EL PALACIO DE LA ETERNIDAD (Bob Shaw)
Publicado en
agosto 04, 2013
Alguien habrá todavía
Que aspire con debidos pasos
A poner sus manos en la dorada llave
Que abre el Palacio de la Eternidad...
MILTON
Primera Parte
Los humanos
1
A despecho de todos sus esfuerzos, Tavernor era incapaz de permanecer en el interior de su vivienda cuando el cielo se encolerizaba.
La tensión nerviosa le había estado haciendo un nudo en el estómago durante toda la tarde y el trabajo de reparación en la turbina de la embarcación había ido creciendo en dificultades progresivamente, aunque el bien sabía que se debía simplemente a que su concentración estaba fallando. Finalmente, dejó de lado su soldador de pistola y apagó las luces sobre el banco de trabajo.
Inmediatamente se produjo un alboroto nervioso entre los enjaulados seres de alas de cuero, en el lado opuesto de la larga habitación. Aquellas macizas criaturas parecidas a murciélagos se afectaban mucho y les disgustaba cualquier súbito cambio en la intensidad de la luz. Tavernor se aproximó a la jaula, acariciándola con las manos, sintiendo los alambres vibrar como cuerdas de arpa bajo sus dedos. Aproximó el rostro a la jaula, aspirando el aire fresco que producía el batir de las alas de aquellas criaturas, proyectando sus pensamientos hacia aquellos mamíferos chirriantes, de ojos plateados.
«Tened calma, amiguitos. Todo va bien... Todo va bien...».
El clamor existente en el interior de la jaula cesó al instante y las criaturas de alas de cuero volvieron a sus perchas, con las gotitas de mercurio de sus brillantes ojos mirándole con atisbos casi de inteligencia.
«Eso está mejor», murmuró Tavernor, convencido de que las facultades telepáticas de aquellas criaturas habrían captado el sentimiento de su amistoso mensaje.
Cerró la puerta del taller tras él, cruzó el cuarto de estar y salió del edificio de un solo piso en que vivía en aquella cálida noche de octubre. El año en Mnemosyne tenía casi quinientos días, no existiendo virtualmente estaciones; pero los hombres habían llevado su propio calendario al espacio. Allá en la Tierra, en el hemisferio norte, los árboles estarían cambiando sus hojas a un color de cobre y oro, y así ocurría en octubre en Mnemosyne y en otros cien mundos colonizados.
Tavernor comprobó el tiempo en su reloj de pulsera. Menos de cinco minutos para irse.
Sacó la pipa del bolsillo, la cargó con unas húmedas y olorosas hebras de tabaco y la encendió. Las puntas de las hebras surgieron encendidas hacia arriba y Tavernor las presionó con la yema del dedo endurecida por el trabajo, calmándose a sí mismo con los ritos de la paciencia. Se apoyó contra la pared de la casa a oscuras mientras que el humo se esparcía por el aire de la noche. Tavernor se imaginó la fragancia del tabaco llegando hasta los nidos y escondites de aves y animales en los bosques circundantes, tratando de pensar qué idea tendrían de ello sus habitantes. Apenas si habían tenido un centenar de años para acostumbrarse a la presencia humana en su mundo y con la excepción de los de alas de cuero habían mantenido una reserva sombría y expectante.
A los dos minutos antes de 0 horas, Tavernor dedicó su atención al cielo. Los cielos del planeta Mnemosyne eran muy diferentes a los de cualquier planeta que hubiera jamás visitado. Muchas edades geológicas antes, dos grandes lunas habían orbitado por ellos acercándose una a la otra más y más hasta llegar a una colisión. Las trazas de aquel cósmico impacto podían ser halladas por todos los cráteres; sin embargo, la mayor evidencia residía en el propio cielo. Todo un caparazón de fragmentos lunares, muchos de ellos todavía lo bastante grandes para que, con la irregularidad de su conformación, fuesen visibles a simple vista en constante deriva sobre la suave luz de las estrellas como fondo, formaban una cortina que alcanzaba de un polo a otro. La pauta de sus brillantes formaciones nunca se repetía a sí misma y como añadidura al espectáculo, se hallaba el hecho de que aquella pantalla era lo bastante densa para que se sucediera una constante serie de eclipses. Conforme la sombra del planeta Mnemosyne se desplazaba en el espacio, grupos de pequeñas lunas pasaban desde el blanco a los demás colores del espectro hasta desvanecerse en la negrura, para reaparecer después y para repetir la misma gama de colores a la inversa. El total de la luz dispensa da equivalía, a una luna normal; pero como se hallaba en forma difusa, procediendo de todos los lugares del cielo, no existían sombras, sino un ambiente suavemente plateado.
En un cielo semejante, incluso una estrella de primera magnitud resultaba difícil de apreciar; pero Tavernor sabía exactamente dónde mirar. Sus ojos se dirigieron rápidamente a la bella y esplendorosa lucecita vacilante de la estrella Neilson. Casi a siete años luz de distancia, parecía perdida en el calidoscopio del cielo nocturno de Mnemosyne; pero su insignificancia iba a ser pronto una cosa del pasado.
Conforme los segundos finales iban pasando, crecía la tensión nerviosa interna de Tavernor hasta hacérsele insoportable. Después de todo, lo sucedido había tenido lugar siete años atrás. «Estoy prestando demasiada atención a esto», se dijo a sí mismo. Aquello había sucedido cuando el Cuerpo de Ingeniería Estelar de la Tierra (la enorme egolatría del título nunca dejaba de desalentar a Tavernor) había seleccionado la estrella Neilson, notando con aprobación que era del tipo clásico para su propósito. Una binaria próxima, habían difundido los informes popularizados al respecto. La componente principal, gigante en la secuencia del diagrama de Hertzsprung-Russell, y la secundaria, pequeña y densa; planetas, ninguno. Pronóstico para modificación: excelente.
Aquello sucedió cuando las naves enormes en forma de mariposa del Cuerpo llegaron como un enjambre sobre sus alas magnéticas, rodeando aquel gigantesco cuerpo celeste condenado a ser destruido, lanzando sobre él el terrorífico poder de los rayos láser, disparando torrentes de energía en la frecuencia de los rayos gamma, hasta que el influjo alcanzó intensidades insoportables, y hasta...
Los dientes de Tavernor apretaron la pipa conforme la casa, con el mismo efecto instantáneo de una habitación a oscuras en la que se enciende una lámpara, los bosques circundantes, las cadenas montañosas de la lejanía y todo el cielo, en fin, aparecieron bañados de una terrible luz blanca. Procedía de la estrella Neilson; que entonces era un punto de luz tan cegador que obligaba a los ojos a apartarlos de ella. Incluso a la distancia de siete años luz, la furia inicial de la nova podía achicharrar la retina de un ser humano. «Perdónanos», pensó Tavernor, «por favor, perdónanos».
El bosque permaneció en calma durante unos instantes, como inmovilizado por aquel espantoso impacto intangible de la nova, para inmediatamente conmoverse hasta sus cimientos en protesta contra aquel suceso innatural. Millones de alas batieron el aire en una especie de explosión difusa. El torrente de luz que caía de arriba desde el cielo transformado, parecía oscurecido momentáneamente conforme cada criatura capaz de volar se proyectaba en el aire, en busca de una desesperada seguridad o refugio. Su desafío a la gravedad dio a Tavernor la sensación de que era él quien se estaba hundiendo, y entonces el sonido le alcanzó. Gritos, chillidos, silbidos, rugidos, todo ello combinado con el batir de millones de alas, el de las hojas de los árboles, el de las patas de los animales que huían por todas partes, seguidos por...
Un total silencio.
El bosque observaba y esperaba.
El propio Tavernor se encontró aprisionado por aquella quietud fantasmal, reducido al nivel de una de aquellas criaturas del bosque de Mnemosyne, virtualmente sin mente, aunque teniendo, así y todo, en aquel momento el sentido de comprender la relación de la Vida con el continuo espacio—tiempo en una forma que los hombres no habían comprendido. Los vastos y transparentes parámetros del eterno problema parecían desfilar sobre la superficie de la mente universal de la cual a él le pareció formar parte repentinamente. La Vida. La Muerte. La Eternidad. ; El numen de las cosas. La panspermia. Tavernor sintió un intenso júbilo interior. La panspermia, el concepto de que la vida está diseminada por todos los rincones y componentes del Universo. La justificación para la creencia de que toda mente existente está ligada a cualquier otra mente que jamás haya existido. De ser así, entonces las novas y las supernovas eran solo bien comprendidas por los temblorosos habitantes de los oscuros escondites y refugios que le rodeaban. ¿Cuántas veces en nuestra propia Galaxia había estallado una estrella para convertirse en nova? ¿Un millón de veces? ¿Y en la eternidad de las galaxias? ¿Cuántas civilizaciones, cuántos incomputables miles de millones de vidas habían dejado de existir por el inconcebible estallido y muerte de una estrella? Y cada ser viviente, inteligente o no, en aquel último segundo, sirvió para alimentar el mismo mensaje en la mente cósmica panspérmica, haciendo posible a cada criatura que siguiera viviendo en las infinidades del oscuro continuo. Escucha, hermanito, si caminas; te arrastras, nadas en las aguas, te escondes en una madriguera o vuelas... cuando los cielos se llenan repentinamente de torrentes de luz, consigues tu paz, consigues tu paz...
Tavernor sintió aumentar su júbilo interno, parecía hallarse en el umbral de la comprensión de algo importante, y entonces, porque la emoción era un producto de su individualidad, se perdió el nebuloso contacto, con un acelerado anhelo de volver al estado normal. Y fue un momento de decepción; pero incluso aquello se desvaneció en algo menos que un recuerdo. Tavernor volvió a encender su pipa, e intentó acostumbrarse a la alterada apariencia de cuanto le rodeaba. Las declaraciones publicadas y difundidas por el Departamento de Guerra, habían expresado que la estrella Neilson durante dos semanas llegaría a ser aproximadamente un millón de veces más luminosa de lo que hasta entonces había sido, pero que aún así no llegaría a la milésima parte del brillo del propio sol del sistema del planeta Mnemosyne. El efecto era muy similar al producido por la luz de la Luna en la Tierra, según comprobó Tavernor. Solo lo repentino de su aparición había producido pavor, la sorpresa y el conocimiento de lo que pudiera suceder tras el fenómeno.
El sonido de una máquina de tierra aproximándose desde la dirección de El Centro perturbó la ensoñación de Tavernor. Prestando atención al ruido del motor, reconoció el coche costoso y de zumbar suave de Lissa Grenoble, incluso antes de que sus faros mostraran la luz de color topacio a través de los árboles. Su corazón comenzó a latir con más fuerza. Permaneció inmóvil hasta que el vehículo casi llegó a la casa, dándose entonces cuenta que estaba tratando deliberadamente de mostrar los atributos que más admiraba ella en él, su solidez temperamental, su autosuficiencia y su fuerza física. «No hay hombre más tonto que un hombre de mediana edad presumido», pensó Tavernor, al retirarse de la pared en que estaba apoyado.
Abrió la portezuela del vehículo en la parte destinada a1 pasajero y la sostuvo hasta que el vehículo tocó el suelo. Lissa le sonrió con su bella dentadura blanquísima. Como siempre, a la vista de la joven, Tavernor sintió un volcán en su interior. Enmarcado por unos cabellos negros que le llegaban hasta los hombros, el rostro de Lissa aparecía con la nota dominante de una hermosa boca y unos enormes ojos grises. Su nariz estaba ligeramente respingada para formar el conjunto de una belleza clásica. Era un rostro que resultaba casi el arquetipo de la cálida feminidad, perfectamente armonizado con un cuerpo cuyo busto y muslos resultaban ligeramente más amplios de lo que exigía la moda corriente.
—El motor suena todavía muy bien —dijo Tavernor a falta de mejor cosa que decir.
Lissa Grenoble era la hija de Howard Grenoble, el Administrador Planetario; pero Tavernor la había conocido de la misma forma en que usualmente conocía a la gente en Mnemosyne; es decir, cuando le buscaban para reparar una máquina. El planeta se hallaba virtualmente desprovisto de depósitos de metal, y además ningún navío mariposa podía dedicarse a traer carga procedente de la Tierra fuera del cinturón de los fragmentos lunares o de cualquiera de los demás centros manufactureros. Y así, siendo la primera familia de Mnemosyne y la más rica, prefería pagar las repetidas reparaciones hechas a un vehículo que embarcarse en el fantástico costo de importar uno nuevo, sirviéndose de una nave-mariposa, una estación orbital o reactor de línea.
—Pues claro que el motor suena bien —repuso Lissa—. Lo dejaste mejor que nuevo, ¿no es cierto?
—Sin duda has estado leyendo mi expediente de promoción —dijo Tavernor, halagado a pesar suyo. Lissa dio la vuelta al vehículo, se aferró a un brazo de Tavernor y le atrajo hacia sí a propósito. Él la besó una vez, bebiendo en la increíble realidad de ella, en la forma en que un hombre sediento traga los primeros sorbos de agua. La lengua de Lissa estaba ardiendo, con un calor superior al que cualquier ser humano podía tener normalmente.
—¡Eh! —exclamó Tavernor apartándose de ella—. Has comenzado pronto esta noche.
—¿Qué quieres decir, Mack? —preguntó Lissa con un pícaro gesto.
—Las chispas. Has estado bebiendo chispas.
—No seas bobo. ¿Acaso huelo a chispas?
Tavernor comenzó a oliscar dudoso, echando pronto la cabeza hacia atrás al querer ella pellizcarle la punta de la nariz.
El aroma volátil de los prados en verano, propio de las chispas, estaba ausente; pero él no se quedó por completo satisfecho. Tavernor no bebía jamás aquel líquido productor de sueños, prefiriendo el whisky; otra forma de recordarle que Lissa tenía diecinueve años y él treinta años más que ella. La gente ya no mostraba apenas su verdadera edad, y así casi no existía una barrera física entre ellos; pero a pesar de esto los años estaban insertos en su mente.
—Entremos —indicó Tavernor—. Vámonos fuera de la vista de esta luz fantasmal.
—¿Fantasmal? Pues a mí me parece romántica...
Tavernor frunció el ceño.
—¡Romántica! ¿Sabes lo que significa? —Y miró hacia arriba al intenso punto de luz y poco después, ya más fácilmente, al objeto en que se había convertido en el firmamento la estrella Neilson.
—Sí, por supuesto. Eso significa que están abriendo una ruta comercial de alta velocidad hacia Mnemosyne.
—No —Tavernor sintió que volvía a sufrir una fuerte tensión—. La guerra viene por ese camino.
—Ahora eres tú el que te portas como un bobo.
Lissa soltó el brazo y ambos entraron en la casa. Tavernor buscó el interruptor de la luz; pero ella se interponía a su mano, acercándosele de nuevo. El respondió instintivamente y una parte de su mente que nunca dejaba la guardia, le sugirió entonces una idea en el torbellino emocional que estaba sufriendo. «Este es el más torpe intento de seducción que jamás haya visto».
Sintiendo algo parecido a un engaño, Tavernor se abstrajo en sí mismo lo suficiente como para estar en condiciones de pasar revista a sus relaciones con Lissa Grenoble, desde el tiempo en que se habían conocido tres meses antes, hasta el momento presente. Aunque la atracción que ambos habían sentido había sido instantánea y mutua, la amistad había sido algo difícil, principalmente a causa de la diferencia de sus respectivas posiciones en la estructura social rígida y apretada de Mnemosyne. El nombramiento y el cargo de Howard Grenoble era tal vez el menos político de su género en la Federación, gracias a las numerosas peculiaridades del planeta, pero así y todo ostentaba el rango de Administrador y no se esperaba en modo alguno que su hija llegara a implicarse con...
—Piensa en ello, Mack —estaba diciéndole Lissa en un susurro. Diez días completos para nosotros en la costa sur. Los dos juntos...
Tavernor intentó enfocar su atención en aquellas palabras.
—A tu padre no le hará mucha gracia...
—No lo sabrá... Hay una exposición de pintura que se celebrará en el sur al mismo tiempo. Le dije que iría a verla. Kris Shelby está organizando el viaje y tú sabes que es la discreción misma...
—Quieres decir que se le puede comprar como a un bastón de goma...
—¿Qué es lo que pasa con nosotros? —le dijo Lissa con un leve tono de impaciencia en la voz. —¿Y por qué estás haciendo esto? —Tavernor usó una calculada estolidez intentando irritarla—. ¿Por qué ahora?
Ella vaciló y después habló con una firmeza que Mack encontró extrañamente desconcertante.
—Te necesito, Mack. Te necesito y hay un límite para el tiempo que puedo esperar; ¿Es eso tan difícil de comprender?
De pie junto a ella en aquella confinada oscuridad, Tavernor sintió que su despego comenzaba a derrumbarse. ¿Por qué no? Aquella idea comenzó a martillearle las sienes. ¿Por qué no? Dándose cuenta de su capitulación, Lissa le rodeó el cuello con sus brazos y suspiraba satisfecha conforme él bajaba su rostro hacia el de ella. Tavernor hizo un esfuerzo finalmente, permaneció frío por un instante y empujó a la joven lejos de sí, súbitamente afectado de una fuerte irritación.
En la boca abierta de la chica, visible solamente por la total negrura de la habitación, él había visto revolotear las doradas y diminutas burbujas de las chispas.
—No deberías haber impedido que encendiese las luces —comentaba Tavernor momentos más tarde, mientras conducía el vehículo hacia El Centro, siguiendo la rielante superficie de un gran arroyo del bosque.
—¡Mack! ¿Quieres decirme de una vez qué es lo que pasa?
—Tú puedes hacer desaparecer el olor de las chispas con bastante facilidad; la luminiscencia es más difícil...
—Yo...
—¿Por qué haces eso, Lissa?
—Ya te lo dije.
—Por supuesto. Nuestra relación tan bellamente natural. Pero debías dejar primero de beber chispas.
—No veo qué diferencia puede haber con que tome un trago de vez en cuando.
—Lissa —dijo Tavernor con impaciencia—, si no vamos a ser honestos el uno con el otro, no hablemos más del asunto.
«Escúchame a mí», pensó. «Al viejo Tavernor».
Se produjo un largo silencio, durante el cual Mack se concentró en conducir el rápido vehículo por el centro de la corriente de agua. Los árboles de cada orilla aparecían por arriba bañados en una luz de plata procedente de la estrella Neilson y, en la parte baja, de oro por los potentes faros de la poderosa máquina, dándoles una visión de irrealidad. Unos árboles adornados con lentejuelas formaban una carretera de ensueño. Tavernor apretó el acelerador y el motor, tan finamente regulado, respondió inmediatamente.
Viajando casi a cien millas por hora, el vehículo salió como una flecha a la desembocadura de la corriente y hacia el mar, lamiendo el tope de las olas y convirtiéndolas en ondulantes penachos de blanca espuma que se desvanecía lejos de la popa del vehículo. El ancho y oscuro océano apareció ante sus ojos, y Tavernor sintió súbitamente la necesidad de escapar de la guerra que sabía que se le echaba encima, apretando el acelerador hasta el máximo, en línea recta, inscribiendo una brillante línea en las negras aguas del mar hasta que los motores se destruyeran, y él y lo que creía la vasta inmensidad de sus culpas...
—Esto es muy interesante —dijo Lissa con la mayor naturalidad—. La aguja del contador ha estado en el rojo todo el tiempo. Yo no he podido nunca hacerla pasar de la raya naranja.
—Eso ha sido antes de que yo pusiera el motor mejor que nuevo —contestó Tavernor agradecido, recuperando el control de sus sentidos.
Entonces redujo la velocidad a una marcha más respetable y dio una fácil vuelta que les puso de cara a las luces de El Centro.
—Gracias, Lissa.
—¿Por qué cosa?
—Tal vez por nada; pero gracias, así y todo. ¿Adónde vamos?
—No estoy segura —Lissa hizo una pausa y Tavernor permaneció pendiente de las palabras de la joven, dándole vueltas a sus propias sospechas—. ¡Ah, sí! ¡Ahora lo estoy! Me gustaría ir al bar de Jamai.
—No sé, cariño —repuso Tavernor, instintivamente en guardia—. Dudo que pueda enfrentarme con esos condenados espejos retorcidos esta noche.
—¡Oh! No seas un viejo enano. Me gustaría ir al bar de Jamai. Tavernor captó el ligero énfasis que creyó oír en la palabra «viejo» y se dio cuenta enseguida de que estaba comprometido en un oculto duelo, luchando con espadas invisibles. Lissa estaba intentando con lo que ella sin duda alguna consideraba como una gran sutileza, presionarle. Primero había sido el intento de una principiante para seducirle, ahora maniobraba para llevarle a un bar.
—De acuerdo, vayamos al bar de Jamai.
Tavernor se preguntó por qué había cedido tan fácilmente. ¿Curiosidad? ¿O sería a causa de tener treinta años más que ella y de que era demasiado viejo y experimentado para que ella lo manejase y en consecuencia estaba fallando en cierta forma que apenas si podía comprender?
Mantuvo un silencio prolongado hasta que el vehículo subió por una de las rampas de El Centro y quedó aparcado en un lugar conveniente próximo a la orilla del mar. Lissa le tomó una mano, cuando salieron del coche y caminó muy cerca de Mack, intentando refugiarse de la brisa fresca y salada del océano, hasta encontrarse en el bulevar brillantemente iluminado que rodeaba, en un amplio espacio, la bahía. Las ventanas de los grandes almacenes dejaban escapar su brillo iluminado hasta perderse en aquel océano que daba la impresión de ser una entidad viviente que desafiara la realidad de que el Hombre no era más que un forastero recién llegado a aquel mundo. Mientras caminaba; Lissa le llamaba la atención acerca de determinados vestidos o joyas que le atraían profundamente, persistiendo en su acostumbrada pretensión de que era incapaz de permitirse el lujo de adquirir lo que le gustaba.
Tavernor apenas si prestaba atención. La rara conducta de Lissa le había hecho sentirse extrañamente molesto. Parecía que, fuera de lo natural, aquella noche había demasiados uniformes militares en las calles. Mnemosyne se hallaba tan lejos de las zonas de combate como era posible, siguiendo aún dentro de la Federación; pero el conflicto con los pitsicanos duraba ya, con furia mantenida, medio siglo y podían encontrarse a los soldados en cualquier mundo. Algunos sé hallaban de permiso o convalecientes, otros vagamente ocupados en el servicio de diversos organismos no combatientes que tan libremente proliferan en un estado de guerra tecnológica. «A pesar de todo», pensó Tavernor, «no recuerdo haber visto tantos uniformes antes. ¿Tendrá esto algo que ver con el estallido de la estrella Neilson? ¿Tan pronto?».
Cuando llegaron al bar de Jamai, Lissa entró la primera. Tavernor la siguió hacia una larga habitación iluminada de rojo y miró de soslayo en torno suyo, ocultando su precaución, mientras que Lissa saludaba a un grupo de amigos alineados en la barra del bar. El grupo charlaba y reía, irradiando a su alrededor la alegre complacencia de unos intelectuales que habían ido a la ciudad durante la noche. Junto a ellos los espejos se agitaban y contraían.
—¡Querida! ¡Qué gusto de verte por aquí! —saludó Kris Shelby, apartando su alta e inmaculada figura de la barra con un progresivo movimiento ondulatorio que le recordó a Tavernor algo parecido a una cuerda de seda que estuviese retorciéndose.
—¡Hola, Kris! —le sonrió Lissa, teniendo aún cogido de la mano a Tavernor, a quien llevó al espacio que el grupo les había hecho en el bar.
—¡Hola, Mack! —saludó Shelby, pretendiendo haber localizado entonces a Tavernor. Sonrió ligeramente y añadió—: ¿Y cómo está mi alegre mecánico esta noche?
—No lo se... nunca me tomo gran interés en sus compañeros de juerga.
Tavernor miró tranquilamente a Shelby, observando con placer que la sonrisa del hombretón había desaparecido. Shelby era rico, tenía un reconocido talento y era como la luz conductora en el arte, dentro de la colonia que florecía en la permanente población de Mnemosyne. Todas aquellas cosas, en su propia estimación, le daban una especie de derecho natural sobre Lissa y no había sido capaz de ocultar su irritación cuando ella llevó a Tavernor a su círculo.
—¿Qué está usted dando a entender, Mack? —preguntó Shelby estirándose majestuosamente.
—Nada —repuso Tavernor serenamente—. Me ha preguntado usted cómo estaba su alegre mecánico y yo le he dicho que no conocía al caballero en cuestión. Estaba sugiriendo que podría usted ir a averiguarlo en persona. A lo mejor si llama usted a su apartamiento...
Shelby adoptó una expresión molesta.
—Tiene usted la tendencia a extralimitar las cosas.
—Lo lamento. No me había dado cuenta de que había rozado una zona sensible —repuso Tavernor tozudamente.
Una chica próxima soltó una risita burlona dando por resultado que Shelby la mirase glacialmente. —Me gustaría tomar un tragó —dijo Lissa rápidamente.
—Permíteme —Shelby hizo señas a un camarero con un adorno de encaje—. ¿Qué va a ser, Lissa?
—Chispas.
—¿Alguna variedad especial?
—No... de las realmente relajantes.
—Yo tomaré bourbon —dijo Tavernor a renglón seguido, sin que nadie le preguntase, consciente de que así estaba poniendo de manifiesto su disgusto hacia los amigos de Lissa que estaban empujándole a una exhibición de grosería.
Cuando llegó la bebida, se tomó la mitad, dejó el vaso sobre el bar, y puso un codo a cada lado. Miró a los reflejos que surgían de uno de los espejos distorsionados que recubrían por completo las paredes del local. Los espejos eran flexibles y cambiaban su forma corporal como si actuasen teniendo tras ellos unos solenoides en una consecuencia dispuesta al azar, dictada por la cantidad de calor irradiada por los cigarrillos de los clientes, el calor propio de sus cuerpos o las bebidas. En una noche en que fuesen bien las cosas en el bar de Jamai, las paredes parecían estar atacadas de locura, convulsionándose y latiendo como las cavidades de un corazón gigantesco.
A Tavernor le disgustaba el lugar intensamente. Se inclinó hacia el bar, pensando qué podría tener Lissa en común con Shelby y su colección de pisaverdes culturales. «Para ellos es que la guerra sencillamente no existe», pensó quedando intrigado por la irracionalidad de sus emociones. Había venido a Mnemosyne a olvidar la guerra y lo que la guerra le había hecho, y con todo se irritaba contra la gente que tenía la suerte de permanecer intacta mientras que las grandes naves-mariposa de la Federación surcaban los jónicos vientos del espacio...
Estaba tan sumergido en sus profundos pensamientos, que una discusión que estaba produciéndose, continuó durante unos minutos antes de que se apercibiera de ella.
Un gigante con cabellos rojizos, vestido con el gris uniforme de las Divisiones Móviles Interestelares, había permanecido sombríamente bebiendo cerveza al otro extremo del bar. Tavernor había notado la presencia del individuo en cuanto llegó; pero le había pasado desapercibida la llegada de un segundo soldado que había tomado asiento en un lugar opuesto, cerca de la puerta. El último iba vestido con el uniforme gris oscuro de la Reserva Táctica. Era tan alto como el primero y con una cara pálida y desesperada.
—Reservista piojoso —estaba gruñendo el pelirrojo, ya borracho cuando Tavernor puso atención a la disputa—: No tenéis otra cosa que hacer, sino comer, beber y fornicar con las mujeres de los verdaderos soldados.
El reservista levantó los ojos de su bebida.
—Tú otra vez, Mullan. ¿Cómo puedes estar en todos los bares en donde yo entro?
Mullan repitió sus anteriores palabras, una tras otra.
—No se me había ocurrido que cualquier mujer quisiera casarse contigo comentó el reservista agriamente.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Mullan con voz ronca y aguardentosa, de forma que consiguió imponer silencio en el local. El reservista tenía aparentemente sus trazas de imaginación.
—Dije que cualquier mujer que se hubiera casado contigo habría estado más segura en una celda llena de juerguistas.
—¿Qué estás diciendo?
—Pues decía... ¡Bah! Lo he olvidado. —Y el soldado hizo un gesto despectivo y volvió la atención hacia su bebida.
—Repite eso de nuevo.
El reservista movió los ojos hacia el techo; pero no dijo nada. Tavernor echó una mirada de reojo al camarero vestido de blanco que desapareció, en un instante, hacia una cabina telefónica al otro lado de la habitación. El pelirrojo dejó escapar un inarticulado rugido de furia y comenzó a atravesar el bar. Lo hizo poniendo una manaza en el pecho del inmediato cliente que encontró a mano, lo apartó a un lado y procedió con el siguiente en la misma forma. Pero cuando el gigante había echado a un lado a cuatro clientes del bar de Jamai fuera de su paso, los demás se olieron lo que podía suceder y se produjo un movimiento de retirada masiva lejos de la barra.
El grupo que había alrededor de Lissa y Shelby se puso fuera de la línea de acción en un movimiento de excitación, acompañado por las risitas nerviosas de las chicas. «Esto no es mal», pensó Tavernor, «es parte de una mala película de cine». Recogió su vaso y estaba preparándose para reunirse con Lissa, cuando captó una mirada triunfal en los ojos de Shelby.
—Está bien, Mack —dijo Shelby con voz dulce—. Venga aquí, donde estará seguro. Irritado y jurando interiormente, Tavernor dejó de nuevo su vaso en el mostrador.
—No seas tonto, Mack —le rogó Lissa alarmada—. No vale la pena.
—Tiene razón, Mack —añadió Shelby—. No vale la pena.
—¡Detenedle! —gritó Lissa.
Tavernor les volvió la espalda y se inclinó sobre su whisky, mientras que una autorrecriminación le caldeaba el cerebro. «¿Qué es lo que anda mal en mí? ¿Por qué permito a gente como Shelby que...».
Una mano como el gancho de una grúa se cerró sobre su hombro izquierdo y le dio un tirón hacia atrás. Apretó sus músculos, se pegó a la suave madera del bar y la mano resbaló de su cuerpo. El pelirrojo emitió un sordo gruñido de incredulidad y volvió a poner su tremenda manaza sobre Tavernor. Durante el primer contacto, Tavernor había calculado al individuo, juzgándole fuerte, pero no especialmente dotado como combatiente de mano a mano y se decidió por una clase de lucha en que pudiera ponerle fuera de combate rápidamente, sin que resultase lastimado. Se echó hacia un lado y su puño derecho describió un arco para ir a estrellarse en la caja torácica del gigante pelirrojo. Aquel individuo era demasiado grande y pesado para ser puesto fuera de combate tumbándole de espaldas. Se dejó caer verticalmente hasta tocar el suelo; sin embargo, rehaciéndose a los pocos instantes, se levantó y se lanzó con gran violencia sobre la garganta de Tavernor.
Tavernor se hizo hacia atrás bajo la amenaza de las convergentes manos de su enemigo Y estaba recobrando su equilibrio para lanzarle otro directo a las costillas, cuando el familiar y quejumbroso zumbido de una pistola anestésica sonó tras él. Le quedó tiempo para comprobar que había disparado contra él la pálida figura del soldado reservista. Después todo fue una completa sombra a su alrededor.
Por todo lo sucedido, Tavernor debería haber perdido el sentido inmediatamente; pero él ya había recibido la descarga de las pistolas anestésicas muchas veces en su vida y su sistema nervioso casi había aprendido a soportar el brutal choque. Casi, pero no por completo. Hubo un período inconsciente durante el cual la luz fue no direccional, produciéndose en remolinos sobre él como el sonido; y las voces, los ruidos del bar, adquirieron súbitamente polaridad, convirtiéndose en vibraciones radiales sin significado.
Eones de tiempo más tarde, notó un momento de sensibilidad. Se hallaba fuera en la calle, donde la brisa nocturna estaba impregnada de agua salada Unas manos rudas le levantaron introduciéndole en un vehículo. En el interior se advertía un olor evocador, polvo, olor a aceite de motores, cuerdas... ¿Sería un vehículo del ejército? ¿En Mnemosyne?
—¿Se encuentra él bien? —preguntó una voz de mujer.
—Sí, está bien. ¿Y qué hay del dinero?
—Aquí lo tiene. ¿Está usted seguro de que no está herido?
—Sí. No tengo esa seguridad de Mullan, sin embargo. Usted no dijo nada de que ese tipo fuese un gladiador.
—Olvídese de Mullan —dijo la mujer—. Ustedes dos fueron bien pagados.
Tavernor emitió un quejido doloroso. Había reconocido la voz de Lissa y el dolor de la traición fue algo que le produjo un insoportable sufrimiento, dando como resultado que cayese en la oscuridad misericordiosa de la noche.
2
La celda tenía ocho pies cuadrados, sin ventanas y tan completamente nueva que Tavernor pudo con relativa facilidad encontrar pequeñas virutas espirales de metal en el rincón tras la instalación del servicio, brillantes y casi recién sacadas. El conjunto olía a resina y a plástico y daba toda la impresión de no haber tenido nunca un anterior ocupante.
Encontró este último hecho vagamente confuso e inquietante, no había forma humana de conocer el sitio en que le tenían encerrado. Con toda seguridad, no se trataba de una celda en el bloque del edificio de la policía en El Centro ni del complejo de la Administración de la Federación al sur de la ciudad. Tavernor había visto ambas instalaciones mientras duraron los trabajos y recordaba perfectamente que todas las celdas eran mayores, más viejas y con ventanas. Además, ni los hombres de la policía ni los de la Federación le habrían dejado solo por tanto tiempo. Su reloj le mostraba que habían transcurrido casi cinco horas desde que recobró el conocimiento, encontrándose cubierto con unas ropas en un plástico oblongo y elástico de color verde que servía de cama.
Se incorporó y golpeó la puerta con el pie. El metal de que estaba hecha, sin características especiales, absorbió el golpe con un sonido que sugería una maciza solidez. Tavernor dejó escapar un sordo juramento y se echó de nuevo, mirando fijamente el plano luminiscente del techo.
Había sido, en efecto, la voz de Lissa. Ella era la que pagó al reservista para ponerle fuera de combate y hacerle perder el conocimiento. Toda la melodramática escena del bar de Jamai había sido preconcebida... pero, ¿por qué razón? ¿Por qué Lissa había salido fuera de sus costumbres habituales, había bebido chispas intentando seducirle y, cuando aquello falló, había maniobrado para llevarle a un bar donde tenía dispuesta una trampa? ¿Podía ser solo una broma? Tavernor sabía que la gente que rodeaba a Shelby se había desplazado a distancias enormes cuando pensaban en encontrar alguna diversión; pero seguramente que Lissa no les habría acompañado. ¿O sí? De repente, Tavernor se dio cuenta de que había muchas cosas que ignoraba respecto de Lissa Grenoble. Y, por el momento, ni siquiera podía decir si en aquel momento era de día o de noche... Sintió que una rabia sorda se extendía por todo su ser. Dio un salto en la cama y se dirigió rápidamente hacia la puerta al ver que se abría un pequeño panel en ella. Un par de duros ojos grises le miraban con fijeza a través de la abertura.
—Abra la puerta —dijo Tavernor rudamente para encubrir su sorpresa—. Déjeme salir fuera de aquí.
Aquellos ojos le miraron sin pestañear por un momento y después el panel se cerró de un golpe seco. Unos segundos más tarde, la puerta se abrió. En el umbral aparecieron tres hombres con el uniforme verde oscuro de la infantería. Uno era un sargento corpulento, bien afeitado, pero con la barbilla azulada, allí donde un rayo láser le había convertido en papilla aquella parte de su físico. Los otros dos parecían ser dos militares experimentados, llevando rifles con una soltura que no podía engañar a nadie. Los tres tenían un aspecto hostil y dispuestos a hacer frente a cualquier dificultad que Tavernor pudiera ofrecer.
—¿Qué diablos está pasando aquí? —preguntó Tavernor, usando deliberadamente inflexiones en la voz que para oídos experimentados dejaban claramente entender que con anterioridad había ostentado un grado militar importante.
Los grises ojos del sargento se volvieron en el acto más duros que nunca.
—El teniente Klee quiere verle ahora. Vamos.
Tavernor comprendió que el sargento no se dejaba impresionar por nada y en cualquier caso, el teniente Klee podría ser, probablemente, la mejor fuente de información. La dirección en que iba estaba claramente indicada por el hecho de que los tres hombres habían tomado el corredor por la izquierda. Tavernor se encogió de hombros y siguió marchando. El corredor continuó otros cincuenta pasos más allá de las puertas que tenían el aspecto de conducir a otras celdas como aquella en que había despertado.
Al final apareció un ascensor accionado por otro soldado de infantería armado hasta los dientes. El sargento no dio ninguna orden; el ascensor, tan pronto como se hubieron cerrado las puertas, entró en funcionamiento recorriendo hacia arriba una más bien corta distancia. Cuando se detuvo el ascensor, salieron a otro corredor; pero éste estaba lleno de oficinas de puertas acristaladas, mostrándose como prismas de cristal que reflejasen la luz de la mañana en la continuidad de la distancia. Oficinistas uniformados se movían agitadamente de un lado a otro, brillando en el aire columnas de humo de cigarrillos como árboles fantasmagóricos e insustanciales. La abundancia de luz produjo a Tavernor un súbito dolor en los globos oculares, dándose cuenta que se hallaba débil y tembloroso. Siguió al sargento a una zona de recepción, donde aparecía una gran mesa de despacho flanqueada por más hombres uniformados. Todo en aquel edificio tenía el aspecto de ser recién estrenado. Una mirada rápida a través de las puertas de entrada mostraba la figura geométrica de color pastel de El Centro, curvándose a lo lejos hacia el sur, siguiendo la línea de la bahía.
Pero aún siendo capaz de situar el lugar en que se hallaba, el hecho no redujo en nada la sorpresa de Tavernor; estaba seguro de que allí no había existido ningún gran edificio, ni en las inmediaciones, un día o dos antes. Hubiera sido perfectamente posible, sobre cualquier otro planeta, el haber montado por parte de los ingenieros militares una gran estructura, en cuestión de horas, de requerirlo las circunstancias con la debida urgencia. Pero era preciso disponer de un equipo enorme y masivo y la sola forma de traerlo a Mnemosyne, era en naves de viejo diseño a reacción y con escalas. Tavernor encontró imposible visualizar cualquier desarrollo en Mnemosyne que pudiera justificar incluso un gasto moderado por las fuerzas armadas de la Federación. Y con todo, recordó penosamente, habían hecho estallar la estrella Neilson...
El teniente Klee salió de una oficina situada tras el enorme despacho. Era un joven de anchos y huesudos hombros y con unos cabellos tan negros y tan suaves que parecían la sedosa piel de un animal de la selva.
—Teniente —dijo Tavernor inmediatamente—. Creo que usted podrá explicar todo esto.
Ignorando la pregunta, Klee consultó una hoja de papel.
—¿Es usted Mack H. Tavernor?
—Sí, pero...
—He decidido no proceder más contra usted. Puede irse.
—Usted ha... ¿qué?
—Estoy dejándole marchar, Tavernor. Pero comprenda que hago esto solo porque la ley marcial ha sido declarada muy poco antes de ocurrir el incidente, y existe la oportunidad de que usted no haya oído su declaración.
—¿La ley marcial?
El cerebro de Mack parecía nublado.
—Eso es lo que he dicho. De ahora en adelante, procure alejarse de los uniformes. Procure evitar problemas. No se meta en dificultades.
—¿Quién provoca dificultades? —repuso Tavernor, pero dándose cuenta de que sus palabras sonaban a hueco y su persona tenía allí muy poca importancia—. Yo solo me preocupo de mis cosas, y...
—El soldado que le desarmó dijo que usted dio el primer golpe. Otros testigos lo han confirmado.
Han podido hacerlo —murmuró Tavernor inadecuadamente. La cabeza le dolía, las sienes le latían dolorosamente, tenía la boca seca y sintió la fuerte necesidad de tomarse un café bien cargado seguido de algún alimento.
—¿Ha dicho usted la ley marcial? ¿Qué razón hay para ello?
—No podemos decirlo.
—Tendría usted que darme alguna razón. La baca de Klee se retorció sardónicamente.
—Hay una guerra que continúa. ¿Le parece bien?
Uno de los soldados allí presentes soltó una risita burlona y el sargento le desautorizó con un gesto de su manaza.
Klee miró de nuevo la hoja de papel y después observó a Tavernor especulativamente.
—La señorita Grenoble estará aquí para recogerle a la hora mil, lo que quiere decir que será dentro de pocos minutos a partir de ahora.
—No estaré aquí. Dígale a ella que...
—¿Qué?
—Olvídelo.
Tavernor caminó hasta la puerta, con la cabeza hirviendo de rabia y de preguntas sin respuesta. Su atención fue captada por una cierta indefinible extrañeza en la sección de la calle que podía ver a través de la entrada. Los transeúntes seguían pareciendo una cosa normal y el tráfico discurría también en forma rutinaria, pero la escena le sorprendió como siendo algo curiosamente irreal. Había, tal vez, algo extraño y sutilmente equivocado en la calidad de la luz, como si el mundo estuviese iluminado por candilejas de teatro, que no obstante eran incapaces de simular la luz solar. Sacudió ligeramente la cabeza y empujó la puerta.
—¡Ah, Tavernor! —dijo Klee de una forma impersonal.
—¿Sí? —repuso el interpelado deteniéndose.
—Casi lo había olvidado. Vaya a la oficina de compensación civil, dos puertas más allá del bloque. Tienen allí algún dinero para usted.
—Dígale...
Tavernor estuvo a punto de dejar escapar alguna altisonante inconveniencia; pero tuvo que contentarse con un gesto ambiguo de la mano.
Abandonó el edificio y se dirigió hacia la ciudad. Visto desde el exterior, el edificio que acababa de abandonar resultaba sorprendente por lo recién fabricado que estaba. Aquel enorme cuba encristalado daba la impresión de haber sido colocado de una sola pieza, aplastando cualquier cosa que allí hubiera existido antes. Alrededor de su perímetro estaban algunos ingenieros militares en pequeños grupos, recubriendo el borde de la excavación, aplastando la arcilla del suelo y fundiéndola con máquinas achaparradas de color verde oliva. El aire estaba saturado de olor a ozono, como consecuencia de la enorme energía empleada y un ocasional y atronador estampido cada vez que una roca rehusaba ceder su estructura molecular que había sostenido durante cientos de millones de años.
La gente que circulaba por las aceras miraba con curiosidad semejante actividad; pero continuaban su marcha. Tavernor intentó recordar qué habría existido anteriormente en el lugar que ocupaba aquel bloque; pero todo lo que obtuvo de sus recuerdos fue una vaga impresión de unos pequeños edificios arracimados y que seguramente habrían sido pequeños comercios de barrio. Ya había notado antes que a pesar de lo familiar que pudiera resultarle una calle o una intersección, tan pronto como su nueva configuración se había llevado a cabo, los recuerdos del original se desvanecían pronto de su memoria. Por todo lo que sabía, se dijo a sí mismo ilógicamente, aquello pudo haber sido uno de sus escondites favoritos antes de que el ejército lo hubiera deshecho. Su resentimiento creció ante semejante idea.
Al llegar a la esquina, torció hacia el mar y caminó durante unos minutos hasta encontrar un lugar para comer algo. Estaba haciendo funcionar el dial de la máquina del café, cuando se le ocurrió mirarse en la superficie pulida como un espejo de la máquina, observando la barba y el estado de su rostro. Tenía el pelo más largo de lo que podía haber esperado y una sospecha desagradable se originó en su mente.
—¿Qué día es hoy, por favor? —preguntó a un señor de edad sentado a poca distancia.
—Jueves —repuso el anciano señor, levantando las cejas con sorpresa.
—Gracias.
Tavernor tomó el café y ocupó un sitio vacante. Sus sospechas se vieron confirmadas: había perdido dos días. Una pistola anestésica, disparando una carga suave podía poner a un hombre fuera de combate por espacio de diez minutos; pero a él le habían disparado toda una carga completa. Haciendo un esfuerzo, procuró grabarse la cara del reservista que le había disparado, haciéndole un buen lugar en la memoria. Con la ley marcial o sin ella, tenía que pagárselo.
Con el café calentándole el estómago, decidió posponer la comida hasta haber llegado a casa, asearse convenientemente y atender a los alas de cuero. Las pobres criaturas estarían hambrientas y nerviosas tras no haberle visto en dos días. Vaciló un momento entre telefonear pidiendo un coche de alquiler desde el local en que se hallaba o detenerlo en plena calle. Salió y por primera vez, desde que le dejaron en libertad, volvió los ojos tierra adentro hacia los bosques.
Los bosques ya no estaban allí.
En cierta forma, la sorpresa recibida en su sistema nervioso fue tan intensa como la del disparo que le hicieron con la pistola anestésica. Se quedó inmóvil como una estatua, mientras que la gente pasaba rozándole y farfullando palabras de molestia, en tanto Tavernor miraba sin pestañear el desnudo horizonte. El Centro, orillaba la bahía en una distancia de ocho millas y, por término medio, era menos de una milla de ancho; por tanto, el bosque podía verse siempre al final de la vía pública. Sus variadas tonalidades de verde y azul recubrían como un manto la llanura de cinco millas y, más allá, se elevaba en un verde oleaje que desaparecía al alcanzar la roca desnuda de la planicie continental. En los días cálidos, de los bosquecillos de gimnospermas de anchas hojas emanaban columnas de vapor de agua que se elevaban al cielo y, por la noche, las flores de los «buscadores de luna» enviaban un dulce y pesado perfume que se extendía por las quietas avenidas bajo el manto enjoyado de las mil lunas de Mnemosyne en su bóveda celeste.
Pero entonces ya no existía nada entre el borde occidental de la ciudad y los grises terraplenes de la planicie. Olvidando lo de encontrar un coche de alquiler, Tavernor caminó en dirección a los desaparecidos bosques, mientras que el resentimiento que había surgido en su interior, se convertía en una enorme y dolorosa consternación.
Aquello, pues, era la causa de la singular calidad de la luz que le había llamado antes la atención; su componente gris, procedente de los macizos de árboles, estaba ausente. Tavernor, al comenzar a salir del cinturón comercial de El Centro y pasar entre los bloques de apartamientos, vio delante de él una gran extensión de terrenos intactos que daban un aspecto de normalidad. Coches civiles lo cruzaban o yacían en el suelo como pétalos brillantes entre la hierba, mientras que grupos familiares pasaban un día de campo en las cercanías. Sintiendo que debería estar inmerso en un sueño, Tavernor continuó marchando hasta alcanzar gradualmente una pequeña cresta del terreno desde la cual podía obtener una mejor visión de la llanura.
Dos vallas separadas cercaban la llanura a corta distancia ante él. La más cercana era muy alta y dispuesta en el tope superior de forma que fuera imposible saltaría; la otra aparecía sembrada de postes rayados de blanco y rojo sugiriendo que estuviese electrificada o algo peor. Más allá de las vallas donde tenían que estar los bosques se encontraba una llanura brillante y suave como un espejo. De color de la miel y moteada de plata y verde pálido, era como un mar helado de fantasía, el piso de una sala de baile creada para las orgías de los reyes mitológicos.
Tavernor, que hubo visto antes tales cosas, se dejó caer de rodillas.
—¡Vosotros, bastardos! —murmuró angustiado—. ¡Vosotros, piojosos y asesinos bastardos!
3
¡Vamos, levántate! —le gritó el vendedor de helados.
En la puerta próxima, como en otro universo, una mujer sollozaba presa de pánico. El cielo comenzó a resquebrajarse y Mack pensó que los fragmentos de estrellas caerían en limpios jardines
—Demasiado lento, demasiado lento —decía el vendedor de helados.
