DÍAS VERDES EN BRUNEI (Bruce Sterling)
Publicado en
julio 28, 2013
DOS HOMBRES pescaban en el corroído borde de una plataforma petrolífera. Después de años de decrepitud, los pilares de hormigón de la plataforma estaban cubiertos de lapas y ondulantes manojos de algas. El aire olía a óxido y sal.
—Lamento perturbar sus planes —dijo el ministro—. Pero no podemos recurrir a los yanquis cada vez que se encuentre con un pequeño contratiempo. —El ministro rebobinó su carrete y reveló un anzuelo desnudo. Maldijo suavemente en su malayo nativo—. Déme otro cebo, hay una buena pieza.
Turner Choi extendió la mano hacia el cubo de madera con los cebos y le dio al ministro una gran gamba muerta.
—Pero necesito ese enlace telefónico —dijo Turner—. Sólo durante unas horas. El tiempo suficiente para acceder a la red norteamericana y cargar documentación un poco mejor.
—Qué lata de jerga —dijo el ministro, que era conocido formalmente como el Yang Teramat Pehin Orang Kaya Amar Diraja Dato Seri Paduka Abdul Kahar. Era ministro de política industrial del Sultanato de Brunei Darussalam, una diminuta nación en la costa norte de la isla de Borneo. Los títulos de la aristocracia de Brunei eran inversamente proporcionales al tamaño del país.
—Nos ahorraría un montón de tiempo, gran ministro —dijo Turner—. Esos robots están programados en un lenguaje obsoleto, cuarenta años de antigüedad. Estrictamente neandertal.
El ministro enganchó diestramente su anzuelo y lo lanzó.
—Ya sabía usted antes de venir aquí lo que siente el sultanato sobre el orden del mundo de la información. Tendrá que resolver esta situación por su cuenta.
— ¡Pero tardaremos semanas, meses tal vez, con un trabajo de tres horas! —dijo Turner.
—Mi querido amigo, esto es Borneo —replicó benignamente el ministro—. Deje de mirar su reloj y preste un poco de atención a conseguirnos la cena.
Turner suspiró y rebobinó su caña. Tras él, la población de pescadores dayaks se acuclillaba sobre la vieja pista para helicópteros, arreglando redes y masticando nueces de bonga.
Era otro lento viernes en Brunei Darussalam. Al otro lado de la pequeña bahía, Brunei Town se alzaba a la luz tropical, con sus deslumbrantes techos adornados con tejados solares de fabricación casera, molinos de viento y abultados balcones invernadero. La mezquita de dorada cúpula del muelle quedaba rodeaba por el alto legado de los edificios correspondientes al boom del petróleo del siglo xx; cuadrados bloques de oficinas, ahora extrañamente transmutados en granjas urbanas.
Brunei Town, la capital del sultanato, tenía cien mil ciudadanos: malayos, chinos, ibanos, dayaks, y un goteo de europeos. Pero era una ciudad silenciosa. No había coches. Ni aeropuerto. Ni televisión. Desde la distancia recordaba a Turner un viejo cuento de hadas occidental: la Bella Durmiente, y sus paredes irregulares con las cascadas de vegetales parecían un centenar de castillos envueltos de espinos. Los bruneianos parecían sonámbulos, aislados del mundo, envueltos en el encantamiento de su propia ideología.
Turner volvió a colocar un cebo en su anzuelo, impaciente por estar apartado de la línea de producción. El ministro parecía más interesado en convertirle que en dejarle trabajar. Para los bruneianos, los robots eran sólo otro inútil recuerdo de su romance ya muerto con Occidente. La vieja línea de montaje de robots hacía veinte años que no se utilizaba, desde principios de siglo.
Y, sin embargo, el gobierno real había decidido reconvertir la línea de robots para un nuevo proyecto. Habían recurrido a Kyocera, una multinacional japonesa, en busca de ayuda técnica. Kyocera había enviado a Turner Choi, uno de sus nuevos reclutas, un chino—canadiense de veintiséis años, ingeniero por Vancouver.
No era un gran trabajo (una especie de arqueología industrial cuyas herramientas principales eran cables y un martillo de punta), pero era el primero de Turner, y pretendía tener éxito. Los bruneianos eran relajados hasta el punto del coma, pero Turner Choi tenía todo un futuro por delante con Kyocera. A la larga, seria Kyocera quien juzgaría su trabajo aquí. Y a Turner se le estaba acabando el tiempo.
El ministro, aullando triunfalmente, tiró con fuerza de su caña. Un pez grueso y moteado rompió la superficie, coleando. Turner decidió romper las reglas y al infierno con todo.
La asociación de vecinos local, el kampong, exhibía una película gratis en el pequeño parque catorce pisos por debajo de la ventana de Turner. Brillantes imágenes se arrastraban contra el muro de una fábrica cercana.
Turner echó un vistazo a través de las persianas. Había estado observando el parpadeo toda la noche mientras terminaba su chapuza ilegal.
Los bruneianos, como todos los malayos, adoraban las historias de fantasmas. El protagonista de la película, o el monstruo principal (Turner no estaba seguro), era un acrobático mono—demonio de afilados antebrazos que había irrumpido en una depravada taberna y estaba masacrando a los borrachos con un tremendo agitar de puñetazos, patadas y chirridos. Enormes sonidos carnosos de combate, como trenes de carga repletos de chuletas que colisionaran, se elevaban tenuemente en el aire.
Turner se sentó ante su consola trucada y suspiró. Sabía que acabaría así desde que los bruneianos le confiscaron su teléfono en la aduana. Durante cinco meses había tratado de conseguir sus objetivos educadamente. Ahora sólo le quedaban tres meses. Se le habían agotado el tiempo y la paciencia.
Los robots estaban bien, bajo capas de grasa amarillenta. Llevaban años guardados bajo toldos. Pero los manuales de software eran una ruina.
Sólo pensar en aquello producía a Turner una fría sensación de hundimiento. Era un terror especial y privado que le había atormentado desde su infancia. Era el mismo miedo que sentía cuando tenía que enfrentarse a su abuelo.
Pensó en los helados e implacables ojos de su abuelo, fijos en él con aquella expresión de «Poli Malo de Hong Kong». En la década de 1970, el abuelo de Turner fue uno de los infames «sargentos millonarios» de la policía de Hong Kong que sacaba su tajada del tráfico de heroína birmano. Había emigrado durante los escándalos por soborno de la Tríada en 1973.
Después de cuarenta y siete años de trajes de seda y vuelos en primera clase entre sus mansiones en Taipei y Vancouver, el abuelo Choi aún tenía aquellos ojos fríos y aquella torva expresión aterradora. Para Turner, era un mal recuerdo de ser evaluado y calificado como insuficiente.
La documentación estaba hecha una pena, destrozada y mohosa, cubierta de bichos. Los inocentes bruneianos no se habían dado cuenta de que la información que contenía era la clave de toda la empresa. El sultanato había comprado la fábrica hacía mucho tiempo, con las últimas bocanadas del dinero del petróleo, como un gesto condenado y con clase a la moda industrial occidental. De algún modo, los robots nunca llegaron a imponerse en Borneo.
Pero Turner tenía que aprovechar esta oportunidad. Tenía que demostrar que podía lograrlo por su cuenta, sin el abuelo Choi y el sofocante peso de su dinero.
Durante días, Turaer había merodeado por el muelle y sus abigarradas filas de tiendecitas chinas. Era la parte que más le gustaba de Brunei Town, una tumba de elefantes blancos llena de tecnología muerta. Las tiendas de madera y bambú estaban repletas de televisores muertos y ennegrecidos, como dientes podridos.
Allí se había dedicado a montar un teléfono modem trucado. Había rescatado un teclado oxidado y una pantalla de una de las tiendas. El modem y el grabador le costaron trabajo. En el muelle encontró un carguero panameño cuyo capitán estaba dispuesto a compartir ilegalmente su antena parabólica de navegación.
Brunei Town estaba llena de cabinas telefónicas que nadie parecía usar nunca, torvas unidades de cristal y plástico con rótulos en malayo, inglés y mandarín. Había una en la calle ante la casa de Turner. Era una cabina del siglo xx, con ranura para las monedas y dial rotatorio, sin videopantalla.
En el silencio de la noche se había arrastrado hasta allí para instalar un enlace de radio con su apartamento en la planta catorce.
Alguien podría localizar su llamada ilegal hasta la cabina, pero nada más. Con el enlace de radio, su apartamento estaña a salvo.
Pero, cuando abrió la consola de la cabina, descubrió que ya tenía un enlace trucado. Y funcionaba bien. Entonces vio que no estaba solo, y que Brunei, a pesar de toda su retórica sobre el Orden de Información Neo—Colonial Mundial, no estaba enteramente libre de la cadena de comunicaciones globales. Brunei estaba conectada también, igual que Occidente, pero la cadena era subterránea.
Desde ese descubrimiento, todas aquellas cabinas abandonadas adquirieron para él un significado nuevo y levemente siniestro, pero no iba a echarse atrás. Todos sus planes se basaban en su oportunidad de ponerse en contacto.
Ahora estaba ya preparado. Volvió a comprobar la guía del satélite en la contraportada de su manual ASME. Arabsat 7 estaba arriba, recorriendo su órbita baja sobre el trópico. Turner marcó desde su apartamento a través de la cabina de fuera, y luego enlazó con la parabólica panameña. A través de Arabsat conectó con un satélite geosincrónico americano y luego con la cadena terrestre. Desde allí, marcó directamente el número de la casa de su hermano.
Georgie Choi estaba desayunando en Vancouver, vestido con un traje de mil rayas francés y un jersey de universidad. Tras él, la esbelta cuñada de Turner, Marjorie, presidía una mesa cubierta de limpias servilletas de lino y cubertería de plata. Las dos sobrinitas de Turner untaban decorosamente mermelada sobre triángulos de tostada.
— ¿Eres tú, Turner? —preguntó Georgie—. No recibo ningún vídeo.
—No pude conseguir una cámara. Estoy en Brunei..., cuarentena telefónica, ¿recuerdas? Tuve que trucar uno para conseguir sonido.
Una brisa monzónica sopló ante la ventana de Turner. Los generadores eólicos unidos a las paredes zumbaron cobrando vida, y lanzaron anchas barras de cruda estática por toda la pantalla. El suave entrecejo de Georgie se frunció graciosamente.
— ¡La recepción es terrible! Ni siquiera llegas en estéreo. —Sonrió, inseguro—. No importa, nos arreglaremos. Hace siglos que no sabemos nada de ti. ¿Van bien las cosas?
—Lo irán. ¿Cómo está el abuelo?
—Acaba de venir de Taipei para someterse a diálisis y al cambio de sangre —dijo Georgie—. Odia los hospitales, pero tengo buenas noticias para él —vaciló—. Tenemos una nueva bisnieta de camino.
Marjoríe alzó la cabeza y dirigió una de sus deslumbrantes sonrisas de esposa a la cámara.
—Qué bien —dijo Turner por reflejo. Los niños eran un tema delicado con él. Todavía no se había casado, a pesar de las interminables presiones de su familia.
Pensó con cierta sensación de culpabilidad que debería haber pasado más tiempo con las hijas de Georgie. Su hermano estaba ya en una tierra de nunca jamás inaccesible, todo leyes encuadernadas en cuero y política municipal, pero no era culpa de sus hijas. Las niñas eran inocentes.
—Hola, nenas —dijo en mandarín—. ¿Qué queréis que os traiga?
La niña más pequeña alzó la cabeza, con su elegante boquita infantil cubierta de mermelada de fresa.
—Quiero una cabeza reducida —dijo en inglés.
— ¿Ves? —repuso Georgie con falsa jovialidad—. Esto es lo que pasa por largarte a Borneo.
—Necesito software de modem —dijo Turner, eludiendo el tema. El abuelo no había aprobado lo de Borneo—. ¿Podrías conseguirlo del viejo Hayes de mi habitación?
—Si no tienes protocolo de modem, ¿cómo voy a enviarte el programa? —dijo Georgie.
—Imprímelo y colócalo ante la pantalla —explicó Turner pacientemente—. Lo grabaré y lo teclearé a mano más tarde.
—Muy astuto —dijo Georgie—. Ingenieros.
Se levantó para atender la petición. Turner habló con Marjorie con cieno recelo. Nunca había podido encuadrar a la mujer. Le habría gustado saber lo que sentía realmente Marjorie sobre el abuelo Poli Malo y sus ocho millones de dólares del contrabando de heroína.
Pero Marjorie era tan fríamente elegante, tan brillantemente diseñada, que Turner nunca había podido sondear sus auténticos sentimientos. Había sido como abrir un periférico sellado de fábrica que aún estuviera bajo garantía, sólo para poder echar un vistazo a los circuitos.
Georgie y él ni siquiera hablaban ya con franqueza. No desde que la salud del abuelo se había vuelto irregular. La perspectiva de heredar finalmente el dinero había abierto un silencio blanco sobre su familia, como cinco metros de nieve canadiense.
El horrible anciano se aprovechaba de la competición. Insistía en ella. El abuelo tenía una segunda casa en Taipei, el tío y los primos de Turner. Si los elegía por encima de su prole canadiense, la perfecta vida de Georgie se haría pedazos.
Un recuerdo infantil le asaltó: los juguetes de Georgie, brillantes artilugios mecánicos de Hong Kong unidos por aletas de latón doblado. De niño, Tumer había pasado muchas horas felices destrozando habilidosamente los juguetes de Georgie.
Marjorie charló sobre la madre de Turner, una viuda neurótica que regentaba una tienda de antigüedades en Atlanta. Tras ella, una criada china empezó a limpiar la mesa, mirando a la cámara con los ojos asustados del inmigrante recién salido del barco.
Turner estaba acostumbrado a las fonocámaras, y aunque no disponía de una mantenía por hábito una sonrisa fija. Pero se notaba agitado, con la cara retorcida en aquella expresión heredada de Poli Malo. Turner tenía la cara de su abuelo, con las mejillas chupadas y los ojos hundidos bajo densas cejas.
Pero Canadá, donde había nacido, había dejado su marca en él. Años de filetes y pan de centeno le habían dado un metro ochenta de altura y la constitución de un defensa de rugby.
Georgie regresó con la copia en papel. Turner se despidió y cortó el enlace.
Subió las persianas para ver el clímax de la película de abajo. El mono—demonio masacró a un pequeño ejército de extremistas musulmanes en los restos corroídos de una refinería Shell. Los fanáticos musulmanes eran los villanos de turno en Brunei desde el fracaso de su golpe de estado en el 98.
El último rollo se soltó. Turner abrió un envoltorio de hojas de plátano y clavó sus palillos en un puñado de arroz frito con piñas verdes. Se asomó a la ventana abierta, apoyando una bota sobre el enorme alféizar con sus densas filas de plantas de cebolla y pimientos.
La llamada a Vancouver le había hecho experimentar un escalofrió de shock cultural. Vio su apartamento con nuevos ojos. Estaba decorado con regalos de otros miembros de su kampong. Una plana marioneta de cuero para hacer teatro de sombras, toda perforaciones y enroscaduras. Una foto con marco dorado del sultán estrechando la mano al rey de Inglaterra. Un hormiguero de cristal pintado a mano lleno de hormigas de Borneo de un dedo de longitud y pesados molares. Y una joven higuera de Bengala bonsái del presidente del kampong.
