Publicado en
agosto 04, 2013
EL FANTASMA salía de la órbita, con dirección Washington, D.C., y se sentía magnífico. Se retorció convulsivamente en su asiento, haciendo muecas ante el alegre rojo vivo de las alas de la lanzadera.
Muy por debajo, el brillo innatural de los bosques alterados genéticamente mostraba las tenues cicatrices de antiguas carreteras y alambradas. El fantasma pasó sus largos dedos, estrechos y ágiles, por las raíces de su corto pelo, rizado y azul. No tomaba tierra desde hacía diez meses. La sensación volátil de la órbita zaibatserial se desprendía fría y crujiente como la piel de una serpiente.
La lanzadera deceleró cruzando los 4 mach con un débil y delicioso temblor. El fantasma se rebulló en su asiento y dirigió una larga mirada verde y oblicua, más allá del plutócrata que dormía en el asiento de al lado, a la mujer frente al pasillo. Ella tenía esa fría expresión ansiosa zaibatserial y aquellos ojos huecos y vidriosos..., parecía que la gravedad le daba ya problemas, había pasado demasiado tiempo flotando en aquellos ejes de rotación zaibatseriales de baja gravedad. Pagaría por ello cuando aterrizaran, cuando tuviera que restregar toda esa belleza de cama de agua en cama de agua, como una presa indefensa... El fantasma se miró las manos, que se retorcían inconscientemente en su regazo. Las alzó y combatió la tensión en ellas. Manos tontas...
Los bosques del Maryland Piedmont pasaban como vídeos verdes. Washington y los laboratorios de ADN recombinado de Rockville, Maryland, estaban a 1.080 limpios segundos de distancia. El fantasma no pudo recordar cuándo se había divertido tanto. Dentro de su oreja derecha el ordenador susurraba, susurraba...
La lanzadera se posó en la pista reforzada, y el servicio del aeropuerto la cubrió de fría espuma. El fantasma desembarcó, agarrando su maleta.
Un helicóptero del aparato de seguridad privada de la corporación Replicón le aguardaba. Mientras le transportaba al CG de Replicón en Rockville, el fantasma tomó una copa, temblando un poco ante el impacto intuitivo de los mudos paradigmas del interior del helicóptero. Las técnicas que había aprendido en el campamento de espionaje zaibatserial rezumaban en su cerebro como retrospectivas psicópatas. Bajo el impacto de la gravedad, el aire fresco y el cómodo asiento, secciones enteras de su personalidad se corrompían inmediatamente.
Era tan dulce y fluido como el corazón de un melón podrido. Esto era la fluidez, resbaladiza como la grasa, cierto... Actuando intuitivamente, abrió su maleta, sacó un peine mecánico de una funda y le pasó por encima la uña iridiscente de su pulgar derecho. El tinte negro de los vibrantes dientes del peine tranquilizó y oscureció su gorro azul zaibatserial.
Desenchufó el pequeño aparato inserto en el nervio auditivo de su oreja derecha y se quitó el pendiente ordenador. Tarareando para así cubrir las pausas de sus susurros, abrió un maletín plano unido a la maleta y colocó el pendiente minicomp en su sitio. Dentro del maletín había otros siete, pequeños globos enjoyados con circuitos en microminiatura, repletos de avanzado software. Cogió otro y lo enganchó en su pálido lóbulo. El pendiente le susurró sobre sus capacidades, por si las había olvidado. Escuchó sin prestarle toda su atención.
El helicóptero aterrizó sobre el emblema de Replicón del edificio de cuatro plantas que componía la sede. El fantasma se dirigió al ascensor. Mordisqueó un trozo de piel junto a su uña y lo depositó en la ranura de un analizador de biopsias, luego se balanceó sobre sus nuevos talones, sonriendo, mientras era sopesado, estudiado y medido por medio de cámaras y sonar.
La puerta del ascensor se abrió. El fantasma entró en él, mirando tranquilamente hacia delante, feliz como una sombra. La puerta volvió a abrirse, y salió a un vestíbulo de ricos paneles y entró en la oficina del jefe de seguridad de Replicón.
Dio sus credenciales al secretario y se balanceó sobre sus talones mientras el joven los suministraba a su ordenador de la mesa. El fantasma entornó sus estrechos ojos verdes: el hilo musical de la corporación le empapaba como un baño caliente.
El jefe de seguridad era todo pelo gris acerado y arrugas bronceadas y grandes dientes de cerámica. El fantasma se sentó y se quedó fláccido como la cera mientras las vibraciones del hombre le rociaban. El hombre borboteaba con ambición y corrupción como un barril corroído lleno de residuos químicos.
—Bienvenido a Rockville, Eugene.
—Gracias, señor —dijo el fantasma. Se enderezó en su asiento, abarcando la coloración depredadora del hombre—. Es un placer.
