EL MARIDO DE LAURA (Corín Tellado)
Publicado en
junio 23, 2013
Lo primero que apetece preguntar a Corín Tellado es dónde demonios se encuentra un hombre parecido a los 5.000 que ella ha inventado, uno por novela y por semana, si no más, en los últimos 50años, todos altos, guapos y genéticamente dotados con las virtudes que se suponen propias de la virilidad mejor entendida. A saber: fuerza, determinación, inteligencia, ambición, anchas espaldas, prometedora cuenta corriente y asombrosa facilidad para el amor eterno, una vez localizada la mujer adecuada y superadas las dificultades que empiezan en la primera página y se resuelven en la última.
Primera Parte
Capitulo 1
¿Estás ahí, Dexter?
El hombre entró en la alcoba y avanzó sin prisas hacia el balcón en cuya balaustrada se apoyaba su esposa.
—Acabo de llegar —dijo Dexter, pasándole un brazo por los hombros—. ¿Cómo va ese corazón?
—Muy bien, querido. Me siento mejor que nunca.
—Me alegro, Laura.
— ¿No has ido al Círculo?
—Claro que sí.
—Has venido muy pronto. Ana aún no nos avisó para cenar.
—Pero estoy a tu lado. ¿O es que no lo deseas?
Laura se arrebujó contra él y le miró a los ojos.
—Ya sabes que deseo tu compañía constantemente, pero... no quiero sojuzgarte a mí; sería demasiado egoísmo por mi parte.
— ¡Qué niña eres!
Lo dijo como pudo haber dicho «qué tontería». Para Dexter, fuerte, corpulento, mundano y elegante, la figura frágil y enfermiza de su esposa significaba poco. Pero era noble y cumplía sus, funciones de marido cariñoso sin grandes esfuerzos. Ya no la amaba. La había querido mucho. Ahora... Laura era una mujer pálida, enferma, histérica a veces, insoportable otras, pero era su mujer, y Dexter conocía muy bien el sentido de la responsabilidad.
—Tengo miedo, Dexter —susurró la esposa con velada voz.
— ¿Miedo?
—Sí. A veces me da la sensación de que me voy a morir un día cualquiera, en un instante inesperado, y que tú no vas a estar a mi lado.
Dexter sonrió. Era su sonrisa una mueca extraña que no significaba gran cosa. Dexter casi nunca reía, y cuando lo hacia, tanto podía ser sonrisa el movimiento de sus labios, Como un gesto de desdén, hastío o simple indiferencia.
—No pienses en cosas raras. Mira, mientras tú vas al jardín a coger un ramo de flores para los búcaros del vestíbulo, yo iré al despacho.
— ¿A trabajar?
—Quizá sí. Quiero ver qué hizo mi secretario durante mi ausencia.
—Dexter —murmuró Laura, deteniéndolo por un brazo—, aún no te he felicitado por tu último trabajo. La Prensa habla mucho de ti esta mañana.
—La he leído.
—Dexter, estoy muy orgullosa de ti.
—Gracias, querida mía.
La besó en la frente y se alejó. Laura siguió con los ojos la alta figura masculina, y los ojos que miraban se humedecieron, mientras la boca emitía un gemido ahogado.
«Ya nunca más seré para él lo que era antes. ¡Oh, Dexter, Dexter!...»
Pudo dominar sus nervios y se asomó al balcón. La gran puerta de hierro de la verja estaba abierta de par en par y por ella entraba un auto pequeñito de dos asientos, blanco y azul. En aquel auto, sentada ante el volante, venía Romy, su querida y gentil Romy, que al verla en el balcón elevó un brazo y lo agitó alegremente. Laura observó cómo el auto se detenía ante la escalinata y vio después cómo Romy saltaba al suelo y ascendía presurosa las escalinatas en dirección al vestíbulo.
Segundos después la tenía ante ella. Romy se lanzó en brazos de su hermana y la besó y abrazó estrechamente, haciendo piruetas estrafalarias. Romy era así: alegre, divertida, moderna, quizá un poco extravagante para sus diecisiete años.
—He terminado, ¿sabes? —rió feliz, lanzando lejos la cartera de los libros—. Ha sido todo sencillamente maravilloso, mi querida Lauri. Ahora, debido a mis brillantes estudios, me han concedido la beca para permanecer dos años en el extranjero.
— ¿Dos años lejos de mí? —se asustó la mayor.
—Es preciso, Lauri. Será estupendo, ¿te das cuenta? Dos años estudiando en un país donde las costumbres y los caracteres son diametralmente opuestos a los de aquí. Iré pensionada a España, Lauri. No me estropees esta satisfacción, porque me sentiría muy desgraciada. Seremos veinte muchachas las que saldremos para España dentro de dos semanas. Me siento tan feliz, querida hermana, que me dan ganas de saltar de gozo.
Y como era impulsiva y extremadamente apasionada, comenzó a saltar sin preocuparse mucho de la tristeza de su hermana mayor. En aquel instante, y cuando Romy, de un último salto, se dejaba caer en un cómodo diván, se abrió la puerta, y en el umbral apareció la rígida figura de Dexter Walters. Romy, al pronto, quedó suspensa; además, impulsiva, se puso en pie, corrió hacia su cuñado y, colgándose de su cuello, le besó una y otra vez.
—Pero, Romy... —se alarmó Dexter.
— ¡0h, querido, me siento tan feliz que deseo hacer a todos partícipes de mi felicidad!
— ¿Qué es ello?
—Iré a España, ¿sabes? Durante dos años estudiaré allí sus costumbres, sus artes... ¡Estoy tan contenta...!
Dexter no dijo nada. Limitóse a descolgarla de su cuello y elevó los ojos interrogantes hacia su esposa, que aún parecía muda de asombro.
— ¿Qué dices, Laura?
—Que no estoy de acuerdo.
Romy se volvió en redondo.
Era bonita. Alta, espigada, de una esbeltez casi inverosímil. Parecía delgadísima y, sin embargo, no lo era. Tenía las formas bien definidas, insinuantes incluso, porque su belleza era, aunque Romy no se lo propusiera, un tanto incitante. Observándola ahora Dexter, que era experto en bellezas femeninas, se dijo que Romy sería una mujer casi excepcional por su encanto, por el mirar cálido de sus ojos, por los labios muy pronunciados, por todo el conjunto que prometía un bello futuro de mujer. Tenia los cabellos muy negros, los ojos, azul verdosos; la piel, mate; la sonrisa, luminosa; como si todo el rostro se abriera con sus ojos y sus labios.
—Es preciso que lo estéis —susurró bajísimo—. No tenéis derecho a destrozar mi porvenir —añadió desalentada—. Irán Mag, Leonor e Isabel. Sabéis muy bien que somos amigas. Las demás son simples compañeras de estudios, pero todas excelentes personas.
Dexter hundió las manos en los bolsillos del pantalón oscuro y pareció dudar. Evidentemente no era un hombre locuaz ni expresivo. Cuando emitía un juicio no se retractaba fácilmente; por eso quizá dudó en aquel instante. Miraba a Romy con los ojos entornados y aquella mirada era tal vez más penetrante que un estilete.
—Considero que tu porvenir está solucionado —dijo sin alterarse—. No tienes necesidad alguna de ir a España a ampliar unos estudios que nunca utilizarás. Eres una chica rica, Romy —rió frío—. Te casarás, tendrás hijos, formarás un hogar y ésa es tu carrera. No obstante...
Romy no le dejó concluir. Fue hacia él, lo contempló detenidamente y comentó con velada voz:
—Tengo mucho dinero, Dexter, es cierto. Pero en cambio no deseo casarme en modo alguno, al menos por ahora. Quiero ir a España porque lo gané con mi esfuerzo durante años y años. Mi meta era ésa; ir a España a ampliar unos estudios que quizá no utilice, pero nadie puede robarme esa satisfacción.
—Romy, te ruego que lo pienses mucho.
La aludida se volvió hacia su hermana.
—Nunca podré ser como tú, Lauri —dijo con raro acento—. No sabes imponerte. Te mueres de tedio en esta casa tan bonita, tan lujosa, pero sin calor, sin intimidad. Todo es espantosamente triste.
— ¡Romy!
—Es cierto, Dexter —afirmó indignada—. Tú te pasas los días y las noches en tus elegantes oficinas de la Quinta Avenida. Tienes allí tu hogar y tu mundo, y ella... No, yo no sería como Lauri.
—Por favor, Romy —susurró Lauri calladamente.
Romy se le acercó, le tomó una mano y se la apretó cálidamente.
—Te has consagrado demasiado a un hogar que no comparten contigo —dijo quedo—. Tal vez Dexter no tenga toda la culpa. Pero yo no podría resistir por mucho tiempo esta frialdad, este convencionalismo. Eres una esposa anónima, Lauri. El trabaja, tú vegetas... ¿Para eso voy a casarme? Yo entiendo el matrimonio de otro modo. Cuando me case daré toda mi vida y exigiré otro tanto.
Dexter, sin enojarse, fue hacia ella y la miró hondamente.
—Eres demasiado niña para ver con claridad ciertas cosas de la vida. La existencia no es una novela folletinesca, Romy. Es simplemente la vida y ésta hay que vivirla con moderación. Ni Lauri ni yo somos tan apasionados como tú. Formamos un hogar más o menos frío, pero es hogar. Yo estoy al lado de tu hermana cuando me necesita y ella está al mío cuando la necesito. Aunque a ti te parezca frío y convencional, no lo es. Como nosotros viven miles y miles de matrimonios.