Le puso encima unas manos heladas. Los dedos eran como témpanos secos frotando contra las costillas de Mack a través de su pijama.
—No quiero ningún helado —gritó Mack—. He cambiado de opinión.
—Lo siento, hijo.
La cara del vendedor de helados desapareció y de repente, al salir de su sueño, Mack advirtió el rostro de su padre. Levantó a Mack de la cama y se lo echó al hombro. La carita de Mack se golpeó contra algo duro y el dolor le hizo abrir los ojos de par en par. Había sido el cañón del rifle de su padre, el que tenía para la caza y que le colgaba del hombro. El sueño que tenía, procedente aún de la tibieza del lecho, desapareció de la mente de Mack. Comenzó a sentir la excitación y el sentido de la alarma.
—Estoy dispuesta —dijo la madre.
Vestía un traje puesto a toda prisa y a medio abrochar. Sus facciones estaban impregnadas de terror. Mack deseó protegerla; pero recordó con pesar que había roto su arco y perdido la mayor parte de las flechas.
—Entonces, corre, por el amor de Dios...
Su padre descendió las escaleras en cuatro saltos. Sintiendo la fuerza de su padre, Mack tuvo la sensación de hallarse seguro y orgulloso de su progenitor. Los pitsicanos iban a lamentar el haberse acercado a Masonia. Su padre era un buen combatiente, el mejor rifle que había en todo el establecimiento agrícola. En menos de un segundo, abrieron la puerta y se encontraron, expuestos al frío de la noche, corriendo hacia la zona de aparcamiento de los helicópteros. El ondulante aullido de una sirena y del que apenas se había dado cuenta en el interior de la casa, hirió los oídos de Mack. Otras familias del establecimiento agrícola corrían desesperadamente hacia sus propias máquinas. Los destellos y estampidos de pequeñas armas alertaron las conciencias de los que ocupaban los compartimentos, en donde Mack oyó gritos y chillidos quejumbrosos procedentes, al parecer, de los árboles del norte del poblado.
—¡Dave!
Era la voz de su madre, pero apenas reconocible.
—¡Por allí! ¡Ya están dispuestos los helicópteros! Mack intuyó más bien que oyó el quejido apagado de su padre. Se sintió tirado por el suelo y después arrastrado a más velocidad que si fuese corriendo. Su padre sostenía el rifle con la mano libre y comenzó a disparar sobre algo. El familiar estampido del arma dio ánimos a Mack, ya que había visto agujerear las planchas de acero de media pulgada de espesor; pero notó que su padre juraba amargamente entre disparo y disparo. Mack comenzó realmente a sentir miedo.
A lo lejos y ante ellos, cerca de los helicópteros, unas formas de gran altura parecidas a husos se movían en la oscuridad. Unos destellos verdes se escapaban de sus miembros y el suelo temblaba. Algo se aproximó a Mack. A la incierta luz del ambiente Mack vio a los pitsicanos e intentó taparse los ojos. Milagrosamente el helicóptero surgía frente a él. Corrió y echó mano rápidamente a la manecilla de la puerta, pero sus dedos resbalaron con la humedad del metal. Su padre venía tras él, empujó a Mack hacia el aparato y le subió al asiento de control.
—¡Ponlo en marcha, hijo, en la forma que te enseñé! —le gritó el padre con voz ronca—. Puedes hacerlo.
Mack manipuló con la palma de la mano en la consola de control y el aparato arrancó poniendo en movimiento las aspas. El aparato se estremecía expectante.
—¡Vamos, papá! —gritó el muchacho al ver que su padre estaba solo—. ¿Dónde está mamá? ¿Dónde se ha quedado?
—Estaré con ella... Es todo lo que puedo hacer ahora. Tienes que alejarte de aquí.
Su padre se volvió y se encaminé hacia aquellas horribles figuras en forma de huso, con el pijama flameando por el aire de los rotores del helicóptero, y con el rifle dispuesto a combatir sin esperanza. Mack medio se incorporó en el asiento; pero una alargada figura apareció en la portezuela del aparato, maullando y haciendo unos espantosos ruidos. En la mortecina luz de los instrumentos Mack aprecié lo que parecía ser una horrible criatura mitad hecha de huesos y mitad de cieno y en parte también los intestinos expuestos al aire teñidos de azul. El horrible olor pestilente de aquel monstruo llenó la cabina instantáneamente.
Mack no tuvo un control real sobre lo que iba a ocurrir al momento siguiente; sus instintos y reacciones surgieron haciéndose cargo de la situación. Retorció salvajemente la palanca de arranque y el helicóptero salió disparado hacia el cielo. El guerrero de otro mundo cayó despeñado al suelo.
A los pocos segundos, el niño de ocho años Mack Tavernor había abandonado la batalla, dejando, junto a su niñez, aquel espantoso lugar lejos de sí.
Transcurrieron casi cuarenta años hasta que Tavernor volviera a visitar el planeta que había sido su hogar.
Como único superviviente de aquel sigiloso ataque de los pitsicanos sobre el Establecimiento Agrícola número 82 de Masonia, había sido —aunque era demasiado joven entonces para comprenderlo una especie de regalo para la propaganda del Departamento de Guerra. Los supervivientes de los ataques por sorpresa de los pitsicanos eran bastante raros, ya que éstos no perseguían otro discernible objetivo que matar a los humanos. No hacían el menor esfuerzo por capturar o destruir el material. Aún más extraño todavía resultaba el hecho de que las naves de línea de la Federación que habían caído en sus manos en gran número de ocasiones, habían sido dejadas tal y como fueron encontradas, sin desarmar, y, lo que era más importante desde el punto de vista de la Federación, con sus secretos técnicos sin explotar.
Los pitsicanos, llamados así arbitrariamente de acuerdo con el nombre del planeta en que habían sido encontrados, tenían una especial sicología que dejaba estupefacto al xenólogo terrestre a pesar de todos los esfuerzos que hacía para comprender algo de su extraña conducta; pero su fracaso en aprender cualquier cosa de las naves-mariposa era seguramente el mayor misterio que les rodeaba. A los pitsicanos les resultaba completamente familiar la taquiónica, la rama de la ciencia que era como un espejo de la física de Einstein, tratando con partículas que no podían desplazarse a menos velocidad que la de la luz. Habían dominado el incluso más difícil «método taquiónico», la técnica de crear los microcontinuos dentro del cual una nave espacial compuesta de materia normal podía mostrar algunos de los atributos de los taquiones, y de esta forma, el viaje por el espacio en varios múltiplos superior a la velocidad de la luz. Pero —y en los primeros años la Federación apenas si había dado crédito a su buena suerte— los pitsicanos habían dado el paso próximo y lógico de los viajes espaciales.
Aquel paso había sido el desarrollo de la nave-mariposa, conocida en la Tierra por el estatorreactor interestelar Bussard. Una nave-mariposa podía pesar algo más de cien toneladas y tomó su nombre de los enormes campos magnéticos con los cuales se lanzaba a la utilización de los iones interestelares para utilizarlos como masa de reacción en vuelos de largo alcance. Extendidas a su alcance total de varios centenares de millas, las alas magnéticas capacitaban a la nave de peso ligero a dispararse por sí mismas eficientemente al límite de velocidad por encima de 0.6C, en la cual el método taquionico se hacía viable. La nave-mariposa era rápida, económica de construir y de operar y altamente maniobrable y, con todo, los pitsicanos continuaban utilizando sus enormes navíos difíciles de manejar, que llevaban consigo su propia masa de reacción. Incluso con la ayuda de la física taquiónica y la eficaz conversión de la masa en energía propulsora, una nave pitsicana podía pesar sobre un millón de toneladas al comienzo del vuelo.
Lanzados al espacio en una ruta que era virtualmente inalterable, a causa de la energía cinética que tenía que malgastar, uno de aquellos navíos podía consumirse a sí mismo, sección por sección, hasta dejar exhausta su masa de reacción y quedar reducido a un simple depósito de combustible o convertirse en un armatoste inútil.
La guerra se había producido en el segundo año en que los padres de Tavernor habían muerto con sus convecinos colonizadores en Masonia. Entonces se hizo evidente para el COMSAC, el Alto Mando de la Federación, que, a despecho de la inferioridad de las naves pitsicanas, el dar buena cuenta de aquellos seres extraños sería un asunto largo y costoso. Existía el problema de que los planetas que sufrían los ataques de los pitsicanos se hallaban en los bardes de la Federación, mientras que el dinero y los recursos de la Federación para mantener la guerra se hallaban ligados a los sistemas propios, considerados como el hogar de la Federación.
Y así llegó el momento en que Tavernor, un muchacho de ocho años que había visto a sus padres asesinados por los pitsicanos, se convirtió en un único y extraordinario medio de propaganda. Su rostro y su voz quedaron grabados y difundidos por todos los medios taquiónicos, en una campaña de propaganda en la que se emplearon todos los recursos de los expertos en la materia. Para el propósito de mantener en la mente pública la imagen constante del brutal asalto, la huida en el helicóptero fue representada como su primer vuelo, aunque su padre le había permitido manejar anteriormente los controles varias veces. Más tarde hizo visitas personales a cada uno de los sistemas de la Federación. Por esas fechas, Tavernor tenía ya quince años y el potencial de su propaganda quedó agotado; pero en tal estado de cosas, ya no importaba; los pitsicanos habían comenzado a realizar incursiones más y más profundas en las regiones del espacio controladas por la Federación.
Tavernor ingresó en el ejército casi automáticamente. Durante su época de cadete y los años de joven oficial, los deseos de destruir a los pitsicanos empleando simplemente la inteligencia y una eficacia sin escrúpulos dominó su personalidad y todas sus acciones. Consiguió en diez años delimitar claramente lo que se conocía por «área de máxima interpenetración», alcanzando el grado de mayor en un viaje donde la simple capacidad de mantenerse con vida exigía verdadero genio. Entonces nació el MACRON.
La nueva computadora, tan grande como un satélite y, con todo, tan densa como se pudo hacer con la optoelectrónica, había estado coordinando el esfuerzo de guerra de la Federación por menos de una semana cuando Tavernor fue trasladado a la Tierra. Supo entonces que las fichas y expedientes de aptitud, que habían estado cubiertos de polvo y almacenados en oscuras oficinas de una docena de mundos, habían sido repasados y escrutados por MACRON. Las tarjetas perforadas mostraron que Tavernor tenía una extraordinaria y alta categoría y graduación en materias tales como aptitud mecánica, cerebración divergente (ingeniería), cerebración convergente (ingeniería) y teoría de armamentos. MACRON había decidido que su mejor servicio lo prestaría en el Diseño de Armas del Departamento Experimental, un puesto magnífico aun teniendo en cuenta su brillante historial de guerra.
Después de un breve cursillo de adaptación en la Tierra, fue destinado a la División MacArthur del Departamento de Armas Ligeras (Proyectiles Inertes). Durante el corto viaje, Tavernor, todavía confuso y desplazado, había centrado su mente en el problema de cómo podría contribuir a convertirse en un especialista en aquellas materias.
A la mañana siguiente se despertó en su camastro sudando y con escalofríos al mismo tiempo. Una antigua pesadilla había vuelto con renovada fuerza. Era nuevamente un niño, corriendo en aquella infernal oscuridad, dando tumbos y arrastrándose conforme su padre tiraba de él con una mano. Unas figuras horribles, altas y en forma de huso, se movían delante suyo. El rifle de su padre disparaba; pero fallaba, fallaba una y otra vez. «Salva a mamá», gritaba desconsolado. «No me esperes a mí». Pero su padre juraba amargamente y los estampidos del rifle continuaban como las voces de un dios castrado, impotente, inútil...
Tavernor se quedó descansando entre las sábanas durante largo tiempo con los ojos inmóviles en el camastro de arriba. Estaba preso por una idea, paralizado por el sentimiento de extrema fascinación que acompaña a toda verdadera inspiración.
Tavernor necesité un año de rutina, de diseños y de experiencia en los bancos de trabajo de las máquinas, antes de atreverse a poner en práctica su idea. Con gran sorpresa por parte suya, la idea fue acogida con simpatía. Ciertamente que se había desilusionado cuando, una vez pasado el entusiasmo inicial, la División estuvo demasiado ocupada en mil proyectos más avanzados y mejor formulados que sus ideas de aficionado. Pero un superintendente de sección escuchó su tímida presentación; se celebraron reuniones a distintos niveles y, antes de que se diese cuenta, Tavernor se encontró ascendido a la categoría de Jefe de Sección, contando no solamente con un soberbio taller a su disposición, sino con los servicios de un equipo de especialistas que estaban preparados para traducir cualquier borrosa visión en una realidad funcional.
La invención de Tavernor era un arma increíblemente fea de aspecto y que tenía algo de cruce entre un bazooka y una metralleta, y que difería de las otras armas en que solamente la culata, el gatillo y la panzuda estructura exterior estaban en contacto con el usuario de la misma.
Las restantes partes en funcionamiento, el cañón, la recámara, el cargador y el punto de mira, flotaban en un campo magnético especial que evitaba toda vibración. Otro componente no existente en cualquier otro rifle convencional era un giroscopio de estabilización y un computador analógico que analizaba la frecuencia y la intensidad de las vibraciones impuestas al sistema y que modificaba el campo magnético convenientemente. El giroscopio estabilizador no se usaba continuamente; pero estaba dispuesto en todo momento sin más que apretar un botón, cuando se había seleccionado un objetivo. Como una concesión extra en algunos modelos, se añadía un computador digital y una unidad de memoria inercial al arma para facilitar la movilidad del tirador. Aunque útiles en cierto número de aplicaciones, aquellos refinamientos fueron adaptados en su mayor parte como una concesión a Tavernor por un Departamento que, en realidad, no apreciaba la necesidad de un rifle con el cual un hombre pudiese disparar con una mano sobre un objetivo, mientras que con la otra tiraba de un niño...
El arma fue denominada oficialmente el Rifle Compensador Tavernor, una etiqueta de la cual se derivaba una menguada satisfacción. Solo él comprendía qué era lo que tenía que compensar, e incluso Mack vio muy claro cómo todos los años empleados en aquello no menguaban la culpa, ni la convicción de que su madre había muerto porque su padre solo había sido capaz de salvar a una persona. Todo lo que pudo apreciar bien, por primera vez en su vida adulta, era que podía vivir, hablar y sonreír como cualquier otro ser humano. Y que podía respirar libremente, sin que la pestilencia despedida por un guerrero pitsicano ofendiese su sentido del olfato.
Una vez que el RCT Mk-1, estuvo en fase de producción, Tavernor volvió su atención a otros proyectos; pero su chispa inventiva parecía haberse apagado y el trabajo empezó a aburrirle mortalmente. Luchó contra sus inclinaciones durante tres años más y luego comenzó a hacer solicitudes para ser transferido a la zona de combate. En tal punto, incluso en tiempo de guerra, le habría sido posible retirarse, ya que no había escasez de combatientes; pero le resultó difícil imaginarse la vida fuera del ejército.
Eventualmente, y a la edad de cuarenta y dos años, el Coronel Mack H. Tavernor volvió al servicio activo, aun que no en las zonas de máxima interpenetración donde había aprendido su oficio guerrero. Descubrió con gran sorpresa que la Federación se hallaba comprometida en más de un conflicto. La guerra contra los pitsicanos se prolongaba desde hacía ya cuatro décadas, el tiempo suficiente para convertirse en un fondo permanente de los problemas internos de la Federación y de la vida política. Los problemas de otro tipo pronto comenzaron a surgir de nuevo. Algunos sistemas, particularmente aquellos bien alejados de la frontera humano-pitsicana, comenzaron a poner reparos a pagar los tributos de una lejana guerra. El sistema de impuestos reducidos pronto exhibió su capacidad de viejo truco político para sostener a los líderes políticos de cualquier partido y la Federación e vio obligada a llevar a cabo una serie de costosas operaciones de policía.
Tavernor tuvo que soportar que su RTC fuese utilizado contra los seres humanos durante cuatro años; pero el punto de ruptura fue su propio mundo, Masonia. La frontera se había constituido en aquel sector por tres veces. Cada vez, el planeta había sido ligeramente atacado, ya que de otra forma no habría quedado ningún problema político que considerar, pero con la suficiente dureza para convencer a la población de que era estúpida en permitir que su mundo fuese utilizado como centro de adiestramiento de suministros estratégicos. Un líder político-religioso llamado Chambers llegó al poder con la teoría, absurda aunque atractiva para el populacho, de que los pitsicanos no eran un azote para nadie, excepto para lo injusto. Y reforzó su idea de una neoconciliación con los argumentos bien calculados de que lo justo en su sentido de la palabra, no tenía que pagar impuestos de guerra.
Antes de que la Tierra pudiese hacer nada para evitarlo, Chambers estuvo en el poder y ordenó que se retirase todo el material de guerra de Masonia. Durante la acción de policía resultante, una población que había caído por los ataques ocasionales de los pitsicanos rehusó decididamente ser sometida a la Tierra Imperial.
Tavernor, que estaba por entonces en otra parte, conoció solamente los detalles más sobresalientes del asunto: el planeta había recibido de la Tierra la seguridad de un mínimo derramamiento de sangre. Tavernor se hallaba en el sector cuando llegó la oportunidad de una semana de permiso y aprovechó la ocasión para pasar unos cuantos días entre los escenarios de su infancia, en los bosques del Proyecto Agrario número 82.
Los bosques estaban allí todavía; pero de una forma totalmente distinta. Habían servido como escondite a los combatientes de las guerrillas de Masonia y se había hecho necesario aplicarles un castigo. Tavernor empleó un día caminando a través de los lagos de celulosa de color verde y plata. Hacia el atardecer, encontró una zona donde el flujo había pasado claro y transparente.
Debajo de la superficie de ámbar, la cara de una mujer muerta miraba hacia arriba, inmóvil.
Se arrodilló con respeto en la encristalada superficie, mirando fijamente el pálido y ahogado óvalo de su rostro. Los rizos negros de sus cabellos estaban helados, incorruptos, como en forma eterna, como la culpa que le atenazaba a él al pensar que la hubiera arrojado.
Aquella noche, ejerciendo su opción de los treinta años, dimitió del ejército y marchó a buscar un lugar en donde esconderse.
4
Tavernor caminó hacia el norte siguiendo la línea de las vallas. Mientras iba dando tumbos a través de la moñuda hierba, se protegió los ojos e intentó ver más allá del resplandor de la superficie de la llanura. La intensa luz acrecentó su dolor, de cabeza; pero pudo apreciar ciertos signos de actividad. Lejos y a través del lago de celulosa, resplandecían una serie de espejismos. Detrás y entre ellos, se estaban construyendo enormes edificios. Los helicópteros de trabajo, en forma de caballitos del diablo, grandes incluso a tal distancia, iban por los aires de un lado a otro, levantando muros enteros y colocándolos en su sitio, y los remolinos de sus rotores se agitaban entre los espejismos desparramando luz y colores en el cielo.
Tomando relación desde los grandes edificios de El Centro, Tavernor estuvo en condiciones de calcular que aquella actividad estaba teniendo lugar en un sitio próximo a donde se hallaba su casa dos días antes. Más tarde descubriría si había sido reducida a cadenas de polisacáridos disociados y pectinas de libre flujo junto con el resto del bosque o si había sido elevada y transportada fuera del camino en que estorbaba. La casa tenía poca importancia; pero millones de pequeñas criaturas habrían perecido con la operación. Su mente volvió hacia el rostro de la mujer que había encontrado en Masonia mirando fijamente hacia arriba desde su prisión de ámbar. «Una desgracia», batían dicho, «pero nosotros avisamos a las guerrillas que se marcharan de allí».
Diez minutos bastaron para llevar a Tavernor hacia una amplia entrada en las vallas. Estaba completa con todos los distintivos militares, barreras, puntos de control y guardias armados. Una carretera recién hecha conducía desde la llanura y, cortando recta a través del terreno del parque, a una de las avenidas principales, de El Centro... Ya había comenzado a funcionar una doble fila de vehículos de tierra y sobre cojines de aire. La fabulosa cantidad del equipo asombró a Tavernor, teniendo en cuenta que había que haberlo bajado de la estación en órbita translunar y a través de la pantalla de fragmentos lunares, lo que, debía de haber costado muchos millones. Fuera lo que fuese lo que estaba pasando en Mnemosyne, era algo grande. Algo muy bien planeado previamente.
Tavernor pudo haber tenido razón cuando había supuesto que la guerra estaba llegando de aquella forma. El estallido de la estrella Neilson estaba saturando enteramente aquella zona con partículas cargadas, creando un volumen de espacio en donde las grandes naves podían alcanzar la máxima velocidad. La operación fantásticamente costosa de destruir la estrella, se había realizado tras siete años de previa preparación; por lo que estaba viendo como testigo ocular, podía ser la culminación de los planes de siete años de duración del COMSAC. ¿Qué interés podía tener el CQMSAC en Mnemosyne? ¿Por qué debía el ejército invadir un mundo remansado a trescientos años luz de distancia de la zona más próxima de combate?
Tavernor alcanzó el camino y se aproximó a la entrada.
—Oiga, amigo...
Un joven centinela salió de la garita más próxima. Sonreía protectoramente por debajo del casco.
—¿Está usted buscando algo?
—Información. ¿Qué diablos está sucediendo aquí?
La cara del centinela permaneció inalterable.
—Lárguese de aquí.
—¿No hay información?
—Ya me ha oído.
—Entonces voy a pasar; mi casa está por allí.
Tavernor apuntó a un lugar a través de la llanura, mientras que al propio tiempo comenzaba a caminar. El centinela deslizó el rifle del hombro; pero lo hizo demasiado lentamente. Tavernor agarró el rifle y le retorció cerrando como un dogal el portafusil alrededor de la muñeca del soldado. El guardia intentó coger a Tavernor con la otra mano; pero éste comenzó a realizar una serie de movimientos de un lado a otro con el arma.
—Con calma, amigo ¿O es que quiere que le convierta el codo en una junta universal?
La cara del centinela se volvió gris. —Esto le costará caro.
—¿Lo hace usted por dinero? —le preguntó Tavernor, poniendo una nota de fingido asombro en su voz, mientras que sentía cómo la bilis se le removía en su interior. Empezaba a gozar humillando a los hombres, lo cual era un pobre sustituto para matar a los pitsicanos—. Tengo treinta años, joven, y soy especialista en armas. Poseo además cuatro estrellas Electrum.
El centinela no hizo el menor signo de reconocer aquellas palabras cómo una forma de excusa.
—¿Qué es lo que realmente desea?
Tavernor soltó el rifle.
—Quiero hablar con cualquiera que sea el Comandante de esto.
—Le dije que se largara de aquí —repuso el guardia.
Al mismo tiempo le golpeó con el rifle. Tavernor pudo amortiguar la fuerza del golpe; pero a pesar de ello se dañó la mano izquierda. Dirigió toda la fuerza de su hombro contra la axila del centinela, levantándole del suelo y arrojándole como un trapo al polvo. El centinela rodó rápidamente sobre sí mismo utilizando el rifle. Tavernor pudo haberle pateado, pero permaneció perfectamente en calma. «Vamos, adelante», pensó
—¿Qué es lo que pasa aquí?
Un sargento y dos hombres más salieron fuera de la garita de guardia a la luz del sol. El casco del sargento estaba ladeado, mostrando que apenas acababa de ponérselo. Parecía un poco mayor para su graduación, ya barrigudo y con los pelos del bigote rojizos y encanecidos en la barbilla.
—Soy el propietario de una parcela de este terreno —dijo Tavernor rápidamente—. Y quiero llegar hasta ella como sea.
El sargento se le aproximó.
—¿Es usted Tanner?
—Tavernor.
—Bien, tengo noticias para usted, Tanner. Usted tenía una parcela de tierra allí. Su propiedad ha sido conferida por la Federación al 73º Ejército.
—¿Y qué ha sido de mi casa? ¿La han cambiado de lugar?
—No ha habido tiempo. Los muchachos lo aplanaron todo.
El sargento parecía divertido dando aquellas noticias. Tras él el centinela seguía en pie, pero el sargento le hizo señas de que se retirase atrás. Aquello iba a ser una lección para el personal civil que se creía valiente.
—Bien, ¿y del contenido?
—Ha desaparecido todo. Se hizo un inventario y fue enviado al oficial del servicio de compensación de la ciudad. Le pagarán a usted lo que valía.
Tavernor eligió el lugar al que iba a dirigirle un puñetazo con todas sus fuerzas. En principio le llamó la atención la empinada barbilla; pero la zona del cuarto botón de la camisa, allí donde le sobresalía más el vientre, tenía que ser más efectiva.
—¿Estaba usted allí, sargento, cuando registraron la casa?
—Sí, pues claro que estaba.
—¿Sabe usted si alguien dejó a mis alas de cuero afuera antes de que mi casa fuese destruida?
—¿Se refiere usted a esos condenados bichos que se parecen a los murciélagos? —repuso el sargento perplejo. Si los quiere tendrá que buscarlos entre la celulosa que quedó después de que el ejército lo destruyera todo. Allí tienen que estar todavía.
Los otros guardias sonrieron sarcásticamente.
El corazón de Tavernor comenzó a latirle con fuerza alimentado por una fuerte carga de adrenalina. Los alas de cuero, pensó Mack como si un resplandor rojo le envolviese, jamás habían consentido en ser enjaulados. Tres o cuatro veces diarias tenía que sentarse junto a ellos, proyectando telepáticamente sentimientos de ternura y de seguridad hasta que los movimientos nerviosos de aquellas criaturas cesaran. ¿Cómo podía explicarse a aquellos ojos plateados y expectantes que su facilidad telepática era muy rara y por consecuencia tenía que ser estudiada? ¿Cómo habrían reaccionado cuando los soldados se, les hubieran aproximado, mirándoles con asco y repugnancia, rodeados por un aura de muerte? Los alas de cuero tuvieron que haber sufrido y sentido qué iba a ocurrirles y tal vez habrían estado en condiciones de haber comunicado su conocimiento anticipado a los millones de otras criaturas del bosque en donde también encontraron la muerte.
El golpe no fue nada más que una sencilla expresión de la angustia de Tavernor; en aquel instante hubiera sido capaz de golpear una pared de granito que tuviera frente a sí; pero, así y todo, el sargento cayó como un hombre muerto. Un silbato se oyó en las inmediaciones y los otros guardias cercaron a Tavernor. Sus caras tenían una expresión despiadada; pero Tavernor estaba comprometido en una lucha ritual.
Tropezando con el hombre caído, sintió que su cuerpo era como una estatua de hierro sólido, cuyos miembros recibieran toda clase de culatazos, golpes y puntapiés. Veía y sentía la salvajada que estaban cometiendo con él; pero sin sufrir físicamente. Sólo apreciaba una obnubilación creciente y la sensación de ir cayendo en una oscuridad en cuyos límites las caras que le circundaban eran como unas máscaras de dos dimensiones, hostiles, pero insignificantes.
—¡Mack!
La voz le llegó a través de un golfo de luz amarilla. La asustada cara de Lissa le suplicaba desde la puerta abierta de su rojo vehículo sobre cojines de aire, que súbitamente comenzó a inclinarse, mientras esparcía una nube de polvo y pedruscos a su alrededor. Tavernor se subió a un asiento del vehículo, el motor rugió con fuerza y salió disparado como un caballo loco a poca altura sobre el suelo, por la gran pradera.
De pie en la ventana, Tavernor podía contemplar la bahía y ver un promontorio tras otro definirse hacia el distante sur. Un sol ya moribundo suavizaba la serie de escarpados con una luz rojo—dorada que le hizo pensar en la riqueza de los viejos cuadros de la pintura clásica. Los trozos de luna que formaban un cinturón alrededor del planeta eran demasiado finos para ser vistos a la luz del día; pero algunos de los fragmentos mayores aún resultaban visibles en la profunda bóveda azul de los cielos Tavernor, respondiendo a aquel casi palpable sentido de paz, llenó su pipa y la encendió. Se inclinaba ligeramente a cada movimiento de sus brazos arañados y heridos; pero la propia fragancia del tabaco parecía ser un lenitivo para el dolor y fumó con placer hasta que se abrió tras él la puerta, que en realidad, era todo un panel tan grande como el muro que tenía a la espalda.
Lissa y su padre entraron en la estancia. Howard Grenoble sólo tenía diez años más de edad que Tavernor; pero aparentemente era una de esas raras personas en quien los nutricios y cuidados cosméticos hacían poco efecto. El cabello aparecía teatralmente rayado con líneas grises y la piel de su largo y digno rostro, profundamente arrugada. Las solas facciones que habían retenido su juventud eran las de la boca, de labios carnosos y rojos, con una movilidad casi femenina. Con su esbelta estatura y su traje inmaculado, era el perfecto hombre de Estado, ya mayor; y, durante unos instantes, Tavernor se preguntó si Grenoble no emplearía los nutricios cosméticos deliberadamente.
Luciendo un vestido de color naranja llameante, Lissa tenía un aspecto casi infantil junto a su padre. Su rostro mostró inmediatamente una grave preocupación al ver a Tavernor puesto en pie, en lugar de seguir sentado en el sofá, muelle y cómodo, en que le había dejado.
—Bien, me las compuse para arreglarlo todo, joven —dijo Grenoble moviendo los labios en la misma forma que Lissa—. Debo añadir que no sin grandes dificultades.
—Muchas gracias, señor —repuso Tavernor, sintiendo una genuina gratitud al pensar en un retorno a la prisión clínica de la que había escapado. Creo que le he proporcionado muchas dificultades.
—Pues sí, así ha sido. No me dijo usted, querido joven, que fue coronel en el ejército...
Tavernor miró de reojo a Lissa. Ella tenía los ojos muy abiertos.
—Cuando me retiré, lo hice para siempre.
—Entonces, su negocio de reparaciones, ¿es sólo una afición, una forma de distraerse?
—Más o menos. Me gusta trabajar con las máquinas.
Tavernor se abstuvo de hacer mención de que había cobrado su pensión y que todo lo había fundido en dos años de francachelas interestelares, cosa que terminó sólo cuando oyó hablar de las leyendas de Mnemosyne, el planeta de los poetas. Se sintió tan nervioso como un pretendiente ante un futuro suegro preguntón.
—Interesante. Supongo que algún día extenderá su negocio, tomando una plantilla de hombres adecuados...
—Pues creo que así tendrá que hacerlo —repuso Tavernor complaciente.
Grenoble hizo un signo afirmativo. —Bien, tengo que dejarle ahora, he de asistir esta noche a una cena en la Casa de la Federación con el nuevo Comandante General, el general Martínez. Tendrá usted que quedarse aquí hasta que encuentre un nuevo acomodo; mientras, mi secretaria está preocupándose de que le arreglen una habitación.
Tavernor intentó protestar; pero Grenoble desapareció por el umbral de entrada con una mano levantada suplicándole silencio. En la quietud que siguió, Tavernor decidió que debería haberse quedado en el sofá, después de todo. Se dirigió hacia él y se tumbo, recordando súbitamente una vieja lección aprendida en el pasado, que el descanso es más importante para la persona débil que el alimento; la bebida, el amor e incluso la libertad. Lissa se sentó a su lado y le subió la manta hasta la barbilla. Tavernor la miró, apreciando la gran belleza de su rostro, pareciéndole que de repente había de ser una jovencita.
—¡Oh, Mack! —murmuró la joven suspirando—. Casi lo consigues...
—Conseguir, ¿qué?
—Matarte tú mismo... y me llevó demasiado el quitarte de en medio.
—¿Tú ya sabías lo de la ley marcial y demás cosas por anticipado? —preguntó Tavernor comenzando a sentirse amodorrado.
—Sí, papá me lo dijo.
—Por eso me pediste que hiciéramos aquel viaje...
—Sí, pero imaginé que tú te comportarías con toda moral respecto a mí, y así tuve que disponer... el otro método.
—Un poco drástico, ¿no te parece? Los ojos grises de Lissa se llenaron de ansiedad.
—Yo no tenía idea, pero al menos estás vivo. ¿Acaso hubieras dejado tranquilamente tú casa cuando los ingenieros lo hubieran ordenado?
—Seguramente que no. —Sintió una sensación angustiosa que se removía en su interior.
—Pero ellos no me habrían matado.
—Eso es lo que tú piensas. Mataron a Jin Vejvoda.
—¡Cómo!
—Jin rehusó dejar su estudio, ya sabes que habían estado trabajando en un mural durante dos años. No sé exactamente qué fue lo que ocurrió; he oído que Jin les amenazó con una vieja pistola o algo parecido; pero está muerto. Resulta todo tan horrible... Tavernor se apoyó sobre un codo.
—Pero, ¡ellos no pueden hacer eso! El ejército no puede comportase de esa forma en su propio suelo. ¡Habrá un consejo de Guerra!
—Papá dice que no lo habrá. El proyecto tiene diez puntos de prioridad.
—¡Diez! Eso es el...
—Lo sé. El máximum —Lissa hizo la afirmación con la seguridad de un nuevo conocimiento adquirido. Papá dice que cuando un proyecto tiene diez puntos de prioridad, cualquiera que se oponga a él, aunque sea solo un minuto, puede ser tiroteado.
Lissa aproximó el rostro a Tavernor. Este sintió la presión de sus pechos; pero de repente sintió también la impaciencia de su capacidad de mujer para provocar el desastre, derramar lágrimas sobre la muerte y al mismo tiempo retener todas sus propias certezas y sus universales ocupaciones típicas de una hembra.
—¿Te dijo tu padre de qué proyecto se trata? Lissa sacudió la cabeza.
—El Presidente todavía no ha enviado nada en la valija diplomática y papá ha estado tan ocupado arreglando las funciones oficiales que ni siquiera ha tenido la menor oportunidad de investigar sobre el particular. Tal vez el general Martínez dirá algo durante la cena.
Tavernor dejó escapar un profundo suspiro y se echó de nuevo: Funciones oficiales. Cenas. Lissa había heredado más de su padre que unas cuantas expresiones faciales. Howard Grenoble jugaba a cosas infantiles, llamando comunicador taquiónico a la valija diplomática, ostentando sus cabellos grises y dirigiéndose a Tavernor como «joven» aunque ambas eran de la misma generación. Lissa jugaba igualmente de forma similar. Tenía que faltar algo en una persona, si la sola forma en que ella podía afrontar la riqueza era pretendiendo ser pobre y si no era capaz de mirar más allá de los muros de mármol de la residencia del Administrador y reconocer el final de su propio mundo.
—La guerra llega de esta forma, Lissa —dijo cansadamente—. ¿No habéis descubierto ni tú ni tu padre el por qué? ¿De qué forma va a desaparecer Mnemosyne, de un golpe o de un estallido?
—Intenta dormir un poco —le susurró Lissa—. Te estás poniendo en una completa tensión por nada.
—¡Oh, Cristo...! —dijo Tavernor con desamparo.
Minutos más tarde, pareció que era despertado por una peculiar sensación en los pies. Tavernor se quedó quieto unos instantes antes de abrir los ojos, dudando si no habría estado soñando. Se hallaba en una cama, vistiendo un pijama oscuro, en lugar de la chaqueta manchada de sangre y los pantalones. El segmento de cama que pudo ver estaba bañado con la luz de la mañana de color limón, y se encontraba descansando. Pero sus pies se hallaban todavía bajo una extraña impresión, como inmovilizados por una insistente y cálida presión.
Levantó el cuerpo y descubrió que los músculos que habían recibido tan doloroso castigo el día anterior, los tenía rígidos como una piel animal expuesta y secada al sol. Tavernor se dejó caer; después lo intentó de nuevo, con más precaución, y consiguió elevar la cabeza por encima del pecho.
—¡Hola! —le saludó la chiquilla.
—¡Hola! —repuso Tavernor, y desde una posición más baja de la almohada continuó. Tú tienes que ser Bethia.
Lissa raramente mencionaba a Bethia; pero él sabía que eran primas y que la criatura había vivido con Howard Grenoble siempre, desde que sus padres habían muerto en un accidente.
—¿Cómo lo has sabido? —expresó la vocecita simpática de Bethia un tanto decepcionada.
—Mueve mis pies y te lo diré.
Y esperó a que Bethia los hubiese movido hacia un lado, soportando estoicamente el dolor de sus piernas malheridas.
—¿Y bien?
—Lissa me lo dijo. Lo sé todo respecto a ti, Bethia. Tú eres prima de Lissa, vives aquí y tienes tres años.
—Tres y medio —repuso Bethia triunfalmente—. Eso demuestra todo lo que sabes.
—¡De veras que tienes tres años y medio! ¿Cómo pudo Lissa cometer semejante error?
—Lissa suele cometer muchos errores. Temo por ella.
Tanto la forma de expresarse como su contenido, dejaron asombrado a Tavernor. Incluso el timbre de su voz, era distinto al que pudiera esperarse de una niña de tres años, sutil pero inequívoca, como los ecos de un teatro difieren de los de una catedral. Decidió mirar a la chiquilla con más atención y luchó hasta ponerse en una posición sentada, quejándose conforme sus ateridos músculos entraban en función.
—Tú sientes dolor.
—Sí, siento dolor —convino Tavernor, mirando a la niña con verdadera curiosidad.
Era delgadita, pero con un saludable aspecto y con un cutis que resplandecía como una perla. Tenía unos grandes ojos grises, como Lissa, que le miraban fijamente desde una carita redonda, que ya anunciaba una perfección de formas en el futuro. Los cabellos eran del color del roble pulido. El conjunto era resaltado por una simple túnica verde.
—Deja que sienta el dolor —dijo Bethia acercándose a la cabecera de la cama y poniendo sus diminutos dedos sobre el brazo de Tavernor.
—El dolor no se siente de esa forma —dijo Tavernor riéndose—. Yo puedo sentirlo; pero tú no.
—Eso es lo que dice Lissa pero no tiene razón. Tú tienes daño aquí, y aquí, y aquí... —y los dedos rápidos de Bethia comenzaron a moverse por el dorso de Tavernor bajo las sábanas y hasta sus piernas laceradas.
—¡Eh! —Exclamó Mack, cogiéndola por las muñecas—. Las niñas bonitas como tú no se conducen así con hombres extraños.
Parte de su mente registró el curioso hecho de que aunque sus heridas superficiales estaban recubiertas por el pijama, a cada toque, los dedos de la chiquilla se habían situado en el lugar de mayor dolor, en su mismo centro.
—¡Bien! Pues quítatelo tú mismo.
Y Bethia disgustada, con una aparente ferocidad infantil, se alejó de la cama corriendo.
—¡Vuelve, Bethia!
Ella se volvió hacia Tavernor; pero se quedó en el lado opuesto de la habitación. Mirando a aquel diminuto pedacito de vida humana, frágil pero ya como una nave indómita, sin perturbar aún por la infinita vastedad del océano del espacio—tiempo que apenas si había comenzado a cruzar, sintió un raro anhelo por haber tenido un hijo propio. «Demasiado tarde ya para eso», pensó para sí mismo. «Ahora que tan obvio se hace que los pitsicanos van a venir». Tavernor le dirigió su mejor sonrisa.
—Lissa no me dijo que tuvieses mal genio.
—Lissa lo hace todo equivocado —dijo respirando tan fuerte con la nariz como se lo permitía su naricita respingona.
—¿Tú crees que a ella le gustaría oírte decir eso?
—No puede.
—Quiero decir que no deberías decirlo.
—¿Aunque sea verdad?
—No deberías decirlo, porque no es verdad —Tavernor sintió hundirse más profundamente en un gran agujero. Lissa es una mujer y tú eres todavía una niña.
Bethia adoptó un aire serio en forma acusatoria.
—¡Bah! Tú eres justo como todo el mundo.
Y desapareció de la habitación con pasos rápidos, dejando a Tavernor con una aplastante sensación de ineptitud.
«Te has chasqueado amiguito», pensó con cierto mal humor, saltando por fin de la cama.
Una ojeada por la estancia le reveló que sus propias ropas estaban colgadas en un armario. Su ropa interior había sido lavada y secada. Otra puerta daba acceso a un amplio y hermoso cuarto de baño. Tavernor abrió el grifo del agua caliente, la comprobó, se despojó del pijama y se introdujo con gusto bajo el cono del agua tibia. Estuvo enjabonándose bastante tiempo hasta comprobar que su brazo izquierdo, que era el que más le había hecho sufrir, había dejado de dolerle. Los negros puntos de las contusiones estaban allí; pero el dolor había desaparecido. A pesar de todo, ramalazos de dolor le sacudían todavía el cuerpo en algunas zonas.
—¡Bien, me fastidiaré! —dijo en voz alta.
—Sí, te tendrás que fastidiar —gritó alegremente la voz de Bethia desde la entrada. Su cara redondita aparecía sonriente conforme miraba al cuarto de baño, con un pie dispuesto para salir corriendo.
—No te vayas, bonita —dijo Tavernor, determinado esta vez a no pisar terreno equivocado—. ¿Hiciste tú esto? —dijo, mientras salía del cuarto de baño, flexionando el brazo izquierdo con toda soltura.
—Pues claro que sí.
—Es maravilloso. Eres un hada que cura los dolores, Bethia.
Ella le miró agradecida y se alejó un poco más en la habitación.
—¿Cómo pudiste hacerlo?
—¿Cómo? —repuso la chiquilla aparentemente desconcertada—. No es ningún milagro.
Ella se aproximó, con expresión solemne. Tavernor se arrodilló y permitió que las manecitas de Bethia pasaran dulcemente por todo su cuerpo mojado, sin sentir embarazo alguno, incluso cuando sus dedos de muñeca rozaron brevemente sus genitales. Cuando se puso nuevamente en pie, le había desaparecido toda traza de dolor y su mente parecía repleta de un sentido de comunión diferente a cuanto hubiera sentido antes en su vida. Bethia le sonreía y de repente casi sintió miedo de ella. Se secó lo más rápidamente posible y se vistió. Bethia le seguía todos sus movimientos, observándole con ojos intencionados.
—¿Mack?
—Entonces, ¿conoces mi nombre?
—Pues claro que sí. ¿Eres soldado?
—No.
—Pero tú estuviste luchando.
—Si no te importa, Bethia, yo preferiría hablar de cualquier otra cosa.
—No me importa. ¿Mack?
—Sí.
—¿Es que los pitsicanos vendrán por aquí?
—No.
Al menos —pensó— hasta que seas mucho mayor.
—¿Estás seguro?
—Bethia..., ni siquiera saben dónde está este planeta. Estoy seguro.
—Supongo que eso lo explica.
—¿Explicar, qué?
Tavernor miró hacia abajo, a los luminosos ojos de la chiquilla con un singular sentido de premonición; pero Bethia sacudió la cabeza y se alejó de él. Sus ojos, brillantes sólo un segundo antes, se oscurecieron como dos discos de plomo. Se volvió y abandonó la habitación, lentamente, como el vilano de un cardo transportado por la ligera brisa de la mañana.
Tavernor la llamó; pero la chiquilla pareció no oírle. Tavernor decidió saber de ella cuanto pudiera durante el desayuno. Pero la comida había apenas comenzado, cuando supo, por Lisa, la increíble razón para la urgente invasión del ejército. Mnemosyne, el planeta de los poetas, iba a convertirse en el centro de operaciones y planes para la guerra contra los pitsicanos.
5
Las diminutas letras suspendidas en el aire a varios pies por encima del nivel del suelo se mostraban nítidas de un color rojo y topacio, exhibiendo un sencillo mensaje:
JIRI VEJVODA NO HA MUERTO
—Ahora, vamos a aumentarla de escala —dijo Jorg Bean, quien era uno de los destacados escultores de El Centro. Hizo un ajuste oportuno en el proyector portátil que llevaba y la sólida imagen, repentinamente aumentada hasta llegar al techo, llenó todo el largo local del bar de Jamai con una luz deslumbradora. Las paredes de espejos multiplicaron las palabras en todas direcciones, encogiendo y retorciendo las letras conforme los escondidos y ocultos solenoides ejecutaban su azarosa danza electrónica. El local flameaba con un desacostumbrado fulgor.
—¿Qué os parece esto? —preguntó Bean mirando ansiosamente a todo el grupo de su alrededor.
—Está perfectamente adecuado y es todo cuanto necesitamos —dijo Kris Shelby—. Tiene el significado de un mensaje, no una obra de arte.
Dijo esto con una enérgica actitud que sorprendió a Tavernor, que acababa de entrar en el bar. Tavernor tomó asiento en un taburete y observó al grupo de casi veinte artistas con cierta curiosidad. Estaban planeando una marcha de protesta. Su atención quedó distraída por un cierto barullo al fondo del local. El viejo Jamai en persona, grandullón y obeso, sudando a chorros dentro de un traje dorado, hacía una de sus raras apariciones.
—La luz —gritó—. ¡Apagad esa luz!
Se deslizó como un tornado por detrás del mostrador, barriendo fuera de su camino con su enorme corpulencia a los camareros vestidos de blanco.
Shelby se volvió hacia él.
—¿Qué es lo que ocurre, monsieur?
—Señor Shelby —repuso Jamai jadeando. Usted es un distinguido y antiguo cliente; pero mis clientes no quieren tanta luz mezclada en sus bebidas... y no quiero protestas en mi bar.
—¿Es malo para los negocios, monsieur?
—Lamentablemente, Mr. Shelby, la mayor parte de nosotros tiene que trabajar para vivir.
—Por supuesto. Lo lamento... ésta no es su lucha.
Shelby hizo un gesto de los suyos y Bean apagó el proyector. Las letras disminuyeron hasta parecer entrar en el proyector reducidas de perspectiva y tamaño. A la mención de la palabra «LUCHA», Tavernor había hecho un involuntario gesto que atrajo la atención de Shelby. Tan pronto como Jamai se hubo retirado a su refugio escondido de espejos, Shelby se volvió a Tavernor. Su alargada cara aristocrática aparecía ligeramente sonrojada por cierta excitación.
—¿De nuevo por aquí, Mack?
Tavernor hizo un gesto afirmativo, al par que asomaba en su rostro un gesto de automático sarcasmo.
—Mire, siento mucho la forma en que las cosas pasaron la otra noche. Ninguno de nosotros habíamos oído la proclamación de la ley marcial y no nos dimos cuenta de que se enfrentaba usted con un loco... Sólo quiero expresarle que lamentamos lo ocurrido.
—En gran parte fue culpa mía —aseguró Tavernor, sorprendido por la sinceridad de Shelby.
—A mí me tiraron también por el suelo, ¿sabe? —dijo señalándose una cicatriz en la mandíbula mientras sonreía.
—¡Usted! No, no lo sabía.
—Pues sí, intenté hacerme con el nombre y el número del que usted se enfrentó. No pude darme cuenta de quién me golpeó.
Tavernor miró a Shelby de una forma totalmente distinta hasta entonces.
—¿Un trago?
—Tengo uno aquí, gracias. ¿Puedo yo invitarle a un whisky?
—Creo que tomaré chispas, para variar.
Las noticias respecto a que el COMSAC se dirigía a Mnemosyne parecían haber paralizado la digestión de Tavernor y la comida que había tomado en casa de Lissa le pesaba como un fardo en el estómago. Sintió que las chispas, con su valor negativo de calorías, le entrarían mejor que el alcohol. Shelby hizo una señal a un camarero, quien en el acto mostró un fino vaso de un liquido verde pálido al que añadió una simple gota de glucosa. Al dispersarse el hidrato de carbono por el licor, unas cortinas de chispas doradas comenzaron a girar en torbellino dentro del vaso. Tavernor tomó un sencillo sorbo y tuvo la sensación de que un frío de hielo le corría hacia el estómago. El licor de los sueños siempre sabía a helado, porque era ávido de calor como de hidratos de carbono, convirtiéndolos en luminiscencia, que después era dejada suelta en el aire.
—Es maravilloso —opinó Shelby—. Sin él, creo que estaría gordo como un cerdo.
