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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    RELOJES:
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    ESTILOS:
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    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
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    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
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    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
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  • Ancho igual a 1176
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  • Ancho igual a 1366
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  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


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    PATRULLAS SELENITAS (Ray Cummings)

    Publicado en junio 23, 2013

    Capítulo I


    Nuestra nave, el vehículo espacial Planetara, cuyo puerto de origen era el Gran Nueva York, traía y llevaba correo y pasajeros de Venus a Marte. Debido a necesidades astronómicas, nuestros vuelos eran irregulares. En la primavera del año 2070, con ambos planetas próximos a la Tierra, íbamos a hacer dos viajes completos de ida y vuelta. Era un atardecer de mayo y acabábamos de llegar al Gran Nueva York, procedentes de Grebhar, Estado Independiente de Venus, y con sólo cinco horas de estancia aquí en puerto, partiríamos aquella misma noche a las cero horas para Ferrok-Shahn, capital de la Unión Marciana.

    No hicimos más que llegar a la pista de aterrizaje que me encontré con un mensaje urgente en clave convocándonos a Dan Dean y a mí en la Sección de Policía de las Oficinas Centrales. Dan «Snap» Dean era uno de mis más íntimos amigos. Era el operador de radio-electrón del Planetara. Un muchacho pelirrojo, pequeño y delgado, de risa pronta y fácil y con un tipo de ingenio que hacía que agradara a todo el mundo.

    La cita en la oficina del coronel de Policía, Halsey, nos sorprendió. Dean me echó un vistazo.

    —Tú no abriste ninguna cámara con tesoros, ¿no es verdad, Gregg?
    —También te buscan a ti —repliqué.

    Se echó a reír.

    —Bueno, puede gritarme como un guardagujas de tráfico y sin embargo mi vida privada seguirá perteneciéndome.

    No se nos ocurría nada por lo que pudiera llamársenos. Había ya semioscurecido cuando abandonamos el Planetara en dirección a la oficina de Halsey. No fue un trayecto largo. Fuimos en el monoriel superior, bajándonos en la ciudad subterránea en Park Circle 30.

    Nunca habíamos estado antes en la oficina de Halsey y nos encontramos que era un lugar lóbrego de forma abovedada en uno de los pasillos más profundos. La puerta se alzó.

    —Gregg Haljan y Daniel Dean.
    —Entren —dijo el guarda apartándose a un lado.

    Debo confesar que mi corazón latía aceleradamente cuando entramos. La puerta se cerró bajándose detrás de nosotros. Era un pequeño departamento iluminado con luz azul... una habitación revestida de acero como una cámara acorazada.

    El coronel Halsey estaba sentado junto a su escritorio y también estaba allí el enorme, corpulento y de tez rojiza capitán Carter (nuestro comandante en el Planetara). Aquello nos sorprendió: no le habíamos visto abandonar la nave.

    Halsey nos sonrió con gravedad. El capitán Carter nos habló con calma siniestra:

    —Sentaros, muchachos.

    Nos sentamos. Había una alarmante solemnidad en esto. Si hubiera sido culpable de cualquier cosa imaginable, me habrían atemorizado. Sin embargo, las palabras de Halsey me tranquilizaron.

    —Se trata de la Expedición a la Luna de Grantline. A pesar de nuestro secreto la noticia se ha divulgado. Deseamos saber cómo. ¿Pueden decírnoslo?

    El enorme volumen del capitán Carter (tenía aproximadamente mi estatura) se elevó sobre nosotros, que estábamos sentados delante de la mesa de Halsey:

    —Si vosotros, muchachos, lo habéis dicho a alguien, alguna cosa, dijisteis inadvertidamente la más ligera indicación sobre ello...

    Snap sonrió con alivio; pero inmediatamente volvió a ponerse solemne:

    —Yo no dije nada. ¡Ni una palabra!
    —¡Tampoco yo! —declaré.

    ¡La Expedición a la Luna de Grantline! No se nos había ocurrido pensar en aquello como en una razón para esta llamada. Johnny Grantline era uno de nuestros íntimos amigos. Había organizado una expedición de exploración a la Luna. Deshabitada, con su superficie inhóspita, inaccesible, sin aire y sin agua, la Luna (aun cuando estuviera tan cerca de la Tierra) era visitada muy raramente. Ninguna nave regular se detenía jamás allí, y en los últimos años habían fracasado algunos grupos de exploradores.

    Pero existían rumores persistentes de que sobre la Luna había ricos minerales de un valor fabuloso esperando ser descubiertos, lo cual ya había ocasionado algunas complicaciones interplanetarias. Los agresivos marcianos no habrían tenido mayor placer que el explorar la Luna, pero los Estados Unidos del Mundo, que habían llegado a ser una realidad en el año 2067, les advirtieron muy seriamente en contra. La Luna era un territorio de la Tierra, proclamamos, y la protegeríamos como tal.

    Sin embargo, se llegó a la comprensión por nuestro Gobierno de que, cualesquiera que pudieran ser las riquezas de la Luna, deberían ser denunciadas inmediatamente y guardadas por alguna compañía de buena reputación de la Tierra. Y cuando lo solicitó Johnny Grantline, con la riqueza de su padre y con su propio expediente de logros científicos, el Gobierno se alegró de concedérselo.

    La expedición de Grantline había partido hacía seis meses. El Gobierno de Marte había accedido a nuestro ultimátum, sin embargo se sabía que habían sido financiados bandoleros en secreto con desconocimiento del Gobierno, y por esta causa nuestra expedición fue mantenida en secreto.

    Que mis palabras no ofendan a ningún marciano que se encuentre con ellas. Me refiero a la historia de nuestra Tierra solamente. La expedición de Grantline estaba ahora en la Luna. No se había soltado una palabra. Uno no puede mandar un helios, aunque sea en clave, sin que todo el universo se entere de que había exploradores en la Luna. Y por qué estaban allí podría imaginárselo cualquiera fácilmente.

    ¡Y ahora el coronel Halsey nos estaba diciendo que la noticia era conocida! El capitán Carter nos escudriñaba de cerca; sus ojos, que relampagueaban bajo las peludas cejas blancas, le arrancarían un secreto a cualquiera.

    —¿Están seguros? Una chica de Venus, tal vez, ¡con su maldita atracción seductora! ¿Una palabra suelta, estando vosotros, muchachos, aturdidos por el alcolite?

    Le aseguramos que habíamos sido cuidadosos. ¡Cielos!, yo sabía que lo había sido. Ni un cuchicheo, incluso con Snap, sobre el nombre de Grantline durante seis meses o más.

    —¿Estamos aislados aquí, Halsey? —preguntó bruscamente el capitán Carter.
    —Sí. Puedes hablar tan libremente como gustes. Un rayo de escucha oculto nunca podría alcanzarnos.

    Nos hicieron preguntas. Finalmente quedaron satisfechos de que, aunque el secreto se había propalado, no fuese por nuestra culpa. Mientras les oía hablar de esto se me ocurrió preguntarme por qué se preocupaba Carter. Yo no estaba enterado de que él conociese la aventura de Grantline. Ahora comprendía las razones por las que el Planetara, en cada uno de sus últimos viajes, había maniobrado de forma de pasar muy cerca de la Luna. Había sido acordado con Grantline que si él necesitaba ayuda o tenía algún mensaje importante, se pondría en contacto local con nuestra nave a su paso. Y esto lo sabía Snap, y nunca lo había mencionado, ni incluso a mí.

    —Bien —estaba diciendo Halsey—, aparentemente no podemos culparles, pero el secreto se ha descubierto.

    Snap y yo nos miramos el uno al otro. ¿Qué podrían hacer? ¿Qué se atreverían a hacer?

    El capitán Carter nos dijo bruscamente:

    —Mirad, muchachos. Ahora tengo la posibilidad de hablaros claramente. Fuera, en cualquier parte fuera de estas paredes, puede estar centrado un rayo oculto de escucha. ¿Lo sabían? Uno no puede nunca ni incluso atreverse a susurrar desde que ese maldito rayo fue inventado.

    Snap abrió la boca como si fuera a decir algo pero se volvió atrás. Mi corazón me martilleaba. El capitán Carter prosiguió:

    —Sé que puedo confiar en vosotros dos más que en ninguno otro a mis órdenes en el Planetara.
    —¿Qué quiere decir con eso? —pregunté—. ¿Qué...?
    —Justamente lo que he dicho —me interrumpió.
    —Lo que quiere decir, Haljan —aclaró Halsey sonriendo torvamente—, es que las cosas no siempre son lo que parecen ser estos días. El Planetara es un vehículo público. Ustedes llevan... ¿cuántos, son Carter?... ¿treinta o cuarenta pasajeros en el viaje de esta noche?
    —Treinta y ocho —dijo Carter.
    —Hay treinta y ocho personas apuntadas para el vuelo de esta noche a Ferrok-Shahn —repitió Halsey lentamente—. Y algunos pudieran no ser lo que parecen —levantó una delgada mano oscura—. Tenemos información... —hizo una pausa—. Confieso que no sabemos casi nada... apenas algo más que lo necesario para alarmarnos.
    —Deseo que usted y Dean permanezcan alerta —interrumpió el capitán Carter—. Una vez que estemos en el Planetara nos será difícil hablar con libertad, pero estad atentos. Dispondré las cosas para que estemos doblemente armados.

    ¡Palabras largas y perturbadoras! Halsey continuó:

    —Me dicen que George Prince está inscrito para el viaje. Le sugiero, Haljan, que le tenga bajo una observación especial. Sus obligaciones a bordo del Planetara le dejan relativamente libre, ¿no es verdad?
    —Sí —asentí. Con el primer y segundo oficial de servicio, y con el capitán a bordo, mi rutina era sobre poco más o menos la de un alumno no graduado.
    —¿George Prince? —pregunté—. ¿Quién es?
    —Un ingeniero mecánico —dijo Halsey—. Un funcionario subalterno de la Earth Federated Catalyst Corporation. Pero se unió a malas compañías... concretamente marcianos.

    Nunca había oído hablar de este George Prince, aunque, naturalmente, conocía de sobra la Federated Catalyst Corporation. Un trust paraestatal que controlaba virtualmente el total suministro a la Tierra de radiactum, el mineral catalizador que estaba revolucionando la industria.

    —Estaba en el Departamento de Automoción —señaló Carter—. ¿Han oído hablar de la Federated Radiactum Motor?

    Desde luego que sí. Era un descubrimiento e invento reciente de la Tierra, que utilizaba el radiactum como su combustible.

    —¿Qué estrellas tiene que ver esto con Johnny Grantline? —preguntó Snap.
    —Mucho —repuso Halsey suavemente—, o tal vez nada. Pero hace años George Prince se vio comprometido en algunas transacciones más bien poco éticas. Desde entonces lo hemos tenido bajo custodia. Se sabe que está en relaciones amistosas poco comunes con varios marcianos de mala reputación en el Gran Nueva York.
    —¿Y qué?
    —Lo que ustedes no saben —explicó Halsey—, es que Grantline esperaba encontrar radiactum en la Luna.

    Abrimos la boca con asombro.

    —Exactamente —dijo Halsey—. La malograda expedición de Ballon creyó que lo habían encontrado en la Luna, poco después de que se hubiera descubierto su valor. Un nuevo tipo de mineral... un filón de eso está allí en alguna parte, sin duda alguna.
    —¿Comprenden ustedes ahora por qué sospechamos de este George Prince? Tiene un expediente criminal. Tiene un conocimiento total sobre los minerales radiactivos. Está asociado con marcianos de mala reputación. Una importante compañía marciana ha puesto a punto recientemente una máquina de radiactum para competir con nuestro motor en la Tierra. Existe muy poco radiactum disponible en Marte, y nuestro Gobierno no permitirá que nuestros propios suministros sean exportados. ¿Qué cree usted que esa compañía de Marte pagaría por unas pocas toneladas de radiactum altamente radiactivo tal como Grantline podría haber descubierto en la Luna?
    —Pero —objeté— ésa es una compañía marciana de buena fama. Está respaldada por el Gobierno de la Unión Marciana. El Gobierno de Marte no se atrevería...
    —¡Naturalmente que no! —exclamó sardónicamente el capitán Carter—. ¡No abiertamente! Pero si las patrullas marcianas tienen un suministro de radiactum el que no me imagine de dónde venga no importa mucho. La compañía marciana lo compraría. ¡Y eso lo sabe usted tan bien como yo!

    Halsey añadió:

    —Y George Prince, según me informaron mis agentes, parece que sabe que Grantline está en la Luna. Sumad uno y uno, muchachos. Las pequeñas chispas indican la corriente oculta.
    —¡Más que eso! George Prince sabe que hemos llegado a un acuerdo para que el Planetara se detenga en la Luna y traiga el mineral de Grantline... Éste es su último viaje este año, y estoy convencido que esta vez tendrá noticias de Grantline. Probablemente les hará la señal cuando pasen junto a la Luna en su viaje de ida y a la vuelta se detendrán en la Luna y transportarán todo el mineral de radiactum que Grantline tenga preparado. El vehículo de Grantline es demasiado pequeño para el transporte de mineral.

    La voz de Halsey se volvió amargamente sarcástica:

    —¿No les parece raro que George Prince y algunos de sus amigos marcianos dé la casualidad que estén inscritos como pasajeros para este viaje?

    En el silencio que siguió, Snap y yo nos miramos el uno al otro. Halsey añadió bruscamente:

    —Tenemos la ficha de George Prince de aquella vez que le arrestamos hace cuatro años. Se la mostraré a ustedes.

    Abrió bruscamente su gabinete y dijo a su ayudante que esperaba:

    —Proyecte la figura de George Prince.

    Casi inmediatamente, la imagen resplandeció sobre la pantalla delante de nosotros. Permanecía sonriendo amargamente ante nosotros mientras repetía la fórmula oficial:

    «Mi nombre es George Prince. Nací en el Gran Nueva York, hace veinticinco años.»

    Observé la imagen televisada de George Prince. Se erguía sombrío en el negro uniforme de detenido, siluetado claramente contra el telón de fondo de contraste de un vivo escarlata. Un individuo moreno, casi afeminadamente hermoso, bastante por debajo de la estatura media... el listón de tallar indicaba cinco pies cuatro pulgadas. Fino y delgado. Pelo negro largo y ondulado, cayéndole en torno a las orejas. Un rostro pálido, bien afeitado y realmente hermoso, casi sin barba. Lo miré de cerca. Una cara que hubiera sido hermosa sin el toque de masculinidad de sus pesadas cejas negras y su barbilla firmemente dibujada. Su voz, cuando habló, era grave y suave, pero al final, al terminar con las palabras: «¡Soy inocente!», hizo ostentación de fuerte masculinidad. Sus ojos estaban sombreados de largas pestañas de mujer, por casualidad se encontraron con los míos. «Soy inocente.» Sus curvados labios sensuales se distendieron en torva expresión de burla ...

    Halsey oprimió un botón. Se volvió a Snap y a mí mientras su ayudante corría el telón, ocultando la negra pantalla.

    —Bien, ése es. No tenemos nada tangible contra él, pero diré esto: Es un individuo inteligente, uno de los que se debe de temer. No lo pregonaré desde los altavoces de un estadium, pero si está tramando algún complot, ha sido demasiado inteligente para mis agentes.

    Hablamos durante otra media hora, y luego el capitán Carter nos despidió. Dejamos la oficina de Halsey con las palabras finales de Carter resonándonos en los oídos: «Pase lo que pase, muchachos, recordad que confío en vosotros...»


    Snap y yo decidimos ir paseando parte del camino de vuelta a la nave. Era escasamente más de media milla a través de este pasadizo subterráneo hasta donde podríamos coger el ascensor vertical directo a las pistas de aterrizaje.

    Echamos a andar por el nivel más bajo. Una vez fuera del aislamiento de la oficina de Halsey no osábamos hablar de este asunto. No sólo oídos eléctricos, sino cualquier otro posible instrumento de espionaje podía estar enfocado sobre nosotros. El pasillo iba a doscientos pies o más por debajo del nivel del suelo. A esta hora de la noche la sección comercial estaba comparativamente desierta. Los almacenes y las arcadas de las oficinas todas estaban cerradas.

    El ruido de nuestras pisadas retumbaba sobre el piso de metal mientras nos apresurábamos por él. Me sentía deprimido y oprimido. Como si tuviera sobre mí unos ojos espiándome. Durante algún tiempo caminamos en silencio, cada uno ocupado con el recuerdo de lo que había ocurrido en la oficina de Halsey.

    —¿Qué es eso? —preguntó de pronto Snap agarrándome.
    —¿Dónde? —musité.

    Nos detuvimos en una esquina. Aquí había un portal. Snap me empujó dentro. Pude notar cómo temblaba de excitación.

    —¿Qué es? —pregunté con un susurro.
    —Nos están siguiendo. ¿Oyes algo?
    —¡No!

    Sin embargo pensé que ahora podía oír algo. Ruido de vagas pisadas. Un roce. Un microscópico ruido como si algún aparato estuviera dentro de nuestro alcance.

    Snap estaba revolviendo en su bolsillo.

    —Espera! Tengo un par de detectores de baja frecuencia.

    Puso las pequeñas pantallas contra sus oídos. Pude oír una aguda inhalación de aire. Luego me cogió, tirándome sobre el suelo de metal del portal.

    —¡Atrás, Gregg! ¡Atrás!

    Apenas podía oír sus murmullos. Nos agazapamos tan adentro del portal como pudimos. Yo estaba armado. Mi permiso oficial para llevar el lapicero de rayos térmicos me permitía llevarlo siempre conmigo. Lo saqué ahora, pero no había nada a que disparar. Sentí cómo Snap me pegaba los auriculares a mis oídos. ¡Y ahora oí algo! Una intensificación de las tenues pisadas que había creído oír antes.

    ¡Había algo que nos seguía! El corredor estaba en penumbra, pero claramente visible, y tan lejos como pude ver estaba vacío. Pero había alguna cosa aquí. ¡Algo invisible! Ahora podía oír cómo se movía. Arrastrándose hacia nosotros. Quité los auriculares de mis oídos.

    —¿Tienes un teléfono local? —murmuró Snap.
    —Sí. Estableceré el contacto para que nos den la luz de la calle.

    Oprimí la señal de peligro, dando nuestra situación al operador. En un segundo tuvimos luz. La calle y todos sus alrededores estalló en un brillante resplandor actínico. ¡La cosa amenazadora se nos reveló! Una figura con una negra capa agazapada a unos treinta pies de distancia en el corredor.

    Snap no estaba armado, pero sacó las manos amenazadoramente. La figura, que pudiera no estar al corriente de las medidas de seguridad de nuestra ciudad, fue cogida totalmente por sorpresa. Una figura humana, de siete pies de alto por lo menos y, por lo tanto, juzgué que sería un marciano.

    La capa negra le cubría la cabeza. Dio un paso hacia nosotros, dudó, y se volvió confuso.

    La aguda voz de Snap estaba pidiendo ayuda. El sonido del silbato de un policía sonó próximo a nosotros. ¡La figura se estaba alejando! Mi lapicero de rayos lo tenía en la mano y oprimí su llave. El diminuto rayo térmico rasgó el aire, pero fallé. La figura tropezó, pero no cayó. Vi un brazo desnudo gris salir de la capa, extenderse para guardar el equilibrio. O tal vez mi lapicero de rayos rozara su brazo. El brazo de piel gris de un marciano.

    Snap estaba gritando.

    —¡Dale otro! —pero la figura pasó detrás del resplandor actínico y desapareció.

    Nos detuvieron en el torbellino del corredor durante diez minutos o más con las explicaciones oficiales. Luego un mensaje de Halsey nos dejó en libertad. El marciano que nos había estado siguiendo dentro de su capa invisible no fue cogido.

    Por último escapamos de la multitud y anduvimos nuestro camino de vuelta

    hacia el Planetara, donde los pasajeros se estaban ya reuniendo para la salida del viaje hacia Marte.


    Capítulo II


    El capitán Carter, el doctor Frank, cirujano de la nave, y yo, permanecimos en el balcón de la torreta blindada del Planetara, observando a los pasajeros que llegaban. Faltaba poco para las cero horas y la superficie de la pista era un remolino de confusión. Las escaleras mecánicas, una vez las últimas mercancías estuvieron a bordo, fueron retiradas. Pero la plataforma estaba abarrotada con los equipajes de los viajeros que venían, los funcionarios interplanetarios de aduanas e impuestos con sus equipos de rayos X y Z, y los pasajeros mismos, puestos en fila para la inspección de salida.

    Desde esta altura las luces de la ciudad se extendían con fulgores azules y amarillos debajo de nosotros. Los aviones locales de los particulares venían a posarse a nuestra plataforma como pájaros. Treinta y ocho pasajeros para Marte en este viaje, pero ese maldito deseo de todos los amigos y parientes de despedir a los que parten trajo un ciento o más de gente extra que se apelotonaba entre nuestros puntales y aumentaba los problemas de todo el mundo.

    Carter estaba demasiado absorbido por sus deberes para que pudiera permanecer mucho tiempo con nosotros. Pero el doctor Frank y yo nos encontrábamos aquí, en la torreta, sin otra cosa que hacer más que observar.

    El doctor Frank era un hombrecillo de cincuenta años, delgado y moreno, de aspecto elegante con su uniforme azul y blanco. Lo conocía bien; habíamos hecho varios vuelos juntos. Americano... y me imagino que de ascendencia judía. Un hombre agradable y un médico y cirujano competente. Él y yo siempre habíamos sido buenos amigos.

    —Abarrotado —comentó—. Johnson dice que son treinta y ocho. Confío en que sean viajeros experimentados. Este mal de la presión es una incomodidad horrible... me hace andar toda la noche de un lado para otro asegurando a mujeres aterrorizadas que no se van a morir. En el último viaje, al salir de la atmósfera de Venus...

    Se abismó en el lúgubre relato de sus problemas con los pasajeros con enfermedad del espacio. Pero yo no estaba de humor para escucharle. Mi vista estaba en la pasarela, por la cual, por encima del costado brillante plateado de la nave, subían los pasajeros y sus amigos en pequeños grupos. La cubierta superior ya estaba abarrotada con éstos.

    El Planetara, como suelen ser estos vehículos, no era un navío grande. De cuerpo cilíndrico, con cuarenta pies de bao mayor y doscientos setenta y cinco pies de largo. La superestructura de los pasajeros —no más de un ciento de pies de largo— estaba situada en el centro de la nave. Una cubierta estrecha protegida metálicamente, y con grandes ventanas de ojo de buey, rodeaba la superestructura. Algunas de las cabinas daban directamente a la cubierta y las otras tenían puertas a los pasillos interiores. Había media docena de salones públicos, pequeños pero lujosos.

    El resto de la nave estaba dedicado al almacenaje de la carga y a los compartimientos de maquinaria y control. Por delante de la estructura de pasajeros el nivel de cubierta continuaba, bajo el domo cilíndrico del techo, hasta la proa. El observatorio de la torre posterior, las cabinas de los oficiales, la sala de navegación del capitán Carter y el despacho del doctor Frank estaban aquí. De forma similar, bajo el domo de popa, estaba la torreta de vigilancia de popa y las series de departamentos de energía.

    Por encima de la superestructura estaban enlazados como una tela de araña de metal una gran confusión de puentes, escalerillas y balcones. La torreta en la que el doctor Frank y yo estábamos ahora, estaba situada precisamente aquí. A cincuenta pies de distancia, como un nido de pájaros, la sala de instrumentos de Snap se erguía unida al metal del puente. El techo del domo, con las ventanas de glasite cerradas ahora, se elevaba en agudo pináculo para cubrir la porción media más alta del navío.

    Abajo, en el casco principal, recorrían todo lo largo de la nave unos pasillos metálicos iluminados con luz azul. Los departamentos de almacenaje de mercancías, salas de control de gravedad, sistemas de renovación de aire, calefactores, ventiladores y mecanismos de presión... todos estaban situados allí. Y las cocinas, los departamentos de despensa y las habitaciones de la tripulación. Este viaje llevábamos una tripulación de diecisiete personas, sin contar los oficiales de navegación, el sobrecargo, a Snap Dean y al doctor Frank.

    Los pasajeros que subían a bordo parecían una buena representación de lo que usualmente son los que parten de viaje para Ferrok-Shahnn La mayoría eran terráqueos... y marcianos de regreso. El doctor Frank me señaló uno. Un enorme marciano ataviado de gris, un individuo de siete pies de alto.

    —Se llama Set Miko —comentó el doctor—. ¿Oyó alguna vez hablar de él?
    —No —contesté—. ¿Debería conocerle?
    —Bueno... —el doctor se contuvo, como si lamentara haber hablado.
    —Nunca oí hablar de él —repetí lentamente.

    Se hizo un silencio embarazoso entre nosotros.

    Había pocos pasajeros de Venus. Vi uno de ellos mientras subía la pasarela y la reconocí. Una chica que viajaba sola. La habíamos traído de Grehbar, en el penúltimo viaje. La recordaba. Era un tipo de chica sumamente atractivo, donde la mayoría lo son. Su nombre era Venza, y hablaba bien inglés. Una cantante y bailarina que había sido importada al Gran Nueva York para cumplir algún contrato teatral, y había sido todo un éxito en la gran avenida Blanca.

    Subía la pasarela detrás del mozo, y al levantar la vista nos vio al doctor Frank y a mí en la torreta y nos dedicó una sonrisa y agitó su blanco brazo a modo de saludo.

    El doctor Frank se echó a reír.

    —¡Por los dioses de la ruta del espacio, si es Alta Venza! ¿Viste esa mirada, Gregg? Era por mí, no por ti..
    —Pudiera ser —repliqué—, pero lo dudo... Venza es totalmente imparcial.

    Me pregunté qué podría llevar a Venza ahora a Marte. Me alegraba de verla. Era divertida, educada. Había viajado mucho y hablaba inglés con un estilo familiar y teatral más característico del Gran Nueva York que de Venus, y a pesar de su aspecto ligero me confiaría más en ella que en cualquier otra chica de Venus que conozca.

    Sonaron las sirenas de partida y los amigos y parientes de los pasajeros se apelotonaron junto a la pasarela de salida, dejando libre la cubierta. No había visto a George Prince subir a bordo. Me pareció verle entonces en la pista de aterrizaje bajándose de un coche particular. Una figura pequeña y menuda. Los aduaneros le rodearon y sólo me dejaban ver su cabeza y hombros. Un rostro hermoso y femenino, con largo cabello negro hasta la base del cuello. Llevaba la cabeza descubierta, con la capucha de su abrigo de viaje echada hacia atrás.

    Le miraba fijamente, y vi que el doctor Frank también estaba mirando fijamente, pero ninguno de nosotros habló.

    —¿Qué le parece si bajamos a cubierta, doctor? —dije de pronto siguiendo un impulso.

    Asintió. Bajamos a la habitación baja de la torreta y gateamos por la escalerilla hasta el nivel de la cubierta superior. La parte de arriba de la pasarela de llegada estaba próxima a nosotros. George Prince subía por la pasarela precedido por dos maleteros que se inclinaban bajo el peso del equipaje de mano. Le había reconocido por el tipo que viera en la oficina de Halsey.

    Y entonces, con gran sorpresa, descubrí que estaba confundido. Era una chica la que subía a bordo. La luz de arco sobre la pasarela la iluminaba claramente cuando estuvo a mitad de camino. Una chica con su capucha echada hacia atrás y el rostro enmarcado en espeso cabello negro. Ahora me daba cuenta que no era un corte de pelo masculino; sino que largas trenzas le colgaban por debajo del capuchón.

    El doctor Frank debió haber notado mi asombro.

    —Una pequeña beldad, ¿no es verdad?
    —¿Quién es?

    Estábamos de pie, apoyados contra la pared de la superestructura. Un pasajero estaba cerca de nosotros... el marciano a quien el doctor Frank había llamado Miko. Estaba remoloneando por aquí, evidentemente para observar cómo la chica subía a bordo, pero cuando miré hacia él, apartó la vista y se alejó de forma disimulada.

    —Estoy en el A22 —dijo la chica al maletero cuando llegó a cubierta—. Mi hermano está a bordo desde hace un par de horas.
    —Ésa es Anita Prince —respondió a mi pregunta el doctor Frank.

    Pasaba muy cerca de nosotros por la cubierta, siguiendo al mozo, cuando tropezó y casi se cayó. Yo era el más próximo a ella. Me adelanté de un salto y la sostuve.

    Sosteniéndola con mis brazos en torno a ella, la levanté y la puse de nuevo en pie. Se había torcido un tobillo y se mantuvo en equilibrio hasta que le desapareció el dolor al cabo de un momento.

    —Estoy bien... ¡gracias!

    A la tenue luz de la cubierta iluminada de azul me encontré con sus ojos. La estaba sosteniendo con un brazo que la rodeaba. La sentí pequeña y suave contra mí. Su rostro enmarcado en el negro y espeso cabello, me sonreía. Un rostro pequeño y ovalado... hermoso... aunque de firme barbilla y marcado con el sello de su propia personalidad. Ésta no era una belleza vacía.

    —Estoy bien, muchísimas gracias...

    Me di cuenta de que no la había soltado y sentí cómo sus manos me apartaban. Y luego, pareció durante unos instantes que se rendía y se apretaba. Y me encontré con su sorprendida mirada. Unos ojos como una noche púrpura con el resplandor nebuloso de la luz de las estrellas en ellos. Me oí a mí mismo diciendo: «¡Perdone! Sí, claro...», y la solté.

    Me dio las gracias de nuevo, y siguió a los maleteros a lo largo de la cubierta. Cojeaba ligeramente.

    Durante un instante había estado pegada a mí. Un breve mensaje de algo, de sus ojos a los míos... y de los míos a los de ella. Los poetas escriben que el amor puede nacer de una mirada tal como ésta. El primer encuentro, al otro lado de todas las barreras de las cuales el amor surge sin buscarlo, espontáneo... retador, algunas veces. Y los trovadores de la antigüedad cantarían: «Una mirada fugaz; un contacto; dos corazones latiendo aceleradamente... y el amor ha nacido.»

    Creo que con Anita y conmigo debió de ser algo así.

    Permanecí mirándola, sin darme cuenta cómo el doctor Frank me observaba con burlona sonrisa. Y en aquel momento, no más de un cuarto después de las cero horas, partió el Planetara. Con las ventanas del domo cerradas firmemente, nos elevamos de la pista de aterrizaje y nos remontamos sobre la reluciente ciudad. La fosforescencia de los tubos electrónicos era como la cola de un cometa detrás de nosotros, mientras nos deslizábamos hacia arriba.


    Capítulo III


    A las seis de la mañana, hora oriental de la Tierra, que era por la que nos guiábamos, Snap Dean y yo estábamos solos en su sala de instrumentos, situada sobre el retículo de encima de cubierta del Planetara, encerrados en la comba del domo, que nos rodeaba como una gran ventana de observatorio, a unos veinte pies por encima del techo de este cubículo de metal.

    El Planetara aún seguía dentro de la sombra de la Tierra. El firmamento (espacio negro interestelar con sus resplandecientes estrellas blancas, rojas y amarillas) se extendía rodeándonos. La Luna, con casi todo su disco iluminado, colgaba, como una enorme pelota de plata, sobre nuestro cuarto de proa. Detrás de ella, a un lado, flotaba Marte como la punta roja de un rescoldo de cigarro en la oscuridad. La Tierra, detrás de nuestra popa, aparecía rojiza y apenas visible... una esfera gigantesca marcada por las configuraciones de sus océanos y continentes. Sobre uno de los limbos una nota de luz de sol se reflejaba en las crestas de las montañas con un brillo creciente rojo amarillento.

    Y entonces surgimos fuera del cono de sombra. El sol, con su reluciente corona, se abrió paso a través de la oscuridad detrás de nosotros. La Tierra se encendió en un enorme y fino creciente con cuernos.

    Para Snap y para mí las magnificencias de los cielos nos resultaban demasiado familiares para que las observáramos. Y, particularmente en este viaje, no estábamos de humor para considerarlas. Había estado en la sala de radio varias horas. Una vez que el Planetara hubiera partido y que había acabado mis pocas tareas rutinarias, no podía pensar en otra cosa que en el consejo de Halsey y Carter: «Tened cuidado. Y en especial... vigilad a George Prince.»

    No había visto a George Prince, pero había visto a su hermana, a la que ni Carter ni Halsey se habían preocupado de nombrar, y mi corazón aún saltaba con el recuerdo.

    El doctor Frank, evidentemente tenía pocos problemas con los pasajeros enfermos por la presión, ya que los compensadores del Planetara eran muy eficientes. Deslizándome a través de los silenciosos salones y corredores metálicos, fui hasta la puerta del A22. Estaba sobre el nivel de cubierta, en el diminuto pasillo de los pasajeros, junto a la salida de la principal sala de recreo. Sobre la rejilla del nombre, brillaban las letras: Anita Prince. Me quedé mirando la cabina fijamente como un camarero con mis pantalones cortos blancos y mi camisa de seda. ¡Anita Prince! Nunca había oído su nombre hasta esta noche. Pero ahora me sonaba con música mágica, mientras lo susurraba.

    Ella estaba allí, sin duda alguna durmiendo, detrás de aquella pequeña puerta metálica. Parecía como si esta pequeña rajilla ovalada fuera el camino para el país de las hadas de mis sueños.

    Me volví. El recuerdo de la expedición a la Luna de Grantline me torturaba. George Prince (el hermano de Anita) era el que nos había prevenido que vigiláramos. Este renegado, asociado a marcianos de conducta dudosa, tramando Dios sabe qué.

    Vi, sobre la puerta adjunta, A20, George Prince. Escuché. En el profundo silencio del interior de la nave no se oía ningún ruido procedente de estas cabinas.

    Sabía que la A20 no tenía ventanas. Pero la habitación de Anita tenía una ventana y una puerta que daban a cubierta. Atravesé la sala de estar, pasé bajo su arco y caminé a lo largo de la cubierta. La puerta y la ventana de este lado de la A22 estaban cerradas y oscuras. La cubierta estaba en la penumbra de las blancas luces de las estrellas, que se veían por las portañolas laterales. Había sillas aquí, pero todas estaban vacías. Por las ventanas de proa del arqueado domo penetraba un rayo de luna, que alargaba las sombras por la cubierta. En la esquina donde terminaba la superestructura me pareció ver una figura que se escondía, como si estuviera observándome. Me dirigí en aquella dirección, pero se había desvanecido.

    Di vuelta a la esquina y crucé la nave hasta el otro extremo. No había nadie a la vista excepto el vigía sobre su puente en el retículo, arriba en la proa, y el segundo oficial, de servicio sobre el balcón de la torreta, casi directamente encima de mí.

    Mientras permanecía escuchando oí de pronto ruido de pisadas. De dirección de la proa vino una figura: el sobrecargo Johnson.

    —¿Refrescando, Gregg? —me saludó.
    —Sí —contesté.

    Me cruzó y siguió hasta la próxima puerta del salón fumador.

    Permanecí un momento junto a una de las ventanas de cubierta, mirando a las estrellas; y sin ninguna razón en absoluto, me di cuenta de que estaba tenso. Johnson era famoso por su sueño regular... y era muy extraño en él que errara por la nave a tal hora de la noche. ¿Había estado vigilándome? Me dije a mí mismo que era un disparate. En este viaje sospechaba de todo el mundo y de todas las cosas.

    Oí otros pasos. El capitán Carter salió de su sala de derrota, que estaba situada en el centro del espacio abierto de cubierta donde se estrechaba cerca de la proa. Inmediatamente me uní a él.

    —¿Quién era ése? —medio me susurró.
    —Johnson.
    —¡Oh, sí! —revolvió en su uniforme, mientras con la mirada barría la cubierta iluminada por la luz de la luna—. Gregg..., coja esto —me entregó una pequeña caja de metal, que yo escondí rápidamente dentro de la camisa.
    —Un aislador —añadió en voz baja—. Snap está en su oficina. Lléveselo, Gregg. Quede con él, será una medida de seguridad, y puede ayudarle a tomar las fotografías —apenas estaba susurrando—. No les acompañaré..., no merece la pena el que parezca como que estamos haciendo algo fuera de lo normal. Si sus fotos indican alguna cosa... o si Snap recibe algún mensaje..., tráiganmelo —y añadió en voz alta—. Bueno, ahora hará bastante frío, Gregg.

    Y se alejó lentamente hacia su sala de derrota.

    —¡Cielos, qué alivio! —susurró Snap cuando se conectó la corriente.

    Habíamos instalado el aislador en su cubículo y dentro de su zona podríamos, al menos, hablar con un cierto grado de libertad.

    —¿Has visto a George Prince, Gregg?
    —No, tiene la A20. Pero vi a su hermana. Snap, nadie nos la mencionó...

    Snap había oído hablar de ella, pero no sabía que estaba apuntada para este viaje.

    —Una verdadera belleza, según he oído. Es una maldita vergüenza para una chica decente que tenga un hermano como ése.

    Pude mostrarme de acuerdo con él en eso...

    Ahora eran las seis de la mañana. Snap había estado ocupado toda la noche con los radio-cosmos de rutina de la Tierra, que seguían nuestra partida. Tenía un montón de ellos a su lado.

    —¿Nada de aspecto raro? —sugerí.
    —No. Nada en absoluto.

    En este momento no estábamos a más de sesenta y cinco mil millas de la superficie de la Tierra. De pronto el Planetara se desvió de su trayectoria directa para Marte. No había nada que pudiera suscitar los comentarios de los pasajeros por su paso próximo a la Luna; normalmente aprovechábamos la atracción del satélite para darnos un impulso adicional a la velocidad de partida.

    Ahora o nunca recibiríamos el mensaje de Grantline. Se creía que estaba en el lado de la Luna que miraba a la Tierra. Mientras Snap se afanaba con su rutina, inspeccioné la superficie de la Luna con nuestro lente.

    Pero no había nada. Copérnico y Kepler quedaban a plena luz del sol. Las alturas de las montañas lunares y las profundidades de los áridos mares vacíos, aparecían manchados de negro y blanco, claros y limpios. Esta Luna sin cambios estaba horriblemente desolada y hostil. En la fábula, la luz de la luna podía rielar y dar destellos para iluminar la sonrisa del enamorado; pero la realidad de la Luna era fría y desierta. No había nada que mostrara a mis inquisidores ojos dónde pudiera estar el intrépido Grantline.

    —Nada en absoluto, Snap.

    Y los instrumentos de Snap, afinados desde hacía una hora para recoger la más leve señal, permanecían silenciosos.

    —Si ha concentrado alguna cantidad apreciable de mineral —comentó Snap— recibiríamos los impulsos de sus radiaciones.

    Pero nuestra pantalla receptora permanecía oscura, sin alteraciones. Nuestro espejo de rejilla proporcionaba imágenes ampliadas; el espectro, con su selección de onda larga, dibujaba los niveles de las montañas y lentamente descendía a lo más profundo de los mares. No había nada.

    Sin embargo, en aquellas cavernas de la Luna (un millón de millones de escondites entre los despeñaderos de aquella superficie desgajada y desnuda), el encontrar un punto de movimiento que pudiera ser la expedición de Grantline, ¡podría tan fácilmente pasar desapercibida! ¿Podría tener el mineral aislado por temor de que sus radiaciones traicionaran su presencia a observadores hostiles?

    ¿O tal vez le había ocurrido algún desastre? O quizá no estuviera, después de todo, en este hemisferio de la Luna...

    Mi imaginación, agudizada por la fantasía de la amenaza escondida que parecía ceñirse por todos los rincones del Planetara en este viaje, se ofrecía llena de temores por Johnny Grantline. Había prometido comunicar durante este viaje. Era ahora, o tal vez nunca.

    Llegaron las seis y media y pasaron. Ahora ya habíamos pasado con mucho la sombra de la Tierra. El firmamento relucía con su intenso esplendor; detrás de nosotros el sol era una bola de donde brotaban llamas amarillo-rojizas. La Tierra colgaba como una semiesfera enorme de tono rojizo oscuro.

    Estábamos a unas cuarenta mil millas de la Luna. Una pelota gigante y blanca... con todo su disco visible a simple vista. Se balanceaba por encima de la proa y, en este momento, mientras el Planetara se desviaba de su trayectoria hacia Marte, se desplazó hacia un lado. Su luz relucía blanca y deslumbradora en nuestra ventana.

    Snap, con su visera de celuloide roja, echada hacia atrás sobre la frente, trabajaba sobre sus instrumentos.

    —¡Gregg!

    La pantalla receptora estaba soltando ligeros destellos. !Las radiaciones la estaban bombardeando! Relucía, brillaba fosforescentemente, y el registro sonoro comenzó a producir sus pequeños zumbidos.

    ¡Rayos gamma! Snap saltó a los diales. La potencia y la dirección pronto fueron evidentes. ¡Una porción de mineral altamente radiactivo estaba concentrado sobre este hemisferio de la Luna! Era inconfundible.

    —¡Lo consiguió, Gregg! Está...

    Las diminutas rejillas comenzaron a oscilar. Snap exclamó con aire triunfal:

    —¡Aquí sale! ¡Por Dios, al fin un mensaje!

    Snap lo descifró.

    «¡Éxito! Paren por mineral en su viaje de regreso. Les daremos nuestra situación posteriormente. Éxito superior a las más optimistas esperanzas.»

    —Eso es todo —susurró Snap—. ¡Consiguió el mineral!

    Estábamos sentados en la oscuridad y, repentinamente, me di cuenta de que a través de la ventana abierta, donde no existía zona de aislamiento, el aire silbaba ligeramente. ¡Allí había una interferencia! Vi un pequeño remolino de chispas púrpura. ¡Alguien —alguna radiación hostil desde la cubierta de abajo o desde el puente del retículo que conducía a nuestra pequeña habitación—, alguien de fuera estaba tratando de espiarnos!

    Snap, impulsivamente, se lanzó hacia los regeneradores para permitir entrar la luz de fuera. Pero le detuve.

    —¡Espera! —desconecté nuestro aislador, abrí la puerta y salí al estrecho puente metálico.
    —¡Tú queda ahí, Snap! —susurré. Luego añadí en alta voz—: Bien, Snap, me voy a la cama. Me alegro que hayas despachado ese montón de trabajo.

    Cerré la puerta ruidosamente tras mí. El retículo de puentes metálicos parecía vacío. Miré hacia el domo, hacia adelante y hacia popa. Veinte pies debajo de mí estaba el techo metálico de la superestructura de la cabina. Debajo, a ambos lados, se veía la cubierta. Toda estaba iluminada por la luz de la luna.

    No había nadie visible allí. Bajé la escalerilla. La cubierta estaba vacía. ¡Pero algo se estaba moviendo en el silencio! ¡Un ruido de pasos se alejaba de mí, andando por la cubierta! Los seguí; de pronto eché a correr, persiguiendo algo que no podía ver. Se metió en el salón fumador.

    Entré de estampida. Y el sonido real apagó al fantasma. Johnson, el sobrecargo, estaba sentado sólo aquí en la penumbra. Estaba fumando. Observé que su cigarro tenía un largo trazo de frágil ceniza. No podía haber sido él al que iba persiguiendo, pues estaba sentado allí totalmente tranquilo y era un individuo pesado de cuello grueso que fácilmente se quedaba sin aliento. Pero ahora estaba respirando con toda calma.

    Se irguió asombrado ante mi brusca aparición, y la ceniza se agitó, cayendo del cigarro.

    —¡Gregg! Qué ¡Qué diablos...!
    —Voy a acostarme... —le dije tratando de sonreír—. Trabajé toda la noche ayudando a Snap.

    Pasé por su lado y salí por la puerta que daba al corredor principal. Era el único camino que el invisible merodeador podía haber elegido. Pero ahora era demasiado tarde... No se oía nada. Me lancé dentro del salón principal. Estaba vacío, oscuro y en silencio, un silencio roto ahora por un suave «click», como el de una puerta de camarote que se cierra apresuradamente. Giré sobre mí mismo y me encontré en un pequeño pasadizo transversal. Las puertas gemelas A20 y A22 quedaban delante de mí.

    ¡El invisible escucha había entrado en una de estas habitaciones! Escuché en cada uno de los paneles, pero dentro todo estaba en silencio.

    El interior de la nave resonó de pronto con la sirena del mayordomo... la llamada para despertar a los pasajeros. Me asustó, y me alejé deslizándome suavemente. Pero la sirena se calló, y en el silencio oí una suave voz musical:

    —Despierta, Anita, creo que es la llamada para el desayuno.

    Y la respuesta: «Muy bien, George.»


    Capítulo IV


    Aquella mañana no aparecí al desayuno. Estaba agotado y drogado por falta de sueño. Estuve un momento con Snap, para contarle lo que había ocurrido. Luego busqué a Carter. Tenía aislada su pequeña sala de derrota, y fuimos prudentes. Le dije lo que Snap y yo habíamos descubierto: las radiaciones procedentes de la Luna probaban que Grantline había reunido una considerable cantidad de mineral. También le conté lo del mensaje de Grantline.

    —Nos detendremos en nuestro viaje de regreso, según él indicó, Gregg —se inclinó aproximándose—. En Ferrok-Shahn voy a coger un cordón de Policía Interplanetaria. El secreto se hará público, naturalmente, cuando nos detengamos en la Luna. No tenemos derecho, incluso ahora, a viajar en este navío tan indefenso como va.

    Estaba muy solemne. Y se mostró preocupado cuando le conté lo del espía invisible.

    —¿Cree que oyó el mensaje de Grantline? ¿Quién era? ¿Usted parece tener la impresión de que era George Prince?

    Le dije que estaba convencido de que el merodeador entrara en la A20. Cuando mencioné el hecho de que el sobrecargo parecía haber estado vigilándome a primera hora de la noche, y que de nuevo estaba sentado en el salón de fumadores cuando se escapó el espía, Carter pareció sobresaltarse.

    —Johnson es formal, Gregg.
    —¿Sabe él algo sobre este asunto de Grantline?
    —No..., no —replicó apresuradamente—. Usted no se lo ha mencionado, ¿no es verdad?
    —Naturalmente que no. Pero, ¿por qué Johnson no oyó al escucha? Y, de todas formas, ¿qué estaba haciendo allí a aquella hora de la mañana?

    El capitán pasó por alto mi pregunta.

    —Haré que registren la suite de Prince... nunca seremos demasiado precavidos... Acuéstese, Gregg, necesita descanso.

    Me dirigí a mi cabina. Estaba situada a popa, sobre la cubierta, cerca de la torre del vigía de popa. Una habitación pequeña, de metal, con una silla, un pupitre y una litera. Me aseguré que no había nadie en ella. Precinté la parrilla de enrejado y la puerta, y coloqué el disparador de la alarma contra cualquier apertura de ellas, y luego me acosté.

    Me despertó la sirena para la comida del mediodía. Había dormido pesadamente, pero me sentía despejado.

    Cuando llegué al salón, encontré a los pasajeros ya reunidos en torno a mi mesa. Era una habitación de bóveda baja con tubos de luz azul y amarilla. A los lados, por las ventanas ovaladas, se veía la cubierta, con sus portañolas sobre el costado del domo, a través de las cuales se percibía una vista del firmamento estrellado. Estábamos felizmente en nuestra trayectoria hacia Marte y la Luna no era más que un punto de luz al lado del creciente de la Tierra. Y, detrás de ellas, nuestro Sol lanzaba sus destellos, aparentemente el astro mayor de los cielos. Estaba a unos sesenta y ocho millones de millas de la Tierra a Marte. Un vuelo, de ordinario, de unos diez días.

    En el comedor había cinco mesas, cada una de ellas con ocho asientos. Snap y yo teníamos la misma mesa. Nos sentamos a los extremos, con los pasajeros a ambos lados.

    Snap ya estaba en su sitio cuando llegué. Me dirigió un vistazo desde el otro lado de la mesa, y, de forma alegre, me presentó a los otros tres hombres que ya estaban sentados:

    —Éste es nuestro tercer oficial, Gregg Haljan. Un tipo alto y apuesto, ¿no es verdad? Y tan agradable como es de bien parecido. Gregg, éste es Sero Ob Hahn.

    Me encontré con la sombría y penetrante mirada de un venusiano de edad media. Un hombre bajo y ligeramente agraciado, de cabellos negros y lisos. Su rostro afilado, acentuado por la prominente barba, era pálido. Usaba un ropaje blanco y púrpura y sobre el pecho llevaba un adorno de platino, un objeto como una cruz y una estrella, entrecruzadas.

    —Me alegro de saludarle, señor —su voz era dulce y profunda.
    —Ob Hahn —repetí—. Seguro que debía haber oído hablar de usted, sin duda, pero...

    Afloró una sonrisa a sus delgados labios grises:

    —Esa es una falta mía, no suya. Mi misión es que todo el universo oiga hablar de mí.
    —Predica la religión de los místicos venusianos —explicó Snap.
    —Y este caballero iluminado —dijo Ob Hahn irónicamente señalando a un hombre— acaba de denominarlo, sensiblemente, fetichismo. La ignorancia...
    —¡Oh, oiga! —protestó el hombre de al lado de Ob Hahn—. Quiero decir que parece que usted cree que quise decir algo ofensivo, y para decir la verdad...
    —Tenemos una discusión, Gregg —se rió Snap—. Éste es sir Arthur Conisten, un caballero inglés, conferenciante y trotacielos... es decir, será un trotacielos; nos contó que proyecta numerosos viajes.

    El alto inglés, con su traje blanco de hilo, se inclinó con un gesto de asentimiento.

    —Mis cumplidos, señor Haljan. Confío en que no tenga fuertes convicciones religiosas, pues en ese caso le haríamos su mesa... ¡muy desagradable!

    El tercer pasajero se había mantenido, evidentemente, al margen de la disputa. Snap me lo presentó como Ranee Rankin. Era un americano, un individuo tranquilo y rubio de treinta a cuarenta años.

    Pedí mi almuerzo y dejé que la discusión continuara.

    —No me molestarán —decía Snap—. Me encantan las discusiones. Usted decía, sir Arthur...
    —Quería decir que creo que he dicho demasiado. Señor Rankin, usted es más diplomático.

    Rankin se echó a reír.

    —Yo soy un prestidigitador —me dijo—. Un actor de teatro. Trafico con trucos... como engañar al auditorio... —su aguda mirada divertida estaba puesta en Ob Hahn—. Este caballero de Venus y yo tenemos mucho en común que discutir.
    —¡Qué malo! —exclamó el inglés—. ¡Por Júpiter! ¡Realmente, señor Rankin, usted es un poquito demasiado cruel!

    Me di cuenta que este viaje estábamos condenados a tener unas comidas turbulentas. Me gusta comer tranquilo; siempre me molestan los pasajeros que discuten. Aún quedaban tres sitios vacantes en nuestra mesa y me pregunté quién los ocuparía. Pronto supe la respuesta... al menos la de un sitio. Rankin dijo calmosamente:

    —¿Dónde está la pequeña venusiana? —y su mirada se dirigió al asiento vacío a mi derecha—. Venza, ¿no se llama así? Ella y yo vamos destinados al mismo teatro en Ferrok-Shahn.

    De forma que Venza iba a sentarse a mi lado. Era una buena noticia. Diez días de discusiones religiosas tres veces al día habrían sido intolerables. Pero la animosa Venza podría ayudar.

    —Ella nunca come la comida del mediodía —dijo Snap—. Está en cubierta, tomando un jugo de naranja. Me imagino que será el viejo cuento de la dieta, ¿eh?

    Mi atención se desvió por el salón. La mayoría de los sitios estaban ocupados. En la mesa del capitán vi los objetivos de mi búsqueda: George Prince y su hermana, uno a cada lado del capitán. Ahora veía a George Prince en la realidad como un hombre que apenas representaba veinticinco años y, evidentemente, en este momento estaba de buen humor. Su hermoso perfil limpiamente afeitado, con sus poéticas ondas morenas, estaba vuelto hacia mí. Parecía haber poco de malvado en él.

    Y veía a Anita Prince ahora como una pequeña belleza de pelo oscuro y ojos negros, que se parecía muchísimo en los rasgos a su hermano. En aquel momento acababa su comida. Se levantó, y él la siguió. Estaba vestida según la moda de la Tierra, blusa blanca y chaqueta oscura, con unos pantalones que le llegaban hasta la rodilla de color gris, llevando, como única nota de color, un cinturón rojo. Al pasar junto a mí me dirigió una sonrisa.

    Mi corazón me estaba latiendo furiosamente. Contesté al saludo y me encontré con la mirada casual de su hermano. Él también sonrió, como para dar a entender que su hermana le había contado el servicio que le había hecho. ¿O era su sonrisa un recuerdo irónico de cómo me había esquivado esta mañana cuando le perseguí?

    Seguí con la vista su pequeña figura vestida de blanco mientras acompañaba a Anita fuera del salón. Y pensando en ella, deseé que Carter y Halsey pudieran estar en un error. Cualquier cosa que fuese la que se estuviese tramando contra la expedición de Grantline, confié en que George Prince fuera inocente de ella. Sin embargo, sabía en el fondo de mi corazón que era una esperanza inútil. Prince había sido el espía de fuera de la cabina de radio. No podía dudarlo. Pero que su hermana desconocía lo que él hacía, estaba seguro.

    Mi atención fue atraída repentinamente a la realidad de nuestra mesa al oír la voz suave de Ob Hahn diciendo:

    —Pasamos muy cerca de la Luna anoche, señor Dean.
    —Sí —contestó Snap—. Pasamos, ¿no es verdad? Siempre lo hacemos... es un problema técnico de exigencias de la navegación interestelar. Explícalo, Gregg. Tú eres un experto.

    Aparté a un lado el tema con una carcajada. Hubo un breve silencio y no pude evitar el notar la extraña expresión de sir Arthur y nunca he visto una mirada tan penetrante como la que me dirigió Ranee Rankin. ¿Estaban los tres enterados del tesoro de Grantline en la Luna? De pronto me pareció que sí. Y, en aquel instante, deseé fervientemente que hubieran pasado los diez días de viaje. El capitán Carter tenía razón.

    A la vuelta deberíamos traer un cordón de Policía Interplanetaria a bordo.

    Sir Arthur rompió el embarazoso silencio.

    —La Luna, desde tan cerca, ofrecía una vista magnífica... aunque estaba demasiado atemorizado con la enfermedad de la presión para que me levantara a verla.

    Casi había terminado ya mi apresurada comida, cuando me sorprendió otro incidente. Los otros dos pasajeros de nuestra mesa entraron y ocuparon sus sitios. Una chica y un hombre de Marte. La chica tenía el asiento de mi izquierda, con el hombre a su lado. Todos los marcianos son altos. La chica era de aproximadamente mi estatura, esto es, seis pies y dos pulgadas. El hombre medía siete pies o más. Ambos usaban la túnica externa marciana. La chica echó la suya hacia atrás. Sus miembros estaban cubiertos de una falsa cota de mallas. Tenía el aspecto, como les gusta tener a todas las marcianas, de una muy belicosa amazona. Pero era una chica bonita. Me sonrió con una mirada franca de ojos escudriñadores.

    —El señor Dean dijo a la hora del desayuno que usted era alto y bien parecido. Lo es.

    Estos marcianos eran hermanos. Snap me los presentó como Set Miko y Setta Moa (el equivalente marciano de señor y señorita).

    Este Miko era, de acuerdo con nuestras medidas terráqueas, un tremendo gigante oscuro, y no era delgado, como son la mayoría de los marcianos, pues este individuo, para sus siete pies de estatura, casi tenía una constitución pesada. Debajo de la túnica llevaba un justillo de cuero plegado y pantalones hasta la rodilla, de los cuales salían las piernas, tan grises y peludas como pilares de fuerza. Había entrado en el salón con aire jactancioso, haciendo resonar su espada de adorno.

    —Un viaje agradable hasta el momento —me dijo mientras comenzaba su comida. Su voz tenía el pesado sonido gutural característico de los marcianos. Hablaba un inglés perfecto. Tanto los marcianos como la gente de Venus son por herencia extraordinarios lingüistas.

    Miko y su hermana Moa tenían un deje de acento marciano, casi borrado por haber vivido varios años en el Gran Nueva York.

    La sorpresa me vino al cabo de unos pocos minutos. Miko, absorto en atacar su comida, inadvertidamente echó hacia atrás su túnica, dejando al descubierto su antebrazo. Fue un instante solamente, luego volvió a cubrirlo hasta la muñeca. Pero en aquel instante vi, sobre la carne gris, una fina quemadura que se había vuelto roja. Una quemadura muy reciente... como si hubiera recibido en el brazo el calor de un rayo proyectado por un lápiz.

    Mi imaginación volvió atrás. Tan sólo la última noche, en el pasillo de la ciudad, Snap y yo habíamos sido seguidos por un marciano. Le había disparado con un rayo de calor y me había parecido que le alcanzara en el brazo. ¿Era éste el misterioso marciano que nos había seguido desde la oficina de Halsey?


    Capítulo V


    Poco después de aquella comida del mediodía me encontré a Venza sentada en cubierta, a la luz de las estrellas. Yo había estado en el observatorio de proa, haciendo las comprobaciones rutinarias de nuestra posición y calculándolas. Era, creo, el más experto de los oficiales que manejaban las calculadoras matemáticas. El localizar nuestra posición y anotar en la carta la trayectoria de nuestro rumbo era, en condiciones normales casi todo lo que tenía que hacer. Y me llevaba solamente unos pocos minutos cada doce horas.

    Estuve un momento con Carter en el aislamiento de su sala de derrota.

    —¡Vaya viaje! Gregg, me estoy volviendo como usted... demasiado imaginativo. Tenemos un grupo normal de pasajeros, aparentemente, pero no me gusta el aspecto de ninguno de ellos. Ese Ob Hahn, de su mesa...
    —Un individuo de aspecto astuto —comenté—. Él y el inglés son grandes discutidores. ¿Hizo registrar en la cabina de Prince?

    Contuve el aliento mientras esperaba la respuesta.

    —Sí. Nada raro entre sus cosas. Miramos en las dos, tanto en la de él como en la de su hermana.

    No continué con eso. En su lugar le dije lo de la quemadura en el grueso brazo de Miko.

    —¡Ojalá estuviéramos en Ferrok-Shahn! —dijo mirando fijamente—, Gregg, esta noche, cuando los pasajeros estén dormidos, venga aquí a verme con el doctor Frank. Podemos confiar en él.
    —¿Sabe sobre... sobre el tesoro de Grantline?
    —Sí. Y también lo saben Balch y Blackstone.

    Balch y Blackstone eran nuestros primer y segundo oficial.

    —Nos encontraremos aquí, Gregg... digamos sobre las cero horas. Debemos tomar algunas precauciones.

    Luego se despidió.

    Encontré a Venza sentada en la esquina apartada de cubierta iluminada por la luz de las estrellas. Había una tronera detrás de ella por la cual se veía el negro cielo tachonado de resplandecientes estrellas. A su lado había un lugar vacío.