El jefe, un viejo malayo, era miembro del partido que gobernaba en Brunei, los verdes o «Partai Ekolojasi». En Occidente hacía mucho tiempo que los verdes habían sido absorbidos por los partidos más grandes. Pero el Partai Ekolojasi de Brunei tenía veinte años de profundas raíces.
La higuera de Bengala vino con cinco páginas de meticulosas instrucciones sobre su cuidado y alimentación, pero a pesar de los mejores esfuerzos de Turner el árbol enano se estaba agostando y perdía las hojas. El árbol no era sólo un regalo; era una prueba, y Turner lo sabía. En el kampong sonreían, pero tenían sus formas de evaluar, y observaban.
Turner miró por reflejo el cerrojo de su puerta. Las cerraduras no estaban exactamente prohibidas, pero sí mal vistas. Los verdes habían convertido los antiguos edificios de oficinas de Brunei en grandes aldeas—casa de muchas capas. Las nociones occidentales de intimidad no eran populares.
Pero Turner necesitaba el cerrojo para su trabajo. Tenía que ser discreto. Brunei podía parecer relajada e informal, pero seguía siendo un estado con un solo partido bajo un régimen autocrático.
Veinte años antes, cuando se produjo el crack del petróleo, la monarquía pareció condenada. Los insurgentes musulmanes trataron de acabar con la familia real. Incluso los verdes tenían entonces sueños mayores. Turner había visto sus pósters ajados y olvidados, su logotipo global de la Tierra Entera medio enterrada bajo años de capas de anuncios de se busca y ligas de fútbol.
La Familia Real había sobrevivido, un símbolo de tradición y estabilidad. Habían capeado el temporal de la insurgencia musulmana y reprimido las primeras ambiciones desbocadas de los verdes. Después de cinco meses en Brunei, Turner, como la realeza, había captado su dinámica oculta. Era el adat, la costumbre malaya, lo que regía. Y la primera ley del adat era que no avergonzaras a tus vecinos.
Turner desclavó su póster cinematográfico favorito, un gran cartel promocional de una epopeya histórica de Brunei. En chillona cuatricromía, un barco cargado de heroicos piratas malayos abordaba galantemente a un siniestro galeón portugués. Turner había cavado un escondite en la pared detrás del póster. Guardó allí su teléfono.
Alguien intentó abrir la puerta, se encontró con el cerrojo echado y llamó con los nudillos. Turner alisó rápidamente el póster y volvió a colgarlo
Abrió la puerta. Era McGinty, su vecino australiano, un presentador de noticias de Melbourae, ya retirado. McGinty amaba Brunei por su completa falta de televisores. Era uno de los últimos lugares del planeta donde uno podía escapar de ellos.
McGinty miró el pasillo arriba y abajo, entró en el apartamento y rebuscó en su ancha blusa de algodón. Sacó una fría lata de cerveza Foster's de un tercio de litro.
— ¿Te apetece una cerveza, amigo?
— ¡Fantástico! —dijo Turner—. ¿De dónde la has sacado?
McGinty sonrió evasivamente.
—El maldito frigorífico está a punto de estropearse, y pensé que te apetecería una mientras aún estuviera fría.
—Bien —dijo Turner, abriéndola—. Echaré un vistazo a tu frigorífico en cuanto destruya esta prueba.
El kampong se basaba en un entramado de regateos y obligaciones mutuas. Las habilidades de Turner eran parte de ello. Era agotador, pero una cerveza Foster's era buena paga. Era una gran mejora sobre los líquidos inmundos de la destilería ilegal de la Planta 4.
Fueron al apartamento de McGinty, que vivía en la puerta de al lado con sus ancianos padres. Cuatro, pues ambos se habían divorciado y vuelto a casar. Los viejos australianos iban tirando en la soñolienta atmósfera de Brunei, atendiendo los jardines del kampong con sus salacofs, sus pantalones cortos de gurka y sus chalecos caqui. McGinty, como muchos de su generación, no había tenido hijos. Ahora, jubilado, parecía contento atendiendo a estos ancianos, atiborrándolos de megavitaminas y ejercicios matutinos de Tai Chi.
Turner abrió la parte de atrás del frigorífico.
—Es el compresor —dijo—. Te buscaré uno en el muelle. Podré hacer algo. Ya me conoces. Siempre remendando.
McGinty pareció incómodo, ya que ahora estaba en deuda con Turner. De repente, sonrió.
—Hay una fiesta en casa del consejero privado mañana por la noche. Jimmy Brooke. ¿Le conoces?
—He oído hablar de él —dijo Turner. Había oído rumores sobre Brooke: atisbos de corrupción, algún escándalo largamente enterrado—. Fue importante cuando empezó el Partai, ¿no? Ministro de algo.
—Comunicaciones.
Turner se echó a reír.
—No es un gran trabajo aquí.
—Bueno, aún conoce a un montón de gente del cine. —McGinty bajó la voz—. Y tiene un bar privado. Es amigo de la Familia Real. Le permiten dispensas.
— ¿Sí? —a Turner no le apetecía mezclarse con el círculo social de jubilados ricos de McGinty, pero podía ser un movimiento inteligente desde el punto de vista político. Una charla con el antiguo ministro de comunicaciones podía resolverle un montón de problemas—. Muy bien —dijo—. Parece divertido.
El consejero privado, Yang Amat Mulia Pengiran Indera Negara Pengiran Jimmy Brooke, era una de las reliquias más extrañas de Brunei. Británico exiliado por cuestión de impuestos, nacionalizado bruneiano, había aparecido a finales de los noventa, después del crack del petróleo. Su riqueza había ayudado a amortiguar el golpe y le había ganado un puesto en el gobierno.
Gobiernos más grandes y mejor organizados se lo habrían acosado dos veces antes de aliarse con este excéntrico canoso, un ídolo pop acabado con un séquito parásito de bohemios calvos. Pero la vieja estrella del rock, con su decadente glamour, encajó fácilmente con el relumbrón de ópera bufa de la pequeña aristocracia bruneana. Poseía el bloque de oficinas del antiguo Banco de Singapur, un kampong de notable relajación donde los pecadillos florecían bajo la noblesse oblige de Brooke.
Las lluvias rnonzónicas sacudían la ciudad. Los servidores de Brooke, guardaespaldas tripones con ropas abultadas, habían cerrado las puertas de cristal del ático y conectado el aire acondicionado.
La fiesta reunía a casi un centenar de personas, la mayoría occidentales retirados de Europa y Australia. Tenían la asfixiante camaradería de los exiliados que se conocen demasiado mutuamente. Un puñado de refugiados americanos, aún cubiertos con su habitual maquillaje vídeo, comía nueces importadas junto a la larga barra de caoba.
La actriz bruneana Dewi Serrudin reunía a su alrededor una corte de admiradores en un sofá de bejuco. El cine era un arte perdido en Occidente, finalmente muerto y enterrado por el vídeo; pero la extraña política de Brunei le había dado un último asidero. Turner, que sentía cierta atracción lejana hacia la actriz, se abrió camino entre dos esperanzados emigrados: un grueso productor de Madras ataviado de dhoti y jubbah, y un enjuto director de Hong Kong vestido con una chaqueta negra de algodón.
Miss Serrudin, con una blusa de lamé dorada y una falda de antigua ultragamuza, representaba su papel a la perfección, charlando animadamente y fumando Rothmans importados en una boquilla de jade. Tenía la concentración ritual de una bailarina balinesa evocando posturas transmitidas a lo largo de siglos. Y era más vieja de lo que Turner pensaba.
Turner acabó su whisky solo y lo tendió a uno de los empleados de Brooke. Se sentía deprimido y solitario. Se apartó de la multitud y recorrió un pasillo al azar. Las paredes estaban adornadas con discos de oro y viejas fotos amarillentas de Brooke y su banda, todo lentejuelas y tacones de plataforma, los cabellos largos iluminados desde atrás por las luces del escenario.
Turner pasó una biblioteca y una sala de billar donde jugaban dos arrugados sijs. Pasillo abajo encontró un reservado privado lujosamente alfombrado con antigua felpa sintética e indestructible. En la habitación estaba sentada sola una delgada joven malaya con vaqueros negros y chaqueta de seda, leyendo un ejemplar del mes pasado de New Musical Express. El titular decía: « ¡El Pop se suelta el pelo en Leningrado!». Tenía los pies apoyados en una mesita de café situada junto a una bandeja de plata con una jarra y un cubo de hielo. Su pelo rojo brillante mostraba cinco centímetros de raíces negras.
Le miró con neutra sorpresa. Turner vaciló en la puerta, luego entró en la habitación.
—Hola —dijo.
—Hola. ¿Cuál es tu kampong?
—El Edificio del Citybank —dijo Turner. Ya estaba acostumbrado a la pregunta—. Estoy en el ministerio de Industria, ingeniero consultor. Soy canadiense. Turner Choi.
Ella dobló el periódico y sonrió.
—Ah, eres el tipo que está trabajando con los robots.
—Cómo corre la voz —dijo Turner, complacido.
Ella le observó con atención.
—Seria Bolkiah Mu'izzaddin Waddaulah.
—Lo siento, no hablo malayo.
—Es mi nombre.
Turner se echó a reír.
—Oh, Dios. Sólo soy un canadiense pueblerino con paja en el pelo. Disculpa, ¿quieres?
—Eres un técnico occidental —dijo ella—. Qué exótico. ¿Cómo progresa tu trabajo?
—Es un encargo extraño —dijo Turner. Se sentó en el sofá, manteniendo una distancia cortés, maravillado por el extraño acento de la muchacha—. ¿Has vivido en Inglaterra?
—Fui al colegio allí. —Ella estudió su cara—. Pareces un Keith Richards chino.
—Lo siento, no le conozco.
—El guitarrista de los Rolling Stones.
—No sigo los conjuntos nuevos —dijo Turner—. Un poco de pop ruso, tal vez. —Sentía una tensión peculiar en la situación. Miró rápidamente las manos de la mujer. No llevaba anillo de casada, así que no lo estaba.
— ¿Te apetece un trago? Es zumo de uva.
—Claro —respondió Turner—. Gracias.
Ella sirvió graciosamente: inocente zumo de uva sobre hielo. Turner pensó que era musulmana, a pesar de su pelo teñido. Tal vez por eso era tan extrañamente retraída.
Tendría que sortear las reglas de nuevo. No era bonita al estilo convencional, pero tenía el tipo de intensidad neurótica que Turner había encontrado siempre fatalmente atractivo. Y su vida amorosa había sufrido en Brunei; los kampongs, con sus ojos fisgones y el chismorreo pueblerino, habían lastrado su estilo.
Se preguntó cómo se las podría arreglar para verla. No era una cuestión de invitarla simplemente a cenar, todo dependía de su kampong. Algunos eran más estrictos que otros. Podía terminar con media docena de veladas carabinas musulmanas, o tal vez con un grupo de musculosos primos y hermanos con mala actitud hacia los libertinos occidentales.
— ¿Cuándo piensas comenzar la producción?
—Ya hemos construido unos cuantos barcos de pesca, pero sólo son cosas menores. Tenemos planes mejores cuando los robots estén dispuestos.
—Una auténtica fábrica. Como en los viejos tiempos.
Turner sonrió, viendo allí su oportunidad.
— ¿Te gustaría hacer un recorrido por la planta?
—Parece romántico —dijo ella—. Esos robots son trabajo libre. Se supone que iban a ocupar el lugar de nuestro petróleo cuando se acabó. Brunei era rica, ya sabes. El petróleo lo pagaba todo. El estado de Shell, solían llamarnos. —Sonrió tristemente.
— ¿Qué tal el lunes? —preguntó Turner.
Ella le miró, sorprendida, y de pronto se ruborizó.
Turner la miró a los ojos. No soy yo, pensó. Hay algo de por medio..., adat u otra cosa.
—Está bien —dijo amablemente—. Me gustaría verte, ¿tan malo es? Trae a todo tu kampong si quieres.
—Mi kampong es el Palacio —dijo ella.
—Oh. —De pronto, volvió a experimentar aquella fría sensación.
—No lo sabías —dijo ella, triunfante—. Pensabas que era sólo una rockera groupie.
— ¿Quién eres, entonces?
—Soy la Duli Yang Maha Mulia Diranee... Bueno, soy la princesa. La princesa Seria. —Sonrió.
—Santo Dios. —Había estado flirteando con la princesa real de Brunei. Era extraño. Medio esperó que una troupe de eunucos bronceados se abalanzara sobre él, armados con cimitarras—. ¿Eres la hija del sultán?
—No debes pensar mucho en eso. Nuestro país sólo tiene cinco mil kilómetros cuadrados. Es tan pequeño que es un asunto de familia, nada más. El alcalde de Vancouver gobierna a más gente que mi familia.
Turner sorbió su zumo de uva para ocultar su confusión. Brunei era, después de todo, un país de la Commonwealth, con una aristocracia que había recibido educación británica. El sultán tenía caballos para jugar al polo y pistas de criquet. Pero, con todo, una princesa...
—No he dicho que fuera de Vancouver. Sabías quién era desde un principio.
—Brunei no tiene muchos chinos altos con camisa de leñador —sonrió pícaramente ella—. Y esas botas.
Turner se miró los pies. Llevaba las piernas acorazadas con botas de ingeniero que le llegaban hasta las rodillas, una masa de brillante cuero y hebillas. Su madre se las había comprado, convencida de que le salvarían de las mordeduras de las serpientes del salvaje Borneo.
—Prometí llevarlas —dijo—. Obligación de familia.
Ella pareció entristecerse.
— ¿También tú? Eso me suena a demasiado familiar. —Ahora que el hechizo del anonimato se había roto, parecía confusa. Su rápida camaradería empezaba a frenarse. Recogió el periódico musical, con un rumor de hojas. Turner vio que sus uñas estaban mordidas hasta la raíz.
Por alguna perversa razón, esto puso su libido en marcha. Ella tenía el aspecto nervioso y distante que anunciaba problemas con P mayúscula. Irónicamente, era su tipo.
—Conozco a la hija del alcalde en Vancouver—dijo deliberadamente—. Me gusta mucho más la versión local.
El consejero privado apareció de pronto en la puerta. La marchita estrella del rock llevaba un traje color crema con gemelos de rubí. Era un viejo buitre cadavérico con ojos irritados y barba de gallo.
Una masa revuelta de pelo blanco como la nieve brotaba de su cabeza como algodón en un frasco de aspirinas.
—Alteza —dijo en voz alta—. Necesitamos un cuarto jugador para el bridge.
La princesa Seria se levantó con aire de mártir.
—Ahora mismo estoy con vosotros —exclamó.
— ¿Y quién es este joven? —dijo Brooke, revelando sus dientes en una sonrisa incómoda.
Turner se acercó.
—Turner Choi, gran consejero privado —dijo en voz alta—. Es un honor conocerle, señor.
— ¿Cuál es su kampong, señor Chong?
— ¡El señor Choi trabaja en el astillero de robots! —dijo la princesa.
— ¿El qué? ¿El astillero? ¡Oh, espléndido! —Brooke pareció aliviado.
—Me gustaría hablar con usted, señor —dijo Turner—. Sobre las comunicaciones.
