GALLEGHER PLUS (Henry Kuttner)
Publicado en
agosto 04, 2013
Gallegher miró fijamente por la ventana hacia el lugar donde debería hallarse su patio posterior y sintió que su estómago se hundía lentamente en aquel absurdo y ridículo agujero abierto en la tierra. Era grande, aquel agujero. Y profundo. Casi tan profundo como para encerrar la colosal resaca de Gallegher.
Pero no lo suficiente. Gallegher se preguntó si debía consultar el calendario, y decidió no hacerlo. Tenía la impresión de que habían transcurrido varios miles de años desde el comienzo de la juerga. Incluso para un hombre de su sed y capacidad, había sido una verdadera orgía.
—Orgía —gimió Gallegher, arrastrándose hacia el sofá y desplomándose en él—. Juerga es mucho más expresivo. Juerga me hace pensar en bombas de incendios y sirenas de la policía, y eso ya lo tengo en la cabeza... sonando todas a la vez. —Se incorporó débilmente para alcanzar el sifón del licórgano, titubeó, y conversó brevemente con su estómago.
GALLEGHER: Sólo un trago...
ESTÓMAGO: ¡Cuidado!
GALLEGHER: Una pizca...
ESTÓMAGO: ¡O-O-O-OH!
GALLEGHER: ¡No me hagas una cosa así! Necesito un trago. Mi patio posterior ha desaparecido.
ESTÓMAGO: ¡Ojalá pudiera!
En este punto se abrió la puerta y entró un robot, cuyas ruedas, dientes y mecanismos se movían rápidamente por debajo de su superficie transparente. Gallegher le dirigió una somera mirada y cerró los ojos, sudando.
—Fuera de aquí —exclamó—. Maldigo el día en que se me ocurrió fabricarte. Detesto tus entrañas giratorias.
—No aprecia la belleza —dijo el robot con voz dolida—. Tenga, le he traído algo de cerveza.
—¡Hm-m-m! —Gallegher cogió el vaso de plástico de manos del robot y bebió ávidamente. El fresco sabor a calamento le refrescó la garganta—. A-ah —dijo, incorporándose—. Esto está mejor. No mucho, pero...
—¿Qué le parece una inyección de tiamina?
—Soy alérgico a ese tipo de cosas —explicó tristemente Gallegher al robot—. Estoy condenado a pasar sed. ¡Hm-m-m! —Miró al órgano de licor—. Quizá...
—Hay un policía que quiere verle.
—¿Un qué?
—Un policía. Ya hace rato que merodea por los alrededores.
—Oh —dijo Gallegher. Miró hacia un rincón cercano a la ventana abierta—. ¿Qué es eso?
Parecía una máquina de algún tipo especial. Gallegher la observó con perplejo interés y un algo de estupefacción. Sin duda alguna él había. sido el constructor de aquella extraña máquina. Aquélla era la única forma de trabajar que tenía el excéntrico científico. No había recibido una formación técnica, pero por alguna misteriosa razón su subconsciente poseía un toque de genialidad. Consciente, Gallegher era bastante normal, aunque excéntrico y frecuentemente borracho. Pero cuando su demoníaco subconsciente se adueñaba de él, podía suceder cualquier cosa. Fue en una de esas borracheras cuando construyó aquel robot, después de lo cual pasó varias semanas tratando de averiguar su finalidad básica. Resultó que la finalidad no era especialmente útil, pero Gallegher se quedó con el robot, a pesar de su enloquecedora costumbre de buscar por todas partes algún espejo y contemplarse largamente en él, admirando su interior metálico.
«Ya he vuelto a hacerlo», pensó Gallegher,,
En voz alta, dijo:
—Más cerveza, estúpido. De prisa.
Cuando el robot salió, Gallegher desdobló su larguirucho cuerpo y se acercó a la máquina, examinándola curiosamente. No estaba en funcionamiento. A través de la ventana abierta se extendían algunos cables flexibles tan gruesos como su pulgar; colgaban unos treinta centímetros por encima del borde del hoyo donde debiera estar el patio posterior. Terminaban en... ¡Hm-m-m! Gallegher tiró de uno y lo inspeccionó. Terminaba en unos agujeros de borde metálico, y estaban huecos. Muy extraño.
La longitud total de la máquina era aproximadamente de un metro ochenta y parecía un montón de chatarra. Gallegher tenía la costumbre de utilizar sustitutos provisionales. Si no lograba encontrar la conexión exacta, echaba mano del objeto adecuado más cercano —un abotonador, quizá, o una percha— y lo utilizaba. Eso significaba que un análisis cualitativo de una máquina va ensamblada no resultaba nada fácil. ¿Qué hacía, por ejemplo, aquella lona fibroide enrollada alrededor de los cables y cómodamente albergada en un antiguo molde de hierro?
—Esta vez me he vuelto loco —ponderó Gallegher—. Sin embargo, no estoy tan mal como otras veces. ¿Dónde está esa cerveza?
El robot se encontraba frente a un espejo, contemplándose con expresión fascinada.
—¿Cerveza? Oh, aquí la tengo. Me he detenido a mirarme un poco.
Gallegher obsequió al robot con un grosero juramento, pero cogió el vaso de plástico. Miró con los ojos entrecerrados el aparato que había junto a la ventana, con su cara larga y huesuda fruncida en un ceño de perplejidad. El producto final...
Los correosos tubos huecos salían de una gran caja que en otro tiempo fuera una papelera. Ahora estaba sellada, aunque un cigüeñal la uniera a una minúscula dinamo transformable, o su equivalente. «No —pensó Gallegher—. Las dinamos son grandes, ¿verdad? ¡Oh, cómo me gustaría tener estudios técnicos! ¿Cómo voy a descifrar este enigma?»
Había más, mucho más, incluyendo un grisáceo armario de metal cuadrado... Gallegher, momentáneamente distraído, intentó evaluar su capacidad. Calculó dieciséis metros cúbicos, lo cual, evidentemente, era incorrecto, ya que la caja sólo medía cuarenta y cinco centímetros por cuarenta y cinco por cuarenta y cinco.
La puerta del armario estaba cerrada: Gallegher se olvidó temporalmente de él y continuó su fútil investigación. Había mecanismos más sorprendentes. En el mismo extremo había una rueda, con el borde estriado, de diez centímetros de diámetro.
—Producto final..., ¿qué? Oye, Narciso.
—Mi nombre no es Narciso —dijo reprobadoramente el robot.
—Ya es bastante tener que mirarte, para que encima tenga que acordarme de tu nombre —replicó Gallegher—. De todos modos, las máquinas no deberían tener nombres. Ven aquí.
—¿Y bien?
—¿Qué es esto?
—Una máquina —contestó el robot—, pero ni mucho menos tan bonita como yo.
—Espero que sea más útil. ¿Qué hace?
—Come tierra.
—Oh; eso explica el agujero que hay en el patio.
—No hay patio —repuso el robot con precisón.
—Lo hay.
—Un patio —dijo el robot, copiando de forma confusa a Thomas Wolfe— no sólo es un patio sino también la negación de un patio. Es el encuentro en el espacio del patio y el no patio. Un patio es tierra limitada y de poca extensión, un hecho determinado por su propia negación.
—¿Sabes lo que estás diciendo? —inquirió Gallegher, verdaderamente ansioso por averiguarlo.
—Sí.
—Ya. Bueno, intenta mantener la tierra fuera de nuestra conversación. Quiero saber por qué construí esta máquina.
—¿Por qué me lo pregunta? He estado días enteros sin funcionar... semanas, incluso.
—Oh, sí. Ya me acuerdo. Estabas posando delante del espejo y no me dejabas afeitar.
—Era una cuestión de integridad artística. Los planos de mi rostro funcional son mucho más coherentes y dramáticos que los suyos.
—Escucha, Narciso —dijo Gallegher, dominándose con esfuerzo—. Estoy tratando de averiguar algo. ¿Pueden comprender eso los planos de tu maldito cerebro funcional?
—Evidentemente —repuso Narciso con frialdad—. No puedo ayudarle. Me ha vuelto a poner en marcha esta mañana y después ha caído en una profunda somnolencia. La máquina ya estaba terminada. No funcionaba. He limpiado la casa y le he traído amablemente cerveza cuando se ha despertado con su resaca habitual.
—Pues tráeme amablemente un poco más y cierra el pico.
—¿Qué hay del policía?
—Oh, lo había olvidado. Uh... será mejor que lo reciba, supongo.
Narciso se retiró silenciosamente sobre sus pies acolchados. Gallegher se estremeció, fue a la ventana, y miró hacia aquel increíble agujero. ¿Por qué? ¿Cómo? Registró a fondo su memoria. Inútil, naturalmente. Su subconsciente tenía la solución, pero la guardaba firmemente encerrada. En todo caso, no habría construido la máquina sin alguna buena razón. ¿O sí? Su subconsciente poseía una clase de lógica muy peculiar y deformada. Narciso había sido originariamente planeado como un superabridor de latas de cerveza.
Un musculoso joven con un aseado uniforme entró después del robot.
—¿El señor Gallegher? —preguntó.
—Sí.
—¿El señor Galloway Gallegher?
—La contestación sigue siendo «sí». ¿Qué puedo hacer por usted?
—Puede aceptar esta citación —dijo el agente. Entregó a Gallegher un papel doblado.
La intrincada fraseología legal tenía escaso sentido par Gallegher.
—¿Quién es Dell Hopper? —preguntó—. Nunca le había oído nombrar.
—Eso no es asunto mío —gruñó el agente—. Yo tenía que entregarle la citación; es todo lo que sé.
Salió. Gallegher escudriñó el papel. No le aclaró gran cosa.
Finalmente, a falta de algo mejor que hacer, televisó a un abogado, se puso en contacto con la oficina de registros legales, y encontró el nombre del abogado de Hopper, un hombre llamado Trench. Un abogado muy solicitado, por cierto. Trench tenía una batería de secretarias para hacerse cargo de las llamadas, pero por medio de amenazas, maldiciones y ruegos, Gallegher consiguió hablar con el gran hombre en persona.
Al aparecer en la pantalla televisiva, Trench sí mostró como un hombre gris, delgado y seco, cor un bigote recortado. Su voz era cortante.
—¿El señor Gallegher? ¿Sí?
—Mire —dijo Gallegher—. Acaban de entregarme una citación.
—Ah, o sea que ya la tiene. Bien.
—¿Qué quiere decir «bien»? No tengo ni la menor idea de lo que se trata.
—No me diga —repuso Trench—. Quizá yo pueda refrescarle la memoria. Mi cliente, que tiene muy buen corazón, no quiere acusarle de difamación, ni amenazas, ni daños físicos, ni de asalto y agresión. El sólo quiere que le devuelvan su dinero... o el equivalente de su valor.
Gallegher cerró los ojos y se estremeció.
—¿De verdad? ¿Le... ah... le difamé?
—Le llamó —dijo Trench, consultando una abultada carpeta— cucaracha con pies de pato, maloliente hombre de Neandertal, y no sé si vaca sucia o boca sucia. Ambas cosas son términos de oprobio. También le dio una patada.
—¿Cuándo ocurrió todo eso?
—Hace tres días.
—¿Y... ha mencionado usted dinero?
—Mil créditos, que él le pagó a cuenta.
—¿A cuenta de qué?
—De un encargo que debía usted realizar. No me han facilitado más detalles. En cualquier caso, usted no sólo no cumplió el encargo, sino que se negó a devolver el dinero.
—Oh. ¿Y quién es Hopper?
—Empresas Hopper, S. A. Dell Hopper, empresario y administrador. Sin embargo, creo que usted ya sabe todo esto. Nos veremos en el tribunal, señor Gallegher. Y, si quiere perdonarme, estoy muy ocupado. Tengo un caso que defender hoy mismo, y me inclino a creer que el acusado no se escapará de una larga sentencia de cárcel.
—¿Qué hizo? —preguntó débilmente Gallegher.
—Un simple caso de asalto y agresión —dijo Trench—. Adiós.