    Me saludó con la forma de saludo íntimo y alegre de Venus:

    —¡Hola, Gregg! Siéntate aquí, junto a mí. Me he estado preguntando cuándo vendrías en pos mío.

    Me senté a su lado.

    —¿Por qué vas a Marte, Venza? Me alegro de verte.
    —Muchas gracias. También me satisface verte, Gregg. Un hombre tan guapo. No sabes que de Venus a la Tierra, y no tengo duda que de todo Marte, no habrá un hombre que me agrade más.
    —Lengua de trapo —me reí—. Nacida para halagar al macho... todas las chicas de tu mundo —y añadí, ya serio—. No me contestaste a mi pregunta. ¿Qué te lleva a Marte?
    —Un contrato. Por las estrellas, ¿qué si no? Naturalmente, la posibilidad de hacer un viaje contigo...
    —No seas tonta, Venza.

    Disfrutaba estando con ella. Miré fijamente su pequeña y delgada figura. Llevaba el largo vestido gris separado a propósito, no tenía la menor duda, para mostrar sus bien formadas piernas enfundadas en raso. Su negro cabello lo llevaba anudado en un espeso moño en la parte de atrás del cuello; y sus labios, de color carmín, estaban partidos por una atrayente sonrisa burlona. Su perfume exótico me envolvía.

    Me miró de lado, por debajo de sus enormes pestañas negras.

    —Sé formal —añadí.
    —Soy formal. No estoy borracha. Embriagada por tí, pero no borracha.
    —¿Qué clase de contrato? —insistí.
    —Un teatro en Ferrok-Shahn. Mucho dinero, Gregg. Estaré allí un año —se enderezó en el asiento para mirarme—. Hay un individuo aquí, en el Planetara, que dice que se llama Ranee Rankin. De nuestra mesa. Un americano rubio, grande y bien parecido. Dice que es prestidigitador. ¿Oíste alguna vez hablar de él?
    —Eso es lo que me dijo. No, nunca le oí nombrar.
    —Tampoco yo. Y creí que tenía noticias de todos los importantes. Está contratado para el mismo teatro que yo. Un tipo de individuo simpático —hizo una pausa y luego añadió—. Si él es un actor profesional, yo soy una aceitera de motores.
    —¿Por qué dices eso? —me había sorprendido.

    Instintivamente mi mirada recorrió la cubierta. Una terráquea y un pequeño venusiano estaban a la vista, pero no al alcance de nuestras palabras.

    —¿Por qué tienes un aspecto tan furtivo? —me replicó—. Gregg, hay algo raro en este viaje. No soy una tonta, ni tú, así que debes de saberlo tan bien como yo.
    —Ranee Rankin... —sugerí.

    Se inclinó hacia mí.

    —Él puede engañarte, pero no a mí... he conocido a demasiados prestidigitadores —hizo una mueca—. Le desafié a que me hiciese algún juego. ¡Tendrías que haberle visto evadiéndose!
    —¿Conoces a Ob Hahn? —la interrumpí.

    Negó con la cabeza.

    —Nunca oí hablar de él. Pero él me dijo demasiadas cosas al desayuno. ¡Por Satán, vaya torrente de palabras que ese conductor de demonios puede proferir! Él y el inglés no hacen muy buenas migas, ¿no es verdad?

    Me miró fijamente. No había contestado a su mueca ya que mi mente estaba ocupada en curiosas fantasías. Las palabras de Halsey:

    «Las cosas no son siempre lo que parecen...» ¿Estaban estos pasajeros actuando? ¿Habían sido puestos aquí por George Prince? Y entonces pensé en Miko, el marciano, y en la quemadura de su brazo.

    —¡Baja, Gregg! ¡No te vayas divagando de esa forma! —bajó la voz hasta que no fue más que un susurro—. Hablaré en serio. Quisiera saber qué demonios está ocurriendo a bordo de esta nave. Soy mujer y soy curiosa. Dímelo.
    —¿Qué quieres decir? —me defendí.
    —Quiero decir un montón de cosas. De lo que acabamos de hablar. ¿Y por qué estabas tan excitado esta mañana poco antes del desayuno?
    —¿Excitado?
    —Gregg, puedes confiar en mí —por primera vez estaba totalmente seria y se aseguró con la mirada de que nadie estaba escuchando. Me puso una mano sobre mi brazo y pude apenas oírla cuchichear—: Sé que ellos pudieran tener un rayo sobre nosotros. Tendré cuidado.
    —¿Ellos?
    —Cualquiera. Ocurre algo. Tú lo sabes. Estás en ello. Te vi esta mañana, Gregg, con los ojos fijos alocadamente, persiguiendo un fantasma...
    —¿Tú?
    —¡...y yo oí al fantasma! Unos pasos de hombre. Una capa invisible por deflección magnética. Uno no puede engañar a un auditorio con eso, es demasiado vulgar. Si Ranee Rankin intentó...
    —¡No divagues, Venza! —la así—. ¿Me viste?
    —Sí. La puerta de mi camarote estaba abierta. Estaba sentada fumando un cigarrillo. Vi al sobrecargo en el salón de fumadores. Se veía desde...
    —¡Espera! ¡Venza, aquel ladrón atravesó el fumador!
    —Sé que lo hizo. Pude oírle.
    —¿Le oyó el sobrecargo?
    —Naturalmente. El sobrecargo levantó la vista y siguió el ruido con la mirada. Pensé que era extraño. Ni se movió. Y entonces apareciste tú y se hizo el inocente. ¿Por qué? ¿Qué es lo que ocurre?, eso es lo que deseo saber.

    Contuve el aliento:

    —Venza, ¿a dónde fue el vagabundo? Puedes...
    —En la A20 —musitó tranquilamente—. Vi la puerta cómo se abría y cerraba. Incluso me pareció ver su borrosa silueta —y añadió—. ¿Por qué iba a andar a hurtadillas por ahí George Prince contigo persiguiéndole? ¿Y el sobrecargo fingiéndose inocente? Y de todas formas ¿quién es ese George Prince?

    El enorme marciano Miko, con su hermana Moa venían paseando a lo largo de cubierta. Nos saludaron al pasar.

    —No puedo explicarte nada ahora —susurré—. Pero tienes razón, Venza. Está ocurriendo algo. ¡Escucha! De cualquier cosa que te enteres... cualquier cosa que encuentres que te parezca rara... ¿querrás decírmela? Yo... bueno, confío en ti. De verdad que confío, pero todo esto no es cuestión mía el decírtelo.

    Los sombríos lagos de sus pupilas estaban brillantes.

    —Eres adorable, Gregg. No te preguntaré —estaba temblando de excitación—. Sea lo que sea, quisiera estar en ello. Hay algo que puedo decirte ahora. Tenemos dos jugadores de ventaja, de panes de oro, de primera clase a bordo. ¿Sabías eso?
    —¿Quiénes son?
    —Shac y Dud Ardley. Todos los policías del Gran Nueva York los conocen. Jugaron una partida formidable esta mañana con ese inglés, sir Arthur. Le limpiaron media libra de panes de oro de ocho pulgadas... un hermoso montoncito. Una partida preparada, desde luego. ¡Esos individuos son más hábiles con los dedos de lo que jamás osará ser Ranee Rankin!

    Estaba sentado mirándola fijamente. Esta chica era una mina de información.

    —Y Gregg, probé mis encantos con Shac y Dud. Hombres agradables, pero estúpidos. Cualquier cosa que sea lo que ocurre, no están mezclados. Deseaban saber qué clase de nave era ésta. ¿Por qué? Pues porque Shac tiene un bonito micrófono de escucha y ha estado trabajando con él la pasada noche. Oyó como George Prince y ese gigante de Miko discutían sobra la Luna.
    —¡Venza! Más bajo... —dije ahogadamente.

    Contra todo decoro en esta cubierta pública, ella pretendía arroparse conmigo, con los cabellos tapándome la cara y sus labios casi tocándome la oreja.

    —Algo acerca de un tesoro en la Luna. Shac no pudo entender de qué se trataba. Y te mencionaron. Después el sobrecargo se unió a ellos —sus palabras susurradas se precipitaban una tras otra—. Un ciento de libras de panes de oro... ese fue el precio del sobrecargo. Está con ellos... en lo que sea. Prometió hacer algo para ellos.
    —¿Sí? —había callado y la azucé.
    —Eso es todo. La corriente de Shac se interrumpió.
    —¡Dile que lo intente de nuevo, Venza! Hablaré con él. ¡No! Mejor lo dejo solo. ¿Puedes conseguir que mantenga la boca cerrada?
    —Creo que podría hacer cualquier cosa que le dijera. ¡Es un hombre!
    —Descubre lo que puedas.

    Se apartó de mí de pronto.

    —Allí están Anita y George Prince.

    Vinieron hasta la esquina de cubierta, pero se volvieron. Venza descubrió mi mirada. Ya la comprendió.

    —¿Amas a Anita Prince, Gregg? —estaba sonriendo—. Me gustaría que tú... Ojalá que algún hombre guapo como tú me dirigiera una mirada como esa —se volvió solemne—. Pudieras estar interesado en saber que ella te ama. Pude darme cuenta. Pude verlo cuando te mencioné a ella esta mañana.
    —¿A mí? ¡Pero si casi no hemos hablado!
    —¿Es necesario? Nunca oí decir que lo fuera.

    No podía ver el rostro de Venza; de pronto se puso de pie, y cuando hice lo mismo, me susurró:

    —No deberíamos ser vistos hablando tanto tiempo. Descubriré lo que pueda.

    Seguí con la mirada su figura descuidadamente vestida, mientras entraba en la arcada del salón y desaparecía de vista.


    Capítulo VI


    El capitán Carter tenía el aspecto severo.

    —De forma que le han sobornado, ¿no es verdad? Vaya y tráigalo aquí, Gregg. Ahora nos entenderemos con él.

    Snap, el doctor Frank, Balch, nuestro primer oficial y yo, estábamos en la cámara de derrota del capitán. Eran las cuatro de la tarde por la hora de la Tierra, y llevábamos dieciséis horas de viaje.

    Encontré a Johnson en su oficina, en la sala.

    —El capitán desea verte. Cierra.

    Cerró la ventanilla a una pasajera americana que estaba preguntando detalles sobre el dinero marciano, y me siguió.

    —¿Qué ocurre, Gregg?
    —No sé.

    En cuanto entramos, el capitán cerró de golpe la puerta corrediza. La sala de derrota estaba aislada. El zumbido de la corriente era evidente. Johnson lo notó. Miró a los rostros hostiles del médico y de Balch y trató de fanfarronear.

    —¿Qué es esto? ¿Va mal alguna cosa?

    Carter no malgastó palabras.

    —Tenemos información, Johnson, de que existe un complot secreto a bordo. Quiero saber lo qué es. Supongo que me lo explicará.

    El sobrecargo pareció turbado.

    —¿Qué quiere decir? Tenemos jugadores de ventaja a bordo, si eso es...
    —Al infierno con eso —rezongó Balch—. ¡Usted ha tenido una entrevista secreta con ese marciano, Set Miko, y con George Prince!

    Johnson miró ceñudamente por debajo de sus espesas cejas y luego las levantó con gesto de sorpresa.

    —¿De veras? ¿Se refiere a que cambié su dinero? No me gusta su tono, Balch. ¡No estoy bajo sus órdenes!
    —¡Pero está bajo las mías! —rugió el capitán—. ¡Vive Dios, yo soy el amo aquí!
    —Bien, no estoy discutiendo eso —repuso el sobrecargo suavemente—. Este individuo...
    —No estamos de humor para discutir —interrumpió el doctor—. Tapando el asunto...
    —No permitiré que se tape —exclamó el capitán.

    Nunca había visto a Carter tan colérico.

    —Johnson, usted ha estado actuando de forma sospechosa —añadió—. No me importa un comino si tengo pruebas o no. ¿Se encontró o no se encontró con George Prince y el marciano la pasada noche?
    —No, no los encontré. ¡Y no me importa decirle, capitán Carter, que su tono es ofensivo!
    —¿Lo es? —Carter lo sujetó. Ambos eran hombres corpulentos. El pesado rostro de Johnson se tornó de un rojo púrpura.
    —¡Aparte sus manos...! —empezaron a forcejear. Las manos de Carter trataban de registrar los bolsillos del sobrecargo. Di un salto y pasé un brazo en torno del cuello de Johnson, inmovilizándole.
    —¡Despacio! ¡Le tenemos, Johnson!

    Snap trató de ayudarme.

    —¡Adelante! Golpéale en la cabeza, Gregg. ¡Ahora es tu oportunidad!

    Lo registramos. Un cilindro de rayos térmicos... que estaba justificado. Pero encontramos un pequeño aparato de escucha de batería similar al que Venza había mencionado que llevaba Shac, el jugador.

    —¿Para qué utiliza eso? —preguntó el capitán.
    —¡No le importa! ¿Es un delito? ¡Carter, haré que los directores de la línea le despidan por esto! Aparten sus manos de mí... ¡Todos ustedes!
    —¡Miren esto! —exclamó el doctor Frank.

    Del bolsillo del pecho de Johnson sacó un documento doblado.

    Era un plano a escala de los corredores interiores del Planetara, las salas inferiores del control y de maquinarias. Siempre estaba guardado en la caja fuerte del capitán. Y con él, otro documento: los papeles de despacho de aduanas... la contraseña secreta en clave para este viaje, para ser utilizada si fuéramos requeridos por cualquier nave de la Policía interplanetaria.

    —¡Dios mío, eso estaba en la caja fuerte de mi cabina de radio! —tartamudeó Snap—. ¡Yo soy el único en esta nave, a excepción del capitán, que tiene derecho a conocer esa contraseña!

    En medio del silencio, preguntó Balch:

    —¿Bien, qué nos dice, Johnson?

    El sobrecargo aún seguía retador.

    —No contestaré a sus preguntas, Balch. A su debido tiempo explicaré... Gragg Haljan, ¡me estás ahogando!

    Le aflojé, pero le di una sacudida.

    —Mejor hablabas. —Pero permanecía exasperantemente silencioso.
    —¡Basta! —explotó Carter—. Puede explicarlo cuando lleguemos a puerto. Mientras tanto lo pondremos donde no haga más daño. Gregg, enciérralo en el calabozo.

    Pasamos por alto sus violentas protestas. El calabozo (en los viejos tiempos de los barcos de mar en la Tierra, se llamaba barra) era la prisión de la nave. Una habitación sin ventanas, blindada de acero, situada bajo cubierta en el extremo de proa. Arrastré a Johnson que se debatía hasta allí, mientras el asombrado vigía miraba desde la ventana del observatorio nuestras siluetas alargadas a la luz de las estrellas.

    —¡Cierra el pico, Johnson! Si sabes lo que te conviene...

    Estaba armando un alboroto horroroso. Detrás de nosotros, donde la cubierta se juntaba a la superestructura, media docena de pasajeros nos miraban sorprendidos.

    —¡Haré que te expulsen del servicio, Gregg Haljan!

    Finalmente se calló y lo arrojé por la gatera dentro del calabozo y precinté la escotilla de cubierta sobre él. Me encaminaba a la sala de derrota cuando desde el observatorio vino la voz del marinero vigía.

    —¡Un asteroide, Haljan! El oficial Blackstone le busca.

    Me dirigí apresuradamente al castillo del puente. Había un asteroide a la vista. Ahora habíamos casi alcanzado nuestra velocidad máxima. Se aproximaba un asteroide, tan peligrosamente cerca, que nuestra trayectoria sería probablemente alterada. Oí la señal de Blackstone sonando en la sala de control; y encontré a Carter mientras subía corriendo al puente conmigo.

    —¡Ese bandido! Le sacaremos más cosas, Gregg. ¡Vive Dios, que utilizaré drogas con él... lo torturaré... sea legal o no!

    No teníamos tiempo para más discusiones. El asteroide se estaba aproximando rápidamente. A través del lente ya ofrecía una vista grandiosa.

    Nunca había visto este diminuto mundo antes, ya que los asteroides son numerosos entre la Tierra y Marte o hacia Venus.

    A la velocidad de casi cien millas por segundo el asteroide se aproximaba vertiginosamente. A simple vista, al principio era una diminuta mota de polvo de estrella, que pasaba desapercibido en el terciopelo negro sembrado de piedras preciosas del espacio. Una mota. Luego un punto reluciente, blanco plateado, reflejando la luz de nuestro sol sobre él.

    Permanecí con Carter y Blackstone sobre el castillo del puente. Era evidente que, a menos que alteráramos nuestra trayectoria, el asteroide pasaría demasiado próximo para estar seguros. Ya se sentía su atracción; desde las salas de control llegó el informe de que nuestro rumbo estaba siendo alterado por esta nueva masa tan cercana.

    —¡Será mejor que haga sus cálculos ahora, Gregg —me incitó Blackstone.

    Tomé los datos aproximados de los instrumentos de observación del castillo. Cuando estuvimos en una nueva trayectoria con las placas de atracción y repulsión del casco del Planetara situadas en su nueva posición, volví al puente de nuevo.

    El asteroide colgaba sobre nuestro cuarto de proa. A no más de veinte o treinta mil millas de distancia. Ahora parecía una bola gigantesca que llenaba todo aquel cuadrante de los cielos. Las configuraciones de sus montañas, sus tierras y zonas de agua eran claramente visibles.

    —Perfectamente habitable —comentó Blackstone—, pero he buscado sobre todo el hemisferio con el lente y no he visto ninguna señal de vida humana (ciertamente nada civilizado), nada del estilo de ciudades.

    Un hermoso mundo pequeño, por su aspecto. Un globo diminuto venido de la región de detrás de Neptuno. Pasamos velozmente el asteroide. Los pasajeros estaban todos reunidos para ver pasar el pequeño mundo. Vi, no lejos de mí, a Anita, de pie junto a su hermano y a la figura gigantesca de Miko con ellos. Media hora después que el errático mundillo hubiera aparecido, y pasara velozmente, había comenzado a disminuir detrás de nosotros. Una enorme media luna. Un cuadrante más fino y pequeño. Un diminuto creciente, como un alfiler de plata para adornar el pecho de una señora. Y luego fue una mota, un punto de luz imperceptible entre la mirada de otros que revoloteaban en este gran vacío negro.

    El incidente del paso del asteroide se había terminado. Me volví a la ventana de cubierta. Mi corazón dio un salto. El momento por el que todo el día había estado esperando subconscientemente, había llegado. Anita estaba sentada en una silla de cubierta, momentáneamente sola. Tenía la mirada puesta en mí cuando miré en su dirección y me sonrió como invitándome a unirme a ella.


    Capítulo VII


    Señorita Prince, ¿por qué van su hermano y usted a Ferrok-Shahn? Sus asuntos...

    Incluso mientras lo decía me estaba odiando a mí mismo por tal pregunta. A pesar de las vivas imágenes que aparecían en mi mente mezcladas con rapsodias de amor, surgía por encima mi necesidad de informarme sobre George Prince.

    —¡Oh! —contestó—. Para George esto es placer, no negocios —me dio la impresión que una sombra había pasado por su rostro, pero fue tan solo un momento, y sonreía—. Siempre deseamos viajar. Estamos solos en el mundo, sabe... nuestros padres murieron cuando éramos niños.
    —Le gustará Marte. Hay muchas cosas interesantes que ver —comenté para llenar su silencio.
    —Sí, tengo entendido eso —asintió—. Nuestra Tierra es tan parecida por todas partes, como hecho todo por el mismo molde.
    —Pero hace cien o más años no era así, señorita Prince. He leído cuan diferente era el pintoresco Oriente de... bueno, del gran Nueva York o de Londres, por ejemplo...
    —Los transportes lo estropearon —me interrumpió con vehemencia—. Lo hicieron todo igual... la gente tiene el mismo aspecto... viste lo mismo.

    Charlamos sobre este tema. Tenía una mente ávida y alerta, como la de un chiquillo por su curiosidad, aunque extrañamente madura. Y sus modales eran ingenuamente serios. Sin embargo, esta Anita Prince no era voluble. Tenía firmeza, una nota de vigor masculino en su mandíbula y en sus ademanes.

    —¡Si yo fuera un hombre, qué maravillas podría llevar a cabo en esta época maravillosa! —su sentido del humor le hizo que se riera de sí misma—. Es fácil para una chica decir eso —añadió.
    —Usted tiene mayores portentos que llevar a cabo, señorita Prince —repuse impulsivamente.
    —¿Sí? ¿Cuáles son? —tenía una mirada clara muy franca y desprovista de coquetería. El corazón me saltaba.
    —¡Las maravillas de la próxima generación! Un hijito formado según su propia imagen...

    ¡Qué locura esta charla vulgar e impetuosa! La terminé.

    Pero a ella no le pareció mal. Los pétalos rosa oscuro de sus mejillas se habían cubierto de un rojo más profundo, pero se reía.

    —Eso es verdad —de pronto se puso seria—. No debería reír. Las maravillas de la próxima... los avances del progreso humano siempre adelante... —su voz se fue apagando. Apoyé una mano sobre su brazo. ¡Qué curioso hormigueo ese que los poetas llaman amor! Quemaba y pasaba en oleadas a través de mis dedos temblorosos a la carne de su antebrazo.

    La luz de las estrellas relucía en sus ojos. No parecía estar mirando fijamente a la cubierta iluminada de plata, sino a los lejanos alcances del futuro.

    Nuestro momento. No más que un intenso momento que se nos concedió mientras estábamos sentados allí con mi mano ardiendo sobre su brazo, como si ambos pudiéramos vernos a nosotros mismos unidos en un nuevo individuo... un hijito, reflejo de la dulce imagen de la madre y con la fuerza de su padre. Fue sólo un momento, y luego había pasado. Sonaron pasos. Me eché hacia atrás. La figura gris y gigantesca de Miko pasó, meciendo su enorme túnica, con el adorno de la espada debajo. Su cabeza redonda, cortado el pelo al rape, iba descubierta. Nos miró fanfarronamente al pasar, y dio la vuelta a la esquina de la cubierta. Nuestro momento había terminado. Anita dijo convencionalmente:

    —Ha sido muy agradable charlar con usted señor Haljan.
    —Tendremos más ocasiones —dije.
    —Diez días... ¿Usted cree que llegaremos a Ferrok-Shahn según programa?
    —Sí. Eso creo... como le iba diciendo, señorita Prince, usted disfrutará en Marte. Una gente rara que mira al futuro agresivamente.

    Parecía como si tuviera una sensación de opresión. Se revolvió ligeramente en su silla.

    —Sí lo son —dijo vagamente—. Mi hermano y yo conocemos muchos marcianos en el Gran Nueva York —se detuvo repentinamente. ¿Lamentaba lo que había dicho? Así parecía.

    Miko regresaba. Esta vez se paró.

    —A su hermano le gustaría verla, Anita. Me envió para que la llevase a su habitación.

    La mirada que me dirigió tenía una nota de insolencia. Me puse derecho y me sacaba una cabeza de alto.

    —¡Oh!, sí, iré —contestó Anita.
    —La veré de nuevo, señorita Prince —saludé con una reverencia—. Muchas gracias por esta media hora agradable.

    El marciano la llevó alejándose. La pequeña figura de ella parecía la de un niño con un gigante. Daba la impresión, mientras cruzaba la cubierta, en tanto yo les miraba, que él la cogía ásperamente del brazo. Y que ella se apartaba de él temblando de miedo.

    Y no entraron. Como para demostrar que simplemente me la había quitado, se paró junto a una distante ventana de la cubierta y permaneció allí hablando con ella. Una vez la levantó como uno levantaría un chiquillo y le mostró algún objeto distante a través de la ventana.

    ¿Estaba Anita atemorizada de este galanteo del marciano? ¿Y sin embargo, estaba unida a él por alguna fuerza que pudiera tener sobre su hermano? Me sorprendió este extraño pensamiento.


    Capítulo VIII


    El resto de la tarde y la velada fueron de total confusión para mí. Las palabras de Anita, el contacto de mi mano sobre su brazo, el amplio campo que podíamos tener por delante, como reflejo de un país encantado de felicidad que yo había visto en sus ojos, y tal vez ella había visto en los míos... todo esto se agitaba dentro de mí.

    Después de errar por el barco, tuve una breve consulta con el capitán Carter. Ahora estaba genuinamente aprensivo. El Planetara solamente llevaba media docena de proyectores de rayos térmicos, armas de corto alcance, unas pocas armas de cinto, y algunas otras pasadas de moda, prácticamente armas anticuadas de explosivos, además de proyectores de mano con la nueva luz curva de Benson.

    Las armas estaban todas en la sala de derrota de Carter, excepto las pocas que llevábamos nosotros, los oficiales. Carter estaba atemorizado, pero de qué, no estaba seguro. No había pensado que nuestro plan de parar en la Luna pudiera afectar este viaje de ida. Había pensado que cualquier peligro se presentaría a la vuelta, y entonces el Planetara habría estado adecuadamente guardado y tripulado por soldados policías.

    Pero ahora estábamos prácticamente indefensos. Estuve un momento con Venza, pero no tenía nada nuevo que comunicarme. Y durante media hora charlé con George Prince. Parecía un joven alegre y agradable. Casi podía imaginarme que me caía simpático. ¿O era debido a que era el hermano de Anita? Me contó cómo había ansiado ir a Marte con ella. No, nunca había estado allá, me dijo.

    Tenía algún rasgo de la personalidad inocente y seria de Anita. ¿O era un pillo muy inteligente, con oculta ironía en su suave voz y su risita que pudiera así engañarme?

    —Hablaremos de nuevo Haljan. Usted me interesa... lo he pasado muy bien.

    Se alejó lentamente de mí, juntándose al melancólico Ob Hahn, con quien inmediatamente le oí discutir de religión.

    El arresto de Johnson había provocado considerables comentarios entre los pasajeros. Algunos pocos me habían visto arrastrarle hasta el calabozo. El asunto había sido motivo de discusiones toda la tarde. El capitán Carter había puesto un anuncio en el sentido de que en las cuentas de Johnson se había encontrado serios errores, y que el doctor Frank, durante este viaje, actuaría en su lugar.

    Era casi media noche cuando Snap y yo cerramos y sellamos la sala de radio y emprendimos la marcha hacia la sala de derrota, donde nos íbamos a encontrar con el capitán Carter y los otros oficiales. Los pasajeros se habían retirado casi todos. Se estaba jugando una partida en el salón de fumadores, pero la cubierta estaba casi desierta.

    Snap y yo íbamos caminando a lo largo de los corredores interiores. Las puertas de los camarotes estaban todas cerradas. Nuestros pasos resonaban sobre el enrejado metálico del suelo. Snap iba delante de mí. De pronto su cuerpo se elevó por el aire. Subió como un globo hasta el techo, chocó contra él suavemente, y de un solo salto vino volando hasta el suelo donde aterrizó...

    —¿Qué en la condenada...?

    Se estaba riendo mientras se ponía en pie. Pero fue una risa fugitiva. Sabíamos lo que había pasado: ¡Los controles de gravedad artificial de la base de la nave, que por fuerza magnética nos proporcionaba normalidad a bordo, habían sido indebidamente tocados! Justo durante este instante, esta pequeña sección particular de este corredor había estado desconectada. La pequeña masa del Planetara flotando en el espacio, no tenía ninguna fuerza de atracción apreciable sobre el cuerpo de Snap, y el impulso de su paso, cuando alcanzó la zona no magnetizada del corredor, lo había lanzado contra el techo. La zona estaba normal ahora, según lo comprobamos cuidadosamente Snap y yo.

    —¡Eso no funcionó mal por accidente, Gregg! —me dijo sujetándome—. Alguien...

    Nos lanzamos hacia la escalerilla de bajada más próxima. En la desierta sala baja, el panel de controles estaba abandonado. Había aquí una veintena de diales y llaves que gobernaban el magnetismo de las diferentes zonas de la nave. Tendría que haber un operador nocturno, pero había desaparecido.

    Entonces lo vimos, yaciendo sobre el suelo, tendido boca abajo. En el silencio y penumbra del fantástico resplandor de los tubos fluorescentes, permanecimos inmóviles conteniendo nuestra respiración, escudriñando y escuchando. Aquí no había nadie.

    El vigilante no estaba muerto. Yacía inconsciente por un golpe en la cabeza. Era un individuo musculoso. Y en pocos minutos conseguimos hacerle revivir. Una llamada lanzada por medio del zumbador trajo al doctor Frank de la sala de derrota.

    —¿Qué ocurre?
    —Alguien estuvo aquí —expliqué apresuradamente—, experimentando con las llaves magnéticas. Evidentemente no familiarizado con ellas... utilizando una u otra para comprobar su funcionamiento y ver las reacciones sobre los diales.

    Le contamos lo que le había ocurrido a Snap en el pasillo. El vigilante no había salido tan mal del lance, salvo una protuberancia en la cabeza hecha por el invisible asaltante. Le dejamos curándose la cabeza, sentado beligerantemente en su puesto, alerta a cualquier peligro y armado ahora con mi cilindro de rayos térmicos.

    —Pasan cosas extrañas en este viaje —nos dijo—. Toda la tripulación lo sabe. Ahora continúo, pero cuando regrese a casa dejaré esta navegación por las estrellas. De todas formas yo sigo perteneciendo al mar.

    Subimos apresuradamente al nivel superior. Tendríamos ciertamente que planear algo en esta conferencia en la sala de derrota. Este era el primer ataque tangible que habían hecho nuestros adversarios.

    Estábamos sobre la cubierta de pasajeros en dirección a la sala de derrota, cuando los tres nos detuvimos en seco, helados de terror. ¡A través de los departamentos de los pasajeros había resonado un alarido! Un entrecortado grito de mujer atemorizada. Había terror en él. O un grito de agonía, que resonó en el silencio de las apagadas vibraciones de la nave totalmente horrible... Duró un instante... y fue un solo grito prolongado; luego enmudeció abruptamente.

    Y con la sangre latiéndome en las sienes y corriendo como hielo por mis venas, lo reconocí.

    ¡Anita!


    Capítulo IX


    ¡Santo Dios!, ¿qué es eso? —el rostro del doctor Frank se había quedado blanco. Snap parecía una estatua de horror.

    La cubierta estaba parcheada, como siempre, por el resplandor plateado de las portañolas de cubierta. Las sillas estaban esparcidas por cubierta. El alarido había cesado, pero ahora oíamos agitación dentro... el ruido de puertas de cabinas que se abren, y preguntas de los pasajeros atemorizados.

    Por fin logré hablar.

    —¡Anita! ¡Anita Prince!
    —¡Adelante! —gritó Snap—. ¡En su camarote, el A22! —se había lanzado hacia la arcada del vestíbulo.

    El doctor Frank y yo le seguimos. Me di cuenta que pasábamos la puerta y ventana de cubierta de la A22. Pero estaban a oscuras y evidentemente selladas desde el interior. El oscuro vestíbulo parecía un torbellino, con los pasajeros de pie a la puerta de sus cabinas.

    —¡Vuelvan a sus habitaciones! —grité—, queremos orden aquí... ¡Apártense!

    Llegamos a las puertas gemelas de la A22 y la A20. Ambas estaban cerradas. Ahora el doctor Frank se nos había adelantado a Snap y a mí. Hizo una pausa al oír la voz del capitán Carter detrás de nosotros.

    —¿Fue ahí dentro? ¡Esperen un momento!

    Carter se adelantó. Tenía un proyector de rayos térmicos de gran calibre en la mano. Hizo señas de que nos apartáramos a un lado.

    —Déjenme entrar a mí primero. ¿Está la puerta precintada? Gregg, mantenga atrás a esos pasajeros.

    La puerta no estaba precintada. Carter irrumpió dentro de la habitación. Le oí como tartamudeaba: «¡Santo Dios!»

    Snap y yo rechazamos a tres o cuatro pasajeros. Y en aquel instante el doctor Frank, que había estado en la habitación y saliera de nuevo, explicó:

    —Ha habido un accidente! ¡Gregg, vuelva! Snap, ayúdeme a mantener a la multitud apartada —me apartó empujándome a la fuerza.
    —Manténgalos apartados —estaba gritando desde dentro Carter—. ¿Dónde está usted, Frank? ¡Vuelva acá! ¡Envíe un aviso a Balch!

    El doctor Frank volvió a entrar en la habitación y cerró de golpe la puerta de la cabina sobre Snap y sobre mí. Yo no tenía armas, pero Snap, con éstas en la mano, obligó a los pasajeros sobrecogidos de terror a que volvieran a sus habitaciones.

    Snap les tranquilizó locuazmente; pero no sabía más sobre el hecho que yo mismo. Moa, con una camisa de dormir ceñida fuertemente en torno a su delgada figura, avanzó hacia mí.

    —¿Qué ha ocurrido, Set Haljan?

    Miré en derredor en busca de su hermano Miko, pero no le vi.

    —Un accidente —expliqué brevemente—. Vuelva a su habitación, órdenes del capitán.

    Me miró de lado y luego retrocedió. Snap estaba atemorizando a todo el mundo con su cilindro. Balch llegaba precipitadamente.

    —¡Qué demonios! ¿Dónde está Carter?
    —Ahí dentro —golpeé sobre la A22. Se abrió cautelosamente. Solamente pude ver a Carter, pero oí el murmullo de la voz del doctor Frank a través de la puerta de conexión interior con la A20. El capitán gruñó:
    —¡Lárguese, Haljan! Oh, ¿Es usted, Balch? Entre —admitió al oficial más antiguo y cerró la puerta de golpe sobre mí. E inmediatamente volvió a abrirla.
    —Gregg, mantenga a los pasajeros tranquilos. Dígales que todo va bien. La señorita Prince se asustó... eso es todo. Luego vaya al castillo. Dígale a Blackstone lo que ha ocurrido.
    —Pero si no sé lo que ha ocurrido.

    Carter estaba ceñudo y pálido. Susurró:

    —¡Creo que puede resultar ser un asesinato, Gregg! No, todavía no está muerta... el doctor Frank está tratando... no permanezca ahí como un asno, hombre. ¡Vaya al castillo! Compruebe nuestra trayectoria... no... espere...

    El capitán estaba casi incoherente.

    —Espere un minuto. ¡No quiero decir eso! Dígale a Snap que vigile su sala de radio. Ármese usted y guarde nuestras armas.
    —Si... si ella muere... ¿nos avisará? —tartamudeé.

    Me miró de una forma extraña.

    —Ahora mismo iré allá, Gregg.

    Cerró la puerta con un golpe.

    Seguí sus órdenes, pero estaba como en un sueño de horror. El remolino de la nave se calmaba gradualmente. Snap fue para la sala de radio; Blackstone y yo nos sentamos en la diminuta sala de derrota; cuanto tiempo pasó no lo sé. Estaba aturdido. ¡Anita herida! Podría morir... asesinada... Pero, ¿por qué? ¿Por quién? ¿Había estado George Prince en su propia habitación cuando ocurrió el ataque? Me parecía ahora recordar que oyera el suave murmullo de su voz, allá dentro, con el doctor Frank.

    ¿Dónde estaba Miko? Eso me atormentaba. No le había visto entre los pasajeros del vestíbulo.

    Carter entró en la sala de derrota.

    —Gregg, váyase a la cama. Tiene un aspecto horrible.
    —Per...
    —No está muerta. Puede vivir. El doctor Frank y su hermano están con ella. Están haciendo lo que pueden, nos dijo lo que había ocurrido. Anita y George Prince estaban ambos dormidos, cada uno en sus respectivas habitaciones. Alguien, desconocido, había abierto la puerta de Anita que daba al corredor.
    —¿No estaba precintada?
    —Sí. Pero el intruso la abrió.
    —¿La voló? No creí que estuviera rota.
    —No estaba rota. De alguna forma el asaltante logró abrirla, y atacó a la señorita Prince... le disparó en el pecho con un rayo térmico. En el pulmón izquierdo.
    —¿Le disparó?
    —Sí. Pero ella no vio quién lo hizo. Ni tampoco Prince. Su grito le despertó, pero el intruso evidentemente escapó por la puerta del corredor de la A22, de la misma forma que había entrado.

    Permanecí débil y agitado a la puerta de entrada de la sala de derrota. Anita estaba muriendo; y todos mis sueños se desvanecían en el recuerdo de lo que pudieran haber sido.

    Me alegré bastante de salir. Me echaría una hora y luego iría al camarote de Anita. Le pediría al doctor Frank que me permitiera verla.

    Me dirigí a la cubierta de popa donde estaba situado mi cubículo. Mi mente estaba ofuscada, pero algún instinto dentro de mí me hizo comprobar los sellos de la puerta y de la ventana. Estaban intactos. Entré precavidamente, encendí las luces de tubo amortiguadas, y busqué por la habitación. Tenía solamente una litera mi diminuto pupitre, una silla y un guardarropa. Aquí no había ninguna señal de ningún intruso. Puse la alarma a la puerta y a la ventana. Luego conecté el audífono con la sala de radio.

    —¿Snap?
    —Sí.

    Le dije lo de Anita. Carter nos interrumpió desde la sala de derrota: «¡Dejen eso, estúpidos!»

    Corté. Completamente vestido, me arrojé sobre la cama. Anita podría morir...

    Debí de haber caído en un torturado sueño. Me despertó el ruido del zumbador de la alarma. ¡Alguien estaba revolviendo en mi puerta! El zumbador había cesado; el merodeador de fuera debió de haber encontrado la forma de silenciarlo. Pero había hecho su trabajo... me había despertado.

    Había apagado la luz. Mi cubículo estaba negro de Estigia. Un cilindro térmico estaba encima de la repisa de la litera sobre mi cabeza. Lo busqué, lo cogí y lo saqué suavemente.

    Estaba totalmente despierto. Alerta. Podía escuchar un débil chisporrotear... alguien estaba fuera tratando de desprecintar la puerta. En la oscuridad, cilindro en mano, me deslicé silenciosamente fuera de la litera. Me acurruqué junto a la puerta. Esta vez iba a capturar o matar al merodeador nocturno.

    El chisporroteo era débilmente audible. El precinto de la puerta estaba rompiendo. De un impulso alcancé la puerta y la abrí de una sacudida.

    ¡No había nadie! El segmento de cubierta iluminado por la luz de las estrellas estaba vacío. Pero yo salté y golpeé contra un cuerpo sólido, agazapado a la entrada. Un gigante. ¡Miko!

    Su túnica metálica electronizada me quemó en las manos. Le embestí... casi tan sorprendido como él. Disparé, pero el rayo térmico evidentemente no le alcanzó. El choque de nuestro encuentro produjo un cortocircuito en su túnica; se materializó a la luz de las estrellas. Fue un encuentro breve y salvaje. Me golpeó el arma, haciéndola caer de mi mano. Él había dejado caer el soplete de hidrógeno y trató de sujetarme, pero yo esquivé su presa.

    —¡Así que es usted!
    —¡Silencio, Gregg Haljan! Solamente deseo hablar.

    Sin previo aviso, el destello de un fogonazo surgió de un arma que empuñaba. Me acertó. Corrió como hielo a través de mis venas y se apoderó de mis miembros entumeciéndolos.

    Caí indefenso sobre cubierta, con los nervios y músculos paralizados. Mi lengua estaba espesa e inerte, no podía hablar ni moverme. Pero podía ver a Miko inclinándose sobre mí, y oírle:

    —No deseo matarle, Haljan. Le necesitamos.

    Me levantó como un fardo en sus enormes brazos, y me transportó suavemente a través de la desierta cubierta.

    La sala de radio de Snap, en el retículo bajo el domo, estaba diagonalmente sobre nosotros. Una actínica luz blanca brotó de allí... nos iluminó, bañándonos. Snap había estado despierto; había oído el ruido de nuestro encuentro.

    Su voz resonó estridente: «¡Alto! ¡Dispararé!» Su sirena de alarma resonó para alertar a la nave. Su foco se mantuvo sobre nosotros.

    Miko corrió unos pocos pasos. Luego maldijo y me dejó caer, huyendo. Caí como un saco de carburo sobre la cubierta. Mis sentidos se desvanecieron en la oscuridad...


    —Ahora está bien.

    Estaba en la sala de derrota con el capitán Carter, Snap y el doctor Frank, que se inclinaba encima de mí. El médico dijo:

    —¿Puede hablar ahora, Gregg?

    Lo intenté, mi lengua estaba espesa, pero se movía: «Sí». Pronto fui revivido. Me senté, mientras el doctor Frank me frotaba vigorosamente.

    —Estoy bien —y les dije lo que había ocurrido.
    —Sí, lo sabemos —dijo el capitán Carter—. Y también fue Miko el que mató a Anita Prince. Nos lo dijo antes de morir.
    —¡Morir!... —me puse de pie de un salto—. Ella... murió...
    —Sí, Gregg. Hace una hora. Miko entró en su camarote y trató de forzar su amor por ella, pero le rechazó. Entonces la mató...

    Me dejó estupefacto. Y luego, como un torrente, me vino la idea. «Dice que Miko la mató...»

    Me oí a mí mismo tartamudeando:

    —Pero... ¡pero debemos atraparle! —concentré mis sentidos; una oleada de odio me inundaba con un deseo salvaje de venganza.
    —Pero, por Dios, ¿dónde está él? ¿Por qué no le detienen? Lo cogeré... ¡Le mataré!
    —¡Calma, Gregg! —me cogió el doctor Frank.

    El capitán dijo suavemente:

    —Sabemos lo que siente, Gregg. Ella nos lo dijo antes de morir.
    —¡Le traeré aquí ante usted! Pero le mataré. ¡Se lo digo!
    —No. no lo hará, muchacho. No deseamos matarle, ni incluso atacarle. Todavía no. Le explicaremos después.

    Me hicieron sentarme, calmándome...

    Anita había muerto. La puerta resplandeciente del jardín estaba cerrada. Una breve mirada nos había hecho ver, a mí y a ella, lo que podría haber sido. Y ahora estaba muerta...


    Capítulo X


    Al principio no había podido comprender por qué el capitán Carter deseaba dejar a Miko en libertad. Dentro de mí estaba aquel grito de venganza, como si el derribar a Miko aminorara de alguna forma mi propio dolor. Cualquiera que fuera el propósito de Carter, Snap no lo conocía. Pero Balch y el doctor Frank estaban en el secreto del capitán... todos, los tres, preparando algún plan de acción.

    Era evidente de que por lo menos dos de nuestros pasajeros estaban en el complot de Miko y George Prince y trataban de conocer lo que pudieran saber sobre las actividades de Grantline en la Luna... planeando, sin duda, apoderarse del tesoro cuando Planetara se detuviera en la Luna en su viaje de regreso. Yo creía que podrían nombrar aquellos pasajeros enmascarados. Ob Hahn, supuesto místico de Venus. Ranee Rankin, se llamaba a sí mismo prestidigitador americano. Esos dos, Snap y yo estábamos de acuerdo, parecían sospechosos. Y luego estaba el sobrecargo.

    Me senté durante un rato en la cubierta fuera de la sala de derrota con Snap. Luego Carter nos hizo entrar, y nos sentamos escuchando mientras él, Balch y el doctor Frank proseguían con su conferencia. Escuchándoles, no pude por menos de estar de acuerdo de que nuestro mejor plan era proporcionarnos pruebas que acusaran a todos los comprometidos en el complot. Miko, estábamos convencidos, había sido el marciano que nos había seguido a Snap y a mí desde la oficina de Halsey en el Gran Nueva York. George Prince había sido, sin duda, el invisible merodeador de fuera de la sala de radio. Él sabía, y había dicho a los otros que Grantline había encontrado el inapreciable metal en la Luna y que el Planetara pararía allí en su viaje de regreso al hogar.

    Pero no podríamos encarcelar a George Prince por ser un merodeador. Ni teníamos la más ligera evidencia posible contra Ob Hahn o Rankin. E incluso el sobrecargo sería puesto en libertad por el Tribunal Interplanetario de Ferrok-Shahn cuando escuchase nuestras pruebas.

    Solamente quedaba Miko. Podríamos arrestarlo por el asesinato de Anita. Pero si lo hacíamos ahora, los otros serían puestos en guardia. La idea de Carter era dejar a Miko que permaneciera en libertad durante algún tiempo y ver si podíamos identificar e incriminar a sus compañeros. El asesinato de Anita evidentemente no tenía nada que ver con el complot contra el tesoro de la Luna de Grantline.

    —¡Vaya! —exclamó Balch— debe de haber (probablemente hay) grandes intereses marcianos comprometidos en este asunto. Estos hombres de a bordo son solamente emisarios, que están haciendo este viaje solamente para enterarse de lo que puedan. Cuando lleguen a Ferrok-Shahn, darán su informe, y, entonces, tendremos un peligro real en nuestras manos. Un navío ilegal podría fletarse desde Ferrok-Shahn para llegar antes que nosotros a la Luna... ¡Y Grantline está sin la menor idea de que exista peligro alguno!

    Parecía evidente. Los criminales sin escrúpulos en Ferrok-Shahn serían peligrosos en verdad, una vez que conocieran estos detalles sobre Grantline. De forma que ahora se decidió que en los restantes nueve días de nuestro viaje intentaríamos procurarnos pruebas suficientes para arrestar a todos estos conspiradores.

    —Les tendré a todos encerrados cuando aterricemos —declaró ceñudamente Carter—. ¡No darán ninguna información a sus jefes!

    ¡Ah, los fútiles planes de los hombres!

    Y sin embargo, en aquel momento, nos parecían prácticos. Ahora íbamos todos armados doblemente. Proyectores de balas y cilindros de rayos térmicos. Teníamos varios micrófonos de escucha que pensábamos utilizar en la primera ocasión que se presentara.

    Solamente habían transcurrido veinticuatro horas de este viaje accidentado. El Planetara estaba a unos seis millones de millas de la Tierra, que relucía detrás de nosotros como un tremendo gigante.

    El cuerpo de Anita había sido preparado para el entierro. Georges Prince aún seguía en su habitación. Glutz, el afeminado y pequeño peluquero, que se enriquecía actuando como doctor en belleza para las pasajeras y que, en su juventud, había sido enterrador, había ido con el doctor Frank a preparar el cadáver.

    Existían horribles detalles en los que trataba de no pensar. Permanecía sentado entumecido en la sala de derrota.

    Un entierro astronómico... había pocos antecedentes de ello. Me arrastré hasta la cubierta de popa donde, a las cinco de la mañana tuvo lugar la ceremonia.

    Éramos un pequeño grupo solemne, reunidos allí a la jaquelada luz de las estrellas con la gran bóveda de los cielos en torno nuestro. Un proyector electrónico desmantelado (necesario cuando se montaba un cañón de largo alcance) había sido situado en una de las portañolas de cubierta.

    Sacaron el cuerpo. Permanecí apartado, mirando de mala gana al pequeño bulto, envuelto como una momia en una pantalla de tela metálica. Un trozo de seda negra permanecía sobre su rostro. Cuatro camareros de las cabinas la llevaban, y, a su lado, caminaba George Prince. Le cubría un largo traje negro, pero su cabeza iba descubierta. De pronto me recordó al antiguo personaje de teatro Hamlet. Su pelo negro y ondulado; su pálido rostro finamente cincelado, ajustado ahora a una estampa adusta de patricio. Y al mirar, me di cuenta que por mucho que tuviera de villano este hombre, en este momento, caminando al lado del cuerpo de su hermana, iba ahogado por el dolor. Sabíamos del cariño por su hermana, con quien había vivido desde la niñez y, al verlo ahora, nadie podía dudarlo.

    La pequeña procesión se detuvo en un claro de luz de las estrellas junto a la portañola. Posaron el cuerpo sobre un grupo de sillas. El capellán, vestido de negro, levantado de su cama y todavía temblando por la excitación de esta repentina muerte inexplicable a bordo, rezó una breve oración, corta y solemne.

    Una llamada: «Que el poderoso Señor de todos estos resplandecientes mundos guardase el alma de esta dulce joven, cuyos restos mortales volvían ahora a Él.»

    ¡Ah!, si alguna vez Dios parecía andar cerca, fue ahora, en este instante, sobre la cubierta iluminada por la luz de las estrellas flotando en el negro vacío del espacio.

    Entonces Carter, durante solo un instante, quitó la negra mortaja de su rostro. Vi a su hermano mirar fijamente en silencio; le vi erguirse y depositar un beso... luego se volvió. No quería mirar, pero me encontré a mí mismo moviéndome lentamente hacia adelante.

    ¡Yacía tan hermosa! Su rostro blanco y en calma y lleno de paz en la muerte. Se me nubló la vista.

    —Calma, Gregg —me estaba susurrando Snap. Tenía un brazo en torno de mí—. Ven acá:

    Amarraron el sudario sobre su rostro. No le vi mientras metían el cuerpo en el tubo, lo enviaban a través de la cámara de vacío y lo dejaban caer.

    Un momento más tarde lo vi, un paquete pequeño y alargado revoloteando en torno nuestro. Estaba quizás a un ciento de pies de distancia, dando vuelta a nuestro alrededor. Sostenido por la masa de Planetara, se había convertido momentáneamente en nuestro satélite. Giraba en nuestro torno como una luna. Horrible satélite que nos seguiría siempre, por las leyes de la naturaleza.

    Después, desde otro tubo de la proa, Blackstone hizo funcionar un pequeño proyector de rayos zetaco. Su tenue luz aprisionó el paquete que flotaba, neutralizando su envoltura metálica.

    Salió despedido en una tangente. Acelerando. Cayendo libre en el domo de los cielos. Un cuadrilátero negro giratorio. Pero en un momento la distancia lo hizo disminuir hasta convertirse en un punto. Una mota opaca de plata con él, brillando sobre ella. Una mácula de polvo de la Tierra humano, cayendo libre...

    Se desvaneció Anita... se había ido.


    Capítulo XI


    Me volví apartándome de cubierta. ¡Miko estaba cerca de mí! ¡Así que se había atrevido a mostrarse entre nosotros! Pero me di cuenta que él no podía tener conocimiento de que nosotros supiéramos que él era el asesino. George Prince había estado durmiendo y no había visto a Miko con Anita. Miko, con rabia impulsiva, había disparado a la chica y había escapado. Sin duda alguna ahora se estaba maldiciendo por haberlo hecho. Y muy bien podía suponer que Anita había muerto sin recobrar el conocimiento y decir quién la había matado.

    Ahora me miraba de lado. Durante un instante pensé que se me acercaría para hablarme. Aunque probablemente consideraba que no se sospechaba de él como el asesino de Anita, se daba cuenta, naturalmente, que su ataque a mí era conocido. Debía de preguntarse qué medidas iban a tomarse.

    Pero no se me acercó. Se alejó y fue adentro. Moa había estado cerca de él; y como si lo hubiera convenido con él, me abordó.

    —Deseo hablarle, Gregg Haljan.
    —Adelante.

    Sentía una aversión instintiva por esta marciana. Aunque no desagraciada. Más de seis pies de alta, derecha y delgada. Pelo suave y rubio. Un rostro más bien hermoso; no gris como el corpulento Miko, sino rosa y blanco; con labios firmes, pero femeninos también. Ahora estaba sonriendo gravemente. Sus ojos azules me miraban penetrantemente. Suavemente dijo:

    —Un hecho lamentable, Gregg Haljan. Y misterioso. No le preguntaría.
    —¿Es eso todo lo que tiene que decir? —pregunté.
    —No. Usted es un hombre apuesto, Gregg —atractivo para las mujeres— para cualquier marciana.

    Lo dijo impulsivamente. En su cara se reflejaba la admiración por mí... un hombre no puede pasarlo desapercibido.

    —Gracias.
    —Quiero decir que me gustaría ser su amiga. Mi hermano Miko lamenta mucho lo que pasó entre él y usted esta mañana. Solamente deseaba hablarle, y fue a la puerta de su camarote...
    —Con una lámpara de soldar para romper su precinto —intervine.

    Hizo un gesto con la mano como para apartar aquello y prosiguió.

    —Temía que no le admitiera. Le dijo que no le haría daño.
    —¡Y por eso me lanzó uno de sus rayos marcianos paralizadores!
    —Lo lamenta.

    Parecía estar evaluándome, tratando, sin duda, de descubrir qué represalia sería tomada contra su hermano. Tuve la seguridad de que Moa era tan activa como un hombre en cualquier plan que estuviera fraguándose para capturar el tesoro de Grantline. Miko, con su temperamento ingobernable, estaba haciendo cosas que ponían sus planes en peligro.

    —¿De qué quería hablarme su hermano? —pregunté.
    —De mí —fue la sorprendente respuesta—. Yo lo envié. Una joven marciana va detrás de lo que desea. ¿Sabía usted eso?

    Giró sobre sus talones y se alejó. Quedé confundido por aquello. ¿Era por eso por lo que Miko me había derribado y me llevaba? No lo creía. No podía creer que todos estos incidentes estuvieran desconectados de lo que nosotros sabíamos era la principal tendencia oculta. Me deseaban, y habían tratado de capturarme para alguna cosa.

    El doctor Frank me encontró solo, como un alma en pena.

    —Acuéstese, Gregg. Tiene un aspecto horroroso.
    —No tengo ganas de ir a la cama.
    —¿Dónde está Snap?
    —No lo sé. Estaba aquí hace un poco —no le había visto desde el entierro de Anita.
    —El capitán desea verle —dijo.

    Dentro de una hora la sirena levantaría a los pasajeros. Yo estaba sentado en una esquina apartada de cubierta, cuando se acercó George Prince. Pasó junto a mí, una figura vestida de oscuro, ligera y melancólica. Llevaba puestas botas altas y gruesas. Una capucha le cubría la cabeza, pero cuando me vio la echó hacia atrás y se dejó caer al lado mío.

    Durante un momento no habló. Su cara parecía pálida a la tenue luz de las estrellas.

    —Ella dijo que usted la amaba.

    Su voz suave sonaba gutural por la emoción.

    —Sí —dije contra mi voluntad. Allí parecía como si se formara un lazo que nos uniera a este hermano desolado y a mí. Añadió tan suavemente que apenas podía oírle:
    —Eso le hace, yo creo, casi mi amigo. Y usted pensaba que era mi enemigo.

    Me abstuve de contestar. Una lengua incauta hablando bajo las emociones es algo peligroso. Y yo no estaba seguro de nada.

    Él prosiguió:

    —Casi mi amigo. Pues... nosotros dos la queríamos, y ella nos amaba a los dos —apenas si estaba musitando las palabras—. Y hay a bordo uno a quien ambos odiamos.
    —¡Miko! —exclamé violentamente.
    —Sí. Pero no lo diga.

    Otro silencio cayó entre los dos. Echó hacia atrás las negras ondas de la frente.

    —¿Tiene usted un micrófono de escucha, Haljan?
    —Sí —dudé al contestar.
    —Estaba pensando... —se inclinó acercándose—. Si dentro de media hora puede utilizarlo sobre la cabina de Miko... Le diría más que ningún otro. La cabina estará aislada, pero encontraré la forma de desconectar ese aislamiento de forma que usted pueda oír.

    Así que George Prince se había vuelto con nosotros. El choque de la muerte de su hermana... él mismo aliado con el asesino... había sido demasiado para él. ¡Estaba con nosotros!

    Aunque su ayuda debía ser dada en secreto. Miko le mataría instantáneamente si llegara a saberlo. Había estado vigilando la cubierta. Ahora se puso en pie.

    —Creo que eso es todo.

    Mientras se alejaba, yo murmuré: «Muchas gracias...»

    El nombre Set Miko brillaba sobre la puerta. Estaba en un corredor transversal similar al A22. El corredor se dirigía desde el vestíbulo y daba a una pequeña biblioteca circular.

    La biblioteca estaba vacía, y sin luz, en penumbra, con sólo luces reflejadas de los pasillos próximos. Me agaché junto a un estuche cilíndrico. La puerta de la habitación de Miko estaba a la vista.

    Esperé durante quizá quince minutos. No entró nadie. Luego me di cuenta de que sin duda los conspiradores estaban ya allí. Posé mi diminuto aparato de escucha sobre el suelo de la habitación-biblioteca, a mi lado, conecté su pequeña batería y enfoqué el proyector. ¿Estaba aislada la habitación de Miko? No podía decirlo. Había una pequeña rejilla de ventilación encima de la puerta. A través de esta abertura, si la habitación estaba aislada, un pequeño resplandor o brillo aparecería. Y habría un ligero zumbido. Pero a esta distancia yo no podía ver u oír tales detalles, y temía aproximarme más. Una vez en el corredor transversal, ni tendría ningún lugar donde ocultarme, ni forma de huida. Si alguien se aproximaba a la puerta de Miko, estaría atrapado.

    Conecté la corriente al aparato. Recé para que si la corriente se encontraba con alguna interferencia, el ligero ruido pasara desapercibido. George Prince había dicho que buscaría la oportunidad de desconectar la habitación. Evidentemente, lo había hecho. Inmediatamente capté los sonidos del interior; mis auriculares vibraban con ellos. Y con dedos temblorosos sobre el pequeño dial en medio de mis rodillas mientras estaba acurrucado en la oscuridad detrás del estuche cilíndrico, lo sincronicé.

    —Johnson es un estúpido —era la voz de Miko—. Debemos de obtener la contraseña.
    —Él la cogió de la sala de radio —era una voz de hombre que al principio me desconcertó, luego la reconocí: Ranee Rankin.
    —Es un estúpido —decía Miko—. Paseándose por esta nave como si llevara letras reluciéndole en la frente: «Vigiladme... necesito que me vigilen». ¡Ah! ¡No es de asombrarse el que le detuvieran!
    —Nos hubiera dado los documentos —dijo la voz de Rankin—. No debemos de reprochárselo demasiado. ¿Qué daño...?
    —Oh, yo le libertaré —declaró Miko—. ¿Qué daño? Ese asno rebuznador nos hizo mucho daño. Ha perdido la contraseña. Mejor lo hubiera dejado en la sala de radio.

    Moa estaba en la habitación. Su voz dijo:

    —Tenemos que conseguirla. El Planetara, en un viaje tan importante como éste pudiera estar vigilado.
    —Sin duda que lo está —dijo Rankin suavemente—. Debemos conseguir la contraseña. Cuando tengamos el control de esta nave...

    Sentí que un estremecimiento me recorría. ¿Estaban tramando probar de apoderarse de la nave? ¿Ahora? Así parecía.

    —Johnson sin duda la aprendió de memoria —estaba diciendo Moa—. Cuando le saquemos...
    —Hahn tiene que hacer eso, cuando se dé la señal —añadió Miko—. George podría hacerlo mejor, tal vez.

    Y entonces oí a George Prince por primera vez.

    —Lo intentaré.
    —No es necesario —dijo inesperadamente Miko.

    No podía ver lo que estaba ocurriendo. Una mirada, tal vez, que Prince no había podido evitar dirigir a este hombre que había llegado a odiar. Miko sin duda la viera, y le asaltó el violento carácter del marciano.

    —¡Dejad eso! —dijo apresuradamente Rankin.
    —¡Déjale, estúpido! ¡Siéntate!

    Podía oír el ruido de una pelea. Un golpe... un grito, medio contenido, de George Prince.

