INQUIETUDES (Corín Tellado)
Publicado en
agosto 04, 2013
ARGUMENTO:
Tomás Ruíz se tendió en el lecho una vez la puerta se hubo cerrado, y entrecerró los ojos. No se sentía feliz, pero tampoco desgraciado. El era un tipo duro. No en vano se había visto solo durante quince años. Había pasado por todo; desde limpiabotas a minero... Había sido todo una gran experiencia.
Encendió un cigarrillo y fumó despacio. Encogió las piernas y volvió a estirarlas. «Debí casarme en vez de llegar a esta maldita ciudad». No tenía novia. Ni conocía a una mujer determinada que mereciera el honor de ser su esposa. El conoció mujeres. Infinidad de ellas. De todas las edades, de todos los tipos y todas las razas. Pero nunca había pensado en casarse. Ahora le entraba como una añoranza... Un hombre, por muy libre, muy fuerte, y por muy hombre que sea, siempre tiene algún momento débil en su vida. El había querido a sus hermanas. A su manera, pero las había querido. Pedro, su hermano, era muy crío cuando él marchó. Debía tener quince años. Justo los mismos que hacía que murió su madre. Pero Pedro había muerto. Sí, tres años antes o algo así. El bien recordaba haber recibido una breve carta de su cuñada. ¿Cómo se llamaba? Sí, Mónica Benítez.
CAPÍTULO 01
Vivir para otros no sólo es ley del deber, sino también ley de la felicidad.
Compte.
La reunión familiar tenía lugar en casa de Bernardina y Esteban. Petra, la hermana soltera, y Leonor, la viuda, acababan de llegar. Bernardina las miró con cierto recelo. ¿Qué iría a ocurrir allí? ¿Qué pensaría Leonor y qué pensaría Petra? Ella lo había comentado con su esposo: «No es fácil saber, lo que piensa Petra, pero es tan cómoda, que en este caso... será fácil penetrar en su santuario». Esteban se limitó a mover el hocico. Porque Estaban era un hombre con hocico, aunque parezca extraño.
Bernardina no esperó a que su esposo respondiera. En la forma de mover el hocico, que, dicho en verdad, para ella era una boca un poco más fruncida que las demás, pero boca al fin y al cabo, ya comprendió la respuesta. Ella y Esteban siempre estaban de acuerdo. Sólo no lo estuvieron en una ocasión. A la hora de casarse. Esteban, con hocico y todo, no deseaba casarse con Bernardina, pero ésta se las arregló para que lo hiciera, y una vez efectuado el matrimonio, Esteban no tuvo más remedio que pensar como pensaba su mujer, o al menos simular que pensaba igual que ella, lo cual para los hombres es lo más cómodo.
Petra se quitó el abrigo de gruesa tela color gris, y lo colgó cuidadosamente en el perchero, dejando los vuelos bastante bajos, de modo que se secaran junto a la estufa. Leonor se quedó con el abrigo negro puesta. Llevaba aún mantilla en la cabeza y aún guardaba luto por su esposo, muerto éste doce años antes, justamente a los tres de haber marchado al Canadá el perturbador...
—¿No te quitas el abrigo? —preguntó amablemente Bernardina.
—Me parece —dijo Leonor con su voz cavernosa y a la vez displicente— que me dará frío cuanto piensas decirme.
Bernardina se quedó un instante con los ojos quietos y fijos frente a su hermana mayor.
—No lo creo.
Leonor se alzó de hombros. Pensaba en sus hijos. Ella sólo tenía una preocupación. Su zapatería y los hijos. Pedro, que tenía diecisiete años y Ana, que tenía dieciocho y empezaba a gustar a los chicos. No faltaba más que el sinvergüenza de Tomás llegara en aquellos instantes, cuando la familia ya se había olvidado de todas sus fechorías de jovenzuelo y empezaba a vivir decentemente, estimada por todos en la pequeña ciudad de provincia.
—¿No has llamado a Mónica? —preguntó Petra con ese aire receloso de solterona sin esperanzas.
Esteban carraspeó. Se hallaba sentado ante una mesa camilla y tenía la baraja colocada en el tablero, como si estuviera haciendo un solitario hasta aquel momento. En otro instante cualquiera, Bernardina hubiese contestado por él, pero prefirió que lo hiciera su marido.
—Al fin y al cabo —dijo Esteban con voz atiplada por encima de los lentes a los tres loros— no guarda no es más que la viuda de un hermano. Pedro falleció hace tres años. Mónica... —Volvió a carraspear. Miró el respeto que debe a un muerto de nuestra familia.
—Muy bien dicho —rezongó la solterona.
—Exactamente —corroboró la viuda.
—Dices verdades como templos, querido —añadió Bernardina.
Esteban se infló. Al fin y al cabo era una de las pocas veces en que los tres loros estaban de acuerdo con él.
—Bueno —dijo Petra con voz ingenua—, será mejor que tratemos el asunto que nos trajo aquí. A mí no me gusta andar por la calle a ciertas horas de la noche. —Se ruborizó. Tenía, cuarenta y cuatro años—. No deseo que ni una sombra así —y señaló el meñique— enturbie la honra de mi vida.
Esteban volvió a carraspear. Miró a su cuñada soltera por encima de los lentes y vio un montón de arrugas por su rostro. Claro que podían aumentarlas sus lentes...
—Muy bien dicho —estimó Bernardina; admirando una vez más el pudor de su hermana soltera.
Petra se ruborizó de nuevo.
—He dicho —concluyó.
Era una costumbre añeja. Cuando decía algo importante, o que ella consideraba importante, añadía: «he dicho». A sus hermanas les parecía muy bien. A Esteban era igual que no. se lo pareciera. Se callaba de todos modos y esbozaba una sonrisa de conejo en día de caza.
—Sentémonos en torno a la mesa —propuso Bernardina—. La cosa requiere atención y meticulosidad.
Lo hicieron así. Esteban sintió en su pierna rechoncha, la gruesa rodilla de Petra. Experimentó un estremecimiento de repulsión. En la otra pierna sintió la de su mujer. Era menos huesuda, pero al fin y al cabo era la de su mujer. Claro que ni una ni otra podría compararse jamás a la rodilla de la camarerita del «Olimpia». Suspiró.
—¿Te ocurre algo, Esteban?
—El asunto, querida. Es preciso tratarlo rápidamente. —Miró la carta abierta sobre la mesa y se colocó los lentes para verla mejor—. Está fechada en Madrid, y dice: «Llegaré pasado mañana». Es decir, esta noche... O tal vez mañana por la mañana.
—Hum —gruñó Leonor.
—¿Queréis tomar algo? —preguntó Bernardina.
—Yo nada. Guardo la línea —dijo Petra—. Ya he comido.
Esteban volvió a mirarla por encima de los lentes. No creía posible que un espárrago fuera más lucido que su hermana política la soltera, pero, como siempre, se guardó muy bien de decirlo. Movió su barbilla de chivo y esperó. El era lo bastante galante para esperar a que las mujeres abordaran el asunto. Además eran todas hermanas de Tomás. El era allí, solamente, un cuñado que ni siquiera conocía al chaval. Claro que aquel chaval debía tener por lo menos treinta y cinco años.
—Bueno —empegó Bernardina, que siempre era la que llevaba la voz cantante en los asuntos familiares—. La carta de Tomás es bien explícita.
—Como siempre —apuntó Leonor— no tendrá ni un céntimo.
—Eso parece. Dice que llega ilusionado. Que espera que lo recibamos con los brazos abiertos.
Esteban aun no había dicho nada. Encendió un pitillo y fumó despacio, contemplando con ojos somnolientos los rostros de los tres loros.
Pensó que él no tenía ningún deseo de complicaciones. Tenía bastante con las propias. Aparentemente, él era un comerciante de prestigio, pero... los baches los pasaba solo y había algunos. La presencia de su cuñado en la ciudad, no le beneficiaría en absoluto. El tenía sus prejuicios, y según parecía, aquel mocito había sido un borrachín a los veinte años, un vividor, un sinvergüenza jugador del tapete verde. Casi nada. Como para desprestigiar todo el castillo de dignidad que él y sus cuñadas habían levantado en el transcurso de aquellos quince años.
Bernardina interrumpió sus pensamientos con estas palabras:
—Por mi parte, no pienso ni ir a esperarlo a la estación, ni siquiera ofrecerle una comida. Debéis comprender lo que ocurre. Soy una mujer decente, mi esposo trabaja sin descanso, nuestro hijo estudia y vivimos honradamente estimados por todos. Nos ha costado situarnos. Por nada del mundo, ni siquiera por un hermano —recalcó— consentiré que nuestro castillo de ilusiones y dignidades baje un peldaño.
—Por mi parte —dijo el loro de Leonor—, debo guardar mi prestigio. Tengo dos hijos y un negocio. No dispongo de dinero suficiente para darle a Tomás, y mucho menos para mantenerlo.
—Siempre fue un vago —corroboró Petra, y después añadió—: He dicho.
—Por tanto —intervino Esteban—, lo mejor seria escribirle pidiéndole que no se le ocurra venir.
—Lo hemos pensado demasiado tarde —indicó Leonor—. Ya estará en camino, si no llega en el tren de esta noche.
—Ciertamente.
—Dice la carta —apuntó Bernardina— que vayamos a esperarlo a la estación.
—Es muy gracioso —rezongó Petra—. Por mi parte, no andaré por esos caminos a estas horas. —Consultó el reloj—. Son las diez y media de la noche. He de guardar las apariencias y librarme del qué dirán. He dicho.
—Muy bien. ¿Qué solución has encontrado tú, Bernardina?—preguntó Leonor.
—Hablarle claro.
—Me parece muy bien. ¿Quién le hablará?
Una a una fueron mirando a Esteban. Este carraspeó, movió su barbilla de chivo y se caló los lentes. La peor parte siempre se la daban a él.
Esperó.
—Sí —dijo la esposa—. Será mejor que cuando llegue, le hables tú, Esteban. Como jefe de familia...
Esteban se preguntó si había sido alguna vez jefe de familia, pero se libró muy bien de hacer el comentario en voz alta.
Aguardó. Bernardina continuó al cabo de un rato:
—Le dirás que no estamos dispuestas a soportar de nuevo sus fechorías.
Esteban se mojo los labios con la lengua.
—Yo no lo he conocido —adujo con vocecilla humilde—. Ten en cuenta que cuando él se fue...
—Cuando le pusimos el pasaje en la mano —rectificó Petra.
—Eso es. Yo no lo conocía, Bernardina.
—Pero ahora eres mi esposo. Le dirás que en modo alguno permitiremos que venga a destruir nuestra tranquilidad actual.
—Aún recuerdo sus borracheras —refunfuñó Petra—. Yo tenía pocos años...
Nadie hizo objeciones, pero la verdad, nadie ignoraba que en aquella época, Petra había cumplido ya los treinta.
La solterona añadió:
—No podré olvidar jamás el día que escaló la ventana de la hija del alcalde. Lo cogió el alguacil y estuvo preso doce días.
—¿Y aquella vez que organizó una batalla campal con sus amigos en la plaza y barrió la estatua del gobernador?
—Y aquella otra en que visitaba a una mujer de vida fácil...
—Por Dios, Leonor —se agitó Petra—. Ten en cuenta que hablas delante de una soltera.
—¡Oh, perdona! —dijo muy seria su hermana—. De todos modos, ya tienes edad para saber ciertas cosas.
—Eres demasiado inocente, Petra —apuntó Bernardina muy digna—. Es conveniente que vayas abriendo los ojos.
Petra había abatido éstos y las escuchaba en silencio. Esteban esperaba a que el debate transcurriera.
—Bueno —cortó, observando que no iba a transcurrir—. Todos recordamos sus fechorías, y no estamos dispuestos a tolerarlas ni un momento más. Le diré que regrese al Canadá y siga con sus mineros.
—Eso es— aprobó Leonor—. Por mi parte, que no espere un céntimo.
—Tal vez tú, Petra, que estás soltera... —apuntó Bernardina.
Petra se ir guió.
—¿Yo qué?
—Pues... para guardar las apariencias… yo creo que debías... darle hospitalidad mientras no volviera a marchar.
—¡Oh, no! Al fin y al cabo soy una joven soltera. ¿Qué diría el mundo?
Tomás Ruiz descendió del tren con un salto elástico. Llevaba un maletín en una mano y el gabán en la otra. Lanzó una breve mirada en torno y emitió una risita sardónica.
Por lo visto, los angelitos de sus hermanas no lo esperaban. Lo suponía. Aún recordaba a la ridícula Petra aferrada a su juventud ya ida. Continuaba soltera, según noticias. Sería insoportable. A Leonor, con sus parrafadas hechas y sus noticias. No tenía esposo. El pobre se habría cansado de soportarla y tomó el buen acuerdo de morirse.
Un mozo se acercó, deteniendo sus pensamientos.
—¿El equipaje, señor?
—No tengo equipaje —rió flemático Tomás—. Lo llevo aquí.
«Aquí», era un maletín bastante grande, de piel barata.
El mozo se alejó indiferente.
Tomás salió de la estación aún con la esperanza de ver a su familia. Al fin y al cabo era su familia, y le dolía que después de quince años todavía no le hubiesen perdonado. ¿Qué había hecho él, después de todo? Demonio, vivir. Tenía entonces veinte años. Habían transcurrido quince... Sonrió un tanto extrañamente. Salió a la calle y se dirigió a un café.
—No pensaba en esto —masculló entre dientes—. La verdad, no. Siempre abrigué la esperanza de que, al fin, vendrían a esperarme.
Decepcionado a su pesar, cruzó la calzada y se perdió en un bar. Había poca gente. La ciudad seguía siendo ridículamente pequeña, llena de prejuicios. La gente, allí, se retiraba a sus hogares a las nueve y media de la noche, y sólo algún empleado del Ayuntamiento jugaba la partida en un rincón del club... En el bar había un hombre medio borracho, una mujerzuela desgreñada que esperaba una copa de coñac y un guardia urbano.
Tomás dejó el maletín en el suelo y el gabán en una silla y se acercó a la barra. Pidió un whisky, con gran asombro del barman, ya que allí jamás se solicitaba tal bebida.
—No tenemos —dijo.
—Entonces dame una manzanilla —rezongó Tomás.
El barman alzó las cejas.
—¿Bebida o infusión?
—Manzanilla de la que hacéis en la cocina —gruño Tomás.
—¡Ah, perdone!
El era así. Extremista, para todo. Amor o desprecio, cariño u odio. Whisky o manzanilla.
Encendió un cigarrillo. Fumó despacio, recostado en la barra. La mujerzuela le hizo un guiño. Bueno estaba él para guiños. Volvió el rostro, indiferente. El guardia urbano se acercó a él, perezoso, y le pidió fuego.
—¿Forastero? —preguntó el guardia.
—No.
—Pues nunca le he visto por aquí.
Tomás emitió una risita. Puso un duro sobre el mostrador y se bebió la manzanilla que acababa de servirle el camarero.
—Cuando yo andaba por estos lugares, no había guardias —dijo—. Buenas noches.
Nadie lo conocía. Eran muchos quince años para recordar a un mozalbete de veinte. Ahora tenía treinta y cinco, canas en la cabeza y arrugas en la comisura de la boca y la esquina de sus ojos. El tiempo no pasaba en vano.
Cogió el maletín y el gabán y se lanzó de nuevo a la calle. Aún miró a un lado y a otro buscando a sus familiares. Bien claro les decía en la carta, que llegaba aquella noche.
Dejó escapar una risita sardónica, si bien en el fondo era dolorosa. Por muy seguro de sí que se encuentre un hombre, por muy libre e indiferente, existen momentos en la vida en que se anhela el calor de una familia. Una frase, una sonrisa, un acercamiento. Bien, bien. El tenía que comprender que todo estaba ocurriendo como había esperado. Claro que en el fondo siempre tuvo una leve, pero muy leve, esperanza.
Atravesó la plaza. Miró a un lado y a otro con reprimida ilusión. Un día, hacía de ello quince años, se encaramó en la estatua del gobernador y la barrió de un pistoletazo. «Hay que reconocer que era un bruto».
Otro día bañó a un concejal en la charca que, en los inviernos, se formaba frente al Ayuntamiento. Estuvo preso dos días. Ya entonces ni Leonor ni Bernardina, que eran sus hermanas mayores, quisieron saber del asunto. Nadie fue capaz de pagar una fianza. A los pocos días, cuando llegó a casa, sus hermanas, las tres, exclamaron a una: «Nos avergüenzas, nos humillas».
El rió. Era muy divertido entonces. Tal vez ahora, después de quince años, no lo fuera tanto.
Recordaba la fonda «La Perla». La llevaba una viuda con doce hijos, algunos de los cuales eran sus amigos. Se detuvo ante la casa. Seguía poniendo «Fonda», pero no ya con letras de madera, desiguales y pintadas de rojo, sino con letras de neón. Todo prosperaba. No sólo en el Canadá, sino también en las provincias españolas. Tanto mejor.
Al cruzar ante el Ayuntamiento, también había visto que no existía la charca. Había sido adoquinada la plaza, y en medio de ésta se balanceaba la estatua de aquel gobernador antiquísimo, llamado vulgarmente «Jeremías», que en sus tiempos seguramente había matado una vaca. El nunca supo lo que hizo aquel gobernador para merecer el honor de. Inmortalizar su figura con cemento.
Entró en la fonda trasponiendo el umbral con cierto recelo. Francamente, no le hubiese gustado que lo reconocieran.
—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz aguardentosa.
Tomás pensó que, quince años antes, no había hombres en «La Perla».
—¿Qué desea? —preguntó el hombre amablemente.
—Una habitación.
—¿Cena?
—No.
—Es que no damos comida, ¿sabe usted? Sólo camas.
—De acuerdo.
No conoció al hombre. Claro, todo cambia en quince años. La verdad, él no sentía emoción alguna. Tai vez la culpa de su indiferencia la tuviera su familia. Se preguntó, por milésima vez desde hacía dos meses, por qué había ido él a aquella ciudad, donde quince años antes lo había echado su familia. Porque lo había echado, de eso no cabía la menor duda.
—Por aquí.
Siguió al hombre. Arrastraba las piernas y de la boca le colgaba un pitillo mal liado.
Abrió una puerta y pasó antes que su huésped.
—Aquí descansará bien. ¿Viene por muchos días?
—No lo sé.
—Bueno, bueno. Que descanse.
Tomás se tendió en el lecho una vez la puerta se hubo cerrado, y entrecerró los ojos. No se sentía feliz, pero tampoco desgraciado. El era un tipo duro. No en vano se había visto solo durante quince años. Había pasado por todo; desde limpiabotas a minero... Había sido todo una gran experiencia.
Encendió un cigarrillo y fumó despacio. Encogió las piernas y volvió a estirarlas. «Debí casarme en vez de llegar a esta maldita ciudad». No tenía novia. Ni conocía a una mujer determinada que mereciera el honor de ser su esposa. El conoció mujeres. Infinidad de ellas. De todas las edades, de todos los tipos y todas las razas. Pero nunca había pensado en casarse. Ahora le entraba como una añoranza... Un hombre, por muy libre, muy fuerte, y por muy hombre que sea, siempre tiene algún momento débil en su vida. El había querido a sus hermanas. A su manera, pero las había querido. Pedro, su hermano, era muy crío cuando él marchó. Debía tener quince años. Justo los mismos que hacía que murió su madre. Pero Pedro había muerto. Sí, tres años antes o algo así. El bien recordaba haber recibido una breve carta de su cuñada. ¿Cómo se llamaba? Sí, Mónica Benítez.
Se alzó de hombros.
Pensó en lo que debía hacer. No podía conformarse con admitir aquella derrota. Necesitaba oír de boca de sus hermanas el rechazo. Sería muy divertido y muy... Bueno, para qué negarlo. Muy doloroso.
Se tiró del lecho y alisó el pantalón con ademán maquinal. Era un hombre alto y delgado, de distinguido porte. Muy moreno, muy grises sus ojos, de boca grande y relajada. El mentón enérgico y la mirada firme, rectilínea, del hombre que se encuentra seguro de sí mismo. No parpadeó. Primero asió el gabán y luego lo tiró de nuevo sobre la silla.
Iría a ver a sus hermanas. ¿O sería mejor dormir un poco y visitarlas a la mañana siguiente?
«Las cosas en caliente», rezongó. «Yo soy así.»
Salió de la alcoba y cerró ésta con llave. Bajó presuroso las escaleras. El hombre que se hallaba tras el pequeño mostrador, lo miró por encima de los lentes.
—A propósito, señor. ¿Su nombre? Tengo que anotarlo en el registro.
—Tomás Ruiz.
Como si dijera Cirilo. El hombre no lo conocía.
—Tendrá que pagar una semana adelantada. Si marcha antes se le devolverá el dinero.
Le dio un billete y saludó lanzándose a la calle.
CAPÍTULO 02
Tendrás que acompañarme, Esteban —dijo Petra tras de terminar el debate.
Esteban, que se hallaba en batín y zapatillas, la miró por encima de los lentes con expresión desolada.
—No va a pasarte nada, Petra —dijo mansamente.
—Esteban —exclamó Bernardina—. ¿Qué estás diciendo? Petra no puede salir sola a la calle a estás horas.
—Leonor...
—Yo me quedo dos manzanas más abajo —adujo la viuda—. No está bien que Petra ande sola a estas horas, de la noche.
En aquel instante sonó el timbre de la puerta.
Se miraron unas a otras con recelo. Esteban se puso en pie de mala gana.
—Abriré yo —dijo. Y se encaminó a la puerta.
—Buenas noches.
Habían pasado quince años, pero las tres hermanas reconocieron la voz un poco bronca; muy personal de Tomás. Se miraron de nuevo. Esteban, medio encorvado por los años y el cansancio, miró a su cuñado por encima de los lentes, sin ninguna emoción.
—Pasa —dijo—. Yo soy Esteban, el marido de tu hermana. Porque supongo que tú serás Tomás.
—Así es.
Pasó ante él. Miró a un lado y a otro con cierta displicencia. Era la casa donde había nacido. Bernardina la heredó, porque cargó con todas las deudas de la familia. Era telefonista entonces. Acentuó su sonrisa.
Recostó su alta figura en el umbral y miró a sus tres hermanas. Más que nunca le parecieron tres loros. Petra, vestida de colorines, aferrada a una juventud ridícula. Leonor, con sus mantos negros, de viuda eterna. Bernardina, con su personalidad dominadora, siempre pendiente de todo el mundo para criticarlo.
—Hola —saludó tras el breve examen.
Ninguna de las tres hizo nada por acortar la distancia. No obstante, Tomás se inclinó hacia ellas y las besó una por una. Tenían las caras frías como el hielo y la carne fofa.
—Bueno —dijo desplomándose sobre una silla—. Ya estoy aquí.
La respuesta fue muda. Lo miraban como si fueran generales.
Tomás se hizo el tonto. Cruzó una pierna sobre otra y encendió un pitillo.
—¿Es que no habéis llamado a la viuda de Pedro?
Bernardina replicó agudamente:
—¿Qué quieres de nosotros? No podemos socorrer tus necesidades.
Tomás esperaba aquello. La jefe de la familia tenía que decirlo por todos. Era indudable que se habían reunido aquella noche para ultimar los detalles.
—Todavía no te he pedido nada, Bernardina.
Le dolía aquel despego. Aunque hiciera ver lo contrario, lo cierto es que le dolía. Uno lucha durante quince años para superarse, y un día decide buscar una sonrisa amable, familiar. Es duro no hallarla teniendo tantos que pueden sonreír. ,
—Yo creo —adujo Esteban como avergonzado— que podemos tratar eso otro día. Es la una de la noche y yo tengo que abrir el comercio mañana a las nueve menos diez.
Nadie le hizo caso. Sólo Tomás lanzó sobre él una mirada conmiserativa. ¡Pobre diablo! Sería gobernado por Bernardina como lo eran sus hermanas y como pretendió que lo fuera el mismo. Pero estaban verdes con lo que respectaba a él. Jamás se dejó gobernar por nadie. Eso fue lo que no le perdonó Bernardina. Eso y sus juerguecitas de adolescente.
—Bueno —dijo—. Supongo que me daréis una cama.
—Imposible —saltó Petra.
Tomás la miró. Nadie podría decir lo que encerraba de dañino su mirada.
—Tú estás soltera, ¿no? Con esa pinta... es seguro que lo estás.
—¡Tomás!
—Perdona, Petra. Uno dice verdades. Está acostumbrado a decirlas, ¿sabes?
Las tres de pie y él desplomado en una silla con las piernas negligentemente estiradas en otra. Esteban los miraba a los cuatro de hito en hito. Bernardina había dicho que hablaría él, pero lo cierto es que estaba hablando ella.
—No esperes un céntimo de nosotras —dijo Bernardina airada—. Te pagamos un pasaje. Haberte quedado allá.