— ¿Sobre qué? —Brooke se llevó una mano a la oreja.
— ¡La red telefónica, señor! ¡Una línea externa!
La princesa pareció sorprendida. Pero Brooke, aún sin comprender, asintió neutramente.
—Ah, sí. Muy interesante... ¡Mi séquito y yo nos pasaremos algún día, cuando tengan instalada la línea! ¡Me encanta el sonido de las buenas máquinas trabajando!
—Claro —dijo Turner, reconociendo la derrota—. Eso será, hum, colosal.
—Brunei cuenta con usted, señor Chong —dijo Brooke, con sus ojos arrugados brillando con falsa sinceridad—. Me alegro de verle aquí. Que lo pase bien. —Estrechó la mano de Turner, y depositó algo en su palma. Le hizo un guiño y escoltó a la princesa al pasillo.
Turner se miró la mano. El viejo le había dado un cigarrillo de marihuana. Turner se estremeció, se echó a reír y lo tiró.
Otro lento lunes en Brunei Town. El equipo de trabajo de Turner descansaba a media mañana. Eran chinos bruneianos, y llevaban cestas de mimbre llenas de verduras frescas y pequeñas cestas lacadas para el almuerzo con kebabs de satay y pasta de gambas. Iniciaron el intercambio de comida de la mañana, charlando lánguidamente en mandarín con acento malayo.
Turner tenía muy poco poder sobre ellos. Los contrataba el ministerio de Industria, y les pagaba poco o nada. Su labor era parte de la invisible economía casera de los kampongs. Trabajaban a cambio de cosas para el kampong, como pollos o entradas para el cine.
El astillero era una nave cavernosa llena de vigas con un suelo de hormigón manchado de aceite. La sección principal, con sus rampas correderas y anguilas deslizándose hasta el agua, había sido una vez un kampong dayak. Los dayaks habían cubierto las paredes con gigantescos murales de brillante neón con banshees muertos al dar a luz y saltarines espíritus—grillo con diabólicos ojos fosforescentes.
La parte trasera tenía dos pisos, el taller de los robots en la planta baja y una oficina que daba al patio en la planta de arriba.
La oficina estaba decorada al estilo de la alta tecnología moderna de los años ochenta, con mesas de ordenador de esquinas redondeadas entre bruñidas particiones modulares, todo cromo tubular y plástico beige granuloso. El plástico había envejecido espantosamente en ochenta años, absorbiendo una miasma gris de huellas de dedos y hollín.
Turner trabajaba solo en el estrecho laberinto de particiones curvadas, donde una conspiración de empleados y programadores foráneos había sorbido eficientemente los últimos restos del dinero del petróleo de Brunei. Escribía el programa de modem trucado en el IBM, decidido a llamar a los Estados Unidos y sacar la línea de producción de la Edad de Piedra.
El patio apestaba a especias calientes cuando el equipo se puso a trabajar. Los robots eran artilugios hidráulicos de un solo brazo, esencialmente carritos de té glorificados con manipuladores de articulación única. Turner se las había arreglado para conseguir que alcanzaran cierto nivel burdo de trabajo: cortar madera, esparcir pegamento, arrastrar pesados troncos.
Pero, hasta ahora, el equipo de hombres se encargaba de todo el trabajo artesanal. Laminaban las largas tiras de los troncos para convertirlas en paneles de madera prensada. Curvaban los paneles mojados para convertirlos en el casco y la cubierta, y los sellaban al vapor sobre moldes curvos. Luego calafateaban las grietas y pintaban símbolos de buena suerte en las quillas.
Hasta ahora, la planta no había construido nada más que un esquife de seis metros. Pero en las mesas de dibujo había una serie de kampongs flotantes tamaño carguero, enormes trimaranes a vela para el océano, con cubiertas de cristal que servirían también de invernadero.
Turner suponía que las naves serian baratas y lentas, como la mayor parte de las cosas en Brunei, pero suficientemente agradables. Montones de lentas tardes doradas en los mares tropicales, con abundancia de fruta fresca. Todo el esfuerzo parecía bastante insensato, pero al menos rompería el aislamiento de Brunei con respecto al mundo y le daría una ruda flota mercante.
El capataz, un viejo chino vivaracho llamado Leng, llamó a gritos a Turner desde el patio. Turner salvó su programa, se levantó y miró a través del cristal. El ministro de política industrial había llegado, y atracaba un antiguo yate de fibra de vidrio equipado con velas latinas.
Turner bajó rápidamente, gruñendo para sí, esperando ser invitado a otro sermón de hombre a hombre. Pero la languidez típica zen del ministro se rompió. Fue casi directamente al grano, deteniéndose sólo para aceptar amistosamente un poco de leche de coco que le ofreció el capataz.
—Es Su Alteza el Sultán —dijo el ministro—. Alguien ha puesto una abeja en su gorro con respecto a esos robots. Ahora quiere visitar la planta.
— ¿Cuándo? —dijo Turner.
—Dos semanas —dijo el ministro—. O tal vez tres.
Turner reflexionó y sonrió. Notó la mano de la princesa en ello, y se sintió profundamente adulado.
—Creo que parece usted horriblemente complacido, para ser un hombre que predecía un desastre tan sólo el viernes pasado —dijo el ministro.
—He encontrado otra sección del manual —mintió Turner—. Espero tener auténticas mejoras en poco tiempo.
—Espléndido. ¿Recuerda el prototipo que estábamos discutiendo?
— ¿El modelo a cuarta escala? —dijo Turner—. Tuan ministro, incluso en miniatura, se trata de un trimarán de quince metros.
—Eso es. ¿Qué hay de ello? ¿Cree que podría esparcir por aquí los planos, hacer que los robots zumben con aspecto ocupado, con gran cantidad de serrín y mucho pegamento?
Política, pensó Turner. Le dirigió al ministro su mirada de Poli Malo.
—Se refiere a una especie de chanchullo. ¿No quiere que se construya el barco?
—No veo qué tiene que ver el orgullo con esto —dijo el ministro, herido—. Es una ocasión importante para el estado. Vendrán los noticiarios. Naturalmente que construiremos el barco. Simplemente quiero que sea impresionante, es todo.
Impresionante, pensó Turner. Claro. Si Seria iba a estar observando, ¿por qué no?
Afortunadamente, el carguero panameño estaba aún en el puerto, ya que no zarpaba hasta el miércoles. Armado con su nuevo software, Turner intentó hacer otra incursión pirata a las diez de la noche. Encontró un satélite brasileño y enlazó con Detroit.
La recepción era mala, y Doris ya se había mudado dos veces. Pero finalmente la encontró en un condominio en el distrito histórico de Centro Renacimiento.
— ¿Dónde está tu vídeo, tío?
—No funciona —mintió Turner, pues no quería aburrir a su antigua novia con dos años de historia pasada. Doris y él habían vivido juntos en Toronto durante dos semestres mientras él estudiaba en CAD—CAM. Doris era diseñadora de automóviles, una refugiada del Cinturón del Óxido tras el colapso de Detroit.
Para Turner, la universidad fue una magnífica oportunidad de vivir con el mismo par de vaqueros durante días y días, pero a veces los tiempos eran duros en el Cinturón, y Doris vivía en condiciones precarias. Turner acabó pagando las facturas, cosa que no le había molestado (dinero del Poli Malo), pero causó mala conciencia a Doris. Pasaron los meses, y ella empezó a gastar más cada semana. Él pagaba sus facturas sin decir palabra, y ella se fue deslizando lentamente por la pendiente. Terminó vomitando, borracha, en las sábanas nuevas de seda, incapaz de bajar las escaleras para recoger el correo sin una raya de coca.
Pero entonces llegó la noticia de la muerte del padre de Turner. Su viejo Maserati se había estrellado de frente contra una plataforma semitrailer automática. Turner y su hermano asistieron en Vancouver a la cremación, en medio del chisporroteo de la lluvia. Pusieron las cenizas en el altar de la familia y se arrodillaron ante los arabescos grises del humo de incienso. Nadie dijo gran cosa. No hablaron de lo mucho que bebía papá. Al abuelo no le habría gustado.
Cuando regresó a Toronto, descubrió que Doris había hecho las maletas y se había marchado.
—Ahora estoy con Kyocera —le dijo él—. Los ingenieros asesores.
— ¿Encontraste un trabajo, Turner? —dijo ella, apartando a un lado un mechón de pelo rubio—. No me extraña. Los pobres hacen cola para poder fregar platos. —Frunció el ceño—. ¿Qué clase de horario llevas, tío? Son las siete de la mañana. Me has cogido sin maquillaje.
Apartó la cámara y se apartó de la vista. Turner estudió su apartamento: bloques de hormigón y cajas de embalaje, sillas de vinilo, paredes desnudas festoneadas de papeles impresos. Aún estaba en la Red, sí. Los auténticos cabezas —de—Red lamentaban cada céntimo que no gastaban en información.
—Necesito ayuda, Doris. Necesito que me encuentres a alguien que pueda descifrar un viejo lenguaje robótico IBM llamado AML.
— ¿Sí? —exclamó ella—. ¿Con tarifa de agente del diez por ciento?
—Claro. Corre prisa, ¿vale? No es asunto de Kyocera, sólo mío.
La oyó gritar desde el cuarto de baño del apartamento.
— ¡Hace dos años que no sé nada de ti! No te cabreaste porque me largara, ¿no?
—No.
—No fue porque fueras chino, ¿vale? Quiero decir que eres tan chino como el jarabe de arce, ¿eh? Es que la buena vida me hacía sangrar la nariz.
Turner hizo una mueca.
—Mira, no pasa nada. Fue una cosa temporal.
—Entonces estaba loca. Pero me he enrolado con un buen programa psiquiátrico, y ha hecho maravillas por mí, de veras. —Regresó a la pantalla; se había puesto carmín y maquillaje. Sonrió y se tocó la mejilla—. Buen material, ¿eh? Del que usa el presidente.
—Estás muy bien.
—Mi psiquiatra me hace correr todos los días. Pero, ¿cómo te va, tío? ¿Te ves con alguien?
—La verdad es que no —sonrió—. Excepto con una princesa de Borneo.
Ella se echó a reír.
—Creía que habrías sentado ya la cabeza, tío. Con una niña de papá de por ahí, ¿no? Como tu hermano y como—se—llame.
—No soy así.
—Te gustan las mujeres locas, Turner, ése es tu problema. ¿Recuerdas la vez que tu madre se pasó a verte? Está como una cabra, por eso.
—Ah, Doris, Jesucristo —dijo Turner—. Si necesitara un psiquiatra, podría buscarme uno.
—Vale —dijo ella, herida. Tocó un control remoto. Un televisor al fondo de la habitación cobró vida con un chisporroteo de videomúsica. Doris no se molestó en mirarlo. Lo había conectado por reflejo, sumergiéndose en la transmisión como en un baño caliente—. Mira, veré qué puedo encontrar en la Red. Lenguaje AML, ¿no? Creo que conozco a...
BREAK
La pantalla se puso en blanco. Los alfanuméricos destellaron:
ENTRANDO MODO CHAT
La línea surcó la pantalla. Las palabras aparecieron a ochenta columnas, con un brillante tono verde. ¿¿QUÉ ESTÁ HACIENDO EN ESTA LÍNEA??
LO SIENTO, tecleó Turner.
INTRODUZCA SU CLAVE DE ACCESO:
Turner pensó con rapidez. Se había topado con la cadena subterránea de Brunei. Sabía que era posible, ya que estaba usando la cabina trucada de abajo. JARABE DE ARCE, tecleó al azar.
COMPROBANDO... ESA CLAVE NO ES VÁLIDA.
RENUNCIO, escribió Turner.
ESPERE, dijo la pantalla. AQUÍ NO NOS TOMAMOS A LOS INTRUSOS A LA LIGERA. LE HEMOS ESTADO OBSERVANDO. ÉSTA ES LA SEGUNDA VEZ QUE ACCEDE A UN SATÉLITE. ¿QUÉ ESTÁ HACIENDO EN NUESTRA RED?
Turner apoyó un dedo en la tecla de desconexión.
Aparecieron más palabras: SABEMOS QUIÉN ES, «JARABE DE ARCE»; ES TURNER CHONG.
—Turner Chai —dijo Turner en voz alta. Entonces recordó al hombre que había cometido aquel error. Sintió un súbito arrebato de alegría. Tecleó: ¡VALE, ME TIENE, TUAN CONSEJERO JIMMY BROOKE!
Hubo un largo espacio en blanco. Luego: MUY LISTO, tecleó Brooke. SERIA LO DIJO. SERIA, ¿ESTÁS EN ESTA LÍNEA?
¡¡QUIERO SU NÚMERO!!, tecleó Turner de inmediato.
ENTONCES DEJE UN (M)ENSAJE PARA «ROCKERA JUGUETONA», respondió Brooke. YO SOY «EL CORTACABEZAS DE LA RED».
GRACIAS, tecleó Turner.
LE ANOTARÉ, JARABE DE ARCE. YA QUE ESTÁ DENTRO, SERÁ MEJOR QUE LO HAGA EN NUESTROS TÉRMINOS. PERO RECUERDE: ÉSTE ES NUESTRO KAMPONG ELÉCTRICO, ASÍ QUE JUEGUE SEGÚN NUESTRAS REGLAS. NUESTRO «ADAT», ¿DE ACUERDO?
LO RECORDARÉ, SEÑOR
Y NADA DE ENLACES SATÉLITE PIRATAS, ESTÁ JODIENDO NUESTRAS LÍNEAS DE TIERRA.
VALE, tecleó Turner.
PUEDE ALQUILAR TIEMPO EN NUESTRAS PARABÓLICAS. LA PRÓXIMA VEZ LLAME DIRECTAMENTE AL 85—1515. POR CIERTO, A NUESTRA SECCIÓN DE JUEGOS LE VENDRÍA BIEN UN POCO DE PUESTA AL DÍA.
Las palabras se apagaron y fueron sustituidas por los comandos en ordenadas filas de un servicio de teletexto. Turner accedió a la sección de mensajes, pero entonces vaciló, sudoroso. En su mente, su rápido mensaje a Seria se ramificaba velozmente en una carta de amor particularmente enternecedora y tentativa.
Eso estaba bien, pero no era como lo había planeado. Se le escapaba de las manos. Tendría que pensarlo.
Desconectó. La cara de Doris apareció de inmediato.
—¿Dónde demonios has estado, tío?
—Lo siento —dijo Turner.
—He encontrado un viejo chalado en Yorktown Heights —dijo ella—. Dice que solía trabajar con los Big Blue allá en la prehistoria.
—Siempre se trata de algún viejo chalado —suspiró Turner, resignado.
Doris se encogió de hombros.
—¿Qué esperabas, tío? El control de natalidad acabó con todo lo demás.
En el patio, el sultán de Brunei charlaba con su ministro mientras los técnicos, ataviados con sarongs y sandalias de goma, luchaban con sus enormes y antiguas cámaras. El sultán llevaba toda su parafernalia, una chaqueta militar roja de cuello alto con entorchados dorados, repleta de medallas e insignias. Era un malayo maduro con un bigotito blanco recortado y ojos sabios y tristes.