Su cara desapareció de la pantalla. Gallegher se pasó una mano por la frente y pidió a gritos una cerveza. Se acercó a su mesa, sorbiendo el frío refresco del vaso de plástico, y examinó pensativamente el correo. No había nada. Ninguna pista.
Mil créditos... No recordaba haberlos cobrado. Pero en el libro de cuentas quizá constara...
Constaba, Con fecha de varias semanas atrás, decía:
Recibido D. H. — encargo — a cta. — c 1.000.
Recibido J. W. — encargo — a cta. — c 1.500.
Recibido Fatty — encargo — a cta. — c 800.
¡Tres mil trescientos créditos! Y la libreta del banco no registraba el ingreso de esta suma. Únicamente revelaba que habían sido retirados setecientos créditos, con lo cual sólo quedaban quince en la cuenta.
Gallegher ahogó un gemido y volvió a rebuscar entre los papeles de su mesa. Debajo de una carpeta encontró un sobre que previamente no había visto. Contenía títulos de acciones de una empresa denominada Dispositivos Ilimitados. Una carta adjunta acusaba recibo de cuatro mil créditos, a cambio de cuyo pago se extendían acciones al señor Galloway Gallegher, tal como ordenara...
—¡Qué atrocidad! —exclamó Gallegher. Bebió más cerveza, mientras la cabeza le daba vueltas. El problema no tardaría en triplicarse. D. H. —Dell Hopper— le había pagado mil créditos para hacer una cosa u otra. Alguien, cuyas iniciales eran J. W., le había dado mil quinientos créditos para un fin similar. Y Fatty, el muy tacaño, sólo había pagado ochocientos créditos a cuenta.
¿Por qué?
Sólo el loco subconsciente de Gallegher lo sabía. Aquella personalidad cerebral había cerrado hábilmente los tratos, recogido la pasta, reducido la cuenta bancaria personal de Gallegher y comprado acciones en Dispositivos Ilimitados. ¡Ja!
Gallegher volvió a utilizar el televisor. Ahora se comunicó con su agente.
—¿Arnie?
—Hola, Gallegher —dijo Arnie, alzando la vista hacia la telepantalla que había sobre su mesa—. ¿Qué pasa?
—Se trata de mí; estoy bailando sobre la cuerda floja. Escucha, ¿recuerdas si últimamente he comprado acciones?
—Desde luego. En Dispositivos... DI.
—Pues quiero venderlas. Necesito la pasta, rápidamente.
—Espera un minuto. —Arnie apretó botones. Gallegher sabía que las cotizaciones actuales estaban apareciendo sobre la pared de su despacho.
—¿Y bien?
—No hay dinero. El fondo se ha hundido. Nadie quiere comprar.
—¿A cuánto las adquirí?
—A veinte.
Gallegher emitió el aullido de un lobo herido.
—¿A veinte? ¿Y tú me lo permitiste?
—Intenté disuadirte —dijo Arnie con cansancio—. Te advertí que las acciones iban a la baja. Hay cierto retraso en un asunto de construcción o algo así... no lo sé bien. Pero tú dijiste que tenías informaciones confidenciales. ¿Qué podía hacer yo?
—Podrías haberme sacado el cerebro —dijo Gallegher—. Bueno, no importa. Ya es demasiado tarde. ¿Tengo algunas otras acciones?
—Cien participaciones de Minas Marcianas.
—¿A qué cotización?
—Podrías obtener veinticinco créditos por todo el paquete.
—¿Por qué suenan las cornetas? —murmuró Gallegher.
—¿Qué?
—Tengo miedo de lo que habré de presenciar...
—Lo sé —dijo Arnie—. Danny Deever.
—Sí —convino Gallegher—. Danny Deever. Cántalo en mi funeral, camarada. —Interrumpió la comunicación.
¿Por qué, en nombre de todo lo sagrado y no sagrado, había comprado las acciones de DI?
¿Qué había prometido a Dell Hopper de Empresas Hopper?
¿Quiénes eran J. W. (mil quinientos créditos) y Fatty (ochocientos créditos)?
¿Por qué había un agujero en lugar de su patio posterior?
¿Qué era aquella horrible máquina que su subconsciente había construido y para qué servía?
Apretó el botón de la guía incorporada al televisor, hizo girar la esfera hasta localizar Empresas Hopper, y marcó ese número.
—Quiero ver al señor Hopper.
—¿Cuál es su nombre?
—Gallegher.
—Llame a nuestro abogado, el señor Trench.
—Ya lo he hecho —dijo Gallegher—. Escuche...
—El señor Hopper está ocupado.
—Dígale —exclamó bruscamente Gallegher— que tengo lo que quería.
Esto lo logró. Hopper apareció en la pantalla, con su aspecto de búfalo, una crin de cabello gris, intolerantes ojos negros y nariz ganchuda. Lanzó su saliente mandíbula hacia la pantalla y gritó:
—¿Gallegher? Por mucho menos yo... —Cambió repentinamente de tono—. Ha llamado a Trench, ¿eh? Ya me parecía que eso sería suficiente. Sabe que puedo enviarle a prisión, ¿verdad?
—Bueno, quizá...
—¡Nada de quizá! ¿Cree que voy a ver personalmente a todos los inventores chiflados que hacen algún trabajo para mí? ¡Si no me hubieran dicho una y otra vez que usted era el mejor en su especialidad, ya hace días que le hubiera mandado un requerimiento judicial!
¿Inventores?
—La cuestión es —empezó suavemente Gallegher— que he estado enfermo...
—¡Narices! —repuso furiosamente Hopper—o Estaba más borracho que una cuba. No pago a nadie para que beba. ¿Ha olvidado que esos mil créditos sólo eran una parte del pago... de diez mil créditos en total?
—Pues..., pues, n-no. Uh... ¿diez mil?
—Más una bonificación por trabajo rápido. Aún puede obtenerla, afortunadamente. Sólo han pasado un par de semanas. Pero tiene suerte de haber acabado el trabajo. Ya tengo opciones de un par de fábricas. Y vigías buscando el mejor lugar, en todo el país. ¿Es práctico para aparatos pequeños, Gallegher? El dinero seguro procede de ellos, no de los grandes auditorios.
—Tchwuk —dijo Gallegher—. Un...
—¿Lo tiene en su despacho? Vengo en seguida a verlo.
—¡Espere! Quizá sea mejor que me deje añadirle unos cuantos toques...
—Lo único que me interesa es la idea —dijo Hopper—. Si es satisfactoria, el resto es sencillo. Llamaré a Trench y le pediré que retire la demanda. Hasta luego.
Desapareció de la pantalla.
Gallegher pidió a gritos una cerveza.
—Y una navaja de afeitar —añadió, cuando Narciso salía silenciosamente de la habitación—-. Quiero cortarme el cuello.
—¿Por qué? —preguntó el robot.
—Porque quiero divertirte, ¿por qué otra cosa iba a ser? Tráeme esa cerveza.
Narciso trajo un vaso de plástico.
—No entiendo por qué está tan preocupado —comentó—. ¿Por qué no se serena con la contemplación de mi belleza?
—Prefiero la navaja de afeitar —dijo sombríamente Gallegher—. Es mucho mejor. Tres clientes, dos de los cuales no recuerdo en absoluto, me encargan trabajos que tampoco recuerdo. ¡Ja!
Narciso reflexionó.
—Intentemos la inducción —sugirió—. Esa máquina... Bueno, cuando le hacen un encargo, suele usted emborracharse de tal modo que su subconsciente le domina y hace el trabajo. Después se serena. Al parecer, eso es lo que ha sucedido esta vez. Ha hecho la maquina, ¿no es así?
—Sí —dijo Gallegher—, pero ¿para qué cliente? Ni siquiera sé lo que hace.
—Puede probarla y lo averiguará.
—Oh, claro que sí. Estoy muy estúpido esta mañana.
—Usted siempre ha sido estúpido —dijo Narciso— y, además, muy feo. Cuanto más contempló mi perfecta hermosura, más lástima siento hacia los humanos.
—Oh, cierra el pico —replicó Gallegher, comprendiendo la inutilidad, de discutir con un robot. Se acercó a la enigmática máquina y la examinó una vez más. Siguió sin recordar nada.
Había un interruptor, y lo conectó. La máquina empezó a cantar St. James Infinnapy.
...viendo allí a mi amor
tendida sobre una losa de mármo-o-ol...
—Ahora lo entiendo todo —dijo Gallegher con una oleada de frustración—. Me pidieron que inventara un fonógrafo.
—Espere —observó Narciso—. Mire a la ventana.
—La ventana. Muy bien. ¿Qué pasa con ella? Pe... —Gallegher se inclinó por encima del alféizar, con la boca abierta. Notó las rodillas débiles y temblorosas. Sin embargo, podía haber esperado algo así.
El grupo de tubos que salían de la máquina eran increíblemente telescópicos. Se habían arrastrado hasta el fondo del hoyo, a unos diez metros, y se movían en círculos irregulares como si fueran una aspiradora de hierba. Se movían con tanta rapidez que Gallegher no podía ver de ellos más que un borrón. Era como observar la cabeza de una medusa que hubiera contraído el baile de San Vito y lo hubiera transmitido a sus tentáculos.
—Mire qué velocidad —dijo contemplativamente Narciso, apoyándose con fuerza en Gallegher—. Mt imagino que esto es lo que ha hecho el agujero; comen tierra.
—Sí —convino el científico, retirándose—. Me pregunto por qué. Tierra... Hm-m-m. Una materia prima. —Escudriñó la máquina, que estaba gimiendo:
...buscar en todo el mundo
y no encontrar otro hombre como yo.
—Conexiones eléctricas —dijo abstraídamente Gallegher, mirándolo con ojos inquisitivos—. La tierra va a parar a la antigua papelera. Y después ¿qué? ¿Bombardeo electrónico? Protones, neutrones, positrones... ojalá supiera le que significan esa palabras —terminó quejumbrosamente—. ¡Si por lo menos hubiera recibido una educación universitaria!
—Un positrón es...
—No me lo digas —rogó Gallegher—. Sólo tendré dificultades semánticas. Además, sé muy bien lo que es un positrón, sólo que no lo identifico con ese nombre. Todo lo que sé es el significado intencional que, de cualquier modo, no puede expresarse en palabras.
—Pero el significado extensional sí que puede —observó Narciso.
—No en mi caso. Como dijo Humpty Dumpty, la cuestión es: ¿quién vencerá? Y en mi caso vence la palabra. Esas malditas cosas me asustan. Lo que pasa es que no capto su significado extensional.
—Esto es una tontería —dijo el robot—. El positrón tiene una significación perfectamente clara.
—Para ti. Lo único que significa para mí es una pandilla de muchachitos con bigotes verdes. Por eso nunca puedo descubrir lo que mi subconsciente ha realizado. Tengo que emplear lógica simbólica, y los símbolos... ah, silencio —gruñó Gallegher—. ¿Por qué iba a discutir de semántica contigo, vamos a ver?
—Ha empezado usted —dijo Narciso.
Gallegher dirigió al robot una mirada furiosa y después volvió a la misteriosa máquina. Seguía comiendo tierra y cantando St. James Infirmary.
—Me pregunto por qué canta precisamente eso.
—Usted suele cantarlo cuando está borracho, ¿verdad? Preferiblemente en una cantina.
—Esto no resuelve nada —dijo lacónicamente Gallegher.
Exploró la máquina. Funcionaba con suavidad y rapidez, emitiendo cierta cantidad de calor y algo de humo. Gallegher encontró una válvula de lubrificación, cogió una lata de aceite y echó un chorro. El humo se desvaneció, así como un débil olor a quemado.
—No sale nada —dijo Gallegher, tras una larga pausa de desconcertada reflexión.
—¿Allí? —señaló el robot.
Gallegher examinó la rueda dentada que giraba rápidamente. Justo encima de ella había una pequeña abertura circular en la superficie lisa de un tubo cilíndrico. Sin embargo, no parecía salir nada de aquel tubo.