—Yo prefiero perder mi exceso de peso trabajando.
Shelby alzó una mano enjoyada.
—¿Es preciso que sea usted tan piadoso? Esperaba que pudiéramos dejar a un lado la guerra por un rato.
—Lo lamento —repuso Tavernor tomando otro sorbo —Es que se me escapan viejos resentimientos.
—¿Acaso no nos ocurre a todos? La cosa es... ¿Qué es lo que va usted a hacer con esta nueva marca de resentimiento que sentimos todos?
—Nada.
—¡Nada! Usted tiene que haber oído ya que la Federación está planeando traer sus Cuarteles Generales a Mnemosyne, para la guerra.
—Para ellos no es Mnemosyne... El ejército utiliza su nombre cartográfico.
—Así es como puede ser; pero es la Madre de las Musas para nosotros.
—Para usted —recalcó Tavernor—. Yo no soy un artista ni un escritor.
—Pero usted ya ha sufrido las consecuencias de la demostración. —insistió Shelby—. Por Dios, hombre, le han destrozado su casa.
—Bien, yo ya he sufrido una demostración privada al respecto y he tenido mis disgustos para probarlo. Tome mi consejo, Kris, procure tanto usted como sus amigos quitarse de en medio.
—No somos una pequeña banda, es realmente un grupo.
El temperamento de Tavernor comenzó a resurgir.
—¡Kris! Deje de jugar a la democracia y descienda al mundo real. Es lo único en que la guerra tendrá lugar. El COMSAC ha decidido venir hasta aquí, no sé por qué, y ya han hecho estallar una estrella con ese propósito. ¿Se figura usted que después de readaptar esta parte del Universo van a empaquetar sus cosas y a marcharse sólo porque ustedes les muestren unas cuantas pancartas de protesta?
—Creo que le conviene acostarse.
—Y a usted también, amigo —Tavernor apuró el vaso de chispas—: pero en el hospital.
Cuando Tavernor hubo buscado alojamiento en un pequeño hotel de la parte sur, se dio cuenta repentinamente de que no tenía dinero. Prácticamente había gastado hasta el último céntimo de cuanto tenía entre la casa y el taller mecánico. Luchó con su orgullo y después tomó un coche de alquiler dirigiéndose a los nuevos bloques militares. El trabajo de techar el perímetro del edificio se había completado y sobre la entrada principal rezaba un letrero con la leyenda: EJERCITO 73
Se dirigió hacia una puerta en la que se leía OFICIAL DE COMPENSACION CIVIL; se identificó y a los diez minutos volvía a salir con un cheque certificado que llevó al Banco Intersistema Primer Centro, valedero por casi treinta mil estelares. No hubo la menor disputa, pues Tavernor había estimado las pérdidas en unos veinte mil y estaba preparado a que se hubiera quedado en quince mil. Maravillado de la forma en que actuaba la burocracia y de su rapidez, tomó otro vehículo hacia su Banco e hizo un depósito en su cuenta quedándose con un millar de estelares en efectivo. Con el dinero bien guardado, sintió una especie de alegría infantil y pensó que se debía al efecto que las chispas le habían producido. Analizando sus sentimientos íntimos, descubrió que tenía las mismas sensaciones que en sus días de cadete del ejército, volviendo al campamento tras una carrera a campo traviesa entre los árboles llenos de vida y color, con la idea de tomarse una buena ducha, comer con apetito y un fin de semana en completa libertad. No había ni una sola cosa en la totalidad del universo que le hubiera deprimido. Decidió darle el visto bueno a las chispas después de todo; pero el otro Tavernor —él que siempre observaba desde un nivel más elevado— le daba instrucciones de que no volviera a tocar el licor helado de los sueños.
Recordando que Lissa todavía no debería tener la menor idea de que se marchaba de su hogar por haber sido destruido, detuvo a otro coche de alquiler, y dio instrucciones al conductor de que le llevase a la Residencia del Administrador. El coche sobre su única rueda, Se dirigió hacia el norte, entre dos bloques de edificios, después tuvo que detenerse en una intersección en donde se apreciaba una tremenda congestión de tráfico y una gran multitud de personas. Mirando por encima de la cabeza del chófer, Tavernor vio que la larga masa de gente en lenta procesión se dirigía por el cruce de la avenida hacia el oeste en dirección al nuevo campo militar. Por el aire y sobre las cabezas de los manifestantes, flameaba una larga serie de pancartas con las más diversas leyendas. Las había de todos los estilos; pero una en especial había sido ejecutada artísticamente con un impresionante realismo con la mascarilla mortuoria del artista desaparecido, Jiri Vejvoda, completando el efecto con una gran mancha de sangre manándole de una comisura de la boca, la resplandeciente cabeza, traslúcida por el sol del atardecer, iba suspendida en el aire como un globo, magnificados sus movimientos por un proyector manual.
—Fíjese en eso —dijo el chófer con disgusto—. ¿Es que esos individuos no piensan en las mujeres que van de compras con sus hijos? ¿Qué pensará un niño cuando vea eso?
—No podría decirlo —repuso Tavernor, conservando todavía la calma.
—¿Le gustaría a usted que sus niños lo vieran? —inquirió el chófer.
—Supongo que no.
—Pues ya ve. Esos individuos no piensan en nada de eso. Se meten en lo del esfuerzo para la guerra y después chillan si alguno de ellos resulta dañado. ¡Artistas piojosos! —y el cuello del chófer comenzó a ponerse rojo de rabia—. Espero que nuestros muchachos les den una buena bienvenida cuando lleguen al campo.
«Nuestros muchachos», se repetía Tavernor a sí mismo con sorpresa. Después recordó la violenta y desordenada reacción demostrada por Jamai horas antes. Y concibió lo que para su mente afectada en aquel momento por el influjo de las chispas parecía una astuta idea.
—¿Cómo han ido los negocios en estos últimos dos días? ¿Bien, verdad?
—¡Ah! En grande. Los soldados tiran el dinero que da gloria —respondió. El conductor volvió la cara hacia Tavernor con sospecha—. ¿Adónde quiere usted ir a parar, señor?
—¡Bah! No es nada —le aseguró Mack—. ¿Por qué no se aplica a conducir el coche?
Estaba interesado en el descubrimiento de que, aunque él se consideraba un hombre «práctico» sin ningún interés por ninguno de los aspectos del arte, identificó a Mnemosyne únicamente con su colonia de artistas, escritores, poetas y escultores. La leyenda y lo que se decía en un, centenar de mundos, en los lugares adecuados, consideraba al planeta como el «Planeta de los Poetas». Aquello lo había escuchado casi por accidente en sus dos años de amplia embriaguez a través de la Federación. Su primer recuerdo claro y preciso de haber oído el nombre dado a Mnemosyne fue en una ciudad situada en una llanura negra, en Parador, que también fue el primer lugar en que había intentado pintar algo. En sueños había percibido claramente una indistinta imagen de la noche en el cielo de Mnemosyne, lo que por asociación de ideas le recordó el poema de Shelley «Himno a la Belleza Intelectual»:
De pronto la sombra cayó sobre mí y agité y crucé las manos en éxtasis...
La artista, una mujer con cabellos grisáceos y con un ojo tuerto de color lechoso, le había explicado a Mack su visión mientras apuraban una botella de bourbon de otro mundo. Sí, había una obra inmortal de arte en cada fragmento lunar de los que circundaban el cielo de Mnemosyne, aquel era el último reducto desde el cual el genio del Hombre había sacado áureos rayos de gloria por toda la Galaxia... Un mundo inmerso en una constante inspiración, dulce como un largo verano... Dándose cuenta de la insoportable vehemencia de aquella mujer, Tavernor le había ofrecido un billete para Mnemosyne. Ella le había acompañado sin una palabra, como si le hubieran golpeado dejándola sin conocimiento y no fue sino tras cierto tiempo, en que comprobó que realmente ella había tenido miedo de no poder ofrecerle nada a Mack en recompensa y que aquellos diamantes celestiales sólo fueran un polvo inútil.
Otros habían ido en peregrinación, para perderse en un mundo que estaba condenado a permanecer como un oscuro remanso, debido a que las naves-mariposa, los portadores de polen del comercio de la Federación, no pudieron apearse allí. A pesar de la distancia y la creciente sombra imborrable del guerrero pitsicano, había tratado de olvidar los nombres de muchos de aquellos peregrinos. Los sistemas de la Federación tenían noticias de ellos a través de los años luz. Incluso Tavernor había conocido los nombres de Samfli y Hugerford, poetas; de Delgado, que con una sola mano había realizado obras maestras de escultura; de Gaynor, cuyos muebles artísticos eran la última síntesis del arte y de lo funcional, y muchos más. Habían sido las huellas de aquellos hombres —razones que no pudo comprender, pero si sentir— lo que había motivado el viaje hacia Mnemosyne. En cierta forma, apenas si había concebido que allí pudieran existir sus políticos, sus negocios, sus industrias ligeras y gentes que eran felices al ver aquellos fragmentos que constituían el cinturón lunar del planeta en cuanto aquello significaba más dinero para sus bolsillos...
—Vaya, ya hemos llegado —le dijo el chófer por encima del hombro. La próxima vez que vea a esos tipos, les echo el vehículo encima.
El joven y casi inmaculado teniente coronel Farrell se quedó sorprendido de que llegase a la Residencia del Administrador un coche de alquiler. Mientras Tavernor pagaba al conductor, el joven oficial dio instrucciones al de un transporte militar que hasta allí le había conducido, y después se encaminó lentamente hacia los amplios escalones, echando la cabeza hacia atrás como un exigente rico que pensara en adquirir el inmenso edificio de la Residencia, al tiempo que examinaba con ojo crítico y admirativo el mármol verde y blanco de la fachada. En lo alto de la escalera se volvió para contemplar el paisaje, haciendo gestos de aprobación ante las terrazas llenas de césped y flores brillantes y las azuladas aguas de la bahía. Era un joven alto y esbelto, con cierto aspecto de raza latina, que se acentuaba con la prematura debilidad de sus negros cabellos. Algo en su rostro, quizás las ojeras, dio a Tavernor la impresión de que era un tipo versátil, inestable y probablemente peligroso. Además, encontró en los rasgos de su rostro algo que le resultaba familiar. Repentinamente consciente del hecho de que tenía que haber comprado nuevas ropas para reemplazar las destrozadas y sucias que llevaba, Tavernor subió la escalinata y se halló con la sorpresa de encontrar el camino bloqueado por el lustroso uniforme gris.
—¿Está usted seguro de que está entrando por la puerta que le corresponde?
—Completamente seguro, gracias —repuso Tavernor echándose hacia un lado y recordando su determinación de conducirse con maneras de hombre adulto en los encuentros con personas extrañas.
—No tan deprisa —dijo Farrell, volviendo a bloquearle el camino.
—Escuche, hijito —le advirtió Tavernor ya de mal humor—. Está usted estropeando ese uniforme de portero tan bonito que lleva.
Hizo otro esfuerzo para seguir su camino; pero el oficial le agarró el brazo con un movimiento tan rápido que le hizo el efecto de un golpe súbito. Ansioso de evitar una pelea en la puerta de la Residencia del Administrador Grenoble, Tavernor inclinó el brazo sujetando la mano de Farrell y presionando entonces fuertemente. Vio como la cara del oficial se ponía pálida por el dolor, la rabia, o ambas cosas. Los dos hombres permanecieron agarrados unos segundos, luego se abrió la gran puerta principal y Howard Grenoble salió a la luz del día, seguido por un grupo de secretarios y servidores civiles. Tavernor aflojó la presa.
—¡Qué gusto volver a verle por aquí, Gervaise! clamó Grenoble, alargándole la mano.
—Es un placer volver a verle, señor —repuso Farrell, volviéndose hacia Tavernor con mala intención—. Pero antes...
—Permítanme presentarles, caballeros —le interrumpió Grenoble—. El teniente coronel Gervaise Farrell, el coronel Mack Tavernor. Mack es un amigo de mi hija y se quedará con nosotros unos días.
Si Grenoble se hallaba un tanto molesto por la presencia de Tavernor, no pareció darlo a entender en absoluto.
Farrell fue incapaz de disimular su sorpresa. Sus ojos parecieron atravesar las ropas no militares de Tavernor, antes de hablar.
—Bueno... Lamento si...
—Ya no soy coronel en activo —explicó Tavernor—. Me retiré del ejército hace años.
—Está bien. Mack se dedica a trabajos de ingeniería aquí en El Centro —dijo Grenoble sonriendo con agrado, y con un gesto en el que podía leerse algo así como: «Me resultaría muy difícil presentarle a usted como un trabajador manual».
Produciendo un ligero gesto de aprobación, para mostrar que había comprendido, Tavernor se excusó cortésmente y se deslizó entre el grupo. Conforme atravesaba el vestíbulo de recepción hacia la escalera que conducía a sus habitaciones particulares, oyó a Grenoble hablar con Farrell con un marcado tono de amabilidad.
—Y bien, Gervaise, ¿cómo está su tío desde la última vez que le vi? Hace ya tanto tiempo que me parece toda una vida, y...
Tavernor traspasó el umbral y se hallaba ya a media escalera cuando su perezosa memoria resurgió ante el tono con que Grenoble pronunció la palabra «tío», identificando así a Farrell. Entonces cayó en la cuenta de que aquel jovencísimo teniente coronel era el sobrino de Berkeley H. Gough, Presidente Supremo de la Federación. Tavernor había visto su fotografía en las revistas militares y en ocasionales programas de televisión, en que se utilizaba la juventud de Farrell como propaganda. El historial y las circunstancias que rodeaban a Farrell ayudaban perfectamente a explicar su actitud casi posesoria hacia la Residencia del Administrador, sin perjuicio de que ciertas cualidades personales de Farrell tuvieran una determinada atracción, nada de lo cual impresionó a Tavernor en absoluto.
Encontró a Lissa en la terraza que dominaba las aguas turquesas de la piscina. Estaba inclinada sobre el trípode de una gran pantalla unida a un telescopio electrónico, dispuesto de cara al sudoeste hacia el dolorosamente brillante lago de plata del nuevo campo militar visible a través de un grupo de árboles nativos del planeta. Tavernor sintió durante unos momentos la voluptuosidad de contemplarla en aquella pose, con sus negros cabellos y su cutis moreno resplandeciendo en la luz vespertina y en contraste con la extraordinaria blancura de un sencillo vestido.
—Imagina que casi lo hice...
—¡Oh, Mack! —ella le miró entusiasmada y sonriendo.
Contra la tez morena de su bello rostro, sus dientes tenían una blancura increíble. Tavernor sintió la profunda emoción que ya le era familiar y que calaba hasta lo más profundo de su ser; pero se esforzó en suprimirla. Se concentró en las palabras que iba a pronunciar su boca de hombre de cuarenta y nueve años para los oídos de una joven de diecinueve. Le describió el incidente de la escalinata.
—Gervaise Farrell —dijo ella—. No creo que lo haya conocido nunca a menos que haga tiempo que lo haya olvidado. Papá quiere que se quede aquí.
—¿Aquí? —Tavernor se hallaba molesto por la intensidad de la punzada de celos que le golpeó en aquel momento.
—¿Resulta esto necesario?
—¿Necesario? No, pero parece una buena idea.
Lissa habló despreocupadamente, conforme ajustaba el trípode del telescopio, mientras que Tavernor hubiera querido saber si ella había percibido sus celos y estaba pensando en hacérselo pagar, por haber rehusado reiteradamente el regio don de su cuerpo. Tras varios meses, Tavernor ya sabía lo bastante de Lissa para sospechar que cuanto más grandes fuesen sus motivos para no irse a la cama con ella, más grandes serían los resentimientos de la joven. Estudió sus facciones, mientras le anunciaba que había encontrado otro lugar donde quedarse y que iba a trasladarse a él.
—Llamé a Kris por teléfono esta mañana —dijo ella sin darse cuenta aparentemente de que Tavernor había estado hablando—. Le rogué que no siguiera adelante con su marcha de protesta; pero pareció que no me estaba escuchando.
—¿Importa eso mucho? Lissa le miró con los mismos ojos confusos de su padre.
—Lo cambia todo. Papá representa al Presidente supremo en Cerulea.
Era la primera vez que había oído a la joven referirse a Mnemosyne por su nombre oficial cartográfico.
—¿De veras?
—Así es, nunca le traicionaré al identificarme con cualquier movimiento contrario a la Federación. Es extraño, Mack, yo había imaginado que tú serías aun más rebelde en este aspecto de la protesta que Kris.
—Yo ya he visto muchas cosas en el tiempo que vivo aquí; pero ninguna tan demostrablemente incierta como esa de que «Jin Vejvoda no ha muerto».
—No es nada divertido.
Lissa le volvió la espalda al telescopio electrónico y activó la pantalla. El follaje de los distantes árboles aparecía nítido y perfecto contra el cristal aumentado, con las suaves ondulaciones del viento.
—Me gustaría decirle adiós a Bethia —dijo Tavernor, sintiendo que había sido tratado con cierta aspereza.
—Está haciendo su siesta de la tarde. Mira en su dormitorio. —Está bien.
Herido por la indiferencia en la voz de Lissa, dejó la terraza y deambuló entre las habitaciones de la gran Residencia, hasta dar con el dormitorio de la niña. Era grande, amueblada y dispuesta con el mismo estilo de las otras habitaciones, desprovista de instalaciones infantiles y sin el menor signo de la existencia de juguetes. La diminuta figura yacía inmóvil en la gran cama. De nuevo sintió el deseo de haber tenido un hijo propio. Entró dentro de la luz polarizada de la habitación y se aproximó a la cama, tratando de reconciliar la carita infantil con el aura de algo misterioso y extraño de la criatura, con su precocidad y un cierto toque de santidad bíblica. Los ojos de Bethia estaban cerrados; pero de repente, Tavernor percibió la clara impresión de que no estaba dormida. Mack susurró su nombre. No hubo respuesta y Tavernor se retiró alejándose de la cama con la extraña sensación de haber cometido un enorme sacrilegio.
Volviendo a la terraza oyó la voz de Lissa en conversación y el contrapunto de una voz masculina. Se aproximó y se encontró con Gervaise Farrell de pie junto al telescopio y a Lissa.
—Aquí viene —exclamó Farrell entusiasmado. Sus morenas facciones aparecían excitadas—. ¿Dónde ha estado usted, Mack? Howard acaba de presentarme a su bella hija y estaba diciéndole lo cerca que estuve de arrojarlo de la casa.
Tavernor parpadeó.
—Es singular. Yo por mi parte también le estuve contando lo cerca que estuve de arrojarle a usted.
—¡Estupendo! —rió Farrell divertido, como si Tavernor hubiera dicho algo fabuloso, mientras no le quitaba ojo de encima a Lissa, invitándola a unirse a él.
Tavernor se quedó sorprendido ante la respuesta de Lissa; pero aún más ante la conducta de Farrell, sintiéndose realmente intrigado por su cambio al recordar la mirada fría y obstinada que había visto en los ojos del joven oficial en el incidente de la escalera, antes de intervenir Grenoble.
—Estoy despidiéndome —dijo Tavernor. Miró a Lissa y continuó—: Gracias por la hospitalidad. Tal vez...
—Pero esto es ridículo —le interrumpió Farrell—. Siento como si se tuviera usted que marchar por el simple hecho de haber venido yo...
—Puede usted tranquilizar completamente su mente —le aseguró Mack.
—En serio, amigo, acabo de llegar a Cerulea tras dos semanas de viajar por el vacío del espacio y me gustaría tener alguna amable compañía. ¡Y ahora la tengo! Ustedes dos serán mis invitados en la inauguración del nuevo comedor de oficiales. Será una noche para recordarla, se lo aseguro.
—Lo siento. Yo no soy persona grata en la Base y en cualquier caso tengo que ir a una cita a la que no puedo faltar.
—Es una lástima —repuso Farrell con una inmediata aquiescencia. Se volvió a Lissa con un gesto casi infantil—. Pero tú vendrás, ¿no es verdad? Los otros hombres serán...
Se detuvo al comprobar la atención de Lissa captada por la escena que estaba desarrollándose en la pantalla del telescopio. A una distancia de un par de millas de la entrada principal de la Base, pero en la pantalla aumentada por las magníficas lentes del telescopio, se había formado una imagen en la que podían advertirse hasta los botones de los uniformes militares, y en ella aparecía una enorme masa de gente con el barullo y el desorden propio de una algarada civil de rabiosa protesta. Por lo que Tavernor interpretaba, la columna de protesta había alcanzado el punto de control y en aquel momento intentaba forzar el paso hacia adelante. Vehículos militares y soldados a pie convergían sobre la oscura marea de humanidad apilada al exterior de la puerta, por encima de cuyas cabezas ondeaban las pancartas en las que se leían las más disparatadas frases, creando un aire lleno de colorido y de tremenda confusión.
Mientras Tavernor observaba la escena, la ola humana retrocedió. Las gentes alejadas de la puerta, sintiendo el cambio de dirección, se volvieron y echaron a correr, dejando a sus infortunados compañeros de protesta. Los que quedaron atrás crearon una enorme masa desconcertada sobre la que cargaba a toda velocidad un enorme vehículo suspendido en sus cojines de aire. Tras el vehículo llegaban las figuras de los soldados comportándose, bajo órdenes, como robots implacables. Llevaban dispuestas toda clase de armas para oponerse a lo que fuese y utilizarlas salvajemente como mazas para golpear. Mantenían los rifles cogidos con ambas manos, moviéndolos de un lado a otro, como si estuvieran entre un rebaño de fieras hambrientas. —¡Es un ataque! —exclamó Farrell incrédulamente y casi contento—. ¿De dónde puede venir esa muchedumbre?
—Es una parte de la famosa colonia de artistas del planeta —repuso Lissa sombríamente, cubriéndose la boca con las manos sin quitar los ojos de la pantalla.
—Pero toda esta zona está bajo la ley marcial... Esos pobres estúpidos van a pagar caro por eso.
—De eso se trata —observó Lissa—. Uno de ellos, un hombre que gozaba de todo respeto, ya ha sido muerto. Rehusó dejar su hogar antes de que el bosque fuese derretido y licuado. Los ojos de Farrell se dispararon como flechas hacia el rostro de Lissa, notando su estado emocional en aquel asunto.
—¿Conocías a ese hombre? —le dijo poniéndole la mano en el brazo con un gesto de simpatía—. Lo siento. Sé que ya es demasiado tarde para ayudar a ese hombre que ha muerto; pero haré que se investigue el asunto. Si existe alguna culpabilidad, los hombres que estén implicados pagarán su culpa.
—¡Bravo! —exclamó Tavernor irónicamente, mientras se marchaba.
Había visto los ojos de Farrell como bebiéndose con placer las lejanas escenas de violencia con una singular excitación y algo le dijo en su interior que los plácidos tiempos de Mnemosyne tocaban a su fin.
6
En una sola semana se produjeron grandes cambios. Tierra adentro a partir de El Centro, donde los bosques estuvieron una vez, se construía una nueva ciudad a una fantástica velocidad. Gigantescos helicópteros de carga se cernían continuamente con sus rotores a marcha lenta, colocando juntos bloques de veinte pisos en cuestión de horas, mientras otros iban de un lado a otro acarreando piezas sueltas ya prefabricadas. El cielo de la parte sur de la región del campo espacial, antes tranquilo y turbado sólo por la llegada de las naves semanales y sus chorros de fuego en los reactores, se convirtió en un suburbio del propio infierno. Estaba constantemente castigado por la aparición de bolas de fuego de los cargueros nucleares que rivalizaban con el propio sol durante el día, y pintaban en las nubes nocturnas todo un aquelarre de horribles figuras ardientes, borrando la inmensa belleza del cinturón enjoyado de los fragmentos lunares que rodeaba al planeta.
Conforme se iba completando cada nuevo edificio militar, era inmediatamente ocupado por personal militar y civil. La carretera que enlazaba la Base con El Centro, tronaba con el ruido del tránsito, mientras que a su vez los almacenes, tiendas, salas nocturnas y bares realizaban negocios fabulosos, sin precedentes.
Al principio Tavernor tuvo la sensación de que estaba viviendo en el vacío. Sus viejos rincones de placer y diversión se habían convertido en lugares hostiles, propios de gente extraña que hablaba a voces. La televisión y la radio continuaban como siempre, sin la menor referencia a la invasión. Tavernor cayó en la cuenta con cierto miedo de que el dinero que había recibido de su propiedad no era todo suyo; en el taller había varios motores y aparatos para ser reparados incluyendo una turbina costosa. Pasó todo un día en contacto con sus propietarios haciendo los adecuados arreglos y finalmente volvió a encontrarse casi en un callejón sin salida.
Las pocas personas que reconoció como supervivientes de la marcha de protesta tan desastrosa, se mostraban extrañamente evasivas cuando les preguntaba respecto al asunto, aunque finalmente halló algunos nuevos hechos y datos, de los cuales el más sorprendente fue que en la revuelta resultó muerto uno de los centinelas. Nadie estaba seguro de cómo pudo haber ocurrido; pero el rumor más digno de crédito era el que Pete Troyanos, un diseñador de cerámica artística, le había retorcido la cabeza hasta desprendérsela del tronco. Tampoco le aclaró nadie cuántos resultaron heridos en la marcha de protesta, porque todos aquellos que no habían podido escapar rápidamente del tumulto fueron arrestados e introducidos en la Base. Igualmente le resultó imposible saber cuántas bajas se habían producido en la algarada. Quedaba la sospecha de que se hallaban en la cárcel, en los hospitales o en los depósitos de cadáveres, según su estado.
Casi al mismo tiempo, Tavernor comenzó a notar la presencia de grupos de policías especiales con gorras rojas por todo El Centro, comprobando identidades y repentinamente comprendió por qué los de la marcha de protesta habían mostrado tal resistencia a hablarle del asunto. Algunos de sus miembros, posiblemente un gran grupo, había huido.
Como si vinieran a confirmar sus sospechas, los canales de difusión de los medios informativos hicieron la primera mención del cambio de la situación en El Centro. Tomó la forma de repetidas advertencias en el sentido de un anuncio especial que haría públicamente un oficial en Jefe de la seguridad externa en la «Base de Cerulea nº 1». Pendiente del asunto, Tavernor pudo ver en la televisión, no sin cierta sorpresa, las facciones leonardescas de Farrell, apenas más luminosas que con su uniforme marrón de campaña, hacer la declaración pública anunciada en la televisión:
«Ciudadanos de Cerulea —comenzó Farrell—. Como todos ustedes saben, la Federación ha establecido una importante Base Militar cerca de esta ciudad, la mayor del planeta. El Centro. No es un secreto para nadie que esta Base está siendo preparada para convertirse en un centro de planificación de importantes operaciones, para seguir la pauta adecuada en la guerra contra una especie extraña a este mundo que habitamos y que por todas las evidencias de que disponemos, se ha dedicado exclusivamente a la completa aniquilación de la raza humana».
Farrell hizo una pausa buscando el efecto deseado y Tavernor vio que los matices de su voz, de confianza y optimismo —una característica invariable de las declaraciones públicas respecto a la guerra—, se hallaban ausentes de la realidad. También supo de primera mano por propia experiencia, que todo el discurso, con la colocación de sus pausas, puntos y comas, había sido redactado por algún experto semántico. La conclusión era que la situación de la guerra había empeorado. La mente de Tavernor volvió al gran misterio que yacía tras los acontecimientos de los pocos días anteriores... el por qué el COMSAC habría transferido su centro de operaciones al más inconveniente, costoso e improbable lugar de la totalidad de la Federación.
«.... y quien no ofrezca su total e incondicional cooperación, será un traidor, no sólo como un concepto político o ideal nacional, sino aplicable directamente a cada hombre, mujer o niño de la raza humana. Es mi penoso deber informar a ustedes que un soldado del 73º Ejército de la Federación ha sido muerto, no en la batalla contra los pitsicanos, sino precisamente aquí en Cerulea, por los mismísimos traidores a quienes me he referido, por hombres y personas cuyas vidas estaba destinado a proteger».
«Muchos de los responsables de semejante ultraje ya han recibido la sanción que les corresponde; pero un pequeño grupo no ha sido aprehendido todavía. Sé que todos ustedes están tan ansiosos como yo de ver que se haya hecho la justicia correspondiente; pero faltaría a mi deber si no dejase aclarada de una vez por todas una cosa: a quien se encuentre prestando ayuda de cualquier forma a este pequeño grupo de sediciosos, se le tratará exactamente igual como si fuese culpable del crimen original».
La declaración de Farrell cesó de repente con la tremebunda nota de advertencia final, y la imagen tridimensional del joven teniente coronel desapareció del foco del aparato. A Tavernor le pareció que la imagen de Farrell había quedado suspendida en el espacio, cuando el resto de su figura hubo desaparecido, recordándole una escena clásica de una de las historias infantiles. Encendió su pipa pensativamente. El grupo de hombres perseguidos no habrían permanecido en el Centro a menos que fueran más simples en esta clase de asuntos de lo que Tavernor pudiera sospechar. Sólo quedaba una franja de terreno, la de los bosques, que permanecía entre la Base del ejército y los muros casi verticales de la altiplanicie. Hacia el norte de El Centro, la llanura del litoral se ensanchaba por una distancia de unas treinta millas, antes de que el océano y la altiplanicie volvieran a juntarse de nuevo. Aquella zona triangular estaba espesamente recubierta de árboles y entrecruzada por docenas de arroyos, que hacían de ella un excelente escondite para un grupo que deseara escapar de una fuerza militar bien equipada. Si Tavernor hubiese tenido que huir, se habría encaminado hacia el norte. Afortunadamente, se recordó a sí mismo, aquella no era su lucha, y con todo, cuando se fue a la cama aquella noche, un fétido olor que le era familiar, comenzó a llegar a su olfato.
Por la mañana, el olor estaba allí todavía y la curiosidad le instó a emplear una o dos horas observando si podía notarse alguna actividad militar en el norte. «Después de todo», razonó, «no tengo nada que hacer ahora». Desayunó temprano y después llamó a una empresa de alquiler de coches solicitándoles una máquina todo terreno, para que se la llevaran al hotel. Antes de tomar asiento al volante, adquirió un par de prismáticos ligeros, y algunos bocadillos y cerveza. Le llevó más tiempo del usual salir de la zona de El Centro, a causa del denso tránsito por las calles de gentes y vehículos por carretera, pues pensó que si viajaba por un lugar más abierto sería demasiado visible. Si los que habían huido, principiantes en la difícil situación de hallarse fuera de la ley, estaban donde él deducía, sería normal que todo el tráfico hacia el norte estuviese rigurosamente controlado. Una vez fuera de la ciudad, se apartó del camino hacia el norte, y dando un rodeo condujo a lo largo de la orilla del mar, con el motor del vehículo a la máxima velocidad.
Era una de esas mañanas diáfanas y claras como un diamante, comunes y corrientes en Mnemosyne. El bosque silencioso a su izquierda y el inmenso y azul océano desierto a su derecha, le proporcionaron motivos de relajamiento y comenzó a pensar más profundamente en la dirección en que estaba conduciendo su vida. Sus primeros ocho años fueron algo perfecto; pero parecían no tener relación de continuidad con otros recuerdos. ¿Qué es lo que le había ido mal en los restantes cuarenta y un años? Otras personas habían perdido a sus padres bajo circunstancias igualmente horribles y, aún así, no parecía que hubiera influido ello en la felicidad de sus vidas. ¿Era que se sentía de algún modo responsable? Había sido el único superviviente del ataque por sorpresa de los pitsicanos, pero gracias a los esfuerzos de su padre; esfuerzos que de no haber sido por su propia presencia podían haberles conducido a la posibilidad de escapar. ¿Estaría sufriendo desde entonces un constante remordimiento? Servir en el ejército y matar pitsicanos le ayudó al principio; pero incluso aquello puede que inconscientemente le hubiera llevado a morir en la misma forma que su padre y su madre... Las Estrellas Electrum, como condecoraciones del más alto honor, eran sólo concedidas a hombres que exponían su vida de una forma suicida en las áreas de interpenetración. Y él había ganado cuatro, dos veces más que cualquier otro combatiente, vivo o muerto, que jamás se hubiera conocido.
Y cuando su carrera militar había cesado por su retiro, casi tan imperceptiblemente, que apenas si se había dado cuenta, en la destrucción de seres vivientes, ¿no sería que, su sentido de la culpabilidad volvía a atacarle con redoblada fuerza? La teoría parecía encajar bien, ya que desde entonces las cosas habían comenzado a ir de mal en peor. Malgastando deliberadamente su pensión del ejército, que le habría proporcionado una seguridad económica para toda su vida, no había conseguido más que realizar un gesto de pura futilidad. Enterrar la cabeza en las arenas de Mnemosyne tampoco le había ayudado, ya que entonces se encontraba —y su realidad le produjo un helado efecto en el estómago —considerando el alistarse en la más absurda insurrección de la historia humana.
Tavernor detuvo el vehículo brutalmente, con un frenazo tal que dejó una profunda huella en la superficie de la carretera.
«No, no puedes hacerlo —murmuró para sí—. Tiene que haber formas más fáciles de suicidarse».
Dio la vuelta al coche con la intención de conducir de regreso a El Centro a una velocidad más moderada; pero algo enorme y oscuro apareció cerca, por encima de su cabeza y, con una aterradora prontitud, sus pensamientos fueron dispersados por un ensordecedor ruido. El aire se llenó casi en el acto de nubes de polvo que olían a carburante quemado. Al echar de nuevo el freno de urgencia, sus sentidos momentáneamente insensibilizados le advirtieron que había sido localizado y cazado por un helicóptero patrullero, el cual había descendido para observarle en una caída libre, detenida solamente en los últimos metros por poderosos retrocohetes. La técnica era corriente en acciones de guerra, pero muy escasamente justificable en aquellas especiales circunstancias. Cerró el parabrisas cuando el helicóptero aterrizó a escasa distancia delante de él sobre sus patas retráctiles. Un joven teniente armado hasta los dientes, saltó del helicóptero apuntándole con una pistola.
—¿Le ha divertido mucho, verdad? —dijo primero Tavernor.
—¿Adónde se dirige? —le preguntó el teniente con una mirada muy poco amistosa.
—Hasta que usted ha estado a punto de echar mi coche fuera de la carretera, me dirigía a la ciudad.
—Antes de eso se dirigía usted hacia el norte. Y con demasiada prisa. Entonces dio la vuelta.
—No estaba pensando en emigrar, ya sabe —repuso Tavernor con un razonable acento irónico. El detenerme y volver atrás es un pequeño truco que he descubierto para volver a casa de nuevo.
Los ojos del teniente se estrecharon.
—¿Se volvió usted porque ha visto la patrulla?
Tavernor negó con un gesto de la cabeza. Estaba a punto de inventar otro sarcasmo, pero sus ojos se dirigieron a los soldados que ocupaban el helicóptero. Las armas que portaban estaban especialmente diseñadas para disparar desde plataformas vibrátiles. A su olfato llegó el olor sintético de los guerreros pitsicanos y ante la contemplación de su propia invención del rifle RCT, volvió a sentir la misma sensación de culpabilidad que siempre le había atormentado. Y llegó a la conclusión de que semejante peso de culpabilidad sería algo que solo desaparecería con su propia muerte.
7
El perfume del cuerpo de Lissa aún permanecía en él, al dejar atrás las tierras del parque, y comenzó a abrirse paso a través de los bosques.
Sólo a unos cuantos cientos de yardas detrás de donde se hallaba, y extendiéndose al oeste hacia la negra pared de la altiplanicie, estaba el límite norte de la Base Militar. Unas ocasionales ráfagas de luz rojiza, procedentes de la valía interior, llegaban hasta él en la oscuridad; pero conforme se introducía más en el bosque, los caminos de entre los árboles iban cerrándose como evidencia de que desaparecería la civilización. Siguió moviéndose con cuidado, sin utilizar otra luz que la ambiental producida por el cinturón de fragmentos lunares que circundaban a Mnemosyne y el brillo, ya desvaneciéndose progresivamente, de la estrella Neilson. Era muy verosímil que se hubieran instalado estaciones de escucha en el perímetro de la Base, y Tavernor no tenía el menor deseo de que alguien viniese tras él rastreándole con dispositivos de rayos infrarrojos.
Entrar en el bosque tan cerca del campo, había sido un riesgo, pero él lo había elegido para no ser visto de nuevo viajando hacia el norte por la carretera de la costa. El teniente que le había localizado con el helicóptero aquella mañana le había dejado ir de muy mala gana, y solo después de una exhaustiva comprobación de sus documentos y del vehículo, que nada mostraron de sospechoso. «Creo que estarán formando todo un expediente sobre mí», pensó. «Y pronto se irá engrosando». Rechazando cualquier consideración de su inmediato futuro, sus pensamientos volvieron a las tres horas que había pasado con Lissa...
La sola intención de Tavernor, consciente, habla sido la de decirle adiós.
Lissa pareció sorprendida y ligeramente distante cuando la llamó a la Residencia; pero solamente fue una ligera vacilación la que dejó adivinar cuando Tavernor le sugirió un encuentro con ella. Lissa fue a su hotel a buscarle y pusieron la proa de su coche flotador rumbo al este el lugar en donde la sombra de las pequeñas lunas de Mnemosyne como joyas prismáticas estaban comenzando su lenta jornada cielo arriba. Mack no le había dicho adónde iba solo que dejaba El Centro, pero ella percibió en él la resignación y pareció intuirlo correctamente. Las lágrimas de la joven le sorprendieron. Puso el vehículo en vuelo automático, la tomó por los hombros e intentó encontrar las palabras apropiadas para poner fin a un amor que nunca había existido. Pero, en cierta forma, todo lo que hizo Tavernor fue confirmar su existencia, independiente de cualquier otra palabra que hubiera podido seguir
Más tarde, mientras se ayudaban el uno al otro a vestirse con dedos torpes por la emoción, Lissa volvió a llorar, pero esta vez sus lágrimas fluyeron libremente y sin amargura...
La aurora comenzaba a superponerse sobre la escasa luz de los fragmentos lunares, cuando Tavernor se detuvo a comer y descansar. Abrió la mochila de campaña que compró la tarde anterior, sacó unos bocadillos y un termo de café y fue a sentarse sobre las grandes raíces de un viejo árbol recubierto de musgo. Cuanto más, habría cubierto una distancia de cinco millas; pero ya era una distancia respetable para la clase de terreno que atravesaba. El follaje verde azulado que se extendía sobre su cabeza, le proveía de un perfecto camuflaje para los aviones, y aún no se había inventado ningún vehículo capaz de internarse por entre una intrincada arboleda. Cansado como estaba, después de haber comido algo intentó dormir, pero la idea le pareció ridícula. Comenzó a caminar de nuevo y al cabo de una hora llegó al primero de los ríos secos que atravesaban la llanura. Allí se le planteó el problema de marchar adelante y hacia el oeste siguiendo su lecho, o cruzar y continuar en dirección hacia el norte durante varias millas más.
De algunas previas excursiones que había realizado por aquella zona, recordó que uno de aquellos antiguos ríos todavía llevaba una corriente de agua clara, que provenía de la altiplanicie. Era muy bien conocido por los pintores de la comunidad de artistas, porque en la última parte de su descenso desde las tierras altas, el agua formaba una cascada de doscientos pies, en una depresión en forma de cuchara, produciendo un bello aspecto con sus espumosas nubecillas que cambiaban de aspecto a cada instante bajo la influencia del viento. La corriente era la fuente principal de agua potable en la totalidad del triángulo de treinta millas que así se formaba y Tavernor tuvo la certeza de que encontraría a los perseguidos en alguna parte de su curso. Una vez que Gervaise Farrell se hubiera familiarizado con aquellos detalles geográficos, se hallaría en condiciones de obtener la misma deducción, lo cual era el motivo por el que Tavernor deseaba encontrar a los fugitivos sin la menor pérdida de tiempo.
No había forma de saber a cuanta distancia tierra adentro se habrían retirado, y así Tavernor decidió ir hacia el norte y cruzar la corriente tan cerca de la costa como fuese posible. Seleccionando un lugar donde no hubiese tallos secos o raíces afiladas en que pudieran interceptar su paso, se tiró a la corriente, la cruzó y saltó a la otra orilla. El calor del largo día de Mnemosyne iba creciendo de intensidad, incluso bajo la sombra de los árboles, comenzando el aire a vibrar con verdaderas nubes de insectos. Mnemosyne no tenía apenas insectos que fueran venenosos, pero muchos, de los de gran tamaño, comenzaron a pasar por el rostro de Tavernor con una especie de vuelo acariciante que le resultó más desconcertante que un ataque de avispas.
Mientras continuaba el camino, sudando, por el suave piso del bosque, volvió a aprender de nuevo una verdad descubierta miles de veces en el pasado: que un planeta no se convertía en otra Tierra simplemente porque hubiese sido explorado y cartografiado, medido y colonizado.
En un hospitalario globo como Mnemosyne, el hombre podía vivir una vida al estilo de la Tierra, desarrollar una sociedad parecida a la terrestre, hacer crecer alimentos terrestres; pero sólo bastaba caminar alguna distancia de la puerta de la casa, dar la vuelta a una roca o mirar a cualquier criatura reptar por el suelo, para comprobar que la madre Tierra quedaba lejos, muy lejos. El misterioso impacto de lo irrazonable y de lo que no se podía controlar por ser extraño, llenó con sus temores la mente de Tavernor, advirtiéndole de que el espacio es demasiado grande y que se hallaba a años luz de distancia de su verdadero hogar, encarándose con algo que sus antepasados no vieron jamás. Incluso en la Tierra, la vista de una criatura familiar, como por ejemplo una gran araña, podía llenar a ciertas personas de un pánico tan violento como son capaces de sugerir tales artrópodos y otras criaturas relacionadas con ellos como si tuviesen un origen extraterrestre. ¿Cómo reaccionarían esas mismas personas si al mover una piedra viesen bajo ella una criatura todavía mucho más extraña? El haber viajado guerreando en una docena de mundos había endurecido a Tavernor y le había deparado una serie de aventuras y sorpresas, algunas de ellas verdaderas bromas pesadas. Una vez se despertó por la presencia de una gruesa, blanca y pastosa mano que reptaba por su pecho dejando tras de sí un rastro de espuma, como un enorme gusano. Y eso era realmente, un gran gusano que había olido la saliva de su boca y se dirigía a beberla. Los insectos que ahora le rodeaban y chocaban contra su cara, hacían el ruido de abejorros; pero no le gustó mirarlos de cerca, porque sabía que realmente no se trataba de tales abejorros y que su contacto podía resultar insoportable.
Era casi mediodía cuando llegó a la corriente y giró hacia el oeste a lo largo de la orilla llena de espesa vegetación del barranco por donde discurría. Conforme el sol llegaba al cenit el calor se hizo más pesado y el bosque parecía haberse dormido en una completa quietud, como consecuencia del reposo de sus habitantes. Aquí y allá, se formaban columnas de vapor de agua que ascendían de los árboles empapados por la humedad, con sus enormes hojas exudando la captada durante la noche. El caminar se hizo una penosa tarea, sin significado y sin fin. Ocupó su mente, intentando imaginarse qué clase de recepción tendría de los fugitivos en el caso de encontrarlos. Podría darse el caso de que se hubieran cansado de tal forma que hubiesen preferido entregarse... O dirigirse hacia el sur, o hacia arriba...
Sus especulaciones fueron interrumpidas por el monótono ruido de los rotores de un helicóptero que cruzaba sobre su cabeza. Tavernor dio media vuelta y divisó brevemente el aparato, mientras se ocultaba en una oquedad del barranco. El aparato surgía procedente de la costa. Sacó los prismáticos de su mochila y los enfocó al dentado horizonte, La máquina apareció de nuevo en su campo de visión con los rotores girando lentamente, y la imagen aumentada de la máquina confirmó sus temores. Proyectadas fuera de ella aparecían instaladas las unidades termopilas, como los brazos de una araña, a los costados del fuselaje. Aquella versión militar Je tales dispositivos, como ya sabía Tavernor, podía detectar el calor de un cuerpo humano desde una altura de trescientos pies, aunque dependiendo de ciertas condiciones. Además servía como control de fuego para cualquier arma, desde un nido de ametralladoras hasta una batería de morteros.
El helicóptero se hallaba a una milla de distancia, lo que significaba que tardaría tal vez unos treinta segundos en hallarse en su vertical. Instantáneamente rebuscó un hueco cualquiera en el barranco en donde poder esconderse. A los lados, todo aparecía liso y sin huecos y el agua solo tenía unas cuantas pulgadas de hondura, descartando cualquier posibilidad de sumergirse en ella. El cansado ruido del helicóptero cambió de tono al cruzar en diagonal en su paso por encima de la hondonada.
La mirada de Tavernor se dio prisa fijándose con inmediata atención en las inmóviles columnas de vapor que surgían de un gran árbol situado a unas cincuenta yardas. Corrió hacia él, zigzagueando frenéticamente entre los demás árboles pequeños.
El sonido del helicóptero se había convertido en un rítmico trueno conforme llegaba a la base del árbol. Se echó detrás del tronco y se acurrucó allí, mirando hacia arriba, a través del espeso follaje que como una enorme sombrilla le recubría en aquel momento. Las ramas se estremecieron al pasar el aparato por encima, dando la impresión de que rozaba la copa del árbol, y a Tavernor se le detuvo la respiración. Contaba con que el efecto refrigerante producido por el escape del vapor acuoso del árbol evitase su localización por el dispositivo de las termopilas del helicóptero, atenuando así el calor emanado por su propio cuerpo. Pero, ¿qué sucedería si...?
El sonido de la máquina se alteró de repente, mostrando que los rotores habían cambiado de dirección para maniobrar. Tavernor dio la vuelta al árbol y pasó al lado opuesto. De nuevo el terreno vibró y se dio cuenta de que el helicóptero estaba rastreando algo. Y repentinamente el zumbido monorrítmico de los rotores dio paso al martilleante ruido de las ametralladoras. A Tavernor se le puso el cuerpo rígido esperando de un momento a otro quedar inmerso en una nube de trozos de tierra y pedruscos arrancados del suelo por el fuego del aparato.
Milagrosamente, el fuego cesó antes de que el helicóptero pasara por su vertical, dándose cuenta de que maniobraba para ganar altura. Su confuso cerebro obtuvo la conclusión de que el helicóptero tuvo que haber disparado a otra cosa diferente. Se puso en pie e intentó ver qué había más arriba en el barranco, en donde parecía haber estado el objetivo del fuego del helicóptero. Su visión estaba oscurecida; pero aquello solo pudo haber sido la respuesta. Tras él, el helicóptero había dibujado la figura de un ocho y estaba dando la vuelta para volar barranco abajo. Tavernor se disparó a través de los árboles en una serie de saltos de gamo, arriesgando vaciarse un ojo con aquella maraña de tallos secos y cañas. Cruzó una baja prominencia del terreno para llegar a un claro exactamente al mismo tiempo que el helicóptero. Tardó un segundo en cruzar aquel trozo de cielo abierto; pero en aquel solo segundo, las ametralladoras del aparato barrieron el suelo del bosque, como si fuese una rociada líquida, por sobre el cual corrían una serie de figuras humanas en un pánico animal. El ruido del aparato se fue perdiendo y quedó enmascarado por el crujir de las ramas, metódica, casi suavemente, conforme iban cayendo hacia el suelo.
—¡Por aquí! —gritó Tavernor—. ¡Diríjanse hacia los árboles!
Siguió gritando mientras corría por el claro, haciendo señales con los brazos e intentando servir de pastor a aquel rebaño enloquecido de fugitivos para conducirlos a lugar seguro. Algunos siguieron la dirección indicada, otros le miraban fijamente con ojos de sorpresa.
