GUERRA AL AMOR (Corín Tellado)
Publicado en
julio 28, 2013
ARGUMENTO:
El hombre quedóse pensativo, con las manos temblorosas cruzadas en la mesa, y los ojos fijos en la ansiosa chiquilla.
Memi pensó: «Va a decirme que soy la excéntrica millonaria. Que sus reporteros han metido las narices donde no debían, y que en adelante no se ocupará de mí, dejándome hacer lo que me venga en gana...»
Entretanto Kid Mescall, sin dejar de contemplar el rostro ideal, no hacía por recordar nada, puesto que, además de tenerlo todo bien presente, no le quedaba tiempo para ello, teniendo ante sí aquella carita de rasgos delicados y el cuerpo estupendo de diosa pagana... Porque a sus ojos, Memi Kassins resultaba una mujer fantástica, con belleza un algo sensual, y expresión de niña ingenua... Dos cosas contradictorias, se dijo Kid con su «lengua pequeña», pero sin embargo no rectificó porque las creyó acertadas.
CAPÍTULO 01
Lento al andar, tenso el cuerpo, recta la mirada... Las manos hundidas en los bolsillos de su chaquetita de punto blanco; los pasos torpes, como cansados, igual que si el mundo entero fuera derramando todo el peso que pudiera contener sobre sus espaldas, ahora un algo inclinadas hacia el asfalto reluciente...
Penetró en un portal limpio y elegante y subió despacito las escalinatas de mármol, hasta llegar a una puerta caobada. Introdujo la llave en la cerradura y la puerta cedió lentamente.
—Las amigas esperan a la señorita en el saloncito.
La voz del criado no le hizo detenerse. Memi lo miró como ausente; después hizo un gesto vago con la mano.
—Ya voy, Sam.
Continuó caminando por el pasillo que parecía un espejo.
—¿Son tus pasos, Memi?
La muchacha de ojos extremadamente grises, casi blancos, perfiló su figura en la puerta, al tiempo que sus dos íntimas amigas se alzaban del diván para correr a su lado.
—¡Memi, cuánto has tardado! ¿Adónde has ido?
La chiquilla tomó asiento en una acolchada butaca, encendió un cigarrillo del que arrancó olorosas volutas.
—Salí a la aventura.
—¿Nada más?
Se encogió de hombros.
—¿Te parece poco, Tue?
—Para ti, sí. No eres de las que se dedican a pasear porque sí, con objeto tan sólo de disfrutar de la tarde.
—¡Qué sabes tú!
Tue y Lauri, las dos inseparables de la millonaria, a miraron con fijeza, como si quisieran alcanzar más allá de la expresión cansada (cosa extraordinaria en la dinámica Memi) y bucear en aquellos ojos profundos y apasionados, ahora impasibles y quietos, hasta hallar lo que lastimaba a Memi, pero nada consiguieron. Aquellas pupilas permanecían quietas, sí, aunque se ignoraba si era desesperanza o alegría lo que expresaban muy calladamente. Memi se puso en pie.
—Voy a ponerme cómoda —dijo, yendo directa a la puerta del saloncito—. En seguida soy con vosotras.
Después cerró tras de sí, dejando a ambas amigas con los ojos interrogantes puestos los unos en los otros. Tue se alzó, comenzando a pasearse por la estancia. Encendió un cigarrillo cuya punta llevaba, una que otra vez, a sus labios, aspirando nerviosamente aromáticas bocanadas que luego expulsaba, dejando los ojos presos en las caprichosas espirales.
—¿Vas a desconcertarme tú también? Hoy ambas estáis insoportables —se condolió la dulce Lauri cruzando una pierna sobre otra y colocando la cabeza bonita en el cómodo respaldo del diván—. ¿Vas a decirme lo que piensas? —añadió—. Apuesto cinco contra uno a que estás pensando en lo que puede suceder a Memi. Desde ahora te digo que si ella no nos lo hace saber por las buenas, jamás llegarás a averiguarlo, puesto que Memi es una cosa hermética cuando lo desea...
Las dos eran bonitas. Altas, esbeltas; rostros limpios y frescos... Los ojos de Tue eran azules, destilando ternura y un algo de picardía, cuyo mohín hace más atrayente su rostro de facciones delicadas. Lauri también lucía en su carita mona gemas azules de expresión franca y leal. Nimbaba sus rostros la cabellera ensortijada, rubia bruñida con destellos tornasolados...
Ahora Tue se colocó ante su amiga. Sus dedos se agarrotaron sobre el cigarrillo que a pequeños intervalos miraba distraídamente.
—La actitud de Memi no me causa sobresalto —dijo, quedito—. Hace días que veo en ella algo anormal. No se porta como siempre, no habla con la misma soltura de los anteriores días; no mira francamente como hacía antaño, no...
—No argumentes —cortó, burlona—. Cierto que veo en Memi una expresión rara, como si algo le hiriera muy hondo, pero no tanto como a ti te parece.
—Pues es así.
—Entonces, pregúntale.
—¿Crees que nos lo dirá?
—¿Cuándo nos ocultó nada? Hubiera sido ésta la primera vez.
—Cierto.
—Pues entonces...
En aquel momento penetró Memi Kassins. Ambas amigas la miraron detenidamente. Cierto que los ojos de su amiga, siempre leales y francos, de mirada directa y firme, parecían ahora esconder un doble fondo, como si bajo la expresión quieta se ocultara un volcán de rabia y duda... También la boca fresca y húmeda, de labios sensuales, un poquito carnosos, rojos como una cereza, se crispaban casi imperceptiblemente en las comisuras. La frente tersa se plegaba aquella tarde en dos arruguitas, paralelas, y la ceja izquierda se alzaba como interrogándose a sí misma.
Venía enfundada en un pijama de raso negro cuyo tejido se adhería a algunas partes de su cuerpo con voluptuosidad, con placer, igual que si fueran los brazos de un hombre que al tiempo de oprimir acarician... La cabellera leonada, de destellos broncíneos, caía juguetona sobre la mejilla satinada, algo pálida en aquella tarde en que el espíritu de Memi se hallaba excitado.
Era la más bonita de las tres. Tal vez no poseyera la belleza clásica de una Venus, pero en cambio guardaba en aquellas gemas grises, casi blancas a fuerza de ser claras, una vida intensa, una pasión arrolladora; la expresión de ellas, entre despreciativa y dulce, hacía más exótica la carita de rasgos que, aun con ser delicados, parecían más duros a causa de la vehemencia contenida que en distintas ocasiones asomaba a ellos...
Dejó caer su cuerpo esbelto y flexible en una acolchada butaca, colocando los pies en la mesita próxima. Después, encendiendo un nuevo cigarrillo, dijo, sin dejar de aspirar con fruición las aromáticas volutas:
—Laurence me ha plantado.
Aquel doble grito fue acompañado de un salto terrible por parte de ambas muchachas, cuyos rostros quedaron muy próximos al impasible de Memi.
—No puede ser cierto —dijo, casi sin voz, la estremecida Tue.
—Pues lo es.
—Te adoraba.
La risa de Memi salió de entre sus labios como si fuera un silbido que lastimaba la fina epidermis de sus amigas.
—Todos los hombres adoran hasta que llega la hora de la verdad.
—¿Y llegó?
—Sí.
Se puso en pie, quedando plantada ante las chiquillas, que, extrañadas, continuaban mirándola.
—Yo sí lo adoraba —dijo con entonación profunda y ronca—. Era el primer cariño de mi vida; el hombre que me enseñó lo que era el amor; el que robó mis albores juveniles...
—¡No digas eso! —protestó, enérgicamente, Tue—. Eres una chiquilla.
—Que ya sabe mucho.
—¡Nada!
—¿Nada? No me hagas reír. Lo sé todo; creo que soy una vieja con rostro de criatura.
Lauri la sacudió por los hombros.
—¿Cómo te atreves a decir eso? —reprochó, llena de ira—. Él no merece que te amargues de esa manera. Eres joven; en tu cara se refleja una belleza pura, inigualada. Laurence era un canalla, un egoísta, un... ¡Nunca me gustó!
—A mí, sí.
—Llegará otro que te guste más.
Y fue entonces cuando el rostro de Memi adquirió aquella expresión entre dolorida y dura.
—Te equivocas. Ese cariño ha sido el primero y el último. Desde hoy, para mí sólo existirá el lema que me busqué y que siempre me acompañará: luchar contra el amor, hacerle una guerra encarnizada, cruel, total..., una guerra sin cuartel. —Quedóse erguida, pensativa. Luego irguió más el busto precioso y añadió, como siguiendo el curso de sus pensamientos meditados con anterioridad—: Sin cuartel, no. ¿No tengo millones? ¿No soy dueña de mí misma? Nadie puede impedirme seguir mi voluntad, puesto que a nadie me ato, ni nadie tiene derechos sobre mí. Por eso el cuartel también existirá, pues a partir de hoy todas mis ilusiones, mi dinero y yo misma, estaremos consagradas a una sola labor: organizar un club donde sólo se permitirá la entrada a muchachas que piensen como yo, que no se hallen comprometidas y estén dispuestas a luchar contra el amor.
—¡Estás loca!
—Quizá.
Ambas amigas quedaron mirándola boquiabiertas.
—¿Es firme esa resolución?
—¿Cuándo no lo fue todo lo mío? Si queréis ayudarme, ya lo sabéis; si, por el contrario, censuráis mi modo de pensar y obrar desde hoy hemos terminado
—¿Así?
—Así, Tue.
—Muy poco nos quieres.
—Te equivocas, Lauri. Os quiero con toda mi alma como no quiero a nadie más, puesto que no tengo a quien querer. Hasta ayer tuve a Laurence; hoy... sois vosotras las únicas que me quedáis. Pero también es cierto que no quiero forzaros; si amáis, continuad Me arreglaré sola.
Tue se aproximó más a ella, buscando los ojos claro que encontró impasibles.
—Hasta ahora no nos sentimos enamoradas, pero es muy posible que algún día lo estemos, y entonces tendremos que dejarte.
—Toda aquella mujer que se asocie a mi club jurará renegar de los hombres.
—¡Eso es imposible!
—No lo creas, Lauri.
—Ahora lo aseguras porque te hallas lastimada; mañana ya no pensarás así.
—¡Toda la vida!
Y las frases fueron acompañadas de una mirada fría y dura como si reflejaran un corazón seco e insensible.
Tue volvió sobre sus pasos, dejándose caer en el diván.
—Cuéntanos primero cómo ha sucedido —dijo, encendiendo filosóficamente un nuevo pitillo—. De todas formas, creo que te secundaremos; tiene que ser interesante...
—Se me antoja que tengo poco que contar. Sabéis muy bien que desde los dieciséis años quise a Laurence. Mientras vivió el padrino, ese amor estuvo oculto como si el quererse fuera un delito... El padrino odiaba a Laurence, asegurando que sólo buscaba mi dinero. Después de morir él, ya no fue preciso continuar ocultándolo, ya que me veía libre de tutela alguna... Laurence siempre insistió en que debíamos casarnos, cosa que refuté, pues ansiaba disfrutar de la vida siendo una chica soltera y sin compromiso serio que me atara para siempre. Los años fueron transcurriendo uno tras otro, hasta que cumplí veinte. Hace unos días tuvimos una conversación seria, en la que le hice saber mi firme propósito de no ceder jamás mis derechos de mujer... Laurence pedía ciertas cosas a las cuales me opuse rotundamente, diciéndole además que no me casaría hasta tanto no cumpliera los veintitrés. —Hizo un gesto vago, añadiendo—: El resultado fue que esta mañana supe que, sin pensarlo dos segundos, se había casado con la hija de un rico comerciante... ¿Deseáis saber algo más? He comprobado que Laurence sólo deseaba mis millones.
—Hace dos días te vi con él.
—Ayer aún; pero eso no quita —repuso con voz ronca y dura— para que ya tuviera madurado su plan de venganza.
Luego hizo un gesto de rabia y habló mucho rato de su club, de la organización del mismo, tanto que Lauri y Tue quedaron plenamente convencidas de que su amiga razonaba sensatamente y que el plan era el mejor.
—¿Me ayudaréis?
—Sí —afirmó Lauri.
—Ignoro dónde nos conducirá todo eso —dijo Tue, perpleja y un algo irónica—, ni el fin que alcanzaremos con ello, pero puesto que tú lo deseas, seremos tus dobles; trataremos de reunir a todas las chicas que quieran secundarnos, y hasta es muy posible que el club llegue a armar polvorilla entre nuestros amigos y en la alta sociedad a la que pertenecemos.
—Me tiene sin cuidado lo que puedan pensar. Siempre he obrado empujada por mi criterio, y hoy continúo obrando de la misma manera. El mundo con todos los seres que lo pueblan, me importa bien poco.
—¿Y cuándo será eso, Memi? ¿Cuándo vas a dar principio a la organización?
La respuesta salió rotunda de entre aquellos labios bonitos, plegados ahora en una mueca indefinible
—Mañana mismo. El local será mi chalet de la playa; frente al Club Náutico. Iré a vivir allí durante todo el verano, y quién sabe si parte del invierno...
Una hora más tarde, después de haber oído de labios de Memi el plan que la autora no creía descabellado, pero que a ellas les parecía más que eso, ambas subían al auto de Tue, al tiempo que Lauri comentaba:
—Creo, Tue, que esto va a resultar divertido.
—¿Y te resignas a permanecer soltera toda la vida?
—¡Ejem!
—Pues ése es el lema de Memi. Toda muchacha que se asocie al Club Femenino habrá de renegar de los hombres.
—Eso es algo difícil, Tue. Javier me gusta hasta rabiar.
—Pues ve odiándole ya.
—Se me antoja que no podré.
El auto corría raudo, atravesando vertiginosamente las populosas calles de aquella ciudad americana. Tue apretaba el pie sobre el acelerador, mientras que con los ojos fijos en la avenida conducía su pequeño vehículo en dirección al barrio aristocrático donde ambas tenían su residencia.
—Tendrás que poder, Lauri. O somos compañeras o no. Memi es una amiga fiel hasta la muerte mientras confía en la amistad; tan pronto comprueba que desapareció ésta, o bien que le ha sido infiel, el cariño de Memi se borra para siempre. Ella es así, tanto queriendo como odiando.
—Muchas veces me pregunto cómo piensa y siente Memi en realidad.
—¿Y qué respuesta te das?
Lauri se encogió de hombros, dejando los ojos presos en la bella avenida que cruzaban.
—Ninguna. Jamás ha dejado de ser interrogante
—Tal vez su forma de vivir, esa soledad que la rodea y los muchos millones que le dejaron sus familiares, no le permitan mostrarse tal como es, pues la soledad hace a las criaturas herméticas, frías, impersonales.
—Te equivocas.
—¿...?
—Impersonales, no, puesto que Memi, a fuerza de adquirir personalidad, pierde encanto femenino.
—No te entiendo.
—Memi es una mujer personalísima; lo que sucede es que tal vez por esa misma personalidad tan acusada en ella deja de razonar con el corazón, lo hace con el cerebro y como ése es fecundo e inmenso, llegará un momento en que dejará de ser una mujer que siente...
—No te entiendo muy bien, Tue, pero es igual. Pienso que todo eso hubiera desaparecido si un hombre —un verdadero hombre, no un muñeco como Laurence— fuera haciéndose dueño de su corazón, que aunque, hoy no lo creamos, tiene que ser maravilloso, pues hasta odiando es interesante y bella... Su corazón se le asoma a los ojos aunque no lo desee, y yo lo veo sensible y grande como un planeta.
—¿Es que el planeta es sensible?
—Bueno, eso lo digo yo, pero falta que, sea cierto.
—Así está mejor.
Durante muchos minutos permaneció así: quieta, la frente pegada al cristal, las manos cruzadas tras la espalda, los ojos presos en la densa oscuridad de la noche.
Miraba en derredor, pero nada veía... Pensaba nada más, y eso era suficiente para llenar su cerebro y su corazón; éste se hallaba encogido, como si una mano recia se lo agarrotara, sosteniéndolo rígido y duro...
No pensó en Laurence. A través del ventanal penetraba callado un destello que la luna, con su cara redonda y seria, parecía enviarle generosa, iluminando su figura bella, haciéndola más exquisita bajo el disco nocturno... Tampoco se miró a sí misma, ni consintió en prender el pensamiento en el hombre falso que le robara mucha de su tranquilidad futura, pues algo más hondo se agitaba dentro de ella. Quizá fuera un anhelo, y no comprendía que ese mismo anhelo procedía del desengaño que Laurence le proporcionara. Aquel anhelo, tal vez impreciso cuando penetró en el corazón de Memi, fue, según los momentos transcurrían, haciéndose firme y definido, mientras la noche seguía su curso y la luna infiltraba en su alma aquel deseo casi enfermizo que le atenazaba toda... «¡Pobres anhelos!», se dijo mentalmente la pensadora, mientras que en la oscuridad, tan sólo ahuyentada por el disco nocturno, volvía a lucir la lucecita tenue de su cigarrillo.
«Anhelas lo que toda mujer —observó una misteriosa vocecilla a su espalda, tal vez la de su subconsciencia—. Un amor, un compañero que llene la soledad de esta casa inmensa.»
—¡No! —repuso en alta voz, siguiendo el curso de sus pensamientos, pero sin alterarse ni permitir que su propia voz lastimara sus oídos—. ¡Eso ya ha muerto para mí!
«¿Estás segura?»
Tenía que estarlo, aunque no se hallara muy convencida de conseguir prescindir de aquello que hace infinitamente feliz a las criaturas. ¿Y qué era eso? ¡Ah! Lo ignoraba, puesto que cuando creía paladearlo, alguien vino tras ella, arrancando con saña la ilusión que en sus momentos de debilidad —ella los calificaba así— fuera muy íntimamente haciéndola a más de ilusión, deseo, un deseo casi desesperado de ser feliz, infinitamente dichosa. ¿Y qué había logrado? Un desengaño, una rabia sorda, cruel, un ansia loca de vengar la afrenta y luchar, no sólo contra un hombre, sino contra todos, contra el mundo entero si fuera preciso.
Un criado, al otro lado del pasillo, rompió con su voz la meditación peligrosa de Memi:
—La cena está servida, señorita.
Irguióse despacio, caminando en derechura al comedor, donde como muchas otras veces se vería sola y callada en la inmensidad de aquella estancia lujosa que le hablaba, aunque ella no le permitiera, de lo que era su vida y falta de cariño y de aliciente.
—¡Ahora ya no será así! —se oyó decir a sí misma—. Desde hoy tendré algo que me hará las horas maravillosas, y los días me han de parecer minutos.
Lo decía con la boca, pero allá dentro, en lo más recóndito de su corazón, algo protestaba observando que aquello no era cierto, no podía serlo, dada su ansia de ser feliz al lado de un hombre que la comprendiera, la quisiera y respetara... El Club Femenino nada de eso había de darle, puesto que se disponía a luchar a brazo partido contra el amor... Sin embargo, cuando el destino nos señala un camino... ¡De qué poco sirve intentar tomar otro! Ella había de hallar todo lo contrario de lo que buscaba.
Penetró en el comedor, yendo a sentarse ante la mesa inmediata, que le pareció aquella noche más grande que nunca. Miró ante sí, como si con el pensamiento interrogara al hombre que ella sentaba al otro lado... Tuvo que reír, allí no había nadie, excepto un estirado criado que esperaba sus órdenes... Otra clase de hombre jamás lo habría.
Y la voz importuna venía a molestarla de nuevo, poniendo en sus ojos aquel destello de ira que los hacía más grandes y más bellos.
CAPÍTULO 02
Kid Mescall, el joven director del periódico más famoso de la ciudad, giró en el sillón, mirando ceñudo al intruso que se atrevía a penetrar de aquella manera en su despacho particular.
—¿Qué sucede? —preguntó de mal talante, bajando las piernas de la mesa y quitando la pipa de la boca—. Esto parece un parque público, a juzgar por lo poco respetado que es. Di de una vez lo que se te apetece, y lárgate.
—¡Algo asombroso, jefe!
—¿De interés para el periódico? —preguntó, alzando una ceja, gesto en él característico—. Si es así, dilo inmediatamente.
James, el mejor reportero de la redacción, aspiró hondo como si tomara aliento.
—¿Terminarás, cuervo?
James no se asustó. Se hallaba demasiado acostumbrado a las voces de aquel genio imaginativo para amedrentarse ante el adjetivo poco delicado que le adjudicaba su inteligente jefe.
—¿Conoces a Memi Kassins? —espetó de corrido, dejando la extremidad izquierda reposando en el brazo de un sillón, y hundiendo las manos en los bolsillos de su americana sport.
El otro hizo un gesto indiferente, volviendo a acomodar los pies sobre la mesa del despacho y llevar a su boca, fruncida ahora en una mueca de burla, la pipa blanca que jamás dejaba de acompañarle.
—¿Te refieres a la excéntrica millonaria que corteja Laurence Gardner?
—La misma.
—Pues continúa.
—Laurence la ha plantado.
—Me alegro.
—¿Eh?
Por toda respuesta, Kid aspiró una acre bocanada, cuyas espirales contempló filosóficamente.
—Es la chica más extravagante que he conocido en mi vida —dijo, sin dejar de mirar su pipa.
—¿La has visto bien de cerca, jefe?
—¿Que si la vi? —arqueó una ceja—. Ni de cerca ni de lejos, ni quiero verla. Me es suficiente con lo que oí hablar de ella.
—Es una belleza.
—Completamente vacía.
—Eso...
—Lo digo yo, jamás me equivoco. —Luego, una transición rápida—. ¿Es eso todo lo que tenías que decirme? Pues ya lo sé. Lárgate y atiende la tirada de esta tarde. Me interesa la crónica que insertamos de Crew...
—¿Y la ruptura de la Kassins? ¿No se inserta nada de eso?
—¿Por qué? Me tiene completamente sin cuidado todo lo que pueda sucederle a esa señorita y al mentecato de su ex novio.
—Es un acontecimiento social.
—¡Cuernos coronados! —vociferó, chispeantes los ojos de coraje—. ¿Qué acontecimiento social ni qué niño muerto? Eso es... nada, sencillamente. ¡Lárgate!
James rió entre dientes. Tenía la seguridad de que cuando el enojado jefe estuviera al tanto de la reacción de Memi Kassins, no había de mostrar aquella indiferencia por algo que, sin dudarlo, causaría asombro y expectación en la alta sociedad que se albergaba en la pequeña ciudad americana.
—Me largaré —dijo burlón—. Pero ten la seguridad que te pesará no haber conocido la reacción de la desdeñada...
