Publicado en
julio 28, 2013
LA DUQUESA de Bedford, inglesa de 59 años, tuvo una razón altruista para someterse recientemente a una operación de cirugía plástica, cuyo costo ascendió a 1.300 dólares: "No lo hice por mí; yo me miro al espejo no más que para pintarme los labios. Lo hice en consideración a los que tienen que mirarme todo el día". Además agrega: "Me encanta restaurar cosas antiguas. Después de todo, yo restauré la abadía de Woburn".
—People
DURANTE un seminario de música en la Universidad de California, en San Diego, un estudiante preguntó al pianista Earl "Fatha" Hines:
—¿Le gusta a usted la música electrónica ?
—¿Le gustan a usted los alimentos congelados? —contestó Hines.
—B.S.
EL ESCRITOR William Manchester, a raíz de una visita que efectuó a Sugar Loaf Hill, en Okinawa, donde 34 años antes había combatido como infante de Marina:
Ahora comprendo por qué aquel domingo abandoné el hospital sin permiso oficial y, violando las órdenes recibidas, regresé al frente de batalla hacia una muerte casi segura.
Fue un acto de amor. Esos hombres de las líneas avanzadas eran mi familia, mi hogar. Se hallaban muy cerca de mí, más de lo que pueda expresar, más que cualquiera de mis amigos. Eran mis camaradas; a tres de ellos les debía la vida. Nunca me habían decepcionado y yo no podía decepcionarlos. Debía estar con ellos y no dejarlos morir; de lo contrario, viviría con la convicción de que pude haberlos salvado. El hombre, lo sé ahora, no lucha por la bandera, ni por la patria, ni por la gloria, ni por cualquier otro concepto abstracto. Lucha por sus camaradas.
—Life
HERBERT von Karajan, director de orquesta, y Nathan Milstein, violinista, acostumbran cerrar los ojos cuando interpretan música para alcanzar una mejor concentración.
Después del primer concierto en el que actuaron juntos, en Lucerna (Suiza), Milstein comentó:
"Nos entendimos a las mil maravillas. Sólo hubo un momento crítico: cuando abrí los ojos y vi que Karajan dirigía con los suyos cerrados. Por suerte los cerré en seguida a fin de no estropear el acto".
—J.P.S.
CHARLTON Heston hizo su primer papel profesional a la edad de 22 años, en una producción del Marco Antonio y Cleopatra de Shakespeare, protagonizada por la famosa Katharine Cornell. Heston escribe:
Una noche, ya avanzada la temporada de la obra, en Nueva York, llegué al teatro cosa de media hora antes que se alzara el telón. "La señorita Cornell quiere verte en su camarín", me informó el director de escena.
"Va a despedirme", pensé para mis adentros en el camino; pero la vanidad pudo más: "¿Y si lo que quiere es hacer el amor?" Para entonces ya había llegado a la puerta del camarín. "Si me recibe en bata y en la pieza interior, de eso se trata sin duda".
"Pase", me indicó la ayuda de cámara. "La señorita Cornell está impaciente por verlo".
En efecto, allí estaba la sensacional Katharine con una fina bata de seda color de rosa. "¡Ah, Chuck!" exclamó al verme, y su acento me pareció fabuloso. "Quiero enseñarte una cosa". Se abrió la bata. La boca se me secaba. En el muslo (que también era fabuloso) tenía una magulladura del tamaño de mi mano. "Cuando me capturas, en la escena del monumento, me echas sobre tu cadera y tu espada me golpea aquí; y eso es de todas las noches. ¿Crees poder prescindir de la espada en esa escena?"
—T.A.L.
EL POETA Donald Hall recuerda que cuando joven y apenas graduado de la Universidad de Harvard, visitó a T. S. Eliot en Londres en 1951, el respeto y el temor que le profesaba lo hizo perder su sentido del humor. Escribe:
Ese hombre alto, enjuto, pálido, vestido de oscuro, que parecía buscar la frase apropiada para despedirme, me miró a los ojos y comenzó una lenta y tortuosa frase: "Déjeme ver; hace cuarenta años pasé de la Universidad de Harvard a la de Oxford. Ahora usted va de Harvard a Oxford. ¿Qué puedo aconsejarle?" Hizo una pausa calculada y astuta; mientras, yo esperaba con avidez las palabras que repetiría en el resto de mi vida, ese consejo que me orientaría por la senda de la emulación. De pronto me preguntó:
—Hall, ¿tiene usted calzoncillos largos?
—No... señor.
Cuando regresaba confuso al hotel, me detuve y compré algunos. Creo que tardé seis meses en despabilarme y echar a reír.
—R.P.