—¿Te parecen pocos quince años?
—Debiste, repito, seguir allá.
—Bueno —dijo Tomás poniéndose en pie—. ¿Entonces no vais a echarme una mano?
—Por supuesto que no.
—Petra vive sola. Bien puede darme un cobijo en su casa.
—¡Oh, no! Yo tengo mis canarios, mis gatos, mis perritos... No podría soportar tu presencia.
—¿Y tú, Leonor?
—Estoy viuda, tengo dos hijos, he luchado mucho para conseguir una posición... —titubeo—. No podría ayudarte aunque quisiera.
—Total, que debo morirme de hambre.
—Debes volver al Canadá —dijo Bernardina terminante.
—No pienso volver por ahora —dijo Tomás suavemente, al tiempo de sacudir la ceniza que pendía de su cigarrillo—. Espero que entre todas me ayudéis.
Bernardina estuvo a punto de lanzar un alarido. Suero se limitó a decir, sólo con frío acento:
—Por mi parte no esperes ni una pequeña ayuda, vendrás aquí a avergonzarnos, como siempre. Bastante hemos sufrido ya por tu culpa. Te pagamos un pasaje para el extranjero, haciendo grandes esfuerzos en nuestra economía. Ahora tendrás que volver allá, porque supongo que habrás traído pasaje de ida y vuelta.
—Eso es cierto —admitió Tomás con flema—. Estás en todas, querida hermana.
—Yo tampoco puedo ayudarte —adujo Petra ruborizándose—. Tengo una renta con la cual vivo decorosamente.
—¿No puedes compartirla conmigo?
—No, por supuesto. Ya te dije que tengo animales...
—Que son antes que tu hermano desvalido —rió Tomás tranquilamente.
Bernardina saltó.
—¿Lo veis? Es el de siempre.
—Sería deshonroso que dejara de serlo —apuntó Tomás de nuevo, esbozando una sonrisa sardónica—. Bueno —añadió—. Ya os dejo. Supongo que me invitaréis a comer algún domingo.
Las tres se sofocaron.
—Tomás, te daremos un poco de dinero —dijo Leonor— si te vuelves a marchar.
—No pienso marchar. Por mil demonios que no.
—¿Y de qué piensas vivir? —preguntó Esteban, que hasta aquel momento había permanecido callado.
—No lo sé —se alzó de hombros—. Siempre queda algo... Siempre aparece algo...
Se dirigió a la puerta. Esteban, que no deseaba salir, pidió:
—Tus hermanas se van. Acompaña a Petra.
Tomás se volvió desde la puerta.
—¿Para que me tomen por un búho? Ni hablar.
Abrió y cerró tras de sí. Lo sintieron bajar despacio las escaleras.
Desayunó en un bar. Había pasado una noche relativamente tranquila. Después de todo, no era él quien perdía. Sonrió irónico.
Después del desayuno, sin que nadie lo reconociera como Tomás Ruiz, se lanzó a la calle. Vestía un traje gris, de corte irreprochable. Una camisa blanca, sin; corbata, y zapatos negros. Alto y delgado, distinguido, pese a su apariencia despreocupada, Tomás Ruiz vagó por las calles durante buena parte de la mañana. No sintió emoción alguna al volver a pisar su ciudad natal. Se detuvo ante el Instituto. Allí había estudiado el Bachillerato. A trompicones, como pudo, pero Io consignó. Su madre al morir, le había dejado lo suficiente para estudiar farmacia. Su padre había sido farmacéutico y al morir había tenido que contratar a otro para que la llevara. Claro que quien la había llevado había sido Petra. El se gastó el dinero de la carrera en juergas y diversiones. Después supo que Pedro estudió la carrera y se quedó con la farmacia. ¿Quién tendría ahora aquella farmacia? Seguramente sus hermanas la habían vendido, repartiéndose el dinero y olvidándose, como siempre, de él. Tendría que reclamar su parte. Volvió a sonreír.
Pensó en la viuda de Pedro. No estaba en la reunión familiar la noche anterior. Seguro que no la citaron. Era una viuda joven y ni Petra ni Leonor le perdonarían fácilmente su juventud.
Como subconscientemente, se dirigió calle abajo, en dirección a la farmacia. Tenía interés por saber quién la había adquirido. El se encontraba con gente que lo miraba con curiosidad. Por lo visto nadie lo reconocía. Pensó que si hubiese llegado rico... lo hubieran recibido con orquesta en la estación. Justicia social. Ironías de la vida.
El conocía a algunos. El secretario del Ayuntamiento, con su barbilla de pato, su andar sinuoso. Ya era viejo. Dobló hacia el Ayuntamiento. En cierta ocasión, él había descubierto algo feo en aquel hombre, y cuando lo pregonó a los cuatro vientos, el secretario del Ayuntamiento lo llamó a su despacho y le dijo: «O te callas, o te encierro». No se calló. El casi nunca se callaba. Pero tampoco lo encerró, porque el asunto que había pregonado era auténticamente cierto.
La farmacia estaba al otro extremo de la calle. Avanzó resueltamente. Eran las once de la mañana y el sol empezaba a derretir la escarcha. Sacudió los pies en la acera y entró en la farmacia. Había una bella muchacha al otro extremo del mostrador. Era morena y tenía unos negros ojos acariciadores, orlados por espesas pestañas negras. No tendría más allá de los veinticinco años.
—¿En que puedo servirle, señor? —preguntó con una voz armoniosa y cálida.
Tomás pensó que desde que había llegado, era la primera vez que alguien lo trataba como a un ser humano.
—No quiero nada —dijo amablemente—. Curiosidad... Faltaba de este pueblo desde hacía quince años. Esta farmacia fue de mi difunto padre y sentí... curiosidad.
La joven se le quedó mirando asombrada
—¿Tomás? —preguntó.
El aludido se quitó el pitillo de la boca y quedose mirando a la muchacha.
—¿Me conoce? No puede ser —añadió alzándose de hombros—. Usted era una cría cuando yo salí de aquí.
—Soy la viuda de Pedro.
—¡Demonio!
—¿Cómo estás? —preguntó ella con cierta ansiedad—. ¿Ya has visto a la familia?
Alargaba la mano. Tomás se la estrechó con fuerza.
—Por lo que observo —dijo por toda respuesta— tú no me rechazas
—¿ Rechazarte?
—Bueno, me recibes con cierta amabilidad.
—Tony —llamó Mónica—. Tony —repitió—. Ven a atender la farmacia. Ya harás después eso. —Miró a Tomás—. Pasa, charlaremos en mi piso.
—Oye... no quiero causarte una extorsión.
—¡Qué cosas dices! Eres el hermano de mi esposo.
—Está bien.
Tony apareció con los cabellos revueltos, atándose el cinturón de la bata blanca. Era un muchacho de unos dieciséis años, moreno y parecido a Mónica.
—Es mi hermano —explicó ella.
—¿Cómo estás, Tony?
—Bien, señor. ¿Y usted?
—Llámame Tomás —rió—. Soy hermano del que fue tu cuñado.
—Atiende la farmacia —dijo Mónica—. Tomás y yo vamos a subir al piso.
Era un hogar acogedor. No había figuras pasadas de moda, ni papeles chillones en las paredes. Era un piso moderno, amueblado con gusto exquisito. Mónica, moviéndose en la salita, sin bata blanca, parecía una chiquilla. Muy bella por cierto. Tomás conocía muy bien a las mujeres. Sabía además apreciar la belleza femenina. Le pareció aquélla una deliciosa mujer, franca y leal.
—Toma asiento—invitó ella—. Ponte cómodo.
Por lo visto era más amable que su familia. Bien. Se sentó y encendió un cigarrillo.
—¿Fumas tú? —le preguntó.
—Alguna vez. Cuando me siento aburrida.
—Y te sentirás muchas veces.
—Alguna nada más —rió un tanto aturdida—. Ahora te voy a servir el desayuno.
Tomás parpadeó.
—¿El desayuno? Si lo sabe Bernardina...
—¿Fuiste a verla?
Hacía la pregunta mientras ponía una servilleta sobre la mesa de centro.
—Fui ayer noche. Pero no te molestes. He desayunado ya.
—¡Oh!
—Ya me Io darás otro día. Ahora siéntate frente a mí y cuéntame cosas. De Pedro, de ti, de la farmacia, de vuestra vida, de la enfermedad de Pedro, de cómo te llevas con mis hermanas...
Mónica se sentó. Aceptó el cigarrillo que Tomás le ofrecía y fumó con gracia muy femenina.
—¿Por dónde empiezo?
—Por tu difunto marido.
El rostro bellísimo de Mónica se ensombreció.
—Se dejaba llevar por sus hermanas —dijo quedamente—. He sufrido, ¿sabes? Pero era muy bueno. Sólo cuando iba a visitar a Bernardina, a Leonor o a Petra, reñíamos. Claro que no debía decirte esto. Son tus hermanas. Pero es que yo soy muy sincera.
—Me alegro que lo seas. Continua.
—¿Por qué no hablamos de ti? Pedro te recordaba alguna vez.
—¿Sin... rencor?
—Decía que habías sido un poco libre... Que a los veinte años hiciste aquello o lo otro. Se enfadaba si yo me reía.
—¿Y te reías?
Mónica hizo una mueca.
—Alguna vez.
—Mis hermanas me rechazaron ayer —dijo dolido—. Supongo que, conociéndolas mejor que yo, lo esperabas. ¿Te dijeron que yo vendría?
—No.
—Pero tú sabías que venía.
—Se lo oí comentar a Esteban. El otro día fui a su tienda a comprar unas cosas. Me lo dijo sin querer. Noté que Bernardina le había puesto pena de muerte. Por eso no hice el comentario con nadie.
—Ya.
—Y dices que...
—Sí, me han rechazado. —Refirió lo ocurrido—. Me sentí decepcionado en el fondo —añadió—. Después de todo, por muy duro que sea uno... siempre espera algo de la familia.
—Comprendo. ¿Qué vas a hacer? ¿Marchar de nuevo?
—No.
—¿Las desafías...?
—Tampoco. Voy a vivir como pueda. Aún tengo algún dinero. Mientras me dure...
—¿Y después?
Tomás se alzó de hombros con indiferencia.
—Después Dios dirá. Yo no soy un tipo de después. Yo soy del presente. El futuro es una incógnita para todos, aun para el que se considere más seguro.
—Puedes trabajar en mi farmacia.
—Mónica...
—Y vivir con nosotros. Ya sé que es enfrentarme con tus hermanas, pero... ya no es la primera vez que ocurre. Ellas han pretendido gobernar mi vida. A Pedro lo gobernaron bastante. A mí jamás, y no lo ignoran. De verdad —añadió cariñosa—. Yo te ofrezco un lugar en mi casa. Nada pueden criticarme. Vivo con mi hermano y con mi abuela. Ya la conocerás. Ahora fue a la compra. Es una bella persona y cuando oía contar cosas de ti, se reía mucho. Yo creo que le eres simpático.
Tomás no era hombre que se emocionara, pero en aquel instante lo estaba, a su pesar. Ser rechazado por su familia en momentos críticos y acogido por una extraña, era consolador.
—Mónica, no sé qué decirte.
—Dame otro cigarrillo y sigamos hablando. ¿Tomarás una copa? ¿De qué la quieres?
—Me abruma tu amabilidad.
—De coñac, ¿verdad?
—Sea, pues.
Se sentía a gusto allí. El piso era acogedor. Estaba caldeado y la presencia exquisita de Mónica, resultaba alentadora. El jamás había tenido un hogar, y de súbito lo anheló. Frenó su imaginación y preguntó al rato:
—¿No te han quedado hijos?
—No. Pedro estuvo muy enfermo desde el principio. A decir verdad, no me explico aún cómo ni por qué nos casamos. Yo le quería mucho cuando empecé a conocerlo. Pero luego, al comprobar cómo lo manejaban sus hermanas... me sentí desilusionada. No sé por qué te cuento todo esto.
—Porque te inspiro confianza, y porque soy hermano de tu esposo muerto, y porque sabes que no comparto los pensamientos de mis tres hermanas.
—Tal vez sea por todo un poco, o tal vez porque me siento muy sola. Lo cierto es que me produce un gran bien hablar de todo esto. Té aseguro que si Pedro no hubiese enfermado, habría terminado separándome de él.
—Todo por culpa de los tres loros.
—¿Los... loros? ¡Ah! —rió—. Sí, por ellas. Perturbaban nuestra paz. Yo no sé qué demonios le decían a Pedro. Pero cada vez que iba a su casa, venía endemoniado y no hacía más que reñir.
—¿De qué murió?
—De una enfermedad del corazón. Tenía reuma, complicado con el corazón. Algo mortal, por supuesto. Fue terrible. Yo lloré mucho, ¿sabes? Le quería. Me casé ilusionada y esperaba que un día… él me comprendiera bien.
—¿Cómo es que te quedaste tú con la farmacia?
—Porque soy farmacéutica. Al morir Pedro, tus hermanas, las tres, capitaneadas por Bernardina, me hicieron una visita. Me dijeron que, como Pedro había muerto sin dejar hijos, les pertenecía la mitad de la farmacia.
Tomás dio un salto en la butaca.
—¿Se atrevieron a eso?
—Yo hablé con mi abuela. Ella tenía algunos ahorros y consideramos conveniente terminar el asunto de una vez. Les dimos el dinero.
—Mañana pasaré yo a reclamar mi parte —dijo Tomás terminante—. Aunque luego lo tire al río.
—No te molestes. Ya tendrá Bernardina algo preparado para rechazar tu petición.
—Me avergüenza pensar que pertenezco a la familia— Descruzó las piernas—. Olvidemos todo eso, Mónica. ¿Puedes pasarte la vida en este villorrio?
La joven rió.
—A todo se habitúa una. Además, una vez terminados mis estudios, me instalé en esta villa y jamás salí de ella. Si he de serte sincera, no me interesa salir.
—¿Tienes... novio?
La joven rió alegremente.
—Claro que no.
—Pero no me digas que no tienes pretendientes.
—Bueno, hombre, eso siempre hay. Pero yo me aferró a mi libertad. La perdí una vez creyendo que merecía la pena. La verdad, repito que Pedro era muy bueno...
—Pero tú —atajó Tomás —no te habías casado tan sólo con Pedro, sino que también te habías casado con sus tres hermanas.
Mónica hizo un gesto, como diciendo: «Así es». En voz alta, exclamó despreocupada:
—Aquello ya pasó.
Se oyó el llavín en la cerradura, y en seguida la voz cadenciosa de una anciana.
—Mónica...
—Estoy aquí, abuela. Mira a quién tenernos en casa.
La anciana entró. Traía una bolsa abultada en la mano y un paquete en la otra. Era menuda y tenía el pelo muy blanco. Se movía ágilmente pese a sus años.
—Tomás.
—Abuela Ángela —exclamó él—. Pero si yo la recuerdo muy bien.
—Claro que sí. En cierta ocasión asaltaste mi tienda de quincalla y me destruiste seis faroles de petróleo.
Tomás se echó a reír. La abrazó con cariño. Se diría que de súbito sentía una loca ansia de tener una familia y asociarla a aquellas gentes.
—Ya me dijo Tony que había llegado y que estabas con Mónica. ¿Qué te parece tu cuñada?
—Muy guapa.
Los tres rieron.
—Bueno, hoy te quedarás a comer con nosotros.
—¿Sabes lo que le dije yo, abuela? Que se instalara aquí. La familia no lo admite.
—Ratas, son como ratas. Pues claro que puedes quedarte.
Se lo agradeció, con frases sinceramente emocionadas, pero no se quedó.
CAPÍTULO 03
Prefirió enfrentarse con Esteban. No contaba con encontrar a Bernardina sentada tras la caja registradora. Tenían una tienda de tejidos. La llevaba Esteban en apariencia, pero realmente, quien la llevaba era su esposa.
Al verlo llegar, Esteban parpadeó bajo los lentes. Bernardina estiró su delgado cuello de águila.
Había unos clientes ante el mostrador, y Esteban los atendía. Bernardina hizo una seña a su hermano para que se aproximara, pues conociéndolo, temía que dijera alguna inconveniencia en voz alta. Y el prestigio de su tienda...
—Buenos días —saludó Tomás sin quitarse el pitillo de la boca—. Acabo de saber algo muy interesante.
—Espera.
Tomás miró en torno. Esbozó una sonrisa.
—Tendrás que presentarme a todos tus amigos —dijo— porque de lo contrario... armaré un escándalo diario.
A Bernardina le tembló la barbilla.
—Hablaré contigo cuando se marchen esos clientes.
Tomás elevó la voz.
—O me atiendes ahora, o...
Esteban, que atendía a los clientes, parpadeó de nuevo.
—Tomás —susurró Bernardina—. Pasa a la trastienda.
Esteban se apresuró a despedir a los clientes. Pero éstos seguían rebuscando el género que deseaban.
—Lo que tengo que decirte —gritó Tomás, sabiendo lo mucho que molestaba a su hermana el escándalo— no necesito decirlo en la trastienda.
Esteban se deshizo al fin de los clientes. No tenía el género que buscaban. Lo sentía mucho. Tal vez dentro dé unos días recibiera novedades preciosas. Los acompañó hasta la puerta. Ya no tuvo necesidad de encararse con su cuñado, puesto que Bernardina, saliendo de tras la caja, gritó:
—Tú lo que pretendes es desprestigiar mi tienda. Pues no lo consentiré. Soy muy capaz de pedir tu destierro.
—Vengo a buscar la parte que me corresponde de la farmacia.
A Bernardina le brillaron los ojos.
—Querido hermano, no estás en tu sano juicio. ¿De dónde crees que sacamos el dinero para tu pasaje? Del presupuesto familiar. Del fondo común. Aquí tienes los recibos de todo lo que pagamos para que pudieras emigrar. Has vuelto pobre. Lo siento. Nosotros no podemos hacer nada por ti.
—Eres una ladrona —dijo Tomás con flema—. Apuesto a que vas a misa todos los días.
—Sí por cierto.
—Con lo cual tu conciencia quedará tranquila.
—Siempre la he tenido tranquila.
—Bernardina —se sofocó Esteban—, la gente que pisa por, la calle nos mira. Estamos llamando la atención. Recuerda que no nos conviene dar un espectáculo.
Bernardina enrojeció de rabia.
—Así es. Lárgate, Tomás. Yo no tengo la culpa de que durante estos quince años, hayas gastado cuanto ganaste.
—Un momento, Bernarda. ¿No me ofreces ni siquiera la oportunidad de una amistad?
—Nada en absoluto.
—Puedo trabajar —suplicó, o al menos pareció que suplicaba.
—Sal de la ciudad. Aquí no.
—Está bien.
Salió. No iba sorprendido. En realidad lo esperaba.
Se dirigió a casa de Petra. No es que le interesara visitarla, es que le divertía el espanto que veía en los ojos de sus hermanas, temiendo perder su prestigio por su causa.
Le abrió una criada entrada en años. Lo miró de arriba a abajo, y Tomás riendo, exclamó:
—Soy un pretendiente a la blanca mano de tu señorita.
—¡Oh!
—Anúnciame así.
—Pase usted —pidió la criada aún más asombrada, pues le creyó, y se admiró de un joven tan guapo pretendiera a su señorita—. Tome asiento en la salita Anunciaré su visita.
Tomás pasó y recorrió la salita con la mirada. Fierecillas, cuadros de paisajes alpinos, arrancados de revistas extranjeras. Chucherías por doquier. Una alfombra que en algún tiempo mereció el digno nombre de serlo. Y en el techo una lámpara del año mil.
—La señorita vendrá en seguida —dijo la criada toda hecha mieles.
«Se lo ha creído», pensó Tomás. «Soy un cretino Me pregunto qué dirían mis amigos canadienses si me vieran en, este instante.» Oyó los pasos de su hermana que se aproximaban por el pasillo. La imaginó con sus lícitos por la frente, teñidos de rubio. Sus pasitos cortos, sus faldas de colorines, sus pestañas pintadas de negro para disimular las canas.
—Cuánto siento... —entró Petra diciendo. Se detuvo en seco. Su rostro adquirió una expresión de odio feroz—. ¡Tú!.
—Buenos días, querida hermana.
—Si diera gusto a mi genio...
—Pero no puedes darlo —rió Tomás mansamente—. Te arrugarías más, y eso no puedes permitirlo. Bien, no soy un pretendiente. Soy sólo tu hermano, que carece i de alimentos, de dinero —dio varios vueltas al cigarrillo entre sus dedos— de tabaco... Vengo a solicitar de ti un préstamo.
—Jamás.
—Mujer, da menos caramelos a tus canarios y recuerda que soy tu hermano. Nacimos de la misma madre, tomamos la misma leche...
—Se diría —gritó Petra encolerizada— que tomas a broma tu situación y la nuestra.
—En modo alguno. Me da mucho que pensar que tengo tres hermanas, un cuñado y varios sobrinos, y carezco de lo más indispensable.
—Trabaja.
—Lo pretendo aquí. Bernardina no quiere saber nada. Ayúdame tú. A fuerza de años de esfuerzo habéis logrado una posición social y económica lo bastante sólida para poder echarme una mano sin esfuerzo. Es lo único que os pido. Nadie me recuerda. Aunque diga que soy vuestro hermano.
—Que no debes decirlo.
—Aunque lo diga —siguió impertérrito —nadie me cree. Tendréis que presentarme vosotros. Tengo muchos años, y la verdad, a un hombre de mi edad no se le coloca fácilmente.
—En la ciudad no te ayudaremos. Nos avergonzamos de ti, ¿te enteras?
—Entonces no puedo esperar ayuda.
—Por mi parte no.
—Bien, bien... —había cierta tristeza en su voz—. Está bien. Perdona que te haya molestado. —Se dirigió a la puerta. Dio la vuelta bruscamente y preguntó con ronco acento—: Si hubiese vuelto rico..., ¿me hubieseis recibido así?
Petra se mojó los labios con la lengua.
—Has vuelto pobre. Nadie podía esperar otra cosa de ti.
—Es cierto. Adiós.
No vamos a describir la escena con Leonor. Fue muy parecida.
Tomás Ruiz se dedicó a meditar y a pasear durante aquella primera semana. Se dio a conocer a varios amigos. Sí, lo recordaban, pero... quedaba tan lejana aquella época. Ellos se habían hecho un porvenir. El que más y el que menos vivía bien. De sus carreras, de sus oficios o de sus rentas. Los más, de sus negocios. Todos mencionaron a sus familiares. «Si ellos no te ayudan, que pueden..., ¿qué quieres que hagamos nosotros?»
Recibió desilusión tras desilusión. Por último fue a ver al alcalde. Quince años antes, Megías había sido su mejor amigo, su más adicto cómplice para las juergas. Carlos era médico, estaba soltero y al mismo tiempo poseía un café de lo mejorcito en la ciudad.
Porque la ciudad, aunque pequeña, era rica en propiedades, rentas y comercios. Tendría unos dos mil habitantes y carecía de pobres. Tomás era, a no dudar, el único pobre, y su familia, como decían sus antiguos amigos, gozaba de buena reputación y de una solidez económica lo bastante desahogada para considerarse tranquila en el futuro.
Carlos Megías lo recibió en su clínica. No hizo aspavientos ni lo confundió en un abrazo. Se comportó bastante fríamente.
—Chico...
Dijo eso tan sólo. Después le ofreció un cigarrillo. Tomás lo tomó y fumó despacio, sentándose a medias en el borde de la mesa de operaciones.
—Vengo a pedirte un favor.
Carlos se movió inquieto.
—Tú ya sabes que uno... no siempre puede hacer favores.
—Hemos sido buenos amigos.
—Ciertamente. Pero hace mucho tiempo de eso, ¿no crees? Yo terminé la carrera, me hice una posición, pienso casarme pronto, y... trabajo mucho.
Era un reproche, pero Tomás no lo acogió así. Se alzó de hombros.
—No todos tenemos la suerte de prosperar, ¿no te parece?
—Bueno, yo creo que haciendo un esfuerzo...
—El triunfo no es para los esforzados, precisamente —rió Tomás flemático, con cierta sorna—. Te lo digo yo que lo sé por experiencia. El triunfo casi siempre es más para los frescos.
—Lástima que tú no hayas sido un fresco —apuntó Carlos con la misma indiferencia.
—Es verdad... lástima... Bueno —añadió sin transición—. ¿De modo que no puedes ayudarme en nada?
—Si no te ayuda la familia...
—Nunca simpaticé mucho con ella —rezongó Tomás con desdén—. Ahora busco al amigo.
Carlos se aturdió un poco.
—Bueno —dijo concluyendo—. Tengo un café. Si quieres... puedo ofrecerte un empleo de camarero. Pero ten en cuenta que a tu familia le sentará como un tiro.
—De acuerdo. Acepto.