El jefe de seguridad miró cuidadosamente una pantalla de datos cubierta.
—Viene usted muy bien recomendado, Eugene. Tengo aquí datos sobre dos de sus operaciones para otros miembros de la Síntesis. En el caso de los Piratas Gilí de Amsterdam destacó bajo una presión que habría destrozado a un agente normal.
—Fui el primero de mi clase —dijo el fantasma, sonriendo inocentemente. No recordaba nada del caso de Amsterdam. Había sido anulado, borrado por el Velo. El fantasma miró plácidamente un cuadro kakemono japonés.
—No es frecuente que aquí en Replicón reclutemos la ayuda de su aparato zaibatserial —dijo el jefe—. Pero nuestro cártel ha recibido autorización para una operación muy especial por parte de la junta coordinadora de la Síntesis. Aunque no es usted miembro de la Síntesis, su entrenamiento zaibatserial avanzado es crucial para el éxito de la misión.
El fantasma sonrió blandamente, agitando la punta de su zapato decorado. Hablar de lealtades e ideologías le aburría. Le preocupaba muy poco la Síntesis y sus ambiciosos esfuerzos para unir el planeta bajo una red cibernético—económica.
Incluso sus sentimientos sobre sus zaibatseries nativas no eran tanto «patriotismo» como la especie de cálido aprecio que el gusano siente por el corazón de la manzana. Esperó a que el hombre llegara al grano, sabiendo que su ordenador pendiente reproduciría más tarde la conversación si pasaba algo por alto.
El jefe jugueteó con un lápiz electrónico, reclinado en su silla.
—No ha sido fácil para nosotros enfrentarnos al fermento de los años postindustriales —dijo—, observar a un cerebro implacable entrar en las fábricas orbitales, mientras la superpoblación y la contaminación sacudían el planeta. Ahora nos encontramos con que no podemos unir las piezas sin la ayuda de ustedes, los orbitales. Espero que pueda apreciar nuestra postura.
—Perfectamente —dijo el fantasma. Usando su entrenamiento zaibatserial y las ventajas del Velo, no era difícil ponerse en la piel del hombre y ver a través de sus ojos. No le gustaba mucho, pero no era difícil.
—Las cosas se están apaciguando ahora, ya que la mayoría de los grupos locos se han matado entre sí o han emigrado al espacio. La Tierra no puede permitirse la variedad cultural que tienen ustedes en sus ciudades—estado orbitales. La Tierra debe unir sus fuerzas restantes bajo la égida de la Síntesis. Las guerras convencionales han acabado de una vez y para siempre. Ahora nos enfrentamos a una guerra de estados mentales.
El jefe empezó a juguetear, ausente, con el lápiz óptico sobre una conveniente videopantalla.
—Una cosa es tratar con grupos criminales, como los Piratas Gilí, y otra completamente distinta enfrentarse a esos, hum, cultos y sectas que se niegan a unirse a la Síntesis. Desde la disminución de población del año 2000, grandes secciones del mundo subdesarrollado se han dedicado a procrear... Esto se cumple especialmente en América Central, al sur de la República Popular de México... Es ahí donde nos enfrentamos a un culto disidente que se autodenomina Resurgir Maya. Los sintéticos nos enfrentamos a un estado mental cultural, lo que su aparato, Eugene, llamaría un paradigma, que se opone directamente a todo lo que une la Síntesis. Si podemos detener a este grupo antes de que se solidifique, todo saldrá bien. Pero si su influencia continúa extendiéndose, puede provocar militancia entre la Síntesis. Y si nos vemos obligados a recurrir a las armas, nuestra frágil concordancia se hará pedazos. No podemos permitirnos una remilitarización, Eugene. No podemos permitirnos esas sospechas. Necesitamos todo lo que nos queda para continuar luchando contra el desastre ecológico. Los mares aún suben de nivel.
El fantasma asintió.
—Quiere que los desestabilice. Que haga insostenible su paradigma. Que provoque el tipo de disonancia cognitiva que haga que se desmoronen desde dentro.
—Sí —dijo el jefe de seguridad—. Es usted un agente probado. Hágalos pedazos.
— ¿Y si es necesario utilizar armas prohibidas...? —dijo el fantasma delicadamente.
El jefe palideció, pero apretó los dientes y dijo valerosamente:
—Replicón no debe aparecer implicada.
El pequeño zepelín solar tardó cuatro días en recorrer la distancia entre los diques de Washington D.C. y el Golfo de Honduras. El fantasma viajaba solo, en un vuelo cerrado. Pasó la mayor parte del trayecto en estado semiparalizado, con el constante susurro de su ordenador tomando el lugar del pensamiento consciente.
Por fin, el programa del zepelín le llevó a una sección grisácea de bosques tropicales cerca del muelle de Nueva Belice. El fantasma bajó por un cable hasta una firme plataforma junto a la tierra calcinada de los muelles. Agitó los brazos alegremente a la tripulación de una goleta de tres mástiles, que habían sido despertados de su siesta por su silenciosa llegada.
