AMORES Y AVENTURAS DE GOETHE
Publicado en
julio 21, 2013
Hombre de talento monumental y de múltiples intereses.
Por Ernest Hauser.
FUE, POR antonomasia, la figura literaria de Alemania. Tenía palabras para todas las situaciones humanas, para todas las emociones. Recordado primordialmente como poeta, novelista y dramaturgo, sobresalió también como uno de los últimos intelectos universales de la civilización occidental. La amplia gama de sus intereses y actividades fascina al hombre moderno, tan inserto en una era de especialización.
Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) vivió la mitad de un siglo y parte de otro, y merced al poderío de su genio dominó considerables porciones de ambos. Pensador, estudioso y creador, adquirió estatura de leyenda mucho antes de su muerte. La edición regular de sus obras abarca 143 volúmenes. Sin embargo, consideraba que la vida misma era su tarea principal y su deber "elevar a su mayor altura el vértice de la existencia".
El padre de Goethe era un caballero ocioso que había heredado riquezas del suyo, un posadero; la madre era hija del alcalde de Francfort. La espaciosa casa de esa ciudad, donde Johann Wolfgang nació y pasó su juventud, abunda en vestigios de sus intereses y talento: la biblioteca de autores clásicos, la galería de cuadros de su padre (allí están todavía los paisajes de Italia que sembraron en él el deseo de "conocer la tierra donde florecen los limoneros, donde refulgen las naranjas doradas en el oscuro follaje"), el teatro de títeres en el cuarto de juego de los niños. Un hombre recordaría años después el afán con que un muchacho montó allí obras espeluznantes con "mares procelosos y dioses que descendían en nubes y, lo mejor de todo, relámpagos y truenos".
Durante sus años de estudiante en Leipzig y Estrasburgo brotó en él el genio que le caracterizaría. A más de leyes, estudió pintura, dibujo y grabado. A juzgar por los cuadros que se conservan, poseía talento como retratista y paisajista. También escribía poemas y ensayos, retozaba con sus compañeros y era admirado por su simpatía y su intelecto.
Apenas dejado el nido paterno emprendió Goethe su carrera de amante, a la que debemos gran parte de su mejor poesía. Cuando sólo contaba 21 años, el educando de Estrasburgo y un amigo salieron a caballo para Sesenheim, aldea cercana al Rin. La hija del pastor del lugar resultó ser rubia y de ojos azules. Vivieron entonces un mes idílico de caminatas a la luz de la Luna, de paseos solitarios por el campo... Aquella aventura estableció una pauta que habría de repetirse una y otra vez: enfrentado a la realidad de un compromiso, Goethe abandonaba sin más ni más a la muchacha. Posteriormente inmortalizaría a la de marras en la ingenua Margarita, de Fausto.
Aquel idilio efímero inspiró sus primeros poemas de amor. Ajeno por completo del estilo artificial de los anteriores versificadores germanos, dejó que su pasión se tradujera en palabras que vibran a la vez de júbilo y de dolor. "Qué embeleso ser amado y, ¡dioses!, amar, qué fortuna", proclama en Bienvenida y adiós. Su numen jamás se agotó ("No los leáis", decía. "¡Cantadlos!"); y varios músicos de la talla de Schubert, Mozart y Mendelssohn tomaron de sus poemas la letra para centenares de sus canciones.
La siguiente peripecia sentimental de Goethe ocurrió en Wetzlar, al norte de Francfort, adonde había ido en un intento no muy entusiasta de practicar su abogacía. En ese lugar se enamoró de Charlotte Buff, aunque esta ya estaba comprometida.
Marchó de Wetzlar después de dos penosos meses, pero no podía olvidar. La experiencia le inspiró una de sus obras más perdurables, cuyo héroe, Werther, desespera de amor y se quita la vida de un tiro. Aquel disparo resonaría en todo el orbe.
Goethe llevaba en su haber no más que 25 abriles cuando publicó Las penas del joven Werther, y si bien es cierto que se había granjeado ya cierta reputación con un drama histórico, Werther le valió fama mundial. Escrito en lenguaje poético, el libro sumió a muchos de sus lectores en arrebatos de romanticismo. Entre los galanes jóvenes de la época cundió la moda de la chaqueta azul, chaleco amarillo y pantalones de montar, justamente el atuendo de Werther y el de Johann Wolfgang. No faltaron tampoco amantes desdichados que se suicidaron en trágicas emulaciones del pobre Werther. Traducida a muchos idiomas, la novela dio que hablar en toda Europa.
Pero en aquellos tiempos la literatura ofrecía magras recompensas monetarias. De manera que cuando el duque de Sajonia-Weimar le prometió su mecenazgo, Goethe aceptó y estableció residencia en Weimar, la soñolienta capital del ducado. La amistad de los dos jóvenes duraría hasta la muerte del duque, acaecida 53 años después.
Como miembro del Consejo Ducal, Goethe reformó el sistema de impuestos, erradicó la corrupción, redujo el personal del ejército e impulsó la explotación de tierras abandonadas. Con el andar del tiempo, y por recomendación del duque, el emperador germano lo ennobleció y autorizó para llamarse Von Goethe.
Volvió a enamorarse —o quizá fue esta una profunda amistad— de la esposa del escudero del duque, Charlotte von Stein, quien pulió al inexperto león de acuerdo con los refinamientos de la sociedad.
La bucólica Weimar despertó en Johann el interés por la naturaleza y sus misterios hasta el grado de poner en juego su mente curiosa y creativa en cuanto veía: estudió la trayectoria de las tormentas, recogía fragmentos de piedras y cristales, etcétera.