—¿Sabes lo que dirá tu familia?
—Por supuesto —rió Tomás—. Irán a verme a la fonda y se pondrán verde. Pero eso no me interesa. Yo lo que deseo es subsistir.
—En tu pueblo natal no deberías trabajar de camarero.
Tomás se miró las manos. Eran finas y suaves.
—No podría —dijo riendo— trabajar de pico y pala. Soy demasiado señorito.
—¿Sabes lo que observo, Tomás? Que hablas y te comportas como un insensato.
—A decir verdad nunca fui un hombre muy completo, tú lo sabes. Siempre estuve un poco loco.
—Bien —decidió Carlos Megías, cansado de aquella palabrería sin fundamento—. Puedes presentarte al encargado del café. Ya te buscará labor.
De ese modo Tomás fue viendo cómo se le cerraban todas las puertas, todas menos las del café. Decidió aceptar. Visitó al encargado de aquél, se puso de acuerdo con él y quedó de acuerdo en empezar al día siguiente. Después fue a visitar a Mónica. Hacía una semana que iba de casa en casa, sin recordar su existencia, y había sido la única persona de la ciudad que le brindó un apoyo.
Estaba sola en la farmacia. Tomás entró enfundado en su traje gris, el único que tenía, con un cigarrillo en la boca y el cabello peinado hacia atrás, despejando la perfección de su frente inteligente.
—Tomás —exclamó Mónica—. ¿Cómo es que no has vuelto por aquí?
—Ocupaciones.
Refirió todo cuanto le había ocurrido, sin omitir la última entrevista con Carlos Megías. Notó que Mónica se agitaba. Era lo bastante observador para darse cuenta de que el hombre que cortejaba a Mónica, era Carlos Megías precisamente.
—¿Y no te atendió?
—Me ofreció un empleo de camarero.
—No lo aceptarías, ¿eh?
Tomás se balanceó sobre las largas piernas.
—Lo acepté, naturalmente —dijo riendo—. ¿Por qué no?
—Es humillante.
—No hagas caso. Yo estoy habituado a hacer de todo. Te advierto que, hace justamente dieciséis años, llevé un café cantante hasta que me lo bebí todo.
—Tomás, me da la sensación de que quieres aparecer peor ante mis ojos y los de todos.
—No soy bueno —adujo Tomás recostándose negligentemente en el mostrador—. Tengo la monomanía de ser una persona original. ¿Tú crees que lo soy? Me he burlado de mis hermanas y de todas las mujeres que encontré en mi camino. He prometido casamiento, para obtener favores. Hice trampas a los amigos para apoderarme de su dinero —se alzó de hombros—. He jugado cantidades fabulosas en garitos indecentes... Y ya ves, continuo vivo y pobre. Es una suerte.
Mónica lo miraba atentamente.
—Eres distinto a toda tu familia.
—En efecto. Mi familia se conforma con un porvenir, yo me río del porvenir. —Sin transición añadió—: ¿Qué crees que dirá mi hermana Bernardina cuando sepa que soy camarero? Apuesto a que se oculta en casa y no sale de ella en un año.
—En realidad no es para menos.
—¿Tú... piensas igual?
—Yo no —parpadeó—. Yo considero que el hombre debe trabajar en lo que sea. Pero a ti te ofrecí un empleo aquí. ¿Por qué no aceptas?
—Te lo diré. Soy capaz de robar, pero no me conformo a ser mantenido por una mujer. Tú no necesitas dependiente. Aquí enferma la gente de tarde en tarde, y para vender aspirinas o supositorios anticatarrales, os bastáis y sobráis tú y tu hermano.
—Tomás...
—No me humilles —rezongó éste—. Admíteme como cuñado o como amigo, pero no te compadezcas de mí. Ten en cuenta —añadió riendo— que un día cualquiera te hago el amor.
—Tomás.
—Bueno, perdona la franqueza —añadió tranquilamente—. ¿Sabes lo que acepto? Que me invites a comer esta tarde.
Mónica lo miraba quietamente. No sabía qué pensar de él. Tan pronto le parecía un pobre diablo sometido a la tiranía de sus hermanas, como un ser sobrenatural, capaz de levantar montañas con su moral. De cualquier forma que fuera, no era un hombre corriente, y ella sentía hacia él una simpatía extraña.
Entre tanto ella pensaba esto, Tomás, con la mayor tranquilidad del mundo, sacó la pitillera, encendió un cigarrillo y expelió el humo lentamente, como si le causaran gracia las espirales que salían de su boca.
—Te invito a comer —dijo ella de pronto—. ¿Por qué no subes? Encontrarás a mi abuela haciendo la comida. Yo no puedo acompañarte ahora, porque Tony no ha regresado aún de clase.
—¿Es que no te gusta que me quede aquí un rato, contemplando mudamente tu labor?
—Qué cosas tienes. Claro que me gusta. Toma asiento.
Tomás no se movió. Apoyado en el mostrador, observó cómo despachaba a una vieja asmática y luego a una gentil joven aldeana, cuyo burro, cargado de lecheras de aluminio, la esperaba inteligentemente junto a la puerta.
—Me pregunto —dijo Tomás pensativamente— cómo es posible que te casaras con mi hermano.
Mónica, que llenaba un bote de cristal, de caramelos de menta, quedó con las manos en alto. Al pronto no miró a Tomás, pero poco a poco fue alzando la mirada y sus ojos negros y rasgados, permanecieron un ínstame en el rostro de su cuñado, interrogantes.
—¿Qué dices? —susurró después—. ¿Cómo es posible que hables así? Era tu hermano menor.
Tomás, recostado aún en el mostrador, jugó con un lapicero. Se diría que toda su atención estaba puesta en aquél, mas de pronto, lo que dijo demostró lo contrario.
—Tenía quince años cuando yo marché... Cuando me echaron los angelitos de mis hermanas. Uno no se olvida fácilmente de eso, Mónica. Parece que no duele, que no hace mella, pero vaya si la hace... Bueno —rió socarronamente—. Dejemos mis sentimientos a un lado. Estaba hablando de tu marido, de tu difunto marido. Tenía quince años, y ya se dejaba dominar por Petra, y Bernardina. Entonces Leonor vivía un poco al margen de nuestra vida. Tenía su hogar... Dicen que yo fui la oveja mala de la familia. Puede que sea cierto. ¿Pero no sería más acertado decir que me hicieron la oveja mala? Me indujeron a ello. Me faltó comprensión, cariño, ternura... apoyo...
—No digas eso, Tomás. Yo te profeso afecto, pero nunca estaré dispuesta a permitir que digas lo que no es cierto. Tal vez te haya faltado afecto, cariño, pero no apoyo. Ese te lo dejó tu madre al morir y tú lo gastaste inútilmente, con absoluta tranquilidad, sin lamentarlo en absoluto.
Tomás emitió una risita ahogada.
—Bueno, quizá tengas razón respecto á ese punto. Pero el hombre necesita algo más que dinero. Necesita ayuda moral, cariño, para realizar heroicidades.
—Nadie te pedía heroicidades —apuntó Mónica con sutil ironía—. Te pedían que fueras farmacéutico.
—¿Para luego ser un manojo de nervios, gobernado por ellas? Tenían el deber de conocer mi personalidad, Mónica. Si me conocieran, yo hubiese sido un honorable farmacéutico. Pero..., ¿sabes una cosa? No me pesa. He conocido mundo, he vivido, he gozado, he sufrido. No existe sensación en esta vida, que no haya paladeado yo. Eso sirve de algo, aunque tú creas lo contrario. Y te advierto —añadió de nuevo— que me extraña que tú te casaras con mi hermano. Me parece que eres demasiado mujer para él —Se incorporó, lanzó lejos la punta del cigarrillo consumido y añadió—: Voy a saludar a tu abuela.
—Hola, Tomás. ¿Sabes que tenía deseos de verte? Quiero hacerte una pregunta que quizá nadie se haya atrevido a hacerte. Toma asiento. Ponte cómodo. Fuma si quieres, a mí no me molesta el humo. Mi marido, que en paz descanse, fumaba como un carretero.
—Gracias.
Se hundió en una silla, al lado de la mesa de la cocina, cruzó una pierna sobre otra y encendió un cigarrillo.
—Estoy preparado para la pregunta —dijo—. Puede lanzarla ya. Espero que no me ruborice.
—Me parece que tú estás de vuelta de todas partes. No te asustará. Dime, muchacho, ¿qué has hecho durante quince años para no haber amasado una fortuna con la cual restregarles las narices a tus tres hermanas?
Tomás se echó a reír regocijado. Flemático, contestó:
—Sería demasiada suerte para ellas, abuela Ángela. ¿Sabe usted lo que significa en un pueblo así, tener un hermano millonario?
—Te habrían recibido con los brazos abiertos.
—No necesito brazos, abuela Ángela —dijo reconcentradamente—. Brazos que obran como resortes. Lo que yo necesito son corazones.
—Por lo visto no has vivido lo bastante para comprender que con dinero eres «don», y sin él, «din».
—Sí, sí que lo sé —rió de buena gana. A la anciana le pareció la misma risa socarrona del jovencito aventurero de quince años antes—. Pero no tuve tiempo de hacer fortuna. No soy hombre que goce con la riqueza. ¿Qué emociones podría tener en la vida? El dinero proporciona tranquilidad, pero no emoción.
—¿Nunca has sentido el ansia de enriquecerte?
—Jamás.
—¿Y qué piensas hacer ahora? ¿Quedarte aquí, o largarte rápidamente?
—Me quedo.
Doña Ángela lo miró interrogadora.
—¿De qué vas a vivir?
—Desde mañana trabajaré de camarero en el café de Carlos Megías.
—¡Oh! —se asombró. Y de pronto empezó a reír—. ¿Les harás eso a tus hermanas?
—Claro que sí.
—Muchacho, me alegro.
—¿A usted no le humilla tener un pariente camarero?
—A mí me enorgullece todo aquel que trabaja. Pero... a tus hermanas...
Los dos se rieron.
Al rato subió Mónica. Tomás la miró de soslayo. De nuevo se preguntó cómo era posible que aquella espléndida mujer, sensata y personal, pudiera algún día haberse enamorado de Pedro Ruiz, su hermano.
Mónica lo miró a su vez, y como si comprendiera lo que estaba pensando, dijo seriamente:
—Porque le amaba.
—Es una razón —apuntó Tomas divertido.
CAPÍTULO 04
Bernardina cerró la tienda a las siete en punto de la tarde. Su marido bajó las persianas, encendió las luces de los escaparates y se quedó mirando después a su mujer, como diciendo: «¿Y ahora qué?»
El rostro de Bernardina parecía gris a causa de la indignación. Esteban, nervioso, encendió un cigarrillo y fumó aprisa.
—No te conviene fumar —gritó la esposa.
Á Esteban le tembló el pitillo entre los dedos. Malhumorado, exclamó:
—No desahogues conmigo tu ira, mujer. Espera que lleguen tus hermanas.
Bernardina se agitó cual si la sacudiera una mano poderosa. Miró hacia el comienzo de la calle y vio avanzar presurosa a Petra.
—Abre —ordenó, como si Esteban fuera un simple dependiente—. Ahí viene Petra.
Entró ésta bufando. Miró a un lado y a otro y preguntó asombrada:
—¿Ya habéis cerrado?
—No es para menos. ¿No viene Leonor? —Cerraba la zapatería cuando pasé por allí. Dijo que estaría aquí en un instante.
En efecto, por la calle avanzaba Leonor. Una vez todos en el interior del comercio de tejidos, Bernardina ordenó a su marido:
—Baja las persianas de la puerta. Tenemos fue hablar. Pasemos a la trastienda.
—¿También debo ir yo? —preguntó a lo simple su marido.
—Por supuesto. Eres el hombre de la familia.
Esteban pensó que de hombre de la familia sólo tenía él nombre, pero se guardó muy bien de hacer comentarios en voz alta.
—Pasad aquí —ordenó Bernardina dirigiéndose a la trastienda.
Las hermanas la siguieron. Se sentaron en sillas bajas y esperaron.
—Por lo visto —dijo Petra— es muy grave lo que tienes que decirnos. Apuesto a que es a propósito de nuestro hermano.
Leonor la miró dudosa.
—¿Es que no lo sabes, Petra?
—¿Saber? ¿Qué tengo que saber? Que fue a verme el otro día, hará cosa de una semana, y me pidió un préstamo. Naturalmente —añadió la hermana soltera— no pude prestarle un real. Vosotros sabéis que vivo de una pequeña renta, bastante exigua para la carestía de la vida.
Ni Bernardina ni Leonor la escuchaban. Ambas permanecían sumidas en sus propios pensamientos, centrados en el mismo punto sin duda.
—Tomás —estalló Bernardina, justamente cuando su marido aparecía en la puerta de la trastienda— se ha puesto a trabajar de camarero.
—¡No! —gritó Petra como si le inyectara dinamita.
—Sí. Y no sólo eso. En sus horas libres va a pescar y vende el pescado de puerta en puerta.
—¡¡¡Oh !!! Dame algo, Leonor. Me desmayo.
—No lo hagas —dijo Leonor impasible—. Espera un poco. —Miró a Bernardina—. ¿Qué has acordado para evitar esa vergüenza?
—Nada. Por eso os he mandado llamar. Dicen que se pasa horas enteras en la farmacia de Mónica. Por lo visto esa loca aprueba su proceder.
—Tenemos que ir a verla —decidió Leonor.
—¡¡Oh!!
—No te desmayes aún, Petra —reconvino Bernardina sin mirarla. Luego se dirigió de nuevo a Leonor—, ¿Qué podemos hacer para evitar esa humillación? Perjudica a nuestros hijos. Yo tenía intención de casar a mi Bernardo con la hija del secretario del Ayuntamiento. Supongo que tú, Leonor, también tendrías hechos planes para tus hijos.
—Naturalmente. Ese estúpido ha venido a desbaratar toda la labor que hicimos durante quince años. Nuestro prestigio, nuestro orgullo, nuestro nombre.
Esteban se atrevió a decir:
—Bueno, al fin y al cabo trabaja, ¿no? Peor hubiese sido que viviera de nuestro crédito. Yo creo que un hombre que trabaja...
—Tú no sabes nada de esto —cortó su mujer sin mirarlo—. Yo creo, Leonor, que lo primero que debemos hacer, es ir a la fonda donde se hospeda y cantarle las cuarenta.
Esteban lió un cigarrillo. Petra aún no había cerrado la boca y de vez en cuando lanzaba un ¡¡oh!! ahogado.
Las dos hermanas mayores continuaban hablándose y gesticulando como si estuvieran solas.
—Iremos tú y yo, Leonor. ¿Estás de acuerdo?
—Por supuesto.
—Hay que impedir a toda costa, que Tomás continué en la ciudad.
—Eso creo.
—Iremos ahora mismo.
Leonor se puso en píe.
—Vamos, pues.
—¿No puedo ir con vosotras?
Bernardina lanzó sobre Petra una mirada analítica, toda la serenidad. Miró a su marido.
—Esteban, vete a casa y prepara la comida. Bernardo no tardará en llegar.
El esposo asintió en silencio.
Bernardina se colocó un chal sobre los hombros y salió precedida por su hermana.
Tomás se lavó las manos en el lavabo. Despejó el desagüe, que se había obstruido con las escamas del pescado, y lanzó una breve mirada al espejo. Se encontró moreno y sano. Sonrió. Los dientes blanquísimos aparecieron en su boca como si esbozaran una mueca.
—Señor —dijo la camarera, al otro lado de la puerta—. Dos señoras desean verle.
«Ya llegaron los búhos», pensó Tomás divertido.
—Que pasen.
Casi inmediatamente apareció. Bernardina y tras ella Leonor. Las contempló un instante con expresión indefinible. Recordó un reloj. Uno cualquiera. Siempre que veía a sus dos hermanas, evocaba un reloj. Bernardina parecía la esfera. Leonor el péndulo. Evocó asimismo cuando él cumplió veinte años. Bernardina lo asió por el cogote y le dijo: «Te irás de aquí. Eres un sapo indecente». El no podría olvidar jamás aquellas palabras. Durante quince años martillearon en su cabeza, produciéndole dolor, amargura y rabia... Mucha rabia.
Secose las manos en una toalla. Empujó la puerta con el pie y encendió un cigarrillo. Con él entre los dientes se aproximó a la cama y se derrumbó en ella.
—Estoy cansado —comentó flemático—. ¿No pensáis sentaros, queridas hermanas? ¿O es que sólo habéis venido a felicitarme?
—Hemos venido —estalló Bernardina— a afear tu conducta.
—¡Oh! ¿Y os habéis molestado para eso? No merecía la pena. —Y como si hasta aquel instante no parara mientes en el significado de la frase, añadió socarrón—: ¿No os agrada mi conducta? Es la de un gran trabajador.
—Nos desprestigias.
—¿Sí? ¿Por trabajar?
—Márchate lejos. Entre las tres te daremos de nuevo el dinero para el pasaje.
—No pienso volver al Canadá —rió—. Hace un frío endemoniado.
Bernardina apretó los dedos nerviosamente.
—Escucha —dijo persuasiva—. Nosotros hemos conseguido, a fuerza de luchar y de trabajar decentemente una posición segura, sólida. Tenemos hijos, negocios que dependen del público en general. Tenemos planes para nuestros hijos. ¿Comprendes? Un camarero en la familia es humillante.
—Yo no pertenezco a vuestra familia, Bernardina —dijo Tomás serenamente—. Me echasteis de ella hace quince años. —Soltó una risotada. Las dos hermanas se crisparon—. Tenía veinte años cuando me cogiste por el cogote y me sacudiste. Anteriormente ya me habías propinado unas cuantas bofetadas. No creas que lo he olvidado. Me enviasteis al Canadá, como pudisteis enviarme al infierno. He vuelto. Cuanto digas, cuanto hagas, cuanto luches, es todo en vano. He vuelto a mi pueblo natal, y de aquí no me muevo hasta que me dé la gana. ¿Por qué demonios no me ignoráis, como yo os ignoro a vosotros? Lo normal hubiera sido que me recibierais en la estación. Quince años son muchos para conservar odio en el corazón. Os participé mi llegada, creyendo, insensato de mi, que me recibiríais son los brazos abiertos. No ha sido así... Siento en mi corazón el mismo odio que sentí cuando me entregasteis aquel pasaje para el Canadá...
—Tú lo has querido, Tomás —adujo Leonor con violencia—. Nosotros hubiéramos hecho de ti un hombre como Pedro.
Tomás se sentó en la cama y balanceó un pie rítmicamente, pero esta aparente tranquilidad, no evité que replicara con rabia:
—Jamás hubierais logrado de mí lo que lograsteis de Pedro. ¿Qué hicisteis del pobre infeliz? Una momia. Acabasteis con su salud. Se casó enamorado y hasta le prohibisteis ser feliz. Por eso me echasteis de vuestro lado. A mí no me gobernabais como le gobernasteis a él.
—Por lo visto Mónica aún no ha olvidado que nosotros veíamos su egoísmo.
Tomás movió la mano, como diciendo: «No seas estúpida». En voz alta se limitó a decir:
—Siento que no podáis volver al café donde yo trabajo. De todos modos, volváis o no, no pienso dejarlo. Me gusta mi oficio. Y en cuanto al pescado, me produce lo suficiente para mis gastos particulares. Dios, en quien seguramente no creéis, dijo al hombre que trabajara. No especificó en qué. Yo trabajo. Cumplo con mi deber.
Bernardina comprendió que sería inútil cuanto dijera para convencerlo. Con ira irreprimible manifestó:
—Ten cuidado. Porque a la primera fechoría que hagas, nosotros estaremos alerta y te denunciaremos. Será mejor verte en la cárcel que cerca de nosotros avergonzándonos.
—De acuerdo, querida hermana.
Se marcharon al fin. Tomás procedió a vestirse con mucha calma. Luego se dirigió a la calle.
Vestía un traje gris, el de siempre. Hacía frío, pero él no tenía abrigo... Se alzó de hombros. Había pasado demasiado frío en el Canadá, para encogerse ahora ante una brisa invernal.
Mónica llenaba el tarro de cristal, de caramelos de menta. Los niños y los ancianos asmáticos compraban muchos de aquellos caramelos y casi se veía obligada a llenar dos tarros cada día. Vestía la bata blanca y llevaba el negro cabello peinado hacia arriba, formando un artístico moño. Tenía una nuca blanca y tersa y unas orejas pequeñas, y sobre todo una boca roja y unos ojos de expresión acariciadora. Carlos Megías la miraba anhelante. Hacía más de un año que iba tras ella. El tenía treinta y cinco años, la edad de Tomás. Necesitaba formar un hogar, y siempre estuvo enamorado de Mónica. Ya antes de casarse con Pedro Ruiz, él la admiraba. Pero entonces no había afianzado aún su posición económica y tenía miedo. Ahora no. Era viuda, por supuesto, pero según decían, su matrimonio no había sido feliz.
—Tony estará al llegar —adujo por centésima vez—. ¿No puedes dejarlo al frente de la farmacia y venir conmigo a dar un paseo?
Mónica siguió en su faena. De vez en cuando miraba al fondo de la calle y desviaba los ojos hacia su pretendiente.
—No puedo dejar esto, Carlos —insistió molesta—. Ya te lo dije.
—Tomás viene mucho por aquí.
Ella esperaba aquel reproche. Sonrió indiferente.
—Es mi cuñado.
—Toda la familia lo ha repudiado. ¿Por qué no has hecho como los demás?
Mónica lo miro con censura.
—¿Acaso es un criminal?
—Es un vago.
—No me lo parece —rechazó enojada—. Trabaja de camarero y aún va a pescar y vende el pescado.
—Supongo que no te sentirás orgullosa de él.
—Pues me siento, aunque tú lo consideres extraño. Tú no hubieses hecho eso en su situación.
—Yo soy un médico.
Mónica lo miré de nueve. Esta vez con oculto desdén.
—Me pareciste un pedante —rió ella tranquilamente.
—¡Mónica!
—Lo siento.
A lo largo de la calle había visto a Tomás. Alto, delgado, flexible. Parecía un deportista. Llevaba el negro cabello peinado hacia atrás y sus grises ojos, estaban en la farmacia. Era un hombre diferente. Cierto que ella no acababa de conocerlo, pero de lo que sí estaba segura era de que sufría y era noble y honrado.
—Ya viene ahí —rezongó Carlos—. Puntual como un cronómetro.
Tomás entró en la farmacia fumando un cigarrillo. Lo quitó de la boca para saludar a Carlos.
—Hola, galeno —rió—. ¿Cómo van los asuntos del Municipio?
Carlos doblegó su rabia.
—Bastante complicados. No creas que es fácil llevar una ciudad de estas con dos reales.
—Tú eres un tipo listo.
—Si lo dices con guasa...
—¿Has oído, Mónica? Dice que hablo con guasa. Yo no soy un tipo guasón.
Pero la sonrisa de sus labios demostraba todo lo contrario.
—Tea cuidado —dijo Carlos irritado—. Puedo dejarte sin empleo.
—Buscaré otro. Soy un buen camarero.
Carlos se apresuró a despedirse de Mónica, y Tomás se recostó en el mostrador. Durante unos instantes siguió la silueta de Carlos Megías, hasta que éste se perdió en el final de la calle.
—Es una lástima —dijo reflexivo—. Hace quince años era un compañero excelente. Ahora, un mentecato.
—En realidad dices las cosas de una forma que ofendes a cualquiera.
—A ti no.
La miraba. Mónica sintió, como muchas otras veces, bajo los grises ojos de Tomás, como una extraña turbación.
Nerviosamente comentó:
—También a mí alguna vez.
—Mónica... eres una mujer maravillosa. Lástima que yo sea un tipo tan despreocupado. Te hubiese hecho el amor.
Mónica, a su pesar, se ruborizó.
—Estás muy seguro de que te aceptaría —reprochó.
Tomás dio algunas vueltas al cigarrillo entre los dedos. De súbito, se hubiese dicho que no sabía qué responder. Pero no era así.
—¿Damos una vuelta por el pueblo?
Tony apareció en la puerta. Traía la cartera de los libros bajo el brazo y su sonrisa era infantil y confiada.
—Mónica —exclamó alegremente—. ¿Quieres que ocupe tu lugar?
—Claro que sí —rió Tomás—. Ella y yo vamos a dar una vuelta por el pueblo.
Le dio rabia que gobernara su vida de aquel modo. Pero no pudo evitarlo.
Se alejaron hacia las afueras. Aunque sólo eran las echo de la noche, la luna ya brillaba y las estrellas, se apoderaban de sus puestos con descaro y arrogancia.
Mónica y Tomás caminaban despacio muelle abajes. Tomás miraba en torno como fisgoneando o calculando. En su mente empezaba a bullir cierta idea diabólica.
—Siempre dices pueblo al referirte a tu ciudad natal —dijo ella de pronto.