—¡Dense prisa todos ustedes! —grito otra voz—. ¡Hagan lo que les dice!
Tavernor se volvió y vio a Kris Shelby. Incluso en aquellas circunstancias, su alta figura conservaba una cierta elegancia estudiada, pero el brazo izquierdo le colgaba como un guiñapo junto al cuerpo y la sangre corría entre sus dedos.
—¡Dejen de gritar y corramos! —exclamó Tavernor cogiendo a Shelby por el brazo sano y llevándolo hacia el árbol más próximo.
—Es usted un tonto, Mack —le dijo Shelby haciendo gesto de dolor cuando comenzó a correr—. Usted ni siquiera pertenece a Mnemosyne.
—Algún día será.
Y mientras así hablaba, Tavernor echó un vistazo hacia la bóveda de los grandes árboles donde los rotores del helicóptero brillaron brevemente en el sol de la tarde, conforme se preparaba para otra pasada sobre el claro. Mack comenzó a creer que no tendría escape posible de aquella trampa que había comenzado a cerrarse en su entorno desde el mismo día en que abrió los ojos por primera vez.
8
Los alas de cuero chillaron temerosos al abrir Tavernor la jaula de mimbre en que estaban encerrados.
Proyectó mentalmente sentimientos de seguridad y de buenos deseos sobre el más inmediato y la criatura con su cuerpo compacto pareció relajarse, con sus ojos plateados brillando y mirándole dulcemente en la precaria luz de la caverna. «Así, amiguito, así, tranquilo». Tavernor llevó el alas de cuero hasta el colchón de hierba seca que formaba su cama. Sobre el suelo y junto a la cama, había una enorme flecha de seis pies de largo. El asta tendría aproximadamente una pulgada de espesor y estaba hecha de un tallo, duro como el acero, de los que crecían profusamente en la mayor parte de aquellos barrancales. Aparte de su tamaño, la cosa más singular de aquella flecha era la punta, desproporcionadamente grande, bulbosa y tallada, de una madera granulosa y dura. La punta había sido parcialmente ahuecada, creando una especie de nicho donde Tavernor podía encajar el cuerpo del animal. Lo hizo con suavidad y después comprobó que la cabeza redondeada del alas de cuero no estaba constreñida y que sus satinadas alas podían moverse libremente. Satisfecho, volvió a la criatura a su jaula en donde quedó encerrada.
—¿Cuándo piensas que vendrán otra vez detrás de nosotros, Mack? —preguntó Shelby, apenas visible en la boca de la cueva, como una mancha oscura en la luz plateada y sin sombras del cinturón lunar del planeta.
—Mañana, tenlo por seguro.
—¿No crees que se arriesguen a un ataque nocturno? Quiero decir disponiendo, como disponen, de dispositivos de rayos infrarrojos y que nosotros no tenemos.
—No, no lo creo —afirmó Tavernor enfáticamente—. No hemos visto ese helicóptero con estrellas azules de Farrell en todo el día y no se moverán a menos que él esté ahí.
—Pareces muy convencido.
—Lo estoy. Esto es una baza de juego con Farrell, ya sabes. ¿Cuánto hace que están tras nosotros disparándonos a placer?
—Dos meses.
—¿Y cuántos hombres hemos perdido?
—Ocho.
—¿Ves a lo que me refiero? Si realmente estuviese Farrell ansioso de liquidarnos, lo habría hecho en cuestión de minutos. Ha podido pulverizar la totalidad de la zona, o quemar el bosque o fundirlo alrededor de nosotros. Ha podido incluso poner ingenios atómicos en los helicópteros, en cuyo caso todos habríamos salido volando el primer día.
—Eso sería un mal efecto de relaciones públicas, ¿no crees? Al personal de la Base le gusta relajarse en la ciudad.
—Malas relaciones privadas también.
Tavernor pensó en Lissa y en la forma en que Farrell dispuesto las cosas para dominar a la muchacha desde el momento en que se encontraron. Conociendo su actitud hacia la colonia de artistas, Farrell debió haber hecho todo lo posible para evitar que Lissa tuviera conocimiento exacto de lo que estaba sucediendo en el triángulo del bosque.
—Además —continuó Tavernor—, se vería con malos ojos el expediente militar de un hombre como Farrell, si tuviera que utilizar proyectiles atómicos contra un puñado de desgraciados insurrectos. Incluso así, sigo creyendo quo esto es como una partida de caza. Esto es como su coto de caza particular, con sus ciervos y jabalíes, y el matarlos tiene que ser a la luz del día, con él a la cabeza ordenando la cacería.
—Eso suena a tipo encantador —repuso Shelby entrando en la cueva—. Toma un trago, Mack.
—No, gracias —repuso Mack poniendo la gran flecha junto a cinco más—. ¿Cuánta bebida trajiste contigo, Shelby?
Shelby emitió una risita entre dientes.
—Pues... solo esta botella; pero he ido conservándola y quizás, si no bebo esta noche, no tenga ya más oportunidad... —La gente ha sido capaz de escapar de peores sitios que éste.
—Tal vez; pero si es que hemos de escapar de aquí y a través de esa línea, no creo que vayamos a vivir mucho en el archipiélago. Nada parece tener objeto.
Tavernor sabía a lo que se refería Shelby. La caverna estaba en la base de los acantilados y a lo largo del borde occidental del bosque, escondida profundamente en la fisura hecha por un pasaje de agua del mar, seco desde hacía ya mucho tiempo. El ejército aún no conocía muy bien su localización exacta; pero habían ido estrechando el cerco hasta una franja de dos millas de distancia alrededor de los acantilados, acordonando la zona. El plan de Tavernor, tal y como lo había concebido, era el de romper el cordón y dirigirse hacia el norte, adentrándose en la parte más salvaje e inhabitada del continente. Mantenía la débil esperanza de que si conseguían escapar del inmediato alcance del ejército, serian olvidados gradualmente; pero pudo darse cuenta de que para un hombre como Shelby, aquello era apenas la sustitución de una muerte rápida por una más lenta.
—Recuerda a Gauguin.
—¿Gauguin? —repuso Shelby incorporándose de su camastro de hierbas—. ¡Ah! Ya comprendo a lo que te refieres. Este no es el caso. Yo puedo vivir sin pintar. Soy bueno en la pintura; pero eso es todo, un buen pintor y nada más. Es un alivio estar en condiciones de conocer la verdad y rendirse realmente a la evidencia.
La voz de Shelby tenía un acento peculiar que le recordó a Tavernor la mujer de ojos lechosos que no se atrevió a venir a Mnemosyne.
—¿A qué te refieres, entonces? —preguntó Mack, con una sensación de alivio por no haber sentido nunca tendencias artísticas.
—Pues quiero decir que... nada de lo que hagamos ninguno de nosotros tiene objeto en los días que vivimos. ¿Cuánto tiempo tardarán los pitsicanos en venir, Mack?
—Puede que no vengan nunca.
—Vamos, no gastes bromas conmigo. La guerra ya existía antes de que hubiéramos nacido y la hemos estado perdiendo siempre.
—¿De veras crees eso?
—Lo sé; a despecho de los trucos que emplea habitualmente el Departamento de Guerra. Ya sabes, Mack, Mnemosyne es un mundo extraño. Tiene la más alta proporción de artistas, poetas y músicos que cualquiera de colonias humanas esparcidas por la Federación. Nadie tiene la certeza de por qué vienen aquí, pero lo hacen, sencillamente como los lemings. ¿Sabes tú lo que traen con ellos?
—Adelante. Te escucho. —Tavernor echó mano de la pipa y con trabajo rebuscó las últimas hebras de tabaco que le quedaban en la bolsa.
—Pues traen el alma humana, o lo que queda de ella. Te parece una locura, ¿verdad?
—Pues no del todo —le aseguró Tavernor, reservándose con cuidado el asombro que le producía la imaginación de una mente artista.
—Esta vez has exagerado tu seriedad, amigo mío —continuó Shelby destapando la botella—. En estos dos meses, ha ido creciendo mi afecto hacia ti, Mack; pero tú, en realidad, eres solo un artesano. Las cosas que te estoy diciendo son tan verdad como tu preciosa Segunda Ley de la Termodinámica; pero en otro plano de la realidad. ¿Te ofende eso? ¿Vas a acusarme de nuevo de homosexualidad?
—No tras haberte oído al fondo de la cueva con Joan Mwahi.
—En tiempos de peligro, la fuerza de la vida se acrecienta en límites insospechados; es la forma lógica en que se comporta la Naturaleza
—La mayor parte de las noches, lo vuestro suena a una confrontación a vida o muerte, a lucha total.
—Así es, teniendo en cuenta que he sido el más duramente reprendido de todo el grupo. Pero estaba hablando de otras cosas. El arte, tanto si aceptas la idea, como si no, sirve de espejo al alma humana. El artista no es nada sin la inspiración y cuando ésta llega, el artista es meramente un instrumento, lo que hace que el arte sea tan valioso. Una verdadera obra de arte, te dice cómo son las cosas, dando por supuesto que sepas cómo mirarlas. Un ser dotado de una suprema inteligencia que la mire, pongamos por caso el mural del pobre Vejvoda, habría estado en condiciones de leer en él la totalidad de la experiencia humana, incluso en el caso de que el propio Jin, solo un instrumento, hubiese sido incapaz de tal interpretación.
—¿Para qué sirve pintar, si la pintura no puede ser comprendida? El interés de Tavernor estaba comenzando a excitarse. Las palabras de Shelby despertaban unos lejanos ecos en su mente, medio formando la idea de la omnipresencia de la vida, que le había alcanzado durante el fantasmal silencio que siguió a la transformación de la estrella Neilson.
—Pero es que siempre puede ser parcialmente comprendida, y el único camino con significado que puede seguir la vida de un hombre es el que acreciente su grado de comprensión. Una pintura clásica abstracta, como «Emitir luz sin dolor», contiene exactamente la misma información, infinitamente multiplicada, que la que nos proporciona la tabla de Van Hoerner de valores arbitrarios para el curso de las vidas y probabilidades de destrucción de las civilizaciones técnicas.
—¿Acaso es que el mural de Vejvoda contiene un informe hasta el momento presente respecto a la situación de la guerra?
—Lo creas o no... sí. Te habría dicho que el Hombre casi ha perdido su alma, que su genio se ha marchitado, que está perdiendo la guerra contra los pitsicanos, porque ha perdido el derecho a ganarla. Tienes razón respecto a mí —concedió Tavernor—. Yo sólo soy un artesano.
—Tú eres un ser humano como el resto de nosotros; pero una simple copa de chispas puede hacer la condición soportable.
Shelby tomó un trocito de azúcar del bolsillo y lo dejó caer en el frasco. El verde líquido comenzó a rebullir con motas de luz dorada, como un microcosmos en creación. Alguna de aquellas mágicas chispas, salieron al exterior por el cuello de la botella; pero Shelby las atrapó en el aire inhalándolas por la boca.
—El Olimpo esperó mil años para esto y nunca llegó —susurró como para sí mismo—. Una porción de hielo verde, perfumes de loto, la luz del sol y los sueños... No te lo ofreceré de nuevo.
—Bueno, dejémonos de todo esto —indicó seriamente Tavernor—. Hay trabajo que hacer.
El cordón de vigilancia tenía una forma vagamente semicircular y poco más o menos tres millas de longitud. Consistía en seis barreras de rayos láser enlazadas entre sí a media milla de distancia de intervalo. Cada barrera era todo un derroche de rayos láser refractados entre dos estaciones proyectoras; rayos de baja energía que incluso resultaban invisibles en plena noche. Pero si un cuerpo en movimiento interrumpía alguno de los rayos automáticamente se producía una descarga súbita en el proyector y los laceres asaeteaban con sus cegadoras lanzas de muerte. Los niveles de energía alcanzados podían ser calibrados por el hecho de que cuando se establecieron las estaciones de proyección, no había sido necesario derribar ningún árbol para establecer una línea recta de conexión. Todo lo que precisaron los técnicos encargados de su montaje fue taladrar con agujeros en los mismos troncos de los árboles la trayectoria a seguir.
Tavernor sabía por experiencia que los únicos puntos débiles de aquella instalación eran las estaciones proyectoras, donde las dos unidades láser se hallaban de espaldas una con otra. La técnica a seguir era o bien colocar una barrera física entre las unidades, o dejar una tentadora «puerta» de paso con un escuadrón de vigilancia al exterior de cada estación, con instrucciones de dirigir un fuego convergente sobre cualquier cosa que intentara pasar por ella. Fue a este respecto, en la estimación de Tavernor, donde Farrell y sus hombres se habían mostrado ligeramente faltos del cuidado suficiente. Habían dejado dos puertas de paso, cada una guardada por cuatro hombres y dos ametralladoras, con la presunción hecha de que seria imposible para aquellos fugitivos, virtualmente desarmados, intentar forzar tales pasos.
Tavernor se puso en pie y golpeó su pipa contra la rocosa pared de la caverna. Se había fumado las últimas hebras de tabaco que había guardado, como Shelby el licor, para sus últimas horas en la cueva. Estaba demasiado oscuro para ver algo; pero oyó los movimientos expectantes entre los veintitrés hombres y cuatro mujeres con quienes había vivido durante los pasados dos meses.
—¡Un discurso! —pidió alguien irónicamente.
Mack identificó la voz de Pete Troyanos.
Tavernor vaciló, aclarándose la garganta. Deseaba decir a aquella gente una serie de cosas importantes, cuánto había admirado su valor y adaptabilidad, con cuánta amargura lamentaba las muertes que se habían producido, cuánto sentía las frustraciones que padecían por el hecho de que, estando desarmados, se habían convertido en guerrilleros y cuánto les había agradecido el verse rodeado del afecto y del respeto de todo el grupo, cuando se había sentido él mismo incapaz de sostener relaciones humanas normales. Pero se dio cuenta de que las palabras sobraban, casi, en aquella ocasión. —Creo que no es el momento de pronunciar discursos —dijo—. Todos vosotros sabéis exactamente qué es lo que tenéis que hacer y lo que hay que hacer ahora es marcharnos de aquí.
Sus palabras fueron acogidas con un silencio total, en el cual advirtió una decepción por parte de sus compañeros de desventuras, dándose cuenta de que tenía que responder a su demanda y de que tenía que pagar su contribución natural como miembro de la raza humana.
—Escuchad... —Tavernor parpadeó desesperadamente en aquella oscuridad, librando toda una batalla contra la marea estéril y fría del pasado—. Tenéis que cuidaros de vosotros mismos, porque... porque...
—Es suficiente, Mack —dijo una voz calmosa—. Estamos ya dispuestos para ir.
Salieron uno tras otro a la fría noche. El cinturón lunar pasaba por encima de sus cabezas, como un helado curso de diamantes rotos, una vez atravesado por la sombra del planeta, alrededor de la cual parecía que se hubiera hecho una siembra de anillos concéntricos de amatistas, esmeraldas, topacios y rubíes. Las estrellas brillaban débilmente al otro lado de la brillante cortina celestial, dando al cielo la impresión de una infinita profundidad que faltaba en otros mundos. Tavernor respiró profundamente, forzándose a sí mismo a relajarse, mientras que los otros comenzaron a ganar el selvático cinturón de matorrales que separaba el bosque propiamente dicho de la base de los acantilados.
A una milla de distancia y en línea recta atravesando la maleza, estaba la estación central del cordón, a la que había que dar el asalto. El primer paso del plan concebido implicaba que el grupo se aproximase a unas cuatrocientas yardas de la estación y que allí esperasen la señal de Tavernor para avanzar. Mack hubiese preferido acercarse aún más; pero el riesgo de ser detectado por cualquier dispositivo de escucha hubiera sido demasiado grande. Cuando la última persona de la silenciosa fila india estaba desapareciendo entre los matorrales, Tavernor y Shelby reunieron y cargaron con las seis enormes flechas y las seis jaulas de los alas de cuero. Siguieron al grupo principal durante algún tiempo y después se desviaron ligeramente hacia el sur, dirigiéndose a un pequeño cerro desnudo de vegetación que Tavernor había seleccionado previamente.
Mientras caminaba, Tavernor pudo advertir el nervioso rebullir de los alas de cuero enjaulados e imaginó que aquellas extrañas criaturas olfateaban la muerte, sintiéndose desgraciadas. Sintió una oleada de afecto por aquellos mamíferos, cuya instintiva moralidad era superior a los grandes edificios éticos construidos por la humanidad. Al ala de cuero no le resultaba extraño el tener que matar; pero tomando solo la exacta proporción de la mesa del banquete ecológico, como había descubierto cuando intentó entrenarlos en una partida de caza. Eran sus métodos de despachar la presa lo que proporcionó a Mack la idea de incorporarlos a la guerrilla como una nueva especie de arma.
La primera vez que vio a un ala de cuero en acción pensó que se hallaba observando un espectacular suicidio. Se había lanzado como un rayo descolgándose del ambiente rojizo del crepúsculo, aplastándose como una bomba en el interior de una colonia de seudolagartos anidados en un saliente rocoso. El brutal impacto se oyó en un centenar de yardas. Tavernor, cuya curiosidad se había despertado a límites insospechados, fue saltando a duras penas por las rocas y llegó con el tiempo justo para ver como el ala de cuero se disparaba hacia arriba con un reptil muerto entre sus garras. Aparentemente una fuerza de deceleración o tal vez la fuerza de cien gravedades había dejado al ala de cuero como si tal cosa.
Tavernor continuó observando a los alas de cuero durante varios meses antes de descubrir que estaba equivocado en una de sus más básicas apreciaciones respecto a ellos. Sus hábitos nocturnos y su apariencia general de murciélago le habían engañado al pensar que utilizaban alguna especie de radar para su navegación aérea en la oscuridad, como le sucede al murciélago terrestre; pero lo cierto es que disponían de una determinada forma de telepatía. Los depredadores que tenían la facultad de influir en la mente de sus presas no eran desconocidos en los variados dominios de la Federación; pero Tavernor sospechó que los alas de cuero tenían la facilidad de poseer tal facultad en un alto grado. Realizó experimentos para probar que los animales podían hacer algo más que detectar las radiaciones cerebrales. Una serie de experimentos consistió en que Tavernor fijase sus pensamientos en un objeto componente de un grupo, dejando después a un ala de cuero libre e inculcándole tales pensamientos con toda su fuerza. Tan pronto como aprendió bien la artimaña de proyectar la imagen claramente, la proporción de éxitos directos en forma de impactos seguros sobre el objetó elegido, subió a un cien por cien.
La idea de utilizarlos como una enorme flecha guiada por control biológico le llegó poco después, entre la misma paralizante sensación de revelación que había experimentado últimamente en la nave de tránsito hacia MacArthur. Había trabajado sobre aquella idea solo intermitentemente; pero aquello ofrecía un positivo aspecto, a pesar de una cierta repugnancia en moldear con sus manos los instintos de aquellas criaturas, respecto a lo que los alas de cuero podían hacer. Unas pruebas preliminares le habían mostrado que un ala de cuero podría ser entrenado en aceptar el rápido viaje de una flecha acurrucado en el hueco de su extremo, controlar el punto de impacto dentro de las limitaciones de la masa del proyectil y del alcance de las alas del animal y escapar libre momentos antes del impacto. Tavernor apenas había comenzado a construir en su taller un adecuado dispositivo de lanzamiento, cuando la casa, el taller y el bosque circundante habían sido reducidos a sus componentes químicos por el ejército sin ningún respeto... Desde la cresta del pequeño altozano era posible ver un ligero resplandor de luz procedente de la estación proyectora.
—Creo que nos están poniendo las cosas fáciles —dijo Shelby despectivamente.
—No importa la luz —repuso Tavernor dejando caer la carga—. He arreglado los arcos aprovechando la luz del día. Mi única preocupación es no poder disparar juntos a un par de nuestros amigos; creo que es pedir demasiado a estas criaturas.
—Pues a mí, no. Ya te he visto disparando a esos animales.
—Sí, pero solo durante el día. Unos arcos como éstos, hechos de madera y cuerdas de fibra, cambian sus características con la temperatura y la humedad. Hay también un límite para la dispersión de los alas de cuero.
—Como tú creas, Mack.
—Vamos a encargarles un buen trabajo, pues. Tú comprueba el físmel, mientras que yo tenso los arcos.
—¿Comprobar qué?
—El físmel es la distancia entre el dorso de la flecha y la cuerda del arco. Es como un indicador manual de tensión.
Tavernor dio a Shelby una varilla con una entalladura cerca de un extremo.
—Pon este extremo sobre el sitio en que descansa la flecha a ver si la cuerda cruza la entalladura. Si no llega, es que el arco está flojo y tendremos que tensar la cuerda para acortarlo.
—¿Es necesario hacer todo esto?
—Soy un artesano, recuerda. Tienes mi palabra de que es así.
Tavernor comenzó a templar la encorvadura de los seis macizos arcos, gruñendo furiosamente por el esfuerzo requerido para conquistar y dominar su implacable resistencia. Dos de los físmeles resultaron demasiado pequeños y los respectivos arcos tuvieron que ser reencordados. Para cuando hubo terminado, Tavernor estaba bañado en sudor y el corazón le latía pesadamente, recordándole que estaba a punto de cumplir los cincuenta años. Aseguró los arcos en sus lugares de disparo, proporcionándole una nueva y renovada fatiga el montarlos en sus rampas de funcionamiento, colocar las flechas y tirar de las cuerdas tensadas con ambas manos, para ser disparadas con los pies. Cuando los seis arcos estuvieron dispuestos, respiró profundamente hasta que los fuertes latidos de su corazón se templaron.
—Me gustaría poder ayudarte —dijo Shelby, mirando con pena su brazo inútil, ya que el tríceps estaba partido en dos por el balazo que recibió.
—Guárdate tus fuerzas para salir corriendo.
Tavernor se puso en pie, comprobó que las rampas de los arcos estaban bien dispuestas y en los lugares que previamente había marcado. Abrió las jaulas una por una y puso a los alas de cuero en los hoyos tallados en la cabeza de la gran flecha de cada arco, acariciando las cabezas de los animales, murmurándoles palabras de dulzura y de confianza. Los plateados ojos de los animales le miraban en la oscuridad, diciéndole cosas que hubiera podido comprobar muy bien de no hallarse agobiado por la armazón humana. Se arrodilló tras el primer arco y reunió sus pensamientos, dándoles forma y clarificándolos, creando una imagen mental de lo que tendría que ser el objetivo de los animales. Mientras pensaba en las cuatro caras desconocidas de los soldados cuyas vidas tenía que cobrar, se puso en estrecha comunión con una mente que nunca había conocido la maldad ni la culpa, tratando de alejar el concepto de destruir una vida para conservar las demás, a despecho de su sombría certeza de que la comprensión a semejante nivel sería imposible.
—¿Está todo dispuesto, mon ami? —repuso Shelby en un susurro ansioso.
—¡No hables!
Tavernor soltó el primer disparador y la gran flecha surcó los aires en la negrura del cielo nocturno y en busca de su objetivo, con la confianza de que todo estaba bien calculado. Sin perder más tiempo, Tavernor siguió e hizo lo mismo con la fila de arcos enviando las flechas a recorrer la distancia de aquellas quinientas yardas. Era preciso moverse rápidamente para evitar que los soldados pusieran en funcionamiento cualquier tipo de alarma cuando se encontraran bajo el imprevisto ataque. Al disparar la quinta y la sexta flecha, miró con fijeza al resplandor de la luz de la estación proyectora. La luz continuaba igual, sin ninguna indicación de si estaba iluminando la vida o la muerte.
—Da la señal —indicó Tavernor—. Todo está ya decidido.
Shelby hizo sonar su silbato de madera y comenzaron a correr. Moverse entre los matorrales a una velocidad superior a una marcha normal, resultaba peligroso; pero Tavernor solo pensaba en la posibilidad de que el p1esto de mando hiciese alguna señal de rutina con la radio de las estaciones y descubriese algo fuera de lo normal. Corrió delante de Shelby tan rápido como le fue posible, utilizando su mayor peso corporal para abrirle paso a su compañero entre la maleza. Unos crujidos procedentes de la parte norte le advirtieron de que iba adelantado del grupo principal. Alargó sus pasos. Si las flechas habían fallado en realizar su cometido iba directo a sentir el primero las consecuencias. La luz de la estación comenzó a hacerse visible ante él y estimó que se encontraba todavía a unas doscientas yardas.
En aquel instante el cielo pareció encenderse con resplandores de aviso. Tavernor se detuvo un instante y Shelby se le echó encima a muy pocos segundos. Su primer impulso fue dar la señal para volver a refugiarse en la caverna, pero en el acto comprobó que las luces se habían enviado como bengalas hacia el norte y sur, aunque no hacia ellos. Parecía que las flechas habían alcanzado sus objetivos marcados. No había tiempo que perder en imaginarse de qué forma habían sido alertados los hombres de las otras estaciones.
—¡Sigue corriendo! —gritó a Shelby, forzándole a seguir adelante—. ¡Vamos, continúa!
—¿Correr? ¡Fíjate como vuelo! —repuso Shelby lanzado hacia delante de Tavernor y corriendo ambos a través de la oscuridad, con los músculos sobrecargados por el miedo. Una prolongada explosión y una porción de fuego color naranja arrojado al aire hacia el sur, advirtieron a Mack que dos helicópteros habían despegado del suelo. Intentó correr más deprisa; pero era algo ya superior a sus fuerzas.
Unos puntos brillantes de luz se arqueaban en el cielo, lo que demostraba que las tripulaciones de los helicópteros estaban poniendo en funcionamiento sus armas de a bordo.
Tavernor alcanzó la estación delante de los más avanzados del grupo principal. Se lanzó como un tromba entre el estrecho pasadizo existente entre las dos estaciones e hizo un esfuerzo final en las cincuenta yardas que le separaban de la luz todavía resplandeciente y que era una lámpara de campaña puesta a la entrada de una tienda en ángulo agudo. De uno de los lados de la tienda sobresalían las puntas de las dos flechas allí caídas. Tavernor se puso de rodillas, miró al interior y vio a dos cuerpos caldos al suelo y que parecían haberse dirigido hacia la puerta cuando les llegó el fin. Lo que había sido la cabeza no era más que una masa sanguinolenta.
Se puso en pie y miró a su alrededor. Otros miembros del grupo ya entraban por la puerta entre las dos estaciones, pasándole y adentrándose en el bosque. Shelby estaba en pie junto al pasadizo, empujando a los hombres por el camino a seguir. El ruido de los helicópteros comenzó a llenar el ambiente circundante, mientras que nuevos resplandores comenzaban a entrecruzarse por el cielo. Tavernor buscó agudizando la vista entre la línea de árboles y vio el ligero brillo de una ametralladora y corrió hacia ella. Otro cuerpo estaba deshecho en el suelo junto al arma y en una de las manos sin vida del soldado, una radio de campaña, con la luz roja de transmisión aun encendida. Se situó detrás de la ametralladora y dio vuelta hacia el sur. El flujo de los fugitivos había cesado, pero Shelby seguía todavía de pie en el pasadizo.
—¡Vamos, Kris, lárgate al infierno fuera de aquí! —le gritó—. Vamos a ser cazados desde el aire en cualquier momento.
—Todavía no, aun quedan algunos que no han llegado.
—¿Cuántos?
—Cuatro.
—Ya pasarán por su cuenta. ¡Fuera! —Joan es uno de ellos. Voy a esperarla.
—¡Por amor de Dios, Shelby! No es más que una...
Pero la voz de Tavernor se perdió entre el tremendo rugido de un helicóptero que picaba en aquel momento directamente por encima de la tienda de campaña. La tienda quedó destruida bajo aquella tormenta de polvo y hojas y la luz de la linterna comenzó a danzar. Tavernor levantó la ametralladora, apretando el gatillo con todas sus fuerzas. Controlando el arma por instinto, roció un costado del fuselaje con una granizada de balas. Una llamarada terrible de color naranja comenzó a envolver al aparato. El desequilibrio producido hizo que se inclinase de costado, estrellándose contra el suelo a poca distancia de Shelby, paralizado por lo que había sucedido en tan pocos segundos. La barrera de rayos láser golpeó con furia, como si fuera con dardos forjados en el interior de una nova, a la máquina, que explotó con sus tanques de combustible y sus municiones. Tavernor sintió el suelo rocoso como un barco en el mar, al desintegrarse el helicóptero en mil ruidos, esparciéndose en fragmentos, algunos de los cuales fueron a cortar otra vez el cordón establecido, además de haberlo hecho ya en varias partes el láser.
Unas llamaradas más pequeñas mostraron que Shelby ya había dejado de permanecer en pie. Tavernor corrió hacia él. De pronto se detuvo y se cubrió los ojos con sus manos. Shelby había sido alcanzado por un trozo de metal y era obvio, incluso a cincuenta pasos de distancia, que estaba muerto. Tavernor miró entonces el estrecho pasadizo existente entre las dos unidades de láser. Shelby había advertido que faltaban por llegar cuatro personas. Vaciló y el suelo pareció surgir hacia el cielo mientras un segundo helicóptero tronaba sobre su cabeza con las armas de costado a pleno fuego. La tierra pareció volver de nuevo a su sitio, dejándole milagrosamente intacto, excepto por un agujero perfectamente redondo en la bota izquierda. Se volvió y corrió de nuevo hacia la ametralladora. El arma aparecía de costado con sus mecanismos deshechos.
El segundo helicóptero volvió a dar una pasada sobre el lugar en que se hallaba y esta vez Tavernor advirtió las estrellas azules blasonando en sus costados. Llegó al tiempo justo en que Joan Mwabi y los otros tres que faltaban aparecieron por la puerta de salida. Todas las armas abrieron fuego al mismo tiempo y su fuego, canalizado por las unidades láser a prueba de balas, pareció arrastrar a aquellos seres humanos como hojas secas por un fuerte vendaval.
Andando lentamente y con cuidado, como lo habría hecho un hombre anciano, Tavernor se internó en la negrura de los bosques.
9
Cuando Tavernor se aproximó a la carretera de la costa, se encontró extrañamente débil y con vértigos. Al principio procuró dejar de lado el choque nervioso sufrido. Hacía ya tantos años desde que le ocurrió aquello, endurecido después por la batalla contra los pitsicanos... Lo de aquella noche era suficiente como para hacer estremecer a cualquier hombre. Pero cuando sus rodillas comenzaron a temblarle a pesar de sus esfuerzos en controlarlo, le llegó a la mente la sospecha justificada de que el agujero de su bota izquierda era algo más que un simple inconveniente.
Se sentó y se sacó la bota. Al quitársela sintió un desagradable ruido de succión y las primeras luces del amanecer le mostraron que todo el pie lo tenía empapado de sangre negruzca. Cuando se quitó el calcetín, el segundo dedo del pie salió con la prenda.
Aturdido, miró al pie dañado con ojos de reproche. El espacio vacío, en donde faltaba el dedo recién perdido, sangraba con abundancia. Y tuvo que haber sangrado todo el camino recorrido a través del bosque. La comprobación de que estaba herido, pareció desatar el bloqueo neural de su cerebro y comenzó a sentir fuertes dolores en el pie y la pierna y, con el dolor, la alarma por el hecho de que la herida estaba en malas condiciones de higiene. Durante los dos meses de escondite, apenas si habían tenido agua para beber y cubrir las más elementales necesidades con el precioso líquido, por lo que no habían podido pensar en lavarse. Por añadidura, era lógico que se hubiese introducido en la herida la más diversa variedad de polvo y suciedad mientras duró la larga caminata nocturna.
Recogió el calcetín y lo arrojó entre los árboles, después buscó en el bolsillo el trozo de tela que constituía la bolsa que había usado para el tabaco de pipa. Con aquella elemental compresa puesta en el hueco de los dedos, se puso la bota y comenzó a caminar de nuevo. Los otros se habían dirigido hacia el norte hasta salir corriendo fuera del bosque para seguir después caminando toda la noche y pasar los límites de la civilización; pero Tavernor estimó que no disponía de más de una hora para poder echarse en cualquier parte y recuperarse de la pérdida de sangre.
La idea de dormir comenzó a hacerle bostezar; pero el bosque no era lugar para el descanso, a menos de que se quisiese exponer al riesgo de quedar embutido en la celulosa. Acudió a su mente el recuerdo de aquellos negros cabellos helados y revueltos. La pérdida de doce o más hombres y de un helicóptero de último modelo iba a cambiar totalmente la naturaleza de la operación, por lo que al ejército concernía. Farrell debía aparecer como un estúpido y su historial debería quedar nuevamente brillante, sin pérdida de tiempo. Tavernor emprendió una carrera cojeando.
El sol aparecía entre suaves nubes de niebla que aclararon el ambiente. Ante él, el suelo se inclinaba suavemente por varios cientos de yardas hacia abajo hasta la carretera general que conectaba El Centro con una cadena de pequeñas comunidades a lo largo de la costa. Más allá de la carretera, se encontraba una ancha faja de tierra herbosa que, con la característica circunstancia de un planeta sin luna y por tanto sin mareas, terminaba en el mar. Mnemosyne estaba dotado fabulosamente de satélites; pero su escaso tamaño y la disposición en forma de cinturón lejano y envolvente cancelaba el tirón propio de la fuerza de la gravedad. Esparcidos a lo largo de aquella faja de verdor entre la carretera y el océano, se veían edificios de los más diversos tamaños y de los más variados estilos arquitectónicos. Tavernor estaba razonablemente seguro de que podría encontrar un médico en alguna parte a lo largo de la franja costera si podía atravesar la carretera sin ser visto. No había tránsito en aquella temprana hora del amanecer, aunque algo en el cielo por encima del bosque sugería la existencia de una patrulla aérea. Cualquiera que pensara en atravesar la blanca cinta de la carretera procedente del bosque, se encontraría atrapado como una araña en una bañera.
Caminó hacia el sur en una corta distancia, ocultándose entre los matorrales y las hierbas más altas y buscó el desagüe más cercano. Varias veces, durante su marcha reptando a través del túnel de desagüe, criaturas a quienes no podía ver se despertaban bajo sus manos y salían disparadas hacia delante o se le enroscaban entre las piernas. «Cerulea está casi completamente libre de formas de vida venenosa», siguió repitiéndose para sí, lo que le sirvió de algún alivio. El enorme gusano en forma de mano humana que encontró reptando por su pecho era una criatura no venenosa e incluso casi amigable.
Cuando pudo incorporarse al otro extremo, junto a la orilla del mar, todo su cuerpo estaba recubierto de suciedad e inmundicias y el pie le latía ardoroso y con fuerza. Se desplazó a lo largo de la línea de árboles jóvenes que flanqueaban la valla de la carretera general. Las casas, sumidas en el sueño y la calma, todavía aparecían bañadas por la luz del nuevo día, con sus diversos colores y, a los ojos de Tavernor, como algo irreal. ¿Sería él lo que constituía algo irreal? El era el que no pertenecía a aquella o a otra sociedad, el helado fantasma de un hombre que pudo haber sido, desprovisto de casi todas las cálidas y positivas emociones humanas y como una negación de la humanidad, orientado hacia la culpabilidad mientras otros hombres lo estaban hacia la alegría, a odiar como los otros a amar. Los pocos momentos de contacto con personas como Lissa, Shelby e incluso la pequeña Bethia, sirvieron solo para recordarle sus propias deficiencias; porque ellos habían estado dando, mientras que todo lo que él pudo hacer fue tomar, con los torpes dedos de un chiquillo que roba los huevos de un nido...
El suave movimiento de un letrero le captó la atención a una distancia de varios cientos de yardas. Se aproximó y vio en él el nombre de un médico, sintiendo una inmensa gratitud hacia el nostálgico tradicionalismo que invariablemente lleva a la gente en mundos extraños a poner buzones y verdes contraventanas en sus tranquilas casas. Aquel hombre, NORMAN R. PARSONS, Doctor en Medicina, tenía probablemente un piso moderno en El Centro y en el imponente edificio del Centro Médico; pero, aun así, había clavado el letrero en la puerta principal de su residencia de campo. Tavernor esperó y confió en que la conducta sentimental del Dr. Parsons no le ocasionara en aquellos momentos mayor número de dificultades de las que ya había tenido que soportar.
La casa de una sola planta era pequeña y acogedora y su entrada principal llevaba a un bonito porche. Decidió no hacer más ruido del necesario para despertar al médico, sin que los vecinos se apercibieran de lo que estaba ocurriendo. Mientras que con una mano sostenía un cuchillo, con la otra presionó el timbre, el cual sonó musicalmente, lo que le produjo aún una mayor nostalgia. Pasaron cinco largos minutos sin que obtuviera ninguna respuesta, hasta que comenzó a aceptar su buena suerte. El Dr. Parsons podía estar muerto, borracho como una cuba o fuera de casa. Se apresuro a dar un rodeo a la casa y miró en el garaje. Estaba vacío.
Tavernor reunió sus escasas fuerzas y rogando interiormente porque no existiesen dispositivos de alarma contra los ladrones, arrimó el hombro a la puerta trasera. El cerrojo saltó y penetró inmediatamente para hacer una rápida inspección de las habitaciones contiguas y convencerse de que todo aquello estaba a su entera disposición. Estaba vacío; pero allí aparecían objetos, ropas y pertenencias de un hombre y una mujer, sugiriendo que los dueños no estarían fuera por mucho tiempo.
Una de las habitaciones aparecía amueblada como un estudio y oficina al propio tiempo. Tavernor abrió una caja pintada de blanco y extrajo instrumentos quirúrgicos, un tubo de carne artificial y una Variedad de antibióticos. En el armario de un dormitorio halló toda una fila de trajes, que daban la impresión de ser bastante estrechos de hombros y largos de piernas; sin embargo, con cualquiera de ellos habría estado infinitamente más presentable que los harapos que le cubrían. Otro armario dé cajones le mostró toda una gran abundancia de camisas, ropa interior y calcetines, además de zapatos que resultaron ser solo una fracción más grandes que los de su número.
Reuniendo aquel tesoro, se fue al cuarto de baño, se desnudó, y se limpió el pie herido. El dedo había sido amputado limpiamente por su base. Al quitar la suciedad que envolvía la carne, comprobó que no quedaban astillas de hueso. Aquello le resultó una tarea nauseabunda, aun con su gran tolerancia para el dolor físico. Continuó su tarea, imaginando que otras manos que no eran, las suyas estaban realizando la cura. «Es este dedo del pie, Dr. Parsons; no sé la correcta designación médica que le corresponde. Vamos, Dr. Parsons, por amor de Dios... deje de lamentarse y observe lo que está haciendo... Ese cerdito se quedó en casa... Me temo que no sea ésta la expresión más adecuada...».
Con la herida limpia, rociada con polvos antibióticos, precintada con carne artificial y vendada con una envoltura impermeable, abrió el grifo de la ducha y casi gritó de alegría al comprobar que disponía de un gran espacio en el fondo. Llenó el baño de agua caliente, la dejó correr; se lavó cuidadosamente y después cambió el agua. La segunda vez, el agua estaba más caliente que la primera. Puso en marcha el termostato fijándolo a aquella temperatura y se sumergió en el baño, relajándose, flotando en él. Algo le advirtió que no debería permitirse el gastar demasiado tiempo en darse aquel gusto; pero la idea le pareció carente de significado.
«El sueño es lo mejor», pensó. «El comer algo sería estupendo; pero ya comeré más tarde. El sueño lo es todo. Dormir... dormir…».
Se despertó súbitamente al ambiente de una difusa luz del atardecer. Perdido, desorientado, permaneció en el agua hasta que su memoria funcionó para aclarar sus ideas. El sueño, la pequeña muerte, le había realmente reclamado. Salió del baño, se restregó 4e prisa y se vistió con la mayor urgencia posible. Resultaba evidente que los propietarios de la casa aún no habían vuelto; pero todo era una pura suerte, pues en tales circunstancias confiar en ella era de lo más estúpido. Sí, se había comportado como un tonto o como cualquiera que subconscientemente quiere fracasar.
Recogió sus viejas ropas, el cuchillo y su baqueteada pipa, además del abultado tollo de billetes de banco, cuyo exterior estaba completamente negro por el polvo y la grasa. Sus brazos y piernas temblaban por la debilidad a causa de la pérdida de sangre y la larga inmersión en agua caliente. Su principal necesidad entonces era el alimento. Echó las ropas viejas por el conducto que las llevaría al horno para quedar reducidas a cenizas, intentando borrar la evidencia de su presencia en aquella casa y posible identificación. En el frigorífico encontró filetes de carne, pescado y huevos sintéticos. Tomó dos buenos filetes y seis huevos sintéticos. Los puso en la parrilla de la cocina eléctrica y a poco los filetes olían de forma deliciosa, al tiempo que freía aparte los huevos. Mientras esperaba que estuvieran a punto, se bebió dos botellas de leche. La leche, elaborada artificialmente a base de hierba nativa del planeta, tenía un sabor peculiar a levadura; pero Tavernor se la bebió con delicia. Cuando los filetes y los huevos estuvieron a punto, se sentó.
En la mesa de la cocina había una radio. Tavernor la encendió y escuchó complacido la música mientras comía, creando en su entorno una atmósfera de seguridad doméstica. Se puso en pie, sacó del rollo de billetes uno de cien estelares y lo puso sobre la mesa. Con el descanso, ropas limpias y el estómago lleno, se sintió pronto listo para emprender la caminata hacia el norte que le llevaría a encontrarse con los demás fugitivos, que se encaminaban al punto de cita, en las orillas del lejano lago Bruce. Después de todo, el confiar en su buena suerte había sido una buena idea. Los sufrimientos, el cansancio y la suciedad habían quedado atrás y todo lo que entonces tenía que hacer era salir a la carretera y seguir andando.
Al ir a coger la manecilla de la puerta, oyó en la radio una señal de cambio de programa y de una nueva emisión. Tavernor se detuvo, por si podía oír algo relacionado con la reacción del ejército en las pasadas actividades nocturnas.
«... las grandes noticias del día, están relacionadas con el hecho importantísimo, en sociedad, de la boda del año, que tendrá lugar muy en breve aquí en El Centro, entre la señorita Lissa Grenoble, hija del Administrador Planetario, y el teniente coronel Gervaise R. Farrell, actualmente agregado a Cerulea número 1 y que, como ustedes saben, es el sobrino del Supremo Presidente Berkeley H. Gough».
La voz profesional del locutor se detuvo un instante para respirar.
«El compromiso ha sido anunciado personalmente esta mañana por el Administrador Grenoble, quien ha manifestado haber recibido un taquigrama de felicitación y enhorabuena del Presidente Gough. Proporcionaremos mas detalles en sucesivos programas...».
Tavernor apagó la radio, sacudiendo la cabeza con énfasis y casi estúpidamente. ¡Lissa y Gervaise Farrell! Aquello era imposible. Su mente volvió hacia la última noche con Lissa a bordo del aparato volador de la joven. Lissa había sido suya. Y ahora lo sería de Farrell... La idea rebotó furiosa en su cabeza, resultándole imposible aceptarla. Salió al exterior, quedándose por un momento fijo en la contemplación de la calma del azul océano que se extendía más allá de los árboles. «No puedo reprochárselo», razonó mentalmente. «¿Qué alternativa le quedaba?». De una parte estaba Farrell, joven, apuesto, rico, famoso, de su misma categoría social, un¿ de los mejores partidos entre los solteros de toda la Federación, y de la otra, él, Tavernor... un hombre ya maduro, fugitivo, con las venas llenas de agua helada y un espíritu trastornado por el odio y la autocompasión.
«No, no puedo reprochárselo», repitió en voz alta, cerrando los ojos y apoyándose en el quicio de la puerta, mientras sentía un agudo dolor y una tremenda angustia. Y, con aquel dolor, le llegó a la mente una nueva apreciación interior de sí mismo. Sus frecuentes autoanálisis habían sido un fraude, una ficción; no eran sino una forma desviada de erigir otra pantalla alrededor del verdadero Tavernor, ya que la verdad auténtica era que sí se lo reprochaba a Lissa. Desde luego que era demasiado viejo para ella y que el matrimonio con Lissa estaba fuera de toda cuestión; pero Tavernor deseaba que la joven pasara el resto de su vida en una especie de luto solitario por él, como una princesa encarcelada en una alta torre, inalcanzable para otro hombre. Era una ridícula visión de la época del rey Arturo; pero era exactamente lo que estaba demandando el espíritu hinchado e incierto de Mack Tavernor, su ego descarriado. Mack se alejó lentamente de la casa.
Algún tiempo después comprobó que caminaba en dirección contraria, dirigiéndose al sur, hacia El Centro y hacia Lissa Grenoble, pero le fue imposible volver sobre sus pasos...
10
La Residencia del Administrador era un enorme edificio hexagonal impresionante y majestuoso, con toda la fachada de mármol y que ocupaba la cima de una colina redonda, como la capa de azúcar en una tarta. Tavernor menospreció su aspecto a la luz del día por la patente relación que ostentaba con la arquitectura colonial terrestre en el pasado; pero por la noche cobró una vista más sugestiva.
Saltó el muro que circundaba la colina, sintiendo un agudo dolor en la herida del pie y se dirigió hacia arriba atravesando grandes extensiones de arbustos y plantas de jardín. El edificio, inundado de luz que se expandía por las ventanas y balcones, muchos de ellos abiertos, se alzaba imponente frente a él. Suponiendo que Grenoble estuviera enfrascado en alguna de las recepciones o cenas de gala que tanto le gustaban, Tavernor fue dando la vuelta por la colina, hacia la puerta trasera del gran edificio. La corriente enjoyada del cinturón lunar del cielo de Mnemosyne se extendía sobre su cabeza.
Intentó de nuevo decidir qué iba a decirle a Lissa, en el caso de que pudiera ponerse en contacto con ella y de no ser capturado. ¿Qué iba a decirle? ¿Que sabía instintivamente que Farrell no era el hombre indicado para ella, a pesar de joven, rico, guapo y famoso? ¿Que él, Tavernor, había considerado generosamente sus anteriores decisiones y que ella podía casarse con él, siendo la esposa de un hombre fugitivo, huyendo probablemente de una sentencia de muerte? ¿O seria simplemente para decirle adiós? Fuese lo que fuese, había que decirlo con palabras.
La suite residencial, situada detrás del edificio, se hallaba en la oscuridad, excepto por la luz difusa procedente de otras habitaciones. Tavernor rodeó la piscina, cruzó un jardín y un patio. Intentó abrir todas las puertas y las ventanas que fue hallando a su paso; las encontró cerradas y acabó subiendo por una columna metálica hacia la galería. Uno de los dormitorios de la primera planta pertenecía a Lissa. Desde el exterior, sin embargo, no podía decir cuál era y, en cualquier caso, ella no podría hallarse allí, si estaba asistiendo a una fiesta en la planta baja. El mejor plan era esconderse en alguna parte hasta que todo el mundo se fuera a la cama y después entrar y encontrar la habitación de Lissa. Allí había una serie de cómodos sillones y de plataformas que giraban lentamente siguiendo el cinturón lunar del cielo de Mnemosyne, próximas a la balaustrada; pero daban la impresión de ser un mal escondrijo.
—Nunca viene nadie a mi habitación —dijo entonces una voz diminuta y familiar—. ¿Por qué no te escondes allí?
—¡Bethia! —exclamó Tavernor, ocultando su sorpresa al volverse—. ¿Qué te hace pensar que quiero esconderme?
La figurita de Bethia, vistiendo un largo camisón de dormir que le llegaba hasta los tobillos, le estaba observando desde el umbral de una arcada al final de la galería; por un momento Tavernor sintió rabia contra las circunstancias que forzaban a la niña a crecer siempre en la soledad.
—Ven por aquí —le advirtió Bethia.
