Publicado en
junio 30, 2013
Drama de la vida real.
Presa del pánico, pasó tres días bajo un montón de escombros. ¿Sería esa su tumba?.
Por Larry Wood.
DURANTE 70 años el Hotel Connor había sido uno de los más destacados del centro de Joplin, en el estado norteamericano de Misuri. Ahora se disponían a derribarlo; solamente les faltaba retirar el último equipo, recortar varias muescas en las vigasde acero y colocar los cartuchos de dinamita.
Alrededor de las 9 de la mañana del sábado 11 de noviembre de 1978, Al Summers, fornido obrero de 31 años de edad, estaba trabajando en el sótano del edificio cuando de pronto oyó un estruendo y vio que el techo se movía y se combaba. Una avalancha de cemento, acero, ladrillos y yeso cayó en torno suyo.
Todo sucedió en un santiamén; luego sobrevino el silencio y la oscuridad. Se ha derrumbado la planta baja, pensó, y no tardará en desplomarse el resto del hotel. Tengo que salir de aquí. Se libró de los escombros que lo retenían, pero estaba atrapado en una cavidad triangular de menos de un metro de altura formada por el piso y dos planchas de hormigón.
Sintió entonces dolor en el costado derecho. Arañó el cemento tratando de hacer un hoyo y comenzó a gritar:
—¡Socorro! ¿Puede alguien oírme? ¡Ayúdenme!
AFUERA no quedaban más que ruinas de aquel hotel de nueve pisos. El edificio se había venido abajo como una casa de naipes.
En menos de una hora se distribuyó el equipo de salvamento y empezaron a llegar cargadoras, grúas, excavadoras y camiones de diversas construcciones cercanas.
AL DESPERTÓ de un breve sueño. El polvo se había asentado; ya podía respirar mejor. Mas cuando quiso cambiar de posición, no logró mover la pierna. ¡Casi no la siento!, chilló en su interior. Le ardía todo el lado izquierdo.
Oyó en eso el ruido de una excavadora. "¡Eh, allá arriba! ¡Socorro!" gritó sin obtener respuesta.
Inútilmente también golpeó la viga con un tubo.
PAT, SU mujer, se enteró por una vecina. El corazón le dio un vuelco, pues Al le había dicho que quizá trabajaría allí ese día.
Corrió al centro de la ciudad y vio los restos del edificio. No constaba que faltara algún trabajador, pero la asustó la sola idea de que su marido hubiera quedado debajo de aquello.
EN AQUEL encierro, Summers se horrorizó al cesar el ruido de la maquinaria. ¿Por qué se detienen? Seguramente piensan que he muerto, o tal vez ni saben que estoy aquí, se dijo.
HABÍAN parado las máquinas por ver si con un equipo ultrasensible lograban captar alguna señal de las víctimas. Todo en balde. Luego golpearon las vigas y les fijaron sensores; incluso colgaron micrófonos en los vacíos. Nada.
¡Qué bien!, pensó Al cuando oyó nuevamente los motores. Trabajan lento para que no se caiga el resto del edificio. Con todo, cualquiera de esas excavadoras me puede aplastar.
A LAS 9 de la noche el equipo de rescate llegó a la conclusión de que Summers se encontraba bajo los escombros. Pat cruzó la calle y entró a la estación de autobuses, donde esperaban su hijo, Tommy, y otros miembros de la familia.
EN LA mañana del domingo Harold Snyder, jefe del equipo de salvamento, informó a sus ayudantes:
—Aquí hay un conducto subterráneo de gas y la maquinaria ha estado pasando sobre él. Como se perfore, volará el barrio. Aparten lo que queda de los seis pisos superiores, porque los hombres que buscamos estaban seguramente trabajando en el sótano y en la planta baja. Y cuando lleguen a los últimos, vayan con tiento.
A medida que la labor progresaba se supo que las personas faltantes eran Al Summers, Thomas Edward Oakes y Frederick Coe. Al día siguiente uno de sus supervisores comentó, incrédulo:
—¿Cómo va a estar alguien vivo ahí abajo?
En ese momento dos palomas salieron revoloteando de entre las ruinas. Probablemente dormían cuando ocurrió la desgracia. Snyder sintió esperanza. Si las palomas sobrevivieron, ¿por qué no un hombre?
Esa tarde los trabajadores descubrieron en diferentes partes bolsas de aire suficientes como para mantener viva a una persona. Las esperanzas aumentaron.
SUMMERS había perdido la noción del tiempo. Tenía la pierna derecha entumecida y le ardía tremendamente el lado izquierdo del tórax. El dolor le hizo olvidar el hambre, pero no la sed. Tenía la lengua y la boca hinchadas, los labios resecos y partidos.
En su extrema debilidad no distinguía la vigilia del sueño. Despertaba creyéndose en su cama o que una excavadora lo aplastaba.
¿Me estoy volviendo loco? ¿Será que me muero sin darme cuenta?
EL LUNES, removida la mayor parte de los pisos superiores, los obreros pusieron en su trabajo especial cuidado.
—Si no los encontramos ahora, llegaremos demasiado tarde —comentó un capataz.
—Lo sé —repuso Snyder.
De hecho, todos lo sabían.
¿Será mi tumba este agujero? Muy en contra de su voluntad, Summers pensaba cada vez más en la muerte.
En su imaginación oía a Pat y a Tommy; casi los veía. No sabrían si vivía o había muerto. Dios mío, no quiero morir. Ayúdame a salir de aquí y déjame ver a mi familia otra vez.
EN LA mañana del martes encontraron bolsas de aire y en cada una gritaron, buscando en vano indicios de vida. Al mediodía levantaron una enorme plancha de hormigón.
—¿Hay alguien allí? —preguntó Snyder.
—Sí —le llegó una voz débil.
Ordenó a las máquinas que pararan.
—¿Quién es usted?
—Al ... Summers.
—¿Está bien?
—Más o menos.
—¡Yo ayudaré a sacarlo! —se ofreció Mike Mckee.
La abertura estaba justo encima de Al. Bajaron los dos con precaución y retiraron medio metro de residuos que cubrían la plancha de cemento. Snyder metió la mano por un agujero. Esforzándose mucho, Summers extendió el brazo y sus dedos se tocaron. Eran las. 2:30 de la tarde, tres días después del accidente.
—Al, soy yo, Mike.
—Nunca pensé que tu voz me sonaría tan bien.
—¿Cuánto tiempo crees que has estado aquí?
—Un día y medio, más o menos.
—Y, ¿si te dijera que fueron tres y medio?
—Ha sido un sábado largo —murmuró.
MÁS TARDE un hombre entró corriendo a la estación de autobuses.
—¡Encontraron‘a Summers! `¡Está vivo!
El salón se llenó de alegría.
—¡Lo sabía! ¡Sabía que no podía haber muerto! —gritaba una y otra vez Tommy.
El proceso de liberación era lento. A las 7:30 de la noche, 82 horas y media después del derrumbe sacaron a Al de su bóveda. Pat lloraba desde un automóvil.
Dos días más tarde encontraron los cadáveres de Oakes y Cae, al parecer muertos instantáneamente.
En el hospital lo examinaron y el diagnóstico resultó ser positivo pese a estar deshidratado y tener fracturadas tres costillas y la pelvis.
En menos de cuatro días regresó Al a su familia y sus amigos. Hoy el recuerdo de esas horas ha estrechado el vínculo familiar.
"La proximidad de la muerte nos acerca a la vida y a nuestros seres queridos", asegura.