UNA BOMBA EN LA BAÑERA (Thomas N. Scortia)
Publicado en
julio 28, 2013
El joven dijo que su nombre era Sidney Coleman. Parecía un nadador profesional de escasos músculos y cierta tendencia a engordar. En aquel momento, sus ojos estaban hundidos y tenían una expresión salvaje.
—Dijo que mi cuarto de baño era el centro de un nexo probabilístico—gimió el joven—. Y ahora hay una bomba H en la bañera.
Caedman Wickes pasó una mano roja y delgada por encima de la rayada superficie de su mesa e hizo una mueca al notar un tacto arenoso bajo su palma.
Después inspeccionó minuciosamente la áspera pelusa rubia que cubría sus dedos.
— ¿Hace alguna otra cosa? —preguntó al fin con gran ponderación—. ¿Tictac, por ejemplo?
—Nada. Está inmóvil, mirando el grifo del agua caliente con su estúpido ojo azul y diciendo toda clase de trivialidades.
¿No es todo eso un poco ridículo? —preguntó Wickes.
—Eso es lo que pensó la policía. —Coleman se pasó los dedos por el cabello negro pelado al rape.
—No, no hablaba en serio. Al fin y al cabo —señaló Wickes—, si se pone algo tan grande como una bomba en un cuarto de baño, el sitio lógico es la bañera.
—Lógico para usted, quizá.
Wickes se tocó pensativamente la nariz e hizo un gesto en dirección a la puerta del despacho. En ella había un letrero que decía: «Caedman Wickes, Investigador Privado, Especialista en Denuncias Singulares.»
Dijo:
—En mi profesión, suelo toparme con cosas insólitas; pero siempre hay una lógica interna. Esta es la razón de mi éxito. Siempre..., siempre hay que buscar la lógica interna. Todo lo demás se da por añadidura.
Unió los dedos de ambas manos con expresión abstraída.
—Me acuerdo de un cliente que creía tener a un venusiano atrapado en la lavadora. Muy lógico, si uno se detiene a pensarlo. Sin embargo... —Wickes frunció los labios tristemente—, resultó que estaba completamente loco. Una verdadera pena. ¡Una idea tan magnífica! De todos modos, creo que la idea de utilizar una bomba H es ridícula. Lo mejor que dicha bomba podría hacer sería volatizar la ciudad y, posiblemente, los suburbios más cercanos. No vale la pena preocuparse acerca de ello.
—En realidad, no dijo que fuera una bomba H —repuso Coleman con cansancio—. Fui yo quien lo dedujo. Al fin y al cabo, dijo que quería destruir este universo.
— ¡Ah! —Los ojos de Wickes centellearon—. ¿No el Universo? ¿Sólo este universo?
—Lo dejó bien claro. Dijo que hay un número infinito de universos probables. El sólo quiere destruir el mejor de todos los universos posibles... éste.
—Indudablemente paranoico —comentó Wickes.
—Desde luego. Esto forma parte de su terapia. Está loco.
— ¿Así que éste no es su universo?
—Yo diría que no. La cura no serviría de mucho si destruyera el universo donde él vive, ¿no cree?
Wickes frunció los labios.
—No necesariamente. Caramba, recuerdo que...
Coleman se puso en pie de un salto y se inclinó hacia delante, apoyando las manos en la mesa.
— ¡Basta de recuerdos! Ya estoy harto de sus divagaciones. Esa cosa dice que va a explotar este martes. Tiene que idear un medio de desconectarla.
—Paciencia, paciencia —reprendió Wickes—. No sirve de nada perder la cabeza en esta clase de cosas.
Desdobló su cadavérico esqueleto de un metro ochenta y cinco de estatura de detrás de la mesa, y cogió un impermeable, una bufanda de lana negra y un sombrero de fieltro manchado y con el ala desgastada de la parte superior de un archivador abollado.
—Tendría que fumarme una pipa —comentó mientras se ponía dichas prendas—, pero creo que el abrigo y el sombrero ya son concesión suficiente al convencionalismo, ¿verdad?