—En realidad no me interesa saber cómo vivís vosotros —replicó enojada—. Sólo me interesa saber cómo he de vivir yo, y ya me encargaré de buscar un hombre menos activo que tú y más apasionado. Tenemos distintos puntos de vista con respecto a la vida y al amor y no es hora ni lugar adecuado éste para discutirlo. Por otra parte, no deseo discutirlo contigo, que eres un británico demasiado pegado a tus costumbres austeras. Pero nosotros hemos nacido aquí, Dexter —añadió con calor—. Lauri y yo somos americanas y llevamos en las venas sangre española; yo en particular difiero notoriamente de tus puntos de vista. Yo no tengo el concepto que tú tienes de la vida, y Lauri, antes de, casarse contigo, tampoco lo tenía. Si ahora se ha plegado a tu temperamento allá ella. Yo no me plegaré nunca.
—Irás a España —accedió Dexter con desdén—. Creo que allá encontrarás la horma de tu zapato.
—De lo que me congratularé.
* * *
— ¿Estas mejor?
—Sí. Me alteró mucho la marcha de Romy. Perdóname, Dexter.
—No tengo nada que perdonarte, Laura.
Se sentó en el borde del lecho, y acarició la cara pálida, donde los labios parecían un tanto amoratados.
—El doctor ha dicho que guardando reposo una o dos semanas, te pondrás bien.
—Sí.
—No debes pensar en Romy. Hablé con el profesor que las acompaña y se la recomendé.
—Gracias, Dexter.
—No debes afligirte, querida mía. Romy es una muchacha inteligente y tiene excesiva personalidad. No le sucederá nada malo.
—Es tan apasionada, tan impulsiva...
—Todo eso lo domeñará la experiencia que irá adquiriendo en la vida. No te preocupes. Ahora descansa. Si necesitas algo, llámame.
Se retiró luego de besarla en la frente y pasó a su alcoba. Sentado ante una pequeña mesa sobre la cual había un servicio de licor, se mantuvo inmóvil. Cargó la pipa y fumó despacio.
Tenía treinta años. En las sienes brillaban algunas hebras de plata mezcladas con la negrura de sus cabellos levemente rizados. Era alto y fuerte y no se explicaba aún cómo se había casado con aquella muchacha frágil y enfermiza.
Se conocieron en una fiesta social. El era arquitecto y director general de una gran empresa, cargo que le deparaba pingües ganancias. La hija del difunto Colhuen era una de las mayores accionistas de la compañía y le fue presentada como tal. El, como jefe supremo, hizo los honores a la joven millonaria, que no entendía en absoluto de arquitectura y conocía la existencia de aquella empresa formidable sólo por referencias y por el capital que su administrador iba acumulando, y del cual tenía un conocimiento muy vago. Laura Colhuen era huérfana y tenía una hermana bastante más joven. Dexter, hombre experimentado, de gran mundología y con un buen puñado de aventuras amorosas en su haber, comprendió en seguida que Laura era una joven inexperta, ingenua y dócil. La acompañó en distintas ocasiones, coincidieron, en algunas fiestas y al cabo de un año estaban casados. La quiso reposadamente, sin apasionamiento, sin emociones ni sobresaltos. Deseaba un hijo, pero Lauri al sufrir su primer embarazo experimentó tal reacción que hubo de encamar. El hijo se malogró, y ella jamás recuperó su salud. Desde entonces, habían transcurrido dos años. Ahora, Lauri estaba de nuevo en cinta, y Dexter no tenía ninguna esperanza en el hijo que iba a venir. Los médicos aseguraban que la salud de Lauri no respondería, y Dexter estaba preparado para lo peor. No deseaba en modo alguno que muriera su esposa. La quería como un hombre suele querer a una mujer que compadece y estima, pero en absoluto desearía recuperar su libertad a costa de la muerte de Lauri.
Tocaron con los nudillos en la puerta y se sobresaltó porque su cerebro estaba embargado por aquellos encontrados pensamientos.
—Adelante.
Era la doncella de su esposa.
—La señora ruega al señor que acuda un momento a sus habitaciones.
—En seguida —repuso frío.
Le fastidiaba que le molestara cuando buscaba la soledad. No obstante, se puso en pie y avanzó hacia la puerta de comunicación.
Atravesó el saloncito y entró en la alcoba de su esposa, donde Lauri, tendida en el lecho, parecía cansada y más pálida que una hora antes.
— ¿Qué deseas, querida?
—Ven, Dexter. Me siento sola, ¿sabes? Creí que habías salido y mi doncella me dijo que estabas en casa...
—Saldré más tarde, pero si tú lo deseas me quedaré a tu lado.
—Gracias, querido.
Dexter se sentó en el borde del lecho y tomó una mano de Lauri. Aquella mano era delgada, pálida, y los huesos de sus dedos casi podían contarse. Se sintió enternecido. Lauri era demasiado joven para sufrir de aquel modo. Pensó en recorrer el mundo en busca de un remedio para aquel mal, pero era inútil, porque los mejores especialistas habían reconocido a Lauri sin resultado positivo alguno. Una mujer joven, bonita y buena, condenada a morir. ¿Cuándo? ¡Qué importaba ello, si de todos modos había de ser mucho antes de lo que ambos desearan!
—Dexter, quiero hablarte de algo que me tiene muy intranquila, ¿sabes? Sería doloroso que me sucediera algo malo y no tuviera tiempo de hacerte ciertas recomendaciones.
— ¿Pasarte algo malo? Claro que no te pasará nada, querida mía. Estoy a tu lado constantemente si así lo deseas, Lauri.
—Dime, querido, ¿verdad que ya no me amas?
Dexter enderezó el busto, que se inclinaba hacia la cama. Sus ojos profundamente azules, de mirar extraño, se entornaron. Hubo un aleteo en los labios sensuales que ya no besaban con pasión...
—Pequeña —susurró enternecido—, tú sabes que te quiero.
—Sí, Dexter. Me quieres como querrías a... un ser desvalido, porque eres noble y cariñoso. Pero yo me rebelo, ¿sabes? Me siento cada día más insignificante, más cerca de tu cuerpo y más lejos de tu alma.
—Estás diciendo tonterías.
—No tengo nada que reprocharte, Dexter. Soy... lo que se dice un despojo humano.
El hombre mostró intención de ponerse en pie, y la esposa le tomó un brazo y lo retuvo con fuerza.
—No te marches, Dexter, te lo ruego. No hablaré más de eso...si tanto te molesta. Quiero hablar de mi hermana.
— ¿Qué le pasa .ahora a Romy? ¿Se le antojó un aeroplano?
A su pesar, y aunque no tenía ganas, Lauri se echó a reír.
—Sería muy capaz —comentó divertida—. Pero no es eso. Romy es una chica un poco locuela, querido, pero no ha llegado a ese extremo. Quiero hablarte de ella, de su temperamento, que me asusta, de la pasión con que mira y considera las cosas de la vida. Romy, si no encuentra quien frene su impetuosidad, llegará a ser muy desgraciada.
—Tu hermana es una chica muy inteligente y sabrá apartar los escollos que le estorben.
—Tú no conoces a Romy.
— ¿Que no la conozco? —observó casi severo—. La conozco tan perfectamente como a mí mismo:
—Romy es delicada, exquisitamente femenina y tiene un gran corazón.
—No lo dudo, Lauri —casi sonrió Dexter, divertido—. Te faltó añadir que es también muy bonita, y con tanto factor a su favor, encontrará en seguida un hombre que la haga tan feliz como desea.
—Pues ahí diferimos, querido. Romy no encontrará con facilidad lo que desea, porque no es fácil que los hombres se supediten de ese modo a las mujeres.
— ¿De qué modo? —preguntó, arqueando una ceja.
—Del modo que ella desea.
—Hay para todo.
—Dexter, nos apartamos de lo más esencial. Yo quiero pedirte que si falto algún día...
—Por favor...
—Si falto algún día —continuó terca, apretando nerviosamente las dos manos de su esposo entre las suyas—, quiero que tú le guíes por la vida. Tiene mucho dinero y tú lo sabes, Dexter. Mucho más desde que tú estás al frente de la empresa. Sería fatal que Romy tropezara con un hombre que no supiera considerarla.
—Sólo puedo aconsejar a Romy cuando me parezca que necesita consejo. Que lo entienda o no, es cosa de ella, Lauri. No me gusta inmiscuirme en la vida de los demás, y tu hermana demostró que sabe valerse por sí misma y no necesita de nadie para vivir.
—Sí —observó Lauri, pensativa—, Romy es infinitamente más enérgica que yo. Somos tan diametralmente opuestas, tanto en lo físico como en lo moral, que muchas veces me pregunto si seremos hijas de las mismas personas.
A su pesar, Dexter esbozó una sonrisa burlona.
—Mi querida Lauri, tengo entendido que tu padre era un hombre decidido y emprendedor. Y sé también que tu madre era delicada, bonita y dócil como tú. Tú, como tu madre, no serías capaz de levantar un edificio como levantó tu padre, pero Romy sería muy capaz de derribarlo si hubiera que hacerlo.
—Exacto —sonrió Lauri, contenta—, eso es lo que yo deseaba significar. Romy se parece a papá, y yo a...
—A tu madre.
—Sí. También, como ella, moriré cuando mi hijo venga al mundo.
Dexter, que lo sabía, se estremeció de pies a cabeza y contra lo que tenía por costumbre, inclinóse hacia su esposa y la besó largamente en los labios.
—Dexter...
—No hables más de esas tonterías —susurró el hombre bueno que domeñaba sus deseos pasionales, porque aquella mujer dócil no se los inspiraba y él era, profundamente apasionado, aunque Lauri nunca lo conociera bajo ese aspecto.
—Tengo que hablar, querido —dijo bajito, enredando sus trémulos dedos en el cabello negro de su marido—. Es preciso, ¿sabes? Aunque no queramos, aunque nos rebelemos, lo inevitable ha de llegar, y yo quisiera pedirte que... que... —cerró los ojos y añadió bajísimo—. Que procuraras atraerte el amor de Romy.
