VIAJE A UNA CIUDAD PERDIDA
Publicado en
agosto 04, 2013
El viaje por tierra a través del desierto era una locura, pero el atractivo de aquellas ruinas legendarias resultaba irresistible.
Por Wilbur Smith (Novelista nacido en Rodesia, vive en Sudáfrica y desde 1964 ha escrito 10 éxitos de librería. Uno de ellos, The Sunbird ("El pájaro del Sol"), publicado en 1972, es el relato de una civilización perdida).
TODAVÍA no sé por qué fuimos. Quizá por un sentimiento de propiedad; después de todo, había escrito una novela sobre la legendaria ciudad perdida de los Kalahari. Y, desde mi niñez en el Africa central, he vivido fascinado por las ruinas que salpican las regiones auríferas de Botswana, Rodesia y Mozambique.
Tal vez fue la emoción de lanzarnos a lo desconocido, la atracción de descubrir algo nuevo. Pero supongo que la verdadera razón de nuestra ida se debió a que mi esposa, Danielle, y yo somos tan parte de Africa como aquellos antiguos muros de piedra.
Nuestra aventura comenzó cuando un amigo nos dijo que las ruinas habían sido vistas por un piloto que se había desviado de su curso en medio del desierto de Kalahari. Desde un avión alquilado señalamos la ubicación exacta del sitio, un par de bajos promontorios rocosos, dominando el lecho seco de un lago salado. Cada una de las colinas estaba coronada con gigantescos baobabs. A la sombra de sus troncos podía distinguir claramente las gruesas murallas de piedra que rodeaban fortificando cada cima.
Este vuelo nos convenció de que tratar de llegar a las ruinas por tierra sería una locura. No deseábamos dejar nuestros huesos adornando el desierto. Pero a pesar de todo estábamos resueltos a ser los primeros en visitar aquella ciudad perdida.
"En realidad no es tan loco", le comenté a Danielle cuando salimos de Maun y enfilamos el jeep hacia el desierto aquel día de agosto de 1976. Pero los dos conocíamos los peligros de nuestra travesía de 300 kilómetros cruzando los áridos desiertos en el corazón de Botswana.
Desde el momento en que llegamos a la región densamente arbolada, después de un día de viaje, no hubo más caminos ni posibilidad de que algún vehículo nos ayudara en una emergencia. Tomé como punto de referencia, con la brújula, un árbol grande que se veía en nuestro horizonte y emprendimos nuestra travesía por la solitaria tierra seca y de embrujadora belleza.
Era casi mediodía cuando salimos repentinamente del bosque y nos internamos en una planicie ancha, con grupos de majestuosas palmeras y cubierta con un fino pasto plateado, que se extendía hasta donde alcanzaba nuestra vista. Luego de avanzar unos ocho kilómetros, tuve una extraña sensación de vértigo, como si la tierra temblara. Entonces vi que cubría todo el horizonte una manada de cebras que había iniciado la fuga ante nuestro acercamiento.
Cuando los animales frenéticos trotaron sobre la tierra seca nos envolvieron nubes asfixiantes de polvo que oscurecieron el Sol. Pronto estuvimos en el centro de la enorme masa de cuerpos galopantes, sus testas hermosamente pintadas cabeceando como martillos, con las duras crines al viento y las puntiagudas orejas enhiestas.
Terminamos de cruzar la manada y sus guías se clavaron violentamente en una brusca parada sobre sus patas delanteras y nos miraron con asombro mientras pasábamos. Mientras nos distanciábamos sus cuerpos rayados semejaban una mancha plateada-grisácea que cubrió la visión a nuestras espaldas.
Esa tarde llegamos a la primera depresión, un lago de sal seco. La superficie brillaba, suave y blanca. Parecía que podíamos cruzarla a toda velocidad. Pero las huellas de un rebaño nos advirtieron que la depresión era una trampa. El peso de cada animal había roto la suave corteza y expuesto el lodo amarillento que había debajo. Cuando caminé sobre la superficie cristalizada, crujiente, el barro se pegó como caramelo a la suela de mis botas.
Tuvimos que usar como puentes los bordes pastosos que interceptaban el camino. Fue frustrante conducir casi 10 kilómetros para hallarnos en un promontorio cubierto de pasto, sin que pudiéramos seguir adelante y sin otra alternativa que retroceder e intentar cruzar por otro paso.
Fue con alivio cuando en la tarde vislumbré, a través de la bruma caliente, el borde de terrenos más altos y árboles. Pronto hicimos campamento a los pies de un boabab gigante, cerca de un pozo de agua.
Me desperté en medio de la noche y vi a Danielle que recogía su bolsa de dormir del lado de la mía, donde nos habíamos acostado junto al fuego.
—¿A dónde vas?
—A dormir en el Land-Rover. ¡Estabas roncando!
Yo no ronco, nunca he roncado. Pero la dejé ir. Y mientras me acomodaba para volver a dormirme oí los leones. Estaban a mucha distancia, y sus rugidos llegaban como un grave retumbo en la noche negra y silenciosa.