—Desconecta el interruptor —dijo Gallegher. Narciso obedeció. La válvula se cerró con un chasquido y la rueda dentada dejó de girar. Toda actividad cesó instantáneamente. La música se interrumpió. Los tentáculos extendidos por fuera de la ventana dejaron de dar vueltas y se acortaron hasta alcanzar su longitud de inactividad normal
—Bueno, al parecer no hay un producto final —comentó Gallegher—. Come tierra y la digiere completamente. Ridículo.
—¿Lo cree así?
—Desde luego. La tierra tiene muchos elementos en ella. Oxígeno, nitrógeno... debajo de Nueva York hay granito, así que encierra aluminio, sodio, silicio... muchas cosas. Ningún tipo de cambio físico o químico podría explicar este fenómeno,
—¿Quiere decir que tendría que salir algo de la máquina?
—Sí —dijo Gallegher—. En una palabra, exactamente. Me sentiría mucho mejor si saliera alguna cosa; aunque fuera barro.
—Sale música —observó Narciso—, si es que puede llamarse así a esos berridos,
—De ningún modo puedo tomar en consideración este repugnante pensamiento —negó firmemente el científico—. Admito que mi subconsciente está un poco chalado. Pero tiene lógica, en cierto modo. No construiría una máquina para convertir la tierra en música, aunque tal cosa fuera posible.
—Pero no hace ninguna otra cosa, ¿verdad?
—No. Ah. Hm-m-m. Me preguntó qué me pidió Hopper que le hiciera. No habló más que de fábricas y auditorio.
—No tardará en llegar —dijo Narciso—. Pregúnteselo.
Gallegher no se molestó en contestar. Pensó en requerir más cerveza, rechazó la idea, y en cambio utilizó el licórgano para mezclarse una bebida de varios licores. Después de eso fue a sentarse sobre un generador que llevaba la llamativa etiqueta de Monstro. Aparentemente insatisfecho, cambió su asiento por un generador más pequeño llamado Burbujas.
Gallegher siempre pensaba mejor encima de Burbujas.
El combinado había engrasado su cerebro, con los vapores del alcohol. Una máquina sin producto final... la tierra se desvanecía en la nada. Hm-m-m. La materia no podía desaparecer como un conejo que se mete en el sombrero de un mago. Tiene que ir a algún sitio. ¿Energía?
Aparentemente, no. La máquina no producía energía. Los cordones y enchufes demostraban que, por el contrario, necesitaba energía eléctrica para funcionar.
Y por lo tanto...
¿Qué?
Había que considerarlo desde otro ángulo. El subconsciente de Gallegher, el Gallegher Plus, había construido el aparato por alguna razón lógica. La razón venía dada por su beneficio de tres mil trescientos créditos. Había recibido esta suma, de manos de tres personas diferentes, para hacer —quizá— tres cosas diferentes.
¿Cuál de ellos le había encargado la máquina?
Era como una ecuación. Podía llamarse a los clientes a, b y c. A la finalidad de la máquina... no a la máquina en sí, naturalmente, se la llamaba x. Entonces a (o) b (o) c es igual a x.
No exactamente. El término a no representaría a Dell Hopper; simbolizaría lo que quería. Y lo que quería debía ser necesaria y lógicamente la finalidad de la máquina.
O el misterioso J. W., o el igualmente misterioso Fatty.
Bueno, Fatty era un poco menos enigmático. Gallegher tenía una pista, en su mismo nombre. Si J. W. estaba representado por b, Fatty sería c más tejido adiposo. Llamando t al tejido adiposo, ¿qué se obtenía?
Sediento.
Gallegher pidió más cerveza, distrayendo a Narciso de su contemplación frente al espejo. Descargó los tacones sobre Burbujas, con el ceño fruncido y un mechón de cabello castaño sobre sus ojos.
¿La cárcel?
¡Uh! No, debía haber alguna otra solución, en alguna parte. Las acciones de Di, por ejemplo. ¿Por qué había comprado Gallegher Plus cuatro mil créditos de acciones cuando estaban en baja?
Si pudiera encontrar la respuesta a eso, quizá le sirviera de algo. Porque Gallegher Plus no hacía nada sin una finalidad. Y para empezar, ¿qué era Dispositivos Ilimitados?
Recurrió al servicio televisivo de Quién es Quién en Manhattan. Afortunadamente, Dispositivos estaba incorporado dentro del Estado y tenía allí las oficinas. Un anuncio de una página entera apareció ante su vista.
DISPOSITIVOS ILIMITADOS
¡HACEMOS DE TODO!
RED 5-1400-M
Bueno, Gallegher tenía el número del visor de la firma, que ya era algo. Cuando empezaba a marcar RED, se oyó el murmullo de un timbre, y Narciso volvió petulantemente la espalda al espejo y fue a abrir la puerta. Regresó al cabo de un momento con el bisonte del señor Hopper.
—Siento haberme retrasado tanto —rugió Hopper—. Mi chófer se saltó una luz roja y un agente nos hizo detener. Tuve que echarle una buena reprimenda.
—¿Al chófer?
—Al agente. Vamos a ver, ¿dónde está el material?
Gallegher se humedeció los labios. ¿Podía ser verdad que Gallegher Plus hubiera dado una patada a aquel tipo gigantesco? No era un pensamiento agradable.
Señaló hacia la ventana.
—Allí. —¿Estaría en lo cierto? ¿Le había encargado Hopper una máquina que engullera tierra?
Los ojos del gigante se abrieron desmesuradamente por la sorpresa. Dirigió a Gallegher una rápida e investigadora mirada y se acercó al aparato, inspeccionándolo desde todos los ángulos. Echó una mirada por la ventana, pero no pareció interesarse demasiado por lo que vio allí. En cambio, se volvió a Gallegher con expresión asombrada.
—¿Se refiere a esto? Un principio totalmente nuevo, ¿verdad? Sí, tiene que serlo.
Aquello no le proporcionaba ninguna pista. Gallegher esbozó una ligera sonrisa. Hopper siguió mirándole fijamente.
—Muy bien —dijo—. ¿Cuál es su aplicación práctica?
Gallegher seguía estando a oscuras.
—Será mejor que se lo enseñe —dijo al fin, atravesando el laboratorio y conectando el interruptor. Instantáneamente la máquina empezó a cantar St. James Infirmary. Los tentáculos se alargaron y empezaron a comer tierra. El agujero del cilindro se abrió. La huella dentada empezó a girar.
Hopper aguardó.
Al cabo de un rato dijo;
—¿Y bien?
—¿No..., no le gusta?
—¿Cómo quiere que lo sepa? Ni siquiera sé lo que hace. ¿No hay ninguna pantalla?
—Claro que sí —dijo Gallegher, completamente desorientado—. Está dentro de ese cilindro.
—¿Dentro de qué? —Las hirsutas cejas de Hopper se unieron sobre sus ojos negros—. ¿Dentro de ese cilindro?
—Uh-huh.
—Para... —Hopper parecía estar ahogándose—. ¿De qué sirve que esté ahí? Sin ojos con rayos X, por lo menos.
—¿Debería tener ojos con rayos X? —murmuró Gallegher, totalmente desconcertado—. ¿Quería una pantalla con ojos de rayos X?
—¡Sigue estando borracho! —refunfuñó Hopper—. ¡O bien, está loco!
—Espere un minuto. Quizá haya cometido una equivocación...
—¡Una equivocación!
—Dígame una cosa. ¿Qué quería que le hiciera?
Hopper aspiró profundamente por tres veces consecutivas. Con voz fría y cortante, dijo:
—Le pregunté si podía inventar un método de proyectar imágenes tridimensionales que se vieran desde cualquier ángulo, anterior, posterior o lateral, sin deformación. Usted dijo que sí. Le pagué mil créditos a cuenta. Tengo opciones en un par de fábricas para empezar a fabricar sin demora. He destacado informadores para buscar teatros apropiados. Estoy planeando una campaña para vender los accesorios para televisores caseros. Y ahora, señor Gallegher, me voy a ver a mi abogado para decirle que le apriete las clavijas.
Salió, rezongando. El robot cerró suavemente la puerta, regresó, y, sin que se la pidieran, corrió a buscar cerveza. Gallegher la rechazó con un gesto.
—Usaré el órgano —gimió, preparándose un combinado—. Desconecta esa maldita máquina, Narciso. Yo no tengo fuerza,
—Bueno, ha averiguado una cosa —dijo alentadoramente el robot—. No ha construido este aparato para Hopper.
—Cierto. Cierto. Lo hice para... ah... o para J. W. o para Fatty. ¿Cómo puedo saber quiénes son?
—Necesita descansar —dijo el robot—. ¿Por qué no se relaja y escucha mi hermosa y melodiosa voz? Le leeré un poco.
—No es melodiosa —dijo automática y distraídamente Gallegher—. Chirría como un gozne oxidado.
—Para sus oídos. Mis sentidos son diferentes. Para mí, su voz es el croar de una rana asmática.
Usted no puede verme tal como yo me veo, ni oírme tal como yo me oigo. En cierto modo, es una suerte. Se desmayaría de éxtasis.
—Narciso —dijo pacientemente Gallegher—. Estoy tratando de pensar. ¿Quieres ser tan amable de cerrar tu trampilla metálica?
—Mi nombre no es Narciso —dijo el robot—. Es Joe
—Entonces te lo cambio. Veamos; estaba haciendo comprobaciones en DI. ¿Qué número era?
—Red cinco mil cuatrocientos M.
—Ah, sí. —Gallegher usó el televisor. Una secretaria se encontró dispuesta a darle cualquier. información, pero fue incapaz de facilitarle ningún dato útil.
Dispositivos Ilimitados era el nombre de una compañía matriz, en cierto modo. Tenía conexiones en todo el mundo. Cuando un cliente quería que se le hiciera un trabajo, DI, a través de sus agentes, se ponía en contacto con la persona adecuada y ultimaba el trato. El truco consistía en que DI proporcionaba el dinero, financiando operaciones y trabajando sobre la base de un porcentaje. Parecía fantásticamente complicado, y Gallegher no sacó nada en claro.
—¿Tiene usted mi nombre en sus archivos? Oh... Bueno, ¿puede decirme quién es J. W.?
—¿J. W.? Lo siento, señor. Necesitaría el nombre completo...
—No lo sé. Y es algo muy importante —arguyó Gallegher.
Al fin se salió con la suya. El único hombre de DI cuyas iniciales fueran J. W. era alguien llamado Jackson Wardell, que en aquel momento se encontraba en Calisto.
—¿Cuánto tiempo hace que está allí?
—Nació allí —dijo la secretaria—. Nunca en su vida ha estado en la Tierra. El señor Wardell no puede ser el hombre que usted busca.
Gallegher se mostró de acuerdo. Decidió que sería inútil preguntar por Fatty, y cerró la conexión con un ligero suspiro. Bueno, ¿y ahora qué?
El visor sonó con un tono agudo. En la pantalla apareció el rostro de un hombre mofletudo, calvo y gordinflón que tenía aspecto preocupado. Dejó escapar una risita de alivio cuando vio al científico.
—Oh, está usted ahí, señor Gallegher —dijo—. Hace una hora que intento ponerme en contacto con usted. La línea debe de estar estropeada. ¡Vaya, pensaba tener noticias suyas mucho antes!
El corazón de Gallegher dio un vuelco. Fatty.., ¡naturalmente!
¡Gracias a Dios que su suerte empezaba a mejorar! Fatty... ochocientos créditos. A cuenta. ¿A cuenta de qué? ¿De la máquina? ¿Era la solución al problema de Fatty, o al de J. W.? Gallegher rogó con fervor para que Fatty hubiera solicitado un aparato que comiera tierra y cantara Sí. James Infirmary.
La imagen se empañó y osciló, con un débil crujido. Fatty dijo apresuradamente:
—La conexión es defectuosa. Pero... ¿lo ha conseguido, señor Gallegher? ¿Ha encontrado un método?
—Desde luego —dijo Gallegher. Si pudiera hacer hablar al hombre, obtener alguna pista de lo que le había encargado...