Dexter se puso en pie de un salto. La contempló como si no la reconociera. Toda su alta talla casi imponente se inclinó y se irguió simultáneamente.
—Lauri, ¿has perdido el juicio, querida mía?
La enferma suspiró hondo, como si le faltara el aliento.
—Moriría tranquila si supiera que tú y Romy...
El hombre se enfadó. ¡Oh, sí!, se enfadó mucho.
—Estás diciendo tonterías, nada más que tonterías. Romy es una niña a mi lado y por otra parte... ¡Dios santo! ¿Es que vas a torturarme toda la vida, Lauri? Procura descansar —añadió dulcificando la voz—. Y no llores. No puedo soportar las lágrimas. Prométeme que no pensarás más en cosas raras.
La muchacha lloraba. Suspiraba acongojada, y Dexter hubo de besarla repetidas veces para que el llanto cesara paulatinamente. Después la acarició y Lauri, poco a poco, fue quedándose dormida.
Capitulo 2
Romy escribía. Todas sus impresiones quedaban plasmadas en el papel que la hermana leía entusiasmada y Dexter escuchaba en silencio. Jamás hacía un comentario. Cuando Lauri plegaba la carta, Dexter se ponía en pie, le daba un beso y se dirigía a su despacho.
Así un día y otro día, hasta que Lauri fue trasladada a la clínica para dar a luz.
—No digas nada a Romy —pidió la mujer, apretando las manos de su esposo—. Déjala vivir tranquila. Ella no sabe que esperamos un niño.
Dexter no dijo nada. No escribió a Romy. Consideraba su estancia en España un poco fuera de lugar y estaba enojado. En las cartas de Romy siempre venían «besos para Dexter», pero éste nunca le dijo a Lauri que correspondiera o ellos.
Y contra las opiniones de los médicos, Lauri dio a luz un niño, pero no murió. Más postrada, más pálida, más frágil, pero volvió al hogar queridísimo y pudo ver cómo su hijo daba los primeros pasos. Dexter, ilusionado con aquel niño fuerte y robusto, sentía adoración por la mujer que le sonreía débilmente desde la mecedora, donde permanecía sentada durante aquellos largos días de invierno.
Transcurrieron los dos años que Romy había de permanecer lejos de su país. Envió un regalo a su sobrino, muchos abrazos a sus hermanos, pero no regresó. Pedía dinero y Dexter, sin titubeos, se lo envió. En una extensa carta decía, entre otras muchas cosas, que de mutuo acuerdo las veinte pensionadas habían decidido permanecer un año más en España perfeccionando el idioma. Dexter nada dijo; Lauri, que deseaba por momentos ver a su hermana, inclinó la cabeza y, con los ojos húmedos, se mantuvo inmóvil y silenciosa.
Transcurrió el invierno. El pequeño Dex jugaba ya apelotonado entre las piernas de su padre, quien ahora permanecía más horas en el hogar.
Lauri desmejoraba por momentos. Dexter lo notaba y habló con varios especialistas; éstos, de mutuo acuerdo, visitaron a la enferma. Lo que habían dicho antes lo repetían ahora. En un momento cualquiera aquella vida que se agotaba dejaría de existir. Y el hombre luchó. Más que nunca deseaba la vida de la mujer que le hizo padre. Y la llevó a Suiza. Dejó sus asuntos en manos de sus colaboradores y al niño en poder de la nodriza, y permaneció con su esposa en Suiza durante seis: meses, al cabo de los cuales regresó con Lauri comprendiendo que todo sería inútil para retener la vida que se iba.
Ahora Lauri ya no se levantaba del lecho, hundidos los ojos, fláccidas las mejillas, sudorosa la frente, se consumía poco a poco sin que nadie pudiera evitarlo.
—Dexter —pidió aquella noche—, te ruego que no me dejes sola. Siento unas palpitaciones horribles y algo me ahoga impidiéndome respirar.
El hombre se asustó. Sentado al lado del lecho con las manos marfileñas entre las suyas, la mirada con avidez como si tuviera miedo de que ella, en un momento dado, cerrara los ojos para no abrirlos más. Fue una noche espantosa.
— ¿No hubo noticias de Romy? —preguntó con un hilo de voz ya al amanecer.
—No.
—En su última carta decía que vendría durante este mes... Estamos terminándolo, Dexter.
—Quizá llegue un día cualquiera.
—Si, quizá.
—No te entristezcas, querida mía.
—Dexter..., si yo muriera...
El hombre ocultó la frente en las palmas cada vez más frías y susurró:
—No digas eso, querida Lauri.
—Recuerda, Dexter, Romy es buena y cariñosa. No quisiera que mi hijo..., el hijo que te di, Dexter, fuera a caer en manos de una mujer poco considerada. Romy le querrá mucho, y cuando tengáis otros hijos...
— ¡Cállate, por favor!
—Dime que harás lo posible, Dexter...
El hombre gimió. No era débil ni pusilánime, pero en aquel instante se sentía deprimido.
—No depende de mí, Lauri —dijo bronco—. Tengo treinta y tres años, querida. Romy ha cumplido los veinte... Ni tú tienes derecho a exigir-eso... ni yo a forzar a tu hermana. Ella tiene una hermosa vida por delante. Es rica, joven y hermosa. Yo soy un hombre acabado, tengo un hijo y no tengo grandes ilusiones. Por favor... Duérmete y olvida... Olvida esa obsesión. Te prometo que... que Dex no sufrirá nunca. Además, tú estarás a su lado para educarlo.
Lauri echó la cabeza sobre la almohada y sus dedos acariciaron los cabellos negros.
—Perdóname, Dexter... Estoy tan... tan...
Una lágrima resbalaba lenta y callada por la mejilla palidísima. Sufría. ¡Oh, sí! Como nadie en la vida había sufrido. Amaba al hombre, amaba al hijo y amaba la vida, a la cual se agarraba como si con aquel esfuerzo pretendiera continuar al lado de sus seres queridos. Pero tanto ella como Dexter sabían que todo seria inútil.
Transcurrió la noche. Una noche espantosamente larga para la mujer que sufría, y horriblemente para el hombre bueno que la veía sufrir. Al despuntar el alba, Dexter, observando la postración de su esposa, llamó al especialista. Y cuando éste llegó, miró a su cliente y dijo:
—Ha llegado lo que temíamos, mi querido amigo. Su esposa ya no volverá a reaccionar nunca más. Es... es ciertamente espantoso, pero así es.
* * *
Nadie estaba en el jardín, ni en las terrazas. La mujer moderna y bonita descendió del auto, saludó gentilmente a sus acompañantes, dejó luego la maleta en una esquina del parque y presurosa ascendió por las escalinatas hasta el vestíbulo, donde gritó alegremente:
— ¿Han muerto todos en esta casa?
Una puerta se abrió y la figura de Dexter se destacó en la penumbra. Romy quedó envarada, inmóvil, como si la clavaran en medio del vestíbulo.
— ¡Dexter! —susurró apenas.
—Hola, Romy; todos no han muerto, pero tu hermana sí.
El corazón de Romy golpeó fuertemente dentro de su pecho. La noticia dada así, con sequedad, fue brutal, inhumana. Pero el hombre estaba demasiado dolido, demasiado solo...
—Lo siento, Romy —murmuró avanzando—. Quizá no debí decirlo de ese modo.
Iba a tocarla. Romy se apartó con brusquedad y, tapándose el rostro con las manos, escapó escalera arriba. El hombre la siguió con los ojos y después retrocedió lentamente, cerrando la puerta tras de sí.
— ¡Lauri! —sollozó Romy—, ¡yo no sabía...! ¡No sabía...!
En la sala había mucha gente. Romy no vio a nadie, excepto el yerto cuerpo de Latid. Besó las manos inertes y las mojó con sus lágrimas.
Alguien pretendió quitarla de allí. Lo rechazó con rabia. Secóse el llanto y estuvo junto a Lauri hasta que se la llevaron.
Con la frente pegada al cristal observó la comitiva que se alejaba. Dexter, vestido de negro, pálido y delgado, iba en el duelo junto a otros señores que ella no reconoció.
—Señorita Romy, no ha tomado usted nada.
Miró con ojos vagos.
—No tengo apetito, ama. Me siento..., me siento lejos de mí misma. Ha sido todo demasiado espantoso, demasiado inesperado. Yo no sabía...
Ocultó el rostro entre las manos y el alma se mantuvo inmóvil cerca ce ella
—Si yo lo hubiese sabido... ¿Por qué no me lo han dicho? Dexter tenía ese deber.
—El señor estaba demasiado dolorido para ocuparse de nada, señorita Romy.
—Yo no era nada —murmuró la joven—. Yo era hermana de Lauri. Tú no puedes darte cuenta, ama... No te la darás nunca. Siento remordimiento, ¿sabes? No he conocido más madre que Lauri y a ti, que lo fuiste para las dos... Y ahora... Yo tenía que estar a su lado recogiendo su último suspiro, su última recomendación.
— ¡Dios mío, Dios mío! —gimió sollozando—. Nunca podré olvidar este día. Mica, nunca. Venía a casa ilusionada... Y me encuentro más sola que nunca.
Era bonita. El ama la escuchaba en silencio y la contemplaba con arrobo, húmedos los ojos por el dolor tan inmenso que entristecía la casa. Pero la contemplaba y la veía tal como era. Más bonita que Lauri, antes. ¡Cuántas cosas habían ocurrido en aquel lapso de tiempo...! Lauri se agravó, Lauri trajo un hijo al mundo y Lauri murió. Y aquella muchacha lindísima que vestía elegantemente, parecía presa de desesperación con la cara entre las manos, temblorosos los hombros que se agitaban con los sollozos.
—Señorita Romy...
—Déjame ahora, ama. No podría contestarte, ni tomar nada... Ya te he dicho que me siento... lejos de mi misma.