—Me importa un bledo que lleve leotardos rosa o vuele por el aire —replicó Coleman—. Lo único que quiero es que haga algo con la bomba que hay en mi bañera.
Wickes alzó una mano inerte y señaló hacia la puerta.
—Veo —dijo mientras atravesaban el pasillo, y sus pies provocaban chirriantes lamentos en los tablones del suelo— que usted no se da cuenta de la belleza de la situación.
— ¿Belleza? ¿Le gustaría tener una bomba en su bañera? —Esta no es en absoluto la cuestión —increpó Wickes—. Esto me recuerda a un cliente que tenía el proyecto de psicoanalizar a su tatarabuelo. Según su teoría, las neurosis se transmitían genéticamente. Bueno, quería que yo indagara el paradero del anciano caballero en cierto día de mil ochocientos treinta y pico y...
Coleman miraba ferozmente a derecha e izquierda mientras bajaban las escaleras. Wickes decidió hacer caso omiso de su angustia. Además, la Aventura del Psicoanálisis Retroactivo, tal como le gustaba denominarla, le ayudaba a adquirir la disposición de ánimo más adecuada.
Estaba un poco molesto, mientras atravesaban la ciudad en un taxi, de que Coleman desplegara tan lamentable falta de interés por tomar parte en la conversación. Estaba muy inquieto y se sobresaltaba con cualquier ruido. Una vez, cuando un automóvil hizo una falsa explosión, por poco se desmayó.
Poca elasticidad, pensó Wickes, y chasqueó mentalmente la lengua.
La casa era un edificio de construcción reciente y cinco habitaciones bastante pequeñas en uno de los polígonos más nuevos de las afueras de la ciudad. Mientras Coleman abría la puerta, Wickes no dejó de mirar de arriba abajo de la manzana.
— ¡Qué raro! —comentó.
— ¿Qué es lo raro?
—No hay antenas de televisión.
—No encontrará ninguna en esta zona —explicó Coleman—. Estamos en un área desconectada. Ni siquiera hay recepción de radio. Por eso compré la casa tan barata.
Al entrar en la casa, Wickes oyó un débil tarareo átono en el aire. Tenía una extraña naturaleza musical, sin ser realmente una melodía.
—Oh, había olvidado decírselo —explicó Coleman—. Canta.
Wickes alzó una ceja.
— ¿Que la bomba canta? ¿En la bañera?
—En la bañera.
— ¡Qué apropiado! —exclamó Wickes.
Mientras Coleman se despojaba del sombrero y el abrigo, Wickes cruzó el salón, siguiendo el sonido a lo largo de un corto pasillo hasta un espacioso cuarto de baño, embaldosado en tonos coral y rosa.
Había una bomba bastante grande en la bañera.
Tenía un solo ojo azul de mirada inexpresiva. Miraba fijamente el grifo del agua caliente y cantaba.
— ¿Lo ve? —dijo Coleman a su espalda—. La policía no me creyó. —Su voz era estridente e histérica.
—Este es el mejor de todos los mundos posibles —dijo la bomba—, pero el de mañana será mejor.
—Interesante —dijo Wickes.
— ¿Qué voy a hacer? —gimió Coleman.
—Todos los días, en todos los sentidos, las cosas están mejorando más y más —recitó la bomba. Su canturreo aumentó de tono una fracción de octava.
—Una incurable optimista —observó Wickes.
— ¡Tú! —sollozó Coleman—. ¡Fuera de mi bañera!
—No puedo —dijo la bomba, interrumpiendo su canción—. No tengo piernas. No tengo brazos. No saldré —añadió al cabo de un momento.
Empezó a cantar de nuevo. La música era extrañamente regular, con una consistencia interna que Wickes encontró vagamente familiar.
— ¿Qué estás cantando? —preguntó.
—Frankie y Johnnie —respondió la bomba. Por vez primera, el ojo azul dejó de mirar al grifo para fijarse en Wickes—. ¿Te gusta?