—¡Oh, estupendo! DI me está llamando desde hace días. Les he dado largas, pero no esperarán. Cuff está presionando, y yo no puedo burlar ese viejo estatuto...
La imagen desapareció.
Gallegher estuvo a punto de morderse la lengua de impotente furia. Cerró rápidamente el circuito y empezó a recorrer el laboratorio a grandes zancadas, con los nervios tensos de expectación. El visor volvería a iluminarse al cabo de un segundo. Fatty llamaría de nuevo. Naturalmente Y esta vez la primera pregunta de Gallegher sería: «¿Quién es usted?»
Pasó el tiempo.
Gallegher gimió y volvió a sus comprobaciones, pidiendo a la operadora que localizara la llamada.
—Lo siento, señor. La llamada fue hecha desde un visor automático. No podemos localizar llamadas procedentes de un visor automático.
Diez minutos más tarde Gallegher dejo de maldecir, cogió su sombrero de la percha que había encima de un perro de hierro que en otro tiempo decorara un jardín, y se precipitó hacia la puerta.
—Voy a salir —gritó a Narciso—. No apartes el ojo de esa máquina.
—Muy bien. Un ojo —convino el robot—. Necesitaré el otro para contemplar mis bellísimas entrañas. ¿Por qué no averigua quién es Cuff?
—¿Qué?
—Cuff. Fatty mencionó a alguien de ese nombre. Dijo que estaba presionando...
—¡Atiza! Es verdad. Y... ¿qué más dijo?... Que no podía burlar una vieja estatua...
—Estatuto. Quiere decir ley.
—Sé lo que quiere decir estatuto —gruñó Gallegher—. No soy tan estúpido. Por lo menos, aún no. Cuff, ¿eh? Miraré en el visor.
Había seis Cuff en la lista. Gallegher elimino a la mitad de ellos por género. Tachó Manufacturas Cuff, y sólo le quedaron dos... Max y Fredk. Televisó a Frederick, que era un jovencito larguirucho y de ojos saltones, evidentemente demasiado pequeño para votar. Gallegher dirigió al mozalbete una asesina mirada de frustración y apretó el interruptor, dejando que Frederick pasara medía hora preguntándose quién le había llamado hizo una mueca demoníaca y desconectó sin una palabra.
Pero quedaba Max Cuff, y éste, indudablemente, era el hombre. Gallegher estuvo seguro de ello cuando el mayordomo de Max Cuff transfirió la llamada a su oficina del centro, donde una recepcionista le dijo que el señor Cuff pasaba la tarde en el Club Elevado.
—¿De verdad? Dígame, ¿quién es Cuff?
—¿Cómo dice?
—¿Qué hace? ¿Cuál es su negocio?
—El señor Cuff no tiene ningún negocio —respondió fríamente la muchacha—. Es concejal. Aquello era interesante. Gallegher buscó su sombrero, descubrió que lo tenía en la cabeza, y se despidió del robot, que no se tomó la molestia de contestar.
—Si Fatty llama otra vez —ordenó el científico—, averigua su nombre. ¿Entendido? Y no apartes la vista de esa máquina, por si acaso empieza a sufrir alteraciones o algo parecido.
Considerando que ya estaban atados todos los cabos sueltos, Gallegher salió de la casa. Soplaba un fresco viento de otoño, que levantaba hojas secas de las avenidas elevadas. Unos cuantos taxiplanos pasaron junto a él, pero Gallegher detuvo un taxi terrestre; quería ver adonde iba. Llegó a la conclusión de que una telellamada a Max Cuff no serviría de gran cosa. El hombre requeriría mucha mano izquierda, especialmente porque estaba «presionando mucho».
—¿Adonde, amigo?
—Al Club Elevado. ¿Sabe dónde está?
—Ni idea —dijo el conductor—, pero lo averiguaré. —Recurrió a la teleguía del salpicadero—. En el centro. Recto hacia abajo.
—De acuerdo —dijo Gallegher al hombre, y se retrepó en los cojines, sumido en negros pensamientos.
¿Por qué era todo el mundo tan evasivo? Sus clientes no solían ser fantasmas. Pero Fatty seguía siendo vago y anónimo... una cara, eso era todo, y una cara que Gallegher no había reconocido. Cualquiera adivinaba quién era J. W. Sólo
Dell Hopper se había identificado, y Gallegher hubiera preferido que no lo hiciera. La citación crujía en su bolsillo.
—Lo que yo necesito —monologaba Gallegher— es un trago. Este ha sido el único problema. No continué estando borracho. Por lo menos, no el tiempo suficiente. Oh, maldita sea.
En aquel momento el taxi se detuvo frente a lo que en otros tiempos fuera una mansión de cristal y ladrillo, que ahora tenía un aspecto sombrío y abandonado. Gallegher se apeó, pagó al conductor y subió la rampa. Una pequeña placa decía Club Elevado. Como no había timbre, abrió la puerta y entró.
Instantáneamente sus fosas nasales se contrajeron como el morro de un caballo de guerra oliendo a cordita. Allí había bebida. Con el instinto de una paloma mensajera, Gallegher fue directamente al bar, levantado contra una pared de una enorme estancia llena de sillas, mesas y gente. Un hombre de expresión melancólica y sombrero hongo jugaba al billar mecánico en un rincón. Levantó la vista cuando vio acercarse a Gallegher, le salió al encuentro y murmuró:
—¿Busca a alguien?
—Sí —dijo Gallegher—. A Max Cuff. Me han dicho que estaba aquí.
—Ya, no —repuso el hombre melancólico—. ¿Para qué quiere verle?
—Se trata de Fatty —aventuró Gallegher.
Unos ojos fríos se clavaron en él.
—¿Quién?
—Usted no le conoce. Max, sí.
—¿Max quiere verle a usted?
—Desde luego.
—Bueno —dijo dubitativamente el hombre—, ha ido al Tres Estrellas. Cuando empieza la ronda...
—¿El Tres Estrellas? ¿Dónde está?
—En la Catorce, cerca de Broad.
—Gracias —dijo Gallegher. Siguió adelante, con una anhelante mirada hacia el bar. Ahora no..., todavía no. Antes tenía algunos asuntos que atender»
El Tres Estrellas era una taberna, con fotografías sucias en las paredes. Eran estereoscópicas y se movían suavemente. Gallegher, tras un concienzudo examen, estudió a los clientes. No había muchos. Un hombre de gran tamaño situado a un extremo de la barra llamó su atención a causa de la gardenia que llevaba en la solapa y el reluciente brillante del dedo anular.
Gallegher fue hacia él.
—¿El señor Cuff?
—Exacto —dijo el hombre, girando lentamente en el taburete como Júpiter sobre su eje. Contempló a Gallegher, balanceándose ligeramente—. ¿Quién es usted?
—Soy...
—No importa —dijo Cuff, guiñando un ojo— Nunca dé su nombre después de hacer un trabajo. Así que es un prófugo, ¿eh?
—¿Qué?
—Los reconozco en cuanto los veo. Usted..., usted... ¡Oiga! —exclamó Cuff, inclinándose hacia delante y olfateando—. ¡Usted ha estado bebiendo!
—¿Bebiendo? —repuso Gallegher amargamente—. Usted me subestima.
—Entonces tome una copa conmigo —invitó el hombre—. Ya estoy en la E. Egg flip. ¡Tim! —rugió—. ¡Otro egg //tp para mi amigo! ¡Bien fuerte! Y ya puedes empezar a preparar con la F.
Gallegher se instaló en el taburete próximo a Cuff y le contempló especulativamente. El concejal parecía un poco bebido.
—Sí —dijo Cuff—, beber por orden alfabético es el único modo de hacerlo. Empiezas con la A, ajenjo, y vas siguiendo, Benedictine, coñac, daiquiri, egg flip...
—¿Y después qué?
—La F, naturalmente —respondió Cuff, ligeramente sorprendido—. Flip. Aquí está el suyo, ¡Buen engrase!
Bebieron.
—Escuche —dijo Gallegher—. Quería verle para hablar de Fatty.
—¿Quién es?
—Fatty —explicó Gallegher, guiñando significativamente un ojo—. Ya sabe; ha estado presionándole estos últimos tiempos. El estatuto. Ya sabe.
—¡Oh! ¡El! —rugió súbitamente Cuff con carcajadas de Gargantúa—. Fatty, ¿eh? Está bien. Está muy bien. Fatty es un buen nombre para él, desde luego que sí.
—No muy parecido al suyo, ¿verdad? —dijo astutamente Gallegher.
—Nada en absoluto. ¡Fatty!
—¿Deletrea su nombre con una e o una i?
—Con ambas —contestó Cuff—. Tim, ¿dónde está el flip? Oh, ya lo tienes preparado, ¿eh? Bien, buen engrase, compañero.
Gallegher terminó su egg flip y pasó a tomar el flip, que era idéntico a no ser por el nombre. Y ahora, ¿qué?
—Acerca de Fatty —aventuró.
—¿Sí?
—¿Cómo va todo?
—Yo nunca contesto preguntas —dijo Cuff, bruscamente sobrio. Miró escrutadoramente a Gallegher—. ¿Es usted uno de los muchachos? No le conozco.
—Pittsburgh. Me dijeron que viniera al club cuando llegué a la ciudad.
—Eso no tiene sentido —dijo Cuff—. Oh, bueno, no importa. Acabo de eliminar algunos cabos sueltos, y estoy celebrándolo ¿Ya ha terminado el flip? ¡Tim! ¡Ginebra!
Tomaron ginebra en la G, un horse's neck en la H, y un indio en la I.
—Ahora un Jazzbo —dijo Cuff con satisfacción—- Este es el único bar de la ciudad donde tienen una bebida que empieza por J. Después de eso tengo que empezar a saltarme letras. No conozco ninguna bebida que empiece por K.
—Kirchwasser —dijo distraídamente Gallegher.
—K... ¿huh? ¿Qué es eso? —gritó Cuff al camarero—. ¡Tim! ¿Tienes kirchwasser?
—Ni una gota —dijo el hombre—. No la compramos, concejal.
—Entonces encontraremos a otro que lo haga. Eres un muchacho listo, compañero. Ven conmigo. Te necesito.
Gallegher le siguió obedientemente. Puesto que Cuff no quería hablar de Fatty, no le quedaba más remedio que ganar la confianza del concejal. Y el mejor modo de hacerlo era beber con él. Desgraciadamente, una ronda de bebidas por orden alfabético, con sus fantásticas mezclas, no resultó demasiado fácil. Gallegher ya estaba borracho. Y la sed de Cuff era insaciable.
—¿L? ¿Qué hay con L?
—Lacrima Christi. O Liebfraumilch.
—¡Oh, muchacho!
Fue un alivio volver a un martini. Después del oporto, Gallegher empezó a sentirse mareado. Para la R sugirió tomar un Raff, pero Cuff no quiso ni oír hablar de ello.
—Bueno, pues un ron.
—Sí. Un ron... ¡oye! ¡Nos hemos saltado la N! ¡Ahora tenemos que empezar otra vez desde la A!
Gallegher tropezó con algunas dificultades para disuadir al concejal, y sólo lo logró tras fascinar a Cuff con el exótico nombre de nggapo. Siguieron adelante, pasando por sazeracs, tequilas, ula-ulas y vodka. La W significó whisky
— ¿X?
Se miraron mutuamente a través de las brumas alcohólicas. Gallegher se encogió de hombros y miró a su alrededor. ¿Cómo habían llegado a aquella elegante y bien amueblada habitación de un club privado? No tenía ni idea. No era el Elevado, de eso estaba seguro. Oh, bueno...
— ¿X? —insistió Cuff—. No me falles ahora, compañero.
—Extra whisky —dijo brillantemente Gallegher.
—Eso es. Sólo quedan dos. Y y... y... ¿qué viene después de la Y?
—Fatty. ¿Lo recuerda?
—El viejo Fatty Smith —dijo Cuff, empezando a reír inmoderadamente. Por lo menos, sonó como Smith—. Fatty le va muy bien.