Tomás dejó su contemplación y la miró.
—Es un pueblo indecente, pero.... me agrada. Me gusta pensar que aquí di los primeros pasos, que aquí murió mi madre. —Hizo una pausa—. Mi madre, Mónica, era una mujer buena. Si ella hubiese vivido, las cosas se desarrollarían de modo diferente. Aún recuerdo a mi padre, era un buen hombre. Mi madre jamás le quitó la autoridad.
—No puedes acordarte, Tomás. Tenías cinco años cuando murió tu padre.
—Pues aunque te parezca imposible, yo lo recuerdo. Es también, el único recuerdo que guardo de mi infancia. Debí llorar mucho cuando murió, porque ese recuerdo vive en mí como si imperara en mi vida cada día y cada instante. En el fondo —rió como desmintiendo sus palabras— soy un sentimental. Me emociona una noche como esta. Me agita una mirada de mujer. Me siento embriagado ante una puesta de sol... Soy un sensiblero, ¿no te parece?
—Te burlas hasta de ti mismo. A veces me parece imposible que puedas tener ese humor, poseyendo en la vida la mínima parte para ser feliz.
Tomás se detuvo. La miró asombrado.
—¿Qué dices? ¿Es que tú también supones que la felicidad depende de la riqueza? ¿Del bienestar material, de la sociabilidad...?
Mónica se aturdió.
—No —dijo rotunda—. No taso la felicidad desde ese punto. Pero admito que contribuye mucho a ella.
—Mónica... —sonrió sardónico—. De pronto te veo convertida en una vulgar mujer.
La joven no respondió. Estando a su lado siempre se sentía menguada y ello la indignó, si bien se abstuvo de demostrarlo.
Se recostaron en el muro, cara al mar. La luna rielaba en las aguas. Unas barquitas de pesca atracaban en el muelle. Los marineros saltaban a tierra. Amarraban su barca.
—Ahí tienes —dijo quedamente— a seres felices. Y son simples marineros. Hombres que se enfrentan cara a cara con la muerte todos los días. Y el solo hecho de escapar de ella, les produce una felicidad que quizá... quizá jamás hayas tenido tú.
—Eres extraño —susurró Mónica quedamente.
Tomás rió. Era su risa íntima, contagiosa. Metió la cabeza entre el muro y la de ella, y se la quedó mirando quietamente.
—Tú no has sabido aún lo que es la felicidad —dijo bajísimo.
—Lo crees tú.
—Lo sé.
—Tomás, eres demasiado visionario.
Estaban muy juntos y Tomás sintió como un ansia incontenible. Los labios de Mónica eran rojos y húmedos, sensuales.
—Tú sabes que no lo soy. Soy menos positivo que tú. Vivo más en las nubes. Encaramado sobre un pedestal que, en términos místicos, podría decir espiritual.
Fue fácil acercar sus labios y rozar los de Mónica. Lo hizo. Se sintió pegado a ella, amarrado. Y no quería. Tal vez a ella le ocurría algo parecido. Se miraron con asombro. Mónica parpadeó. Tomás la asió por la nuca y aplastó su boca con fuerza, con ansia, sobre la de ella.
Hubo como un conato de asombro por parte de ambos. Fue Mónica quien reaccionó. Se apartó un poco. Lo miró desconcertada.
—No te pido perdón —dijo él roncamente—. Ha sido un instante feliz. ¿Ves en que poco consiste la felicidad?
—No... no vuelvas a hacerlo. Nunca más.
Le temblaba la boca. Tomás le asió por un brazo y tiró de ella.
—Vamos —dijo quedamente—. Vamos.
—Nunca más...
—No te lo prometo —dijo con flema—. Eres como una tentación.
—Olvidas —susurró Mónica sofocada— que soy la viuda de tu hermano.
—Está muerto.
—He sido su mujer.
—No dramatices, Mónica —rezongó—. Estás quitando emoción al momento que ambos hemos vivido. Tú sabes que esto volverá a ocurrir un día cualquiera y muchos otros días. Es algo inevitable.
—Tú no me amas.
Tomás miró ante sí. ¿Amar? ¿Qué era en realidad el amor? ¿Una felicidad aislada, una felicidad constante o un instante de gozo terrenal? Se alzó de hombros.
—No sé si te amo. Me gustas.
—Me... me has perdido el espeto.
La miró otra vez. Sonrió. A través de la oscuridad, a Mónica le parecieron los dientes masculinos como los de un lobo hambriento.
Pesarosa dijo:
—Me has tratado como si fuera una mujerzuela.
Tomás hundió las manos en los bolsillos. Caminó a su lado balanceante. Al rato exclamó parsimonioso:
—A una mujerzuela la hubiese invitado a dormir conmigo.
—¡Tomás!
—A ti te he besado tan sólo.
—Eres un cínico. Tiene razón tu familia.
—Soy un hombre. Y te advierto que siento indescriptiblemente que me mezcles en ese grupo insensible que compone mi familia.
Ella se mordió los labios.
—Déjame sola —pidió después—. Prefiero...
Tomás se detuvo. Alzó una ceja. No había emoción en su semblante. Y esto fue lo que más agitó a Mónica.
—¿De veras quieres que te deje sola?
Mónica no contestó. Siguió caminando y Tomás a su lado, silencioso y reflexivo.
CAPÍTULO 05
Creyó que no volvería en una semana o un mes. Se equivocó. Tomás apareció en la farmacia a la tarde siguiente, tan tranquilo, tan seguro de sí mismo y tan socarrón como siempre. Mónica no supo si ofenderse o alegrarse,
—Hola —saludó tranquilamente—. ¿Cuántas aspirinas has vendido hoy?
Decía las mismas o parecidas frases de todos los días. Mónica no pudo darse por ofendida. Lo consideró fuera de lugar. El no parecía recordar lo ocurrido entre ellos la noche anterior. Ella, en cambio, lo tenía clavado en la sangre, en el corazón, en la boca. Jamás, jamás, podría olvidar aquel beso...
Esta evidencia la llenaba de inquietud y temor. ¿Es que iba a ser un juguete para Tomás, como antes, tal vez, lo fueron otras mujeres?
No obstante, se libró muy bien de aparentar rencor. En realidad, y cosa extraña, no lo sentía.
—¿Qué es lo que ocurre en la plaza principal?—preguntó Tomás recostándose en el mostrador—. La gente se arremolina y parece todo el mundo asustado.
—Dicen que una compañía inmobiliaria va a construir un edificio en medio de la plaza.
—Caramba —rió Tomás cachazudo—. ¿Quién tiene tanto dinero para tirarlo por lo alto de ese modo?
—Cualquiera sabe. Un compañía inmobiliaria, ya te dije.
Entró Carlos en aquel instante.
—¿Ya sabes, Mónica? —al ver a Tomás se contuvo, pero seguidamente añadió— Parece ser que van a remozar la ciudad.
—¿Parece ser? —preguntó Tomás burlón—. ¿Es que como primera autoridad, lo ignoras exactamente?
—En nombre del Municipio he vendido los terrenos. Pertenecían al Ayuntamiento. Es un solar fantástico y lo vendí por poco dinero, si bien por mucho más de lo que se esperó jamás. Mira —añadió dañino—. Ahí tendrás un buen trabajo. Van a empezar a construir dentro de dos días. Está llegando el material.
—Puede que siga tu consejo —admitió Tomás con flema—. Prefiero los ladrillos que tus cafés falsos.
—Oye...
—Me has dado una idea. Voy a hablar con el arquitecto. ¿Ha llegado ya?
—Se hospeda en el Hotel Cristina desde la semana pasada.
—Magnífico. —Miró a Mónica y le guiñó un ojo—. Hasta luego, querida cuñada. Vendré a decirte en qué ladrillo me van a colocar.
Una hora después, cuando Mónica se disponía a cerrar la farmacia, Tomás entró en ella fumando un largo habano.
—¿Qué te parece? —rió mostrándoselo—. Me lo ha dado el arquitecto. Ha medido mi talla —añadió burlón—, sopesó la capacidad de mi cerebro y me ha dado un contrato para las obras. Es decir, seré el encargado del personal. Terminaremos el edificio en ocho meses. Un tiempo record, ¿eh?
—Nunca sé cuándo hablas en serio o en broma.
—Te estoy hablando muy en serio, ¿sabes? ¡Ah! ¿A que no te imaginas de dónde vengo? De restregarle por las narices del alcalde la chaquetilla blanca. No pescaré más. No serviré más cafés. Lo siento por mis hermanas, que se sentirán satisfechas. Al fin y al cabo, de un simple y vulgar camarero a encargado de una obra gigantesca, la elección es obvia, ¿no?
—No pensarás que voy a creer que el arquitecto...
—No sólo el arquitecto, querida cuñada. También el contratista. ¿Sabes cuánto costará la obra en total? Veinte millones de pesetas. Casi nada.
—¿Y quién paga todo eso? ¿Y qué objeto tiene hacer un edificio de tal talla en una ciudad como esta?
Tomás se sentó de un salto sobre el mostrador.
—Si no se lo dices a nadie... te lo contaré todo. Parece ser que les inspiré confianza. Me han contado muchas cosas.
—No te creo, Tomás.
—Mira, Mónica, que si bien soy un poco cínico y beso a las chicas que me gustan, nunca fui un embustero.
—¡Tomás, eres...!
Tomás se inclinó hacia ella. La miró hondamente.
—Eres una preciosidad, Mónica. Y ni siquiera el hecho de que seas la viuda de mi hermano, puede sellar mis labios. Eres muy hermosa. Espero que jamás cometas la estupidez de fallar de nuevo.
—¿Fallar?
—Casándote con Carlos Megías. Sería un nuevo error. Tú no eres mujer ni para mi difunto hermano, que en paz descanse el pobre, ni para ese matasanos de Carlos Megías, que te confundiría con una inyección. Tú eres mujer para un hombre de verdad. Que sepa manejarte, que te bese hasta desvanecerte, que te adore, que te posea...
—¡Tomás!
—Perdona, demonio —rió como si no hubiese dicho nada—. Me desboco en seguida.
—Ese hombre tan apasionado... tan... eres tú, ¿no?
Tomás se llevó el dedo a la frente e hizo, como que reflexionaba.
—Diantre, no he dicho que sea yo, pero en fin... tal vez... cuando consiga una posición sólida, venga a pedirte que compartas mi mesa, mi lecho, mi vida.
Y como si no dijeses nada, hizo una rápida transición y añadió:
—¿No quieres que te confíe los secretos que poseo sobre este asunto que trae loca a toda la ciudad?
—Puedes hacerlo, aunque te creeré la mitad.
—Entonces no te lo cuento.
No se lo contó, en efecto. ¿En realidad, qué tenía que contar? Sabía poco de aquel asunto... Únicamente que desde el día siguiente empezaba a trabajar con ellos. Empezó bien de mañana. Apenas si tenía tiempo de dedicarle un ratito a Mónica. Esta veía pasar los días sin que Tomás hiciera acto de presencia. Por Tony, su hermano, sabía que Tomás alternaba con el arquitecto, el aparejador y el contratista, como si fueran íntimos. Decían que trasnochaban. Que se trasladaban a la capital cada noche y regresaban al amanecer. Eran todos hombres jóvenes, enterrados en aquella ciudad por ocho meses.
Mónica decía cada noche:
—No creo que en ocho meses se termine un edificio de doce plantas.
Tony aducía:
—Ten en cuenta que trabajan en la obra un centenar de hombres. Y los materiales llegan por cargamentos todos los días.
—No me explico qué pretenden. El dueño de todo esto está tirando el dinero.
—Se rumorea que no será así —dijo Tony—. Se dice... sólo se dice, ¿eh?, porque de cierto se sabe poco, que los bajos del edificio serán comerciales. Suponte que todos en la ciudad, empiezan ya a luchar por su posesión. Hay mucho comercio en este pueblo con pretensiones. Comercios como nuestra farmacia, instalados en soportales indecentes. Suponte que las tiendas pasan a ese edificio. No sólo dará vistosidad a la ciudad, sino que acrecentará el comercio. Dicen también que al otro lado de la ría edificarán casas baratas y a lo largo de la avenida residencial, chalets para empleados importantes. También se piensa en una factoría donde se construirán barcos de pesca.
Mónica movió los labios en una mueca incrédula.
Tony, muy animado, siguió:
—Carlos Megías está entusiasmado. Le oí decir esta mañana, que será el primero en solicitar la propiedad de unos cuantos bajos comerciales, en los cuales instalará un café moderno, su consulta y no sé cuántas cosas más. ¿Sabes lo que he pensado, Mónica? Que nosotros podíamos solicitar uno, de modo que nuestra farmacia...
Intervino la abuela sin dejarle concluir.
—Todo esto es cuento de la gente, Tony. Además nuestra farmacia está bien donde está.
Mónica no pensaba en todo cuando había dicho Tony. Pensaba en la ausencia de Tomás. ¿Era el trabajo, la ocupación de cada día lo que le alejaba de ella? ¿O era que se había cansado de ir por la farmacia?
La respuesta la recibió al día siguiente, junto con la visita inesperada de Tomás.
—¿Qué hay, Mónica? —entró diciendo como si la hubiese visto una hora antes.
Mónica estaba seria, muy seria. Tomás se inclinó sobre el mostrador y con el dedo enhiesto le levantó la barbilla.
—¿Qué le pasa a mi farmacéutica?
—Quita allá.
—Nena...
—No soy nena.
—Preciosidad.
—Eres un cínico.
—Pero... —puso expresión inocente—. ¿Qué te hice, mi vida?
—Te digo que no me toques.
Tomás se enderezó. Levantó la tapa del mostrador, pasó al otro lado, asió a Mónica por un brazo y tiró de ella hacia la trastienda.
—Tomás...
—Ven aquí. —La arrimó a la pared y él quedó pegado a ella—. Dime qué tienes contra mí. No puedo tolerar tu frialdad.
—Suéltame.
—Dímelo, Mónica. Ya me conoces.
Se sentía sofocada. Oprimida. Sentía a la vez el cuerpo de Tomás pegado al suyo. Ello le causaba una extraña emoción, pero Tomás no pareció percatarse de ello.
La rodeó con sus brazos y sin pronunciar otra palabra buscó su boca. Mónica retiró el rostro. Los labios de Tomás cayeron acariciadores en la garganta femenina. Mónica se agitó cual si la sacudiera un huracán. Pero no pudo huir del breve círculo.
—Tomás...
—¿Qué te pasa, di? —susurró él rozando la boca femenina con sus labios—. ¿Qué te pasa? ¿Me has echado de menos? ¿Por qué no eres sincera y lo confiesas?
—¿Me serviría de algo?
Tomás no respondió. La miraba a los ojos. Era grato tener a Mónica así. Pegada a su pecho, con los ojos negros, acariciadores, fijos en los suyos con expresión suplicante. La besó de nuevo. Esta vez en plena boca. Un minuto o una eternidad. Mónica nunca lo supo. Aspiró hondo cuando él la soltó.
—No tienes derecho —dijo con voz ahogada—. No tienes derecho...
—Si los hombres midiéramos deberes por el derecho —dijo Tomás mansamente— nadie los hallaría.
—Yo soy una mujer.
—Lo sé, Mónica. Si no fueras una mujer, yo no te besaría. ¿Quieres que demos un paseo?
Hablaba suave y tranquilamente, como si minutos antes no la hubiera besado hasta vencerla. Sintió vergüenza y humillación. Tomás seguía allí, delante de ella, con las manos en los bolsillos y balanceándose rítmicamente.
—Abusas de mi debilidad —dijo ella con voz estrangulada.
—No hagas dramas, Mónica. Te gustan los besos tanto como a mí. ¿Damos o no damos una vuelta?
—¿Es que crees que yo me dejo besar por todos los hombres?
Tomás arqueó una ceja. Aquella impasibilidad masculina era la que la vencía y enardecía al mismo tiempo.
—Claro que no —rió Tomás conciliador—. Yo nunca beso a las mujeres que besan todos los hombres. Al menos... de la forma que te he besado a ti.
—¿Dónde estás, Mónica? —gritó Tony desde la farmacia.
Mónica, roja como la grana, se alisó el cabello y salió disparada. Tomás lo hizo tras ella, tranquilo e indiferente.
—Estoy aquí, Tony.
Este miró a Tomás.
—Cuánto tiempo sin verte, chico.
—Hola, muchacho. —Miró a Mónica—. ¿Entonces no vienes a dar una vuelta, Mónica?
—No.
—Puedes ir —exclamó Tony—. Yo me quedo aquí.
—¡No voy!
Tomás se alzó de hombros.
—Como quieras, muchacha.
Y se alejó a paso elástico, como si nada. Aquella su actitud pasiva e indiferente, humilló a Mónica hasta el paroxismo, pero se guardó muy bien de demostrarlo. Ella lo amaba. Era inútil luchar contra aquella verdad. Lo amaba. Como nunca había amado a Pedro, ni a Carlos, ni a nadie. Aquello... era muy distinto. Tendría que doblegarse. Pero..., ¿podría? Al fin y al cabo era mujer. No podría, seguro que no podría. Tomás tenía algo, como un poder oculto, tal vez nacido de su cinismo, que atraía y conquistaba.
¿De qué clase de madera era aquel hombre? ¿Qué pensaba? ¿Qué sentía en realidad? ¿Sentía algo, o no sentía nada? ¿Jugaba con ella como antes había jugado can otras, o le amaba?
Tomás estuvo dos meses sin ir por la farmacia. Mónica no hizo nada por encontrarlo en su camino. Por la ciudad se decía que todas las noches, Tomás se iba a la capital en el auto de los arquitectos y se pasaba la noche de juerga. Pero eso ya nadie lo tenía en cuenta, dado el incremento que tomaban las obras cada día. La gente sólo se ocupaba de estas obras y empezaban a hablar en serio de los bajos comerciales.
Tomás se hospedaba ahora en el Hotel Cristina, el más elegante de la ciudad. Aquella mañana se hallaba dando los últimos retoques a su persona, cuando le anunciaron la visita de dos damas.
Alzó una ceja. ¿Dos damas? Las damas que él conocía, no lo visitaban en su hotel. Sonrió desdeñoso. Seguramente se trataba de sus hermanas. ¿Qué querrían de él, ahora que ya no era un simple camarero? La edificación de aquel edificio monumental que crecía como la espuma cada día, vino a solucionar su papeleta. Era muy divertido.
—Que pasen aquí —dijo señalando el saloncito contiguo a su alcoba—. Saldré en seguida. Adviértales que sean breves. Tengo mucho trabajo pendiente.
Salió segundos después. En efecto, eran Bernardina y Leonor. Sus dos cerebros comerciales. No parecían enfadadas, sino más bien... ¿afables? Alzó de nuevo la ceja; gesto en él característico cuando se interrogaba a sí mismo.
—¿De qué se trata ahora? —preguntó burlón—. Si venís a pedirme dinero, siento deciros que no lo tengo. Yo siempre gasto tanto como gano. Es muy divertido.
En otro momento cualquiera, Bernardina hubiera saltado como una avispa. En aquel instante, con gran asombro de Tomás, dijo mansamente:
—No necesitamos dinero. Y en cuanto a lo que tú gastas... debemos tener en cuenta tu edad y tu soledad.
—Qué comprensiva te has vuelto, Bernardina. ¿Desde cuándo, mi cara hermana?
Tampoco Bernardina se ofendió. Su sonrisa era de lo más mansa.
«¿Qué diablos querrán de mí?», se preguntó, por primera vez en su vida sinceramente desconcertado.
Se sentó a medias en el brazo de una butaca y encendió un cigarrillo. Expelió el humo y manifestó casi a la vez:
—La camarera ya os habrá dicho que dispongo de poco tiempo. ¿Es posible que me sorprendáis necesitando algo de mí? No puedo daros nada, porque carezco de todo. Soy un tipo que vive al día. Vosotras, en cambio, siendo van hormiguitas... habéis amasado una fortuna.
—Nos hemos enterado —dijo Leonor, que era menos diplomática que su hermana— de que el edificio que construís tendrá bajos comerciales.
Tomás no pudo por menos de soltar una carcajada,
—¿Era... eso?
—Como tú sabes —disparó Bernardina— nuestras tiendas están en casas viejas, pasadas dé moda. Si no cogemos uno de esos bajos, lo cogerán otros, y nuestros comercios se vendrán abajo.
—¿Y a mí qué me contáis?
—Eres nuestro hermano.
Tomás bajó del brazo del sillón. Se quedó plantado, con las piernas abiertas, mirando a sus dos hermanas de hito en hito, como si no diera crédito a lo que veía y oía.
—¡Vuestro hermano! —repitió cachazudo—. ¿Desde cuándo, mis queridas leoncitas?
—¡Tomás!
—No soy nadie —exclamó éste terminante— para disponer de los bajos comerciales. Soy un encargado de la obra. Simple y llanamente eso. Pero aunque lo fuera, aunque pudiera ayudaros... por mil demonios que no os ayudaría. ¡Oh, no! Ojalá surjan comercios nuevos en esos bajos. Ojalá quedéis en la miseria. Ojalá os parta un rayo de una maldita vez y desaparezcáis de mi vista cuanto antes. ¿Me habéis comprendido? Yo soy el mismo de siempre. El que echasteis de vuestro lado cuando era un muchacho imberbe. El mismo que ha vuelto quince años después, ansioso de cariño y de familia. El mismo que visitasteis no hace mucho en la fonda, el mismo al que ni siquiera invitasteis a comer. ¿Sabéis lo que significa para un hombre que vivió solo durante quince años, sin amor y sin familia, llegar a la estación por la cual corrió de niño, y hallarse solo? No lo sabéis, porque para saberlo tendríais que tener esto —y se golpeó el pecho con el puño cerrado—. Carecéis de ello. Sólo trabajan vuestros cerebros comerciales. Pues a llamar a otra puerta, leoncitas. Yo no puedo ayudaros, pero aunque pudiera... —agitó la cabeza denegando— no lo haría. No habrá fuerza humana capaz de ablandarme. He suplicado, tal vez lo haya hecho con la sonrisa cínica en los labios. Es... —se alzó de hombros— como una autodefensa. La única que me quedaba para amparar mi orgullo. Pero he suplicado. De la única forma que yo sé hacerlo. Ni siquiera me habéis escuchado. Me dejasteis en la calle cuando tenía veinte años, y me dejasteis quince después, en la misma puerta de vuestros hogares.
Se dirigió a la salida. Con voz tonante, llamó:
—Camarera, camarera, eche a esta peste de aquí.
Y como si dijera una flor, se inclinó reverencioso ante ellas y dijo antes de perderse en su alcoba:
—Llamad a otra puerta, leoncitas.
—Tienes que ir tú, Esteban.
—¿Yo? —se espantó éste.
—Eres el hombre de la familia.
Esteban metió el dedo entre el cuello y la camisa.
—¿Cuándo te has dado cuenta, Leonor?
—¿Oyes, Bernardina?
—Más respeto, Esteban.
Este se menguó.
La familia se reunía como tantas y tantas veces. Petra contemplaba sus ricitos rubios teñidos, a través del espejo. Con ella no iba aquel asunto. Tenía su dinero colocado en acciones y no la perturbaba el hecho de que se vendieran aquellos bajos comerciales.
—A ti te hará más caso que a nosotras —adujo Leonor insistente—. Al fin y al cabo eres un hombre y no has tomado arte ni parte en los asuntos familiares.
—Los he presenciado —dijo Esteban con su vocecilla de hombre sin voto— y no lo ayudé.
—Mira, Esteban —adujo Bernardina—, que de este asunto depende nuestra fortuna. Una vez instalados ahí los comercios, no habrá nadie que entre en nuestra tienda.
—Tal vez sean bulos.
—Son realidades —chilló Leonor.
—Pues bien —decidió Esteban, por primera vez haciendo honor a sus pantalones masculinos—, yo no voy a visitar a vuestro hermano.
—¡Esteban!
—He dicho que no —chilló Esteban orgulloso de sí mismo—. Si yo fuera él, tampoco os haría caso. Yo no me humillo. ¿Está claro?
—No se trata de eso —se sofocó la esposa—. Es nuestro negocio, el pan de cada día el que está en juego, la carrera de nuestro hijo, nuestro prestigio comercial.
—Es tu hermano. Ve tú.
—Ya hemos ido, Esteban —trató de apaciguar Leonor—, y nos dijo que no.
—Entonces ya tenéis la respuesta.
—Pues si no vas a verle a él, irás a ver al contratista o al arquitecto.
—Ni tu hermano ni esos señores, son los dueños.
—Pues irás a preguntar quiénes son los dueños.
Esteban, abrumado, volvió a quitarse los pantalones de su hombría y agachó la cabeza.
—Iré —dijo—. Iré.