—No me interesa.
Continuó fumando. James giró sobre sus talones, perdiéndose en dirección a la puerta. De pronto, Kid arrancó la pipa de la boca, al tiempo de dar un bote formidable sobre el sillón giratorio.
—¿Eh? ¿Qué has dicho? Detente, James— gritó, plantándose en mitad de la estancia—. ¿Has hablado de una reacción? Venga, desembucha o te estrangulo.
Los ojos de James parecían decir irónicos: «¿No lo decía yo? Este despistado ha de saltar como un corzo cuando yo le haga partícipe del secreto»... ¿Secreto? James se equivocaba. Memi Kassins era lo suficientemente audaz y despreocupada para tenerle sin cuidado que sus andanzas fueran secretas o del dominio público. Lo que sí molestaría a la muchacha sería aparecer en los periódicos en tono satírico, y era eso, precisamente, lo que James llevaba bien arraigado en la «caja cerebral», sin importarle que ello pudiera despertar la cólera de la millonaria.
—¿Conoces el chalet que se alza frente al Club Náutico? Es un inmueble fantástico, rodeado de un jardín maravilloso, piscina, pista de tenis y toda clase de comodidades...
—Vete al grano, que nada de eso me interesa. Ese chalet lo conoce todo el que frecuenta la playa. Continúa.
Se hallaba frente al pobrecito James, cuya boca se abría y se cerraba con deseos, quizá, de soltar la carcajada. Miró el rostro de su jefe con atención, diciéndose una vez más que aquel hombre de rostro extremadamente viril, facciones acusadas y enérgicas, cuerpo de atleta y ojos de lince, era el prototipo del luchador incansable, que entre las cuatro paredes de su jaula trabaja horas y horas sin protestar, para luego, como los pájaros nocturnos, buscar el amparo de la noche, lanzándose de lleno, dispuesto a desgastar su juventud, absorbiendo de la vida todo lo que ésta quisiera darle, no importándole que fuera bueno o malo lo que tuviera a bien ofrecerle...
Para nadie era un secreto lo que sucedía en la existencia del despreocupado jefe. James, como todos los demás, no ignoraba nada de lo relacionado con la vida íntima de Kid Mescall, director del periódico más famoso de la ciudad: inteligente, emprendedor, simpático dentro de aquel despacho; cínico, derrochador, vicioso, tan pronto se cerraban las puertas de la redacción. Y si ésta había de funcionar, como casi siempre sucedía, durante la madrugada, era James quien disponía los trabajos para colocarlos por la mañana ante los ojos vidriosos de su jefe, que aún tenía ánimos para distinguir lo perfecto de lo imperfecto...
Después de haber contemplado el rostro pálido de Kid, dijo, deseando observar detenidamente la forma con que era acogida su sensacional noticia:
—La desdeñada ha organizado un club, donde sólo tienen cabida aquellas muchachas que reniegan del amor y de los hombres.
—¿Eh?
—¿Te asombras?
Kid arrancó de nuevo la pipa de la boca, inclinándose para mirar los ojos de James.
—¡Diablo! ¿Cómo no quieres que me asombre? Ese es un tema formidable para nuestra crónica humorística. ¿Estás seguro de que todo lo que me has dicho es cierto?
—¡Claro que sí! Como que tan pronto lo supe, corrí hacia aquí para hacer unas sabrosas cuartillas que podrán figurar en el número de la mañana.
—¿Pero se halla en pie todo el asunto?
—Desde hace una semana. Se han asociado más de cincuenta muchachas.
—¿Cómo ningún otro periódico lo comentó?
—Los millones de Memi Kassins...
—Ajajá —rió burlonamente—. Eso está fantástico. Lárgate y veremos cómo te luces. Doble sueldo este mes, si haces una crónica sabrosa, con mermelada y todo. —Ya James tomaba la puerta, cuando de nuevo la voz de Kid le detuvo—: ¡Ah! Y si consigues una foto para insertarla en el periódico, obtendrás una prima como no has soñado jamás.
—La conseguiré, jefe, aunque tenga que secuestrar Memi Kassins.
CAPÍTULO 03
Tienes mal semblante, hijo.
Kid sonrió, mirando la cara dulce de su madre.
—Siempre la tengo.
—No.
—¿...?
—No me mires con esa expresión de asombro. Cuando te portas como un hombre sensato, tu rostro resplandece... Las malas noches te estropean. Ayer no te sentí llegar.
Se hallaban en el jardín, dando fin al desayuno. Kid, embutido en un traje sport, que hacía más elegante su figura fantásticamente viril, se arrellanaba en un sillón de mimbre, con el periódico de la mañana en la mano, mientras su madre, frente a él, lo contemplaba entre triste y orgullosa: triste, por todo lo que observaba en la vida azarosa de su único vástago; orgullosa, por saberse madre de aquel mocetón fuerte y atlético, que, aun cuando en el rostro mostraba ojeras grisáceas, y en la boca una media sonrisa de cansancio y hastío, era un hijo modelo. Y ella no ignoraba que al fin había de comprender que todo aquel desenfreno no equivalía a otra cosa que a un desgaste estéril, a un vivir ficticio, sin fondo moral, que algún día, cuando se hallara cansado, había de repudiar con la misma vehemencia con que ahora lo buscaba.
Vio cómo la boca de Kid se abría en una amplia sonrisa, mientras dejaba los ojos presos en la segunda hoja del periódico.
—¿Es el tuyo?
—Sí —repuso, alzando hasta ella su mirada un poco guasona—. James me lo envió al amanecer. —Hizo una pausa, que empleó en aspirar una gran bocanada de humo; luego interrogó con entonación enternecida—: ¿Dices que mi semblante no te satisface?
—Vives mucho, Kid.
—No lo creas, mamá. Sucede tan sólo que procuro no morirme de tedio.
—¡Si te casaras...!
Kid emitió un prolongado silbido, mientras enderezaba el cuerpo y miraba a su madre con cómico gesto
—No me asustes, madre. Se me antoja que moriré soltero. Además, aun cuando tuviera intención de unir mi vida a la de una hija de Eva, soy joven; me sobra tiempo para suicidarme.
—¿Así tienes conceptuado el matrimonio?
—No —negó rotundo—. Lo tengo conceptuado mucho peor aún.
—Eso sucede porque ignoras lo que es.
¿Que lo ignoraba? Tal vez; sin embargo, deseaba continuar ignorándolo toda la vida, pues de otra forma era muy posible que cayera como un cándido en los brazos suaves de cualquier histérica, y adiós tranquilidad espiritual y material. No; mientras el mundo fuera sólo un carnaval, él había de bailarlo. Después, si los mortales se decidían a hacerlo mundo, un mundo como debiera ser, no como era, quizá se dejara aprisionar por las finas garras de una vampiresa...
—¿En qué piensas?
—¡Ah! —se sobresaltó—. No te lo voy a decir porque te asustarías.
—Estás igual que un destornillador estropeado.
—¡Vaya expresión, mamá!
—¿No crees que con el roce continuo, puede adquirirse algo? Estoy segura que lo aprendí de ti.
—Tal vez.
De pronto, la madre volvió a su tema:
—¿No pensarás nunca en formar un hogar, hijo?
—Ya te he dicho que soy joven.
—¿Joven a los treinta años?
—Pues claro. Además, mira —añadió, mostrándole el periódico que momentos antes leía con toda atención—. Contempla la fotografía que James sacó por sorpresa a Memi Kassins, la muchacha excéntrica que no se conforma con renegar del matrimonio íntimamente como hago yo, sino que se atreve a desafiar al mundo, organizando un club donde tiene cabida toda aquella mujer que se halle dispuesta a librar guerra abierta contra el amor. Esta es una hija de Eva —continuó, exaltándose por momentos—, y sin embargo, pese a ser mujer, no tiene en cuenta lo que el mundo pueda pensar de su extravagancia, mientras que yo soy hombre y por mucho que viva y jalee estoy dispensado, puesto que para eso me habéis puesto pantalones nada más haber abierto los ojos en este trozo de terreno incultivado.
—¡Jesús, Kid, hablas como un amargado! Creo que el mundo no se portó tan desconsideradamente contigo.
—Al contrario. Pero ignoras, tal vez, que no tuve sosiego hasta haber hallado su fibra sensible; después de encontrarla ya no había de temer al mundo, sino, por el contrario, el mundo a mí.
La dama alzó más la cabeza para mirarlo detenidamente. Era una mujer elegante, de rostro terso aún, donde unos ojillos penetrantes destilaban una dulzura infinita, y la boca de trazo delicado, sonreía continuamente con aquel gesto maternal y tolerante que disculpa toda genialidad extemporánea del hijo... Coronaba su cabeza una cabellera nívea, peinada hacia arriba en un moño sencillo.
Kid le sonrió con dulzura. Aquella madrecita era la única mujer que admiraba, dejando en ella todo el amor que pudiera experimentar por la Humanidad, concentrado en aquella casa donde siempre lo esperaba la madre, unas veces sonriente, otras seria y pensativa, censurando su forma de aprovechar la vida...
—Pienso, hijo —observó al fin la dama—, que esas ideas extrañas que te has metido en la cabeza, son la consecuencia de haber vivido mucho en poco tiempo. ¿Por qué no pruebas a desligarte por una temporada del mundo y sus componentes, dedicándote a trabajar y descansar como hace un hombre formal? Además, ello te ayudaría a buscar con detenimiento una mujercita cariñosa que te acompañara a soportar la vida, si es que se te muestra tan pesada; si te resulta agradable, con ella será aún más placentera, y estoy segura de que había de antojársete maravillosa.
—¿La mujer?
—No guasees. Me refiero a la vida.
—Pero, mamá, si me parece encantadora...
—¿En qué quedamos?
Kid se puso en pie riendo estrepitosamente.
—En que tal vez siga tus consejos. ¿Qué te parece si le hiciera el amor a Memi Kassins?
—¡Por Dios, no! —se asustó la dama—. Tiene que ser una loca rematada como tú.
—O todo lo contrario.
Sin esperar respuesta, se inclinó para besar a su madre, enfilando luego la vereda que lo conducía hacia su auto.
La dama sonrió beatíficamente, sin dejar de mirar lujoso vehículo que raudo se alejaba.
CAPÍTULO 04
¿Habéis visto? —chilló Memi, arrugando entre sus dedos agarrotados el periódico aparecido aquella mañana bajo la puerta principal del chalet—. Esta es una jugarreta que no le perdono a Kid Mescall, ese viejo verde, chiflado y... —Aquí una mueca de infinita cólera—. Tened la seguridad de que lo voy a abochornar con un puñado de billetes, a ver si así hace callar de una vez y para siempre el pico de sus estúpidos sabuesos.
Se hallaban en el saloncito de lectura del chalet, donde había sido instalado el Club Femenino. Lauri y Tue contemplaban, entre divertidas y asustadas, la figura descompuesta de la genial organizadora, mientras a sus labios no acudía una sola palabra que pudiera poner fin a la furia de Memi.
—Hasta ahora conseguimos que ningún periódico nos mencionara, pero olvidamos a Kid Mescall, el imbécil «metomentodo» que en realidad ignora dónde tiene la mano derecha.
—¿Pero lo conoces, Memi?
—¡Ni falta! —saltó impulsiva, chispeantes los ojos de coraje—. No lo conozco ni quiero.
—¿Cómo, entonces, vas a conseguir que mañana no aparezcamos en el periódico, peor que hoy, quizá?
—¡Ah!
Y con aquel «¡Ah!» que encerraba un mundo de ira y odio hacia Kid Mescall, dejó los ojos presos en la plana donde, en grandes caracteres, se leía: «Dios los da y "ellas" los despilfarran». «¿Habéis conocido modo más original de tirar los millones?» «Si os pesan los billetes, amigos lectores, corred al chalet de la playa donde se halla instalado el Club Femenino, organizado por Memi Kassins, la muchacha excéntrica que por un desengaño se ha erigido en detractora del amor, y ponedlos en sus manos, que ella sabe muy bien la forma de dilapidarlos»...
Después seguía una larga parrafada que Memi no tuvo tiempo de leer, puesto que una nube de cólera cegaba sus ojos.
—¿Veis, veis? —extendía el periódico con mano trémula—. Este tipo lo meto preso esta misma mañana.
Lauri y Tue, conteniendo la respiración, vieron cómo Memi, enfundada en un pijama rojo, de estrambótica forma, los cabellos sueltos, las manos hundidas con indescriptible ira en las profundidades de los amplios bolsillos y una luz destructora en sus ojos, se paseaba agitadamente de un lado a otro de la estancia, pareciéndoles más hermosa e interesante que nunca. Admiraron su cuerpo estatuario, las formas mórbidas de su tipo esbelto y flexible, la frescura de aquella boca roja, estuche maravilloso de los dientes nítidos y simétricos, t.
Luego, del cuerpo de la estremecida muchacha, fueron a clavar sus ojos al periódico arrugado que yacía en el reluciente suelo.
Las gemas azules de ambas chiquillas quedaron quietas en el papel, viendo asustadas la figura de Memi reproducida bajo la crónica satírica, sonriendo en medio de un grupo de muchachas con ellas dos a la cabeza.
—¿Y esto, Memi? ¡Nada nos has dicho!
La aludida continuó en sus paseos.
—¿Para qué? El resultado hubiera sido el mismo —repuso, sin detenerse—. Ya lo estáis viendo ahora. Lo que quisiera saber es quién fue el mentecato que nos sorprendió ayer, pues esta foto está cogida cuando ayer explicaba a las muchachas lo que eran los hombres y el amor.
Lauri y Tue tragaron saliva, mientras muy íntimamente reían de lo que acababa de decir Memi. Pues, señor, ¿quién le había dicho a aquella criatura lo que era un hombre? ¿Y el amor? Jamás lo había conocido, pues de otra forma hubiera sido muy diferente su reacción.
De pronto la voz de Memi, airada, terriblemente descompuesta, interrumpió sus pensamientos:
—Voy a vestirme, iré a ver al director de ese papelucho.
—¿Te acompañamos?
—No. Iré sola. Lo que sí os ruego es que cuando lleguen las muchachas, disimuléis, y si alguna hace mención de la crónica inserta en el periódico de la mañana, no le deis importancia, haced como si os fuera del todo indiferente.
CAPÍTULO 05
Aquella mañana, Kid Mescall se hallaba de un humor endiablado; tal vez las consecuencias de la noche de farra.
Tenía la mesa llena de papelotes, la pipa en la boca, y en los ojos una luz de cansancio, pero aun así, pese a que su cuerpo se hallaba molido, continuaba atendiendo sus asuntos con el mismo celo y atención de siempre.
De pronto, la puerta se abrió de un formidable empellón, empujada por la mano nerviosa de James.
—¡Jefe!
Kid, sin mirarlo, alcanzó un pisapapeles, que lanzó contra la puerta donde adivinaba al intruso.
—¡Vete! —rugió—. ¡Cuernos coronados! ¿Cuándo me dejarás tranquilo?
James ya se hallaba a su lado, con el pisapapeles en la diestra.
—Si llegas a darme, me destontonas
—¿Todavía estás ahí? ¡Lárgate!
—No puedo. Vengo a decirte que Memi Kassins desea verte.
—¡Que se vaya al diablo! —Saltó como una fiera—. ¿Eh? ¿Has dicho que Memi...?
—La misma. ¡Y que no viene guapa, la muy...!
Kid, como un meteoro, se lanzó hasta mitad de la estancia.
—¡Pronto! —pidió, atragantándose—. Alcánzame de aquel cajón una peluca gris y sus correspondientes barbas. Las largas, no; otras que hay cortitas. Esta mañana, ante Memi Kassins, voy a ser mi difunto papá.
James mordióse los labios para no soltar la carcajada, mientras buscaba en el revuelto cajón lo que su genial jefe pedía.
Minutos después, James hacía una respetuosa reverencia ante la mesa del despacho, tras la cual un señor venerable, de rostro seráfico coronado por los cabellos grises, ojeaba unos papeles con ademán algo cansado.
—Estás estupendamente bien caracterizado, jefe.
—Vete y que pase inmediatamente, antes de que se me venga abajo todo el tinglado. Adviértele que todas mis horas están ocupadas, y que si la recibo es por tratarse de una señorita. Que sea breve.
James tuvo que mirarlo otra vez para convencerse que del Kid de momentos antes no quedaba más que la vestimenta... ¡El jefe era fantástico cambiando de personalidad! Esto pensaba mientras iba al encuentro de Memi Kassins, cuya paciencia estaba llegando al límite.
—Puede pasar, señorita —indicó James, inclinándose versallescamente.
A Memi se le antojó algo demasiado exagerada la reverencia. Lo miró con altivo desprecio, mientras James (era un infeliz, nada más) continuaba con sus recomendaciones:
—Procure ser breve, señorita. El jefe la recibe por tratarse de una...
—¡Está bien! —cortó Memi, con altanería—. Cuando le haya dicho todo lo que deseo, me retiraré.
El muchacho volvióse a morder los labios para no reír en sus mismas narices, al tiempo de franquearle la entrada y cerrar de nuevo, dejando a Memi un algo intimidada ante la figura de aquel anciano, cuyos ojos dulces (Kid era un formidable comediante) la contemplaban interrogantes por encima de los lentes.
—Pase usted, señorita —dijo suavemente el director del periódico que se había burlado de ella—. Siéntese cómoda. Cierto que tengo mucho trabajo, pero tratándose de una criatura angelical como usted, que me recuerda a mis hijas... —aquí un carraspeo, como si la emoción paralizara las palabras en la garganta—; me siento dichoso pudiendo serle útil.
¡Pobre Memi...! Todo su empuje, toda la violencia que llevaba a flor de labios, quedaron convertidas en nada, cuando hubo tropezado con aquellas pupilas dulces en el rostro seráfico que la emocionaba, haciéndole recordar a su padrino queridísimo...
Dejóse caer en el sillón que el dedo tembloroso le indicaba frente a su mesa, e inclinó la cabeza sobre el pecho, como si se avergonzara. Pensaba encontrarse con un señor de rostro y ademanes altaneros, pero nunca con aquel anciano, cuya expresión entre dulce y cansada le intimidaba, matando rápidamente toda la ira que la dominara en el chalet. No supo qué decir, ni encontró palabras con que explicar lo que sucedía dentro de ella. Tal vez le sucediera nada o bien no tuviera nada que explicar, excepto que se había equivocado, y que el autor de la crónica no tenía nada que ver con aquel buen señor que aún no dejara de sonreírle, mirándole tiernamente por encima de los lentes de carey...
—¿No me va a decir lo que quiere de mí, amiguita?
—Confieso que no lo sé.
—¿No le parece que es algo extraño? Primero, dígame su nombre.
—Memi Kassins.
—Es bonito. Parece que hable de cariño y dulzura...
—¿No le recuerda nada?
El hombre quedóse pensativo, con las manos temblorosas cruzadas en la mesa, y los ojos fijos en la ansiosa chiquilla.
Memi pensó: «Va a decirme que soy la excéntrica millonaria. Que sus reporteros han metido las narices donde no debían, y que en adelante no se ocupará de mí, dejándome hacer lo que me venga en gana...»
Entretanto Kid, sin dejar de contemplar el rostro ideal, no hacía por recordar nada, puesto que, además de tenerlo todo bien presente, no le quedaba tiempo para ello, teniendo ante sí aquella carita de rasgos delicados y el cuerpo estupendo de diosa pagana... Porque a sus ojos, Memi Kassins resultaba una mujer fantástica, con belleza un algo sensual, y expresión de niña ingenua... Dos cosas contradictorias, se dijo Kid con su «lengua pequeña», pero sin embargo no rectificó porque las creyó acertadas. Quizá Memi ignoraba que existiese en ella una belleza sensual, tal vez lo desconociera toda su vida si antes no aparecía un truhán que se lo hiciera saber; su ingenuidad resplandecía en aquellos ojos casi blancos, quietos, fosforescentes, según su estado de ánimo (durante la breve entrevista ya los había visto variar tres veces) que denunciaban una inocencia absoluta, un desconocido pleno de la vida, el amor, la pasión y todo lo consustancial a la misma existencia. Como buen observador se dijo que allí dentro del cuerpo de aquella muchacha que presumía de excéntrica (de eso sí puede presumir) existía un terreno sin explotar, y se añadió que sería interesante hacer de «ingeniero» hasta hallar el metal que guardara aquella mina aún virgen...
—¿No recuerda?
La voz de ella, levemente estremecida, le hizo dar un respingo, hasta casi dejarlo sin la barba que tanto le estaba molestando.
—Sólo recuerdo que se parece usted mucho a mi hija Lucy...
Y acompañada de las palabras, iba una expresión bonachona, dulce y tierna como la de un emocionado papá, recordando a sus queridos vástagos.
Memi se puso en pie. ¿Hacerle saber el objeto de su visita? Imposible, pues de hablar sobre el particular, forzosamente dejaría salir a flote toda la rabia que la había dominado en el chalet, y no le parecía adecuado ofrecer un espectáculo ante el anciano. Además, tal vez éste padecía del corazón y se moriría de un colapso al oír sus airados reproches..., ¿justificados? Desde luego, pero no ignoraba que la justicia, no es la que impera siempre, ni la razón ni... Bueno, tendría que inventar algo que justificara su visita, y dejaría las cosas como estaban, esperando que a la mañana siguiente el periódico apareciera sin ninguna nota humorística que desprestigiara su organización.
Quedando de pie ante Kid Mescall, que sonreía por no soltar allí mismo la carcajada, expuso dulcemente, siguiendo el curso de sus pensamientos:
—Deseaba insertar en su periódico un anuncio referente a una venta...
—¿Venta? ¿Qué desea vender?
Enmudeció. ¿Qué iba a vender, si todo lo que tenía le era necesario y el dinero no lo precisaba?
—Una casa —dijo casi sin quererlo, pensando al mismo tiempo que si llegaba un comprador, procuraría no llegar a un acuerdo respecto a su valor—. Es de doce pisos, y se halla situada en lo más céntrico de la ciudad.
—¿Trae la notita?
—No, pero la haré aquí mismo...
—Bien. Siéntese de nuevo, y apunte lo que desee decir. —Mientras ella escribía nerviosamente, Kid continuaba—: Se insertará esta misma noche. Y si desea algo más de mí, no dude en acudir aquí; estoy a su entera disposición.
—Gracias.
Cogió la notita, y estrechó la mano que ella le tendía. Después viola salir, mientras en sus ojos brillaba una expresión de burla, que intimidaba.