—Ha llegado usted de viaje esta mañana, señorita Romy, y ha permanecido al lado de... ella hasta ahora y son las seis de la tarde. No ha tomado nada y estará usted rendida.
—Me iré a la cama. Creo que... necesito descansar.
Venía morena por el sol de España. Esbelta y más bella que nunca, si esto era posible. El ama la acompañó en silencio. Le preparó el lecho y el baño. Dispuso la ropa de dormir, abrió la maleta que un criado subió a la alcoba, y mientras Romy se bañaba, ella fue poniendo en los armarios la ropa elegante.
Apareció Romy envuelta en el batín, y con un suspiro de alivio se hundió en el lecho. Creyó que el baño y la soledad lograrían calmar su congoja, pero su desesperación era tal que hubo de taparse la cabeza para que el ama no la sintiera llorar.
Y en el silencio de la estancia, sólo se oía el crujir de las sedas que el ama iba colocando en el ropero, y el gemir de la mujer desolada. Pero de pronto, interrumpiendo aquel silencio, se oyeron pasos menudos en el largo pasillo y el llanto de un niño que estremeció a las dos mujeres.
— ¿Qué es eso? —preguntó Romy, sentándose en el lecho. Y de pronto, como si recordara, tiróse del lecho, se envolvió en el batín y salió al pasillo.
Dex, el pequeño Dex, de dos años, gordito y sano, se hallaba en un rincón, sollozando desesperadamente, vestido aún con un pijama arrugado. Romy, como si algo la sacudiera, corrió hacia él, lo levantó en sus brazos y lo apretó contra su corazón como si temiera que alguien pudiera llevárselo.
— ¡Dex! —susurró, yendo de nuevo en dirección a su alcoba—. ¡Mi querido y abandonado Dex, que te han olvidado!
El ama contemplaba a Romy y al niño con los ojos húmedos. El cuadro, ciertamente, era enternecedor, porque la mujer besaba una y otra vez la carita asombrada del pequeñín.
— ¿Quién eres? —preguntó el niño con su vocecilla aguda—. ¿Y mi mamá?
—Soy tía Romy, ¿sabes? —susurró la joven, apretándolo contra sí—. Y no te abandonaré nunca, Dex. ¡Oh, no! No me explico aún cómo me olvidé de tu existencia.
— ¿Y mi mamá? —preguntó terco el niño.
Romy y el ama cambiaron una mirada.
— ¿Por qué está aquí? —preguntó Romy con rara entonación—. ¿Por qué hoy, precisamente hoy, lo han dejado solo?
—Debió escapársele a la nodriza —repuso el ama—. Hace una hora, Dex estaba durmiendo en su camita.
—Desde hoy dormirá en mi alcoba, ama, prefiero tenerlo cerca.
—Se lo diré al señor.
—Será mejor que se lo diga yo.
—El señor está demasiado desolado, señorita Romy. Casi es preferible que no le digamos nada.
—Ya no me acostaré, ama. Prefiero estar con Dex.
— ¿Y jugaremos? —preguntó el niño, ilusionado.
—Hoy no, Dex. Prefiero contarte cuentos de hadas.
— ¿Sí? ¿Y eso qué es?
Hablaba muy mal, y Romy tenía que recurrir al ama para que ésta descifrara el intrincado lenguaje infantil.
—Ya lo verás. Me vas a querer mucho, ¿verdad?
— ¿Como a mi mamá?
—Sí, como a tu mamá.
—Bueno. Pero ahora vamos a ver a mi mamá.
—Mamá duerme, Dex —susurró Romy, ocultando sus ojos a la mirada interrogante del niño—. Dejémosla descansar, ¿quieres?
—Bueno. Tengo sueño, ¿sabes?
—Te dormiré en mi cama.
Lo acostó en el lecho mullido y cómodo, y el niño cerró los ojos.
—Baja las persianas, ama. Y déjanos solos. Cuando venga Dexter, dile que deseo hablar con él, que suba un momento a mi saloncito.
—Perfectamente, señorita Romy.
Se cerró la puerta y Romy se tendió junto al niño, y mientras le acariciaba las sienes le contó un cuento maravilloso. El nene parecía dormido, y la mujer hablaba queda y lloraba al mismo tiempo.
Pensaba en Lauri, en Dexter, en aquel niño hermosísimo que seguramente adoraría su hermana. Con cuánto dolor que le costó poco menos que la vida.
—Te querré mucho, Dex —susurró vehemente—. ¡Oh, sí! Todos los momentos de mi vida que no pude estar al lado de Lauri, de mi querida Lauri, los consagraré ahora a hacerte feliz.
El niño abrió los ojos con esfuerzo y como si la comprendiera, enredó sus manecitas en el cuello femenino.
—Yo «tamen» te «tero» —balbuceó muy quedó.
—Duerme, mi pequeñín.
* * *
Eran las diez de la noche cuando Dexter tocó con los nudillos en la puerta de aquel saloncito que nunca traspasara. Abrió Romy y le franqueó la entrada con una triste sonrisa.
—Buenas noches, Romy —saludó el hombre con rara entonación.
—Hola, Dexter. Siéntate, por favor.
Dexter se dejó caer en el diván, junto a la chimenea encendida, y cogió un cigarrillo de la caja de laca. Se lo llevó a los labios y fumó aprisa. Ella también fumaba, recostada en la chimenea. Vestía una falda negra muy ajustada y un jersey negro también. Calzaba altos zapatos y su tez morena parecíalo más por el atuendo severo. Dexter también vestía de negro y su tez pálida se arrugaba en la frente y junto a los ojos.
La joven lo encontró envejecido. Era gallardo y elegante, pero en sus cabellos había muchas hebras de plata, muchas más que cuando se separaron en el aeropuerto tres años antes. Quizá él la encontraba cambiada asimismo. Era una niña cuando se fue y ahora era, sencillamente, una espléndida mujer. Sí, una espléndida mujer de belleza nada común. Tenía los ojos grandes, rasgados, de mirar cálido. Las pestañas, muy largas, se movían con frecuencia, abatiéndose sobre el brillo rutilante de la mirada expresiva. Tenía los labios sensuales muy pronunciados, como invitando al beso. El busto erguido y palpitante, y aun cuando era una mujer fuerte y sana, daba la sensación de algo etéreo e inasequible, exquisitamente femenino. Sí, era infinitamente más bella que Lauri, si bien Dexter no pensó semejante cosa en aquel instante.
—No, Romy. No fuiste inhumana. Hiciste lo que te convenía. Lauri no estaba sola. Tenía a su lado a su esposo y su hijo, y no debía interrumpir tu felicidad lejos de ella.
—Mi felicidad estaba a su lado si me necesitaba, Dexter. Debiste suponerlo por ella. Lauri murió, estoy segura de eso, con el anhelo de verme, y yo nunca sentiré bastante no haber estado a su lado en los últimos instantes de su vida.
—Ahora ya nada tiene remedio, querida mía. Dejémoslo. Si quieres ocuparte de mi hijo, yo te lo agradezco. Y Lauri desde el cielo bendecirá tu buena intención. Pero eres joven, Romy. Tienes veinte años y la vida no se reduce a un día ni a dos años. Lo que hoy te parece bien, mañana lo detestarás, y yo no pienso reprochártelo. Puedes ocuparte del niño y continuar haciendo tu vida de muchacha joven. Tienes amigos y admiradores, y deberes sociales que cumplir. No se puede renunciar a ello sólo por un niño.
—De todos modos, y admitiendo tus puntos de vista, por ahora deseo marchar a la finca del campo con Dex. Creo que allí nos encontraremos bien los dos.
—De acuerdo, Romy —asintió Dexter, levantándose—. Me parece bien. Diré al ama que lo organice todo para mañana. Yo no podré acompañaros porque mis ocupaciones no me lo permiten, pero iré a pasar con vosotros los fines de semana.
—Gracias, Dexter.
El arquitecto se encaminó a la puerta y, antes de salir, dijo, sin mirarlo:
—Te ruego que perdones mi brusquedad de esta mañana. Me sentía demasiado solo y dolorido, Romy. Ha sido todo demasiado..., demasiado inesperado, aunque lo presentía desde que me casé.
La joven avanzó. Al pasar junto a la chimenea, tiró la punta del cigarro manchado de rojo y elevó los ojos.
— ¿Por qué te casaste con ella? —preguntó de súbito—. ¿La amabas?
Dexter continuó de espaldas. La mano de Romy se pasó en el brazo masculino y presionó para que él la mirara, pero Dexter seguía con los ojos clavados en la madera cerrada.
—Di, Dexter. ¿Acaso tienes algo de que arrepentirte?
—No la quise como tú concibes el amor, Romy —manifestó secamente, mirándola al fin—. Pero la quise a mi modo. Y sé que, pese a tus opiniones, Lauri fue feliz a mi lado.
—La has querido a medida de tus fuerzas, que son muy pocas, Dexter —repuso ella, rencorosa—. Yo no soy como Lauri y en su lugar no me hubiera conformado.
—Algún día quizá volvamos a hablar de ello —cortó frío—. No me arrepiento de nada y, aun cuando sé que tú me condenas, sé, asimismo, que no tienes motivo alguno para condenarme. Buenas noches, Romy.
—Buenas noches, Dexter.
Capitulo 3
La finca era amplia y hermosa. Tenía grandes cuadras que un día habían sido orgullo de Daniel Colhuen, grandes bosques y grandes terrenos. La finca era de dos plantas y estaba amueblada al estilo rural, sin que faltara ninguna comodidad moderna.
Romy, vestida con pantalones largos y blusa camisera abierta hasta el comienzo del seno, calzada con zapatos bajos y con el corto cabello casi siempre alborotado, corría por el parque seguida del menudo Dex, que se habituó pronto a la nueva vida. Le llamaba mamá a Romy, y la joven se echaba a reír abrazando estrechamente al nene que cada día transcurrido adoraba con mayor ardor.