Y, su voz sonó tan cavernosa, que Petra, al margen hasta aquel momento, calculando el beneficio de sus acciones, lo miró y dijo:
—¿Te ocurre algo, Esteban?
Este la miró con expresión cansada.
—Nada. Casi nada.
A medía tarde apareció de nuevo ante su familia. Se hundió en una butaca y dijo con la misma voz cavernosa:
—Ni el arquitecto, ni el aparejador, ni nadie sabe quién es el dueño. Una sociedad inmobiliaria... ¡Bah! Según ellos, el encargado de vender se halla en Madrid.
—Tendrás que ir a Madrid, Esteban —decidió su esposa.
—Me mareo en el tren. Bernardina. Tú bien sabes que me mareo.
—Irás —fue la única respuesta compasiva.
CAPÍTULO 06
Esteban fue y regresó en el término de una semana.
La familia volvió a reunirse. En efecto, la compañía inmobiliaria estaba en Madrid, pero no tenía ni la menor idea de dichos bajos mientras el edificio no estuviera concluido.
—¿No les has dicho que tú eras un comerciante de prestigio en esta ciudad?—preguntó la esposa excitada.
—Sí, Bernardina, sí —se agitó Esteban, cansado del viaje y del mareo—. Pero todo fue inútil. No venden por ahora, ¿te enteras? ¡No venden!
—Dicen que en las capitales, cuando se construye una casa, venden los bajos comerciales casi antes de empezar —opinó Leonor impaciente.
Esteban se alzó de hombres.
—Puede que sea cierto; sin embargo, aquí no ocurre igual. He insistido reiteradamente, hasta que los cansé y me despidieron. ¿Sabes quién estaba allí? Carlos Megías, Ernesto el carnicero, Juan Laguna, el que tiene la mejor zapatería de la ciudad. Y algún otro más. Nos reunimos todos y fuimos a ver al encargado de la compañía. Nos dijo que a la hora de vender nos tendría en cuenta. Anotó nuestros nombres y nada más.
Bernardina tenía la boca abierta.
—¿De modo que... todos piensan como nosotros?
—¿Y de qué otro modo pueden pensar? —opinó Leonor—. Si no existe otra alternativa. Suponte por un momento, que no logremos los bajos para nuestras tiendas, y que en cambio los logren ellos. La gente es maniática y todos irán a comprar al edificio nuevo. El que no pueda comprar, o no lo consiga por lo que sea, se quedará en la ruina.
Sobre este asunto estuvo la familia Ruiz disertando una buena parte de la noche, sin llegar a una conclusión acertada.
Tomás, muy ajeno a la batalla que tenía lugar en casa de sus hermanas, se hallaba en aquel instante sentado ante la barra del bar de Carlos Megías. A su lado, el arquitecto fumaba un cigarrillo y miraba complacido a una muchacha que se hallaba al otro extremo del café.
—Está casada —dijo Tomás riendo—. No se haga ilusiones, señor Lavandera.
Este alzó los hombros, pero siguió, mirando.
—Buenas noches —saludó Carlos acodándose junto a Tomás.
—Hombre —rió éste—. ¿Desde cuándo alternas con los pobretones como yo?
—Déjate de comentarios acerbos. ¿Cómo va la obra?
—Atrasada. No creo que sea posible terminarla en el tiempo tasado. Un edificio de doce plantas no es una chavola.
—Creo que se venden los bajos.
«Otro que busca una recomendación.»
Rió con una mueca sardónica. Le estaba divirtiendo mucho todo aquello. Claro que él no era nadie para darles la recomendación, aunque ellos creyeran lo contrario.
Esperó.
Carlos le alargó un cigarrillo.
—Estoy fumando.
—Demonio, pues es verdad. ¿Qué mira tu amigo? —le preguntó.
—Lo que ve. —Fumó despacio.
—Oye, Tomás... ¿No hay posibilidad de conseguir unos cuantos bajos de esos?
—¿No has ido ya a Madrid? ¿No habéis ido todos, incluyendo el pasmado de mi cuñado? Allí os darían una respuesta, supongo yo.
Carlos lo miró desconcertado. Creyó que Tomás ignoraba su viaje a Madrid. El hecho de que lo supiera le molestó, si bien nada dijo.
—Tú eres el encargado de la obra —dijo.
—Sólo encargado de los obreros, no lo olvides.
—Siempre tendrás alguna influencia.
Tomás tiró lejos el cigarrillo y se puso en pie. Lo aplastó con el zapato.
—No pidas mi ayuda, Carlos. Creo que me conoces —añadió indiferente—. No moveré un dedo para mejorar vuestra situación. Exactamente igual que todos vosotros habéis hecho conmigo. No creas que voy a olvidar que Juan, Ernesto y tú habéis alternado conmigo en mi, juventud, y a mi regreso quince años después, cuando más lo necesitaba, me volvisteis la espalda. Haré lo mismo. La ley del Talión. Ojo por ojo y diente por diente.
—Yo te ayudé —se agitó Carlos.
Lo miró desdeñoso.
—Tratas tan mal a tus empleados, que a cualquier hora del día tienes un puesto libre en tu plantilla de camareros. Fui a ocupar una vacante que queda vacía todos los días.
—Espera...
—Voy a dar uña vuelta. —Tocó en el hombro del señor Lavandera—. ¿Se queda usted?
—Un poco más —dijo éste distraído, sin dejar de mirar a la mujer casada.
Tomás se inclinó hacia él y le dijo al oído:
—Cuidado, es la mujer del carnicero... No olvide que éste posee un machete de agudo filo.
Lavandera se echó a reír, y Tomás, tranquilamente, salió del café y se enfrentó solo con la noche.
A la luz de un farol callejero, consultó el reloj. Eran las nueve de la noche. Hacía más de quince días que no iba por la farmacia de Mónica. ¡Mónica! Prefería no pensar en ella. Era como una pesadilla. Una pesadilla grata, que causa pesar y placer a la vez.
No pensó en Carlos Megías, ni en Juan Laguna ni en Ernesto. ¿Para qué? No tenía la intención de ayudarles. No deseaba ayudar a nadie, excepto a Mónica. Pero Mónica, al parecer, no necesitaba un bajo comercial. Sonrió entre dientes.
Siguió caminando calle abajo. Sus pies producían un ruido seco sobre los adoquines. Por un instante se detuvo a pensar en sí mismo. ¿Merecía la pena? Sacudió la cabeza y de súbito se detuvo. Estaba ante la casa de Mónica. Aún había luz en la farmacia.
Tocó con los nudillos en la puerta y esperó.
—¿Tú a estas horas?
—Buenas noches, Mónica. ¿Puedo pasar?
La joven titubeó, pero al fin le franqueó la entrada.
—Estoy de guardia —dijo la muchacha molesta—. No me agrada que me visites a estas horas, habiendo tantas en el día, en que ni siquiera te acuerdas de la dirección de esta casa.
Tomás había recuperado su buen humor. Tenía momentos de depresión, como todos los humanos. Tal vez sus hermanas y la misma Mónica lo creyeran un hombre superficial, sin sentido, sin responsabilidad. Se equivocaban. El llevaba una careta. Todo el mundo usa careta humana. Unos más gruesa que otros. La de él tenía, muchas pulgadas de espesor. Tal vez un centenar.
No obstante, nadie lo diría al verle, tan despreocupado, tan indiferente y tan burlón. En aquel mismo instante, con las manos en los bolsillos del pantalón, las piernas abiertas y la cabeza enhiesta, parecía un aventurero jugando a conquistar a una mujer.
—Hace quince días que no te veo, Mónica —rezongó—. Son demasiados días.
La joven, que seleccionaba linos medicamentos, siguió su labor. Los dedos le temblaban un poco, pero esto no lo veía Tomás, cuya silueta continuaba cíe pie al lado de la puerta cerrada.
—Nadie te prohibió que vinieras —dijo ella, incómoda.
Tomás avanzó y se recostó en el mostrador.
—Mónica, a veces pienso que no merece la pena molestarse, ni vivir, ni dormir, ni comer. He luchado toda mi vida por ser feliz y llego a una edad en que el hombre se siente como perdido en sí mismo, sin haberlo logrado.
—La felicidad no es un objeto. No se busca, Tomás. Llega a uno y nada más.
Tomás dio una chupada al cigarro y lo aplastó sobre el cenicero.
—¿Tú has sido alguna vez feliz? —preguntó de súbito.
La muchacha alzó los ojos. Encontró los de Tomás muy cerca. Desvió los suyos con presteza.
—¿Qué importa eso?
—Importa mucho. ¿Lo has sido?
—No... no lo sé.
—La felicidad es algo que no puede pasar inadvertido, Mónica. Se siente o no se siente. Tienes que saberlo.
—Habla de ti, si te parece. De mí... no.
—Ya veo que ni siquiera te merezco un poco de confianza.
Mónica tomó un tarro de cristal y lo colocó en la estantería. Sin volverse dijo:
—¿Y por qué he de tener confianza en ti si apenas te conozco? Fui leal contigo, Tomás. Te acogí con afecto...
—No me hagas un reproche —atajó Tomás con voz hueca—. No sabría responderte.
—Te hago ese reproche. ¿Y sabes aún más? —se volvió hacia él—. Prefiero que no vengas por aquí.
Tomás no respondió en seguida, Cuando lo hizo, su voz era más hueca.
—¿Quieres casarte conmigo?
Mónica se desconcertó.
—No estoy seguro de hacerte feliz. No soy hombre de hogar. O al menos nunca lo fui. Pudiera encontrarme con una sorpresa. O que me agrade mucho, o que no me, interese. Si me diera cuenta de esto último, posiblemente me fuera de nuevo al Canadá y te abandonara.
A Mónica le temblaba la voz.
—No te comprenderé nunca.
—¿Lo ves?
—¿Te estás burlando de mí? ¿Has descubierto ya lo que me ocurre?
Tomás se enderezó y pegó la espalda a la puerta. Se la quedó mirando quietamente. No sería nada fácil penetrar en sus pensamientos. Miraba a Mónica con expresión cerrada y su boca de firme trazo, se curvaba en una mueca indefinible.
—He venido —dijo inesperadamente— buscando algo en esta noche solitaria. No sé si tu amor, tu sonrisa, o la suave caricia de tu boca. Y me desconciertas, me empequeñeces con tus exigencias.
—No te he exigido nada.
—Es verdad —admitió sin ironía—. Con palabras, no; con reproches... velados, todo.
—Tomás...
—En efecto, no me comprendes. No te das cuenta de lo que siento, ni de lo que espero ni de lo que hago. No es fácil —se alzó de hombros—. Casi no lo sé yo mismo. No sé si te amo o te deseo simplemente —añadió con ronco acento—. He deseado a muchas mujeres y las he obtenido. Una vez obtenidas, fue fácil cansarme. Con amor, nunca deseé a una mujer. Nunca sentí en mí la imperiosa necesidad de una esposa. ¿Te das cuenta ahora por qué me acerco a ti, por qué huyo y vuelvo? Tengo en mí una gran inquietud. Nunca he sentido cosa igual. Si me fuerzas a pedirte que me case contigo, posiblemente te abandone un día cualquiera, y te admiro demasiado para hacerte ese mal. Déjame, pues, que me encuentre a mí mismo. Tal vez no me encuentre nunca, pero si algún día ocurre, es evidente que tú estarás a mi lado. Porque tú me amas, ¿no es cierto, Mónica?
La muchacha apretó los labios, como si pretendiera contener el sollozo que pugnaba por salir de su garganta.
—No me contestes —añadió Tomás suavemente. Se acercó a ella, y como en otra ocasión, le alzó la barbilla—. He leído en ti, Mónica. ¡Es tan fácil leer en el libro de tu corazón!
—¡Vete!
—Querida.
—¡Vete, he dicho! —y con súbita fiereza añadió—: ¿No iras pensado nunca que puedo casarme con Carlos Megías?
Tomás se la quedó mirando boquiabierto.
—No —dijo bajo—. No. No es hombre para ti y tu subconsciente ya te lo advierte.
Con súbita decisión giró sobre sus zapatos y abrió la puerta de la calle.
—Buenas noches, Mónica.
Ella no respondió. Se hallaba de espaldas a él, y miraba obstinada los medicamentos que acababa de colocar en los estantes.
Tomás Ruiz no atravesó la calle. Quedó apoyado en la pared de la farmacia, con los ojos fijos, como hipnotizados, en la luna. Era redonda y blanca. Era bonita la luna. Las estrellas brillaban menudas. Se alzó de hombros. Tanto la luna como las estrellas, siempre habían sido iguales. ¿Por qué aquella noche le parecían diferentes? Encendió un cigarrillo y fumó aprisa. No se sentía feliz ni satisfecho, pero a decir verdad, jamás había experimentado en su intimidad ninguna de ambas cosas.
De pronto dio la vuelta sobre sí mismo y empujó la puerta de la farmacia.
—Mónica…
La joven se volvió como si la pincharan.
—¿Otra vez? —dijo con ronco acento.
Tomás cerró la puerta con el pie, y muy despacio, desmadejado e indeciso, se sentó en un taburete. Miró al suelo. Hizo un arabesco con el pie, sobre el polvo acumulado junto a la puerta.
—Mónica..., ¿qué es lo que esperas de mí?
—Nada —dijo ella—. Nada. Que te vayas. Que olvides el camino de esta casa. Estoy cansada.
La miró quietamente.
—¿Es que admitirías mi indecisión, mi inquietud espiritual?
—No.
—Es lo único que puedo ofrecerte. Y eres la viuda de mi hermano. ¿Te das cuenta? Yo no puedo ofrecerte una estabilidad. —Con rudeza añadió—: ¡Yo soy un aventurero! Cierto que no puedo olvidar que me has acogido cuando todos me rechazaron. Pero eso no es suficiente.
—Me das pena, Tomás —dijo ella de pronto—, Me da la sensación de que eres un navegante a la deriva. Nunca encontrarás un puerto donde frenar tus amarras. ¿Sabes que eso es lo peor que puede ocurrirle a un ser humano?
Tomás asintió con la cabeza. Vagamente dijo:
—Yo lo comparo a un condenado al Purgatorio. Debe de ser así... Caminar y caminar sin rumbo. Inquietud y dolor. Amargura y desencanto. Uno busca el placer de cada día y no lo encuentra. Por una hora o un segundo. No es bastante. Eso no centra ni determina una vida.
—¿Y eso por qué? Eres un hombre como los demás.
—Soy muy distinto. Tal vez tú no lo comprendas.
Mónica salió del mostrador y se apoyó en éste, cara a Tomás. Lo miraba con súbita curiosidad. Se daba cuenta de que en aquel instante, Tomás no era superficial, ni burlón, ni siquiera indeciso. Tomás sufría. Toda su vida y su desconcierto se centraban precisamente en aquel sufrimiento.
De pronto, casi sin darse cuenta, alzó la mano y la dejó caer en el hombro masculino:
—¿Qué te pasa, Tomás?
El asió aquella mano y la apretó contra su boca.
—Nada determinado —dijo roncamente—. Cosas genéricas que fueron recopilándose en mi vida como complejos odiosos. ¿Te das cuenta? ¿Te imaginas a un muchacho de veinte años, solo en una nación hostil? Sin dinero, sin amigos, sin familia... —sacudió la cabeza—. Mónica, perdona. No debiera decirte esto. Pero uno... trata de auto-dominarse. Coloca una careta sobre su cara y sobre su corazón y echa a andar por el camino que todos llamamos vida. Pisa una y otra vez y no sabe lo que pisa.
—Mucho te han herido.
Tomás soltó la mano femenina y se puso en pie, Sus facciones parecían talladas en mármol. De pronto sacudió la cabeza y mostró una de aquellas sonrisas sardónicas que enmascaraban su cara.
—Olvídate de cuanto te he dicho. Ya tengo años suficientes para soportar la soledad y la amargura que haya sufrido en el destierro.
—Nunca perdonarás a tus hermanas...
—Nunca —dijo roncamente—. ¡Nunca!
Se encaminó, a la puerta. De súbito dio la vuelta, asió a Mónica por la muñeca, tiró de ella y la pegó a su pecho. La retuvo con las dos manos pegadas a su cuerpo.
—Mónica —dijo sobre los temblorosos labios femeninos—. Si hay algo bueno en mi vida, algo verdadero, algo grandioso, ese algo eres tú.
—Tendrás que lanzar ese lastre lejos de ti, si quieres ser feliz.
—Un día... no sé cuándo, te buscaré... Te pediré que emprendas conmigo un camino nuevo... Y los dos, asidos, de la mano... Eres tan bonita, Mónica —añadió bajísimo, rozando su boca con la suya—. Tan femenina, tan diferente...
—Tomás.
—Yo no soy bueno, Mónica. No debieras mirarme así ni admitir mis besos, ni recibirme en tu casa. Yo... —la besó ansiosamente. Mónica abrió los labios.
Tomás perdió un poco su compostura, su careta de cínico, su falsa seguridad. La besó larga e intensamente. Mónica creyó que iba a morir allí mismo y a nacer de nuevo. Era como si de pronto encontrara la verdad en la boca de Tomás.
—Mónica...
La miraba. Sus ojos parecían cansados.
—Querida...
La soltó bruscamente y salió. Su figura se tambaleó en la noche. Caminaba inseguro, las manos caídas a lo largo del cuerpo, Mónica había corrido hacia la puerta y apoyada en el marco susurró:
—Tomás...
Este no la oyó. Caminaba como ciego, como perdido en sí mismo.
Se lo dijo Tony.
—Se ha ido.
Mónica se estremeció.
—¿Qué dices?
—Al parecer están construyendo una obra en Madrid, La compañía lo reclamó. Se conoce que el arquitecto y el contratista dieron buenos informes de él.
Se había ido.
Abuela Ángela esperó. Servía la comida. Se dio cuenta de cuanto pasaba por el cerebro de su nieta en un segundo.
—Come, Mónica.
La joven miró a su abuela quietamente. Se diría que no la veía.
Tony siguió informando.
—Las obras se retrasaron un poco. Es posible que no terminen en ocho meses.
Nadie le escuchaba.
Cuando más tarde Tony se fue, abuela Ángela se sentó frente a Mónica y tomó una de sus manos entre las suyas.
—Mónica —dijo quedamente—. Yo ya lo sabía.
—Lo... sabías —repitió sin preguntar.
—Tomás estuvo aquí ayer noche. Tú estabas en el Rosario...
—¿Qué... qué te dijo?
—Nada en particular. Lo reclamaban en Madrid. Se iba. Me dio... una carta.
—Y no me la has dado aún...
—Mucho le amas. Siento que haya ocurrido así, Mónica. Tomás no es hombre que se case.
—Te... te lo ha dicho él.
—No. Lo veo yo. Ha vivido demasiado tiempo solo. Es un aventurero... un hombre que nunca se detendrá mucho tiempo en un mismo lugar. Tú no puedes sufrir el riesgo de perderte a ti misma, como está perdido él.
—Ellas... ellas han tenido la culpa.
—La vida, Mónica. La vida y los egoísmos humanos.
—Ellas —añadió apretando con intensidad la carta que la abuela le entregaba—. Ellas fueron las que lo lanzaron, de sí como si fuera un lastre insoportable. El volvió a su lado. Ansioso de cariño, de esa ternura que le faltó en la peor edad. Y encontró el vacío. Por eso vive así, errante. Mientras no cifre su cariño en otra persona. En mí, por ejemplo. Pedro era como él. Muy parecido. Siempre tenía esa expresión de amargura. No tenía tanto mundo como Tomás, e ignoraba la forma de disimular su agonía moral.
—Mónica...
—Un día, no sé cuándo, yo tendré que decirles...
—Cállate, querida. Olvida a Tomás. Olvida a Pedro... Vive tu vida. Tal vez Carlos Megías te haga feliz.
Miró a su abuela como si ésta fuera un ser del otro mundo.
—Pareces olvidar, abuela, que Carlos Megías se unió a ellas para rechazar a Tomás. Tal vez no lo haya hecho de palabra. Pero obró en la vida de Tomás, como sus hermanas.
CAPÍTULO 07
«No huyo de ti, Mónica. Esta vez huyo de mí mismo. De la miseria de mis deseos. Has llegado a ser en mi vida como una necesidad pecadora, y sé que tú no lo mereces. Me marcho. Tal vez vuelva o tal vez no. Si tú te encuentras con fuerzas para unirte a otro hombre, para quererlo. del veras, cásate y no mires atrás. Si puedes esperarme, espérame. Quizá yo no vuelva nunca a buscarte. Me has definido bien el otro día. «Un navegante a la deriva que no halla puerto donde guarecerse.» Posiblemente sea así.
»No puedo culpar a nadie de mi desdicha moral, de esta angustia que me persigue noche y día. Tal vez el único culpable he sido y aún soy yo. No soy todo lo claro que tú supones, ni siquiera todo lo bueno que tú me crees. Soy un hombre con sus miserias, sus vicios, sus liviandades. No quiero hacer a nadie responsable de mi modo de ser. Poco a poco fui adquiriendo unos vicios imperdonables. La única mujer que respeto eres tú. Una mujer enamorada, Mónica, pierde un poco su dignidad. Posiblemente yo te la hiciera perder algún día totalmente, y entonces... llegarías a ser otra más en mi vida. Esto te explica mi marcha inesperada. Cierto que voy a trabajar a Madrid, pero si no hubiese conseguido mi traslado... de igual modo me iría. Adiós, Mónica. Créeme, no te merezco.»
¿Cuántas veces había leído aquella carta? ¿Cuántas en el término de un año? Centenares de ellas. La dobló y ocultó en el fondo del bolsillo de la bata.
Atendió a un cliente.
—Dicen que pasado mañana se inaugura el edificio.
Mónica ya lo sabía. Por decir algo respondió:
—¿Y qué hay de los bajos comerciales que tan locos volvieron a los comerciantes?
—No se sabe. Como las vallas están aún puestas...
La despachó y volvió a palpar la carta.
Carlos Megías apareció al rato.
—Buenas tardes, Mónica. ¿Ya sabes la noticia?
—No sé de qué se trata.
—Ha vuelto Tomás.
El corazón le latió locamente dentro del pecho.
—¡Ha vuelto...!
—Sí, se hospeda en el Hotel Cristina. Parece ser que es el encargado de entregar las viviendas…
—Y los bajos comerciales —rió a su pesar.
Carlos hizo una mueca.
—Es de esperar que me venda tres. Uno lo quiero para el café. Otro para mi despacho y el tercero para la clínica.
—Tendrás suerte si te los vende.
—¿Es que tú no piensas pedir uno para tu farmacia?
—No pienso moverla de aquí.
—Espero que pronto te retires —dijo Carlos súbitamente interesado—. Ya sabes lo que te he dicho centenares de veces, Mónica.
Ella ya lo sabía. Pero no hizo nada que demostrara que había cambiado de pensar.
—Yo te amo.
Sonaba a vacío, a falso, y ella, en contrasté, sabía que era verdad.
—No hablemos de eso —pidió—. Ya conoces mi respuesta.
—Supongo que no vas a guardar fidelidad eterna a un muerto.
No se acordaba del muerto. Pedro había pasado por su vida como un soplo, sin dejar más huellas que muchos pesares y desazones.
—No hablemos de eso —repitió.
—Hace dos años que espero por tu respuesta concreta, Mónica —dijo con ansiedad.
La joven le miró con franqueza.
—No la esperes —dijo seriamente—. Nunca la tendrás satisfactoria, y perdona mi franqueza.
—Pero...
Entró Tony en aquel momento. Venía sofocado.
—¿Sabéis lo que dicen?
—Que ha llegado Tomás —apuntó Carlos indiferente.
—Eso lo sé. Lo he visto ya. Venía de pescar...
—De pescar. ¿Es que ya no está en la compañía?
—Sí. Me dijo que trabajaba para ellos, pero que como le gustaba pescar, había madrugado. Traía unas truchas hermosísimas.
Mónica no parpadeaba.
—¿Qué noticia ibas a darnos, Tony?
—Dicen que los comercios que se ocultan tras las vallas, están ya vendidos, llenos, con dueño.
Carlos palideció.
—¿Qué?
—Eso es lo que dicen. Se lo pregunté a Tomás y se echó a reír. No me dijo nada. ¿No habéis oído estos meses de atrás, llegar camiones por la noche?
—Sí, naturalmente —admitió Carlos—. Eran les últimos materiales.
—¡Ja! Eran los géneros para los distintos comercios que hay tras las vallas. Me pregunto —rió divertido— qué ocurrirá ahora con los comercios de la ciudad.
Carlos se estiró.
—Soy el alcalde. Formularé una protesta en regla.
—Me temo, querido Carlos —rió Tony burlón—, que tu vara de primera autoridad, te va a servir de muy poco en este asunto.
—Tú lo verás. Me enfrentaré con Tomás y sabré la verdad.
