin—. Es usted otra vez.
—Sí, he vuelto a por mí...
—Lo sé, lo sé. —El señor O'Beronne se agitó en sus cojines—. Veo que ya conoce a mí... socio, el señor Ferry.
—Me encargo de este sitio ahora —dijo Ferry. Le hizo un guiño a James, a espaldas de O'Beronne.
—Soy James Abernathy. —Tendió la mano.
Ferry se cruzó de brazos, indolente.
—Lo siento, nunca hago eso.
O'Beronne se rio débilmente y empezó a toser.
—Bien, muchacho —dijo por fin—. Esperaba durar lo suficiente para verle una vez más... ¡Señor Ferry! Hay una caja, al fondo, bajo esos sucios pósters de películas suyos...
—Claro, claro —dijo Ferry, indulgente. Se marchó.
—Déjeme echarle un vistazo —dijo O'Beronne. Sus ojos, en sus cuencas secas y plomizas, parecían los de un lagarto—. Bien, ¿qué piensa del lugar? Sea sincero.
—Ha tenido mejor aspecto —respondió James—. Igual que usted.
—Y el mundo también, ¿eh? El joven Ferry hace negocios al margen. Tendría que verle manejar los libros... —Agitó una mano, mostrando sus diminutos nudillos artríticos—. Es una bendición no tener que preocuparme ya.
Ferry reapareció, cargado con una caja de madera llena de paquetes de seis latas de aluminio. La colocó suavemente sobre el mostrador.
El Agua Rejuvenecedora podía aparecer en todo tipo de formatos.
—Gracias —dijo James, con los ojos muy abiertos. Alzó reverentemente un paquete y retiró una lata.
—No —dijo O'Beronne—. Es para usted, todo. Disfrútelo, hijo. Espero que esté satisfecho.
James bajó lentamente las latas.
— ¿Qué hay de nuestro trato?
O'Beronne bajó los ojos, en un éxtasis de humillación.
—Le pido humildemente disculpas. Pero ya no puedo continuar con el trato. No tengo fuerzas, ya ve. Ahora es suyo. Todo lo que pude encontrar.
—Sí, debe de ser lo último que queda —asintió Ferry, inspeccionando sus uñas—. No se ha movido bien desde hace tiempo..., supongo que la envasadora cerró.
—Pero hay tantas latas... —dijo James, pensativo. Sacó su cartera—. Le he traído un hermoso coche...
—Nada de eso importa ya —dijo O'Beronne—. Quédeselo todo, considérelo mi pérdida por no cumplir con mis obligaciones. —Su voz se apagó—. Nunca pensé que llegaría a esto, pero me ha derrotado, lo admito. Estoy acabado. —Su cabeza colgó, fláccida.
Ferry cogió la silla.
—Está cansado —dijo tranquilizadoramente—. Lo retiraré... —Abrió las cortinas y empujó la silla con el pie. Se volvió hacia James—. Puede coger esa caja y marcharse. Ha sido un placer..., adiós. —Hizo un ademán con la cabeza, cortante.
— ¡Adiós, señor! —exclamó James. No hubo respuesta.
James arrastró la caja hasta su coche y la colocó en el asiento trasero. Luego permaneció sentado al frente durante un rato, tamborileando con los dedos sobre el volante.
Finalmente, volvió a entrar en la tienda.
El señor Ferry había sacado un teléfono de debajo de su caja registradora. Cuando vio a James, colgó.
— ¿Olvidó algo, amigo?
—Estoy preocupado. Sigo preguntándome..., ¿qué hay de las reglas no escritas?
El encargado le miró, sorprendido.
—Ah, el viejo siempre hablaba de cosas así. Reglas, niveles, calidad, —Miró su stock, meditabundo, y luego a los ojos de James—. ¿Qué reglas, amigo?
Hubo un momento de silencio.
—Nunca he estado seguro del todo. Pero me gustaría preguntárselo al señor O'Beronne.
—Ya le ha molestado bastante —dijo el encargado—. ¿No puede ver que se está muriendo? Tiene lo que quería, así que lárguese, péguese el piro. —Cruzó los brazos. James se negó a moverse.
El encargado suspiró.
—Mire, no estoy en esto por gusto. Si quiere merodear por aquí, tendrá que comprar fichas.
—Ya he visto todas las películas —dijo James—. ¿Qué más vende?