Cuando volví a despertar, estaba de pie, clavado al piso con la bolsa de dormir aferrada en torno a mi cintura. El león se encontraba a diez pasos de mi cabeza cuando rugió aterradoramente y con las piernas metidas dentro de la bolsa de dormir, fui saltando hasta el jeep, batiendo la marca olímpica para la carrera de embolsados.
Después del amanecer reanudamos nuestro viaje. Yo había dudado de nuestra ubicación durante las últimas 12 horas, cuando Danielle me preguntó: "¿No deberíamos estar allí ?" Comencé a trajinar con los mapas y a otear el horizonte con los binoculares. Parado en el techo del Land-Rover pude distinguir una media docena de colinas bajas, extendiéndose en todas direcciones sobre unos 80 kilómetros. Tomaría una semana explorarlas a todas y, después de tres días de camino, estábamos escasos de combustible y agua.
Vi con los binoculares una larga línea rosada y luminosa que se movía por encima del horizonte. Pasaron varios segundos hasta que supe que eran flamencos en vuelo y recordé que desde el avión había visto una gran bandada anidando cerca de las ruinas. Giré casualmente y apunté a los dos bultos oscuros en el horizonte septentrional.
—Ahí está la ciudad perdida.
Los últimos cinco kilómetros los recorrimos entre una maraña de arbustos espinosos, pasar entre los cuales era recorrer un laberinto. Logramos salir de la depresión y seguimos nuestro camino hacia las lomas gemelas.
Paramos al pie de la colina más cercana, detenidos por rocas gigantes y miramos hacia los antiguos boababs que parecían haber sido plantados en círculos concéntricos en sus cimas. La sombra del Sol poniente oscurecía los muros de piedra que habíamos visto desde el aire, por lo que decidimos esperar hasta el día siguiente para comenzar nuestra exploración.
Al romper el alba ya estábamos en pie junto a la fogata de nuestro campamento y vimos con temerosa reverencia cómo surgían de las penumbras las murallas de piedra de nuestra ciudad perdida. Nos trepamos a ellas sintiéndonos maravillados. Eran macizas, pero en gran parte habían sido derribadas o por el tiempo implacable o por un enemigo antiguo. Las secciones intactas tenían hendiduras defensivas y puertas con dinteles y jambas de roca sólida, cuidadosamente hechas.
Dentro de los muros de la ciudad encontramos vasijas de arcilla, cabezas de hachas de hierro, cuentas y pedazos de vidrio. También había vestigios de fundiciones metálicas y fragmentos destrozados de los gruesos crisoles de arcilla usados para trabajar el metal, oro quizá.
En la cima, en el interior de los muros defensivos, se hallaban restos de una torre de piedra. ¿Había sido el templo del Sol? ¿El depósito del tesoro de la ciudad? Yo estaba preparado para dar vuelta unas cuantas piedras con la esperanza de descubrir una barra de oro.
Al aproximarnos a la pila de piedras grises, algo brilló a través de las sombras, deslizándose ondulante y levantando una cabeza escamosa del tamaño de mi puño. Nos miró y sus ojos oscuros refulgían carentes de párpados. La negra y movediza lengua probó nuestro olor, era la mamba negra, la serpiente más veloz y venenosa de Africa. Tiene fama de atacar sin ser provocada. Y este ejemplar medía más de tres metros de largo. En una novela, este enorme reptil sería la reencarnación del antiguo rey de la ciudad. Retrocedimos lentamente y lo dejamos que siguiera su vigilia.
Pasamos dos noches acampados fuera de las murallas. Conversábamos hasta tarde, imaginándonos cómo fueron los hombres que habían ido hasta allí desde tan lejos, y pensando en esa raza de extranjeros —según algunos, fenicios— que construyeron estas ciudades, esclavizaron a las tribus locales, extrajeron el oro y desaparecieron misteriosamente en el siglo III. Algunas leyendas zulúes sostienen que las tribus se sublevaron y los destruyeron.
La última mañana después de desarmar el campamento caminé hacia las ruinas casi reverentemente, con mi vista en las formas que delineaban esta ciudád perdida.
Supe que al regresar muchos dirían que eran imaginaciones los restos de cerámica, las cabezas de hacha y las cuentas, abandonados tal vez por un maravilloso indígena.
No argumentaría con ellos porque no podrían entender mi obsesión por el pasado que recorrí en esta antigua tierra.
Aquellas ruinas silenciosas parecían enseñarnos que Africa nunca tolerará a quienes vengan para robar su oro y esclavizar a su gente. Parecian subrayar que los problemas que esta tierra enfrenta hoy son los mismos que enfrentó hace miles de años. Nos preguntábamos si en algún momento futuro otro viajero acampará junto a las ruinas de Johannesburgo, preguntándose qué clase de hombres habían construido aquí y hacia donde escaparían. La historia se repite por la simple razón de que los hombres no aprenden la primera vez.
Cuando al fin tuvimos que irnos, Danielle y yo rogamos que esta vez, con tolerancia y humanidad, el ciclo pudiera ser roto.