Cuando se encontró solo, tiró de la peluca y las barbas ante un espejito de mano, cuyo vidrio le devolvió un rostro viril, hermoso, tal vez un algo cínico, sonriendo hasta quién sabe si de su propia sombra.
—Eres un genio, Kid —dijo, mirando a su doble en el espejo—. Pero lo peor de todo es que el perfume brujo de Memi Kassins, me seguirá continuamente hasta que de grado o por fuerza me lo trague... ¡Me gustas, Memi! ¡Me gustas a rabiar...! ¿Tus ojos?, ¡enloquecedores! ¿Tú boca?, un coral que sin remedio tendré que probar... ¿El cuerpo? Si continúo enumerando voy a emborracharme de belleza...
La puerta se abrió lentamente, dejando paso a la cabeza de James, cuyos ojillos interrogaban cómicamente.
—¿Crees que fue borrascosa la entrevista, animal, imperfecto psicólogo? —gritó Kid, abriendo la puerta del todo y dando un empellón a James hasta plantarlo en mitad de la estancia—. Pues te equivocas. Sé pulsar la cuerda sensible de estas pobres infelices que se atreven a luchar contra el amor, desconociendo todo de él...
—¿No hubo nada?
—Claro que sí: vino a enamorarme. Es fantástica, James. Creo que voy a frustrarle todos los planes, no sólo con el periódico, sino también con mi presencia... Pero no de viejo, ¿eh?
CAPÍTULO 06
¿Qué hay?
Las bocas y los ojos de Lauri y Tue interrogaban a la vez, plantándose ante la silenciosa Memi.
—Me encontré con un viejo venerable, y no me atreví a nada —confesó, dejándose caer sobre el césped, donde se hallaban sus amigas.
—¡Oh, Memi! ¿A dónde ha ido a parar tu audacia?
—No quiero que surja ante un pobre viejo.
—Lleva razón Memi, Tue: ¿qué iba a decirle a un hombre que seguramente ignora todo lo relacionado con nosotras?
La conformidad llegó fácilmente, esperando que, a la mañana siguiente, el periódico no publicara nada referente a ellas. Y fue así. Transcurrieron seis días en los que Kid Mescall no dio muestras de saber que las tenía allí...
El club continuaba funcionando de la misma manera, aunque cierto era que Memi frecuentaba poquísimo aquellos regios salones, donde un grupo de muchachas —unas por curiosidad y otras porque realmente odiaban al ser llamado hombre— acudían en distintas horas del día para permanecer en el lujoso chalet ratos largos alguna vez interminables a juicio de Memi que desde el balcón las veía correr por los jardines, enfrascadas en distintos juegos, sin preocuparse de que ella, la linda organizadora de aquello que a ellas les servía de diversión, sufría momentos de verdadera desesperación, preguntándose por qué había de sufrir cuando todo le sonreía... ¿Todo? Y la cabeza, al hacerse a sí misma la callada pregunta, iba de un lado a otro buscando ávida lo que pudiera darle la felicidad... ¡Regias estancias! ¡Muebles costosísimos: criados silenciosos que hacían más lúgubre la atmósfera de aquella casa, donde ella iba consumiendo poquito a poco su juventud...! ¿Y todo, por qué? Por un desengaño que mirado a fondo, nada de eso tenía, puesto que si el amor fuera como se aseguraba a sí misma, jamás hubiera permitido que él se le fuera con otra...
El verano campeaba triunfante. En el Club Náutico se celebraban incesantemente vistosas verbenas venecianas. Los veraneantes acudían diariamente al centro de recreo, cuyas terrazas, lindantes con el mar, ofrecían un aspecto suntuoso, a la par que agradabilísimo para todo aquel que se hallara ávido de frescura y de placer.
Aquella noche, la verbena del club hallábase más animada que nunca. Se hablaba de que si un príncipe austríaco acudía al baile que, en su honor, se celebraba en las terrazas del soberbio edificio enclavado en la misma playa y casi rodeado de jardines, a los que llegaban los automóviles, desde la gran avenida, a través de un puente levadizo que era orgullo del Náutico.
Memi, contemplando el atractivo espectáculo desde su balcón, arrugó entre sus dedos agarrotados la cartulina donde en letras doradas se le hacía la invitación para aquella fiesta que, si bien deseaba expresar en alta voz que no le interesaba, allí, casi rozándole el corazón, una voz aseguraba lo contrario.
Cerró los ojos, como si la tentación le hiciera daño, y tomó la dirección del jardín, caminando lentamente por la reluciente grava, que iluminaba la luna con su chorro vivo, casi cegador. Apoyóse en la balaustrada de una de las terrazas, frente al Náutico, quedándose quieta y silenciosa, con la vista fija en aquellos jardines iluminados, donde elegantes parejas se movían de un lado a otro...
Vestía un modelo blanco de noche, con el escote muy pronunciado, la espalda desnuda y un gran vuelo partiendo de la breve cintura. El cabello leonado lo peinaba hacia arriba, prendido artísticamente en un moño donde lucía una rica alhaja...
Aquella vestimenta, no teniendo idea de asistir al baile, hubiera sido impropia en otra muchacha menos caprichosa que Memi, pero tratándose de ella todo era disculpable, puesto que sus millones, su extravagancia y la poca importancia que le merecía la opinión pública, servían para librarla de la crítica acerba, ya que ésta le tenía sin cuidado.
Desde el club, resplandeciente de luz, llegaba hasta ella la música tenue de un vals vienés, a cuyos acordes veía bailar a los invitados, tanto en el jardín como en los regios salones del imponente edificio.
—¿Por qué no has ido, si lo estabas deseando?
Aquella voz viril, completamente desconocida, le hizo dar un respingo, volviéndose instantáneamente hasta quedar frente a un hombre alto y esbelto, cuyo cuerpo atlético se enfundaba en el traje de etiqueta.
—¿Qué busca aquí?
—Bellas sirenas.
—¡Váyase!
—¿Irme?
—Sí.
—¿Y a dónde?
Y al hacer la pregunta, el rostro rasurado de Kid Mescall se inclinó peligrosamente hasta unirlo casi al de la enfurecida Memi, cuya mano se alzó en ademán de cruzar el rostro cínico del intruso, mas la diestra de Kid alcanzóla en el aire, llevándola con mimo a sus labios.
—Sabe a rosa, Memi...
La muchacha se estremeció. Contuvo el aliento al escuchar aquel susurro, y la subyugó aquella mirada viril, profundamente apasionada, siéndole imposible rescatar sus manos, que el hombre no quiso abandonar.
—Eres bellísima —añadió Kid, pegando las palmas frías a sus labios ardorosos—. Me has gustado siempre, desde que contemplé tu rostro en aquella fiesta...
—¿En cuál? —se encontró preguntando casi sin saber que hablaba. Sus manos continuaban prendidas entre las del hombre extraño que la desconcertaba, haciéndole permanecer allí como extasiada, conteniendo la respiración y sin tener fuerzas para apartar sus ojos de aquellos otros que parecían poseer un maleficio irresistible y fascinante.
—No importa, en cuál, Memi. ¡Qué más da que fuera en ésta o en aquélla, si lo esencial es que te vi, y me gustaste!
—¡Vete!
—¿Me echas?
—Sí.
—¡Eres cruel!
—Siempre lo fui.
Rescató sus manos, haciendo intención de dar media vuelta y adentrarse en el chalet.
—Espera —dijo la voz bronca del hombre, alcanzándola por la espalda y apretándola contra su pecho—. ¡Me gustas, Memi!
Tuvo deseos de arañar el rostro cínico que la luna iluminaba, poniendo en los ojos extremadamente apasionados una luz diabólica, despiadada, pero no lo hizo; conformóse con erguir el busto, apartándose brusca de su lado y apostrofando con inflexión despreciativa:
—Un hombre, que presuma de serlo, jamás debe aproximarse a una mujer para decirle que le gusta.
La carcajada de Kid resonó largamente, repercutiendo como un trallazo en el corazón rebosante de ira de Memi.
—¿Acaso esperabas que te ofreciera un matrimonio? Déjame reír, Memi Kassins... ¡Es fantástico! Entre todos esos lechuginos que hasta ahora te han tratado, no queda uno que te haya comprendido... ¿Excéntrica? ¿Genial? ¿Extravagante? ¡Mentira! —exclamó, alcanzándola de nuevo y rodeando con sus brazos el cuerpo tembloroso, que hizo inauditos esfuerzos para desasirse de aquellos garfios que la apresaban sin delicadeza alguna—. Eres una infeliz que desconoce todo lo que yo te voy a dar. ¿Que me gustas a rabiar? ¿Quererte? ¡Jamás! Yo nunca querré a ninguna mujer, pero sí es cierto que las tendré a todas, en particular a la que me guste.
Los ojos verdes, de expresión cínica y audaz, quedaron quietos, hincados en los de ella, como adentrándose allí, buscando avariciosos el trozo de alma que el mundo aseguraba no existía en el cuerpo de Memi Kassins. No la encontró; pero en cambio pudo contemplar ira y cólera, una fiereza indescriptible, un odio mortal; todo lo que deseaba para no sentirse ligado al corazón femenino, que ahora palpitaba desesperadamente muy cerca del suyo.
Vio también unos labios preciosos estremecidos, que temblaban como si temiera verse quemada bajo las pupilas vivísimas que la buscaban...
—Creo que si no te beso esta noche me hago con una borrachera imponente, hasta acabar para siempre con esta preciosa existencia... ¡Eres maravillosa, Memi!
Un esfuerzo muchísimo más intenso para lograr desasirse, sin conseguirlo. La cabeza de Kid iba inclinándose cada vez más, como gozándose en el sufrimiento de ella.
—Sólo me gustas, Memi; sin embargo, estoy seguro que ni el hombre más enamorado, conseguiría besarte con el ardor que yo voy a hacerlo.
Y lo consiguió. Memi quedó inerte, inconsciente y silenciosa dentro de aquellos brazos que la aprisionaban. Sintió fuego en la boca. Después sabor agrio, dolor en el alma, y en los ojos, unas gotas salobres que lentas fueron a fundirse con su aliento.
A través del vaho que empañaba sus ojos, vio la alta figura perderse en la avenida del jardín, mientras a sus oídos llegaba tenue, casi adormecida, la música del Náutico...
CAPÍTULO 07
¿Quién era aquel hombre? Esa pregunta se la hizo Memi repetidas veces durante los días monótonos que siguieron a la aparición del personaje que ya siempre iría prendido a su corazón, pero no para quererlo; para odiarlo, para sentir ante su presencia un ansia loca de destruir, de matar. ¿Amarlo? No; hubiera sido absurdo que ella, la muchacha que luchaba contra el amor, fuera aprisionada en sus mismas redes. Había sido la curiosidad, la que en días sucesivos trajera a su mente la figura arrogante del desconocido. También sus labios sabían del calor de unos besos de fuego; quemaron su boca en la oscuridad de un callado jardín...
Y mientras dentro de ella se libraba una sorda e intensa lucha, el Club Femenino seguía funcionando tranquilamente, sin que los periódicos volvieran a importunar a sus miembros.
Un grupo de muchachas acudía todas las mañanas al chalet, con el propósito de jugar al tenis, nadar en la piscina, leer en la biblioteca o bien charlar continuamente, tendidas sobre el césped del jardín, esperando la hora en que Memi daba su acostumbrada conferencia para hacerles saber lo que era un hombre, el amor y la misma vida que les tocara vivir...
—Quisiera hablarte, Memi —pidió aquella tarde una de las muchachas, siguiendo los pasos de la «experimentada»—. ¿Adónde vas?
—De compras.
—¿No puedes oírme antes?
—Claro que sí. Di lo que quieras, Ana.
La otra hizo una mueca, como si dudara antes de hablar.
—¿Es que no te atreves?
—Se trata de lo siguiente, Memi. Si los hombres son como tú dices, el amor igual y la vida ídem, dime: ¿para qué hemos venido al mundo?
—Eso es lo que yo me pregunto.
—¿No me lo vas a decir?
Memi rió entre dientes. ¿Qué había de decirle, si ignoraba todo lo que pretendía explicar?
—Si no lo sé, amiguita —confesó, un algo burlonamente.
Ana, una chiquilla dulce e ingenua hasta lo absurdo, arqueó las cejas como interrogando.
—Me pregunto, Memi, por qué, si no lo sabes, hablas de esa manera... «Los hombres son insectos con patas largas, y dentro del cuerpo no guardan más que serrín o cosas parecidas, todas de ningún valor»... Eso dices, casi siempre igual, y la verdad es que yo no puedo creerlo, puesto que mi novio es...
—¿Has dicho tu novio? —cortó Memi, centelleantes los ojos de ira.
La otra abrió la boca de un palmo.
—¡Pues claro!
—¿Es que tienes novio? —volvió a preguntar, fue: de sí.
—¡Anda! ¿Cómo no voy a tenerlo?
El rostro descompuesto de Memi, adquirió una severidad imponente.
—¡Márchate! —ordenó señalando con el dedo tembloroso la puerta del jardín—, lárgate para siempre Nunca más vuelvas al club.
Ana se encogió de hombros, tomando el camino que le había indicado la descompuesta Memi, mientras ésta subía a su auto, emprendiendo la marcha hacia el centro de la ciudad.
Una rabia desencadenada dominaba a Memi, al tiempo que su pie oprimía desesperadamente el acelerador, haciendo que el pequeño vehículo saliera disparado, hasta detenerse ante un elegante salón de té. Precisaba tomar algo: se asfixiaba. Y no era precisamente que las palabras de Ana la molestaran; es que se hallaba ella misma insoportable, y cualquier cosa la alteraba... ¿Cualquier cosa podía llamársele a la aparición del intruso en, su vida? No; aquello era mucho más de lo que podían resistir sus nervios, tensos a flor de piel.
Dejó el vehículo detenido al pie de la acera y penetró en el lujoso local. A aquella hora de la tarde un público selecto, juvenil y dispuesto siempre a exprimir los minutos, poblaba la pista de baile, danzando alegremente al son del jazz-band.
Fue a sentarse ante una apartada mesita, pidiendo cerveza helada. Sabía que la bebida no calmaría su ardor: ardía toda, pero por dentro; le ardía el corazón, el alma y hasta las entrañas, donde el hombre dejara un anhelo infinito... ¿Cómo definir aquella ansia? Memi apuró la caña de cerveza, diciéndose que no hallaría jamás definición para lo que sucedía en su interior. ¿Amor? No. Era rabia, una rabia sorda, un deseo casi enfermizo de hallar de nuevo al hombre, y enamorarlo, empleando todas sus artes femeninas, su audacia, su belleza, hasta dejarlo convertido en un instrumento de sus fines, en una cosa moldeada, borrando del rostro cínico la media sonrisa de fina ironía, para convertirla en una mueca de dolor y amargura.
Miró la pista. Hasta veinte parejas bailaban alegremente, mostrando en sus rostros la diáfana alegría de saberse felices, jóvenes, queridos... ¿Es que eso le dolía? Deseaba decirse que no, pero lo cierto, lo doloroso, lo desconcertante, era que del corazón se escapaba un alarido de protesta contra la vida, que le había privado de todo consuelo... ¿Millones? Muchos; sin embargo, no representaban lo suficiente para que a su rostro se asomara la placentera sonrisa que mostraban aquellos rostros.
Pensó en Tue y Lauri, sus inseparables, las muchachitas buenas que por complacerla repudiaban al hombre y el amor desconociendo todo de ambas cosas, puesto que, al contrario que ella, nunca habían sufrido un desengaño amoroso y así, en cambio, supieron de la dulzura de un cariño sano y firme, del que renegaron por seguir su ejemplo y no perder su amistad. ¿Había sido leal haciéndoles seguir por el mismo sendero que ella tomara voluntariamente? No, pero también es cierto que su ternura hacia ellas era cada día mayor, y su agradecimiento infinito... Observó cómo muchos ojos se volvían hacia ella, como diciéndose: «¿No es ésta la muchacha que apareció días pasados en el periódico de Kid Mescall?». En todos los rostros se perfilaba una curiosidad inmensa. La mujer era guapa, llamativa, de esas que difícilmente pueden pasar inadvertidas, ya que, aunque sólo fuera por sus ojos, claros y transparentes, de expresión dura alguna vez; otras cansada y triste, atraía por su magnetismo Aquella tarde vestía sencillamente: un modelo de hilo blanco, chaquetilla de punto roja y los cabellos flotando, haciendo más interesante su figura estilizada.
De pronto, Memi vio cómo «su desconocido» penetraba en el salón, yendo directamente a su mesa con su andar elástico, enérgico, trayendo en sus ojos aquella expresión audaz que parecía arrollar todo cuanto encontraba a su paso.
—Hola, cariño —saludó sonriente, sentándose a su lado—. Me ha sido imposible venir antes.
Memi mordióse los labios con fuerza, diciéndose que jamás se atrevería a medir sus fuerzas con las de aquel cínico coloso, que llevaba en sus ojos un mundo de poder.
—Es usted un cínico —dijo, mirándolo de arriba abajo con desprecio y orgullo.
—Todos los cínicos son simpáticos.
—Usted es odioso.
—Si no lo dijeras con tanta fuerza, tal vez lo hubiera creído. ¿Qué tal lo has pasado desde la última vez que nos hemos visto?
Memi tuvo que crispar las manos hasta teñir con dos gotas rojas las palmas frías.
Kid Mescall continuaba sonriendo sin dejar de mirarla. La encontraba más bella, muchísimo más subyugadora que nunca con aquella expresión de fiereza que dejaban ver los ojos rabiosamente brujos.
—¿Sabes, Memi? —susurró con aquella voz viril que hubiera emocionado a otro corazón menos rígido que el de Memi Kassins—. Durante todos estos días he creído tener tus labios adheridos a los míos...
—Yo no le besé —casi mordió—. Es usted un...
Él rió alegremente.
—No sigas, Memi. Yo sí busqué tus labios de rosa, pero después, al sentir que tú te apretabas contra mí, me dio pena dejarte y devolví el beso con algo de la mucha pasión que hierve en mi cuerpo; toda no, porque la conservo para la mujer que ame, si es que amo alguna vez. En cuanto a lo otro, confieso que lo soy un poco: todos los hombres lo somos.
—¿Sabe ahora lo que pienso yo? Su presencia me inspira desprecio, y sus palabras, asco... ¡Es usted un canalla!
Cortó con un gesto.
—No me adjudiques más adjetivos, Memi. No está bien que salgan de esa boca tan bonita palabras tan fuertes. ¿Por qué no te decides a venir conmigo? No es que tenga pensado salir de viaje —añadió sonriente, con aquella burla que lastimaba como un trallazo el corazón de la estremecida muchacha, cuyas fuerzas estaban llegando al límite—. Pero en tu honor dejaré mis asuntos en manos de los muchachos y te acompañaré en un viaje alrededor del mundo, del que traerías un recuerdo gratísimo, quién sabe si subyugador hasta el punto de que no nos atreveríamos a volver por temor de romper el encanto.
—¡Canalla!
Después del duro calificativo, pronunciado con un coraje indescriptible, púsose en pie, yendo en línea recta a la puerta, dejando a Kid bebiendo tranquilamente la caña de cerveza que Memi había dejado.
—Eres maravillosa —murmuraron los labios entreabiertos—. Pienso, Memi, que de seguir persiguiéndote voy a caer como un muñeco en tus fascinadoras redes... Hay que cerrar los ojos y no ver, Kid Mescall, y continuar por el camino emprendido. Memi Kassins ha de creer de nuevo en el amor y de una forma maravillosa, para que jamás se le ocurra refutar su existencia. —Un camarero pasó a su lado—. ¡Eh, tú! —llamó sin miramiento alguno—. Cobra el gasto que acaba de hacer esa preciosidad que salió ahora mismo disparada hacia la acera, y quédate con la vuelta.
El muchacho miró el billete con ojos deslumbrados
—Es mucho, señor Mescall...
—También ella lo es, y sin embargo...
Dejó la palabra en el aire. Se encogió de hombros y salió a la calle, dejando al camarero poco menos que con la boca abierta.
Miró en distintas direcciones; después, hundió las manos en los bolsillos, lanzándose calle abajo... No intentó seguir a Memi, pues, sinceramente, había de confesarse que temía su belleza enigmática y excitante.
Había de desaparecer aquella especie de deslumbramiento antes de que se enfrentara de nuevo con ella...
CAPÍTULO 08
Imposible describir el furor que dominaba a Memi. Sus ojos claros parecían ahora oscuros a causa de la rabia que invadía su cuerpo palpitante, estremecido como la hoja del árbol próxima a desprenderse.
Además..., ¿a quién hacer partícipe de su dolor? ¿A quién, si en aquella casa sólo veía moverse estirados y serios criados? Si hablara a Lauri y Tue, quizá no supieran comprenderla; nadie la comprendía, y ella sola había de sufrirlo, retorciéndose el corazón como si fuera una cosita emponzoñada que le estorbaba.
Estaba demostrando que había venido al mundo para sufrir. Primero, la muerte de sus padres, cuando apenas daba los primeros pasos; luego, al internado abrumador; la vuelta al mundo con su padrino; sus relaciones con Laurence; la terquedad de no querer unirse a él hasta que cumpliera los veintitrés años. ¿Por qué ella era así, cuando en realidad precisaba la sombra de un hombre a su lado, y estaba segura de querer a Laurence? ¡Ah! Lo cierto, lo comprobaba ahora, era que Laurence no fuera su amor. Aquello ya pertenecía a un pasado que no dejaba huella ninguna. Algo más existía, y eso era lo que robaba sus horas de sueño, su tranquilidad espiritual y material.
—Parece que sufres, Memi —dijo aquella tarde Tue, deteniéndose a su lado y mirándola con fijeza—. ¿Es que estás arrepentida de haber formado el club?
Memi, que se hallaba peinando sus cabellos ante el tocador, irguióse desafiante, como luchando contra sí misma.
—¿Por qué voy a sufrir? En cuanto a lo otro, no, Tue; este club morirá conmigo.
—¿Estás segura?
—¿Por qué no voy a estarlo? Hoy más que nunca odio a los hombres.
—Haces mal.
Se volvió en redondo, quedando ante Tue, fría y altiva. Tue vio en los ojos de Memi una ira inenarrable, pero también apreció que en el fondo de las pupilas bonitísimas se escondía un mundo de desesperación. ¿Qué le sucedía? ¿Por qué sufría? ¿Es que su cariño hacia Laurence era tan intenso, que aún no pudo olvidar? Pensó que no estaba acertada en lo último, ya que Memi, ante todo, era orgullosa, y jamás permitiría que su corazón sufriera por un canalla. Pero en el corazón no se manda, continuó Tue diciéndose con su lengua pequeña, y si era tal como lo aseguraban, Memi había de continuar sufriendo indefinidamente, si es que en realidad había amado a Laurence.