—Bueno —dijo Wickes, reflexionando—, no se parece demasiado a Frankie y Johnnie.
—Sin embargo, lo es —dijo la bomba—. La estoy cantando en clave.
—Empieza a darme dolor de cabeza —se quejó Coleman.
— ¡Inculto! —dijo despreciativamente la bomba, pero el canturreo aumentó de tono y pronto fue inaudible. El ojo volvió a su mirada fija. Esta vez, escogió el grifo de agua fría.
—Será mejor que se acueste —aconsejó Wickes a Coleman.
Se sacó una cinta métrica del bolsillo y empezó a medir la distancia que había entre los accesorios del cuarto de baño. Ocasionalmente chasqueaba la lengua y tomaba rápidas notas en una agenda marrón de imitación de cuero.
Coleman le observaba silenciosamente.
La bomba seguía con la vista clavada en el grifo del agua.
Wickes murmuró algo.
— ¿Qué dice? —preguntó Coleman.
—Como en el problema de la aguja del conde Buffon —dijo Wickes—. La razón entre la anchura de la bañera y la anchura de la habitación.
— ¿Cuánto es?
—Tres coma uno, cuatro, uno, seis —recitó Wickes—. Pi, eso es lo que es.
Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza V enrolló la alfombra de baño junto al taburete. Pensativamente, extrajo un par de dados de su bolsillo. Empezó a tirarlos al suelo, haciéndolos chocar contra la base embaldosada de la bañera.
Los dados sumaron repetidamente siete.
—Le daré un consejo — dijo Wickes lentamente.
— ¿Sí? —apremió Coleman.
—Cuando esto haya terminado...
— ¿Sí?
—...arrancaría la bañera e instalaría una mesa de dados. Claro que tendría que cambiar un poco las reglas de la casa, puesto que todas las tiradas darían un siete, pero...
Estaba hablando a una puerta abierta Coleman había atravesado el pasillo con pasos inseguros V se había desplomado en un sillón de la sala de estar. Desde el cuarto de baño, Wickes le oyó gemir débilmente.
—Este es el mejor de todos los mundos posibles —dijo la bomba con tono dogmático.
— ¿De verdad? —preguntó Wickes.
—Oh, claro que sí. Tiene que serlo; me apuesto lo que sea —retó con presunción. Entonces empezó a cantar de nuevo.
— ¿Es que no puedes cantar otra cosa más que Frankie y Johnnie? —preguntó Wickes.
—Esto era Down by the Oíd Mili Stream.
—Parecía Frankie y Johnnie.
— ¡Qué falta de educación! —resopló la bomba—. Indudablemente, éste es el mejor de todos los mundos posibles —añadió al cabo de un momento.
— ¿Por qué? —inquirió Wickes.
—Oh, porque sí.
—Pues no es verdad, ¿sabes? En realidad, es un mundo inferior.
— ¡No lo es! ¡Tiene que ser el mejor!
—Me temo que no lo sea.
— ¡Mentiras, mentiras! —exclamó apasionadamente la bomba—. Te daré ventaja..., cualquier ventaja.
— ¿Para apostar?
— ¡Naturalmente! ¿No te atreves?
— ¿Por qué tiene que ser el mejor de todos los mundos posibles?
— ¿Apuestas o no apuestas?
— ¿Por qué el mejor de todos los mundos posibles? —insistió Wickes.
La bomba guardó silencio. Después empezó a canturrear en un crescendo estridente. Wickes se dirigió al salón. Coleman estaba hundido en un sillón, con la cabeza entre las manos.
— ¿Frankie y Johnnie? —preguntó débilmente.
—Down by the Oíd Mill Stream —le dijo Wickes.
—Mairzy Doats —corrigió la bomba desde el cuarto de baño.
— ¿Sabe que esto puede volver loco a cualquiera? —dijo Wickes.
— ¿Por qué no aceptaba la apuesta? —preguntó sarcásticamente Coleman.