—Oh, las máquinas no son suficientemente buenas para usted, ¿eh? —El señor Ferry se frotó la barbilla—. Bueno, no es estrictamente mi línea de trabajo, pero podría conseguirle un gramo o dos del Auténtico Polvo Mágico Colombiano del Señor Buendía. La primera vez es gratis. ¿No? Es usted un tipo difícil de complacer, amigo.
Ferry se sentó. Parecía aburrido.
—No veo por qué debería cambiar mis productos, sólo porque es usted tan exigente. Un tipo listo como usted debería encontrar peces más gordos que freír en otro sitio que no sea una tienda de magia. Tal vez no encaje aquí, amigo.
—No, siempre me ha gustado este sitio —dijo James—. Yo solía..., incluso quise poseerlo.
Ferry se rio entre dientes.
— ¿Usted? Venga ya... —Su cara se endureció—. Si no le gusta como llevo las cosas, lárguese.
—No, no, estoy seguro de que puedo encontrar algo —dijo James rápidamente. Señaló al azar un grueso libro de tapas duras al pie del estante, bajo el mostrador—. Déjeme ver eso.
El señor Ferry se encogió de hombros con desgana y lo cogió.
—Le gustará —dijo, sin convicción—. Marilyn Monroe y Jack Kennedy en una casa en la playa.
James echó un vistazo a las brillantes páginas.
— ¿Cuánto?
— ¿Lo quiere? —dijo el encargado. Examinó la encuadernación y volvió a soltarlo—. Vale cincuenta pavos.
— ¿Sólo dinero? —dijo James, sorprendido—. ¿Nada mágico?
—El dinero es mágico, amigo. —El encargado se encogió de hombros—. Vale, cuarenta pavos, y además tendrá que besar a un perro en la boca.
—Pagaré los cincuenta —dijo James. Sacó la cartera—, ¡Ooops! —Se le cayó de las manos, al otro lado del mostrador.
Ferry se agachó para recogerla. Cuando se levantaba, James le golpeó en la cabeza con el grueso libro. El encargado cayó con un gruñido.
James pasó por encima del mostrador y apartó las cortinas. Agarró la silla de ruedas y tiró de ella. Las ruedas tropezaron dos veces con las piernas tendidas de Ferry. Sobresaltado, O'Beronne se despertó con un grito.
James le empujó hacia las ventanas pintadas de negro.
—Viejo —jadeó—. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que respiró aire fresco por última vez? —Abrió la puerta de una patada.
— ¡No! —chilló O'Beronne. Se protegió los ojos con ambas manos—. ¡Tengo que quedarme aquí dentro! ¡Son las reglas!
James le sacó a la calle. Cuando la luz del sol le golpeó, O'Beronne aulló de temor y se agitó salvajemente. Nubes de polvo brotaron de sus cojines, y sus vendas ondearon. James abrió la puerta del coche, alzó atrevidamente a O'Beronne y lo sentó en el asiento del pasajero.
— ¡No puede hacer esto! —gritó O'Beronne. Su gorro de dormir voló—. Tengo que estar entre paredes, no puedo salir al mundo...
James cerró la puerta. Dio la vuelta y se puso al volante.
—Es peligroso estar ahí fuera —gimió O'Beronne mientras el motor cobraba vida—. Estaba a salvo dentro...
James pisó a fondo el acelerador. Los neumáticos chirriaron. Miró por el retrovisor y vio un público de putas que se reían y aplaudían.
— ¿Adónde vamos? —dijo O'Beronne mansamente.
James se saltó un semáforo en ámbar. Extendió la mano y cogió una lata del paquete de seis.
— ¿Dónde estaba la planta de envasado?
O'Beronne parpadeó, dubitativo.
—Ha pasado tanto tiempo... En Florida, creo.
—Florida parece buen sitio. Sol, aire fresco... —James sorteó diestramente el tráfico y abrió la lata con el pulgar. Dio un largo trago y luego le pasó la lata a O'Beronne—. Tenga, viejo. Acábela.
O'Beronne la miró, lamiéndose los resecos labios.
—No puedo. Soy propietario, no cliente. No se me permiten este tipo de cosas. Soy el dueño de la tienda de magia.
James sacudió la cabeza y se echó a reír.
O'Beronne tembló. Alzó la lata con las dos manos y empezó a beber, sediento. Se detuvo una vez para eructar, y siguió bebiendo.
El olor de mayo llenó el coche.
O'Beronne se secó la boca y aplastó la lata vacía. La lanzó por encima de su hombro.
—Ahí atrás también hay sitio para esas vendas —le dijo James—, Vamos a la autopista.
Fin