Era bueno volver a. ver a gente. Cuatro días con sólo su yo fragmentario por compañía habían hecho que el fantasma se sintiera ansioso.
El calor era sofocante. Cajas de madera llenas de plátanos se pudrían olorosamente en el muelle.
Nueva Belice era una ciudad pequeña y triste. Su progenitora, la Antigua Belice, estaba sumergida a varios kilómetros en el mar Caribe, y Nueva Belice había sido levantada rápidamente a partir de los residuos. El centro de la ciudad era uno de los geodomos prefabricados que la Síntesis usaba como sede en sus concesiones corporativas. El resto de la ciudad, incluso la iglesia, se agarraba al borde del domo como las chozas de los aldeanos en torno a una fortaleza medieval. Si el mar subía, el domo se movería fácilmente, y las estructuras nativas se hundirían con el resto.
A excepción de sus perros y sus moscas, la ciudad dormía. El fantasma se encaminó por una calle fangosa cubierta por un piso de troncos. Una mujer amerindia con un chal sucio le observó desde su carnicería junto a una de las compuertas del domo. Apartó las moscas del cadáver colgante de un cerdo con un abanico hecho con una hoja de palmera y, cuando los ojos del fantasma se clavaron en los suyos, éste sintió un destello paradigmático de su aturdida miseria e ignorancia, como si pisara una anguila eléctrica. Era algo extraño, intenso y nuevo, y su dolor estupefacto no significaba absolutamente nada para él, excepto su novedad; de hecho, apenas podía contenerse para no saltar por encima de su sucio mostrador y abrazarla. Quería meter las manos bajo su larga blusa de algodón y deslizar su lengua en su boca arrugada; quería meterse bajo su piel y desprenderla como una serpiente... ¡Huau! Se sacudió y entró en la compuerta.
Dentro olía a Síntesis, comprimida y sabrosa como el aire en una campana de buceo. No era una cúpula grande, pero no hacía falta mucho espacio para la información moderna. La planta inferior del domo estaba dividida en oficinas de trabajo con los teclados de costumbre, decodificadores vocales, traductores, videopantallas y canales de comunicación para satélites y correo eléctrico. El personal comía y dormía arriba. En esta estación en concreto, la mayoría eran japoneses.
El fantasma se secó el sudor de la frente y le preguntó en japonés a una secretaria dónde podría encontrar al doctor Emilio Flores.
Flores dirigía una clínica de salud semiindependiente que había escapado sospechosamente al control sintético. El fantasma fue obligado a tomar asiento en la sala de espera del doctor, donde jugó a antiguos videojuegos sobre una vieja pantalla gastada.
Flores tenía una interminable clientela de cojos, tartamudos, enfermos y descompuestos. Los habitantes de Belice parecían asombrados por el domo y se movían tentativamente, como temiendo romper las paredes o el suelo. El fantasma los encontró interesantes. Estudió sus enfermedades (la mayoría enfermedades de la piel, fiebres e infestaciones parasitarias, con un goteo de heridas sépticas y fracturas) con ojo analítico. Nunca había visto a gente tan enferma. Trató de encandilarlos con su habilidad con los videojuegos, pero ellos prefirieron murmurar entre sí en dialecto inglés o acurrucarse tiritando bajo el aire acondicionado.
Por fin permitieron al fantasma ver al doctor. Flores era un hispano bajo y calvo que llevaba la típica bata blanca de médico. Miró al fantasma de arriba abajo.
—Oh —dijo—. He visto su enfermedad antes, joven. Quiere viajar. Al interior.
—Sí —respondió el fantasma—. A Tikal.
—Tome asiento.
Se sentaron. Tras la silla de Flores, un resonador nuclear magnético hacía tic—tac y parpadeaba para sí.
—Déjeme adivinar —dijo el doctor, entrelazando los dedos—. El mundo le parece un callejón sin salida, joven. No pudo conseguir graduarse o pasar el entrenamiento para emigrar a las zaibatseries. Y no puede soportar la idea de malgastar su vida limpiando un mundo que sus antepasados arruinaron. Teme una vida bajo la bota de los grandes cárteles y corporaciones que vacían su alma para llenar sus bolsillos. Anhela una vida más simple. Una vida del espíritu.
—Sí, señor.
—Tengo aquí las instalaciones necesarias para cambiarle el pelo y el color de la piel. Incluso puedo conseguir los suministros que le darán una probabilidad decente de atravesar la jungla. ¿Tiene el dinero?
—Sí, señor. Banco de Zúrich. —El fantasma sacó una tarjeta de crédito electrónica.
Flores insertó la tarjeta en una ranura de su escritorio, estudió la lectura y asintió.