—Sobran las ironías. Además, yo nunca apuesto. Por otro lado, esa bobada puede ser importante.
— ¿En qué sentido?
—Bueno, pueden deducirse ciertas cosas acerca de una sociedad cuyas máquinas son aficionadas a los juegos de azar.
—Sí —repuso Coleman—. Quizá ese universo haya sido conquistado por una raza de bandidos de un solo brazo procedentes de Las Vegas1.
1 Alusión irónica a las máquinas de apuestas instaladas en los casinos de Las Vegas, que funcionan mediante una palanca lateral que parece un brazo.
2 Se refiere a R. E, Howard, autor de Conan.
—No es nada improbable —dijo Wickes—. Excepto que éste no tiene brazos. Sea como fuere, el mundo de la bomba sabe mucho más que nosotros sobre probabilidades.
— ¿Ya ha descubierto la lógica interna? —se burló Coleman.
—Exactamente —dijo Wickes con sorprendida aprobación—. Ni yo mismo hubiera podido explicarlo mejor.
Wickes se sentó en una silla y se miró fijamente las puntas de los zapatos negros. Al cabo de un momento se levantó y fue hacia el teléfono que había sobre la mesa cercana al sillón de Coleman.
—Ya era hora —observó agriamente Coleman.
— ¡Bah! —dijo Wickes.
Marcó un número y habló unos momentos. Después marcó otro número. Tras una corta y lenta conversación, colgó triunfalmente el teléfono.
— ¡Aja! —dijo.
— ¿Aja? —inquirió Coleman—. ¿Aja?
—Sí, aja. He hablado con el director del programa de la WWVI. Ahora tienen puesto un tocadiscos.
—Con una bomba a punto de explotar —exclamó Coleman—, él llama para solicitar un disco. ¿Qué ha pedido? ¿Mairzy Doats?
—Esto sobraba. Acaban de tocarlo. Y antes, Down by de Old Mill Stream. Y antes...
— ¿Frankie y Johnnie?
—Exactamente. Veo que entiende mis métodos.
—Sí —repuso débilmente Coleman desplomándose nuevamente en el sillón.
—Ahora he de irme —dijo Wickes.
— ¿Con la bomba en el cuarto de baño? ¿Y yo?
—Bueno, usted puede leerle un rato —sugirió Wickes.
Coleman siguió con la vista a Wickes mientras éste se acercaba a una librería situada junto a la puerta y miraba los títulos. Escogió un libro y se lo dio a Coleman.
—Este —dijo.
— ¿Crimen y castigo?
—Un libro delicioso —dijo Wickes—. Tan lleno de..., de... —agitó una mano con indecisión—. De weltschmerz. Oh, sí —dijo junto a la puerta—. Si éste le aburre, empiece, Los siete que fueron ahorcados. Un poco de morbosidad siempre es conveniente..., incluso para una bomba.
Y cerró la puerta con la debida consideración.
Tras dejar a Coleman, Wickes anduvo varias manzanas, sumido en sus pensamientos. Llegó a la conclusión de que aquella situación tenía sus puntos intrigantes. El mayor problema era el punto de contacto. Evidentemente no se obtendría nada limitándose a desconectar la bomba. La organización desconocida de terapéuticos que la habían Puesto allí volvería a intentarlo, quizá con más éxito.
Pero ¿cómo actuar contra aquellas mentes caprichosas en ana apuesta imposible de adivinar? Era como el tatarabuelo actuando contra el cliente de Wickes aficionado al psicoanálisis.
La palanca..., si por lo menos hubiera alguna palanca. Pero sólo había una bomba con un optimismo excesivo y una fiebre de juego inconfesable, así como la costumbre de codificar canciones populares.
Se detuvo en medio de la acera, indiferente a las miradas de los peatones. En cuestión de segundos, su cabeza estuvo envuelta en una espesa humareda de concentración. No volvió a ser consciente de lo que le rodeaba hasta que la cazoleta de la pipa se calentó demasiado.