—No hago mal, Tue —oyó la voz, extrañamente serena de su amiga—. Los hombres son seres vacíos, faltos de corazón y de alma.
—Por uno, no se debe juzgar a los demás. Laurence pudo ser muy malo, pero...
Entonces sí que el furor de Memi estalló como un trueno. Fue hasta Tue y, sacudiéndola por los hombros, gritó más que dijo:
—¡Yo no amo a Laurence! Desde el punto y hora que supe que se había casado con otra, lo desprecié —Después, quedóse silenciosa, y dando media vuelta, fue de nuevo a colocarse ante el espejo—. Cierto que no amo a Laurence, pero sí que sufro. Tengo los nervios tensos desde no sé cuándo, pero esto no es motivo para que tú pagues lo que no mereces. Es mejor que me dejes sola durante unos minutos.
—Pienso, Memi, que siempre debieras de estar acompañada.
—¿Y para qué?
—Para no pensar.
—¿Crees que pienso mucho?
—Sí. Ignoro en qué, pero que piensas, estoy segura.
Memi rió quedito, con un deje de melancolía.
—Tal vez llevas razón, aunque yo no te la voy a dar.
—Lo sé.
Tue fue hacia la puerta, pero antes de salir, declaró, segura de llamar la atención de su amiga:
—Hoy no han venido más que diez muchachas al club.
Contra lo que supuso, Memi quedóse quieta ante el espejo, sin prestar atención a sus palabras.
—Esto ha sido un juego, Tue —dijo indiferente—. De Club Femenino le di yo el nombre, pero no porque piense que lo es. Hoy han venido diez; mañana vendrán siete; pasado, tal vez ninguna... ¿No ves que la novedad dura muy poco tiempo?
—¿Y no te importa?
La Kassins se encogió de hombros.
—¡Qué más da!
Tue arqueó una ceja, saliendo de la estancia. No comprendía a su amiga; cierto que Memi siempre había sido algo incomprensible, pero aquella tarde se lo pareció más que nunca.
Fue a la otra mañana cuando Memi se sintió sacudida por aquel furor desenfrenado que asustó a ambas amigas, hasta el punto de hacerlas replegarse a un rincón de la lujosa estancia y conformarse con mirar desde allí cómo Memi medía el suelo precipitadamente, arrugando desesperada entre sus dedos crispados el periódico que acababan de entregarle.
Se hallaba vestida para salir a la playa, cuando Tue y Lauri penetraron en la alcoba blandiendo al aire uno de los ejemplares que Kid Mescall había lanzado aquella mañana, creyendo tal vez que Memi reiría como ellas de las «genialidades» que el buen señor había plasmado en el periódico; pero no fue así. Cuando los ojos de Memi se prendieron en el papel, su tez pareció tomar el tono terroso de la de un cadáver, mientras los dedos agarrotados se crispaban sobre el periódico que agitaba con ira terrible.
—¡Esto es un insulto que el viejo Kid Mescall se tragará esta misma mañana! —gritó destempladamente, mirando ante sí como si el mismo personaje se hallara a su lado—. No me importa que seas viejo, Kid Mescall; esta vez tragarás toda mi ira... ¡Ah!, qué deseos de vomitar me produce esa crónica; qué ansia más destructora; qué... ¿Qué hacéis ahí? —preguntó fuera de sí, clavando la saeta de sus ojos en las figuras encogidas de ambas amigas—. ¿Es que no tenéis sangre en las venas? ¿Es que os faltan nervios y orgullo? No importa; yo iré hacia él; yo me atreveré a todo. Esta vez no respetaré al viejo de apariencia venerable ni tendré en cuenta su emoción de hipócrita.
Volvió a hundir sus ojos en el periódico, donde en letras pequeñas y apretadas se la zahería de nuevo, pero esta vez de una forma vergonzosa y sin rodeos.
«En la puerta principal del chalet, una placa reluciente... ¡Guerra al amor!, dice en letras doradas... En el interior del edificio un puñado de niñas histéricas... Apoyada en el vidrio del balcón, la organizadora de todo el plan disparatado, contempla con envidia la esplendidez de una noche de fiesta en el jardín cercano... La Venus vacía siente cómo el corazón golpea atropelladamente la caja torácica...»
—¿Lo veis? —gritó de nuevo, plantándose ante las dos muchachas—. Esto no es solamente que les empuje el deseo de criticar, ridiculizando mi club; me zahieren a mí, directamente, y por lo tanto, soy yo, sólita, quien ha de demostrar a ese majadero señor, que se halla completamente equivocado. ¡Voy a salir!
Tue avanzó lentamente, quedando en mitad de la estancia con los ojos puestos en el rostro de Memi, quien le parecía más linda que nunca con aquella expresión de coraje en las pupilas rutilantes; la faz pálida, el cuerpo tembloroso y las manos aún agarrotadas sobre el arrugado periódico.
—Hoy no han venido más que seis chicas al club —declaró al fin, temiendo despertar más cólera en Memi—. Todas se han enamorado, al parecer.
Memi alcanzó una chaquetilla de punto, y colocándola sobre sus hombros, repuso irónicamente:
—Vosotras también estáis deseando largaros. ¿Por qué no lo decís de una vez? ¿No veis que no podéis engañarme? ¡Idos, idos! —gritó, conteniendo la ira y la rabia—. No necesito a nadie. Yo jamás creeré en un hombre. ¡Nunca me enamoraré!
Y al hablar parecía formular un juramento, aunque un buen observador hubiera visto cómo los labios que habían sido besados una sola vez y con brutalidad, temblaban imperceptiblemente, como recordando la noche en que, sola en el jardín, sentía todo lo que manifestaba el periódico y mucho más quizá...
Lauri y Tue quedaron ante ella, contemplándola dulcemente.
—Sufres, Memi; sufres sin motivo. ¿Por qué no te desligas de todo esto, y emprendes un viaje que dure tanto como tu dolor?
—¡Nada me duele!
—De acuerdo. Pero aunque el corazón no duela siente, que es peor aún.
Se irguió ante ellas, con altivez y orgullo.
—No siento nada. Además, si al fin me decido a hacer un viaje, nadie lo sabrá. Desapareceré de aquí muchísimo más silenciosa de lo que he venido.
Los ojos de las chiquillas adquirieron una expresión triste, dolorida, como si aquellas palabras de Memi les hicieran comprender que el cariño de ella hacia ambas fuera harto menguado...
—Ya veo, Memi, que nunca nos has querido —dijo Tue, con un hilillo de voz.
La aludida sonrió entre dientes.
—¿Y os importa? ¡Bah, el cariño...!
—Sin cariño, nadie es feliz.
—Yo lo seré.
Dicho aquello alcanzó el bolso, donde de cualquier manera metió el periódico que le hizo decir todo lo que no sentía y lastimaba a las muchachitas buenas que siempre le habían profesado un cariño infinito y al que sabía pagar muy mal... Después se encaminó a la puerta, por donde desapareció.
Lauri y Tue se miraron consternadas.
—Memi tiene algo más de lo que nosotras sabemos.
—De acuerdo —repuso Lauri—. Jamás lo sabrás, si la ciudad entera no ha de saberlo.
—Lo sé.
—¿Por qué no le has dicho que tenemos que marchar de veraneo, con nuestra familia?
—No me atreví.
—Pues es preciso que lo sepa.
—Vamos al jardín; aún no se ha ido.
Segundos después, ambas se apoyaban en el auto donde Memi, sentada ante el volante, interrogaba con los ojos inquietos, intimidando a las muchachas.
Memi no ignoraba que se estaba portando estúpidamente con aquellas muchachas que tantas y tantas pruebas de cariño le habían ofrecido, pero lo cierto, pese a la razón que se daba a sí misma muy callada mente, era que no le quedaba margen para ver todo lo bueno y dulce que expresaban las pupilas de Lauri y Tue. Dentro de su corazón había una llaga abierta, la que abriera el desconocido en las dos veces que se cruzó en su vida, y aquélla sangraba constantemente, atormentándola; aunque ella proclamara la insensibilidad de su corazón, la verdad era que palpitaba desesperadamente cuando algo le hacía daño, haciéndole sentir intensamente, protestando, deseando, anhelando... ¿Qué anhelaba y qué pedía? ¡Si ella lo supiera...! Sólo comprendía que lo sucedido en los días transcurridos la lastimaba hondamente, provocando en ella aquel estado de hipersensibilidad enfermiza que la hacía estremecerse por nada, logrando que su dolor interior se manifestara en un alarido angustioso que ella deseaba acallar, y no podía, puesto que del alma le subía vertiginosamente hasta afluir a sus ojos en una llamarada de desesperación.
—Memi —pidió Lauri, en un hilillo de voz—. He de decirte que esta tarde nos marchamos de veraneo con nuestra familia.
—¿Y bien?
Tue fue la que rogó, expresando en sus ojos un ansia infinita:
—¿Te vendrás con nosotras? Mis padres, e igual los de Lauri, nos han dicho que no nos fuéramos sin ti. Ven, Memi: allí lo pasaremos muy bien, y hasta es muy posible que te olvides de todo lo sucedido, y encuentres un motivo que te haga la vida agradable.
Memi sonrió sin abrir los labios.
—Ya sé que me queréis; tal vez no sepa corresponderos, pero todo es inútil: esta vez me quedo aquí... —hizo una pausa, que empleó en encender nerviosamente un cigarrillo, y añadió—: Quizá emprenda un viaje a España... Pero hoy no puedo ir a ninguna parte.
—Es que te esperamos...
—Gracias, queridas... Ahora, he de irme.
Y se fue, dejando a las muchachas quietas y calladas de pie en la acera, mirando nerviosas cómo el auto chiquito se perdía en la bocacalle.
CAPÍTULO 09
Kid Mescall, como tenía por costumbre, colocó los pies sobre la mesa llena de papelotes, recostóse sobre el respaldo de su sillón giratorio, y luego aspiró con deleite el humo acre de su pipa blanca.
Conservaba en su diestra, firme y morena, el periódico aparecido aquella mañana. Sus ojos vivos y penetrantes corrían rientes por las letras chiquitas, mientras su boca continuaba aspirando tranquilamente las grisáceas volutas.
De pronto, su cuerpo, aun sin variar de postura, quedó tieso y envarado, al tiempo que su ceño se fruncía terriblemente y los ojos quedaban presos en la puerta, bruscamente abierta, que dio paso a Memi Kassins, cuyos iris fulgurantes fueron como pinchos a clavarse en la faz, ya totalmente serena, del verdadero Kid Mescall.
—Siempre creí que no te precipitarías tanto —dijo Kid, comprendiendo que había de hacer frente a lo irremediable, y maldiciendo interiormente a sus estúpidos sabuesos, que tan mal supieron contener el ímpetu de la importuna—. Pasa y siéntate —añadió, poniéndose en pie, y quitando con indolencia la pipa de la boca—. Confieso que tu presencia ha sido un postre sabrosísimo.
Memi permanecía de pie en medio del lujoso despacho, con el cuerpo rígido, las manos agarrotadas sobre el bolso que colgaba de su hombro, y en la boca aquella crispación indefinible que la hacía más interesante, más linda y, tal vez más mujer. Miraba con ira y rabia apenas contenida la faz rasurada del hombre con quien menos esperaba encontrarse; y faltándole fuerzas para expresar todo el torrente de palabras que acudían vehementes a sus labios, se preguntaba por qué aquel personaje se encontraba allí, cuando ella venía dispuesta a hallarse con el viejo de mirada serena y dulce, que estaba segura había de comprenderla tan pronto le hiciera ver lo que era su vida y su organización.
Kid leyó todas las encontradas sensaciones que se atropellaron en el corazón de Memi; no fue preciso que agudizara mucho su observación: los iris rutilantes se lo estaban diciendo.
—Te preguntas dónde están mis luengas barbas —rió alegremente, acariciando la barbilla—. Me las he cortado, Memi. Convendrás conmigo que no me favorecían nada, ¿eh? Ya sé que te estás preguntando cómo me las arreglé para el tono grisáceo de mis cabellos Eso lo logró la cosmética moderna, querida, mía. ¿Verdad que te gusto más de esta manera?
Memi sintió algo muy parecido a una descarga eléctrica sacudirle el cuerpo. Avanzó unos pasos y deteniéndose ante él, que aún no había dejado de sonreír, replicó duramente:
—Lo que me parece es lo siguiente: o rectifica esta crónica estúpida o de lo contrario lo demando. —Y mostraba temblorosa y pálida el periódico arrugado—. Es usted un quídam, un ente sin personalidad, un...
Y la pobre muchacha comprendió que de seguir hablando estallaría en un sollozo ronco, desesperado. Contuvo el aliento, haciendo inauditos esfuerzos para que las gotas salobres no afluyeran a sus ojos causando la alegría del hombre sin entrañas que en la oscuridad de su jardín la había humillado. Permaneció quieta y rígida ante Kid, cuyos ojos continuaban mirándola, sin inmutarse.
—Es una pena, Memi —dijo al cabo de unos minutos, volviendo a alcanzar la pipa y llevándola a sus labios plegados en una mueca sarcástica—, que tú, que tantos millones posees, no sepas contener el ímpetu de un periodista desvergonzado...
—¿Cuánto quiere por rectificar la crónica y silenciar de ahora en adelante lo que haga...? —inquirió esperanzada.
¡Ah! Pero lo que ignoraba era que Kid Mescall poseía tantos millones como ella, y una dosis fenomenal de amor propio viril, bajo aquella máscara de cinismo y burla que lo cubría, aunque todo aquel que lo tratara y se guiara sólo de las apariencias habría de jurar que la máscara no existía, puesto que Kid era así desde que había nacido...
—¿Estás dispuesta a pagarme? —rió Mescall, alegremente—. ¿Y si el precio es excesivo?
—Aunque fueran dos millones.
—Muchos tienes.
—No sé cuántos.
—¿Y si no accediera, Memi? ¿Qué valor le das al dinero? Figúrate que para ti tenga mucho, y que, sin embargo, yo le dé tanta importancia como a mi pipa. No, pequeña; estoy mintiendo; a mi pipa le doy más importancia que a tus millones. ¿Qué te parece?
—¡Absurdo!
—Tal vez tengas razón —dijo, balanceándose sobre sus largas piernas.
Después separóse de ella, yendo de un lado a otro de la estancia, pensativo y meditabundo, como si se hallara haciendo cálculos mentales. La pipa en la boca, las manos hundidas en los bolsillos, y en los ojos una ironía indescriptible. Pero ésta no la veía Memi por hallarse ciega, pensando que su trato con el personaje odioso iba a cesar allí mismo, a cambio de un puñado de despreciables billetes de Banco.
Vio cómo Kid se detenía a su lado, y clavando en los suyos sus ojos profundos y vivísimos, rebosantes de pasión y audacia, movía la boca roja y sana para decir aquellas palabras que con brusquedad mataban toda esperanza:
—El precio que pongo eres tú; no dirás que es caro... Dinero tengo mucho, no sé cuánto. ¡Mujeres! ¡Bah! Hay miles de ellas. Pero tú eres la más bonita de todas las que contemplé hasta ahora.
La mano de Memi se alzó vertiginosamente, pero no pudo llegar al blanco, deseado: la diestra de Kid alcanzóla en el aire, apretándola después entre sus dedos férreos hasta arrancar de los labios crispados un ¡ay! de dolor.
—¿Para qué tienes la boca? Contesta, habla, di lo que se te apetezca; todo te lo voy a escuchar. La mano, no; la quiera ver quieta.
—Lo único que puedo decirle —repuso, sustrayendo su mano y mordiendo casi las palabras— es que voy a pleitear.
—¿Sabes a lo que te expones?
—No me importa.
—Entonces, hazlo. Dirás que en la oscuridad de un jardín un hombre te besó intensamente, y que ese mismo hombre. Kid Mescall, para no ocultar nada, comprendió que dentro de ti no existía sensibilidad alguna, y por eso mismo publicó cierto día una crónica donde ponía bien de manifiesto la estupidez que encierra el mundo de hoy...
—Esa mujer soy yo.
—¿Lo confiesas?
—Lo dice usted.
—¿Estás segura? Yo te lo digo a ti, pero en la crónica me abstuve de citar nombres.
Ella comprendió la verdad, lo que en su ofuscación al leer el periódico aquella mañana no había comprendido; ciertamente en aquellas líneas satíricas no se mencionaba su nombre, aunque sin duda la mostraban no como era, ya que eso lo ignoraba ella misma, sino como el mundo la veía...
—De nuevo has perdido, Memi —rió, irónico—. Además, sabes tan bien como yo, que dentro de tu cuerpo no albergas nada, todo es árido, estás seca como ese periódico arrugado que destrozas en tus manos. Nunca hallarás un hombre que te quiera como tú deseas; irán a ti por los despreciables millones, pues tú no sabrás inspirar un amor. No sirves más que para figurar en el estuche policromo, rebosante de lujo y falsedad, que representa tu casa. ¡Ea! —añadió, encendiendo de nuevo la pipa, que se le había apagado—. Creo que ya no tenemos nada más que decirnos.
Memi pegó la mano al pomo de la puerta.
—Esas palabras se las tragará, señor mío —dijo, antes de desaparecer—. Dentro de bien pocos días quedará demostrado que Memi Kassins sabe amar y hacer que la amen.
El auto se deslizaba raudo, cruzando calles y calles. Memi ignoraba a dónde iba. Cierto que le importaba muy poco el final de su... ¿Destino? Al hacerse esta pregunta, su pie presionó con más ira en el acelerador, logrando que el vehículo saltara brusco, adentrándose en una solitaria calle, mientras ella pensaba que el destino no venía y era ella quien iba en su busca.
Lo pensaba así porque intentaba burlarlo, sin comprender que era el mismo destino el que la conducía por aquel camino que creía equivocado. Y sin embargo...
Transcurrieron unos minutos antes de que la mente de Memi lograra despejarse; su boca se apretó más fuerte, mientras que, muy calladamente, se hacía otra pregunta; ¿cómo hacer para que el desafío dejara de ser una cosa imaginaria, y se convirtiera en realidad? Las ruedas del auto parecían decir burlonamente: «Memi Kassins sabe amar y hacer que la amen...». Una carcajada histérica salió de entre los atirantados labios, terminando en un ronco gemido que repercutió rudo en el silencio virgen de aquel paraje por donde raudo cruzaba ahora el vehículo.
De repente el cerebro de Memi sintióse despejado: todas las brumas que lo envolvían parecieron desvanecerse, al tiempo que el auto daba la vuelta, enfilando la calle que lo conducía a un famoso club donde estaba segura de hallar a sus antiguos amigos, todos aquellos chicos y muchachas que reían sus gracias en los tiempos en que aún era novia de Laurence...
Una vez más iba al encuentro de la falsedad, de la hipocresía, de la ficción que tanto y tanto le había repugnado. ¿Y por qué, si todo aquello le era odioso, buscaba la compañía de un puñado de desaprensivos? ¡Ah! Eso casi lo ignoraba ella; sólo sabía que una fuerza tremenda le impulsaba, y que ya nadie podría contener el ansia loca que le envolvía de verse al lado de su antiguo enamorado, el muchacho frívolo y vacío que no poseía un céntimo y esperaba unirse a una mujer rica que lo mantuviera en aquella vida de placer, que para él, espíritu pobre y mentalidad de corcho, era indispensable...
«¡Pobres hombres! —se dijo Memi, pisando con más ira el acelerador, y tomando la dirección del club—. ¡Pobres hombres que no esperan de la vida nada más que un puñado de billetes de Banco que pueda proporcionarles la mujer, no adquiridos por sus propios medios como hubiera sido lo ideal, lo que llenaría de orgullo su hombría, su dignidad...! ¿Pero es que esos hombres poseían dignidad? ¡Ninguna! ¡Son pobres y despreciables parias que el destino va conduciendo, proporcionándoles una bofetada acá, otra allá, hasta que al fin caen presos en las mismas redes que ellos tendieron a los demás...»
También se rió de sí misma, ya que no siéndole desconocido nada de aquello, iba al encuentro de un pobre infeliz para vengarse de otro... ¿Vengarse? Memi sabía que no, pero lo cierto, lo vergonzoso, era que por un exceso de amor propio había de desprenderse de todo deseo, para demostrar a Kid Mescall que hallaría un hombre dispuesto a unir su vida a la suya, tan pronto se lo propusiera...
Ella no comprendía que Kid Mescall había dicho algo bien diferente, puesto que al hablar no se había referido al matrimonio con un ente de los que se hallan a la vuelta de cada esquina, sino a un hombre viril que, prescindiendo de sus millones, supiera conquistarla y hacerla feliz.
CAPÍTULO 10
Kid Mescall penetró en el despacho restregándose los ojos.
Como cosa extraordinaria, aquel día había permanecido toda la noche en la redacción ultimando unos trabajos urgentes prescindiendo de la acostumbrada correría nocturna.
Acababa de almorzar cuando lo vemos penetrar en el amplio departamento, con los ojos aún hinchados, la boca crispada en mueca de cansancio y las manos sosteniendo temblorosas la pipa blanca.
—Otra noche como ésta, Kid Mescall, y dejas de ser hombre —dijo, dejándose caer en el sillón giratorio y bostezando descaradamente—. ¿Será posible que una noche de farra destroce menos el cuerpo que una jornada de trabajo? ¡Uf!
Apretó las sienes con ambas manos y quedóse así: quieto, pensativo, con la vista fija en la mesa, la pipa en la boca y las cejas fruncidas.
Recordó a la muchacha extravagante que días antes viniera a desafiarlo... La chica era mona; Kid, ante todo, era sincero, diciéndose que los labios de Memi sabían a rosa. No la había vuelto a ver. Cierto que la recordaba con harta frecuencia, pero se abstuvo de buscarla de nuevo, pues, aunque él quisiera negarlo, lo cierto era que su recuerdo le hacía cosquillas en la sangre y en el corazón... Pensó también que él no tenía corazón, y aquello de las cosquillas era una estupidez, pero... ¡caramba!, sentía que algo se agitaba dentro, pese a todo, cuando pensaba en la carita alterada, en la furia de aquellos ojos bonitísimos, en los labios temblorosos que se habían apretado para que él no saboreara la dulzura de su contacto...
—¡Jefe! —chilló James, penetrando en el despacho como una tromba—. ¡Una noticia fenomenal!