—No le decepcionaré, joven. La vida entre los mayas es dura, especialmente al principio. Le romperán y le remodelarán exactamente como quieran. Ésta es una tierra amarga. El siglo pasado esta zona cayó en manos de los Santos Depredadores. Algunas de las enfermedades que los Depredadores liberaron aún están activas. El Resurgir es heredero del fanatismo depredador. Ellos también son asesinos.
El fantasma se encogió de hombros.
—No tengo miedo.
—Odio matar—dijo el doctor—. Al menos, los mayas son sinceros, mientras que la política de costes por beneficios de los sintéticos ha hecho presa en toda la población. Los sintéticos no me garantizarán fondos de ningún tipo para prolongar la vida de los llamados tipos no supervivientes. Así que comprometo mi honor aceptando el dinero de los desertores sintéticos, y financio mis caridades con traición. Soy de nacionalidad mexicana, pero aprendí mi profesión en una universidad de Replicón.
El fantasma se sorprendió. No sabía que aún hubiera una «nación» mexicana. Se preguntó quién sería el dueño de su gobierno.
Los preparativos requirieron ocho días. Las máquinas de la clínica, bajo la dirección de Flores, tiñeron la piel y los iris del fantasma y reestructuraron las arrugas bajo sus ojos. Lo vacunaron contra los brotes locales e inducidos artificialmente de malaria, fiebre amarilla, tifus y dengue. Nuevas formaciones de bacterias fueron introducidas en su vientre para evitar la disentería, y le dieron vacunas para prevenir reacciones alérgicas contra las inevitables mordeduras de garrapatas, pulgas, niguas y, sobre todo, carcomas parásitas.
Cuando llegó el momento de despedirse del doctor, el fantasma se echó a llorar. Mientras se frotaba los ojos, presionó con fuerza su pómulo izquierdo. Se produjo un chasquido dentro de su cabeza y su nariz empezó a moquear. Con cuidado, pero sin preocupación, se sonó en un pañuelo. Cuando le estrechó la mano a Flores al despedirse, presionó la tela húmeda contra la piel del médico. Dejó el pañuelo sobre la mesa.
Cuando el fantasma y sus mulas abandonaron los campos de trigo y entraron en la jungla, las toxinas esquizofrénicas habían hecho efecto y la mente del doctor se había hecho añicos como un vaso caído.
La jungla de Guatemala no era un lugar agradable para un orbital. Era un enorme cenagal de hierbas crecidas que conocía al hombre desde hacía mucho tiempo. En el siglo XII había sido cauterizada por los campos de trigo irrigados de los mayas originales. En los siglos xx y xxi había sido introducida a la siniestra lógica de los buldóceres, lanzallamas, desfoliadores y pesticidas. Cada vez, con la muerte de sus opresores, la jungla había regresado, más desagradable y más desesperada que antes.
La jungla había sido hollada por los senderos de leñadores y chicleros que buscaban caoba y gomorresina para el mercado internacional. Ahora no existían aquellos senderos, porque no quedaban ese tipo de árboles.
Éste no era el bosque primigenio. Era un artefacto humano, como los pavos de dióxido de carbono alterados genéticamente que se criaban en hileras industriales en los bosques sintéticos de Europa y Norteamérica. Estos árboles eran la avanzadilla de una sociedad ecológica arrasada y desordenada: estramonio, mesquite, coles, lianas serpenteantes. Se habían tragado ciudades enteras, e incluso, en ocasiones, refinerías petrolíferas enteras. Las hinchadas poblaciones de loros y monos, privados de sus depredadores naturales, hacían las noches imposibles.
El fantasma comprobaba constantemente suposición vía satélite y no corría peligro de perderse. No se estaba divirtiendo. Eliminar al pícaro humanitario había sido fácil de disfrutar. Su destino era la siniestra hacienda del millonario americano del siglo XX John Augustus Owens, no el cuartel general del trust cerebral de los mayas.
Los techos de estuco curvado de las pirámides de Tikal eran visibles desde la copa de los árboles a cuarenta kilómetros de distancia. El fantasma reconoció el trazado de la ciudad Resurgente por las fotografías tomadas desde los satélites. Viajó hasta que oscureció y pasó la noche en la iglesia derruida de una aldea comida por la vegetación. Por la mañana, mató sus dos mulas y continuó a pie.
La jungla que se extendía ante Tikal estaba llena de rastros de cazadores. A un kilómetro de la ciudad, el fantasma fue capturado por dos centinelas armados con porras claveteadas de obsidiana y rifles automáticos de finales del siglo XX.
Sus guardias eran demasiado altos para ser mayas auténticos. Probablemente eran reclutas exteriores y no los indios guatemaltecos nativos que componían el núcleo de la población de la ciudad. Sólo hablaban maya, mezclado con español distorsionado. Con la ayuda de su ordenador, el fantasma empezó a sorber ansiosamente su lenguaje, mientras se quejaba tentativamente en inglés. El Velo daba talento para los idiomas. Ya había aprendido y olvidado más de una docena.