    —No le haré daño —decía la voz de Miko—. ¡Pusilánime cobarde! ¡Miradle! Odiándome... ¡Atemorizado!

    Podía imaginarme a George Prince sentado allí con el ansia de matar en el corazón, y a Miko increpándole:

    —¡Me odia ahora, porque maté a su hermana!
    —¡Silencio! —exclamó Moa.
    —¡No callaré! ¿Por qué no iba a decirlo? Y te diré alguna cosa más, George Prince. ¡No era a Anita a quien disparaba, sino a ti! No tenía otras intenciones para ella más que el amor. Si no te hubieras entrometido...

    Esto era diferente de lo que nos habíamos figurado. George Prince había entrado desde su propia habitación, había intentado rescatar a su hermana, y en la lucha, Anita había recibido el disparo en lugar de George.

    —Yo incluso ni sabía que le había alcanzado —estaba diciendo Miko—. Ni lo supe hasta que oí decir que estaba muerta —y añadió burlonamente—: Confiaba en que fuera a ti a quien diera, George. Y te diré esto: tú no me odias más de lo que yo te odio a ti. Si no fuera por tu conocimiento de los minerales...
    —¿Va a ser esto una disputa personal? —interrumpió Rankin—. Creía que estábamos aquí para planear...
    —Está planeado —dijo Miko secamente—. Doy órdenes. No proyectos. Ahora estoy esperando el momento... —se detuvo.
    —¿Sabe Rankin que ningún daño ha de ocurrirle a Gregg Haljan? —dijo Moa.
    —Sí —contestó Rankin—. Y a Dean. Necesitamos a los dos, naturalmente. Pero uno no puede hacer que Dean envíe mensajes si rehúsa hacerlo, ni que Haljan dirija la nave.
    —Sé lo suficiente para dominarles —dijo torvamente Miko—. No me engañarán. Y me obedecerán, no temas. Un pequeño toque de sulfúrico —su risa era horrible—. Esto hace al más testarudo muy complaciente.
    —Desearía —dijo Moa— que tuviéramos a Haljan escondido a salvo. Si se le hiere... o se le mata...

    De forma que era por eso por lo que Miko había tratado de capturarme. Para mantenerme a salvo de forma que pudiera dirigir la nave.

    Se me ocurrió que debería ponerme en contacto con Carter inmediatamente. Había un complot para apoderarse del Planetara... pero, ¿cuándo?

    Quedé helado del horror de la sorpresa.

    Los diafragmas en mis oídos resonaron con las palabras de Miko:

    —He fijado el momento para... dentro de dos minutos...

    Parecía que había sorprendido a Rankin y a George Prince tanto como a mí. Ambos exclamaron:

    —¡NO!
    —¿No? ¿Por qué? ¡Todo el mundo está en sus puestos...!
    —¡No! —repitió Prince.
    —Pero podemos confiar en ellos —decía Rankin—. Los camareros... la tripulación...
    —¡Ocho de ellos son nuestros hombres! ¿No lo sabía Rankin? Han estado a bordo del Planetara durante varios viajes. Oh, éste no es un asunto planeado precipitadamente, incluso aunque os lo haya comunicado tan recientemente. Usted y Johnson... ¡Vive Dios!

    Hubo un revuelo en el camarote. Me agazapé, tenso. ¡Miko había descubierto que había sido desconectado el aislamiento! Evidentemente. Se había puesto de pie de un salto. Oí cómo derribaban una silla y al marciano rugir:

    —¡Está desconectado! ¿Hiciste tú eso, Prince? Por Dios, que si yo pensara...

    Mi aparato quedó repentinamente mudo cuando Miko restableció el aislamiento. En la confusión perdí los sentidos. Debería haber instantáneamente desconectado mis vibraciones. Había una interferencia, parecía, en el espacio oscuro de la rejilla del ventilador sobre la entrada de la habitación de Miko: un zumbido en el aire, allí... un remolino de chispas.

    Oí con mis oídos, sin ayuda del auricular, el rugido de Miko por encima del aislamiento.

    —¡Santo cielo! ¡Están escuchando!

    El alarido de las sirenas de mano sonó desde su camarote. Resonó en toda la nave. ¡Su señal! Oí cómo la contestaban desde algún punto lejano. Y luego un disparo: un alboroto en los corredores inferiores...

    ¡El ataque al Planetara había comenzado!

    Me puse de pie. Los gritos de los pasajeros sorprendidos sonaban y por todas partes había comenzado el estruendo.

    Permanecí momentáneamente aturdido. La puerta del camarote de Miko se abrió repentinamente. Él estaba allí, con Rankin, Moa y George Prince rodeándole. Me vio.

    —¡Tú, Gregg Haljan!

    Vino hacia mí a saltos.


    Capítulo XII


    Me cogió totalmente por sorpresa. Hubo un instante en que permanecí entumecido, buscando un arma desmañadamente en mi cinturón, sin decidirme entre correr o hacer frente. Miko estaba a no más de veinte pies de mí. Contuvo su anterior ímpetu. La luz de un tubo de encima de su cabeza le daba de lleno; vi en su mano el cilindro proyector de su rayo paralizador.

    Saqué mi cilindro térmico del cinturón, y disparé sin apuntar. Mi diminuto destello de calor brilló. Debió de haber rozado la mano de Miko. Su rugido de rabia y dolor resonó por encima del tumulto. Dejó caer su arma; luego se agachó para recogerla. Pero Moa se le anticipó. Había saltado y la cogió.

    —¡Cuidado! ¡Estúpido! Me prometiste que no le harías daño.

    Era una confusión de acción rápida. Rankin había vuelto y se alejaba velozmente. Vi a George Prince dar un traspié medio delante de Miko y Moa que luchaban. Y oí ruido de pisadas a mi lado. Una mano me cogió, sacudiéndome.

    Por encima del alboroto, resonaba la voz de Prince:

    —¡Gregg Haljan!

    Recuerdo que tuve la impresión de que Prince estaba atemorizado. Había medio caído delante de Miko. Y se oía la voz de éste:

    —¡Soltadme!

    Era Balch quien me cogía.

    —¡Gregg! Por aquí... ¡Corre! ¡Sal de aquí! ¡Te matará con ese rayo!

    El rayo de Miko relampagueó, pero George Prince le había golpeado el brazo. No me atreví a disparar de nuevo. Prince estaba en medio. Balch, que estaba desarmado, me empujó violentamente hacia atrás.

    —¡Gregg! ¡La sala de derrota!

    Di media vuelta y eché a correr, con Balch en pos mío. Prince había caído o había sido derribado por Miko. Me siguió un destello desde el arma de Miko, pero falló de nuevo. No me persiguió. En vez de eso echó a correr en dirección opuesta, a través de la puerta lateral de la biblioteca.

    Balch y yo nos encontrábamos en la biblioteca. Por todas partes había pasajeros atemorizados gritando. El lugar se encontraba en una confusión loca, mientras resonaban por toda la nave los gritos.

    —¡Para la sala de derrota, Gregg!
    —¡Volved a vuestras habitaciones! —grité a los pasajeros.

    Seguí a Balch. Pasamos corriendo la arcada que conducía a cubierta. A la luz de las estrellas vi figuras que se escabullían hacia popa, pero ninguna estaba próxima a nosotros. La cubierta, por delante, estaba en penumbra con oscuras sombras. Las ventanas y puerta de la sala de derrota parecían azul-amarillento por los tubos de luz de dentro. Nadie parecía estar en cubierta en aquella parte. Y entonces, cuando nos aproximábamos, vi más adelante, hacia la proa, la puerta de la escotilla del calabozo abierta. Johnson había sido liberado.

    Desde una de las ventanas de la sala de derrota silbó un rayo térmico. No nos acertó por poco. Balch gritó:

    —¡Carter... no dispare!
    —Oh, es usted, Balch... y Haljan... —exclamó el capitán.

    Salió a cubierta mientras nosotros nos precipitábamos dentro. Su brazo izquierdo oscilaba, fláccido.

    —Dios... esto... —no siguió adelante. Desde el castillo de encima un diminuto reflector se iluminó descubriéndonos. Teóricamente, Blackstone debiera de estar de servicio allí con un patrón de ruta en los controles. Sin embargo, al mirar hacia arriba, vi, iluminados por las luces de la tórrela, la figura de Ob Hahn con sus vestiduras púrpuras y blancas, y a Johnson, el sobrecargo.

    Y sobre el balconcillo de la torreta, dos hombres caídos... Blackstone y el patrón de ruta.

    Johnson estaba dirigiendo el reflector sobre nosotros. Y Hahn disparaba un rayo marciano. Le dio a Balch, que estaba a mi lado. Cayó.

    —¡Adentro..., Gregg! ¡Entre!

    Me detuve para levantar a Balch. Brotó otro destello. Un rayo térmico esta vez. Dio al caído Balch de lleno en el pecho, atravesándolo. El olor que su carne quemada despedía hizo que me mareara. Estaba muerto. Dejé caer su cuerpo. Carter me empujó dentro de la sala de derrota.

    Dentro de la pequeña habitación blindada de acero, Carter y yo corrimos la puerta, cerrándola. Estábamos solos allí. El hecho había ocurrido en una forma tan rápida que había cogido al capitán Carter, como a todos nosotros, totalmente desprevenidos. Nos habíamos adelantado con el espionaje por medio de elementos de escucha, pero no a este acto de bandolerismo. No había pasado más que un minuto o dos desde que la sirena de Miko en su camarote había dado la señal de ataque. Carter había estado en la sala de derrota. Blackstone estaba en la torreta. Al principio de la confusión, Carter se había precipitado fuera para ver cómo Hahn liberaba a Johnson del calabozo. Desde la ventana delantera de la sala de derrota ahora podía ver donde Hahn con un soplete había roto los precintos del calabozo. El soplete estaba tirado sobre cubierta. Había habido un intercambio de disparos; el brazo de Carter estaba paralizado; Johnson y Hahn habían escapado.

    Carter estaba tan confuso como yo. Simultáneamente había habido un encuentro en la torreta. Blackstone y el patrón de ruta habían sido muertos. Al vigía le habían disparado en su puesto de observación delantero. El cuerpo se balanceaba ahora retorcido, medio dentro y medio fuera de la ventana.

    Podíamos ver a varios de los hombres de Miko —en otro tiempo miembros de nuestra tripulación y del cuerpo de camareros— deslizándose desde el castillo a lo largo del puente superior hacia la sala de radio oscura y silenciosa. Snap estaba allí arriba. Pero, ¿estaba? La sala de radio brilló repentinamente con una luz tenue, pero no había ninguna evidencia de lucha allí. La pelea parecía principalmente desarrollarse debajo de cubierta, abajo en los corredores del casco.

    Una mezcla de sonidos de horror llegó hasta nosotros. Alaridos, gritos y el siseo y restallido de las armas de rayos. Nuestra tripulación (al menos aquellos que eran leales) estaban ofreciendo resistencia abajo. Pero fue breve. Al cabo de un minuto se había apagado. Los pasajeros, en el centro de la nave, en al superestructura, continuaban gritando. Entonces, por encima de ellos, resonó el rugido de Miko.

    —¡Silencio! Vayan a sus habitaciones y no se les hará daño.

    Los bandoleros en estos pocos minutos se habían apoderado del control de la nave. Todo menos esta pequeña sala de derrota, donde, con la mayoría de las armas de la nave, nos habíamos atrincherado Carter y yo.

    —¡Dios, Gregg, que nos haya ocurrido esto a nosotros!

    Carter estaba rebuscando entre las armas de la sala de derrota.

    —Aquí, Gregg. Ayúdeme. ¿Qué tiene usted? ¿Un rayo térmico? Eso es todo lo que tengo dispuesto.

    Me sorprendió mientras le ayudaba a hacer las conexiones que Carter en esta crisis era, en el mejor de los casos, un jefe eficiente. Su roja cara se había vuelto salpicada de púrpura; y sus manos estaban temblando. Un competente capitán de una pacífica nave de línea, ahora se encontraba perdido. Pero no podía reprochárselo. Es fácil de decir que debiéramos haber tomado precauciones, hecho esto o aquéllo, y salir triunfantes del ataque. Pero solamente los tontos miran atrás y dicen: «Yo lo habría hecho mejor.»

    Traté de controlar mis nervios. La nave estaba perdida para nosotros a menos que Carter y yo pudiéramos hacer algo. ¡Nuestras inútiles armas! Todas estaban aquí... cuatro o cinco proyectores de mano de rayos térmicos que podían lanzar un rayito a cien pies aproximadamente. Disparé uno diagonalmente hacia la torreta donde Johnson estaba mirando burlonamente a nuestra ventana de atrás, pero vio mi gesto y se dejó caer fuera de vista. El destello térmico pasó inofensivamente y dio en la habitación de la torreta. Luego a través de la ventana de la torreta apareció un destello brillante... una electrobarrera. Y detrás de ella, apareció el suave rostro maligno de Hahn. Gritó hacia abajo:

    —Tenemos orden de respetarle la vida, Gregg Haljan... o sino le hubiéramos matado hace tiempo.

    Mi respuesta golpeó en su barrera con una lluvia de chispas, detrás de la cual permaneció sin moverse.

    —Gregg, prueba con ésta —dijo Carter, entregándome otra arma.

    Apunté el viejo proyector de explosivos; Carter se agazapó a mi lado. Pero antes de que pudiera oprimir el gatillo, desde algún lugar de la cubierta iluminada por las estrellas un electrodestello me golpeó. Explotó el pequeño rifle, rota la recámara. Caí hacia atrás sobre el suelo, sintiendo el hormigueo de la sacudida de la corriente hostil. Tenía las manos ennegrecidas por la explosión de la pólvora.

    —Inutilizado. ¿Está herido? —dijo Carter, cogiéndome.
    —No.

    Las estrellas a través de las ventanas del domo parecían dar vueltas. Un amplio giro..., las sombras y los diseños de la cubierta iluminada por las estrellas estaban todas cambiadas. El Planetara girando. Los cielos rotaban en un gran giro circular de movimiento; luego quedaron fijos cuando cogimos nuestra nueva trayectoria.

    Hahn, en la torreta de control, nos había hecho dar la vuelta. La Tierra y el Sol brillaban sobre nuestro cuadrante de proa. La luz del Sol se mezclaba rojo-amarillento con la brillante luz de las estrellas. Se oían las señales de Hahn, y también cómo eran contestadas desde las salas de máquinas abajo. Los bandoleros tenían el control total. Las placas de gravedad estaban fijadas en la nueva posición: estábamos en nuestra trayectoria. Dirigiéndonos un punto o dos desviados de la Tierra. ¿No nos dirigíamos a la Luna? Me sorprendió.

    Carter y yo no estábamos proyectando nada. ¿Qué había que planear? Estábamos bajo observación. Un rayo paralizador marciano... o en un destello electrónico, con mucho más mortífero que nuestras diminutas armas... nos hubieran golpeado en el instante en que tratáramos de abandonar la sala de derrota.

    Mis pensamientos se vieron interrumpidos por un grito desde abajo de la cubierta. En una esquina de la superestructura de la cabina apareció la figura de Miko. Una proyección de radiaciones le colgaba en torno a él como un manto resplandeciente. Se oyó su voz:

    —Gregg Haljan, ¿se rinde?

    Carter se puso en pie de un salto desde donde él y yo habíamos estado agachados. Contra toda razón de seguridad se inclinó fuera de la ventana, agitando su gigantesco puño.

    —¿Rendirse? ¡No! Aquí soy yo el que manda, ¡pirata! ¡Bandido...! ¡Asesino!

    Lo arrastré hacia atrás precipitadamente.

    —Por amor de Dios...

    Estaba balbuceando, y por encima de ello se oyó la sardónica risa de Miko.

    —¿Vamos a discutir eso?
    —¿Qué quiere usted decir, Miko? —pregunté yo levantándome.

    Detrás de él apareció la alta figura delgada de su hermana. Le estaba sujetando. Él se volvió violentamente.

    —¡No le haré daño a él! Gregg Haljan... ¿es esto una tregua? ¿No disparará? —estaba cubriendo a Moa.
    —No —grité—. Por el momento, no. Una tregua.
    —¿Qué es lo que desea decir?

    Podía oír el murmullo de los pasajeros que estaban apelotonados en la cabina guardados por los bandidos. George Prince, con la cabeza descubierta, pero guarecido en su capa, apareció en un claro de luz detrás de Moa. Miró en mi dirección y luego se retiró.

    —Usted debe rendirse —dijo a voces Miko—. Le necesitamos, Haljan.
    —Sin duda —me burlé.
    —Vivo. El matarle es fácil.

    No podía dudar de aquello. Carter y yo éramos poco más que ratas en una trampa... Pero Miko deseaba cogerme vivo, eso no era tan simple. Añadió persuasivamente:

    —Necesitamos que pilote para nosotros. ¿Querrá?
    —No.
    —¿Quiere ayudarnos, capitán Carter? Dígale a su cachorro, ese Haljan, que se rinda.
    —Largo de ahí —rugió Carter—. ¡No hay ninguna tregua!

    Aparté a un lado el proyector que tenía apuntado.

    —Espere un minuto, Miko. ¿Pilotarles adonde?
    —Esa es cuestión nuestra. Cuando salga aquí, le daré la ruta.

    Me di cuenta que toda esta plática era un truco de Miko para cogerme vivo. Había hecho una seña. Hahn, que le observaba desde la ventanilla de la torreta, sin duda alguna pasó una señal a los pasillos del casco. El control del magnetizador bajo la sala de derrota fue alterado, nuestra gravedad artificial desconectada. Sentí una repentina ligereza. Me así a la contraventana y permanecí pegado. Carter fue sorprendido en un movimiento incauto. Fue lanzado dentro de la habitación, batiendo los brazos y piernas.

    Y al otro lado de la sala de derrota, en la ventana opuesta, sentí más que vi la silueta de algo. ¡Una figura casi invisible, pero no del todo, estaba tratando de entrar trepando! Lancé el rifle vacío que estaba sosteniendo. Golpeó en algo sólido en la ventana. En medio de un resplandor de chispas una figura encapuchada de negro se materializó. ¡Un hombre había entrado trepando!

    Resonó su arma. Hubo un diminuto destello electrónico, mortalmente silencioso. El intruso había disparado a Carter, acertándole. Carter soltó un grito raro. Había descendido hasta el suelo, pero con el movimiento convulsivo cuando fue alcanzado le lanzó al techo. Su cuerpo golpeó, se retorció, rebotó atrás y quedó inerte sobre la rejilla del suelo casi a mis pies.

    Me cogí al alféizar. Al otro lado de la habitación, sin gravedad, el intruso también se estaba sujetando. Su capucha, caída hacia atrás. Era Johnson.

    —Le maté, ¡el fanfarrón! Ahora para ti, señor tercer oficial Haljan.

    Pero no se atrevió a dispararme. Miko se lo había prohibido. Lo vi buscando debajo de su capa, sin duda un rayo paralizador de pequeña potencia. Pero nunca llegó a sacarlo. No tenía ningún arma al alcance. Me incliné hacia dentro de la habitación aún sosteniéndome al alféizar, y doble mis piernas debajo de mí. Y di una patada a la ventana.

    La fuerza me lanzó catapultado a través del espacio de la habitación como un planeador. Golpeé en el sobrecargo. Nuestros cuerpos entrelazados luchando rebotaron dentro de la habitación. Dimos contra el suelo, giramos como globos contra el techo, le golpeamos con un brazo o una pierna y volvimos flotando.

    ¡Combate grotesco y anormal! Como luchar en el agua sin notar el peso. Johnson empuñó el arma, pero le retorcí su muñeca, y mantuve el brazo estirado de forma que no pudiera apuntarla. Percibía la voz de Miko gritando desde la cubierta de fuera.

    La mano izquierda de Johnson se estaba ensañando en mi cara, con los dedos tratando de hundirles en mis ojos. Nos abalanzamos hacia abajo.

    Le retorcí la muñeca. Dejó caer el arma, que cayó lejos. Traté de alcanzarla, pero no pude... Entonces le agarré por el cuello. Yo era más fuerte que él y más ágil. Traté de ahogarle, tenía su grueso cuello entre mis dedos. Daba patadas, se revolvía y me laceraba brutalmente. Trató de gritar, pero terminó en un estertor. Y entonces, cuando notó que le faltaba la respiración, subió las manos en un esfuerzo de apartar las mías. Nos revolcamos contra el suelo. Momentáneamente estuvimos derechos. Sentí cómo un pie tocaba en el suelo. Doble las rodillas. Nos hundimos más y entonces di un fuerte impulso por una patada hacia arriba Nuestros cuerpos entrelazados salieron disparados hacia el techo. La cabeza de Johnson estaba encima de la mía. Golpeó el techo de acero de la sala de derrota. Fue un golpe violento. Noté como repentinamente quedaba fláccido. Le aparté y, doblando mi cuerpo, golpeé con un pie contra el techo. Esto me envió diagonalmente hacia abajo hacia la ventana, donde me así.

    Y vi a Miko de pie sobre cubierta con un arma que me apuntaba.


    Capítulo XIII


    ¡Haljan! ¡Ríndase o disparo! Moa, dame uno más pequeño.

    Tenía en la mano un proyector demasiado grande. Su rayo me mataría. Si deseaba cogerme vivo no dispararía. Me arriesgué.

    —¡No! —traté de arrastrarme debajo de la ventana. En el suelo estaba un proyector automático donde lo había dejado caer Carter. Tiré por mí hacia abajo. Miko no disparó. Alcancé el arma. Los cuerpos del capitán y de Johnson se habían amontonado juntos sobre el suelo en el centro de la habitación.

    Me acoplé de nuevo a la ventana. Con el arma levantada miré cautelosamente fuera. Miko había desaparecido. La cubierta, dentro de mi campo de vista, estaba vacía.

    ¿Pero lo estaba? Algo me decía que recelase. Me afirmé al alféizar dispuesto al primer momento a empujarme hacia abajo. Hubo un movimiento en una sombra a lo largo de la cubierta. Luego se levantó una figura.

    —¡No dispare, Haljan!

    La aguda orden, casi una súplica, detuvo la presión de mi dedo. Era el alto y larguirucho inglés, sir Arthur Conisten, como se hacía llamar. ¡De forma que también él era uno de los hombres de Miko!

    —Si usted dispara, Haljan, y me mata... Miko entonces seguro que le matará.

    Desde donde él había estado agazapado no podía dominar mi ventana. Pero ahora, a continuación de sus aplacadoras palabras, repentinamente disparó. La poca potencia del rayo, de haberme alcanzado, me habría derribado sin matarme. Pero pasó por encima de mi cabeza cuando me dejé caer. Su destello hizo que mis sentidos titubearan.

    —¡Haljan! —gritó Conisten.

    No contesté. Me preguntaba si se atrevería a aproximarse para comprobar si me había alcanzado. Pasó un minuto. Luego otro. Me pareció oír la voz de Miko afuera en cubierta, pero era un susurro microscópico etéreo próximo a mí.

    —Le vemos, Haljan. ¡Debe rendirse!

    Tenía situadas sobre mí sus vibraciones de escucha con proyección sonora. Repliqué en voz alta.

    —¡Vengan a cogerme! ¡No podrán detenerme vivo!

    Ciertamente que protesto si esta acción mía en la sala de derrota pudiera parecer una bravata. No tenía ningún deseo de morir. Había dentro de mí un deseo saludable de vivir. Pero me parecía que resistiendo podía haber alguna posibilidad por medio de la cual pudiera volver los acontecimientos en contra de estos bandidos. Sin embargo, la razón me decía que no había esperanzas. No había duda que los miembros leales de nuestra tripulación fueran asesinados. El capitán Carter y Balch estaban muertos. Los vigías y patrón de ruta, también. Y Blackstone.

    Allí quedaban solamente el doctor Frank y Snap. Todavía no conocía su suerte. Y estaba George Prince. Él, tal vez, podría ayudarme si podía. Pero, en el mejor de los casos, era un aliado dudoso.

    —Usted es muy estúpido, Haljan —susurró la voz de Miko. Y luego oí a Coniston:
    —Escuche esto: ¿por qué no habría detentarle un ciento de libras de láminas de oro? Las palabras clave que le fueron quitadas a Johnson, quiero decir, ¿por qué no decirnos dónde están?

    ¡De forma que ésa era una de las nuevas dificultades de los bandidos! Snap había cogido la hoja de las palabras de la clave cuando encerrábamos al sobrecargo en el calabozo.

    —Nunca las encontrarán —dije—. Y cuando la nave de la policía nos aviste, ¿qué harán ustedes entonces?

    Las posibilidades de una nave de policía eran de verdad muy pequeñas, pero los bandidos evidentemente no lo sabían. Me pregunté de nuevo qué habrían hecho con Snap. ¿Lo habrían capturado o todavía los mantenía a distancia?

    Estaban vigilando mis ventanas; en cualquier momento, bajo el disfraz de la charla, podría ser atacado.

    La gravedad se restableció repentinamente en la habitación.

    La voz de Miko decía:

    —Le deseamos bien a usted, Haljan. Allí tiene su normalidad. Únase a nosotros. Le necesitamos para que trace nuestra ruta.
    —Y un ciento de láminas de oro —insistió Coniston—. O más. Pues, este tesoro...

    Pude oír una maldición de Miko. Y luego su voz irónica:

    —No le molestaremos, Haljan. No hay prisa. A su debido tiempo tendrá hambre. Y sueño. Entonces entraremos y le cogeremos. Y un poco de ácido sulfúrico le ayudará a pensar diferente de nosotros...

    Sus vibraciones se apagaron. La atracción de la habitación era normal. Estaba solo en la tenue penumbra del silencio, con los cuerpos de Carter y Johnson confundidos sobre la rejilla. Me incliné para examinarlos. Ambos estaban muertos.

    Mi aislamiento no fue roto esta vez. Los fuera de la Ley no realizaron ningún otro ataque. Pasó media hora. La cubierta, fuera, lo que yo podía ver de ella, estaba vacía. Balch yacía muerto fuera cerca de la puerta de la sala de derrota. Los cuerpos de Blackstone y el patrón de rutas habían sido quitados de la ventana de la torreta. Como un vigía de proa, uno de los hombres de Miko estaba de servicio en la torreta más próxima. Hahn estaba en la torreta de controles. La nave estaba siendo ordenadamente dirigida, volviendo atrás sobre una nueva ruta. ¿Para la Tierra? ¿La Luna? No parecía así.

    Encontré, en la sala de derrota, un proyector de luz curva de Benson, que el pobre capitán Carter había casi montado. Trabajé sobre él, lo apunté a través de mi ventana de atrás a lo largo de la cubierta vacía, y lo hice entrar en el vestíbulo. Sobre mi pantalla, la imagen del vestíbulo interior aparecía ahora enfocada. Los pasajeros en el vestíbulo estaban amontonados en grupo. Desmelenados, atemorizados, con Moa de pie vigilándolos. Los camareros les estaban sirviendo la comida.

    Sobre un banco, yacían unos cuerpos. Algunos estaban muertos. Vi a Ranee Rankin. Otros, evidentemente, sólo heridos. El doctor Frank se movía entre ellos, atendiéndoles. Venza estaba allí, ilesa. Y vi a los jugadores, Shac y Dud, sentados, con el rostro pálido, hablando en voz baja entre sí. Y al pequeño encintado de Glutz, una figura encrespada sobre un taburete.

    George Prince estaba allí, de pie contra la pared, oculto en capa de luto, con ojos alertas e inquietos. Y junto a la parte opuesta, la enorme figura dominante de Miko permanecía de guardia. Pero faltaba Snap.

    Una breve ojeada. Miko vio mi luz Benson. Podía haber equipado con un rayo térmico y disparar a lo largo de la luz curva de Benson en el vestíbulo.

    Pero Miko no me dio tiempo.

    Deslizó la puerta del vestíbulo cerrándola, y Moa saltó para cerrar la de mi lado. Mi pantalla me mostraba solamente la cubierta vacía y la puerta.

    Otro intervalo. Había hecho planes. ¡Planes inútiles! Tal vez pudiera conseguir entrar en la torreta y matar a Hahn. Tenía la capa invisible que Johnson había utilizado. La cogí de su cuerpo. Su mecanismo podría ser reparado. Con ella podría deslizarme por la nave, matar a estos bandidos uno a uno, quizá. George Prince estaría conmigo. Los bandidos que habían estado actuando como camareros o miembros de la tripulación no sabían pilotar; obedecerían mis órdenes. Solamente tendría que matar a Miko, Coniston y a Hahn.

    Desde mi ventana podía vislumbrar la sala de radio. Y ahora, de pronto, oí la voz de Snap:

    —¡No! ¡Le digo que no!

    Y a Miko:

    —Muy bien, entonces probaremos con esto.

    De forma que Snap fuera capturado, pero no muerto. Sentí que me invadía el alivio. Estaba en la sala de radio y Miko estaba con él. Pero mi alivio tuvo corta duración. Después de un breve intervalo, se oyó un gemido de Snap. Flotó por encima del silencio e hizo que me estremeciera.

    Disparé mi rayo Benson dentro de la sala de radio. Me mostró a Snap, yaciendo allí en el suelo. Estaba atado con alambre. Su torso había sido desgarrado. Su lívida faz aparecía espantosamente clara en mi luz.

    Miko se estaba inclinando por encima de él. Miko con su cilindro térmico no mayor que un dedo. Su destello de aguja jugaba sobre el pecho desnudo de Snap. Podía ver el horrible pequeño surco de humo elevándose y cómo Snap se retorcía y sacudía, allí sobre su carne está el surco rojo y chisporroteante de los rayos ultravioleta.

    —¿Lo dirá ahora?
    —No.

    Miko se reía.

    —Entonces escribiré mi nombre un poco más profundo. ..

    Un carbonizado negro... un surco marcado en la carne trémula.

    —¡Oh! —el rostro de Snap se puso blanco como la tiza mientras apretaba sus labios juntos.
    —¿O un poco de ácido? ¿No le hace daño realmente esta escritura al fuego? ¡Dígame lo que hizo con estas palabras de la clave!
    —¡No!

    En su absorción, Miko no notaba mi luz. Ni yo tuve el valor de tratar de disparar a lo largo de ella. Estaba temblando. ¡Snap estaba siendo torturado!

    Cuando el rayo fue más profundo, Snap de pronto gritó. Pero terminó con un «¡No! No mandaré ningún mensaje para usted...»

    Había sido solamente un momento. ¡En la ventana de la sala de derrota, al lado mío, de nuevo apareció una figura! No silueta. Una persona viviente y sólida, sin disfrazar por ninguna capa de invisibilidad. George Prince se había arriesgado a mi fuego y se había arrastrado junto a mí.

    —Haljan. No me ataque.

    Dejé caer las conexiones de mi luz. Mientras impulsivamente me levantaba, vi a través de la ventana la figura de Coniston sobre cubierta observando el resultado de la aventura de Prince.

    —Haljan..., ríndase.

    Prince no hizo más que susurrarlo. Estaba de pie sobre cubierta, donde el bajo alféizar de la ventana le tocaba en el pecho. Se inclinó sobre él.

    —¡Está torturando a Snap! Grite que se rinde.

    Ya me había pasado esa idea por mi mente. Otro grito de Snap me llenó de horror y grité:

    —¡Miko! ¡Basta!

    Mi voz se mezcló con las protestas de agonía de Snap. Entonces Miko me oyó. Su cabeza y hombros aparecieron por la ventana ovalada de la sala de radio.

    —¿Es usted, Haljan?
    —Logré hacer que se rindiera —gritó Prince—. Le obedecerá si deja de torturar a Snap.

    Creo que el pobre Snap debía de haberse desmayado. Estaba silencioso. Grité:

    —¡Deténgase! Haré lo que usted ordene.
    —Eso está bien —se burló Miko—. Un trato, si usted y Dean me obedecen. Desármelo, Prince, y sáquelo.

    Miko volvió a meterse en la sala de radio. Sobre cubierta, Coniston avanzaba, pero cautelosamente, desconfiando de mí.

    —Gregg.

    George Prince pasó una pierna por encima del alféizar y saltó ligeramente en la penumbra de la sala de derrota. Su pequeña y fina figura se irguió junto a mí, acercándose.

    Un momento, mientras estuvimos juntos, no había ningún rayo. Coniston no podía vernos, no podía oír nuestros susurros.

    —Gregg.

    Era una voz diferente, habiéndole desaparecido su tono gutural y ronco. Una dulce súplica.

    —Gregg... Gregg, ¿no me conoces? Gregg... cariño...

    Pero, ¿qué era esto? ¿No era George Prince? Alguien disfrazado y sin embargo tan parecido a George Prince.

    —Gregg, ¿no me conoces?

    Apretándose a mí. Un suave contacto sobre mi brazo. Los dedos unidos. Una oleada de calor, una corriente de hormigueo estaba pasando entre nosotros.

    El recorrido de mis pensamientos instantáneos. Una mota de polvo humano de la Tierra cayendo libre. Fue a George Prince a quien habían matado, el cuerpo de George Prince disfrazado según el esquema de Carter y el doctor Frank, enterrado a la guisa de su hermana.

    Y esta figura de negro que estaba tratando de ayudarme...

    —¡Anita! Anita, cariño...
    —¡Gregg, amor mío!
    —¡Anita! —mis brazos la rodearon, apreté mis labios contra los de ella, y sentí la trémula ansia de la respuesta.

    La silueta de Conisten apareció en nuestra ventana. Ella me apartó y dijo con su gangosa fanfarronería de divertida masculinidad:

    —Le tengo, sir Arthur. Nos obedecerá.

    Sentí su mirada de aviso. Me empujó hacia la ventana y dijo irónicamente:

    —No tenga miedo, Haljan. No será torturado, usted y Dean, si obedece nuestras órdenes.

    Me agarró Coniston:

    —¡Estúpidos! Nos ocasionó muchos problemas. ¡Acompáñeme allá!

    Me sacudió bruscamente a través de la ventana. Me hizo marchar a lo largo de cubierta, fuera, hacia el espacio de popa, abrió la puerta de mi cubículo, me lanzó dentro y selló la puerta sobre mí.

    —Miko vendrá inmediatamente.

    Permanecí en la oscuridad de mi pequeña habitación, escuchando sus pasos que se alejaban. Pero mi mente no estaba en él.

    Todo el universo en aquel instante había cambiado para mí.

    ¡Anita estaba viva!


    Capítulo XIV


    El gigantesco Miko se irguió delante de mí. Había deslizado la puerta de mi camarote cerrándola detrás de él. Permanecía de pie, con su cabeza levantada próxima al techo. Había desechado la capa, y con sus ropas de cuero, y con espada de adorno, tenía todo el aspecto de un bandido de la antigüedad. Llevaba la cabeza descubierta y la luz de uno de los tubos le caía sobre su gris rostro que sonreía burlonamente.

    —¿Gregg Haljan? Por fin ha recobrado el sentido común. ¿No quería que escribiera mi nombre sobre su pecho? No le hubiera hecho eso a Dean si no me hubiera forzado. Siéntese.

    Había estado sobre mi litera y me volví a sentar, siguiendo el gesto de su enorme brazo peludo. Su antebrazo aparecía ahora descubierto y la cicatriz de una pequeña quemadura podía verse claramente. Se dio cuenta de mi mirada.

    —Cierto. Usted hizo eso, Haljan, en el Gran Nueva York, pero no le guardo rencor. Ahora deseo hablar con usted.

    Miró alrededor en busca de un asiento y cogió el pequeño taburete que estaba junto a mi pupitre. En la mano sostenía un pequeño cilindro de rayos paralizadores marcianos. Lo posó a su lado sobre el pupitre.

    —Ahora podemos hablar.

    Permanecí silencioso. Alerta. No obstante, mis ideas eran un torbellino. Anita estaba viva, y se hacía pasar por su hermano. Y, con la alegría de esto, me vino un estremecimiento. Por encima de todo, Miko no debía saberlo.

    —Es una gran suerte que le tengamos, Haljan.

    Mis pensamientos volvieron a la realidad. Miko estaba hablando con una presunción de supuesta camaradería amistosa.

    —Todo va bien... y le necesitamos, como ya he dicho antes. No soy ningún tonto. Me he dado cuenta de todo lo que ocurría a bordo de esta nave. Usted, de todos los oficiales, es el más competente para las matemáticas de navegación. ¿No es así?
    —Puede ser.
    —Es modesto.

    Revolvió en el bolsillo de su chaqueta, sacando una hoja enrollada. La reconocí. Eran los números de Blackstone. Los cálculos que Blackstone hiciera cuando habíamos evitado el asteroide.

    —Me interesan éstos —prosiguió Miko—. Deseo que los compruebe. Y éste —extendió otra hoja enrollada—. Son los cálculos de nuestra posición y nuestra trayectoria. Hahn pretende que él es piloto. Hemos colocado las placas de gravedad... vea, de esta forma.

    Me tendió los rollos. Me observaba penetrantemente mientras los ojeaba.

    —¿Bien? —dije.
    —Está ahorrando las palabras, Haljan. ¡Por todos los diablos de las líneas espaciales que puedo hacerle hablar! Pero deseo estar en buenas relaciones.

    Le devolví los rollos. Me levanté. Estaba al alcance de su arma, pero con un gesto de su enorme brazo me hizo sentarme de nuevo sobre la litera.

    —¿Se atreve? —luego sonrió—. ¡No lleguemos a los golpes!

    Para decir la verdad, la violencia física no me llevaría a ninguna parte. Tendría que probar con la astucia. Y ahora veía que su cara estaba enrojecida y que sus ojos tenían un brillo no natural. Había estado bebiendo, no lo suficiente para emborracharle, pero sí bastante para hacerle hablar de forma triunfal.

    —Hahn puede que no sea un gran matemático —sugerí—, pero tiene a su sir Arthur Coniston —me las arreglé para hacer una mueca sarcástica—. ¿Es ese su nombre?
    —Casi. Haljan, ¿querrá usted comprobar esas cifras?
    —Sí, pero ¿por qué? ¿Adonde vamos?
    —¡Tiene miedo que no se lo diga! —se echó a reír—. ¿Por qué no habría de hacerlo? Esta gran aventura mía está saliendo perfectamente. Un botín enorme, Haljan. Cien millones de dólares en láminas de oro. Seremos todos fabulosamente ricos...
    —Pero ¿adonde vamos?
    —Al asteroide —dijo—. Debo librarme de estos pasajeros. No soy un asesino.

    Con media docena de muertes en la reciente pelea esto era poco convincente. Pero evidentemente estaba hablando en serio. Parecía leer mis pensamientos.

    —Mato solamente cuando es necesario. Aterrizaremos sobre ese asteroide. Es un lugar perfecto para abandonar a los pasajeros. ¿No es así? Les daré lo necesario para vivir. Podrán hacer señales. Y dentro de un mes o así, cuando estemos perfectamente a salvo y hayamos acabado nuestra aventura, una nave de la policía, sin duda alguna que los rescatará.
    —Y luego, desde el asteroide —sugerí—, vamos a...
    —A la Luna, Haljan. ¡Qué adivinador más inteligente es usted! Coniston y Hahn están calculando nuestra trayectoria. Pero no tengo gran confianza en ellos, así que le necesito a usted.
    —Me tiene.
    —Sí. Le tengo. Le habría matado hace tiempo (soy un individuo impulsivo), pero mi hermana me lo impidió.

    Me miró de lado de forma taimada.

    —Parece que usted le gusta a Moa de una forma singular.
    —Gracias —dije—. Me halaga.
    —Ella aún confía en que pueda ganarle realmente para unirse a nosotros —prosiguió—. Las láminas de oro son una cosa maravillosa, y habría muchas para usted en este asunto. Y ser rico y tener el amor de una mujer como Moa...

    Hizo una pausa. Yo estaba tratando de calibrarle, para conseguir de él toda la información que pudiera, por lo que añadí, con otra sonrisa:

    —El hablar de Moa es prematuro. Le ayudaré a trazar su curso. Pero esta aventura, como usted la llama, es peligrosa. Una nave de la policía...
    —No hay muchas —declaró—. Las posibilidades de que encontremos una son muy remotas —hizo una mueca—. Usted lo sabe tan bien como yo. Y ahora tenemos esa contraseña en clave... forcé a Dean a que me dijera dónde la había escondido. Si fuéramos detenidos, nuestra respuesta con la contraseña eliminaría toda sospecha.
    —El retraso del Planetara en Ferrok-Shahn —objeté— ocasionará alarma. Tendrá una flota de naves policía detrás de usted.
    —Eso será dentro de dos semanas a partir de ahora —se sonrió—, y tengo una nave de mi propiedad en Ferrok-Shahn. Está ahora allí esperando la señal, tripulada y armada. Confío que con la ayuda de Dean podamos enviarles la señal. Se unirán a nosotros en la Luna. No tenga miedo de ningún peligro, Haljan. Tengo grandes intereses aliados a mí en este asunto. Mucho dinero. Lo hemos planeado cuidadosamente.

    Estaba jugando descuidadamente con su cilindro y me observaba mientras yo permanecía sentado dócilmente sobre la litera.

    —¿Creía que George Prince era el dirigente de esto? Un mero peón. Lo contraté hace un año... sus conocimientos técnicos son valiosos para nosotros.

    Mi corazón me estaba latiendo aceleradamente y me esforcé en que no se notara. Prosiguió tranquilamente:

    —Le dije que era un impulsivo. Casi maté a George Prince media docena de veces, y él lo sabe —arrugó el entrecejo—. Me hubiera gustado haberle matado a él en vez de a su hermana. Eso fue un error.

    Había una nota de verdadera preocupación en su voz. Luego añadió:

    —Está hecho... nada puede cambiarlo. George Prince me es útil. Su amigo Dean es otro. Tuve problemas con él, pero ahora está dócil.
    —No sé si sus promesas significan algo o no para usted, Miko —dije abruptamente—. Pero Prince dijo que no utilizaría más las torturas.
    —No las utilizaré. No, siempre que usted y Dean me obedezcan.
    —Dígale a Dean que estoy de acuerdo con eso. ¿Dice que le dio las palabras clave que le quitó a Johnson?
    —Sí. ¡Ese Johnson! ¿Me reprocha, Haljan, por la muerte de Carter? No necesita hacerlo. Johnson se me ofreció para tratar de capturarles a ustedes, cogerlos a ambos vivos. Mató a Carter porque estaba furioso con él. ¡Un tonto estúpido y vengativo! Está muerto y me alegro de ello.

    Mi mente estaba en los planes de Miko, así que aventuré:

    —Este tesoro de la Luna... ¿Dijo que estaba en la Luna?
    —No se haga el tonto —replicó—. Sé tanto sobre Grantline como usted.
    —Eso es muy poco.
    —Tal vez.
    —Tal vez usted conozca más, Miko. La Luna es un lugar grande. ¿Dónde, por ejemplo, está situado Grantline?

    Contuve la respiración. ¿Me diría eso? Una veintena de preguntas... de planes vagos estaban en mi imaginación. ¿Qué conocimientos de matemáticas tenían estos bandidos? Miko, Conisten, Hahn... ¿Podría engañarles? Si podía averiguar la situación de Grantline en la Luna, y mantener el Planetara alejada de ella, por error fingido en los planos. Ganar tiempo... y tal vez Snap pudiera encontrar una oportunidad de hacer señales a la Tierra, de conseguir ayuda.

    Miko contestó a mi pregunta tan bruscamente como yo lo hiciera.

    —No sé dónde está situado Grantline. Pero lo descubriremos. No sospechará del Planetara, de forma que cuando lleguemos cerca de la Luna, le haremos señales y se lo preguntaremos. Podemos engañarle para que nos lo diga. ¿Cree que no sé lo que está pensando, Haljan? Hay una clave secreta de señales acordada entre Dean y Grantline. He forzado a Dean a confesarla. ¡Sin tortura! Prince me ayudó en eso. Le convencí de que no me desafiara. Un individuo muy persuasivo George Prince. Más diplomático de lo que lo soy yo. Tengo que reconocérselo.

    Me esforcé en mantener la voz en calma.

    —Si yo me uniera a usted, Miko (mi palabra, si alguna vez la doy, la encontrará de fiar), diría que George Prince es muy valioso para nosotros. Usted debiera refrenar su impulso. Él es la mitad que usted. Podría, alguna vez, sin intención, herirle.
    —Moa dice eso. Pero no tema... —se echó a reír.
    —Estaba pensando —insistí—, que me gustaría tener una charla con George Prince.

    ¡Ah, mi tumultuoso y alterado corazón! Pero estaba sonriendo tranquilamente. Y traté de poner en mi voz una astuta nota de complicidad.

    —Realmente conozco muy poco sobre este tesoro, Miko. Si hubiera un millón o dos de hojas de oro en él para mí...
    —Tal vez pudiera haberlas.
    —¿Supongamos que me permite hablar con Prince? Yo tengo algunos conocimientos científicos sobre los poderes de este catalizador. Los conocimientos de Prince y los míos... podríamos llegar a hacer un cálculo del valor del tesoro de Grantline. Usted no lo sabe, sólo lo está suponiendo.

    Hice una pausa después de este locuaz estallido. Cualquier cosa que estuviera en la mente de Miko, no podría decirlo. Pero bruscamente se levantó. Yo había dejado mi litera, pero me hizo señas de volver.

    —Siéntese. Yo no soy como Moa. No confiaré en usted nada más que porque pretenda que sería leal —recogió su cilindro—. Hablaremos de nuevo —hizo un gesto hacia los rollos que había dejado sobré mi pupitre—. Trabaje con eso. Le juzgaré por los resultados.

    No era ningún tonto este jefe de bandidos.

    —Sí —me mostré de acuerdo—. ¿Usted desea el curso verdadero hacia el asteroide?
    —Sí. Y por los dioses, le prevengo que le controlaré.
    —Muy bien —dije dócilmente—. Pero usted pregunte a Prince si desea mis cálculos sobre las posibilidades de Grantline.

    Le dirigí a Miko una mirada astuta mientras estaba junto a la puerta. Luego añadí:

    —Usted piensa que es inteligente. Hay mucho que usted no sabe. Nuestra primera noche fuera de la Tierra... las señales de Grantline... ¿No se le ocurrió a usted que pudiera haber algunas cifras sobre este tesoro?
    —¿Dónde están? —le había sobresaltado.
    —No supondrá que fui lo suficientemente tonto como para registrarlas —dije golpeándome ligeramente en la cabeza—. Usted pregúntele a Prince si desea charlar conmigo. Cien millones o doscientos millones supondrían una enorme diferencia, Miko.
    —Lo pensaré —retrocedió y selló la puerta, dejándome.

    Pero Anita no vino. Comprobé las cifras de Hahn, que eran casi correctas. Tracé una trayectoria hacia el asteroide, que era casi la que llevábamos.

    Conisten vino por los resultados.

    —Oiga, no somos tan malos navegantes, ¿no es verdad? Creo que somos estupendos, teniendo en cuenta nuestra inexperiencia. No está mal en absoluto, ¿eh?
    —No.

    No me pareció prudente preguntarle sobre Prince.

    —¿Tiene hambre, Haljan?
    —Sí.

    Vino un camarero con la comida. El taciturno Hahn permaneció a la puerta con un arma apuntándome mientras comía. No se estaban arriesgando y eran prudentes en no hacerlo.

    Pasó el día. El día y la noche, todo del mismo aspecto aquí en la bóveda estrellada del espacio. Pero de acuerdo con la rutina de la nave era de día. Y después otro tiempo para dormir. Dormí mal, preocupado, tratando de hacer planes. Al cabo de unas pocas horas nos estaríamos aproximando al asteroide.

    La hora de dormir ya casi había pasado. Mi cronómetro marcaba las cinco de la mañana, hora original de partida de la Tierra. El sello de mi puerta crujió. La puerta se abrió lentamente.

    ¡Anita!

    Permaneció allí con su capa envolviéndola. A cierta distancia, en la sombra de la cubierta, Conisten paseaba lentamente.

    —¡Anita! —musité.
    —¡Gregg, cariño!

    Se volvió e hizo un gesto al bandido que vigilaba.

    —No tardaré mucho, Conisten.

    Entró y medio cerró la puerta, dejándola lo suficientemente abierta para que pudiéramos asegurarnos que Coniston no se acercaba.

    Retrocedí a donde él no pudiera vernos.

    —¡Anita!

    Ella se lanzó en mis brazos abiertos.


    Capítulo XV


    ¡Durante un momento, por encima del pensamiento del próximo bandido (o la posibilidad de un rayo de escucha dirigido sobre mi cubículo), durante el momento en que Anita y yo nos abrazábamos, y nos susurrábamos esas cosas que pueden no significar nada para el mundo, pero que eran todo un mundo para nosotros!

    Luego fue su juicio el que nos devolvió del resplandeciente país de las hadas de nuestro amor a la siniestra realidad del Planetara.

    —Gregg, si están escuchando...

    La aparté. ¡Esta valiente máscara! Ni por mi vida ni por todas las vidas de la nave, querría ponerla en peligro.

    —¡Pero los descubrimientos de Grantline! —dije en voz alta—. En su mensaje... vea acá, Prince...

    Coniston estaba demasiado alejado sobre la cubierta para oírnos. Anita se acercó a la puerta de nuevo y le hizo un gesto tranquilizador. Yo apoyé mi oído sobre la abertura de la puerta y escuché en el espacio sobre la rejilla del ventilador de encima de mi litera. El zumbido de una vibración tendría que ser audible en aquellos puntos, pero no se oía nada.

    —No hay peligro —susurré, y ella se apretó a mí... tan pequeña a mi lado. Con la capa negra apartada a un lado parecía que no podía pasar sin notar las curvas de su figura de mujer. Era un juego peligroso el que estaba jugando. Su cabello había sido cortado corto junto a la base de su cráneo, a la manera de su hermano muerto. Sus pestañas habían sido recortadas; la línea de sus cejas alterada, y ahora, a la luz de mi tubo que brillaba sobre su ansioso rostro, pude observar otros cambios. Glutz, el pequeño especialista en belleza, estaba en el secreto. Con habilidad plástica había alterado la forma de la mandíbula... dándole masculinidad aquí.
    —Fue... fue al pobre George a quien Miko disparó —estaba susurrando.

    Ahora tenía la verdadera versión de lo que había ocurrido. Miko había tratado de forzar sus galanteos sobre Anita. George Prince era un alfeñique cuya única cualidad buena era su amor por su hermana. Algunos años atrás había caído en malos pasos, había sido arrestado y luego despedido de su puesto en la Federated Corporation. Había continuado con malas compañías en el Gran Nueva York, en su mayor parte marcianos, y Miko le había conocido. Sus conocimientos técnicos, y su práctica en la Federated Corporation, le hicieron útil para la empresa de Miko. Y fue así que Prince se había unido a los bandidos.

    De todo esto Anita no había tenido conocimiento. Nunca le había agradado Miko, pero parecía ser que el marciano tenía algún poder sobre su hermano, lo cual preocupaba y atemorizaba a Anita.

    Entonces Miko se había enamorado de ella. A George no le gustó. Y aquella noche en el Planetara, Miko había venido a llamar a la puerta de Anita y ella incautamente le había abierto. Entró a la fuerza. Y cuando ella lo rechazó y forcejeó con él, George había despertado.

    Me estaba susurrando ahora: «Mi habitación estaba a oscuras. Los tres estuvimos luchando. George me sostenía... salió el disparo, y yo grité.»

    Y Miko había huido, sin saber a quién había alcanzado su disparo en la oscuridad.

    «Y cuando George murió, el capitán Carter quiso que yo le personificase. Lo planeamos con el doctor Frank para tratar de saber lo que Miko y los otros estaban haciendo, pues yo no sabía que el pobre George hubiera caído en tan malos pasos.»

    —Pero te quiero, Gregg —me susurró—. Y quiero ser el primero en decirlo: te amo... te amo.

    Tuvimos la sensatez de intentar un plan.

    —Anita, dile a Miko que discutimos los poderes múltiples del catalizador. Tratamos de averiguar con cuánto cuidado habrá de ser transportado y cómo calcular su valor. Tendrás que ser precavida e inteligente. Dile que calculamos el valor en aproximadamente ciento treinta millones.

    Repetí lo que Miko me había dicho de sus planes. Lo sabía todo y Snap también lo sabía. Había estado unos pocos momentos sola con Snap y me traía ahora un mensaje de él: «Saldremos de ésta, Gregg.»

    Con Snap había trazado un plan. Estábamos Snap y yo; y Shac y Dud Ardley, en los cuales sin duda alguna podíamos confiar, y el doctor Frank. Contra nosotros estaban Miko y su hermana, Coniston y Hahn. Naturalmente, estaban los miembros de la tripulación, pero nosotros éramos numéricamente los más fuertes en cuanto a jefatura. Desarmados y vigilados ahora. Pero si pudiéramos libertarnos y volver a capturar la nave...

    Me senté escuchando los ansiosos cuchicheos de Anita. Parecía hacedero. Miko no confiaba del todo en George Prince; Anita ahora estaba desarmada.

    —¡Pero puedo proporcionaros una oportunidad! Puedo conseguir uno de sus cilindros de rayos y un equipo de ropas invisibles.

    Aquella capa, que había sido ocultada en la habitación de Miko cuando Carter registrara en su busca la A20, estaba ahora en la sala de derrota, junto al cuerpo de Johnson, y había sido reparada. Anita creía que podría apoderarse de ella.

    Trazamos los detalles del plan. Anita se armaría a sí misma, y vendría a libertarme. Juntos, con un rayo paralizador, podríamos deslizamos por la nave, dominando uno a uno a estos bandoleros. Los dirigentes eran muy pocos. Una vez que aquellos hubieran caído, podíamos forzar a la tripulación a que se mantuviera en sus puestos. No había, dijo Anita, navegantes entre la tripulación de Miko. No se atreverían a oponérsenos.

    —Pero tendrá que hacerse inmediatamente, Anita. Dentro de unas pocas horas estaremos en el asteroide.
    —Sí. Iré ahora y trataré de conseguir las armas.
    —¿Dónde está Snap?
    —Todavía está en la sala de radio. Uno de la tripulación lo vigila.

    Coniston erraba por la nave. Todavía estaba paseando por cubierta y observando mi puerta. Hahn estaba en la torreta. El vigía de la mañana de la tripulación estaba en su puesto, y en los corredores de la nave. Los camareros estaban preparando el desayuno. Había calculado Anita que eran nueve miembros subordinados en total. Seis de ellos estaban pagados por Miko. Los otros tres (nuestros hombres que no habían sido muertos en la lucha) se habían unido a los bandidos.

    —¿Y el doctor Frank, Anita?

    Estaba en el vestíbulo. Todos los pasajeros estaban agrupados allí, con Miko y Moa alternando en vigilarlos.

    —Lo arreglaré con Venza —susurró Anita rápidamente—. Ella lo dirá a los otros. El doctor Frank ya lo sabe. Cree que puede hacerse.

    La posibilidad de hacerlo me asaltó nuevamente. Los bandidos estaban por necesidad repartidos de uno en uno por la nave. Uno a uno, deslizándose bajo un manto invisible, podría hacerles caer, y reemplazarles sin alarma a los otros. Podríamos derribar al guarda de la sala de radio y liberar a Snap. En la torreta podríamos asaltar a Hahn y reemplazarlo con Snap.

    La voz de Coniston fuera nos interrumpió:

    —¡Prince!

    Se estaba aproximando. Anita se irguió junto a la puerta.

    —Tengo las cifras, Coniston. ¡Por Dios, que este Haljan está con nosotros! ¡Y es inteligente! Creemos que totalizará ciento treinta millones. ¡Vaya un botín!
    —Querido Gregg, volveré pronto —susurró—. Podemos hacerlo... ¡Estáte dispuesto!
    —¡Anita..., cuídate! Si sospecharan que tú...
    —Tendré cuidado. Dentro de una hora, Gregg, o menos, estaré de vuelta... Perfectamente, Coniston. ¿Dónde está Miko? Deseo verle. Permanezca donde está, Haljan. A su debido tiempo Miko le mostrará su confianza dándole la libertad. Será rico, como todos nosotros. No tema.

    Salió fanfarronamente a cubierta, hizo señas al bandido, y cerró de un golpe la puerta del cubículo en mis narices.

    Me senté sobre la litera. Esperando. ¿Regresaría? ¿Tendría éxito?


    Capítulo XVI


    Por fin llegó. Supongo que no tardó más de una hora, pero tuve la sensación de que fue una eternidad. Se oyó un ligero siseo en el sello de mi puerta, y se deslizó el panel. Salté desde mi litera, donde había permanecido tenso en la oscuridad.

    —¿Prince? —no me atreví a decir Anita.
    —Gregg...

    Era su voz. Mientras se abría el panel, recorrí con la mirada la cubierta. Ni Coniston ni ningún otro estaban a la vista, salvo la figura vestida de negro de Anita, que entró en el camarote.

    —¿Lo conseguiste? —pregunté con un suave susurro.

    Durante un instante la abracé y la besé, pero me apartó con manos ágiles. Estaba sin respiración.

    —Sí, lo tengo. Enciende algo... ¡Debemos apresurarnos!

    En la semioscuridad azul vi que llevaba uno de los cilindros marcianos. El de tipo más pequeño; paralizaría pero no mataría.

    —¿Solamente uno, Anita?
    —Sí. Y esto...

    Era la capa invisible. La dejamos sobre la rejilla y le ajusté el mecanismo. Me la puse, junto con la capucha, y conecté la corriente.

    —¿Va bien, Anita?
    —Sí.
    —¿Puedes verme?
    —No —retrocedió un paso o dos—. No, desde aquí no, pero no debes permitir que se te aproximen demasiado.

    Luego se acercó y extendió una mano tanteando hasta que me encontró.

    Nuestro plan era que la siguiera al salir. Si alguna persona nos vigilaba, solamente vería la figura cubierta del supuesto George Prince y yo pasaría desapercibido.

    La situación de la nave seguía casi sin cambios. Anita se había apoderado del arma y de la capa y se había deslizado hasta mi cubículo sin ser observada.

    —¿Estás segura de eso?
    —Eso creo, Gregg. Tuve cuidado.

    Moa estaba ahora en el vestíbulo, guardando a los pasajeros. Hahn estaba durmiendo en la sala de derrota. Conisten estaba en el castillo y saldría ahora de servicio, dijo Anita, ocupando Hahn su lugar. Había vigías en las torretas de proa y de popa, y un guarda vigilando a Snap en la sala de radio.

    —¿Está dentro de la sala, Anita?
    —¿Snap? Sí.
    —No..., el guarda.
    —El guarda estaba sentado sobre el puente reticular a la puerta.

    Eso era una mala noticia. Ese guarda podía ver claramente toda la cubierta. Podría sospechar al ver a George Prince yendo de un lado a otro y sería difícil poder acercársele lo suficiente para atacarle. Este cilindro, sabía, tenía un alcance efectivo de solamente unos veinte pies.

    —Conisten es el más inteligente, Gregg. Será el más difícil de atacar.
    —¿Dónde está Miko?