Paró un taxi y se hizo conducir a la biblioteca municipal. Allí permaneció algún tiempo entre los estantes de matemáticas, seleccionando primero un volumen sobre estadísticas y probabilidades y después otro. Finalmente encontró lo que buscaba, una larga tabla de números aleatorios empleados para solucionar secuencias aleatorias en experimentos físicos. En un momento que la bibliotecaria no le miraba, arrancó decididamente las dos páginas de la tabla y se fue.
Después entró en una tienda de magia, donde compró una baraja de cartas marcadas, un par de dados con truco y un libro sobre sistemas de ruleta. En el taxi, leyó los primeros capítulos del libro y finalmente lo tiró por la ventana cuando el taxi se detuvo en un semáforo.
Una vez en su oficina, hizo dos llamadas telefónicas, una a un amigo que era ingeniero electrónico y la otra a un amigo que tocaba el fagot. A continuación rebuscó en el archivador hasta encontrar una cinta magnetofónica que usaba como dictáfono, se puso el impermeable y el raído sombrero, y se dirigió hacia la calle.
Tras pasar tres horas con el amigo que tocaba el fagot, fue a casa de su amigo ingeniero para recoger las piezas del equipo que éste le había montado. Se detuvo en un bar para tomar un rápido refrigerio y llegó a casa de Coleman a las siete y cuarenta minutos.
—Ya era hora —dijo el joven—; estoy completamente ronco. —Llevaba el ejemplar de Crimen y castigo en una mano, y tenía el pulgar metido en una página cercana a la mitad del libro. Al cerrar la puerta, Wickes oyó un débil murmullo en el cuarto de baño.
—Mentiras, mentiras —estaba diciendo la bomba.
—No le gusta Dostoyevski —suspiró Coleman.
—De gustibus non est disputandum —citó frívolamente Wickes.
—Sí —repuso abstraídamente Coleman.
—Yo —anunció Wickes con solemnidad mientras se quitaba la gabardina cuidadosamente— he estado aprendiendo a componer música para fagot.
Señaló con un gesto hacia el estuche de piel de la cinta magnetofónica, que había colocado cerca de una maleta negra.
Coleman le miró fijamente con los labios apretados.
—Oh, alárgueme el abrigo —dijo Wickes—. ¡Buen chico!
Extrajo varios periódicos enrollados, que procedió a desenrollar. En la primera página de todos ellos había varios artículos subrayados en negro.
—Dostoyevski está muy bien —dijo Wickes—, pero no podemos descuidar los sucesos cotidianos. —Sonrió con afectación.
Los labios de Coleman se pusieron aún más blancos.
—Tenga —dijo Wickes, entregando a Coleman un paquete de tamaño reducido.
— ¿Qué es? —preguntó esperanzadamente Coleman.
—Dados. Es posible que queramos jugar un rato.
— ¿Es que se ha vuelto...?
— ¿Loco? Oh, no; por lo menos, no en el sentido habitual. Ahora déjeme ver cómo funciona esto.
«Esto» era la enigmática maleta negra de la cual Wickes extrajo un sorprendente surtido de aparatos electrónicos. Siguiendo un diagrama que sacó de su bolsillo, empezó a conectar diversas unidades. Eventualmente, extendió un largo alambre por la habitación y lo colgó por encima de la puerta y las cortinas de la sala de estar.
—La antena —explicó.
Encontró un enchufe y conectó el aparato. Entonces empezó a montar la cinta magnetofónica.
—Espere a oír esto —dijo—. Un solo de fagot.
—Este hombre está chiflado —dijo Coleman con displicencia a las paredes de la habitación.
Wickes tocó varios mandos de la cinta magnetofónica y bajó una palanca del otro aparato. La estancia se llenó repentinamente con los roncos gruñidos de un fagot. Las notas eran largas y angustiosas y no formaban ninguna melodía.
Coleman se tapó los oídos con ambas manos cuando la discordancia fue contestada por un súbito ruido procedente del cuarto de baño.