Tavernor había notado la forma en que la niña había dejado de lado su contrapregunta y sonrió. Para una criatura de tres años de edad, no había nada de extraño en tener que esconderse con frecuencia en sus juegos. Siguió sonriendo divertido y la siguió por la arcada. Ella iba delante con el apagado ruido de sus zapatillas, asegurándose de que nadie hubiera en el corredor, y acabó por hacerle un gesto de conspiración con la mano.
La habitación de la niña era la primera a la derecha. Estaba iluminada sólo por la lamparita de la cama. Tavernor quedó de nuevo sorprendido por el hecho de que ningún objeto de la estancia proporcionaba evidencia de que su ocupante era una niña.
—¿Dónde guardas tus juguetes, Bethia?
—En un armario, por supuesto.
—¿Y por qué no te llevas alguno a la cama? Una muñeca, o algo así...
—No estaría ordenada y limpia.
—Pero te proporcionaría compañía. Bethia hizo un gesto de impaciencia y después se ocultó la nariz con la mano. —¡Una muñeca de compañía!
Bethia se movió de un lado a otro de la estancia profiriendo una silenciosa carcajada y Tavernor se sintió embarazado por una emoción que era incapaz de identificar. Amor, tal vez, pero pesadamente recubierto con —y encontró la palabra—respeto. Aquel diminuto fragmento de humanidad, tenía, con sus tres cortos años, desarrollada ya la inteligencia, el humor, la sabiduría y la autosuficiencia. Bethia, sintió Tavernor súbitamente, era el principal derecho del Hombre para sentirse orgulloso de pertenecer a la raza humana y la ascendencia sobre los pitsicanos. Excepto que algo había ido mal en alguna parte y que, a cada instante, cientos de Bethias como aquella, cada hora que pasaba, estaban siendo destruidas por los guerreros pitsicanos en las lejanas fronteras, cada vez más contraídas, de la Federación.
Tavernor arrugó la frente al creer que olía de nuevo la pestilencia de los pitsicanos. ¿Cuántos años tendría aquella Bethia que entonces tenía frente a sí, antes de que aquellos seres monstruosos y extraños llegaran a Mnemosyne. ¿Veinte? Quizá menos. Ninguna comunicación, ninguna idea, ni una sola palabra se había entrecruzado jamás entre los humanos y los extraterrestres pitsicanos; pero el traslado del Cuartel General del COMSAC a Mnemosyne podría ser observado por los pitsicanos, en cuyo caso el planeta se convertiría en el objetivo número uno.
—¿Has venido para llevarte a Lissa?
—No. Me gustaría hacerlo, pero ahora es imposible. Sólo quiero hablar con ella.
—¿Por qué no te la llevas lejos de aquí?
—No puedo —dijo Tavernor vacilante—. Además, ¿no va a casarse con el coronel Farrell?
—Sí, pero...
—Pero, ¿qué?
—Es un hombre oscuro.
—¿Oscuro?
Tavernor detectó un extraño énfasis en la palabra y decidió comprobarlo.
—Lissa también es oscura.
Una mirada que pudo haber sido de decepción apareció en la carita de muñeca de Bethia.
—Es un hombre oscuro —repitió despacio, pero tú y Lissa tenéis... como una luz. Es algo extraño.
—¿Qué quieres decir, Bethia?
—Ahora me voy a la cama —dijo ella con determinación, arreglándose la camisa de dormir.
Tavernor la ayudó a subirse al enorme lecho y la recubrió con las ropas, tapándola completamente. La niña descansaba en el centro, con los bracitos a ambos lados y una mirada de pacífica contemplación en su rostro.
—Buenas noches, preciosa —le dijo Tavernor, sin que obtuviera respuesta.
Estudió aquella miniatura por un momento, fijándose en el resplandor de perla de su cutis suave, con un creciente sentimiento de tristeza. Después apagó la luz. La inutilidad de su propia vida parecía rodearle más de cerca con los muros de la oscuridad. Se aproximó a la ventana pensando no solamente en la futilidad de su vida, sino en la de toda la vida humana y apartó los pesados cortinajes. Los fragmentos lunares resplandecían en la quieta superficie de la piscina, parpadeando con un brillo argentino. Más allá de los árboles, las luces de El Centro y el resplandor de la nueva ciudad proclamaba la presencia del Hombre en aquella parte de la Galaxia, pero... ¿por cuánto tiempo? Incluso sin la amenaza de los pitsicanos, ¿por cuánto tiempo podría la larga caravana de la humanidad seguir sus pasos entre la infinitud de los tesoros que constituían el Universo? ¿Cuántos siglos? El espíritu exigía que la respuesta fuese por un número infinito, ya que otra cosa no le dejaría satisfecho; pero la mente tenía otra convicción diferente. Resultaba extraño pensar cómo un hecho insignificante, cual la detección de una partícula nuclear elemental, en un pequeño laboratorio de la Tierra, hubiese tenido el poder de barrer todas las esperanzas del Hombre en su colectiva inmortalidad.
El taquión, incapaz de existir a velocidades inferiores a la de la luz, ganaba en velocidad mientras disminuía su energía, acelerándose hasta poder cruzar la gran espiral galáctica en una fracción de segundo. Había abierto el espacio al género humano, pero, al propio tiempo, le había cerrado las puertas del futuro. El continuo espacio—tiempo estaba vacío. Con el comunicador taquiónico, la civilización humana podía haber hablado a otras civilizaciones existentes a distancias que era preciso medir en años luz por miles, con la sola limitación de la disminución de su energía en función del incremento de velocidad. Pero en lugar de un éter burbujeante de voces inteligentes, el indagador taquiónico no había encontrado nada. La extensión del tiempo era demasiado grande. Las civilizaciones podían surgir, florecer y morir en profusión, pero los momentos culminantes del tiempo galáctico, cuando tales civilizaciones vecinas se hallaban en el cenit de su vida tecnológica, raramente coincidían.
Sólo un puñado de pulsares —unos faros cósmicos operantes artificialmente señalaban con su luz crepitante y paciente, el susurro de culturas que ya habían gozado la breve hora de su vida y se habían desvanecido en el inimaginable pasado. Y la nueva información significaba que los valores utilizados en la impresionante tabla de von Hoerner para los tiempos de duración y probabilidades de destrucción de las civilizaciones técnicas tenían que ser drásticamente revisados. La civilización de la Tierra estaba entrando en la fase de desarrollo descrita como del tipo II, capaz de utilizar y canalizar la totalidad de la entrada de radiaciones de su estrella, centro del sistema solar, en la cual, de acuerdo con la tabla original de von Hoerner, su duración vital podría ser de unos 65.000 anos.
Pero la revisión post-taquión había reducido la cifra a sólo unos 2.000 años. Y la absurda broma cósmica que había colocado a los humanos y pitsicanos tan cerca juntos en el tiempo y el espacio parecía haber reducido más aún tan pobre duración hacia el punto final.
Las cifras, las matemáticas y los cálculos rebullían en la cabeza de Tavernor como hojas muertas en un torbellino, cuando oyó la voz de Gervaise Farrell al exterior de la ventana.
Miró hacia la derecha, a través de los cortinajes separados y vio que la balaustrada terminaba sólo a pocos pies de la ventana de Bethia. Farrell se hallaba inclinado sobre la baranda mirando fijamente hacia el sur de la nueva ciudad. Un cigarrillo brillaba en sus labios.
—... confesarle que me ha sorprendido, hijo mío —era la voz de Howard Grenoble, clara y precisa, aunque se hallaba fuera de la línea de visión de Tavernor—. Encuentro la totalidad del asunto muy difícil de aceptar.
—¿De veras? —preguntó Farrell fríamente—. No estoy acostumbrado a que se dude de mi palabra.
—No, no, no quería implicarle. Es solo que no podía suponer que el COMSAC tuviera tal confianza en las decisiones del MACRON.
—El MACRON es un máquina lógica que tiene a su disposición la totalidad del conocimiento humano. Y no toma decisiones. Es un instrumento de incalculable utilidad para obtener valores sobre probabilidades; pero nunca toma decisiones —en la voz de Farrell se advertía un matiz de irritación—. ¿Me explico con claridad?
—Perfectamente claro, gracias —repuso Grenoble hablando con precisión—. Pero... ¿por qué aquí, en Cerulea? ¿Cuáles han sido los factores que influenciaron al MACRON en hacer su... digamos recomendación?
Farrell tomó un trago de un frasquito de chispas.
—En toda la Federación no hay más de seis hombres que sepan cómo responder a esa pregunta.
—Comprendo.
—¿Comprende usted la necesidad?
—Por supuesto... tal conocimiento tiene que ser restringido. Perdóneme por haberle hecho esa pregunta —Grenoble comenzaba a mostrase sombrío y disgustado—. La guerra pareció estar siempre tan lejos de Cerulea, que el haber visto como la totalidad del Cuartel General ha descendido sobre nosotros...
—Sobre usted. Eso me hace pensar en la plaga de la langosta...
—En absoluto. Me siento honrado. Todo mi personal lo está igualmente. Es solo que ese MACRON parece tener...
Farrell dejó escapar una carcajada sarcástica.
—¿Es que el MACRON se le ha atravesado y le pica en la garganta? ¿No es así, Howard? Yo le diré qué es lo que le molesta a usted en todo este asunto. Es el hecho de que la decisión de planear la instalación del Cuartel General aquí, no ha venido a través de mi tío, diciéndome algo parecido a: «Conozco cuál es el planeta ideal, caballeros. Gozarán ustedes de una feliz estancia en Cerulea. El viejo Howard Grenoble tiene una excelente mesa y una bodega de primera clase...».
—Creo que está usted yendo demasiado lejos, Gervaise.
—Estoy intentado sencillamente presentarle a usted la realidad. Nosotros, en el ejército, estamos llevando una guerra contra un enemigo poderoso, e inimaginablemente peligroso... —Sí, claro —interrumpió Grenoble—. He oído que la pasada noche le derribaron un helicóptero.
Durante el denso silencio que siguió, Tavernor sonrió, apreciando la sutileza con que el anciano Administrador Planetario sabía hacer uso del estilete político. Tenía que saber que Farrell sería vulnerable al recordarle que nunca había estado dentro de una distancia de diez años luz como máxima área de interpenetración.
—Su amigo Tavernor fue el responsable —repuso aún más irritado Farrell—. No tengo autorización para utilizar armas pesadas; pero vi que cinco de sus asaltantes no volverán a molestarnos de nuevo, y pronto me haré con el resto.
—¿Va usted a destruir a los demás? Pues según me había comentado el general Martínez, usted estaba destinado a otros servicios.
—Destruiremos el resto... eso es cosa de poca monta. El cigarrillo de Farrell se encendió con furia, como apoyando el odio de sus palabras.
Tavernor respiró con alivio. Los cinco «asaltantes» que Farrell había mencionado tenían que haber sido Shelby y los otros cuatro, incluyendo a Joan Mwabi, quienes fueron aniquilados mientras intentaron pasar por el pasadizo de las estaciones láser. El recordar sus muertos fue doloroso; pero al menos supo que ninguno de los otros había sido cazado. Parecía que, aparentemente, los dos meses de entrenamiento que él les había dedicado les había servido de mucho. Todos deberían hallarse en camino hacia la cita convenida en el lago Bruce y una vez pasado aquel punto, quedarían libres al norte del archipiélago.
—Bien, creo que ya hemos respirado bastante aire fresco para una sola noche —dijo Farrell.
—Pensé que íbamos a discutir los detalles de la boda. No queda mucho tiempo, ya sabe.
—Le dejaré en sus manos todos los detalles, Howard —repuso Farrell acabando con la bebida—. Esta es la clase de asuntos en que usted puede lucirse. Ahora nuestros invitados estarán imaginando dónde estamos... —Los dos hombres abandonaron la balaustrada. Tavernor permaneció de pie en la ventana por unos cuantos minutos y después volvió a correr el cortinaje. Tal vez pasarían horas enteras antes de que pudiese tener la oportunidad de deslizarse hasta la habitación de Lissa, y un ligero temblor en las rodillas le avisó de que todavía no estaba repuesto de la abundante pérdida de sangre. Se aproximó a la cama y escuchó la respiración de Bethia. Satisfecho al comprobar que estaba dormida, se tumbo en el suelo en la parte más alejada de la puerta y se esforzó a sí mismo a relajarse.
Despertó con la sensación de que la totalidad del edificio se hallaba sumido en una completa calma. Su reloj le indicó que eran las dos de la madrugada en la noche de Mnemosyne. Se puso de pie, fue hasta la puerta y la abrió Con facilidad. Las luces nocturnas del corredor estaban encendidas; pero la completa serenidad del silencio reinante le convenció de que era el momento seguro para salir del escondite. Dedicando una última mirada al cuerpecito de Bethia, cerró el dormitorio y se dirigió hacia la escalera. El dormitorio de Lissa estaba en el mismo piso, pero en el ala opuesta; y para alcanzarlo tenía que pasar alrededor de tres lados de una gran caja de escaleras hexagonal. Vaciló allí donde el corredor empalmaba con la caja, preocupado por la forma en que todo aquello estaba iluminado. Alguien habría, olvidado apagar la gran luz del techo y su agorafobia, cuidadosamente reprimida durante los pasados dos meses anteriores, le hizo ver que el rellano era decididamente inseguro.
Al detenerse, notó la presencia de dos interruptores en la pared del corredor a varias pulgadas del rincón. El de la parte de adentró debería ser, sin duda, para las luces del corredor, pero, ¿sería el otro el control de la iluminación de la luz en la caja de la escalera? Esperando que el apagar las luces no llamase 4emasiado la atención, oprimió el interruptor de afuera. La luz de la caja de la escalera parpadeó; pero quedó encendida.
Tavernor se quedó mirando al interruptor atónito, intentando ver por alguna parte algún circuito eléctrico que hubiese podido disminuir las luces momentáneamente y después haberlas encendido con toda su potencia. Tal vez el interruptor exterior accionaba algún dispositivo que causaba una disminución de la corriente cuando entraba en acción, en cuyo caso debería tenerlo muy en cuenta. Entonces apretó nuevamente el botón para dejarlo en su posición original. Esta vez la luz del techo se apagó durante un segundo antes de volver a su máxima intensidad.
La alarma se despertó en su subconsciente. «Esto es ridículo», pensó. «Un fallo en...».
La respuesta le llegó de repente.
Existía un circuito eléctrico muy común que era el causante del fenómeno del que acababa de ser testigo. Lo habría producido un interruptor de doble dirección en el caso de haber otra persona al otro extremo del circuito, presionando el interruptor en una fracción de tiempo después de Tavernor. Y aquella otra persona debía encontrarse en el corredor opuesto a solamente unas cuantas yardas de distancia, tapado a su vista ¡solo por el ángulo de la pared!
—¿Quién anda por ahí? —preguntó en voz alta un hombre.
Tavernor se volvió y corrió silenciosamente a lo largo del corredor, pasando el dormitorio de Bethia y las puertas entonces cerradas que conducían a la balconada, hasta que hubo rodeado otro de los ángulos obtusos del edificio. Se aplastó contra la pared y esperó. Unos segundos más tarde oyó el murmullo de unas pisadas que se aproximaban por la pesada alfombra. Corrió entonces a lo largo del nuevo tramo del corredor, abrió una puerta del final, se puso a descender por la escalera y se encontró cara a cara con un centinela armado. Llevaba el rifle al hombro y en las manos dos tazas de café.
—A su puesto, soldado —dijo Tavernor sacando su mejor voz de antiguo jefe del ejército.
Pasó junto al guardia y se encontró en el principio de la escalera. Su mente discurría locamente. ¿Guardias armados en la Residencia del Administrador? Los invitados a que se había referido Farrell debían ser miembros de la policía secreta militar. Había elegido, por lo visto, la gran noche para ir en busca de Lissa. Comenzó a bajar las escaleras, en dirección a la entrada principal y al amplio recibidor, que parecía desierto. El guardia del descansillo le estaba mirando fijamente con incertidumbre. Tavernor resistió la idea de echar a correr. Estaba todavía cerca de lo alto del tramo de escalera final, cuando se abrió la puerta del corredor y un sargento con cuerpo de toro apareció repentinamente en el rellano. Era el mismo veterano de pelo rojizo que Tavernor había tumbado en la puerta de entrada de la Base.
—¡Detened a ese hombre! —gritó el sargento como una fiera.
Tavernor se tiró literalmente de cabeza por el largo tramo de escalera en una caída controlada, tocando los escalones casi al fondo del tramo. Una larga zancada le colocó en el centro del vestíbulo, en el preciso momento en que apareció otro guardia procedente del exterior. Chocaron uno contra otro, y la carrera de Tavernor le desvió hasta dar contra una columna de mármol. Dio un paso atrás, aparentemente sin haber sufrido mayor daño, para desplomarse al cabo de unos instantes igual que un árbol truncado.
La habitación de la portería era larga y estrecha. Estaba iluminada por una simple luz que proporcionaba al ambiente una fría media luminiscencia sobre la escasa 4e—coración y mobiliario. Tavernor estaba sentado en una dura silla con las manos atadas a la espalda tratando de dominar el dolor que le torturaba el cuerpo a cada movimiento respiratorio. «Mis costillas», pensó desesperado. «Tengo que habérmelas roto». Enfocó los ojos con dificultad. El sargento pelirrojo estaba de pie en la puerta con una pistola en la mano. Levantando los ojos Vio a Gervaise Farrell sentado en el filo de una mesa. Los cabellos de Farrell caían desordenados por su frente y la túnica que vestía se hallaba a medio abotonar en el pecho. Los ojos le brillaban de excitación.
—Está bien, sargento —Puede dejarnos solos ahora. No creo que proporcione ningún problema.
—Sí, señor. El sargento se marchó de la puerta.
—¡Ah, sargento!
—¿Señor?
—Vuelva de nuevo cuando llegue la caja.
—Sí, señor.
El sargento desapareció.
—No me gusta usted, Tavernor —le dijo Farrell cuando estuvieron solos—. ¿Y sabe por qué me fastidia usted?
—Podría ser porque usted se está quedando calvo y yo no.
—Muy bueno, coronel, chistecitos cuando está en las últimas —Farrell movió las piernas con despreocupación—. La razón de por qué me disgusta tanto, aparte del hecho de que usted es, si puedo utilizar un arcaísmo, un palurdo, es que se interfiere en mi camino.
—¿Va a tirarme otra vez por la escalera?
—Continúe así, coronel. Como estaba diciendo, se está usted interfiriendo en mi camino y no puedo permitirme el lujo de que haya alguien que quiera echarme la zancadilla, cuando el sendero es ya bastante pedregoso para un pariente del Presidente que quiere hacerse una carrera militar por sus propios esfuerzos.
Tavernor intentó hacer un gesto de burlona simpatía; pero algo le barbotó en la garganta. Sospechó que era sangre.
—Ese pequeño asunto del helicóptero de la pasada noche ha sido forjado contra mí. El general Martínez lo está utilizando como una excusa para trasladarme a otros deberes.
—¡Ah! Eso es muy duro.
—Una cosa como esa podría perjudicar mi historial. Pero ahora que usted mismo ha tenido la bondad de colocarse bajo mi custodia, el historial va a tener otro aspecto.
—¿De veras?
—Sí, porque usted va a decirme ahora mismo dónde puedo cazar a sus amigos, y sin más complicaciones.
—Lo lamento... Ignoro dónde puedan estar.
Tavernor se dio cuenta repentinamente de que podía fácilmente olvidarse del dolor que sufría en el pecho. El haber venido al hogar de Lissa bajo tales circunstancias había sido realmente una locura, una indulgente broma con la muerte, pero también había sido un imperdonable egoísmo. Sabía exactamente dónde planeaban la cita los otros. Ya habían pasado los días en que un hombre determinado podía negarse a facilitar información a los inquisidores.
—¿Conque no sabe usted dónde están? —inquirió Farrell sin alterarse, sacando un cigarrillo del bolsillo de la túnica—. Entonces no tiene por qué preocuparse al respecto, de ningún modo.
Encendió el cigarrillo, soltando una bocanada al aire y afectando la mayor serenidad. Su aspecto le recordó a Tavernor el personaje de una ópera y su mente comenzó a rebuscar el título entre sus recuerdos.
Se oyó como llamaban a la puerta y ésta se abrió. Tavernor vio entrar unas figuras uniformadas. El sargento Se situó delante, portando una pequeña caja negra en la mano. Cerró la puerta rápidamente.
—Bien, sargento, ¿ha llegado ya el pelotón del jefe de la policía?
—No, señor, aunque viene de camino.
—Muy bien, esto no nos llevará mucho tiempo. ¿Sabe usted cómo utilizar una aguja?
—No, señor.
El sargento pareció sentirse confuso.
—Es algo sencillo. No hay más que pinchar en el cuello y empujar. Vamos, démela.
Farrell apuntó hacia la pistola del sargento hasta que la hubo sacado de la funda y se la entregó en la mano.
—Ahora, adelante.
El sargento abrió la pequeña caja negra y con cierta tribulación sacó de ella una jeringa. Sus ojos, fijos en Tavernor, parecían pedirle perdón. A Tavernor le latía el corazón alocadamente. No estaba seguro de lo que contenía la jeringa; pero tenía la certeza de que a los pocos segundos recibiría en su torrente circulatorio alguna droga que le haría decir todo lo que Farrell quería saber. Luchó con las ataduras de la espalda, mientras que sus nervios temblaban enloquecidos con un mensaje de desesperación una y otra vez: «Padre, madre, mujer de cara pálida y negros cabellos, perdonadme, perdonadme...». La silenciosa estridencia se desvaneció conforme halló la puerta de escape, bostezando en una misericordiosa noche sin estrellas.
Con la cabeza baja, permitió que el sargento le hundiera la aguja en el cuello. No sintió dolor, sólo una sensación de cálido hormigueo. Esperó hasta que la aguja le fue retirada y las manos del sargento se hubieron relajado, y entonces se lanzó de cabeza desde la silla con toda la fuerza de sus piernas.
Farrell, que todavía seguía sentado en el borde de la mesa, se quedó demasiado asombrado para quitarse a tiempo de enfrente. Tavernor le empujó hacia atrás, descubriendo la garganta de su enemigo y, antes de que pudieran apartarle, sus dientes se cerraron sobre su tráquea. Mientras hincaba profundamente los dientes como una fiera, oyó el espantado sollozo de Farrell y sintió que una pistola se apoyaba en su costado. La pistola explotó una, dos veces. Conforme las balas le atravesaban el pecho, la muerte floreció ante los ojos de Tavernor como una rosa negra, desplegando los pétalos de la noche.
Y cayó en ella, entregando agradecido una vida que sintió que nunca le había pertenecido realmente.
11
Melissa Grenoble no tuvo idea de cuánto tiempo había permanecido de pie en la alta ventana con la frente pegada al frío cristal.
La aurora había bosquejado sus primeros trazos grises fantasmales en el cielo, cuando les vio llevarse el ataúd metálico dentro del cual yacía el cuerpo de Mack Tavernor. Fue sólo cuando el coche militar arrancó llevándose el féretro, que sus lágrimas comenzaron a fluir a torrentes por sus mejillas. Desde entonces, la joven había vuelto a vivir todos los momentos de su vida con él, multiplicándolos una y otra vez, soportando lo que parecían siglos de amargura y sufrimiento, y, con todo, el mundo exterior no había cambiado en nada. Seguía siendo el amanecer de un nuevo día. Una luminosa neblina plateada se extendía por el mundo, destrozando en cierta forma la perspectiva de manera tal, que los edificios de El Centro aparecían como unas extrañas siluetas medio recortadas y borrosas.
El cristal de la ventana parecía haberle succionado todo el calor de su cuerpo; se sentía incapaz de moverse de donde estaba. Una simple palabra reverberaba en el frío que le agarrotaba la mente. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿En qué había consistido la totalidad de la vida de Mack, la finalidad de su existencia?
Por debajo de su dolor moral, yacía una sombría sensación de perplejidad. Cuando se encontró por primera vez con Mack, Lissa había quedado impresionada por su potencia física y su arrogante autosuficiencia y, como la mayor parte de otras personas, repelida por su exagerada cautela en las complicaciones emocionales y la aparente determinación de apartarse de cualquiera a quien conociese. Pero ella había sentido a otro Mack Tavernor oculto, un hombre diferente, que miraba a cualquier aspecto de la vida con una compasión sin límites. Lissa había luchado por descubrir a ese otro hombre y había encontrado un nuevo nivel de satisfacción en la creciente esperanza que ella sentía en tal última forma de arte creativo. La última noche que pasaron juntos había sido toda la prueba que ella necesitaba.
Entonces, en aquel amanecer gris en que parecía que el tiempo se hubiese detenido, tenía que aceptar la idea de que Mack orientado hacia la muerte había ganado la última baza, que había surgido del bosque como un lobo sediento de sangre para ser matado a tiros en aquel bestial acto de asesinato. Gervaise le había mostrado la garganta mordida y desgarrada; pero así y todo Lissa recordaba la calma de Mack, sus ojos torturados y había sacudido la cabeza, instintivamente, huyendo a esconderse en su habitación.
A nivel intelectual, había otro factor: su conocimiento de la fantástica competencia de Mack. De haber venido durante la noche como un asesino habría logrado su objetivo, rápida, silenciosa y eficientemente. Pero, ¿qué alternativa pudo tener? La respuesta le llegó como un murmullo que surgía de lo más intimo de su cuerpo, trémula, estremecedora, triste, persuasiva. ¿Le habría llegado la noticia de su compromiso matrimonial con Farrell, provocando que lo echara todo por la borda, incluso su instinto de supervivencia? ¿Había Mack perdido su vida por amor a ella? Si este era el caso, no debería casarse con Gervaise, ni con ningún otro, nunca...
—¿Lissa? —la vocecita le llegó suavemente tras ella.
Se volvió para ver a Bethia con sus ojos grises tan profundos llenos de lágrimas, recordando entonces que la chiquilla parecía haber sentido una singular afinidad con Mack.
—¿Qué ocurre, Bethia? —Lissa se arrodilló hasta situar su cara al nivel de la niña para echarse inmediatamente una en brazos de la otra.
—No llores, Lissa. Te oí llorar. No llores...
Lissa sintió como su autocontrol se deslizaba conforme la presión emocional hacía presa en ella.
—Pienso que Mack vino a verme la pasada noche. Y me siento responsable... ¡Oh, Bethia, no puedo quedarme aquí por más tiempo!
—Pero... ¿a dónde irás?
—No sé..., tal vez a la Tierra. Tengo que marcharme lejos.
—¿Quiere decir eso que no vas a casarte con el coronel Farrell?
—Sí. Yo...
Lissa sintió la rigidez del cuerpecito, de Bethia al echarse la niña hacia atrás. —Mack estuvo en mi habitación la pasada noche.
—¡En tu habitación! —exc1amó Lissa con un temor irrefrenable.
—Se escondió allí. Llevaba un cuchillo. Dijo que me golpearía si hacía cualquier ruido.
Súbitamente Bethia pareció más alta. Sus ojos miraban el vacío y su voz hablaba de forma inexorable.
—Llevaba un cuchillo. Me dijo que tenía que matar al coronel Farrell.
Segunda Parte
Los egones
1
Dolor. Subiendo rápidamente a un clímax... y de súbito desvaneciéndose.
Dislocación. Transición. El despertar.
Las estrellas podían ser paladeadas. Y oídas. También podían verse en una forma difícil de comprender de manera no inmediata.
El espacio no es negro. Corre, se estremece y gira con un millar de colores, de los cuales los del espectro visible son sólo una diminuta fracción. Lo más prominente de esta región del espíritu está pulsando bellamente y cuajado de flores que van de paso, productos desgajados de unas partículas pesadas procedentes de una nova chocando con el omnipresente hidrógeno del espacio interestelar. El proceso por medio del cual se obtiene este conocimiento tampoco es comprensible.
Más cerca, los suntuosos soles se mueven con lenta majestad, nutriéndose libremente. Todavía más cerca, un planeta arde con el especial y divino fuego neural de un mundo habitado. Y la masa-madre se mueve por el infinito y en todas partes, vasta, impresionante, eterna...
Pienso, luego estoy vivo... La increíble verificación no está acompañada por ningún shock —no hay glándulas que disparen sus hormonas, ni corrientes sanguíneas, ni bomba orgánica—, pero la consciencia de Tavernor se contrae 5úbitamente, en forma de iris, en el contorno adyacente.
Una nube azul plata se mueve más cerca. Es un tenue ovoide de gas que resplandece suavemente y con todo —a causa de sus nuevas percepciones— aparece como una faz humana. También tiene el aspecto de un joven de fuertes músculos en atuendo guerrero, un viejo decadente, un sonriente muchacho, un feto enrollado, todo ello como ostensibles manifestaciones de una simple entidad.
Bienvenido a la vida. No tengas miedo. Soy Labieno
(La entidad comunica tres ideas simultáneamente).
«No comprendo». Tavernor es consciente de su pensamiento estableciendo un lugar en el espacio. Siente lo cálido de aquella entidad y en ella hay seguridad y confianza... pero, ¿está vivo? Otros ovoides en forma de nube se van aproximando. Sintoniza sus percepciones y la fuerza de su presencia. El espacio está lleno de rostros luminosos, identidades, personalidades.
Te ayudaré. El reajuste es rápido. Entrégame tu yo
(Labieno se aproxima aún más).
Tavernor tiene tiempo para deducir que él también es uno de los ovoides luminosos. Entonces otra mente emerge con la suya propia. En el primer instante de contacto conoce a Labieno mejor de lo que ha conocido a cualquier otro en toda su vida; las experiencias de su infancia en el norte de Francia en tiempo de Cesar Augusto, los soldados de la Séptima Legión en las Galias, Bretaña y África. Se retira con el rango de centurión a una pequeña granja en Toscana, mantiene y educa a cuatro hijos, ya en edad tardía de su vida, y muere al aire libre en una cálida tarde de otoño bajo un roble, en el preciso momento en que una estrella, la primera estrella, atraviesa con su luz el azul cobalto de la bóveda celeste... Tavernor se retira inquieto.
Descansa. Confía. Da
(dice Labieno).
Tavernor permite que el contacto vuelva a realizarse de nuevo. Esta vez no hay ninguna sensación de extrañeza, puesto que Labieno y él son dos hermanos que han compartido el nacimiento, la vida y la muerte. Comprende sombríamente y con agradecimiento que Labieno ha absorbido su propia y retorcida línea vivencial del mundo y no es repelido. Se mezclan como las flores que se desprenden de los árboles y se mueven suavemente a su alrededor, en un espacio tachonado con matices sin nombre de energía, donde truenan las estrellas y suspiran los soles lejanos y donde surgen del sol corrientes vitales que alimentan con, vida, y Mnemosyne rebulle con la vida que recibe a raudales y la masa-madre expande sus etéreas frondas por todas partes...
El conocimiento, impersonal y sin palabras, fluye a través de Tavernor.
La más básica y universal unidad de vida es el egón —le comunica Labieno—. Los egones son unas organizadas nubes de energía que viven en el espacio interestelar, alimentándose en las diminutas cantidades de energía que hay en la luz de las estrellas. Nacen continuamente, por qué un egón en su primer estadio no puede ayudar sino imprimir su pauta en los primigenios flujos de la energía, y de este modo ir creando otros de su misma especie.
—¿Eres tú un egón? —pregunta la mente de Tavernor disparada.
—Sí.
—Y yo... Una forma de energía que se sostiene a sí misma —expresa Tavernor en una intuitiva idea—. ¿Significa eso que...?
—Sí, tú eres inmortal.
—¡Inmortal! —las galaxias parecen detenerse en su vuelo cósmico—. Pero si yo nací en el espacio... para esto... ¿por qué viví como un ser humano?
—En su estado primario, un egón no tiene conciencia de su identidad —continúa Labieno—, pero siendo la esencia de la vida posee un impulso contraentrópico hacia un más alto grado de organización. Logra esto estableciendo una comunicación con un ser recién creado que existe en un plano más físico. El ser—anfitrión puede ser humano, animal, pez, pájaro, cualquier criatura que tenga un cierto nivel de inherente complejidad en su sistema nervioso y que sea capaz de desarrollo. Hay tantos egones habitando el continuo espacio—tiempo que cualquier criatura inteligente o semiinteligente que jamás haya existido ha tenido un egón agregado a ella.
—Todavía no comprendo.
—Siendo parte de su propio entorno, perfectamente con juntado al medio interestelar, el egón no está forzado a desarrollarse. Permanecería por siempre como una mónada generosa y desprendida de la panspérmica mente-masa; pero el instinto hacia un más alto estado del ser le dirige hacia una forma de enlace con un ser nacido dentro de unos límites hostiles que le fuerzan a desarrollar sus poderes con objeto de existir.
—Entonces, ¿el egón es un duplicado?
—A medida que el anfitrión físico que le recibe crece y madura, su sistema nervioso central se vuelve crecientemente complejo a través de la interacción de su cuerpo y con su entorno. Este desarrollo está conformado en cada preciso detalle por el desarrollo del egón. Pero cuando el anfitrión muere, el egón, en ver de morir también, queda libre de su voluntario cautiverio. Equipado con una identidad, una pauta de altamente compleja energía autosuficiente, vuelve a nacer por su herencia de vida sin fin. Y por lo que concierne al anfitrión, la muerte no es más que la puerta de entrada a esta nueva vida: porque él es el egón.
Tavernor se encontró como envuelto y empapado por un torrente de conocimiento y de nuevo se retiró a corta distancia de Labieno, rompiendo el contacto mental directo. El universo hierve a su alrededor, fluyendo con miríadas de colores y energía, repleto de movimiento y de vida.
—Es demasiado, demasiado —murmura.
—No te desanimes. Te adaptarás. Hay tiempo.
Los pensamientos que le dirige Labieno no son realmente simultáneos, comprueba Tavernor, sintiendo su proceso mental que se dispone a encajarse con el del otro. Un frío júbilo estremece su ser conforme empieza a asimilar la verdad respecto al fenómeno llamado vida.
—Es preciso que aclare esto —dice—. Mack Tavernor, mi cuerpo físico está muerto y aún así continúo viviendo.
—Sí. La copia de un libro se quema; otra copia queda intacta.
—¿Y no moriré nunca?
—Nunca morirás —una sombra cae sobre Labieno—. No de causas naturales.
—Lo cual quiere decir continuó Tavernor —que mis padres, están vivos...
¡Espera! —una pausa—. Sí, tus padres están vivos.
—¿Puedo hablarles?
Eventualmente ellos son parte de una sub-masa.
El júbilo de Tavernor aumenta. Es como una llama extrañamente fría, que Tavernor encuentra chocante; pero su mente se va agrandando hacia arriba en la eternidad, entre un resplandor de energía neural que surge de la fusión de dos grandes corrientes del pensamiento humano, el espiritualismo y el materialismo. Las clásicas religiones de la Tierra la formulación de los antiguos instintos del Hombre se justifican y se muestran, por redes de fuerza pura producidas en abundancia entre las estrellas. La vida es eterna, ligada a la carne, en el principio, y con todo, independiente de ella. La timidez y el temor invaden súbitamente el ser de Tavernor. La eternidad... El infinito...
—No viajas solo —le dice Labieno amablemente y tras sus pensamientos hay un temblor de conceptos más vasto que los que ya se mezclan en la mente de Tavernor.
¡La masa-madre! Tavernor mira dentro de la temible nube luminosa que rodea a Mnemosyne y una necesidad que siempre formó y significó una gran parte de su vida, aunque no hubiera sabido explicarlo, se encuentra súbitamente satisfecha. Nace en él un sentido de satisfacción y de plenitud mezclado con emociones más allá de la humana imagen.
—Cuéntame —dice.
—No es preciso que te diga nada, amigo mío. Todas las cosas que has deseado creer son verdad —dice Labieno, que se prepara para retirarse—. Vete con la Vida.
—¿Vendrás conmigo?
—Más tarde. Hay siempre otros para recibir.
Tavernor se siente arrastrado hacia la masa-madre, lentamente al principio, luego con creciente velocidad. El espacio está cuajado de egones. Tavernor pasa a través de ellos y ellos a través de él. A cada contacto hay un intercambio de vida y la consciencia de Tavernor hierve con los recuerdos de un millar de existencias y todavía se encuentra en los bordes exteriores de la masa-madre. El conocimiento de su destino brota de su interior espontáneamente...
Los egones son seres gregarios, eslabonados juntamente con algo que se aproxima a una infinita conexión a través de la interacción de sus identidades. Nunca abandonan las especies vivientes del planeta de su renacimiento hasta que toda la vida ha quedado exhausta, terminada en aquel mundo. En tal estadio, cuando la historia de la vida ha sido acabada para ese planeta, la inconcebible y vasta identidad corporativa, compuesta por cada ser inteligente que haya vivido siempre en ese planeta ya extinguido, se retira.
Entonces llega el peregrinaje sin fin a través de la eternidad, hacia las aventuras intelectuales mucho más allá del alcance de cualquier simple mente; quizás para ascender por medio de otros continuos a fecundar a nuevos universos, infundiendo el hálito de la vida en miles de millones de nuevos planetas, tal vez para unirse con otras mentes en otros mundos y de nuevo unidos; una y otra vez, en busca de la Ultimidad.
El anhelo de Tavernor por la absorción crece, y con él, la velocidad. Las resplandecientes frondas de la masa de egones se abren a su alrededor, embebiéndole, envolviéndole. Después llega el dolor. Tavernor se ha detenido.
—¡Vida! —grita con un inmenso pavor—. ¿Soy rechazado?
—¡No! Amigo mío, no eres rechazado... Mira hacia tu interior.
Tavernor vuelve la mente hacia su yo íntimo. El dolor está siendo generado muy dentro de su propio ser y, con todo, proviene del exterior. No de un exterior real, donde las flores que se desprenden brillan por todas partes, sino de otra clase de exterior que procede de la circunscrita existencia de sueños que había conocido antes..., antes... con una sensación de repugnancia y de disgusto, y, así y todo, el tirón físico es demasiado grande y se ve forzado a recordar... antes de que Gervaise Farrell tirara del gatillo de la pistola. Farrell le había matado; pero había más en ello, algo que habla parecido importante en el acto. El resentimiento de Tavernor crece al igual que los poderes desconocidos que aumentan su garra sobre él, anclándose a las circunstancias del juego en que una vez había participado. Había deseado... sí, aquello era... —había forzado a Farrell a matarle porque... porque estaba a punto de revelar información que hubiese conducido a la muerte a los otros.
Vuelven los recuerdos relacionados, contra su resistencia, al traslado del COMSAC con su Cuartel General a Mnemosyne, la guerra contra los pitsicanos, la visión de un bello rostro de mujer, extrañamente oscurecido. ¡Lissa!
Tavernor hace la identificación con una sensación de maravilla y completo asombro. Lissa. Ella está sujetándole. —pero, ¿cómo? ¿Y por qué? ¿Es posible que aquella cosa oscuramente recordada, llamada amor, hubiera forjado un lazo tan fuerte que le resultara imposible romperlo?
—Suéltame —rogó—. Necesito vivir. Exijo mi vida. Me niego a ser eslabonado a la oscuridad por más tiempo.
—Paciencia —le dicen como en un susurro los egones más próximos—. La eternidad es tuya...
—¿Cómo puedo esperar ahora que conozco la Vida?
—Tienes que esperar —los pensamientos están impregnados de compasión—. Hasta que el eslabón se rompa.
—Pero yo no...
El pensamiento de Tavernor se pierde, mientras el universo explota a su alrededor, en un caos. La tormenta de eones que pasan a su través en repentino vuelo le aturde, el miedo parece recorrerle el ser como la sangre arterial, los colores del espacio se muestran amenazadores, la masa-madre se agita y grita con un millón de voces silenciosas y dos alas negras como la muerte baten su rápido y cruel curso hacia el centro del torbellino.
Las alas se pliegan repentinamente. Y se desvanecen.
Se produce un silencio y una sensación de insoportable pena. Volviendo a ganar contacto, Tavernor siente el pulso del sufrimiento que le invade y con él, la increíble constatación de que los egones han muerto. Los egones, herederos de la eternidad, han sido borrados por las pulsátiles alas negras y el dolor percibido por sus compañeros es infinitamente más grande del que pudo haber sufrido un ser humano arrodillado ante la cama de un ser querido y muerto. El sufrimiento parece envolver a Tavernor dejando su mente como si todo conocimiento hubiese sido barrido y confuso.
Tras un tiempo indeterminado, más tarde vuelve, ya purgado, al reino de la consciencia.
—He visto, dos alas negras —dice—. ¿Es... un enemigo?
—No hay enemigo.
Se produce una pausa y los sentidos de Tavernor le dicen que está a punto de aprender algo peor que la existencia de un implacable enemigo.
—Los únicos seres que pueden destruir los egones son los hombres y lo hacen sin siquiera saber que existen.
—Pero las alas...
—Las alas eran las de una nave espacial de la Federación llegando a Mnemosyne, amigo mío. Las alas de una nave-mariposa.
2
En una forma en que ni el propio Tavernor puede definir exactamente, la visita de la muerte refuerza el eslabón que le ligaba síquicamente con Lissa.
Elementos incambiados de su carácter responden al empeño de los egones, parecen recrear para él las emociones del juego en la sombra. Hay un intenso dolor en el contacto sin formas haciéndole recordar que la humanidad, también, se encaraba con el equivalente de lo realizado por las alas negras: el guerrero pitsicano. La principal diferencia es que la sicología pitsicana, su cultura, y los deseos y motivos yacentes tras su anhelo de destruir la humanidad, no son comprendidos, en tanto que los egones conocen la naturaleza de su hostigamiento demasiado bien.
El reactor Busardo interestelar, llamado así después del siglo XX por los físicos que lo concibieron, utiliza en el contexto espacial—los principios del avión a reacción; para ello depende de la presencia de un entorno como medio. Dos intensos campos magnéticos se extienden a cientos de millas en el espacio y a partir del propio navío espacial, para absorber la materia ionizada para ser utilizada como un fluido operante y para proveer de masa de reacción, y como una fuente de energía para el reactor termonuclear de la nave. Las bombas de conducción del fluido que creaban los campos magnéticos fueron diseñadas en tal forma para desviar las partículas cargadas y alejarlas de las partes habitadas y otras zonas sensibles del ingenio volador del espacio.
En el diseño original del Busardo, se consideró un equipo extra para ionizar el medio por delante de la nave; pero el desarrollo de las técnicas láser había previsto otra respuesta. Mediante el expediente de verter energía a la frecuencia de los rayos gamma en soles adecuados, era posible hacer de ellos una nova, con lo cual se obtenían millares de años luz cúbicos de espacio con materia energizada. Las rutas comerciales de la Federación estaban, pues, sembradas con la catástrofe cósmica de estrellas deshechas, habiendo alterado la mismísima naturaleza de la galaxia para satisfacer los dictados del comercio del Hombre. Pero en aquellas regiones artificiales, activadas de forma innatural, las naves podían eficientemente ser propulsadas a la velocidad aproximada de 0.6C, en la cual la modalidad taquiónica se hacía viable; y de tal forma, nadie, excepto un puñado de filósofos y poetas, jamás protestó ante la magnífica conquista humana al superimponer su propio dictado en el universo.
Los campos magnéticos en forma de alas dieron al espacio su nombre popular: naves-mariposa. «Un bonito y caprichoso nombre», piensa Tavernor, «por la más grande tragedia que jamás hubiera caído sobre la raza humana».
A medida que su contacto con los bordes de la masa-egón se hacía más firme y multifacético, encontró la cruda comprensión de tal tragedia creciendo dentro de sí mismo, en forma de puros conceptos, no en términos de ideas o pensamientos. Arrastrado por extrañas perspectivas de belleza y nuevas dimensiones de color, examinó esos conceptos. Una llave da la vuelta en su mente, se abre una puerta, y una súbita luz procedente de un ángulo desconocido se derrama sobre su vida pasada, sobre la totalidad del paso por el mundo de la historia humana...
Desde el tiempo en que la vida inteligente comenzó a moverse sobre la superficie de la Tierra por primera vez, se había formado una masa-egón a su alrededor, centrada no tanto sobre el planeta en sí mismo, sino en su biosfera que rebullía con la hirviente y variopinta cantidad de formas de vida y, con todo, relacionada entre sí. La masa-egón contenía todas las mentes que siempre hubieron existido en la Tierra. Los genios, los locos, los estúpidos, los monos chillones, el perro soñador, los asesinos, los santos, el salvaje, el físico... todos estaban allí. Trémulos y bellos egones de criaturas apenas nacidas e incluso en el vientre de sus madres murieron en la misma proporción que los Cesares, dando tanto como habían recibido, haciendo su especial contribución a la masa-egón para lograr la plenitud, la mente a escala planetaria de la Tierra que tuvo que asimilar todos y cada uno de los fragmentos de la vida deseable.
Aquel vasto depósito de consciencia no pudo ser registrado directamente por el sistema neural del hombre, relativamente grosero e inacabado, ni tampoco pudo la tenue y delicada energía de las nubes de egones comunicarse con los seres vivientes. Pero así y todo hubo un contacto a nivel subconsciente. El viejísimo fenómeno de la inspiración es un ejemplo. Artistas, escritores, ingenieros, científicos han recibido, como una ciencia infusa, en todo su ser el deseo de resolver sus propios problemas y a veces —si tienen suerte— el cerebro se estremece, busca, hace contacto con la masa-egón y extrae de ella cuanto necesita saber. El pensamiento humano es una crónica de tal préstamo tomado de la experiencia y la sabiduría almacenada de la raza. Muchos hombres visitados por la inspiración intuyen la existencia de un gran poder exterior que se presenta a ellos, con frecuencia estando dormidos, con una completa solución de un problema. Las personas inspiradas insisten en el carácter ofrecido del mensaje. Músicos y poetas repiten la forma en que las composiciones les llegan, completas y con todo detalle, instantáneamente, sin ningún esfuerzo por su parte; el esfuerzo real de la creación consiste en captar tanto como les sea posible y pasarlo al papel antes de que la visión se difumine.
Y así fue como, sostenido en la intangible matriz de su genio racial, el Hombre fue capaz de reclamar las estrellas como suyas, hasta que llegó el desarrollo de la nave-mariposa.
Las revoloteantes alas magnéticas, llegando y alcanzando distancias de cientos de millas en el espacio, cortaron grandes parcelas de la masa-egón, destruyendo egones por millones, aniquilando la mente telúrica del Hombre, su genio y su herencia de inmortalidad, todo... absolutamente todo...
Tavernor comprendió de repente por qué la guerra del género humano contra los pitsicanos iba tan mal. Por primera vez en la historia, los hombres habían sido forzados a quedar desnudos contra un poderoso adversario, desprovistos de su genio para igualar el reto. La silueta de una verdad aún mayor se cernió por un instante en el horizonte de la mente de Tavernor; pero la corriente de su pensamiento le llevó hacia la leyenda de Mnemosyne, el mundo de los poetas, el último reducto del alma humana…
¡El único planeta de la Federación en donde las naves-mariposa no podían operar!
La herida masa-egón de la Tierra y las de otros mundos de la Federación en igual caso, habían emigrado a Mnemosyne, donde había un pequeño número de hombres que pueden pensar y crear, obtener la inspiración de los cielos, más o menos como estaban acostumbrados a realizarlo. Las llamas de la mente de Tavernor, como renovados recuerdos se funden con el conocimiento recién adquirido.
