PATRICIO MUÑOZ, TODO POR EL ARTE
Publicado en
julio 14, 2013
S/T (Serie Los Andes), acrílico sobre tela. 92 x 92.
Texto:Jorge Dávila Vásquez / Fotos: Kira Tolkmitt.
Si tuviera siete vidas, siete vidas serían para ti.
No soy muy bueno para la música popular, así que no sé a qué canción corresponda la frase del subtítulo; pero sí se que bien pudiéramos aplicarla a la experiencia de Patricio Muñoz Vega, en relación con el arte, y más extensamente con la cultura.
Lo conocí, hace más de un cuarto de siglo, en plena ebullición de los grupos iconoclastas: Nadaístas en Colombia, Tzántzicos en Quito, Syrma en Cuenca...
Todas estas agrupaciones querían ir contra lo establecido en el terreno cultural, arrasar con viejos valores y pontífices; tomarse los espacios donde se podía desarrollar una acción creativa. En la medida de lo posible, lo hicieron.
Para entonces, aunque Muñoz sólo tenía veinticinco años, ya contaba con una buena suma de vivencias culturales: había escrito poesía en el colegio; organizó algunas interesantes acciones con sus compañeros de grupo, Rubén Astudillo, Rubén Villavicencio, Alfredo Vivar, Leticia Torres, Victoria Carrasco y otros, como exposiciones, recitales, teatro leído, publicación de una revista; se graduaría pronto de arquitecto; tenía estrechos vínculos con el Instituto Azuayo de Folklore -iniciado bajo las luces de Paulo de Carvalho, Olga Fisch, Leonardo Tejada y Oswaldo Viteri e impulsado por el esfuerzo de Manuel Agustín Landívar, Carlos Ramírez, Eulalia Vintimilla y Gloria Pesántez, especialmente, quienes, en expresión de Muñoz, le dieron "cabida y espacio para una serie de investigaciones sumamente interesantes"- y preparaba su primera ex posición.
Su declaración de amor a lo que sería el motivo capital de su existencia, la cultura, estaba hecha.
"Tambo Viejo" (Serie Los Andes), 1994. Acrílico sobre tela. 84 x 124 cms
Soy hombre de tierra y voy por ella
Empieza, entonces, con esa inicial muestra plástica, una apasionada relación entre el entorno y el hombre, que durará hasta hoy.
Si, según sus propias palabras, Galápagos fue "un encuentro primario con la tierra y un impacto para mi sensibilidad. Traté de captar la esencia de un paisaje abrumador, de duras rocas y voluptuoso mar"; he ahí la fuente inspiradora de la exposición. Y las lecciones de César Burbano Moscoso y Oswaldo Moreno Heredia -los mejores acuarelistas que se podía tener como maestros entonces entre nosotros, "a los dos les estaré siempre agradecido", señala el artista-, el espaldarazo que lo lanzó al ruedo de la pintura. Todo se anunciaba muy promisorio.
Mas, luego hay una pausa de alrededor de quince años. ¿Qué hace en ese largo lapso nuestro artista? Muchas cosas. Estudia amorosamente la arquitectura popular, sus técnicas de construcción, su sentido de integración intuitiva al medio ambiente; ejerce con éxito la profesión de arquitecto, construyendo algunas de esas bellas casas que son el sello de la personalidad de Cuenca y, sobre todo, restaura: sus obras mayores serán el Museo de Arte Moderno en Cuenca y la catedral de Loja.
En el primer caso se trata de reutilizar para una finalidad cultural un gran inmueble que había sido usado de muy diversas maneras: casa de temperancia para clero intemperante, asilo, centro de rehabilitación, empezando por devolverle su forma primitiva, con los materiales y los modos constructivos originales. Quien visite nuestra cuidad, no puede dejar de llegarse a ese ámbito luminoso, de una belleza serena, despojada, y una simplicidad que asombran.
Cuando en 1985 Patricio Muñoz presenta una gran exposición constructivista en sus vastas salas, en su interior, luego de una crisis que él confiesa fue muy aguda, empieza a ganar la batalla la pintura, "en una decisión difícil y absolutamente personal", luego de que década y media antes la había perdido frente a las necesidades vitales cotidianas y un prestigio de la arquitectura, que en lo personal habría de conseguirlo a pulso.
Sin embargo, esta victoria de algo que le gustó toda la vida, aún está gobernada por una tendencia constructiva, rigurosa y matemática. El mundo entero se reduce a líneas y formas geométricas. "En ese entonces era profesor de Diseño en la Facultad de Arquitectura -nos cuenta- y es muy comprensible que en mi retorno a la plástica, me enrumbara hacia un ámbito que me era familiar y dentro del que trabajaba a diario, como parte integral de la cátedra: la creación de espacios arquitectónicos".
Mas, la vieja pasión terrígena de que hablamos antes ha de emerger enseguida. En el 87, el frío constructivismo se ve invadido por la vividez del paisaje. El Ande aflora en los cuadros del pintor con fuerza inusitada.