— ¿Lo ve? —gritó Wickes por encima de la enloquecedora cacofonía—. La bomba está en constante comunicación con sus creadores. Emplea las ondas radiofónicas que están inmovilizadas en este espacio muerto. Esa es la razón de que no obtengan recepción en esta zona. Una consecuencia natural del nexo de probabilidad que hay en el cuarto de baño es confinar toda la radiación al universo de donde procede la bomba.
—Sí, pero...
—Así que le proporcionamos impulsos radiofónicos aleatorios..., mi solo de fagot está compuesto a partir de una tabla de números aleatorios. No puede codificar una secuencia aleatoria. Por lo tanto, no puede comunicarse.
En este punto, la bomba lanzó un fuerte gruñido.
— ¡Ahora! —gritó Wickes con un brillo salvaje en los ojos. Echó a correr hacia el cuarto de baño, con un periódico enrollado ante él como una lanza.
La bomba seguía en la bañera, gimiendo débilmente. Coleman se detuvo junto a Wickes cuando éste desenrolló el periódico y empezó a leer.
—Un padre asesina a una familia de cinco miembros —recitó Wickes.
La temblorosa bomba lanzó un estridente chillido.
—Millares de personas mueren al hacer erupción un volcán —leyó.
— ¡Mentiras, mentiras, mentiras, mentiras!
—En la India, una plaga arrebata millones de vidas.
La bomba empezó a aullar, con una voz que aumentaba en estridencia por momentos.
— ¡Basta! ¡Cállese ya!
Wickes se volvió hacia la reluciente máquina que ocupaba el espacio donde estuviera una de las paredes del cuarto de baño.
—He dicho que se calle —repitió el hombrecillo calvo de la máquina.
—Es él, es él —gimió Coleman—. El hombre de quien le hablé cuando fui a su oficina.
—Interesante —dijo Wickes. Señaló hacia la parte inferior de la máquina, donde relucía un pequeño letrero metálico. El letrero rezaba: «Paranoicos anónimos. Tú también puedes destruir un universo.»
— ¡Hágalo callar! —chilló el hombrecillo, blandiendo algo que parecía un arma.
—Desenchufe la cinta magnetofónica —dijo Wickes a Coleman.
Coleman se dirigió hacia el salón.
— ¿Qué se propone? —inquirió el hombrecillo mientras bajaba de la máquina. Bajo sus espesas cejas, tenía la cara congestionada por el furor. Llevaba un par de pantalones cortos y una camiseta hechos de una tela metálica. Unas botas altas hasta media pantorrilla cubrían sus pies. Una especie de tirantes rodeaban su cintura y hombros, y de estos tirantes colgaban diversos aparatos desconocidos.
—Este es el mejor de todos los mundos posibles —dijo la bomba en un sollozo.
—Claro que lo es —dijo el hombre con tono conciliador—. ¡No permitas que nadie te diga lo contrario!
— ¿Hacemos una apuesta? —ofreció Wickes.
—Ja —repuso el hombre, pero pareció interesado.
— ¿Tiene miedo de perder su... ah... camisa? —inquirió Wickes.
—No le servirá de nada —dijo sombríamente el hombre—. Tengo que destruir un universo. El mejor. Este.
Una cajita que colgaba de los tirantes zumbó débilmente. El hombrecillo la descolgó, se la acercó a los labios y pronunció unas cuantas palabras i incomprensibles.
—Mire —dijo Wickes—, éste ha de ser el mejor de todos los universos posibles, ¿verdad?
—Lo es —repuso el hombrecillo con suficiencia—. Ellos lo planearon así
— ¿Ellos?
—Mis psicómetros. No tendría objeto destruir cualquier universo. Tiene que ser el mejor.
—-Debo decirle que es usted notablemente objetivo,
—-¿Por qué no? Es mi neurosis, ¿verdad?
—Quizá éste no sea el mejor de todos los mundos posibles.