Su hijo, el príncipe heredero, llevaba una corbata de seda y una chaqueta de piloto de las fuerzas aéreas. Turner había oído decir que al príncipe le chiflaban los helicópteros. El atuendo formal de Seria parecía un uniforme de Girl Scout revuelto, con una falda plisada y un ceñidor al hombro cuajado de medallas.
Turner estaba solo en la sala de ordenadores, comprobando una de las rutinas que había cargado en las líneas americanas. Ya habían hecho maravillas por la fábrica; los robots habían completado un casco del trimarán. El equipo humano se encargaba del trabajo delicado: el invernadero. Secciones de cristal colgaban ahora de las grúas del techo, brillando fotogénicamente en marcos geodésicos de madera.
Turner estudió su pantalla.
IF QMONITOR (FMONS(2)) EQ O THEN RETURN («DEMASIADO PEQUEÑO»)
TOGO = ASIDERO—APERTURA+MIN—OFS—QPOSITION(ASIDERO)
DMO VE(XYZ#(ASIDERO), (—TO GO/2*ARMAZON) (2,2) #(TOGO), FMONS(2));
¡Esto estaba ya mejor! A pesar de su rudeza, el AML se estaba convirtiendo en algo obsesivo para él, y sus ritmos resonaban como poesía. Recogió su taza de café, pensando: EXTIENDE—AGARRA—TOGO = (BOCA)+SORBER; RETURN.
La pereza de Brunei había desaparecido de la mañana a la noche cuando conectó con la Red. La pantalla se había comido su vida. Había pasado un mes desde su primera incursión pirata. Trabajaba todo el día con el AML; de noche, se iba a casa a intercambiar correspondencia electrónica con Seria.
Su romance había crecido a través de la Red; no a través del vídeo moderno, sino del anónimo brillo verde del antiguo teletexto. Día a día se había hecho más intenso, pues todo se conservaba en una sección privada de memoria y nada podía retirarse. Había más de un centenar de mensajes en sus discos secretos, al principio fríos y dubitativos, convirtiéndose lentamente a través de una pasión real hasta una especie de pánico mutuo.
No habían planeado que sucediera así. Era parte de la dinámica de la Red. Para Seria, había sido una rara oportunidad de escapar a su rol y hablar con un extranjero interesante. Turner sólo buscaba el tipo de solaz femenino casual que nunca le había costado encontrar. La Red los había engañado.
Porque no podían verse mutuamente. Turner advertía ahora que ninguna mujer le había conocido y comprendido como lo hacía Seria, por la sencilla razón de que nunca había hablado tanto con ninguna. Pensaba que, si las cosas hubieran salido como eran típicas en Occidente, habrían trasladado su atracción a la cama y todo habría muerto allí. Sus dos mundos habrían colisionado con fuerza, y habrían sonreído por encima del zumo de naranja a la mañana siguiente para murmurarse tácitamente adiós.
Pero no había sucedido de esa forma. Había fluido entre ellos a lo largo de las semanas: la familia de él, la de ella, su resentimiento común, la soledad de él, las pequeñas represiones de ella, todas aquellas cosas irritantes que ulceran a una sola persona pero son suavizadas por dos. Extrañamente, tenían más cosas en común de lo que Turner podría haber esperado. Cosas reales, cosas que importaban.
La dolorosamente simple Red local filtraba las emociones humanas para convertirlas en un simple canal de palabras impresas, dejando sólo una elevada esencia platónica. Su relación se había convertido en un romance clásico, desapasionado, espiritual en su sentido más intenso y peligroso. Los seres humanos no estaban hechos para vivir tales roles. Era el material de los grandes dramas porque aquello podía volverte loco fácilmente.
Turner había esperado con ansia la visita de Seria al muelle. Había tardado un mes en vez de dos semanas, pero ya contaba con ello. Así eran las cosas en Brunei.
—Hola, Jarabe de Arce.
Turner dio un respingo y se levantó.
—¡Seria!
Ella se arrojó en sus brazos con un duro golpe. Turner se tambaleó y la abrazó.
—Nada de besos —dijo ella rápidamente—. Uf, es desagradable.
Turner miró al muelle y la apartó rápidamente de la ventana.
—¿Cómo has llegado aquí?
—Subí las escaleras cuando no miraba nadie. Tenía que verte. Al tú real, no a las simples palabras en la pantalla.
—Esto es una locura. —La levantó del suelo y la abrazó con fuerza—. Dios, tienes un aspecto magnífico.
—Tú también. Ouch, mis medallas, ten cuidado.
Turner la volvió a posar en el suelo.
—Tenemos que acabar con esto. Mira, ¿cuándo puedo verte?
Ella agarró febrilmente sus manos.
—Termina el barco, Turner. Brooke lo quiere, es su nuevo juguete. Tal vez entonces podamos conseguir algo. —Alisó su falda y se pasó las manos por la cintura. Turner sintió una oleada de excitación tan intensa que le zumbaron los oídos. Extendió la mano y la pasó por el muslo de ella—, ¡No me arrugues la falda! —dijo Seria, temblando—. ¡Tengo que aparecer ante las cámaras!
—Este lugar no es para ti —dijo Turner—. Necesitas coches veloces, y daiquiris, y televisión, y viajes en reactor a las malditas Bahamas.
—Qué romántico —susurró ella apasionadamente—. Como las estrellas del rock, Turner. Montones de focos y fans en el aeropuerto. Turner, si pudieras ver lo que llevo debajo, te volverías loco.
Apartó la cara.
—¡Deja de intentar besarme! Los occidentales sois extraños. Las bocas son para comer.
—Tienes que acostumbrarte a las cosas de Occidente, preciosa.
—No puedes llevarme contigo, Turner. Mi gente no te lo permitiría.
—Ya pensaremos en algo. Tal vez Brooke pueda ayudar.
—Ni siquiera Brooke puede marcharse —dijo ella—. Todo su dinero está aquí. Si lo intentara, congelarían sus cuentas. Se quedaría sin un céntimo.
—Entonces me quedaré aquí —respondió él, implacable—. Tarde o temprano tendremos nuestra oportunidad.
—¿Y renunciarás a todo tu dinero, Turner?
Él se encogió de hombros.
—Sabes que no lo quiero.
Ella sonrió tristemente.
—Eso dices ahora, pero espera a que vuelvas a ver tu mundo real.
—No, escucha...
Las luces destellaron en el patio.
—Tengo que irme. Me echarán de menos. Déjame ir, déjame. —
Se zafó de él, reluctante, se dio la vuelta y echó a correr.
En los días que siguieron, Turner trabajó obsesivamente, enlazando subrutinas como remiendos de datos, aprendiendo mientras avanzaba, añadiendo los progresos de cada día al programa maestro. Cuando todo estuviera terminado y hubiera sorteado las redundancias, sería autosustentador. Los robots se harían cargo, transformando la información en barcos. Él acabaría con su labor. Y sus días lentos en Brunei serían historia.
Después de su trabajo, planeaba vagamente ir a Tokio, para una visita sentimental a la sede central de Kyocera. Lo habían reclutado a través de la Red; nunca había visto en persona a nadie de Kyocera.
Esa era la práctica estándar. La verdadera existencia de Kyocera era como datos, no como inmuebles. Una compañía multinacional moderna no era sus edificios o su stock. Su verdadera esencia era su habilidad para aparecer en una pantalla, y canalizar esa información especial conocida como dinero a través del limbo global de las transacciones bancarias electrónicas.
Él nunca le había puesto peros a esto. Era cosa vieja. Pero filtrar tanto la vida amorosa como el trabajo por la pantalla le había hecho sentirse quemado. Se acostumbró a dar largos paseos matutinos por Brunei Town después de las sesiones maratonianas ante la pantalla, estirando los músculos agarrotados y colocando los pies con aturdida deliberación AML: TOGO = DMOVE(RODILLA)+QPOSITION(PIE).
Se sentía como un fantasma en las calles abandonadas; Brunei no tenía vida nocturna, y una falta similar de atracadores y depredadores. Todo el mundo estaba en la cama, lavando la ropa de alguien, despierto al amanecer con el canto de los gallos de los kampongs. La gente murmuraba de ti si eras un bocazas. Pronto tendrías que trabajar de noche y tendrías que comer mangos hervidos.
Cuando la lluvia le alcanzaba, como hacía a menudo a primeras horas de la mañana, se refugiaba en las paradas de autobús de las esquinas. Éstas estaban llenas de altos tubos de cristal, cilindros de acuacultura, sopas verdosas llenas de algas y gruesas carpas resbaladizas.
Entonces pensaba en quedarse, protegido en Brunei para siempre, como una carpa tras el cálido cristal. Como uno de aquellos bonsáis en su maceta diminuta y cómoda, con la gente siempre cuidándote, tratando de que encajaras. Eso era Brunei para ti, todo Oriente, en realidad: una comunidad maravillosa, pero la gente siempre te pisoteaba, y en la cara...
Pero, ¿era mejor Occidente? Ancianos encerrados en asilos... Un paro atroz, y nadie sabía cuándo un robot o un sistema experto lo volvería a uno obsoleto... La gente hablaba a través de televisores y nadie conocía la cara del vecino de al lado...
¿Podría realmente renunciar a Occidente, abandonar a su familia, arruinar su carrera? Era una gesta romántica de lo más descabellado, porque, aunque fuera lo suficientemente valiente o estúpido como para romper todas las reglas, ella no lo haría. Seria nunca escaparía de su adat. Pertenecer a la realeza era peor que pertenecer a la Tríada.
Un laberinto de planes giraba en su cabeza como un bucle infinito, siempre vacío. Turner se sentaba aturdido y contemplaba los peces avanzar en círculos en las aguas oscuras, sintiéndose un objeto abandonado y preguntándose si estaba perdiendo la razón.
El consejero privado Brooke compró el barco. Apareció por sorpresa en el astillero una tarde, con su grupo de seguidores. Trajeron un camión lleno de renuevos en tubos de tierra. Empezaron de inmediato a cargarlos en el invernadero, subiendo y bajando las rampas de la pulida cubierta.
Brooke supervisó el trabajo durante un rato, siguiendo un plano de la cubierta que sacó del bolsillo de su chaqueta blanca de seda. Entonces señaló con el pulgar la oficina del centro de datos.
—Subamos a charlar, Turner.
Afortunadamente, Brooke había traído su audífono. Se sentaron en dos de las chirriantes sillas giratorias.
—Es un buen barco —dijo Brooke.
—Gracias.
—Sabía que lo sería. Ya sabes que fue idea mía.
Turner sirvió café.
—Me lo figuraba.
Brooke se echó a reír.
—Crees que es una locura, ¿no? Usar robots para construir barcos con madera de balsa y pegamento barato. Pero tu cabeza está atrasada, muchacho. Los ingenieros son todos unos místicos. Siempre desafiando a Dios con una nueva Torre de Babel. Dueños de la naturaleza, dueños del espacio y el tiempo. Apuntan a las estrellas y alcanzan Londres.
Turner frunció el ceño.
—Mire, gran consejero, yo he hecho mi trabajo. No hay nada en el contrato que diga que tengo que compartir su política.
—No —dijo Brooke—. Pero el sultanato puede utilizar a un hombre como tú. Eres un bricoleur, Chong. Puedes apañártelas. Puedes aprovechar. Eso es el bricolaje..., usar los recortes para hacer algo que merezca la pena. Brunei es ahora demasiado pobre para empezar con planes nuevos. No tenemos nada más que la basura que Occidente nos hizo comprar, botellas de coca cola y garajes para dos coches. Y ahora tenemos que vivir entre los desechos, y convertirlos en una comunidad. Es un trabajo duro, el bricolaje. Hace falta un tipo especial de hombre, un ojo especial, para que las ruinas florezcan.
—Yo no —dijo Turner. Estaba en uno de sus momentos duros. Algo en Brooke le volvía receloso. Brooke tenía una suavidad encubierta. Probablemente se debía a toda una vida de eludir las leyes antidroga.
Y Turner se esperaba este empujón final; la gente de su kampong había estado dejando caer indicios desde hacía semanas. No querían que se marchara; siempre aparecían con regalitos patéticos.
—Este lugar es un gran invernadero —dijo—. Sus pequeños kampongs son como orquídeas, que sólo crecen lentamente bajo el cristal. Brunei ya está conectada a la Red. Algún día romperá su burbuja de cristal, y dejará entrar al resto del mundo. Entonces lloverá a cántaros.
Brooke se sorprendió.
—¿Te gusta Bob Dylan?
—¿Quién? —dijo Turner, aturdido.
Brooke, confundido, sorbió el café e hizo una mueca.
—¿Has estado bebiendo este brebaje? Jesús, no me extraña que no duermas nunca.
Turner le sonrió. Nadie en Brunei se encargaba de sus propios asuntos. Había ojos por todas partes, y lenguas a juego.
—Ya conoce mi problema.
—Claro. —Brooke sonrió con sus dientes amarillos—. Tengo la idea de navegar río arriba, muchacho. Un pequeño crucero de un par de días. Podría emplear a un consejero técnico, si sabe guardar las formas delante de la realeza.
El corazón de Tumer dio un brinco. Sonrió como un tiburón.
—Entonces soy su hombre, consejero.
Estamparon una botella de mosto sin alcohol contra el casco central y bautizaron el barco como Mambo Sun. Los trabajadores de Turner lo hicieron bajar por los raíles y fijaron los mástiles. La tripulación la componía una familia de dayaks de una de las plataformas petrolíferas, una vieja con cuatro hijos. Eran los oscuros y hermosos descendientes de los piratas cortadores de cabezas, vestidos con sarongs teñidos a mano y viejas gorras de béisbol de plástico. Su lenguaje era completamente incomprensible.
El Mambo Sun bajó al agua, asentándose en su nuevo elemento con extraños crujidos como de tambor, producto de los cascos huecos. Salieron al mar aprovechando la brisa.
Brooke se situó con feliz despreocupación bajo la vela mayor, frunciendo la nariz ante el aire marino.
—Hará doce nudos —dijo con satisfacción—. Dios, Turner, qué bueno es salir del ático y perderse de ese hatajo de latosos.
—¿Por qué los soporta?
—Es algo que viene con el dinero, muchacho. Deberías de saberlo.
Turner no dijo nada. Brooke le sonrió.
—El dinero es poder, chico. El poder no se gasta. Si tú no lo usas, otro te usará a ti para conseguirlo.
—He oído decir que lo tienen atrapado aquí con ese dinero —dijo Turner—. Congelarán sus fondos sí trata de marcharse.
—Los dejé atraparme —contestó Brooke—. Así me gané su confianza. —Cogió a Turner del brazo—. Pero házmelo saber si tienes problemas de dinero. No dejes que el Banco Islámico local te enrede en nada. Ven a verme primero.
Turner se zafó.
—¿De qué le ha servido? Está rodeado de aduladores.
—Están conmigo desde hace cuarenta años. —Brooke suspiró con nostalgia—. Además, deberías de haberlos visto en el 98, cuando las calles estaban llenas de fanáticos musulmanes en busca de sangre. Los cócteles molotov ardían por todas partes, había batallas con los benditos chinos, el sultán fue hecho rehén... Mi gente no pestañeó. Contuvieron a la muchedumbre como si fueran un grupo de fans cuando trataron de asaltar mi edificio. Tenían agallas, los chicos.