¡El MACRON! El computador del tamaño de una luna utilizado en la conducción de la guerra había sido la causa de que el COMSAC, con su Cuartel General, fuese trasladado a Mnemosyne. ¿Estaría, con la totalidad de los datos registrados a su disposición, comenzando a lograr una sombría e incruenta comprensión? ¿Acaso se hallaría su seudoconsciencia estremeciéndose en su cerebro de metal y cerámica, en la capacidad de deducir la verdad yaciente en cada manifestación de la vida? Tal vez; sobre una base empírica. Había hecho que Tavernor fuese apartado del frente de la guerra para colocarlo en el diseño de nuevas armas, seguramente sabedor de la capacidad inventiva, fuera de lo usual de Mnemosyne. Pero, ¿estaría en condiciones de relacionar tal razón de fuerza inventiva con la característica astronómica de su barrera de aislamiento de las naves-mariposa?
¿Dispondría de la motivación o la autoridad para emitir la sola orden que pudiese rescatar al género humano de su total extinción?
Tavernor siente una gran angustia en su ser al comprobar que el tiempo de la humanidad —el tiempo de Lissa y Bethia— corre y pasa y que el Hombre tiene que desechar y enviar al infierno su soberbios y mortales navíos y luchar con otras armas, hasta que el genio retorne a él, creado nuevamente. Si no es demasiado tarde, le repite, martilleándole, tal pensamiento.
Bruscamente, se encuentra separado de los egones circundantes. Se ha retirado de todo contacto. Tavernor los mira a través de los especiales colores producidos por suaves Rayos X mezclados con las radiaciones sincrotonas de una rociada de protones en espiral a lo largo de un campo magnético próximo a la velocidad de la luz. Su pensamiento franquea el espacio que existe hasta el más próximo egón, Kystra-Gurl, muerto hacía 4.800 años, miembro de una civilización brevemente floreciente del Norte de África y cuya existencia nunca se había sospechado por los arqueólogos; forjador de espadas y fallecido a mediana edad a causa de una apendicitis.
—¿Qué tengo que hacer?
—¿Hacer? —responde Kystra-Gurl, proyectando una gélida simpatía—. Siento tu dolor, Mack Tavernor, pero no puedo ayudarte. El eslabón se disolverá con el tiempo.
—Pero es que no hay tiempo. A mí no me importa mi yo...
—Tu dolor procede del eslabón. Cuando te encuentres libre de él, cesarás de verlo a través del oscuro cristal de los ojos físicos. Comprobarás que sería mejor para toda la humanidad el morir ahora, antes de que los navíos alados destruyan más la mente del mundo.
—Yo no puedo pensar en ello, en esa forma —protestó.
—Es el eslabón, el vínculo. Recuerda que tú estás vivo ahora sólo porque tu egón tuvo la suficiente fortuna de escapar a la destrucción. Cada vez que uno de esos navíos pasa a nuestro través, los que no pueden ser acomodados dentro del cinturón lunar mueren con la verdadera muerte. Las personas aún vivas en Mnemosyne están también condenadas a la verdadera muerte, porque una vez que el egón de un ser desarrollado es destruido, ya es demasiado tarde para que otro se agregue a su ser. Nos es preciso desarrollarnos paso a paso con nuestros anfitriones.
—Lo sé. Sé que es un error, poner la proto-vida antes que la verdadera vida; pero... ¿qué es este eslabón? ¿Les ha ocurrido a los otros?
Los pensamientos de Kystra-Gurl tienen un leve matiz de torcido humor.
—Les ha ocurrido a otros antes que a ti; pero el fenómeno es muy raro, desde que la ciencia venció al romanticismo...
—Yo no podía... ¿Por qué te apartas? —suplica Tavernor.
Entonces ve que el espacio entre él y el circundante cinturón de egones aumenta hasta que se halla en el centro de una luminosa y sensible esfera.
—Algo está ocurriendo —expresa Kystra-Gurl con un débil pensamiento—. Creo que estás siendo emplazado, Mack Tavernor. La masa-madre te está llamando.
—¡No!
Tavernor reacciona con un súbito temor conforme la esfera hueca que le rodea se hace un espacio ovoide, después cónico y después se abre en un túnel que se curva hacia abajo, atravesando el cinturón lunar de Mnemosyne y hacia adentro, profundamente en el corazón de la mente del mundo. Lucha para retirarse; pero una irresistible fuerza le empuja dentro del túnel a mayor y mayor velocidad, mientras que mil millones de identidades, como en un torrente tumultuoso pasan a su lado como imágenes de cuerpos, rostros, imágenes mentales de hombres, mujeres, pájaros, niños, animales de toda descripción posible, mezclándose entre sí, corriendo juntos, ganando velocidad, surgiendo en una personalidad asociada parecida a la de la Tierra, como alguien de una inconcebible super-comunidad que habita en la eternidad.
—No estoy dispuesto —solloza Tavernor.
Se detiene.
Una cegadora y radiante luz fluye a su alrededor, suprimiendo la conciencia de todas las cosas, excepto de la perfecta esfera situada en el centro de la mente del mundo. Al ajustar sus sentidos, percibe que el resplandor de la luz solar no es un simple egón, sino muchos quizá miles absolutamente congruentes, formando una impresionante mente de conjunto. Conforme la presión que se ejerce sobre él sobrepasa su poder de pensamiento, reconoce algunos seres componentes de la entidad: Leonardo de Vinci, Cristo, Aristóteles...
La consciencia sobrecargada de Tavernor se contrae.
Los pensamientos del super-egón son como cristales prismáticos, afilados como diamantes.
—¿Este hombre está ligado al primer instrumento?
—Lo está.
—¿Está su eslabón en condiciones de sostener una comunicación en ambos sentidos?
—¡No! Es como habíamos predicho.
—¿Está preparado para volver?
—Lo está.
—¿Se han satisfecho las exigencias físicas?
—Sí.
—¿Es compatible con el Tipo II de la estructura genética?
—Es compatible.
—Proceded pues: William Ludlam comunicará por nosotros.
Tavernor siente que los lazos aplastantes del intelecto se relajan ligeramente. Un simple egón avanza hacia él, toma contacto y absorbe su identidad. Es, William Ludlam, que muerto hacía poco más de 400 años, nacido en Londres en 1888 en la más amarga pobreza, vendido a un deshollinador a la edad de seis años y muerto tres años más tarde por ahogo y asfixia en el hogar de un banquero de Kensington. En Tavernor surge una piedad inmensa; pero pronto la controla y la comprueba. Está tocando el intelecto de un ser sereno y dotado de un poder ilimitado, que de beber nacido en otras circunstancias habría dominado y trasformado la historia del siglo XX; y se da cuenta como un egón alcanza niveles insospechados a través de mentes corrientes.
—Mack Tavernor —dice el pensamiento de Ludlam—, ¿te has dado cuenta de por qué no has sido absorbido por la masa madre?
—Yo...
—No te alarmes. Compartimos tu preocupación continua por la suerte de la humanidad.
Sorprendido ante la aparente contradicción de todo lo que había aprendido de los otros egones, Tavernor intenta explorar más lejos en la mente de Ludlam; sin embargo, se encuentra con una barrera que le resulta imposible franquear.
—Tengo que decirte —continúa Ludlam —que en ciertas circunstancias especiales que prevalezcan, es porque, un egón desarrollado pueda retornar al plano del estado físico.
—Pero, ¿cómo?
—Si te ofrecemos volver a la existencia física en Mnemosyne, de forma tal que tú intentes corregir el fatal error imbuido por el Hombre en el uso de las naves-mariposa... ¿estarás de acuerdo en ir?
—Tú sabes que iré...
El pensamiento de rendir su existencia como un egón repugna a Tavernor; pero ve el rostro de una mujer, extrañamente oscurecido, y de nuevo siente un agudo dolor.
—Tengo que ir.
—¿Sin que te importe lo que pueda suceder? Ya mencioné antes que se te aplicarán ciertas condiciones a tal transferencia.
—Iré bajo cualquier condición.
Inesperadamente, los pensamientos de Ludlam rezuman simpatía.
—Está bien. Las condiciones básicas baja las cuales puede tener lugar una transferencia son éstas: un egón desarrollado puede volver a visitar el plano físico cuando la estructura genética del segundo anfitrión receptor concuerda y se ajusta con el primero. En otras palabras, los requerimientos se dan sólo en el caso de que el anfitrión secundario sea un descendiente directo del primero.
La más profunda decepción inunda los pensamientos de Tavernor.
—Entonces... es imposible. No tengo... El pensamiento acaba bruscamente —conforme una premonición llega a su mente—. ¿Quieres decir que Lissa...?
—Sí, un hijo —confirma Ludlam—. El embrión tiene ya dos meses.
—No lo sabía; no tenía ni idea.
—Ella es la única que lo sabe. La extrema presión social de su posición, el respeto hacia la carrera de su padre y el bienestar mental, le han obligado a ocultar su estado.
—¡Farrell! —la comprobación de la realidad golpea a Tavernor con la misma violencia que si se hubiera tratado físicamente de una bofetada—. Por eso se casó con Farrell.
—Estás en lo cierto. Y ahora, ¿cambia en algo tu decisión?
—Yo... Tavernor comprende que un pensamiento coherente resulta casi imposible—. Le negaría la vida a mi propio hijo.
—Sólo la proto-vida. Su egón será reclamado. Le garantizamos un lugar muy cerca del centro de la masa-madre.
Tavernor vacila en el final de la balanza de la eternidad pero de nuevo ve el rostro de la mujer, extrañamente velado.
—Acepto.
El vasto intelecto de la masa-egón le rodea y su identidad queda enfocada en el soñoliento cerebro que como un trocito de barro viviente hay en el feto que alimentan las entrañas de Melissa Grenoble.
Tercera parte
Los pitsicanos
1
Gervaise Farrell no estuvo seguro de lo que le había despertado.
Se hallaba de costado, mirando fijamente y como en sueños hacia las altas ventanas, más allá de las cuales el océano azul negro, en la frialdad de la mañana, aparecía estriado con las blancas crestas de sus olas. Entre él y la luz, unas huellas de pisadas sobre la alfombra verde pálido mostraban una leve y plateada serie de trazas. La habitación estaba en silencio... ¿Qué era lo que le había perturbado? Se sintió relajado, sin que le asaltara la pesadilla de la pistola rozándole la muñeca y del cuerpo muerto que presionaba sobre él, sangrante y manchándole las ropas con la sangre que él había vertido.
Los pensamientos de Farrell se apartaron de aquel horrible recuerdo ocurrido en la habitación de la portería de la Residencia y se enfocaron en las brillantes escenas de su matrimonio, cinco días antes. Lástima que Lissa se hubiera mostrado tan impaciente, pues un viaje a la Tierra y toda una esplendorosa ceremonia en el edificio del Capitolio de Berlín Oeste habría sido algo como para recordarlo toda la vida. Sin embargo, el hecho de haberse casado en su guarnición y no haberse tomado un permiso de luna de miel había sido acogido favorablemente en las altas esferas. La impaciencia de Melissa había sido una lisonja en sí misma, aunque su subsiguiente comportamiento hubiera resultado ligeramente decepcionante. Obviamente, ella tendría que recibir una gentil y cuidadosa tutela antes de que su magnífico cuerpo hubiera dado de sí lo mejor. El pensamiento de sus maravillosos senos en el hueco de sus manos le produjo una sensación de tremendo deseo que le hizo estremecer. Se volvió de espaldas y descubrió entonces la causa de su malestar. Melissa se había ido de la cama.
Miró fijamente al techo. Aquella era la tercera vez que en los cinco días que llevaba casado con ella se había despertado solo en el lecho, y ya comenzaba a resultarle extraño. Se levantó en silencio, entró en el gabinete personal de Melissa y lo encontró vacío. Continuó y abrió el cuarto de baño situado a continuación. Melissa estaba metida en el baño, encorvada en el mayor silencio y de sus mejillas se desprendía un torrente de lágrimas.
—¡Cariño! —y corrió hacia ella—. ¿Qué pasa?
—¡Nada! —Lissa se incorporó instantáneamente y sonrió.
Para Farrell, aquella reacción parecía completamente fuera de lo natural. Algo monstruoso pasaba en un nivel profundo de su mente.
—Estás enferma... ¿qué es lo que te ocurre?
—No es nada —continuó Lissa sonriendo desesperadamente—. Los nervios, tal vez. Ahora me encuentro perfectamente.
—Pero eso te ocurre todas las mañanas —dijo Farrell en tono acusatorio.
—No seas tonto.
Melissa intentó pasar junto a su cuerpo desnudo. El la detuvo por un hombro con una mano y con la otra la acarició, por encima de la delgada película negra de su camisón de dormir, hasta la cintura. Las venas de sus pechos resplandecían de azul a la luz del amanecer y los enhiestos pezones estaban teñidos de marrón.
Bajo los pies de Farrell el suelo del cuarto de baño se movió en una forma loca y sus manos comenzaron a propinar a Lissa una tanda de bofetadas crueles y rencorosas, con toda su conciencia ahogada en el áspero resollar de sus pulmones, jadeantes como una vieja máquina.
Cuando volvió a su juicio, llevó a Lissa al dormitorio, la dejó en la cama con una helada compasión y la tapó con las sábanas, cubriendo así las moradas huellas del torso de la joven. Tomó un cigarro de una caja de la mesita de noche y lo encendió con dedos temblorosos. Melissa sollozaba inconsolable y con una curiosa falta de esfuerzo, lo que sugirió a Farrell que ella parecía aliviada por lo que había ocurrido.
—¿Quién es el padre? —preguntó Farrell tratando de suavizar la voz.
—Todo esto pertenece ya al pasado. Quiero olvidar su nombre.
—Ya veo —Farrell miró fijamente la blanca ceniza del cigarro—. Piérdelo.
—¡Nunca! —exclamó ella con una repentina risotada casi histérica. En aquel momento su marido tuvo miedo de ella.
—No tienes alternativa.
—¿De veras?
Farrell pensó en las reacciones de su familia, su exaltada e inmisericorde familia, y en los obstáculos que ya se habían interpuesto a su paso conforme marchaba por el largo camino que sólo él conocía para llegar a la Suprema Presidencia.
—Está bien —dijo finalmente—. Quédate con ese bastardo. Pero te diré algo... No sabes el favor que le harías si te lo quitaras de encima ahora mismo.
Halbert Farrell nació en el hospital de la Base de Cerulea en las primeras horas de la mañana de un cálido día de setiembre, y dos días más tarde, tras un parto fácil y sin complicaciones, Melissa estuvo en condiciones de abandonar el hospital y marcharse a la blanca villa que su marido había construido en los acantilados al sur de El Centro.
Gervaise Farrell festejó la llegada de la criatura con el gran entusiasmo que le había hecho justamente famoso en todas las fuerzas armadas. En raras ocasiones y cuando fue necesario, justificó la prematura llegada del bebé, a sus oficiales y jefes compañeros, recordándoles que había estado viviendo bajo el mismo techo de Melissa durante dos meses antes del matrimonio. Había posado orgullosamente para las cámaras en la división de relaciones públicas del ejército, sosteniendo y alzando al pequeño por encima de la cabeza o sobre la balconada de su hogar.
No dejó nunca que Halbert se escapase de su lado y Melissa le vigilaba constantemente con ojos turbados. Por la época en que el niño cumplió un año, Lissa ya tenía el aspecto y la mirada abstraída de una mujer en plena retirada de la vida.
2
Quizás la presencia de su profesora le hubiera salvado. Hal Farrell no estaba seguro; pero lo esperó con toda la vehemencia de que era capaz un niño de seis años de edad.
Al tener que bajar a la sala de estar, tenía que pasar por la puerta abierta de su propio dormitorio. Vaciló momentos antes de llegar, pareciéndole que la garganta se le secaba ante la presencia de la oblonga estancia. Los nuevos versos, que adquirió aquel día a Billy Seuphor por un cuarto de estelar, asaltaron su mente. A despecho de las garantías, Billy se lo había cedido negociando el precio, y las palabras que contenía el librito de versos parecían haber perdido su cualidad mágica.
Pero eran aquellos versos todo lo que tenía y los consideraba como algo reverente.
Uno, dos, tres, No puedes tocarme, En el nombre de Jay Cres, ¡No puedes tocarme!
Al pronunciar la última palabra, dio un salto como un gamo y pasó por la puerta de su alcoba escaleras abajo con sus pies desnudos que apenas tocaban el suelo de los escalones. Se detuvo en la entrada de la oblonga sala de estar, para tranquilizar su agitada respiración, y oyó la clara voz de la señorita Palgrave.
—Sé que Hal es un chico altamente impresionable, coronel Farrell estaba ella diciendo, pero en eso radica toda la cuestión. Estoy segura de que formar parte del grupo dramático juvenil le ayudaría a relajarse. Después de todo, el actuar en el teatro ha sido siempre una excelente terapia para...
—¡Terapia! —le interrumpió Farrell, con una carcajada indignada—. Mi hijo no es un niño con problemas.
No estoy afirmando que lo sea, coronel. Se trata de que tiene una extraordinaria aptitud para el lenguaje y eso sería una buena vía de escape para él. Usted sabe que las notas que obtiene en la comprensión verbal y en la lectura son algo que está más allá de...
—Hal puede hablar y leer todo cuanto quiera aquí en casa, señorita Palgrave.
—Pero sería bueno que el niño saliese un poco más —intervino entonces la madre de Hal, mientras le latía el corazón excitadamente.
—Apreciamos mucho su interés, señorita Palgrave —continuó su padre con firmeza—, pero creemos que entendemos los especiales problemas de nuestro hijo mejor que, con el debido respeto, alguien que le ve sólo una hora diaria.
Dándose cuenta del tono tajante de la voz de su padre, Hal comprendió que tenía que entrar inmediatamente si quería decir buenas noches, mientras que la señorita Palgrave estuviese presente. Abrió la puerta. Las tres personas adultas se hallaban sentadas alrededor de la mesa circular del café. La señorita Palgrave volvió hacia él sus ojos castaños, sonriendo, y con un aspecto extrañamente diferente a cuando se hallaba en clase.
—Yo... quiero irme ahora a la cama —dijo, permaneciendo en el umbral.
—Es todavía temprano —dijo su padre, mientras levantaba los ojos de su taza de café y su madre, con gesto helado, se estiraba para alcanzar otro trozo de pastel, con una mirada triste en su pálido rostro. ¿Estás cansado?
—¡Sí! Bien... buenas noches.
—Un momento, amiguito —le dijo su padre riendo, sobresaliendo la blancura de parte de sus ojos en el oscuro semblante—. ¿Dónde te dejas el beso de las buenas noches?
Hal se dio cuenta de que su plan había fallado. Se dirigió primero a su madre. Ella le retuvo durante un momento contra su terso y abultado pecho, sintiendo el firme movimiento de sus mandíbulas que nunca parecían tener descanso, de día y de noche. Los labios de Lissa estaban espesos y dulzones cuando le besó. Se volvió a su padre, quien ostentosamente le sostuvo en el aire rozándole con el áspero mentón la mejilla, mientras le susurraba al oído las temidas palabras.
—Están arriba esperándote... yo les vi.
El chico miró de reojo a su madre, silenciosamente, esperando que ella lo hubiera oído; pero ella estaba eligiendo otro trozo de pastel con muda concentración. Hacía tiempo ya, recordó Hal, que ella parecía creerle cuando le dijo lo que su padre decía; y se habían producido terribles disputas; pero entonces la ente de su madre se hallaba como perdida en cualquier parte y había cesado de intentarlo. —Buenas noches, Hal —le dijo la señorita Palgrave. El muchacho deseó de todo corazón que se lo hubiera llevado con ella—. Te veré temprano y listo como siempre en la mañana del lunes.
—Buenas noches.
Hal abandonó la estancia lentamente y subió escaleras arriba hacia su dormitorio. Estaba a oscuras, excepto por el leve resplandor reflejado de la luz del rellano de la escalera. Cantó entre dientes una vez su nueva canción, corrió hacia la cama y se envolvió entre las sábanas. El dormitorio daba la sensación de ser algo agradable en aquel resplandor de color naranja; pero agudizó el oído y a los pocos segundos oyó una voz bien conocida procedente de la planta baja, la de su padre abriendo la puerta de la sala de estar, cruzando el salón para apagar las luces. La luz del rellano se apagó con un chasquido y la habitación pareció quedar inmersa en la más completa oscuridad. Hal no hizo el menor ruido, ni intentó encender la luz de su dormitorio. Ya estaba bien familiarizado con el castigo que se le imponía a los chicos que tenían miedo de la oscuridad.
Se tapó la cabeza con las sábanas, y en el acto comenzó a escuchar el leve silbido burbujeante que, como se le había dicho, era de los que ya estaban de pie a su alrededor, las mujeres y hombres sin cabeza que salían de las paredes.
Hal sabía que eran de verdad. De pie a todo su alrededor, sus ropas estaban empapadas de sangre que brotaba de unos tubos que tenían en el cuello. La primera vez que les vio salir fuera de las paredes creyó que había sido una pesadilla, y se lo dijo a su padre, buscando seguridad. La cara de su padre se había puesto seria y sombría, acusadora. «Los niños que han nacido en. el pecado», le había dicho, «están rodeados por gentes sin cabeza todas las noches, como un castigo por el mal».
Siempre, desde entonces, Hal había podido oírles, incluso estando completamente despierto, teniendo el convencimiento de que él era ciertamente un niño malo y perverso.
Una tarde, en que comunicaron malas noticias de la guerra, cuando la primera bomba robot se había deslizado a través de las pantallas de seguridad de la Federación e hizo estallar un planeta, su padre había bebido mucho, murmurando entrecortados sollozos en su espantosa borrachera, y supo que los hombres y mujeres sin cabeza eran solamente una pesadilla. Pero para entonces, Hal ya sabía muchas cosas de una forma diferente...
Acurrucado como una solitaria pelota bajo las sábanas, sintió la presencia de aquellas fantasmales figuras rodearle la cama una vez más y de nuevo sobrevivió llamando a su protector.
Mack tenía una peculiar y equívoca posición en el designio de la existencia de Hal. Era tan real como las gentes sin cabeza, y con todo irreal, puesto que podía ser llamado o borrado a voluntad; era una persona separada, pero a veces, él y Hal eran la misma persona. Mack tenía el cabello negro; solemne, inmensamente poderoso, con unos brazos tan fuertes casi como todo el cuerpo de Hal y no tenía miedo de nada en todo el universo, ni incluso de los pitsicanos, ni tampoco de los visitantes nocturnos.
Las gentes sin cabeza podían llegar y entrar en la habitación, pero nunca intentaban hacer nada más, porque. Hal/Mack portaba un extraño y terrible rifle que jamás fal1aba la puntería, incluso cuando lo disparaba con una mano, tirando de Hal de la otra para ponerlo a buen recaudo.
Consiguiendo llegar tan cerca de la satisfacción como siempre le fue posible hacerlo, Hal fue cayendo en un sueño sin descanso.
Fue despertado por el toque frío de unos dedos que le rodeaban el pecho, levantándole del cálido ambiente de la cama.
—He cambiado de opinión —gritó Hal, revolviéndose—. No quiero ninguno.
—¿Ningún qué?
—Helado...
Hal se calló al reconocer a su madre. Sintiendo vagamente que había escapado por poco a un espantoso peligro, le permitió a ella que le colocara sus especiales calzoncillos y el resto de las ropas, mientras bostezaba, parpadeando, tratando de emerger como una crisálida a la luz de un nuevo día.
—Yo me arreglaré los zapatos, tú me los dejas demasiado flojos...
—Está bien, hijo, pero date prisa.
Sintiendo una especial emoción en la voz de su madre, la miró más de cerca. Su cara regordeta estaba más pálida que nunca y sus ojos enrojecidos. Miró el reloj y vio que apenas eran algo más de las seis.
—¿Lissa?
—Sí, hijo...
—¿Qué es lo que pasa?
—Nada. Yo... tu tía Bethia viene hacia aquí para estar con nosotros. ¿No te parece estupendo?
—Supongo que sí —repuso Hal incierto.
Bethia era cuatro años mayor que él y se resentía de tuviera un título de tía respecto a él. La había visto una vez por año, al menos, y no estaba particularmente ansioso de verla de nuevo.
—¿Viene también el abuelo Grenoble?
—No. —La palabra surgió de su madre como un sollozo y súbitamente se dio cuenta de que había algo taro en aquello.
—¿Es que ha muerto?
—Sí.
Hal pensó en la distante e incomprensible figura de su abuelo.
—¿Quién le mató?
—¡Hal! —exclamó su madre sacudiéndole por un brazo—. La gente se muere sin que nadie la mate.
—¿De veras?
Hal consideró aquella idea brevemente y después la dejó a un lado, como otra de las mentiras sobre las cuales parecía estar basada la totalidad de la estructura de la sociedad de los adultos. La vida, para Hal, no tenía fin, a menos que lo impidiera alguna fuerza. Alguna oscura fuerza. Dejó que le llevaran escaleras abajo, y que le dieran leche caliente y un plato de proteínas. No había la menor señal de su padre. Pocos minutos más tarde, un coche cerrado del ejército, conducido por un soldado con ojos cargados de sueño, llegó a la casa. Hal tomó asiento en la parte trasera con su madre y ambos fueron conducidos, sin tener que dar ninguna indicación; hecho que consideró Hal como si se tratase de una máquina en movimiento, la maquinaria absurda y sin sentido del mundo de los mayores. Se arrebujó junto a su madre y observó como los fragmentos del cinturón lunar iban desvaneciéndose por la llegada de la aurora al cielo, mientras que el vehículo continuaba su camino por el norte hacia El Centro, entre el mar y la tierra firme.
Repentinamente, Mack estuvo con él, o él era Mack (Hal nunca estaba seguro de cuál era de los dos) y se encontró sorprendido porque no advirtió peligro en nada. Después recordó que Mack había estado apareciendo más frecuentemente en los últimos tiempos y cada vez que lo hacía, se advertía una satisfacción de urgencia como la que produce un enorme trabajo que queda por realizar. Era de Mack de quien había aprendido a llamar a su madre Lissa —así era como pensaba en ella cuando estaba como Hal/Mack —pero utilizaba aquel nombre con la menor frecuencia posible, ya que parecía trastornarle a ella.
Aquella vez la presencia de Mack fue más fuerte que nunca, y Hal hizo lo que el Doctor Schroter le habla sugerido durante una sesión en la clínica. Intentó aproximarse más a Mack, hundirse completamente en el interior de su mente, hasta conseguir que los pensamientos de Mack fueran los suyos propios. La primera cosa que descubrió fue que Mack veía a la madre de Hal en una forma diferente. Ella estaba mucho más delgada que en la vida real y sus ojos estaban llenos de vida y ella podía reír. Había también una sensación de amor más voluptuosa de lo que Hal pudiera considerar a fondo.
Fascinado, se sumergió a si mismo mucho más allá. Comenzó a sentir la fuerza controlada de Mack, corriendo por sus venas. Los horizontes mentales avanzaban y se retiraban, formando parte de la panoplia de misterios y maravillas que constituía el universo. Hal/Mack respiraban con firmeza y con excitación, buscando algo más y más lejos. Vieron naves del espacio volando sobre alas negras, hombres enzarzados en combate y en seguida llegó la sensación de dolor y Hal se retiró acobardado...
La sensación familiar de la orina cálida bañándole los órganos genitales le hizo volver a la realidad. Luchó contra el flujo por un momento y después se rindió, estremeciéndose conforme la tensión parecía abandonar su cuerpo.
—¡Oh, Hal! —exclamó su madre con voz ansiosa—. ¿Estás asustado otra vez?
—Déjame solo... me encuentro bien.
Hal sabía que ella descubriría la mentira tan solo con examinar los paños absorbentes de su ropa interior; pero cualquier cosa era preferible a otra discusión sin esperanza. La solución de su madre para cualquier problema era un trozo de pastel. Hal hizo un gesto al ver que su madre rebuscaba en los bolsillos de su abrigo.
—Aquí tienes, hijo. ¿Quieres chocolate? No tuviste tiempo para tomar un buen desayuno.
—Gracias. Tomó el obsequio mecánicamente.
—Tu abuelo estaba enfermo y era viejo, Hal. No quiero que te asustes por...
—No estoy asustado —repuso Hal con vehemencia—. No podría importarme menos. ¡Bah!
—¡Hal! ¡No hables así!
—Pero es la verdad. Si estaba tan enfermo y tan viejo, es mejor...
—¡Así aprenderás!
Hal se encogió de hombros conforme le quitaron la chocolatina de sus dedos, sin oponer resistencia, y un momento después oyó cómo su madre la sacaba de su envoltorio de papel crujiente. Hal se acomodó a su gusto en la tapicería del vehículo y cerró los ojos.
El conductor les llevó sin vacilación a la parte trasera del gran edificio hexagonal y aparcó el vehículo a la entrada de la suite privada. Había muchas luces encendidas todavía y la casa parecía hervir de actividad, a despecho de lo temprano de la hora. Hal salió del coche y se quedó temblando ante la fría brisa de la madrugada, mientras que su madre hablaba en voz baja al chófer como si tuviera que hacer algún oscuro arreglo. A Hal le disgustaba inmensamente la Residencia del Administrador, y normalmente utilizaba cualquier excusa para evitar ir allí.
—Señora Farrell —dijo uno de los hombres que trabajaron para su abuelo, al aparecer en la puerta—. Antes que nada permítame darle mi más sentido pésame y ofrecerle mi condolencia y la de todo el personal.
—Gracias. Mi esposo dijo que fue...
—Sí, señora, de repente. Le ocurrió durante el sueño y no tuvo dolor alguno. He enviado un taquigrama al Presidente Gough y estamos esperando...
Hal se apartó mentalmente de la conversación. Siguió a las personas mayores al interior de la casa, tomó asiento en un gran sillón, e inspeccionó, con diversos grados de curiosidad, a aquella serie de hombres desconocidos, mientras que su madre se alejó acompañada de otros. Nadie le preguntó por el abrigo y dedujo que su visita a la gran casa sería de corta duración. Su madre volvió a poco, se arrodilló junto al sillón y le miró con ojos cansados.
—Tu padre ha encontrado a alguien que estará contigo y con Bethia en casa, por lo que ahora van a llevaros de vuelta.
Hal hizo un gesto afirmativo y se levantó del sillón. Se dirigió hacia la puerta por donde había entrado; pero su madre le llevó en la dirección opuesta, hacia la entrada principal. Por lo que Hal se esforzó en recordar, nunca había pasado por el vestíbulo de la entrada principal y se quedó asombrado de cuán familiar le resultaba. Familiar y temible. Una premonición le hizo un nudo en el estómago al mirar alrededor de la columnata de mármol.
Se abrió una puerta trasera en el vestíbulo y su tía Bethia apareció llevando una pequeña maleta en la mano. A Hal le pareció demasiado alta y compuesta para sus diez años de edad. Sus cabellos estaban fuertemente recogidos hacia atrás, brillantes y lisos como una superficie helada. Se acercó a él y los ojos le brillaron con una devoradora luminosidad. Hal decidió que no le gustaba que ella se quedara con él.
—¡Hola, Bethia!
Hal escuchó su propia voz saliendo de su boca con verdadero asombro. Era Mack quien estaba hablando. Se retiró de la presencia de Bethia soltándose de la mano de su madre. A su lado, se abrió una puerta y en ella apareció la alta figura de su padre que parecía rellenar todo el marco. No había nada visible en la pequeña habitación, detrás de su padre, excepto una pequeña mesa con quemaduras de cigarrillos por los bordes. Hal sintió de nuevo como se abría su vejiga. Se dio prisa para salir a la calle y vio el coche amarillo de su padre, en forma de pétalo, al final de la escalera. Corrió hacia él, abrió la portezuela, se metió dentro, cerró con fuerza y se hundió en el asiento trasero. Unas imágenes fragmentadas giraron en su mente al escuchar la voz de su padre pidiendo disculpas a aquel grupo de hombres desconocidos. Un minuto más tarde, su padre abrió la portezuela, dejó que entrara Bethia y ocupó el asiento delantero.
—¡Vaya, te has lucido! —exclamó su padre malhumorado, mientras arrancaba el motor. Los ojos le brillaban por el espejo retrovisor—. ¡Vaya pantomima! ¿Qué es lo que tienes ahora, gusanito? Hal permaneció silencioso, mientras que su vejiga vaciada se contraía dolorosamente. Miró de reojo a Bethia, esperando de ella la completa humillación; pero su rostro tenía un aspecto compasivo.
—¿No quieres hablar, eh? —Los labios de su padre apenas si se movían al pronunciar las palabras—. Veremos cómo te sientes tras todo un día en la cama.
Hal hizo un gesto afirmativo con la cabeza, como una burla desafiante a su padre; pero su corazón tembló ante la idea de todo un día y una noche más encerrado en el dormitorio a oscuras, rodeado de aquellas figuras pacientes vestidas con ropas ensangrentadas. Se cubrió la cara con las manos. Un sollozo entrecortado le surgió de la garganta, al tiempo que sentía la mano de su tía deslizarse entre los botones de su abrigo. Se volvió a estremecer conforme los delicados dedos de Bethia se abrieron paso bajo la camisa hasta alcanzar la piel del estómago y descendían sin vacilación hasta el paño empapado de orina de sus calzoncillos. Hubo un momento de suave presión y los dedos se retiraron, dejando tras de sí una impresión de fuerza y de cálida seguridad. Hal se revolvió en el asiento, mirando fijamente sin palabras a aquel perfil perfecto y soñador.
Para cuando el coche llegó a la casa, se había dormido.
3
Mientras esperaba el desayuno, Hal sacó la hoja de noticias del día de la máquina fax. La hoja estaba tan húmeda que se le enroscó entre los dedos. Había presionado el botón de LLAMADA PARA REPARACIONES de la máquina antes de acordarse de que su enlace por radio, que hubiera hecho venir a un técnico para repararla, no funcionaba y que se había llegado a una situación de casi volverse imposible cualquier servicio. Llevándose la hoja con cuidado, volvió a la cocina, la extendió sobre la mesa y se sentó a leerla.
La página estaba casi repleta de noticias del servicio de Inteligencia del Departamento de Guerra y de otros tópicos corrientes. A Hal le parecía qué las noticias iban poniéndose cada vez de peor cariz a lo largo de los dieciocho años de su vida; pero últimamente se había extendido un nuevo y fuerte pesimismo procedente del exterior. Cuando fue a El Centro a su clase de Biblia, pudo apreciar la angustiosa sensación de desesperanza que barría las calles, al igual que un viento huracanado y amenazante.
No era posible ocultar el hecho de que el conflicto que ya duraba sesenta y cinco años sé aproximaba a su final y que el género humano ya tenía señalado su punto de completa extinción. La máquina de propaganda de la Federación todavía funcionaba, pero de una forma negativa, por lo que nadie sabía cuántas colonias se habían perdido o. abandonado del número de cien originalmente en poder de la Federación, si bien el número exacto tenía poca importancia. La gente corriente podía leer su destino en realidades que ya eran viejas en los tiempos de Homero; los alimentos eran menos variados y mucho más caros, los repuestos de la maquinaria escasos o imposibles de obtener, y los agiotistas y especuladores adquirían por doquier grandes cantidades de géneros útiles para enriquecerse de la noche a la mañana. Y mientras decrecía la duración media de la vida, el índice de crecimiento demográfico había alcanzado un nivel impresionante.
A Hal le disgustaba leer noticias de la guerra. Le producía el sentimiento de una ciega urgencia, de enormes trabajos dejados sin hacer, el llegar a estados insoportables de la existencia. Así y todo, no cesaba continuamente de ojear las hojas de la fax y de escuchar y ver las emisiones de la radio y la televisión. Los nombres de extraños planetas producían en su mente una misteriosa nostalgia o un súbito recuerdo, agitándose confusos sentimientos como un torbellino. A veces, aquellas fragmentadas imágenes se conformaban para componer un aspecto completo de alejados paisajes y siempre aquellas sensaciones aumentaban y aumentaban hasta parecer que su cabeza estaba próxima a estallar. Sin embargo, lo que parecía exigirse de él permanecía en la sombra. Hal estaba siendo inducido y educado para ingresar en el ejército; pero fue rechazado por muchas razones, incluyendo su pobre visión ocular y su escasez de peso en relación con su cuerpo de un metro ochenta de estatura.
Durante un tiempo las clases de Biblia parecían haberle provisto de un agradable pasatiempo e incluso un fin determinado, especialmente cuando descubrió que bajo la exterior certidumbre de sus tutores, se escondía la duda y el temor. Hal sabía que su alma era inmortal, pero ninguna avanzada teología pudo afirmar su fe y eventualmente su calmosa indiferencia ante la muerte como un abstracto concepto, o como una dura prueba, en particular o en general—hacía que todos los demás volvieran los ojos hacia él. «Eres un lisiado emocional», le dijo una vez un ministro de rosadas mejillas y por lo general flemático, dirigiéndole una mirada de disgusto. «La tazón de que no tengas miedo a morir es que nunca has estado vivo».
Reuniendo sus erráticos pensamientos, Hal se concentró en aquella hoja recién sacada. La principal historia que sobresalía era la de otra ciudad que había sido literalmente arrasada, la tercera en aquel año.
Con la contracción de las fronteras de la Federación, se había hecho practicable la intensificación de las pantallas de flujo de neutrones que hacían imposible el paso de cualquier dispositivo nuclear sin que se produjese una detonación espontánea. Pero los pitsicanos, aparentemente, habían ido aprendiendo a burlar toda clase de defensas; una teoría era la de que las últimas bombas robot eran, en efecto, factorías de refinamiento de minerales diseminadas por el espacio que producían los materiales fisionables, al tiempo de llegar terca de su objetivo. Entonces, la Federación tenía que volver a la interceptación física de tales ingenios.
Para este fin su flota era muy buena, aunque no lo bastante para evitar que las naves soltaran todo un hormiguero de proyectiles del más alto rendimiento.
El segundo relato de la hoja de aquel día consistía en que el general Malan había sido retirado de su puesto como jefe del Proyecto Talkback, que empleaba a medio millón de hombres, con un presupuesto anual que se contaba por miles de millones. Malan había sido el último de una larga sucesión de hombres que había forcejeado en una de las misiones más desesperadas de la guerra; la de intercambiar un simple pensamiento con los pitsicanos. Las transmisiones taquiónicas de aquellos seres extraños eran controladas hasta donde era posible, y su lenguaje hacía tiempo que había sido descifrado y analizado. A todo lo largo de las inmensas fronteras de la Federación, existían fantásticos transmisores que no cesaban de emitir mensajes en la lengua pitsicana muy adentro del territorio enemigo; pero jamás se había conseguido la menor respuesta de ningún género.
La interrogación de los prisioneros se hacía absolutamente imposible, porque obedeciendo a la misma ética feroz que les disponía a destrozar los prisioneros humanos y destruirlos, hasta el último niño, los pitsicanos jamás habían permitido que nadie les capturase vivos. Una gran parte del presupuesto del Proyecto Talkback se destinó a desarrollar los medios precisos para hacer prisioneros vivos a los pitsicanos; pero ninguna técnica de las intentadas había tenido éxito. Se habían capturado algunos de aquellos endiablados seres extraños sin signos aparentes exteriores de daño físico, pero resultaron ser tan inútiles como los otros, creyéndose que su sistema nervioso, soberbiamente desarrollado, tenía la facultad sencillamente de que ellos mismos dejasen de vivir a voluntad. Era como si su mentalidad no pudiese acomodarse a la idea de la coexistencia del pitsicano y el hombre. Cuando los miembros de las dos culturas se encontraban, tenían que morir, unos u otros, en cuestión de segundos.
Hal estaba ensimismado con la lectura de la hoja y las noticias, cuando el incómodo vacío de su estómago le recordó que el desayuno se retrasaba demasiado. Se dirigió al refrigerador; pero allí no había nada disponible que no tuviese que ser cocinado. Deseando que la edad de los sirvientes no hubiera pasado nunca, o que Bethia estuviera en casa de vacaciones en la Universidad, anduvo errante por la cocina unos minutos. La idea de tener que prepararse cualquier cosa se le ocurrió una o dos veces, pero su profundo disgusto para cualquier trabajo le llevó a dejar la cuestión de lado inmediatamente.
Finalmente, llegó al pie de la escalera y llamó a su madre. No hubo respuesta. Frunció el ceño mientras consultaba su reloj. Era ya media mañana. Subió corriendo las escaleras con sus largas piernas que pasaban los escalones de cuatro en cuatro. Abriendo la puerta de la habitación a oscuras, se detuvo en el umbral y olfateó el aire con sospecha, mientras una increíble idea parecía tomar forma en su mente. Cuando sus ojos se hubieron adaptado al ambiente sombrío de la alcoba, descubrió los brazos de su madre, pálidos y desmadejados contra, el color más subido de las ropas de la cama. Hal se aproximó a ella y vio el tubo de plástico de sedantes tirado por el suelo. Lo recogió y por el peso se dio cuenta de que estaba vacío.
—¿Madre? —preguntó arrodillándose y encendiendo la luz—. ¿Lissa?
—Hal… —Su voz parecía provenir de la lejanía—. Déjame dormir, Hal.
—No puedo dejar que mueras.
Los ojos de Lissa se volvieron hacia él; pero estaban inertes, cerrados por el efecto de las drogas.
—¿Morir? Esto es algo... que tú puedes hacer por... La primera vez en tu... —Lissa pareció rendirse ante aquel esfuerzo y sus ojos se cerraron.
Hal se puso en pie.
—Voy a telefonear a papá, en la Base.
—Tu padre está... —El fantasma de una emoción se filtró a través de aquel rostro que había sido una vez tan bello, ahogado entonces en la gordura—. Tu padre no está...
—Dime, Lissa.
Hal esperó, apretándose los nudillos contra sus piernas temblorosas; pero ella se habla escapado ya de él. La tocó en la frente. Estaba muy fría. Tomó el teléfono, lo puso aparte descolgado y abandonó la habitación. En su dormitorio había otra extensión del teléfono y marcó el número de la oficina de su padre, pero colgó antes de obtener respuesta. ¿Dejar morir a Lissa? ¿Era por su propia voluntad? Ya no habría más luchas sin fin entre ella y su padre, ni más mutua destrucción, como dos reptiles monstruosos enroscados juntos y mirándose fijamente el uno al otro con ojos de curiosidad y de incomprensión; ni más atardeceres de glotonería constante tras las ventanas en sombras, de amargas noches con su padre murmurando que a ella le hubiera complacido el que nunca se hubiera vuelto a otras mujeres...
Se sentó en su buró y comenzó a arreglar una serie de pequeñas tarjetas escritas con su fina caligrafía. Eran notas tomadas para el libro que había comenzado a escribir a principios de aquel año, tras haber abandonado el colegio. El Milagro de la Inspiración, como había titulado ostentosamente el libro, jugaba un doble papel en su vida. Escribiéndolo, parecía ser la mejor aproximación y con todo, la más dolorosa evasión a la misión a que se había entregado, y el venderlo podría ser el primer paso hacia su independencia financiera sin la cual no habría existido forma de escapar de su padre.
En el total silencio de la casa, unas diminutas corrientes de aire parecían silbarle en los oídos como las olas de una tormenta sobre la playa y las palabras escritas en las tarjetas eran como extraños símbolos, desprovistos de significado. Respirando profundamente, se forzó a sí mismo a concentrarse, cerrando el paso de la imagen de su madre. Las tarjetas se deslizaron entre sus dedos.
William Blake (1757-1827), poeta inglés y artista. Una de las últimas expresiones finales de Blake, mientras agonizaba, fue la de que la poesía era un don procedente del infinito. Incluso en sus últimos momentos deseaba buscar papel y lápiz y, cuando su esposa le pidió que descansara, gritó: «Pero no es mía... no es mía».
John Keats (1795-1821), poeta lírico inglés. Dijo, describiendo a Apolo en su tercer libro de Hiperión, que aquello le había llegado por casualidad o por arte de magia (como si alguien me lo hubiera regalado). Admitió que la belleza de la expresión no la había reconocido sino después de que estuviese escrita. Causó profundo asombro, porque parecía que aquel trabajo fuese debido a otra persona.
Viktor Elkan (2142-2238), matemático marciano y escritor. Dijo de sus módulos de transformación famosos por la taquiónica: «La matemática no es mía. Tampoco pertenece a ningún otro hombre; pero no puedo darle crédito. Las cifras aparecieron tras de mis ojos y las puse por escrito presa de verdadero frenesí. Cuando acabé me encontraba débil y sudoroso, no por el esfuerzo de la creación, sino por mi temor de que los símbolos se me retirasen de la mente antes de haberlos puesto por escrito».
Para futura investigación: Robert Louis Stevenson (y los enanos duendes) afirmó que todo su trabajo creativo lo había hecho para él... Mozart. «No tengo en mi imaginación las partes sucesivamente; pero las oigo como si allí estuvieran todas al mismo tiempo». “Kekule" y la molécula del benceno. La concepción instantánea de la escultura de luz de Delgado.
Transcurrió una hora antes de que Hal dejase a un lado las tarjetas y pusiese una hoja de papel en su máquina de escribir. La gran verdad que había planeado extraer de sus investigaciones parecía estar cerca de él más que nunca. Pudo darse cuenta de su proximidad, de su inminencia. Era como una brillante luminaria que surgiera en su espíritu. Sus dedos se movieron rápidamente sobre las teclas de la máquina, mientras una enorme tensión preorgásmica le crecía dentro, jadeando más y más y aumentando de ritmo los latidos de su corazón. Observaba con fascinación como sus dedos se movían por las teclas de la máquina.
—¡Melissa!
Aquel grito de su padre procedente del rellano de la escalera fue para él como una granada que hubiera explotado.
Hal ni siquiera le había oído entrar en la casa. Saltó de la silla, aturdido y lamentando que aquella luz interior se hubiera desvanecido casi al instante. La silla cayó tras él y un segundo más tarde se abría la puerta del dormitorio. Gervaise Farrell entró con su rostro moreno casi negro en algunas partes por la sombra de la barba que el más cuidadoso afeitado no hubiera podido disimular. Sus ojos se detuvieron un momento en Hal y después se alejó.
—¿Dónde está tu madre?
—En la cama —repuso Hal con voz pétrea.
Intentó añadir algo más, pero no pudo encontrar las palabras adecuadas y antes de que pudiera hablar, su padre había desaparecido, farfullando palabras obscenas entre dientes. Hal esperó sin moverse. La puerta se abrió de nuevo y esta vez su padre entró deteniéndose junto al buró. Hal se quedó sorprendido de que un torrente de lágrimas le cayera por las mejillas.
—Está muerta. Tu madre está muerta.
—Papá, yo... Hal luchó por encontrar palabras adecuadas, pero su garganta rehusaba darles forma. Como siempre, cada vez que tenía "un encuentro con su padre bajo una tensión cualquiera, una confusión de vértigo pareció deshacer su poder de pensar, y sintió como sus mejillas se enrojecían. Intentó dominar la situación; pero se empeoró y su cara estaba totalmente enrojecida, de color de escarlata, latiéndole dolorosamente las sienes.
—¿Qué es lo que...? —Su padre se le aproximó más aun—. Tú lo sabes.
—Papá, yo... yo quería,...
—¿Por qué no hiciste algo? ¿Por qué no me llamaste? ¡Haber hecho cualquier cosa! ¡Algo! —Su padre se encaminó rápidamente hacia la puerta y se giró un instante—. Bastardo inútil —dijo con desprecio, como si le escupiera las palabras a la cara. Entonces se marchó cerrando la puerta.
—Ella quería morir... —le gritó Hal, sorprendido ante la discordante infantilidad de su propia voz; pero incapaz de controlarla, como si las palabras se le escaparan—. Ella quería marcharse y alejarse de ti...
Se produjo un largo silencio y Hal empezó a pensar que su padre se había marchado escaleras abajo. Entonces se dio cuenta que la puerta se abría de nuevo lentamente, pulgada a pulgada. Se echó hacia atrás instintivamente.