— ¡Ridículo! —murmuró la bomba desde la bañera,
— ¿El mejor para quién? —inquirió Wickes—. ¿Según qué criterio? ¿El suyo?
—Naturalmente.
— ¿Quiere apostar?
El hombrecillo se humedeció los labios.
—Nadie me ha acusado nunca de ser un estafador.
—Si para usted es el mejor de los mundos posibles —dijo Wickes—, ganará.
—Cierto, cierto —dijo la bomba.
Coleman había vuelto a la habitación. Contemplaba al hombrecillo calvo con algo semejante al terror.
—Los dados, por favor —dijo Wickes a Coleman.
— ¿Qué se propone? —inquirió el hombrecillo.
—Demostrarle mi punto de vista.
El hombrecillo calvo sonrió irónicamente.
—Hay algo que debería saber.
—No importa.
—Después no diga que no he intentado advertirle.
—Démosle un poco de interés al asunto —dijo Wickes—. ¿Una apuesta colateral?
—Hecho. —El hombrecillo extrajo unas monedas del bolsillo.
—Su dinero no me sirve —observó Wickes.
—De todos modos, no puede ganar.
— ¿Qué le parece algo más tangible? —preguntó Wickes—. Uno de estos aparatos, por ejemplo. —Señaló hacia los tirantes.
—Hágalos rodar desde la pared —dijo el hombre, sacando uno de los instrumentos.
Wickes hincó una rodilla en tierra y tiró los dados. Salieron dos cuatros.
— ¡Hah! —exclamó Wickes.
Tiró tres veces más. A la cuarta tirada, salió un seis y un dos.
Media hora más tarde, Wickes había despojado al visitante hasta de los pantalones cortos.
El hombrecillo se puso airadamente en pie.
— ¡Ha trucado los dados!
—Demuéstrelo.
—Renuncio.
— ¡Cobarde! ¡Estafador!
—Esto es demasiado. ¡Tú! —gritó el hombrecillo a la bomba—. ¡Olvídate del martes! ¡Explota dentro de una hora!
Después saltó al interior de la máquina y desapareció de la vista.
—Ahora sí que la ha hecho buena —se lamentó Coleman.
—Hoy es el día más estupendo de todos —dijo la bomba.
—Hm-m-m —murmuró Wickes, inspeccionando todo el botín que tenía a sus pies. Finalmente seleccionó el comunicador con forma de caja que el hombrecillo había utilizado y lo examinó minuciosamente.
Coleman se dejó caer al suelo y empezó a tirar los dados abandonados con desesperación. Al cabo de un momento, los cogió y los inspeccionó atentamente.
— ¡Hey! —exclamó—. Estos dados no tienen unos, ni treses ni cincos
—Exacto —dijo Wickes.
—Entonces, ¿cómo se puede sacar sietes?
—No se puede.
—Pero esto no es honrado.
— ¿Por qué? El estaba tratando de hacerme trampas.
Mientras Coleman meditaba sobre la cuestión, Wickes empezó a hablar seriamente a través del comunicador. Al poco rato, pareció satisfecho.
—Muy bien —dijo—, ya es hora de que descansemos un poco. ¿Por qué no hace café?
—Ese artefacto explotará dentro de una hora —protestó Coleman—. ¡Haga alguna cosa!
—Paciencia, paciencia. Todo lo que podía hacerse ya se ha hecho.
Se dirigió hacia la sala de estar, con Coleman pisándole los talones.
—Por lo menos, llame a la patrulla de explosivos —dijo Coleman.
—No es necesario.
— ¡Maldito chiflado!
—No debe ser tan ofensivo —dijo Wickes—. Si se tomara la molestia de aplicar la lógica, vería que ciertas características de ese otro universo pueden ser...
—Paz, hijos míos —dijo una voz desde el cuarto de baño.
De pie en el umbral estaba la majestuosa figura de un hombre. Era alto y muy bello, con una ligera corona de cabello rubio. Tenía los ojos expresivos y etéreos.