Le ataron los brazos a la espalda y le registraron en busca de armas, pero por lo demás no le hicieron daño. Sus captores marcharon por un complejo suburbano de casas con techos de paja, campos de trigo y pequeños jardines. Los pavos revoloteaban y gorgoteaban entre sus piernas. Lo entregaron a los teócratas en una elaborada oficina de madera al pie de una de las pirámides secundarias.
Allí le interrogó un sacerdote, que se quitó un tocado y un plato de jade de los labios para asumir la pintoresca falta de vida del burócrata. El inglés del sacerdote era excelente, y sus modales tenían el tono remoto inculcado y la asunción casual del poder total que sólo puede producir la larga familiaridad con las estructuras de poder a escala industrial. Con éxito inmediato, el fantasma se hizo pasar por un desertor de la Síntesis, en busca de los llamados «valores humanos» que la Síntesis y las zaibatseries habían rechazado por obsoletos.
Fue escoltado hasta los escalones de piedra de la pirámide y encerrado cerca de la cima en una pequeña celda de piedra. Le dijeron que su integración en la sociedad maya se produciría solamente cuando se hubiera vaciado de viejas falsedades y se hubiera limpiado y renacido. Mientras tanto, le enseñarían el lenguaje. Le instruyeron que observara la vida diaria de la ciudad y esperara una visión.
Las ventanas de la celda proporcionaban una espléndida visión de Tikal. Cada día se llevaban a cabo ceremonias en la más grande de las pirámides; los sacerdotes subían como sonámbulos sus empinados escalones, y calderos de piedra lanzaban negras columnas de humo al implacable cielo guatemalteco. Tikal contenía casi a cincuenta mil personas, un número enorme para una ciudad preindustrial.
Al amanecer, el agua chispeaba en una reserva excavada a mano al este de la ciudad. Al atardecer, el sol se ponía en la jungla tras un cenote sagrado o pozo de los sacrificios. A unos cien metros del cenote había una pequeña pero elaborada pirámide de piedra, vigilada por hombres con rifles, que había sido erigida sobre el refugio a prueba de bombas del millonario americano, Owens.
Cuando el fantasma estiraba el cuello y se asomaba por entre los barrotes, podía ver las entradas y salidas de los sacerdotes de más alto rango de la ciudad.
La celda se puso a trabajar en él desde el primer día. La combinación de su entrenamiento fantasma, el Velo y su ordenador le protegieron, pero observó las técnicas con interés. Durante el día era golpeado con ocasionales estampidos subsónicos, que sobrepasaban el oído y se clavaban en el sistema nervioso, provocando desorientación y miedo. De noche, altavoces ocultos usaban técnicas de adoctrinamiento hipnogógicas, sobre todo a las tres de la madrugada, cuando la resistencia biorítmica era menor. Por la mañana y por la tarde, los sacerdotes cantaban en voz alta en la cima del templo, usando repeticiones tipo mantra tan viejas como la propia humanidad. Combinado con la leve privación sensorial de la cámara, su efecto era poderoso. Después de dos semanas de tratamiento, el fantasma se encontró cantando sus lecciones de lenguaje con una facilidad que parecía mágica.
A la tercera semana, empezaron a drogar su comida. Cuando las cosas empezaron a girar y a dibujar pautas unas dos horas después del almuerzo, el fantasma advirtió que no se enfrentaba a la habitual excitación vibratoria de los subsónicos sino a una poderosa dosis de psilocibina. Las drogas psicodélicas no eran las favoritas del fantasma, pero anuló la dosis sin mucha dificultad. El peyote del día siguiente fue considerablemente más difícil; pudo saborear sus amargos alcaloides en sus tortillas y judías negras, pero comió de todas formas, sospechando que estaban monitorizando sus movimientos. El día pasó lentamente, con espasmos de náuseas alternados con estados de júbilo que le hacían sentir que sus poros eran espinas sangrantes. Llegó a la cúspide después de la puesta de sol, cuando la ciudad se congregó a la luz de las antorchas para observar a dos mujeres jóvenes con túnicas blancas lanzarse sin temor desde un catafalco de piedra a las frías profundidades verdes del pozo sagrado. Casi pudo saborear en su propia boca las heladas aguas cenagosas mientras las muchachas drogadas se ahogaban en silencio.
La cuarta y quinta semanas cortaron su dieta de drogas psicodélicas nativas. Dos jóvenes sacerdotisas de su propia edad aparente le escoltaron por la ciudad. Sortearon las lecciones subliminales de lenguaje y empezaron a introducirle en la teología cuidadosamente fraguada de la Resurgencia. Un hombre normal se habría sentido ya suficientemente pulverizado como para agarrarse a ellas como un niño. Había sido una prueba severa incluso para el fantasma, y a veces tenía que debatirse contra la tentación de aplastar a las dos sacerdotisas como si fueran un par de mandarinas.