— ¿Cuál es su nombre propio? —preguntó Gallegher.
— ¿De quién?
—De Fatty.
—Nunca he oído hablar de él —dijo Cuff, y soltó una risita. Un botones se acercó y tocó al concejal en el brazo.
—Quieren verle señor. Están esperando fuera.
—Bien. Vuelvo dentro de un minuto, compañero. Todo el mundo sabe dónde encontrarme..., especialmente aquí. No te vayas. Aún nos queda la Y y... y... la otra.
Desapareció. Gallegher dejó su bebida, se puso en pie, balanceándose ligeramente, y se dirigió al salón. Allí se fijó en una cabina televisiva y, sin pensarlo dos veces, entró y llamó a su laboratorio.
—Borracho otra vez —dijo Narciso, cuando la cara del robot apareció en la pantalla.
—Tú lo has dicho —repuso Gallegher—. Estoy... glup... tan alto como una cometa. Pero, de todos modos, tengo una pista.
—Le aconsejaría que se hiciera escoltar por la policía —dijo el robot—. Unos matones vinieron en su búsqueda, poco después de que usted saliera,
—U-unos, ¿qué? Repítelo.
—Tres matones —repitió pacientemente Narciso—. El jefe era un tipo alto y delgado, con traje de cuadros, cabello amarillo y un diente de oro. Los otros...
—No quiero su descripción —replicó Gallegher—. Dime lo que ha sucedido.
—Bueno, eso es todo. Querían secuestrarle. Después trataron de robar la máquina. Yo les eché. Para un robot, soy bastante fuerte,
— ¿Hicieron algo a la máquina?
— ¿Qué hay de mí? —inquirió quejumbrosamente Narciso—. Yo soy mucho más importante que ese aparato. ¿No siente curiosidad acerca de mis heridas?
—No —dijo Gallegher—. ¿Tienes alguna?
—Claro que no. Pero podría haber demostrado un poco de interés por mí...
— ¿Hicieron algo a esa máquina?
—No les dejé acercarse —dijo el robot—. Váyase al infierno.
—Volveré a llamarte —dijo Gallegher—. En este momento necesito un café bien cargado.
Cortó la comunicación, se levantó y salió tambaleándose de la cabina. Max Cuff iba hacia él. Tres hombres seguían al concejal.
Uno de ellos se detuvo en seco y le miró con asombro.
— ¡Diablos! —exclamó—. Este es el tipo, jefe. Es Gallegher. ¿Acaso es el que ha estado bebiendo con usted?
Gallegher intentó fijar la vista. El hombre apareció ante sus ojos con claridad. Era un tipo alto y delgado, con un traje de cuadros, y tenía el cabello amarillo y un diente de oro.
—Dale un golpe en la cabeza —dijo Cuff—. De prisa, antes de que grite. Y antes de que venga alguien. Gallegher, ¿eh? Un tipo listo, ¿en?
Gallegher vio que algo caía sobre su cabeza y trató de retroceder hacia la cabina televisiva como un caracol que intenta refugiarse en su concha.
No lo consiguió. Multitud de destellos de brillante luz le deslumbraron.
Le habían dado un golpe en la cabeza.
Lo malo de aquella cultura social, pensó soñolientamente Gallegher, era que sufría de exceso de crecimiento y calcificación del exodermo. Una civilización puede ser comparada a un parterre de flores. Cada una de las plantas representa una parte componente de la cultura. El crecimiento es el progreso. La tecnología, ese narciso trompón frustrado desde hace tiempo, había sido regada con concentrado B1, el resultado de las guerras que forzaban su crecimiento a través de la necesidad. Pero ningún mundo es satisfactorio a menos que las partes sean iguales al todo.
El narciso trompón protegía a otra planta que desarrollaba tendencias parásitas. Dejaba de utilizar sus raíces. Se enrollaba alrededor del narciso trompón, trepaba por su tallo y sus hojas, y esa asfixiante liana era la religión, la política, la economía, la cultura... formas anticuadas que cambiaban con demasiada lentitud, sobrepasadas por el llameante cometa de las ciencias, que se elevaba sin cesar en el cielo abierto de aquella nueva era. Hacía ya tiempo que los escritores habían predicho que en el futuro —su futuro— las líneas sociológicas serían distintas. En la era de los cohetes, costumbres tan ilógicas como acciones en baja política sucia y gángsters no existirían. Pero esos teóricos no habían visto las cosas con suficiente claridad. Pensaron en los cohetes como vehículos de un futuro muy lejano.
Armstrong y Aldrin se posaron en la Luna antes de que los automóviles dejaran de utilizar carburantes.
La gran guerra de principios del siglo XX dio un violento ímpetu a la tecnología, y ese crecimiento prosiguió. Desgraciadamente, la mayor parte de las acciones de la vida se basaban en materias tales como las horas y las normas monetarias fijadas. El único paralelo fue el día de los grandes desbordamientos... el Desbordamiento del Mississippi y sus afluentes. Finalmente, fue un tiempo de caos, reorganización, cambios de las antiguas normas a las nuevas, y un columpio balanceándose vigorosamente de un extremo al otro. La profesión legal se había convertido en algo tan complicado que montones de expertos necesitaban calculadoras Pedersen y las máquinas cerebrales de Mecanistra para clasificar sus forzados argumentos, que entraban en los reinos desconocidos de la lógica simbólica y —eventualmente— la pura tontería. Un asesino podía salir impune si no firmaba ninguna confesión. Y aunque lo hiciera, había formas de desacreditar las sólidas pruebas legales. Los precedentes eran lemas. En esta confusión de locuras, los administradores recurrieron a la solidez histórica —precedentes legales— y éstos fueron utilizados a menudo contra ellos.
Y así ocurrió, a lo largo de toda la escala. Más tarde la sociología alcanzaría a la tecnología. No lo había hecho, todavía. La economía había llegado a las cotas más bajas registradas en la historia de la humanidad. Se necesitaban genios para remediar el desastre. Las mutaciones proporcionaban eventualmente tales genios, por compensación natural; pero debía pasar largo tiempo antes de que se alcanzara esa satisfactoria conclusión. Gallegher se había dado cuenta de que el hombre con más oportunidades para sobrevivir era el que poseía una buena dosis de adaptabilidad y un gran bagaje de conocimientos útiles e inútiles, un nombre versado prácticamente en todo. En resumen, en cuestiones vegetales, animales o minerales...
Gallegher abrió los ojos. Había poco que ver, principalmente porque, tal como descubrió inmediatamente, tenía la cara apoyada contra una mesa. Con un esfuerzo Gallegher se incorporó. No estaba atado, y se encontraba en un desván pobremente iluminado que parecía servir de despensa; estaba lleno de chatarra. Un fluorescente brillaba débil, mente en el techo. Había una puerta, pero el hombre del diente de oro se hallaba junto a ella. Al otro lado de la mesa estaba Max Cuff, sirviéndose cuidadosamente un vaso de whisky.
—Quiero un poco —dijo débilmente Gallegher
Cuff le miró.
—Ya se ha despertado, ¿eh? Siento que Blazer le pegara tan fuerte.
—Oh, bueno. De todos modos, me hubiera desmayado. Esas rondas alfabéticas son para tumbar a cualquiera.
—Aquí tiene —dijo Cuff, poniendo el vaso frente a Gallegher y llenando otro para sí mismo—. Es como funciona. Fue muy listo al pegarse a mí... era el único sitio donde los muchachos no le hubieran buscado.
—Soy bastante inteligente —dijo modestamente Gallegher El whisky le revivió, pero su mente continuó envuelta en brumas—. Sus... uh... socios, con lo cual quiero decir asquerosos matones, trataron de secuestrarme, ¿verdad?
—Uh-huh. Usted no estaba en casa. Su robot…
—Es una belleza.
—Sí. Mire, Blazer me ha hablado de la máquina que ha inventado. No me gustaría que Smith le pusiera las manos encima.
Smith... Fatty. Hm-m-m. El rompecabezas volvía a desmoronarse. Gallegher suspiró.
Si jugaba sin que le vieran las cartas...
—Smith aún no la ha visto.
—Ya lo sé —dijo Cuff—. Hemos intervenido el visor. Uno de nuestros espías le oyó decir a DI que tenía a un hombre trabajando en el asunto, ¿sabe? Sólo que no mencionó el nombre del tipo. Lo único que podíamos hacer era vigilar a Smith y controlar su visor hasta que se pusiera en contacto con usted. Después de eso... bueno, sorprendimos la conversación. Usted le dijo a Smith que tenía el aparato.
— ¿Y bien?
—Cortamos la comunicación a toda prisa y Blazer y los muchachos fueron a verle. Ya le he dicho que no quería que Smith cumpliera ese contrato.
—Usted no me había hablado de ningún contrato —dijo Gallegher.
—No se haga el tonto. Smith dijo a los de DI que pensaba exponerle todo el caso.
Quizá Smith lo hubiera hecho. Sólo que Gallegher estaba borracho en aquel entonces, y fue Gallegher Plus el que escuchó, reteniendo la información en su subconsciente.
— ¿Y qué?
Cuff eructó. Apartó repentinamente su vaso.
—Estoy bebido, maldita sea. No puedo pensar. Pero... no quiero que Smith obtenga la máquina. Su robot no nos dejará acercarnos a ella.
Usted se pondrá en contacto con él por medio del visor y le mandara a algún sitio, para que los muchachos puedan recoger su aparato. Diga que sí o que no. Si es no, volveré.
—No —dijo Gallegher—. Me mataría de todos modos, para evitar que le hiciera otra máquina a Smith.
Los párpados de Cuff se entrecerraron lentamente. Permaneció inmóvil, aparentemente dormido, durante un rato. Después miró a Gallegher y se levantó.
—En ese caso, nos veremos después. —Se pasó una mano por la frente; su voz era ronca—. Blazer, no le dejes escapar.
El hombre del diente de oro dio un paso al frente.
— ¿Se encuentra bien?
—Sí. No puedo pensar... —Cuff hizo una mueca—. Un baño turco. Eso es lo que necesito. —Se dirigió hacia la puerta, llevando a Blazer con él. Gallegher vio que los labios del concejal se movían. Leyó unas cuantas palabras.
—...bastante borracho... llama a ese robot... inténtalo...
Entonces Cuff salió. Blazer regresó, se sentó frente a Gallegher y empujó la botella hacia él.
—Será mejor que se lo tome con calma —sugirió—. Tome otro trago; lo necesita.
Gallegher pensó: «Unos tipos listos. Se imaginan que si me emborracho, haré lo que quieren. Bueno...»
Había otro ángulo. Cuando Gallegher se encontraba totalmente bajo la influencia del alcohol, el subconsciente le dominaba. Y Gallegher Plus era un genio científico... loco, pero eficaz.
Gallegher Plus podía ser capaz de encontrar una salida a todo aquello.
—Eso es —aprobó Blazer, viendo cómo desaparecía el licor—. Tome otro. Max es un buen sujeto Nunca le pondría la mano encima. Pero no soporta que la gente desbarate sus planes.
— ¿Qué planes?
—Como lo de Smith —explicó Blazer.
—Comprendo. —Gallegher sintió un hormigueo en las extremidades. Ya no tardaría en estar suficientemente saturado de alcohol para desatar su subconsciente. Siguió bebiendo.
Es posible que exagerara. Gallegher solía mezclar juiciosamente la bebida. Aquella vez, los factores de la ecuación sumaron un deprimente cero. Vio que la superficie de la mesa se acercaba lentamente a su nariz, notó un suave y casi agradable golpe, y empezó a roncar. Blazer se levantó y le sacudió.
—Una mercancía de primera calidad —dijo indistintamente Gallegher—. Un buen Pehlevi, con vino, vino, vino, vino. Vino tinto.
—Ahora quiere vino —dijo Blazer—. Este tipo es un secante humano. —Volvió a sacudir a Gallegher, pero sin resultados. Blazer gruñó, y se oyeron sus pisadas, cada vez más débiles.