—Tú lo sabías —las palabras de su padre sonaron entonces como un látigo de acero que le golpeara en el rostro—. Antes de que ella muriera.
Su padre se dirigió hacia él con las piernas rígidas y las manos agarrotadas como las garras de una fiera dispuesta a matar. Hal miró a su alrededor buscando una vía de escape; pero se encontró arrinconado en una esquina. Saltó hacia atrás, y entonces, rugiendo de desesperación, se lanzó contra la figura que avanzaba, con los brazos girando como aspas. Su padre recibió los puñetazos sin siquiera parpadear. Una de las manos de Farrell sujetó las solapas de la chaqueta de su hijo y con la otra comenzó a golpearle con salvaje brutalidad una y otra vez, con golpes medidos, calculados, como en un rito de muerte, como si buscara con ellos purificarse a sí mismo.
Pareció transcurrir una eternidad antes de que Hal pudiera quedar sumergido en la inconsciencia.
4
El primer ataque directo sobre Mnemosyne llegó al año siguiente de la muerte de Lissa.
Un navío espacial de un millón de toneladas llegó como una tromba procedente de las profundidades del espacio a la increíble velocidad de 20.000 veces la de la luz, dos veces la velocidad tope jamás alcanzada por las naves de la Federación. Los abanicos entrecruzados del radar taquiónico del planeta captaron la señal de la nave pitsicana, cuando se encontraba a diez años luz de distancia. En circunstancias normales, habrían tenido tiempo suficiente para reaccionar; pero la fantástica y aterradora velocidad del intruso significaba que cruzaría la órbita del planeta en veintiocho minutos.
Aquella nave representaba algo nuevo en la estrategia pitsicana; sin embargo, aquellos que se encontraban al mando del sistema de defensas translunares pudieron obtener un buen numero de conclusiones inmediatamente. Su dirección, a 180º de Pitsica, indicaba que la Federación había, sido embolsada y su fabulosa velocidad solo pudo haber sido el resultado de haber construido el navío translumínico a distancias de cientos de años luz, mostrando que la red extendida por el mortal enemigo era cosa de mucho cuidado. Semejante velocidad demostraba, asimismo, que la nave, o era conducida automáticamente o tripulada por suicidas, puesto que aquellos 30.OOOC imposibilitaban su normalización en cualquier instante determinado.
Finalmente, a razón de un año luz por cada 2,8 minutos, hubiera hecho imposible para los pitsicanos el utilizar cualquier clase de armamento; la nave en sí misma, era el arma destructora. Una comprobación realizada por un computador confirmó que interceptaría la órbita de Cerulea en el preciso instante en que el planeta ocupara el mismo espacio, por lo que tampoco se requería armamento alguno. Un millón de toneladas, en colisión con el planeta, tocando algún fragmento lunar o incluso rozando la atmósfera a 30.000C, convertiría una sustancial proporción de su masa en energía, lo bastante como para destruir los seis planetas del sistema de Cerulea.
Solo un puñado de planetas de la Federación habrían tenido la probabilidad de sobrevivir a semejante ataque. Cerulea vivía porque en el breve tiempo disponible estaba en condiciones de detonar más de ocho mil ingenios nucleares en el paso de la nave-proyectil, creando así una barrera gaseosa muchas veces más densa que el medio interestelar a través del cual viajaba. La nave así erosionada esparciría su energía en forma de fuegos desintegradores a través de dos años luz de distancia antes de que sus unidades energéticas fallaran, y al, cambiar de módulo taquiónico al vuelo relativista se desvanecerla en el distante pasado de la Galaxia.
En Cerulea mismo la población civil estaba completamente al margen de lo que había ocurrido, puesto que las trazas dejadas en los, cielos por la catástrofe de la nave pitsicana, tardarían un año en aparecer; pero entre los militares de la Base se produjo una actividad febril, a medida que se iban considerando las implicaciones del ataque. Existían dos posibilidades, ninguna de las cuales era agradable de contemplar. O bien los pitsicanos habían señalado a Cerulea como centro de operaciones para seguir la guerra, o bien un ciego azar les había llevado a comprobar la potencia y el alcance de su nueva arma, cosa que desde el punto de vista humano, resultaba lo peor. La última posibilidad apenas si resultaba más alentadora que la primera; porque el mismísimo hecho de la supervivencia de Cerulea proclamaba que el planeta era un objetivo vital.
El ruido que hizo su padre al levantarse durante la noche y salir para la Base dio a Hal el indicio de que allí se estaban desarrollando graves acontecimientos. Apoyó el cuerpo sobre el codo, encendió la luz y se aproximó el reloj a la cara forzando sus ojos a enfocar borrosamente la esfera. Eran poco más de las tres de la mañana. Completamente despierto, escuchaba el paciente y sordo ruido rítmico del oleaje contra los arrecifes existentes bajo la villa. Sus gafas estaban en un cajón al otro lado del dormitorio; pero, no teniendo el menor deseo de leer nada, dejó vagar su imaginación. En la misma ciudad y en todas las casitas edificadas a lo largo de la costa, hombres, mujeres y. niños estarían dormidos, navegando con la nave de sus sueños en la oscura marea de la noche, sin preocuparse de que las olas eran como el reloj de sus vidas. Allí estaba siempre el gran enigma... que la brevedad de la vida del hombre no le impulsara a una continua y hormigueante actividad. La capacidad de entregarse, de rendirse al sueño, la pequeña muerte de cada día, en una de las mejores intimaciones de la inmortalidad que Hal podía, concebir. Pero, si el espíritu del hombre era, inmortal, ¿cuál era el propósito y la finalidad del pasajero resplandor quo representaba la existencia física?
Un centenar de años de vida, diez años, en año, medidos y comparados con las eternidades por venir, hacían que tal duración fuese igual, una qué otra, pero así y todo producía dolor el pensamiento de que los guerreros pitsicanos apestaran sobre la faz de Cerulea, llevando la muerte a todos sus hombres, sus mujeres y sus criaturas. ¿Podría ser que algún aspecto de la vida física trascendiese a toda otra consideración? La evolución, tal vez. La corriente contraentrópica hacia mayores y más altos grados de organización, conduciendo... conduciendo... La respiración de Hal se hizo jadeante y su corazón le latía pesadamente, conforme su mente se esforzaba por la búsqueda del concepto que, de alguna forma, hubiera de dar la justificación de la totalidad de su vida.
Hal Farrell cerró los ojos.
El bello torbellino de flores y pétalos contra el fondo del espacio, que se mueve, corre, se estremece y gira en colores, de los cuales el espectro visible percibe solo una diminuta fracción... y la masa-madre lo lleva todo por todas partes, vasta, temible, eterna...
En la entidad cegadora como un sol que es el super-egón, un millar de imágenes-identidad se funden e intercambian continuamente. Los pensamientos, como cristales prismáticos, afilados como diamantes, lanzan, sus destellos a través de la superficie de la mente universal.
—El primer instrumento puede quedar perdido para nosotros.
—Tavernor puede ser trasladado al nivel de conciencia inmediatamente.
—Eso no puede permitirse.
—Es algo prematuro... sería preferible otra prórroga de cinco años en interés de la compatibilidad física.
—Hay tiempo suficiente. Actuaremos ahora. No se puede demorar.
—Convenido. Actuaremos ahora.
Y los mil colores continúan sus destellos, aumentando y disminuyendo hasta desvanecerse, y las rociadas de electrones giran a través de las mareas galácticas de la radiación electromagnética, salpicando el espacio circundante con un millón, de colores diferentes y sin nombre...
Mack Tavernor abrió los ojos.
5
Tavernor echó a un lado las sábanas de la cama y se levantó.
Tomando las gafas del cajón, se las puso y fue a colocarse de pie ante el gran espejo del dormitorio. Sabía exactamente el aspecto que debería tener, puesto que los recuerdos de Hal eran también los suyos, pero así y todo sintió la necesidad de comprobar el estado del cuerpo en que se encontraba a sí mismo, para reorientar su espíritu y su carne. El espejo le devolvió la imagen de una figura alta, estrecha de hombros, de cabello lacio y con una cara larga y nerviosa. Tenía el pecho ligeramente cóncavo y sus miembros con la mínima capacidad y desarrollo musculares, con los codos y rodillas como nudos hechos en una cuerda. Conforme la imagen del espejo respondía a sus movimientos, Tavernor se sintió sobrecogido de temor por su propia ineptitud. ¿Qué se suponía debería hacer entonces?
Veinte años habían transcurrido desde su «muerte». ¡Veinte años! Aquel lapso de tiempo había sido tan grande y había tanto que hacer... Comprobó desconcertado que no había comprendido la mecánica actuante en el propósito del super-egón. En su mente existía la noción de que su completa identidad se había transferido, de alguna forma, instantáneamente, si no en el cerebro de una criatura recién nacida, al menos en el de Hal como niño.
Pero quizás hubiera sido necesario esperar hasta que el cerebro hubiese madurado suficientemente con sus completas circunvoluciones y hasta que el sistema nervioso periférico se encontrase lo suficientemente complejo y acabado. De cualquier modo, ¿qué podía haber hecho un niño? ¿Qué iría a hacer un joven de diecinueve años?. ¿Corno iba él a convencer a los generales de cabeza dura del COMSAC de que su débil esperanza de derrotar a los pitsicanos consistía simplemente en el abandono de la nave-mariposa? Y que los insustanciales resultados de los estatorreactores interestelares se estaban alimentando de las almas inmortales de los hombres...
Tavernor sintió súbitamente que las piernas le temblaban. Se sentó en el borde de la cama y trató de controlar el temblor de sus miembros. Como un egón, él había aceptado los conceptos y las experiencias del plano egón con poco más que un asombroso y maravillado estado intelectual frío, pero en el interior del cuerpo de un muchacho subdesarrollado, aunque el conocimiento era casi mayor del que pudiera manejar. Todo era también... inmenso. Se puso ambas manos en la cara para detener el temblor de los dedos. El movimiento nervioso continuó incontrolado y lentamente fue dándose cuenta de que el ganar terreno para dominar su frágil y raquítico cuerpo iba a ser cosa difícil y una tarea casi imposible.
En su vida anterior a veces había tenido el leve barrunto de su buena suerte al disponer de una poderosa fortaleza física y una estupenda salud y aparentemente una constitución sin nervios, y entonces se dio cuenta de que nunca había apreciado las dificultades con que vivían los demás. ¿Sería normal su comportamiento actual? Rebuscó entre la niñez de Hal y creyó encontrar la respuesta. El caos lamentable de su sistema nervioso tendía a hacerse peor, por lo que vio en el espejo distorsionado de los recuerdos de Hal, y los personajes que habían conformado su vida veinte años antes. Gervaise Farrell, una fría y espantable imagen, dispensando su furia con sádica perversidad calculada y medida. Lissa..., destruyéndose por una glotonería sin fronteras, dejando que su vida se extinguiera deshecha. Bethia, entonces en sus veinte años y pico.
El pensamiento de Bethia introdujo la primera nota de calma en su tribulación. Los recuerdos de Hal le dijeron que ella estaba como residente en la Universidad de Cerulea, haciendo su doctorado sobre investigaciones de la Sicohistoria. La joven había crecido convirtiéndose en una esbelta y casi perfecta belleza de mujer, con sus ojos de mirada franca e inquisitiva y que siempre habían confundido a Hal, sintiéndose incómodo ante aquel mirar. A pesar de ello, Bethia revelaba a veces ciertos rasgos de su niñez, la princesita de un cuento de hadas con un toque de magia en sus dedos y los ojos fijos en un perdido horizonte, instantes aquellos en que Halla había amado tímidamente y sin esperanza. Los propios, recuerdos de Tavernor respecto a Bethia cuando niña reforzaban la imagen de Hal en ella como alguien a quien las ordinarias leyes de la naturaleza y de la conducta humana apenas si podían aplicarse. Si él tenía que decir la verdad a cualquiera, sería solo a Bethia.
Gradualmente, Tavernor pudo ir controlando su nerviosismo. Cerró la luz, se acostó nuevamente y se quedó mirando fijamente por la ventana aquella corriente enjoyada de los cielos de Mnemosyne hasta que el sueño acudió otra vez a sus ojos.
Abriendo los ojos a la luz de la mañana, Tavernor experimentó un desconcertante momento de desorientación. Lo borroso en los detalles de las vigas del techo, por encima de la cama, le recordó que tenía necesidad de usar las gafas, para que su entorno circundante estuviese encajado donde debería estar. Se levantó en el acto y se dirigió al cuarto de baño. La casa estaba silenciosa y vacía, lo que sugería obviamente que algo importante había retenido a Farrell toda la noche en la Base.
Mientras se lavaba, volvió a examinarse de nuevo en el espejo, fascinado por el contraste entre su nuevo cuerpo y el que había conocido unas cuantas horas antes de tiempo subjetivo. Las experiencias del plano egón tenían un aire de algo sin tiempo respecto a ellas, lo que sugirió que podían haber tenido lugar en microsegundos y que sus diecinueve años de «almacenamiento» en la mente inconsciente de Hal habían pasado como un sueño. Forzó los hombros hacia atrás y comenzó a respirar siguiendo el método yoga que ensancharía su caja torácica, al tiempo que regulaba sus nervios.
Mientras se vestía, sintió una percepción de debilidad, que le produjo la natural alarma, hasta darse cuenta de que sencillamente su nuevo cuerpo estaba hambriento. Bajó a la cocina y puso algunos huevos sintéticos y unos filetes en la sartén, y mientras se freían se dirigió hacia la máquina fax en busca de una nueva hoja de noticias. De nuevo, la hoja aparecía mojada. La destornilló desmontando el panel de servicio frontal y tras estudiarlo un momento, ajustó el circuito de recirculación del vapor al ritmo preciso. Un minuto más tarde maniobró en el dial en busca de una nueva hoja. Entonces surgió otra seca y en perfectas condiciones. Se la llevó a la cocina en el preciso momento en que la luz roja de la instalación determinaba que la comida estaba lista.
Tavernor encontró aquel alimento proteínico difícil de engullir a pesar de los continuos tragos de leche —Hal había vivido a base de productos cereales—, pero persistió en su empeño. La subsiguiente molestia del estómago la descartó poniendo en ejercicio sus conocimientos del pranayama, regulando la respiración para mejorar el deficiente sistema respiratorio que había heredado. Su cuerpo nunca sería tan fuerte como antes; pero iba a dedicarle la máxima atención y cuidado, como el que pudiera prestar a una maquina ineficiente.
Estaba poniendo los platos en la máquina de lavar, cuando un coche pasó ante la ventana de la cocina. Momentos más tarde, Gervaise Farrell entraba en ella. Tenía los ojos hinchados. Tavernor le miró con curiosidad, sorprendido del poco odio que sentía ni cualquier otra emoción. Su mirada a la eternidad le había hecho cambiar en muchas cosas.
—Hazme un poco de café —dijo Farrell apartando la mirada mientras hablaba.
—Está bien —Tavernor manipuló en la cafetera y el otro hombre tomó asiento—. Una dura noche, ¿eh?
Farrell estaba ojeando la hoja de noticias.
—No me digas que la máquina fax ha sido arreglada...
—¡Ah! Sí.
—¡Cristo! Esto lo muestra —dijo con voz sombría sacudiendo la cabeza—. ¡Lo han hecho ahora!
—¿Qué pasa con ese ahora? —preguntó aprensivamente Tavernor.
—Date prisa con el café.
—¿Es que hay algo nuevo en el desarrollo de la guerra?
Farrell le miró sorprendido, ante la pregunta, y en una extraña forma, casi agradecido.
—¿Vas a tomar parte en ella, eh? Espero que seas capaz de derrotar a los pitsicanos con el Antiguo Testamento...
—¿Están, pues, en esta región? Farrell vaciló y después se encogió de hombros.
—La situación general es, al parecer; que estamos rodeados por ellos.
—Lo parece, ¿no?
Y Tavernor sintió que su cuerpo comenzaba a temblar de nuevo, lamentando haber dicho algo.
—Se supone que es un secreto; pero el pánico está a punto de desatarse de todas formas... Las últimas semanas intentaron destruirnos con uno de esos enormes proyectiles que tienen. Volaba a 30.000C y hubo que emplear casi todo nuestro potencial translunar para detenerlo. Farrell se echó hacia atrás en su asiento y sonrió con disgusto.
—¿Cuál es tu análisis de la situación, general?
Tavernor estaba demasiado sorprendido con la noticia para darse cuenta del sarcasmo.
—O saben que el cuartel general del COMSAC está aquí, o que nosotros acabamos de advertirlo.
—Muy bien —aprobó Farrell en un tono que se aproximaba a la amistad; pero la perplejidad de su mirada había aumentado de forma ostensible—. ¿Y cuál será el próximo paso?
—La evacuación en masa. Retirarse a las estrellas próximas a la Tierra.
—Eso llevaría mucho tiempo; pero hay además un factor de complicación. Los pitsicanos han avanzado mucho en la supresión de las emisiones taquiónicas, aunque hemos detectado ecos alrededor de todo el planeta. Las partículas han esparcido la mayor parte de su energía y sus velocidades se aproximan al infinito, por lo que no estamos seguros; pero tiene que haber un cerco de naves pitsicanas que nos rodea por todas partes. Las flotas están ahora en camino, pero les llevará seis días el que lleguen a nuestra frontera, y así, si los pitsicanos están dispuestos... —y Farrell acabó su discurso, como si hubiera perdido súbitamente todo interés en aquella conversación entre padre e hijo.
—Entonces tendremos que salir y buscarlos por nuestra cuenta —dijo Tavernor llenando una taza de café que puso sobre la mesa.
—No podemos salirles al encuentro. A distancias estelares, la única forma útil de verlo es sin taquiones, y si los pitsicanos han aprendido a suprimirlos o absorber las partículas emitidas por nuestras lámparas taquiónicas de radar...
Tavernor se sintió desconcertado, tanto por lo que Farrell estaba diciendo como por lo que implicaba aquello.
—A mí me parece —dijo lentamente —que el COMSAC se está cansando... y está aterrado.
—¿Es eso lo que piensas, tigre? —repuso Farrell tomando el café a sorbos y apartando la taza con disgusto,
Tavernor comenzó a replicar; pero entonces sus mejillas comenzaron a sonrojarse otro legado de Hal —por alguna extraña ligazón biológica, situándose en desventaja respecto a Farrell. Cuanto más se esforzaba en suprimir el rubor, más enrojecía su rostro. Se dirigió a toda prisa a la cocina, seguido por la risa de Farrell, y después corrió hacia el teléfono de su dormitorio. El número de la Universidad de Cerulea estaba impreso en la memoria de Hal, por lo que lo marcó rápidamente mientras sus mejillas se fueron enfriando. Tras diversas conexiones, una mujer del Departamento de Sicohistoria le informó que la doctora Bethia Grenoble no estaría en la Universidad hasta la tarde y que seguramente se hallaría leyendo en la biblioteca Eisenhower de El Centro. Tavernor buscó el número y finalmente conectó con Bethia.
—Bethia Grenoble al habla —repuso con voz fría y ligeramente molesta.
—Hola, Bethia —por un instante a Tavernor le pareció extraño que aquella voz de persona adulta correspondiese a la niñita con la que había compartido el dormitorio, pareciéndole que había ocurrido el día antes—. Hola, Bethia, soy Hal.
—¡Oh! ¡Hal! —contestó esta vez con mayor desagrado—. ¿Qué querías?
—Tengo que hablarte. Es muy importante.
Se produjo una larga pausa.
—¿Tiene que ser hoy?
—Sí.
—Bien, ¿de qué se trata?
—No puedo decirlo por teléfono —dijo Tavernor dominando su voz que crecía de excitación hasta convertirse en algo desagradable—. Me gustaría que vinieses. Tengo que verte.
Bethia suspiró audiblemente.
—Muy bien, Hal. Volveré a la Universidad después del almuerzo. Supongamos que tú llamas a la biblioteca sobre las dos y volvemos en coche, en donde podremos hablar. ¿De acuerdo?
—Me parece estupendo.
Bethia colgó el teléfono antes de que Tavernor tuviese la oportunidad de decir alguna cosa más. Bajó la escalera y encontró a Farrell sentado en una butaca con las piernas estiradas en la sala de estar, medio dormido y con una botella de ginebra sobre la mesa junto a él.
Tavernor tosió.
—¿Vas a utilizar el coche esta tarde?
—¿Por qué? —Me gustaría que me lo dejaras prestado un rato.
—Bien —dijo Farrell indiferente—. Estréllalo si quieres.
Y en sus ojos apareció una nostálgica mirada, como si quisiera penetrar en el pasado, o en el futuro en que nadie tendría ya que existir.
Era una tarde brillante; peto ligeramente opresiva. Los objetos y los edificios parecían haber adquirido potencialidad, como si brillaran con una luz procedente de ellos mismos y el aire permanecía alborotado. Blancos jirones de nubes arrastrándose por el cielo denunciaban las rápidas corrientes de los vientos a grandes altitudes.
Tavernor conducía cuidadosamente, dejando a sus sentidos manifestarse a rienda suelta. Incluso con la reducida e inferior visión de sus nuevos ojos, estaba viendo a Mnemosyne como nunca la había visto antes. Las percepciones de su cuerpo eran básicamente las mismas que siempre había sentido; pero así y todo, era posible interpretar todas las señales en una forma ligeramente distinta. Particularmente notable era la forma en que ciertos colores, como el verde de una mancha de hierba o el azul helado reflejado del cielo en una ventana, ponían en relación parecidas respuestas emocionales y recuerdos de imágenes de sus recuerdos. La diferencia, según pudo comprobar, se hallaba entre un poeta y un mecánico.
Conforme el coche se aproximaba a El Centro, notó la forma en que la vieja ciudad apenas si se había alterado en veinte años, y como la Base Militar se había expandido en todas direcciones. Su doble valla era visible en varios sitios cerca de la carretera de la costa, bastante antes de llegar a la ciudad. Los anónimos edificios, más allá de las vallas, resplandecían con novedades electrostáticas y sin embargo parecían sobrios al propio tiempo. Tavernor supuso que se trataba de otra manifestación de sus nuevos sentidos.
Llegó a la biblioteca Eisenhower exactamente a las dos, en el preciso momento en que Bethia descendía por la escalinata de acceso, llevando el coche hasta el mismo bordillo de la acera. Ella le dedicó la sombra de una sonrisa, en la cual Tavernor vio como a una chiquilla, y la llamó. Ella le respondió con una voz melodiosa.
—¿Cómo es que llegas a tiempo, Hal, estás enfermo o algo?
Tavernor sacudió la cabeza. Estaba descubriendo que el haber heredado los recuerdos de Hal no era lo mismo que saberlo todo respecto a Hal. No había seguridad en la falta de puntualidad, por ejemplo, pero la actitud de Bethia no dejaba duda en la forma en que ella le consideraba. Mientras que lo pensaba, Bethia dio la vuelta al coche hacia la portezuela, la abrió y le hizo un gesto para que dejara el volante.
—Bien, quítate de ahí —le dijo impaciente.
—Estoy conduciendo yo —afirmó Tavernor, sintiéndose aliviado de la forma en que las palabras surgían de su garganta sin ninguna traza de nervios.
Bethia se encogió de hombros.
—Está bien, si es que quieres correr el riesgo de destrozar el coche. Voy a sentarme atrás, sin embargo. Es más seguro.
Tavernor casi soltó la carcajada. Farrell también habíase burlado respecto a estropear el vehículo, pero el pensamiento imagen de Hal sobre sí mismo no sugería que fuese un mal conductor. Existían unos cuantos recuerdos de colisiones desafortunadas, la mayor parte de las cuales eran causadas por gentes faltas de cuidado. El coche era del tipo de impulsión por turbina, con volante, que Tavernor prefería a los de efecto sobre el terreno, a causa de su mejor control. Se lanzó con destreza en el tráfico, colocando las sucesivas marchas sin esfuerzo y se dirigió hacia el sur, por el bulevar principal, a lo largo de la bahía, acelerando en cuanto lo permitió el tránsito y controlando aquella poderosa máquina con la precisa certeza posible que sólo puede conseguirse cuando el conductor comprende bien el rendimiento y las funciones límite de cada componente.
La exhibición iba encaminada a modificar la opinión que Bethia tenía de él, y para darse a sí mismo el tiempo de acostumbrarse a la turbadora metamorfosis de Bethia como mujer. Además, existía el problema de lo que tenía que decirle. ¿Cómo podría conseguir que alguien creyese la historia que tenía que contar? Mirando a su alrededor mientras conducía, Tavernor supo con media parte de su mente que el espacio entre la superficie de Mnemosyne y el cinturón lunar del planeta hervía de egones, la insustancial materia de la conciencia racial; pero la otra media parte tropezaba con que el concepto resultaba demasiado disparatado para ser aceptado. El había estado allí, a menos que no se tratase de un espejismo. Apartó su mente del problema y de aquella forma de pensar, ya que sólo podía conducirle a la locura.
—Muy bien, Hal —dijo Bethia tras él—. Estoy impresionada. ¿Es que has estado tomando lecciones de un conductor de carreras?
—No.
—Pues así lo parece; pero como no vayas algo más despacio llegaremos a la Universidad antes de que hayamos podido hablar algo.
—Por supuesto, Bethia.
Tavernor disminuyó ostensiblemente la marcha.
Habían ya dejado El Centro detrás y entonces se encontraron en la carretera de enlace del sur que se dirigía tierra adentro desde la línea de los acantilados. Tavernor vio un camino secundario delante de él y a la izquierda, se internó un corto trecho y aparcó el coche sobre el césped amarillento, con el morro apuntando hacia el océano.
—Esto no es parte de lo tratado —dijo Bethia con cierta alarma en su voz—. Tengo mucho trabajo que hacer esta tarde.
Bethia vestía una simple túnica verdosa, que le recordaba algo a Tavernor, a sus tres años de edad, excepto que estaba sobre un cuerpo maduro que combinaba la femineidad con un aspecto de soberbia belleza física. Sus cabellos eran como el roble pulido con destellos de castaño y oro, y sus ojos le observaban con un amigable menosprecio que Tavernor encontró desalentador. Se hallaba seguro en su consternación y en sus temores de no ser capaz de convencerla o que tal vez hubiese una traza de orgullo herido en su condición masculina.
—Te ruego que escuches lo que tengo que decirte.
—Bien, veamos de qué se trata.
—Bethia —dijo volviéndose hacia ella, intentando inculcarle la máxima concentración—. ¿Recuerdas a un hombre que se llamaba Mack Tavernor?
Ella apartó la vista inmediatamente.
—¿Por qué me has traído aquí?
—¿Le recuerdas?
—Sí.
—Bien, de eso es de lo que quería hablarte.
Tavernor se sentía totalmente desesperado ante la convicción de que ella le soltaría la carcajada en pleno rostro.
—Veras, yo... —se interrumpió al comprobar que los ojos fascinados de Bethia miraban fijamente a algo que había tras él, algo que sobresalía del mar, allí donde no había más que el cielo vacío. Casi sin querer, Tavernor volvió la cabeza.
Llenando el horizonte hasta el cenit, como la radiante luz metálica de una luna vista a pleno día... y lejos, pero tan inconcebiblemente enorme que atravesaba las diversas capas de nubes... estaba la forma de una espantosa y terrorífica nave de guerra de los pitsicanos.
6
Hubo unos momentos en que Tavernor pensó que iba a morir.
Su corazón parecía haber dejado de latir por completo, conforme el choque producido estallaba a través del sistema nervioso heredado, y el horizonte pareció girar como si estuviera borracho; después, con un enorme esfuerzo total de todo su ser, recobró el dominio de sí mismo. Se quedó clavado en el asiento y comenzó a respirar lentamente, conforme aquella aparición se movía con lentitud y en absoluto silencio a través del cielo, borrando el sol y desapareciendo después por la altiplanicie del oeste.
—¡Santo Dios! —exclamó angustiada Bethia—. ¿Qué es eso?
—Una nave de guerra de los pitsicanos —farfulló penosamente Tavernor, aunque su mente estaba confusa con mil preguntas.
—¿Cómo podía ser? ¿Dónde estaban las defensas del planeta? Una nave enemiga procedente del espacio exterior y dentro de un año luz de distancia de Mnemosyne se hubiera volatilizado en cuestión de segundos. Mala como era la situación de la guerra, hubiera apostado la vida a: que ningún intruso pudiera haber penetrado el cinturón lunar, a menos que después de meses de intentarlo lo hubiera conseguido no sin dejarse ilotas enteras perdidas en el empeño. Y allí estaba la nave pitsicana atravesando la alta atmósfera con la calma y la tranquilidad con que lo haría en cualquiera de sus propios mundos.
—¿Y qué significa eso?
—Eso es lo que me gustaría saber.
Tavernor miró al norte, hacia El Centro y la Base Militar. Los apiñados rectángulos de los distantes edificios brillaban quietamente a la luz del atardecer, sin que existiera el menor signo de actividad fuera de lo normal. Ningún signo, en absoluto, de cualquier movimiento, incluso en las carreteras y pasajes de servicio. Dio entonces media vuelta a la llave de contacto. Oyó la rotación chirriante de la puesta en marcha del coche, pero sin respuesta del motor del vehículo. En el panel del coche todos los instrumentos aparecían inmóviles. Sintió la urgente necesidad de comprobar la batería del coche; pero una sombría intuición hizo el intento innecesario.
—¡Mira, Hal! —exclamó Bethia estupefacta, más que atemorizada—. ¡Por allí! ¡Hay más!
Mirando hacia arriba, vio la presencia de un número de plateados destellos en el cielo, a una altura orbital. Después; sus ojos detectaron otro movimiento a niveles más bajos del aire. Estelas de vapor entrecruzadas borraban el azul del cielo visible entre las nubes. Las estelas parecían generadas por el rápido descenso de aquellos puntos plateados, lo que significaba que la gigantesca nave anterior había sembrado el cielo con aparatos de pronto aterrizaje en la superficie. Una invasión, pensó, pero... ¿por qué molestarse? Aquello no se parecía al furtivo ataque en que sus padres habían resultado muertos, y entonces... ¿por qué no bombardear sencillamente el planeta, reducirlo a polvo, irradiarlo o usar cualquier otro de los medios relativamente simples que hubiesen borrado todas las trazas de vida?
—Sal del coche —dijo Tavernor—. Tendremos que caminar.
—¿Caminar? Pero... ¿por qué?
—El coche ya no se moverá más. Tavernor salió del vehículo y abrió la portezuela para que saliera Bethia.
—Mira en las carreteras... no hay ningún coche que se mueva.
Tavernor apuntó hacia el camino, donde se veían cuatro automóviles más. Tres de ellos tenían el capó levantado y sus ocupantes se afanaban mirando los motores. Junto a ellos, dos niños pequeños saltaban excitadamente, apuntando hacia el cielo. Tavernor sintió un doloroso nudo en el estómago. La muerte para ellos sería como el comienzo de sus vidas reales, según ya sabía; pero las criaturas chillarían de terror y de dolor antes de que se abriera aquella puerta. En su interior se destapó el odio a los pitsicanos, motor de su vida anterior.
—No comprendo —susurró Bethia, inclinándose en el asiento trasero y alargando la mano en busca de la llave de contacto.
—Vamos.
Tavernor la cogió de la muñeca y con toda la fuerza de que pudo disponer la sacó del coche.
—¡Hal! ¿Qué estás haciendo? —Ahórrate el aliento —le dijo Tavernor cogiéndola por el brazo y comenzando a andar rápidamente—. ¿Qué es lo que piensas que los pitsicanos tengan para estar en condiciones de haber llegado de esta forma? Han tenido que desarrollar un nuevo juguete de los suyos... algo que... un campo magnético, tal vez... que inhibe la transferencia de los electrones en los metales. Esa es la causa de que no haya habido ni alarma ni defensa. No tenemos nada más importante que una ametralladora que no dependa de la electricidad.
—¿Pero es posible que...?
—Tiene que ser posible; lo han conseguido, ¿verdad? Hubo un tiempo en que nosotros pudimos haber sido los primeros.
Tavernor apenas si podía echar fuera de sí las palabras que le venían a la imaginación, lo que la humanidad se había hecho a sí misma, con la maldita invención de las naves-mariposa. Al pasar cerca del coche de los niños, llamó a los padres para que dejasen el coche abandonado y se dirigieran a los árboles de la base de la altiplanicie, para seguir marchando hacia el sur. La cara del padre apareció por encima de la cubierta del motor, con una expresión en blanco, volviendo seguidamente a su faena inútil. Tavernor apartó los ojos de las asombradas caritas de los niños y siguió caminando. No había tiempo para quedarse y perder el tiempo en discutir.
—Oye... ¿que, es lo que te hace pensar que sepas tanto de todo esto? —preguntó Bethia—. ¿Y a dónde vamos, de todas formas?
—De vuelta a la villa. Sólo está de aquí, a poco más de dos millas y Farrell... mi padre... tiene allí tres o cuatro rifles.
—¿Y de qué van a servir?
Bethia estaba indignada y con la cara encendida por el rubor, incapaz de apreciar la significación de lo que estaba ocurriendo. Tavernor casi llegó a irritarse con ella; después recordó que era imposible para una persona civil, como ella, tener idea de lo que era un guerrero pitsicano en acción. Ella nunca, había caminado por las ciudades y los pueblos que dejaban atrás los mortales enemigos de la raza humana.
—Los rifles nos proveerán de alimento si conseguimos alejarnos hacia el sur y escapar de que nos reduzcan a polvo.
De nuevo le volvió el pensamiento a la mente. ¿Por qué no estaba ya toda la zona reducida a cenizas y borrada toda la vida existente en, ella? Bethia forcejeaba para separarse de él, con la, cara pálida de furia.
—No voy a los bosques contigo, Hal Farrell. Si piensas...
Ella dejó de hablar al golpearle Tavernor en el hombro y alejarla de sí. Revolviéndose, la joven se lanzó contra él. Al abrazarse luchando, Tavernor comprobó en el acto que ella era la más fuerte de los dos; pero el entrenamiento que había recibido en el combate, en otro tiempo de su vida, guió sus manos. La cogió por la muñeca y le hizo automáticamente una llave que la obligó a seguir de nuevo hacia adelante.
—Siento esto, Bethia; pero sé lo que estoy haciendo.
Ella le miró con un odio silencioso y Tavernor sintió un perverso estremecimiento de satisfacción. Mientras caminaban, el aire comenzó a rugir con los estampidos sónicos distantes. Miró hacia atrás y vio las negras naves en forma de mosquito de los pitsicanos triturándolo todo en El Centro. La ciudad y la Base Militar se hallaban bajo las naves de ataque, indefensas, y que sin duda tenían que haber sido diseñadas para operar dentro del campo de inhibición. Algunas buscaban sitio en donde depositarse alrededor de la ciudad. Sin hacer caso del jadeo de sus pulmones, Tavernor urgió a Bethia a correr más de prisa todavía.
Para cuando llegaron a la blanca villa, sita entre la carretera y los acantilados, sudaba a mares y las piernas le temblaban como el azogue. Maldiciendo su debilidad física, empujo a Bethia en el porche y abrió la puerta con la mayor rapidez. Farrell le salió al encuentro con un rifle de deporte en las manos. Sus morenas facciones tenían un extraño aspecto de inmovilidad.
—Voy a coger un rifle y alguna comida —exclamó Tavernor.
—Puedes quedarte como huésped —dijo Farrell con voz vacilante, echándose hacia un lado.
Al pasar junto a él, Tavernor percibió el olor a ginebra. Entró en la sala de estar, tomó un rifle y cuatro cajas de cartuchos de la vitrina de las armas y volvió al recibidor.
—... parece haberse vuelto loco —estaba diciendo Bethia que miró deliberadamente a Tavernor—. Yo preferiría quedarme aquí hasta que veamos qué es lo que ocurre.
—Tú puedes quedarte también...
—No creo que haya mucha diferencia en intentar correr —replicó Farrell. —Estamos huyendo —dijo Tavernor—. Es nuestra única oportunidad.
—Yo me quedo —repuso Bethia, aproximándose más a Farrell.
—Créeme, Bethia, tenemos que huir de aquí —dijo Tavernor con impaciencia—. Tú no sabes cómo son esos monstruos. Repasarán todos los edificios, sin dejar uno, sin dejar nada a su paso. Farrell soltó una carcajada.
—¡Escucha al combatiente veterano! ¿Qué es lo que sabes tú de esas cosas, hijito?
—Sé que harías mejor en coger otro rifle diferente, si es que piensas disparar. Ese que llevas dispara balas de fuego superficial que actúan por una carga eléctrica... pero las cargas eléctricas son una cosa del pasado, por lo que a nosotros concierne.
Farrell levantó el rifle con una mano, apuntó a la puerta frontal y tiró del gatillo. Se oyó un leve chasquido. Miró duramente a Tavernor y se dio prisa en meterse en, la sala de estar.
—Ya tomaremos alguna comida en cualquier parte. Vamos, Bethia.
Tavernor abrió la puerta y la empujó para salir fuera. Ella sacudió la cabeza negativamente. Volvió de nuevo a sujetarle una muñeca y a empujarla delante de él hasta llegar a la calle. Se produjo un ruido metálico que le era familiar: el de un rifle al ser cargado para disparar. Se volvió lentamente.
—¿Qué te parece éste, general? ¿Funcionará bien?
—Farrell tenía en las manos otro rifle y apuntaba a la cara de Tavernor.
—Te estás poniendo ridículo —dijo Tavernor con cuidado. Empujó a Bethia lejos de sí —No necesitas emplear un rifle para detenerme, ¿verdad, padre?
Y recargó el énfasis de la última palabra con, el completo conocimiento de su repercusión en el otro hombre. Unos destellos de incredulidad surgieron en los ojos de Farrell. Puso el rifle contra la pared, con exagerado cuidado y llegó hasta donde estaba Tavernor, con las manos dispuestas a estrangularle. Tavernor dejó caer su rifle a un lado e instintivamente se puso en guardia en la postura agachada en que había sido entrenado tantas veces, síntesis de la óptima forma de combatir en los tradicionales combates de la madre Tierra.
Con la cara expresando una infernal alegría, Farrell se lanzó directamente hacia Tavernor, evitando su propia defensa. Tavernor le detuvo en seco con directos lanzados hacia el corazón y la garganta. Gracias a la imperfecta coordinación del cuerpo de Hal, ninguno de los dos golpes habían producido exactamente el efecto deseado, pero fueron lo suficiente como para poner a Farrell de rodillas.
Farrell sacudió la cabeza como si no pudiera creerlo, mirando al suelo fijamente.
—¿Qué... crees... que eres...?
Se puso en pie con esfuerzo, se dio un masaje en la garganta y volvió de nuevo al ataque. Esta vez lo hizo con la clara determinación de sacar ventaja de su superior fuerza. Rodeó a Tavernor una vez, con ojos acusadores y después se lanzó en tromba. Tavernor recibió el peso de la carga; pero se escabulló en el momento preciso, guiando así el cuerpo de Farrell que se estrelló en el suelo, de forma tal que todo el aire pareció escapar de sus pulmones. El mismo movimiento puso a Tavernor en pie, y se echó sobre Farrell. Sus dedos pulgares encontraron rápidamente las grandes venas de la garganta de Farrell y su mente latía ante las imágenes tan odiadas... las figuras sin cabeza que rodeaban la cama de un niño asustado, la esbelta silueta de Kris Shelby y las de los otros que habían muerto en los bosques, una pistola automática, que le había perforado el pecho a balazos, Lissa aplastada como una polilla...
—¿Qué es esto? —murmuró Farrell casi somnoliento, cara a cara en la proximidad del combate—. ¿Hal? ¡¡Hal!!
—Yo no soy Hal —exclamó Tavernor salvajemente—. Mi nombre es Mack Tavernor.
Los ojos de Farrell se dilataron con la tremenda e increíble sorpresa.
—¡Detente, Hal! —gritó angustiada la voz de Bethia—. ¡Lo estás matando!
Tavernor se había olvidado de ella. Mirando hacia arriba vio el pánico en el rostro de la joven y aflojó la argolla que asfixiaba la garganta de Farrell. Se puso en pie y estaba levantando a su vez a Farrell cuando un ensordecedor lamento como el de un alma en pena llenó el aire circundante.
El suelo tembló y el cielo se oscureció mientras una nave pitsicana se materializaba sobre la carretera enfrente de la casa, bajo el efecto de la máxima deceleración, y los retrocohetes levantaban nubes de tierra y piedras que les envolvieron por completo en el lugar en que se hallaban.
Tavernor agarró el rifle mientras corrían a guarecerse en la casa. Recogió el rifle de Farrell y con él golpeó la puerta. El atronador silbido de los reactores quedó cortado bruscamente, con un chasquido burbujeante, y la casa se llenó de silencio, sólo interrumpido por el ruido de las ventanas cuyos cristales se habían roto por las piedras. Moviéndose como un hombre en sueños, como si, quisiera correr a través de un pastoso y claro jarabe, Tavernor se dirigió a la puerta de la sala de estar y miró de soslayo por las contraventanas. La nube de polvo estaba asentándose en el exterior y entonces pudo observar las figuras extraterrestres que descendían de las escotillas abiertas del aparato pitsicano.
Se volvió hacia el vestíbulo. Farrell estaba mirándole como atontado y Bethia parecía no darse cuenta de nada. Estaba de pie, absolutamente inmóvil, con los labios entreabiertos y la vista perdida y ausente. «Está inmersa en un shock», pensó Tavernor, alegrándose por el momento, ya que así no sería un impedimento en los próximos pasos a dar. Tiró de Farrell hasta la sala de estar y le puso el rifle en las manos.
Algo se movió junto al exterior de la ventana.
Giró rápidamente sobre sus pies y vio la alargada figura negra y reluciente de un pitsicano oteando el interior. Una suave neblina envolvente, producida por una especie de pulverizador, surgía por encima de su caja craneana y empañó el cristal a los pocos instantes; pero Tavernor, por la primera vez en muchos años, captó de una ojeada las dos bocas para respirar, agitándosele en los hombros y la boca para comer verticalmente dispuesta en el abdomen central. Disparó a la altura de su cintura y la ventana saltó hecha añicos, mientras la bala se alojó en el centro de la cabeza del pitsicano. El ser extraterrestre cayó hacia atrás; pero no antes de haber arrojado un objeto metálico por el hueco de la ventana.
Tavernor dio un paso hacia aquel objeto que silbaba furiosamente, con la intención de arrojarlo a la calle y que detonase en el exterior; sin embargo no pudo alcanzarlo.
La habitación pareció girar a su alrededor una vez que hubo caído en el suelo. Tavernor cayó de bruces, incapaz de mover un solo músculo. Cerca de él, oyó cómo Bethia y Farrell se desplomaban igualmente. Intentó volver la cabeza y comprobó que le resultaba imposible realizar el más pequeño movimiento. El gas procedente de la granada le había producido una completa parálisis; como un preludio de la muerte. Conforme el amargo conocimiento del fracaso le inundaba su ser, Tavernor intentó cerrar los ojos; pero los párpados permanecieron abiertos. Y así esperó morir.
Unos segundos más tarde, unas sombras se movían por la sección del suelo que podía distinguir y oyó cómo las contraventanas eran arrancadas de cuajo y abiertas. Unos pies negros de cuatro dedos con trazas de nervaduras entre los huesos, aparecieron en su campo visual, sintiéndose a renglón seguido levantado del suelo y puesto de pie. Dos pitsicanos le mantenían erguido y otros hicieron igual con Bethia y Farrell. La neblina que expelían sus cuerpos llenó casi por completo la habitación, inundándolo todo con una, fétida humedad, condensando y lubricando sus pulmones expuestos al exterior, así como otros órganos de los extraterrestres. Mientras se movían, unos extraños maullidos y raros sonidos procedían de sus bocas en los hombros, mezclados con el entrechocar metálico de sus armas.
Tavernor observó el rostro de Bethia, mientras que él y Farrell quedaban alineados en la pared más próxima, tratando de imaginarse qué estaría sucediendo tras aquel bello rostro inmóvil. Al menos, el ya había visto a los pitsicanos de cerca, aunque nunca en condiciones que pusieran al descubierto su repugnante apariencia. Cada uno de aquellos monstruos medía unos siete pies de altura, pareciéndose groseramente a un tipo humano en la configuración general, excepto por un par de brazos que surgían de su cuerpo a media altura del pecho. Tales brazos secundarios parecían en gran manera atrofiados y estaban usualmente escondidos junto a la repugnante abertura vertical de la boca para comer. La musculatura era ligera y confinada en su mayor parte a los brazos y piernas compuestos articuladamente en tres secciones o segmentos. Los órganos vitales estaban situados en posición externa alrededor de la espina central, como unos sacos de goma negros y azul pálido que se estremecían y brillaban húmedos en la pulverizada neb1ina que arrojaban y que simulaba la atmósfera pitsicana. Y siempre emitiendo un fétido olor a ranciedad dulzona que Tavernor jamás pudo ser capaz de extinguir de su olfato...
Por las ventanas abiertas entraron tres pitsicanos más y, con una parte de su mente, Tavernor pudo advertir que no iban armados. Las voces lloronas de los extraños crecieron de intensidad, para desvanecerse poco a poco. De pie en el centro de la habitación, los tres recién llegados examinaron a los humanos con turbios ojos que giraban y se movían independientemente en la plana caja craneal desprovista de otra característica. En la parte central baja del vientre, funcionaba una ruidosa válvula, esparciendo un excrementó blanco y gris que iba siendo lavado por sus pulverizadores. Se produjo un silencio y con él el cese de todo movimiento. Durante todo un minuto, los pulmones y los hombros de los pitsicanos permanecieron rígidos, como transformados en monolitos negros lavados pacientemente por una ligera lluvia.
Finalmente, uno de ellos apuntó a Farrell con una mano y los guerreros que le sostenían de pie se movieron. Farrell fue echado al suelo boca abajo. Uno de los guerreros desenfundó un largo cuchillo de su atuendo militar y puso la punta en la base del cráneo del hombre postrado, barrenándolo y partiéndole la espina dorsal. Entonces ambos se marcharon, sin el menor gesto, dejando unos charcos en el lugar que habían ocupado.
Tavernor estalló de furia contenida interiormente, sin poder articular palabra, contra los pitsicanos, maldiciéndolos por tan prolongado ritual del acto de matar a un ser humano. Pensó que el balazo que disparó al exterior tendría que haber tenido mejor uso. «Lo siento Bethia», pensó, al ver que otro de los extraños desarmados hacía gestos dirigiéndose a ella.
Entonces ocurrió algo increíble.
Con suavidad y el más exquisito cuidado, y con toda la apariencia de una gran ternura, los dos guerreros que sostenían a Bethia levantaron su rígido cuerpo y lo sacaron por la ventana hacia el lugar en donde habían aterrizado. Tavernor intentó gritar; pero su paralizada garganta no emitió sonido alguno. Viendo a Bethia desaparecer de su vista, se quedó tan sorprendido que apenas si se dio cuenta de que a el también lo levantaban y lo sacaban fuera de la estancia.
Después de setenta años de estado de guerra, en los que habían asesinado a más de dos billones de seres humanos, los pitsicanos hacían sus dos primeros prisioneros vivos.
7
Hubo veces en que Tavernor observaba el cuerpo desnudo de Bethia con un deseo que surgía, no de la sexualidad, si no de su sentimiento de soledad y aislamiento. Despertó de un sueño sin descanso a un mundo de formas sombrías y sin significado, en una oscuridad movediza y al sonido de la lluvia. Pero, a veces, distinguía un cuadrado distante del que surgía un resplandor amarillento. Bethia se movía en su interior, con lentitud y abstraídamente, con la perfección de desnudez que se traducía en zonas de gran luminosidad alternándose con sombras por las paredes de cristal que les separaba. Disminuida por la perspectiva, ella podría haber sido el lánguido habitante de un acuario, o incluso una figura abstracta, móvil, reflejo de la llama de un fuego que ardiese en un corazón de cristal.