Una alta figura se recostó en el umbral de la farmacia. Llevaba en la mano tres hermosas truchas. Mónica parpadeó. Tomás saludó en general. No miró a Mónica ni más ni menos que a los demás. Sacudió las truchas y dijo:
—Son para abuela Ángela. Una vez se las haya entregado volveré, Carlos, y te permitiré que te enfrentes conmigo...
Pasó ante ellos y ascendió por la escalera que comunicaba con el piso. Vestía unos arrugados pantalones de dril, una camisa verde, por fuera del pantalón, arremangada hasta el codo, y unas alpargatas aún mojadas. Los cabellos enmarañados, donde sus canas, con la fuerza del sol, brillaban más y las arrugas de su rostro se acentuaban.
Mónica sentía su corazón hacer «tiz», «taz», y sus manos temblar. Instintivamente llevó la mano al bolsillo de la bata y oprimió la carta. Se sentía angustiada y a la vez feliz, por verle de nuevo, y al mismo tiempo desazonada. Por lo visto a Tomás le había pasado la inquietud espiritual, y el deseo o el amor que un día dijo sentir hacia ella. Además, ni siquiera la había saludado. Se diría que la había visto el día anterior, y hacía justamente un año que su abuela le entregó aquella carta que conservaba como un consuelo a su ansiedad.
—Es un cínico —saltó Carlos.
Tony, que sentía una gran simpatía por Tomás, murmuró desenfadado:
—¿Por qué no se lo dices a él?
—Cállate, Tony —reconvino su hermana.
—Es que me fastidia que se digan las cosas a espaldas de uno.
Los pasos de Tomás se oyeron de nuevo. Descendía despacio. Primero se vieron sus alpargatas mojadas y después sus pantalones un poco arremangados. Al instante se vio todo él.
Mónica observó que estaba más delgado. Más moreno, más hermético que nunca.
—¿Qué tenías que decirme? —preguntó encarándose mansamente con Carlos Megías—. Entretanto te escucho, permíteme que llene mi pipa. —Se echó a reír socarrón—. Cuando llega el verano me gusta fumar en cachimba. Es una forma como otra cualquiera de no perder el tiempo. —Alzó la cabeza, expelió el humo y miró a Mónica como si la desnudara—. ¿Cómo estás, cuñada?
La joven se mordió los labios, pero aun así pudo responder serenamente:
—Bien. Veo que tú estás magníficamente.
—Sí, por cierto. ¿Qué tenías que decirme, Carlos?
—Tony asegura que tras las vallas se ocultan los comercios llenos, con dueño y...
—¿Qué sabe Tony?
—¿No es cierto?
—Ya lo verás pasado mañana. Vendrán las autoridades a inaugurar el edificio.
—La primera autoridad de este pueblo soy yo —exclamó Carlos excitado.
—A mí no me digas nada. Supongo que te citarán para mañana, si antes —rió cachazudo— no te quitan la vara.
—Te estás burlando de mí.
—En modo alguno. —Miró en torno—. ¿No me ofrecéis una silla?
Tony se la acercó rápidamente.
—Gracias, muchacho. Cuando sea gobernador de la provincia, te haré mi secretario particular.
—Has venido muy guasón.
—En modo alguno, Carlos. Lo que pasa es que uno aprende a convivir con los españoles. Yo era un auténtico canadiense. Desdé hace año y medio que vivo entre vosotros, sólo trato de imitaros. —Sin transición añadió—: ¿No hay una copa de coñac por ahí, Mónica?
—Esto no es un bar.
—Muy original.
Se levantó con pereza. Alisó las arrugas del pantalón y sacudió la cachimba en la suela de su zapato.
—Tengo mucho qué hacer. Hasta otro momento, amigos.
Atravesó la calle a paso elástico. Tony lo siguió con los ojos admirativamente. Sin dejar de mirar, susurró:
—¿Por qué no le has llamado cínico?
—Tony —reconvino la hermana.
—Voy tras él —rezongó Tony—. Me gusta oírle. Es un tipo fabuloso.
—No debes permitir que tu hermano ande con ese hombre —adujo Carlos malhumorado—. Aprenderá en mala escuela.
Mónica no respondió. Pensaba. ¿Por qué había estado tan irónico? ¿Acaso creía que ella y Carlos...?
Se agitó.
—¿Me has oído, Mónica? Tú misma has podido observar su... su falta de educación.
—No me he fijado, Carlos. Sólo sé que es hermano del que fue mi marido, y no consiento que hables mal de él. Si algo tienes que decir en su contra, te repito lo que dijo Tony: Díselo a él.
—Invité a Tomás a comer las truchas...
—Abuela...
—Compórtate con naturalidad, Mónica. Ya te lo dije en una ocasión. Tomás no es de los que se casan. Tendrás que verlo con ojos de cuñado.
Un cuñado no besa a una cuñada como Tomás la besó a ella en varias ocasiones. Y estaba segura de que la volvería a besar sin que ella opusiera resistencia. Era como una condenación aquella atracción que ejercía sobre ella Tomás. Una condenación, sí.
—¿Ya sabes lo que dicen por la ciudad?
—Sí.
—Vaya desastre para los comerciantes, si tras esas vallas aparecen pasado mañana comercios llenos de zapatos, otros géneros... Ferreterías y carnicerías...
—No lo creo posible. ¿Por qué no se lo has preguntado a Tomás?
—Porque aún no lo sabía.
—Son chismes de la gente.
Trabajó toda la tarde como una autómata. Tony arreglaba algunas cosas en la trastienda y hablaba sin cesar. Decía que había ido con Tomás hasta el hotel y que allí, él le enseñó una escopeta y cañas de pescar. Añadió que pensaba quedarse todo el verano en la ciudad y que iba a comprar una lancha motora.
Mónica no respondía. De vez en cuando, Tony gritaba desde la trastienda:
—¿Me oyes, Mónica?
—Te oigo.
—¿Y que dices?
Ella no tenía nada que decir. Bastante penoso le era ya escuchar.
Al anochecer, inesperadamente, se presentó Bernardina en la farmacia. Mónica esbozó una sonrisa convencional.
—¿A quién tienes enfermo? —preguntó todo lo amable que pudo.
—A nadie, gracias a Dios. Al llegar a casa, después de cerrar la tienda, caí en la cuenta de que no tenía aspirinas. Como a mi Esteban le duele tantas veces la cabeza, ya sabes...
Mentira. No era el dolor de cabeza de su marido lo que la preocupaba. La conocía bien. Rara vez iba a la farmacia a comprar aspirinas. Las adquiría en cualquier tienda.
—¿Cuántas quieres?
—Un sobrecito.
Se lo dio. Bernardina pagó sin rechistar. Pero no parecía dispuesta a irse.
—Tenemos un buen verano, ¿verdad?
—Está empezando —replicó Mónica indiferente—. Aún no sabemos lo que dará de sí.
Esperó que se despidiera. Bernardina seguía apoyada en el mostrador.
—Ya sabrás que Tomás ha vuelto.
—Sí.
—¿No ha venido a saludarte?
—Ha venido.
Las respuestas eran secas y cortantes. Bernardina no se dio por aludida.
—Pasado mañana entregarán las viviendas —dijo al fin—. ¿Quién irá a vivir a esos pisos tan hermosos?
—Don Braulio, el médico, el secretario del ayuntamiento, el aparejador, el veterinario —enumeró Mónica indiferente—. Y muchos otros. Además, seis plantas están adquiridas por veraneantes. Dicen que todos los pisos están vendidos.
—¿Y los bajos comerciales?
—De eso no sé nada.
—Pues es extraño que no lo sepas tú, que eres tan amiga de mi hermano.
Mónica apretó los labios.
—Es que aunque lo supiera no te lo diría, Bernarda. ¿No te has dado cuenta todavía de eso?
Bernardina sonrió mansamente.
—Ya sé que entre él y nosotros... lo prefieres a él. Al fin y al cabo es natural. Es un hombre...
—Eres muy dañina —dijo Mónica mansamente—. Lo fuiste ya cuando te enfrentaste con un joven que empezaba a vivir. No le has perdonado su juventud. Lo lanzaste a la vida sin piedad alguna y lo enfrentaste con el fantasma de su soledad. No te diste cuenta, o no quisiste dártela, de que aquel joven era tu hermano y necesitaba aún de cuidados maternales. Hiciste de él un hombre a destiempo, y ahora que lo necesitas, acudes a mí creyendo tal vez que ablandarás mi corazón. Te advierto que me compadezco de cualquiera, pero de ti, de Leonor y de tu ridícula hermana Petra, no me apiadaré jamás, ni jamás malgastaré mi saliva en pedir a Tomás que os perdone.
—Supongo —dijo Bernardina rencorosa— que no va a permitir tu abuela que te cases con un...don nadie. Ni tú, tan orgullosa, estarás dispuesta a mantener a un hombre.
—Sal de aquí, Bernarda, y procura comprar las aspirinas en otro sitio.
La hermana de Tomás se dirigió a la puerta. Pero antes de salir aún añadió:
—Pese a todo y a lo mucho que dicen por ahí, me parece que a ti tampoco te toca un bajo comercial.
—No lo necesito. Aunque me lo regalaran, no lo admitiría.
Salió de tras el mostrador y cerró la puerta apenas salió su cuñada. Quedó jadeante, fijos los ojos en la silueta desgarbada y esquelética que cruzaba la calle a paso ligero.
Oyó el timbre de la puerta de la calle. Se hallaba en la salita leyendo un rato. Tony no había vuelto aún, y su abuela, en la cocina, terminaba de hacer la cena.
—Abre, Mónica —pidió la anciana—. Yo no puedo salir. Estoy acalorada.
Mónica se puso en pie. Vestía un modelo de hilo de un tono quisquilla, que sentaba como un guante a su belleza morena. Calzaba altos zapatos. No se había vestido para recibir a Tomás. Ella siempre vestía bien y con esmero.
Abrió.
—Hola —saludó Tomás.
—Hola —replicó ella con la misma simplicidad—. Pasa.
Tomás lo hizo. Vestía un pantalón de dril color canela y un jersey blanco, sobre una camisa de tono pardo. No llevaba corbata y su pecho velludo y fuerte se veía a través de la camisa abierta. Había peinado el cabello hacia atrás con la sencillez de siempre, despejando la perfección de su frente pensadora.
—Ya estoy aquí, abuela Ángela —gritó asomando la cabeza por la puerta de la cocina.
—Ya te oigo, muchacho. Ve a charlar un rato con Mónica a la salita. ¿Has visto a Tony?
—Lo dejé junto a la obra. Esta noche se quitarán las vallas y quiere verlo.
—¿Lo verá? —preguntó Mónica tras él.
Tomás se alzó de hombros. Pasó a la salita y se desplomó con un suspiro prolongado en el diván.
—No lo creo —dijo sardónico—, las quitarán al amanecer. Mañana a primera hora, todo quedará descubierto. Será muy divertido. —Llenó la cachimba y la encendió. La miró de soslayo—. ¿Qué te pasa a ti que nunca me preguntas nada sobre esos bajos? ¿Es que no te interesa uno para tu farmacia?
—No.
—Vaya. Toma asiento. Me das la sensación de que estoy en casa prestada.
—Perdona.
Se sentó, frente a él y cruzó una pierna sobre otra. Tomás lanzó una penetrante mirada sobre aquellas piernas, pero no hizo ningún comentario.
—Todos me marean a preguntas. Estoy harto de aguantar a la gente. Sólo tú, encerrada en tu concha, pareces ignorar lo que ocurre.
—¿Es que ocurre algo especial?
Tomás descruzó las piernas. Chupó fuerte y expelió el humo, dejando sus facciones difuminadas entre las espesas espirales.
—Ocurren, por supuesto. Imagínate por un instante que sea cierto cuanto dicen. Que esos bajos comerciales están llenos, con dueño, y dispuestos a empezar a vender mañana mismo.
—¿Y bien?
—¿Qué será del comercio de la ciudad?
—Tiene sus clientes.
—Mónica, no seas inocente. Todo será más barato. Aquí compran al pormenor. A veces vas a un comercio a buscar unas zapatillas o una pastilla de jabón determinada, y te encuentras con que para surtirte necesitan ir al almacén a buscarlo. Suponiendo que en esos bajos comerciales existan comercios como aseguran... habrá de todo en abundancia y más barato.
Mónica lo miraba fijamente.
—Tomás... me pregunto si tienes tú que ver en algo de eso.
—¿Dueño de algún comercio? —preguntó con suavidad.
—No. Ya sé que no tienes madera de comerciante.
Tomás abatió los párpados.
—Puede que tengas razón.
—De todos modos, suponiendo que sea verdad cuanto dicen, me parece que tú eres el promotor. ¿A quién embaucaste en este asunto?
Tomás se echó a reír. Se puso en pie y fue hacia ella. Se sentó a su lado. Mónica quedó rígida, expectante.
—Estás muy guapa, Mónica.
—Tomás —masculló sofocada—. Te prohíbo... que centres en mí tu atención. Ya estuvo bien.
—Ya está la cena y Tony acaba de llegar —dijo abuela Ángela desde la cocina—. Podéis pasar al comedor, muchachos.
Mónica se puso en pie como si le impulsara un resorte. Tomás la asió por la muñeca. La acercó a sí.
Olía a tabaco fuerte, a loción cara, a hombre sano... Apretó los labios. Quería odiarlo y no podía. ¿Qué se proponía él, con su actitud?
—Mónica.
—Suelta mi muñeca —pidió ahogadamente.
—Mónica...
—Te lo digo...
Inesperadamente Tomás se inclinó hacia ella y la besó en la garganta largamente. Fue como si mil chispas la electrizaran. Se separó de él. Tomás la miró mansamente, como si no hiciera nada.
—Te... te...
—No lo digas, Mónica. No es cierto. Y. tú eres una mujer sincera.
—¿No venís? —gritó Tony desde el comedor.
Ni uno ni otro parecieron oírle.
—Abusas de mí.
—Y de mí mismo —dijo Tomás roncamente—. Tú no sabes... hasta qué punto.
Mónica pasó delante de él. Tomás le asió nuevamente. Buscó sus ojos.
—Suéltame —pidió ella bajísimo.
—No sé lo que me ocurre —dijo él con ronco acento—. Quisiera retenerte y temo retenerte. Tal vez estoy aquí por ti. No lo sé...
Mónica se desprendió de un tirón y pasó al comedor.
CAPÍTULO 08
La gente se arremolinaba en los soportales. Se detenía en mitad de la calle. Todo el mundo hablaba a la vez, hacían aspavientos. La única que no estaba enterada de nada, era Mónica. Encerrada en su tienda, tras el mostrador, esperaba a los clientes. Al parecer, nadie necesitaba nada aquella mañana.
—Mónica —gritó Carlos Megías entrando congestionado—.Era verdad.
Mónica había sufrido demasiado durante toda la noche, para preocuparse ni inquietarse por lo que le ocurriera a Carlos Megías. Esperó tranquilamente que él explicara la causa de su agitación.
—Me han llamado del edificio nuevo. Me quedé paralizado cuando llegué allí. Tomás fumaba su cachimba, embutido en sus pantalones de dril y su maldito jersey blanco. Ni siquiera se vistió de ceremonia para recibir a las primeras autoridades.
—Es un hombre sencillo —apuntó Mónica indiferente.
—¿Sabes lo que vieron mis ojos además de Tomás?
—No tengo ni idea.
—Todos los bajos comerciales abiertos, llenos de artículos y con personal tras sus brillantes mostradores. Zapaterías, cafés como los de la capital, carnicerías, tiendas de géneros, supermercados abarrotados de todo. La ruina.
—¡Oh!
—Y una farmacia. Pero, ¿sabes una cosa? Vacía. Vacía, ¿te das cuenta?
—No.
—Eso te demuestra que ese hombre tiene pacto con el demonio y lo ha organizado todo de modo que los comerciantes de la ciudad quedaran arruinados.
—Arruinados los comercios antiguos —rió Tomás desde la puerta—, pero prospera la ciudad por medio de ese edificio maravilloso en el cual se encuentra de todo a precio fijo. Se os acabó el robo, Carlos Megías. Las vacas gordas... —hizo un gesto significativo—. Se han terminado para vosotros.
Carlos intentó abalanzarse sobre él, pero Tomás, muy tranquilo, muy sereno, puso la cachimba entre él y el otro.
—Mira esta cicatriz —dijo sardónico, señalando la oreja—. Me la hice en un combate de boxeo. Sí —rió—, también fui boxeador.
Mónica los miraba con creciente curiosidad.
—¿Es cierto lo que dice Carlos, Tomás?
—Naturalmente. Me las compuse de forma que gentes adiestradas en los negocios se interesaran por los bajos comerciales. Ya sabes que soy un tipo simpático. Me han comprado los bajos comerciales como si fueran rosquillas. He invertido en este edificio unos cuantos millones y he recuperado el doble. —Volvió a reír—. Bien sabe Dios que lo hice por machacar la cabeza de todos estos egoístas, pero como en realidad soy un tipo con suerte, me salió todo mejor de lo que esperaba.
Carlos abrió un palmo la boca. Mónica apretó la mano contra el mostrador, para evitar su temblor, cosa que no logró.
—Quieres decir... —tartamudeó Carlos— que eres el dueño...
—Lo fui —rió de nuevo Tomás—. Ya lo vendí todo, con la condición de que, en diez años, no puedan vender los compradores actuales. Tiempo sobrado para que vosotros, tú, y el carnicero, que me ayudó a comer mi fortuna cuando tenía dieciocho años y ahora me negó su ayuda, las leoncitas de mis hermanas, el sinvergüenza de Ernesto y algunos otros, os arruinéis totalmente.
—Tomás...
—Tú fuiste la única que me ayudaste, Mónica —dijo mansamente—. Allí tienes tu farmacia vacía. Es para Tony.
—Pero...
—¿A quién robaste el dinero?
—Me gustan tus narices, Carlos Megías. Si sigues haciendo preguntas ofensivas, te dejo sin ellas de un puñetazo. Lo gané yo. Dólar a dólar. ¿Qué te parece? Tú aún no sabes lo que es vivir en la soledad, después de haber creído que tenía una familia. Uno piensa tanto y tan intensamente, que el cerebro o se hace agua, o busca la forma de superarse. Yo fui lo bastante fuerte para superarme. Lo logré sin esfuerzo.
—Quieres decir que... tienes dinero suficiente...
—Como para comprar la ciudad y a todos sus caciques.
Carlos salió disparado. Mónica seguía apoyando la mano en el mostrador.
Cuando Carlos desapareció en el recodo de la calle, Tomás se recostó en la puerta.
—Tu farmacia está vacía —dijo.
—Con ello pretendes pagar los besos que te di.
Tomás alzó una ceja.
—Con ello sólo pretendo devolver tu bondad para conmigo. Creo que es mi deber.
—No quiero tu farmacia, Tomás. Me da mucho que pensar todo lo que ocurrió y aún ocurrirá.
—Pienso ocupar un piso del edificio —sonrió Tomás flemático—. Me quedo aquí. Será un placer infinito ver cómo se derrumban todos esos comerciantes que tanto me despreciaron creyendo que no poseía un real. ¡Imbéciles! —La miró fijamente—. Mónica, eres demasiado buena y demasiado honrada y yo te admiro lo bastante como para evitarte a toda costa un dolor. Hace años que vago de un lado a otro del mundo. No tengo sosiego en parte alguna. Donde más me he detenido ha sido aquí. Tal vez por ti, tal vez por vengar el daño que me hicieron. De todos modos no puedo ligarte a mi vida. Sería... demasiada crueldad. Admíteme como amigo y frena mi pasión cuando se apoderé de mi persona. No puedo ofrecerte más. ¿Quieres saber las razones? Te estimo demasiado. Tal vez te ame. Quizá te necesite en mi vida. Pero aún no lo sé. El día que lo sepa, si es que llego a saberlo, vendré a buscarte y te lo diré. Entonces te ligaré a mi vida para siempre. Ahora sólo te ofrecería una aventura. He vivido demasiado. Me he reído del sacramento del matrimonio. He gozado y he sufrido y nunca me compadecí de nadie. Si un día te hago mi mujer, será que vuelvo a ser aquel muchacho que subió al barco hace quince años y se ocultó en su camarote de tercera para llorar. Sólo tú puedes ayudarme. Tomándome como soy, y ayudándome a recuperar la creencia en mí mismo y en mis semejantes.
«Tomándome como soy y ayudándome a recuperar la creencia en mí mismo y en mis semejantes.»
Aquellas frases martilleaban un día entero en el cerebro de Mónica, sin comprender aún muy bien su significado.
Cuando subió a comer, su abuela la miró con cierto desconcierto.
—¿Es posible que sea cierto cuanto dicen por ahí, Mónica?
La joven se desplomó en un sofá y quedose mirando a su abuela como si no la viera.
—¿Ya sabes lo que dicen, Mónica?
—Sé demasiadas cosas, pero si te refieres a lo de Tomás, sí... es cierto.
La anciana se sentó frente a su nieta y juntó las manos en el regazo con cierto oculto nerviosismo.
—De modo —comentó— que Tomás llegó aquí haciéndose el pobre...
—...para saber si sus hermanas habían perdido aquel maldito egoísmo por el cual lo enviaron lejos a los veinte años.
—Ha sido cruel.
—No acabo de comprender, abuela, las razones que ellas tuvieron para desterrarle. En aquella época yo era una cría.
—Tomás era un muchacho alocado, por supuesto. Se había gastado alegremente la fortuna, no muy grande, desde luego, que su madre le dejó al morir, con el fin de que estudiase la carrera de farmacéutico. Carlos Megías, Juan, Ernesto y algunos otros, eran sus amigos. Lo fueron mientras tuvo dinero, después se apartaron de él. Se dedicaron a sus estudios. Las hermanas comprendieron entonces que, o pagaban la carrera de su hermano con sus ahorros, o lo enviaban fuera y se desentendían de él. Al parecer no preguntaron la opinión de Tomás. Le prepararon el pasaje y un buen día se lo pusieron en la mano.
—Con cariño, con comprensión y ternura, Tomás habría estudiando en España y se hubiese hecho un hombre por poco que ellas le hubieran ayudado, ¿verdad?
—Desde luego —suspiró—. Lo que nunca imaginé fue que hiciera una fortuna de millones. ¿Quién iba a decir que todo el tinglado que estaban levantando era suyo?
—Si hubiésemos reflexionado un poco —adujo la joven pensativa— nos habríamos percatado de que, en efecto, de él tenía que ser. ¿A quién podía interesarle un asuntó semejante en una ciudad casi desconocida en el mapa de España?
—Ciertamente. Tony no ha vuelto aún. Estoy segura de que no se separa de Tomás. Si antes lo admiraba cuando lo consideraba un hombre sin fortuna, imagínate lo que dirá ahora de él. Nos contará muchas cosas curiosas.
Tony entró en la casa en aquel instante. Venía eufórico, sonriente, feliz.
—Ya lo sabéis todo, ¿no? Fue de lo más sorprendente. —Se sentó frente a su abuela y su hermana—. Mónica —exclamó—. Si hubieras visto a don Esteban... Se mesaba los cabellos y casi lloraba. Su mujer se pasó la mañana riñendo con él. Figúrate que no entró nadie en su tienda y fue día de mercado. En cambio la plaza central estuvo llena todo el día. Es muy curioso, ¿sabes? Abuela, tienes que ir a comprar allí. Entras por una puerta y coges una bolsa. Vas llenándola tú misma de todo lo que deseas, y al terminar la compra, pasas por caja, te tasan todo cuanto llevas, pagas y en paz. Además todo lo que adquieres es a precios reducidísimos.
—Así será el género —adujo la abuela por llevarle la contraria.
—De la mejor calidad.
—¿Y qué hace Tomás?
—Se fue a pescar. A mí me dejó al frente de una relojería donde hay un hombrecito que se inclina constantemente y llama don Tomás a nuestro amigo. Luego Tomás me explicó que regresó con él del Canadá. Fue minero, y una explosión le dejó inútil de un brazo. Trabajó después con Tomás hasta que éste se vino a España y lo trajo con él. Le puso esa relojería, y como apenas si sabe hablar español, Tomás me pidió que le ayudara. ¿Sabéis cuántos relojes ha vendido esta mañana? Seis. Una sortija para una chiquita recién nacida, una pulsera de bisutería y seis pares de pendientes de oro. Todo el mundo anda revuelto. Dicen que todo el dinero es de Tomás. Yo se lo pregunté a él.
—¿Y qué te dijo? —se interesó la abuela.
—Que el dinero no hacía la felicidad. Que la venganza era el placer de los dioses, pero que no debía de ser de humanos, porque él no se sentía nada satisfecho. Cogió la caña y se fue a pescar. Llevaba los mismos pantalones con los que recibió al gobernador y la camisa desabrochada. La verdad, abuela, ¿sabes una cosa? Me dio pena de él.