Gallegher oyó que la puerta se cerraba. Intentó enderezarse, se deslizó de la silla y su cabeza golpeó contra una pata de la mesa.
Fue más efectivo que el agua fría. Tambaleándose, Gallegher se puso en pie. La habitación estaba vacía a excepción de él mismo y otros desechos. Se encaminó con excesivo cuidado hacia la puerta y trató de abrirla. Estaba cerrada con llave» Reforzada con acero, por si esto fuera poco.
—Magnífico —murmuró Gallegher—. Por una vez que necesito a mi subconsciente, continúa enterrado. ¿Cómo diablos puedo salir de aquí?
No había forma. La habitación no tenía ventanas, y la puerta era sólida. Gallegher se acerco a los montones de chatarra. Un sofá viejo. Una caja de desperdicios. Almohadas. Una alfombra enrollada. Chatarra.
Gallegher encontró un trozo de alambre, un poco de mica, una retorcida espiral de plástico, que en otros tiempos formara parte de una estatuilla móvil, y algunas otras trivialidades. Las ensambló. El resultado fue algo vagamente semejante a una pistola, aunque también guardaba cierto parecido con un batidor de huevos. Tenía un aspecto tan extraño como un garabato marciano.
Después de eso, Gallegher volvió a la silla y se sentó, tratando de serenarse por medio de un enorme esfuerzo de voluntad. No tuvo demasiado éxito. Cuando oyó un ruido de pisadas que volvían, su mente aún estaba confusa.
Se abrió la puerta. Blazer entró, con una rápida e inquieta mirada a Gallegher, que había escondido el aparato debajo de la mesa.
— ¿Otra vez usted? Pensaba que sería Max.
—El también vendrá —dijo Blazer—. ¿Cómo se encuentra?
—Aturdido. Me tomaría otro trago; ya he terminado esta botella. —Gallegher la había terminado. Acababa de vaciarla en una ratonera.
Blazer cerró la puerta con llave y se acercó al mismo tiempo que Gallegher se levantaba. El científico perdió el equilibrio, dio un inseguro paso hacia dejante, y Blazer titubeó. Gallegher sacó la absurda pistola y se la puso a la altura del ojo, mirando a Blazer a lo largo de la culata:
El matón iba a coger algo, o su pistola o su cachiporra. Pero el espectral artefacto que Gallegher apuntaba hacia él le inquietó. Su movimiento se interrumpió bruscamente. Se estaba preguntando qué amenaza se cernía sobre él. Al cabo de un segundo entraría en acción, de una forma u otra..., quizá continuando aquel movimiento interrumpido hacia su cinturón.
Gallegher no esperó. La mirada de Blazer estaba clavada en el artefacto. Con el desprecio más absoluto por las Reglas Queensbury, Gallegher dio una patada a su oponente por debajo del cinturón. Mientras Blazer se encogía, Gallegher aprovechó su ventaja tirándose de cabeza sobre el matón y haciéndole caer en una gran confusión octópoda de brazos y piernas. Blazer siguió tratando de coger su arma, pero aquel primer golpe le había puesto en desventaja.
Gallegher estaba todavía demasiado borracho para coordinar debidamente. Se las compuso lanzándose sobre su enemigo y golpeándole repetidamente en el plexo solar. Dichas tácticas resultaron ser efectivas. Al cabo de un rato, Gallegher pudo arrebatar la cachiporra de manos de Blazer y dejarla caer sobre la sien del matón.
Eso fue todo.
Con una mirada hacia el artefacto, Gallegher se levantó, preguntándose qué habría creído Blazer que era. Un proyector de rayos mortales, quizá. Gallegher esbozó una sonrisa irónica. Encontró, la llave de la puerta en el bolsillo de su inconsciente víctima, se deslizó fuera del desván y bajó silenciosamente las escaleras. Hasta el momento todo iba bien.
Un renombre por realizaciones científicas tenía sus ventajas. Por lo menos, había servido para distraer la atención de Blazer de lo evidente.
Y ahora, ¿qué?
La casa tenía tres pisos y era una estructura vacía cerca del Battery. Gallegher se escapó por una ventana. No se detuvo hasta estar en un aerotaxi, dirigiéndose hacia el norte a toda velocidad. Allí, respirando profundamente, abrió el filtro de aire y dejó que la fresca brisa nocturna refrescara sus sudorosas mejillas. La luna llena brillaba en el negro cielo de otoño. Debajo, a través del panel transparente del avión, vio las relucientes cintas de las calles, con brillantes diagonales que marcaban las avenidas de niveles superiores.
Smith. Fatty Smith. Relacionado de alguna forma con DI...
Pagó al piloto y descendió en el apeadero de un tejado del distrito de White Way. Allí había varias cabinas televisivas, y Gallegher llamó a su laboratorio. El robot contestó.
—Narciso...
—Joe —corrigió el robot—. Ya ha estado bebiendo de nuevo. ¿Por qué no pierde esa fea costumbre?
—Cállate y escucha. ¿Alguna novedad?
—No demasiadas.
—Esos matones; ¿volvieron?
—No —dijo Narciso—, pero vinieron algunos agentes para arrestarle. ¿Se acuerda de aquella citación que le entregaron para hoy? Tendría que haber comparecido ante el tribunal a las 5 de la tarde.
La citación. Oh, sí. Dell Hopper... mil créditos,
— ¿Están ahí ahora?
—No. Les dije que había puesto los pies en polvorosa.
— ¿Por qué? —preguntó Gallegher.
—Para que no se quedaran rondando por aquí. Ahora puede venir a casa en cuanto quiera... si toma las precauciones razonables.
— ¿Como cuáles?
—Este es su problema —dijo Narciso—. Póngase una barba postiza. Yo ya he hecho mi parte.
Gallegher repuso:
—De acuerdo; haz grandes cantidades de café muy cargado. ¿Alguna llamada?
—Una de Washington. Un comandante de la unidad policíaca espacial. No dijo su nombre.
— ¡Policía espacial! ¿Es que también van tras de mí? ¿Qué quería?
—A usted —dijo el robot—. Adiós. Ha interrumpido una preciosa canción que estaba cantándome a mí mismo.
—Haz el café —ordenó Gallegher en el mismo momento que la imagen se desvanecía. Salió de la cabina y permaneció inmóvil unos minutos, reflexionando, mientras contemplaba inexpresivamente las torres de Manhattan que le rodeaban, con sus diseños irregulares de ventanas iluminadas cuadradas, ovaladas, circulares, en forma de media luna o estrelladas.
Una llamada de Washington.
La citación de Hopper.
Max Cuff y sus matones.
Fatty Smith.
Smith era la mejor baza. Conectó nuevamente el visor, para llamar a DI.
—Lo siento, acabamos de cerrar.
—Es importante —insistió Gallegher—-. Necesito una información. Tengo que ponerme en contacto con un hombre...
—Lo siento.
—S-m-i-t-h —deletreó Gallegher—. Sólo tiene que buscarlo en el archivo o algo así. ¿O prefiere que me corte el cuello delante de usted? —Rebuscó en su bolsillo.
—Si quiere llamar mañana...
—Entonces será demasiado tarde. ¿Es que no puede mirármelo? Por favor, se lo ruego.
—Lo siento.
—Soy accionista de DI —gruñó Gallegher—. ¡Se lo advierto, jovencita!
—Un... ¡Oh! Bueno, va contra las normas, pero... ¿S-m-i-t-h? Un momento. ¿Cuál es el nombre de pila?
—No lo sé. Déme todos los Smith.
La muchacha desapareció y regresó con un fichero que llevaba las letras SMI.
—Dios mío —exclamó, hojeando las tarjetas—. Debe de haber cientos de Smith.
Gallegher gimió.
—Quiero uno gordo —dijo bruscamente—. Aunque me imagino que no hay forma de saber tal cosa.
Los labios de la secretaria se fruncieron.
—Oh, un bromista. Ya comprendo. ¡Buenas noches! —Cortó la comunicación.
Gallegher se quedo mirando la pantalla. Varios cientos de Smith. No tan bien. De hecho, rematadamente mal.
Un momento. Había comprado acciones de DI cuando estaban en baja. ¿Por qué? Debía esperar que subieran. Pero las acciones habían continuado bajando, según le dijera Arnie.
Allí tenía que haber una pista.
Encontró a Arnie en su casa y le habló con insistencia.
—Anula la cita. Esto no te ocupará demasiado. Sólo tienes que averiguarme por qué las acciones de DI están en baja. Llámame al laboratorio para decírmelo. De lo contrario, te retorceré el pescuezo. ¡Y date prisa! Consígueme esos datos, ¿entendido?
Arnie dijo que lo haría. Gallegher se tomó un café negro en un bar cercano, fue a su casa en taxi y se introdujo en su hogar. Cerró la puerta con doble vuelta de llave. Narciso estaba bailando delante del gran espejo del laboratorio.
— ¿Alguna llamada? —preguntó Gallegher.
—No. No ha sucedido nada. Mire qué paso tan gracioso.
—Más tarde. Si alguien intenta entrar, llámame. Me esconderé hasta que logres desacerté de él. —Gallegher cerró los ojos—. ¿Está hecho el café?
—Negro y cargado. En la cocina.
Sin embargo, el científico se dirigió al cuarto de baño, se desnudó, se duchó con agua fría y tomó una breve irradiación. Sintiéndose menos aturdido, volvió al laboratorio con una gigantesca taza llena de café humeante. Se encaramó en Burbujas y engulló el líquido.
—Parece El pensador de Rodin —comentó Narciso—. Le traeré una bata. Su desgarbado cuerpo ofende mis sentimientos estéticos.
Gallegher no le oyó. Se puso la bata, ya que su piel sudorosa estaba desagradablemente fresca, pero continuó bebiendo el café con la vista perdida en el espacio...
—Narciso. Quiero más.
Ecuación: a (o) b (o) c es igual a x. Había estado tratando de encontrar al valor de a, b o c. Quizá éste fuera el sistema equivocado. No había conseguido localizar a J. W.; Smith seguía siendo un fantasma; y Dell Hopper (mil créditos) no le había sido de ninguna ayuda.
Quizá fuera mejor encontrar el valor de x. Aquella maldita máquina debía tener algún propósito. Ya estaba comprobado que comía tierra. Pero la materia no puede ser destruida; únicamente puede ser transformada.
La tierra entraba en la máquina; no salía nada
Nada visible.
¿Energía libre?
Era invisible, pero podía ser detectada por medio de instrumentos.
Un voltímetro, un amperímetro...
Gallegher puso brevemente la máquina en marcha. Cantaba peligrosamente alto, pero nadie llamó al timbre de la puerta, y al cabo de uno o dos minutos Gallegher la desconectó. No había averiguado nada.
Le llamó Arnie. El agente de bolsa había conseguido la información que Gallegher quería.
—No ha sido fácil. He tenido que tirar de algunos hilos, pero he averiguado por qué las acciones de DI están en baja.
— ¡Gracias al cielo! Desembucha.
—Como ya sabes, DI es una especie de intermediario, ellos encargan los trabajos. Este... es un gran edificio de oficinas que debe construirse en el centro de Manhattan. Sólo que el contratista aún no ha podido empezar. Hay mucha pasta en el asunto, y se ha desencadenado una campaña de murmuraciones que ha afectado a las acciones de DI.
—Sigue.
Arnie prosiguió:
—He conseguido toda la información. Había dos firmas que querían obtener el trabajo.
— ¿Cuáles?
—Ajax, y alguien llamado...
— ¿No será Smith, por casualidad?
—Eso es —dijo Arnie—. Thaddeus Smith. Se deletrea S-m-e-i-t-h.
Hubo una larga pausa.
—S-m-e-i-t-h —repitió al fin Gallegher—. Esta es la razón de que la muchacha de DI no pudiera... ¿eh? Oh, nada. Tendría que habérmelo imaginado. —Naturalmente. Al preguntar a Cuff si Fatty deletreaba su nombre con una e o una i, el concejal había contestado que con ambas. Smeith. ¡Ja!.