Kid alzó la cabeza con desgana. ¡Diablos, le estallaba de una forma terrible!
—¿Qué nuevo cuento traes? —preguntó de mal talante—. Dilo pronto, que me arde la cabeza y no estoy para acertijos. Después lárgate.
James se detuvo a su lado. Kid lo vio jadeante y tembloroso. Mirólo con curiosidad, un poco divertido por su aspecto desaliñado, preguntándose al mismo tiempo qué sucedía para que James a aquella hora de la mañana se hallara ya antes él, después de haber estado toda la noche con los ojos fijos en las páginas de un libro estudiando la situación de una ciudad que sin remedio había de aparecer descrita aquel día en el periódico.
—He salido para tomar algo con que despejar la cabeza y continuar trabajando.
—¿Y ésa es la noticia?
—No te burles. Por eso lo supe.
—¡Explícate, animal! —gruñó Kid, perdiendo la paciencia—. ¿Qué supiste?
—He visto extendido en la barra del bar este periódico, y lo leí. Entérate tú y di después que la noticia no merece la pena.
Kid emitió una risita ahogada, como si la noticia le tuviera sin cuidado, pero aún así alcanzó el periódico, dejando sus ojos presos en lo que indicaba el dedo tembloroso de James. La boca de Kid fue leyendo en alta voz, pero sin que comprendiera aún todo el significado de lo que leía:
«En las últimas horas de la tarde de mañana tendrá lugar el enlace matrimonial de la señorita Noemí Kassins con el joven letrado Richard Montero. La boda se celebrará en la intimidad.»
Los ojos de Kid fueron del papel a interrogar a James, sin haber aún comprendido por qué James le entregaba el periódico.
—¿Y bien? —preguntó con indiferencia—. No le veo la novedad.
—¿Es que sabías que Memi se casaba?
Kid arrancó la pipa de la boca, poniéndose de un salto en pie.
—¿Qué dices? ¿Es que no he sabido leer? —Sacudió a James por los hombros, añadiendo, nervioso y desasosegado, como si en la respuesta de él fuera toda su vida—: ¿Has dicho que Memi se casa?
—No lo digo yo; ¡es el periódico!
—El mío, no.
—Pero, Kid, ¿es que estás idiotizado? Claro que no lo publica nuestro periódico, pero lo dice ése, que para el caso es igual.
Kid paseóse agitado, midiendo la estancia a zancadas largas, inmensas a juicio de James, que lo miraba, además de extrañadísimo, completamente convencido de que la noticia afectaba no sólo al amor propio del periodista, sino el corazón del hombre. Y el hombre era en realidad quien se paseaba furioso en todas direcciones de la estancia, con las manos hundidas en los bolsillos y en la frente una arruga terriblemente pronunciada.
—¿Tanto te afecta? —preguntó James al fin, con un poquito de guasa—. Siempre creí que Memi Kassins te importaba tanto como una cantante de la ópera.
—No la compares —gruñó, sin cesar en sus paseos.
—¿Conoces al mentecato que se casa con los millones Memi?
—¿Por qué ha de hacerlo con los millones y no con ella?
Ahora sí que se detuvo ante el amigo, a quien miró con el ceño fruncido.
—¡Eso es lo peor! Que disfrutará de los millones de ella... ¡Maldita sea mi estampa..., qué burro he sido! —Tras rápida transición, añadió brusco—. Sé que sucederá así porque ella, hace unos días, aborrecía a los hombres, luchaba a brazo partido contra el amor, e inducía a todas sus amigas a que lucharan como ella. Si se casa es sólo por vengarse de otro, uno que la besó en la oscuridad de su jardín y dijo que le gustaba, pero que jamás para casarse con ella.
Volvió a recorrer la estancia, ininterrumpidamente. Su voz, al continuar hablando, sonaba enronquecida, como si hablara para sí solo:
—«Memi Kassins sabe amar y hacer que la amen...» Yo ya lo sabía, Memi; lo supe tan pronto vi la luz fosforescente de tus ojos bellos. Es más, comprendí que el día que un hombre de verdad, no ese muñeco que piensa llevarte, supiera ganarte, serías maravillosa... ¡Jamás! —gritó, deteniéndose de nuevo a su lado y mirándolo ansiosamente—. Lárgate y vuelve dentro de cinco minutos para decirme, ce por be, quién es ese tipo, cuáles son sus antecedentes, de dónde proceden sus ingresos, y... ¿Has oído? ¡Quiero saberlo todo! El tiempo apremia y las horas corren que es un primor.
James dio media vuelta; aunque mal, casi estaba por asegurar que ya ignoraba muy poco de los propósitos de su jefe.
Cuando Kid se vio solo, continuó en sus pasos, más agitados quizá, más furiosos... ¡Qué rabia sentía y qué deseos más irreprimibles de aprisionar entre sus brazos a la indómita y hacerla entrar en razón, aunque fuera a la fuerza!
—Eso es todo. Pienso que no posee ni siquiera lo suficiente para comprarse el traje de boda. No tiene familia ni parientes. La boda se celebrará a las siete de la tarde de mañana, y no asistirá nadie, a excepción de los padrinos.
—¿Quiénes son esos señores?
—Un amigo del novio (otro arruinado como él) y una amiga de ella.
—¿Tue?
—Ni ésa ni Lauri, ya que ambas se han ido con sus familiares de veraneo e ignoran la boda de su amiga.
Kid, por primera vez después de haber leído el periódico, restregóse las manos con satisfacción.
—Nuestro plan saldrá maravillosamente —dijo, encendiendo la pipa y mirando divertido al asustado James.
—No te entiendo, Kid.
—Ya lo sé, pero no te preocupes; mañana comprenderás todo el lío. Hoy sólo vas a hacer lo que yo te mande, sin rechistar ni preguntar el porqué de esto o de aquello. El fin te lo dirá todo. —Después con cruda ironía—: Memi Kassins ignoraba que Kid Mescall es sólo el seudónimo que utilizo en mi profesión, y que mi nombre verdadero es Richard Lewis Morales... ¿Vas comprendiendo? Soy un gran característico —añadió burlonamente—. ¿Has dicho que ese muñeco es rubio? Bien; yo soy moreno, pero mañana, cuando me aproxime al altar, mis cabellos serán del mismo tono que los de Montero, a quien meterás mañana a las cuatro en punto en un auto junto con su padrino y me lo traerás a este despacho, ¿Entendido? ¡Memi se casará conmigo!
—Pero...
—Lárgate y cumple al pie de la letra mis órdenes. He dicho que no preguntes ni media palabra. Si ese bicho fuera un hombre digno, dejaría que el Destino lo llevara a los brazos maravillosos de Memi Kassins, pero tratándose de un cazadotes, ¡jamás! Yo haré entrar en razón a esa beldad.
—Pero, Kid...
—Ni una palabra. Mañana quiero tener a ese sapo en mi presencia, para caracterizarme ante sus débiles narices. ¡Ea! Que no te vuelva a ver hasta mañana. Y no olvides que cuando Kid Mescall planea una cosa, la lleva a efecto por encima de todo.
James, sin dejar de mirar, perplejo, la faz burlona de su jefe, salió de la estancia dejando a Kid sacudido por una carcajada imponente que, sin él saberlo, terminó en una mueca nerviosa.
CAPÍTULO 11
¡Me las pagarás, Kid Mescall!
El aludido rió burlonamente, colocándose la peluca ante el espejo.
—No lo creas, Montero. Era Memi Kassins, quien, como la más infeliz de las criaturas, iba a pagarte, poniendo en tu diestra sarnosa unos cuantos millones que ya estabas saboreando como si fuera manteca. Pero lo gracioso es que Kid Mescall te va a frustrar el plan tan bien pensado, y será él quien se una a esa beldad.
—¡Canalla! —rugió el otro, intentando soltarse de las ligaduras sin conseguirlo.
—Seamos justos, Richard; el canalla, aquí, si es que hay alguno, eres sólo tú, puesto que por unos sucios billetes ibas a unirte a una mujer que no quieres absolutamente nada; y no porque ella no sea digna de todo cariño y respeto, sino porque eres incapaz de querer a nadie que no seas tú mismo y tu viciosa costumbre de ir de garito en garito y de bar en bar. ¿Qué tal estoy, James? —preguntó, volviéndose tranquilamente a su amigo, que aún no había salido de su asombro—. Tengo la misma estatura que ése; el color de los ojos es idéntico; el cabello... Bueno, el cabello es artificial, pero estoy seguro que Memi no lo notará hasta que ya sea imposible deshacer lo hecho. —Hizo una burlona pausa que empleó en mirarse al espejo y acariciarse la cara, ahora algo más morena que de ordinario, gracias al frasquito que parecía reír allí, sobre la mesa del despacho—. Voy a imitar su voz, James, escucha: «Corazoncito mío...» ¿Crees que le diría eso ese muñeco de goma? Pienso que la frase es, además de cursi, extremadamente vulgar... ¿Están bien sujetos, James? Mira las ligaduras del elegante padrino, y vayamos al encuentro del destino. ¡Ah! Se me olvidaba —añadió volviéndose a los «presos»—. No intentéis escapar, porque en cada puerta se halla uno de mis reporteros dispuesto a estrangular al primero que aparezca bajo el dintel. ¿Vamos, James?
Ya en la puerta se volvió de nuevo.
—Dentro de media hora seré el marido de Memi Kassins. James os entregará un puñado de billetes de los grandes, para que os larguéis a la Indochina o más lejos. —Se inclinó hacia los dos hombres, que lo miraban torvamente, y clavando en los ojos vidriosos los suyos profundos, dijo como conclusión amenazadora—: Ella será mía, ¡y hay de aquel que intente discutir mis derechos de esposo! Sois unos gallinas que a cambio de unos cuantos papeles de Banco volaréis aunque sea al encuentro de los «platillos volantes». —Una carcajada, y luego el final—: Os advierto que si conseguís cazar uno, os proporcionará unos cuantos miles de dólares. A última hora, ¿qué más da la caza de la mujer que la de esos «platillos» imaginarios...?
Luego salió seguido de James, cuyos ojos se abrían estupefactos y cerrando la puerta tras de sí dio la vuelta a la llave, que después ocultó en el bolsillo.
—¿Me diferencio mucho de él, querido amigo?
James suspiró cómicamente.
—Ni un pelo. Eres maravilloso caracterizándote, jefe.
—Soy maravilloso en todo; si no, que lo diga Memi...
En aquellos momentos, Memi decía algo bien diferente.
Postrada ante la imagen, no rezaba, aunque quisiera, no podría hacerlo: un nudo le atenazaba la garganta como si una mano ruda se la estuviera apretando poquito a poco para terminar cortándole la respiración.
A su lado, una amiga, con la cabeza inclinada, pensaba en que aquella forma de casarse teniendo tantísimo dinero, era otra de las muchas extravagancias de Memi Kassins; sin embargo, se abstuvo de hacer comentario alguno.
Vestía la novia un modelo negro, corriente, sencillo; claro que todos los modelos que vestía Memi procedían de una acreditada firma, pero aun así resultaba inadecuada aquella indumentaria para la ceremonia que se iba a celebrar; debería aparecer llevando un traje de nívea blancura y cubierta su cabeza con un manto nítido, impalpable como una nube, pero lo cierto es que se aproximaba al altar vistiendo todo lo contrario.
Memi no pensaba en aquello que para ella resultaba nimio, cuando algo más doloroso ocupaba su cerebro y su corazón. Se hallaba esperando al hombre que le repugnaba, a aquel Richard Montero, cuya vida dispendiosa siempre había despreciado, pero al que acogería como esposo por encima de todo para demostrar a Kid Mescall que le sobraban hombres para formar un hogar.
Transcurrieron algunos minutos antes de que el auto del novio se detuviera a la puerta de la iglesia, pero a Memi no le parecieron largos ni la inquietó la tardanza de Richard, puesto que sabía que había de venir; tenía que venir... ¿Que se demoraba? Le era del todo indiferente; cuanto más tardara, más tiempo le quedaba de sentirse aún libre y sin ataduras enojosas...
Algunas personas humildes rezaban diseminadas por las naves del templo, y alguien dijo: «Se va a celebrar una boda». ¡Bah! Se casaban tantos al cabo del día... Nadie prestó atención a los dos hombres que penetraron en el templo y fueron directos a postrarse al lado de aquella muchacha enlutada, cuya cabeza no se había movido para mirar a su futuro esposo...
El sacerdote se detuvo ante ellos y cuando hizo las preguntas de ritual, Memi aún no había levantado la cabeza. Se hallaba como hipnotizada, o como si le hubieran aplicado una inyección de morfina que adormeciera sus sentidos, el corazón y todo su organismo...
—Memi Kassins, ¿quieres por esposo a Richard?
—Sí.
Aquel sí salió rápido, pero ronco, de entre los labios apretados de Memi, quien, dominada como se hallaba por la desesperación y el nerviosismo, no se fijó en que el nombre del esposo se diferenciaba de aquel otro que le repugnaba. ¿Es que éste no le repugnaba también? ¡Más, mucho más que el otro, puesto que éste le hablaba de odio y venganza, y el de Montero sólo le inspiraba desprecio y algo más que sentía vergüenza de confesarse a sí misma! Nada comprendió. Oyó, como en sueños, al sacerdote, que continuaba la ceremonia; Richard se convertía en su esposo. No supo cómo, pero lo cierto fue que firmó el libro, vio entre neblinas firmar a los testigos que le parecieron desconocidos, aunque creyólo fruto de su desesperación; y después... vióse sentada al lado de su marido en un auto que también le era desconocido.
—¡No me miraste ni una sola vez, Memi!
Como impulsada por un resorte, la cabeza de Memi se alzó vertiginosamente.
Ante ella, desposeído ya de la peluca y toda ficción, se hallaba Kid Mescall, el mismo hombre por el cual había consentido unir su vida a la de un despojo de la Humanidad...
—No hables, Memi, ni me insultes como siempre lo haces. Esta vez hemos de hablar con calma, con mucha calma y sin ironías fuera de lugar... Sólo voy a decirte, mientras llegamos a tu casa, y para que no continúes mirándome de esa forma espantada, que no eres la esposa de Richard Montero, sino de Richard Lewis Morales, el muchachito español que llegó a esta ciudad siendo un simple botones y se hizo millonario con la pluma. —Una mueca amarga, jamás vista por nadie en la faz burlona del periodista, distendió la boca crispada antes de continuar sin dejar que ella respondiera—. Soy Kid Mescall, el hombre que te besó en el jardín de tu casa; el viejecito que te recibió aquella mañana en el despacho de la redacción, y ahora, Memi, soy tu marido, quieras o no... Te lanzaste en brazos de lo ignorado sin pensar que el destino estaba presente, enviado y movido por la mano de Dios, y que ese mismo destino sabía que pese a tu frivolidad y a esa extravagancia que quieres aparentar, pero que en realidad no existe, no merecías el marido que tú misma te habías buscado por despecho. Por eso me susurró al oído todo lo que hice, aconsejándome que no te dejara en las manos viles de un canalla, como lo es el hombre que tú creías iba sentado a tu lado.
La respuesta de Memi fue un sollozo que no pudo contener, ya que desde muchas horas venía atenazándole la garganta. Encogióse en un ángulo del auto, sacudida por convulsivos sollozos.
La expresión del rostro de Kid, dura y rígida hasta entonces, se dulcificó.
—No llores —pidió, quedito—. Yo, pese a ser un desalmado, como tú aseguraste más de una vez, un entrometido, un canalla, sé que te haré feliz al lado de una mujercita buena que sabrá comprenderte y quererte como si fueras su hija; te querrá así, porque desde hoy vas a serlo.
Ella nada repuso. Permanecía quieta y estremecida sin variar de postura, y con el rostro oculto entre los brazos temblorosos.
—Es mi madre, Memi —concluyó, posando por primera vez su mano, también un poco temblorosa, en la cabeza leonada.
Como impulsado por un resorte, el cuerpo de Memi se irguió desafiante y altivo; y los ojos masculinos se clavaron interrogantes en la faz húmeda, más bella que nunca, con aquellas gotas salobres y brillantes que salpicaban las mejillas satinadas.
—¿Cree que voy a doblegarme? —inquirió sombríamente, con una luz fosforescente en las pupilas bonitísimas—. ¡Jamás, jamás!
En aquel momento, el auto se detuvo. Ella abrió la portezuela y saltó al jardín, seguida de Kid, quien la prendió por un brazo al tiempo de conminar:
—Te he dicho que habías de oírme y me oirás.
Memi, una vez más desde que conociera a aquel hombre, comprendió que sería inútil negarse, puesto que la voz bronca guardaba algo, algo que no sabía explicarse, pero que tenía suficiente fuerza para contener toda rebeldía, dejándola quieta y rígida en espera de lo que él tuviera que decirle.
Kid sonrió, sin soltarla.
—Si medimos las fuerzas, Memi, he de salir yo ganando de cualquier forma. Llévame al interior de tu lindo chalet y hablaremos.
—¡No! Diga aquí mismo lo que desee y váyase. No lo reconozco como marido; es usted un impostor a quien denunciaré inmediatamente.
—No me hagas reír. Soy solamente un hombre de corazón y dignidad que te libró de caer en las garras de un tigre con forma humana. ¡Llévame a tu casa!
De nuevo Memi se sintió rabiosa, estremecida de ira al comprobar que la voz de mando le sugestionaba, haciéndola ir por donde él deseaba.
Dio la vuelta, enfilando la puerta del chalet, por donde penetró seguida muy de cerca por Kid Mescall, cuya boca sonreía un algo burlonamente.
Memi dejóse caer en una butaca, y quedó así: silenciosa, sin mirarlo, como si no lo tuviera ante ella y se hallara sola y pensando en algo bien diferente a lo que lastimaba su corazón.
—Es inútil, Memi; esto ya es irremediable. Tal vez te parezca extraño, pero lo cierto es que no me hallo arrepentido. Será delicioso convertirse a los treinta y pico de años en una nurse.
Se alzó furiosa, yendo hasta él e intentando cruzar el rostro rasurado, pero no lo logró. Los brazos de Kid cercaron su cintura apretándola muy fuerte contra su pecho.
—¡Caramba, qué genio me gastas! —rió alegremente—. Mamá va a creer que te compré en un zoo...
—¡Insolente!
La apretó más fuerte, e inclinando la cabeza hasta casi rozar la de ella, que intentó separarse sin conseguirlo, hundió sus ojos profundamente apasionados, en aquellos otros que brillaban intensamente, muy próximos a los suyos.
—Siempre lo fui un poquito, Memi; por eso, como el insolente dice muchas verdades, y a ti te las dije, aunque no todas, me guardo alguna para después. Te resulto odioso y aún he de resultarte más...
Los esfuerzos de Memi por desasirse fueron inútiles, y terminó por quedar quieta entre aquellos brazos férreos que apretaban sin miramiento alguno, confundiéndola con su propio cuerpo.
—Vas a cerrar esta casa, querida, y venir a vivir a la mía, al lado de mi madre y de tu marido. —Rió quedito, con aquella mueca que hacía más irresistible su rostro viril, su hermosura sana, exenta de afectación—. Sé que te haré feliz, Memi; tengo que hacerte feliz, porque tú eres maravillosa y me gustaste toda la vida. ¿Que estoy mintiendo? No hagas caso; cuando era pequeñito y buscaba el regazo de mi madre al soñar con hadas buenas, tú te representabas haciendo más dulce aquel dormir... Después, en la otra época, cuando me vi sólito en este trozo de nación, lejos de mi madre y con un sueldo mísero para vivir, me sentaba a la puerta de la redacción y mientras esperaba que alguien me enviara a buscar cigarrillos o cerillas (los reporteros eran muy amigos de tener criados), pensaba en lo que sería mi vida futura al lado de una mujer buena que supiera comprenderme y me quisiera...
La oprimió más. Su boca se pegó al oído chiquito que permanecía quieto, continuando con una dulzura que jamás Memi pensó hallar en Kid Mescall.
—Porque soñé siempre con ser amado intensamente, Memi, por una mujer que se pareciera a ti. Necesito cariño, Memi; mucho cariño. Tú me lo darás... ¿Verdad, Memi, que me lo darás?
Y aquellas últimas palabras eran un susurro que Memi casi no oyó, ya que la boca ardorosa se pegó contra la suya, robando toda resistencia.
Le pedían cariño, mucho cariño y ella estaba deseando darlo; verterlo todo allí, en el pecho viril que le pertenecía y necesitaba...
CAPÍTULO 12
El día amaneció claro y diáfano.
Memi alzó la cabeza y miró en derredor.
Volvióse, brusca. Allí, sentado tranquilamente en una butaca, en mangas de camisa y en la boca burlona la inseparable pipa blanca, se hallaba el hombre más aborrecido, el más cínico, el más marrullero, el más..., ¡ay!, el más maravilloso; pero antes de confesar esto se dejaría matar...
—Es una vergüenza, Memi; son exactamente las once de la mañana y yo aquí velando tu sueño como el más perfecto idiota, olvidándome además de que la redacción precisa mi mano férrea, y la pobre vieja estará rezando al Santísimo, pensando seguramente que ando todavía de farra. ¡Ea! Levántate y báñate si se te antoja, pero prontito que he de llevarte al lado de mi madre antes de ir a la redacción, donde seguramente me espera una pila de cartas y asuntos que resolver tan grande como una pirámide.
—¿Te he dicho que no te sigo a ninguna parte?
Si ella tenía intención de continuar hablando no la dejó. Dio un salto en la butaca, lanzándose vertiginosamente hasta sentarse en el borde de la cama.
—¡Hurra! —gritó, quitando la pipa de la boca—. ¿Lo hiciste queriendo o sin querer? Me has tuteado por primera vez, Memi, y eso merece un beso de tornillo o algo así.
La pobrecita Memi se arrancó de sus brazos, tirándose del lecho y quedando de pie en mitad de la estancia. Su silueta grácil, embutida en el pijama blanco, parecía más estilizada, más de niña inocente. A Kid le pareció más hermosa que nunca, aunque se abstuvo de demostrarlo, como ella, que también supo tragar la dicha que sentía sabiéndose ligada a aquel coloso que sabía ser dulce y tierno, tirano y dueño, según el caso lo requería...
—Ahora sí que me has parecido una gatita dispuesta a saltar sobre el ratón. Pero Memi —rió irónico, no dando un solo paso por llegarse a su lado—, yo soy un ratón pacífico. ¿Es que no quieres darme el beso? No te preocupes, queridita; sé pasar sin él.