Un viejo helicóptero americano zumbó en el cielo, y sus flotadores naranja casi rozaron el mástil. Brooke le gritó a la tripulación en su extraño lenguaje; éstos recogieron las velas y lanzaron el ancla, a media milla de la costa. El helicóptero viró expertamente y se posó en un tembloroso círculo de agua alisada por el viento. Uno de los dayaks les lanzó un cabo. Abarloaron.
—¡Permiso para subir a bordo, señor! —dijo el príncipe heredero.
Seria y él vestían blanca ropa náutica. Pasaron de los flotadores a una escalerilla de cuerda y subieron a la cubierta. El tercer pasajero, un piloto, tomó los controles del helicóptero. La tripulación recogió el ancla e izó velas de nuevo; el helicóptero se marchó.
El príncipe estrechó la mano de Turner.
—Creo que conoce a mi hermana.
—Nos conocimos en la filmación —dijo Turner. —Ah, sí. Buen rodaje, aquél.
Brooke, con milagroso tacto, se llevó al príncipe al invernadero. Seria se lanzó inmediatamente a los brazos de Turner.
—Hace dos días que no me escribes —siseó.
—Lo sé —dijo Turner. Miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que los dayaks estaban ocupados—. No dejo de pensar en Vancouver. En cómo me sentiré cuando esté allí.
—¿En cómo dejarás a tu Bella Durmiente en el castillo de espinos? Eres un romántico, Turner.
—No hables así. Duele.
Ella sonrió.
—No puedo dejar de alegrarme. Tenemos dos días para estar juntos, y Ornar se marea.
El río corría bajo sus quillas como fina grasa gris. La jungla se asomaba en las orillas; marañas verdes de follaje sobre delgados troncos hambrientos de luz, cubiertos de enredaderas. Era el país de las serpientes, el país de las sanguijuelas, con un hedor primigenio cociéndose en la mortal humedad, el aire tan denso que los gritos de los pájaros parecían cortarlo como seguetas. Los insectos zumbaban en densos enjambres sobre balsas de limo. Troncos hinchados y sospechosos flotaban en el barro gris. Algunos troncos tenían escamas y ojos.
El valle era curvado como una arteria, y serpenteaba entre altas colinas cubiertas de verde venenoso. Viscosos hilillos de niebla se enroscaban en la copa de los árboles. Donde no los había, los acantilados aparecían cubiertos de gruesos manojos de yedra. El cielo era gris, el sol un brillo pantanoso bajo toneladas de bruma.
El viento murió, y Brooke puso en marcha el pequeño motor de alcohol del barco. Turner se colocó en la proa central mientras avanzaban comente arriba. Se sentía mareado. El shock cultural se había apoderado de él; nada de todo esto parecía real. Era como la televisión. Por reflejo, no dejaba de pensar en Vancouver, en viajes en barco a las islas cubiertas de pinos.
Seria y el príncipe se reunieron con él.
—Encantador, ¿verdad? —dijo el príncipe—. Lo hemos convertido en un coto de caza. Algún día volverá a haber tigres.
—Buena idea, Alteza —dijo Turner.
—La ciudad se autoabastece, ya sabe. Un montón de viejos arrozales y terrazas han vuelto a la jungla. —El príncipe sonrió con profunda satisfacción.
Al anochecer, atracaron en un muelle junto a las ruinas de una ciudad ribereña. Décadas atrás, una riada había destruido la ciudad, dejando paredes demolidas donde las enredaderas cubrían los arriates de las oxidadas vigas de refuerzo. Un antiguo hotel de turistas era ahora una estación de rangers.
Desembarcaron para pasar revista a las tropas: Rangers Reales de Malasia con uniformes para la jungla, y un grupo de ecologistas suecos de visita, miembros de la Fundación Mundial Vida Salvaje. Los dos aristócratas se apuntaron a dar un paseo por la jungla. Charlaron amistosamente con los suecos y se embadurnaron con repelente para los insectos y las sanguijuelas. Brooke alegó su edad, y Turner consiguió poner una excusa.
Tras la ciudad se alzaba una antena de radio y las cúpulas blancas manchadas por la lluvia de las parabólicas.
—Equipo interceptor —dijo Brooke con un guiño—. El sultanato lo instaló hace años. Islámicos, malayos, japoneses..., te sorprendería saber la violencia con que la gente insiste en ser escuchada.
—Libertad de expresión—dijo Turner.
—¿Qué libertad hay cuando sólo las naciones ricas pueden permitirse hablar? La Red es cara, Turner. Para ti es un modo de vida, pero para nosotros es sólo un megáfono para la Coca Cola. Construimos esto para bloquear los gritos del mundo exterior. Pareció mejor instalar el equipo aquí, en las ruinas, donde no haría daño. Es un buen lugar para esconder secretos. —Brooke suspiró—. Ya sabes cómo se extiende la corrupción. Todo el que la toca es tentado. Usamos esas parabólicas como nervio central de nuestra propia Red. Se puede conseguir una línea de salida..., una real, con vídeo. Ven, Turner. Jarabe de Arce puede hacer una llamada gratis a la civilización.
Recorrieron las calles cubiertas de hojas, donde los cerdos y los flacos pollos con ojos de lagarto escapaban a sus pasos. Turner vio una cara tatuada, con auriculares, en la ventana demolida de un primer piso.
—La tribu murut local —dijo Brooke, alzando la cabeza—. Son un poco tímidos.
La sala de control central era un pequeño bloque de hormigón blanco rodeado por fuertes hileras de paneles solares. Brooke abrió un candado con una llave de bolsillo y descorrió el cerrojo. Dentro, la habitación sin ventanas quedaba levemente iluminada por las diminutas luces verdes y amarillas de antiguas disqueteras y ordenadores personales. Brooke encendió una lámpara de mesa y se sentó en una silla acolchada de gomaespuma.
—Todo automático, ¿ves? El gobierno no ha tenido que hacer ninguna visita oficial desde hace años. Eso ahorra problemas a todo el mundo.
—Excepto a ustedes —dijo Turner.
—Nosotros somos el problema —dijo Brooke—. Además, esto fue idea mía. —Abrió un cofre de mimbre y desenvolvió una cámara de vídeo guardada en un paño de algodón. La abrió, roció su interior con lubricante de silicona y la montó sobre un trípode—. Todas las comodidades del hogar. —Salió de la habitación.
Turner vaciló. Por fin se había dado cuenta de lo que le molestaba de Brooke. Era sofisticado. Tenía la clásica actitud sofisticada de estar a la moda de cosas negadas a quienes no fueran modernos. Era sorprendente lo extraño que eso parecía en alguien que era realmente viejo.
Turner marcó el número de la casa de su hermano. La pantalla continuó oscura.
—¿Quién es? —dijo Georgie.
—Turner.
—Oh. —Un largo momento de pausa; la pantalla destelló al fin para mostrar a Georgie con una bata de seda marrón, el pelo aún revuelto—. Qué alivio. Hemos tenido problemas con las llamadas obscenas.
—¿Cómo van las cosas?
—Se está muriendo, Turner.
—Santo Dios.
—Me alegra que llamaras. —Georgie se alisó el pelo, temblando—. ¿Cuándo podrás estar aquí?
—Tengo trabajo, Georgie.
Georgie frunció el ceño.
—Mira, no te reprocho que hayas huido. Querías vivir tu propia vida; muy bien, perfecto. Pero esto es asunto de familia, no un trabajo de poca monta en mitad de ninguna parte.
—Maldición —gimió Turner—. Me gusta estar aquí, Georgie.
—Sé lo mucho que odias al viejo bastardo. Pero ahora se está muriendo. Mira, le hemos sostenido la mano durante un par de semanas, y es todo nuestro, ¿comprendes? La Riviera, tío.
—No funcionará, Georgie —dijo Turner, agarrándose a la última esperanza—. Va a jodernos.
—Por eso te necesito aquí. Tenemos que trabajarle a dos bandas, ¿comprendes? —Georgie apartó la mirada de la pantalla—. Piensa en mis hijas, Turner. Somos tu familia, nos lo debes.
Turner se desesperó.
—Georgie, hay una mujer aquí...
—Cristo, Turner...
—No es como las otras. De verdad.
—Magnífico. Así que vas a casarte con ella y tener hijos, ¿eh?
—Bueno...
—Entonces, ¿por qué me haces perder el tiempo?
—Está bien —dijo Turner, hundiendo los hombros—. Tengo que arreglar unas cuantas cosas. Te volveré a llamar.
Los dayaks habían desembarcado. El príncipe invitó a bordo a los ecologistas suecos. Pasaron la noche sorbiendo púdicamente zumo de naranja y discutiendo sobre el Krakatoa y el rinoceronte de los pantanos.
Después de la fiesta, Turner esperó una dolorosa hora y se arrastró hasta el desierto invernadero.
Seria esperaba en el sudoroso calor verde, sentada con las piernas cruzadas a la acuosa luz de la luna, cepillándose el pelo. Turner se reunió con ella en el jergón. Ella llevaba un erótico camisón rojo (heredado de alguna groupie de la legión de mujeres de Brooke) ajado por la edad. Estaba empapada en perfume.
Turner la hizo tocar el bultito que tenía en el antebrazo, allá donde el implante anticonceptivo se notaba bajo la piel. Se quitó los pantalones.
Empezaron con cautela y en silencio, y terminaron, dos horas después, en la intimidad primigenia del olor y el sudor mutuos. Turner se tendió de espaldas, con la cabeza apoyada en el brazo, sintiendo una cosquilleante efervescencia de profundo placer celular.
Había sido místico. Sentía como si alguna energía primaria femenina hubiera brotado del cuerpo de Seria y le hubiera barrido, hasta el hueso. Todo parecía diferente ahora. Había descubierto un nuevo mundo, el tipo de mundo en el que un hombre podía pasarse toda la vida. Merecía la pena emplear diez años de vida sólo por poder estar aquí tendido y oler su piel.
La idea de tenerla lejos del alcance de la mano, aunque sólo fuera por un momento, le llenó de una ansiedad primaria cercana al dolor. Debía de haber un millón de formas de hacer el amor, pensó lánguidamente. Tantas como de hablar o de pensar. Con pasión. Con devoción. Juguetona, tierna, frenética, suavemente. Porque lo querías, porque lo necesitabas.
Sintió una instintiva urgencia de retirarse a algún rincón oculto (cualquier sitio con cama y techo) y pasar la semana siguiente explorando las primeras veinte o treinta formas de ese millón.
Pero entonces la insistente presión de la realidad le envió un hilillo de razón. Salió de su ensimismamiento con una dolorosa convicción de la perversidad de la vida. Aquí estaba todo lo que quería..., todo lo que pedía era cubrirse con Seria como una sábana y cerrarse a las absurdas complicaciones de la vida. Y eso no iba a suceder.
Escuchó la pacífica respiración de ella y se hundió en una negra depresión. Ésta era la clase de situación que exigía descabellados gestos románticos, el tipo que ninguno de ellos iba a hacer. No se les permitía hacerlos. No estaban en su programa, no estaban en el adat de ella, no estaban en los planes.
Cuando regresara a Vancouver, nada de todo esto parecería real. La luz de la luna en la jungla y el sudor erótico no se mezclaban con las frías brumas sobre las montañas y la mansión familiar en Churchill Street. El shock cultural borraría sus recuerdos, rompiendo el millón de lazos invisibles que atan a los amantes.
Mientras se quedaba dormido, tuvo un súbito flash lúcido de precognición: él mismo, sentado en el asiento trasero del Mercedes de su hermano, dejando que la máquina le condujera al azar por la ciudad. Miraba más allá de su reflejo en la ventanilla a la nieve sucia del Queen Elizabeth Park, y pensaba: Nunca volveré a verla.
Pareció que había pasado sólo un instante, pero ella le estaba sacudiendo para despertarle.
—¡Shh!
—¿Qué? —murmuró él.
—Estabas hablando en sueños. —Ella le mordisqueó la oreja, susurrando—. ¿Qué significa «Set-position Q-move»?
—Jesús, estaba soñando en AML. —Entonces sintió los últimos restos de la pesadilla, un horror inenarrable de frío hierro e indefensa repetición—. Mi familia —dijo—. Todos eran robots.
Ella se echó a reír.
—Estaba intentando reparar a mi abuelo.
—Vuelve a dormir, querido.
—No. —Ahora estaba completamente despierto—. Será mejor que regresemos.
—Odio esa cabina. Iré a tu tienda en cubierta.
—No, te descubrirán. Resultarás lastimada, Seria. —Se puso los vaqueros.
—No me importa. Ésta es la única oportunidad que tenemos. —Se ajustó con esfuerzo el tejido rojo de su camisón.
—Quiero estar contigo —dijo él—. Si pudieras ser mía, mandaría al infierno mi trabajo y mi familia.
Ella sonrió amargamente.
—Ya lo pensarás mejor más tarde. No puedes tirar tu vida por una relación. Encontrarás otra mujer en Vancouver. Ojalá pudiera matarla.
Sus palabras parecían sinceras, pero aun así él se sintió herido. No debería de haber dudado de su disposición a destruir por completo su vida.
—Tú también te casarás algún día. Por razones de estado.
—Nunca me casaré —dijo ella, distante—. Algún día me escaparé de aquí. Mi gran gesto romántico.
Turner pensó dolorosamente que nunca lo haría. Se haría vieja bajo el cristal en este lugar.
—Un gran gesto fue suficiente —dijo él—. Al menos tenemos esto.
Ella le miró, sombría.
—No lamentes tener que marcharte, querido. No estaría bien que yo te hiciera quedarte. No sabes toda la verdad sobre este lugar. Ni sobre mi familia.
—Todas las familias tienen secretos. Los tuyos no pueden ser peores que los míos.
—Mi familia es distinta. —Ella apartó la mirada—. La realeza malaya es sagrada, Turner. Sagrada y sucia. Somos aristócratas, escudos para los inocentes... La suciedad y la fealdad golpean el escudo, no a nuestro pueblo. Cargamos la corrupción sobre nosotros. Todos los crímenes que comete el estado son crímenes nuestros, ¿comprendes? Pertenecen a nuestra familia.
Turner parpadeó.
—¿Y qué? Dímelo entonces. No dejes que se inmiscuya entre nosotros.
—Será mejor que no sepas nada. Vinimos aquí por un motivo, Turner. Es un plan de Brooke.
—¿Ese viejo tramposo? —dijo Turner, sonriendo—. Eres demasiado romántica con respecto a los occidentales, Seria. Te parece muy interesante, pero no es más que un chalado quemado.
Ella sacudió la cabeza.
—No comprendes. En vuestro Occidente es distinto. —Rodeó con los brazos sus esbeltas piernas y apoyó la barbilla sobre sus rodillas—. Algún día me iré.
—No —dijo Turner—, esto es lo distinto. En Occidente las familias se desintegran, el dinero se mete en todo. La gente no se pertenece mutuamente, pertenece al dinero y a sus instituciones... Aquí al menos la gente puede preocuparse y vigilar a los demás...
Ella rechinó los dientes.
—Vigilar. Sí, siempre. Tienes razón, debo marcharme.