Durante los tres primeros meses, Dexter no acudió a la finca. Llamaba por teléfono dos veces por semana, inquiriendo noticias de su hijo y de su cuñada. Rara vez estaba Romy presente cuando él llamaba, y sólo una vez cogió el aparato.
Y esa vez fue aquella tarde, tres meses después de haber muerto su hermana.
— ¿Tanto trabajo tienes que no dispones de un minuto para venir a ver a tu hijo? —preguntó retadora.
Al otro lado la voz era serena como siempre. Romy de buen grado hubiera saltado por el auricular para llegar junto a él, insultarlo y ver si así salía de su habitual indiferencia casi ofensiva.
—Mucho trabajo, Romy. Me han encomendado la construcción de un gran edificio que requiere toda mi atención.
—Pues que te aproveche, querido.
—De todos modos, mañana, domingo, os haré una visita. Una corta visita.
—Perfectamente. Hasta mañana entonces.
A la mañana siguiente, Romy vistió al niño con sus ropas camperas, se vistió ella de amazona, y montando el pura sangre se dedicó a cabalgar buena parte de la mañana, sin acordarse siquiera de que Dexter iba a venir. Así, pues, cuando al regreso ascendía por la escalinata con el niño en brazos, quedó envarada en medio de la terraza mirando a un Dexter bastante rejuvenecido.
—Hola —saludó él.
—Hola —repuso Romy.
El niño dio un grito de alegría y, saltando al suelo, se enredó en las piernas de su padre.
— ¡Papá, estoy aquí!
Dexter lo levantó en vilo y le miró sonriente.
—Estás hecho un hombrecito, Dex. ¿Quieres volver a casa?
—No —dijo el niño—. Estoy bien aquí. Tenemos caballos, ¿sabes? Caballos y un río donde Romy y yo nos bañamos.
—Muy bien, muy bien. Los dos estáis espléndidos. Ve a jugar por ahí, Dex.
El niño salió corriendo hacia el vestíbulo y se ocultó en la gran cocina, donde los mozos departían en espera de ir a misa.
—Has madrugado mucho —dijo ella, sentándose en la balaustrada.
—No tanto como tú, que ya regresas de un paseo a caballo.
—Venimos de misa. El párroco me miró con cara seria cuando me vio vestida así —rió divertida.
También Dexter la miraba. La miraba de modo raro, como no la miró nunca. Y es que Romy, vestida con aquel traje ajustado, parecía más esbelta y más femenina, pese a que, por lo regular, la ropa de montar hace a la mujer hombruna. Sus formas se acusaban insinuantes y armoniosas, y Romy lo ignoraba. Romy era demasiado sencilla espiritualmente, aunque por su físico parecía lo contrario.
—Si yo fuera el párroco, no te dejaba entrar —dijo Dexter, levemente irónico.
— ¡Bah! ¿Has desayunado?
—Claro.
—Entremos. Estoy cansada.
Dexter era más alto qué ella y le pasó un brazo por los hombros con la mayor naturalidad. Romy no se extrañó. Dexter siempre la trató como a una niña, y ella creía que seguía siéndolo.
—Te serviré una copa de licor y otra para mí. Siéntate, Dexter. Hace un día de calor insoportable. Luego pienso ir a bañarme al lago.
— ¿Sola?
—Contigo si lo deseas.
—Perfectamente.
La vio ir y venir por el salón buscando las copas. Abrió el bar y los cristales tallados rutilaron al ser heridos por los rayos del sol que entraban libremente por el ventanal abierto.
Dexter había conocido muchas mujeres; pero jamás vio a una tan bella como aquella jovencísima. Sencilla, femenina y bonita dentro de su misma altiva personalidad de gran dama.
—Da gusto estar aquí —comentó él, cogiendo la copa que ella le ofrecía—. Lástima que mi trabajo no me permita venir con frecuencia.
Romy, suspirando y con la copa en la mano, se dejó caer en un sillón frente a él y se echó a reír juguetona. Al reír, en las mejillas tostadas por el sol se formaban dos hoyuelos graciosísimos que le daban más personalidad si cabe. Cruzó una pierna sobre otra, y sus piernas bien formadas se perfilaron bajo la tela del pantalón rematándose en las brillantes botas.
—Aún no me has contado nada respecto a tu estancia en España durante tres largos años.
—Me gustan los españoles —rió Romy, burlona—. Galantes, apasionados, gentilísimos. Mag siempre decía que eran hombres de fuego.
—Entonces, te agradaban.
—Me gusta más el término medio —dijo abatiendo los párpados con sencilla languidez no afectada—. Los extremos siempre son peligrosos. Claro que si he de elegir ante el temperamento británico y el español, prefiero este último.
—Pero tú eres americana y no tienes por qué tomar nota de los británicos.
—Tú eres uno de ellos —comentó irónica—, y te casaste con mi hermana.
—Lauri y yo nos comprendimos. Nos complementamos, aunque tú creas lo contrario. Lo que yo no tenía lo tenía ella, y lo que ella no tenía lo tenía yo. Como ves, puedo hacer feliz a una mujer.
Hablaban de la hermana muerta con sencillez. Era una cosa inevitable, y tanto Dexter como Romy eran seres honradamente humanos.
—A una mujer poco exigente. Lauri era demasiado sencilla y extremadamente conformable.
— ¿Tú no lo hubieras sido?
Romy contempló la copa con los ojos entornados. Elevólos después y bebió sin dejar de mirar a su cuñado.
—No hablemos de mí. ¿Para qué? No merece la pena.
—No quisiera que te casaras con un hombre que no te hiciera feliz. Soy como un asesor moral para ti y trataré por todos los medios de encontrarte el hombre que buscas.
La joven se echó a reír. Su risa era alegre y feliz, burlona quizá en el fondo.
—Mi querido Dexter —exclamó, sin dejar de reír—. Cuando decida casarme prefiero elegir yo mi pareja. ¿Acaso sabes en verdad lo que deseo, lo que necesito para ser feliz? No, amigo mío. No puedes saberlo porque no lo sé yo tal vez. Es algo... algo que nadie puede comprender ni aquilatar. Lo llevo dentro desde que comprendí que era una mujer, ¿sabes?
Dexter bebió el contenido de la copa y la dejó luego sobre la mesa.
— ¿Cuándo pensáis volver a casa? —preguntó de modo raro, cono dando a entender que la conversación no le agradaba.
—Cuando se inicie el invierno.
—Me gustaría saber lo que piensas hacer una vez te instales en el hogar de tus antepasados.
—No te entiendo.
—Es fácil. Si yo debo salir, me lo dices con sinceridad.
Romy, extrañada, le miró interrogante. Dejó también la copa sobre la mesa y se puso en pie.
— ¿Salir? ¿De dónde?
—De la casa que compartí con Lauri.
Romy, con toda la sencillez del mundo, se echó a reír. Reía con frecuencia, y su risa era un don más que añadir a sus muchos encantos personales de mujer.
—Pero Dexter, ¿crees acaso que vivimos en el siglo dieciocho? No, amigo mío. Allí formaste tu hogar con Lauri y tienes un hijo de aquel bendito matrimonio. Os comprendierais o no, fuisteis uno del otro y os amasteis a vuestro modo. Tu lugar está allí. Algún día quizá vuelvas a casarte, porque eres joven; yo no puedo impedirlo, y tu hijo no tendrá nunca por qué reprocharte. Tienes derecho a rehacer tu vida, a ser feliz. Cuando llegue ese momento hablaremos de ello. Ahora... no; ahora al privarme de la compañía del niño, yo me sentiría muy sola sin vosotros dos.
—Hay que tener en cuenta —arguyó Dexter con extraña voz—, que tú eres una mujer y yo, como tú bien dices, no soy viejo. La gente es mala. La gente casi nunca comprende las grandes cosas; tú eres muy conocida en Nueva York, y yo nunca puedo pasar inadvertido. Sentiría, Romy, que por mi causa...
La joven fue hacia él y se colgó de su brazo con ambas manos. Había tal sencillez en su ademán que nadie podría reprochado, juzgarlo equivocadamente.
—Tú me necesitas, Dexter —dijo quedamente—. Y yo te necesito a ti. Quizá la gente no comprenda esto, pero ¿qué importa? ¿No basta, acaso, que lo comprendamos nosotros? Aquella casa tan grande, llena de criados estirados y silenciosos, se me caería encima si viviera sola. Sería insoportable, Dexter. Tengo que vivir cerca de personas a quienes quiero. Sería fatal para mí verme rodeada de seres extraños.
— ¿Y si algún día comprendes que nuestras necesidades son incompatibles ante las murmuraciones humanas?
Romy soltó el brazo que aprisionaba. Dio algunas vueltas por la estancia y al fin declaró con velada voz:
—Entonces trataré de arreglarlo de otro modo, Dexter. Pero no podré nunca renunciar al hijo de Lauri.
— ¿Y si yo me fuera y te dejara al niño?
—Haz lo que desees, Dexter. Si el niño y yo te vamos a privar de libertad, busca un piso bonito donde puedas vivir a tu antojo.
—No se trata de lo que yo desee o deje de desear —observó frío—. Se trata de evitar males mayores.
—Soy demasiado personal para vivir al gusto de las gentes —repuso altiva.
Y dirigiéndose a la puerta, se volvió desde allí para decir:
—Perdóname un momento, Dexter. Voy a vestirme para almorzar.