Memi mordióse los labios con fuerza. Aquella conformidad le llegaba muy hondo, haciéndole recordar todo lo sucedido la noche anterior. ¿Perdonarle? ¡Jamás! La había sugestionado, sí, señor, pues de otra forma nunca se hubiera plegado a sus caprichos; porque, desde luego, a Kid Mescall, el hombre mundano, que se rifaban las mujeres, no se había de prendar así por las buenas de una insignificancia como ella. ¡Ah! Pero lo que Memi ignoraba era que Kid precisamente por ser un hombre corrido, harto de vivir toda clase de pasiones, gustaba de saborear la inocencia que destilaba un corazón puro, sencillo como era el de ella...
Sencillamente, Kid Mescall por primera vez se había enamorado de verdad... ¿Ella? ¡Pobrecita! Se derretía por los huesos de aquel... fresco, sí, señor.
—¿Terminas, Memi? Te advierto que mi paciencia está llegando al límite.
Y ella, para no reír de felicidad delante de las mismas narices de aquel... bueno, de Kid Mescall, porque Kid Mescall sólo había uno y ese uno era sencillamente maravilloso, dio media vuelta, apareciendo al cuarto de hora, ya vestida para salir.
—Has sido puntual. Y estás bonita, caramba. Apuesto cinco contra uno que mamá va a creer que fui a buscarte a la ciudad del Séptimo Arte. No pongas esa cara de tonta, que no te voy a besar. ¡Ah! Y si quieres uno antes de que me marche para la redacción, has de pedirlo, pues yo no pienso solicitarlo. ¿Andando?
Ya en el auto, dijo Memi, sentándose al lado de Kid:
—No pienses que yo voy a quedarme a vivir con tu madre. Tan pronto la conozca, vuelvo sobre mis pasos para emprender un viaje...
—A El Cairo —terminó soltando una estrepitosa carcajada—. No; si piensas que yo soy un muñeco como los que estás acostumbrada a tratar, ve dejando de pensarlo. Eres mi esposa y por encima de todo y sobre todo, ¿lo oyes bien?, has de estar supeditada a Kid Mescall.
Memi nada repuso. ¿Para qué? Sabía que él tenía razón; ya empezó teniéndola la noche anterior. ¿No había hecho todo lo que él quiso? Pues así tendría que continuar. Él decía que ése y no otro era su destino, y Memi pensó que el destino era delicioso...
CAPÍTULO 13
Doña Luz arrancó rápidamente las gafas de sus ojos muy abiertos y, apoyándose en la balaustrada de la terraza, miró curiosa el auto de su hijo que haciendo una graciosa pirueta venía a detenerse ante la escalinata.
Caramba, pensó la dama suspirando hondo. Su genial Kid, habíase hecho aquella noche con una vampiresa, porque, desde luego, la figura de la mujer que ahora se apeaba del vehículo y desdeñaba el brazo que le ofrecía Kid, no tenía facha de otra cosa.
A distancia la dama no supo leer en los ojos bonitísimos un algo asustados de Memi Kassins, cuyas piernas, bastante temblorosas, avanzaban lentamente al lado de Kid, que sonreía mirando a su madre y prendiendo el brazo reacio de aquélla... Bueno, doña Luz no quiso continuar haciendo conjeturas, ya que los tenía a su lado y no le parecía, precisamente, una vampiresa la muchachita que la miraba tímidamente, como si esperara una regañina de la madre del acompañante.
—¡Buenos días, mamá! —chilló Kid, deteniéndose a su lado y mostrando con una mano la figura estremecida de Memi—. Me he casado, viejecita.
—¿Qué dices, Kid?
—¿Es que encuentras extraordinario que me haya casado?
—Siempre lo deseé, pero...
—¿Te fijas, Memi? Se conoce que no le gustas.
—¡Kid!
—Un abrazo, mamá —rió divertido, mirando la expresión angustiosa de ambas mujeres—. Y abraza también a mi esposa, mamá. Es algo mal educada, pero será deliciosa después que tú la eduques como hiciste conmigo.
Memi mordióse los labios con fuerza. Reconocía la simpatía arrolladora que emanaba de su marido, pero no era menos cierto que le parecía demasiado fresco y burlón tratando de un asunto tan serio...
Miró luego a la dama, cuya boca se distendió en una sonrisa feliz, al tiempo de alargar los brazos, donde ella tuvo que estrecharse para ocultar la emoción y el sollozo que pugnaba por arrancarse de su garganta.
—No le hagas caso, hijita; Kid siempre ha sido muy bromista.
Memi nada repuso. Dejóse abrazar estrechamente, hasta sentir cómo una gota salobre humedecía su mejilla. Miró tiernamente el rostro dulce de la dama, y vio que eran ambas las que lloraban.
—¡Ea, mujeres! —observó Kid, colocándose en medio de las dos y conduciéndolas al interior del chalet—. Basta de gimoteos.
La salita era clara y coquetona. Un gran ventanal cayendo sobre el jardín proyectaba una luz diáfana y pura, impregnada de aroma de flores. Los muebles sencillos, pero con ese estilo elegante que es sinónimo de distinción. Sentados en torno a una linda mesita, los tres, paladeando aún el desayuno.
Kid ojeaba de vez en cuando el cronómetro, no porque le interesara dejar ya a las dos mujeres, sino porque sabía a James impaciente esperando al lado de los presos, a quienes él había de dejar en libertad, para que obraran según su antojo. Sabía que la reacción de Richard Montero había de ser la de correr al lado de Memi reclamando sus derechos, los derechos que ella quisiera concederle... ¿Le concedería alguno? O era un mentecato observando, o Memi desdeñaría rotundamente el personaje vacío que tan mal supiera ganarla.
—¿En qué piensas, Kid?
La voz de la madre le sobresaltó. Mirólas risueño, y, encendiendo la pipa, repuso alegremente:
—Es que aún no te he dicho cómo se llama mi esposa.
—Tampoco me has dicho cómo te habías casado así, de repente, sin haberme advertido.
—Siempre pensé que las sorpresas resultan agradables.
Memi permanecía callada, mirando a uno y a otro como si le costara esfuerzo comprender todo lo que estaba pasando, pasara y había de pasar.
—Para ti, sí.
—¿No estás de acuerdo, mamá?
—Ahora que ya conozco a tu esposa, sí, pero figúrate que en vez de ser así fuera una de esas muchachas como hay miles de ellas...
Kid soltó una estrepitosa carcajada.
—Pero, mamá, si Memi es un desastre. La traigo a tu lado para que la eduques.
—¡Kid!
Él continuó, imperturbable:
—Es preciso que lo sepas todo, antes de que me vaya de nuevo a la redacción.
—¿Pero vas a ir hoy?
—Me urge más que nunca. —Miró a Memi, guiñándole un ojo. Ella pareció fulminarlo con sus ojos airados—. ¿Recuerdas cuando aquella mañana te dije que el día menos pensado me casaba con Memi Kassins, la muchacha extravagante que se atrevía a luchar contra el amor? Pusiste el grito en el cielo, diciéndome que estaba completamente loco... Pues ya lo ves, ésta es Memi Kassins. Pero no creas que me casé con ella desesperadamente enamorado; me dio pena, ¿sabes?, por eso uní mi vida a la de ella, y aquí la tienes.
Memi se había puesto en pie, pálida y estremecida.
—¿A dónde vas, hija?
—A mi casa.
Kid alzóse parsimonioso y, quitándose la pipa de la boca con aquel gestecillo de fina ironía que irritaba a Memi hasta la exasperación, dijo, sujetándola por los brazos:
—Aquí quien se va soy yo, querida, pero para volver a la hora de la comida. Ponte guapa, que luego, por la tarde, te llevaré a un salón de té donde los dos bailaremos unas cuantas horas. —Memi no volvió hacia él su pálido rostro. Kid dióle unos golpecitos en la mejilla, y añadió, mirando a su madre—: Es un poquito rebelde, mamá, pero deliciosa. Creo que sus extravagancias han cesado; la única que toleraré es la de que quiera algo a este pobrecito Kid Mescall. ¡Hasta luego, queridas!
Inclinóse para besar a su madre, que aún no había salido de su asombro (su hijo era un caso extraordinario); aproximóse después a Memi, que continuaba retorciéndose las manos con rabia y unos deseos terribles de cruzar el rostro del cínico de quien muy difícilmente había de poder desligarse...
—He dicho que no te besaría hasta que me lo pidieras —dijo bajito, cogiendo con sus dedos finos la barbilla temblorosa, que se le hurtaba—. Pero esta vez te lo daré yo sin que lo pidas.
CAPÍTULO 14
Penetró en el despacho silbando alegremente.
—¿Todavía los tienes atados, James? —preguntó riendo—. Hombre, eso es demasiado.
—Creí que volverías ayer —repuso James mirándolo torvamente.
—¡Qué mentalidad la tuya, querido! Al lado de la mujer amada se olvida uno hasta de comer. —Volvióse a los «presos»—: Ya ha llegado la hora de la libertad, amigos. Ahí van esos billetes para que toméis el aperitivo y refresquéis un poco la cabeza. Desamárralos, James.
Luego fue a sentarse ante la mesa, dispuesto a enfrascarse en el trabajo que, atrasado, esperaba pacientemente que sus ojos inteligentes fueran revisándolo.
—Tengo los huesos molidos, Kid —dijo James, mientras procedía a desligar a los dos hombres—. Toda la noche me la pasé tendido en ese diván, que está más duro que los nervios de una vieja.
Kid soltó la carcajada.
—Eres un animal. ¿Por qué no te has ido? Esos «melenas» no hubieran tenido fuerzas para escapar.
Momentos después, Richard Montero se lanzaba contra Kid, que, conociendo «el personal», se hallaba dispuesto para devolver con creces el golpe.
Castigó la mandíbula del impertinente, y dijo, viéndolo tendido a sus pies:
—Memi es mi esposa, pero no la discuto si es que ella de buena voluntad se va contigo. Se halla en mi casa, vete a verla.
Cuando el otro, tambaleándose, salió del despacho seguido de su compañero, comentó James, rascándose la barbilla:
—Debe de dolerle, Kid. El «directo» fue fenomenal.
—Para eso se lo largué.
—¿No temes que Memi se vaya con él?
Hasta entonces la faz de Kid se había mostrado serena e indiferente; pero entonces, al oír al amigo, su expresión tornóse seria y fiera.
—No lo sé, James —contestó con voz ronca y dura—. Pero si no acierto, renegaré de ella.
—¿La quieres, Kid?
Un silencio que nadie interrumpió. Kid encendió la pipa, fumando luego a grandes bocanadas.
—Con locura, James —dijo al fin, expulsando unas acres volutas—. Ella, después de aprender lo que no sabe, será maravillosa.
—¿Y si se fuera con Montero?
—¡No! —gritó, poniéndose en pie—. Fueron muy pocas horas las que estuve a su lado, pero sí suficientes para observar que nunca, aunque yo le hiciera mucho daño, me dejaría por otro. Ayer fue mía —añadió, paseándose agitado en todas direcciones—. Sé que la hice feliz, sé que me espera con ansia, que desea tenerme a su lado a todas horas, que... —Pasó una mano por la frente, deteniéndose al lado de su amigo—. ¿Te fijas de la forma tan insensata que me ligué a ella?
—Es maravilloso verte enamorado, Kid.
—Pero ella no lo sabrá —musitó en voz baja, como si hablara para sí sólo— mientras no sea una mujer como las demás... ¡No! Como las demás, no, porque yo la quiero única, como siempre soñé que sería la mujer que compartiera mi vida. Es preciso que toda esa tontería que tiene metida en la cabeza desaparezca, James, antes que me sepa sometido a su amor... —Irguió el cuerpo, arrogante, y añadió roncamente—: ¡Ea! A trabajar, amigo, que los asuntos no esperan.
—¿No irás a ver lo que sucede allí?
Negó, rotundo:
—No; cuando llegue a la hora de siempre, iré a comer. Entretanto padeceré aquí.
Las horas se le antojaron largas y monótonas como nunca. También el trabajo le pareció aquella mañana más pesado que nunca, y hasta las ideas se le iban tras el recuerdo de ella, siéndole imposible reconcentrarse como hubiera hecho de no existir en su vida la figura linda que viniera a perturbarlo todo.
Cuando al mediodía conducía su auto en dirección al chalet, un ansia loca se revolvía en su sangre, mientras sus ojos apasionados se clavaban en la carretera que aquella mañana le parecía interminable.
Lo primero que vio fue a su madre regando las plantas en el jardín. El corazón varonil dio un vuelco terrible en el pecho, al tiempo de detener el vehículo y saltar a la acera.
—Pareces una flecha, hijo —rió la madre, viéndolo plantado jadeante ante ella—. ¿Y esas prisas?
Él aspiró hondo.
—¿Dónde está Memi?
—En sus habitaciones.
Impetuoso, la abrazó, haciéndole dar unas cuantas vueltas en sus potentes brazos.
—¿Pero estás loco?
—De felicidad, mamá.
—¿Tanto la quieres?
—Ni una miaja —rió, burlón, dejándola de nuevo sobre el césped.
—Entonces, hijo, no te comprendo.
—Ya me comprenderás. Dime, mamaíta: ¿qué te pareció?
—¿Quién?
—No seas mala; me refiero a Memi.
—Maravillosa. Pero, dime: ¿es tan mal educada como tú aseguras?
—¿A ti qué te parece?
—Todo lo contrario.
—Pues eso será.
—Entonces, procura ser menos burlón, que la molestas.
—Sí.
—Reconoces que es todo lo contrario, y yo, como lo comprendo así, he de defenderla por encima de ti y de todos.
—¡Ajajá! Dame un abrazo, mamá, que vales más...
—¿Sabes que han venido dos hombres a buscar a Memi? —preguntó un algo irónica, mirando detenidamente la contracción que experimentó el rostro radiante—. Memi no los quiso recibir.
—¿Ni siquiera los recibió, mamá? ¡Dime la verdad!
—La doncella le subió la tarjeta a la salita donde aún nos hallábamos las dos, y después de leerla, dijo con absoluta indiferencia: «No está mi marido, y mientras él no se halle a mi lado, no recibo a ningún desconocido». ¿A dónde vas, Kid?
—A darle un abrazo fenomenal —gritó alegremente, echando a correr.
La madre movió la cabeza de un lado a otro, volviendo luego a su labor de regar las flores. Aquel hijo... era algo extraordinario, y su esposa, encantadora.
Perfiló su figura en el umbral cuando Memi se disponía a colgar en el ropero el último traje.
—Ya estoy aquí, cariño —dijo socarrón, sin dar un solo paso por llegar a su lado.
Ella volvióse brusca, obsequiándolo con una mirada fulminante.
—Has podido quedarte.
—¡Vaya recibimiento para ser el segundo día después de la boda!
Memi fue aproximándose a él, que aún permanecía quieto, apoyado en el vano de la puerta, y mirándole fríamente, increpó con deseos terribles de lastimarlo:
—¡Eres odioso!
Pero..., ¡estaban verdes! Kid Mescall poseía una «carota» inmensa, con un espesor inimaginado.
—No lo creas, Memi; soy tan sólo un hombre alegre, un marido galante, y... Bueno, soy yo, y se acabó. ¿Quién te mandó elegir esta habitación?
Nada repuso. Él la dominaba por todos conceptos, restándole fuerzas para responder con agudeza. Estaba bien demostrado que Kid Mescall era el prototipo del hombre dominador que enloquece, inspira respeto y derrama una dulzura intensa que perturba y fascina a despecho de todo.
Dio media vuelta, dejándose caer en una butaca. No lo miró; sabía que lo tenía allí, ante ella, contemplándola un algo burlón, con aquel gestecillo que la desconcertaba.
—Es bonita, Memi —dijo al fin, encendiendo la pipa—. Siempre me he dicho que esta alcoba sería mía cuando me casara.
—La ocuparé sola —repitió sin mirarlo, pero no muy segura de convencerlo.
Kid se sentó en el brazo de la butaca que ella ocupaba.
—No lo creas. Pienso, Memi, que desde que nos hemos casado vienes con muchas pamplinas. Te aseguro que soy un hombre pacífico y te molestaré lo menos posible, casi nada.
—¡Eres odioso! —gritó, poniéndose en pie y dándole la espalda—. Te aborrezco, Kid Mescall.
El periodista rió alegremente.
—Si no lo dijeras tan fuerte tal vez te hubiera creído. —Se aproximó a ella y, arrancando la cinta que sujetaba el cabello leonado, añadió, casi uniendo su cabeza a la de Memi—: Me gustas más con el cabello suelto.
—¡Déjame!
—Bien sabes que ahora va a ser difícil que te deje. Eres mi esposa y me gustas horrores.
—¡Vete! —gritó, fuera de sí.
—No. Y si te pones tonta, vas a salir perdiendo.
Memi ya no pudo más. Dejóse caer sobre el lecho —uno de ellos: en la habitación había dos muy chiquitos—, sacudida por fuertes sollozos.
—¿Lo ves? Siempre terminas llorando. Lo que yo me digo, Memi: las mujeres sois insoportables.
Después se acomodó en una butaca, entreteniéndose en contemplar el humo de su pipa.
Dejó que Memi llorara hasta hartarse, y como viera que el gimoteo llevaba trazas de prolongarse indefinidamente, púsose en pie, diciendo tranquilamente:
—Mamá espera para comer. Vístete y baja antes de que yo tenga que venir a buscarte.
Un cuarto de hora más tarde, Memi aparecía en el comedor totalmente transformada. Kid sonrió satisfecho, aunque ella no lo miró una sola vez durante el almuerzo.
CAPÍTULO 15
Siempre pensativa, hijita. ¿No me vas a decir lo que te pasa?
Memi, que miraba distraídamente el jardín, volvióse como cogida en falta y miró a doña Luz con dulzura y a la vez temor.
—No pensaba en nada, mamá —sonrió con vaguedad—. Miraba el jardín.
—¿Por qué no paseas un rato hasta que venga Kid? El jardín se halla precioso a estas horas. Luego, tu marido te llevará a cualquier parte donde te aburras menos.
—¡Pero si no me aburro!
La dama hizo un mohín de incredulidad, al tiempo de golpear cariñosa la carita un poquitín pálida.
—Anda, ve a pasear por el jardín —dijo, empujándola blandamente.
Cuando se hubo quedado sola movió la cabeza de un lado a otro, con gesto dubitativo. Cierto que Memi negaba siempre, pero no menos cierto que a ella no la engañaba la negativa. Aquel hijo era un caso extraordinario, como ya había dicho muchas veces, aunque nunca tan justificadamente como en aquellos días que lo veía al lado de la esposa bonita, sin que pareciera entusiasmado ni le importara llegar tarde o temprano, siéndole del todo indiferente que ella, Memi, estuviera esperando para que la llevaba a dar una vuelta.
—No te metas en nuestras cosas, mamá —habíale dicho una noche en que Memi ya se había retirado a descansar, y ellos se encontraron solos en el saloncito oyendo la radio—. Memi necesitaba una lección, y yo estoy dándosela, ¡qué caramba!
Los había dejado, aunque le dolía ver la expresión de angustia y ansiedad en la cara bonita de la joven esposa, que, como una sonámbula, caminaba silenciosamente por la casa sumida en un mar de confusiones. No se había confiado a ella, pero no era precisa la confidencia para advertir todo lo que sentía aquel corazón atormentado. Era ya vieja, y a fuerza de vivir y sufrir, no ignoraba nada de lo que podía suceder y había su cedido entre los dos.
Había sido algo inesperado lo que sucedía entre los dos, dentro de las cuatro paredes de la alcoba, compartida por ambos a partir de la fecha de su boda.
La noche en que Memi contaba rebelarse ante las exigencias de él, fue la primera que recibió un desengaño...
Hallábase apoyada en el ventanal, cuando Kid penetró silbando alegremente, las manos en los bolsillos y en los ojos aquella expresión socarrona que irritaba hasta el paroxismo a la desconsolada esposa.
—¿Todavía no te has acostado? Es tardísimo. ¡Tengo un sueño terrible!
Sin hacerle el menor caso alargó las piernas hasta el cuarto de baño, apareciendo embutido en el pijama. Hundióse en uno de los lechos y dijo, bostezando descaradamente:
—Has de apagar la luz, Memi, pues me molesta horrores.
La chiquilla no supo más que aquello, ya que Kid, momentos después, roncaba tranquilamente.
«¿Qué se propone?», se dijo con los dientes apretados, pero sin permitir que las palabras fueran oídas por él. ¿Es que Kid había adivinado la rebelión de ella, y desistía de la lucha porque sabía que nada había de conseguir? Se llamó tonta, diciéndose a continuación que si Kid se lo propusiera, había de salir vencedor como otras muchas veces había salido. ¿Cuál era su propósito entonces? No intentó averiguarlo, pues sospechaba que todo había de ser inútil. Conformóse con acoger las cosas como naturales, aunque se rompiera de desesperación por dentro, y procedió a desvestirse para descansar.
Momentos más tarde, Kid reía entre dientes con un ojo cerrado y el otro abierto, mientras Memi limpiaba con rabia las lágrimas indiscretas que afluían a sus pupilas tristes.
Aquella noche comprendió que amaba desesperadamente al cínico de su marido, pues de otra forma, si no le hubiera amado, la noche anterior no se habría dejado dominar por los susurros que la trastornaran, dejándola débil e inerte en aquellos brazos de coloso que ya para siempre eran su anhelo.
Pero aquel método de vida continuó en los quince días siguientes, que Kid pareciera dispuesto a variarlo, sin violentarse, como si obrara acertadamente, y todo fuera natural...
A eso se debía, quizá, la sombra que la madre veía en las pupilas bonitísimas de Memi, la muchachita que llegara a aquella casa de una forma inesperada, y se había impuesto ganando todo el cariño de la dulce madre.
La tarde era clara y diáfana. Memi, apoyada en la balaustrada de la terraza, dejaba correr las horas, mirando sin ver la placidez del cielo azul salpicado de diminutas nubecillas.
Una doncella se le aproximó por la espalda.
—Señorita...
—¿Qué hay, Pura? —preguntó, sin volverse.
—El señorito Kid acaba de llamar por teléfono para que le advierta que hoy no podrá venir a cenar.
—Bien.
Nada más aquello, con voz ronca y casi dura. De nuevo él hacía de las suyas, sólo con objeto de pasar la noche sabe Dios con quién y cómo.
Vio cómo la madre venía a acomodarse a su lado, mirándola con aquella dulzura que la emocionaba. Si no fuera por ella, por el cariño que ya le profesaba, por no lastimar el corazón viejo y confiado, se hubiera ido a su casa, olvidándose de que una noche había pertenecido a Kid Mescall, el hombre cínico y burlón que la postergaba por cualquier diversión indecente...