Hacia la mitad del segundo mes le hicieron trabajar a prueba en los campos de trigo, y le permitieron dormir en una hamaca en una casa con techo de paja. Otros dos reclutas compartían la choza, donde se debatían para reintegrar sus psiques destrozadas en las líneas culturales aprobadas. Al fantasma no le gustó estar con ellos: se hallaban tan destrozados que no les quedaba nada que pudiera recoger.
Le tentaba la idea de escapar de noche, emboscar a un par de sacerdotes y destrozarlos, sólo por mantener en marcha un sano flujo de paranoia desintegradora, pero se contuvo. Era una misión dura. Las drogas que consumía la élite del poder los había acostumbrado a estados psicomiméticos, y si usaba prematuramente su armamento esquizofrénico implantado podría reforzar el paradigma local. En cambio, empezó a planear un asalto al bunker del millonario. Presumiblemente, la mayor parte del arsenal del Santo Depredador estaba aún intacto: plagas cultivadas de gérmenes, agentes químicos, posiblemente incluso una o dos ojivas nucleares privadas. Cuanto más lo pensaba, más le tentaba asesinar simplemente a toda la colonia. Le ahorraría un montón de pesar.
La noche de la siguiente luna llena le permitieron asistir a un sacrificio. La estación de las lluvias se acercaba, y era necesario sobornar a los dioses de la lluvia con la muerte de cuatro niños. Los drogaron con setas y los adornaron con pedernal y jade y túnicas bordadas. Les echaron pimienta en los ojos para evocar las lágrimas de lluvia de la magia, y los escoltaron al borde del catafalco. Los tambores, flautas y letanías se combinaron con la luz de la luna y las antorchas para producir un ambiente intensamente hipnótico sobre los adoradores. El aire apestaba a incienso de resina, que a los ojos empáticos del fantasma parecía denso como el queso. Se dejó empapar por la multitud, y le pareció maravilloso. Era la primera vez que se divertía desde hacía siglos.
Una alta sacerdotisa recubierta de brazaletes y un enorme penacho emplumado caminaba lentamente entre la multitud, repartiendo cucharadas de balché fermentado que sacaba de una vasija. El fantasma se adelantó para recibir su parte.
Había algo muy extraño en la sacerdotisa. Al principio pensó que estaba saturada de psicodélicos, pero sus ojos estaban despejados. Ella extendió el cucharón para que él bebiera, y cuando sus dedos tocaron los suyos, le miró a la cara y gritó.
De repente, él supo lo que pasaba.
— ¡Eugenia! —jadeó. Ella era otra fantasma.
Se abalanzó contra él. No había nada elegante en las técnicas de combate cuerpo a cuerpo de los fantasmas. Las artes marciales, con su énfasis en la calma y el control, no funcionaban para agentes que sólo eran parcialmente conscientes. En cambio, el condicionamiento implantado los convertía en simples maníacos repletos de adrenalina que gritaban y arañaban, ajenos al dolor.
El fantasma sintió la histeria asesina brotando en su interior. Quedarse y pelear significaba la muerte segura; su única esperanza era escapar entre la multitud. Pero, mientras esquivaba la acometida de la mujer, fuertes manos le agarraron. Se debatió hasta liberarse, girando hacia el ancho borde del pozo sagrado; entonces se volvió y miró: antorchas, frío temor, una cara enloquecida, las plumas de los guerreros acercándose, el chasquido de los rifles automáticos, no había tiempo para tomar una decisión racional. Pura intuición, entonces. Se dio la vuelta y se arrojó de cabeza al ancho resplandor apestoso del pozo sagrado.
El agua fue un duro shock. Flotó de espaldas, frotándose el picoteo del impacto en la cara. El agua estaba cubierta de filamentos de algas. Un pez mordisqueó su pierna desnuda bajo su camisa de algodón. Él sabía bien lo que comía. Miró las paredes del cenote. No había ninguna esperanza: eran lisas como el cristal, como si hubieran sido fundidas con láseres o arrasadas con fuego. Pasó el tiempo. Una forma blanca cayó y chocó en el agua con un golpe letal. Estaban sacrificando a los niños.
Algo le agarró el pie y le sumergió.
El agua llenó su nariz. Estaba demasiado ocupado ahogándose para liberarse. Se sumergió en la negrura. El agua inundó sus pulmones, y se desmayó.
Despertó en una camisa de fuerza y contempló un techo de cremoso blanco antiséptico. Estaba en una cama de hospital. Movió la cabeza en la almohada y advirtió que le habían cortado el pelo.