* * *
Durante dos semanas, Dexter no volvió a la finca del campo. Se iniciaba ya el invierno, y Romy, con dolor de su corazón, hubo de preparar sus cosas para el regreso a la inmensa mansión. No le seducía nada la idea porque intuía que, pasados los primeros meses de luto—y éstos ya habían transcurrido—, tendría que reintegrarse a su sociedad quisiera o no. Había deberes sociales que cumplir, y ella era una mujer de mundo que no los ignoraba. Lauri había muerto, estaba en el panteón familiar; el niño ya no la recordaba, y Romy, aunque a solas consigo misma, pensaba en Lauri con frecuencia, el ritmo de la vida le hacía comprender que la muerte de su hermana había sido una cosa lógica, inevitable, y como tal tenía que acogerla. La vida seguía rodando, el mundo seguía sufriendo y gozando, y ella pertenecía a este mundo y era una mujer viva y palpitante.
Todo estaba dispuesto en el recibidor: las maletas, el saco de viaje, y el niño vestido con su ropita de invierno. Ella, impaciente, recostada en la puerta encristalada, fumaba un cigarrillo y miraba la lejana carretera. Había pedido el auto a Nueva York y esperaba que el chófer viniera a buscarla. Vestía un traje negro. Detestaba los lutos. Lo llevaba todavía, pero se proponía quitárselo tan pronto llegara a su casa. Un abrigo de pieles por los hombros cubría su traje; calzaba altos zapatos y medias tan transparentes, que se hubiera dicho que no las llevaba si no fuera por la costura un poco más oscura.
— ¿Ha llamado a Nueva York? —preguntó al criado, que aparecía en el recibidor.
—Ahora mismo, señorita Romy. Dice la doncella de la señorita que han pasado el recado a la oficina del señor.
— ¿Y bien?
—No sabe nada más.
—Llamaré yo.
Iba a dirigirse al teléfono, cuando a lo lejos apareció un punto oscuro. Nevaba y hacía mucho frío. Ya los días espléndidos no volverían. El invierno en aquella comarca era sencillamente desesperante.
El auto enfilaba la cuesta, dobló el recodo y el jardinero abrió la verja de par en par. El auto rodó por la grava del jardín hasta ir a detenerse ante la escalinata. El conductor descendió presuroso y Romy se echó a reír, ya pasado su enojo.
— ¿De modo que era el señor quien venía a buscarnos? ¿Por eso ha tardado tanto?
Dexter apretó las dos manos femeninas y las besó galantemente.
Después buscó en los ojos azul verdosos y sonrió suavemente.
—La señora Impaciencia ya estaba a punto de estallar, ¿eh?
—Casi.
—Papá...
—Hijo mío —sonrió Dexter, levantando al niño en sus brazos—. ¿Quieres volver a casa?
—Sí, papá.
—Coloquen las maletas en el auto —ordenó Dexter a un criado. Después, mirando a su cuñada, añadió—: Me avisaron tan de sorpresa que no tuve tiempo para nada.
—Creí que iba a venir un chófer.
—Preferí hacerlo yo.
Se despidieron de la servidumbre y él colocó al niño en el interior del auto junto al volante, a su lado.
— ¿Dónde me siento yo? No has traído el coche grande.
—Toma al niño en brazos y siéntate a mi lado. Así, perfectamente: ¿Todo está listo? ¿No te has olvidado de nada?
—Creo que no.
—Entonces nos iremos.
Elevó la mano, dijo adiós a todos los criados que quedaban alineados en el jardín y después subió al auto. Sentado ante el volante con Romy a su lado, el coche rodó por la grava y salió a la carretera.
—Tengo sueño —dijo el niño.
Romy lo tapó con su propio abrigo y lo apretó contra su pecho.
—Duerme, vida mía. Aquí estarás bien. Cierra los ojitos y duerme.
—Pareces una mamá de película —comentó Dexter con rara entonación—. Te sientan bien los niños, Romy.
—Me gustan.
—Cuando te cases tendrás una docena.
—Todos los que Dios me dé.
—Romy, antes de llegar quiero hablarte. Tenemos tiempo de sobra; por eso preferí venir yo.
Iban muy juntos, porque el auto era pequeño. Las rodillas de Romy rozaban las de Dexter, si bien ella lo encontraba muy natural, Romy era incapaz de pensar mal de nada ni de nadie, y Dexter, aunque estaba enamorado de Romy desde hacía varios años (justo es decirlo), no hacía ni decía nada con malicia. La quiso cuando Lauri .sufrió el primer fracaso con aquel hijo que nunca llegó a nacer. Fue algo inevitable el amor de Dexter por la hermana pequeña. No hubo nada reprobable en aquel amor. Conforme iba dejando de amar a Lauri, empezaba a querer a Romy. ¿Por qué? Nunca se hizo semejante pregunta. Lauri era el fracaso, la vida que se iba. Romy era la vida que empezaba, la fragancia, la juventud, la pasión... Ni en un esto ni en una palabra pudo nadie jamás adivinar aquel amor, pero existía, existió latente en vida de su mujer como un pecado imperdonable, y existía ahora que ningún obstáculo podía separarlos, excepto... la juventud y la hermosura de Romy, y también su propio amor, que estaba tan lejos de él como el otro extremo del mundo.
—Puedes empezar, Dexter.
—Se trata de ti. No quiero en modo alguno que sacrifiques tu vida por la nuestra.
La joven volvió la cabeza y le contempló extrañada. Sus labios se curvaron en una sonrisa y contestó:
—Te digo la verdad, Dexter, que no pienso hacerlo. Tú y tu hijo me tendréis a vuestro lado siempre que me necesitéis, pero no entra en mis cálculos renunciar al mundo ni a la vida de sociedad por vosotros. Mentiría si te engañara, Dexter, ¿comprendes? Tengo mis gustos y mis aficiones, y no pienso renunciar a ellas por vosotros.
—Gracias por tu sinceridad —repuso Dexter de modo raro.
Y ya no volvió a hablar en todo el resto del trayecto. ¿Le dolía la indiferencia de ella? ¡Oh, sí! ¡Esperaba tal vez que Romy protestara, y que aquella vida hermosa que él deseara para sí se la consagrara con el hijo propio! ¿Egoísmo? Claro. Y lo comprendió así aun su pesar.
Capitulo 4
Tal como Romy supuso, la Prensa dio a la mañana siguiente la noticia de su regreso, y aquella misma tarde recibió varias invitaciones para fiestas sociales.
Romy renunció a varias, pero no así a la de Mag, que se presentaba en sociedad y deseaba tenerla a su lado aquella noche.
La joven recorrió el palacio aquella tarde. Observó en él varias modificaciones que le agradaron. Sus habitaciones, al extremo del ala derecha del edificio, seguían igual. Por lo visto, no pretendió tocarlas, temiendo quizá que le desagradara. Le satisfizo su delicadeza. Visitó la alcoba de Lauri y quedó extrañada. Donde murió Lauri había sido derribado el tabique y aquello era una alcoba matrimonial unida al saloncito que separaba las habitaciones. ¿Es que Dexter pensaba casarse y traer a vivir allí a su esposa? No por cierto. La casa le pertenecía. Se la habían legado sus padres, mientras que a Lauri le legaban la inmensa finca rural. La finca pertenecía ahora al pequeño Dex y el palacio de Nueva York nunca dejaría de ser suyo. Le agradó la modificación; porque así el recuerdo de Lauri, aunque quedaba en su corazón, en el corazón de los tres, ni vestigio había donde murió.
— ¿Te agrada?
Se volvió en redondo y encontróse con Dexter, que la contemplaba de modo raro.
—Sí. Has hecho algo estupendo. Pero no me explico por qué... ¿Acaso piensas volver a casarte y vivir aquí con tu segunda esposa?
Dexter, que venía enfundado en el batín bajo el cual se veía el pantalón de franela gris y la camisa blanca, sonrió denegando.
—No sé si me casaré o no; pero, si lo hago, me iré de esta casa.
— ¿Entonces?
— ¿Acaso no piensas casarte tú?
—Por supuesto.
—Pues ya tienes tu alcoba.
— ¿Y la de mi marido? —rió divertida.
—Aquí...
— ¿Aquí? No, soy moderna y me gusta la libertad.
—Puedes recurrir a ésta —rió Dexter con rara mueca.
Y yendo hacia la izquierda, abrió una puerta y dijo:
—Mientras no te cases, la ocupo yo.
Estaba nervioso. Dexter la miraba extrañamente como no la había mirado nunca. ¿Por qué?
—Antes —comentó precipitadamente—, un saloncito íntimo separaba estas habitaciones.
—El saloncito está a la derecha. Lo he previsto todo.
— ¡Ah!
Decididamente encontraba algo raro en Dexter, y con objeto de ahuyentar aquella sensación, se dirigió a la salida. Dexter la siguió.
—Mag habló por teléfono hace un instante, Romy. Dijo si habías recibido su invitación, y añadió que te esperaba para que le ayudaras a ultimar los detalles de la fiesta.
Vestía una bata de lana, atada a la cintura con un lazo. Estaba bonita, vestida de casa. Dexter entró con ella en el salón y le sirvió copa.
—Ahora no —dijo la joven sin mirarlo—. Voy a vestirme para salir. Diré al ama que se ocupe de Dex.
—Dex tiene su doncella y su nodriza, que aún permanece con otros, Romy. No debes preocuparte por el niño.
No respondió. Experimentaba aquella rara sensación de nerviosismo que la mantenía hundida en un sofá, con las piernas muy juntas la vista clavada en la alfombra multicolor. Presentía que la convivencia con Dexter iba a ser demasiado peligrosa. Dexter era... desconcertante y la inquietaba con su mirada.
—Hasta luego, Dexter —dijo, poniéndose en pie—. No me esperes hasta la noche. ¿Tú no vas a ir a la fiesta?
—No.
—Te advierto que es mi primer baile.
—De todos modos...
Ya en el umbral se detuvo para mirarle.
—Dexter, sentiría que mi salida de hoy te disgustara.