La peregrinación de Muñoz por los pueblos, en pos de lo arquitectónico y su esencia; el recuerdo de las cálidas sobremesas con su padre, magnífico conversador, que pobló su infancia de fantasías y leyendas; la memoria de las charlas cargadas de misterio y magia, que se ligaban íntimamente a la tierra y sus secretos, con los viejos indios en el campo, durante su niñez y la de sus hermanos, todo eso se hace realidad en la obra de entonces, introduciendo la nota poética en todo lo que crea, aunque la estructura que gobierna el espacio pictórico, la sabiduría de la composición, en obras de gran equilibrio y sentido evocativo, siguen siendo herencias del arquitecto que hay en Muñoz.
S/T (Serie Los Andes), acrílico sobre tela. 92 x 92
La pintura como mundo
Si bien lo arquitectónico provee a las composiciones de una serie de valores, de algún modo también podría hacerlas rígidas. Ese temor lleva a Muñoz a una ruptura radical en su gran muestra del 93. En ella dice adiós a los últimos vestigios de constructivismo y se lanza hacia un abstracto fuertemente sustentado en la tradición cultural indígena. Es el momento de los Kippus.
En su catálogo de presentación dije:
"Muñoz va hacia lo ancestral y quiere plasmar en su producción toda la poesía posible del lenguaje de los hilos y los nudos. Toma estos y los vuelve poco a poco signos de su iconografía. Construye fondos de magnífica calidad pictórica, superficies ricas de textura, que invitan al tacto, y que son como la escenografía en la que los imaginarios poemas quichuas se despliegan.
Al espectador le queda interpretarlos, poniendo en juego su imaginación y su creatividad propias. Patricio Muñoz nos está dando en su nueva propuesta todas las virtudes de ese lenguaje mágico; está evocando para nosotros, en unas composiciones que nos remiten a la tierra pródiga y secreta, todo aquello que era parte del universo de los antepasados".
Pero con esa sed creativa que no se detiene, el pintor se ha lanzado en el último tiempo hacia una nueva etapa, la de Andes.
En ella, algunos de los viejos demonios arquitectónicos resucitan, pero dentro de un ámbito de enorme libertad.
El artista despliega, a base del uso de enorme variedad de materiales, una riqueza cromática, un dominio del oficio, una alegría y un vigor creativos que impresionan gratamente. La pasión por la tierra y la arquitectura se funden armoniosamente en este último período productivo de Muñoz. Todo esto puede ser percibido a través de las fotos que ilustran este artículo, pero el público de la capital podrá apreciarlo directamente en la próxima muestra del pintor en Alianza Francesa.
El siente lo andino como una vocación profunda de amor a todo lo que es risco, espacio azul, garganta agreste, pero también extendido valle, río sonoro; como el entrañamiento espiritual con un paisaje y una forma de vivir, pero también con una cultura ancestral que es el resultado de habitar en un espacio en donde el cielo tiene que ser más alto para que puedan caber las montañas, según su paráfrasis de Efraín Jara.
El andino, dice, es mucho más dado a la introspección; goza de la naturaleza, sí, pero tiende a recogerse dentro de si mismo. Quizás el clima le obliga un poco a ello. No es triste, sino meditativo, sabe dosificar la alegría y es capaz de sentir todo con gran intensidad.
Le pregunto si ciertos colores o la abundancia de textura en sus obras reflejan de algún modo características de lo andino. "Por supuesto -dice-; los cafés y los azules que están en todo lo mío vienen de cuanto nos rodea, las rocas, el cielo... Cierto que hay gran variedad de verdes también y que yo no los uso mayormente, pero quizá sea porque el verde es sedante, y a mi espíritu no le gusta sedarse. Prefiero los naranjas, los amarillos, los ocres, que están en el ambiente y que para mí revelan la idea del peligro, el riesgo, y satisfacen mi propio gusto por el desafío, la aventura y la búsqueda de lo desconocido. En cuanto a la textura, quisiera manifestar a través de ella algo de la fuerza táctil de los Andes: el frío que te cala los huesos, los golpes de viento que te dan a la cara, la roca áspera, las aristas, la dureza de la vegetación de la alta montaña, la tierra misma; y esa bella paciencia con que las mujéres hacen la ropa para sus hijos y nietos. Y cuando digo esto, veo la ternura con la que mi madre o mi mujer tejen y bordan incansables".
S/T ( Serie Los Andes), acrílico sobre tela. 84 x 124
Queda el hombre...
Y queda la palabra de Patricio Muñoz. Queda su obra, su lucha que no termina, con la tela, el color, las más diversas materias. Queda su esfuerzo para consolidar la Bienal cuencana, a la que presidió en dos oportunidades, con brillo y acierto. Queda su ambición por reformar la antigua Academia de Bellas Artes y transformarla en Escuela de Artes Visuales, donde los futuros artistas puedan crear con la más absoluta libertad, condición básica de su trabajo.
Queda uno de sus proyectos hecho realidad, en la mejor galería de arte de Cuenca, la Muñoz Vega. Queda su admiración por Guayasamín y Tábara; su deuda confesada con Viteri; su afinidad con Torres García y Ianelli. Y queda el hombre, su permanente ligazón con el arte, su inaprehensible riqueza y su estatura...