    El jefe de los bandidos había bajado hacía un momento a los corredores del casco. Anita había aprovechado la oportunidad para venir junto a mí.

    —Podemos atacar a Hahn en la sala de derrota en primer lugar —susurré— y conseguir las otras armas. ¿Están todavía allí?
    —Sí. Pero la cubierta de proa está muy iluminada, Gregg.

    Nos estábamos aproximando al asteroide. Su luz, como la de una luna brillante, estaba iluminando ya el espacio de la cubierta de proa. Esto me hizo comprender cuánta rapidez era necesaria.

    Decidimos bajar a los corredores interiores de la nave. Localizar a Miko, derribarle y esconderle. Al no aparecer pronto sobre cubierta dejaría confusos a los demás, especialmente ahora, con nuestro inminente aterrizaje sobre el asteroide, y, aprovechándonos de esta confusión, trataríamos de liberar a Snap.

    Estábamos dispuestos. Anita deslizó mi puerta abriéndola y yo la seguí sigilosamente. La silenciosa cubierta vacía estaba alternativamente oscura con sombras y reluciente con parches de luz brillante de las estrellas. Entremezclado aparecía un halo de la corona del Sol y, en la parte de proa, venía el resplandor del suave brillo plateado del asteroide.

    Anita se volvió para sellar mi puerta y yo permanecí junto a ella envuelto en mi capa, que producía un ligero zumbido. ¿Estaba invisible a esta luz? Casi directamente por encima de nosotros, cerca por debajo del domo, estaba sentado el vigía en su pequeña torreta. Le echó un vistazo a Anita.

    En el centro de la nave, muy por encima de la superestructura de la cabina, colgaba oscura y silenciosa la sala de radio. El guarda, sobre el puente, también estaba a la vista, y él también miró hacia abajo.

    Fue un instante tenso. Luego respiré de nuevo. No había ninguna alarma. Los dos guardas contestaron al gesto de Anita.

    Anita dijo en voz alta, en dirección a mi camarote vacío:

    —Miko vendrá inmediatamente por usted, Haljan. Me dijo que deseaba que estuviera en la torre de control para aterrizar sobre el asteroide.

    Terminó de sellar mi puerta y se volvió alejándose, y empezamos a caminar a lo largo de la cubierta. La seguía. Mis pasos no producían ruido con las suelas elásticas de mis zapatos. Anita marchaba con un ruidoso caminar. Cerca de la puerta de la sala de fumadores, un pequeño pasaje inclinado nos conducía hacia abajo. Entramos por él.

    El pasillo estaba tenuemente iluminado de azul. Lo pasamos y alcanzamos el corredor principal, que iba a lo largo del casco. Era un pasadizo abovedado de metal, al que daban las puertas de las salas de control. Tenues luces a intervalos brillaban.

    El zumbido de la nave se oía aquí de forma más clara, ahogando el ligero sonido de mi capa. Me deslicé detrás de Anita, con la mano debajo de la capa agarrando el arma de rayos.

    Nos cruzó un camarero. Me aplasté a un lado para evitarlo.

    —¿Dónde está Miko, Ellis? —le preguntó Anita.
    —En la sala de ventilación, señor Prince. Había dificultades con la renovación de aire.

    Anita asintió y prosiguió adelante. Pude haber derribado a aquel camarero cuando me cruzó. ¡Oh, si lo hubiera hecho, cuan diferentes podrían haber sido las cosas!

    Pero parecía innecesario. Le dejé pasar y entró por una puerta próxima que conducía a la cocina.

    Anita siguió caminando. ¡Si pudiéramos llegar hasta Miko estando solo! Repentinamente se detuvo y volviéndose susurró:

    —Gregg, si están otros hombres con él, lo apartaré. Espera la oportunidad.

    ¡Cómo las pequeñas cosas pueden deshacer los planes mejores! Anita no se había dado cuenta de cuan próximo a ella la iba siguiendo y al volverse tan inesperadamente hizo que chocáramos bruscamente.

    —¡Oh! —exclamó involuntariamente. Su mano extendida había cogido mi muñeca, agarrando el electrodo que estaba allí. El contacto la quemó y ocasionó un cortocircuito en mi ropa. Se produjo un chasquido y la corriente quemó los diminutos fusibles.

    ¡Mi invisibilidad había desaparecido! Quedé convertido en una figura alta, encapuchada de negro y visible a la mirada de cualquiera que pudiera estar cerca.

    ¡Futilidad la de los planes humanos! ¡Tan cuidadosamente como lo habíamos proyectado! Nuestros cálculos, nuestras esperanzas de lo que podríamos hacer, se vinieron estrepitosamente abajo con este súbito desastre.

    —¡Anita! ¡Corre!

    Si fuera visto con ella, entonces su propio disfraz probablemente sería descubierto. Y eso, por encima de todo, sería el desastre.

    —¡Anita, aléjate de mí! ¡Puedo intentarlo solo!

    Podía ocultarme en algún sitio, y tal vez reparar la capa. O, dado que ahora estaba armado, ¿por qué no lanzarme audazmente al ataque?

    —Gregg, tenemos que regresar a tu camarote —estaba aferrada a mí presa de pánico.
    —No. ¡Corre! ¡Aléjate de mí! ¿No lo comprendes? ¡George Prince no tiene nada que hacer conmigo aquí! ¡Te matarán!
    —Gregg, volvamos a cubierta.

    La empujé, los dos presa de confusión.

    Desde detrás de mí se oyó un grito. ¡Aquel maldito camarero! Había vuelto tal vez a investigar lo que hacía George Prince en este corredor. Oyó nuestras voces. Su grito en el silencio de la nave sonó horriblemente fuerte. Su figura, ataviada de blanco, apareció en la próxima puerta. Estaba paralizado por la sorpresa de verme. Y entonces se volvió y echó a correr.

    Disparé mi cilindro paralizador a través de la capa. ¡Le alcancé! Cayó. Empujé a Anita violentamente.

    —¡Corre! Dile a Miko que venga... dile que oíste un grito. ¡No sospechará de ti!
    —Pero, Gregg...
    —No deben descubrirte. ¡Tú eres nuestra única esperanza, Anita! Me ocultaré, arreglaré la capa, o volveré a mi camarote. Lo intentaremos de nuevo.

    La decidí. Se alejó por el corredor. Yo me volví en la otra dirección. El grito del camarero podría no haber sido oído.

    Entonces comprendí una cosa. El camarero podía ser revivido. Era uno de los hombres de Miko y al revivir le diría lo que había visto y oído. Se descubriría el disfraz de Anita.

    Un asesinato a sangre fría, lo declaro, iba en contra de mis sentimientos, pero era necesario. Me lancé sobre él y le golpeé el cráneo con el metal de mi cilindro.

    Me erguí. El capuchón me había caído hacia atrás. Limpié mis manos ensangrentadas en la inútil capa. Había aplastado el cilindro.

    —¡Haljan!

    ¡Era la voz de Anita! Tenía una aguda nota de horror y aviso. Me di cuenta de que en el corredor, a unos cuarenta pies de distancia, Miko había aparecido con Anita detrás de él. Su proyector de balas estaba apuntando. Pero Anita le tiró del brazo.

    El estampido del explosivo fue agudamente ensordecedor en el espacio limitado del corredor. Con un surtidor de chispas, el proyectil de plomo golpeó contra el techo abovedado por encima de mi cabeza.

    —¡Prince, idiota! —Miko estaba luchando con Anita.
    —¡Miko, es Haljan! No le mate...

    El alboroto atrajo miembros de la tripulación. Venían corriendo por la oscura puerta ovalada próxima a mí. Les arrojé el inútil cilindro, pero estaba atrapado en el estrecho pasadizo.

    Podría haber luchado por abrirme camino. O Miko podría haberme disparado. Pero había en eso el peligro de que Anita, en su horror, se traicionara a sí misma. Retrocedí contra la pared.

    —¡No me mate! Vea, ¡no voy a luchar!

    Levanté los brazos y la tripulación, envalentonada y animosa bajo la mirada de Miko, saltó a mí y me derribaron.

    ¡Los fútiles planes humanos! Anita y yo los habíamos planeado cuidadosamente. ¡Y en unos breves minutos de acción había llegado sólo a esto!


    Capítulo XVII


    ¡De forma, Gregg Haljan, que no es tan leal como pretendía!

    Miko estaba lívido de rabia contenida. Me habían quitado la capa y me habían arrojado de nuevo en mi cubículo. Miko, ahora, estaba ante mí, y junto a la puerta Moa permanecía vigilándome. Y Anita estaba detrás de ella. Me senté en la litera aparentemente desafiador y sombrío. Pero estaba alerta y tenso, temiendo todavía que las emociones de Anita la pudieran traicionar a hacer algo.

    —No tan leal —repitió Miko—. ¡Y estúpido! ¿Cómo logró salir de aquí? ¡Prince, usted vino aquí!

    El corazón me estaba latiendo aceleradamente, pero Anita le replicó con habilidad.

    —Vine aquí para decirle lo que usted mandara. Para comprobar las últimas cifras de Hahn y que estuviera dispuesto para ocuparse de los controles cuando nos aproximáramos al asteroide.
    —Bien. ¿Cómo salió?
    —¿Cómo había de saberlo? —se defendió. ¡Pequeña actriz! Su valor servía para calmar mi miedo. Sostenía su capa ceñida a ella en la forma que hubieran esperado que hiciera George Prince que acababa de enterrar a su hermana—. ¿Cómo habría de saberlo, Miko? Sellé su puerta.
    —¿Pero lo hizo?
    —Naturalmente que lo hizo —intervino Moa.
    —Pregunte a sus vigías —dijo Anita—. Me vieron... les hice señas justo mientras la cerraba.
    —Me habían enseñado a abrir puertas —me aventuré a decir, y me las compuse para ofrecer una tímida y lúgubre sonrisa—. No lo intentaré de nuevo Miko.

    No se había dicho nada sobre el que hubiera matado al camarero, y daba gracias a mi estrella ahora que estaba muerto.

    —No lo intentaré de nuevo —repetí.

    Miko y su hermana se cruzaron una mirada. Luego Miko dijo bruscamente:

    —Usted parece darse cuenta de que no es mi propósito matarle, y se jacta de ello.
    —No lo haré de nuevo —le dirigí una mirada a Moa, que me estaba mirando fijamente.
    —Déjalo conmigo, Miko... —sonrió—. Gregg Haljan, ahora no estamos a más de veinte mil millas del asteroide y en este momento se están haciendo los cálculos de desaceleración.

    Eso era lo que había llevado a Miko abajo, eso y un problema con el sistema de ventilación, que pronto fue rectificado. Pero la desaceleración de la velocidad de una nave cuando se aproximaba a su destino requería manipulaciones delicadas. Estos bandidos estaban temerosos de su propia competencia. Eso era evidente, y me dio confianza, puesto que se me necesitaba realmente. No me harían daño. Excepto por el temperamento impulsivo de Miko, yo no estaba en peligro... al menos no ahora, ciertamente.

    —¡Creo que le podré hacer comprender, Gregg —estaba diciendo Moa—, que tenemos tremendas riquezas dentro de nuestro alcance!
    —Lo sé —dije con una idea repentina—. Pero hay muchos con quien dividir el tesoro...

    Miko captó mi idea.

    —¡Por el infierno, este individuo pudo haber pensado que podría apoderarse de este tesoro para él! ¡Porque es piloto!
    —¡No sea idiota, Gregg! —añadió Moa vehementemente—. ¡Usted no puede conseguirlo! ¡Habrá lucha con Grantline!

    Mi propósito se había realizado. Parecían ver en mí un ansioso fuera de la ley como ellos. Como si pudiera haber alguna relación entre nosotros.

    —Déjame con él —insistió Moa.
    —Durante unos pocos minutos solamente —accedió Miko, y le ofreció un cilindro de rayos térmicos que ella rechazó.
    —No le tengo miedo.

    Miko se volvió a mí.

    —Dentro de una hora nos estaremos aproximando a la atmósfera. ¿Se ocupará de los controles?
    —Sí.

    Apretó su pesada mandíbula. Sus ojos me perforaron.

    —Usted es un tipo extraño, Haljan. No puedo comprenderle. Ahora no estoy enfadado. ¿Cree usted que cuando estoy serio deseo decir lo que digo?

    Sus tranquilas palabras me produjeron un escalofrío por todo el cuerpo. Contuve mi sonrisa.

    —¡Sí! —dije.
    —Bien, entonces le diré esto: ni por toda la bien intencionada interferencia de Prince, o por que le guste a Moa, o por mi propia necesidad de su capacidad, toleraré que me proporcione más problemas. La próxima vez le mataré. ¿Me cree?
    —Sí.
    —Eso es todo lo que quiero decirle. Usted mató a mis hombres, y mi hermana dice que no debo herirle. ¡No soy ningún niño para ser manejado por una mujer!

    Sostuvo su enorme puño delante de mi cara.

    —¡Con estos dedos le retorceré el cuello! ¿Lo cree?
    —Sí —ciertamente que sí lo creía.

    Giró sobre sus talones.

    —Moa, intenta introducir sentido común en su cabeza... confío en que lo hagas. Tráelo al vestíbulo cuando hayas terminado. Venga, Prince, Hahn nos necesitará —hizo una mueca riendo entre dientes—. ¡Hahn parece temer que caigamos en este asteroide como un cometa loco que se fuera repentinamente por la tangente!

    Anita se apartó a un lado para dejarle pasar por la puerta. Pude ver su firme y pálido rostro mientras le seguía por la cubierta. Luego Moa bloqueó la puerta, encarándose conmigo.

    —Siéntese donde está, Gregg —se volvió para cerrar la puerta—. No le tengo miedo. ¿Debería tenerlo?
    —No.

    Vino a sentarse a mi lado.

    —Si intentara abandonar esta habitación, el vigía de popa tiene órdenes de atravesarle.
    —No tengo intención de abandonar esta habitación —repliqué—. No deseo suicidarme.
    —Creí que sí. Parece tener una mentalidad tan anticuada. Gregg, ¿por qué es usted tan atolondrado?
    —Ese tesoro... —dije cautelosamente—. Ustedes son muchos a repartirlo. Tienen a todos estos hombres en el Planetara. Y en Ferrok-Shahn, otros...

    Hice una pausa. ¿Me lo diría? ¿Podría hacerla hablar de aquella otra nave pirata que Miko había dicho estaba esperando en Marte? Me preguntaba si habría podido hacerles la señal. La distancia de aquí a Marte era grande, aunque en otros viajes los mensajes de Snap habían llegado. Mi corazón se hundió ante la idea. Nuestra situación era bastante desesperada. Los pasajeros pronto serían arrojados sobre el asteroide: sólo quedaríamos Snap, Anita y yo. Podríamos volver a capturar la nave, pero ahora lo dudaba. Mis pensamientos se volvían a nuestra llegada a la Luna. Nosotros tres podríamos, tal vez, ser capaces de desbaratar el ataque a Grantline, manteniendo a estos bandidos apartados hasta que pudiera llegar ayuda desde la Tierra.

    Pero con otra nave de bandidos, totalmente tripulada y armada, que venía de Marte, la situación sería inconmensurablemente peor. Grantline tenía unos veinte hombres, y su campamento, sabía, estaría razonablemente fortificado. Sabía también que Johnny Grantline lucharía hasta su último hombre.

    —Me gustaría contarle nuestros planes, Gregg —estaba diciendo Moa.

    Tenía la mirada fija en mi rostro. Los ojos penetrantes, pero ahora luminosos... reflejaban una emoción en ellos que la embargaba. Pero exteriormente estaba tranquila.

    —Bien, ¿por qué no me los cuentas? —dije—. Si voy a ayudar...
    —Gregg, deseo que estés con nosotros, ¿no lo comprendes? Y realmente no somos muchos. Mi hermano y yo estamos dirigiendo este asunto. Con tu ayuda, sería diferente.
    —La nave en Ferrok-Shahn...

    Mis temores se vieron confirmados.

    —Creo que nuestra señal les llegó. Dean lo intentó y Coniston le estuvo vigilando.
    —¿Crees que la nave está en camino?
    —Sí.
    —¿Dónde se unirá a nosotros?
    —En la Luna. Estaremos allí dentro de treinta horas. Sus cifras lo indican, ¿no es verdad?
    —Sí —contesté—. Y la otra nave, ¿cómo es de rápida?
    —Muy rápida. En ocho días... o tal vez nueve, alcanzará la Luna.

    Parecía bastante deseosa de hablar, y en verdad no había razón para que no lo estuviera; yo no podía, y ella se daba cuenta, comunicar lo que supiera. Ciertamente mi posición parecía desesperadamente irremediable.

    —Tripulada... —sugerí.
    —Por aproximadamente cuarenta hombres.
    —¿Armados? ¿Proyectores de largo alcance?
    —Haces preguntas muy ansioso, Gregg.
    —¿Por qué no habría de hacerlas? ¿No crees que estoy interesado? —la toqué—. Moa, ¿nunca se te ocurrió, si alguna vez tú y Miko confiáis en mí... lo cual tú no... que yo podría mostrar más interés en unirme a ti?

    El aspecto de su rostro me envalentonó.

    —¿Pensaste alguna vez en eso, Moa? ¿Y en hacer algún arreglo sobre mi parte en este tesoro? Yo no soy como Johnson, para ser comprado por cien libras de láminas de oro.
    —Gregg, me ocuparé de que tú obtengas tu parte. Seremos ricos los dos.
    —Estaba pensando, Moa... cuando mañana desembarquemos en la Luna, ¿dónde está nuestro equipo?

    La Luna, con su carencia de atmósfera, necesitaba un equipo especial, y yo no había oído nunca mencionar al capitán Carter que el Planetara llevara estos aparatos.

    Moa se echó a reír.

    —Hemos localizado trajes y cascos... una variedad de aparatos adecuados, Gregg. Pero no fuimos lo suficiente tontos como para salir del Gran Nueva York en este viaje sin nuestros propios aparatos. Mi hermano, Coniston y Prince... todos nosotros embarcamos cajas de mercancías consignadas a Ferrok-Shahn; y Rankin lleva un equipaje especial marcado «aparatos de teatro».

    Ahora lo comprendía. Estos bandidos habían subido a bordo del Planetara con su propio equipo lunar, encubierto como mercancías o equipaje personal. Embarcado bajo fianza para ser inspeccionado por los funcionarios de impuestos de Marte.

    —Ahora está a bordo. Lo abriremos cuando dejemos el asteroide, Gregg. Estamos bien equipados.

    Se inclinó hacia mí. Y repentinamente sus largos y finos dedos me cogieron por el hombro.

    —¡Gregg, mírame!

    La miré en los ojos. Allí había pasión y su voz sonaba apasionada.

    —Gregg, te dije una vez que una chica marciana va detrás de lo que desea. Y tú eres lo que deseo...

    ¡No me iba a mí el jugar con las emociones de una mujer!

    —Moa, me halagas.
    —Te amo —me sostuvo mirándome fijamente—, Gregg...

    Debí de haber sonreído y me soltó bruscamente.

    —¿Así que lo crees divertido?
    —No. Pero en la Tierra...
    —No estamos en la Tierra. ¡Ni yo soy de la Tierra! —me estaba calibrando penetrantemente. No había ninguna nota de súplica en su voz, sino de firme autoridad, y la pasión se estaba convirtiendo en rabia—. Soy como mi hermano; no te comprendo, Gregg Haljan. ¿Tal vez creas que eres inteligente?
    —Tal vez.

    Hubo un momento de silencio.

    —Gregg, te dije que te amaba. ¿No me contestas?
    —No —para decir la verdad no sabía qué clase de contestación podría ser la mejor. Algo que vio en mis ojos la hizo agitarse con furia. Sus dedos, con la fuerza de un hombre en ellos, se clavaron en mi hombro. Me registraba con la mirada.
    —¿Crees que amas a alguna otra? ¿Es eso?

    Aquello era horriblemente sobrecogedor, pero ella no lo decía en ese sentido. Se corrigió, con cáustica maldad.

    —¡Aquella pequeña Anita Prince! ¡Pensabas que la amabas! ¿No era eso?
    —¡No!

    Pero no la engañé.

    —¡Sagrado recuerdo! ¡Su pequeña cara de rata y su suave voz como un ronroneo de gata llorosa! ¿Es de eso de lo que te acuerdas, Gregg Haljan?
    —¡Qué tontería! —traté de reír.
    —¿Lo es? ¿Entonces por qué estás frío a mi tacto? ¿Soy yo, una joven descendiente de los fogosos trabajadores marcianos, impotente para despertar a un hombre?

    ¡Una mujer desdeñada! En todo el universo no puede haber un enemigo peor. Un veneno increíble brotaba de sus ojos.

    —¡Aquella miserable criatura de aspecto de ratoncito! Le estuvo bien que la hubiera matado mi hermano.

    Aquello me heló. Si Anita fuera desenmascarada, por encima de toda amenaza de galanteo de Miko, sabía que el veneno de los celos de Moa era un peligro mayor.

    —¡No seas tonta, Moa! —dije desabridamente, y me sacudí su presa—. Te imaginas demasiado. Te olvidas que yo soy un hombre de la Tierra y que tú eres una mujer de Marte.
    —¿Es esa una razón por la cual no pudiéramos amarnos?
    —No. Pero nuestros instintos son diferentes. Los hombres de la Tierra han nacido para la caza.

    Sonreía. Con el peligro de Anita había encontrado el corazón dispuesto para engañar a esta amazona.

    —Dame tiempo, Moa. Me atraes.
    —¡Mientes!
    —¿Lo crees? —le cogí el brazo con todo el poder de mis dedos; debí de lastimarla, pero no lo demostró; su mirada estaba fija en mí firmemente.
    —No sé qué pensar, Gregg Haljan...
    —Piensa lo que te guste. Los hombres de la Tierra tienen fama de matar lo que aman —dije sosteniendo mi presa.
    —¿Deseas que te tema?
    —Tal vez.
    —Eso es absurdo —me sonreía burlonamente.

    La solté y dije ansiosamente:

    —Deseo que te des cuenta que si me tratas bien, puedo ser de gran ayuda en esta aventura. Habrá lucha y yo no tengo miedo.

    Su venenosa expresión se había dulcificado.

    —¡Creo que eso es verdad, Gregg!
    —Y vosotros necesitáis de mis conocimientos de navegación. Incluso ahora, yo debiera estar en el castillo.

    Me levanté. Había medio esperado que me detuviera, pero no lo hizo.

    —¿Vamos?

    Se levantó a mi lado. Su estatura hizo que su cara quedara al mismo nivel que la mía.

    —Creo que no nos ocasionarás más problemas, Gregg.
    —Naturalmente que no. No estoy totalmente desprovisto de sentido común.
    —Lo has estado.
    —Bueno, pero eso se acabó —dudé y luego añadí—: Un hombre de la Tierra no se rinde al amor mientras hay trabajo que hacer. Este tesoro...

    Creo que de todo lo que dije estas últimas palabras la convencieron. Me interrumpió:

    —Eso lo comprendo —sus ojos estaban ardiendo—. Cuando todo se haya acabado... cuando seamos ricos..., entonces te pretenderé, Gregg. ¿Está dispuesto? —se volvió alejándose.
    —Sí. Moa Debo llevar esa hoja con las últimas cifras de Hahn.
    —¿Están comprobadas?
    —Sí —cogí la hoja de encima de mi pupitre—. Hahn es bastante exacto, Moa.
    —Y, sin embargo, un tonto. Un tonto receloso.

    Parecía como si comenzara una cierta camaradería entre nosotros. Mi propósito era establecerla.

    —¿Vais a abandonar al doctor Frank con los pasajeros? —pregunté.
    —Sí.
    —Pero pudiera sernos de utilidad.

    Moa agitó la cabeza con decisión.

    —Mi hermano ha decidido que no. Nos libraremos del doctor Frank. ¿Estás preparado, Gregg?
    —Sí.

    Abrió la puerta. Su gesto tranquilizó al vigía, que estaba observando alerta desde la torre de vigilancia de popa.

    Salí y la seguí a lo largo de cubierta, que ahora estaba reluciente por el resplandor del próximo asteroide.


    Capítulo XVIII


    Un hermoso mundillo. Había pensado eso antes; y eso pensaba ahora mientras miraba al asteroide que colgaba tan próximo por delante de nuestra proa. Un enorme y fino creciente, con el Sol saliendo por un lado detrás de él. Un creciente de plata, coloreado de rojo. Desde esta cercana posición ventajosa, todo el globo del pequeño disco era visible. Los mares se extendían como grandes parches. La convexidad de su disco aparecía claramente definida. ¡Un mundo tan pequeño! Hermoso y limpio, guarnecido de zonas de nubes.

    —¿Dónde está Miko?
    —En el vestíbulo.
    —¿Podemos pararnos allí?

    Moa entró por la puerta del vestíbulo. Una escena tensa y extraña. Inmediatamente vi a Anita. Su figura enropada acechaba desde una esquina disimulada; sus ojos se fijaron en mí cuando Moa y yo entramos, pero no se movió. Los treinta y tantos pasajeros estaban apelotonados en un grupo. Hombres solemnes de rostros pálidos; mujeres atemorizadas. Algunas estaban sollozando. Una mujer de la Tierra (una viuda joven) estaba sentada sujetando a su hijita y gimiendo con histerismo incontrolado. La pequeña me conocía. Ahora, al aparecer yo, con mi blanca chaqueta galonada de oro sobre los hombros, la niña pareció ver en mi uniforme una señal de autoridad. Dejó a su madre y corrió hacia mí.

    —Usted... por favor, ¿querrá ayudarnos? Mi mamá está llorando...

    Suavemente la rechacé. Pero sentí entonces compasión por estos inocentes pasajeros, destinados a embarcarse en este desgraciado viaje. Amontonados aquí en esta cabina, con bandidos como piratas de la antigüedad guardándoles y esperando ahora ser abandonados en un asteroide sin habitar que iba errante por el espacio. Me invadió el sentido de la responsabilidad. Me volví a Miko. Estaba apoyado con un gesto indolente, contra la pared, y jugueteaba con un cilindro en la mano. Se me anticipó y fue el primero en hablar.

    —¿De forma, Haljan, que ésta te metió algo de sentido en la cabeza? ¿Ya no habrá más problemas? Entonces vaya al castillo. Moa, continúa con él. Envía a Hahn aquí. ¿Dónde está ese pollino de Coniston? Pronto estaremos en la atmósfera.
    —No habrá más problemas por mi parte, Miko —dije—. Pero estos pasajeros, ¿qué preparativos has hecho para ellos en el asteroide?

    Me miró sorprendido. Luego se rió.

    —No soy un asesino. La tripulación está preparando alimentos, todo de lo que podemos prescindir. Se pueden construir ellos mismos un cobijo... y dentro de unas pocas semanas serán recogidos.

    El doctor Frank estaba allí. Me encontré con su mirada, pero no habló. Sobre los canapés del vestíbulo todavía yacían los cinco cuerpos. Rankin, que había sido muerto por Blackstone en la lucha, un pasajero muerto y también una mujer y un hombre heridos.

    —El doctor Frank llevará sus existencias de medicinas y se ocupará de los heridos —añadió Miko—. Hay otros cuerpos entre la tripulación —su gesto era despreciativo—. No les he enterrado. Los dejaremos en tierra; es más fácil de esa forma.

    Todos los pasajeros me estaban mirando. Dije:

    —No tienen nada que temer. Les garantizo el mejor equipo que pueda proporcionárseles —me volví a Miko—. ¿Les dará aparatos para que puedan hacer las señales?
    —Sí. Vaya al castillo.

    Me volví, con Moa detrás de mí. De nuevo la niña corrió hacia mí.

    —Venga..., hable a mi mamá; está llorando.

    Estaba al lado opuesto de Miko, en la cabina. Coniston había aparecido en cubierta, lo que ocasionó un ligero desvío de la atención. Se unió a Miko.

    —Espera —dije a Moa—. Te tiene miedo. Esto es humanidad.

    Empujé a Moa hacia atrás y seguí a la niña. Había visto que Venza estaba sentada junto a la llorosa madre de la pequeña. Esto era una estratagema para poder hablarme.

    Permanecí delante de la aterrorizada mujer mientras la niña se pegaba a mis piernas y dije suavemente:

    —No esté tan asustada. El doctor Frank se cuidará de usted. No hay peligro; estará más segura en el asteroide que en esta nave —me incliné y le toqué el hombro—. No hay peligro.

    Estaba entre Venza y la cabina abierta. Venza me susurró suavemente:

    —Cuando estemos desembarcando, Gregg, quisiera que armaras algún jaleo... cualquier cosa... justo mientras las mujeres van a tierra.
    —¿Por qué? Naturalmente que tendrá alimentos, señora Francis.
    —¡No te preocupes por los detalles! Sólo confusión. Vete, Gregg... ¡no hables ahora!
    —Cuida de tu mamá —levanté a la niña y le di un beso.

    Desde enfrente de la cabina, la voz sardónica de Miko me hizo volverme.

    —¡Sentimentalidad enternecedora, Haljan! ¡Vaya a su puesto en el castillo!

    Su estridente nota de disgusto no toleraba demora. Posé a la niña y dije:

    —Aterrizaremos dentro de una hora. Confíe en eso.

    Hahn estaba en los controles cuando Moa y yo llegamos al castillo.

    —¿Nos hará aterrizar sin peligro, Haljan? —me preguntó ansiosamente.
    —Miko le necesita en el vestíbulo —y le aparté a un lado.
    —¿Coge el mando aquí?
    —Sí. No tengo más ganas de aplastarnos que usted, Hahn.

    Suspiró con alivio.

    —Eso es verdad, naturalmente. Yo no soy un experto para la entrada en la atmósfera.
    —No tenga miedo. Siéntate, Moa.

    Le hice señas al vigía de la torre de observación delantera y obtuve su gesto rutinario. Toqué los timbres del corredor y pronto respondieron las señales normales.

    Me volví a Hahn.

    —Váyase, ¿no quiere? Dígale a Miko que las cosas están bien aquí.

    La pequeña figura oscura de Hahn, flexible como un leopardo dentro de sus pantalones apretados y chaqueta ajustada, descartada ahora su túnica, bajó ágilmente la escalerilla y cruzó la cubierta.

    —Moa, ¿dónde está Snap? Por todos los infiernos... si ha sido herido...

    Arriba, sobre el puente de la sala de radio, el bandido guardián seguía sentado. Entonces vi a Snap que estaba allí fuera sentado con él. Le saludé desde la ventana del castillo y el gesto animoso de Snap me contestó. Su voz me llegó a través de la plateada luz de la luna:

    —Toma tierra sin peligro, Gregg. ¡Éstos son raros navegantes aficionados!

    Al cabo de una hora estábamos bajando por la atmósfera del asteroide. La nave se calentaba progresivamente. La presión subía. Me mantuve ocupado con los instrumentos y los cálculos. Pero mis indicaciones eran rápidamente contestadas desde abajo. La tripulación de bandidos hacía su parte de forma eficiente.

    A ciento cincuenta mil pies fijé las placas de gravedad en las combinaciones de aterrizaje, y puse en marcha las máquinas electrónicas.

    —¿Va todo bien, Gregg?

    Moa estaba sentada a mi lado; sus ojos, con lo que parecía un destello de admiración en ellos, seguían mis actividades rutinarias.

    —Sí. La tripulación trabaja bien.

    Los chorros electrónicos brotaron detrás de nosotros, como la cola de un cohete. El Planetara recibió sus impulsos. En el aire rarificado, nuestra proa se elevó ligeramente como un barco surcando un suave oleaje. A cien mil pies navegábamos suavemente hacia adelante, con el casco para abajo, hacia la superficie del asteroide, buscando un espacio para el aterrizaje.

    Debajo de nosotros había un pequeño mar. Un mar oscurecido, de un púrpura opaco en la noche de allá abajo. Ocasionalmente aparecían verdosas islas, recortadas por las blancas líneas de los rompientes. Detrás del mar, estaba visible una línea de costa ondulada. Cabeceras rocosas, detrás de las cuales las laderas de las montañas se elevaban en dentadas estribaciones verdosas. La luz del Sol bordeaba las lejanas montañas; y en este momento ese mundillo de rápido girar hizo avanzar la luz del Sol.

    Era de día debajo de nosotros. Nos deslizamos lentamente, bajando. Ahora estábamos a treinta mil pies, por encima del resplandeciente océano azul. La línea de la costa quedaba justo delante; verde con una abundante vegetación tropical; plantas aéreas, con vainas y ricas floraciones como orquídeas.

    Estaba sentado en la ventana del castillo, mirando a través de mis prismáticos. Un hermoso mundillo, aunque evidentemente deshabitado. Podía suponerse que todo esto era vegetación que había brotado recientemente. Este asteroide había venido desde el frío espacio interplanetario, lejos de nuestro sistema solar. Unos pocos años atrás —como el tiempo podría ser medido astronómicamente, no más que ayer—, este hermoso paisaje estaba congelado, blanco y desierto, con una capa de hielo glacial. Pero las semillas de la vida, milagrosamente, estaban aquí. ¡El milagro de la vida! Bajo la cálida y germinante luz del Sol, el verdor había brotado.

    —¿Puedes encontrar un espacio para aterrizar, Gregg? —la pregunta de Moa me devolvió de mis divagadoras fantasías. Vi una meseta clara, un raso amplio de helecho, rodeado de foresta. La cima de un acantilado próximo miraba ceñudamente al mar.
    —Sí. Puedo hacer que aterricemos allí —se lo mostré con los prismáticos.

    Toqué las sirenas y descendimos más en espiral. Las cimas de las montañas quedaban ahora próximas, por debajo de nosotros. Las nubes estaban por encima, como blancas masas, y el cielo azul detrás de ellas. Un día de brillante luz solar. Pero pronto, con nuestro progresivo avance, llegó la noche. La luz quedó detrás del horizonte pronunciadamente convexo; el mar y la tierra se tornaron púrpura.

    Era una noche de brillantes estrellas; la Tierra era un resplandeciente punto de luz azul-rojizo. Los cielos parecían girar visiblemente; dentro de una hora o así sería de día otra vez.

    En la cubierta de proa había aparecido Conisten, al frente de media docena de miembros de la tripulación. Aquellos transportaban cajas de alimentos y el equipo que iba a ser dado a los pasajeros abandonados. Y preparaban la pasarela de desembarque, aflojando los sellos de las ventanas laterales del domo.

    Hacia la cubierta de popa, junto a la puerta ovalada del vestíbulo, podía ver a Miko de pie. Y de vez en cuando se oía el rugido de su voz a los pasajeros.

    Mis erráticos pensamientos volaban hacia la historia de la Tierra. De esta forma, los antiguos viajeros de los mares de la superficie eran obligados por los piratas a pasar la plancha, o se les desembarcaba, abandonándoles sobre alguna hermosa isla desierta del océano tropical español.

    Hahn subió trepando por la escalerilla de nuestro castillo.

    —¿Va todo bien, Gregg Haljan?
    —Vete a tu trabajo —le dijo Moa con aspereza.

    Retrocedió y se unió al bullicio y confusión que ahora estaba empezando en cubierta. Me asaltó la idea... podía hacer que aquella confusión resultara provechosa? ¿Sería posible, ahora, en el último momento, atacar a los bandidos? Snap aún seguía sentado fuera de la puerta de la sala de radio. Pero su guardián estaba alerta apuntando con un proyector. Y aquel guarda, vi, desde su posición, dominaba toda la cubierta.

    Y también vi, ahora que los pasajeros eran conducidos en una hilera desde la puerta oval del vestíbulo, que Miko había atado a todos los hombres, uniéndolos con una cadena que rechinaba. Venían como una fila de convictos, caminando hacia adelante y pararon en la cubierta abierta, cerca de la base del castillo. La cara ceñuda del doctor Frank miró hacia mí.

    Miko ordenó a las mujeres y a los niños en un grupo al lado de los hombres encadenados. Sus palabras llegaron hasta mí: «No están en ningún peligro. Cuando aterricemos, tengan cuidado. Encontrarán que la fuerza de la gravedad es muy diferente... éste es un mundo muy pequeño.» Encendí las luces de aterrizaje; la cubierta se iluminó con el resplandor azul; los reflectores se encendieron a los lados de nuestro casco. Ahora colgábamos a un centenar de pies por encima del claro de la floresta. Corté los chorros electrónicos. Nos equilibramos, con las placas de gravedad colocadas en posición normal, y solamente la suave brisa de la noche nos daba un ligero desvío lateral. Esto lo pude controlar con las hélices de dirección laterales.

    A pesar de toda la agitada rutina de aterrizaje, mi mente estaba en otras cosas. Las palabras sueltas de Venza, antes en el vestíbulo. Tenía que organizar un alboroto entre los pasajeros mientras desembarcaban. ¿Por qué? ¿Tenía ella y el doctor Frank algunos desesperados propósitos para los últimos minutos?

    Me decidí a hacer lo que ella había dicho. Gritar o apagar las luces. Eso sería fácil.

    Me alegraba de que fuera de noche. En verdad había calculado nuestro descenso de forma que el aterrizaje se hiciera en la oscuridad. Pero, ¿con qué propósito? Estos bandidos estaban muy alertas. No había nada que se me ocurriese pensar hacer que nos proporcionara algo más que una probable muerte rápida bajo la rabia de Miko.

    —¡Bien hecho, Gregg! —decía Moa.

    Paré la última de las hélices. Con apenas una sacudida perceptible, el

    Planetara tomó tierra, se elevó como una pluma y quedó sobre la planicie. La noche de púrpura oscuro con las estrellas de arriba nos rodeaba. Dejé salir el aire de nuestro interior a través del domo y las portañolas del casco, y admití el aire nocturno del asteroide. Mis cálculos (por necesidad, meras aproximaciones matemáticas) demostraron ser correctos. En temperatura y presión no hubo ningún cambio radical cuando se deslizaron las ventanas del domo.

    Habíamos aterrizado. Cualquiera que fuese el propósito de Venza, su momento había llegado. Pero también me daba cuenta de que a mi lado estaba Moa, muy alerta. Había creído que estaba desarmada, pero no lo estaba. Se sentaba alejada de mí; en su mano tenía un cuchillo de hoja larga y afilada.

    —Has hecho tu parte, Gregg —susurró tensamente—. Y la hiciste bien y cuidadosamente. Ahora nos sentaremos aquí tranquilos y observaremos el desembarque.

    El guarda de Snap estaba de pie, vigilando atentamente. Los vigías de las torres de proa y de popa estaban también armados; podía verles mirando penetrantemente a la confusión de la cubierta iluminada de azul. La pasarela pasó por encima del costado del casco y tocó la tierra.

    —¡Basta! —rugió Miko—. Los hombres primero. Hahn, echa a las mujeres atrás. Coniston, amontona esos paquetes a un lado. Quítate de en medio, Prince.

    Anita estaba allá abajo. La vi en un extremo del grupo de mujeres. Venza estaba cerca de ella.

    Miko la empujó.

    —Quítate de en medio Prince. Puedes ayudar a Coniston. Preparad las cosas para desembarcarlas.

    Cinco de los camareros de la tripulación estaban a la cabeza de la pasarela. Miko me gritó:

    —Haljan, mantenga normal la gravedad de la cubierta de la nave.
    —Sí.

    La línea de hombres fue la primera en descender. El doctor Frank iba delante. Nos dirigió una mirada de despedida a Snap y a mí mientras bajaba la pasarela con los pasajeros encadenados detrás de él.

    ¡Abigarrada procesión! Unos veinte hombres desgreñados y medio vestidos de esos mundos. El cambio de la gravedad, más ligera sobre la pasarela, les sorprendió. El doctor Frank botó hasta la altura de la barandilla bajo el ímpetu de su paso; se cogió y se sostuvo. La línea osciló. En el débil resplandor de la iluminación azul, parecía ilusorio, loco. Un sueño grotesco de hombres bajando una pasarela.

    Llegaron al claro de la foresta. Permanecieron oscilando, temerosos, al principio, de moverse. La noche púrpura los envolvía y permanecían mirando a este extraño mundo, su nueva prisión.

    —Ahora las mujeres.

    Miko iba empujando a las mujeres hacia la parte superior de la pasarela. Podía sentir la mirada de Moa sobre mí. Su cuchillo relucía a la luz del castillo.

    —Dentro de unos pocos instantes puede llevarnos de nuevo, Gregg —murmuró de nuevo.

    Me sentía como el actor que espera su apunte entre los bastidores de algún drama ampuloso, la trama del cual desconoce. Venza estaba próxima a la cabeza de la pasarela. Algunas de las mujeres y niños estaban sobre ésta. Una mujer gritó. Su niño se había deslizado de su mano, rebotando por encima de la barandilla y había caído. O casi caído... había flotado sobre el suelo sacudiendo las piernas y los brazos, yendo a parar luego sobre el oscuro helecho sin daño. Su aterrorizado alarido llegó hasta nosotros.

    Había confusión en la pasarela. Venza, todavía sobre cubierta, parecía enviar una mirada de súplica a la torre. ¿Mi apunte? Deslicé una mano hacia el tablero de luces. Lo tenía cerca de las rodillas. Tiré de una llave. La cubierta iluminada de azul, quedó a oscuras.

    Recuerdo un horrible instante de silencio tenso, y en la oscuridad a mi lado percibí el movimiento de Moa. Sentí un estremecimiento de miedo instintivo... ¿Me clavaría aquel cuchillo?

    El silencio de la cubierta a oscuras fue roto por una confusión de sonidos. Un alboroto de voces; el grito de una pasajera; roce de pies y, por encima de todo, el rugido de Miko.

    —¡Queden quietos! ¡Todos! ¡No se muevan!

    Sobre la pasarela de bajada era el caos. Las mujeres que desembarcaban se estaban agarrando a la barandilla; alguna de ellas había, evidentemente, seguido hacia adelante y había caído. Abajo, en el suelo, a la tenue luz púrpura de las estrellas, pude ver confusamente la encadenada línea de hombres. Ellos también estaban en confusión, tratando de empujarse entre sí hacia las mujeres caídas.

    —¡Esos tubos de luz! ¡Gregg Haljan! —rugió Miko—. ¡Por el Todopoderoso! Moa, ¿estás ahí arriba? ¿Qué ocurre? Los tubos de luz...

    ¡Drama oscuro de desconocida trama! Me pregunté si debería tratar de abandonar el castillo. ¿Dónde estaba Anita? Había estado allá abajo sobre la cubierta, cuando había apagado las luces.

    Pensé que veinte segundos habrían bastado. No me había movido. Pensé: «¿Snap está metido en esto?»

    El cuchillo de Moa podía haberme apuñalado. Sentí su acometida junto a mí y, de pronto, la sujeté, retorciéndole la muñeca. Pero ella tiró el cuchillo lejos. Su fuerza era casi igual a la mía. Una de sus manos fue en busca de mi cuello y con la otra tanteaba en la oscuridad.

    Bruscamente se encendió de nuevo la cubierta. Moa había encontrado la llave y la había conectado.

    Luchó conmigo mientras yo trataba de alcanzar la llave. Miré abajo a cubierta. Miko nos estaba observando. Moa jadeó:

    —Gregg... para. Si él te ve haciendo esto te matará.

    La escena abajo seguía casi sin cambios. Había respondido a mi apunte. ¿Con qué propósito? Vi a Anita cerca de Miko. La última de las mujeres estaba sobre la pasarela.

    Había dejado de luchar con Moa. Ésta se había sentado, jadeando, y luego gritó:

    —Lo siento, Miko. No ocurrirá de nuevo.

    Miko bramaba de rabia, pero estaba demasiado ocupado para preocuparse de mí; su ira se digirió a los más próximos a él. Empujó a la última mujer violentamente por la pasarela, haciéndola saltar y su cuerpo, con una atracción de la gravedad equivalente a unas pocas libras de la Tierra, salió despedido y fue a caer cerca de la oscilante línea de hombres. Miko se volvió.

    —Quítate de mi camino! —de un golpe de su enorme brazo derribó a Anita de lado—. Prince, ¡maldito seas, ayúdame con estas cajas!

    Los atemorizados camareros estaban levantando las cajas, baúles de almacenaje metálicos de forma rectangular cada uno tan grande como un hombre, llenos de alimentos empaquetados, herramientas y equipo.

    —¡Vaya, fuera de mi camino! ¡Todos!

    Recobré la respiración; Anita retrocedía ágilmente ante la furiosa acometida de Miko. Se lanzó a los camareros. Tres de ellos sostenían una caja. Se la quitó y la levantó por encima de la pasarela, la sostuvo un instante sobre su cabeza, con sus macizos brazos como pilares grises debajo, y la arrojó. La caja disparada, cayó; y luego, cuando pasó la zona de gravedad del Planetara, salió volando en un arco tenso sobre el claro de la foresta y se aplastó sobre el rojizo matorral.

    —¡Dadme otra!

    Los camareros le acercaron otra. Como un furioso titán, la arrojó. Y otra. Una a una las cajas salieron volando y cayeron fuera.

    —Ahí va su alimento. ¡Recójanlo! ¡Haljan, haga los preparativos para marchar!

    Sobre la cubierta yacía el cadáver de Ranee Rankin, que los camareros habían sacado. Miko lo cogió y lo lanzó.

    —¡Toma! ¡Vete a tu último lugar de descanso!

    Y los otros cuerpos, Balch, Blackstone, el capitán Carter, Johnson... Miko los tiró todos. Y a los patrones de ruta y aquellos de la tripulación que habían sido muertos.

    Los pasajeros estaban ahora todos sobre el suelo: Allá abajo estaba en penumbra. Traté de distinguir a Venza, pero no fui capaz. Pude ver la figura del doctor Frank al final de la hilera de los pasajeros encadenados. Éstos estaban mirando con horror a los cuerpos lanzados por encima de ellos.

    —¿Dispuesto, Haljan?
    —¡Dile que sí! —me apuntó Moa.
    —¡Sí! —grité.

    ¿Había Venza fracasado en su desconocido propósito? Así parecía. Sobre el puente de la sala de radio, Snap y su guardián permanecían como estatuas silenciosas en las tinieblas iluminadas ligeramente de azul. El desembarco se había terminado.

    —¡Cierren las portañolas! —ordenó Miko. Se introdujo la pasarela plegándola con un chasquido. La portañola y las ventanas del domo se deslizaron cerrándose. Moa me siseó en el oído:
    —Si deseas venir, Gregg Haljan, comenzarás tu tarea.

    Venza había fracasado. Fuera lo que fuese, había quedado en nada. Abajo, en la purpúrea foresta, desconectados ahora de la nave, nuestros últimos amigos quedaban abandonados. Pude distinguirles a través del empañado domo cerrado (solamente se veía un grupo oscilante y apelotonado). Pero mi fantasía me retrataba esta última vista de ellos, el doctor Frank, Venza, Shac y Dud Ardley.

    Se habían ido. Sólo quedábamos Snap, Anita y yo mismo.

    Mecánicamente estaba despegando. Oí las sirenas resonando abajo, con los ecos que se repetían aquí en el castillo. Los controles respiratorios del Planetara se pusieron en marcha; los equilibradores de la presión comenzaron a funcionar, y las placas de la gravedad empezaron a situarse en las combinaciones de despegue.

    La nave estaba siseando y retemblando con esto, combinado con el rechinar de las últimas portañolas del domo. Y la orden de Miko:

    —¡Despegue, Haljan!

    Hahn había estado mezclado con la confusión de la cubierta, aunque yo apenas lo había notado. Coniston había permanecido abajo con la tripulación contestando a mis señales. Hahn estaba ahora con Miko, mirando a través de una ventana de cubierta. Anita estaba sola en otra.

    —¡Despegue, Haljan!

    Primero elevé suavemente la proa con una repulsión de las placas de este lado. Y arranqué la máquina electrónica central. Su impulso desde popa nos hizo deslizamos diagonalmente sobre los purpúreos árboles de la foresta.

    El claro se deslizó hacia abajo alejándose. Vislumbré por última vez un confuso grupo amontonado de los pasajeros abandonados que nos miraban, dejados a su suerte, solos en este mundo desierto.

    Con los tres motores en marcha, nos deslizamos suavemente hacia arriba. La foresta daba la impresión de caer, como una extensión de copas de árboles púrpura bordeados por la luz de las estrellas y la luz de la Tierra. La pronunciada curvatura del horizonte parecía seguirnos hacia arriba. Di toda la potencia. Subíamos en un ángulo de cuarenta grados, girando lentamente, con un grupo de nubes por encima de nosotros a un lado, y el reluciente y pequeño mar debajo.

    —Muy bien, Gregg —a la luz del castillo los ojos de Moa me abrasaban—. No sé lo que te proponías al apagar las luces de cubierta —sus dedos se me incrustaron en el hombro—. Le diré a mi hermano que fue un error.
    —Un error... sí —dije.
    —No supo lo que fue. Pero ahora déjame a mí que lo arregle. ¿Comprendes? Le diré a mi hermano eso. Tú dijiste: «En la Tierra un hombre podría matar lo que ama.» ¡Una mujer de Marte podría hacer eso! Guárdate de mí, Gregg Haljan.

    Sus ojos llenos de pasión me perforaban. ¿Amor? ¿Odio? El veneno de una mujer rechazada... una mezcla de emociones desbordadas...

    Me libré de su presa e hice caso omiso de ella. Se sentó, silenciosa, observando mis atareados movimientos: los cálculos de las condiciones de despegue, presiones, temperaturas; comprobación de los instrumentos en el tablero delante de mí...

    Rutina mecánica. Mi imaginación iba a Venza, y volvía atrás al asteroide. El errante mundillo ya estaba disminuyendo para convertirse en una superficie convexa detrás de nosotros. Venza, con su última actuación desconocida, había fracasado. ¿Había fallado a mi apunte? Cualquiera que fuera mi papel, ahora parecía que lo había representado horriblemente mal.

    El creciente de la Tierra en este momento estaba oscilando por encima de nuestra proa. Salimos fuera de la sombra del asteroide, y apareció el resplandeciente y llameante Sol. Con el lente podía ver nuestra diminuta Luna, que a simple vista parecía acariciar el extremo de su madre la Tierra.

    Estábamos en nuestra trayectoria hacia la Luna. Mi imaginación saltó adelante, a Grantline con su tesoro, sin sospechar de esta nave pirata. Y repentinamente, por encima de todos los pensamientos sobre Grantline, me vino el temor por Anita. Para decir la pura verdad, había sido, hasta el momento, un paladín muy inepto, condenando al fracaso todo lo que intentaba, ¿Por qué no había contribuido a hacer que Anita desertara sobre el asteroide? ¿No hubiera sido mucho mejor para ella estar allí, esperando su oportunidad de rescate con el doctor Frank, Venza y los otros?

    ¡Pero no! ¡Yo no había, como un tonto, pensado en eso! Le había permitido permanecer aquí a bordo, a la merced de estos fuera de la ley.

    Y me juré ahora que, por encima de todas las cosas, la protegería.

    ¡Juramento inútil! ¡Si pudiera haber visto unas pocas horas por delante! Pero presentía la catástrofe. Tuve un estremecimiento mientras seguía sentado en el puente conduciendo dócilmente la nave a través de la atmósfera del asteroide, y dirigiendo nuestra ruta hacia la Luna.


    Capítulo XIX


    ¡Inténtelo de nuevo! ¡Por los infiernos, Snap Dean, si hace algo para hacernos fracasar, morirá!

    Miko escudriñó los aparatos con ojos penetrantes. ¿Qué conocimiento técnico de instrumentos de señales poseía este jefe de bandidos? Yo estaba tenso y helado de temor mientras permanecía sentado en una esquina de la sala de radio, observando a Snap. ¿Podría engañar a Miko? Snap, comprendí, estaba tratando de engañarle.

    La Luna se extendía próxima, por debajo de nosotros. Mi carta de navegación, comprobada hacía treinta minutos, indicaba que estábamos a escasamente treinta mil millas por encima de la superficie de la Luna. Un cuadrante de plata. La puesta del sol reflejaba en las montañas lunares arrojando sombras oblicuas sobre las llanuras de la Luna. Todo el disco aparecía claramente visible. La suave luz de la Tierra brillaba serena y pálida para iluminar la noche lunar.

    El Planetara estaba bañado en plata. Un resplandor de plata brillante se extendía por la cubierta de proa, claro y limpio, y se estrellaba contra las negras sombras. Había rodeado parcialmente la Luna, de forma que nos aproximáramos a ella desde el lado de la Tierra.

    Miko, durante algún tiempo, había estado a mi lado en el puente. No había visto a Coniston ni a Hahn en las últimas horas. Había dormido y desperté despejado, y había comido. Coniston y Hahn permanecían abajo, el uno o el otro, siempre con la tripulación para ejecutar las órdenes que les transmitía por la sirena. Luego vino Coniston a ocupar mi lugar en el puente, y yo fui con Miko a la sala de radio.

    —Usted es competente, Haljan —había en su voz un tono de torva aprobación—. Usted indudablemente no tiene ningún deseo de engañarme en este viaje.

    Ciertamente que no lo tenía. En el mejor de los casos es un trabajo delicado contender con las complicaciones de los mecanismos celestes sobre una trayectoria semicircular con velocidad retardada, y con una tripulación provisional podríamos fácilmente vernos en verdaderas dificultades.

    Nos cernimos finalmente, con el casco hacia abajo, frente al hemisferio del disco lunar que miraba hacia la Tierra. La gigantesca bola de la Tierra se extendía detrás y por encima de nosotros... y el Sol sobre nuestro cuadrante de popa. Con una velocidad de adelantamiento casi nula, nos balanceábamos, y Snap comenzó a hacer señas al confiado Grantline.

    Momentáneamente mi trabajo se había terminado. Me senté a observar la sala de radio. Moa estaba aquí, próxima a mi lado. Siempre sentía su mirada vigilante, de forma que incluso necesitaba reprimir la exteriorización de mis emociones.

    Miko trabajaba con Snap. Anita también estaba aquí. Para Miko y para Moa era el sombrío y taciturno George Prince, envuelto siempre en su negra capa de luto, poco dispuesto a hablar, sentado solo, cavilando y hosco. Esto era lo que ahora pensaban de Anita.

    —¡Por los infiernos, si usted intenta engañarme, Snap Dean! —repetía Miko.

    La pequeña habitación de metal, con su suelo de rejilla y bajo techo arqueado, resplandecía con la luz de la Luna que entraba por sus ventanas. Las figuras activas de Snap y Miko eran imitadas por las grotescas sombras deformadas sobre las paredes. Miko, un gigante..., un ogro amenazador. Snap, pequeño y alerta..., una figura delgada y menuda en sus blancos pantalones, amplio cinturón y camisa blanca abierta por el cuello. Su cara estaba pálida y tensa por la carencia de sueño y el tormento a que Miko le había sometido anteriormente en este viaje. Pero sonreía ante las palabras del bandido, y empujaba su cabello disperso por debajo de la roja visera.

    La habitación pasaba por largos períodos de mortal silencio mientras Miko y Snap se inclinaban sobre los apilados grupos de instrumentos. Un silencio en el que los latidos de mi propio corazón parecían hacer eco. No me atrevía a mirar a Anita ni ella a mí. ¡Snap estaba tratando de hacer señales a la Tierra, no a la Luna! Sus rejillas principales estaban puestas a la inversa. Las ondas de infrarrojos, despedidas por la ventana de proa, iban en una frecuencia que Snap y yo pensábamos que Grantline no podría recibir. Y por encima, contra la pared, cerca de mí y aparentemente ignorada por Snap, había un diminuto emisor de ultravioletas. Su ligero zumbido y los destellos de su pantalla habían pasado desapercibidos hasta el momento.

    ¿Los recogería alguna estación de la Tierra? Recé por que así fuera. Aquí había una pantalla, del tamaño de una uña, que recibiría la contestación.

    ¿Podría algún telescopio de la Tierra vernos? Lo dudaba. El punto de alfiler del casco infinitesimal del Planetara estaría fuera del alcance de la vista.

    Largos silencios, rotos solamente por el ligero zumbido o susurro de los instrumentos de Snap.

    —¿Probaré con los telex, Miko?
    —Sí.

    Le ayudé con el espectro. En todos los niveles las placas no nos mostraban nada, excepto las cicatrices y perforaciones de la superficie de la Luna. Trabajamos durante una hora. No hubo nada. La desierta y fría noche sobre la Luna estaba debajo de nosotros. Un toque de luz se desvanecía sobre los Apeninos. Arriba, cerca del Polo Sur, Tycho con sus resplandecientes riachuelos abiertos se levantaba como una ceñuda vejiga oscura.

    Miko se inclinó sobre una placa.

    —¿Hay algo ahí? ¿No es verdad?

    ¿Una anormalidad sobre los torvos acantilados de Tycho? Así lo creímos, pero parecía que no.

    Otra hora. No venía ninguna señal de la Tierra. Si las llamadas de Snap llegaban a su destino no teníamos ninguna prueba. Repentinamente Miko se dirigió a mí desde el otro extremo de la habitación. Me puse tenso y frío; Moa se agitó, alerta a cualquier movimiento. Pero Miko no estaba interesado en mí. De un golpe de su puño cerrado, derribó el emisor de ultravioletas, con sus bobinas y espejos, en un montón tintineante sobre la rejilla del suelo a mis pies.

    —¡No necesitamos eso, sea lo que sea! —se frotó los nudillos donde las ondas ultravioletas le habían alcanzado, y se volvió hoscamente hacia Snap.
    —¿Dónde están sus reflectores de rayos? Si el tesoro está expuesto...

    El conocimiento de este marciano era mucho mayor de lo que habríamos creído. Le hizo una mueca sardónica a Anita.

    —Si nuestro tesoro está aquí, sobre este hemisferio, Prince, captaremos sus radiaciones. ¿No cree eso? ¿O es Grantline demasiado precavido para dejarlo expuesto?

    Anita habló con un cuidadoso y gutural tartajeo.

    —Nos llegaron bastantes radiaciones cuando pasamos por aquí en el viaje de ida.
    —Deberías de saberlo —hizo una mueca—. Un experto espía, Prince, tengo que reconocérselo... Vamos, Dean, intente alguna otra cosa. Por Dios que si Grantline no nos hace la señal, sería capaz de reprochárselo a usted... mi paciencia se está acabando. ¿Nos acercaremos más, Haljan?
    —No creo que sirva de ayuda —repuse.
    —Tal vez no —asintió—. ¿Estamos detenidos?
    —Sí —estábamos suspendidos casi sin movimiento—. Si usted desea avanzar, puedo hacerlo. Pero ahora necesitamos un destino sobre la superficie.
    —Cierto, Haljan —permaneció pensando—. ¿Penetraría un rayo zeta esos acantilados de los cráteres? ¿Tycho, por ejemplo, desde este ángulo?
    —Tal vez —se mostró de acuerdo Snap—. ¿Cree que pudieran estar en la parte norte interior de Tycho?
    —Pueden estar en cualquier parte —repuso Miko secamente.
    —Si usted cree eso —insistió Snap—, supóngase que dirigimos el Planetara sobre el Polo Sur. Tycho, visto desde allí...
    —¿Y perder otro cuarto de día? —se burló Miko—. Envíe sus rayos zeta. Ayúdele a montarlos, Haljan.