—No me disgusta.
Se alejó. Durante el resto de la tarde no pudo verlo. Pensó en Dex, en él... ¿Qué significaba la mirada de Dexter clavada en ella con aquella insistencia casi ofensiva? No estaba dispuesta a soportar imposiciones. Ella amaba a Dexter como si fuera realmente su hijo y estaba dispuesta a dar por él... lo que fuera, lo que le exigieran, pero destrozar su vida porque al padre se le antojara, no. Nunca se supeditaría a los deseos de Dexter. Este era sólo un cuñado, un cuñado a quien nunca apreció mucho por su modo de ser. Tanta personalidad en Dexter la aturdía. Prefería que Dexter viviera al margen de su vida y que hiciera la suya como mejor le conviniera.
La fiesta fue un éxito, y Romy se sintió de nuevo feliz, rodeada de sus amigos. Alguien le echó una indirecta con respecto a su cuñado. Sonrió desdeñosa, aunque en el fondo se asustó. Sí reparaban en su vida privada destrozarían su tranquilidad espiritual. Era preferible que el mundo no se percatara de ello, porque entonces... ¿Qué sucedería entonces? Dexter se iría de casa, se llevaría a su hijo, y ella sola dentro de aquel palacio silencioso... ¡Oh, no! Cualquier cosa antes que eso.
Necesitaba a Dexter en su vida de mujer sola, a Dex en su corazón de mujer ansiosa de ternura. Soportaría las extrañas miradas de Dexter, que no comprendía, y...
Se estremeció de pies a cabeza. Dexter estaba allí en el salón, junto al padre de Mag. La miraba...
Terminó la pieza y se despidió de su pareja. Dos muchachos fueron tras ella. Exigían un baile. No pudo negarse y bailó. Sonrió a Dexter desde lejos y éste correspondió al saludo de modo breve. ¿Qué le sucedía?
Había dicho que no pensaba ir a la fiesta y estaba allí, vestido de etiqueta, gallardo y hermoso con el rostro moreno y curtido, donde los ojos muy azules la miraban constantemente. Se ahogaba.
Lauri quedaba lejos. Lejísimo. Había muerto; la vida seguía rodando, y ella tenía derecho a rodar con la vida, y rodaba...
Vestía un bello traje de noche blanco. Descubiertos los hombros perfectos, perfilando la cintura brevísima y cayendo en amplios vuelos hasta los pies, que calzaban altos zapatos de fina piel. Era quizá la mujer más bella de la velada, no sólo por sus facciones, sino por la majestad de sus ademanes, por la elegancia de su modelo costoso, por la perfección de su cuerpo que parecía cincelado por un experto escultor. Sí, era muy bella Romy Colhuen, y muy codiciable su gran fortuna, y muy atractiva su soledad, de mujer sin familia.
Mark, su pareja de aquel instante, le hacía el amor. Romy reía. No deseaba amar ni encadenarse todavía. Mark protestaba, y Romy pensó en dejarlo tan pronto finalizara aquel baile. Así lo hizo. Fue de nuevo hacia Dexter y en el trayecto la detuvo otro inoportuno. Bailó con él. Otro que le hacía el amor. Rió de nuevo, esta vez con nerviosismo, porque Dexter la miraba con mayor detenimiento, como si pretendiera taladrar su pecho y sondear su corazón.
Terminó aquel baile y de nuevo intentó aproximarse a Dexter, que continuaba junto al padre de Mag. Ahora otro señor se acercó y los tres hablaban. Mark le interceptó el camino y la retuvo por un brazo.
—Ahora me perteneces, Romy.
—Estoy cansada, Mark.
—Pues salgamos a la terraza. Ven, vayamos por tu capa de piel.
—Prefiero no salir.
— ¿Acaso vas a buscar a tu querido cuñado?
Se ofendió. Iba a protestar con violencia, pero era inteligente y prefirió reír desdeñosa.
—Eres un mentecato, Mark —rió, queriendo aparentar ironía. Se colgó luego de su brazo y salieron a la terraza.
Apoyada en la balaustrada, oyó la nueva declaración de Mark, que la dejó absolutamente indiferente. El tiempo transcurría. Los invitados iban despidiéndose. Ella continuaba oyendo las tonterías Mark.
—Romy —llamó Mag, desde la puerta encristalada.
Estaba tan abstraída que no se dio cuenta de nada, pero al oír a amiga fue hacia ella, y entraron juntas en el salón casi solitario.
— ¿Es tan tarde? —preguntó extrañada.
—Figúrate. ¿Quieres quedarte a dormir conmigo, o prefieres marchar?
—Prefiero marchar. ¿Se ha ido Dexter?
—Creo que sí.
Mark apareció tras ella.
—Si no has traído coche te llevo yo.
No lo había traído porque fue Mag a buscarla. Tomó la capa de las manos de Mark y, después de despedirse de Mag y sus padres, se fue Había luz en el saloncito de la planta baja cuando ella atravesó el vestíbulo. Entró sin llamar. Dexter, que se hallaba hundido en un sofá, con una copa de licor en la mano, la miró brevemente.
—Hola. ¿Cómo no me has esperado? —preguntó con sencillez, quitándose la capa y dejándose caer junto a él.
—Supuse que te traería Mark.
—Y así fue —suspiró cansada—. Dame una copa, ¿quieres?
Se la sirvió en silencio.
Permanecieron callados, Romy, con la copa entre los dedos, e movía nerviosamente, parecía inquieta, Dexter, con la copa en una mano y el cigarrillo en la otra, miraba las chispas que saltaban de la chimenea.
—Estamos raros esta noche —comentó la joven, sin mirarle.
— ¿Raros? ¡Bah!
— ¿Qué hora es?
—Las tres.
— ¡Hum! Me iré a la cama.
Se puso en pie con pereza y levantóse un poco la falda para mirar sus pies. Al alzar los ojos encontró la mirada de Dexter clavada en ella. Se ruborizó como una tonta y dejó caer la amplia falda
—Buenas noches, Dexter —dijo precipitadamente—. ¿Tú no te retiras?
—Sí.
Se alejó a paso ligero. El laconismo de Dexter le indicaba que no estaba contento. ¿Y por qué no lo estaba? ¿Le había hecho algún mal? Según subía las escalinatas donde sus pasos se amortiguaban en la mullida alfombra, hizo memoria. No recordó haber molestado a Dexter con intención. Si Dexter se había vuelto susceptible de repente, allá él.
Quitóse el traje y los zapatos. Alcanzó la ropa de dormir y se metió en el baño. El niño dormía plácidamente y en su cama. Salió del baño dispuesta para dormir y se tendió al lado de Dex. Lo tomó en sus brazos y lo apretó cálidamente, como si en él quisiera desahogar los encontrados sentimientos que bullían en su interior y que no sabía definir.
—Creo que la vida al lado de tu padre será demasiado complicada, mi querido pequeñín. Lo comprendía mejor cuando vivía tu madre. Ahora... ¡Dios mío, ahora...!
Cerró los ojos fuertemente y besó a Dex.
—No quiero pensar, no debo pensar, pequeñín —susurró, como el niño estuviera despierto y la entendiera.
A la mañana siguiente, cuando bajó al recibidor con el niño de la mano, se encontró con Dexter que salía.
— ¿Marchas? —preguntó con naturalidad.
—Voy a la oficina y no sé si volveré hasta la noche.
Estaba serio y frío. Deseó saber qué le pasaba. Encontraba a Dexter muy diferente de cuando vivía su hermana. Pensó incluso si ella tendría la culpa. Pero ¿por qué?
—Quisiera hablarte un momento —dijo apurada.
El niño se fue con la nodriza y ambos entraron en la salita donde la noche anterior bebieron juntos una copa.
Estaban frente a frente. En pie ambos, recostados en la chimenea encendida. Dexter vestía de negro y su rostro moreno, donde los ojos azules no sonreían, estaba vuelto hacia la joven.
—Estoy esperando, Romy.
—Es difícil lo que tengo que decirte, Dexter. Estamos más cerca que nunca uno del otro y me da la sensación, no obstante, de hallarme a mil leguas de distancia.
—No te entiendo.
Romy miró hacia el fuego. Sus facciones delicadas y atractivas quedaron iluminadas por las llamas rojizas. En aquel momento estaba, si cabe, más bella que nunca, y Dexter apartó los ojos y los clavó en la alfombra multicolor.
—Cuando vivía Lauri, tuvimos poco tiempo para tratarnos, porque yo estaba lejos del hogar constantemente. Mis estudios ocupaban todo mi tiempo —explicó, elevando la cabeza y clavando los hermosos ojos en los de Dexter—. Quizá era también que no me interesaba en absoluto saber cómo eras. Nunca reparé en ti... Te vi tal como eras, por fuera, sin mirar hacia dentro.
— ¿Y bien?
—Ahora es diferente.
— ¿Diferente? No veo la diferencia por parte alguna.
— Lauri ha muerto.
—Lo sé perfectamente.
Romy dio una patada en el suelo. Se impacientaba. Su carácter temperamental no soportaba las situaciones imprecisas, y no creía haber hecho mal alguno a Dexter para que...
—Estamos viviendo juntos —advirtió fría—. Ahora te observo con más detenimiento. ¿Comprendes? Y no creo haber cometido una falta para que me trates como si fueras...
Romy dio otra patadita en el suelo y se apartó de la chimenea. Fue hacia el ventanal y apoyó la frente en el cristal. Nevaba. Los árboles del parque estaban cuajados de puntitos blancos. El espectáculo era ciertamente grandioso, y por un momento se distrajo admirándolo. Sólo, al sentir en su hombro la respiración masculina, se sobresaltó. y dio la vuelta. Encontró muy cerca la mirada azul de Dexter. Una mirada diferente: aguda, honda, ardiente. Se estremeció como si la pinchara un reptil y dio un paso atrás.