Turner regresó a la mosquitera de su tienda en cubierta, y permaneció sentado en la oscuridad durante horas, saboreando su miseria. Mañana llegaría el helicóptero para llevar al príncipe y a su hermana de regreso a la ciudad. Pronto Turner tendría que regresar también, para acabar los últimos detalles y luego marcharse. Fantaseó: volvería de Vancouver con un cheque enorme. Té con el sultán. Esto, mire, Alteza, mi abuelo ganó pasta con la heroína, aquí tiene una parte. Envuélvame a la chica, le encantará ser la esposa de un ingeniero, créame...
Oyó el débil roce de unos pasos contra la cubierta. Se asomó a través de la puerta de lona de la tienda y vio el destello de una linterna. Era Brooke. Llevaba una maleta.
El viejo miró receloso a su alrededor y bajó al muelle. Debilitado por horas de reflexión, Turner se sintió instantáneamente inflamado por los movimientos ocultos de Brooke. Permaneció inmóvil durante un momento, mientras la curiosidad y la furia devoraban rápidamente su sentido común. El sentido común decía que los secretos de Brunei no eran asunto suyo, pero también estaban convirtiendo su vida en un infierno. Cualquier cosa era mejor que estar de pie toda la noche dándole vueltas a la cabeza. Se puso rápidamente la camisa y las botas.
Se deslizó por el costado del barco, divisó la camisa blanca de Brooke a la luz de la luna y le siguió. Brooke sorteó la periferia de las ruinas y se encaminó por un sendero de la jungla, lleno de ominosas enredaderas y la promesa de serpientes. Bajo un esponjoso rastro de hojas y moho, el sendero era de asfalto. Antes había sido una carretera.
Turner le siguió de cerca, advirtiendo agradecido que el viejo sordo no podía oír el sonido de sus botas. El sendero ascendía, hacia el interior. Brooke maldijo cuando un grupo de cerdos apareció en la espesura. Medio kilómetro más adelante, descansó durante diez largos minutos en la carcasa oxidada de un Land-Rover, mientras los mosquitos se cebaban en el cuello y las manos descubiertas de Turner.
Rodearon una colina y llegaron a un campamento. La luz de la luna iluminaba débilmente tres metros de alambrada de espino y cuatro oscuras torres de vigilancia. El terreno había sido quemado en varios metros a la redonda. Dentro de la alambrada había barracones.
Brooke se acercó tranquilamente a la verja. El lugar parecía muerto. Turner se acercó a rastras, oculto por la oscuridad.
La verja se abrió. Turner avanzó entre dos matorrales y tendió el cuello.
El reflector de una de las torres se encendió y le cubrió de luz desde cuarenta metros de distancia. Alguien le gritó a través de un altavoz, en malayo. Turner se puso en pie de un salto, cegado, y levantó los brazos.
—¡No disparen! —chilló, con voz rota—. ¡Alto el fuego!
La luz se apagó. Turner se quedó parpadeando en la oscuridad, y luego contempló las cuatro motitas rojas que revoloteaban sobre su pecho. Advirtió lo que eran y alzó aún más los brazos, con la espalda helada. Aquellas luciérnagas rojas eran rastreadores láser de rifles automáticos.
Los guardias le alcanzaron antes de que su visión se despejara. Sombras oscuras en uniformes de camuflaje. Vio los angulosos cargadores de sus rifles apuntando a su pecho. Sus cabezas eran gruesas: llevaban gafas infrarrojas.
Le esposaron y le condujeron al campamento.
—¿Hablan ustedes inglés? —preguntó Tumer. No hubo respuesta—. Soy canadiense, ¿vale?
Brooke esperaba, sorprendido, más allá de la verja.
—Oh —dijo—. Eres tú. ¿Qué clase de idea de mierda es ésta, Turner?
—Una muy mala —dijo Turner sinceramente.
Brooke habló en malayo con los guardias. Éstos bajaron sus armas; uno le liberó las manos. Regresaron a la oscuridad.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Turner.
Brooke enfocó con su linterna la cara del muchacho.
—¿Qué es lo que parece, capullo? Es una prisión política. —Su voz era tan fría que Turner vio, con el ojo de su mente, el repentino flash de un telegrama.
QUERIDA SEÑORA CHOI, LAMENTAMOS INFORMARLE QUE SU HIJO PISÓ UNA VÍBORA EN LA JUNGLA DE BORNEO Y SUS BOTAS NO LE SALVARON...
Brooke habló tranquilamente.
—¿Creías que Brunei era todo luz y dulzura? Es una nación, maldita sea, no un tren de juguete. Muy bien, pégate a mí y mantén la boca cerrada.
Brooke agitó su linterna. Un guardia emergió de la oscuridad y les guio a la esquina de los barracones de madera, que estaban colocados por encima del suelo mojado sobre bloques de hormigón. Subieron un corto tramo de escaleras. El guardia conectó un interruptor interior, y la celda se iluminó. Se asomó a través de los barrotes de la pesada puerta de hierro y luego descorrió el cerrojo, produciendo un fuerte chirrido de los goznes.
Brooke murmuró las gracias y estrechó cuidadosamente la mano del guardia. Éste sonrió bajo las feas gafas y se metió la mano en la chaqueta de camuflaje.
—Vamos —dijo Brooke. Entraron en la celda. La puerta se cerró tras ellos.
Un viejo de piel oscura parpadeó cansinamente bajo la súbita luz. Se sentó en su jergón de hierro, apartó una mosquitera amarillenta y buscó un par de gafas con montura de alambre que había en el suelo. Llevaba un traje de preso de rayas grises, pantalones gastados y una burda camisa. Se colocó con cuidado las gafas y alzó la cabeza.
—Ah —dijo—. Jimmy.
Era una celda desnuda: suelo de madera, un orinal, una vieja jarra de aluminio y un lavabo. Dos estanterías de metal sobre la cama contenían libros en inglés y en un alfabeto enroscado que Turner no reconoció.
—Éste es el doctor Vikram Moratuwa—dijo Brooke—. El fundador del Partai Ekolojasi. Te presento a Turner Choi, un joven idiota.
—Ah —dijo Moratuwa—. ¿Vamos a ser compañeros de celda, joven?
—No está arrestado —dijo Brooke—. Todavía. —Abrió su maleta—. Te traje los libros.
—Excelente —bostezó Moratuwa. Había perdido la mayor parte de sus dientes—, Ah, Mumford, Florman y Lévi—Strauss. Gracias, Jimmy.
—No hay de qué —dijo Brooke, advirtiendo la expresión sorprendida de Turner—. El sultán hace la vista gorda a estas pequeñas visitas de caridad, si soy discreto. Creo que podré salvarte de los problemas, aunque caigas de cabeza en ellos.
—Jimmy es mi amigo más antiguo en Brunei —dijo Moratuwa—. No hay nada malo en dos viejos hablando.
—No le creas —repuso Brooke—. Este hombre es un radical peligroso. Quería disolver la monarquía. Y también era consejero privado.
—Jimmy, no vinimos aquí para ser aristócratas. Ésa no es una Acción Justa.
Turner reconoció el término.
—¿Es usted budista?
—Sí. Estuve con el Sardovaya Shramadana, el movimiento tecnológico budista. Jimmy y yo nos conocimos en Sri Lanka, donde nació el Sardovaya.
—Sri Lanka es un buen lugar para rodar vídeos —dijo Brooke—. Yo estaba aún en el negocio del rock, haciendo producciones. Finanzas. Pero me estaba quedando seco. Entonces me encontré con un mitin del Sardovaya y le escuché hablar. ¡Fue terriblemente excitante! —Brooke sonrió al recordar—. También allí tenía problemas. Incluso hace treinta años, sus prédicas eran demasiado puras para que nadie se sintiera cómodo con ellas.
—No hemos venido a esta tierra a hacer las cosas cómodas para nosotros —citó Moratuwa. Miró a Turner—. Brunei florece ahora, joven. Tenemos las técnicas, la habilidad, la experiencia. ¡Es hora de abrir las puertas de par en par y hacer que la Acción Justa se extienda por toda la Tierra! Brunei fue nuestro invernadero, pero los campos son el ancho mundo exterior.
Brooke sonrió.
—Choi está construyendo los barcos.
—¿Nuestras Arcas Oceánicas? —dijo Moratuwa—. Ah, espléndido.
—He venido con el primer modelo.
—Qué alegre noticia. Nos ha hecho un gran servicio, señor Choi.
—No comprendo —dijo Turner—. No son más que barcos de vela.
Brooke sonrió.
—Para ti, tal vez. Pero imagina que eres un estibador malayo que vive a base de pescado y proteínas. ¿Qué pensarías de un barco que no cuesta nada construir, nada de dirigir, y da comida gratis?
—Oh —dijo Turner lentamente.
—Sus veleros llevarán nuestro mensaje verde por todo el globo —dijo Moratuwa—. Los maestros tenemos un dicho: «Oigo y olvido; veo y recuerdo; hago y comprendo». Predicar simplemente son sólo palabras. Cuando la gente vea nuestros kampongs flotantes atracados en los muelles del mundo, entonces podrán tocar, oler y vivir nuestra vida en esos barcos, entonces comprenderán verdaderamente nuestra Forma.
—¿De verdad cree que funcionará? —dijo Turner.
—Es así como empezó aquí —dijo Moratuwa—. Teníamos libros de texto sobre la granja urbana, textos desarrollados en su Occidente, simples tecnologías que cualquiera puede usar. El edificio de Jimmy fue nuestro primer kampong verde, nuestro modelo de demostración. Encontramos a muchos que nos ayudaron. El paro era grave, como lo es aún por todo el mundo. Pero las manos ociosas pueden colocar claraboyas, cargar abono, construir molinos de viento. No es elegante, pero es comida, comunidad y orgullo.
—Nuestro Partido y los extremistas musulmanes estaban cerca —dijo Brooke—. Ellos querían quemar todo rastro de Occidente..., nosotros queríamos aprovechar lo que se pudiera. Ganamos. La gente pudo ver y tocar el futuro que ofrecíamos. La comida sabe mejor que los sermones.
—Sí, esos pobres musulmanes —dijo Moratuwa—. Aun aquí, después de tantos años. Debes de hablar con el sultán para que dé una amnistía, Jimmy.
—Fusilaron a su hermano delante de su familia —dijo Brooke—. Seria lo vio. Sólo era una niña.
Turner sintió un espasmo de dolor por ella. Nunca se lo había contado.
Pero Moratuwa sacudió la cabeza.
—Los monárquicos fueron demasiado lejos para proteger su poder. Intentaron poner freno a nuestra Forma, controlarla con su adat real. Pero no pueden mantener al mundo eternamente fuera, ni encerrar a aquellos que quieren aire fresco. Sólo se aprisionan a sí mismos. Pregúntele a Seria. —Sonrió—. Buda fue también príncipe, pero dejó su palabra cuando el mundo lo llamó.
Brooke se rio amargamente.
—Los viejos soliviantadores son testarudos. —Miró a Turner—. Este hombre es aún leal a nuestro viejo sueño, toda aquella historia descabellada que está enterrada bajo veinte años. Podría estar fuera de aquí con una sola palabra, si prometiera tranquilizarse y seguir el adat. Es un crimen mantenerle aquí. Pero la familia real no son santos, sino políticos. No pueden permitirse el lujo de la inocencia.
Turner reflexionó tristemente sobre aquello. Advirtió que había encontrado al fantasma bajo los grandes posters del Partido Verde, aquellos ajados sermones de la Tierra Toda enterrados bajo anuncios deportivos y estrellas cinematográficas malayas. Éste era el hombre que había salvado a la familia de Seria, y era aquí donde lo habían metido.
—El sultán no es muy agradecido —dijo.
—No es ése el problema. Verás, a mi amigo no le importa en realidad un comino Brunei. Quiere romper las puertas del invernadero, y no le importan los problemas que cree a los del lugar. No está satisfecho con salvar un país de sello de correos. Tiene el mundo en su conciencia.
Moratuwa sonrió, indulgente.
—Y mi amigo Jimmy tiene al mundo en el terminal de su ordenador. Es un occidental perverso. Ha conservado puros a los nativos, pero él está empapado en whisky y la Red.
Brooke dio un respingo.
—Sí. Ninguno de los dos pertenece realmente aquí. Los dos somos malditos agitadores extranjeros, es cierto. Vinimos juntos. Sus palabras, mi dinero..., pensamos que podíamos cambiar las cosas en todas partes. Brunei iba a ser nuestro laboratorio. Era lo suficientemente pequeño, y desesperado, como para escuchar a un par de chiflados. —Tocó su audífono y miró a Turner, que sonreía—. Tú tampoco eres gran cosa, Choi, ¿sabes? Me equivoqué contigo. Me alegro de que te marches.
— ¿Por qué? —preguntó Turner, herido.
—Eres demasiado recto y demasiado problemático. Te analicé a través de la Red hace mucho tiempo..., sé lo de tu abuelo, las drogas y todo el rollo de la Tríada. Pensaba que serías un tipo frío. En cambio, tenías que ser el caballero de brillante armadura..., un maldito robot, eso es lo que eres.
Turner crispó los puños.
—Lamento no haber seguido su programa, viejo bastardo.
—Ella es como una hija para mí —dijo Brooke—. Un rápido revolcón, de acuerdo, todos lo necesitamos, pero tenías que venir como el Príncipe Azul. Bueno, cogerás ese helicóptero mañana, y de vuelta a Babilonia, chico.
— ¿Sí? —dijo Turner, desafiante—. ¿Y si no, qué? ¿Me meterá en este sitio?
Brooke sacudió la cabeza.
—No tendré que hacerlo. Piénsalo, míster Choi. Sabes demasiado bien a qué lugar perteneces.
Fue un triste viaje de regreso. Seria se dio cuenta inmediatamente de cuál era su estado de ánimo. Cuando vio su mueca de Poli Malo, su sonrisa desapareció como una polilla en una llama. Sabía que se había acabado. No hablaron mucho. El rugido de las aspas del helicóptero se habría tragado de todas formas las palabras.
El astillero estaba cubierto con el armazón de una enorme Arca Oceánica. Había sido fácil aumentar el proceso con los programas que había cargado. Los trabajadores estaban eufóricos, pero el triunfo que tanto tiempo había esperado se había convertido en cenizas para Turner. Imprimió una carta de dimisión y se la llevó al ministro de industria.
El kampong del ministro estaba aún expandiéndose. Habían cubierto toda una manzana de la ciudad con grandes toldos de plástico transparente que colgaban de las paredes de los edificios como gigantescas telas de araña empapadas de rocío. Las mujeres y los niños rastrillaban casualmente las calles con picos y azadas, levantando el suelo. Las alcantarillas habían sido retiradas y convertidas en largos conductos repletos de berros.
El ministro vivía en una larga tienda de batik de algodón. Echaba la siesta en una hamaca anclada a una pared y atada a un viejo poste.
Turner le despertó.
—Ya veo —bostezó el ministro, calzándose las sandalias—. Enfermedad en la familia, ¿no? Le comprendo. ¿Cuándo regresará?
Turner sacudió la cabeza.
—El trabajo está hecho. Los robots estarán montando barcos desde ahora hasta el día del juicio final.
—Pero aún tiene dos meses por delante. Podría supervisar la línea hasta que estemos seguro de que tenemos todos los problemas solucionados.