Mónica se levantó y fue a lavarse las manos. Le ardían. Aún oyó decir a Tony:
—Los hijos de Leonor Ruiz fueron a visitar a Tomás. Le llamaron tío... ¿Sabes lo que les dijo Tomás? Que no era su tío. Cuando lo dijo, abuela, su voz era muy ronca.
—Vamos a comer, Tony. —Llamó—. ¿Dónde estás, Mónica?
—Ya voy, abuela.
Comieron en silencio hasta el final. A los postres dijo Tony:
—¿No vamos a cambiar de sitio la farmacia, Mónica?
—No —dijo ésta—. No.
—Yo creo, Mónica —adujo la anciana—, que si nos conviene... Al fin y al cabo, Tomás no nos la regala. Nos la vende. Ya está hecha...
—No, abuela. Ello abrumaría más a Tomás, aunque te parezca extraño. Su venganza sería más eficaz, y me parece que la venganza de Tomás le está resultando muy amarga. Tomás no buscaba desquite, abuela, ¿no lo comprendes? Buscaba amor. Ha venido aquí a por él. Hizo la comedia de su miseria económica para encontrar ternura y apoyo en quienes le echaron de su lado con desprecio. Recibió más desprecio. Ella aún lo menguó un poco más. No es hombre Tomás que satisfaga, sus ansias de cariño con una venganza vil.
—Pero la llevó a efecto.
—Obligado por las circunstancias. —Se puso en pie y añadió—: Es hora de abrir la farmacia.
A Petra no le afectó directamente el asunto, pero de igual modo se consideraba afectada en aquel instante, observando el tinglado que durante muchos años estuvieron levantando sus hermanas para sostenerse, caído, desplomado, inútil ante lo ocurrido. Bernardina no gritaba. No, ya no tenía energías. Se diría que le habían propinado un mazazo en plena cara y aún no se había recuperado.
Leonor lloraba. Era lo único que podía hacer ante el desmoronamiento de su porvenir y el de sus hijos.
—Y que sea nuestro propio hermanó —sollozó— quien nos haya conducido a la ruina... Nuestro propio hermano.
Su hijo Pedro, el muchacho de diecisiete años, que era estudiante de farmacia, se acercó a su madre y le dijo quedamente:
—No se lo reproches a él, mamá. Habéis sido vosotros. Ni siquiera nos dijisteis a Ana y a mí, que era nuestro tío. Y en cambio nos enviasteis hoy allá, y nosotros, sin saber nada de lo que anteriormente había ocurrido entre vosotros, nos presentamos a él con la ilusión de unos sobrinos que buscan un hombre en la familia. Un hombre de esa talla, que hace mucha ilusión a jóvenes como nosotros.
—Cállate, Pedro.
—No puedo, tía Bernardina.
—¿No ves lo que sufre tu madre?
—Me imagino lo que habrá sufrido el tío Tomás con todos vuestros desprecios. Hizo, ni más ni menos, lo que yo haría o hará cualquier otro. Si vosotros hubierais sabido que tenía dinero, jamás le hubieseis cerrado la puerta de vuestra casa. El egoísmo humano, que duele como un puñal. Yo no soy egoísta. Me sobra con lo que tengo. Tampoco necesito el dinero que pudiera proporcionarme la zapatería para terminar mi carrera. Empezada ésta, ya me las arreglaré yo para terminarla. Pero me duele. Me duele como si me abofetearan en público, todo lo que sé, e ignoré hasta ahora.
—Cállate, Pedro —pidió Ana, su hermana.
—Tú piensas como yo. Y Bernardo también, aunque se calle.
Los tres jóvenes, enhiestos ante sus madres, parecían unidos para hacer reproches. Tía Petra lanzó un gemidito.
—No te desmayes —rezongó Bernardo fríamente—. No es momento indicado, tía Petra. No te daremos las sales.
—Bernardo.
—Lo siento, mamá.
—Los tres os habéis erigido en defensores de vuestro tío.
—No hemos sabido que era nuestro tío hasta ahora. Por mi parte —añadió fríamente el hijo de Bernardina—, he visto a ese hombre un par de veces. Enfrascado en mis estudios, no tuve tiempo de reflexionar quién podía ser. Si hubiera estado presente el día que se recibió la carta anunciando su regreso, la cosa se hubiese desarrollado de muy distinto modo.
—Ni siquiera —reprochó Ana con la misma aspereza de su primo— nos habíais dicho que teníamos un tío en el extranjero. Sabemos... muchas cosas por la gente de fuera. Ahora todo son comentarios. Todo el mundo dice... muchas cosas, demasiadas cosas.
—¡Ana!
—Es cierto, mamá. Lo enviasteis solo, lejos, de aquí, a los veinte años, sin más dinero que su pasaje...
—¡Ana!
—Tiene razón —corroboró Bernardo—. Todo eso es cierto.
—¡La nueva ola! —rezongó tía Petra muy serena, pues había decidido, no desmayarse.
—¡Idos de paseo! —ordenó tío Esteban con acento cansado—. Pretendimos manteneros al margen de asuntos familiares, y lo agradecéis haciendo reproches.
—Vamos —decidió Bernardo asiendo a su primo por el brazo.
Cuando la puerta se cerró tras los tres, Bernardina exclamó:
—¿Quién de nosotros va a ir a pedirle perdón en nombre de los demás?
—Yo —dijo Petra.
—Y yo —añadió Leonor.
—Entonces iremos las tres.
No se encontraba en el hotel Cristina. Allí les dijeron que se había trasladado a su piso del edificio nuevo, y las tres, a las diez de la noche, cuando nadie las veía o mejor podía pasar inadvertidas, se dirigieron allí.
Las recibió el relojero.
—Somos hermanas del señor Ruiz.
—Entren. Le pasaré el recado.
Las introdujo en una salita amueblada coquetonamente.
—Aquí —dijo maligna Bernardina— se ve la mano de Mónica. Seguro —bajó la voz— que ésa... sabe mucho de la vida de Tomás.
Petra dio una cabezadita asintiendo.
—Serán amigos... —añadió Leonor.
Las tres tenían mentalidades de chorlito, pero ellas lo ignoraban.
—Síganme, por favor —dijo el hombrecillo con lentes, que tenía el brazo inútil— El señor les ruega que sean, breves.
Ellas no tenían el orgullo de Tomás. Ellas habían jugado y perdido y pasaban a recoger las migajas.
Atravesaron el ancho y largo pasillo, mirando admiradas a un lado y a otro. La riqueza se apreciaba en el menor detalle. Claro que los detalles de aquella casa eran de elevado valor. Cuadros, alfombras, tapices, muebles pesados, suntuosos... Bernardina pensó: «Es la primera vez en mi vida que calculo mal. ¿Cómo no he pensado que en quince años, un hombre puede enriquecerse fabulosamente?»
—Aquí.
Pasaron las tres.
Tomás se hallaba en zapatillas y batín, hundido en un diván, con las piernas extendidas sobre un brazo dé éste. Fumaba su ancha y retorcida pipa y cerraba un ojo, porque la espiral le molestaba.
—Pasad, pasad, leoncitas —rió cachazudo—. ¿En qué puedo serviros? Tomad asiento, queridas fracasadas. ¿Qué vais a tomar? —añadió sin moverse—. Whisky con soda para ti, Bernardina. Naranjada para ti, Petrita. ¿Y tú, Leonor? ¿Sales de frutas para tu estómago? Recuerdo que a los quince años, cuanto te salían mal las cosas, te atacaba la bilis el estómago.
—Hemos venido en son de paz —apuntó Bernardina conteniendo la ira.
—No me interesa ni la guerra ni la paz con vosotras. Vivo neutral, al margen de vuestros problemas.
—Por lo menos —apuntó Petra con su vocecilla de niña ingenua—, sé correcto y recíbenos de pie.
—Con vosotras sobran las etiquetas. ¿A qué debo el honor de vuestra visita?
—Nos has arruinado.
—No tanto, Bernardina, no tanto. Para un cerebro como el tuyo, un bache de esta índole podrá subsanarse. ¿Qué vas a hacer? ¿Poner un baratillo de tus percales, tus vichys, y tus sargas?
—Tomás, estás arruinando la vida de nuestros hijos.
—Espiritualmente, vosotros ya la habéis arruinado. Si son hombres de mi talla, sabrán salir adelante.
—¿Es que no vas a echarnos una mano? —preguntó Leonor conteniendo los sollozos.
—Detesto las lágrimas —dijo serenamente—. He derramando tantas en el transcurso de mi vida, que terminaron por producirme indigestión. Por otra parte, no me enterneces.
—Al menos —dijo Bernardina obstinada—, cédenos unos bajos del edificio.
—Están todos vendidos, y aunque no lo estuvieran, no os los cedería. ¿Hay algo más que queráis decirme?
—Tratar de hacerte comprender lo injusto de tu proceder.
Tomás se puso en pie y se quedó plantado ante ellas. Con el batín parecía más alto y más imponente, o quizá se lo pareciera á ellas, ahora que sabían que contaba los millones como ellas las perras chicas.
—Leoncitas, os he juzgado hace quince años. Entonces —añadió parsimonioso, al tiempo de dar unas cuantas vueltas a la pipa entre sus dedos— tal vez no tuviera el juicio suficiente para juzgaros. Dejé pasar los años en el destierro. Centré toda mi atención y mi vigor en el trabajo. De tal forma lo hice, que a los veinticinco años, era un encargado en las minas de plata. Cinco más tarde era el socio principal y al final mi socio se retiró por considerarse lo bastante rico y yo... me quedé con todo. Durante este tiempo reflexioné cada día un poco en aquel pasaje que me habíais puesto en la mano. Os disculpé. Me dije: «Eran jóvenes y no sabían lo que hacían. Volveré». Bien sabe Dios que volví buscando un poco de cariño. Primero pensé que si volvía rico, diciendo que lo era no podría calibrar vuestros verdaderos sentimientos. Entonces decidí inventar la farsa. ¿Tendré que refrescaros la memoria?
Las tres bajaron la cabeza.
—Imploré. Yo no soy hombre que implore, pero era tal mi dolor ante vuestro despego, que traté por todos los medios de llegar a vuestro corazón. Os visité una por una. Os pedí sólo un poco de dinero... Vosotras no podréis imaginar jamás —añadió amargamente— el dolor y la angustia qué aquellas negativas despertaban en mí. He pedido por las noches en mi alcoba, en la mísera alcoba de mi fonda, que Dios os iluminara. No, ya por mí, por vosotras mismas. Nos os iluminó, desgraciadamente. Creo que todo lo demás que pueda decir, huelga, dada la situación. Os confieso que siento tener que ser duro. Para vosotras nunca fui un hermano. Desgraciadamente, vosotras, para mí, lo habéis sido. Lo habéis sido, ¿eh? Ya veis que hablo en pasado. Ahora... podéis marchar. Y, por favor, no os humilléis más. Todo será inútil.
Cuando la puerta se cerró, tras ellas, Tomás Ruiz se derrumbó en el diván y miró ante sí como hipnotizado. No se sentía feliz. No, no era feliz.
Sintió que necesitaba la compañía de una persona comprensiva. ¡Mónica! Se puso en pie. Nerviosamente marcó un número en el teléfono.
CAPÍTULO 09
Tony se había retirado ya y la abuela manipulaba en la cocina. Eran cerca de las once de la noche. Mónica se hallaba en la pequeña salita, con una revista entre las manos, cuyas páginas no pasaba, lo cual indicaba que no leía, sino que, debido a su abstracción, en vez de leer se perdía en sus propios pensamientos.
Fue entonces cuando sonó el timbre del teléfono, causando en ella un sobresalto. Alargó la mano y alcanzó el receptor.
—Dígame.
—Mónica...
—Tomás —susurró ella bajísimo—. ¿Qué es de tu vida? Hace tres días que no te veo.
Tomás, por toda respuesta, preguntó:
—¿Será muy tarde para hacerte una visita?
Mónica se sobresaltó. Miró el reloj en rápida ojeada. Las once.
—Ven... —dijo— si lo necesitas.
—Lo necesito.
—Te espero, pues.
Un cuarto de hora después lo tenía allí. Le abrió ella misma. Tomás la miró largamente. Esbozó una tenue sonrisa.
—Soy un egoísta, ¿verdad? —preguntó quedamente—. Uno no puede con su soledad y trata de...
—Pasa, pasa. Hay corriente aquí en la puerta.
—¿Y tu abuela?
—Por ahí anda. Luego vendrá. Tony ya se ha acostado.
Le indicó la salita. Pasaron uno tras otro y Tomás se quedó plantado en mitad de la pieza, esperando que ella se sentara. Los dos estaban turbados. El, tan irónico y tan firme de ordinario, parecía abrumado en aquel instante. Abrumado, por la soledad o por aquella venganza que, pese a todo, no le hacía feliz.
—Toma asiento, Tomás.
—Dirás que soy un entrometido.
—¿Por haber venido?
—Por haberte molestado.
—Toma asiento y no digas tonterías. A mí nunca me molestas. Al contrario, me ayudas a pasar la velada.
Tomás se hundió en, una butaca y cruzó una pierna sobre otra. Vestía los mismos pantalones de dril arrugados, la misma camisa verde y las alpargatas aún algo húmedas, manchadas de salitre.
Mónica se acercó al mueble-bar y extrajo una botella.
—No tengo whisky —dijo—. Pero tengo un buen coñac.
—¿Por qué eres buena y generosa conmigo? —preguntó él de pronto con ronco acento—. Yo no lo merezco.
Mónica fue hacia él con la botella y la copa. Se sentó muy cerca, y llenando la copa se la alargó.
—Bebe —pidió—. Y olvídate de algo si es que ese algo te abruma.
—Tú me comprendes.
—Te estimo, Tomás.
—Me amas.
—No... no hablemos de eso.
—Es lo que no me perdono, Mónica. Ser como soy con la única persona que fue generosa conmigo.
—Nunca debiste desafiar al destino. Es peligroso, además, jugar con los sentimientos humanos. No lo digo por mí, Tomás. Lo digo por tu familia y por ti mismo. Forzaste las situaciones y ahora recibes el pago.
—¿Me consideras culpable?
—Sólo víctima de tu propio juego. Tú no eres hombre que goce con ciertas cosas. Te parapetaste bajo una máscara. Tú mismo lo dijiste en una ocasión. Te gozaste en parecer ante nosotros despiadado y cruel. Y la verdad es que tú eres un hombre sencillo y vulgar. Con una vulgaridad muy humana, muy comprensible.
Tomás bebió el contenido de la copa de un solo trago y quedose con ella vacía entre los dedos. Con voz ronca preguntó:
—¿Puedo llenar mi pipa?
—Por supuesto.
—Gracias, Mónica. —Sonrió con cierta timidez—. A tu lado me siento..., ¿cómo te diré? Vulgar y corriente, tienes tú razón. Pero no me pidas que rectifique. Es algo que jamás podré hacer.
—Y, pese a ello, no te consideras feliz.
—No...Pero es que yo nunca conocí la felicidad. Trabajé y luché para hacerme rico. Creí, como creemos todos, que al final de la lucha, logrado el objetivo, no podría existir sombra alguna que conturbara mi felicidad.
—Y una vez más te equivocaste, como antes se equivocaron otros.
—Puede que sí.
—¿Qué puedo decirte, Tomás, que mengüe un poco tu inquietud espiritual?
—Nada. Déjame. Admíteme tal como soy y no me niegues tu amistad. Paso por unos, momentos críticos en mi vida. No sé si correr, si detenerme: No sé si odio o amo. No sé si necesito o me estorba todo.
Mónica, impulsiva, alargó la mano y la dejó caer suavemente sobre los dedos crispados que se apretaban en el brazo del sillón. Tomás la miró un segundo. De súbito asió aquella mano y la llevó a los labios. Mónica no la retiró. Sintió que la sangre ardía en su cuerpo, pero consideró conveniente permanecer inmóvil, dócil junto a él.
—A veces... —dijo Tomás apretando los labios en la palma tibia de aquella mano femenina— me odio a mí mismo. No por lo que hice con respecto a mis hermanas, sino por todo lo que hice a través de mi vida, desde el momento que consideré que mi fortuna me respaldaba.
—Olvídate de ello y empieza a vivir otra vez.
Empezar a vivir otra vez. ¿Cómo? ¿Podía acaso retroceder? ¿Podría mantenerse enhiesto en su propio pedestal espiritual?
Retuvo aquella mano entre las dos suyas y acarició los dedos delgados y suaves de Mónica.
Abuela Ángela se movía en la cocina. Se oían sus pasos yendo de un lado a otro, ordenándolo todo.
De pronto recostó su figura en el umbral, y al ver a Tomás exclamó feliz:
—¿Tú ahí? ¿Cuándo has llegado que no te sentí?
Muy, despacio, suavemente, Mónica rescató su mano. Tomás se puso en pie y fue al lado de la anciana, a quien besó por dos veces en ambas mejillas.
—He venido —dijo a lo simple—. Me sentía solo en la inmensidad de aquel piso nuevo.
—Ya sé todo lo que dicen por ahí. Te felicito. ¡Quién iba a decir que eras millonario!
Tomás hizo un gesto vago, como diciendo: «¿Lo soy realmente? A veces me parece que soy el más pobre de los hombres».
—Supongo —añadió doña Ángela— que un día vendrás a despedirte y dirás con la mayor tranquilidad: «Regreso al Canadá».
—Si —admitió—, posiblemente ocurra eso. No abandoné mis negocios. No pienso hacerlo en muchos años. No puedo, por tanto, quedarme aquí para siempre.
Mónica se estremeció de pies a cabeza. Sí, tal vez un día cualquiera, Tony llegara diciendo: «¿No sabéis? Tomás se ha ido». Y ella se moriría de pena.
—Bueno, muchacho —dijo la anciana—. He de acostarme. Me levanto tempranito y aún tengo que rezar. —Miró a su nieta—. No tardes mucho, Mónica. Despide a este tunante. Buenas noches, querido Tomás.
Este la besó otra vez y regresó al lado de Mónica. No se sentó. De pie ante ella, se la quedó mirando quietamente.
—¿En qué piensas, Mónica?
—No lo sé —rió ella nerviosamente, alzando la mirada—. Creo que nunca tuve el cerebro tan vacío como en este instante.
—Debo retirarme. No abuso más de tu hospitalidad. Dime, Mónica..., ¿puedo venir algún otro día?
La joven se puso de pie. Vestía ira modelo de tarde, de hilo color azul marino. Calzaba altos zapatos y peinaba el negro cabello hacia atrás, con total sencillez.
Tomás la miró intensamente. Daría algo por ser el esposo de Mónica, poderla apretar en sus brazos, besar locamente su boca y sentir en su cuerpo el cuerpo duro y joven de Mónica. Pero, no podía. Había algo, como una retención espiritual que lo contenía. ¿Amaba él a aquella mujer?
—Hasta mañana entonces —dijo presuroso.
Desvió los ojos del rostro noble de Mónica. Ella lo acompañó hasta la puerta. Los dos, en el pasillo en penumbra, se miraron un segundo. Mónica puso la mano en el pestillo.
—Vuelve cuando quieras —dijo quedamente.
—¿No... me odias?
—No, Tomás.
De pronto él le asió el mentón.
—Eres tan bonita... —emitió una mueca, como si le doliera reír—. No sé lo que me pasa, Mónica. Tú lo sabes, ¿verdad?
—Creo que sí. Eres... eres un hombre desorientado.
—Me ayudarás a soportar esta desorientación —dijo sin preguntar.
Ella asintió.
Supo que iba a besarla. Quiso retroceder. Era demasiada tolerancia por su parte. Apoyó la espalda en la pared y alzó un poco la cabeza, como si se desafiara a sí misma. Un mechón de cabello se le vino a la cara. Tomás, inclinado hacia ella, se lo retiró con la mano. Después, sin palabras, sin abrazos, sin previo aviso, pegó sus labios a los de ella y la besó largamente, sabiamente. Mónica se mantuvo inmóvil, como si aquello fuera inevitable.
Tomás se apartó de ella y la miró. Parecía indeciso.
—Si algo hice que me llenara de goce verdadero —dijo quedamente, con rosco acento—, fue besarte a ti.
Pero no le pidió que lo perdonara, ni dijo que jamás volvería a hacerlo.
—Adiós, Mónica. Hasta mañana.
—Hasta... mañana —replicó ella con un hilo de voz.
Los comerciantes fracasados se reunieron, intentaron lanzar una protesta oficial al gobernador. Nadie les escuchó. El negocio de Tomás Ruiz era totalmente lícito. Nadie podría evitarlo ni impedirlo.
Aquel día, hallándose Mónica tras el mostrador, llegó Bernardina. Mónica esperó con el cuerpo en tensión.
—¿Aspirinas? —preguntó amablemente.
—Tú bien sabes que no vengo a comprarte nada —rezongó Bernardina—. Vengo a pedirte clemencia. Así, con todas las letras. El porvenir de mi hijo se viene abajo. Yo no puedo costear sus estudios, tal como se han puesto las cosas en el comercio. Hace cuatro días que nadie entra a comprar. De seguir así, tendré que cerrar las puertas de mi tienda y me veré obligada a trabajar en cualquier cosa que se me presente.
—Yo no puedo ofrecerte ayuda, ni reparar el mal que vosotras mismas habéis causado en vuestro presupuesto económico.
—Tú sí que puedes —gritó Bernardina enérgicamente—. Si no intercedes por nosotros cerca dé Tomás, nos veremos obligadas a tomar medidas drásticas, y será mucho peor.
—No sé qué clase de medidas.
—No te hagas la tonta. Sabemos muy bien que tus relaciones con Tomás no son todo lo claras que requiere el caso.
—¡Bernardina!
—No te excites. No merece la pena.
—Eres ruin. Ruin y vengativa. En vida de tu hermano Pedro, tratasteis de destruir nuestro matrimonio, porque os dolía que fuéramos felices. Lo destruisteis. Le hablasteis de mí. Le dijisteis que coqueteaba con los clientes. Hicisteis de su pobre vida, ya herida por la naturaleza, un infierno en este mundo. Y ahora que las cosas no te han salido como esperabas, vengas en mí tu propia maldad.
—No dramatices. Estás advertida.
Salió y atravesó la calle a paso largo.
Tomás fue a visitarla a la hora del cierre, pero ella no se atrevió a decirle nada. Sería encararlo de nuevo con sus hermanas, y ya había bastante fango en todo aquello.
—¿Te ocurre algo? —preguntó quietamente, inclinándose hacia ella.
—Nada.
—Pareces excitada.
Mónica esbozó una forzada sonrisa.
—Tal vez tu presencia...
—No seas mala.
Todos los días, a todas horas, estaba allí, a su lado. Bien en la farmacia, bien en su casa. Era como si la vida se centrara en ella. Mónica se preguntaba a diario qué iba a ocurrir al final de todo aquello, si es que iba a tener un final, o se iba a detener en mitad del camino.
Todos los días, al despedirse, la besaba largamente. Ella se había habituado a aquel estado de cosas. Se daba cuenta de que Tomás obraba con ella, como hubiera obrado con una novia con la cual se espera casar. Jamás le dijo que le amaba. Nunca decía: «Cuando nos casemos», pero cualquiera que le viera reaccionar junto a ella, hubiese supuesto que al final los uniría una alianza de oro.
A veces, cuando cerraba la tienda y los dos se perdían en la trastienda, ella para hacer las cuentas, él a fumar su pipa, antes de encenderla la tomaba en sus brazos, la pegaba a la pared, y sobre ella, la miraba largamente y la besaba una y otra vez. Mónica se agitaba. El reía. Después, a solas consigo misma, ya tendida en el lecho, se estremecía de pesar. «Soy como una mujerzuela» se decía. «No sé contenerme, ni negar. Y debiera hacerlo. Tengo que hacerlo». Pero al día siguiente no podía hacer firmes sus propósitos. Ignoraba las causas. O porque lo amaba mucho, o porque no se atrevía o no sabía.
Por eso le dolió lo que dijo Bernardina. Ella tal vez tenía razón. Recordó el refrán vulgar: «El dinero, como el amor y la felicidad, no pueden estar ocultos». Quizá toda la ciudad sabía lo que ocurría diariamente en aquella trastienda. Tal vez los ojos atravesaban los muros de aquella farmacia.
Bajó las persianas. Era hora de cerrar. Al pasar junto a Tomás, éste le asió por la muñeca y la pegó a su pecho. Fue como si a Mónica le inyectaran dinamita.
—Suelta —gritó—. Suelta.
Tomás quedó desconcertado.
—¿Qué te ocurre?
Suavizó el tono de su voz.
—Nada. Sólo te pido que me sueltes. Esto nuestro... no es... no es...
—¡Mónica! ¿Qué dices?
Se vio a sí misma ridícula. Se apartó de él y bajó la persiana con brusquedad.