—Smeith obtuvo el contrato —continuó Arnie—. Hizo un presupuesto más barato que Ajax. Sin embargo, Ajax tiene influencia política. Lograron que un concejal presionara y aplicara un viejo estatuto para atar de pies y manos a Smeith. No puede hacer nada.
— ¿Por qué no?
—Porque —dijo Arnie— la ley no le permite bloquear el tráfico de Manhattan. Es una cuestión de derechos aéreos. El cliente de Smeith —o mejor dicho, el cliente de DI— compró la propiedad recientemente, pero los derechos aéreos sobre ella fueron alquilados a Transworld Strato por un período de noventa y nueve años. Las estratonaves tienen su hangar justo al otro lado de la propiedad, y ya sabes que no son giroscópicas. Necesitan un trozo de pista recta para elevarse. Bueno, su derecho de paso está justo encima de la propiedad. Su alquiler es válido. Durante noventa y nueve años tienen el derecho de usar el aire que hay encima de ese terreno, hasta unos mil quinientos metros sobre el nivel del suelo.
Gallegher entrecerró los ojos pensativamente.
—Entonces, ¿cómo esperaba Smeith levantar un edificio en ese lugar?
—El nuevo propietario es dueño del terreno desde mil quinientos metros por encima del suelo hasta el centro de la Tierra. ¿Qué te parece? Un gran edificio de ochenta pisos, en su mayor parte subterráneo. Ya se ha hecho otras veces, pero nunca con una influencia política en contra. Si Smeith no puede cumplir el contrato, el trabajo pasa a Ajax..., y Ajax está en inmejorables relaciones con ese concejal.
—Sí. Max Cuff —dijo Gallegher—-. Ya conozco a ese sujeto. Pero... ¿qué es ese estatuto que has mencionado antes?
—Uno muy viejo, bastante anticuado, pero que sigue en los libros. Es legal; lo he comprobado. No se puede interferir en el tráfico de la ciudad ni obstaculizar el sistema de despegue de los transportes.
— ¿Y bien?
—Si haces un agujero para un edificio de ochenta plantas —dijo Arnie—, extraes gran cantidad de tierra y roca. ¿Cómo vas a llevártela sin obstaculizar el tráfico? No me he entretenido en calcular cuántas toneladas tendrían que ser extraídas.
—Comprendo —dijo Gallegher en voz baja.
—Así que ya lo tienes, en bandeja de plata. Smeith obtuvo el contrato. Ahora está en un callejón sin salida. No puede deshacerse de la tierra que excave, y Ajax no tardará en hacerse cargo de todo y conseguir un permiso para retirar el material.
— ¿Cómo... si Smeith no puede?
— ¿Recuerdas al concejal? Bueno, hace algunas semanas las calles del centro fueron cortadas, por obras. Se desvió el tráfico..., justo por encima de ese edificio. No puede pasar por otro lado, y hay tal aglomeración que sólo faltarían los camiones de tierra para empeorar la situación. Claro que es algo temporal —Arnie soltó una carcajada—, hasta que Smeith se vea forzado a renunciar. Entonces el tráfico volverá a ser desviado, y Ajax obtendrá el permiso.
—Oh. —Gallegher miró hacia la máquina por encima del hombro—. Quizá exista el medio de...
Se oyó el timbre de la puerta. Narciso le interrogó con un gesto. Gallegher dijo:
—Hazme otro favor, Arnie. Quiero que Smeith venga a mi laboratorio, lo antes posible.
—Muy bien, llámale.
—Tiene el visor intervenido. ¿No puedes pasar a buscarle y traérmelo en seguida?
Arnie suspiró.
—No hay duda de que me gano con creces mis comisiones. Pero de acuerdo.
Desapareció. Gallegher oyó de nuevo el timbre, frunció el ceño e hizo un signo afirmativo al robot.
—Ve a ver quién es. Dudo que Cuff intente alguna cosa, pero... bueno, averígualo. Yo estaré en este armario.
Permaneció inmóvil en la oscuridad, aguardando, aguzando el oído y reflexionando. Smeith... había resuelto el problema de Smeith. La máquina comía tierra. Era el único medio efectivo de deshacerse de tierra sin correr el riesgo de una explosión de oxígeno.
Ochocientos créditos, a cuenta, por un aparato o un método que eliminara bastante tierra —sin ningún peligro— para hacer el agujero de un edificio de oficinas subterráneo, una estructura que debía ser principalmente subterránea a causa de los derechos aéreos previamente alquilados.
Muy bien.
Sólo que... ¿adonde iba aquella tierra?
Narciso regresó y abrió la puerta del armario.
—Es el comandante John Wall. Llamó anoche desde Washington. Se lo dije, ¿lo recuerda?
— ¿John Wall?
— ¡J. W., mil quinientos créditos! ¡El tercer cliente!
—Déjale entrar —ordenó Gallegher sin aliento—. ¡De prisa! ¿Está solo?
—Sí.
— ¡Pues que pase!
Narciso se alejó silenciosamente y volvió con una voluminosa figura de cabello gris y uniforme de la policía espacial. Wall sonrió brevemente a Gallegher, y después sus penetrantes ojos se clavaron en la máquina que había junto a la ventana.
— ¿Es eso?
Gallegher dijo:
—Hola, comandante. Yo... estoy seguro de que es eso. Pero antes querría discutir ciertos detalles con usted.
Wall frunció el ceño.
— ¿Dinero? No se puede abusar del Gobierno. Es posible que le haya juzgado mal. Cincuenta mil créditos deberían bastarle. —Su rostro se serenó— Ya le he entregado mil quinientos; estoy dispuesto a extenderle un cheque en cuanto me haya hecho una demostración satisfactoria.
—Cincuenta mil... —Gallagher respiró hondo—. No, claro que no es eso. Simplemente quiero asegurarme de que he cumplido con todos los términos de nuestro acuerdo. Quiero asegurarme de que no he olvidado ningún dato. — ¡Si lograra averiguar lo que Wall le había encargado! Si también él quisiera una máquina que comiera tierra...
Era una posibilidad muy improbable, una coincidencia imposible, pero Gallegher tenía que averiguarlo. Señaló un sillón al comandante.
—Pero si ya hablamos a fondo del problema...
—Nada perdemos con asegurarnos —dijo suavemente Gallegher—. Narciso, trae un refresco para el comandante.
—No, gracias.
— ¿Café?
—Se lo agradecería. Bueno, pues, como ya le dije hace unas semanas, necesitarnos un control para naves espaciales, un control manual que reúna ciertas condiciones de elasticidad y resistencia a la tensión.
«Oh-oh», pensó Gallegher
Wall se inclino hacia delante, con los ojos brillantes. Prosiguió:
—Una nave espacial es necesariamente grande y complicada. Se requieren algunos controles manuales. Pero no pueden moverse en línea recta; la construcción necesita que tales controles den la vuelta a las esquinas, sigan un camino irregular y excéntrico de aquí a aquí.
—Bueno...
—Por ejemplo —dijo Wall—, supongamos que usted quiere abrir el grifo del agua de una casa a dos manzanas de distancia. Y quiere hacerlo mientras está aquí, en su laboratorio. ¿Cómo?
—Cuerda. Alambre. Cordel.
—Eso podría doblar las esquinas, mientras que... digamos... una vara rígida no podría. Sin embargo, señor Gallegher, déjeme repetirle lo que le dije hace dos semanas. Ese grifo es muy difícil de abrir. Y debe abrirse a menudo, cientos de veces, al día cuando una nave está en el espacio libre. Nuestros cables de alambre más resistente no han dado el resultado apetecido. La tensión y la fuerza los rompen. Cuando un cable está torcido, y cuando también está recto..., ¿no lo comprende?
Gallegher asintió.
—Naturalmente. Un cable puede llegar a romperse cuando se dobla una y otra vez.
—Este es el problema que le pedí resolver. Usted dijo que podía hacerlo. Ahora bien... ¿lo ha hecho? Y ¿cómo?
Un control manual que pudiera doblar esquinas y resistir una tensión repetida. Gallegher lanzó una mirada a la máquina. El nitrógeno... una idea empezaba a insinuarse en su mente, pero no podía darle forma.
Sonó el timbre. «Smeith», pensó Gallegher, e hizo un gesto a Narciso para que fuera a abrir. El robot desapareció.
Regresó con cuatro hombres pisándole los talones. Dos de ellos vestían el uniforme de la policía. Los otros eran, respectivamente, Smeith y Dell Hopper.
Hopper sonreía triunfalmente.
—Hola, Gallegher —dijo—. Hemos estado esperándole. No fuimos lo bastante rápidos cuando este hombre —señaló al comandante Wall con la cabeza— entró, pero esperamos una segunda oportunidad.
Smeith, cuya rechoncha cara expresaba la más completa estupefacción, dijo:
—Señor Gallegher, ¿qué significa esto? Toco el timbre, y estos hombres me rodean...
—No se preocupe —repuso Gallegher—. Por lo menos, ha salido victorioso. Mire por esa ventana.
Smeith obedeció. Volvió a meter la cabeza, con el rostro transfigurado.
—Ese agujero.
—Exacto. Yo tampoco he tenido que retirar la tierra en camiones. Ahora le haré una demostración.
—Se la hará en la cárcel —dijo agriamente Hopper—. Se lo advertí, Gallegher, no soy hombre con quien se pueda jugar. Le di mil créditos para que me hiciera un encargo, y ni me ha hecho el encargo ni me ha devuelto el dinero.
El comandante Wall observaba la escena, con la taza de café, olvidada, balanceándose peligrosamente en una mano. Uno de los agentes dio un paso adelante y cogió a Gallegher por el brazo.
—Espere un momento —empezó Wall, pero Smeith se le adelantó.
—Creo que debo algunos créditos al señor Gallegher —dijo, sacando su cartera—. No llevo mucho más de mil, pero supongo que no le importará aceptar un cheque por el resto. Si este... caballero... quiere efectivo, aquí tengo mil.
Gallegher tragó saliva.
Smeith le hizo una inclinación de cabeza para darle ánimos.
—Ha cumplido el encargo que yo le hice. Puedo empezar la construcción —y las excavaciones— mañana mismo. Además, no tendré que preocuparme de conseguir un permiso de transporte.
Hopper enseñó los dientes.
— ¡Al diablo el dinero! ¡Voy a darle una lección! Mi tiempo es oro, y este hombre ha desbaratado todo mi programa. Opciones, exploradores... había supuesto que podría hacer aquello por lo cual le había pagado, y ahora se cree que podrá escabullirse. Pues bien, señor Gallegher, no puede. No ha hecho ningún caso de la citación que le fue entregada para hoy, y eso le hace merecedor de ciertas sanciones..., de las que no logrará escapar ¡Maldita sea!
Smeith miró en torno suyo.
—Pero... yo saldré fiador del señor Galiegher. Le rembolsaré...
— ¡No! —exclamó Hopper.
—El hombre dice que no —murmuró Gallegher—. Lo que quiere es mi cabeza. ¡Vaya un tipo malintencionado!
— ¡Borracho! ¡Idiota! —rugió Hopper—. Métanlo en la cárcel, agentes. ¡Ahora!
—No se preocupe, señor Gallegher —animó Smeith—. Le sacaré en seguida. Yo también tengo alguna que otra influencia.
Gallegher bajó la cabeza. Respiró entrecortadamente, de forma asmática, mientras clavaba los ojos en Smeith, que retrocedió.
—Influencias —susurró Gallegher—. Y una pantalla estereoscópica que pueda verse desde todos los ángulos. Usted ha hablado de... ¡influencias!
—Llévenselo —ordenó bruscamente Hopper.
Gallegher intentó desasirse de los guardias que le agarraban.
— ¡Esperen un minuto! ¡Un minuto! Ya he encontrado la solución. Tiene que serlo. Hopper, he hecho lo que usted quería... y usted, también, comandante. Suéltenme.
Hopper se rió despectivamente y señaló con el pulgar hacia la puerta. Narciso dio un paso adelante.
— ¿Quiere que les rompa la cabeza, jefe? —inquirió amablemente—. Me gusta la sangre; es un color primario.