—No hay ninguno —dijo Turner. Sabía que era cierto. Construir barcos tan simples era trabajo de monos. Los humanos podrían haberlo hecho.
—Hay mucho trabajo aquí para un hombre de su talento.
—Contraten a otro.
El ministro frunció el ceño.
—Tendré que quejarme a Kyocera.
—Voy a dimitir también con ellos.
— ¿Renunciar a su multinacional? ¿Tan pronto en su carrera? ¿Es aconsejable?
Turner cerró los ojos y acopió sus últimos fragmentos de paciencia.
— ¿Por qué debería importarme? Tuan ministro, nunca los he visto.
Turner hizo un último trato con los chicos de la Planta 4 y entró en su habitación con una vieja lata llena de cerveza de arroz. La pequeña rejilla en la boquilla era muy conveniente para filtrar los grumos más gruesos. Se sirvió un largo trago y contempló la habitación. Tenía que empezar a empaquetar.
Empezó a despejar las paredes y a arrojar suvenires sobre la cama, deteniéndose para dar largos tragos de cerveza de arroz caliente. Hacer la maleta resultó dolorosamente simple. No había traído gran cosa. La habitación parecía patética. Tomó más cerveza.
Su bonsái se estaba muriendo. Ahora no había duda. La presión de la diminuta maceta era asesina.
—Pobre hija de puta —le dijo Turner, la voz cargada de autoconmiseración. Movido por un impulso, rompió la maceta con la bota. Transportó con cuidado el árbol y enterró sus retorcidas raíces en la rica tierra negra de la ventana—. Ya está —dijo, limpiándose las manos en los vaqueros—. ¡Y ahora crece, maldita sea!
Era nuevamente viernes por la noche. Daban otra película gratis en el parque. Turner la ignoró y llamó a Vancouver.
— ¿Otra vez sin vídeo? —dijo Georgie.
—Otra vez.
—Me alegro de que hayas llamado. La cosa está mal, Turner. Los primos de Taipéi están aquí. Revolotean sobre el viejo como un hatajo de buitres.
—Entonces están en buena compañía.
— ¡Jesús, Turner! ¡No digas esas cosas! Mira, el honorable abuelo pregunta por ti todos los días. ¿Cuándo estarás aquí?
Turner miró su agenda.
—He reservado pasaje en un carguero hasta la isla de Labuan. Eso está en territorio malayo. Allí puedo conseguir un avión y llegar hasta Manila. Luego cogeré un reactor de la Japan Air hasta Midway y otro a Vancouver. Eso me hará llegar a las, hum, ocho de la noche del lunes.
— ¿Tres días?
—Aquí no hay aviones, Georgie.
—Muy bien, si eso es lo mejor que puedes conseguir. Es una lástima lo de tu vídeo. Mira, quiero que le llames al hospital, ¿vale? Dile que vienes de camino.
— ¿Ahora? —dijo Turner, horrorizado.
Georgie explotó.
— ¡Estoy harto de poner excusas por ti, tío! ¡Enfréntate a tus malditas obligaciones por una vez! ¡Lo menos que puedes hacer es llamarle y hacer de nieto bueno! Te conectaré desde aquí.
—Sí, tienes razón —admitió Turner—. Lo siento, Georgie, sé que ha sido duro.
Georgie bajó la mirada y pulsó una tecla. Mientras la estática zumbaba, sonó un teléfono, y Turner fue catapultado a la cabecera de su abuelo.
El viejo estaba moribundo. Sus pómulos sobresalían como cuñas, y tenía los labios hinchados y azules. Hileras de monitores parpadeaban junto a su cama. Turner habló en mandarín entrecortado.
—Hola, abuelo. Soy tu nieto, Turner. ¿Cómo estás?
El viejo fijó sus horribles ojos en la pantalla.
— ¿Dónde está tu imagen, chico?
—Estoy en Borneo, abuelo. No tienen teléfonos modernos.
— ¿Qué clase de sitio es ése? ¿No tienen ningún respeto?
—Es la política, abuelo.
El abuelo Choi frunció el ceño. Un escalofrío de terror recorrió a Turner. Santo Dios, pensó, voy a tener ese aspecto cuando sea viejo.
—No recuerdo haber dado mi permiso para esto —dijo su abuelo.
—Fue hace ocho meses, abuelo.
—Prefieres esos bárbaros a tu propia familia, ¿no es eso?
Turner no dijo nada. El silencio se extendió dolorosamente.
—No son bárbaros —estalló por fin.
— ¿Qué dices, chico?
Turner pasó al inglés.
—Son miembros de la Commonwealth británica, como lo era Hong Kong. La mitad son chinos.
El abuelo hizo una mueca y le siguió en inglés.
— ¿Por qué te necesitan, entonces?
—Me necesitan porque soy un ingeniero cualificado —dijo Turner, tenso.
Su abuelo miró la pantalla en blanco. De pronto pareció débil, confundido. Habló en chino.
— ¿Es algún tipo de truco? El hijo de mi hijo no habla así. ¿Qué son esos aullidos que oigo?
Debajo, la película alcanzaba su clímax. Gritos y desgarros viscerales. Entonces todo ardió dentro de Turner.
— ¿A qué se parece, viejo? ¿A una guerra de bandas de la Tríada?
Su abuelo se puso pálido.
—Eso es, chico. He acabado contigo.
—Magnífico —dijo Turner, con el corazón desbocado—. Tal vez podamos ser sinceros, sólo por esta vez.
—Mi dinero compró tus pañales, chico.
—Fang-pa —dijo Turner—. Pedo de perro. Has convertido nuestras vidas en un infierno con ese dinero.
Convertiste a mi padre en un borracho y a mi hermano en un lameculos. ¡Es dinero ensangrentado, y no lo aceptaría ni aunque me lo suplicases!
—Hablas mucho chico, pero no das la cara —dijo el viejo. Alzó un arrugado puño, con su vendado brazo conectado a los tubos—. Si estuvieras aquí, te daría una buena paliza.
Turner se rio, aturdido. Se sentía como un héroe.
— ¡Viejo fraude! Vamos, dale el dinero a los chicos del tío. Se mearán en tu altar cada día, estúpido viejo bastardo.
—Son buenos chicos, no como tú.
—Te odian a muerte, viejo. Espabila.
—Sí, me odian —admitió el anciano, sombrío. La verdad pareció llenarle de torva satisfacción. Apoyó la cabeza en la almohada como una tortuga en su concha—. Todos quieren más dinero, más, más, más. Tú también lo quieres, chico, no me mientas.
—No lo necesito —dijo Turner vanidosamente—. Aquí no usan dinero.
—Bárbaros. Pero lo necesitarás cuando vuelvas a casa.
—Voy a quedarme aquí—dijo Turner—. Me gusta este sitio. Aquí soy libre, ¿comprendes? ¡Libre del dinero, libre de la familia y libre de ti!
—Muchacho perverso —dijo su abuelo—. Una vez fui como tú. Hice cosas malas para ser libre. —Se sentó en la cama, sonriendo—. Pero al menos ayudé a mi familia.
—Yo nunca podría ser como tú.
—Espera a que acudan a ti con las manos vacías —dijo su abuelo, extendiendo una arrugada palma—. El fin del mundo no podría esconderte de ellos.
— ¿Qué quieres decir?
Su abuelo se rio con horrible satisfacción.
—Te dejo todo el dinero, señor Gran Libertad. Veremos qué haces cuando estés en mis zapatos.
— ¡No lo quiero! —gritó Turner—. ¡Lo daré todo a caridad!
—No, no lo harás. Pensarás en tu deber para con tu familia, como yo hice. De ahora en adelante, tú te encargarás de ellos, señor Fugitivo, señor Alto y Poderoso.
— ¡No lo haré! ¡No puedes!
—Ahora moriré feliz —dijo su abuelo, cerrando los ojos. Se recostó en la almohada y sonrió débilmente—. Vale la pena sólo por ver qué cara ponen.
— ¡No puedes obligarme! —chilló Turner—. Nunca volveré, ¿comprendes? Voy a quedarme...
La línea se cortó.
Turner desconectó su teléfono y lo guardó.
Tenía que hablar con Brooke. Él sabría qué hacer. De algún modo, Turner confrontaría a un viejo con otro.
Aún se sentía sorprendido por el giro de los acontecimientos, pero, bajo su confusión, sentía una ardiente confianza. Al menos se había enfrentado a su abuelo. Después de aquello, Brooke sería fácil. Brooke encontraría algún subterfugio en el gobierno bruneiano que le protegería del legado del viejo. Turner se quedaría a salvo en Brooke, Era el mejor lugar del mundo para frustrar a los bancos de la Red Global.
Pero Brooke estaba aún en el río, en su barco.
Turner decidió esperarlo en el muelle. Ardía en deseos de contarle su decisión de quedarse en Brunei definitivamente. Se sentía febril de excitación. Ahora había sacado su vida del programa; todo era diferente. Lo veía todo desde un ángulo nuevo, con los ojos de un bricoleur. Toda su vida esperaba ser aprovechada.
Cogió el chirriante ascensor. En el parque, la gente que había acudido al cine empezaba a marcharse. Turner subió al peditaxi de unos quinceañeros de un kampong del muelle. Se ocupó del primer turno para pedalear, y se bajó a una manzana del muelle que Brooke utilizaba.
Los agrietados embarcaderos de hormigón estaban resguardados bajo un largo tejado de bambú y hojalata. Media docena de barcos de pesca flotaban en los muelles, junto a una vieja draga. El primer barco de Brooke, un decrépito yate de placer, estaba en permanente dique seco, con su motor de gasoil desmontado.
La jefa del kampong del muelle era una regordeta abuela malaya. Sus amigas y ella reparaban velas bajo la luz amarilla de una lámpara de alcohol.
No esperaban a Brooke hasta la mañana. Turner estaba decidido a esperarle. No había pedido permiso para dormir fuera de su kampong, pero después de una larga serie de traducciones enmarañadas estableció que los lugareños responderían por él más tarde. Se apartó de la charla de chismorreos malayos y encontró un rincón oscuro.
Se tendió sobre un montón de sacos de arroz, contemplando la oscuridad, incapaz de dormir. Cada vez que cerraba los ojos, su cerebro ejecutaba un intenso monólogo interior, reviviendo su charla con Brooke.
Las mujeres siguieron trabajando, envueltas en el tenue brillo de la lámpara. Se divertían inocentemente, seguras en su utilidad. Sin embargo, Turner sabía que con máquinas el trabajo sería más rápido y más fácil. Ya por reflejo, mientras observaba, un rinconcito de su mente encargaba la tarea a piezas especializadas, pensando: simplificar, analizar, reducir.
Pero, ¿con qué fin? ¿Para qué servía toda la tecnología que había aprendido? Se había hecho ingeniero por razones propias. Porque le ofrecía una escapada, porque el don para ello siempre había estado en su cerebro, sus manos y sus ojos... Por las recompensas que le ofrecía. Libertad, independencia, dinero, las recompensas de Occidente.
Pero, ¿qué control tenía? Las recompensas podían perderse sin aviso. Había visto sucumbir a otros cuando sus especialidades se agotaban. La educación y la formación no eran ninguna defensa. No hoy, cuando el conocimiento de un especialista podía ser programado en un sistema experto computerizado.
¿Estaba realmente más a salvo que estos bruneianos? Una llamada telefónica de treinta minutos volvería obsoletas a estas mujeres..., pero una sociedad que pudiera hacer su trabajo con robots no tendría ninguna utilidad para sus velas. Dentro de su pequeño invernadero, su mundo en miniatura de amables tecnologías, tenían más control que él.
La gente hablaba en occidente de la «élite técnica», y Turner sabía que era una maldita mentira. La tecnología avanzaba a toda marcha con los últimos estertores del petróleo mundial, pero nadie iba realmente al volante. Enormes instituciones, gobiernos y corporaciones por igual, luchaban por el control, pero no podían comprender. No estaban preparados para la tecnología y lo que significaba, para la sólida confianza en un buen diseño.
La «élite técnica» eran niños errantes. No decidían cómo estudiar, en qué trabajar, dónde podían ser más útiles o con qué fin. Lo decidía el dinero. Los técnicos eran poseídos por los abstractos unos y ceros de los microchips de los banqueros, pagados por rufianes con trajes de seda que nunca habían tocado un tornillo. El conocimiento no era poder, no realmente, no para los ingenieros. Había demasiadas abstracciones en el camino.
Pero el don era real. Así se lo había dicho Brooke, y ahora Turner advertía que era cierto. Ésa era la razón de la ingeniería. No por el dinero, porque había más dinero en reciclar papel. No por el poder; ése estaba en la dirección. Por el don en sí mismo.
Se apoyó en la oscuridad, oliendo a alquitrán y polvo de arroz. Por primera vez sentía que comprendía verdaderamente lo que hacía. Ahora que había desafiado a su familia y su pasado, veía su trabajo con una nueva luz. Era algo más grande que su escotilla de escape privada. Era una digna búsqueda por sus propios méritos: una cuestión de dignidad.
Entonces todo empezó a hacerse pedazos, trayendo consigo una sensación de absoluta rectitud. Bostezó, y apoyó la cabeza en el fardo.
Viviría aquí y les ayudaría. Brunei era un mundo nuevo, un mundo construido a escala humana, donde la gente importaba. No, no tenía el relumbrón de un establishment CAD—CAM de moda, con sus toneladas de productos y sus resmas de papel impreso; no tenía aquella dulzura técnica ni su escala heroica.
Pero seguía siendo un buen trabajo. Un hombre no era un ludita porque trabajara para gente en vez de para abstracciones. Las tecnologías verdes demandaban más inteligencia, más razón, más del auténtico don de los ingenieros. Porque iban en contra de la ciega aceleración de un siglo muerto, con todos sus oxidados monumentos de arrogancia y desperdicios...
Turner se agitó adormilado en la chimante comodidad de los sacos de arroz, en la tenaza debilitada de su epifanía. Dentro de él, un nudo inédito de división y tensión se aflojó, propiciando un alivio nuevo y profundo. Como siempre antes de dormir, sus pensamientos se volvieron hacia Seria. De algún modo, también arreglaría aquello. Todavía no estaba seguro de cómo, pero podía esperar. Era diferente ahora que iba a quedarse. Todo saldría bien. Estaba lanzado.
Ya se quedaba dormido cuando medio oyó los sonidos de la refriega. Un gato del kampong había capturado una rata tras los sacos, y la estaba descuartizando.
Un estibador le despertó por la mañana. Necesitaban el arroz. Turner se sentó, con la boca pastosa por la resaca. Su camiseta y sus vaqueros estaban cubiertos de polvo.
Brooke había llegado. Cargaban su barco de provisiones, sacos de arroz, fruta seca, fertilizantes. Turner, sonriendo, se cargó un saco al hombro y subió la rampa.
Brooke supervisaba la carga desde una silla de lona en la cubierta. No se había afeitado, y tañía nerviosamente una chillona guitarra acústica. Dio un violento respingo cuando Turner soltó el saco a sus pies.
— ¡Gracias a Dios que estás aquí! —dijo—. ¡Apártate de la vista! —Agarró a Turner por el brazo y lo llevó al invernadero.
Turner se dejó arrastrar, desconcertado.
— ¿Qué demonios? ¿Cómo sabía que iba a venir?