Un día, de cacería con el duque, se detuvo a charlar con algunos lugareños que andaban recogiendo hierbas medicinales, y uno de ellos le mostró una genciana compleja y bellísima. A partir de entonces y por el resto de su vida se dedicó a estudiar todo lo relacionado con la botánica. Coleccionó plantas, aprendió de memoria sus nombres latinos, las estudió con el microscopio e hizo de su jardín un muestrario de horticultura. Llegó a preguntarse si existía una planta primitiva que guardara el secreto de la vegetación. La idea obedecía a un enfoque casi místico de lo que definía como "dios-naturaleza".
Goethe tomó siempre en serio sus incursiones en el campo científico. Su Teoría de los colores fue durante un tiempo su creatura predilecta. "Han vivido antes de mí poetas más excelentes, y detrás de mí vendrán otros", decía. "Me enorgullezco algo, sí, de ser en mi siglo el único que conoce la verdad en la difícil ciencia del color". La maciza obra de tres volúmenes le acarreó críticas; lejos de desanimarse, continuó sus experimentos con prismas, espejos y velas hasta el fin de sus días. Muchos de sus hallazgos acerca de la reacción del ojo al color no han perdido validez.
El encanto de estos escritos científicos radica en que proceden de su pluma. El poeta siempre estuvo detrás del hombre de ciencia, vigilándolo. El análisis al microscopio del humilde percebe podía inducirlo a hablar de "sacras criaturas cuyas formas curiosas simbolizan a la naturaleza", y defendía que un pensador debía "explorar todo lo explorable y venerar calladamente lo inexplorable".
A los once años de vivir en Weimar se le rebeló el artista que llevaba en el alma. Quiso alejarse de los oficios sedentarios y de las trivialidades de la pequeña corte. Sin despedirse de nadie partió a la soleada Italia, la tierra de sus añoranzas, donde escribió, dibujó y, por supuesto, se enamoró de una morena beldad romana.
El fugitivo regresó al cabo de dos años, pero exigiendo que, sin perder su rango y estipendio ministerial, se le relevara de las tareas rutinarias para poder así dar rienda suelta a su creatividad.
Cuando fue por primera vez a Weimar llevaba ya algunos apuntes para su Fausto, cuyo protagonista, un mago del siglo XVI, lo había sido antes de una tragedia del dramaturgo inglés Christopher Marlowe. Johann (trabajó en el tema 60 años) publicó la primera parte en 1808 y la segunda en 1831, poco antes de morir. Hoy su renombre va más de la mano con esta obra que con cualquiera otra.
El drama —a cambio de su alma inmortal, un anciano erudito pacta con el demonio el acceso a todo cuanto es digno de conocer en la vida— es reconocido como lo más representativo de la literatura nacional y de la poesía de Goethe. Al igual que la vida, tiene pasajes indefinidos y su significado no siempre queda claro. "Me preguntan de qué trata Fausto, ¡como si yo lo supiera!" protestaba el autor.
En el ínterin Weimar se había encumbrado como la capital germana de las letras. Por instancias de Goethe, el duque había llevado a su corte a preeminentes eruditos, artistas y escritores, entre ellos el gran Federico von Schiller. El mismo asumió la dirección del teatro ducal donde produjo, junto con sus propias obras, las grandes tragedias de Schiller y los Singspiele de Mozart. El reparto, los ensayos, la escenografía —hasta interpretó el personaje principal de uno de sus propios dramas— lo hacían sentirse en su elemento, aunque también sabía perder los estribos cuando algo fallaba. "¡Nada de risas!" exclamó en una ocasión desde el palco cuando el público comenzó a burlarse de una obra poco feliz.
A los 57 años contrajo matrimonio con Christiane Vulpius, una criatura despreocupada con la que había vivido ya 18 gratos, aunque no siempre fieles, años. Tuvieron un hijo, August, quien al igual que su madre murió antes que Goethe.
Recluido en la imponente mansión que le había regalado el duque, transcurrió su vejez en medio de sus pinturas y grabados, sus especímenes botánicos y zoológicos, sus rocas, monedas raras y libros. Los personajes prominentes del siglo —Beethoven, Napoleón, Heine— lo visitaron para dar testimonio de su admiración.
Era delgado cuando conquistó la fama, gordo con el correr de los años y de nuevo flaco en la ancianidad. Su porte noble compensaba lo corto de sus piernas y lo hacía parecer más alto de lo que en realidad era. Tenía frente ancha, nariz delgada, boca ancha y bien formada y ojos castaños grandes y luminosos. Era un hombre de vitalidad vibrante, conversación ingeniosa y un talante señorial que encajaba perfectamente con su estatura olímpica de la madurez.
Trabajó hasta el fin envuelto en una bata de franela blanca y armado con una pluma de ganso.
Cabe preguntar cómo logró dedicar su intelecto a tantos intereses. Goethe mismo señaló en una oportunidad que algunas personas, por calzar botas mentales de siete leguas, salvan de dos pasos la distancia que los mortales ordinarios recorren en un día. Y es que, además de su indiscutible poder de concentración, supo dosificar sabiamente su energía. Evitó el bullicio de las grandes ciudades y se fue a echar raíces en el suelo hogareño de Weimar, donde las cosas tenían escala humana; en aquel clima templado su genio maduró y fructificó.
Poco antes de su último cumpleaños llevó a sus dos nietos a la cima de una colina donde 51 años antes había pasado la noche, y les mostró un breve poema que había escrito en la pared de una cabaña:
Sobre las colinas, quietud; en las arboledas,
apenas un hálito;
mudos los pájaros del bosque.
Aguarda, pronto descansarás
también tú.
Expiró a regañadientes en una silla de su austero dormitorio. Su nuera viuda, Ottilie, estaba a su lado. Era el 22 de marzo y momentos antes había comentado que apenas entraba la primavera. Cuentan que sus últimas palabras fueron: "¡Más luz!"