    Me dirigí a la caja de lentes del espectroheliógrafo. Parecía como si Snap estuviera más bien reacio. ¿Era porque sabía que el campamento de Grantline estaba escondido en la parte norte interna del gigantesco anillo de Tycho? Así lo pensé. Pero Snap lanzó una mirada rara a Anita. Ella no la vio, pero yo sí, y no pude comprenderla.

    ¡Mi maldita y necia incapacidad! ¡Si sólo me hubiera dado cuenta del aviso!

    —Aquí —ordenó Miko—. Una veintena de diagramas de los rayos zeta. Les digo que pasaré con un peine esta superficie si tenemos que permanecer aquí hasta que nuestra nave venga desde Ferrok-Shahn para unirse a nosotros.

    Los bandidos marcianos estaban en camino. La señal de Miko había sido respondida. Dentro de diez días, la otra nave de los bandidos, adecuadamente tripulada y armada, estaría aquí.

    Snap me ayudó a conectar los rayos zeta. No se atrevió ni a musitarme, teniendo a Moa siempre tan cerca. Y por la sonrisa sardónica de Miko, sabía que no toleraría nada de nosotros ahora. Estaba armado hasta los dientes y también lo estaba Moa.

    Recuerdo que varias veces Snap se había esforzado en tocarme significativamente. ¡Oh, si nada más que hubiera advertido el aviso!

    Terminamos con nuestra conexión. El punto gris opaco del rayo zeta brilló a través de los prismas para mezclarse con la luz de la Luna, que entraba por los lentes principales. Permanecí con el mecanismo del obturador.

    —¿El mismo intervalo, Snap?
    —Sí.

    A mi lado, me daba cuenta de la ligera reflexión del rayo zeta... un haz gris que atravesaba la habitación y daba en la pared opuesta, proporcionándole un aspecto irreal, ya que los rayos zeta se esforzaban en penetrar las paredes metálicas de la habitación.

    —¿Haré una exposición? —pregunté.

    Snap asintió, pero aquel diagrama no se llevó nunca a cabo. Una exclamación de Moa nos hizo volvernos a todos. ¡Los espejuelos gamma estaban vibrando! ¡Grantline había recogido nuestra señal! Con lo que indudablemente era un equipo de recepción intensificada que Snap no había creído que Grantline pudiera utilizar, había captado los débiles rayos zeta, que Snap estaba enviando sólo para engañar a Miko. Grantline había reconocido el Planetara y había apartado las pantallas de enmascaramiento que rodeaban el mineral.

    Y a continuación llegó el mensaje de Grantline. No en el sistema secreto que había convenido con Snap, sino, incautamente, en clave abierta. Pude leer en las oscilantes placas y también pudo Miko.

    Y lo descifró triunfalmente en voz alta.

    —«Sorprendidos pero complacidos por su vuelta. Aproxímense semihemisferio norte región de Arquímedes, cuarenta mil fuera próximas estribaciones Apeninos.»

    El mensaje se interrumpía. Pero aun así, ensombrecida su importancia, Miko permanecía en el centro de la sala de radio, leyendo triunfalmente el pequeño indicador. Su destello oscilaba sobre la escala que daba la casualidad que estaba casi directamente encima de la cabeza de Anita. Vi cambiar la expresión de Miko... Le invadió una mirada de sorpresa, de asombro.

    —¿Por qué...?

    Boqueó. Permaneció mirando fijamente. Mirando fijamente de una forma casi estúpida. Mientras le contemplaba fascinado de horror, apareció sobre su pesado rostro gris una mirada de amanecer de comprensión. Y oí la sorprendida aspiración de Snap. Se acercó al espectro, donde continuaban zumbando todavía las conexiones de los rayos zeta.

    Pero con un salto Miko le apartó a un lado.

    —¡Usted fuera de aquí! ¡Moa, vigílale! ¡Haljan, no se mueva!

    De nuevo Miko permanecía mirando fijamente. ¡Y ahora vi que estaba mirando a Anita!

    —¡Vaya, George Prince! ¡Qué aspecto más raro tienes!

    Anita no se movió. Estaba sobrecogida de terror; había retrocedido contra la pared, envuelta en su capa. La voz sardónica de Miko sonó de nuevo:

    —¡Qué aspecto tan extraño, Prince! —dio un paso hacia adelante.

    Estaba torvo y tranquilo. Horriblemente tranquilo. Deliberadamente. Recreándose en el mal como un gran monstruo gris de forma humana que jugara con un fascinado pájaro prisionero.

    —Muévete sólo un poco, Prince. Permite que la luz de los rayos zeta caiga más de frente.

    La cabeza de Anita estaba descubierta. Aquel pálido rostro como el de Hamlet. ¡Dios mío, la luz de los rayos zeta caía gris y penetrante sobre ella!

    Miko dio otro paso. Escudriñando. Sonriendo.

    —¡Qué sorprendente, George Prince! ¡Vaya, apenas puedo creerlo!

    Moa estaba armada ahora con un cilindro electrónico. A pesar de su asombro (cuyas desbordantes emociones yo solamente podía imaginar), ella nunca apartó los ojos de Snap y de mí.

    —¡Atrás! No se muevan ninguno de los dos! —nos siseó.

    Entonces Miko saltó sobre Anita como un gigantesco leopardo gris atacando.

    —¡Fuera con esa capa, Prince!

    Permanecí helado y confuso. Por fin se había dado cuenta. El débil rayo zeta había caído por casualidad sobre el rostro de Anita. Penetró la carne y expuso, ligeramente reluciente, la línea del hueso de su quijada, desenmascarando el arte de Glutz.

    Miko la cogió por las muñecas y la arrastró hacia adelante, más allá del destello de la luz zeta, a la brillante luz de la Luna. Y le arrancó la capa. ¡Las suaves curvas de su figura de mujer eran inconfundibles!

    Y al observarlas Miko toda su calma triunfal desapareció.

    —¡Pero Anita!
    —¿De forma que es eso? —oí a Moa musitar. Una mirada venenosa... un dardo de mí a Anita y volvió a mí—. ¿De forma que es eso?
    —¡Pero Anita!

    Los enormes brazos de Miko la levantaron como si ella fuera un niño.

    —¡De forma que te tengo otra vez! ¡Desde la muerte, me la han devuelto!
    —¡Gregg! —el aviso de Snap y su garra sobre mi hombro me devolvieron cierta cordura. Me había puesto tenso para saltar. Permanecí temblando, y Moa me golpeó con su arma en la cara. Las rejillas estaban oscilando de nuevo con un mensaje de Grantline. Pero no se le prestó atención.

    En el resplandor de la luz de la luna cerca de la ventana de proa, Miko sostenía a Anita, mientras que sus enormes manazas la manoseaban con triunfantes caricias posesivas.

    —¡Así que, Anita, me has sido devuelta!


    Capítulo XX


    ¡Luz de la Luna sobre la Tierra que tan suavemente brillas para hacer romántica la sonrisa de un amante! Pero la realidad de la noche lunar es frío más allá de la humana comprensión. Silencio frío y oscuro. Torva desolación, terrible, majestuosa... Una hosca majestad que incluso para los más intrépidos espectadores humanos es inconcebiblemente repulsiva.

    Y ahora había humanos aquí. En esta desierta planicie entre Arquímedes y las montañas, un pequeño cráter entre un millón de compañeros se distinguía esta noche por la presencia de humanos. ¡El campamento de Grantline! Se arrebujaba en la más profunda sombra púrpura sobre el lado de un hoyo en forma de cuenco, un orificio crudamente circular con unas dos millas escasas de lado a lado de su borde ondulado. Había una ligera luz aquí para señalar la presencia de intrusos vivos. El claro resplandor azul de las luces de tubo Morrell bajo una cubierta de glassite.

    El campamento de Grantline se erguía a mitad de subida de una de las paredes verticales del pequeño cráter. El suelo roto, sembrado de piedras, de dos millas de amplio, quedaba a quinientos pies por debajo del campo. Detrás de él, el dentado y escarpado acantilado se elevaba otros quinientos hasta las alturas del borde superior. Un amplio estante plano colgaba a mitad de altura del acantilado, y sobre él Grantline había construido su pequeño grupo de protecciones de glassite. Visto desde arriba, estaba el suelo del cráter púrpura oscuro, el borde circular ascendente, donde la luz de la Tierra teñía las cimas y los despeñaderos de un tono amarillento; y sobre el estante, como un grupo apelotonado de nidos de pájaros, los domos de Grantline colgaban y miraban hacia el valle interior.

    El aire aquí, sobre la superficie de la Luna, era despreciable... escasamente una cincomilésima parte de la presión atmosférica al nivel del mar en la Tierra. Pero dentro de las protecciones de glassite, debía ser mantenida la presión normal de la Tierra. Atadas rígidamente las dobles paredes para soportar la tendencia explosiva, al no tener presión externa para contrarrestarla. La tremenda necesidad de equipo mecánico había sobrecargado la pequeña nave de Grantline hasta el límite de su capacidad. Los instrumentos químicos de fabricación de aire, los niveladores de presión, renovadores, mascarillas de respiración, los sistemas de iluminación y mantenimiento de la temperatura de un vehículo espacial, estaban aquí.

    Allí estaba el edificio principal de Grantline, alargado, bajo y rectangular a lo largo del borde del farallón. Dentro de él, estaban las habitaciones donde vivían, vestíbulo, comedor y cocina. Cincuenta pies por debajo, comunicados por un estrecho pasadizo de glassite, había una estructura similar, aunque más pequeña.

    Las salas de control mecánico, con sus mecanismos que producían zumbidos y vibraciones, estaban aquí. Y la sala de instrumentos con los aparatos de señales, transmisores y receptores, rejillas de espejos y audífonos de diferentes clases. Y un electrotelescopio, pequeño pero moderno, con un domo por encima como un pequeño observatorio terrestre.

    Desde este edificio de instrumentos, al lado del pasaje de conexión, cables de alambre para la luz, y tubos de aire, cuerdas y montones de alambres de instrumentos iban hasta la estructura principal... culebras grises sobre la porosa roca gris de la Luna.

    El tercer edificio parecía un colgadizo apoyado contra la pared del farallón, una barraca terciada de paredes de glassite de cincuenta pies de alto y doscientos de largo. Debajo de ella, durante meses, los taladros de Grantline habían excavado en el acantilado. Había túneles apuntalados aquí, adentrándose hacia abajo en la veta de la roca.

    El trabajo se había terminado. Las perforadoras habían sido desmanteladas y empaquetadas. A un extremo del farallón, estaba apilado el equipo de minería en un grupo desordenado. Había un montón de mineral de rechazo donde Grantline lo había ordenado tirar después que su primer proceso simple de refinado le hubiera producido como desecho. Las escorias del mineral yacían como copos de polvo gris esparcidos por las laderas del farallón. Camiones y vagonetas de mineral se veían vacíos, evidencia muda de semanas y meses de trabajo que habían realizado estos obreros con yelmo, luchando sobre este mundo sin aire y hosco.

    Pero todo había terminado. El mineral catalizador estaba suficientemente concentrado. Estaba (este tesoro) en una pila de setenta pies, detrás de un colgadizo de glassite, con una jaula de alambres sobre él y una barrera aislante que ocultaba su presencia.

    La barraca del mineral estaba a oscuras, pero los otros dos edificios estaban iluminados. Y había pequeñas luces montadas a intervalos por el campamento y al borde del farallón. Una escalerilla, con unas diminutas plataformas a unos veinte pies una por encima de la otra, colgaban precariamente sobre la pared del farallón, y bajaba los quinientos pies hasta el suelo del cráter; y, detrás del campamento, subía por la dentada cara del acantilado hasta la altura superior del borde, donde estaba situada la pequeña plataforma del observatorio.

    Tal era el aspecto interior del campamento del tesoro de Grantline al comienzo de esta noche lunar, cuando, sin conocimiento de Grantline o de sus. hombres, el Planetara, con sus bandidos, se aproximaba. La noche había adelantado quizás un sexto. Era de noche cerrada. Ni un asomo de una nube que ocultara el brillante cielo estrellado. El cuadrante de la Tierra colgaba inmóvil como una gigante luna madura sobre el cráter de Grantline. Una Tierra brillante, aunque no hubiera aire en esta superficie lunar para propagar su luz. Solamente un resplandor que se mezclaba con los focos de luz azul de los tubos sobre los postes, a lo largo del farallón, y las radiaciones de los edificios iluminados.

    Por ninguna parte se veían indicios de movimiento en el silencioso campamento. Entonces la puerta de presión regulada, en un extremo del edificio principal, abrió sus diminutos cierres. Una figura inclinada salió. Se cerró la puerta. La figura se enderezó y miró en torno del campamento. ¡Aspecto grotesco y abotagardo de un hombre! Con yelmo, con capucha en domo redonda, que sugería un antiguo buzo de los mares, y sin embargo tan engafado y protegido como un guerrero con una máscara antigás del siglo veinte.

    Se paró ahora y desconectó los pesos metálicos que llevaban en los zapatos.

    Luego se irguió de nuevo, y con pasos de gigante fue saltando a lo largo del farallón. ¡Una figura fantástica en la penumbra iluminada de azul! El sueño de un niño, de rocas y precipicios y extrañas luces con una sola figura monstruosa con botas de siete leguas.

    Fue a lo largo del borde con sus pasos de veinte pies, inspeccionó las luces, e hizo algunos ajustes. Volvió y trepó con ágiles saltos por la escalerilla gatera hasta el domo, en la cima del cráter. Una luz brilló allá arriba y luego se extinguió.

    Después de un momento la figura enmascarada y protegida bajó saltando. El centinela del exterior de Grantline hacía sus rondas. Regresó al edificio principal. Apretó los pesos sobre los zapatos e hizo la señal.

    Los cierres se abrieron y la figura entró.

    Era el principio de la velada. Después de la hora de la comida y antes de la de dormir, de acuerdo con la rutina del campamento que Grantline estaba manteniendo. Las nueve de la tarde, hora terrestre de América Oriental, registrada ahora por su cronómetro de la Tierra. En la sala de estar del edificio principal, Johnny Grantline estaba sentado con una docena de sus hombres dispersos por la habitación, matando el tiempo de la mejor manera que podían durante las solitarias horas.

    —Todo como siempre. ¡Esta maldita Luna! Cuando volvamos a casa... si alguna vez lo hacemos...
    —Di lo que quieras, Wilks. Pero gastarás tu parte de las láminas de oro y darás gracias a tu constelación de que tuvieras la oportunidad de ganarlo.
    —¡Déjalo solo! Vamos, Wilks, echa una mano aquí. Este juego es aburrido para sólo tres.

    El hombre que había estado fuera apartó su yelmo y lo dejó descuidadamente sobre el suelo, y soltó el traje.

    —Vaya, sacadme de aquí. No, no jugaré. No sé jugar a vuestro maldito juego sin apostar nada.

    Se oyó una carcajada cuando Johnny Grantline le dirigió una penetrante mirada desde donde estaba sentado, leyendo, en una esquina de la habitación.

    —Órdenes del jefe. No se toleran aquí jugadores de láminas de oro.
    —Juega una partida, Wilks —dijo suavemente Grantline—. Todos sabemos que es infernal esto de estar sin hacer nada.
    —Le ha dado la luz de la Tierra —rió otro hombre—. Jefe, le digo que no deje salir a ese individuo, Wilks, por la noche.

    Un grupo de hombres rudos aunque bonachones. Alegres y broncos en sus horas de asueto. Pero había demasiado asueto aquí ahora. En los viejos tiempos, los exploradores de las zonas polares habían tenido que competir con la inactividad y la desesperación, pero a menos estaban sobre su mundo nativo. La hosquedad de la Luna estaba corroyendo el valor de los hombres de Graníline: la irrealidad de aquí, lo fantástico, aquellos horribles precipicios, el mortal silencio. Las noches de casi dos semanas de tiempo en la Tierra, congelada por la mortal frigidez del espacio. Los días de cielo negro, estrellas brillantes y llameante el Sol, sin atmósfera que difundiera las radiaciones caloríficas de éste, tan ligera sobre la desnuda superficie lunar que la temperatura exterior siempre permanecía fría. Y día y noche siempre el amado disco de la Tierra colgando inmóvil arriba, cerca del cénit. Desde el más fino creciente hasta Tierra llena, luego de nuevo en menguante.

    Todo tan anormal, tan irracional y tan inquietante para los sentidos humanos.

    Habiendo acabado el trabajo de minería, la irritabilidad atacó a los hombres de Grantline. Y tal vez, dado que la mente humana es una cosa tan maravillosa y compleja, sentían aquellos hombres una sensación indefinible de desastre. Johnny Grantline lo sentía. Pensó en ello ahora mientras estaba sentado en la esquina de la habitación y observaba cómo forzaban a Wilks a una partida, y sintió una fuerte premonición dentro de él. ¡Una irracional depresión siniestra! Quitando el accidente que había inutilizado su pequeña nave espacial, cuando había llegado a este pequeño agujero de cráter, su expedición había ido bien. Sus instrumentos y la información que tenía de anteriores exploradores, le habían permitido descubrir la veta catalizadora con solamente un mes de búsqueda.

    La veta ahora estaba exhausta; pero el tesoro estaba aquí... ¡suficiente para abastecer todas las necesidades de su Tierra! No quedaba nada sino esperar por el Planetara. Los hombres estaban hablando de eso.

    —Ahora debe de estar bien a la mitad de camino de Ferrok-Shahn. ¿Cuándo se imaginan que estará de vuelta para hacernos la señal?
    —Dentro de veinte días. Recogeremos su señal dentro de tres semanas. ¡Acuérdense de lo que digo!
    —Tres semanas. ¡Dame sólo tres semanas de razonable salida y puesta de sol! ¡Esta maldita Luna! Quieres decir, Williams, la próxima luz del sol.
    —¡Ja! Está inventando un lenguaje lunar. Llegarás a ser un hombre de la Luna.

    Ole Swenson, el enorme individuo rubio de los fiordos escandinavos, llegó y se tiró al lado de Grantline.

    —Creo que se envenenan sin suficiente trabajo que hacer, jefe...
    —Tres semanas no es mucho tiempo. Ole.
    —No. Puede que no.

    Desde el otro lado de la habitación alguien estaba diciendo:

    —Si el Comet no se hubiera aplastado, maldito sea yo, pero pediría al jefe que permitiera a algunos de nosotros volver con él.
    —Cierra el pico, Billy. Se aplastó.
    —Todos estuvisteis de acuerdo con las cosas como son —dijo Johnny con seguridad—. Todos nosotros corrimos los mismos riesgos... voluntariamente.

    Este Johnny Grantline era un individuo pequeño y dinámico. Con poco aguante algunas veces, pero siempre justo, y un perfecto conductor de hombres. De estatura era casi tan pequeño como Snap, pero era de constitución fuerte, limpiamente afeitado, ojos penetrantes, rostro de mandíbula cuadrada y un montón de pelos oscuros despeinados. Un hombre de treinta y cinco años, aunque la decisión de sus ademanes y el tranquilo dominio de su voz le hicieran parecer más viejo. Se irguió ahora, inspeccionando la habitación de glassite iluminada de azul, con su techo bajo próximo a las cabezas. Tenía las piernas arqueadas y en movimiento parecía deslizarse con un andar de piernas rígidas, como el de algunos capitanes de naves del mar de los tiempos pasados sobre la cubierta de su oscilante barco. ¡Una figura de curioso aspecto! Camisa y pantalones de gruesa franela, botas fuertemente pesadas y un voluminoso cinturón cargado de metal en torno a la cintura.

    —Cuando llegue el tiempo de dividir este tesoro, todo el mundo se sentirá feliz, Ole —dijo sonriendo a Swenson.

    El tesoro se había calculado ser el equivalente de noventa millones en láminas de oro. Ciento diez millones en bruto, tal como estaba ahora, con veinte millones a deducir por las Refinerías Federadas por reducirlo al grado común de uso comercial. Noventa millones, con solamente un millón y medio para pagar los gastos de la expedición y otro millón por la parte del Planetara. Un hermoso premio.

    Grantline caminó a lo largo de la habitación con su balanceante paso.

    —Animo, muchachos. ¿Quién está ganando ahí? Oíd, muchachos...

    El zumbador de audífono le interrumpió; una llamada del hombre de servicio en la sala de instrumentos del próximo edificio.

    Grantline conectó el receptor. La sala quedó en silencio. Cualquier llamada era desacostumbrada... nunca pasaba nada aquí en el campamento. la voz del hombre de servicio sonó en toda la habitación.

    —¡Se reciben señales! No son claras. ¿Viene aquí, comandante?
    —¡Señales!

    Nunca había sido la costumbre de Grantline el forzar una disciplina innecesaria. Y por eso no hizo ninguna objeción cuando todos los hombres del campamento se lanzaron a través del pasadizo de conexión. Se amontonaron en la sala de instrumentos, donde el tenso hombre de servicio estaba sentado ante sus receptores de radio. La pantalla parabólica estaba oscilante.

    El hombre de servicio levantó la vista y se encontró con la mirada de Grantline.

    —Lo puse en la más alta intensidad, jefe. Debemos recogerla.
    —¿De escala baja, Peter?
    —Sí. Los más débiles infrarrojos. Los estoy elevando a pesar de que gasta mucho de nuestra energía.
    —Cáptalos —dijo Grantline secamente.
    —Recibí una ligera oscilación de televisión hace un minuto... luego se desvaneció. Creo que es el Planetara.

    ¡Planetara! Repitieron a coro el grupo de hombres. ¿Cómo podía ser el Planetara.

    Pero era. La llamada se recibía en este momento.

    Inconfundiblemente el Planetara volvía de su viaje a Ferrok-Shahn.

    —¿A qué distancia está, Peter?

    El vigilante consultó las agujas de la escala de su dial.

    —¡Cerca! Rayos infrarrojos muy débiles. Pero cerca. Aproximadamente a treinta mil millas, tal vez. Es Snap Dean llamando.

    ¡El Planetara estaba aquí, a treinta mil millas! La excitación y el placer inundó la habitación. ¡Había sido esperado ansiosamente tanto tiempo el Planetara!

    La excitación se comunicó a Grantline. No era propio de él ser imprudente; sin embargo, ahora, por algunas agradables circunstancias imprevistas, había vuelto el Planetara antes de tiempo. ¡Ciertamente, qué incauto fue Grantline!

    —Levantad la protección.
    —Voy yo. Mi traje está aquí.

    Un voluntario deseoso se abalanzó fuera de la protección.

    —¿Puedes emitir, Peter? —preguntó Grantline.
    —Sí. Con más potencia.
    —Utilízala.

    Johnny dictó el mensaje de su situación que nosotros recibimos. En su excitación olvidó el código secreto.

    Pasó un intervalo. No venía ningún mensaje de nosotros... sólo la señal de rutina de Snap en los débiles infrarrojos, que nosotros confiábamos que Grantline no recibiría.

    Los hombres amontonados en la sala de instrumentos alrededor de Grantline esperaban en silencio, tensos. Entonces Grantline probó con la televisión de nuevo. Su corriente debilitó las luces con la toma de los distribuidores, y enfrió la habitación con un repentino escalofrío mortal mientras que el sistema de aislamiento Brentz bajaba.

    El hombre de servicio parecía atemorizado.

    —Reventará nuestras paredes, comandante. La presión interna...
    —Nos arriesgaremos.

    Recogieron la imagen del Planetara. Brillaba claramente sobre la rejilla... la porción de campo estrellado con una burbuja de la forma de un diminuto cigarro. Lo suficientemente clara para ser inconfundible. ¡El Planetara! Ahora aquí, sobre la Luna, casi directamente por encima de las cabezas, situado en lo que en la escala del altímetro indicaba ser una fracción por debajo de las treinta mil millas.

    Los hombres miraban en silencio. Venía el Planetara...

    Pero la aguja del altímetro permanecía inmóvil. El Planetara se sostenía inmóvil.

    Un bloqueo repentino recorrió la habitación. Los hombres permanecían con pálidos rostros mirando fijamente la imagen del Planetara, y a la aguja del altímetro. Ahora se movía. El Planetara estaba descendiendo. Pero no con un balanceo ordenado.

    La pantalla lo mostraba claramente. La proa dirigida hacia arriba. Luego hacia abajo. Pero al cabo de un momento osciló de nuevo y se volvió parcialmente de revés. Se enderezó. Luego se balanceó de nuevo, como si estuviera borracho.

    ¡El Planetara, sin control, caía!


    Capítulo XXI


    En el Planetara, dentro de la sala de radio, Moa seguía apuntando con su arma a Snap y a mí. Miko sostenía a Anita, triunfante y posesivo. Entonces, mientras ella luchaba, una rara amabilidad invadió a este extraño gigante marciano. Tal vez la amaba realmente. Cada vez que lo recuerdo me parece así.

    —Anita, no me temas —la sostenía apartado de él—. No te haré daño, deseo tu amor —le asaltó la ironía—. Y yo que creía que te había matado... Pero sólo fue a tu hermano.

    Se volvió parcialmente. Me daba cuenta de cuan alerta estaba su atención. Hizo una mueca.

    —Contentos, Moa. No les permitas que hagan ninguna tontería... ¿De forma, pequeña Anita, que estabas disfrazada para espiarme? Eso estuvo mal que lo hicieras...

    Anita no había hablado. Se mantenía tensa y apartada de Miko. Me había lanzado una mirada, sólo una. ¡Qué horrible problema había ocasionado esta catástrofe!

    El final del mensaje de Grantline había pasado desapercibido para todos nosotros. Permanecimos tensos.

    —¡Miren! ¡Grantline otra vez! —dijo bruscamente Snap.

    Pero las pantallas estaban ya inmóviles. Como no teníamos mecanismo de registro, el resto del mensaje se había perdido.

    No recibimos ningún mensaje posterior. Hubo un intervalo mientras Miko esperaba, sosteniendo a Anita en el hueco de su enorme brazo.

    —Tranquila, pajarito. No me temas. Tengo trabajo que hacer. Anita, ésta es nuestra gran aventura. Seremos ricos, tú y yo. Todos los lujos que estos mundos puedan ofrecer... todos para nosotros, cuando esto haya terminado. ¡Cuidado, Moa! Este Haljan no tiene sentido común.

    Bien podía decirlo. ¡A mí, que había tenido tan poco sentido como para permitir que nos viniera encima todo esto!

    El arma de Moa me empujó. Su voz siseó con todo el veneno de un reptil furioso.

    —¡Así que éste era tu juego, Gregg Haljan! ¡Y yo fui tan ciega como para confesar mi amor por ti!
    —¡No te muevas, Gregg! Está desbordada —susurró Snap a mi oído. Ella lo oyó y se volvió a él.
    —Hemos perdido a George Prince, parece. Bien, sobreviviremos sin sus conocimientos científicos. Y tú, Dean..., y este Haljan, fijaros en mí... ¡mataré a ambos si ocasionan algún problema!
    —¡No los mates todavía, Moa! —se estaba recreando Miko—. ¿Qué fue lo que Grantline dijo? Cerca del cráter de Arquímedes. Condúzcanos abajo, Haljan. Aterrizaremos.

    Hizo señales a la torreta, le dio a Coniston el mensaje de Grantline y abajo a Hahn. La noticia se extendió por el barco, los bandidos estaban jubilosos.

    —Aterrizaremos ahora, Haljan. Venga, Anita y yo iremos con usted al puente.
    —¿Para qué destino? —logré decir.
    —Cerca de Arquímedes. La ladera de los Apeninos. Manténgase bien apartado del campamento de Grantline. Probablemente lo divisemos mientras descendemos.

    No había necesidad de trayectoria. Ahora estábamos casi sobre Arquímedes. Podía dejarnos caer guiándonos por la vista y los instrumentos. Mi mente era un torbellino de confusos pensamientos. ¿Qué podríamos hacer ahora? Me encontré con la mirada de Snap.

    —Llévanos abajo, Gregg —dijo quedamente.

    Asentí. Aparté a un lado el arma de Moa.

    —No necesitas de eso...

    Fuimos al puente de mando. Moa me observaba a mí y a Snap. Una torva y fría amazona. Evitaba el mirar a Anita, a quien Miko ayudaba a bajar las escalerillas con una extraña mezcla de amabilidad cortesana e ironía divertida. Coniston miró fijamente a Anita.

    —Oiga, ¿no es George Prince? La chica...
    —No hay tiempo para explicaciones —ordenó Miko—. Es la chica disfrazada, como si fuera su hermano. Baje, Coniston. Haljan, llévenos abajo.

    El asombrado inglés continuaba mirando fijamente a Anita, pero arguyó:

    —Pretendo decir que, ¿adonde en la Luna? ¿No para encontrarnos a Grantline inmediatamente, Miko? Nuestro equipo no está dispuesto.
    —Naturalmente que no. Aterrizaremos bastante apartados...

    De mala gana nos abandonó Coniston. Tomé los controles. Mike sostenía todavía a Anita como si fuera una niña; se sentó a mi lado.

    —Le vigilaremos, Anita. Es un individuo competente en esta clase de trabajo.

    Di la señal para la fijación de las placas de gravedad. La respuesta debía de haber venido de abajo al cabo de un segundo o dos, pero no llegó. Miko me observaba con sus grandes cejas levantadas.

    —Dé la señal de nuevo, Haljan.

    La repetí. No hubo contestación. El silencio era agorero.

    —Ese maldito Hahn. ¡Toque de nuevo! —susurró Miko.

    Envié la llamada imperativa de emergencia.

    No hubo contestación. Un segundo o dos. Luego, todos nosotros estábamos sobresaltados. Traspasados. De abajo llegó un repentino siseo. Sonó en el puente de mando, venía de la rejilla de llamada de la sala de maniobra. El siseo de las válvulas neumáticas de las placas de maniobra de la sala de control. ¡Las válvulas se estaban abriendo, maniobrando automáticamente las placas para colocarse en la posición neutra de desconectadas!

    Hubo un instante de silencio sobrecogedor. Miko podía haber comprendido el, significado de lo que había ocurrido. Ciertamente, Snap y yo lo comprendimos. Cesó el siseo. Agarré la llave de maniobra de la placa de emergencia que colgaba sobre mi cabeza. ¡Su disco no funcionaba! Las placas estaban muertas y neutras. ¡En la posición en que se fijan solamente cuando estamos en el puesto! ¡Y sus mecanismos de maniobra eran imperativos!

    —¡Estamos en inactivo! —me puse en pie.

    El disco de la Luna se movía visiblemente, mientras el Planetara daba bandazos. La bóveda de los cielos se balanceaba lentamente.

    Miko soltó un fuerte juramento:

    —¡Haljan! ¿Qué es esto?

    Los cielos giraban con una gigantesca caída. La Luna estaba sobre nosotros. Osciló en un arco vertiginoso. Encima, luego detrás de nuestra popa; debajo de nosotros, luego apareciendo por encima de nuestra proa.

    El Planetara giró sobre sí mismo. Se puso de punta. Giró un extremo sobre el otro.

    Durante un momento, pensé que todos nosotros, en el puente de mando, estábamos clavados. El disco de la Luna, la Tierra, el Sol y todas las estrellas, pasaban oscilando por nuestras ventanas horriblemente vertiginosas. El Planetara parecía dar bandazos y tropezar. Pero solamente era un efecto óptico. Miré fijamente con torva determinación a mis pies. El puente parecía inmóvil.

    ¡Luego miré de nuevo aquel horrible balanceo de todos los cielos! Y la Luna, mientras pasaba, parecía crecer. ¡Estábamos cayendo! ¡Sin control, atraídos por la fuerza de la gravedad!

    —Ese maldito Hahn...

    Había pasado solamente un momento. Mi ilusión de que el disco de la Luna estaba aumentando era sólo un horror de mi imaginación. No habíamos caído lo suficiente cerca para eso.

    Pero estábamos cayendo. A menos que pudiera hacer algo, nos aplastaríamos sobre la superficie lunar. Anita muerta en el puente de mando: el fin de todas las cosas... de todas las esperanzas. Me puse en acción. Tartamudeé:

    —¡Miko, usted permanezca aquí! Los controles no marchan. Esté aquí y sostenga a Anita...

    Pasé por alto el arma de Moa. Snap la apartó a un lado.

    —Estamos cayendo, estúpidos... Déjennos solos.
    —¿Puede usted... detenernos? —tartamudeó Miko—. ¿Qué ocurrió?
    —No lo sé...

    Desde la rejilla del audífono resonó la voz de Coniston.

    —Oiga, Haljan, algo va mal. Hahn no da la señal.

    El vigía de la torreta de proa estaba aferrado a nuestra ventana. Sobre la cubierta, debajo de nuestro castillete apareció un miembro de la tripulación, permaneció balanceándose un momento, luego gritó y corrió tambaleándose, a la ventura. Desde los corredores inferiores del casco resonaban en nuestras rejillas las pisadas de pies corriendo. El pánico entre la tripulación se estaba extendiendo por toda la nave. Había un caos bajo cubierta.

    Tiré de la palanca de emergencia de nuevo. Inactiva...

    —Snap, debemos bajar. Las señales. La voz de Conisten llegó como un alarido por la rejilla: «Hahn está muerto. ¡Los controles están rotos!»
    —¡Miko, sostenga a Anita! —grité—. ¡Vamos, Snap!

    Nos agarramos a las escalerillas. Snap iba detrás de mí.

    —¡Cuidado, Gregg! ¡Santo Dios!

    ¡Este loco girar! Traté de no mirar. La cubierta debajo de mí era un borroso calidoscopio de oscilantes parches de luz de la luna y sombras.

    Alcanzamos la cubierta. Parecía como si desde la torreta la voz de Anita nos siguiera: «¡Tened cuidado!»

    Una vez dentro de la nave, nuestros sentidos se fijaron. Fuera de la vista de los cielos girando y oscilando, solamente los gritos y pisadas de la tripulación, presa de pánico, indicaban que ocurría algo raro. Eso y la falsa sensación de balanceo ocasionada por el latido de la gravedad... una atracción mayor cuando la Luna estaba debajo de nosotros para combinar sus fuerzas con nuestros magnetizadores; un aligeramiento, cuando estaba encima. ¡Un balanceo de péndulo palpitante!

    Bajamos corriendo la pasarela del corredor. Un miembro de la tripulación con el rostro pálido vino corriendo hacia nosotros.

    —¿Qué ha ocurrido, Haljan? ¿Qué ha ocurrido?
    —¡Estamos cayendo! —le agarré—. Vamos abajo. Venga con nosotros.

    Pero se apartó de mí con una sacudida.

    —¿Cayendo?

    Un camarero llegó apresurado.

    —¿Cayendo? ¡Dios mío!

    Snap se volvió a ellos.

    —¡Vayan delante de nosotros! Los controles manuales... son nuestra única posibilidad... ¡necesitamos a todos los hombres en las bombas del compresor!

    Pero era el instinto el que impulsaba a intentar subir a cubierta, como si aquí abajo fueran ratas atrapadas en un cepo. Los hombres se libraron de nosotros y corrieron. Sus gritos de pánico resonaron a través de los corredores en penumbra débilmente iluminados de azul.

    Coniston salió balanceándose de la sala de controles.

    —Oiga... ¡Cayendo! ¡Haljan, Dios mío, mire!

    Hahn estaba tirado, junto al panel de llaves de las placas de gravedad. Extendido, boca abajo. Muerto. ¿Asesinado? ¿O un suicidio?

    Me incliné sobre él. Sus manos agarraron la llave principal. Su mano derecha la había sujetado, soltándola. Y su mano izquierda había alcanzado y roto la frágil línea de tubos que intensificaban la corriente de los accionadores neumáticos de las placas. ¿Un suicidio? ¿Con su última locura había determinado matarnos a todos? ¿Por qué?

    ¡Entonces vi lo que había matado a Haljan! ¡No era suicidio! ¡En su mano agarraba un pequeño jirón de tela negra, un trozo rasgado de una capa invisible!

    Snap estaba armando los compresores de mano. Si podía devolver la presión a los tanques...

    Me volví a Conisten.

    —¿Está usted armado?
    —Sí —tenía el rostro pálido y confuso, pero no estaba presa del pánico. Me mostró un cilindro de rayos térmicos—. ¿Qué quiere usted que haga?
    —Busque a los tripulantes. Consiga todos los que pueda. Tráigamelos aquí para que trabajen en las bombas.

    Salió disparado. Snap le gritó:

    —¡Mátelos si protestan!

    La voz de Miko resonó procedente de la rejilla del puente.

    —¡Caemos! ¡Haljan, usted puede verlo ahora! ¡Deténganos!

    Momentos desesperados. ¿O fue una hora? Conisten trajo a los hombres. Permaneció delante de ellos con el arma amenazadora.

    Teníamos todas las bombas en marcha. La presión se elevó un poco en los tanques. Bastante para maniobrar una placa de proa. Lo intenté. La placa, lentamente, fue a situarse en la nueva combinación. Una repulsión de la gravedad sólo en la punta de la proa.

    —¿Hemos parado de oscilar? —pregunté a Miko por las señales.
    —No. Pero va más lento.

    Podía sentir aquel balanceo de la gravedad. Pero ahora no era firme. Cojeaba. La tendencia de nuestra proa era de levantarse.

    —Más presión, Snap.

    Uno de la tripulación se rebeló y trató de fugarse de la habitación.

    Coniston le derribó de un disparo.

    Maniobré otras placas de proa. Después dos en la popa. Las placas de la popa parecían moverse más ligeras que las otras.

    —Maniobra con todas las placas de popa —aconsejó Snap.

    Lo intenté. Cesó el balanceo. Miko gritó:

    —Estamos con la proa hacia abajo. ¡Caemos!

    Pero no caímos libremente. La atracción de la gravedad de la Luna estaba más que medio neutralizada.

    —Subiré, Snap, y probaré con los motores. ¿No te importa quedar aquí abajo? ¿Ejecutar mis señales?
    —¡Tú, idiota! —me agarró un hombro. Sus ojos relucían, su rostro estaba ojeroso, pero sus pálidos labios se curvaban en una sonrisa.
    —Pudiera ser un adiós, Gregg. Caeremos... luchando.
    —Sí. Luchando. Coniston, usted mantenga la presión alta.

    Con los tubos rotos se necesitaba casi toda la presión para mantener las pocas placas que yo había accionado. Una se deslizó atrás de nuevo a la posición neutra. Pero las bombas recuperaron terreno y volvió a su posición.

    Me abalancé sobre cubierta. ¡Oh, qué cerca estaba la Luna ahora! ¡Tan horriblemente cerca! Las sombras de la cubierta parecían fijas, aunque la superficie de la Luna nos iluminara a través de las ventanas de proa.

    Aquellos horribles minutos últimos fueron confusos. Y siempre estaba el rostro de Anita. De cara a la muerte, Miko estaba sentado rígido. Moa también, sentada a un lado, miraba fijamente.

    Anita se deslizó hacia mi.

    —Gregg, querido. El fin...

    Probé las máquinas electrónicas de la popa, haciéndolas funcionar en marcha atrás. Los chorros de su luz relucieron en la popa, hacia adelante a lo largo del casco, saliendo por nuestra proa hacia la superficie de la Luna. Pero aquí no había atmósfera que ofreciera resistencia. Tal vez los chorros electrónicos pararon nuestra caída un poco. Las bombas nos proporcionaron presión justo en los últimos minutos para poder deslizar las placas del casco.

    Pero nuestra proa permanecía hacia abajo. Nos deslizábamos como un cohete consumido que cayera.

    Recuerdo con horror aquella superficie lunar que aumentaba. Las fauces de Arquímedes abriéndose desmesuradamente. Una burbuja. Aumentando hasta ser un gran hoyo. Luego vi que era un lado, subiendo velozmente.

    —Gregg, querido..., adiós.

    Me rodeó con sus suaves brazos. Era el fin de todo para nosotros. Me recuerdo murmurando: «No caemos libres, Anita. Algunas de las placas del casco están en posición.»

    Mis diales me mostraron que otra placa había maniobrado, deteniéndonos un poco más. ¡El bueno del viejo Snap!

    Calculé cuál era la mejor placa para hacerla maniobrar la próxima. La deslicé.

    Todo se borró excepto la sensación de los brazos de Anita en torno mío.

    —Gregg, cariño...

    El fin de todas las cosas para nosotros...

    Pasaron rápidamente hacia arriba rocas de un negro grisáceo.


    Capítulo XXII


    Abrí los ojos en un mar de confusiones. Me dolía un hombro... el dolor lo atravesaba. Algo como un peso estaba encima de mí. Parecía que no podía mover mi brazo izquierdo. Entonces lo moví y me dolió. Estaba tirado retorcido. Me senté. Y como un torrente me vino la memoria. Ya habíamos pasado el choque y estaba vivo. Anita...

    Estaba tirada a mi lado. Había un poco de luz aquí, en la tiniebla silenciosa... un suave resplandor de la luz de la Tierra se filtraba por las ventanas. El peso sobre mí era Anita. Yacía extendida, con la cabeza y los hombros a la mitad de mi regazo.

    ¡No estaba muerta! ¡Gracias a Dios! No estaba muerta, se movía. Sus brazos me rodearon, y yo la levanté. La luz de la Tierra brilló sobre su pálido rostro.

    —¡Ha pasado, Anita! Hemos chocado y todavía estamos vivos.

    La sostuve como si todos los desbordantes peligros de la vida no tuvieran poder para alcanzarnos.

    Pero en el silencio, mis inciertos sentidos volvieron a la realidad por un ligero ruido que sonaba encima de mí. Un ligero siseo. El más suave de los susurros de la respiración como un siseo. ¡Se escapaba el aire!

    Aparté a un lado los brazos de Anita, que me sujetaban.

    —¡Anita, esto es la locura!

    Durante unos minutos debimos de haber permanecido allí en el silencio de nuestro abrazo. ¡Pero el aire se escapaba! El domo del Planetara se había roto y nuestro precioso aire se escapaba siseando.

    Me invadió la total realidad de las cosas. No estaba seriamente herido. Descubrí que podía moverme libremente y levantarme. Un hombro retorcido y el brazo izquierdo inútil, pero estuvieron mejor al cabo de un momento.

    Y Anita no parecía estar herida. Tenía manchas de sangre, pero no parecía que fuera suya.

    Al lado de Anita, extendido con la cara hacia abajo sobre la rejilla del puente de mando, estaba la gigantesca figura de Miko. La sangre se extendía formando un charco sobre su cara. Un charco que aumentaba.

    Moa estaba allí. Pensé que su cuerpo se crispaba; y luego quedaba rígido... ¡Qué silencioso naufragio! A la tenue luz del castillo, destrozado, con sus dos inmóviles figuras humanas rotas, parecían como si Anita y yo fuéramos dos profanadores de cadáveres, rondando en busca de presa. Vi que el puente de mando se había caído sobre la cubierta del Planetara y yacía aplastado contra el lado del domo.

    La cubierta estaba en posición inclinada. ¡Un desorden de destrucción! Se veía una figura humana deshecha... uno de la tripulación que, en el último momento, debía de haber subido corriendo. La torreta de observación de proa estaba caída sobre el tejado de la sala de derrota: en su revoltijo de metal creí que podía ver las piernas del vigía de la torreta.

    De forma que éste era el final de la aventura de los bandidos. ¡El último viaje del Planetara! ¡Qué pequeñas y fútiles son las luchas humanas! La arriesgada empresa de Miko (tan malvado) lo llevó todo en unos pocos momentos a esta tragedia silenciosa. El Planetara había caído treinta mil millas. Pero ¿por qué? ¿Qué había ocurrido a Hahn? ¿Dónde estaba Conisten? ¿Abajo en este casco roto?

    ¿Y Snap? Repentinamente me acordé de Snap.

    Me aferré a mis sentidos amodorrados. Esta inactividad era la muerte. El aire que escapaba me siseaba en los oídos. Nuestro precioso aire, escapando a la vacía desolación de la Luna. A través de una de las retorcidas y dobladas ventanas del domo, era visible una espiral de roca. El Planetara yacía con la proa hacia abajo, encajado entre los dientes de horquilla de una roca lunar. Era un milagro que el casco y el domo hubieran aguantado juntos.

    —¡Anita, debemos salir de aquí!
    —Sus cascos están en la sala de almacenaje de proa, Gregg.

    Ella estaba mirando fijamente a los caídos Miko y Moa se estremeció y volviéndose se agarró a mí.

    —En la sala de almacenaje de proa, junto a la portañola de salida de emergencia.

    ¡Si solamente pudieran funcionar los cierres de salida! Teníamos que encontrar a Snap y conseguir salir de aquí. ¡Al bueno del viejo Snap! ¿Le encontraríamos tirado muerto? Salimos gateando del retorcido puente de mando sobre la destrozada y revuelta cubierta. No fue difícil. Sentíamos ligereza. Los magnetizadores de gravedad del Planetara no funcionaban; ésta era solamente la gravedad de la atracción lunar la que nos sostenía.

    —Cuidado, Anita. No saltes demasiado libremente.

    Fuimos a saltos a lo largo de la cubierta. El silbido de la presión del aire era como la resonancia de un gong que nos avisara diciéndonos que nos apresuráramos. ¡El silbido de la muerte tan próxima!

    —Snap... —susurré.
    —¡Oh, Gregg! ¡Rezo por que podamos encontrarlo vivo!

    Con un salto de quince pies pasamos una pila de sillas de cubierta rotas. Un hombre estaba quejándose cerca de ellas. Le di la vuelta con prisa. ¡No era Snap! Era un camarero. Había sido un bandido, pero ahora para mí era un camarero.

    —¡Levántese! Soy Haljan. De prisa, debemos escapar de aquí. ¡El aire está escapando!

    Pero cayó para atrás y permaneció rígido. No tenía tiempo para ver si podía ayudarle: allí estaban Anita y Snap para salvarles.

    Encontré la entrada rota de uno de los pasadizos descendentes. Aparté los escombros a un lado y dejé el paso libre. Con la fuerza de un gigante, con sólo esta gravedad de la Luna para sostenerme, levanté un segmento roto de la superestructura y lo empujé hacia atrás.

    Anita y yo descendimos el pendiente pasadizo. El interior de la nave destrozada estaba en silencio y en penumbra. Una luz ocasional del pasadizo estaba todavía encendida. El pasadizo y todas las habitaciones estaban en desorden. La destrucción aparecía por doquier, pero el doble domo y la corza del casco habían resistido el choque. Entonces me di cuenta que el sistema Erentz se estaba parando. Nuestro calor, como nuestro aire, se escapaba, por radiaciones, extendiéndose por todas partes un frío mortal. El silencio y el mortal frío de la muerte pronto estarían aquí en estos destrozados corredores. El fin del Planetara.

    Deambulamos como aves de presa. No vimos a Conisten. Snap había estado junto a las bombas de maniobras. Le encontramos en el óvalo de una puerta. Estaba extendido. ¿Muerto? No, se movía. Se sentó antes que pudiéramos alcanzarle. Parecía confuso, pero sus sentidos se aclararon con el movimiento de figuras ante él.

    —¡Gregg! ¡Cómo, Anita!
    —¡Snap! ¿Estás bien? Chocamos... el aire está escapando.

    Me empujó a un lado. Trató de ponerse en pie.

    —Estoy bien. Estaba derecho hace un minuto. Gregg, se está enfriando. ¿Dónde está ella? La tuve aquí... no había muerto. Le hablé.

    ¡Irracional!

    —¡Snap! —lo sostuve, le sacudí—. ¡Snap, viejo compañero!
    —Calma, Gregg. Estoy bien —dijo con normalidad.
    —¿Quién, Snap? —Anita lo había agarrado.
    —Ella... ahí está ella...

    ¡Otra figura estaba aquí! Sobre la rejilla del suelo, cerca del óvalo de la puerta. Una figura parcialmente envuelta en una capa invisible rota y una capucha. ¡Una capa invisible! Vi un rostro pálido con los ojos abiertos que me miraban.

    —¡Venza! —me incliné hacia abajo—. ¡Tú!

    ¿Venza aquí? ¿Por qué... cómo...? Mis pensamientos oscilaron. Venza estaba aquí... ¿Muriendo? Sus ojos se cerraron, pero le susurró a Anita.

    —¿Dónde está? Le necesito.
    —Aquí estoy, Venza querida —le murmuré impulsivamente. Con suavidad, como uno podría hablar con amable compasión para seguirle la corriente a uno que está muriendo—. Aquí estoy, Venza.

    Pero era sólo la confusión del golpe en ella y sobre todos nosotros. Empujó a Anita. «Lo necesito.» Me vio; ¡extravagante joven de Venus! Incluso aquí, mientras nos reuníamos todos aturdidos por el encontronazo, confusos en la penumbra de la destrozada nave, aproximándose un escalofrío de muerte..., incluso aquí, ella podía bromear. Sus pálidos labios sonrieron.

    —Tú, Gregg. No estoy herida..., no creo que esté herida —se esforzó para levantarse sobré un codo—. ¿Pensaste que te quería con mi último suspiro? ¡Qué engreído! ¡No era a ti, hermoso Haljan! Llamaba a Snap.

    Él se había agachado junto a ella.

    —Estamos bien, Venza. Se acabó. Debemos procurar salir de la nave. El aire se está escapando.

    Nos reunimos en la puerta oval. Luchamos contra la confusión del pánico.

    —La portañola de salida es por aquí.
    —¿Lo era? —contesté a Snap—. Sí, eso creo.

    La nave de pronto me parecía desconocida a mí. Tan fría, tan sin vibraciones. Las luces rotas. Estos corredores retorcidos y destrozados. Con las aberturas de ventilación silenciosas, el aire se estaba volviendo fétido. Helado. Y disminuía, al perderse la presión, rarificándose de forma que podía sentir el alcance de él dentro de mis pulmones y las picaduras de alfiler en mis mejillas.

    Empezamos a salir. Cuatro de nosotros, todavía vivos en esta silenciosa nave de muerte. Mis confusos pensamientos trataron de hacer frente a todo. Venza estaba aquí. Recordaba cómo ella me había mandado organizar un desorden cuando estuvieran desembarcando los pasajeros sobre el asteroide. ¡Había llevado a cabo su propósito! En medio de la confusión no había ido a tierra. Un polizón aquí. Se había procurado la capa. Rondando en busca de presa, para tratar de ayudarnos, se había encontrado con Hahn. Se había apoderado de su cilindro de rayos y le había derribado, siendo ella misma derribada inconsciente por su acometida de moribundo, que también había roto los tubos y destrozado el Planetara. Y Venza, inconsciente, había estado tirada aquí con el mecanismo de su capa todavía funcionando, de forma que no la vimos cuando llegamos y encontramos el motivo por el que Hahn no contestara mi señal.

    —Está aquí, Gregg.

    Snap y yo levantamos la pila de equipo lunar al cual ella se refería. Localizamos cuatro trajes y cascos y los mecanismos para hacerlos funcionar.

    —¡Hay más en la sala de derrota! —dijo Anita. Pero no necesitamos los otros. Vestí a Anita y le indiqué sus mecanismos. Snap estaba ayudando a Venza. Estábamos todos helados de frío; pero dentro de los trajes, y con el latido de sus corrientes, el bendito calor volvió de nuevo.

    Los cascos tenían aberturas a través de las cuales podía tomarse alimento y bebida. Me levanté con mi casco dispuesto. Anita, Venza y Snap estaban abotargados y grotescos a mi lado. Habíamos encontrado alimento y agua aquí, dispuestos en cajas portátiles que los bandidos habían preparado. Snap los levantó y me hizo señas para indicarme que estaba preparado.

    Mi casco apagó todos los ruidos, excepto mi propia respiración, los latidos de mi corazón y el murmullo del mecanismo. El calor y el aire puro eran buenos.

    Llegamos hasta los cierres de las puertas del casco. ¡Funcionaba!

    Pasamos por ellas a la luz de las lámparas de nuestros cascos.

    Detrás de nosotros los cerré: un instinto por mantener el aire en la nave para los otros seres humanos atrapados que yacían allí.

    Nos bajamos deslizándonos por el resbaladizo casco del Planetara. Nos sentíamos ingrávidos, irracionalmente ágiles con esta ligera gravedad. Caí desde unos doce pies y aterricé con apenas una sacudida.

    Estábamos fuera, sobre la superficie lunar. Una gran rampa pendiente de peñascos se extendía por delante de nosotros. Rocas negro-grisáceas, teñidas por la luz de la Tierra. Ésta colgaba entre las estrellas, en la negrura, encima de nuestras cabezas, como una enorme sección de una reluciente pelota amarilla.

    ¡Paisaje torvo, desolado y silencioso! Después de la rampa, cincuenta pies por debajo de nosotros, una desordenada planicie desnuda se extendía hasta borrarse a lo lejos. Pero yo podía ver montañas que se erguían. Detrás de nosotros, la dominante y hosca muralla de Arquímedes se recortaba contra el cielo.

    Me había vuelto para mirar otra vez al Planetara. Yacía roto, encajado entre dos agujas erguidas de roca. Unas pocas de sus luces aún brillaban. ¡El fin del Planetara!

    Las tres figuras grotescas de Anita, Venza y Snap habían emprendido la marcha. Figuras jorobadas con los tanques montados sobre sus hombros. Salté y los alcancé. Toqué el hombro de Snap y establecimos contacto por medio de los audífonos.

    —¿Qué camino crees? —pregunté.
    —Creo que por aquí, bajar la rampa. Alejarse de Arquímedes hacia las montañas. No deben de estar muy lejos.
    —Tú cuida de Venza. Yo sostendré a Anita.
    —Pero debemos de mantenernos cerca, Gregg.

    Pronto pudimos correr libremente. Bajamos la rampa y salimos a la desolada planicie. Saltando, pasos a saltos grotescos. Las chicas eran más ágiles, más cuidadosas. Pronto estuvieron conduciéndonos. El Planetara se fue borrando de nuestra vista, en la distancia, detrás de nosotros. Arquímedes se erguía allí detrás. Delante, las montañas se iban aproximando.

    Una hora tal vez, había perdido la noción del tiempo. De vez en cuando nos parábamos para descansar, ¿íbamos hacia el campamento de Grantline? ¿Podrían ellos ver nuestras diminutas luces oscilantes?

    Otro intervalo. Luego, delante de nosotros, sobre la dentada planicie, aparecieron unas luces ¡Diminutos puntos de luz que se movían! ¡Luces de los cascos de figuras con yelmos!

    Corrimos saltando monstruosamente. Un grupo de figuras estaban allí. ¿El equipo de Grantline? Snap me agarró.

    —¡Grantline! ¡Estamos a salvo, Gregg! ¡A salvo!

    Se quitó la lámpara de su casco; permanecimos en un grupo mientras la hacía oscilar. Una señal de semáforo.

    —¿Grantline?

    Llegó la respuesta: «Sí. ¿Usted, Dean?»

    Su clave personal. No había duda de esto... era Grantline, que había visto caer el Planetara y había venido a ayudarnos.

    Permanecí entonces sosteniendo con mi mano a Anita y le musité:

    —¡Es Grantline! ¡Estamos a salvo, Anita, amor mío!

    ¡La muerte había estado tan cerca! Aquellos horribles minutos últimos sobre el Planetara nos habían desquiciado, nos habían mareado. Permanecimos temblando. Y Grantline y sus hombres llegaron dando saltos fantásticos, figuras infladas.

    Una figura cubierta con un casco me tocó. Vi a través de los paneles del casco el rostro serio de un joven de mandíbula cuadrada.

    —¿Grantline? ¿Johnny Grantline?
    —Sí —dijo su voz a través de la rejilla dé mi oído—. Soy Grantline. ¿Es usted Haljan? ¿Gregg Haljan?

    Se apelotonaron en torno nuestro, agarrándonos para oír nuestras explicaciones.

    ¡Bandidos! Era asombroso para Johnny Grantline. Pero la amenaza la tenía encima ahora, encima tan pronto como se diera cuenta de su existencia.

    Permanecimos durante un breve espacio de tiempo discutiéndolo. Luego me aparté a un lado, dejando a Snap con Grantline. Y Anita se me unió. Sostuve su brazo de forma que tuviéramos contacto por el audífono.

    —¡Anita mía!
    —Gregg, ¡cariño!

    Naderías musitadas que significan tanto para los enamorados.

    Mientras permanecíamos en las fantásticas tinieblas de la desolación de la Luna, con la bendita luz de la Tierra sobre nosotros, envié una oración de gracias. No porque fuera salvado el enorme tesoro ni porque hubiera abortado el ataque a Grantline, sino solamente porque Anita me había sido devuelta. En los momentos de la mayor emoción, la mente humana se individualiza. Para mí, solamente estaba allí Anita.

    ¡La vida es muy extraña! La puerta para el reluciente jardín de nuestro amor parecía abrirse de pronto de par en par para que entráramos. Y, sin embargo, recuerdo que aún sentía un vago temor. ¿Una premonición?

    Sentí que me rozaban en el brazo. La visera de un casco estaba próxima al mío. Vi el rostro de Snap observándome.

    —Grantline cree que deberíamos volver al Planetara. Pudiéramos encontrar a algún ser vivo.
    —No es más que humanidad... —me dijo Grantline tocándome.
    —Sí —asentí.

    Retrocedimos. Éramos unos diez... una línea grotesca de figuras saltando con lentos y fáciles pasos sobre la dentada llanura sembrada de rocas. Nuestras luces bailaban delante de nosotros.

    Por último, el Planetara apareció a la vista. Mi nave. De nuevo aquella punzada me invadió cuando la vi. Éste, su último lugar de descanso. Yacía, allí, en su tumba abierta, quebrantada, rota y sin aliento. Sus luces se habían apagado. El sistema Erentz había cesado de latir... el corazón de la nave moribunda, durante un rato latiendo débilmente, ahora descansaba.

    Dejamos a las dos chicas con algunos de los hombres de Grantline junto a la portañola de entrada. Grantline y yo, con otros tres hombres, entramos. Allí todavía parecía haber aire, pero no lo suficiente para que nos atreviéramos a quitarnos los cascos.

    Dentro de la nave destrozada sólo eran tinieblas. Los corredores estaban negros. Las salas de control estaban tenuemente iluminadas por la luz de la Tierra que se esparcía por las ventanas. Era una tumba desordenada, fría y silenciosa por la muerte. Tropezamos con una figura caída. Un miembro de la tripulación. Grantline se enderezó después de examinarlo.

    —Muerto —dijo.

    La luz de la Tierra caía sobre aquella cara horrible. Carne hinchada, roja, abotargada por la sangre que había rezumado por los poros en el aire enrarecido. Miré a otro lado.

    Proseguimos adelante. Hahn yacía muerto en la sala de bombas. El cuerpo de Coniston debería haber estado por allí cerca. No le vimos. Subimos a la inclinada y desordenada cubierta. El aire casi se había ido totalmente.