—Bueno —dijo Wickes—, veo que no ha perdido el tiempo.
—Siempre estoy dispuesto a ayudar a un universo doliente —dijo el hombre, alzando los ojos hacia el cielo.
—Está en el cuarto de baño —dijo Wickes.
—Ya me he ocupado de ella —repuso el hombre—, mientras ustedes dos se peleaban como niños.
— ¡Como niños! —exclamó Coleman—. Si cree que...
—Paz, hermano —dijo el hombre—. Todos hemos de vivir en perfecta armonía.
Dio media vuelta y se encaminó hacia el. cuarto de baño.
—Espere —llamó Wickes y corrió tras él. Coleman le siguió torpemente, con los ojos abiertos corno platos. En el cuarto de baño, la bañera estaba completamente vacía.
—El amor todo lo puede —dijo el santón. Por vez primera, Wickes se fijó en la tenue aureola que brillaba sobre su cabeza.
El hombre se dispuso a subir a una máquina que había junto a la pared.
— ¡Lástima! —suspiró—. Otros mundos, otras necesidades. Trabajo, mucho trabajo.
Antes de que la máquina desapareciera de su vista, Wickes vio el reluciente letrero de metal que había sobre ella.
Decía: «Mesías, S. A. Tú también puedes salvar un universo.»
Más tarde, en el salón, Coleman se echó con agotamiento en el sofá mientras Wickes se apoyaba en la repisa de la chimenea y miraba soñadoramente al hogar apagado, chupando su pipa sin encender.
—Puedo entender cómo anuló la comunicación de la bomba —dijo Coleman—, pero ¿y los periódicos?
—Bueno —-explicó Wickes—, a nuestro amigo paranoico no le hubiera servido de nada destruir cualquier universo. No podía ser uno que estuviera mejor destruido, porque la terapia no habría tenido sentido. De ahí Dostoyevski y los periódicos. Tenía que demostrarle que lo mejor para este mundo era ser aniquilado. Este era el único medio de arrancar al paranoico de su lugar de observación en su mundo. Destruir la convicción de la bomba de que éste era el mejor universo, pero evitando que le transmitiera toda la historia a nuestro amigo el hombrecillo calvo.
— ¿Y la artimaña de los dados?
—Bueno, era evidente que dan gran importancia al juego. Además, estaba seguro de que el aparatito que utilizó le mantenía en contacto con su mundo. Yo sólo tenía que ganarle el comunicador. Todo lo demás se dio por añadidura.
— ¿Por lógica interna?
—Naturalmente.
—Como los venusianos en las lavadoras.
—Claro.
—Perdóneme por ser tan estúpido —dijo irónicamente Coleman.
—Lo único que pasa es que no está acostumbrado a pensar en estos términos —dijo Wickes—. Resulta evidente que si hay una organización que ayuda a los paranoicos autorizándoles a destruir un universo, debe haber una contraorganización para los desgraciados que quieren salvar un universo.
—¿Mesías, S. A.?
—Exactamente. La lógica interna de la situación lo requería. Yo sólo tuve que ponerme en contacto con ellos. El trabajo se hizo para regular... un universo que necesitaba salvación.
Coleman se puso en pie con esfuerzo.
—Creo que necesito una aspirina —dijo débilmente. Se dirigió con paso vacilante hacia el cuarto de baño.
El hombrecillo con la toga ribeteada de escarlata agitaba ferozmente una daga. Se detuvo al ver a Wickes y sonrió a modo de disculpa.
—Oh, caramba —dijo—. Usted no es Julio César, ¿verdad?
Se dirigió rápidamente hacia su máquina.
Antes de que desapareciera, Wickes logró descifrar el reluciente letrero que había sobre ella.
Decía: «Percepción Retrospectiva, Ilimitada. Tú también puedes cambiar un universo.»
Wickes unió las manos con embeleso.
—Muy hermoso —murmuró—. Verdaderamente hermoso.
En la bañera, Coleman se limitó a lloriquear.
Fin