¡AY DE AQUEL QUE TIENE OJOS Y NO VE!
Publicado en
agosto 04, 2013
Cuánto tiempo hace que miraron, pero miraron de verdad las maravillas que nos rodean?
Condensado de un sermón del reverendo Weston Stevens.
LA TRAGEDIA de nuestro tiempo es que, en un mundo tan lleno de maravillas, parece que hayamos perdido el sentido de lo maravilloso. Sumergidos en un mar de inventos e informaciones, exclamamos "¡Vaya!" en vez de gritar, "¡Qué maravilla!" ¿Qué nos impide expresar el profundo asombro del salmista bíblico que dijo: "Cuando miro tus cielos, obra de tus dedos, la Luna y las estrellas que Tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, que te acuerdas de él?"
En A Death in the Family, el escritor James Agee sugería una manera de afinar nuestro sentido de lo maravilloso, de agudizar nuestra percepción del mundo que nos rodea. "Mis padres extienden mantas en el césped, inculto y húmedo, de nuestro patio", dice. "Todos nos echamos allí. Se habla sosegadamente de cosas intrascendentes. Y las estrellas, enormes, titilantes, casi al alcance de la mano, semejan otras tantas sonrisas llenas de dulzura".
Todos podemos asomarnos así, en la noche, y echados en el césped, de cara al cielo, viendo girar las estrellas, podemos pasmarnos ante su número infinito —o ante su distancia—, pensar que, en el hemisferio norte, la que vemos más cerca está a 80 billones de kilómetros. Y preguntarnos cómo es posible que un Dios, cuya majestad visible se mide en miles de millones de años luz, se digne ocuparse de nosotros, simples átomos, con tan tierna solicitud. Podemos maravillarnos ante la audacia del hombre, que se ha atrevido a salir de la atmósfera cálida que envuelve nuestro planeta como una madre amorosa, para aventurarse en los oscuros y helados ámbitos del espacio exterior.
O bien, en vez de echarnos cara al cielo, vayamos un día al campo y, boca abajo sobre la hierba, en vez del macrocosmos, observemos el maravilloso mundo del microcosmos. Quizá veamos una lombriz, o veamos una brizna de hierba: pero verla. Pensemos en lo mucho que le debemos: la hierba utiliza la energía de la luz solar para mezclar el agua de la tierra con el bióxido de carbono de la atmósfera, contribuyendo así a la producción del aire que respiramos. La clorofila que contiene da al mundo su verdor. Aquí está el reino de los cielos.
Y podremos contarnos entre los más afortunados si hallamos una gota de rocío en esa hierba. Pongámonos a pensar cómo llegó desde el cielo esa gota de rocío, para formarse en la hierba. Pensemos que, sometida al calor del sol, las moléculas de humedad que la forman empiezan a moverse, inquietas, hasta que la gota de rocío, convertida en vapor, regresa a la atmósfera, donde asciende quizá a mucha mayor altura que un avión. El agua de esa gota de rocío, tan fresca, a la que la luz del sol arranca destellos, es tan vieja que data de cuando se enfrió la Tierra. Ayudó a horadar continentes y a formar los océanos, origen de la vida. ¡Cuán numerosas son tus obras, Señor! Todas las hiciste con sabiduría. Perdónanos por venerar lo que no es digno de veneración.
Pero ni el distante firmamento ni la hierba que pisamos, pueden compararse a la maravilla que es el hombre. Hace dos millones de años, o quizá más, una sola criatura entre todas fue elegida para ser protagonista de los cambios más extraordinarios. Con la mano más desarrollada, pues estaba dotada de un pulgar oponible, elaboró herramientas e instrumentos. Perdió muchos de sus instintos, lo que la obligó a pensar; perdió la costumbre de aparearse, y entonces tuvo que refinar sus afectos para mantener unida a su familia. Empezó a comprender el tiempo y el espacio, el bien y el mal. Y empezó a inventar símbolos sonoros, a fin de compartir sus meditaciones filosóficas por medio del lenguaje. Así, esa criatura semejante a una amiba llegó a dar un Einstein, un Edison, un Anatole France. Construyó partenones y capillas sixtinas. A veces escribió una "Sinfonía coral", y también hubo veces en que dio su vida por causas más grandes que él mismo. Y lo más maravilloso del hombre es que apenas empieza.
Y cuando nos ponemos a pensar en ello, ¿qué es ese maravillarnos, sino un acto de adoración? Venerar algo equivale a reconocer su valor. Y maravillarse por algo, contemplarlo boquiabiertos, con ojos incrédulos, poseídos de temerosa sorpresa, equivale a lo mismo. Equivale a ir más allá de la apariencia de las cosas, a elevarnos por encima de lo prosaico de nuestra anodina existencia. Cuando nos maravillamos, cuando vemos algo con veneración, penetramos en la esencia divina. Contemplemos pues los cielos y la tierra, miremos a nuestros semejantes, para maravillarnos ante el espectáculo del Reino en que vivimos.