Brooke cerró la puerta del invernadero. Señaló el muelle a través de un cristal empañado.
— ¿Ves a ese hombrecillo con el songkak negro?
— ¿Sí?
—Es del Ministerio de Bancos Islámicos. Acaba de venir de tu kampong, buscándote. Gran noticia de los gnomos de Zúrich. Ahora eres una propiedad importante, muchacho.
Turner cruzó los brazos, desafiante.
—He tomado mi decisión, gran consejero. Renuncio a todo; mi familia, Occidente..., no quiero ese dinero. ¡Lo rechazo! Me quedo.
Brooke le ignoró y frotó el cristal con la manga.
—Si meten las garras en tu dinero, nunca saldrás de aquí. —Brooke le miró, sorprendido—. Supongo que no has firmado nada.
Turner hizo una mueca.
—No ha escuchado una palabra de lo que he dicho, ¿verdad?
Brooke se llevó al mano al audífono.
— ¿Qué? Estas malditas pilas... Mira, tengo repuestos en mi camarote. Los cogeremos y charlaremos. —Hizo retroceder a Turner, abrió ligeramente la puerta del invernadero y gritó a la tripulación una serie de órdenes en su dialecto dayak—. Vamos —le dijo a Turner.
Salieron por una segunda puerta, recorrieron la cubierta sin ser vistos y bajaron un tramo de escaleras de madera prensada hasta llegar al casco central.
Brooke alzó el cobertor de su cama y sacó un viejo cofre de debajo del colchón. Lo abrió con un tintineante manojo de llaves que guardaba en el bolsillo. Bajo un montón de camisas arrugadas, útiles de afeitado y latas de laca en spray, el cofre estaba lleno hasta arriba de material electrónico de contrabando: cables coaxiales, multiplexores, buffers y conversores, brillantes tarjetas en sus bolsitas selladas, represores multienchufes envueltos en tentáculos de cables negros.
—Cristo —dijo Turner. Oyó un suave golpe cuando el barco se soltó de sus amarras, seguido por un chirrido de poleas mientras la tripulación izaba velas.
Después de una larga búsqueda, Brooke encontró las pilas en una caja esmaltada. Las colocó en su sitio.
—Admítalo —dijo Turner—. Se ha sorprendido de verme, ¿no? ¿Aún piensa que se equivocó conmigo?
Brooke parecía aturdido.
— ¿Sorprenderme? ¿No recibiste el mensaje de Seria a través de la Red?
— ¿Qué? No. Dormí en el muelle anoche.
— ¿Te perdiste el mensaje? —dijo Turner. Se lo pensó mejor—. ¿Por qué estás aquí, entonces?
—Dijo que podría ayudarme si alguna vez tenía problemas de dinero. Bien, ahora los tengo. Tiene que idear algún medio para librarme de esa herencia bancaria. Sé que no lo parece, pero he roto con mi familia definitivamente. Voy a quedarme aquí, para intentar arreglar las cosas con Seria.
Brooke frunció el ceño.
—No comprendo. ¿Quieres quedarte con Seria?
— ¡Sí, aquí en Brunei, con ella! —Turner se sentó en la cama y agitó apasionadamente los brazos—. Mire, sé que le dije que Brunei no era más que una burbuja de cristal aislada del mundo y todo eso.
¡Pero ahora he cambiado! Me lo he pensado mejor, y comprendo. ¡Brunei es importante! Es pequeña, pero son las ideas las que cuentan, no el tamaño. Puedo conseguir adaptarme, encajaré y..., lo dijo usted mismo.
— ¿Qué hay de Seria?
—Oh, es una parte —admitió Turner—. Sé que nunca dejará este lugar. Yo puedo desafiar a mi familia y eso no es gran cosa, pero ella pertenece a la realeza. No dejará este lugar, igual que usted no abandonará su dinero. Los dos están atrapados aquí. Muy bien. Puedo aceptarlo. —Turner alzó la cabeza, la cara brillante de determinación—. Sé que las cosas no serán fáciles para Seria y para mí, pero soy yo quien tiene que hacer el sacrificio. Alguien tiene que hacer el gran gesto. Bueno, pues lo mismo da que sea yo.
Brooke guardó silencio por un momento, luego le dio una palmada en el hombro.
—Éste que veo es un Turner nuevo. Así que te enfrentaste al viejo traficante de drogas, ¿eh? ¡Eres todo un héroe!
Turner se sintió avergonzado.
—Vamos, Brooke.
—Y renunciaste a todo ese dinero, también.
Turner se frotó las manos, rechazando la idea.
—Estoy harto de que me manipulen viejos chalados.
Brooke se frotó la barbilla sin afeitar y sonrió.
—Chico, tienes mucho que aprender. —Se dirigió a la puerta—. Pero no hay problema, no has hecho daño a nadie. Todo saldrá bien. Subamos a cubierta y asegurémonos de que no hay moros en la costa.
Turner siguió al viejo a su silla de lona junto a la barandilla de bambú. El barco recorría rápidamente un canal entre orillas fangosas. Ya habían dejado el muelle y avanzaban paralelamente a una costa cubierta de mangles. Brooke se sentó y sacó unos prismáticos. Observó la ciudad con ellos.
Turner se sintió eufórico al ver cómo las triples quillas cortaban el agua. Sonrió mientras dejaban atrás la primera plataforma petrolífera. Parecía un buen lugar para pescar.
—Sobre ese banco —dijo—. Tenemos que enfrentarnos a ellos tarde o temprano..., ¿de qué nos sirve?
Brooke sonrió sin soltar sus prismáticos.
—Chico, llevo planeando este día desde hace mucho tiempo. He puesto una vela a Dios y otra al diablo. Pero, eh, no soy orgulloso, puedo adaptarme. Me has causado un montón de problemas metiéndote con esas malditas botas tuyas en sitios donde los ángeles no se atreverían a pisar. Pero por fin he encontrado una forma de tratar contigo. Turner, voy a hacerte reaprovechar tu vida.
— ¿Eso cree? —dijo Turner. Se acercó—. ¿Qué está buscando, por cierto?
Brooke suspiró.
—Helicópteros. Patrulleras.
Turner tuvo un súbito destello aterrador.
—Se marcha de Brunei. ¡Deserta! —Miró a Brooke—. ¡Hijo de puta! ¡Y me ha dejado a bordo! —Se agarró a la barandilla, y luego empezó a quitarse las botas, dispuesto a saltar por la borda.
— ¡No seas estúpido! —dijo Brooke—. ¡La meterás en un montón de problemas! —Bajó los prismáticos—. Oh, Cristo, ahí viene Omar.
Turner siguió su mirada y divisó el helicóptero que se alzaba como un insecto sobre las distantes olas.
— ¿Dónde está Seria?
—Mira a proa.
— ¿Quiere decir que está aquí? ¿También se marcha? —Corrió por la resonante cubierta.
Seria llevaba pantalones de marinero y una manchada camisa de nilón. Estaba instalando en la cubierta, con la ayuda de dos miembros de la tripulación, una antena parabólica en una placa de hierro. Se había cortado el pelo teñido; le miró, y por un momento Turner vio a una desconocida. Entonces su cara cambió y adquirió un aspecto familiar.
—Pensaba que nunca volvería a verte, Turner. Por eso tuve que hacerlo.
Turner le sonrió cariñosamente, demasiado abrumado al principio por la alegría para darse cuenta de lo que ella había dicho.
— ¿Hacer qué, ángel?
—Intervenir tu teléfono, naturalmente. Lo hice porque estaba celosa, al principio. Tuve que asegurarme. Ya sabes. Pero cuando supe que te marchabas, bueno, tenía que oír tu voz por última vez. Y así escuché tu charla con tu abuelo. ¿Estás enfadado conmigo?
— ¿Interviniste mi teléfono? ¿Lo oíste todo?
—Sí, querido. Estuviste magnífico. Creí que nunca lo harías.
—Bueno —dijo Turner—, yo tampoco pensaba que tú fueras a hacer una cosa así.
—Alguien tenía que hacer el gran gesto. Me correspondía a mí, ¿no? Pero si te lo expliqué todo en el mensaje.
—Entonces, ¿estás desertando? ¿Dejas a tu familia? —Turner se arrodilló junto a ella, aturdido. Mientras se debatía por hacer que todo encajara, sus ojos se posaron en una tuerca torcida en la base de la antena. Recogió ausente una llave inglesa—. Déjame echarte una mano con esto —dijo, por puro reflejo.
Seria se chupó un nudillo despellejado.
—No recibiste mi último mensaje, ¿verdad? ¡Viniste por tu cuenta!
—Bueno, sí. Decidí quedarme. Ya sabes. Contigo.
— ¡Y ahora te estamos secuestrando! —rio ella—. ¡Qué romántico!
— ¿Brooke y tú os marcháis juntos?
—No soy sólo yo, Turner. Mira.
Brooke se acercaba a ellos, y le acompañaba el doctor Moratuwa, vestido con unos bermudas de color azafrán y una camiseta.
—Oh, no —dijo Turner. Soltó la llave de golpe.
—Ahora ves por qué tuve que marcharme, ¿no? —dijo Seria—. Mi familia le encerró. Tuve que romper el adat y ayudar a Brooke a ponerle en libertad. Era mi obligación, mi dharma.
—Supongo que tiene sentido —dijo Turner—. Pero va a llevarme un rato encontrarlo, eso es todo. ¿No podías haberme avisado?
— ¡Lo intenté! ¡Te escribí en la Red! —Ella vio que él estaba abatido, y le apretó la mano—. Supongo que los planes se deshicieron. Bueno, podemos improvisar.
—Buenos días, señor Choi —dijo Moratuwa—. Es muy valiente por su parte venir con nosotros. Fue un gesto galante.
—Gracias —respondió Turner. Inspiró profundamente. Así que se marchaban todos. Era un shock, pero podía enfrentarse a él. Tendría que empezar desde el principio y verlo todo desde un ángulo distinto. Al menos Seria estaba aquí.
Ahora se sintió un poco mejor. Empezaba a tenerlo todo bajo control.
Moratuwa suspiró.
—Y ojalá hubiera salido bien.
—Ahí viene tu hermano —le dijo Brooke sombríamente a Seria—. Recuerda que todo fue culpa mía.
Tenían buen viento de popa, pero el helicóptero del príncipe heredero era más rápido, y su zumbido se convirtió pronto en un rugido. Un gurka de palacio, montado sobre el ancho flotador naranja, acariciaba una metralleta. Los entorchados dorados de su uniforme se agitaban con el viento de los rotores.
El helicóptero circuló una vez el barco.
—Se acabó —dijo Brooke—. Bueno, al menos no es una patrullera con esos malditos misiles Exocet. Con la princesa a bordo, se trata de un asunto de familia. Lo silenciarán todo. Siempre se puede contar con el adat —Palmeó a Moratawa en el hombro—. Parece que conseguiste un compañero de celda después de todo, viejo.
Seria los ignoró. Miraba hacia el cielo ansiosamente.
—Pobre Omar —dijo. Se hizo bocina con las manos—. ¡Hermano, ten cuidado! —gritó.
El copiloto del príncipe le tendió un altavoz al guardia. Éste lo cogió y empezó a gritar una advertencia.
El tono de los motores del helicóptero cambió súbitamente. Columnas de humo marrón brotaron de los escapes cromados. El príncipe viró bruscamente, luchando con los controles. El guardia, perdido el equilibrio, cayó de cabeza al océano. La tripulación dayak, que esperaba la orden de plegar velas, empezó a reírse estentóreamente.
— ¿Qué demonios? —dijo Brooke.
El helicóptero se posó bruscamente en el agua, balanceándose con la estela del barco. Chisporroteando humo color caramelo, sus motores se apagaron con un chirrido horrible. El barco siguió navegando. Observaron en silencio cómo el empapado guardia nadaba lentamente y se agarraba al flotador del helicóptero.
Brooke alzó los ojos al cielo.
—Señor Buda, perdona mis dudas...
—Azúcar —dijo Seria tristemente—. Puse una bolsita de azúcar en el tanque de combustible. Estropeé su hermoso helicóptero. Pobre Omar, ama realmente esa máquina.
Brooke la miró, y luego estalló en una carcajada. Regiamente, Seria le ignoró. Contempló la costa, los ojos brillantes.
—Adiós, Brunei. Ahora no puedes retenernos.
— ¿Adónde vamos? —preguntó Turner.
—A Occidente —respondió Moratuwa—. Las Arcas Oceánicas se extenderán durante muchos años. Debo dar ejemplo llevando la noticia al mayor centro global de industria insostenible.
Brooke hizo una mueca.
—Se refiere a Norteamérica.
—Empezaremos por Hawái. También es tropical, y nuestra experiencia se aplicará allí rápidamente.
—Espere un momento —dijo Turner—. ¡Le he dado la espalda a todo eso! Mire, rechacé una fortuna para poder quedarme en Oriente.
Seria le cogió el brazo, sonriendo radiante.
—Eres un soñador, querido. Qué gesto tan maravilloso. Te quiero, Turner.
—Mira —dijo Brooke—. Yo he dejado atrás mi edificio, mi título de nobleza y todos mis viejos amigos. Soy mayor que tú, así que mis gestos románticos van primero.
—Pero todo estaba decidido. Iba a ayudarles en Brunei. Tenía ideas, planes. Ahora nada tiene sentido.
Moratuwa sonrió.
—El mundo no se construye con sus planos, joven.
— ¿Con los de quién, entonces? —preguntó Turner—. ¿Con los suyos?
—En realidad, con los de nadie —dijo Brooke—. Tendremos que hacer lo mejor que podamos con lo que nos salga. Bricolaje, ¿recuerdas? —Extendió los brazos—. Pero es un mundo de locos, chico. Te ganamos en número. Coches veloces y shock del futuro y ese caluroso viaje a Occidente..., eso es otro siglo. Nos gustan los días lentos al sol. Nos gusta un lugar al que pertenecer y cosas amables a nuestro alrededor. —Sonrió—. Bien, estás un poco liado ahora, pero para cuando lleguemos a Hawái ya te habrás calmado. Hay un montón de trabajo por hacer. ¡Serás uno de nosotros! —Señaló la antena parabólica—. Montaremos esta cosa, y lo primero que haremos será llamar a tu banco.
—Es un buen mundo para nosotros, Turner—dijo Seria urgentemente—. Ni del todo Oriente ni del todo Occidente..., como nosotros dos. Fue hecho para nosotros, es lo que hacemos mejor. —Le abrazó.
—Escapaste —dijo Turner. Nadie había contado jamás lo que sucedía después de que la Bella Durmiente despertase.
—Sí, me liberé —dijo ella, abrazándole con más fuerza—. Y te tengo conmigo.
Turner miró a Brunei, hundido en verdes mangles calientes y cálido barro. Lentamente, pudo sentir la verdad de todo aquello deslizarse junto a él como una especie de ambiguas arenas movedizas. Iba a encajar. Podía ver su futuro extenderse ante él, limpio y predestinado, como cincuenta años de feliz lenguaje máquina.
—Tal vez quería esto —dijo por fin—. Pero seguro que no era lo que había planeado.
Brooke se echó a reír.
—Mira, vas rumbo a Hawái, con una princesa y ocho millones de dólares. Tendrás que apañártelas de algún modo.
Fin