    De nuevo Grantline me tocó en el brazo.

    —¿Ese es el puente de mando?

    No era para asombrarse que me preguntara. El choque lo había dejado todo informe.

    —Sí.

    Subimos detrás de Snap y entramos en la destrozada sala del puente de mando. Pasamos junto al cuerpo del camarero que había dejado moribundo cuando salimos de la destrozada nave. Las piernas del vigía de proa aún asomaban grotescamente en la destrozada torre del observatorio, el que yacía aplastado contra el tejado de la sala de derrota.

    Nos empujamos dentro del puente de mando. ¿Qué era esto? ¡Aquí no había cuerpos! ¡El gigantesco Miko había marchado! El charco de sangre estaba congelado en un oscuro borrón sobre la rejilla de metal.

    ¡Y Moa había desaparecido! No estaban muertos. Se habían arrastrado a sí mismo fuera de allí, luchando desesperadamente por la vida. Les encontraríamos por alguna parte, por los alrededores.

    Pero no los hallamos. Ni a Conisten. Recordé lo que Anita había dicho: otros trajes y cascos estaban allí en la próxima sala de derrota: Los bandidos los habían cogido sin duda alguna junto con alimentos y agua y habían escapado de la nave, siguiéndonos a través de las portañolas de entrada más bajas, solamente unos pocos minutos después de que nos hubiéramos ido.

    Realizamos una búsqueda cuidadosa en toda la nave. Faltaban ocho de los cuerpos que debieran de haber estado: Miko, Moa, Conison y cinco de la tripulación.

    No los encontramos fuera. Se estaban ocultando cerca de aquí, sin duda, más deseosos de aprovechar sus oportunidades que de rendirse a nosotros ahora. Pero, ¿cómo en toda esta desolación lunar, podríamos confiar en localizarlos?

    —Es inútil —dijo Grantline—. Debemos dejarlos marchar. Si desean la muerte, bien la merecen.

    Pero nosotros estábamos salvados. Luego, mientras permanecía allí me di cuenta de la realidad. ¿Salvados? ¿No éramos en realidad unos tontos fatuos?

    En estos momentos, barridos por las emociones desde que habíamos encontrado a Grantline, el recuerdo de la nave de bandidos que venía desde Marte no nos había asaltado ni a Snap ni a mí.

    Se lo dije a Grantline ahora. Me miró fijamente.

    —¡Qué!

    Se lo dije de nuevo. Estaría aquí dentro de ocho días. Totalmente tripulada y armada.

    —¡Pero Haljan, nosotros no tenemos casi armas! Todo el espacio de mi Comet fue ocupado con equipos y mecanismos para mi campamento. ¡No puedo hacer señales a la Tierra! ¡Dependía del Planetara!

    Se estaba agitando sobre nosotros. ¿Pasará la amenaza de los bandidos? ¡Nos estábamos ciegamente felicitando por nuestra tranquilidad! Pero pasarían ocho o más días antes de que el distante Fenok-Shahn al no llegar el Planetara se comentaría su falta. Nadie nos estaba buscando... nadie se preocupaba de nosotros.

    No era de extrañar que el astuto Miko estuviese deseoso de aprovechar sus posibilidades aquí en la desértica Luna. ¡Su nave, sus refuerzos, sus armas, estaban viniendo rápidamente!

    Y nosotros estábamos indefensos. Casi desarmados. ¡Abandonados en la Luna!


    Capítulo XXIII


    Inténtelo de nuevo —apremió Snap—. ¡Dios mío, Johnny, tenemos que conectar con alguna estación de la Tierra! ¡Arriésguese! Utilice la energía... a toda potencia. ¡Arriésguese!

    Estábamos reunidos en la sala de instrumentos de Grantline, el operador, con el rostro pálido y ceñudo, estaba sentado junto a su transmisor. El personal de Grantline se empujaba próximo a nosotros. Había muy pocos observadores en las estaciones de gran potencia de la Tierra que supieran que un grupo explorador estaba en la Luna. Tal vez ninguno de ellos. Los funcionarios del gobierno que habían aprobado la expedición, Halsey y sus compañeros en la Oficina de Policía no preveían problemas en este punto. Se suponía que el Planetara seguía bien en su viaje hacia Ferrok-Shahn. Era cuando se le esperaba que volviera que Halsey estaría alerta.

    Grantline utilizó su energía por encima con mucho de los límites de seguridad. Apagó las luces, los intensificadores del telescopio y televisión fueron completamente desconectados, los ventiladores se pararon momentáneamente, de forma que el aire aquí, en la pequeña habitación, rápidamente se volvió fétido. Todo para ahorrar gasto de energía para que el vital sistema Erentz pudiera sobrevivir.

    Incluso así, iba forzado hasta el punto de peligro.

    Las radiaciones de nuestro calor se perdían y el mortal frío del espacio penetraba.

    —¡Otra vez! —ordenó Grantline.

    El operador pasó la energía con rítmico latido. En el silencio los tubos siseaban. La luz saltó a través de las hileras de prismas rotatorios, intensificada la escala hasta que con un vago y casi imperceptible destello, dejó el último espejo oscilante y saltó a través del domo superior al espacio.

    —Basta —dijo Grantline—. Desconéctalo. Por el momento lo dejaremos en eso.

    Parecía como si todos los hombres de la habitación hubieran estado conteniendo la respiración en la fría oscuridad. Las luces se encendieron de nuevo; los motores Erentz se aceleraron hasta llegar a su marcha normal. La tensión de las paredes disminuyó y la habitación comenzó a calentarse.

    ¿Había la Tierra percibido nuestro mensaje? No deseábamos consumir energía para comprobarlo. Nuestros receptores estaban desconectados. Si una señal de respuesta llegaba, nosotros no podíamos saberlo. Uno de los hombres dijo:

    —Supongamos que han captado nuestro mensaje —se rió, pero era una risa tensa, de tono agudo.

    No osamos, incluso, utilizar el telescopio o la televisión, o el radio electrón. Nuestra nave de rescate pudiera estar justo encima de nuestras cabezas, visible a simple vista, antes de que la veamos. Tres días más... pensé, eso es lo que daré.

    Pero los tres días pasaron y no llegó ninguna nave de rescate. La Tierra estaba casi en lleno. Tratamos de hacer señales de nuevo. Tal vez llegaron... pero no lo suponíamos. Ahora nuestra energía estaba más débil. La pared de una de las habitaciones se agujereó y los hombres estuvieron muchas horas para repararla. Yo no lo decía, pero ni una vez me pareció que nuestras señales fueran recibidas en la Tierra. ¡Esas malditas nubes! La Tierra casi por todas partes parecía tener una pobre visibilidad.

    Cuatro de nuestros ocho días de gracia habían pasado demasiado pronto. La nave de los bandidos debía de estar ahora a la mitad de camino hacia acá.

    Fueron unos días atareados para nosotros. Si pudiéramos capturar a Miko y a su banda, nuestro peligro sería menos inminente. Con el tesoro aislado, y nuestro campo en la oscuridad, la nave de los bandidos que se aproximaba nunca nos encontraría. Pero Miko conocía nuestra situación; haría señales a su nave, cuando estuviera cerca, y la dirigiría hacia nosotros.

    Durante aquellos tres días (y los días que les siguieron), Grantline envió grupos de búsqueda. Pero fue inútil. Miko, Moa y Coniston, con sus cinco subordinados, no pudieron ser encontrados.

    Habíamos tenido una primera esperanza de que los bandidos pudieran haber perecido. ¡Pero pronto fue descartada! Yo fui (aproximadamente el tercer día) con el grupo que fue enviado al Planetara. Deseábamos rescatar algo de su equipo, y las unidades no rotas de energía. Y Snap y yo habíamos desarrollado una idea que creíamos pudiera ser de utilidad. Necesitábamos algunas de las secciones de las placas de gravedad más pequeñas del Planetara. Las del pequeño y destrozado Comet de Grantline habían permanecido tanto tiempo que sus radiaciones habían quedado inútiles. Pero las del Planetara aún funcionaban.

    Nuestras esperanzas de que Miko hubiera perecido fueron desechadas. ¡Él también había regresado al Planetara! La evidencia aparecía clara ante nosotros. El navío había sido despojado de todas sus unidades de energía, excepto aquellas que no funcionaban o estaban inútiles. También habían sido llevadas las últimas existencias de alimentos y de agua. ¡Las armas de la sala de derrota... las luces curvas de Benson, proyectores y rayos térmicos... habían desaparecido!

    Pasaron otros días. La Tierra llegó a llena y estaba palideciendo. El día catorce de la noche lunar estaba en su segunda mitad y ninguna nave había venido desde la Tierra. Habíamos cesado en nuestros esfuerzos de hacer señales, pues necesitábamos toda nuestra energía para mantenernos a nosotros mismos. El campamento estaría en estado de sitio antes de no mucho tiempo. Eso era lo mejor que podíamos esperar. Teníamos algunas armas de corto alcance, tales como Bensons, rayos térmicos y proyectores. Unos pocos pies de alcance efectivo era lo más que podía obtener con cualquiera de ellos. Los rayos térmicos (en forma gigante una de las más mortíferas armas de la Tierra) eran solamente de escasa eficacia sobre la superficie sin aire de la Luna. Al dar con una superficie intensamente fría, sus radiaciones de calor eran lentas en actuar. Incluso en un destello de calor abrasador, un hombre, con su traje-casco Erentz podía soportar el rayo durante varios minutos.

    Estábamos, sin embargo, bien equipados de explosivos. Grantline había traído un amplio suministro para sus operaciones mineras, y mucho de ello estaba todavía sin utilizar. Nosotros teníamos, también, una amplia existencia de fulminantes de oxígeno y una gran variedad de cohetes de señales de oxígeno, en pequeños y frágiles globos de cristal.

    Snap y yo estuvimos preparando nuestro proyecto con las placas de gravedad, a fin de utilizar estos explosivos contra los bandidos. La nave pirata llegaría con proyectores gigantes y unos treinta hombres. Si pudiéramos resistirles durante algún tiempo, el hecho de la desaparición del Planetara nos proporcionaría ayuda desde la Tierra. La tensión se había apoderado de nosotros, a pesar de estar absorbidos por nuestras febriles actividades. Para ahorrar energía, el campamento estaba casi a oscuras, y vivimos en habitaciones en penumbra y frías, con sólo algunos débiles puntos de luz fuera para señalar al centinela sus rondas No utilizamos el telescopio, pero apenas pasaba una hora que uno u otro se sentara sobre una cruceta arriba, en el domo de la pequeña sala de instrumentos, dirigiendo una tensa mirada investigadora a través de su lente al negro firmamento estrellado. Una nave podía aparecer en cualquier momento ahora... una nave de rescate desde la Tierra, o la de los bandidos desde Marte.

    Anita y Venza durante aquellos días podían ayudarnos muy poco, a no ser con sus animosas palabras. Andaban por las habitaciones tratando de inspirarnos; de forma que todos los hombres, cuando debieran de haber estado humanamente taciturnos y maldiciendo su destino, se volvieron a una torva actividad, o una fiera risa, burlándose del próximo asedio. La moral del campamento era ahora perfecta. En verdad era una mejora sobre la inactividad de sus pacíficas anteriores semanas.

    Grantline me lo mencionó:

    —Les ofrecemos una hermosa pelea, Haljan. Estos individuos de Marte sabrán que han tenido una buena tarea antes de que puedan partir con el tesoro.

    Yo tenía momentos a solas con Anita, no necesito mencionarlo. Parecía como si nuestro amor fuera frustrado por las estrellas y estuviera condenado por un destino adverso. Y Snap y Venza deberían de sentir lo mismo. Entre los hombres, siempre estamos tranquilos, ferozmente activos. Pero solos... Me encontré una vez a Snap con sus brazos rodeando la pequeña joven venusiana. Le oí decir:

    —¡Maldita suerte! Que tú y yo fuéramos a encontrarnos el uno al otro demasiado tarde, Venza. Pudimos habernos divertido muchísimo en el Gran Nueva York los dos juntos.
    —¡Snap, nos divertiremos!

    Y mientras me volvía susurré: «Y quiera Dios que también nosotros, Anita y yo.»

    Las chicas dormían juntas en una pequeña sala del edificio principal. A menudo, durante el sueño, cuando el campamento estaba silencioso, excepto por el vigilante nocturno, Snap y yo nos sentábamos en el corredor cerca de la puerta de las chicas, hablando de aquel tiempo en que estaríamos todos de vuelta sobre nuestra bendita Tierra.

    Nuestros ocho días de gracia habían pasado. La nave de los bandidos tenía que llegar... ahora, mañana, o el próximo día.

    Recuerdo que aquella noche mi sueño fue espasmódicamente intranquilo, Snap y yo teníamos un cubículo juntos. Charlamos e hicimos fútiles planes. Me fui a dormir, pero desperté al cabo de unas pocas horas. El inminente desastre me oprimía fuertemente. ¡Pero no había nada de anormal ni de raro en aquello!

    Snap estaba dormido. Estaba intranquilo, pero no tuve el corazón para despertarlo. Necesitaba el poco reposo que pudiera conseguir. Me vestí, dejé nuestro cubículo y salí al corredor del edificio principal. Allí hacía frío y estaba lóbrego, con las débiles luces azules. Un vigilante del interior se cruzó conmigo.

    —Como de costumbre, Haljan.
    —¿Nada a la vista?
    —No. Están observando.

    Atravesé el corredor de conexión con el adyacente edificio. En la sala de instrumentos varios hombres estaban reunidos, escudriñando la bóveda de encima.

    —Nada, Haljan.

    Permanecí con ellos un rato, luego fui a dar un paseo. Encontré al hombre del exterior cerca del cierre de las cámaras de entrada del edificio principal. El de servicio estaba sentado junto a sus controles, subiendo la presión del aire en los cierres a través de los cuales el vigilante del exterior iba a entrar. Era Wilks.

    —Nada todavía, Haljan. Voy a subir a la punta del cráter para ver si hay algo a la vista. Quisiera que esa condenada nave de los bandidos hubiera venido y hubiéramos terminado con esto.

    Instintivamente hablábamos a media voz, invadidos por la tensión.

    El hombre del exterior estaba pálido y ceñudo, pero le hizo una mueca a Wilks. Intentó una broma familiar.

    —¡No permitas que la luz de la Tierra te domine!

    Wilks salió a través de la puerta... un proceso de no más de un minuto. Me alejé caminando lentamente por los corredores.

    Supongo que fue una media hora más tarde que dio la casualidad que estaba mirando por la ventana del corredor. Las luces, a lo largo del rocoso farallón, eran diminutos puntos blancos. La parte de arriba de la escalerilla que conducía abajo a los abismos del suelo del cráter era visible. La figura abotargada de Wilks estaba precisamente subiendo. Le observé durante un momento como hacía sus rondas. No se paró para inspeccionar las luces. Eso era la rutina y pensé que era raro que las pasara de largo.

    Pasó otro minuto. La figura de Wilks se dirigió con lentos saltos hacia la parte de atrás de la meseta donde la protección de glassite ocultaba el tesoro. Allí estaba todo a oscuras. Wilks entró en la penumbra, pero antes de que lo perdiera de vista, volvió. Como si hubiera cambiado de idea, se encaminó al pie de la escalerilla que conducía arriba del farallón a donde, en el extremo superior de este pequeño cráter, quinientos pies por encima de nosotros, estaba encaramado el estrecho observatorio. Trepó con ágiles saltos con la luz de su casco oscilando en la oscuridad.

    Permanecí observando. No podía decir por qué me parecía que había algo raro en las acciones de Wilks, pero sin embargo me sorprendían. Le vi desaparecer sobre la cumbre.

    Pasó otro minuto. Wilks no reaparecía. Pensé que podía distinguirse su luz sobre la plataforma allá arriba. Luego, de pronto, un diminuto destello comenzó a oscilar desde la plataforma del observatorio. ¡Brilló una vez o dos veces, luego se apagó! Y ahora veía a Wilks claramente, derecho a la luz de la Tierra, mirando fijamente hacia abajo.

    ¡Extrañas atenciones! ¿Le había tocado la luz de la Tierra? ¿O era que había enviado una señal local? ¿Por qué podría estar Wilks haciendo señales? ¿Qué estaba haciendo con un helio de mano? Nuestros vigilantes sabían que no tenían razón para llevar uno.

    ¿Y a quién podría estar haciendo Wilks señales? ¿A quién, en medio de esta desolación lunar? La respuesta me apuñaló: ¡A la banda de Miko!

    Esperé menos de un momento. No hubo más señales: ¡Wilks seguía todavía allá arriba!

    Volví a la cámara de entrada. Al lado del guardián aquí había cascos y trajes de repuesto. Me miró con una mirada inquisidora.

    —Voy a salir, Frank. Sólo durante un momento —descubrí repentinamente que tal vez yo era un tonto entremetido. Wilks, de todos los hombres de Grantline, gozaba, lo sabía, de la mayor confianza de su jefe. La señal pudiera ser parte de su rutina nocturna, sin que yo lo supiera.

    Me vestí rápidamente con un traje de Erentz y añadí:

    —Permítame salir. Me da la impresión de que Wilks está actuando de forma rara —me reí—. Tal vez le ha tocado la luz de la Tierra.

    Con mi casco puesto, pasé la cámara de salida. Una vez fuera y cerrado el panel externo detrás de mí, quité los pesos de mi cinturón y zapatos y apagué la luz de mi casco.

    Wilks estaba todavía allá arriba. Aparentemente no se había movido. Salté a través de la repisa hacia el pie de la escalerilla ascendente. ¿Me veía Wilks subir? No podía decirlo. Según se aproximaba a las escaleras, la plataforma había quedado fuera de mi línea de visión.

    Subí a saltos. En mi mano cubierta con un guante flexible llevaba mi única arma, un pequeño proyector que disparaba cápsulas para uso en este exterior próximo al vacío.

    Sostenía el arma delante de mí. Primero hablaría a Wilks. Subí lentamente los últimos cien pies. ¿Estaba Wilks todavía allí? La cima aparecía bañada por la luz de la Tierra. La pequeña plataforma de metal del observatorio apareció a la vista por encima de mi cabeza.

    Wilks no estaba allí. Luego lo vi, derecho sobre las rocas próximas, inmóvil. Pero inmediatamente me vio venir.

    Agité mi mano izquierda en un gesto de saludo. Me pareció como si se pusiera en marcha, hizo como si fuera a saltar alejándose y luego cambiara de idea. Salí lanzado desde la parte superior de la escalera y aterricé suavemente a su lado. Le agarré su brazo para establecer el contacto del audífono.

    —¡Wilks!

    A través de mi visera mi rostro parecía visible. Le vi y él me vio, y oí su voz:

    —Usted, Haljan. ¡Qué agradable!

    No era Wilks, sino el bandido Coniston.


    Capítulo XXIV


    El vigilante de las cámaras de salida permaneció mirando por su ventana y me observaba con curiosidad. Me vio subir la escalerilla. Podía ver la figura del que él pensaba era Wilks, derecho sobre la cima. Me vio unirme a Wilks y nos vio trabarnos en un combate.

    Durante un breve instante, el vigilante permaneció sorprendido. Eran dos figuras fantásticas, luchando en el mismo borde del abismo. Se veían empequeñecidas por la distancia, alternativamente oscuras o brillantes según pasaban de las sombras a la luz. El centinela no podía distinguir la una de la otra. ¡Para él eran Haljan y Wilks luchando a muerte!

    El vigía saltó a la acción. Una sirena de alarma interior estaba en el panel próximo a él y la hizo sonar frenéticamente.

    Los hombres vinieron precipitadamente, Grantline entre ellos.

    —¿Qué es esto? ¡Santo Dios, Frank!

    Había visto el silencioso y mortal combate de allá arriba sobre el farallón.

    Grantline permanecía presa de la consternación:

    —¡Ese es Wilks!
    —Y Haljan —tartamudeó el vigilante—. Salió... algo raro vio en las acciones de Wilks...

    El interior del campamento era un torbellino. Los hombres, despertados de su sueño, salían corriendo a los pasillos y haciendo preguntas a gritos.

    —¿Un ataque?
    —¿Es un ataque?
    —¿Los bandidos?

    Pero eran Wilks y Haljan que luchaban allá arriba sobre la roca. Los hombres se agrupaban a las ventanas de ojo de buey.

    Y por encima de la confusión, la sirena de alarma, sin que nadie pensara en pararla, seguía sonando.

    Grantline, momentáneamente paralizado, continuaba mirando. Una de las figuras se apartó y saltó a la cima, desde la plataforma de la escalera en la que ambos habían caído. La otra le siguió. Se trabaron de nuevo, oscilando junto al borde. Durante un instante parecía como si fueran a caer; luego fueron hacia dentro, quedando momentáneamente fuera de vista. Grantline recobró el juicio.

    —¡Deténganlos! ¡Saldré a pararlos! ¡Qué estúpidos!

    Se estaba poniendo apresuradamente uno de los trajes Erentz.

    —¡Desconecte esa sirena!

    En un minuto Grantline estuvo preparado. El vigilante gritó desde la ventana:

    —Calmen a esos tontos. Por los infiernos... ¡Se matarán entre sí!
    —Frank, ábrame la salida.
    —Iré con usted, comandante —pero el voluntario no estaba equipado y Grantline no iba a esperar.

    El centinela hizo girar su panel y el voluntario le entregó un arma a Grantline.

    Grantline aterrado dentro de su casco, cogió el arma. Adelantó unos pocos pasos dentro de la cámara de aire que era la primera de las tres cámaras de presión. El panel de su puerta interior giró abriéndose. ¡Pero la puerta no se cerró detrás de él!

    Maldiciendo la lentitud del hombre, esperó unos pocos segundos. Luego volvió al corredor. El vigilante venía corriendo y Grantline se quitó el casco:

    —¡Qué demonios...!
    —¡Roto! ¡No funciona!
    —¡Qué!
    —Destrozado desde fuera —tartamudeó el vigilante—. Mire ahí... mis tubos...

    Los tubos de control de las puertas habían formado un cortocircuito y se habían quemado. ¡Las puertas de admisión no abrirían!

    —¡Y los controles de presión están aplastados! ¡Rotos desde fuera!

    Ahora no había forma de pasar a través de las cámaras de presión. Todo el sistema de cierres de las puertas no funcionaba. ¿Habían sido forzados desde afuera?

    Como si fuera para contestar las preguntas de Grantline, llegó desde las ventanas un coro de gritos de los hombres.

    —¡Comandante! ¡Por Dios... mire!

    ¡Fuera había una figura, próxima al edificio! Vestida con un traje y un casco, se erguía grotesca y enorme. Evidentemente había estado moviéndose furtivamente junto a la puerta de entrada y había arrancado los cables de allí.

    Cruzó las ventanas, vio los rostros de los que le miraban fijamente y se apartó con enormes saltos de gigante. Grantline alcanzó la ventana justo a tiempo de verle desvanecerse en torno a una esquina del edificio.

    Era la figura de un gigante, mayor que la de un hombre de la Tierra. ¿Un marciano?

    Sobre la cumbre del cráter las dos pequeñas figuras estaban todavía luchando. Todo este alboroto no había llevado más que un minuto o dos.

    ¿Un marciano moviéndose furtivamente fuera? ¿Miko, el bandido? Más que nunca, Grantline estaba determinado a salir. Gritó a sus hombres que se pusieran los otros trajes, y pidió algunos de los proyectores de mano.

    Pero no podía salir a través de estas puertas principales de admisión. Tal vez pudiera forzar los paneles abriéndolos, pero con los mecanismos de cambio de presión rotos, hubiera meramente permitido escapar el aire del corredor. Un torrente de aire probablemente incontrolable. Qué importancia tenían los daños hechos, nadie podía decirlo todavía. Tal vez llevara horas repararlas. Grantline estaba gritando.

    —¡Coged esas armas! ¡Hay un marciano fuera! ¡Probablemente el jefe de los bandidos! ¡Si alguno desea seguirme que se ponga su traje! Iremos por la salida manual de emergencia.

    ¡Pero el marciano que se movía furtivamente lo había encontrado! Al cabo de un minuto Grantline estaba allí. Era una salida de dos cámaras de control manual, de forma que la persona que saliera pudiera hacerlas funcionar por sí misma. Estaban en un pasillo al otro extremo del edificio principal. ¡Pero Grantline llegó demasiado tarde! ¡La palanca no movería los paneles! ¿Había alguien salido por este camino y roto los mecanismos detrás de sí? ¿Un traidor en el campamento? ¿O había alguien entrado desde fuera? ¿O las había roto como las otras, el marciano que acechaba fuera en la sombra?

    Las preguntas asaltaban a Grantline. Sus hombres le rodearon. Se extendió la noticia. ¡El campamento era una prisión! ¡Nadie podía salir!

    Y fuera, el marciano había desaparecido. Pero Wilks y Haljan continuaban luchando. Grantline podía ver a las dos figuras arriba, sobre la plataforma del observatorio. Saltaban, apartándose, y luego volvían otra vez a la lucha, oscilando locamente, saltando y golpeando contra la barandilla.

    Salieron despedidos de un gran salto fuera de la plataforma, sobre las rocas y rodaron dentro de un reluciente parche de luz de la Tierra. Primero uno encima, luego el otro.

    Rodaron descuidadamente hacia el borde. Aquí, por encima de la repisa que a medio camino contenía el campamento. La caída era de un millar de pies sobre el suelo del cráter abajo.

    Las figuras daban vueltas; entonces una logró soltarse con una sacudida; se levantó, agarró a la otra con fuerza desesperada, y la empujó.

    La figura victoriosa retrocedió atrás, a la seguridad. La otra cayó, chocando con violencia en las sombras abajo, pasado el nivel del campamento... fuera de vista en la oscuridad del fondo del cráter.

    Snap, que estaba en el grupo cerca de Grantline junto a la ventana, tartamudeó:

    —¡Dios! ¿Fue Gregg el que cayó?

    Nadie podía decirlo. Nadie contestó. Fuera, sobre la repisa del campamento, otra figura protegida con un casco se hizo visible ahora. No estaba lejos del edificio principal cuando Grantline la percibió por primera vez. Iba corriendo velozmente y dando saltos hacia la escalera gatera. Comenzó a subirla.

    Y ahora otra figura más se hizo visible... de nuevo el marciano gigante. Apareció a la vuelta de una esquina del edificio principal de Grantline. Evidentemente había visto al vencedor del combate, sobre el farallón, ya que ahora estaba, a la luz de la Tierra, mirando hacia abajo. Él también viera, sin duda alguna, a la segunda figura que subía las escaleras. Estaba bastante cerca de la ventana a través de la cual Grantline y sus hombres observaban, con su espalda vuelta hacia el edificio, miraba hacia la cima. Luego echó a correr, dando enormes saltos, hacia las escaleras ascendentes. ¿Era Haljan el que estaba allá arriba sobre la cima? ¿Quién era el que subía las escaleras? ¿Y la tercera figura Miko?

    Se formaron estas preguntas en la mente de Grant.

    Pero su atención se desvió de ellos, e incluso se desvió del silencioso y rápido drama de fuera. En el corredor estaban sonando los gritos de:

    —¡Estamos prisioneros! ¡No podemos salir! ¿Mataron a Haljan? ¡Los bandidos están fuera!

    Y entonces resonó un audífono interior con una llamada para Grantline. Alguien en la sala de instrumentos en el próximo edificio estaba hablando.

    —Comandante, probé con el telescopio para ver quién había muerto...

    Pero no dijo quién era el muerto, pues tenía una noticia más importante.

    —¡Comandante! ¡La nave de los bandidos!

    Los refuerzos de Miko habían llegado.


    Capítulo XXV


    ¡No era Wilks, sino Conisten! Era su voz lenta y pesada de británico.

    —¡Usted, Gregg Haljan! ¡Qué agradable!

    Su voz se cortó cuando con una sacudida apartó su brazo de mí. Levanté mi mano con el proyector, pero me golpeó la muñeca y el arma cayó sobre las rocas.

    Durante aquellos primeros momentos luché instintivamente; mi mente estaba confusa por el shock de la sorpresa. Éste no era Wilks, sino el bandido Coniston.

    Fue un combate misterioso. Nos tambaleábamos empujándonos, dando patadas, peleando. Su presa en torno a la mitad de mi cuerpo me cortó la circulación Erentz; el zumbido de aviso resonó en mis oídos, para mezclarse con el bronco sonido de sus maldiciones. Me desprendí de él y mis motores Erentz se recuperaron. Vaciló, pero con un gran salto vino a mí de nuevo.

    Yo era más alto, más pesado y, con mucho, más fuerte que Coniston. Pero le encontré más hábil, y donde yo estaba torpe en actuar con mi rara ligereza, él parecía extremadamente ágil.

    Me di cuenta de que estábamos sobre los veinte pies cuadrados de la superficie de la plataforma del observatorio. Tenía una barandilla baja de metal. Dimos con ella. Percibí una vista confusa del abismo. Entonces retrocedimos mientras saltábamos en el otro sentido. Y luego caímos sobre la rejilla. Su casco dio contra el mío, golpeando, como si confiara con el lado de su cabeza perforar el panel de mi visera. Con sus enguantados dedos se aferraba a mi cuello.

    Cuando logramos ponernos en pie, me lancé a él, y salté como un buzo con la cabeza por delante. Retrocedió, pero hábilmente mantuvo sus pies bajo él, me agarró y empujó.

    Estuve al borde de la escalera tambaleándome... caía. Pero me agarré a él. Caímos unos veinte o treinta pies hasta el próximo descanso de la escalera. El impacto debió de aturdimos a los dos. Recuerdo que tuve la vaga idea de que debíamos haber caído al fondo del farallón... Mi aire se desconectó, luego vino de nuevo. El rugido de mis oídos se calmó, se me aclaró la cabeza, y me encontré que estábamos en el descanso, luchando.

    En aquel momento lograba librarse de mí y saltó hacia la cima, conmigo detrás. Dentro de los cerrados confines de mi traje estaba bañado en sudor y anhelante. No había pensado en aumentar el control del oxígeno. No pude encontrarlo o no funcionaría.

    Me di cuenta que estaba luchando indolentemente, casi sin objetivo. ¡Pero Conisten también estaba igual! Parecía como un sueño. Una fantasmagoría de golpes y pasos tambaleantes. Una pesadilla con solamente la horrible visión de este casco siempre delante de mis ojos.

    Parecía que íbamos rodando por el suelo, otra vez por la cumbre. La luz sin sombras de la Tierra era clara y brillante. El abismo estaba a mi lado. Coniston, rodando, tan pronto estaba encima como debajo de mí, tratando de empujarme por encima del borde. Todo era como un sueño... como si yo estuviera dormido, soñando que no tenía aire suficiente.

    Me esforcé por conservar los sentidos. Él luchaba por hacerme rodar por encima del borde. ¡Dios, que no pudiera hacerlo! Pero estaba tan cansado. ¡Uno no puede luchar sin oxígeno!

    De pronto me di cuenta de que me había liberado de él y me puse de pie. Él se levantó, oscilando. Estaba tan cansado, confuso, y casi tan asfixiado como yo. El borde del abismo estaba detrás de nosotros. Le arremetí, empujándole furiosamente, y evitando su presa. Pasó por encima y cayó silenciosamente, girando su cuerpo un extremo sobre el otro en las sombras, lejos, abajo.

    Me eché hacia atrás. Mis sentidos se nublaron mientras me desplomaba dando boqueadas en las rocas. Pero con la inactividad mi corazón se tranquilizó. Mi respiración se hizo más lenta. La circulación Erentz ganó terreno sobre mi aire envenenado. Se purificó.

    ¡Aquel bendito oxígeno! Se me aclaró la cabeza. La fuerza me vino. Me sentí mejor.

    Coniston había caído a su muerte. Estaba victorioso. Cautelosamente me acerqué al borde, pues estaba todavía aturdido. Pude ver, abajo a lo lejos, sobre el fondo del cráter, un pequeño claro de luz de la Tierra en el cual yacía una figura humana aplastada.

    Retrocedí tambaleándome. Debieron de haber pasado un minuto o dos mientras permanecí allí, sobre la cima, mientras se aclaraban mis sentidos y se renovaba mi fuerza al purificarse el torrente de sangre en mis venas.

    Estaba victorioso. Coniston había muerto. Vi ahora, abajo, al pie de la escalera inferior, debajo del borde de la repisa, otra figura abotargada que yacía confusa. Sin duda alguna aquella era Wilks. Coniston probablemente lo había cogido allí, le había sorprendido, y le había matado.

    Mi atención, mientras permanecía mirando, fue hacia los edificios del campamento. ¡Otra figura estaba fuera! ¡Saltó a lo largo de la repisa, alcanzó el pie de la escalera al final de la cual estaba yo y con ágiles pasos, comenzó a subir hacia mí!

    ¡Otro bandido! ¿Miko? No, éste no era lo suficientemente grande para ser Miko. Todavía estaba confuso. Pensé en Hahn. Pero eso era absurdo: Hahn estaba sobre el destrozado Planetara. Uno de los camareros entonces.

    La figura subía las escaleras descuidadamente, para asaltarme. Di un paso atrás, cobrando ánimos para recibir a este nuevo antagonista. ¡Y entonces miré otra vez abajo y vi a Miko! Incuestionablemente era él, pues era inconfundible su figura gigantesca. Él estaba abajo, sobre la repisa del campamento, y se dirigía corriendo hacia el pie de las escaleras.

    Pensé en mi revólver. Me volví y traté de encontrarlo. Me daba cuenta que el primero de mis asaltantes estaba en la parte superior de la escalera. Me volví para ver lo que este bandido recién venido estaba haciendo. Estaba en la cima: se lanzó hacia mí. Pude haber saltado a un lado, pero con una última mirada para localizar el revólver, me dispuse para el choque.

    La figura me alcanzó. Era pequeña y ligera en la presa de mis brazos. Recuerdo que vi a Miko que estaba a mitad de las escaleras. Me aferré a mi asaltante. El contacto del audífono me trajo su voz.

    —¿Gregg, eres tú?

    ¡Era Anita!


    Capítulo XXVI


    ¡Gregg, estás bien!

    Había oído en los corredores del campamento resonar los gritos de que Wilks y Haljan estaban luchando. Había cogido un traje y un casco y por las cámaras de emergencia había salido corriendo, confundida, con la sola idea de detenernos a Wilks y a mí en nuestra pelea. Luego había visto cómo mataban a uno de los dos. Impulsivamente, apenas sabiendo lo que estaba haciendo, subió las escaleras, frenética por saber si yo estaba vivo.

    —¡Anita!

    ¡Miko se acercaba rápidamente! Ella no le había visto; porque no había pensado en los bandidos... solamente en la creencia de que Wilks o yo habíamos sido muertos.

    Pero ahora, mientras permanecíamos juntos sobre las rocas cerca de la plataforma del observatorio, podía ver la figura dominante de Miko acercándose a la parte superior de las escaleras.

    —¡Anita, ese es Miko! ¡Debemos correr!

    Entonces vi mi proyector. Estaba en una depresión en forma de cuenco muy cerca de nosotros. Salté por él. Y mientras yo me libraba de Anita, ella saltó tras de mí. Era un cuenco roto en las rocas, de unos seis pies de profundidad. Estaba abierto por el lado que daba a las escaleras... una estrecha hondonada en forma de cañón, lleno de masas de rocas rotas y grises. La pequeña hondonada estaba llena de grietas y guijarros. Pero podía ver a través de ella.

    Miko había llegado a la cima de las escaleras. Se detuvo allí, su enorme figura se recortaba claramente por la luz de la Tierra. Creo que él debía saber que Coniston era el que había caído por encima del farallón, ya que mi casco y el de Coniston eran bastante diferentes para que reconociera quién era quién. No sabía quién era yo, pero ciertamente sabía que era un enemigo.

    Se irguió ahora sobre la cima, escudriñando para ver dónde habíamos ido. No estaba a más de cincuenta pies de nosotros.

    —Anita, agáchate.

    La apreté sobre las rocas. Apunté con mi proyector. Pero había olvidado las luces de nuestros cascos. Miko debió de haberlas visto justo cuando apretaba el gatillo. Saltó de lado y cayó, pero pude verle moviéndose en la sombra hacia donde una roca saliente le dio protección. Disparé, fallándole de nuevo.

    Me había levantado para apuntar. Anita tiró de mí violentamente para abajo, a su lado.

    —¡Gregg, está armado!

    Ahora fue él quien disparó. Lo hizo... el tenue resplandor familiar del rayo paralizador, reflejó su tinte de color sobre las rocas cerca de nosotros, pero no nos alcanzó.

    Un momento después, Miko saltó a otra roca.

    Pasaba el tiempo... sólo unos pocos segundos. Momentáneamente no podía ver a Miko. Tal vez estaba agazapado, tal vez se había movido de nuevo. Estaba, o había estado, sobre un terreno ligeramente más alto que el fondo de nuestro pozo. Ahora estábamos en penumbra aquí abajo donde estábamos tirados, pero temía que en cualquier momento Miko pudiera aparecer para sorprendernos. Su rayo a una distancia tan corta atravesaría los paneles de nuestras viseras, incluso aunque nuestros trajes pudieran momentáneamente resistirlo.

    —¡Anita, aquí es demasiado peligroso!

    Si hubiera estado solo, podría tal vez haber saltado para atraer a Miko. Pero con Anita no me atrevía a intentarlo.

    —Tal vez se haya ido...
    —Tenemos que volver al campamento —le dije.

    Pero no era así. Le vi de nuevo, a descubierto en un distante parche de luz. Estaba más lejos de nosotros que antes, pero en un terreno aún más alto. Habíamos apagado las pequeñas luces de nuestros cascos. Pero él sabía dónde estábamos y posiblemente podía vernos. Su proyector relampagueó de nuevo. Ahora estaba a unos cien pies o más de distancia, y el alcance de su arma no era mayor que el de la mía. No respondí a su fuego, pues no podía confiar en alcanzarle a tal distancia, y el resplandor de mi arma podría ayudarle a localizarnos.

    —Debemos escapar —le musité a Anita.

    Sin embargo, ¿me atrevería a coger a Anita de estas sombras que nos ocultaban? Miko podría alcanzarnos fácilmente mientras saltábamos alejándose en descampado a la luz de la Tierra, de la cumbre abierta. Estábamos cogidos, acorralados en esta pequeña hondonada.

    El campamento no era visible desde aquí. Pero de fuera, a través del roto cañón, un blanco destello de luz nos llegó de pronto desde abajo.

    Haljan, significaba la señal.

    Sabía que venía desde la sala de instrumentos de Grantline. Podía contestarla con la luz de mi casco, pero no me atreví.

    —Inténtalo —me indicó Anita.

    Nos agazapamos donde creímos que pudiéramos estar a salvo del fuego de Miko. El pequeño destello de mi luz brotó desde el hoyo. Sin duda que era visible desde el campamento.

    Sí, soy Haljan. Envíanos ayuda.

    No mencioné a Anita. Miko sin duda podía leer estas señales. Nos contestaron: No podemos...

    Perdí el resto del mensaje. Llegó un resplandor del arma de Miko. Nos dio confianza: No podía alcanzarnos a esta distancia.

    El destello de Grantline repetía:

    No podemos salir. Cámaras rotas. No pueden entrar. Permanezcan donde están durante una hora o dos. Puede que seamos capaces de reparar cierres.

    Apagué mi luz. ¿De qué valía el decirle a Grantline alguna otra cosa? Además, mi luz nos estaba poniendo en peligro.

    Pero el destello de Grantline deletreó otro mensaje: La nave de los bandidos está llegando. Estará aquí antes de que podamos salir por ustedes. No usar luces, trataremos de ocultar nuestra posición.

    Y el destello de señales trajo una última súplica: Miko y sus hombres revelarán dónde estamos a menos que los detenga.

    El foco se apagó. Las luces del campamento de Grantline hacían un ligero resplandor que aparecía por encima del borde del cráter. El resplandor murió, mientras el campamento ahora quedaba sumergido en la oscuridad.


    Capítulo XXVII


    Permanecimos agazapados en las sombras, mientras la luz de la Tierra se filtraba sobre nosotros. La acechante figura de Miko se había desvanecido, pero yo estaba seguro de que estaba fuera, en alguna parte de la cima, acechando, maniobrando hacia donde pudiera asestarnos su rayo. La mano de Anita enguantada en metal estaba sobre mi brazo; en el diafragma de mi oído su voz sonaba ansiosa:

    —¿Qué era la señal, Gregg?

    Se lo dije todo.

    —¡Oh, Gregg! ¡Se acerca la nave marciana!

    Su mente se aferró a eso como la cosa más importante. Pero no lo era para mí. Para mí lo era el darme cuenta que Anita estaba atrapada aquí fuera, casi a la merced del rayo de Miko. Los hombres de Grantline no podían salir para ayudarnos, ni yo podía meter a Anita en el campamento.

    —¿Dónde supones que está la nave? —añadió.
    —A veinte o treinta mil millas de altura, probablemente.

    Las estrellas y la Tierra se veían ahora por encima de nosotros. En alguna parte, allá arriba, descubierto por los instrumentos de Grantline, pero todavía no discernible a simple vista, los refuerzos de Miko se cernían.

    Permanecimos durante un momento en silencio. Era una tensión nerviosa horrible. Miko podría estar deslizándose sobre nosotros. ¿Osaría desafiar mi repentino fuego? Deslizándose... ¿o realizaría un rápido e inesperado ataque?

    La sensación de que estaba encima de nosotros me invadió súbitamente. Me puse derecho de un salto, contra el esfuerzo de Anita de sujetarme. ¿Dónde estaba él ahora? ¿Estaba la imaginación engañándome?...

    —Esa nave estará aquí dentro de unas pocas horas —dije sentándome.

    Le conté lo que la señal de Grantline había sugerido; la nave se estaba cerniendo por encima. Debía de estar bastante cerca, ya que el telescopio de Grantline había revelado su identidad como la de un cohete fuera de la Ley, sin marcar por ninguna de las luces de identificación de la clave clásica. Sin duda estaba todavía muy lejos para haber localizado el paradero del campamento de Grantline. Los bandidos marcianos sabían que estábamos en la vecindad de Arquímedes, pero no más que eso. Al registrar la superficie de la Luna, los destellos de nuestros diminutos semáforos ciertamente que pasarían desapercibidos.

    Pero como la nave de los bandidos se aproximaba ahora... bajando cerca de Arquímedes como probablemente haría... nuestro peligro era que Miko y sus hombres les hicieran entonces señales, se unieran y revelaran la situación del campamento. ¡Y tendríamos sobre nosotros el ataque de los bandidos!

    —La señal de Grantline decía —le conté a Anita ahora—. A menos que puedan detenerlos.

    Era una súplica a mí. Pero ¿cómo podía detenerlos?

    ¿Qué podía hacer, aquí solo fuera con Anita, para enfrentarme con este enemigo?

    Anita no hizo comentarios.

    —Esa nave aterrizará cerca de Arquímedes, dentro de una hora o dos —añadí—. Si Grantline pudiera arreglar las puertas, y yo pudiera meterme dentro...

    De nuevo no hizo comentarios. Luego, de pronto, me agarró.

    —¡Gregg, mira allá!

    Fuera, a través de la abertura de nuestra hondonada apareció la figura de Miko. Iba corriendo. Pero no hacia nosotros. Rodeando la cumbre, saltando para mantenerse a sí mismo detrás de los erguidos peñascos. Pasó la cima de la escalera, pero no la bajó, sino que se dirigió a lo largo de la cima del borde del cráter.

    —¿A dónde va? —me había levantado para observarle.

    Dejé que Anita se levantara a mi lado, cautelosamente al principio, pues se me ocurrió que pudiera ser un truco para ocultar otro de los hombres de Miko que pudiera estar oculto cerca.

    Pero la cima parecía clara. La figura de Miko estaba a un millar de pies ahora. Podíamos ver la diminuta sombra de él sacudiéndose por encima de las rocas. Luego se zambulló... no en el valle del cráter, sino hacia la abierta superficie de la Luna.

    Miko había abandonado su ataque sobre nosotros. La razón parecía evidente. Había venido aquí desde su campamento con Conisten por delante para atraer y matar a Wilks. Una vez que esto fuera hecho. Conisten había hecho la señal a Miko, que se ocultaba en los alrededores.

    No era propio del jefe de los bandidos el permanecer entre bastidores. Miko no era ningún cobarde. Pero Coniston podía imitar a Wilks, mientras que la gigantesca estatura de Miko inmediatamente hubiera revelado su identidad. Miko se había ocupado de aplastar las puertas. Había mirado hacia arriba y me había visto matar a Coniston. Y había venido a asaltarme. Y entonces leyó el mensaje de Grantline a mí. Fue su primera noticia de que su nave estaba cerca. Con las salidas del campo sin funcionar, Grantline y sus hombres estaban prisioneros. Miko había hecho un intento para matarme. No sabía que mi compañero era Anita. Pero el esfuerzo le estaba ocupando demasiado tiempo; con su nave tan cerca el mejor movimiento de Miko era retornar a su propio campamento, reunirse con sus hombres y esperar su oportunidad de hacer señales a la nave.

    Al menos así lo razoné. Anita y yo permanecimos solos. ¿Qué podíamos hacer?.

    Fuimos al borde del farallón. Los edificios apagados de Grantline se veían vagamente a la luz de la Tierra.

    —Bajaremos —dije—. Te dejaré allí. Puedes esperar a la entrada. La repararán pronto.
    —¿Y qué harás tú, Gregg?
    —¡Rápido, Anita! —no tenía intención de decírselo.
    —Gregg, déjame que vaya contigo.

    Se apartó bruscamente de mí y saltó hacia arriba subiendo las escaleras. La cogí sobre la cima.

    —¡Anita!
    —Voy contigo.
    —Vas a permanecer aquí.
    —¡No!

    ¡Qué exasperante controversia!

    —Anita, ¡por favor!
    —Estaré más segura contigo que esperando aquí, Gregg —y añadió—. Además, no me quedaré y tú no puedes obligarme.

    Corrimos a lo largo de la parte superior del cráter. En este borde lejano, la llanura se extendía delante de nosotros. A lo lejos, abajo, sobre la quebrada superficie, la figura de Miko aparecía. Se precipitaba bajando la quebrada pendiente y alcanzó el nivel de la superficie. Pronto, mientras corríamos, el pequeño cráter de Grantline se desvaneció detrás de nosotros.

    Anita corría con más habilidad que yo. Pasaron diez minutos aproximadamente. Habíamos visto a Miko y la dirección que llevaba, pero aquí abajo, sobre la planicie ya no podíamos verle. Me asaltó de pronto la idea de que nuestra caza era inútil y peligrosa. ¿Si Miko nos viera persiguiéndole? ¿Si se hubiera parado en una emboscada para disparar cuando llegáramos corriendo atolondradamente?

    —¡Anita, espera!

    La hice agacharse entre un grupo de rocas caídas y entonces, bruscamente, se me agarró a mí.

    —¡Gregg, sé lo que podemos hacer! ¡Gregg, no me digas que no lo intentaremos!

    Escuché su plan. ¡Increíble! Increíblemente peligroso. Sin embargo, mientras lo examinaba, su misma arriesgada trama parecía la medida de su posible éxito. ¡Los bandidos nunca se imaginarían que fuéramos tan temerarios!

    —Pero Anita...
    —¡Gregg, eres un estúpido! —ahora le tocó a ella ponerse furiosa.

    Pero yo no estaba de humor para arriesgarme. Mi mente estaba obsesionada por la seguridad de Anita. Había estado calculando que veríamos las luces del campamento de Miko y que nos decidiríamos por alguna forma de acción.

    —Pero Gregg, la seguridad del tesoro... de todos los hombres de Grantline.
    —¡Al infierno con eso! Eres tú, tu seguridad...
    —¡Mi seguridad entonces! Si me dejas en el campamento y los bandidos lo atacan y me matan... ¿entonces qué? Pero con este plan mío, si podemos llevarlo a cabo, Gregg, será al final la seguridad para todos nosotros.

    Y parecía posible. Nos agachamos, discutiéndolo. ¡Era algo tan arriesgado!

    La nave de los bandidos aterrizaría cerca de Arquímedes. Aquello estaba a cincuenta millas de Grantline. Los bandidos marcianos no habrían visto los oscuros edificios ocultos en el pequeño pozo del cráter. Esperarían por Miko y sus hombres para que les informase de su situación.

    El campamento de Miko quedaba delante de nosotros, sin duda alguna. Le habíamos estado siguiendo hacia el Mare Imbrium. O al menos eso confiábamos. Pero Anita y yo, más próximos a ella, podríamos también hacerles señales y actuando como bandidos podríamos unirnos a ellos.

    —Recuerda, Gregg, que sigo siendo Anita Prince, la hermana de George —su voz temblaba cuando menciono a su hermano muerto—. Saben que George estaba a sueldo de Miko, y yo, como su hermana, ayudaré a convencerlos.

    ¡Era un proyecto arriesgado! Si podíamos unirnos a la nave, podríamos persuadirles que las distantes señales de Miko eran un mero truco de Grantline para atraer a los bandidos en aquella dirección.

    Un proyector de largo alcance desde la nave mataría a Miko y sus hombres si se adelantaban para unírseles. Y luego dirigiríamos falsamente a los bandidos conduciéndolos a distancia de Grantline y el tesoro.

    —Gregg, debemos intentarlo.

    ¡El cielo me ayudó, y me rendí a su persuasión!

    Nos volvimos en ángulo recto y corrimos hacia donde las severas paredes de Arquímedes se destacaban sobre el firmamento estrellado.


    Capítulo XXVIII


    Las quebradas murallas escabrosas del gigantesco cráter se elevaban por encima de nosotros. Nos afanamos hacia arriba, por la ladera de la montaña, adhiriéndonos ahora a los peñascos y terrazas perforadas de la subida principal. Había pasado una hora desde que nos volviéramos de los bordes del Mare Imbrium. ¿O fueron dos horas? No podría decirlo. Solamente sabía que corríamos con desesperada y frenética velocidad.

    Anita no admitiría que estaba cansada. Aunque era más hábil que yo en este saltar sobre las masas de rocas rotas, sin embargo me daba cuenta que su escasa fortaleza física debía de estar agotada. Parecía que había millas de subida por los ondulantes declives de las laderas con las próximas murallas del cráter negras y blancas por delante de nosotros.

    Y luego la ascensión principal. Había lugares donde, como un resbaladizo hielo negro, las paredes se elevaban cortadas a pico. Las evitábamos, moviéndonos con dificultad a un lado, zambulléndonos en hondonadas, cruzando pozos donde algunas veces, por fuerza, teníamos que bajar para subir después. O algunas veces nos deteníamos, acalorados y sin respiración, recuperando nuestras fuerzas y eligiendo la mejor ruta hacia arriba.

    Entre las masas de rocas derribadas por todas partes, en forma de celdillas con cavernas y pasadizos que conducían a una impenetrable oscuridad, había pozos en los cuales podríamos fácilmente haber caído; barrancos a atravesar, algunas veces con un salto, otras con un largo y delicado rodeo.

    Subida sin fin. Llegamos a un borde en que las llanuras de Mare Imbrium se extendían debajo de nosotros. Puede que hubiéramos estado sobre esta subida principal durante una hora; las planicies quedaban a lo lejos, abajo, y su rota superficie parecía lisa ahora, por la perspectiva de la altura. Y, sin embargo, aún por encima de nosotros la pared circular se elevaba hacia el cielo, diez mil pies por encima de nosotros.

    —Estás cansada, Anita. Mejor será que permanezcamos aquí.
    —No. Si solamente pudiéramos llegar a la cima... la nave puede aterrizar al otro lado... nos verían.

    Todavía no había señal de la nave de los bandidos. En cada parada para descansar escudriñábamos la bóveda estrellada. La tierra colgaba sobre nosotros. Las estrellas relucían combinando su luz con la de la Tierra para iluminar estas masivas rocas de las paredes de Arquímedes, pero no aparecía ninguna mancha que nos indicara que la nave estaría allí arriba.

    Estábamos sobre el lado curvo de la pared de Arquímedes que daba hacia el norte al Mare Imbrium. Las Planicies se extendían como un enorme mar helado, de congelados rizos que relucían a la luz de la Tierra, con oscuras sombras para marcar las depresiones. En alguna parte, allá abajo, (a seis o siete mil pies por debajo de nosotros ahora) estaba escondido el campamento de Miko. Buscamos sus luces pero no pudimos ver ninguna.

    ¿Se había Miko reunido a su grupo y había abandonado el campamento para venir acá, como nosotros, para subir el Arquímedes? ¿O era nuestra suposición totalmente falsa? ¡Tal vez después de todo la nave de los bandidos no aterrizaría aquí!

    Extendiéndose en torno al Mare Imbrium las planicies no eran tan suaves. El pequeño cráter que ocultaban el campamento de Grantline era uno más de una región cubierta por éstos, detrás de la cual elevaban los distantes Apeninos sus aterrazadas paredes. Desde aquí no había nada que los individualizara.

    —¿Gregg, ves algo ahí arriba? —me preguntó—. Parece que hay una forma confusa.

    Su vista, más fina que la mía, lo había localizado. ¡Era la nave de los bandidos que descendía! Una tenue forma borrosa y diminuta contra las estrellas, que ocultaba unas pocas de ellas como si las tapara una sombra invisible. Una forma que aumentaba, materializándose en un punto... una burbuja, una silueta débilmente definida. Luego más claro, hasta que estuvimos seguros de lo que veíamos.

    Era la nave de los bandidos que bajaba lenta y silenciosamente.

    Nos agazapamos sobre el pequeño farallón. Detrás de nosotros estaba la boca de una caverna. A nuestro lado había una hondonada, una quebrada en la repisa, y a nuestros pies caía la brusca pendiente de la pared.

    Habíamos apagado nuestras luces. Nos agachamos, silenciosamente, mirando a las estrellas.

    La nave cuando la distinguimos por primera vez, estaba centrada sobre Arquímedes. Durante un momento pensamos que podría descender dentro del cráter, pero no lo hizo; vino deslizándose lentamente hacia adelante.

    Susurró por el audífono:

    —Va a pasar por encima del cráter.

    En respuesta su mano presionó mi brazo.

    Recordé que cuando, desde el Planetara, Miko había forzado a Snap a ponerse en contacto con esta banda de piratas de Marte, la única información de Miko en cuanto a posición del campamento de Grantline era que estaba entre Arquímedes y los Apeninos. Los bandidos ahora seguían esta indicación.

    Transcurrió un tenso intervalo. Podíamos ver la nave claramente por encima de nosotros, una forma negra, grisácea entre las estrellas de arriba por detrás del dominante borde del cráter. El navío llegaba sobre un nivel de quilla, con el casco hacia abajo. Giraba lentamente, buscando sin duda la señal de Miko, o las posibles luces del campamento de Grantline. También podían estar escogiendo un lugar de aterrizaje.

    Pronto lo vimos como una forma cilíndrica, de aspecto de cigarro, bastante más pequeño que el Planetara, pero de diseño similar. Ahora llevaba luces. Las portañolas de su casco eran diminutas hileras de iluminación, y el brillo de la luz, bajo su redondo domo superior, era ligeramente visible.

    Una nave pirata, no había duda de eso. La placa de identificación de la quilla no llevaba las luces de posición reglamentarias. Éstos bandidos no habían intentado obtener las luces oficiales de navegación cuando dejaron Ferrok-Shahn. Era inconfundiblemente una nave fuera de la ley. Y aquí, sobre la desierta Luna, no había necesidad de secreto. Sus luces se exponían abiertamente, de forma que Miko pudiera verlas y unírseles. Nos pasó lentamente, a sólo unos pocos miles de pies por encima de nuestro nivel. Pudimos ver el perfil total de su casco cilíndrico en punta, con el redondo domo encima. Y bajo el domo estaba su cubierta abierta, con una pequeña superestructura en el centro.

    Pensé por un momento que por alguna infortunada casualidad pudiera aterrizar muy cerca de nosotros. Y luego vi que se dirigía a un raso, una superficie en forma de meseta, a unas pocas millas por delante. Bajó flotando cautelosamente.

    Todavía no había señal de Miko. Pero me di cuenta que la rapidez era necesaria. Debíamos ser los primeros en unirnos a la nave de los bandidos. Puse a Anita de pie.

    —No creo que debamos hacer señales desde aquí.
    —No, Miko podría verlas.

    No podíamos decir dónde estaba. Tal vez abajo, sobre las planicies. ¿O aquí arriba, en alguna parte en estas millas rocosas erguidas?

    —¿Estás dispuesta, Anita?
    —Sí, Gregg.

    Miré fijamente a través de las viseras su blanco rostro solemne.

    —Sí, estoy dispuesta —repitió.

    La presión de su mano me pareció de pronto como una despedida. ¿Nos íbamos a lanzar a ciegas en lo que estaba destinado a ser nuestra muerte? ¿Era esto una despedida?

    El instinto me dijo que no lo hiciera, ya que, en unas pocas horas, podía tener a Anita de vuelta en la relativa seguridad del campamento de Grantline. Ahora las puertas de salida estarían seguramente reparadas. Podía hacer que ella entrara.

    Había saltado alejándose de mí, bajando unos treinta pies dentro de una quebrada hondonada, para cruzarla y luego salir por el otro lado. Durante un instante permanecí observando su fantástica figura, con el enorme y redondo casco hinchado y el bulto sobre sus hombros que contenía los pequeños motores Erentz. Luego me apresuré en pos de ella.

    No nos llevó mucho tiempo... dos o tres millas de rodeo a lo largo de la gigantesca pared. La nave estaba solamente a unos pocos cientos de pies por encima de nuestro nivel.

    Por último, alcanzamos un pináculo terromontero. Las luces de la nave estaban próximas por encima de nosotros. Y había luces que se movían allá arriba, diminutos puntos que se agitaban sobre las rocas adyacentes. Los bandidos habían salido para investigar su situación.

    No hubiera ninguna señal todavía de Miko, pero podía recibirse en cualquier momento.

    —Voy a hacer señales ahora —susurré.
    —Sí.

    Los bandidos probablemente no nos habían visto. Cogí la lámpara de mi casco. Mi mano estaba temblando. ¿Supóngase que mi señal fuera contestada por un disparo?. ¿Un rayo de algún proyector gigante montado sobre la nave? Anita se agachó detrás de una roca, como había prometido. Me levanté con mi linterna y presioné su llave. Salió un diminuto destello de luz y lo hice oscilar, alcanzando a la nave con su tenue círculo.

    Me vieron. Hubo un súbito movimiento entre las luces de allá arriba.

    Transmití por medio de señales luminosas.

    —Soy de los de Miko. No disparen. Utilicé la clave universal. Primero en marciano, y luego en inglés.

    No hubo respuesta, pero tampoco ataque. Probé de nuevo.

    Aquí Haljan, uno de los del Planetara. La hermana de George Prince está conmigo. Le ha ocurrido un desastre a Miko.