A su izquierda, un viejo monitor registraba su pulso y su respiración. Se sentía fatal. Esperó a que su ordenador le susurrara algo, y advirtió que éste había desaparecido. Sin embargo, en vez de lamentar su pérdida, se sintió repulsivamente entero. El cerebro le dolía como un estómago atiborrado.
Oyó a su derecha una respiración ronca y dificultosa. Torció la cabeza para mirar. Tendido en una cama de agua había un viejo arrugado y desnudo, ciborgnectado a un complejo de maquinaria vital. Unos cuantos rizos de incoloro cabello colgaban del cráneo moteado del viejo, y su cara aguileña tenía una expresión de crueldad largamente olvidada... Un EEG registraba unas cuantas sacudidas de comatosas ondas delta en el cerebelo. Era John Augustus Owens.
El sonido de unas sandalias sobre la piedra. Era la fantasma.
—Bienvenido a la Hacienda Maya, Eugene.
Se debatió débilmente en su camisa de fuerza, tratando de recoger sus vibraciones. Era como intentar nadar en el aire. Con creciente pánico, advirtió que su empatía paradigmática había desaparecido.
— ¿Qué demonios...?
—Estás completo otra vez, Eugene. Te sientes extraño, ¿verdad?
—Después de todos esos años de ser el basurero de los sentimientos de otra gente... ¿Puedes recordar ya tu nombre auténtico? Es un primer paso importante. Inténtalo.
—Eres una traidora. —Su cabeza pesaba diez toneladas. Se hundió en la almohada, sintiéndose demasiado estúpido para lamentar siquiera su indiscreción. Restos fragmentados de su entrenamiento fantasma le decían que debería adularla...
—Mi nombre auténtico —dijo ella con precisión—, era Anatolya Zhukova, y fui sentenciada a educación correctiva por la Zaibatseria Popular de Breznevgrado... Tú también eras un disidente o un criminal de algún tipo, antes de que el Velo te robara tu personalidad. La mayor parte de nuestra gente importante viene de las órbitas, Eugene. No somos los estúpidos cultistas terrestres que te hicieron creer. ¿Quién te contrató, por cierto? ¿La Corporación Yamato? ¿Fleisher S.A.?
—No pierdas el tiempo.
Ella sonrió.
—Ya entrarás en razones. Ahora eres humano, y el Resurgir es la esperanza más brillante de la humanidad. Mira.
Alzó un vaso. Dentro, algo parecido a una película difusa flotaba lentamente en un plasma amarillento. Pareció agitarse.
—Sacamos esto de tu cabeza, Eugene.
—El Velo —jadeó él.
—Sí, el Velo. Llevaba aferrado a la parte superior de tu corteza cerebral Dios sabe desde hace cuánto tiempo, rompiéndote, manteniéndote fluido. Privándote de tu personalidad. No eras nada más que un psicópata enjaezado.
Él cerró los ojos, aturdido.
—Aquí comprendemos la tecnología del Velo, Eugene —dijo ella—. Nosotros mismos la usamos a veces con las víctimas de los sacrificios. Así pueden surgir del pozo, tocados por los Dioses. Los agitadores se convierten en santos por intervención divina. Encaja bien con las viejas tradiciones mayas de trepanación; es todo un triunfo de la ingeniería social. Aquí son muy competentes. Consiguieron capturarme sin saber nada más que rumores del aparato fantasma.
— ¿Intentaste sorprenderles?
—Sí. Me capturaron viva y me derrotaron. Aun sin el Velo, me queda la suficiente percepción como para reconocer a un fantasma cuando veo uno. —Volvió a sonreír—. Fingía cuando te ataqué. Sólo sabía que tenías que ser detenido a toda costa.
—Podría haberte hecho pedazos.
—Entonces sí. Pero ahora has perdido tu fase maniática, y hemos anulado tus armas implantadas. Bacterias clonadas que producían toxinas esquizofrénicas en tus senos. Glándulas sudoríparas alteradas para rezumar hormonas emocionales. ¡Qué desagradable! Pero ahora estás a salvo. No eres ni más ni menos que un ser humano normal.
Él consultó su estado interior. Sentía el cerebro como el de un dinosaurio.
— ¿Siente la gente realmente así?
Ella le acarició la mejilla.
—No has empezado a sentir todavía. Espera a que hayas vivido con nosotros una temporada, y veas los planes que hemos hecho, en la mejor tradición de los Santos Depredadores... —Miró reverentemente al cadáver bombeado por la máquina al otro lado de la habitación—. Superpoblación, Eugene..., eso es lo que nos echó a perder. Los Santos tomaron sobre sí el esfuerzo moral del genocidio. Ahora los Resurgentes han aceptado el desafío de construir una sociedad estable sin la tecnología deshumanizada que siempre, inevitablemente, se ha vuelto contra nosotros. Los mayas tenían razón: una civilización de estabilidad social, comunión estásica con la Deidad, y una firme apreciación de la fragilidad de la vida humana. Simplemente, no fueron lo bastante lejos. No mataron a gente suficiente para mantener su población estable. Con unos pocos cambios en la teología maya hemos equilibrado todo el sistema. Es un equilibrio que sobrevivirá siglos a la Síntesis.