—Estás triste, querida.
—Son figuraciones tuyas, mamá.
—¿Por qué no vas a la redacción a buscar a Kid?
Memi rió entre dientes.
—Ahora mismo ha telefoneado diciendo que no lo esperemos para cenar.
—¡Qué majadero! Yo, en tu lugar, iría igual, Memi.
—Pero yo no pienso, como tú, mamá, y perdona que te sea franca.
—¿Le quieres, Memi?
La muchacha miró a lo lejos, con las cejas fruncidas y la boca muy apretada.
—No lo sé —dijo al fin con voz rota—. Él no se hace querer.
—Es bueno, Memi.
Sonrió. ¿Bueno? Tal vez sí, mas lo cierto, lo doloroso era que con ella no lo había sido nunca, ¡nunca!
Dio media vuelta, quedando de pie ante la dama, que la miraba ansiosa.
—Voy a ir hasta mi casa. Los criados estarán preguntándose adónde he ido, y la verdad es que me interesa merecerles buena opinión; siempre han sido buenos amigos míos.
—¿Volverás, Memi?
—Esta noche, seguramente que no.
Besó a la dama y tomó la dirección del jardín.
—¿No llevas el coche?
—Se lo llevó Kid esta mañana. Tomaré el aperitivo en el bar próximo y, entretanto, pediré el mío a casa.
Doña Luz quedóse sola y acongojada. ¡Aquel matrimonio! Su hijo era una calamidad y Memi tenía poquísima paciencia. Momentos después, no pudiendo contener el nerviosismo y la incertidumbre, llamaba al teléfono de la redacción.
—Kid, hijo. —Y cuando la voz burlona interrogaba al otro lado, espetó—: Eres un majadero.
—Pero, mamá...
—Lo que he dicho, hijo; eres un perfectísimo majadero. Memi se ha ido.
Al otro lado un grito ronco, como si la voz fuera a romperse.
—¡Eh! —Una pausa; después, la pregunta ansiosa—: ¿A dónde ha ido?
—A su casa. Hoy dormirá allí, y no volverá hasta mañana.
La dama sintió cómo del pecho de Kid se escapaba un suspiro de alivio.
—Siendo así, mamá, no tengo por qué preocuparme. Memi volverá; tiene que volver.
—¿Y si no es así?
Una risita sarcástica llegó clara a oídos de doña Luz.
—No te preocupes. Yo sé que volverá, porque sin esta calamidad que es tu hijo no puede vivir. Déjala, no te preocupes. Cuando se canse de aquella casa, que sin mí ha de parecerle que le cae encima, la verás llegar más sumisa que nunca a tu chalet. ¿No ves que aunque parezca que no, voy estudiándola a fondo? Sé, ya desde ahora, que ha de estarse en su casa una semana o más, al cabo de la cual volverá al lado de Kid Mescall, sin que ese personaje haya hecho nada por atraerla.
—No te comprendo, hijo.
—Ya lo sé, mamá; pero ahora no puedo ser más explícito: tengo mucho trabajo atrasado.
La madre colgó, lanzando un suspiro de resignación. No comprendía absolutamente nada.
CAPÍTULO 16
No fue una semana la que Memi estuvo fuera de casa de su marido. Fueron cinco días escasos, al cabo de los cuales apareció una tarde en que Kid ya había vuelto del trabajo y la madre se hallaba en la iglesia, pidiendo seguramente que aquellos dos locos fueran más cuerdos...
Kid había visto el auto de Memi a distancia; por eso borró rápidamente la sombra de temor que venía acompañándole todos aquellos días, para sustituirla por una sonrisa tranquila y cínica. Viola detener el auto al lado de la escalinata y saltar al césped, ágil y dinámica.
Observó cómo Memi avanzaba lentamente hasta la terraza donde él se hallaba, sin haber alzado la cabeza para mirarlo. Kid leyó en las manos que se crispaban sobre el bolso una rabia sorda, apenas contenida; sin embargo, no pudo ver lo que expresaban los ojos, rabiosamente bonitos, hasta que ya la tuvo a su lado, aunque fue fugaz lo que pudo apreciar, ya que Memi lo miró rápida y fría al tiempo de saludar con un «hola» helado y dejarse caer en un sillón de mimbre de los que se diseminaban por la terraza.
Cinco días hacía que no la había visto, y aunque aquéllos se le antojaron siglos y sentía el deseo de apretarla en sus brazos, y acariciar los labios rojos y húmedos con los suyos, ansiosos de su contacto, quedóse quieto, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón de franela gris, y en los ojos una indiferencia extremadamente hiriente para Memi, que allí, en el fondo de su corazón, anhelaba que él inquiriera los motivos por los cuales había dejado transcurrir cinco interminables días sin haber aparecido por casa de su marido, ni advertir siquiera por teléfono su alejamiento o los motivos que la empujaran a obrar de aquella manera, que, aun cuando Kid por orgullo o lo que fuera, acogiera como natural, no había dejado de ser inadecuada.
—Hola —repuso él, encendiendo la pipa, sin prestarle más atención que la corriente, como si la hubiera visto aquella misma mañana—. Te esperaba para dar una vuelta.
El corazón de Memi casi volcó en el pecho, encogiéndose de rabia y de despecho.
—¿Es que sabías que había de venir?
Kid arqueó una ceja, deteniéndose en sus paseos y mirándola socarronamente.
—Claro.
El furor de Memi ya no pudo contenerse. Todo lo que durante aquellos días había padecido, esperando con ansia indescriptible verlo aparecer por la puerta de su casa, sin que la silueta del coloso llegara, salió en palabras por la boca crispada que a Kid, sin dejar de contemplarla burlonamente, le pareció más turbadora que nunca.
—¿Por qué lo creíste? ¿Es que estás convencido que he de soportar pacientemente tus desplantes? —Púsose en pie, yendo hacia él, que continuaba mirándola sin dejar de balancearse tranquilamente sobre sus piernas—. ¡Te odio, Kid; te odio tanto y de tal manera que no hubiera dudado en convertirte en nada entre mis manos!
—Son débiles, Memi, para lograrlo. Mi cuerpo es duro.
—¡Como tu corazón!
—¡Qué sabes tú!
Irguióse temblorosa ante él. Lo miró furiosa, casi suplicante a fuerza de sentirse dominada por la rabia y el despecho de no poder vencer al hombre viril de voluntad de hierro.
—Sé que no tienes corazón, que eres cruel y te has casado conmigo para impedir que fuera feliz al lado de otro hombre.
—No me hagas reír, Memi. Sabes tan bien como yo que ninguno sabría aquilatar tu valía tan acertadamente como Kid Mescall.
—¿Pero lo sabes?
Hizo un gesto ambiguo.
—Tal vez.
—¿Y así lo demuestras?
—Existen varias formas de demostrar las cosas —dijo parsimonioso, viendo cómo ella, de nuevo desarmada ante su ecuanimidad inalterable, se sentaba pacientemente en el sillón de mimbre—. Todo depende de la manera con que se estudie el temperamento de la mujer... Yo te observé a ti. Desde el primer día que te conocí, comprendí lo que deseabas, lo que valías (si valías algo) —rió burlón, haciendo caso omiso de la rabia retratada en las pupilas femeninas—. No me preguntes el resultado de mi estudio psicológico, porque no te lo voy a decir. Sólo puedo asegurarte que no me casé con Memi Kassins por capricho —recalcó, ya serio, inclinándose mucho hacia ella, casi hasta rozar el rostro alterado—. Lo hice porque me gustaba, porque no ignoraba que con un poco de paciencia, ella se convertiría en la mujer ideal... Tú has de serlo, Memi, tan pronto dejes de ser una chica vacía, con humo en la cabeza e ideas descabelladas. Cuando entiendas la vida como la entiendo yo, seremos felices.
Siguió un silencio largo, denso. Memi mordióse los labios con fuerza. Kid reanudó sus paseos, como si todo lo que había dicho careciera de importancia.
Al fin interrumpió ella para decir bajito, con voz temblorosa y un algo emocionada:
—¿Cómo entiendes tú la vida, Kid?
—¡Bah! ¿Qué importa?
—¡Dímelo! —rogó, poniéndose en pie y alcanzando con sus dos manos el brazo viril.
Kid se detuvo, pero no volvió el rostro. Sabía que de hacerlo, tendría que apretarla en sus brazos, hundir sus ojos en aquellos otros, y robar de los labios jugosos y tentadores un beso interminable como lo estaba deseando desde que la había visto aparecer en la terraza.
—¿Para qué, Memi?
La voz de ella fue un susurro en su mismo oído:
—Para aprender a entenderla como tú y ser como me deseas...
—¡¡Memi!!
—¡Dímelo, Kid!
Era un momento difícil. Kid lo supo; supo también que de seguir oyendo la voz bruja muy cerca de su oído, todo su valor viril, toda su voluntad y su poder de hombre quedarían prendidos en las finas garras de la mujer, y eso no lo consentiría él jamás mientras llevara el nombre de Kid Mescall, el hombre invencible que, a fuerza de sufrir, aprendiera a contener sus pasiones, domeñando sus deseos. Volvió a aspirar la pipa con ira, apartándose de su lado.
—Ahora mismo no lo sé, Memi —dijo con indiferencia—. Ya te lo diré más adelante.
—¿Cuándo?
Kid dispúsose a enfrentarse de nuevo con el poder subyugador que emanaba de ella, volviéndose en redondo y quedando ante la mujercita ansiosa, que en aquellos momentos sí le parecía una chiquilla inexperta. Lo que siempre sospechara que se ocultaba bajo la capa de frivolidad que ella deseaba mostrar al mundo, aunque no existiera, apareció en los ojos casi blancos a fuerza de ser transparentes. Kid sonrió, diciéndose que era cruel por su parte hacerla padecer de aquella manera, pero continuó pensando que una lección no le venía mal a Memi Kassins, y él, por quererla con locura, se la estaba dando.
Tuvo imperiosos deseos de cercar con sus brazos y borrar para siempre aquella expresión de ansia y melancolía que enturbiaba los ojos bonitísimos, pero no lo hizo; conformóse con golpear con sus dedos morenos la mejilla satinada, y decir quedito, como si hablara a una nena y no a la mujer que en realidad encendía su sangre y su corazón con ansias locas y deseos insatisfechos:
—Algún día te lo diré, Memi. Entretanto, procura ser menos rebelde y atender mis consejos.
Por toda respuesta, la muchacha le volvió la espalda, quedando de pie, apoyada en la balaustrada, perdida la mirada en el confín del horizonte iridiscente, que amenazaba lluvia. Pero Memi, con la mente prendida en un lugar donde había sido feliz unos minutos, vividos en la inconsciencia de un placer fugaz, casi impreciso, pensaba en la primera noche de su boda; en las palabras de él... Pedía cariño; se lo había dado. ¿Por qué después se mostraba indiferente, obrando de una forma inexplicable, pero como si lo hiciera con naturalidad? Jamás, a partir de aquel día, había mencionado lo sucedido entre ambos. ¿Es que lo olvidó, o bien sólo obró empujado por el entusiasmo que su hermosura pudiera despertar en unos momentos de locura? Ella lo había dado todo, ya nada le quedaba; ni siquiera el corazón, que se mostrara duro y reacio toda la vida, le pertenecía ya; también él se lo había llevado...
—¿En qué piensas, Memi?
La voz de inflexiones broncas interrogaba muy cerca. La muchacha cerró los ojos con fuerza, como si así pudiera tapar los oídos y no oír el susurro que la lastimaba.
—¿No me lo vas a decir?
Fue entonces cuando se volvió lentamente, quedando ante él. Colocó las manos temblorosas en los hombros anchos, murmurando anhelante, mientras hundía la luz fosforescente de sus ojos en los otros que nada le decían:
—Hay veces que pienso que me odias.
—¿Crees que es así?
—Sí.
—Piensas mal.
Un arranque brusco, y la pregunta contenida hasta entonces salió ansiosa:
—¿Por qué no has ido a buscarme? ¿Por qué no me preguntas qué hice en mi casa? ¿Por qué quedas así, sin importante tenerme lejos de ti durante cinco días?
—Si te olvidaras de todo y me acompañaras a un salón de té...
—¿Es eso todo lo que tienes que decirme?
Kid apartóse de su lado, riendo alegremente.
—¡Qué seria te has puesto, Memi! Te aseguro que ese gestecillo de fiereza no te favorece nada. ¡Ea! Vayamos a bailar un rato.
—¡No iré!
—Claro que irás. Además, hoy vamos a ser dos chiquillos locos. Yo seré un marido enamorado... Tú, ¿qué serás, Memi?
—Yo... ¡Satanás!
—Mejor. Me seduce luchar contra el diablo. ¿Vamos, Memi?
Y ella fue. Deseaba como nada en la vida vivir unas horas al lado de Kid Mescall, en plan de hombre enamorado. ¿Cómo sería aquel coloso haciendo el amor a una mujer?
La silueta grácil, delicadamente femenina, con su melena suelta, los ojos brillantes y en la boca una sonrisa apenas esbozada, pero que favorecía extraordinariamente la hermosura un algo excitante de su carita exótica, púsose en pie, dejando que los fuertes brazos la estrecharan apasionadamente, para lanzarse en el torbellino brujo de la danza.
—¿Te has fijado? Parece que todos los enamorados se han puesto de acuerdo para acudir esta tarde al salón...
Memi torció el gesto.
—¿Es eso todo lo que tienes que decirme?
—Por algo se empieza, Memi.
—Has dicho que serías un hombre enamorado.
—¿Te gustan los hombres en ese plan?
—Los hombres, no —recalcó rabiosa—. Me gusta «el hombre».
—Que soy yo.
—¡Eres odioso!
Los brazos de Kid se ciñeron fuertemente en torno a la cintura femenina, al tiempo de inclinar la cabeza y buscar ansioso la mirada clara, que resplandecía suplicante.
—Tengo miedo de que te lo creas, Memi.
—¿Es que nunca será en serio, Kid?
—No lo sé, Memi. Puedo jurar que hay ciertos momentos, uno de ellos, éste, en que me dominas sólo con mirarme; en otros, no.
—No quiero dominarte de esa manera momentánea, Kid —dijo tristemente y con un deje de desesperación en la modulación lenta—. ¡Si me quisieras...!
El cuerpo del periodista se sacudió violentamente. Pedirle que la quisiera, cuando se sentía apasionadamente ligado a ella, no sólo con los lazos indisolubles del matrimonio, sino con aquellos del corazón, de una forma única y turbadora.
La sangre golpeaba furiosamente sus sienes a causa del esfuerzo moral que había de hacer para no delatarse allí mismo y pedirle que se fuera con él lejos, muy lejos, donde ambos pudieran disfrutar libremente de aquella pasión intensa que los unía. ¿Unirlos? Sí; los ojos de él lo estaban diciendo en aquellos momentos, en que, al sentirla muy cerca, confundida con su mismo cuerpo, se vio casi vencido.
—Desisto, Memi —dijo bronco y rudo—. No sé hacer el amor sin sentirlo.
Supo que aquellas palabras lastimaban la fina sensibilidad de su mujer, pero no rectificó. Deseaba con ansia saberla una nena buena y comprensiva, capaz de enfrentarse con toda clase de dilemas humanos, y comprendió que aquel espíritu orgulloso y rebelde no había aprendido aún a sufrir con paciencia.
Sintió cómo el cuerpo de Memi quedaba rígido y envarado entre sus brazos, y que el pie chiquito perdía el compás de la danza.
—¿No seguimos, Memi?
—¡No! —repuso sordamente, sin haber alzado los ojos para mirarlo—. Si no te importa, me retiraré.
—Querrás decir, nos retiraremos...
Memi encogióse de hombros.
—Si quieres, puedes quedarte. Tal vez ahí —y señaló con rabia el amplio salón, donde elegantes parejas danzaban alegremente, sin preocuparse del problema sentimental planteado entre aquella pareja de guapos muchachos— encontrarás quien te inspire un amor.
Si esperaba irritar a Kid, se equivocó. El periodista rió burlonamente cogiéndola del brazo y conduciéndola a la calle, donde, sin dejar de reír, subió al auto, señalándole un lugar a su lado.
—Te engañas, Memi —dijo cuando ya cruzaban raudos la ciudad—. Cuando me enamore, será de ti... Entretanto me conformaré con esperar al amor... Sé que llegará. ¡Tiene que llegar!
—¿Porque yo soy hermosa?
Kid volvióse para mirarla, socarrón.
—¿Te lo han dicho muchas veces?
—¿Que soy hermosa?
—¿Pero crees en realidad que puedes serlo?
—No es que pueda serlo, Kid, es que lo soy.
—Me lo han dicho muchas veces.
—¡Ajajá! Con eso quieres darme celos. No, Memi; equivocas de nuevo el camino. Estoy demasiado curtido por la vida y las rudas pasiones que me han sacudido —no precisamente pasiones sentimentales, Memi, te lo aseguro, sino otras, aquéllas con que la vida disimula sus fieros zarpazos— para sentirme dominado por unos celos, que, para un temperamento como el mío, resultan secundarios... Además, sé que mientes. Has tenido un novio... ¡Laurence! —desdeñó, casi con asco—. Es un tipo como hay miles de ellos; como lo es ese que yo «encarcelé» en mi despacho para ocupar su lugar... Buscaban tus millones nada más.
—¿Tan insignificante te parezco?
—Al contrario. Cuando sepas ser una mujer como yo deseo, serás maravillosa, sencillamente. No quise decir lo que tú entendiste. Deseaban tus millones nada más, porque no tienen corazón; desprecian el alma e ignoran lo que es querer, y no saben distinguir los varios tipos de mujeres que pululan por este asqueroso mundo. Divisan el dorado metal, y se lanzan a él rectamente, como moscas sobre la miel.
—¿Tú no eres de ésos?
Ahora sí que la risa de Kid atronó los ámbitos.
—Pero, muchacha, ¿cómo voy a serlo, si desde que fui un rapaz de calzón largo no hice otra cosa, en los momentos que disfruté de ocio, que buscar a la mujer, no el metal; quiero mujer, mujer sana, de espíritu recio y limpio, de corazón grande, que sepa querer mucho, intensamente...
—¿La has encontrado? —preguntó con anhelo.
—Creo que tú lo serás, Memi.
—¿Aún no lo soy?
—No.
Nada más. Después habló atropelladamente, de cosas que ni a uno ni a otra interesaban. Él sólo deseaba no prestar atención a la expresión angustiada de aquellos ojos bonitísimos, que miraban sin ver, con mirada ausente.
CAPÍTULO 17
Los días fueron sucediéndose uno tras otro, lentos, callados, fríos... Allí, en el chalet coquetón, donde Memi vivía pasivamente, como si un resorte impulsara iodos sus actos, sólo reinaba la cordialidad y la alegría en Kid y su madre, pues ella, a fuerza de sufrir calladamente, se dejaba manejar por el destino, preguntándose amargada cuál había de ser su ruta final.
Amaba a Kid; lo había querido desde el primer día en que, en el jardín de su casa, buscara sus labios con furia y rabia a la vez. Después, según los días transcurrían, el amor fue convirtiéndose en ardor, en locura, en desesperación, quizá, ya que por querer tanto, había de domeñar el corazón que saltaba dolorido, buscando la correspondencia en el otro sin lograr hallarlo.
La vida en común agotaba su espíritu. Había de soportar pacientemente la indiferencia de Kid, cuyo rostro, de expresión burlona, volvíase hacia ella como si dijera irónico:
«—Pídeme que te quiera, mujer; ruégame que te haga feliz.»
Memi leía mal en los ojos de Kid; aún le faltaba mucho para aprender a estudiar las encontradas sensaciones existentes en aquella alma de hombre recto y seguro de sí mismo. Las pupilas de Kid reían, sí, pero allí, en el fondo, un ansia loca delataba lo mucho que había de dominarse para soportar tranquilamente aquella vida incierta, que nada le seducía. También él amaba, pero por encima de su amor estaba su dignidad de hombre, su fuerza espiritual, su orgullo viril.
¿Y por qué se retenía, si comprendía que su amor era Memi, y sus deseos lo llevaban a ella con anhelo loco de vivir a su lado maravillas de amor? ¡Ah! Eso era lo que quizá no comprendiera Memi, pero él sí lo comprendía, puesto que, a fuerza de vivir, no ignoraba la clase de mujer que era Memi, y si se plegaba sencillamente a sus caprichos, pronto allí sería él el dominado, y eso no lo consentiría jamás su condición de varón.
Aquella noche, Kid fumaba la última pipa acodado en la balaustrada de la terraza, cuando Memi, cubierta con una túnica blanca de gasa, vino a detenerse a su lado.
Llevaba el cabello recogido hacia arriba; la boca, entreabierta y el cuerpo escultórico, envolvíalo voluptuosa la espuma blanca de aquel tejido sutil. Los ojos brillantes se clavaron con ansia en la oscuridad de la noche, que, callada y tibia, se extendía en torno a ellos.
Los ojos de Kid volviéronse despacio, mientras parsimonioso arrancaba la pipa de la boca.
—Linda te has puesto, Memi. ¿Es en honor a la noche?
—O a ti.
—¿De veras?
Un encogimiento de hombros. Después...
—Dame un cigarrillo.
—No uso, Memi. Si quieres la pipa...
La muchacha apretó la boca. Luego le dio la espalda.
—Siempre me humillas, Kid —dijo quedito, con angustia y rabia a la vez—. Lo mejor que puedes hacer es dejarme marchar a mi casa, pedir el divorcio y olvidar que hubo un matrimonio entre ambos.
El periodista irguió el cuerpo atlético, yendo a situarse muy cerca de ella, a quien habló bajito, inclinando la cabeza sobre el hombro femenino.
—Ofrecerte la pipa no es una humillación, dada la moda peregrina que hoy os arrastra. Hace muy pocos días leí una crónica parisiense donde ponían bien de manifiesto cómo las mujeres modernas se sentaban en los bulevares, con la pipa en la boca expulsando acres bocanadas. —La inflexión se hizo más bronca, menos dulce—. Yo aborrezco esa moda, pues, además de ser de mal gusto, no favorece nada al bello sexo... ¡Es repugnante! Bien que transija con el cigarrillo, aunque habría mucho que hablar sobre eso... ¿Pero la pipa...? ¡Es vergonzoso! ¿Tú fumarías en ella, Memi?