    Un pequeño destello de luz vino desde el borde del acantilado desde encima de nuestras cabezas, de al lado de la nave.

    —Continúe.

    Proseguí firmemente: Desastre... el Planetara está destrozado. Todos muertos excepto yo y la hermana de Prince. Deseamos unirnos a ustedes. Apagué mi luz. Vino la respuesta.

    —¿Dónde está el campamento de Grantline?
    —Cerca de aquí. En el Mare Imbrium.

    Aunque mi respuesta fuera una mentira, desde abajo, sobre las planicies iluminadas por la luz de la Tierra, a unas diez millas o así desde la base del cráter, se encendió una pequeña luz de señal. Anita la vio y me sujetó.

    —¡Allí está la luz de Miko!

    Decía en marciano: Baje. Aterrice en Mare Imbrium.

    ¡Miko había visto las señales de aquí arriba y se había unido a ellas. Repitió: Aterrice Mare Imbrium.

    Envié una protesta a la nave: Tenga cuidado. ¡Ese es Grantline! Trucos.

    Desde la nave llegó la orden: Suba. ¡Habíamos ganado el primer encuentro! Miko debió de darse cuenta de su desventaja, pues la distante luz se apagó.

    —Vamos, Anita.

    Ahora no había retroceso. Pero de nuevo me pareció sentir en la presión de su mano una vaga despedida. Su voz susurró:

    —Debemos esforzarnos, actuar de la forma más convincente.

    A la blanca luz de un reflector trepamos por las rocas, y alcanzamos la amplia meseta superior. Unas figuras con casco se lanzaron hacia nosotros, nos registraron buscando armas, y nos cogieron las luces de nuestros cascos. La cara de diablo de un gigante marciano me escudriñó a través de las células. Otros dos monstruos de figuras dominantes se apoderaron de Anita.

    Fuimos empujados hacia las cámaras de las portañolas de la base del casco de la nave. Por encima de la panza del casco pude ver las rejillas de los proyectores montados sobre los costados del domo, y las figuras de hombres, sobre la cubierta, que nos miraban.

    Subimos, a través de las cámaras de admisión, a los corredores del casco por un pasadizo inclinado, y alcanzamos la cubierta iluminada. Los bandidos marcianos se apelotonaron en torno nuestro.


    Capítulo XXIX


    Las palabras de Anita me venían una y otra vez a la memoria: «Debemos esforzarnos para convencerles.» No dudaba de su habilidad tanto como de la mía. Había representado el papel de George Prince de inteligente siendo desenmascarada solamente por mala suerte.

    Me acerqué para hacer frente a las miradas inquisidoras de los bandidos que se movían en torno nuestro. Era un juego desesperado en el que nos habíamos metido. A pesar de toda nuestra representación, ¡qué fácil sería que alguna cosa casual repentinamente nos descubriera!

    ¡Ahora, mientras miraba los escudriñadores ojos de los hombres de Marte, me maldecía a mí mismo por la temeraria insensatez de haber metido a Anita en esto!

    Los bandidos (unos diez o quince de ellos estaban aquí sobre cubierta) permanecían en torno nuestro. Todos eran hombres altos, de un promedio de casi siete pies, vestidos con jubones de cuero y pantalones cortos, también de cuero, con las rodillas descubiertas, y relucientes botas de cuero. Individuos con fanfarronería de piratas, y hojas de cuchillos confundidas con pequeños proyectores de mano sujetos en sus cinturones. Rostros pesados y grises, algunos con hirsuta barba sin afeitar. Nos daban sacudidas farfullando en marciano.

    A uno de ellos, que parecía el jefe, le dije impetuosamente:

    —¿Es usted el comandante aquí? ¿Habla el inglés de la Tierra?
    —Sí —repuso prestamente—. Soy el comandante aquí —hablaba inglés con la misma soltura y acento que Miko—. ¿Es ésta la hermana de George Prince?
    —Sí. Su nombre es Anita Prince. Dígale a sus hombres que quiten las manos de encima de ella.

    Apartó a sus hombres a un lado. Todos ellos parecían más interesados en Anita que en mí. Él añadió:

    —Soy Set Potan —se dirigió a Anita—. ¿La hermana de George Prince? ¿Se llama Anita? Oí hablar de usted. Conocí a su hermano... de verdad, se parece mucho a él.

    Barrió la rejilla con su sombrero de plumas con un fanfarrón gesto de homenaje. ¡Este individuo era un cortesano, alegre como un caballero de Venus!

    Nos aceptó. Me di cuenta que la presencia de Anita era extremadamente valiosa para que nos creyeran. Sin embargo, había en este Potan (como en Miko) una inquietante sensación de ironía. No podía entenderle. Llegué a la conclusión de que le habíamos engañado. Entonces observé el acerado brillo en sus ojos cuando se volvió a mí.

    —¿Era usted un oficial en el Planetara?

    La insignia de mi cargo aparecía visible sobre el blanco cuello de mi chaqueta, que asomaba debajo del traje Erentz ahora que me había quitado el casco.

    —Sí. Se creía que lo era. Pero hace un año me metí en esta aventura con Miko.

    Nos iba conduciendo a su cabina.

    —¿Se deshizo el Planetara? ¿Miko está muerto?
    —Y Hahn y Coniston. George Prince también. Nosotros somos los únicos supervivientes.

    Mientras nos desvestíamos de nuestros trajes Erentz, a su petición, le relaté brevemente la caída del Planetara. Todos habían muerto a bordo excepto Anita y yo. Habíamos escapado y esperado su llegada. El tesoro estaba aquí; habíamos localizado el campamento de Grantline y estábamos dispuestos a conducirle a él.

    ¿Me creía? Me escuchaba en silencio. No parecía dolido por la muerte de sus camaradas. Ni incluso complacido; meramente imperturbable.

    Añadí con una tímida mirado de lado:

    —Éramos demasiados en Planetara. El sobrecargo se había unido a nosotros y muchos de la tripulación. Y allí estaba Setta Moa, la hermana de Miko... demasiados. El tesoro se divide mejor entre menos.

    Una sonrisa divertida vagó por sus finos labios grises. Pero asintió. El miedo que me había asaltado se calmó por sus próximas palabras.

    —Demasiado cierto, Haljan. Miko era un individuo dominante. Un tercio todo era para él solo. Pero ahora...

    ¡El tercio iría para este subjefe, Potan! La insinuación era obvia.

    —Antes de ir más adelante, ¿puedo confiar en usted para mi parte? —dije.
    —Naturalmente.

    Me figuré que mi misma brusquedad para hacer tratos tan prematuramente le convencía. Insistí:

    —¿Miss Prince tendrá la parte de su hermano?

    La inteligente Anita intervino con presteza.

    —¡Oh, no doy la información hasta que usted prometa! Conocemos la posición del campamento de Grantline, sus armas, sus defensas, el importe y la situación del tesoro. Le prevengo, si no nos juega limpio...
    —¡Pequeña tigresa! ¡No me temas... juego limpio! —empujó dos cuencos por encima de la mesa—. Beba, Haljan. Todo va bien entre nosotros y me alegro de saberlo. Miss Prince, beba a mi salud, como su jefe.

    Lo aparté de Anita.

    —Necesitamos todos nuestros sentidos, sus bebidas marcianas son peligrosas. Mire acá, le diré justamente cómo está la situación...

    Me lancé a un locuaz relato de nuestras supuestas correrías para encontrar el campamento de Grantline; su situación en el distante Mare Imbrium (oculto en una caverna allí). Potan, con la bebida, y bajo la mirada de los ojos de Anita, estaba de un humor excelente. Se rió cuando le conté que habíamos osado invadir el campamento de Grantline, y habíamos aplastado sus puertas de salida y nos habíamos incluso acercado a echar un vistazo a donde el tesoro estaba apilado.

    —Bien hecho, Haljan. ¡Eres un tipo de los que a mí me gustan! —pero su mirada estaba puesta en Anita—. Usted viste como un hombre o como un muchacho encantador.

    Ella todavía llevaba puestas las ropas de su hermano.

    —Estoy acostumbrada a la acción —dijo—. Las vestiduras de hombre me gustan. Usted deberá tratarme como un hombre y darme mi parte de hojas de oro.

    Ya había preguntado por la razón de la señal desde el Mare Imbrium. ¡La señal de Miko! No se había recibido, otra vez temía que llegara en cualquier momento. Le dije que probablemente Grantline había reparado sus puertas averiadas y se habían deslizado fuera para asaltarme en venganza. Y viendo la nave de los bandidos aterrizar en Arquímedes, había tratado de conducirles a una emboscada.

    Me preguntaba si mi explicación era convincente: no lo parecía. Pero ahora estaba encendido por la bebida, y añadió Anita:

    —Grantline conoce el territorio cerca de su campamento muy bien. Pero está equipado solamente con armas de corto alcance.
    —Si consigue que usted, Potan, aterrice sin sospechar nada cerca de su caverna...

    Le describí como Grantline podría haber imaginado un repentino ataque por sorpresa a la nave. Su única posibilidad era el cogerte desprevenido.

    Ahora estábamos los tres en un amigable tono amistoso e íntimo. Potan, dijo:

    —¡Aterrizaremos precisamente allá abajo! Pero necesito unas pocas horas para mis preparativos.
    —No osará avanzar —comenté.

    Intervino Anita, sonriendo.

    —Ahora ya sabe que hemos desenmascarado su señuelo. Haljan y yo al unirnos a usted... le silenciamos. Su luz se apagó muy rápidamente, ¿no es verdad?

    Me lanzó una mirada de lado. ¿Estábamos actuando de una forma convincente? Pero si Miko comenzaba con sus señales de nuevo, podrían descubrirnos tan pronto. Los pensamientos de Anita estaban en eso, puesto que añadió:

    —¡Grantline no se atreverá a mostrar su luz! Si lo hace, Set Potan, podemos volarlo desde aquí con un rayo, ¿no podemos?
    —Sí —convino Potan—. Si se acerca a menos de diez millas tengo uno lo suficientemente potente. Lo estamos montando ahora.
    —¿Y disponemos de treinta hombres? —persistió Anita—. Cuando partamos para atacarle no debe de ser difícil matar a todos los del grupo de Grantline.
    —¡Por los cielos, Haljan, su chica es pequeña, pero muy sanguinaria!
    —Y me alegro de que Miko esté muerto —añadió Anita.
    —Ese maldito Miko mató a su hermano —expliqué.

    ¡Actuar! Y ni una vez en todo el tiempo nos atrevimos a relajarnos. ¡Si tan sólo las señales de Miko tardaran y nos dieran tiempo!

    Pudimos haber estado hablando durante una media hora. Estábamos en un pequeño cubículo revestido de acero, situado en la cubierta de proa de la nave. El domo estaba por encima. Desde donde yo estaba sentado junto a la mesa podía ver que había una torreta de observatorio a proa, bajo el domo, muy cerca de aquí. La nave estaba diseñada de una forma bastante similar a la del Planetara, aunque considerablemente más pequeña.

    Potan había despedido a sus hombres del cubículo, de forma que quedó sólo con nosotros. Fuera, en cubierta, podía verlos arrastrando de un lado a otro aparatos, sacando los mecanismos de los proyectores gigantes y comenzando a montarlos. De vez en cuando, alguno de los hombres se acercaba a las ventanas de nuestro cubículo y miraba a dentro con curiosidad.

    Mientras hablaba, mi mente no estaba fija. A pesar de todos mis gestos eran accidentales, sabía que la prisa era necesaria. Cualquier cosa que Anita y yo fuéramos a hacer debía de ser hecha rápidamente.

    Pero primero era necesario ganar la confianza total de este individuo, de forma que tuviéramos libertad por la nave, y pudiéramos movernos sin que se nos vigilara o prestara atención.

    Por dentro estaba horriblemente tenso. A través de las ventanas del domo, al otro lado de cubierta, las rocas del paisaje lunar aparecían visibles. Podía ver el borde de esta meseta sobre la cual descansaba la nave, las rocas que descendían a lo largo de la escarpada pared de Arquímedes hasta las planicies iluminadas por la Tierra, abajo, a lo lejos. En alguna parte allá abajo estaban Miko y Moa y unos pocos de los tripulantes del Planetara.

    Anita y yo teníamos un plan bastante definido. Teníamos ahora la confianza de Potan; esta entrevista había terminado, y me di cuenta que nuestra posición entre los bandidos estaba establecida. Seríamos libres de movernos por la nave, y unirnos a sus actividades. Debía de ser posible localizar la sala de señales y hacer amistad con el operador que estuviera allí.

    Tal vez pudiéramos encontrar alguna oportunidad para enviar una señal a la Tierra. Esta nave, estaba seguro, tendría energía para un mensaje de largo alcance, aunque no fuera de una duración muy sostenida. Sería algo desesperado de intentar, pero toda nuestra conducta era desesperada. Anita podía atraer al operador fuera de la sala de señales, mientras yo enviaba un mensaje o dos que llegaran a la Tierra. Sólo una señal de alarma, firmada «Grantline». ¡Si pudiera hacer eso sin ser atrapado!

    Anita estaba comprometiendo a Potan para que hablara de sus planes. El jefe de los bandidos estaba fanfarroneando sobre ellos: de su bien equipada nave, del valor de sus hombres. Y preguntándole sobre el tamaño del tesoro. Mis pensamientos estaban libres para divagar.

    Mientras nos estábamos haciendo amigos de este bandido, el proyector electrónico de mayor alcance lo estaban montando. ¡Miko podía lanzar su señal y ser condenado por eso! Yo estaría sobre cubierta con aquel proyector. Su operador y yo lo volveríamos sobre Miko... un rayo de él y Miko y su pequeña banda habrían sido barridos.

    Pero teníamos que pensar en nuestra huida. No podíamos permanecer mucho tiempo con estos bandidos. Podíamos decirles que el campamento de Grantline estaba en el Mare Imbrium. Les demoraría durante algún tiempo, pero nuestra mentira sería pronto descubierta. Debíamos escapar de ellos, largarnos y regresar con Grantline. Con Miko muerto, y una señal de alarma a la Tierra, y Potan en la ignorancia de la posición de Grantline, el tesoro estaría a salvo hasta que llegara ayuda desde la Tierra.

    —¡Por todos los infiernos, pequeña Anita, tienes el aspecto de una paloma, pero eres una tigresa! ¡Un camarada de mi propio corazón... sedienta de sangre como un adorador del fuego!

    Su risa se elevó para unirse a la de él.

    —¡Oh, no, Set Potan! Tengo sed de tesoros.
    —Conseguiremos el tesoro. No temas, pequeña Anita.
    —Con usted que nos conduzca, estoy segura que lo conseguiremos.

    Un hombre entró en el cubículo. Potan levantó la vista arrugando el entrecejo.

    —¿Qué es, Argie?

    El individuo contestó en marciano, miró de soslayo a Anita y se retiró.

    Potan se levantó. Noté que estaba inseguro por la bebida.

    —Me necesitan en el trabajo con los proyectores.
    —Vaya —dije.

    Asintió. Ahora éramos camaradas.

    —Diviértase, Haljan. O salga a cubierta si lo desea. Les diré a mis hombres que usted es uno de los nuestros.
    —Y dígales que aparten sus manos de la señorita Prince.

    Me miró fijamente.

    —No había pensado en eso; ¡una mujer entre tantos hombres!

    Su misma mirada a Anita era tan ofensiva como la que cualquiera de sus propios hombres pudiera dirigirle. Le dijo:

    —No tengas miedo, pequeña tigresa.
    —No tengo miedo de nada —repuso Anita echándose a reír.

    Pero cuando salió dando bandazos de la cabina, ella me tocó. Me sonrió con su hombruna fanfarronería por miedo a que fuéramos todavía observados, y murmuró:

    —¡Oh, Gregg, tengo miedo!

    Permanecimos en el cubículo durante unos instantes, susurrando y haciendo planes.

    —¿Crees que la sala de señales está en esta torreta, Gregg? ¿En esa torreta de ahí fuera?
    —Sí, eso creo.
    —¿Salimos a comprobarlo?
    —Sí. Permanece cerca de mí, siempre.
    —¡Oh, Gregg, sí!

    Posamos cuidadosamente nuestros trajes Erentz en una esquina del cubículo. ¡Podríamos necesitarlos con tanta prisa! Luego salimos fanfarroneando para unirnos a los bandidos que trabajaban sobre la cubierta.


    Capítulo XXX


    La cubierta brillaba con un aspecto fantástico bajo el extraño resplandor azulverdoso de las luces marcianas electrofusoras. Había un bullicio ordenado. Unos veinte de los tripulantes se hallaban trabajando en pequeños grupos. Se habían subido unos aparatos de abajo para montarlos. Había un montón de trajes y cascos Erentz, de diseño marciano, pero muy similares, sin embargo, a aquellos que llevaba la expedición de Grantline. Había gigantescos proyectores de varias clases, algunos me eran familiares, otros de una clase que nunca había visto antes. Parecía que había seis u ocho de ellos, todavía desmantelados, con un montón desordenado de sus baterías adjuntas, y bobinas y tubos amplificadores.

    Iban a ser montados aquí en cubierta, me imaginé; y sobre uno de los costados del domo vi uno o dos de ellos, ya fijados en posición.

    Anita y yo permanecimos a la salida del cubículo de Potan, observando nuestro alrededor. Los hombres nos miraban, pero ninguno de ellos habló.

    —Vigilemos desde aquí un momento —susurré. Ella asintió, permaneciendo con su mano sobre mi brazo. Me daba la impresión de que éramos muy pequeños, aquí en medio de estos marcianos de siete pies de estatura. Yo todo de blanco, con el traje usado en el interior del campamento de Grantline. La cabeza descubierta, chaqueta de seda blanca del uniforme del Planetara, amplio cinturón y pantalones ceñidos y galonados. Anita a mi lado, de negro, parecía una figura delgada y sombría como Hamlet, con su pálido rostro infantil y pelo negro ondulante.

    La gravedad que se mantenía aquí en la nave encontramos que era mayor que la de la Luna y más parecida a la de Marte.

    —Allí están los rayos térmicos, Gregg.

    Una pila de ellos se veían al otro extremo de la cubierta. Vi estuches de frágiles globos de vidrio, bombas de estilos diferentes, proyectores de mano de rayos paralizadores; reflectores de varias clases; la luz curva de Benson, y unas pocas armas de costado de diseño antigua de la Tierra... espadas y dagas, y pequeños proyectores de balas.

    También parecía que había algo de equipo minero. A lo lejos, a lo largo de la cubierta, detrás de la cabina central, en el espacio abierto de la proa, había amontonados carriles de acero; media docena de pequeñas vagonetas de mineral; un diminuto motor para arrastrarlas y lo que parecía como que pudiera ser las secciones desmembradas de un vertedero de mineral.

    Toda la cubierta estaba regada con esta masa de equipos.

    Potan se movía de un lado para otro, dirigiendo los diferentes grupos de trabajadores. Se había extendido la nueva de que conocíamos la situación del tesoro. Los bandidos estaban alborozados. Dentro de unas pocas horas el armamento de la nave estaría preparado y avanzarían.

    Vi que muchas miradas se dirigían a través de las ventanas laterales del domo hacia las planicies distantes del Mare Imbrium. Los bandidos creían que el campamento de Grantline estaba en aquella dirección.

    —¿Cuál es el proyector electrónico gigante, Gregg? —preguntó Anita con un susurro.

    Pude verlo en el centro de la nave, sobre cubierta. Ya estaba montado. Potan estaba allí ahora vigilando a los hombres que lo estaban conectando. Era el arma más poderosa de la nave. Tenía, dijera Potan, un alcance efectivo de unas diez millas. ¡Me preguntaba qué haría a los edificios de Grantline! Las dobles paredes de Erentz lo soportarían durante tiempo, estaba seguro. Pero volatizaría un traje de tela Erentz, sin la menor duda. Como un dardo de fuego, mataría... su relampagueante chorro libre de electrones al chocar con el corazón proporcionarían una muerte instantánea.

    —¡Debemos destrozar eso antes de que marchemos! —susurré—. Pero primero volverlo sobre Miko, si él hace la señal ahora.

    Estaba vigilando tenso la señal. El proyector electrónico evidentemente no estaba preparado. Pero cuando estuviera conectado debería estar cerca de él para persuadir a su servidor que disparara sobre Miko. Una vez hecho esto tendríamos más tiempo para planear nuestras otras tareas. No creía que Potan estuviera dispuesto para su ataque antes de otro período de tiempo para dormir aquí, de acuerdo con la rutina de la nave: Las cosas estarían más tranquilas entonces; esperaría por mi oportunidad para enviar un mensaje a la Tierra, y luego escaparíamos.

    Permanecimos a la puerta del cubículo durante aproximadamente quince minutos, mientras mis pensamientos me corroían. Mi mano en el bolsillo de mi costado apretaba el pequeño proyector de balas. Los bandidos me lo habían quitado y se lo habían dado a Potan. Éste lo había colocado sobre el banco con mi traje Erentz, y una vez que hubimos ganado su confianza lo había olvidado y le dejara allí. Ahora lo tenía yo, y el tacto de su fría culata bruñida me daba cierto consuelo. Las cosas podían ir mal fácilmente, pero si iban, estaba dispuesto a vender tan cara mi vida como fuera posible. Y un vago pensamiento estaba en mi mente: no debía gastar la ultima bala. Ésa sería para Anita.

    —Ese proyector electrónico está controlado a distancia. Mira, Anita, esa de encima de nosotros es la sala de señales. El proyector gigante será apuntado y disparado desde allá arriba.

    El esqueleto de una torre de treinta pies se erguía sobre la cubierta, cerca de nosotros, con una escalerilla de caracol que conducía a un diminuto cubículo cuadrado, de acero, en la cima. A través de la ventana del cubículo podía ver los paneles de instrumentos. Allá arriba estaba un solo marciano, que había llamado a voces a Potan por algo relacionado con el proyector.

    El techo de esta pequeña sala de torreta estaba próximo por debajo del domo... un espacio de no más de cuatro pies. Una cámara de presión para salida en el domo estaba allá arriba, con unos pocos peldaños que conducían arriba, desde el techo de la sala de señales a la torreta.

    Podíamos escapar por ese camino, tal vez. En el caso de terrible necesidad podría ser posible. Pero solamente como un recurso desesperado, pues no dejaría sobre la cima del domo de glassite, con una pendiente de cien pies o más por encima de su abombada y pulida superficie exterior, y más abajo la panza exterior del casco de la nave, hasta las rocas de abajo. Podría haber una escalerilla de cuerdas fuera hasta abajo, pero no vi rastros de ella. Si Anita y yo nos viéramos forzados a escapar por aquel camino, me preguntaba cómo nos arreglaríamos para dar un salto de un centenar de pies hasta las rocas y caer ilesos. Incluso con la ligera gravedad de la Luna, sería una caída peligrosa.

    —¿Es usted Gregg Haljan?

    Miré mientras uno de los bandidos se acercaba por detrás y se dirigía a mí.

    —Sí.
    —El comandante Potan me dice que usted era el jefe de navegación del

    Planetara.

    —Sí.
    —Usted nos pilotará cuando avancemos sobre el campamento de Grantline. Yo soy el jefe de control de aquí... mi nombre es Brotow.

    Sonrió. Era un individuo gigantesco, pero delgado. Hablaba buen inglés y parecía ansioso de ser amigo.

    —Nos alegramos de tenerle a usted y a la hermana de George Prince con nosotros —lanzó a Anita una mirada de admiración—. Le mostraré a usted nuestros controles, Haljan.
    —Muy bien —dije—. Cualquier cosa que pueda hacer para ayudarles...
    —Pero no ahora. Será algunas horas antes de que estemos preparados.

    Asentí y se separó caminando lentamente. Anita susurró:

    —¿Decías que la sala de señales está allá arriba en la torreta? ¡Oh, Gregg, tal vez sea solamente la sala de control!
    —¿Qué te parece si subimos a ver? Las señales de Miko pueden comenzar en cualquier momento.

    Y el proyector electrónico parecía casi listo. Me había llegado la hora de actuar. Pero un instinto de repulsión me frenaba. Nuestros trajes Erentz estaban cerca, detrás de nosotros, en el cubículo de Potan. Me molestaba dejarlos allí. Si alguna cosa ocurría y teníamos que hacer una marcha precipitada, no habría tiempo para ataviarnos con los trajes. Sólo el ajustar los cascos sería bastante difícil. Susurré rápidamente:

    —Debemos ponernos nuestros trajes... encontrar algún pretexto.

    La arrastré hacia atrás a través de la puerta del cubículo a donde estuviéramos más apartados.

    —Anita, escucha. He sido un tonto al no planear nuestra escapada más cuidadosamente. ¡Aquí estamos en un gran peligro!

    ¡De pronto me pareció que estábamos en un empeño desesperado! ¿Era una premonición?

    —Anita, escucha: Si alguna cosa ocurre y tenemos que escapar apresuradamente...
    —Por arriba a través de la cámara del domo, Gregg. Es de control manual; puedes ver desde aquí las palancas.
    —Sí. Es manual. Pero una vez allí arriba, ¿cómo conseguir bajar?

    Ella estaba mucho más calmada que yo.

    —Puede que haya una escalerilla por fuera, Gregg.
    —No lo creo así. No la he visto.
    —Entonces podremos salir por el camino que nos metieron. La cámara del casco... también es manual.
    —Sí, creo que puedo encontrar nuestro camino a través de los corredores del casco.
    —Hay guardas fuera, en las rocas.

    Los habíamos visto a través de las ventanas del domo, pero no había muchos, solamente dos o tres. Estaba armado y un ataque por sorpresa daría resultado.

    —¿Qué haremos con los cascos? —preguntó Anita—. ¿Les dejamos aquí?
    —No, los llevaremos con nosotros. ¡No voy a separarme de ellos!
    —Tendremos un aspecto raro subiendo a esa sala de señales equipados de esta forma.
    —No puedo evitarlo, Anita. Lo explicaremos de alguna manera.

    Se erguía delante de mí, una pequeña figura de curioso aspecto en el ahora deshinchado traje con su delgado cuello y cabeza saliendo por encima de él.

    —Lleva tu casco, Anita. Yo cogeré el mío.

    Podíamos ajustar los cascos y arrancar los motores todo en unos pocos segundos.

    —Estoy dispuesta, Gregg.
    —Entonces vamos. Déjame ir a mí delante.

    Tenía el proyector de balas en el bolsillo exterior de mi traje donde podía instantáneamente alcanzarlo. Esto era más racional; ahora teníamos una posibilidad de lucha. El miedo que me había invadido comenzaba a disminuir.

    —Subiremos a la torreta de la sala de señales —susurré—. Hazlo de forma descarada.

    Echamos a andar. Potan no estaba a la vista; tal vez estaba en la cubierta más lejana, detrás de la superestructura de la cabina central.

    Sobre la cubierta fuimos inmediatamente abordados. Esto era diferente... nuestra aparición en los trajes Erentz.

    —¿Dónde van? —este individuo habló en marciano.
    —Allá arriba —contesté en inglés.

    Permaneció delante de nosotros dominándonos con su estatura. Vi que un grupo de trabajadores próximos paraban para mirarnos. Dentro de un momento habríamos ocasionado un alboroto, y esta era la última cosa que deseaba, por lo que dije en marciano.

    —El comandante Potan me dijo que podía hacer lo que quisiera. Desde el domo miraremos para ver desde aquí dónde está el campamento de Grantline. Soy el piloto de esta nave para ir allí.

    El hombre que se había llamado a sí mismo Brotow pasó cerca de nosotros. Recurrí a él.

    —Nos pusimos nuestros trajes. Después de nuestras experiencias, nos encontramos más seguros de esa forma. Si voy a pilotar la nave...

    Dudó mientras que con la mirada recorría la cubierta como si para preguntar a Potan. Alguien dijo en marciano:

    —El comandante está abajo, en el pañol de proa.

    Ésto decidió a Brotow y despidió con un gesto al marciano que me había detenido.

    —Déjales pasar.

    Anita y yo le dirigimos nuestras más afectuosas sonrisas.

    —Gracias.

    Le hizo a Anita una reverencia con un gesto amplio.

    —Ahora les enseñaré por encima la sala de control.

    Mi mirada fue hacia la punta de la proa. Entonces el pequeño tambucho era la sala de control. La satisfacción me invadió. Luego encima de nosotros en la torreta debía estar seguramente la sala de señales. ¿Nos seguiría Brotow arriba? Confiaba que no. Deseaba estar a solas con el operador de arriba, lo que me daría una oportunidad de alcanzar el control del proyector si veía señal de Miko.

    Empujé a Anita por delante de Brotow, quien se apartó a un lado.

    —Gracias —repetí—. No tardaremos mucho.

    Subimos la escalerilla.


    Capítulo XXXI


    ¡De prisa, Anita!

    Temía que Potan subiera del interior del casco en cualquier momento y nos detuviera. El operador, por encima de nosotros, nos miraba, bloqueando con su enorme cabeza y hombros la pequeña ventana de la sala de señales. Brotow le gritó diciéndole que nos permitiera entrar. Puso mal gesto, pero cuando alcanzamos la trampa en la rejilla del suelo de la sala, le encontramos apartado a un lado para admitirnos.

    Lancé una rápida mirada en derredor. Era un cubículo metálico, no mucho mayor de quince pies cuadrados, con un techo arqueado a ocho pies de altura. Había paneles de instrumentos. El telémetro del proyector gigante estaba aquí; su telescopio con un aparato de puntería y la palanca de disparo eran inconfundibles. ¡Y el aparato de señales estaba aquí! No era un aparato marciano, sino el muy poderoso transmisor ultravioleta Botz, con sus espejos adjuntos de recepción. El Planetara había utilizado este mismo sistema, de forma que estaba totalmente familiarizado con él.

    Vi también, lo que parecían ser armas: una hilera de pequeños y frágiles globos de cristal, colgando de ganchos a lo largo de la pared... bombas, cada una del tamaño del puño de un hombre. Y un amplio cinturón con bombas en sus compartimientos acolchados.

    El corazón me saltaba mientras de una primera ojeada rápida advertí todos estos detalles. Vi también que la habitación tenía cuatro pequeñas aberturas ovaladas como ventanas. Estaban a la altura del pecho, desde la cubierta, abajo, sabía que el ángulo de vista era tal que los hombres allá abajo no podían ver dentro de esta habitación, excepto una parte de su porción superior, cerca del techo. Y el aparato de helio estaba montado sobre una mesa baja, cerca del suelo.

    En una esquina de la habitación una pequeña escalerilla conducía a través de la trampa del techo al tejado cubículo. Esta trampa, superior, estaba abierta. Cuatro pies por encima del tejado de la sala estaba el arco del domo, con la entrada a la cámara de salida, justo encima de nosotros. Las armas y el cinturón de las bombas estaba cerca de la escalerilla ascendente, evidentemente colocado aquí como equipo para ser utilizado desde la cima del domo.

    Me volví al solitario operador. Debía de ganarle su confianza inmediatamente. Anita había dejado su casco a un lado. Ella habló primero:

    —Estábamos aquí con Set Miko —dijo sonriente—, cuando la destrucción del Planetara. ¿Lo oyó contar? Sabemos dónde está el tesoro.

    Este operador tenía sus buenos siete pies de estatura, y era el marciano más corpulento que he visto en mi vida. Un tremendo individuo, ceñudo y mal encarado. Permanecía con las manos sobre las caderas, con las piernas cubiertas de cuero, separadas; y cuando le vi de frente me sentí como un chiquillo.

    Estaba silencioso, mirándome hacia abajo al atraerle yo la atención.

    —¿Habla usted inglés? —pregunté—. No estamos prácticos con el marciano.

    Me preguntaría si durante la próxima hora de dormir, este individuo estaría de servicio aquí. Confiaba que no: no sería fácil engañarle para encontrar una oportunidad de mandar un mensaje. Pero para la tarea faltaban todavía algunas horas; me preocuparía por eso cuando llegase el momento. Precisamente ahora estaba preocupado por Miko y su pequeña banda, que en cualquier momento podían llegar a la vista. ¡Si pudiera persuadir a este operador que volviese el proyector sobre ellos!

    Me contestó en un inglés vivo:

    —¿Usted es el hombre Gregg Haljan? Y esta es la hermana de George Prince... ¿qué quieren ustedes aquí arriba?
    —Soy piloto. Brotow desea que pilote la nave cuando avancemos para atacar a Grantline.
    —Esta no es la sala de control.
    —No, sé que no lo es.

    Posé mi casco en el suelo, cuidadosamente, al lado del de Anita. Me enderecé para encontrarme con la mirada del bandido que la observaba. No habló: todavía estaba ceñudo. Pero al tenue brillo azul del cubículo capté la mirada de sus ojos.

    —Grantline sabe que su nave ha aterrizado aquí sobre Arquímedes —dije apresuradamente—. Su campamento está cerca, en el Mare Imbrium. Mandó una señal... usted la vio, ¿no es verdad?... justo antes de que miss Prince y yo subiéramos a bordo. Estaba intentando pasar por sus compañeros de la Tierra, Miko y Coniston.
    —¿Por qué?

    El individuo volvió su ceño a mí, pero Anita atrajo su mirada de nuevo a ella, interviniendo rápidamente:

    —Grantline, como mi hermano siempre decía, no tiene una gran astucia. Ahora yo creo que proyecta deslizarse hasta nosotros para cogernos desprevenidos, pretendiendo que es Miko.
    —Si él hace eso —dije—. Giraremos este proyector electrónico sobre él y su banda y los aniquilaremos. Usted tiene los mecanismos de disparo aquí.
    —¿Quién le dijo a usted eso? —preguntó bruscamente.
    —Lo veo aquí —hice un gesto—. Es evidente. Soy perito en el disparo de trayectorias. Si Grantline aparece allá abajo, ahora, le ayudaré a usted.
    —¿Está conectado? —preguntó Anita audazmente.
    —Sí, —repuso—. Ustedes tienen puestos sus trajes Erentz: ¿Van a subir al tejado del domo? Entonces vayan.

    Pero eso era lo que no deseábamos hacer. La mirada de Anita me pareció decir que le dejara a ella llevar esto. Me volví hacia una de las ventanas del cubículo.

    —¿Tiene usted a su cargo esta sala? —preguntó ella dulcemente—. Muéstreme cómo funciona con el proyector. Sé que será invencible contra el campamento de Grantline.

    Les había vuelto la espalda en aquel momento. Por la ventana ovalada podía mirar abajo, a lo largo del espacio de cubierta, y fuera, a través de las ventanas laterales del domo. Y de pronto el corazón me saltó a la garganta. Parecía que allá abajo en las sombras iluminadas por la Tierra, donde la amplia base del cráter gigante se unía a las planicies, oscilaba una luz. Miré fijamente, paralizado. ¿Las luces de Miko? ¿Avanzaba preparado para hacer señales? Traté de calcular la distancia. No había más de dos millas desde aquí.

    ¿O no fue una luz? A simple vista no podía estar seguro. Tal vez había algún catalejo aquí en el cubículo.

    Subconscientemente me daba cuenta de las voces de Anita y del operador detrás de mí. Luego, repentinamente, oí un grito apagado de Anita. Me volví rápidamente.

    ¡El gigante marciano la había cogido en sus enormes brazos, y tenía su gris rostro de pesada mandíbula, con una mueca descarada, próximo al suyo.

    Me vio venir. ¡La sujetó con un brazo! Con el otro me agarró, me derribó hacia atrás, y me dijo con voz ronca:

    —¡Largo de aquí! Suba al domo...

    Anita estaba luchando silenciosamente con sus pequeñas manos cogidas a su grueso cuello. Su golpe me lanzó contra un banco. Pero me mantuve de pie. Estaba parcialmente detrás de él. Salté de nuevo mientras trataba de soltarse de Anita para hacerme frente, mientras los dedos de ella aferrados se lo impedían.

    Mi proyector lo tenía en la mano, pero en aquel segundo en que saltaba, tuve el sentido de darme cuenta que no debería disparar, pues su ruido alarmaría la nave. Lo agarré por el cañón, lo levanté hacia atrás y golpeé con su pesada culata de metal. El golpe le dio al marciano sobre el cráneo, y simultáneamente mi cuerpo le golpeó.

    Caímos los dos juntos, en parte sobre Anita. Pero el gigante no gritaba y al agarrarlo ahora, noté como su cuerpo quedaba fláccido. Permanecí jadeando. Anita se deslizó silenciosamente de debajo de nosotros. La sangre de la cabeza del gigante manaba, caliente y pegajosa, contra mi cara mientras yo yacía extendido sobre él.

    Le aparté a un lado. Estaba muerto, su frágil cráneo de marciano se había abierto destrozado por mi golpe. No hubo alarma. El ligero ruido que habíamos hecho no había sido oído desde abajo, sobre la atareada cubierta. Anita y yo nos agazapamos sobre el suelo. Desde la cubierta no podía ser vista toda esta parte de la habitación.

    —Muerto.
    —Oh, Gregg...

    Aquello forzaba nuestro juego. Ahora no podía esperar a que Miko llegara. Pero podía enviar un mensaje a la Tierra y luego tendríamos que correr para escapar.

    ¡Entonces recordé la luz abajo, junto a la base! Mantuve a Anita fuera de vista sobre el suelo, y fui cautelosamente hacia la ventana. La cubierta era un torbellino con los bandidos moviéndose de un lado para otro excitadamente, pero no por lo que hubiera ocurrido en nuestra sala de señales: eso no lo sabían.

    ¡Las señales de Miko estaban brillando! Podía verlas ahora claramente, abajo, junto a la base del cráter. Un grupo de luces de mano y un pequeño destello de helio oscilando.

    ¡Y estaban siendo contestadas desde la nave! Potan estaba sobre cubierta... un alboroto de voces, por encima de las cuales la suya se elevaba con rugidos, dando órdenes. En una de las ventanas del domo un bandido con un reflector de mano, estaba enviando su respuesta. Y vi que Potan estaba trabajando sobre el objetivo de un telescopio de cubierta.

    Todo ello había ocurrido tan rápidamente que yo estaba aturdido. Pero no esperé para leer las señales. Volví a Anita, que me miraba fijamente, con gesto desvalido.

    —¡Es Miko! Y le están contestando a él! Ponte el casco: trataré de disparar el proyector.

    ¿O trataría en su lugar de enviar un breve mensaje a la Tierra? No habría tiempo para hacer ambas cosas: debíamos escapar de aquí. La ruta a través del domo era la única posible ahora.

    Este mecanismo de puntería del proyector me era razonablemente familiar, y comprendí que podría funcionar con él. El telémetro y la palanca estaban sobre una repisa en una de las ventanas. Me lancé allá. Mientras hacía girar el telescopio, apuntándole hacia abajo, sobre las luces de Miko, pude ver al enorme proyector sobre la cubierta girando de forma similar. Su movimiento sorprendió a los hombres que le atendían. Uno de ellos me llamó pero no le hice caso.

    Entonces Potan miró hacia arriba y me vio. Le gritó en marciano al operador, quien sin duda creía que estaba detrás de mí:

    —¡Esté dispuesto! Podemos disparar sobre ellos. Le daré la orden.

    Las señales proseguían. Había sido sólo cosa de un momento. Capté algo como: «Haljan es un impostor.»

    Estaba apuntando el proyector. Me di cuenta de que Anita estaba junto a mi codo. La empujé hacia atrás.

    —¡Ponte el casco!

    Tenía la distancia. Tiré de la palanca de disparo.

    El proyector escupió su mortífero chorro electrónico por la ventana de cubierta. Los hombres de abajo se apartaron sorprendidos. Oí la voz de Potan, con un grito de protesta y de rabia.

    ¡Pero abajo, en el resplandor de la Tierra junto la base del cráter las luces de Miko no se habían desvanecido! ¡Había fallado! ¿Un error en el alcance? De pronto comprendí que no era eso. Las luces de Miko estaban allí todavía. Sus señales proseguían aún. Y noté ahora una ligera distorsión en ellas, el destello de su pequeño grupo de luces de mano ligeramente desviadas y proyectadas con un tenue tono verdoso. ¡Las luces curvas de Benson!

    Mis ideas vacilaban en los pocos segundos mientras permanecí allá junto a la ventana de la torreta. Miko temiera que pudiera ser fusilado sumariamente y había vuelto a su campamento y equipado todas las luces con la curva de Benson. Ahora estaba en alguna parte, junto a la base del cráter. ¡Pero no donde yo creía que le viera! La luz curva de Benson cambiaba el sendero de los rayos luminosos que llegaban de él a mí. ¡No podía incluso ni aproximar su verdadera posición!

    —Gregg, ven —Anita estaba aferrada a mí.
    —No puedo darle —tartamudeé. ¿Debería probar mandar el mensaje a la Tierra? ¿Osaríamos permanecer aquí? Permanecí otros pocos segundos en la ventana. Veía a Potan abajo, en la confusión de la cubierta, apuntando el telescopio. Había gritado violentamente a su operador de aquí que no disparara de nuevo.

    Y ahora soltó un rugido.

    —¡Puedo verles! ¡Es Miko! ¡Por el Todopoderoso... su enorme estatura! ¡Brotow, mira! ¡Ése no es un hombre de la Tierra!

    Apartó a un lado su telescopio:

    —¡Desconecten ese proyector! ¡Es Miko allá abajo! ¡Este Haljan es un embustero! ¿Dónde está? Bralle... Bralle, tú, maldito idota! ¿Están Haljan y la chica ahí arriba contigo?

    Pero el operador yacía en su propia sangre a nuestros pies.

    Yo me había apartado de la ventana. Anita y yo nos agachamos durante un instante de confusión, buscando a tientas nuestros cascos.

    La nave resonó con la alarma. ¡Y entre el alboroto pudimos oír los gritos de los furiosos bandidos que trepaban en montón la escalerilla de la tórrela, detrás de nosotros!


    Capítulo XXXII


    Solamente durante un momento permanecí inactivo. Había creído que Anita tendría el casco puesto, pero ella parecía o bien reacia o confusa.

    —¡Anita, tenemos que salir de aquí! ¡Por arriba, a través de las cámaras del domo!
    —Sí —buscaba a tientas su casco. Se oía a los hombres subir por las escalerillas y Anita y yo agazapados sobre ella. Había una gruesa barra de metal fijada en una entalladura rebajada en la rejilla. La deslicé asegurándola; sujetaría la trampa durante un corto espacio de tiempo.

    Me invadió un cierto grado de confianza. Disponíamos de unos pocos instantes antes de que pudiera haber una pelea cuerpo a cuerpo. El proyector electrónico gigante podría llegar a ser utilizado contra Grantline; era el arma más potente de los bandidos. Sus controles estaban aquí. ¿Los aplastaría? ¡Eso al menos podía hacerlo!

    Salté a la ventana. Las señales se habían interrumpido, pero percibí el reflejo de sus distantes luces curvas que se movían.

    Mientras me hice visible en la ventana a los bandidos de la cubierta de la nave me llegó un destello. Era un pequeño proyector manual, disparado precipitadamente, pues pasó al lado de la ventana. Fue seguido por una lluvia de pequeños destellos, pero estaba prevenido y agaché la cabeza por debajo del antepecho de la ventana. Los rayos pasaban peligrosamente cerca hacia arriba, a través de la abertura ovalada, siseando contra nuestro techo abovedado. El aire restallaba y escocía con una lluvia de chispas azul-rojas, y el irritante olor de los gases despendidos flotaba sobre nosotros.

    Los controles de puntería del proyector estaban a mi lado. Los cogí, tiré de ellos y los despedacé. Se oyó un estruendo sobre cubierta. El proyector había explotado. El grito de un hombre agonizante quebró la confusión de sonidos y silenció a los bandidos de cubierta. Bajo la rejilla de nuestro suelo, los de la escalerilla estaban golpeando en la puerta de la trampa. Pararon, evidentemente para ver lo que había ocurrido. Por un momento cesó el bombardeo de nuestras ventanas.

    Cautelosamente miré de nuevo a fuera por la ventana. Sobre el proyector destruido, tres hombres yacían. Uno de ellos estaba gritando horriblemente. El costado del domo había sido dañado. Potan y otros hombres estaban investigando frenéticamente, para ver si se perdía aire.

    Me invadió una sensación de triunfo. ¡No me habían encontrado tan manso e inofensivo como pudieran haber creído!

    Anita se aferró a mí. Todavía no se había puesto el casco.

    —¡Ponte el casco!
    —Pero, Gregg...
    —¡Póntelo!
    —Yo... no quiero ponerlo hasta que tú no te pongas el tuyo.
    —¡He destrozado el proyector! Durante un rato les hemos detenido en su subida.

    Pero todavía estaban en la escalerilla debajo de nuestro suelo. Oyeron nuestras voces y comenzaron a dar golpes de nuevo. Y luego a aporrearlo. Parecía que ahora tenían herramientas pesadas. Golpeaban la trampa con un ariete.

    El moribundo de cubierta todavía seguía gritando.

    —Probaré con un mensaje a la Tierra —susurré.

    Ella asintió. Estaba pálida y tensa, pero tranquila.

    —Sí, Gregg. Y yo estaba pensando...
    —No me llevará ni un minuto. Ten preparado tu casco.
    —Estaba pensando... —se precipitó al otro lado de la habitación.

    Me volví hacia el aparato de señales Betz. Estaba conectado. En un momento lo tuve runruneando. Los tubos fluorescentes se iluminaron con su fantástico brillo, colorearon de púrpura el cuerpo del gigantesco operario que estaba tirado a mis pies. Le di toda la energía de la nave. Las luces de tubo en la habitación oscilaron y se oscurecieron.

    Tendría que apresurarme. Potan podía desconectarlo desde la sala principal de controles en el casco. Podía ver, a través de la trampa de encima de la sala, el espejo transmisor primario montado sobre la cúspide del domo. Estaba oscilando, reluciendo con su ligera energía. Envié el mensaje.

    El menguante de la Tierra estaba allá arriba. Sabía que el hemisferio occidental miraba a la Luna en este momento. Mandé el mensaje en inglés, en la clave universal de la Tierra.

    Socorro, Grantline.

    Y de nuevo: Socorro. Región Arquímedes, cerca de Apeninos. Atacados por bandidos. Envíen ayuda inmediatamente. Grantline.

    —¡Si fuera recibido!

    Corté la corriente. Anita permanecía observándome fijamente.

    —¡Gregg, mira!

    Vi que había cogido algunas de las bombas de globos de cristal que estaban junto al pie de la escalera ascendente.

    —Gregg, arrojé algunas.

    Miramos abajo por la ventana. Los globos que había lanzado explotaron sobre la cubierta. Eran bombas de oscuridad.

    A través de la negrura de la cubierta, subían los gritos de los bandidos. Iban dando traspiés de un lado a otro. Pero el golpear en nuestra trampa proseguía, y vi que estaba comenzando a ceder.

    —¡Tenemos que marchar, Anita!

    Desde la oscuridad que colgaba como una mortaja sobre cubierta, de vez en cuando subía un relámpago, sin apuntar, a distancia de nuestra ventana. Pero la oscuridad se iba disipando y ahora podía ver el débil resplandor de las luces de cubierta, amortiguadas como a través de una espesa niebla. Dejé caer otra de las bombas.

    —Pronto, el casco.
    —Sí... sí, lo pondré, pero ponte tú el tuyo.

    En un momento lo tuvimos ajustado. Nuestros motores Erentz estaban funcionando.

    —Apaga la luz de tu casco —dije sujetándola. La apagó. Le entregué mi proyector.
    —Sostenlo un momento. Voy a coger ese cinturón de bombas.

    La trampa del suelo estaba casi rota bajo los golpes del ariete. Salté por encima del cuerpo del operador muerto, cogí el cinturón de bombas y lo ceñí en torno a mi cintura.

    —Dame el proyector.

    Me lo entregó. ¡La puerta de la trampa se abrió bruscamente hacia arriba! La cabeza y los hombros de un hombre aparecieron. Le disparé una bala... el proyectil de plomo silbó a través del fogonazo amarillo de la pólvora que escupió la boca del proyector.

    El bandido gritó y cayó hacia atrás, fuera de vista. Hubo una confusión en la parte superior de la escalera. Lancé una bomba a la trampa rota. Un diminuto rayo térmico subió ondulante a través de la abertura, pero pasó alejado de nosotros.

    La sala de instrumentos estaba en oscuridad. Agarré a Anita.

    —Cógete a mi mano. ¡Vete delante... aquí está la escalera!

    La encontramos en la oscuridad, la subimos y pasamos a través de la trampa del techo del cubículo.

    Eché otro vistazo y dejé caer una bomba a nuestro lado. El espacio de cuatro pies aquí arriba entre el techo del cubículo y el domo de encima, se oscureció. Momentáneamente estábamos ocultos.

    Anita localizó las palancas manuales de la entrada de las cámaras.

    —Aquí, Gregg.

    Las empujé. Me asaltó el miedo de que no funcionaran. Pero giraron. La diminuta puerta se abrió totalmente para recibirnos. Entramos gateando en la pequeña cámara de aire; la puerta se deslizó cerrándose detrás de nosotros, justo cuando un destello desde abajo alcanzaba a ésta. Los bandidos habían visto nuestra nube de oscuridad y estaban disparando a través de ella.

    En un momento estuvimos fuera, sobre la cúspide del domo: Una pulida extensión redondeada de glassite, con amplias viguetas de aluminita. Había travesaños que nos proporcionaban apoyo donde poner los pies y, ocasionalmente, protecciones; puntas de aletas de forma aerodinámica, las envolturas de las astas de los timones superiores, y los rechonchos embudos levantados en los cuales se encerraban los helicópteros.

    Caminamos a lo largo del sendero central y nos agachamos junto a una protección de seis pies. Las estrellas y la reluciente Tierra estaban por encima de nosotros. La curvada cima del domo (de un ciento de pies aproximadamente de largo, que se combaba en una anchura de treinta pies por debajo de nosotros), relucía a la luz de la Tierra. Era una pendiente pronunciada y debajo de estos lados curvos pasado el casco de la nave. Había un ciento de pies hasta las rocas sobre las cuales descansaba la nave. La dominante pared de Arquímedes estaba a nuestro lado; y detrás del borde de la meseta los millares de pies para abajo hasta las planicies.

    Veía las luces de la banda de Miko allá abajo. Había dejado de hacer señales. Sus pequeñas luces estaban dispersas, moviéndose como él y sus hombres avanzaran por las laderas del cráter, acercándose para unirse a nosotros.

    Fue un vistazo instantáneo. Anita y yo no podíamos permanecer aquí. Los bandidos nos seguirían arriba en cualquier momento. No vi ninguna escalerilla exterior. Tendríamos que arriesgarnos a saltar.

    Allá abajo había bandidos sobre las rocas. Vi tres o cuatro figuras con casco, y ellos nos vieron a nosotros. Una bala silbó a nuestro lado, y luego vino el destello de un rayo de mano.

    —¿Puedes saltar? Anita, querida... —le dije tocándola.

    De nuevo esto parecía que era una despedida.

    —¡Gregg, amor mío, tenemos que hacerlo!

    Aquellas figuras que esperaban saltarían sobre nosotros.

    —Anita, permanece aquí un momento.

    Salté y corrí veinte metros hacia proa, luego atrás, hacia la popa, arrojando abajo las últimas de mis bombas. La oscuridad allá abajo era como una nube que envolvía a los bandidos del exterior, pero nosotros estábamos por encima, recortados por la luz de las estrellas y el resplandor de la Tierra.

    —Tenemos que arriesgarnos ahora —dije, volviéndome a Anita.
    —Gregg...
    —Adiós, cariño. Saltaré primero, por este lado. Tú sígueme.

    Había que saltar sobre un negro borrón, con las rocas debajo de él.

    Estaba tratando de decirme que mirara arriba de nuestras cabezas. Gesticulaba.

    —¡Gregg, mira!

    Lo vi, saliendo de las planicies, una pequeña mota entre las estrellas. ¡Una mota que se movía, viniendo hacia nosotros!

    —Gregg, ¿qué es eso?

    Miré, conteniendo la respiración. Una mota que se movía allá. Una burbuja ahora. Y entonces me di cuenta que no era un objeto grande, a distancia, sino uno pequeño, y muy próximo ya... solamente a unos pocos cientos de pies de distancia, bajando hacia la cima de nuestro domo. Un objeto estrecho, plano, de diez pies, como un avión sin alas. No llevaba luces en él, pero a la luz de la Tierra podía ver dos figuras con casco que lo tripulaban.

    —¡Anita! ¡No recuerdas!

    Me invadió una alboreada de comprensión. Anteriormente, en el campamento de Grantline, Snap y yo habíamos discutido cómo utilizar las placas de gravedad del Planetara.

    Habíamos ido a los restos del accidente, los habíamos cogido y habíamos aparejado este pequeño vehículo volador...

    Los bandidos que estaban sobre las rocas lo vieron ahora. Un destello subió hacia él. Una de las figuras agazapadas arriba desplegó una tela flexible sobre uno de los lados. Vi otro destello que desde abajo iba a chocar inofensivamente sobre la pantalla protectora.

    —¡Enciende tu casco! —le dije, tartamudeando, a Anita—. ¡Es de Grantline! ¡Deja que nos vean!

    Me erguí. La pequeña plataforma voladora pasó por encima de nosotros a unos cincuenta pies, haciendo cálculos, y bajando hacia la cima del domo.

    Hice oscilar la luz de mi casco. La cámara de salida de abajo por la cual nosotros habíamos subido estaba cerca de nosotros. ¡Los bandidos que avanzaban estaban ya en ella! Me había olvidado de destrozar los controles manuales. Vi que la oscuridad de abajo, sobre las rocas, se había casi ido, desapareciendo en la noche sin aire. Los bandidos allá abajo nos estaban disparando.

    Era una confusión de luces relampagueantes. Agarré a Anita.

    —¡Ven por aquí..., corre!

    La plataforma pasó casi rozando nuestras cabezas. Se deslizó a lo largo de la cima del domo, y se posó silenciosamente sobre el camino central, cerca del extremo de popa. Anita y yo corrimos hacia ella.

    Las dos figuras con casco nos cogieron y nos empujaron de bruces sobre la plataforma de metal. Era escasamente de cuatro pies de ancho: una baja barandilla, sin asas donde sujetarse, y con un diminuto cubículo en forma de capucha delante.

    —¡Gregg!
    —¡Tú, Snap!

    Eran Snap y Venza. Ella sujetó a Anita, manteniéndola agachada en su sitio; Snap se lanzó boca abajo sobre los controles.

    Los bandidos habían salido ahora fuera del domo. Les hice un último disparo mientras nos elevábamos.

    Mi proyectil agujereó a uno de ellos: se deslizó, cayó gateando por el redondeado domo y rodó fuera de la vista.

    Los rayos de luz de silenciosos relámpagos parecían envolvernos. Venza levantó la pantalla lateral de protección más alta.

    Nos inclinamos, nos zarandeamos locamente y finalmente nos estabilizamos.

    El domo de la nave parecía caer debajo de nosotros. Las rocas de la meseta quedaban debajo. Luego el abismo, con las motas de las luces de Miko que se movían abajo, a lo lejos.

    Vi, sobre la mampara de protección, la ya distante nave pirata que descansaba sobre la meseta, con la pared maciza de Arquímedes detrás de ella. Y allá atrás relucía una confusión de fútiles rayos.

    Todo ello se desvaneció en un resplandor lejano, según nos deslizábamos suavemente, a la luz de las estrellas, alejándonos, dirigiéndonos hacia el campamento de Grantline.


    Capítulo XXXIII


    ¡Despierta, Gregg! ¡Vienen!

    Me esforcé para aclarar los sentidos.

    —Vienen...

    Salté de mi litera y seguí a Snap como un torbellino al pasillo.

    Habíamos retornado ilesos al campamento de Grantline. Anita y yo nos encontrábamos agotados por la carencia de sueño, nuestra laboriosa ascensión al Arquímedes y aquel tiempo en tensión sobre la nave pirata. Durante el vuelo de vuelta, Snap me había explicado cómo había sido observado el aterrizaje de la nave sobre Arquímedes a través del telescopio de Grantline. Había leído con sorpresa mis señales a los bandidos y Snap se había apresurado a terminar con la primera de nuestras plataformas volantes. Luego había visto las señales de Miko desde la base del cráter y la lucha por capturarnos a Anita y a mí, y había venido en nuestro rescate.

    De vuelta en el campamento, se nos dio comida y Grantline me obligó a que tratara de dormir.

    —Estarán sobre nosotros dentro de unas pocas horas, Gregg. En estos momentos Miko ya se les habrá unido. Él los conducirá. Debe descansar, pues necesitamos a todos en sus mejores condiciones.

    Y, sorprendentemente, en medio del torbellino del campo de las actividades del último minuto, dormí profundamente hasta que me llamó Anita diciéndome que la nave se acercaba.

    Los corredores resonaban con las pisadas de la atareada tripulación de Grantline. Pero no había confusión; una calma torva había invadido a todos.

    Anita y Venza se lanzaron a nuestro encuentro.

    —¡Está a la vista!

    No había necesidad de ir a la sala de instrumentos. Desde las ventanas que daban al borde de la meseta del farallón, la nave de los bandidos se veía claramente. Venía meciéndose desde el Arquímedes, una forma oscura que nublaba las estrellas. Todas sus luces se habían apagado excepto un solo reflector blanco en el extremo de la proa, que se dirigía oblicuamente hacia abajo.

    En este momento el faro iluminaba nuestro grupo de edificios; su resplandor brilló en las ventanas durante un momento. Pude imaginarme la triunfante curiosidad de Potan y sus hombres allá arriba, mirando por el haz luminoso.

    Habíamos disminuido las luces para conservar nuestra energía, y para permitir que los motores Erentz funcionaran al pleno de su capacidad. Nuestros edificios tendrían que resistir los rayos de los bandidos que pronto estarían sobre nosotros.

    Fuera, en nuestro farallón, tenuemente iluminado por la luz de la Tierra, las diminutas luces mostraban dónde nuestros centinelas estaban en observación. Mientras estaba junto a la ventana observando la nave que se acercaba, sonó la voz de Grantline:

    —¡Haga entrar a esos hombres! ¡Las luces de llamada, Frank!

    Zumbó la sirena en el interior del campamento; la señal de las luces de llamada sobre el techo trajo adentro a los centinelas del exterior. Llegaron corriendo a las cámaras de admisión, que habían sido reparadas después que Miko las inutilizara.

    Los guardas entraron y disminuimos nuestras luces todavía más. El cobertizo del tesoro aparecía negro contra el farallón, detrás de nosotros. No había necesidad de guardianes allí... razonamos que los bandidos no intentarían moverlo hasta que nuestros edificios fueran capturados. Pero, si quisieran intentarlo, estábamos preparados para defenderlo.