—A ti te ocurre algo.
—Nada en absoluto. Estoy cansada de... de...
—Dilo, Mónica —gritó—. Te lo exijo.
—De... —le dolía la boca de tanto apretarla—. De.... de satisfacer tus apetencias.
—¡Mónica!
La joven regresó al otro lado del mostrador y nerviosamente empezó a hacer las cuentas.
Tomás la miraba. Tenía una ceja alzada y una media sonrisa desdeñosa en los labios.
—¿Qué debo pensar de tu actitud, Mónica?
—No me mires así. Olvídalo. Acostúmbrate a venir aquí y charlar como... como... un buen amigo.
—No creí que pudiera ofenderte.
—Me ofendes.
—También te complazco.
—Tomás —casi lloraba—. Tomás... no me hieras más.
—¿Qué nos pasa hoy? ¿Qué ocurre aquí? ¿Qué te han dicho? ¿Qué has visto en mí?
—¿Por qué me besas? —preguntó ella retadora.
Tomás arqueó de nuevo la ceja.
—Porque lo necesito. Porque es bello besarte. Porque...
—Porque estás habituado a obrar así con todas las mujeres.
—Tú no eres «las mujeres» para mí, Mónica.
La joven no respondió. Hizo las cuentas y guardó el dinero en la caja de caudales. Después se quitó la bata, Tomás, de pie en medio de la tienda, la miraba interrogador.
—No sé qué pensar —dijo de súbito—. Ni qué decirte para disculpar mi actitud, si es que ésta te ofendió. Debiste... decírmelo antes.
—Siempre se está a tiempo para rectificar.
—Ciertamente.
Abrió la puerta y se fue sin dar las buenas noches. Era egoísta. Por lo visto su amistad no le importaba; sólo el placer que pudiera sentir por el contacto material.
Durante una semana no supo de él ni le vio.
Es figuración mía —le dijo la abuela una tarde— o Tomás no viene ahora por aquí.
—No viene.
—¿Os... ha pasado algo?
—Nada importante.
—Casi es mejor —dijo la abuela indiferente—. Se empezaba a murmurar.
—Bernardina es la que inicia la murmuración.
—¿Qué importa quién sea? Lanzada la primera palabra, las otras se unen sin querer.
Buscó afanosamente los ojos leales de su abuela.
—Tú sabes mucho. ¿Qué ocurre, abuela Ángela?
—La verdad. Me alegro de qué Tomás no haya vuelto por la farmacia. Debiera regresar al Canadá y dejar a todo el mundo en paz. Arruinó a sus hermanas, a sus amigos. El café de Carlos Megías cerró ayer. La zapatería de Leonor cerró hoy, la carnicería de Juan... En fin, todos los comercios, menos tu farmacia y algún chamizo que vende en los arrabales.
—Y de todo ello culpas a Tomás Ruiz.
—No me dirás que existe otro culpable.
—Pareces olvidar lo que él hizo a su llegada aquí.
—Sí, querida, sí. Pero... la evidencia es manifiesta con respecto a la ruina de la ciudad.
—Ha prosperado.
—Mónica —reconvino la dama—. Yo no culpo a Tomás, pero sí te puedo decir que su proceder para contigo no me agrada. Si es un hombre desorientado, tú no tienes por qué sufrir las consecuencias de sus lacras y pesares. Te lo digo de veras, Mónica. Se habla mucho en la ciudad.
—No grites. Tony puede oírnos.
—¿Crees que a él no le habrán dicho algo? Tony hace dos días que apenas si habla. Parece preocupado.
—Pero...
—Te lo advierto para que lo sepas y pongas remedio, si es que... si es que lo tiene.
—¡Abuela!
—Te lo ruego, querida. Y no tomes a mal mis palabras. Lo mejor que posee una mujer es su dignidad. Debe conservarla a toda costa.
—¿Por qué no hablaste antes?
—Porque temí herirte. Te veo iniciar la reacción, te ayudo a sostenerla con respecto a Tomás. Tu dignidad no tiene la culpa de que Tomás sea un hombre perdido en el marasmo de sus pesares. Si quiere subsanar esto... que se case contigo.
—Tú misma has dicho que Tomás no es hombre que se case.
—Por supuesto.
—Entonces...
—Entonces —cortó ásperamente— que no te ponga en evidencia. Eso es todo, Mónica.
No era eso todo aunque lo creyera así su abuela. Estaba además su dolor. Su profundo dolor. Ese no podía subsanarse como pensaba abuela Ángela. Ni remediarlo con la iniciación de una reacción negativa. Ese imperaba y dolía, como una llaga recién abierta.
CAPÍTULO 10
Mónica fue a misa de once. Era domingo y necesitaba que todo el mundo la viera y la juzgara abiertamente, ante su presencia, si es que se atrevían. Notó que la miraban con creciente curiosidad. Sin duda el rumor se había convertido en crítica. Una crítica acerba e hiriente. Sostuvo valientemente la mirada de todos, y terminada la misa, regresó a su casa por la plaza mayor, a paso corto, erguida la cabeza, como si desafiara al mundo. En realidad podía desafiarlo. Ella jamás había cometido más pecado que el de amar a un hombre solitario y desorientado, más desgraciado que todos los habladores.
—Hola.
Miró sobresaltada.
—Tomás.
—Sí, soy yo.
Emparejó con ella. Los que paseaban bajo las acacias los miraron burlonamente. Mónica sintió pena, asco y humillación, pero ni lo dijo ni lo demostró.
—¿Qué tal te sientes sin mí?
Alzó los hombros.
—Tengo el auto al otro extremo de la casa, frente al garaje. ¿Vamos a dar un paseo por las afueras?
—No, gracias.
—Mónica, has cambiado.
—Quizá sí, Tomás.
—¿Y por qué? Tú no eres voluble.
Lo miró de frente. Era más baja que él, bastante más, y hubo de levantar los ojos para encontrar los de Tomás.
—¿Y tú qué eres? —preguntó quedamente, sutilmente retadora—. ¿Qué sientes? ¿Qué piensas? ¿Qué haces y qué dices tú?
—Me asombras.
—Algún día tenía que hacerlo, ¿no?
—Yo había cifrado en ti todo el consuelo de mi soledad. La llenaba contigo. Iba camino de encontrarme a mí mismo. Si tú me abandonas...
—Escucha, Tomás. Un hombre tan poderoso como tú, con tanto dinero, tanta personalidad y tanto pasado... no puede perderse ante sí mismo ni un solo instante. Di la verdad.
—Nos miran, Mónica.
Ella frenó su ímpetu.
Bajó la cabeza y siguió caminando.
—Hablemos de eso en el auto —dijo él terco—. Creo que, en efecto, algo nos ocurre a los dos y debemos aclararlo.
—En mi casa. ¿Por qué no vas a mi casa y lo aclaras allí?
—Está bien. Iré a tu casa.
—A las seis.
—¿Antes no?
—Es la hora más apropiada. Los domingos tengo muchas cosas que hacer.
—Antes... no me ponías hora, Mónica. ¿Has... dejado de quererme?
Ella se detuvo de nuevo y lo miró:
—Te diré lo que te pasa, Tomás. Has ganado una fortuna en quince años. Pero tú no sólo te limitaste a ganar. Has vivido de tal modo y tan intensamente, que confundiste los sentimientos humanos con necesidades superficiales. No has amado jamás. Centraste toda tu esperanza en el cariño de tus hermanas, y al faltarte éste y verlo por ti mismo, sentiste hacia todo el género humano un odio mortal, o por lo menos una desconfianza dolorosa, no sólo hacia el género humano, como te dije hace un instante, sino en ti mismo y en las personas que pueden hacerte feliz. Todo ello ha creado en ti un complejo difícil de superar y buscas en mí un desquite a tu desconcierto moral, olvidando dos cosas primordiales. Mi calidad de cuñada tuya y mi calidad de mujer decente. No estás viviendo en el Canadá. Estás conviviendo con un pueblo a quien dañaste y el cual no perdona. Te atacará por donde más te duela y me duela a mí.
—Me asombras.
—No creas que con esto te pido que te cases conmigo. Sería absurdo que así fuera. Pero sí te pido que te apartes de mí, y como ya te dije lo que deseaba, no necesitas ir a mi casa esta tarde a las seis.
—¡Mónica!
—Mi decisión es terminante.
—Pero...
—Lo mejor que, puedes hacer es coger tu coche y marcharte. Hemos sido felices mientras no llegaste tú. Ahora... has perturbado la vida y la tranquilidad de todos...
—Me reprochas...
—No. Te indico el mejor camino a seguir. La venganza no te hizo feliz. Has descubierto lo que querías. Tus hermanas son incapaces de amar. Vete. Esto es lo más indicado.
—Yo te amo —dijo Tomás suavemente.
—A tu modo. Libremente. Yo no soy mujer como las que estás habituado a tratar. Yo no me conformo con un beso y una caricia. Lo quiero todo o nada. Y nada tenía antes de llegar tú, y era relativamente feliz. Ni siquiera tenía la peladilla de un recuerdo, porque junto a tu hermano yo fui feliz.
—Mónica, me dejas solo frente a la vida.
—¿Solo, teniendo tanto dinero y estando tan habituado a comprar el goce terrenal?
—No te das cuenta de lo mucho que me hieres.
—Por favor, nos miran. Despídete aquí, y si quieres hacerme un bien... márchate. Regresa al Canadá. Has jugado a tirar el dinero para herir a los que te hicieron daño. Lo has logrado. ¿Qué más deseas?
Echó a andar plaza abajo. El no la siguió. Quedó allí, de pie en mitad de la calzada, con la pipa en la boca y los ojos perdidos en sí mismo.
Tony dijo secamente:
—Te llaman al teléfono.
Tony lo sabía. Sabía todo lo que decían de ella, en la ciudad. Bastaban Carlos Megías y las hermanas de Tomás para extender el rumor. Lo notaba en Tony, en su forma de mirarla, seca y fríamente. ¿Acaso Tony creía lo que decía la gente? No pensaba sacarlo de su error. Ella no era mujer que pidiera perdón por pecados no cometidos.
Asió el receptor y preguntó con voz impersonal:
—Dígame.
—Mónica, estuve pensando en todo lo que me has dicho. Dime, querida, ¿qué pretendes de mí? ¿Que venda bajos comerciales a todos los que me hirieron?
—No —cortó breve—. No puedo obligarte a eso. Pienso únicamente que tus sobrinos no tienen la culpa de lo que hicieron sus padres. Sé positivamente que ellos están dolidos. Ni siquiera les dijeron que existías. Tony es amigo de tus sobrinos. Ha referido en casa algunas cosas dolorosas con respecto a ellos. Fueron a verte y...
—Mónica, necesito casarme contigo —cortó él a su vez—. En seguida.
La joven se estremeció.
—¿Por qué, Tomás?
—Porque te necesito en mi vida. Si no me caso contigo, seguiré perdido en mí mismo el resto de mi existencia. Al fallarme tu compañía, al escucharte hace un instante... me he dado cuenta de algo muy importante. Formas parte de mí mismo. Es como si estuviera ante el motor de un auto. No arranca sin la batería. Eso soy yo sin ti.
—No puedo exponerme, Tomás, a ser víctima de tu propia desorientación.
—¿Pero qué dices?
Mónica oyó un portazo y miró asombrada. Tony bajaba presuroso las escaleras. Lo olvidó para responder:
—Hablaremos de eso en otro instante, ¿no te parece? No creo que el teléfono sea el medio más indicado para tratar de estos, asuntos tan íntimos.
—Tú me amas.
—Negarlo hubiera sido negarme a mí misma, cosa imposible.
—¿Qué es, entonces, lo que nos retiene?
—Tomás... ven a verme si quieres. No puedo responderte adecuadamente por teléfono.
—Escucha...
—Te lo ruego. Si es que te interesa de verdad hablar conmigo, ven.
—Caray —exclamó Tomás—. Tengo aquí a tu hermano Tony. ¿Qué te pasa, muchacho?
Mónica se estremeció.
—Te dejo, Mónica —dijo Tomás un tanto alterado—. Parece ser que tu hermano desea hablar de algo muy serio, a juzgar por la expresión de su rostro.
Mónica sintió un chasquido, e inmediatamente colgó y se puso en pie.
—¿A dónde vas, Mónica? —preguntó la abuela asombrada.
—A casa de Tomás.
Abuela Ángela dio un salto en la poltrona donde estaba acomodada.
—¿Qué dices? ¿Te has vuelto loca?
—Tony es muy impulsivo y me adora. Ha ido a casa de Tomás. Está ahora con él...
—¡Vaya por Dios!
Mónica echó a correr escaleras abajo.
Nunca supo cómo llegó a casa de Tomás. Supo tan sólo que pulsaba el timbre y un hombrecillo manco, bajito y regordete, le abría la puerta. Pasó sin decir palabra, como un huracán. Recostó su esbelta figura en el umbral, cuando Tomás, encarándose con Tony, le decía roncamente:
—No sé nada, muchacho. ¿Qué demonios estás diciendo?
—Tony —gritó Mónica—, Tony...
El jovencito miró a su hermana con rencor.
—¿Por qué has venido? ¿De qué tienes miedo, de que me lo coma?
—Tony, querido; repórtate.
Fue a tocarle en el brazo, pero Tony se agitó echándola de su lado.
—Déjame en paz, Mónica. Yo no sé mucho de estas cosas. Apenas si he nacido para juzgarlas, si bien sé lo bastante para no ignorar que tú le amas con toda tu alma, y él se mofa de ti y de todos.
—¡Tony! —exclamó Tomás asombrado—. ¿Qué es lo que dices? Tú eras mi amigo.
—Y te admiraba.
—Mónica, ¿sabes lo que dice? —De súbito fue hacia la joven y se la quedó mirando con los ojos muy abiertos—. Entonces... es que tú también sabías... Y por eso me apartaste de tu lado...
—Tomás...
—Dime, Mónica.
—Sí. Lo dicen por la ciudad.
—¡Malditos haraganes! ¿Quién... quién... ha dicho esa monstruosidad?
Tony había depuesto su furor. Comprendió que Tomás ignoraba la tela de araña que se cernía en torno a ellos. Se acercó y le tocó en el brazo. Tomás lo miró como si fuera algo extraño.
—Tú... tú..., Tony, tú, que tanto me querías, has podido creer...
Los dieciséis años de Tony se echaron a llorar. Era lo único que podía hacer, dada la situación. Mónica y Tomás se olvidaron de sí mismos por un instante y uno por cada lado trataron de calmarlo.
—No merece la pena que te disgustes, Tony —dijo tiernamente su hermana—. Tomás y yo vamos a casarnos. La gente ya callará. En realidad no me explico cómo yo misma di valor a tales murmuraciones y evité el encuentro con Tomas, cuando él suponía toda mi vida.
—Os... os... vais a casar.
—Ciertamente —rió Tomás, como si le quitaran veinte años de encima. Pasó un brazo en torno a los hombros de Mónica y la besó en el pelo—. ¿Y, sabes una cosa, Tony? No nos quedaremos aquí. Al diablo la ciudad. Nada me liga a ella, ni siquiera el negocio, puesto que está todo vendido. Nos iremos al Canadá. Tú estudiarás para ingeniero y te harás cargo de la mina de plata. Nos llevaremos a tu abuela. Será feliz en mi casa de campo, con los patos, los conejitos y los inmensos prados por los que galopan los mejores caballos del mundo.
—Tomás... —susurró Mónica.
—Tomás —exclamó Tony maravillado.
—Y formaremos la gran familia —dijo Tomás con voz quebrada—. Al fin, tonto de mí, podré tener lo que jamás tuve. Hermanos verdaderos, que me amaron cuando creyeron que era solamente un paria. Una mujer que me ofreció trabajo cuando me consideró un desamparado. E hijos. Hijos propios, carne de mi carne y sangre de mi sangre.
¿Era posible que Tomás Ruiz llorara? Pues era posible; desde luego. Tenía a Tony abrazado por un lado y por otro a Mónica, y sus ojos, al mirarlos amorosamente, brillaban humedecidos.
—Acabo de encontrarme, Mónica, ¿te das cuenta? Ante el dolor de un niño y la tierna mirada de una mujer honrada, me he encontrado a mí mismo, y a la vez os encuentro a vosotros.
—Tony —añadió al rato, cuando el joven se disponía a marchar—, como no puedo culpar a inocentes de los pecados de sus padres, ve a ver a tus amigos, mis sobrinos, y diles que, si bien no quiero verlos, dejaré depositado en un Banco de España, lo suficiente para que terminen sus estudios.
—¿Y... tus hermanas, Tomás?
—No. A ellas, nada. Que luchen. Poseen más que un pasaje para un barco.
La puerta se cerró tras Tony y Tomás abrazó a su novia. La miró a los ojos. Mónica reía y lloraba a la vez.
—Mónica —dijo él intensamente—. Ahora... ahora estamos solos y vamos a casarnos. Podré besarte... Besarte cuanto quiera y como quiera.
—Tomás...
—Cuanto quiera y como quiera —susurró quedamente.
Lo hizo. Mónica alzó los brazos y con su dogal le rodeó el cuello. Su boca en la de Tomás, tenía un súbito anhelo. Era la misma y a la vez diferente. Daba con sinceridad, tomaba con ansiedad.
Se habían casado aquella mañana, sin pompas ni fiestas. La ceremonia tuvo lugar en la capillita del pueblo, lejos de la parroquia principal. Una vez finalizada la ceremonia, Tomás hizo al sacerdote un regalo extraordinario y recibió su bendición.
—No me parece que hayas obrado muy bien, Tomás, pero eres humano. Tienes esa disculpa.
—Si algún día necesita de nosotros, padre, escríbanos al Canadá. Aquí tiene mi tarjeta.
—Gracias, muchacho.
La pareja, junto con los padrinos, que fueron Tony y abuela Ángela, subieron al auto de Tomás y se dirigieron de nuevo a casa.
Abuela Ángela estaba dispuesta a marchar con ellos al Canadá, Era una anciana moderna. Se consideraba fuerte y adoraba a sus nietos.
Al llegar a casa, Tony miró a Tomás con cierto recelo.
—Tomás —dijo—. Yo...
Tomás le pasó un brazo por los hombros.
—¿Qué te pasa, muchacho?
—Es que... aquí en casa, te esperan... te esperan...
Tomás frunció el ceño.
—No me irás a decir que esperan mis Ieoncitas.
—Tomás.
Este miró a su esposa. Le pasó un brazo por la cintura, la atrajo hacia si y le dijo al oído:
—Perdona. Pero lo cierto es que me amargarían la felicidad que siento en estos instantes.
—No se trata de tus hermanas, Tomás —susurró Tony con ahogado acento—. Se trata de tus... sobrinos.
Ya los tenía delante. Ana, gentil, Bernardo, espigado, Pedro, muy parecido a él... Mentón cuadrado, sonrisa franca, delgado y alto.
—Bueno —exclamó Tomás, satisfecho en el fondo— me alegro de veros, muchachos. ¿Cómo estáis?
Los besó uno a uno. Ana se colgó de su cuello y le dijo ahogadamente:
—Te... te admiramos mucho.
—Algún día —dijo Tomás, como si doblegara la emoción—, cuando terminéis la carrera, os invitaremos a dar un paseíto hasta el Canadá. En cuanto a mi piso, Ana, será mi regalo de boda. Entre tanto no te casas —rió—, lo ocupará el relojero. Le ha tomado gusto al pueblo y se queda aquí.
—Gracias, tío Tomas.
—El Banco os proporcionará todo cuanto necesitéis para vuestros estudios. Espero, Pedro, que elijas una carrera superior, y en cuanto a ti, Bernardo..., ¿qué piensas ser?
—Farmacéutico, como mi abuelo y mi tío.
—¡Magnífico! Ya tienes el local para tu farmacia, en la plaza nueva.
Mónica tocó el brazo de su marido.
—¿No... les dices nada para sus madres?
Tomás se echó a reír.
—¡Oh, no! Ellas siempre fueron como hormiguitas. Tendrán sus ahorros. Ya vivirán. Siempre se vive, aunque se tenga poco.
Los acompañó hasta la puerta, y una vez cerrada ésta, se apoyó en la madera, miró a Mónica y susurró:
—En este instante empezamos una vida nueva. Y como tu abuela y Tony tendrán que hacer el equipaje, pues mañana salimos para Madrid, tú vendrás conmigo a ayudarme a hacer el mío. ¿De acuerdo?
Mónica se ruborizó a su pesar. Ella había estado casada una vez, pero este hombre era muy distinto a su primer marido y estaba segura que ahora, y no antes, era cuando iba a conocer el amor en toda su intensidad.
—Sí —dijo—. Sí.
Cuando se despedían, Tomás dijo con naturalidad:
—Vendremos a buscaros mañana a primera hora, abuela.
—De acuerdo, muchachos.
—Tomás...
—Deja la maleta.
—Pero...
—Por favor.
La retenía en sus brazos. Eran maravillosos los brazos de Tomás. Enérgicos, acaparadores, absolutistas...
—Mónica.
—Sí.
—¿Me oyes?
—Te oigo, te veo, te siento...
—¿Eres feliz?
¿Cuántas horas llevaban allí? Mónica empezó a contarlas mentalmente, pero se detuvo a medio camino. Eran muchas, pero transcurrieron como minutos.
—Mónica, no me has contestado.
Mónica tenía los ojos semicerrados. Tenía también la maleta a sus pies, pero seguía abierta. Tendida en el lecho, miraba a Tomás inclinado sobre ella.
Alzó las manos y cuadró el rostro de Tomás. Se reincorporó y buscó sus labios. Los besó con ansiedad.
—Sí.
—Lo eres.
—Intensamente, Tomás. Como nunca llegué a soñar.
—¿Sabes, Mónica? Estoy como si... como si empezara a vivir ahora. Como si conociera y poseyera a una mujer por primera vez. ¿Comprendes eso?
—¿Te has quitado los complejos de encima?
El rió. Sobre la boca femenina, su risa sabía como una caricia.
—Tenemos al relojero en la tienda —rió Mónica—. No debiste enviarlo a dormir fuera.
—El piso es nuestro, Mónica. Como si representara el hogar verdadero.
Las horas seguían corriendo. Ni ella se daba cuenta, ni Tomás reparó en el reloj.
Sonó el teléfono. La maleta seguía abierta, a medio llenar. ¿Cuántas veces se había dispuesto Mónica a llenarla?
—El teléfono, Tomás.
La besaba.
—El te...
—Sí.
Pero no cogía el auricular. Ella extendió la mano y lo asió.
—Diga.
—Soy Bernardina.
—Es tu hermana.
Tomás se agitó.
—¿Es que ni siquiera el día de la boda me van a dejar en paz. —Tomó el receptor de manos de su mujer—. Dime, leoncita.
—Te pido perdón.
—Pues yo no te lo admito regalándote un bajo comercial, leoncita.
—Es suficiente lo que has hecho por nuestros hijos. Ellos te adoran.
—Por todo lo que vosotros me habéis despreciado. ¿Quieres dejarme en paz? Te perdono, os perdono. Hoy... tendré que perdonar hasta a mi verdugo, si existiera éste. Soy feliz. Muy feliz, Bernardina.
—He alegro, Tomás. Nos alegramos.
—De acuerdo.
Colgó y se volvió hacia su mujer. La apretó contra sí. El cuerpo de Mónica era suave, se dejaba llevar. Era maravilloso sentirla junto a sí. Saberla suya.
—Mónica...
—Tomás, te amo.
En la calle sonaban los ruidos de un nuevo día. El relojero, con su mano sana, levantaba la persiana de la tienda.
FIN
Inquietudes (1964)
SOBRE LA AUTORA:
María del Socorro Tellado López, conocida como Corín Tellado, (1927 - 2009) fue una escritora española de novelas románticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia. Sus novelas tratan de amor y desamor. Sus personajes son mujeres de hoy que viven historias románticas, pasiones, aventuras eróticas, matrimonios rotos, luchan por su felicidad...
A lo largo de su dilatada carrera literaria -56 años desde que publicó su primera novela el 12 de octubre de 1946-, Corín Tellado ha publicado unos 4.000 títulos y ha sido traducida a varios idiomas. No en vano figura en el Libro Guiness de los Records 1994 (edición española) como la más vendida en lengua castellana. El éxito de Corín Tellado reside en su facilidad para conseguir que sus lectoras/es se identifiquen con los personajes de su invención. Ella hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor, amistad. En resumen: viven los mismos conflictos que sus lectores.
Los argumentos de Corín Tellado nunca se desarrollan en escenarios románticos, exóticos o históricos, sino todo lo contrario: tienen lugar en una época actual. Cada una de sus novelas es el reflejo de la realidad inmediata que nos rodea, de las costumbres al uso. Corín Tellado ha sido pionera, tanto en su forma de vivir como en la de enfocar su trabajo.