El comandante Wall dejó su taza de café y se levantó, con voz alterada y metálica.
—Muy bien, agente. Suelten al señor Gallegher.
—No hagan tal cosa —insistió Hopper—. Además, ¿puede saberse quién es usted? ¡Un comandante espacial!
Las curtidas mejillas de Wall enrojecieron. Sacó una placa de una pequeña bolsa de cuero.
—Soy el comandante Wall —dijo—. De la Comisión Administrativa Espacial. Usted —señaló a Narciso—. le nombro agente gubernamental, pro tempore. Si estos oficiales no sueltan al señor Gpllegher dentro de cinco segundos, le autorizo a romperles la cabeza.
Pero eso era innecesario. La Comisión Espacial era grande. Tenía el respaldo del Gobierno, y los agentes locales eran, en comparación, minúsculas patatas. Los agentes se apresuraron a soltar a Gallegher y trataron de dar la impresión de que no lo habían tocado.
Hopper parecía a punto de explotar.
— ¿Con qué derecho interfiere en los asuntos de la justicia, comandante? —preguntó.
—Con el derecho de prioridad. El Gobierno necesita un aparato que el señor Gallegher ha inventado para nosotros. Por lo menos, se merece un juicio.
— ¡No es verdad!
Wall contempló fríamente a Hopper.
—Me parece haberle oído decir, hace sólo unos momentos, que también ha cumplido su encargo.
— ¿Con qué? —El hombre señaló la máquina—. ¿Acaso eso tiene aspecto de pantalla estereoscópica?
Gallegher dijo:
—Tráeme una lámpara ultravioleta, Narciso. Fluorescente. —Se acercó a la máquina, rogando para que su suposición fuera correcta. Pero tenía que serlo. No había ninguna otra respuesta posible. Si se extrae nitrógeno de tierra o roca, si se extrae todo el contenido gaseoso, se obtiene materia inerte.
Gallegher tocó el interruptor. La máquina empezó a cantar St. James Infirmary. El comandante Wall pareció sorprendido y ligeramente menos amable. Hopper soltó una carcajada. Smeith corrió a la ventana y contempló con embeleso los largos tentáculos que comían tierra, girando a toda velocidad en el hoyo que había debajo, iluminado por la luna.
—La lámpara, Narciso.
Ya estaba enchufada a un prolongador. Gallegher la movió lentamente alrededor de la máquina. Llegó a la rueda dentada que había en uno de los extremos, el más alejado de la ventana.
Algo brilló.
Unos rayos azules... que salieron de la pequeña válvula encerrada en el cilindro de metal, giraron en torno a la rueda dentada y se enrollaron en espiral sobre el suelo del laboratorio. Gallegher tocó el interruptor; cuando la máquina se paró, la válvula se cerró con un chasquido, cortando el suministro de aquella cosa azul que salía del cilindro. Gallegher cogió el serpentín. Al apartar la luz, se desvaneció. Al acercar la lámpara, reapareció.
—Aquí lo tiene, comandante —dijo—. Haga la prueba.
Wall miró las cosas fluorescentes con interés.
— ¿Resistencia a la tensión?
—Mucha —dijo Gallegher—. Por fuerza. Contenido mineral inorgánico de tierra sólida, apretado y comprimido hasta formar un cable. Claro que es resistente a la tensión, aunque no resistiría una tonelada de peso.
Wall asintió.
—Claro que no. Pasará a través del acero como el hilo a través de mantequilla. Estupendo, señor Gallegher. Tendremos que hacer algunas pruebas...
—Adelante. Las resistirá. Puede tender este cable alrededor de las esquinas que quiera, desde un extremo de una nave espacial hasta el otro, y nunca se romperá por la tensión. Es demasiado fino. No puede estirarse irregularmente, porque es demasiado fino. Un cable de alambre no hubiera servido. Usted necesitaba un tipo de flexibilidad que no anulara la resistencia a la tensión. Sólo podía conseguirse con un alambre fino y duro.
El comandante esbozó una sonrisa. Aquello ya era suficiente.
—Haremos las pruebas de rutina —dijo—. Sin embargo, si necesita algo de dinero, le adelantaré lo que quiera, dentro de unos límites razonables..., digamos hasta diez mil.
Hopper les interrumpió:
—Yo no le encargué ningún alambre, Gallegher, así que no ha realizado mi encargo.
Gallegher no contestó. Estaba ajustando la lámpara. El alambre pasó de despedir rayos fluorescentes azules a rayos amarillos, y después rojos.
—Esta es su pantalla, lumbrera —dijo Gallegher—. ¿Ve qué colores tan bonitos?
— ¡Naturalmente que los veo! No estoy ciego. Pero...
—Distintos colores, según la cantidad de angstroms que use. Mire: rojo, azul, otra vez rojo, amarillo. Y cuando desconecto la lámpara...
El alambre que Wall seguía aguantando pasó a ser invisible.
Hopper cerró de golpe la boca. Se inclinó hacia delante, con la cabeza ligeramente ladeada.
Gallegher dijo:
—El alambre tiene el mismo índice de refracción que el aire. Lo hice de esta forma, a propósito. —Tuvo la gentileza de sonrojarse un poco. Oh, bueno..., más tarde podría invitar a Gallegher Plus a tomar una copa.
— ¿A propósito?
—Usted quería una pantalla estereoscópica que pudiera verse desde cualquier ángulo sin distorsión óptica. Y en color..., eso no hace falta decirlo, en estos tiempos. Pues aquí la tiene.
Hopper respiraba con dificultad.
Gallegher estaba resplandeciente.
—Sólo tiene que procurarse una caja cualquiera y hacer una trama con este alambre en cada uno de los lados. Haga una pantalla de malla. Hágala en los cuatro lados. Ponga bastante alambre en el interior de la caja. De este modo tendrá un cubo invisible, hecho de alambre. Muy bien. Utilice rayos ultravioleta para proyectar la película o el programa de televisión, y obtendrá un contorno fluorescente, según la fuerza de los angstroms. En otras palabras, una imagen. Una imagen en color. Una imagen tridimensional, porque está proyectada en un cubo invisible. Y, además, una imagen que puede verse desde cualquier ángulo sin distorsión, porque hace algo más que dar una ilusión óptica de visión estereoscópica..., es realmente una imagen tridimensional. ¿Lo ha captado?
Hopper repuso débilmente:
—Sí. Lo comprendo. Usted... ¿por qué no me lo dijo antes?
Gallegher se apresuró a cambiar de tema.
—Querría solicitar la protección de la policía, comandante Wall. Un malhechor llamado Max Cuff ha estado tratando de adueñarse de esta máquina. Sus matones me han secuestrado esta misma tarde, y...
—Interfiriendo en los asuntos del Gobierno, ¿eh? —dijo seriamente Wall—. Conozco a esa clase de políticos. Max Cuff no volverá a molestarle. ¿Me permite usar el visor?
Smeith rebosaba de alegría ante la perspectiva de ver a Cuff severamente castigado. Gallegher sorprendió su expresión. Era una expresión jovial y satisfecha y, de algún modo, recordó a Gallegher la conveniencia de invitar a sus huéspedes a tomar una copa. Incluso el comandante aceptó esta vez, volviéndose para coger el vaso que Narciso le tendía una vez terminada su llamada televisiva.
—Su laboratorio estará custodiado —dijo a Gallegher—. Ya no tiene nada que temer.
Bebió, se puso en pie y estrechó la mano de Gallegher.
—Tengo que redactar mi informe. Buena suerte, y muchas gracias. Mañana le llamaremos.
Se fue, detrás de los dos oficiales. Hopper, engullendo su cóctel, dijo:
—Tendría que disculparme, pero esto ya es agua pasada, ¿verdad, amigo?
—Sí —repuso Gallegher—. Me debe cierta suma de dinero.
—Trench le enviará el cheque por correo. Y... uh... y... —Su voz se desvaneció.
— ¿Ocurre algo?
—Ña-nada —dijo Hopper, dejando su vaso y poniéndose de color verde—. Un poco de aire fresco... ¡Urp!
La puerta se cerró con fuerza tras él. Gallegher y Smeith se miraron con curiosidad.
— ¡Qué raro! —comentó Smeith.
—Una visita de los cielos, quizá —supuso Gallegher—. Las pruebas de los dioses...
—Veo que Hopper se ha ido —dijo Narciso, apareciendo con un nuevo cargamento de bebidas.
—Sí. ¿Por qué?
—Ya me lo imaginaba. Le di un Mickey Finn —explicó el robot—. No me miró ni una sola vez. No soy exactamente vanidoso, pero un hombre tan insensible a la belleza se merece una lección. Ahora no me molesten. Me voy a la cocina a practicar un baile, así que pueden servirse el licor del órgano. Pueden venir a verme, si lo desean.
Narciso salió del laboratorio dando vueltas, con sus entrañas funcionando a toda velocidad. Gallegher suspiró.
—Así van las cosas —dijo.
— ¿Qué?
—Oh, no lo sé. Todo. Por ejemplo, recibo encargos para hacer tres cosas completamente distintas, me emborracho y hago un artefacto que resuelve los tres problemas. Mi subconsciente hace las cosas con gran facilidad. Desgraciadamente, yo tropiezo con más dificultades... una vez estoy sobrio.
— ¿Entonces por qué lo está? —preguntó Smeith con acento persuasivo—. ¿Cómo funciona ese órgano de licor?
Gallegher se lo enseñó.
—Me siento deprimido —confió—. Lo que yo necesito es dormir una semana, o bien...
— ¿Qué?
—Un trago. Eso es. Verá... aún hay algo que me preocupa.
— ¿Qué?
—La razón de que esa máquina cante St. James Infirmary cuando está en funcionamiento.
—Es una bonita canción —dijo Smeith.
—Desde luego, pero mi subconsciente trabaja con lógica. Una lógica absurda, lo admito. No obstante...
—A su salud —dijo Smeith.
Gallegher se relajó. Empezaba a sentirse nuevamente él mismo. Una agradable sensación de calor y optimismo. Tenía dinero en el banco. La policía había dejado de perseguirle. Max Cuff estaba, sin lugar a dudas, sufriendo por todos sus pecados. Y unos fuertes ruidos sordos le anunciaban que Narciso estaba bailando en la cocina.
Era más de medianoche cuando Gallegher se atragantó con un sorbo y dijo:
— ¡Ahora me acuerdo!
—Swmpmf —dijo Smeith, sorprendido—. ¿Qué pasa?
—Tengo ganas de cantar.
— ¿Y qué?
—Bueno, tengo ganas de cantar St. James Infirmary.
—Ya puede empezar —invitó Smeith.
—Pero no solo —protestó Gallegher—. Siempre tengo ganas de cantar eso cuando estoy bebido, pero suena mejor a dúo. La cuestión es que estaba solo cuando hacía esa máquina.
— ¿Ah?
—Debí grabarlo en una cinta magnetofónica —dijo Gallegher, perdido en vastas reflexiones sobre los absurdos recursos y curiosas derivaciones de Gallegher Plus. ¡Cáspita! ¡Una máquina que realiza cuatro operaciones a la vez! Come tierra, fabrica un control manual para naves espaciales, hace una pantalla de proyección estereoscópica y canta a dúo conmigo. ¡Qué extraño parece!
Smeith repuso:
—Es usted un genio.
—Eso, desde luego. Hm-m-m. —Gallegher se puso en pie, puso la máquina en marcha y fue a sentarse encima de Burbujas. Smeith, fascinado por el espectáculo, fue a apoyarse en el alféizar de la ventana y observó cómo los tentáculos comían tierra. Un alambre invisible surgía de la rueda dentada. La tranquilidad de la noche se vio interrumpida por los sonidos más o menos melodiosos de St. James Infirmary.
Por encima de la lúgubre voz de la máquina se alzó una más profunda, exhortando apasionadamente a alguien desconocido a buscar sin descanso por todo el mundo.
Pero nunca encontrarás
a un hombre como yo.
Gallegher Plus también cantaba.
FIN