    Permanecimos agachados en la penumbra. El silencio reinaba sobre nosotros excepto por los sonidos metálicos en el taller, al fondo del corredor. La mayoría de nosotros llevaba trajes Erentz, con los cascos preparados, aunque yo estuviera seguro de que no había ni un solo hombre de nosotros que no rezara por que no tuviera que salir. En muchas de las ventanas, nuestros puntos más débiles para resistir los rayos, colgaban hojas de tela aislante como si fueran cortinas.

    La nave de los bandidos avanzaba lentamente. Pronto estuvo sobre el borde opuesto de nuestro pequeño cráter. Su reflector giró en torno del borde y hacia el valle abajo.

    Mis pensamientos corrían como un desbordado torrente mientras permanecía en tensión observando.

    Hacía cuatro horas que había mandado aquel mensaje a la Tierra. Si fuera recibido, una nave de policía podía venir en nuestro rescate y llegar aquí dentro de otras ocho horas... y tal vez incluso menos.

    ¡Ah!¡Si el mensaje fuera recibido! ¡Si la nave de policía estaba inmediatamente disponible! ¡Si partía inmediatamente...!

    Ocho horas era el mínimo. Traté de asegurarme a mí mismo que podríamos resistir aquel tiempo.

    La nave pirata cruzó el borde del cráter. Y descendió más bajo. Parecía suspendida sobre el hoyo del cráter, casi a nuestro nivel y a menos de dos millas de nosotros. Su reflector se apagó. Durante un momento permaneció inmóvil, una pulida silueta cilíndrica de plata, reluciendo a la luz de la Tierra.

    Snap me miró y susurró:

    —Está bajando.

    Lentamente se posó, escogiendo cuidadosamente su lugar de aterrizaje entre las rocas y hoyos del quebrado y rocoso piso del fondo. Se dejó descansar, una vaga silueta amenazadora de plata acechando desde las sombras más densas, cerca del pie de la parte interior de la pared opuesta del cráter.

    Pasaron unos momentos de espera tensa. Pronto comenzaron a moverse unas diminutas luces allá abajo, algunas fuera, sobre las rocas cerca de la nave, otras arriba, bajo el domo de la cubierta.

    Una puñala de luz del reflector cruzó el pozo, giró sobre nuestra meseta y quedó fijo con su resplandeciente círculo de diez pies al frente de nuestro edificio principal. Luego relució un rayo.

    ¡El asalto había comenzado!


    Capítulo XXXIV


    Parecía que con aquel primer disparo del enemigo nos había llegado un gran alivio... un temor que se había desvanecido. Durante mucho tiempo habíamos anticipado este momento, lo temimos. Creo que todos nuestros hombres sintieron lo mismo. Se elevó un grito:

    —¡Inofensivo!

    No era eso. Pero nuestro edificio resistía mejor de lo que habíamos temido. Fuera, una descarga de un proyector electrónico de gran calibre, montado sobre la cubierta de la nave pirata. Dirigía desde las sombras, al otro lado del fondo, al pie de la pared opuesta del cráter, un haz de luz vagamente fluorescente. Simultáneamente el reflector se apagó.

    El chorro de electrones alcanzó la cara frontal de nuestro edificio principal en un círculo de seis pies. Se mantuvo unos pocos segundos, se desvaneció, luego otra vez, y otra. Tres dardos. Un total, supongo, de nueve o diez segundos.

    Estaba con Grantline junto a la ventana de delante. La habíamos guarnecido con una tela aislante como si fuera una cortina; permanecíamos observando, sosteniendo cautelosamente la cortina a un lado. El rayo fue a dar a unos veinte pies de distancia de nosotros.

    —¡Inofensivo! —los hombres lo gritaban jubilosos. Pero Grantline se volvió hacia ellos.
    —¡No es inofensivo!

    Un panel de señales interior estaba al lado de Grantline. Éste llamó al operario de la sala de instrumentos.

    —Se acabó. ¿Cuáles son sus indicaciones?

    El bombardeo de los electrones había pasado a través del revestimiento exterior de las dobles paredes del edificio y habían sido absorbidos por la enrarecida corriente de aire magnetizado de la circulación Erentz. Como el veneno en las venas de un hombre, alcanzando su corazón, los electrones hostiles habían alterado los motores. Aceleraban, luego retardaban. Pulsando de forma desigual, y consumiendo energía de reserva de los acumuladores. Pero se habían normalizado inmediatamente en cuanto pasara el disparo. La voz del operador sonaba en la rejilla en contestación a la pregunta de Grantline:

    —Cinco grados más frío en su edificio. ¿No lo siente?

    El alterado y debilitado sistema Erenzt había permitido que el frío exterior irradiara un poco a través de las paredes. Debido al aire éstos habían tenido algo de presión extra explosiva. Una tensión... pero eso fue todo.

    —Es probablemente su arma más poderosa, Gregg —dijo Grantline.
    —Sí, eso creo —asentí.

    Yo había hecho pedazos las verdaderamente gigantes, con su alcance de diez millas. La nave estaba a sólo dos millas de nosotros, pero parecía como si este proyector estuviera disparando desde el límite de su alcance. Había notado que sobre cubierta había sólo uno de este tipo. Los otros, rayos paralizadores y rayos térmicos, eran menos mortíferos.

    —Podemos soportar mucho tiempo ese bombardeo. Si permanecemos dentro... —comentó Grantline.

    Aquel rayo, si alcanzaba a un hombre fuera, penetraría su traje Erentz en unos pocos segundos, no podíamos dudarlo. No teníamos, sin embargo, intención de salir, a menos de un caso de extrema necesidad.

    —Incluso así —decía Grantline—, un escudo de mano resistiría durante un cierto tiempo.

    Tuvimos la oportunidad, al cabo de un momento, de probar nuestras pantallas protectoras. El dardo nos alcanzó de nuevo. Pasó la cara frontal del edificio, alcanzó nuestra ventana y se detuvo. Los dobles entrepaños de las ventanas eran nuestros puntos más débiles. La hoja de transmisión de la corriente Erentz era transparente; podíamos ver a través de ella como si fuera de cristal. Se movía más rápido, pero era más fina en la ventana que en las paredes.

    Temíamos que el bombardeo de electrones pudiera atravesarla, penetrando la protección interior y, como un dardo de fuego, entrar en la habitación.

    Dejamos caer la esquina de la cortina. La radiación del dardo era apenas visible. Duró unos pocos segundos. Luego se desvaneció de nuevo, y detrás de la pantalla no sentimos ni un hormigueo.

    —¡Inofensivo!

    Pero nuestra energía había sido disminuida casi un aerón, para neutralizar el choque con la corriente Erentz. Grantline dijo:

    —Si continúan de esta forma, sería cuestión de saber qué suministro de energía duraría más tiempo. Y no sería el nuestro... ¿Vio como nuestras luces se oscurecían mientras el dardo estaba golpeando?

    Pero los bandidos no sabían que estábamos escasos de energía. Y disparar el proyector con un dardo continuo habría, tal vez, en treinta minutos, agotado sus propias reservas.

    —No les contestaré —declaró Grantline—. Nuestro juego consiste en permanecer a la defensiva. Conservarlo todo. Dejarles a ellos que hagan los primeros movimientos.

    Esperamos media hora; pero no llegó ningún otro disparo. El fondo del pozo estaba cuarteado por la luz de la tierra y la sombra. Podíamos ver la vaga silueta de la nave de los bandidos apoyada al pie de la pared opuesta del cráter. La forma de su domo sobre la cubierta iluminada era visible, así como la línea de sus diminutos óvalos en el casco.

    Sobre las rocas, cerca de la nave, las luces de los cascos de los bandidos que andaban de un lado para otro, aparecían de vez en cuando.

    Cualquiera que fuese la actividad que se estuviera llevando a cabo allá no podíamos verla a simple vista. Al principio Grantline no utilizaba nuestro telescopio. El conectarlo, incluso para alcances locales, gastaba de nuestra preciosa reserva de energía. Algunos de los hombres indicaron que escudriñáramos el cielo con el telescopio.

    ¿Estaba en camino desde la Tierra nuestra nave de rescate? Pero Grantline rehusó. Todavía no estábamos en ningún apuro. Y cualquier demora era en nuestro favor.

    —¿Comandante, dónde pondré estos cascos?

    Se había acercado un hombre con una pila de cascos sobre una pequeña carretilla.

    —Junto a la cámara de funcionamiento manual... en el otro edificio.

    Nuestras armas y equipo exterior estaban reunidos junto a las cámaras principales de salida del edificio grande. Pero también pudiéramos desear salir por las más pequeñas. Grantline envió los cascos allá; los trajes no se necesitaban, ya que la mayoría de nosotros estábamos ataviados con ellos.

    Snap seguía en el taller. Yo fui allá durante esta primera media hora de ataque. Diez de nuestros hombres estaban ocupados allí con las pequeñas plataformas voladoras y las pantallas de tela.

    —¿Cómo va, Snap?
    —Casi todo está listo.

    Tenía seis plataformas, incluyendo la que ya habíamos usado, más de una docena de escudos. En caso de apuro, todos nosotros podríamos montar sobre estos seis vehículos. ¡Podríamos tener que montar en ellas! Lo planeamos para el caso que, por un desastre de los edificios, pudiéramos al menos escapar de esta forma. Ahora se estaban colocando suministros de alimentación y de agua junto a las puertas.

    ¡Tristes preparativos! Nuestros edificios inhabitables, una salida en tropel y alejarse, abandonando el tesoro... Grantline nunca había mencionado tal contingencia, pero yo me daba cuenta, sin embargo, que se estaban haciendo los preparativos.

    La voz de Snap se elevaba por encima del ruido que hacían los trabajadores mientras atornillaban las placas de gravedad de la última plataforma.

    —¿No hay más que ese proyector, Gregg?
    —Nos lanzaron cuatro ráfagas, pero siempre con el mismo proyector, el más potente que tienen.

    Hizo una mueca. Todavía no llevaba el traje Erentz. Estaba con unos pantalones desgarrados y sucios y con una camisa tiznada, con la inevitable visera que mantenía hacia atrás su ingobernable pelo. En torno a su cintura llevaba el cinturón con carga y también tenía los contrapesos en los zapatos, para mantener la estabilidad de la gravedad.

    —No dañaron mucho.
    —No.
    —Cuando meta los paneles de los tubos en ésta habré terminado. Llevarán otra media hora, luego me uniré a ti. ¿Por dónde estarás?
    —Estuve en la ventana de adelante con Johnny —dije encogiéndome de hombros—. Todavía no hay nada que hacer.

    Snap continuó con su trabajo.

    —Bien, cuanto más demoren mejor para nosotros. ¡Si nada más que tu mensaje hubiera llegado, Gregg, tendríamos a la nave de rescate aquí dentro de unas pocas horas más!
    —¡Ah, eso sí!
    —¿No puedo ayudarte, Snap? —dije cuando me volvía para marchar.
    —No... Lleve esos escudos —añadió dirigiéndose a uno de los hombres.
    —¿A dónde los llevo?
    —A Grantline. Él le dirá donde debe ponerlos.

    Los escudos fueron llevados en una pequeña carretilla. Yo le seguí. Grantline los envió a la salida de atrás.

    —¿Todavía no hubo ninguna otra acción por parte de ellos, Johnny?
    —No. Todo está tranquilo.
    —Snap casi terminó.

    En este momento los bandidos comenzaban otro juego. Un haz de rayos térmicos gigante vino a través del fondo, y se fijó en nuestra pared frontal durante casi un minuto.

    Grantline recibió el informe de la sala de instrumentos. Se echó a reír.

    —Eso nos favoreció más bien que nos perjudicó. Calentó la pared exterior.

    Frank se aprovechó de él para aliviar los motores.

    Nos preguntamos si Miko sabría aquello. Sin duda se dio cuenta, pues el rayo térmico no fue usado de nuevo.

    Luego llegó el rayo zeta. Permanecí en la ventana observándolo, un débil brillo de un haz en la penumbra; se deslizó con siniestra deliberación a lo largo de nuestra pared frontal, deteniéndose momentáneamente en nuestras ventanas protegidas y penetró con su brillo revelador en el taller de Snap.

    —Nos está observando —comentó Grantline—. Confío que les guste lo que ven.

    Sabía que no sentía la bravata que había en su tono. Nosotros no teníamos otra cosa más que pequeñas armas de mano; rayos térmicos, proyectores electrónicos y proyectores de balas. Todo ello para una lucha a muy corta distancia. Si Miko no sabía eso antes, pudo al menos hacer una buena conjetura después de la cuidadosa inspección de los rayos zeta. Con su nave allá, a dos millas de distancia, éramos impotentes para alcanzarlo. Parecía como si Miko estuviera ahora probando todos sus mecanismos. El brillo de una luz ascendió desde la punta del domo de la nave. Se elevó en un lento círculo sobre el pozo, y estalló. Durante unos pocos segundos el círculo de dos millas de rocas estuvo brillantemente iluminado. Miré, pero tuve que proteger mis ojos contra el cegador resplandor actínico, y no pude ver nada. ¿Estaba Miko haciendo una fotografía con rayos zeta de nuestros interiores? No teníamos forma de saberlo.

    Ahora estaba probando sus proyectores de corto alcance. Con mis ojos, de nuevo acostumbrados a la luz normal de la Tierra, podía ver los dardos de los haces electrónicos, los rayos paralizadores marcianos y los haces térmicos. Se desprendían como espadas flamígeras desde las rocas cerca de la nave.

    Luego toda la nave y la pared del cráter de detrás pareció deslizarse a un lado cuando la luz curva de Benson derramó su resplandor en torno de la nave, con un haz del proyector que subía dando en la ventana a través de la cual yo estaba espiando.

    —¡Haljan, venga a ver a estas condenadas muchachas! Comandante... ¿Las detengo? ¡Se matarán ellas mismas, o nos matarán... o aplastarán alguna cosa!

    Seguimos al hombre al amplio pasillo central del edificio. ¡Anita y Venza estaban montadas en una diminuta plataforma. ¡Anita en su negro atuendo de muchacho! Venza, con un ondeante vestido venusiano blanco. Estaban sobre un pequeño cuadrilátero metálico de seis pies, una manipulando su pantalla lateral, la otra los mandos. Cuando llegábamos, la plataforma venía deslizándose por los estrechos confines del pasillo, bandeando, no chocando a duras penas contra el saliente de una puerta. Ya hacia arriba, ya hacia abajo del techo abovedado, luego abajo, hacia el suelo.

    Se deslizó por encima de nuestras cabezas, elevándose cuando nos tiramos al suelo. Anita saludó con una mano.

    —¡Por los infiernos! —tartamudeó Grantline.
    —¡Anita, para! —grité yo.

    Pero ellas se limitaron a saludarnos con la mano, deslizándose a lo largo del pasillo, pareciendo evitar el estrellarse una docena de veces por un mínimo margen de casualidad, parando milagrosamente al otro extremo, cerniéndose inmóviles en el aire, dando la vuelta y regresando ondulantes de arriba a abajo.

    —¡Por los dioses de las líneas espaciales! —exclamó Grantline aferrándose a mí.

    A pesar de la sorpresa, de mi horror, no pude por menos de compartir la admiración de Grantline. Otros tres o cuatro hombres estaban mirando. Las chicas eran sorprendentemente hábiles, no había duda de eso. No había ni un solo hombre entre nosotros que pudiera haber manejado aquella plataforma de gravedad en el interior, ni uno que hubiera tenido la loca temeridad de intentarlo.

    La plataforma aterrizó con la gracia de un colibrí a nuestros pies, las chicas la equilibraron con destreza, de forma que se detuvo suavemente, sin el menor ruido o sacudida. Me enfrente con ellas:

    —¿Anita, qué estabas haciendo?

    Se levantó, se puso colorada y sonrió:

    —Practicando.
    —¿Para qué?

    Los retozones ojos de Venza me hicieron un guiño, y sus manos fueron a sus delgadas caderas con un gesto de desafío, y me preguntó:

    —¿Hablas por ti mismo o por el comandante?

    No le presté atención.

    —¿Por qué...?
    —Porque somos buenas en eso —replicó—. Mejores que cualquiera de vosotros, hombres. Si nos necesitarais, estaríamos dispuestas...
    —¡No os necesitaremos! —dije secamente.
    —Pero sí debierais...
    —Si Snap y yo no hubiéramos ido por ti no estarías aquí, Gregg Haljan —intervino Venza—. ¡No me di cuenta de que estuvieras tan horrorizado de verme sostener aquella pantalla por encima de ti!

    Me hizo callar.

    —Comandante, déjenos solas —añadió—. No aplastaremos nada.

    Grantline se echó a reír.

    —¡Confío que no lo hagáis!

    Una llamada de aviso nos llevó a la ventana de delante. El reflector de la nave de nuevo era utilizado. Se deslizó lentamente a lo largo del farallón. Su círculo bajó los peldaños de la pared hasta el fondo del cráter y volviendo lentamente de nuevo. Luego subió hasta la plataforma del observatorio en la cima de arriba, para luego dirigirse al cobertizo del mineral.

    No teníamos hombres fuera, si eso era lo que los bandidos deseaban saber. En este momento se apagó el reflector y fue remplazado inmediatamente por un rayo zeta, que se dirigió directamente al cobertizo de nuestro tesoro y permaneció allí.

    Aquello impulsó a Grantline a su primera acción. Lanzamos nuestro propio rayo zeta a través del fondo. Alcanzó la nave de los bandidos y el confuso interior de las cabinas.

    —Prueba con el reflector, Frank.

    El rayo zeta se apagó. Observamos por medio de nuestro proyector, que se afirmó sobre el domo del distante navío enemigo. Podíamos ver movimiento allí.

    —El telescopio —ordenó Grantline.

    Las dínamos resonaron. El telémetro del telescopio se iluminó y se aclaró. Sobre la cubierta de la nave vimos a los bandidos trabajando en montar unas diminutas vagonetas de mineral. Una portañola de bajada desde la cubierta estaba abierta. Las vagonetas de mineral las sacaban a través de la portañola y las bajaban por un pasarela. Y fuera, sobre las rocas, vimos varias de éstas, diminutas secciones de rieles, y las secciones de una tolva.

    ¡Miko estaba desembarcando sus aparatos de minería! ¡Se estaba preparando para subir por el tesoro!

    El descubrimiento, sorprendente como era, sin embargo fue con mucho eclipsado por la imperativa alarma de peligro de nuestros edificios principales. ¡Los bandidos estaban fuera, sobre nuestro farallón! El reflector de Miko, al barrer la repisa un momento antes, había evitado cuidadosamente el descubrirles.

    Sin duda había sido hecho precisamente con aquel propósito; para hacernos sentirnos seguros de que la meseta no estaba ocupada y de esta forma guardarse contra la búsqueda de nuestra propia luz.

    ¡Pero había un grupo de bandidos fuera, cerca de nuestras paredes! Por la más pura de las casualidades, el resplandor que irradiaba de nuestro reflector había mostrado las figuras que se escurrían precipitadamente en busca de refugio.

    Grantline se puso de pie de un salto.

    Nos precipitamos hacia la puerta posterior de salida que estaba más próxima a nosotros. Unas gigantescas figuras hinchadas habían sido vistas corriendo a lo largo del exterior del pasillo de conexión, en esta dirección. Pero antes que hubiéramos llegado allá, llegó una nueva alarma. ¡Un bandido estaba agazapado junto a una esquina de delante del edificio principal!

    ¡Su soplete de hidrógeno ya había abierto una hendidura en la pared!


    Capítulo XXXV


    ¡Vosotros, adentro! —ordenó Grantline—. ¡Poneros los cascos! ¿Cuántos? Seis. Bastan... Vuelva allá, Williams... usted fue el último. En la cámara no caben más.

    Yo fui uno de los seis que nos apretujamos en la cámara de salida accionada a mano. La atravesamos; en un momento estuvimos fuera. Habían pasado menos de tres minutos desde que se hubiera visto fuera al furtivo bandido.

    Cuando salíamos, Grantline me tocó:

    —¿No espera por órdenes? Atrápelo.
    —A ese individuo del soplete.
    —Si voy con usted.

    Salimos en tropel. Ya nos habíamos liberado de los contrapesos de nuestros cinturones y zapatos. Me lancé con ímpetu, sin tener en cuenta a mis compañeros.

    Los marcianos habían desaparecido. A través de mi ovalada visera solamente podía ver la superficie rocosa de la meseta iluminada por la Tierra. A mi lado se extendía la oscura pared de nuestro edificio.

    Salté hacia la fachada frontal. El bandido con el soplete había estado junto a la esquina. Desde aquí no podía verle, ya que estaba agachado justo a la vuelta.

    Tenía un pequeño proyector de balas, la mejor arma de corto alcance fuera. Me daba cuenta de que Grantline iba cerca de mí.

    Sólo me llevó unos pocos de mis saltos de gigante. Llegué a la esquina, recobré el equilibrio y di vuelta rápidamente.

    El marciano estaba allí, un gigantesco bulto deforme, según estaba inclinado. Su soplete era un pequeño dardo azul en la profunda sombra que le rodeaba. Concentrado en su trabajo, no me vio. Tal vez pensaba que sus camaradas habían roto ya nuestras salidas para entonces.

    Caí como un leopardo sobre su espalda y disparé apoyando el cañón, derribándole. Su soplete cayó siseando con una silenciosa lluvia de fuego azulado sobre las rocas.

    Como mi presa sobre él establecía el contacto del audífono, sus gritos de agonía resonaron en los diafragmas de mis oídos con una horrible intensidad ensordecedora.

    Quedó debajo de mí retorciéndose; luego inmóvil. Sus alaridos se apagaron hasta quedar en silencio. Su traje se deshinchó dentro de mi presa. Estaba muerto; mi proyectil de plomo blindado de acero se había perforado la doble superficie de su tela Erentz, penetrándole en el pecho.

    Grantline había saltado, yendo a caer junto a mí.

    —¿Muerto?
    —Sí.

    Me levanté de junto al cuerpo inerte. El soplete se había apagado solo. Grantline se volvió hacia la esquina de nuestro edificio y yo me incliné con él para examinarla. El soplete había fundido y chamuscado la pared, quemándola casi de parte a parte. Se había abierto una grieta. Podíamos verla. Era una cuchillada curva en la pared de metal como una fisura en un cristal de una ventana.

    Sentí frío. Éste era un daño serio. El enrarecido aire Erentz podía escurrirse fuera. Ahora estaba perdiendo, podíamos ver la radiación magnética de ella todo arriba a lo largo de la fisura de diez pies. El agujero cambiaría la presión del sistema Erentz, constantemente más bajo, lo que exigiría una renovación constante. Los motores Erentz se sobrecalentarían, algunos podrían estropearse por el esfuerzo.

    Grantline se levantó, cogiéndome.

    —Fatal.
    —Sí. ¿No podemos repararlo, Johnny?
    —No. Habría que sacar toda la sección de enlucido, parar la instalación de Erentz y vaciar el aire interior de este tabique hermético. Un día de trabajo, tal vez más.

    Y sabía que la fisura empeoraría. Gradualmente se alargaría y ensancharía. La circulación Erentz fallaría.

    Toda nuestra energía se agotaría, luchando para conservarla.

    Este bandido que se había suicidado con su acto osado, había hecho más que él seguramente creyó. Podía considerar nuestras armas inútiles por la carencia de potencia, y como el aire en nuestros edificios se volvía fétido y helado, forzándonos a ponernos los cascos. Luego una salida precipitada para abandonar el campamento y escapar. Los edificios explotando, dispersándose en un confuso montón sobre la meseta, como el juguete roto del niño, y el tesoro abandonado, con los bandidos que llegaban y lo cargaban en la nave. Nuestra derrota. Dentro de unas pocas horas... o minutos. Esta resquebrajadura podía aumentar lentamente, o podía romper repentinamente en cualquier momento.

    Nos venía el desastre tan bruscamente, justo al comienzo del ataque de los bandidos...

    La voz de Grantline en mi audífono interrumpió mis desesperados pensamientos.

    —Mal. Vamos, Gregg, no hay nada que hacer aquí.

    Nos dimos cuenta que nuestros otros cuatro hombres habían corrido a lo largo del otro lado del edificio. Aparecieron ahora... con los bandidos corriendo delante de ellos, que se precipitaron hacia las escaleras sobre la meseta. Tres gigantes marcianos en huida con nuestros cuatro hombres en su persecución.

    Un bandido cayó junto a las rocas al borde del precipicio. Los otros alcanzaron la escalera de bajada, bajando por ella con saltos atolondrados.

    Nuestros hombres se volvieron. Antes de que pudiéramos unirnos a ellos, la nave enemiga, abajo en el fondo, lanzó un cauteloso destello que localizó a sus hombres que regresaban. Luego el haz se deslizó hacia arriba, hacia la meseta, posándose en nosotros.

    Permanecimos confusos, parpadeando al brillante resplandor. Grantline tropezó conmigo.

    —¡Corre, Gregg! Nos dispararán.

    Nos alejamos corriendo. Nuestros compañeros se nos unieron, volviendo precipitadamente a la entrada. Vi que estaba abierta, mientras que salían refuerzos para ayudarnos, media docena de figuras llevando un escudo aislante de diez pies. A duras penas podían hacerlo pasar por la puerta.

    El reflector de los marcianos se apagó. Luego, casi instantáneamente, el rayo electrónico nos alcanzó con su mortal dardo. Al principio nos falló, mientras corríamos en busca del escudo, que volvimos a llevar a la entrada, ocultándonos detrás de él.

    El rayo asaetó una y otra vez más.

    Si los instrumentos de Miko le indicaban cuan dañada estaba nuestra pared frontal, no lo supimos nunca. Pero creo que se dio cuenta. Su reflector se pegó a ésta y los rayos zeta espiaron nuestros interiores.

    La nave de los bandidos ahora estaba activa. Estábamos desesperados; y utilizamos libremente nuestro telescopio para observar. Las vagonetas y los aparatos de minería fueron descargados sobre las rocas. Las secciones de carril fueron llevadas a una milla de distancia, cerca del centro del hoyo. Un campo subsidiario se estaba estableciendo allí, a sólo una milla de la base de nuestro farallón, pero aún con mucho fuera del alcance de nuestras armas. Podíamos ver las luces de los bandidos allá abajo.

    Luego las secciones de la tolva de mineral las aproximaron. Podíamos ver a los hombres de Miko transportando algunos de los proyectores gigantes y como los montaban en una nueva posición. Los tanques de energía y cables. Ligeras catapultas de bengalas; pequeños cañones mecánicos para arrojar bombas luminosas.

    El reflector del enemigo constantemente barría nuestra vecindad. Ocasionalmente, el proyector gigante electrónico lanzaba uno de sus dardos como si fuera un aviso para que no osáramos abandonar nuestros edificios.

    Pasó media hora. Nuestra situación era incluso peor de lo que podía saber Miko. Los motores Erentz se estaban recalentando..., disminuía nuestra energía, la ranura aumentaba. Cuándo rompería, no podíamos decirlo, pero el peligro era como una espada sobre nosotros.

    Este segundo intervalo fue para nosotros de treinta minutos de ansiedad. Grantline convocó una reunión de toda nuestra pequeña fuerza, con derecho a decir su opinión todo el mundo. La inactividad ya no podía ser una política factible.

    Utilizábamos atolondradamente nuestra energía para escudriñar el espacio. Nuestra nave de rescate pudiera estar allá arriba, pero no podíamos verla con nuestros instrumentos inutilizados. No venían mensajes. No podíamos captarlos, al menos no los recibíamos.

    —No harán señales —protestaba Grantline—. Sabrán que los marcianos la recibirían más probablemente que nosotros. ¿De qué serviría prevenir a Miko?

    ¡Pero no se atrevía a esperar por la nave de rescate que pudiera o no pudiera venir! Miko estaba ahora jugando a esperar..., preparándose para un rápido embarque del mineral cuando nos hubiera forzado a abandonar los edificios.

    ¡La nave de los bandidos repentinamente cambió de posición! Se elevó en un bajo arco tenso, vino hacia delante y se instaló en el centro del hoyo donde las vagonetas y las secciones de carril estaban amontonadas, y recientemente montados sobre las rocas los proyectores del exterior.

    Los bandidos comenzaban ahora a poner los rieles desde la nave hacia la base de nuestro farallón. La tolva llevaría el mineral desde la meseta y las vagonetas lo transportarían a la nave. La colocación de carriles era hecha bajo la protección de ocasionales dardos del proyector electrónico.

    Y entonces descubrimos que Miko había hecho aún otro movimiento. Los rayos de los bandidos disparados desde lo profundo del pozo, podían dar en nuestro edificio delantero, pero no podían alcanzar toda nuestra protección. Y desde la más reciente y más próxima posición de la nave esta ventaja para nosotros se intensificó. Luego bruscamente comprendimos que bajo la

    protección de bombas de oscuridad, habían sido llevados para la cima del borde del cráter un proyector electrónico y un reflector, diagonalmente a nosotros, y a solamente media milla. Sus haces, disparados hacia abajo, barrían toda nuestra vecindad desde este nuevo ángulo.

    Yo estaba sobre la pequeña plataforma volante que partió como una prueba para atacar aquellos proyectores aislados. Snap, yo y otro voluntario, fuimos. Él y yo sosteníamos la pantalla; Snap manejaba los controles. Nuestra salida fue por el lado oculto del edificio al reflector hostil. Salimos sin ser observados y partimos hacia arriba; pero pronto una luz procedente de la nave nos enfocó. Y comenzaron a subir los dardos del proyector.

    Nuestra salida solamente duró unos pocos minutos. Para mí fue una confusión de haces que se cruzaban, con las estrellas por encima, y la oscilante plataforma debajo de mí; y el escudo hormigueando en mis manos cuando nos alcanzaban los rayos. Momentos de terror confuso...

    La voz del hombre, a mi lado, sonó en mis oídos:

    —Ahora, Haljan, ¡enviémosles una!

    Estábamos arriba, por encima de la cresta del borde, con los proyectores hostiles debajo de nosotros. Calculé nuestro movimiento y dejé caer una bomba de pólvora explosiva.

    Fallé. Explotó con una ráfaga a veinte pies de donde estaban montados los dos proyectores. Vi que dos figuras con cascos estaban allá abajo. Trataban de hacer girar sus rejillas hacia arriba, pero no podían ponerlas verticales para alcanzarnos. La nave nos seguía disparando, pero estaba lejos. Y los reflectores de Grantline estaban funcionando a toda potencia, fijos en la nave para cegarlos.

    Snap giró en torno a ellos. Cuando volvíamos lancé otra bomba. Su silencioso estallido pareció sembrar los fragmentos lanzados de los dos proyectores y los cuerpos de los hombres.

    Rápidamente regresamos volando a nuestra base.

    Aquello decidió a Grantline. Durante la pasada hora Snap y yo habíamos estado indicando nuestro plan de utilizar las plataformas de gravedad.

    El permanecer inactivo ahora era una derrota segura. Incluso si nuestros edificios no explotaban..., si pensábamos permanecer arrinconados en ellos, con los cascos puestos en el aire que faltaba..., entonces Miko podía fácilmente prescindir de nosotros y seguir adelante con la carga del tesoro ante nuestras impotentes miradas. Ahora podía hacer aquello con tranquilidad (sí rehusábamos aceptar el desafío), ya que no podíamos disparar a través de las ventanas y debíamos salir para hacer frente a su amenaza.

    Permanecer a la defensiva terminaría inevitablemente en nuestra derrota. Ahora todos lo sabíamos. El juego de espera era de Miko... no nuestro.

    El éxito de nuestro ataque sobre los distantes proyectores aislados nos animó. ¡Aunque fue por una ofensiva desesperada por lo que nos decidimos!

    Preparamos nuestra pequeña expedición junto a la mayor de las puertas de salida. Los rayos zeta de Miko estaban observando todos los movimientos del interior. Hicimos una breve demostración de actividad en nuestro taller con las vagonetas abandonadas que estaban almacenadas allí. Las sacamos y comenzamos a repararlas.

    Aquello pareció engañar a Miko. Su rayo zeta se fijó en el taller, observándonos. Y en la distanciada salida reunimos nuestras plataformas, escudos, cascos, bombas y unos pocos proyectores de mano.

    Había seis plataformas: a tres de nosotros sobre cada una de ellas, sobraban cuatro personas para permanecer dentro.

    No necesito describir la emoción con que Snap y yo escuchamos como Venza y Anita nos rogaban que les permitiéramos acompañarnos. Se dirigieron a Grantline, y nosotros no tomamos parte. Era una decisión muy importante. El tesoro..., la vida o muerte de todos estos hombres... dependía ahora de la suerte de nuestra aventura. Snap y yo no podíamos mezclar nuestros sentimientos personales.

    Y las chicas ganaron. Ambas eran innegablemente más hábiles en el manejo de las pequeñas plataformas que cualquiera de nosotros. Dos de las seis plataformas podían ser guiadas por ellas. ¡Eso era un tercio de nuestra pequeña flota! ¿Y de qué valía el salir, para ser derrotados dejando a las chicas aquí para encontrar la muerte casi inmediatamente después?

    Nos reunimos junto a la puerta. El cambio del último momento hizo ordenar a Grantline que seis de sus hombres permanecieran para defender el edificio. Los instrumentos, el sistema Erentz y todos los dispositivos tenían que ser atendidos.

    Quedaban cuatro plataformas, cada una con tres hombres, y Grantline a los controles de una de ellas. Y sobre dos de las otras, Venza iba con Snap y Anita conmigo.

    Nos agazapamos en las sombras fuera de la salida. ¡Un ejército tan pequeño que partía para bombardear aquel navío enemigo o morir en el intento! Nosotros solamente éramos dieciséis, y treinta o así y bien armados los bandidos.

    Consideré entonces este diminuto cráter lunar, la escena donde estábamos dando esta batalla. ¡Seres humanos luchando, tratando desesperadamente de matar!

    Anita me llevó sobre la plataforma.

    —Listo, Gregg.

    Las otras se estaban elevando. Nos elevamos, moviéndonos lentamente y alejándonos de la sombra protectora del edificio.


    Capítulo XXXVI


    Grantline nos conducía. Manteníamos guardado aproximadamente el mismo nivel. Quinientos pies por debajo estaba la nave de los bandidos sostenida sobre las rocas. Estaba inmóvil a una milla de distancia de nosotros y pudimos distinguir todo su contorno bastante claramente en la penumbra. Las diminutas ventanas del casco estaban a oscuras; pero la borrosa silueta de éste era visible, y encima de él la redondeada cima del domo, con una tenue iluminación.

    Seguíamos a la plataforma de Grantline. Se estaba elevando, arrastrando a las otras tras de él como una cola. Toqué a Anita, que estaba a mi lado con su cabeza medio metida en la pequeña protección de los controles.

    —Vamos demasiado alto.

    Asintió, pero siguió sin embargo la línea. Era una orden de Grantline.

    Permanecí agazapado, sosteniendo las puntas interiores del lado flexible de los escudos. El fondo de la plataforma estaba cubierto con tela aislante. Había dos escudos laterales. Se extendían hacia arriba unos dos pies y eran flexibles de forma que pudiera sostenerlos para ver o estirarlos hacia arriba y por encima para cubrirnos.

    Proporcionaba una cierta protección contra los rayos hostiles, aunque cuánta no estábamos seguros. Con el nivel de la plataforma, un dardo desde abajo no podía hacernos daño a menos que durase un considerable tiempo. Pero la plataforma, excepto en vuelo directo, estaba raramente a nivel, pues era un frágil vehículo pequeño e inestable. El manejarla era algo más que una cuestión de los controles. Nos balanceábamos y ayudábamos a conducirla con los movimientos de nuestros cuerpos..., deslizando nuestro peso de lado o hacia atrás, o adelante, para hacerla inclinarse según los controles alteraban la atracción de la gravedad sobre las diminutas secciones de sus placas.

    Como un pájaro, girando, planeando, bajando en picado. Para mí, era algo temerario.

    Pero ahora estábamos en vuelo directo, diagonalmente hacia arriba. La silueta de la nave de los bandidos quedó directamente debajo de nosotros. Me agazapé tenso, sin respirar, a cada momento parecía que los bandidos iban a descubrirnos y a lanzarnos sus dardos.

    Podían habernos visto durante algunos instantes antes de que dispararan. Eché un vistazo por encima de la protección lateral a nuestro objetivo abajo, luego arriba, adelante, para recibir la señal de fuego de Grantline. Parecía que se demoraba mucho. Un destello extra allá abajo debió haber prevenido a Grantline de que venía un disparo desde allá. La diminuta luz roja relució brillante sobre su plataforma.

    Encendí nuestra radiación de luz curva de Benson. Habíamos estado a oscuras, pero un débil resplandor nos envolvía. Su brillo llegó hasta la nave para descubrirnos, pero su sendero curvo nos indicaba falsamente situados. Vi la pequeña línea de plataformas delante de nosotros. Parecía que de pronto se habían deslizado a un lado.

    Cada uno iba ahora por sí solo; ninguno de nosotros podía decir dónde estaban realmente las otras plataformas o adonde se dirigían. Anita nos hizo bajar bruscamente en picado para evitar una posible colisión.

    —¿Gregg?
    —Sí. Estoy apuntando.

    Me estaba preparando para dejar caer la pequeña bomba de globo explosivo. El rayo de luz de nuestro reflector de campo, contestando a la señal de Grantline, se encendió hacia abajo y bañó la nave enemiga en un blanco resplandor, revelándola a nuestra puntería. Simultáneamente los dardos de los bandidos subieron hacia nosotros.

    Sostuve mi bomba fuera sobre la protección, calculando el ángulo para arrojarla. Los rayos de los bandidos brillaban en torno mío. Pasaban horriblemente próximos; Miko había comprendido nuestro evidente deslizamiento y apuntaba, no donde parecíamos estar, sino aproximadamente donde habíamos estado antes.

    Dejé caer mi bomba apresuradamente sobre la reluciente nave blanca. El contacto de un rayo hostil la habría hecho explotar en mi mano. Sus explosiones se mezclaron confusamente con el resplandor blanco... y con una nube negra cuando los bandidos de fuera, sobre las rocas, utilizaban sus bombas de oscuridad.

    Hicimos una pasada entre una confusión de haces hostiles. ¡Silenciosa batalla de luces! Bombas de oscuridad abajo en la nave luchando por ocultarse a nuestros reflectores de campaña. Los rayos de las radiaciones Benson de nuestras plataformas, que pasaban curvados hacia abajo para añadirse a la confusión. Los rayos electrónicos enviando arriba sus dardos...

    Nuestras plataformas dejaron caer unas diez bombas de dinamitrina en aquella primera pasada sobre la nave. Según pasábamos rápidamente, disminuí la radiación Benson para mirar. No habíamos alcanzado la nave. O si la habíamos alcanzado, el daño no era definitivo. Pero sobre las rocas pude ver una pila de vagonetas de mineral repartidas... deshechas, en las cuales los restos de dos o tres proyectores parecían esparcidos. Y las horribles formas desinfladas de varias figuras con casco. Otras parecían correr, separándose..., ocultándose en las rocas y agujeros. Veinte bandidos por lo menos estaban fuera de la nave. Algunos corrían hacia la base de la meseta de nuestro campamento. Las bombas de oscuridad se estaban extendiendo como una cortina de humo por el fondo del pozo; pero parecía que algunas de las figuras iban arrastrando sus proyectores, alejándolos.

    Nos deslizamos hacia el borde opuesto del cráter. Recuerdo el pasar sobre los restos deshechos de la nave espacial de Grantline, el Comet. Los dardos de Miko momentáneamente se habían desvanecido. Habíamos alcanzado algunos de sus proyectores de fuerza; los otros fueron abandonados o transportados a emplazamientos más seguros.

    Después de una milla dimos la vuelta y regresamos. Repentinamente me di cuenta de que sólo cuatro plataformas estaban en la línea que había vuelto a formarse delante de nosotros. ¡Faltaba una! Ahora la veía, oscilando abajo, próxima por encima de la nave. Saltó un dardo diagonalmente desde un ángulo distante sobre las rocas y fue a dar en la plataforma inutilizada. Cayó, girando, ardiendo al rojo, y desapareció en el borrón de la oscuridad como un trocito de metal caliente que se sumerge en agua.

    ¡Una de nuestras seis plataformas se había perdido ya! ¡Tres hombres de nuestra pequeña fuerza se habían ido!

    Pero Grantline nos conducía desesperadamente atrás. Anita percibió su señal de romper la formación. Las cinco plataformas se separaron, inclinándose y girando como pájaros asustados..., formas borrosas, deslizándose anormalmente en fuga cuando las luces de Benson fueron alteradas.

    Anita ahora llevaba nuestra plataforma en un amplio picado hacia abajo. El tenso murmullo de su voz sonó en mis oídos:

    —Mantente a cubierto; vamos a bajar.

    Una refriega. Formas de plataformas que pasaban. Centelleantes dardos, que se cruzaban como antiguos estoques. Puntos azules de las luces de los fulminantes que caían, según arrojábamos nuestras bombas.

    Abajo en picado. Luego elevarse. Alejarse para más tarde volver. ¡Una batalla de luces silenciosas! Parecía que en torno nuestro debía de estar explotando un pandemónium de ruidos. Sin embargo no había ninguno. Silenciosa refriega a oscuras, infinitamente espantosa. Un dardo nos alcanzó y permaneció adherido un instante; pero lo resistimos. La luz era cegadora. A través de mis guantes podía sentir el hormigueo de la sobrecargada mampara cuando lo alcanzó y absorbió e! bombardeo hostil. Debajo de mí, la plataforma parecía que se calentaba. Mis pequeños motores Erentz funcionaban con un latido desigual. Recibía demasiado oxígeno. Lentamente me estaba ahogando.

    Después se apartó el haz. Me encontré que estábamos planeando hacia arriba, horriblemente inclinados. Me deslicé por encima.

    —¡Anita! Anita, querida, ¿estás bien?
    —Sí, Gregg. Estoy bien.

    La refriega proseguía. La nave de los bandidos y toda su vecindad estaban envueltas en una niebla oscura ahora..., una turgente cortina negra, aún más densa que los pesados humos que se desprendían de nuestras bombas explosivas, que caían sobre la nave y las próximas rocas. El reflector de nuestro campamento se esforzaba inútilmente para penetrar la nube.

    Nuestras plataformas estaban separadas. Una pasó alta, por encima de nosotros. Vi otra que cruzó velozmente muy próxima por debajo de mi escudo.

    —¡Dios, Anita!
    —¡Demasiado cerca! No la vi.

    Casi un choque.

    —Gregg, ¿todavía no hemos roto el domo de la nave?

    Parecía que no. Había dejado caer casi todas mis bombas. Esto no podía durar mucho más. ¿Solamente había sido aproximadamente cinco minutos? ¿Nada más? La razón me lo decía; sin embargo, parecía una eternidad de horror.

    Otra bajada en picado. Mi última bomba. Anita nos había llevado a una posición para arrojarla. De las tinieblas partió un dardo y nos dio. Nos precipitamos a subir las pantallas sobre nosotros.

    Otra vez una confusa oscuridad. Demasiado de lado ahora. Tenía que esperar a que Anita nos llevara atrás de nuevo. Luego parecía que estábamos demasiado altos.

    Esperé con mi última bomba. Las otras plataformas estaban dejándolas caer de vez en cuando. Yo había sido demasiado acelerado, demasiado pródigo.

    ¿Habíamos roto el domo de la nave con un golpe directo? Parecía que no.

    Los bandidos estaban lanzando por medio de catapultas bengalas luminosas. Venían desde posiciones sobre las rocas fuera de la nave. Subían en curvas perezosas y estallaban por encima de nosotros. Las tinieblas que nos ocultaban, rotas sólo por los resplandores de las explosiones, envolvían al enemigo. El reflector de nuestro campamento seguía luchando por ellas. Pero por encima de nuestras cabezas, donde las pequeñas plataformas seguían girando y planeando, los fogonazos producían un resplandor casi continuo. Era deslumbrante, cegador. Incluso a través de la lámina de vidrio ahumada que ajustara encima de mi celda no podía soportarlo.

    Pero éstos eran pensamientos relativamente confusos. En un lugar donde la luz de la Tierra iluminaba a través de la oscuridad de las rocas, vi otra de las plataformas caídas. ¿Snap y Venza?

    No eran ellos, sino tres figuras de nuestros hombres. Uno estaba muerto. Los otros dos habían sobrevivido a la caída. Se levantaban tambaleándose. Y en aquel instante, antes de que la turgente cortina negra se cerrara sobre ellos, vi a dos bandidos venir al ataque. Sus proyectores de mano dispararon a corta distancia. Nuestros hombres se plegaron y cayeron...

    De nuevo estábamos en posición. Lancé mi último proyectil, observando su luz mientras caía. Sobre el tejado del domo, dos de los hombres de Miko estaban agazapados. Mi bomba iba verdaderamente bien dirigida... Tal vez fue una de las pocas en todo nuestro bombardeo que aterrizaba directamente sobre el tejado del domo. Pero los tiradores seleccionados que esperaban le dispararon con proyectores térmicos de corto alcance y explotó inofensivamente, mientras estaba todavía encima de ellos.

    Giramos, alejándonos. Vi, alto por encima de nosotros, la plataforma de Grantline, reconociendo su luz roja de señal. Parecía un momento de calma. El fuego del enemigo había ido disminuyendo hasta ser sólo un dardo ocasional. En el torbellino de mis impresiones confusas me preguntaba si Miko no estaría en apuros. ¡En absoluto! No habíamos alcanzado su nave. ¡Tal vez en realidad le habíamos hecho poco daño! Éramos nosotros los que estábamos en apuros. Dos de nuestras plataformas habían caído..., dos de las seis. O más, que yo no supiera.

    Vi cómo una se elevaba a nuestro lado. Grantline estaba sobre nosotros. Bueno, por lo menos éramos tres. Y entonces vi la cuarta.

    —Grantline nos llama, Gregg.

    La luz de señales de Grantline nos estaba llamando del ataque. Estaba a un millar de pies o más por encima de nosotros.

    De pronto me estremecí de horror. ¡El reflector de nuestro campamento repentinamente se había apagado! Anita dio la vuelta de forma que nos dirigiéramos a la distante meseta. ¡Se encendieron las luces del campamento y, por encima de uno de los edificios, brilló una luz de socorro!

    ¿Había roto la fisura de nuestra pared delantera, amenazando la explosión de todos los edificios? Me acometió esta loca idea. Pero no era eso. Pude ver destellos de luz por el farallón fuera del edificio principal. ¡Miko había osado enviar algunos hombres para atacar casi el desierto campamento!

    Grantline se dio cuenta. La luz roja de su casco nos hizo señas dándonos la orden de que le siguiéramos. Su plataforma se alejó planeando, dirigiéndose al campamento, con las otras dos detrás de él.

    Anita nos hizo subir para seguirle, pero yo la detuve.

    —¡No! A la derecha, al otro lado de la caldera.
    —¡Pero Gregg!
    —Haz lo que digo, Anita.

    Nos hizo girar diagonalmente, alejándose tanto del campamento como de la nave de los bandidos. Recé por que no pudiéramos ser percibidos por los bandidos.

    —Anita, escucha. ¡Tengo una idea!

    El ataque a la nave de los bandidos se había terminado. Permanecía envuelta en la nube de los gases de la pólvora y de sus propias bombas de oscuridad. Pero estaba ilesa.

    Miko nos había contestado con sus propias tácticas. Había dejado la nave prácticamente sin hombres, sin duda, y los había enviado a nuestros edificios. La lucha se había desplazado. Pero ahora estaba sin munición, excepto dos o tres proyectores de balas.

    ¿De qué utilidad iba a ser el que nuestra plataforma volviera precipitadamente? Miko esperaba eso. Su ataque al campamento era indudablemente hecho con este propósito: atraernos allá.

    —Anita, si pudiéramos aterrizar entre las rocas, en alguna parte, cerca de la nave, y deslizamos sin ser observados en esa oscuridad...

    Podría ser posible alcanzar la pequeña cámara de control manual del casco, abrirla violentamente y dejar que el aire saliera. Si pudiera entrar en su cámara de presión y desprecintar el lado interno...

    —Destrozaría la nave, Anita: agotaría todo su aire. ¿Lo intentamos?
    —Lo que tú digas, Gregg.

    Parecía que no éramos observados. Rozamos deslizándonos el fondo de la caldera, a una milla de distancia de la nave. Nos dirigimos lentamente hacia ella, volando bajo por encima de las rocas.

    Luego aterrizamos y abandonamos la plataforma.

    —Permíteme que vaya delante, Anita.

    Llevaba en la mano mi proyector de balas. Adelantamos con lentos y precavidos saltos. Anita iba detrás de mí. Había deseado dejarla sobre la plataforma, pero ella no quiso quedar. Y el estar conmigo parecía al menos igualmente de seguro.

    Las rocas estaban desiertas. Pensé que había pocas posibilidades de que cualquiera de los enemigos estuviera acechando aquí, íbamos gateando por la rugosa y perforada superficie; las rocas más altas, iluminadas por la luz de la Tierra, se erguían como centinelas en la penumbra.

    La nave de los bandidos, con sus alrededores a oscuras, estaba lejos de nosotros. Nadie estaba aquí fuera.

    Pasamos los restos de los proyectores destrozados y de figuras humanas horriblemente deshechas.

    Nos aproximamos más. El casco de la nave lo vislumbrábamos delante de nosotros. Todo estaba a oscuras.

    Al fin llegamos cerca contra el pulido costado de metal del casco, y nos deslizamos a lo largo de él hasta donde estaba seguro se encontrarían los cierres de control manual.

    ¡Repentinamente me di cuenta que Anita no estaba detrás de mí! Luego la vi, a corta distancia, luchando entre las garras de una gigantesca figura con casco. El bandido la levantó, dio media vuelta y echó a correr. ..

    No me atreví a disparar. Salté detrás de ellos a lo largo del costado del casco, bajo la curva de su afilada proa, y por el otro lado.

    Había confundido la situación de la entrada del casco. La figura que corría saltando la alcanzó y deslizó su panel abriéndola. Yo estaba sólo a cincuenta pies de distancia..., no mucho más que un solo salto. Vi cómo Anita era empujada dentro de la cámara de presión. El marciano se lanzó detrás de ella.

    Le disparé a la desesperada, pero fallé. Llegué de repente, pero cuando alcanzaba la puerta, su panel se deslizaba cerrándose delante de mí.

    ¡Separándome de ella!


    Capítulo XXXVII


    Golpeé el panel con mis débiles puños. En él había un pequeño cristal transparente. Dentro de la cámara pude ver la figura confusa de Anita y de su apresador... y parecía que allí estaba otra figura. La cámara tenía unos diez pies cuadrados, con un techo bajo. Estaba iluminada con una tenue luz de tubo.

    Me apoyé contra ella con un inútil esfuerzo silencioso. El mecanismo para abrir su control manual estaba aquí, pero ahora estaba asegurado desde dentro, de forma que no funcionaba.

    ¡Repentinamente el panel exterior se abrió! Me había apoyado contra él con mi hombro; la figura gigantesca de dentro lo deslizó. ¡Fui cogido por sorpresa! Medio caí hacia delante.

    Unos brazos enormes me rodearon. El acristalado rostro de un casco miró al mío.

    —¡De forma que es usted, Haljan! Creía que reconocía aquel pequeño instrumento sobre el seguro de su casco. ¡Y aquí está mi pequeña Anita, que volvió a mí de nuevo!

    ¡Miko!

    Éste era él. Sus enormes brazos inflados me rodeaban, doblándome hacia atrás, sosteniéndome indefenso.

    Vi sobre su hombro que Anita estaba agachada bajo la garra de otra figura con casco. No un gigante, pero alta para un hombre de la Tierra..., casi tan alta como yo mismo. Entonces la luz del tubo iluminó la celda. Vi el rostro y lo reconocí.

    ¡Moa!

    —¡De forma... que le tengo..., Miko...! —balbucí.
    —¡Me tiene! ¡Usted es un tonto, Haljan, hasta el último momento! ¡Un tonto hasta el final! Pero siempre fue un tonto.

    Apenas podía moverme en sus garras. Mis brazos estaban sujetos. Según me doblaba lentamente hacia atrás, crucé mis piernas con las suyas; eran tan inamovibles como un pilar de acero. Había cerrado el panel exterior y la presión del aire en la cámara se elevaba. Podía sentirla contra mi traje.

    Mi cabeza cubierta por el casco se iba forzando hacia atrás; el brazo izquierdo de Miko la sostenía. En su enguantada mano izquierda, según la subía lentamente sobre mi cuello, vi la hoja de un cuchillo, con su metal desnudo y afilado brillando azul-blanco a la luz de encima de nuestras cabezas.

    Le cogí la muñeca. Pero mi escasa fuerza no podía detenerle. El cuchillo, contra todos mis esfuerzos, bajó lentamente.

    Un momento de este lento combate mortal... el fin de todo para mí.

    Me di cuenta que la figura de Moa cubierta por un casco, arrojaba a Anita y luego las dos chicas saltaron sobre Miko. Le hice perder el equilibrio, y el peso de mi cuerpo le hizo venirse hacia adelante. Dio un paso para recuperar el equilibrio; su mano con el cuchillo salió disparada con un instintivo gesto involuntario para recuperar el equilibrio, y cuando bajó de nuevo, forcé la hoja del cuchillo a rozar su cuello. Su punta se enganchó en la tela de su traje.

    Su sorprendido juramento resonó en mis oídos. Las chicas se estaban arañando; todos los cuatro estábamos luchando, sacudiéndonos.

    Con una fuerza desesperada le retorcí la muñeca. El cuchillo le entró en el cuello. Lo apreté hacia dentro.

    Su traje se deshinchó. Tropezó conmigo y cayó, derribándome en el suelo. Su voz, con un horrible estertor de la muerte, resonó en mis tímpanos.

    —No tan tonto... es usted, Haljan.

    El rostro cubierto por un casco de Moa está próximo por encima de nosotros. Vi que ella había cogido el cuchillo, que cayera de la garganta de su hermano. Saltó hacia atrás blandiéndolo.

    Me libré de debajo del cuerpo sin vida e inerte de Miko. Según me ponía en pie, Anita se lanzó para protegerme. Moa estaba al otro lado de la cámara, de espaldas apoyada contra la pared. El cuchillo en su mano ascendió. Permaneció durante un breve instante mirándonos a Anita y a mí, cómo nos abrazábamos. Creo que estuvo a punto de saltar sobre nosotros. Pero antes de que yo pudiera moverme, bajó el cuchillo hundiéndolo en su pecho. Cayó hacia adelante, su grotesco casco golpeando el suelo, casi a mis pies.

    —¡Gregg!
    —Está muerta.
    —¡No! ¡Se mueve! ¡Quítale el casco! Hay bastante aire aquí.
    —Oh, Gregg... ¿Está muerta?
    —No. No del todo... pero muriendo.
    —¡Gregg, no quiero que ella muera! En el último momento estuvo tratando de ayudarte.

    Abrió los ojos. La sombra de la muerte los nublaba, pero me vio, reconociéndome.

    —Gregg...
    —Sí, Moa. Estoy aquí —sus vivos labios se curvaron en una ligera sonrisa.
    —Vuelvo... a Marte... para descansar con los creadores del luego... de donde vine. Estaba pensando... tal vez me besarías, ¿Gregg?

    Anita suavemente me empujó hacia abajo. Oprimí sus pálidos labios ligeramente sonrientes contra los míos. Suspiró y terminó con un estertor en su cuello.

    —Gracias..., Gregg... más cerca... no puedo hablar tan alto.

    Con una de sus enguantadas manos luchó por alcanzar la mía, pero no tuvo fuerza y cayó hacia atrás. Sus palabras eran los más suaves murmullos:

    —No merecía la pena vivir... sin tu amor. Pero quiero que veas... ahora... que una joven marciana puede morir con una sonrisa...

    Sus párpados se agitaron cerrándose; parecía que suspiraba y luego dejó de respirar. Pero sobre su animado rostro una ligera sonrisa aún permanecía, para mostrarnos cómo podía morir una joven de Marte.

    Durante un momento habíamos olvidado donde estábamos. Cuando miré hacia arriba vi a través del panel interior, detrás de la cámara secundaria, que el corredor del casco era visible. ¡Y a lo largo del mismo un grupo de marcianos avanzaba! Nos vieron y venían corriendo.

    —¡Anita! ¡Mira! ¡Tenemos que salir de aquí!

    Deslicé el panel exterior y empujé a Anita. Simultáneamente los bandidos abrían el cierre interior.

    El aire salió con un tempestuoso ímpetu. Fue una ráfaga a través de la cámara interior (por la pequeña cámara de presión), que con un salvaje ímpetu salió a la Luna sin aire. Todo el aire de la nave empujando violentamente para escapar...

    Fuimos arrastrados por él como plumas. Recuerdo la impresión de las figuras de los bandidos chocando violentamente y pasar volando rocas debajo de mí. Una silenciosa y violenta caída.


    Capítulo XXXVIII


    Se acabó. Ahora podemos llevarlo al campamento de nuevo. Venza, querida, hemos ganado... se acabó.

    —¡No oye!
    —¡Gregg!
    —No oye. ¡Está bien!

    Abrí los ojos, estaba sobre las rocas. Sobre mi casco, otros cascos me observaban, y ligeras voces familiares se mezclaban con el zumbido de mis oídos.

    —...volvamos al campamento y le quitaremos el casco.
    —¿Van bien sus motores? Manténlos bien, Snap... debe recibir buen aire.
    —¡Gregg, amor mío! —ella estaba aquí.

    ¡Anita estaba a salvo! Los cuatro estábamos sobre las rocas iluminadas por la Tierra, fuera, próximos a la nave de los bandidos.

    —¡Anita!

    Ella me sostuvo, me levantó. No estaba herido. Podía sostenerme; me levanté tambaleándome y permanecí oscilando. La nave de los bandidos, a un ciento de pies de distancia, se vislumbraba oscura y silenciosa, un casco sin vida, ya vacío de aire, perdido en la loca ráfaga hacia fuera. Como el destrozado Planetara... un casco ya muerto, inútil, sin latido.

    Estuve escuchando el relato triunfal de Snap. No había sido difícil para las plataformas volantes el destruir a los bandidos que atacaban sobre las descubiertas rocas.

    Nos apelotonamos sobre la plataforma de Snap. Se elevó, balanceándose violentamente, apenas pudiendo transportarnos.

    Mientras nos dirigíamos hacia los edificios de Grantline, donde todavía no había roto del todo la fisura, llegó el triunfo final. Miko lo había sabido y comprendido que había perdido. La luz del reflector de Grantline brotó hacia arriba, barrió el cielo, y captó el objeto que buscaba... un cilindro de plata enorme, bañado brillantemente en el blanco resplandor del reflector.

    La nave policíaca de la Tierra.


    FIN



    Título original: Brigands of the Moon
    Traducción: F. González
    © 1391 by Ray Cummings
    © 1967 Editorial Ferma
    Río Bamba 333 - Buenos Aires
    Depósito Legal B.15.582-67

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