— ¿Crees que seres primitivos armados con cuchillos de piedra pueden triunfar sobre el mundo industrializado?
Ella le miró, apenada.
—No seas ingenuo. La industria pertenece realmente al cosmos, donde hay espacio y materias primas, no a la biosfera. Las zaibatseries están ya a años por delante de la Tierra en todos los campos importantes. Los cárteles industriales terrestres están tan exhaustos de energía y fuentes intentando despejar el revoltijo que heredaron que ni siquiera son capaces de ejecutar su propio espionaje industrial. Y la élite resurgente está armada hasta los dientes con las armas y el legado espiritual de los Santos Depredadores. John Augustus Owens cavó el cenote de Tikal con una bomba de neutrones a baja escala. Y poseernos silos con gas binario nervioso del siglo xx que podemos llevar, si queremos, a Washington, o a Kioto, o a Kiev... No, mientras exista la élite, los sintéticos no se atreverán a atacarnos de frente, y pretendemos seguir protegiendo a esta sociedad hasta que sus rivales se marchen al espacio, al que pertenecen. Y ahora tú y yo, juntos, podemos anular la amenaza de los ataques paradigmáticos.
—Habrá otros —dijo él.
—Hemos anulado todos los ataques que nos han hecho. La gente quiere vivir vidas reales, Eugene: sentir, respirar, amar y ser simples seres humanos. Quieren ser algo más que moscas en una telaraña cibernética. Quieren algo más real que los placeres vacíos en el lujo de un mundo-lata zaibatsu. Escucha, Eugene. Soy la única persona que ha llevado un Velo de fantasma y luego ha vuelto a la humanidad, a una vida genuina de pensamiento y sensación. Podemos comprendernos mutuamente.
El fantasma reflexionó. Era aterrador y extraño estar pensando racionalmente por su cuenta, sin un ordenador ayudándole a disponer su flujo de consciencia. No había advertido lo inflexible y doloroso que era pensar. El peso de la consciencia había aplastado los poderes intuitivos que el Velo había liberado.
— ¿Crees que podemos comprendernos mutuamente? —dijo, incrédulo—. ¿Solos?
—Sí—respondió ella—. ¡No sabes cuánto lo he necesitado!
El fantasma se revolvió en su camisa de fuerza. Algo rugió en su cabeza. Segmentos medio anulados de su mente ardían, como carbones soplados, de vuelta a la vida.
— ¡Espera! —gritó—. ¡Espera!
Había recordado su nombre y, por tanto, lo que era.
La nieve salpicaba los siempreverdes alterados ante la sede de Replicón en Washington. El jefe de seguridad se reclinó en su silla, jugueteando con su lápiz óptico.
—Ha cambiado, Eugene.
El fantasma se encogió de hombros.
— ¿Se refiere a la piel? El aparato zaibatserial puede arreglarlo. De todos modos, estoy cansado de esta forma corporal.
—No, es algo más.
—Naturalmente, me despojaron del Velo. —Sonrió llanamente—. Continuemos. Una vez que la traidora y yo nos convertimos en amantes, pude descubrir la localización y los códigos de guardia del armamento de gas nervioso. Inmediatamente después, falsifiqué una emergencia, y liberé los agentes químicos dentro del bunker sellado. Todos habían buscado seguridad allí, así que su propio sistema de ventilación los destruyó a todos menos a dos. Los perseguí y los maté esa misma noche. Si el ciborg Owens «murió» o no es cuestión de definición.
— ¿Se ganó la confianza de la mujer?
—No. Eso habría requerido demasiado tiempo. Simplemente la torturé hasta que se doblegó. —Volvió a sonreír—. Ahora la Síntesis puede intervenir y dominar a la población maya, como haría con cualquier cultura preindustrial. Unas cuantos transistores derribarán toda su débil estructura como un castillo de naipes.
—Tiene nuestro agradecimiento —dijo el jefe—. Y mi felicitación personal.
—Ahórresela —dijo el fantasma—. Cuando haya vuelto a las sombras bajo el Velo, olvidaré todo esto. Olvidaré que mi nombre es Simpson. Olvidaré que soy el asesino de masas responsable de la explosión de la Zaibatseria Leyland y la muerte de ocho mil orbitales. Soy un peligro mortal para la sociedad que merece plenamente ser destruido físicamente. —Dirigió al hombre una mueca fría, controlada y fiera—. Y me enfrento felizmente a mi propia destrucción. Porque ahora he visto la vida desde ambos lados del Velo. Porque ahora sé con seguridad lo que siempre he sospechado. Ser humano no es divertido.
Fin