Publicado en
julio 28, 2013
Padre e hijo habían compartido un lugar cuyo encanto deseaban perdurara siempre.
Por Kevin Van Tighem.
ERA UN arroyo pequeño, límpido, frío, casi invisible entre los sauces y abedules. Serpenteaba por en medio de un ancho valle que recogía la sombra de las montañas Rocosas. No bien salíamos mi padre y yo del bosque y tomábamos la vereda, aparecía el riachuelo murmurando sobre los guijarros parduscos, escabulléndose en cada rabión y descansando en los remansos.
La hierba de sus márgenes se dejaba caer, perezosa, en la corriente. Aquí y allá, al rodear las curvas, eI fondo desaparecía de la vista para transformarse en un mundo inquieto de luz y sombra donde, si uno se acercaba con sigilo, podía ver las truchas.
Yo tenía diez años el día en que mi padre me llevó a conocerlo. El lo había descubierto cuando el camino moría a diez kilómetros de distancia; luego extendieron la ruta, de modo que en llegar tardábamos menos de una hora.
Recuerdo la primera vez que encontramos a un extraño —un tipo amable y tranquilo— pescando en nuestro arroyo; nunca lo volvimos a ver. También me viene a la memoria la primera ocasión en que cobré más peces que mi padre. Por ese mismo tiempo caí en la cuenta de que éramos de igual estatura y de que en muchos casos no coincidía nuestra forma de pensar. Recuerdo cuando me preguntaba si quería ir de pesca con él y yo le respondía que no, y cuando por vez primera me dirigí solo a nuestro arroyo secreto.
Acaso entonces comencé a conocerlo. Me resultaba tan extraño pescar una trucha, mirar en derredor y percatarme de que él no estaba allí para verme. Comprendí así que aquel era su arroyo, y no el mío. Lo había encontrado y había ido allí solo hasta que un día lo acompañó su hijo. Nunca volví sin él.
Nuestras vidas cambiaron, mil cosas ocurrieron en nosotros y en nuestro mundo; sin embargo, nada conseguía cambiar el arroyo secreto. En él podía mirar valle abajo y ver a mi padre entre los sauces y al sol bruñendo su caña de pescar; o hablarle del pez que se me acababa de escapar y de las huellas de alce en el lodo. Por un momento éramos los únicos habitantes de un mundo intacto.
Al final de la jornada nos tirábamos en una loma herbosa a ver la brisa juguetear con el agua. A la hora de los emparedados, nos dejábamos acariciar por el sol, conversábamos y comparábamos la pesca.
Partíamos al enfriar el aire, las cestas colmadas de pequeñas truchas que pronto perfumarían desde una sartén la cocina de casa. Las chotacabras anunciaban ya el crepúsculo y, en torno nuestro, se formaban enjambres de mosquitos mientras escalábamos la última ladera hasta la vera del camino donde habíamos dejado el automóvil. Durante el trayecto a casa el cansancio apenas nos dejaba hablar. Era aquel el fin de otro largo día de pesca que juntos habíamos pasado al pie de las montañas Rocosas.
El arroyo sigue allí. Aunque ya no vivo en casa de mis padres, papá y yo encontramos de tiempo en tiempo un rato para volver. Dejamos el coche a la sombra de los mismos árboles y caminamos hasta el agua por la misma vereda.
Tratamos de hacer caso omiso del camino construido por las compañías carboneras y del ruido de las motocicletas y los jeeps. Pretendemos tratar amigablemente a los extraños que con sus vehículos se han abierto paso por los prados que hasta ayer fueron nuestros.
También siguen en su sitio las montañas, los pinos, una que otra trucha y en ocasiones hasta las huellas de alce; pero el riachuelo ya no se esconde; ha dejado de ser secreto y quizá nunca recobre su encanto.
Pescamos donde siempre y recordamos la truchaza rosada que solía vivir en aquella orilla, o la vez que en aquel remanso pescamos a hilo seis salmones. Nos sentamos a almorzar, a contemplar el valle, a escuchar el paso del viento por entre los pinares... y el rugido de los motores.
La brisa arrastra ahora olor de gasolina. Preferimos regresar a casa temprano. A veces creo saber lo viejo que se siente mi padre en ese momento y me pregunto cómo será este mundo cuando no haya más arroyos secretos.
CONDENSADO DE "OUTDOOR CANADA" (SEPTIEMBRE Y OCTUBRE DE 1978), © OUTDOOR CANADA MAGAZINE LTD. 935A EGLINTON AVE.. E. TORONTO (ONTARIO), MAG 485 (CANADA). ILUSTRACION: MURIEL WOOD.