—No —negó rotunda, dando media vuelta y quedando frente a Kid, que la miró satisfecho—. Y si fumo cigarrillos alguna vez, es para aplacar los nervios.
—¿Lo consigues?
—Casi nunca.
Bajó la cabeza mientras sus manos se retorcían con rabia e ira, como si todos los nervios se hallaran concentrados en los dedos largos y perfumados.
—¿Hoy lo necesitas, Memi?
—Sí —repuso quedito con voz apenas perceptible.
—Pues siento no complacerte.
—Es lo mismo.
—Dime por qué estás nerviosa, Memi.
Se inclinó más hacia ella, hasta casi rozar la carita pálida que se resistía a alzarse hacia él.
—Estás muy bonita, nena; más guapa que nunca, pero llevas el cabello alto y a mí me gusta más de la otra manera.
—No quiero gustarte de ninguna forma.
Kid rió, con aquella risa irresistible que cautivaba a la muchacha.
Ya no pudo más. Apretóse entre los brazos de Kid, que, rígidos, nada hicieron por atraerla.
—¡No me hagas padecer más, Kid! —suplicó, en un contenido sollozo.
El periodista dejó que aquel cuerpo adorado se estrechara contra el suyo, pero no demostró de qué forma se sentía turbado y enardecido. Miró, por encima de la cabeza leonada que se inclinaba desfallecida sobre su pecho, la noche negra, callada, guiando los ojos hasta la luna, cuya cara redonda parecía hacer guiños picaruelos; toda su mirada la reconcentró allí, como si quisiera hundir en la noche su ansia, y que su cuerpo volviera a ser el de Kid Mescall, el periodista intrépido que se jurara a sí mismo hacer de aquella chiquilla la mujer dulce y buena, como siempre soñara, para compañera eterna y madre de sus hijos.
La vocecilla tenue sonó impregnada en llanto, rompiendo el mutismo embarazoso.
—Ya soy como tú me deseas, Kid.
—Aún no.
El cuerpo de Memi se apartó brusco.
—Entonces, Kid, di que no lo seré nunca porque mañana mismo me iré de tu lado.
—Sé que no te irás.
—En este momento te aborrezco, Kid.
—¿Es que no me has aborrecido siempre?
—¡No!
Durante unos segundos se miraron con fijeza. Él, pensando que Memi se hallaba aquella noche más bella que nunca; en que su corazón pedía que no se apartara de allí, contemplándola arrobado, para luego vivir, vivir siempre a su lado como nunca pudiera hasta ahora, por ser quizá un estúpido. Los ojos bonitos brillaban apasionadamente; la boca, que ya la primera vez resultara tentadora, se abría estremecida, y el cuerpo escultórico se erguía desafiantes, más palpitante que nunca. Kid cerró los ojos para que la tentación desapareciera, y, en efecto, cuando los abrió de nuevo, la muchacha le daba la espalda.
—¿Adónde vas, Memi? ¡Espera!
La chiquilla nada repuso. Siguió avanzando apresurada, hasta desaparecer por la puerta que comunicaba con el saloncito, dejando a Kid quieto, aún estremecido, de pie en mitad de la terraza.
Una vez más domeñaba su deseo, como si aprisionara el corazón con ambas manos y lo agarrotara para impedir que el ansia lo delatara.
Continuó paseando, mientras la pipa iba poco a poco consumiéndose. Transcurrieron las horas, y Kid aún seguía midiendo la terraza a grandes zancadas, hasta que, deteniéndose, murmuró, ronco y fiero.
—Has de pasar la noche fuera, Kid Mescall, pues Memi se halla hoy demasiado hermosa, para que pueda ser contemplada pacientemente por unos ojos como los tuyos que, apasionados, se van tras ella. Iremos a la redacción, Kid. Hay que ser valiente, ¡qué caramba!
Memi, tras el visillo, vio cómo el auto de su marido desaparecía por la puerta del jardín, perdiéndose en la amplia calzada. Después retrocedió unos pasos, tirándose sobre el lecho, donde dio rienda suelta a su dolor.
CAPÍTULO 18
Fueron cinco días los que Kid estuvo sin aparecer por casa. Una simple llamada telefónica; un botones con una nota escueta, o bien el propio James, con la sonrisa en los labios y unas palabras como excusa, que no convencían a Memi: «Tenemos mucho trabajo atrasado, y Kid ha de estarse allí a la fuerza».
Memi sonreía sarcástica, pero nada respondía. Era doña Luz quien hacía los reproches, terminando por lamentarse, pidiendo misericordia para aquel hijo extraño que Dios le había dado, y a quien no comprendía de ninguna manera.
Aquella mañana, ambas daban fin al desayuno, cuando Memi, poniéndose en pie, dijo dulcemente:
—En todo el verano no me bañé, mamá. Hoy voy a ir a la playa.
—¿Sin Kid?
—¿Crees que le interesará?
—¡Qué sé yo! Según como le coja...
Memi volvióse desde el umbral.
—Como quiera que le coja, me es indiferente. Durante estos cinco días le tuvo sin cuidado lo que yo pudiera pensar de su alejamiento.
No esperó la respuesta de la dama. Desapareció del saloncito, como si temiera arrepentirse.
Doña Luz movió la cabeza con resignación. ¡Aquel par de locos...!
Apoyóse en el ventanal, y estuvo allí hasta que la vio subir al auto blanco, y perderse rauda en dirección sabe Dios a dónde.
Pensó en advertir a Kid por teléfono, pero no lo hizo. Su hijo merecía aquello y mucho más; bien estaba que Memi le enseñara a comportarse como los maridos atentos. Kid no lo era, ya que de otra forma se preocuparía más de atender a su joven esposa.
Transcurrieron las horas, lentas, más monótonas que nunca, a juicio de aquella madre que sufría por los dos, pues si Kid era su propio hijo, la chiquilla era la esposa de éste, la chica mona que hasta entonces soportara pacientemente todos los caprichos del hijo loco y extraño, que ni una ni otra entendían bien.
Doña Luz vio angustiada cómo la tarde iba apareciendo, y el disco de oro se perdía lento tras el horizonte vestido de púrpura, sin que Memi hiciera su entrada en el hogar.
Aún transcurrieron algunas horas más antes que un auto se detuviera en la explanada que se extendía ante el chalet. Aproximóse a la terraza y vio que era Kid y no Memi quien saltaba al césped, salvando de dos en dos las escalinatas de mármol.
—Hola, mamá —gritó el vozarrón fuerte al tiempo de apretarla en sus brazos, cariñosamente—. ¿Y Memi?
—Ha salido —repuso, soltándose y retrocediendo hasta dejarse caer en un sillón de mimbre—. Ha salido esta mañana a la playa, y aún no ha vuelto.
Kid paseóse agitado.
—¿Cómo no me has advertido?
—La otra vez que lo hice no me hiciste caso; te reíste nada más.
—Hoy es diferente.
—Yo no le veo la diferencia.
—¿Crees que no la tiene? —rugió, apretando los puños y deteniéndose estremecido ante su madre, que a fuerza de sufrir en unas cuantas horas lo que pudiera otra padecer en la vida entera, se sentía más segura de sí misma que el propio Kid—. ¿Qué piensas que hará Memi por esas playas?
—Bañarse.
—¡Bañarse! —repitió fuera de sí—. Un muchacha como ella, acostumbrada a vivir en un ambiente ficticio, vacío... repugnante, sí, señor, le importará muy poco dejarse acompañar por estúpidos galanes, que sólo tienen en la cabeza serrín y humo. ¡Maldita sea!
—¿Ella?
—¡Cuernos coronados! ¿También tú te burlas de mí? ¡Qué ella, ni qué pamplinas; la misma vida, que me hizo una jugarreta que no le perdono jamás!
—No sé a qué te refieres, Kid.
—Pues si no lo sabes, te lo voy a decir. Era un hombre feliz, feliz, exento de otras preocupaciones que no fueran las de mi trabajo, que absorbía todo mi tiempo, y disfrutando tu cariño sin desear otro más, hasta que se me incrustó en este cacharro destartalado —y señaló la cabeza, con ira terrible— la idea quijotesca, sí, señor, de estropear el matrimonio de esa mujer endiablada, y ocupar el puesto del galán.
—¿Qué dices, Kid?
—Lo que oyes; ¡qué caramba! Até a su... prometido —aquí una ira temblorosa, a fuerza de ser cruel— en mi despacho, para casarme con Memi Kassins.
Después, casi vertiginosamente, contó todo lo que casi le ahogaba, exceptuando, claro, lo que se refería a su intimidad, lo que existía entre los dos a partir de la boda, y lo sucedido antes de ella. Aquello no le importaba a su madre; era sólo de ellos, y ellos habían de ser quienes lo arreglaran o lo rompieran para toda la vida. Ya estaba harto, sí, señor; harto, harto...
—¿Y soportó ella pacientemente todas tus genialidades? ¿Y aún tienes algo que reprocharle?
Saltó furioso:
—¡Está loca! —exclamó con rabia—. Me casé con ella para hacerla entrar en razón.
—¿Sólo por eso?
—¡Maldita sea! ¿Es que piensas que estoy «grillado»?
—Di que ya la querías, y en paz.
Kid aspiró con ansia.
—Bueno, pues será cierto que la quería. Pero también es cierto que me casé con una loca, a quien haré entrar en razón por encima de todo.
—Pues, hijo, yo no veo que Memi sea diferente a toda muchacha equilibrada.
Kid fumó con más bríos, midiendo la terraza a zancadas largas, terribles.
Era bien cierto. Había sido estúpido dominándose sin necesidad. Memi era como otra chica cualquiera, con la diferencia de que ella le parecía maravillosa, y todas las demás le resultaban odiosas.
—Hoy también era su deber esperarme —dijo, como excusándose consigo mismo.
La madre rió entre dientes.
—Sí, hombre, y después ir en tu busca para abrazarte. Mira, Kid, sé razonable y piensa bien que Memi fue una mujer modelo, conteniéndose hasta hoy, pues otra, en su lugar, ignorando dónde pasabas las noches, ya que teníamos nuestro derecho a no creer que tú durmieras en la redacción, te hubiera mandado a paseo, yendo a vivir su vida, a la que tenía derecho como tú.
—¡Es mi mujer!
—A la que no quieres nada...
Kid golpeó el pavimento con furia.
—¿Que no la quiero? —gritó más que dijo—. ¡Dios! ¿Crees que si no la quisiera hubiera estado fuera de casa cinco interminables días? Me consumí en la redacción por no venir a su lado y claudicar como un infeliz muñeco, como lo hice la noche última que me tocó aquí...
—No te entiendo, Kid.
—¡No hace falta! Voy a ir en su busca. Es ya de noche, y esa paloma es demasiado bella para dejarla sola a estas horas.
—Espera, Kid...
—¡Ni medio minuto más, mamá!
En dos zancadas salvó la distancia que le separaba del auto, al que subió precipitadamente, poniéndolo luego en marcha.
—Hoy no nos esperes, mamá. ¡Pasaremos la noche fuera! —gritó antes de desaparecer.
Después, la dama sólo vio los focos del auto perderse en la oscura lejanía. Luego adentróse en el chalet diciéndose que ni la inteligencia más viva sabría comprender a aquel par de chiquillos.
CAPÍTULO 19
Cansado de recorrer toda la ciudad, detuvo el auto ante el chalet de Memi.
De dos en dos subió las blancas escalinatas, hasta plantarse ante la puerta caobada. Antes de pulsar el timbre guió los ojos en derredor: ya era noche cerrada Cinco horas caminara de un lado a otro tratando de localizar a la irascible esposa... ¿Irascible? Bueno, de aquello habría mucho que hablar, y él, en aquel momento, no tenía ningún deseo de calentarse más la cabeza, ni darle la razón a ella, aunque supiera que la tenía toda.
Si la encontraba allí... Si, por el contrario, no sucedía como esperaba, renegaría para el resto de su vida de Memi Kassins, aunque tuviera que retorcerse el corazón como hacía con un periódico cuando no salía según su gusto.
Con mano nerviosa pulsó el timbre de la puerta, cuya hoja se abrió instantáneamente mostrando la cara redonda de un criado.
—¿Qué desea? —preguntó de mal talante.
A Kid se le hinchó el corpulento cuerpo, al tiempo de decirse que aquel monigote con cara de pocos amigos, iba a recibir un «directo» terrible si continuaba deteniendo sus largas piernas que casi le dolían, a fuerza de desear correr hacia delante...
—¡Diablo! —rugió, apartando con una mano al estirado criado—. ¿Qué voy a desear? ¿Es que no lo adivinas?
—Entrégueme su tarjeta y...
El puño de Kid cayó, sin ninguna contemplación, sobre la mandíbula del pobrecito Tomás, que no tuvo más remedio que retroceder y dejar paso al intruso que no había visto nunca, pero que, sin embargo, conocía la casa tan bien como él, ya que saltando como un gamo traspasaba el umbral, perdiéndose rápidamente en dirección al segundo piso, donde se hallaba la señorita a quien seguramente deseaba ver aquel corpulento personaje.
Con paso torpe, y acariciándose la dolorida mandíbula, subió las alfombradas escalinatas tras Kid, quien abría de un empellón la puerta de la salita donde Memi, tendida en un diván, leía una revista, mientras expulsaba perfumadas bocanadas de humo de un cigarrillo egipcio.
—Muy bonito —ironizó Kid, adquiriendo una serenidad imponente—. Yo buscándote por toda la ciudad, y tú aquí, fumando cigarrillos y leyendo tonterías.
Memi se incorporó, quedando sentada en el diván al tiempo que la puerta se abría de nuevo, dejando paso al tembloroso Tomás.
—Señorita... —tartamudeó—. Este caballero...
Memi, observando la mandíbula enrojecida del criado, imaginó la escena y dijo alegremente, sin poder contener la carcajada:
—Retírate, Tomás. Este caballero... —y lo señaló con burla—, es mi marido.
—¿Eh?
—No te asustes, Tomás. Cuando tú aún te hallabas de vacaciones, me casé con este... personaje entrometido.
El desconcertado criado dio la vuelta sin decir media palabra; pero moviendo la cabeza de un lado a otro. «¡Cualquiera entiende a las mujeres!», se dijo, cerrando la puerta tras de sí.
Allí, en el saloncito, Memi y Kid quedaron frente a frente, sin hablarse; mirándose intensamente, con avaricia, como si en vez de ser cinco días los que habían estado sin verse, hubieran sido años, e incluso siglos.
—¿A qué vienes, Kid?
El periodista pasó una y otra vez la mano por la frente, limpiando el copioso sudor que la perlaba.
—¿No has pensado, Kid —volvió ella a decir, quizá más dueña de sí misma en aquellos momentos en que él libraba la última batalla entre su amor y su voluntad—, en que esta vez no me iré contigo?
Todo el ímpetu del hombre despertó en aquel momento, después de la ráfaga de incertidumbre que Memi creyó ver brillar intensamente en la mirada enloquecedora. Avanzó dos pasos, prendiendo contra su pecho el cuerpo frágil y palpitante que parecía perderse en la bata sutil que la envolvía.
—Tú no te vendrás conmigo, Memi —susurró bronco y emocionado—, pero yo sí me quedaré a tu lado... Quiero vivir, Memi; quiero que me des todo lo que guardas para mí; quiero... ¡Te quiero toda, mujer! ¡Toda!
—¿Es cierto, Kid? ¿Lo es?
No pudo continuar hablando; algo, algo que le pareció fuego se posó en su boca, robando toda resistencia. Se acurrucó entre aquellos garfios potentes, entregándose al amor que Kid le llevaba.
—Te esperaba —dijo bajito, cuando él la dejó.
—Tenía que venir, Memi.
La mañana amaneció resplandeciente. Memi había acudido a misa muy temprano, para dar gracias a Dios por todo el bien que le había hecho. Se hallaba en la terraza regando las flores mientras esperaba la llegada de Kid, que aún no había bajado, cuando vio cómo el auto de Tue aparecía en el jardín, trayendo dentro a su propietaria y a la inseparable amiga Lauri.
Como impulsada por un resorte, saltó ágilmente, perdiéndose escalera arriba.
—¡Kid, Kid! —llamó, apareciendo en la alcoba, donde el feliz esposo daba los últimos retoques a su corbata—. ¡Cógeme, porque voy a caer!
—Pero, adorada, ¿qué sucede? La estrechó entre sus brazos.
Memi susurró:
—Vienen ahí Lauri y Tue. Quiero darles una sorpresa... No salgas de este cuarto hasta tanto yo te llame. ¿Entendido?
—A cambio de un beso, todo lo que quieras.
—¡Egoistón!
—Dámelo, Memi.
Después de hacer todo lo que el delicioso tirano pedía, salió de la estancia, en espera de sus dos amigas, a las que no ignoraba había tratado muy mal la última vez que estuviera a su lado.
Ambas muchachas aparecieron tímidas y silenciosas, quedando recortadas en el umbral.
Memi mirólas por encima de las espirales del cigarrillo que fumaba con gesto de suficiencia.
—¿Os quedáis ahí? —preguntó indiferente.
—Hola, Memi.
—¡Caramba! —sonrió irónica—. Parece que me tenéis miedo. ¿Cuándo habéis llegado a la ciudad?
—Esta mañana —repuso Tue, sin adelantar un paso—. Deseábamos hablarte, Memi.
—No veo que nadie os lo impida.
Un silencio por parte de las dos muchachas, cuyos rostros se volvieron uno a otro, como si dijeran: «Yo no me atrevo, dilo tú»... Memi mordióse los labios para no reír a carcajadas. Ya sospechaba la clase de noticia que le traían aquellas dos deliciosas criaturas.
—Pienso que no será un crimen lo que me vais a confesar, ¿verdad, muchachas?
—Nuestra amistad siempre será la misma, Memi —dijo al fin Tue, retorciendo una mano contra otra—, pero el caso es que... ¡No puedo, Lauri! —se desesperó—. ¡Dilo tú!
—Yo tampoco podré, Tue.
Memi no movió un solo músculo de su rostro. Estaba divirtiéndose de lo lindo e imaginando a Kid, al otro lado del tabique, estremecido de risa.
—¡Qué poco valientes sois! ¡No os imaginaba así, amigas mías!
—¡Oh, Memi! Es que no sabes el disgusto que te vamos a dar.
—¿Yo? ¡Bah! Estoy acostumbrada. ¿No pensáis seguir?
Tue y Lauri, como si se hubieran puesto de acuerdo, fueron a postrarse de rodillas ante la inmutable Memi.
—¡Oh, Memi! —sollozó Tue—. Si supieras lo que nos costó claudicar, pero, ¿sabes?, ellos nos vencieron y... ¡Oh, Memi, qué rabia sentí de los hombres y de nosotras, que somos tan débiles y claudicamos con tanta facilidad...!
—Eso quiere decir, amigas mías...
—Que nos hemos enamorado y vamos a casarnos —terminó Lauri, gimiendo como una criatura.
—¡Vaya, por Dios! Chiquillas, ¿y para decir una cosa tan maravillosa habéis dudado de esa manera?
Ambas se pusieron de un salto en pie.
—¿No te enojas, Memi? —gritó Lauri, casi escandalosamente—. Hemos violado el acuerdo...
Memi, sin dejar de sonreír, se puso en pie yendo hasta la puerta del cuarto, que abrió silenciosamente, dando paso a un hombre alto y fornido, de rostro tostado y ojos fosforescentes, cuyas manos traían cuatro copas rebosantes de dorado vino.
—¡Memi!
Fue un doble grito que hizo a Kid tambalearse, al tiempo de reír alegremente.
—Distinguidas amigas de mi esposa, brindemos por el amor.
—¿Es cierto, Memi?
—¿Pues no lo veis? La guerra al amor ha terminado, queridas mías. Amo a Kid Mescall apasionadamente.
—¿El periodista?
—¿No dijiste que era viejo? —chilló Lauri, soltando la carcajada—. ¿Cómo se entiende eso, Memi?
—¡Oh, amigas mías! Es largo de contar... Por ahora sólo puedo deciros que las barbas de Kid eran postizas, pero sus ojos, que ya me hipnotizaron aquella mañana y luego me enloquecieron una noche en el jardín de esta misma casa, son los mismos.
—¡Cuéntanos, Memi!
—¿Para qué, muchachas? —saltó Kid, alargando las copas que ellas, sin remedio, tuvieron que coger—. Esta tarde llevad a vuestros galanes a casa de mi madre, donde se nos obsequiará con una sabrosa merienda... Entretanto, brindad conmigo: ¡Viva el amor, y estas maravillosas mujeres que nos trastornaron hasta hacernos perder la cabeza! ¡Qué caramba! Yo pienso que es delicioso sentirse ligado a unas tiranas tan... Bueno, tan encantadoras.
Cuando Memi se vio sola de nuevo, corrió al lado de Kid, apretándose en sus brazos con ansia y locura.
—Bésame, Kid, pues voy a creer, si no lo haces, que esto no es una realidad. Si me dejaras ahora, Kid, me moriría.
—Aunque quisiera, no puedo dejarte, Memi —susurró, con voz ronca y tremante—. ¡Te necesito en mi vida!
Después la besó ardorosamente. Memi, muy quieta en aquellos brazos, se dijo que el final de aquella guerra resultaba maravilloso.
FIN
Guerra al Amor (1972)
SOBRE LA AUTORA:
María del Socorro Tellado López, conocida como Corín Tellado, (1927-2009) fue una escritora española de novelas románticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia. La novela de amor alcanza su máxima expresión en las manos de esta incansable escritora. Sus novelas tratan de amor y desamor. Sus personajes son mujeres de hoy que viven historias románticas, pasiones, aventuras eróticas, matrimonios rotos, luchan por su felicidad...
A lo largo de su dilatada carrera literaria -56 años desde que publicó su primera novela el 12 de octubre de 1946-, Corín Tellado ha publicado unos 4.000 títulos, ha vendido más de 400.000.000 de ejemplares de sus novelas y ha sido traducida a varios idiomas. No en vano figura en el Libro Guiness de los Records 1994 (edición española) como la más vendida en lengua castellana. Muchos factores son los que marcan la diferencia entre Corín Tellado y el resto de las "grandes damas" de la novela sentimental: el éxito de Corín Tellado reside en su facilidad para conseguir que sus lectoras/es se identifiquen con los personajes de su invención. Ella hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor, amistad. Las tramas de sus historias son desgarradoras, llenas de equívocos, y sus hombres y mujeres sienten pasiones: unas veces amor y otras odio; lo mismo son generosos que se dejan arrastrar por la codicia. En resumen: viven los mismos conflictos que sus lectores.