En tales ocasiones, Tavernor encendía su propia luz; pero sólo conseguía aumentar su soledad, ya que Bethia no parecía nunca mirar en su dirección...
El navío pitsicano se hallaba inmóvil en algo cercano a su máxima configuración de masa útil.
Conforme el viaje progresaba, las secciones delanteras irían siendo desmanteladas, reducidas a trozos de chatarra con los que alimentar los convertidores de popa. La tasa de autoconsumo iría siendo grandemente incrementada si el perfil del vuelo demostraba ser irregular, implicando retardos que condujesen la nave por debajo de la zona de velocidad de 0.6C. Con una masa total de un millón de toneladas o más, moviéndose a velocidades superlumínicas, cualquier ligero cambio de ruta implicaba un prodigioso gasto de la preciosa masa de reacción, Por esta razón, los cosmonautas pitsicanos elegían volar en vastas curvas loxodrómicas. Y allí donde el rumbo tenía que ser modificado, empleaban, hasta donde resultaba practicable, campos gravitacionales estelares, a veces pasando como sombras fantasmales por los mundos recubiertos de hielo de los límites más externos de los sistemas solares y en otras cruzando órbita tras órbita para pasar a pocos millones de millas de los infiernos de calor de las estrellas.
En los primeros días de su confinamiento en prisión, Tavernor no hacía otra cosa que recordar tales hechos, puesto que no tenía evidencia sensorial de tales movimientos. Según podía apreciar, la sección de la nave donde había sido alojado era una habitación circular de unas cien yardas de longitud por unas cincuenta de altura. Una lluvia artificial chapoteaba constantemente procedente de conductos situados sobre su cabeza, recogida después, presumiblemente para un sistema de recirculación, por canales dispuestos en la cubierta. Visibles a través de las movedizas cortinas de agua, estaban en continua alerta las figuras de huso de los pitsicanos, a veces febrilmente activas y otras increíblemente inmóviles, como unas pesadillas realizadas en obsidiana.
El cubo de cristal en que vivía tendría como unos veinte pies de lado. Estaba calentado y disponía de una cama, una mesa y una silla, con facilidades higiénicas. Todos aquellos artículos habían sido diseñados para uso humano, pero de manufactura extraterrestre. No había ningún otro artefacto en el cubo, excepto una microbiblioteca, que daba la impresión de ser de origen humano, aunque sin nombres en los «casettes». Estos contenían la suficiente escritura como para haberle permitido estar leyendo durante la vida entera corriente de cualquier ser humano.
Bethia vivía en otro cubo idéntico, a poco menos de un centenar de yardas de distancia. La existencia de los cubos le bahía proporcionado a Tavernor todo un shock, ante la comprobación que tanto Bethia como e1 habían sido capturados vivos. Mientras se hallaron en tránsito desde la villa hasta la nave nodriza, se había convencido a sí mismo de que todo aquello no era más que una aberración temporal por parte de los pitsicanos, para dilatar cruelmente el golpe de gracia. Pero aquellas celdas de cristal obviamente habían sido preparadas con anticipación. Los pitsicanos tenían que saber, sin duda, que iban a hacer dos prisioneros mucho antes de atacar el planeta. Y, entonces, la nave les estaba transportando a un destino que sólo podía hallarse en la zona del espacio controlado por los pitsicanos. Pero... ¿por qué?
¿Por qué?
El interrogante no cesaba de vagar por el cerebro de Tavernor, mientras yacía silencioso en el rectángulo de plástico que constituía la cama, esperando la comida que, según calculó, debía corresponder al almuerzo. Su reloj le había sido quitado junto con toda la ropa. En el cubo de cristal no existían relojes de ninguna clase; pero la comida que esperaba era la intermedia de las tres que le traían durante cada ciclo de luz/oscuridad. Un sonido en la entrada del cubo le avisó que la comida había llegado. Se puso en pie y se dirigió hacia la puerta interior. La exterior ya había sido abierta y un pitsicano se hallaba en el espacio intermedio, poniendo su bandeja de alimentos en el suelo. Diversos reflejos se movían con aceitosa lentitud en el complicado cuerpo del ser extraterrestre y las bocas respiratorias se agitaban sobre los hombros.
Tavernor examinó a aquella extraña criatura a través del cristal, para estar seguro de que era la misma que le había traído las otras comidas. Permaneció de pie un momento frente a él, con sus nublados ojos fijos en los suyos y, como anteriormente, tuvo una sensación de horror. Aquel bípedo provisto de aquellos ojos sin vida era un miembro de las especies que habían demostrado ser superiores a la humanidad en la forma en que los hombres comprendían: la fuerza tecnológica de las armas. Pero por la misma razón, había demostrado su evidente inferioridad, porque el Hombre —sin importar su pasada historia— no hubiera exterminado al único vecino inteligente en el Cosmos para satisfacer simplemente su continua envidia y resentimiento. El estudio implicado en las tablas modificadas de van Hoerner era tan ampliamente envolvente que los hombres hubieran aceptado la presencia de los pitsicanos como medio de intercambio cultural. Todo el inmenso Proyecto Talkback, y su único objetivo, había sido el poder intercambiar un simple pensamiento y, entonces, Tavernor comprendió la desesperada necesidad de hacerlo. Si los pitsicanos situados al otro lado del cristal del cubo hubieran hecho un signo, un gesto de reconocimiento de Tavernor como un compañero de viaje en el espacio—tiempo, después...
El extraño se volvió y se alejó con su marcha peculiar parecida al aire de un camello por el desierto, causado por la complicada acción de sus piernas divididas en tres segmentos. Observándole de cerca, Tavernor vio la retorcida cicatriz en la parte de atrás de su brazo izquierdo en funciones, y conoció que era el mismo de antes. Hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Ningún hombre antes que él había tenido la oportunidad de estudiar vivo a un pitsicano, y aunque los resultados de sus modestos experimentos jamás fuesen conocidos en la Tierra, aquella actividad mental le preservaba de volverse loco.
Cuando se abrió la puerta interior, Tavernor se llevó la bandeja a la mesa, tirando de la tapa de aquellas latas de conserva que se autocalentaban. Todas las etiquetas habían sido quitadas de los recipientes; pero eran obviamente de manufactura humana, y sabia que contenían una comida bien equilibrada. Los pitsicanos daban la impresión de conocer muy bien la naturaleza de las exigencias alimenticias de los humanos y, de forma irónica, el cuerpo que había tomado de Hal se encontraba entonces en mejor estado de salud que nunca. La constante respiración abdominal le había desarrollado la caja torácica; y una, adecuada alimentación de proteínas y un cuidadoso ejercicio le habían ido desarrollando progresivamente sus músculos, fortaleciéndolos, aunque todavía no mostraban su verdadera fuerza.
Mientras que las latas de comida estaban calentándose, se volvió para mirar a través del espacio intermedio, mojado por la lluvia, a la celda de Bethia. También llegó la comida para ella; pero el proceso seguido era diferente. Como de costumbre, tres pitsicanos habían entrado en el cubo de cristal y rodearon su cama. La primera vez que había sucedido, Tavernor se había ensangrentado los dedos intentando abrir la puerta para acudir en su ayuda. Pero entonces comenzó a descubrir la razón: los pitsicanos la forzaban a alimentarse. A semejante distancia era imposible saber si ella rehusaba positivamente el alimento o simplemente es que había perdido todo interés en tomarlo.
Tavernor observó impasible como la curiosa pantomima se desarrollaba de nuevo. Bethia no había vuelto a ser ella misma desde el momento en que los pitsicanos descendieron sobre Mnemosyne y quedó aparentemente sumida en un permanente shock síquico. Era, en fin de cuentas, la lógica y natural reacción propia de una mujer sensible; pero así y todo, le recordaba la Bethia de tres años, que conoció al principio, aquella niña extrañamente precoz que con tanta facilidad caía en una especie de trance con sus bellos ojos como perdidos en horizontes alejados del mundo en que vivía. Una cuidadosa busca en los recuerdos de la memoria de Hal, allí almacenados, indicaba que la Bethia adulta no tenía historia de tales trances, por lo que sin duda debieron haberse ido desvaneciendo a medida que transcurrieron los años. Tal teoría fue la mejor que Tavernor pudo obtener de su limitado conocimiento de la sicología; pero la encontró vagamente insatisfactoria. Bethia, por lo que de ella sabía, era dueña de un alto grado de elasticidad mental, fuera de lo común, habiendo además en ella algo más respecto a aquella mística comunión con el infinito, algo turbador y que se escapaba a toda percepción.
La tapadera de una lata se abrió; significando que su contenido estaba ya dispuesto para ser comido. Tavernor retiró la vista del cuadro que ofrecía el cubo de Bethia, borrado por el agua, y comenzó a tomar su comida. Mientras comía, estudió su propia celda por centésima vez. Era una complicada obra de ingeniería. Un cable conductor de energía estaba conectado a la parte baja de un hilo en los bordes y, desde allí, otro más fino conducía a una unidad especial en forma de caja puesta en el techo. Aquella unidad del tipo que fuese, parecía reducir la humedad e incrementar el contenido del oxígeno del aire pitsicano, alimentando la mezcla modificada dentro de su celda por medio de válvulas dispuestas en el techo. Tanto la puerta interior como la exterior eran accionadas por electricidad y controladas desde algún sitio invisible. Tavernor las había examinado durante sus primeras horas en la celda; pero le había sido imposible descubrir qué fuerza las mantenía ensambladas. Eran lo bastante fuertes y a prueba de evasión.
Cuando acabó su comida, llevó la bandeja y las cuatro latas vacías a la entrada y las colocó entre las dos puertas. Dispuso las latas de forma que quedasen a un lado de la bandeja, y colocó una de ellas de forma que quedase a punto de caer, después se volvió y tomó asiento en la única silla que disponía. Unos pocos minutos más tarde, la puerta exterior se abrió y el pitsicano emergió, entre la neblina ambiental. Se detuvo para levantar la bandeja y el precario equilibrio estuvo a punto de hacerle caer. El pitsicano puso de nuevo la bandeja en el suelo, recuperó el envase caído y se alejó sin mirar siquiera al interior de la celda.
Tavernor se, frotó la barbilla pensativamente y se echó en la cama. No tenía idea de cómo serían los demás pitsicanos; pero el que le había traído la comida era —por comparación humana— no demasiado brillante. Había caído cinco veces seguidas en la pequeña trampa tendida con las latas. Los pitsicanos, indudablemente, no deberían medir la inteligencia en la misma forma que lo hacían los humanos, pero la capacidad para aprender rápidamente de la experiencia era, en estimación de Tavernor, algo tendente a ser uno de sus vitales ingredientes. Consideró la posibilidad de que sus apresadores estuvieran determinadamente evaluando su propio intelecto en el contexto del absurdo de los recipientes, y se imaginó qué harían de él. Era el viejo problema de los primeros contactos culturales.
Por otra parte, los pitsicanos, en su promedio podían ser casi unos retrasados mentales, por todo lo que ya sabía respecto a su raza. No existía una necesidad real para su inteligencia. De ser distribuidos como entre los humanos, algunas clases de sociedad funcionarían más eficientemente si estaban compuestas por siervos sin mente, guiados por unos cuantos brillantes demagogos. Los pitsicanos podían hallarse en tal caso: una hoja finamente afilada para la destrucción de todas las demás formas de la vida. Quizás aquello fuese la clave de su conducta. Podía ser que no solamente se dedicaran a la exterminación de la humanidad, sino también a suprimir el universo entero de cualquier ser sensible, y quedarse ellos como sus únicos ocupantes. ¿Una sicosis a escala cósmica?
Tavernor se removía sin descanso en la cama. Si la hipótesis era correcta... ¿sería el Hombre muy diferente del pitsicano en sus últimas ambiciones? Los cosmobiólogos, o aquellos que eran optimistas respecto a la posibilidad de supervivencia de la civilización terráquea, habían estimado que una cultura humana pudiera extenderse por toda la Vía Láctea en un tiempo mucho más corto que la edad de la propia galaxia, situando colonias de colonias de otras colonias, como había sucedido en el caso del Mediterráneo en los tiempos de la antigüedad clásica. Por mucho que lo intentaba, Tavernor era incapaz de ser objetivo respecto al concepto: si una vida tuviese que expandirse por la galaxia, prefería que fuese la del hombre. Un pitsicano preferiría que fuese la pitsicana. Por tanto, ¿quién era un psicópata? Todo lo que cualquier ser inteligente podía hacer era procurar que su propia especie permaneciese hasta lo último y contra cualquier otra que llegase a enfrentarse con ella, creyendo implícitamente en su propio destino...
Odiando a los pitsicanos más que nunca, Tavernor se encontró incapaz de conciliar el sueño. Sin la comodidad de las ropas para cubrirse el cuerpo, el dormir no era fácil y la soledad volvía a su mente con más fuerza que nunca también. A veces sentía algo parecido a lo experimentado en el breve tiempo que permaneció en el plano egón. Sus padres, Lissa y Shelby estaban vivos allá; pero no había intentado encontrarlos; aquello no parecía importante para la fría e impersonal mente de un egón. Se quedó poco a poco adormecido, pensando tristemente que no valía la pena haber nacido...
La enorme nave comenzó su descenso, o su equivalente orbital, al vigésimo tercer día de vuelo. Dos días antes, Tavernor había experimentado un ligero mareo conforme la nave, al abandonar el módulo taquiónico, se había situado en deceleración simulada, lo que proveía de peso real a los cuerpos, cambiando a la verdadera deceleración. Había estado observando cuidadosamente cualquier cambio en la rutina que indicase que se había completado el viaje. El primer signo llegó cuando un grupo de pitsicanos rodearon el cubo de cristal y lo sujetaron, con herramientas adecuadas, en sus esquinas contra el suelo. Lo anclaron en la cubierta y poco más de una hora después, la nave entraba en la condición de caída libre.
Ya estaba en órbita de un planeta pitsicano, y el pensamiento dio a Tavernor una cierta, aunque sombría, satisfacción. No importaba qué fuese lo que pensaban hacer con él, aquello significaba al menos el fin de una situación horrible y el terminar con la espantosa soledad del cubo de cristal. Al principio había rechazado la idea de utilizar la microbiblioteca, sintiendo que ello representaba una sutil aceptación de los planes que los pitsicanos hubieran hecho respecto a él; pero pronto descubrió que no podría soportar el permanecer con la mente vacía. Comenzó a leer al azar, sin tomar interés en su contenido, usando las palabras como medio de evitar el pensamiento propio. El límite de visión existente más allá de las paredes de cristal de su celda aparecía turbado aquí y allá por las formas negras deambulando de un sitio a otro de los pitsicanos, dando la impresión de que pudiera haber sido el fondo de un mar cálido y enlodado.
Ejercitando su cuerpo lentamente desarrollado, durante varias horas al día, entretenía parte de su vida; pero al fin tuvo que echar mano de aquella biblioteca condensada.
La larga espera ya había llegado a su fin. Se movía adelante y hacia atrás por su celda encristalada, haciendo gestos a Bethia cada vez que suponía que ella miraba en su dirección. Pero ella permanecía sentada en la mesa anclada y no daba la menor señal de respuesta. En Tavernor creció la necesidad de ocuparse de ella. La distancia y el efecto de distorsión de los cristales mojados hacía difícil estar seguro de nada, pero ella parecía haber perdido peso en el viaje. Se movía raramente y en las infrecuentes ocasiones en que cruzaba su celda se observaba una extraña indiferencia en su paso.
Tras unos minutos en caída libre, los pitsicanos volvieron, trasladándose con fácil destreza en la condición de ingravidez, sujetando un flexible cable en un sitio por debajo de la base del cubo de Tavernor. Instalaron una serie de cables conductores de energía, desde lo que parecía ser un generador portátil, y desconectaron los antiguos alambres de los anteriores dispositivos de control que rodeaban al cubo, reemplazándolos con los nuevos. Mientras lo hacían, las puertas dieron un chasquido, se estremecieron inciertas un instante, para volver a encajar rígidamente en el lugar que les correspondía.
El cable flexible se estiró súbitamente y la celda comenzó a moverse hacia una luz blanca que se mostraba a distancia, todavía atada a su sección de la cubierta. La celda de Bethia se movió en la misma dirección, rodeada por unas figuras que se movían con lentitud. La luz que tenía al frente fue creciendo de intensidad y Tavernor comprobó que se trataba de un tragaluz. Su cubo se movió por delante del de Bethia, pasó junto a un arco de poca altura de metal, y se detuvo en un espacio reducido, decidiendo que se trataba de un aparato volador secundario, procedente de la gigantesca nave-nodriza. Se inclinó tan cerca del portillo como le fue posible, ignorando la protesta de su inexperto estómago y miró hacia fuera.
El mundo pitsicano era un orbe sin características especiales, pero de una cegadora blancura, completamente envuelto por una capa de nubes. Se dio cuenta en el acto que desde la superficie del planeta sería imposible poder observar las estrellas. El día consistiría en un general esclarecimiento de los vapores envolventes y la noche, un retorno a la oscuridad, no aliviada por la presencia de los puntos de brillo celestial que proporcionan las estrellas, causantes de que los primeros hombres mirasen hacia arriba llenos de asombro y maravilla. Tavernor sintió una sombría desesperación ante la desaparición del último vestigio de la superioridad del Hombre respecto a los pitsicanos. Después del primer salto al espacio desde la Tierra, el viajar por el cosmos había sido fácil. El planeta podría haber sido diseñado para aquel ex profeso propósito, con una transparente atmósfera que pusiera al descubierto y mostrase los tesoros que allí yacían esperando, y una luna tan grande que virtualmente era otro mundo colgado, dentro de un tiro de honda, astronómicamente considerado, y otros planetas al alcance fácil de un buen telescopio para confirmar las promesas del cielo nocturno.
Pero los pitsicanos no habían conocido ninguna de aquellas ventajas. Para ellos, tuvo que haber sido sólo un ciego impulso a salir hacia el exterior o una calmosa determinación para justificar la Ley de la Medianía, por la que su mundo no podía hallarse solo en la Creación. Bajo las mismas circunstancias, Tavernor estaba seguro, el Hombre pudo haber quedado atrapado en el planeta de su nacimiento. Se volvió de la visión de la portañola y vio que el cubo de Bethia había sido apartado y colocado a pocos pies del suyo. Estaba todavía sentada en la mesa, braceando entre ella y la silla. Su cuerpo tenía un aspecto de delgadez. Se lanzó hacia un sitio más próximo de la celda y el movimiento hizo que Bethia levantase la cabeza. Entonces se encontró mirando al rostro demacrado y pálido de una mujer extraña. Ella le miraba de una forma impersonal. Así permaneció por breves momentos y después bajó la cabeza, mientras que sus hermosos cabellos le envolvían los hombros.
—¡Bethia! —grito—. ¡Todavía estamos vivos!
Las palabras rebotaron inútilmente con una serie de ecos dentro de la celda, como las imágenes de Lissa que simultáneamente brotaron de su mente. Intentó golpear con todas sus fuerzas la pared encristalada de su prisión, no consiguiendo otra cosa que flotar hacia atrás, mientras que la nave auxiliar se desprendía de la nave—nodriza. Comenzó a decelerar inmediatamente y Tavernor tocó el suelo, con la certeza de que Bethia no tenía la menor gana de verle. Se tumbó en la cama y observó la brillante luz reflejada procedente del portillo, mientras que el aparato seleccionaba su ruta de descenso al planeta. Se hicieron visibles algunas estrellas por encima de la alta atmósfera y acto seguido comenzó a sentir las vibraciones propias del tirón de la gravedad del mundo que yacía abajo. Fue descendiendo suavemente, hasta que de súbito todo quedó sumido en la oscuridad. La nave auxiliar fue bajando milla tras milla entre aquella nube gradualmente más espesa.
Tavernor casi no se dio cuenta del golpe final, que le avisó de haber tocado el suelo. Acababa de comprobar que los trances espontáneos de Bethia tenían el poder de embargarle de una gran incomodidad.
Le recordaron la forma en que las negras formas de aquellos seres extraños que le habían capturado se quedaban rígidas y heladas, mientras que sus ojos borrosos se quedaban fijos en otros horizontes.
8
El campo de aterrizaje de los pitsicanos, era diferente de lo que Tavernor había esperado.
En el descenso a través de la oscura y húmeda atmósfera, la luz de la única claraboya había ido disminuyendo tan persistentemente, que llegó a convencerle de que, a nivel del suelo, la visibilidad estaría próxima al punto cero. Pero, cuando se abrió la escotilla, comprobó que la cubierta de nubes tenía varios cientos de pies de altura y, a despecho de las cortinas de lluvia, era posible ver a una distancia de dos o tres millas. El cemento de la pista de aterrizaje se alargaba en la distancia, entrecruzado por el constante movimiento de vehículos de todo género, una visión sorprendentemente familiar que ya conocía de un centenar de planetas de la Federación. —Más allá de la llanura de cemento se observaba ligeramente la presencia del follaje verde en grandes laderas que se alzaban hasta las nubes. Aquello podían ser colinas de poca altura o el comienzo de una cadena montañosa.
Cerca del aparato auxiliar, esperaba un camión cubierto, rodeado por pitsicanos; algunos de ellos iban vestidos con su indumentaria guerrera, mientras que otros aparecían totalmente desnudos. El camión, también, podía haber sido el producto de un mundo de la Federación. En el cerebro de Tavernor se removía angustioso el pensamiento de Bethia; pero el ingeniero que había en él no pudo evitar dedicarse a estudiar los diferentes vehículos y su equipo, notando como sus diseñadores habían logrado las mismas soluciones a problemas universales que tenían su contrapartida en la Tierra. El camión que esperaba resultaba particularmente interesante. Su plataforma de carga tenía dos depresiones cuadradas alineadas con dispositivos de sujeción, lo que sugería que había sido construido para transportar los cubos de cristal de la nave auxiliar. Tavernor almacenó tales conocimientos en su fichero mental, junto a otras observaciones de las celdas en que habían permanecido prisioneros él y Bethia en tan largo viaje cósmico.
Los pitsicanos sujetaron con cables los cubos en la plataforma interior del camión de transporte, procediendo después a la misma tarea de conectar los cables y demás accesorios eléctricos a un generador existente en la parte frontal d~ vehículo. La sorpresa de Tavernor aumentaba conforme les observaba. Los análisis de muestras de la atmósfera pitsicana, retenidos en un equipo capturado, mostraron a los científicos de la Tierra que no era una buena mezcla para los seres humanos; pero sí podía ser respirada por una semana o más, antes de que apareciesen síntomas desagradables. Los pitsicanos deberían, sin duda, tener la misma información, puesto que después de todo, podían moverse libremente en mundos habitados por los humanos, pero así y todo, continuaron tratando a sus prisioneros con una solicitud casi excesiva que Tavernor encontró vagamente turbadora.
Una vez hechas todas las conexiones, los cubos fueron instalados en el camión, mientras que una muchedumbre de aquellos seres extraños les rodeaban, al parecer, con un animado interés. Bethia permanecía echada sobre la mesa; pero Tavernor observó las negras figuras, con los ojos sombríos. Estando excitados, los pitsicanos eran menos agradables que nunca; los brazos secundarios se apartaban de las hendiduras verticales de las bocas de comer y se agitaban débilmente, mientras que unos excrementos blancos y grises se escapaban, desparramándose, de sus intestinos bajos. Tavernor se alegró de que el espesor del cubo le preservase de oír cualquier clase de sonido que pudieran estar haciendo. Pero al propio tiempo, sentía incómodamente que él era el extraño sobre aquel mundo lluvioso y sombrío. Miró fijamente a los pitsicanos, hasta que la puerta de cierre del camión los apartó de su vista.
El vehículo se alejó, apreciándose unos diez minutos de conducción suave. Existía muy poco espacio entre los cubos y los lados sin ventanas del camión.
Ningún extraño les acompañaba dentro de la caja del vehículo. Tavernor imaginó que era la primera vez que no se sentían vigilados desde su captura. Intentó abrir las puertas del cubo; encontró que estaban tan fuertes e inmóviles como en ocasiones anteriores y después hizo cuanto pudo por atraer la atención de Bethia.
Tras haber golpeado fuertemente en la pared durante varios minutos, ella se levantó de la mesa y se quedó en pie de cara a él a través del cristal mojado de su prisión, cayéndole las luces del techo sobre sus hombros y senos y el oscuro triángulo del pelo del pubis, componiendo todo ello una neblinosa composición de arquetípica femineidad. Tavernor le hizo unas frenéticas señales con las manos, pero ella se volvió y caminó insegura hacia la cama, llegando a la conclusión de que ni siquiera le había visto. Aumentó en él su preocupación por ella junto a un sentido de la responsabilidad, ya que él había sido quien hiciera que fuese a la villa en el punto exacto en donde los pitsicanos tomaron tierra para buscar a sus prisioneros. De no haberlo hecho, ella estaría muerta, como todos los demás habitantes de Mnemosyne o estaría a punto de estarlo para entonces; pero la muerte habría sido un escape del plano egón y preferible a lo que ahora iban a encontrar. Como Lissa, Bethia parecía poseer una debilidad latente en su voluntad de vivir. La joven se debilitaba a ojos vistas, bajo la presión de las circunstancias, y los pitsicanos ni siquiera habían revelado en lo más mínimo sus planes para deducir lo que les esperaba en el futuro.
Tavernor apretó los puños desesperado y sin esperanzas, y comenzó a pasear de un lado a otro de su celda, hasta que finalmente el camión dio un traqueteo y sus motores se apagaron. Cuando se bajó la puerta de cierre posterior, comprobó que habían viajado por una suave neblina. El techo de nubes se cernía a poca altura y la visión quedaba limitada a pocos cientos de yardas hacia abajo y a ambos lados de un enorme edificio sin ventanas. Sus macizas paredes eran de piedra azul y la estructura moldeada en la falda de la colina. En el lado más elevado> donde el camión se había detenido, media solo un piso de altura, pero una abertura cuadrada en la pared revelaba unas profundidades cavernosas de niveles descendientes. El edificio daba el aspecto de no tener nada de funcional. Podía ser muy bien una especie de prisión para una estación de investigaciones xenológicas, a estilo pitsicano.
La puerta bajada del camión formaba una plataforma que se hallaba a nivel con la parte baja de la abertura cuadrada, abierta en el muro. Unos pitsicanos aparecieron desde el interior, entraron en el camión y ataron más cables a las partes bajas de los cubos encristalados de los dos prisioneros. Tavernor fue retirado primero, sintiendo el latido de su corazón aumentar de tono a medida que iba adentrándose lentamente en la oscuridad de aquel enigmático edificio. Entonces, por fin, tendría una noción de lo que pudieran ser las intenciones de sus aprehensores.
Conforme sus ojos se fueron ajustando a la pobre iluminación, vio que el cubo estaba siendo arrastrado por un piso desnudo y liso. Al otro extremo le esperaba una inmensa cavidad vacía, subdividida por unas macizas columnas de metal. Una valía alta corría a lo largo del borde de las columnas, con retazos rectangulares aquí y allá sobre el suelo que sugería la supresión reciente de unas máquinas. Tavernor pensó si aquel edificio era alguna especie de taller que había sido convertido en otra cosa. Pero... ¿para qué propósito? ¿Sería que los pitsicanos, que antes jamás habían hecho prisioneros, no disponían de facilidades?
Divisó de un vistazo dos depresiones cuadradas en el suelo delante de él, depresiones alineadas que ya le eran familiares como anteriormente en la nave—nodriza; Entre ellas, existía una pared bajo de la cual salían unos cables eléctricos. Tavernor creyó comprender súbitamente una parte de los planes de los pitsicanos.
Él y Bethia iban a ser guardados en aquella caverna artificial por una gran extensión de tiempo; tal vez por el resto de sus vidas.
A Tavernor no se le ocurrió razón alguna para que los pitsicanos fueran a proporcionarles tales medios de supervivencia y obviamente 4e instalaciones permanentes. Su mente comenzó a formar teorías basadas en sospechas alrededor de los hechos observados. Podría ser que los pitsicanos tuvieran la idea de conservar una pareja de la raza humana vencida para sus archivos, como una curiosidad histórica. ¿Como una exposición viviente? También podría darse el caso de estudiar la conducta humana para comenzar a hacer funcionar una colonia de cautivos... Volvió los ojos hacia el cubo de cristal de Bethia. Ella permanecía tendida en la cama, inmóvil y sin dar la menor señal de vida, aparentemente desligada y ausente de las negras figuras que silenciosamente se movían a su alrededor.
Mientras observaba, su propio cubo cayó, con un chasquido, en la depresión existente en el suelo y el de ella fue arrastrado fuera de su vista tras el muro central. Dos de aquellos seres habían comenzado a asegurar el anclaje de la celda encristalada antes de que Tavernor cayese en la cuenta de que el muro había sido puesto allí con el propósito específico de negarle a Bethia y a él la mínima satisfacción de verse recíprocamente. La vida, de entonces en adelante, iba a consistir en un silencio solitario de días y noches encerrado en una caja de cristal, comiendo de latas de conserva y mirando fijamente a través de las nubladas transparencias a aquellas formas de pesadilla moviéndose en la semioscuridad, sin saber si Bethia estaba viva o muerta al otro lado del muro...
Un odio terrible agarrotó los músculos de Tavernor, impidiéndole tomar acción alguna contra lo que realmente no podía actuar. Golpeó haciendo señas a las arrodilladas figuras de los pitsicanos, tirando con furia, hasta destrozarse las uñas, de la hoja de cristal intermedia entre las puertas. Entonces vio que los extraterrestres estaban a punto de conectar el cubo a su nueva fuente de energía. La última vez que lo hicieron, las puertas se habían estremecido momentáneamente.
Corrió hacia el centro del cubo y se lanzó contra la puerta interior en el preciso momento en que ésta emitía un perceptible temblor. Se tiró contra ella con toda la velocidad que su frágil estructura le permitía. Sintió un agudo dolor en el hombro y un fuerte golpe en el pecho desnudo, y súbitamente se encontró en el exterior, entre las enormes y gimientes formas de huso de los pitsicanos.
La lobreguez del ambiente comenzó a girar en torno a él mientras sus pulmones luchaban por respirar aquel frío y húmedo aire. Un pitsicano le rodeó para detenerle; pero Tavernor le golpeó en los pulmones con ambas manos. El pitsicano se desplomó inerte. Comprendió que no se trataba de un guerrero, ya que de haberlo sido sus pulmones hubiesen estado protegidos. Se volvió en el momento en que un guerrero, esta vez de veras, le alcanzaba. Intentó golpearle con el pie en la parte alta, con sus órganos arracimados, de su cuerpo inferior, pero falló y perdió el equilibrio. Pensó que el pitsicano aprovecharía la oportunidad para apuñalarle o dispararle; pero, por el contrario, le tomó por los brazos y le ayudó a levantarse. Tavernor se apoderó del cuchillo del pitsicano y evitó la presión de los dedos del monstruo, dándole un puñetazo en la cara con el revés de la mano. Luego echó a correr.
Otro pitsicano se le acercó con los brazos abiertos y le bastó con extender el largo cuchillo para ensartarle en el arma. Los brazos secundarios se agitaron débilmente contra su muñeca conforme se desplomaba al suelo. Saltó por encima de él y se abrió paso entre otros dos pitsicanos; alcanzó el otro cubo y segó los cables de energía con un simple golpe del cuchillo. La corriente que le llegó a través de la hoja pareció lanzarle contra las puertas de la celda de Bethia. Se volvió jadeando, preparándose a defender la entrada, y entonces descubrió que nadie le perseguía. Al mismo tiempo, comprobó asombrado que su progreso a través de los pitsicanos había resultado demasiado fácil, ninguno le había golpeado siquiera. Era como si todos hubieran recibido estrictas órdenes de no producirle el menor daño...
—¡Mack! —exclamó Bethia, incorporándose un poco sobre un codo.
Tenía la cara pálida y triste.
—Esta es la última oportunidad que tengo de hablarte, Bethia y no hay mucho tiempo —Tavernor hablaba de prisa, mientras permanecía arrodillado junto a la cama y había tomado entre las suyas una mano de la bella joven—. Es... es muy importante para ti seguir viviendo. Y también para mí. Creo que los pitsicanos están planeando conservarnos vivos. Vivos, Bethia, y quiero que me prometas que tú... —hizo una pausa, dándole vueltas en la mente a la simple palabra con que le había llamado—. ¿Cómo me has llamado?
—¿Tú eres Mack Tavernor, verdad?
—¿Cómo... como lo sabías?
—Oí lo que dijiste a tu padre... y desde entonces... los antiguos sueños... pensé que nunca volverían... ¿Es todo eso verdad, Mack?
Sus ojos aparecían vivos como nunca antes los había visto Tavernor. Su rostro era el de la Bethia niña.
Tavernor aprobó con un gesto de su cabeza y presionó los fríos dedos de la joven contra sus labios.
—Estuve muerto, Bethia, Créeme.
—¿Y hay un sol blanco y cegador? ¿Un sol que habla?
—Sí, es cierto. Algún día seremos parte de ese sol.
—¡Mack! —exclamó Bethia sentándose, mientras le apretaba las manos con una fuerza inesperada de sus dedos—. Sácame de esta celda. Tengo que marcharme.
Tavernor miró a través del muro transparente. Algunos de los pitsicanos aparecían inmóviles como estatuas heladas, pero otros corrían a través de aquel sombrío y lóbrego ambiente.
—No sé, Bethia... ¿Qué oportunidad puede haber? Tú sabes que estamos en un mundo pitsicano… —Dejó de hablar, sobrecogido por la amplia sonrisa de la joven, cálida y maravillosa. —Una vez me pediste que corriera contigo hacia los bosques, Mack —dijo ella vibrante, y sus ojos brillaban con un resplandor en donde se adivinaba la compasión—. Ahora existe otro bosque sólo a unos cientos de yardas de nosotros; aprovechemos la oportunidad que podemos tener en este momento, no importa lo pequeña que sea.
Tavernor recordó súbitamente la forma en que había mirado a Bethia niña, y pensó que la capacidad de producir criaturas como aquella Bethia era la última justificación para todo. La sensación volvió de nuevo y fue de verdadera exaltación: supo entonces lo que era volar muy lejos de toda consideración individual de la vida y de la muerte.
—Está bien —repuso agradecido—. Vamos.
Ayudó a Bethia a ponerse en pie y corrieron hacia las puertas. Más pitsicanos habían cercado el cubo de cristal; pero recordó la extraña desgana a hacerle daño antes. La neblina había caído en torno al edificio, al exterior; si pudiesen pasar más allá del camión que les trajo, podrían tener la oportunidad de correr y esconderse en el bosque cercano. Empuñando el cuchillo pitsicano con fuerza, se lanzó fuera de las puertas y contra el muro de contención que se le oponía, formado por los negros cuerpos de los pitsicanos. Cayeron frente a él y el espejismo de la esperanza comenzó a brillar locamente en su cabeza; después, sintió que la mano de Bethia se escapaba de las suyas.
—Lo siento, Mack —parecía gritar ella.
Su pálida figura corrió en dirección opuesta, retorciéndose y esquivando la garra de las negras manos que se oponían a su paso.
—¡Bethia! —Tavernor gritó enloquecido su nombre, al verla a donde se dirigía.
Pero ya estaba ella escalando la valla de contención a una velocidad sobrenatural. Se detuvo un instante de pie en el raíl del tope superior, como un crucifijo luminoso, y después se dejó caer al espacio.
Tavernor se cubrió la cara con las manos al oír estrellarse el cuerpo sobre el suelo de cemento, lejos, muy lejos...
Sorprendentemente fue Tavernor el primero que se recobró. El impacto de la caída de Bethia pareció dejar paralizados a los pitsicanos, hasta incluso dejar que sus grandes ojos quedasen por un momento sin parpadear. Tavernor se abrió camino a codazos entre ellos y corrió hacia la valla. Los alambres le cortaron los pies al subir por ella; pero alcanzó el tope y se inclinó sobre el raíl. Bethia yacía, como un pañuelo arrugado, a una distancia de unos cincuenta pies por lo menos debajo, a la sombra de las oscuras máquinas.
Tavernor permaneció sobre el raíl y corrió por encima hacia la próxima columna, en el momento en que los pitsicanos alcanzaban la valla. Se abrazó a ella y se deslizó hacia abajo a poca distancia de sus perseguidores de la parte exterior. La intersección del suelo y la columna redujo su esfuerzo y casi cayó hacia atrás. Los pitsicanos consiguieron sujetarle: pero luchó frenéticamente contra ellos desde el otro lado de la valía y continuó descendiendo mientras que la ruda granulosidad de la columna le hería la piel desnuda. Al llegar al suelo definitivamente, corno hacia Bethia, y se tiró junto a su cuerpo roto. Su rostro se había relajado, sumido ya en el sueño eterno. Puso su cabeza entre sus manos y un amargo sollozo se le anudó en la garganta...
—¿Mack? —preguntó con voz infantil la joven, surgiendo apenas sus palabras a través de sus labios destrozados.
—Estoy aquí, Bethia.
—Quédate conmigo, Mack. No les dejes que... Llévame de nuevo contigo hasta que no haya probabilidad de que me devuelvan a la vida...
—Pero... ¿por qué, Bethia? ¿Por qué lo hiciste?
Se abrieron los ojos de la joven, con un gran esfuerzo, y sus labios se movieron con lentitud. Tavernor acercó su oído a la boca de Bethia y escuchó el último y doloroso aliento que pronunciaba aquella frase increíble. Cuando los pitsicanos le alcanzaron, estaba todavía junto al cuerpo de Bethia. Su cuchillo estaba tirado en cualquier punto del suelo; pero defendió aquel cuerpo sin vida con sus manos desnudas hasta que una granada estalló a sus pies. Conforme su consciencia se alejaba de su mente, las últimas palabras de Bethia le martilleaban una y otra vez con el ir y venir del oleaje de los mares de Mnemosyne.
—Soy un nuevo tipo de ser humano, Mack, y los pitsicanos sabían que tenían que conservarme viva.
9
Muchas horas más tarde, el cuerpo herido y vendado de Tavernor permanecía inmóvil sobre el plástico de la cama en el interior de la celda encristalada de la caverna. Se quejaba débilmente como si su mente hiciese la transición de la profunda inercia de su inconsciencia drogada a k quietud receptiva de un sueño normal. Paisajes de ensueño, de colores imposibles y complejos, temblaban, se revolvían y giraban inaccesiblemente a su alrededor.
Un sol cegador le hablaba con la voz de William Ludlam.
—¡Bien hecho, Mack Tavernor! —dijo.
—¡Por favor! —gritó—. No comprendo.
—Lo comprenderás.
Un rostro apareció en el centro del sol, bello, infantil y de mujer al propio tiempo. Era Bethia.
—Duerme bien, Mack —le dijo ella—. Tienes otro mundo por delante de ti.
Tavernor se lanzó hacia ella, en la forma en que lo hace un egón, pero estaba encerrado en la prisión de su propio cuerpo.
—Pobre... tenía que hacerlo. Otros antes que yo nacieron para morir; pero fueron prematuros... El Camino no podía ser abierto.
—¿El camino?
—Sí,... yo soy el Camino.
Y la gloria del sol-egón centelleaba a su alrededor.
—Sigo sin comprenderlo.
—El Hombre ha estado incompleto. Pero ahora está en camino de ser completado, ahora que la mente individual de un hombre sobre el plano físico puede comunicar con la masa-madre a través de mí.
—¡A través de ti!
Y Tavernor recordó súbitamente la faz velada de mujer que había observado en breves instantes durante sus dolorosos contactos entre su existencia egón y la sombra de la proto-vida.
—Entonces... ¿eras tú la que me llamaba... y no Lissa?
—Así es...
—Pero si tú podías hacer eso...
—La capacidad estaba latente. Mi vida en Mnemosyne no fue sino un estadio intermedio, y su solo propósito era la evolución de una nueva clase de egón. Yo fui el primer ser humano nacido con el potencial de desarrollar un egón que tiene el poder integral de comunicar con los hombres vivos. Yo soy el Camino.
Bethia parecía sonreír, conforme la mente de Tavernor se levantaba de las sombras de la incomprensión, vacilante primero y después triunfante a través de nuevos niveles de conocimiento.
—La evolución... Entonces, tú eres... diferente...
—Mi cuerpo era diferente. El super-egón del cual ahora soy una parte, ha mirado más allá del presente y ha pronosticado la necesidad de preparar a la humanidad para su última prueba. Los egones, como ya sabes, tienen una existencia física; pero están tan atenuados que la energía de la entera masa-madre era suficiente como para turbar la estructura de un simple gen. El intento final de alterar el curso del desarrollo del Hombre fue hecho cuando mi abuelo fue concebido. Y, como resultado nací yo, ligeramente por delante del programa evolutivo con un sistema nervioso equivalente al de los pitsicanos, o quizás mejor.
—Quieres decir que los pitsicanos pueden... —Tavernor se encontró incapaz de hablar, ante la primera sombría comprensión de lo que la guerra de los pitsicanos había producido en su mente.
—Sí. Los pitsicanos han estado completados por miles de años, capaces de comunicarse directamente y de forma continua con su propio mundo mental. La estructura de su mente no es compatible con la del Hombre, por lo que podrían haber estado luchando contra la humanidad hasta la muerte, incluso sin la amenaza de las naves-mariposa.
—De nuevo esas naves —suspiró Tavernor.
—Sí. Tienes razón para odiar a los pitsicanos, Mack, pero piensa cómo tenemos que mirarles. Ningún horror puede descubrirnos ante sus ojos; somos como unos repugnantes portadores de la muerte, de piel pálida. Y su masa-egón les advirtió que el instinto del Hombre les inducía a ocupar todo el volumen del espacio, llenándolo con sus negras alas que eventualmente hubieran barrido la verdadera vida de la Galaxia, robando a los pitsicanos su inmortalidad. Ellos se dedicaron, pues, a evitar esto y su masa-madre les guió en cada paso del camino, mientras que el Hombre estaba destrozando su propia masa-madre, apartándola, privándola incluso del vago contacto posible en tal estadio de desarrollo evolutivo. Yo nací por delante del plan establecido en el programa de evolución; pero en otros aspectos esto ocurrió muy tarde. Demasiado tarde...
—Y... los pitsicanos estaban advertidos de tu presencia en el mundo —imaginó Tavernor.
—En efecto, lo estaban, a través y por mediación de su masa-egón. Por eso se apoderaron de Mnemosyne, y por qué yo tenía que estar aislada. Ellos tenían miedo de que yo pudiera resultar muerta por accidente e hicieron lo posible por mantenerme viva, no por otros setenta u ochenta años como tú temías, sino hasta que hubiera desaparecido el último de los seres humanos, y toda su raza.
—Esa posibilidad ha sido ahora descartada y, armado con el conocimiento de su naturaleza verdadera, el Hombre puede ahora vencer en la guerra contra los pitsicanos. Nunca fue posible introducir una nave armada a través de sus pantallas detectoras; pero los hombres estuvieron usando contra ellos mismos sus más temibles armas. Ahora es necesario llegar hasta los mundos pitsicanos con naves-mariposa desarmadas, y pasarlos a través de las masas—egón de los pitsicanos. Esto reduciría a los pitsicanos a confiar en su inteligencia poco brillante y sin auxilio.
Tavernor estaba sorprendido.
—Pero tanta muerte... verdadera muerte... ¿Quieres acaso...?
—No será necesaria —repuso Bethia gentilmente—. La guerra está de hecho terminada. La madre-masa pitsicana les ha preparado para el fracaso. Están evacuando toda esta zona completa del espacio. Será extremadamente difícil que los hombres y los pitsicanos vuelvan jamás a encontrarse... en el plano físico. El júbilo estalló como una luz de artificio en la mente de Tavernor, hasta que su brillo quedó disminuido.
—Pero... ¿cómo podrá el COMSAC convencerse de todo esto? ¿Quién se lo dirá?
—Todavía no ves la verdad, Mack —le dijo entonces Bethia sonriendo entre su resplandeciente gloria—. El Hombre ha cruzado el umbral. Yo ya he alimentado esta información en miles de los más notables cerebros de la Federación. Ya ha sido aceptada y están completamente de acuerdo. De ahora en adelante todos los seres humanos estarán en condiciones de tener acceso al conocimiento y a la sabiduría de la consciencia total de la raza. Vienen ahora unos tiempos maravillosos y excitantes, Mack. El hombre puede tener otras luchas; pero no serán nada importante y que no pueda resolver.
Incapaz de hablar una palabra, Tavernor luchó por agarrar aquellas inmensidades de espacio-tiempo. Entonces, sobrepasando de alguna forma su extraordinaria grandiosidad, le vino a la memoria el pálido y roto cuerpo de Bethia y la relación humana que él nunca experimentaría. Supo entonces que sus pensamientos eran los de Bethia.
—Esperaré —prometió—. Yo... yo nunca amaré a nadie más.
—Tú no puedes amarme, Mack. Yo nunca amaré a nadie... Yo soy el Camino.
—Pero...
—Pero, ¿por qué piensas que los pitsicanos no te mataron junto a Gervaise Farrell? Mi abuelo tuvo dos hijos, uno de ellos mi padre, y el otro Howard Grenoble. La preponderancia genética fue recesiva en Howard y en Lissa... tu madre. Sólo es parcialmente recesiva en ti, los pitsicanos también estaban advertidos de eso y se hará después dominante en tus hijos o en los demás. La Humanidad necesita tus genes, Mack, para ayudarla en el próximo paso de su evolución, y eso es un deber que no puedes eludir. Recuerda que tus hijos e hijas serán también los míos...
Tavernor se despertó bruscamente, temblando en el frío y húmedo aire del mundo pitsicano. Se levantó dolorosamente y miró a su alrededor. El interior del cubo estaba lleno de niebla y la presencia de la atmósfera extraterrestre del interior le dijo que el suministro de las instalaciones inmediatas había sido cortado.
Intentó abrir las puertas del cubo y éstas se abrieron fácilmente, permitiéndole salir al exterior sin esfuerzo. El suelo estaba frío bajo sus pies desnudos y el sombrío edificio totalmente desierto olía mal. En el acto comprobó que los pitsicanos se habían marchado. Caminó alrededor de la pared divisoria y miró al interior del cubo de Bethia. Su cuerpo, ya descartado en su presencia física, resplandecía con una cegadora blancura más allá de las transparencias neblinosas y él se apartó rápidamente de allí. En el exterior del edificio, el mundo estaba en una completa quietud, excepto por la escasa y perceptible presencia de las nubes que lo envolvían todo. Tavernor se estremeció de nuevo y se dio cuenta de que había mucho trabajo que hacer. Tenía que localizar los almacenamientos de alimentos y hallar la forma de mantener su celda caliente hasta que llegase una nave de la Federación; pero eso podría llevarle todavía mucho tiempo. Las naves-mariposa serían totalmente descartadas y los conductores de las grandes masas de reacción no podrían ser construidos tan rápidamente. Además, tenía que preparar una tumba decorosa para el cuerpo de Bethia.
No podía ni imaginarse el dolor que le esperaba para hacerse a la idea de haberla perdido; pero el futuro se extendía frente a él en la Eternidad...
Un futuro que estaría más allá de la más fantástica imaginación del Hombre.
FIN
Titulo original: THE PALACE OF ETERNITY
Traductor: F. Cazorla Olmo
©1969 by Bob Shaw
© 1971 by VERON Editor - Rda. Gral. Mitre, 163 - Barcelona- 6
Nº .de Registro: 12292 - 70 - Depósito Legal: B. 29.175 – 1971