Como si esto bastara para hacer reaccionar al hombre, Dexter se echó a reír y disimuló como pudo.
—No soy tan sencillo de comprender como tú has supuesto —declaró con serena voz.
Romy seguía mirándole escrutadora.
— ¿Qué te pasa? —preguntó ahogadamente.
— ¿Pasarme? Nada, por supuesto. Te estaba diciendo que no soy tan sencillo de comprender como tú supones. Aparte de eso soy un hombre... desorientado. Tengo un hijo y no tengo hogar.
—Este hogar es tuyo.
—Si. Hasta que te cases tú.
—Eres lo suficientemente rico para formar otro cuando te convenga.
—No siempre se puede formar un hogar corno uno desea —repuso evasivo—. Por otra parte, nos alejamos de la cuestión. Tenías algo que decirme y no me lo has dicho aún.
—Ni te lo diré, Dexter. ¿Para qué? No podrías comprenderme. Hay algo en ti que no entiendo en absoluto. Y te ruego que en lo sucesivo procures no... mirarme de ese modo. Es molesto y violento para mí.
Al pronto, Dexter no respondió. Ciertamente quedó desconcertado. No creía mirar a Romy de modo alguno porque evitaba poner en ella los ojos y no obstante Romy aseguraba...
—Bien. —Rió queriendo aparentar indiferencia—. Siempre creí que mis miradas de británico no podían inquietar a ninguna mujer.
—Y no me inquietas —protestó enojada—. No te...
—Sigue.
— ¿Para qué? Prefiero ser tu amiga, Dexter, y es lo que trato de significar. Estamos en un hogar tranquilo y no quisiera por nada del mundo que esto se convirtiera en un infierno. Yo no puedo olvidar nunca que fuiste marido de Lauri, ¿comprendes? Y te quiero. Quizá por no perderos ni a ti ni a tu hijo, nunca me case...
Por primera -vez desde que le conocía, Romy se asombró viendo reír a Dexter estrepitosamente. Reía de tal modo que pudo ver el oro de su boca mezclado con las muelas blancas. Pudo ver asimismo la campanilla que se agitaba con su risa.
— ¿Por qué te ríes de ese modo? —preguntó irritada.
—Porque..., porque no concibo tu generosidad, Romy, ni la acepto tampoco. Eres demasiado ingenua, y no sabes lo que dices, querida cuñada. Estás rara esta mañana y prefiero continuar la conversación en otro momento más propicio para ambos. ¿Permites que me retire?
No respondió porque él ya se alejaba. Estuvo intranquila y preocupada toda la mañana, y por la tarde subió a su coche y se fue al club. Prefería divertirse como antes. Era preciso aturdirse un poco y no hacerse vieja antes de tiempo.
Cuando regresó, Dexter estaba en la terraza fumando un cigarrillo que tiró al verla descender del auto.
Mark asomó la cabeza por la ventanilla y saludó a Dexter, después condujo el auto a toda velocidad y se perdió en la bruma de noche.
—Hola—saludó ella, deteniéndose junto al arquitecto—. ¿Sabes que me ha dicho Mark?
—Que te amaba.
Romy sonrió, volviéndose de espaldas.
—Eso ya es más viejo que el chocolate. Me dijo que se ocupaban nuestra... vida, de la tuya y la mía.
— ¿Qué te parece?
—Nada. Ya lo sabía.
La vuelta de Romy fue casi violenta, y tan inesperada que chocó con el pecho de su cuñado y éste la retuvo junto a sí. En la oscuridad los ojos de ambos se encontraron.
— ¿Lo sabías?
—Sí.
—Suéltame.
La soltó.
—Entremos, Dexter. Quiero hablar de eso.
Capitulo 5
Habían cenado ya. Dex dormía, y ellos permanecían callados, sentados en el mismo diván del saloncito íntimo donde los leños rojizos restallaban en la chimenea.
Romy vestía un modelo de tarde oscuro que perfilaba quizá atrevidamente su figura de estatua griega. Cruzó una pierna sobre otra y balanceó un pie, mientras fumaba lentamente un cigarrillo del cual expelía olorosas volutas.
— ¿Quién te lo ha dicho? —preguntó de súbito sin referirse a nada, como si siguiera el rumbo de una conversación interrumpida.
—Lo sé. Es lógico. Por eso he decidido marchar, Romy. No es normal que dos cuñados vivan solos en un hogar, como si se pertenecieran mutuamente.
Romy se levantó impulsiva y dio unos pasos por la estancia. Se sentía nerviosa, disgustada. Pensó en ello toda la tarde. Soportó con sonrisa irónica las agudezas de sus amigos, las risitas de Mark... Todo como si no le diera importancia, pero se la daba, ¡oh, sí! Ahora eran simples murmuraciones sin trascendencia; más tarde serían criticas acerbas que la lastimarían muy hondo y ella... no podía renunciar a Dex. Y aun cuando el padre se lo dejara, un día cualquiera lo reclamaría a su lado. No podría resistirlo. Se había acostumbrado a Dex y a... Dexter. Era algo que no podía remediar. Apasionada, quería con locura o no quería. Quería a Dex, y quería a Dexter como si fuera realmente su hermano. Detestó a toda la humanidad, que veía las cosas por el lado malo; juzgó severamente a Mark y a todos, incluyendo a Mag, que también reía con ironía.
—Detén tus pasos, Romy —pidió molesto—. Estás devanándote los sesos sin necesidad.
— ¿Por qué sin necesidad? —preguntó retadora—. Estoy pensando y hallaré una solución.
— ¿Crees que la hay?
—Tiene que haberla.
Siéntate entonces y piensa sin agitarte. Yo conozco una solución... Se sentó dócil, y clavando en él los ojos interrogantes, preguntó:
— ¿Cuál?
—Una boda.
Romy se puso en pie como si la impulsara un huracán.
— ¿Casarnos tú y yo? —preguntó asombrada—. ¿Tú y yo, Dexter? ¿Sabes bien lo que dices? Dos seres que no se compenetrarán nunca, dos seres diferentes que no se comprenden. Además... —suspiró hondo—. Además..., eres el último hombre en quien yo hubiera pensado como posible marido.
El rostro de Dexter no pareció alterarse: Esperaba quizá aquella reacción.
—Tal vez no seamos tan diferentes como tú supones —rió de modo raro —Yo te conozco bien, pero tú a mí no. Me lo dijiste el otro día.
Romy se sentó en una butaca y juntó las manos en el regazo. Evidentemente, la solución de Dexter era totalmente inesperada y, por tanto, inadmisible para ella.
—Pues no... —porfió apurada—. No me agrada tu solución. Vi a Lauri, Dexter, un día y otro día en el hogar... La vi sufrir y llorar. Nunca me dijo por qué lloraba, pero... no era necesario. Quizá no te conozca bien, pero... prefiero continuar sin conocerte.
El hombre no protestó ni tampoco pareció afectado por la reacción de la mujer, desde luego, la esperaba.
—Perfectamente, querida Romy. —Sonrió poniéndose en pie e inclinando su alta figura hacia ella, que le miraba extrañada—. No vamos a enfadarnos por tan poca cosa. Existe otra solución, quizá más plausible para ti.
— ¿Y es?
—Separarnos. Te dejo al niño.
— ¿Y si un día encuentras una mujer, Dexter?
—Me casaré con ella —repuso sin titubeos.
— ¿Y el niño?
—Lógico es que lo lleve conmigo.
—Ya. Es lógico, sí —susurró bajísimo—. Buenas noches.
—Buenas noches, Romy. Te ruego que no tomes demasiado en serio mi... proposición de matrimonio.
La joven se volvió desde el umbral y le sonrió con los ojos luminosos, un poco burlones.
—Te dije en una ocasión que no entiendo el matrimonio sin amor. Yo lo quiero todo o nada, Dexter. Y exijo quizá demasiado.
— ¿Y temes que yo no te lo dé? —preguntó, avanzando hacia ella.
—No temo por ti, porque quizá me sorprenderías, pero temo por mí, porque no te amo ni te amaré nunca. Has sido el marido de Lauri, y el recuerdo de ésta se interpondrá siempre entre tú y yo.
—Ella ha muerto, nosotros estamos vivos.
—Y tenernos derecho a la felicidad —continuó ella—. Pero esa razón no basta. Tendría que amarte al menos y no te amo.
— ¿Por qué me consideras incapaz de querer con la misma intensidad que tú? —preguntó en el mismo tono ligero.
Romy apoyó la espalda en la puerta cerrada y le sonrió. No había rencor ni enojo en su expresión. Diríase que estaban tratando de un tema intrascendente.
—Existen varias razones, Dexter. ¿Permites que te las exponga? —Por supuesto.
—Primeramente eres mi cuñado... Nunca pensé en ti como posible esposo. Si me viera obligada a elegir, tú serías el último hombre de este mundo al que eligiera. En segundo lugar..., viví a vuestro lado cuando existía Lauri..., no fue feliz y, sin embargo, tú no eres malo.
—Lo que indica que yo no fui culpable de esta infelicidad.
—Es lo que ignoro.
— ¿Permites que te dé una explicación?
—No merece la pena.
—Será como una justificación, Romy. No servirá de nada, pero te agradezco que aun así me escuches. Cuando me casé con tu hermana yo la quería. No de un modo intenso, ni como tú comprendes el amor, pero la quería y puedo dar fe de ello si lo deseas.
—No es preciso —sonrió la joven, avanzando por la estancia y sentándose en el brazo de una butaca—. Continúa.
—Lauri enfermó. Yo seguía siendo fuerte y tenía deseos, los mismos o parecidos deseos que otro hombre cualquiera que se siente sano y anhela vivir. Hube de dejar a mi esposa en casa porque mis obligaciones sociales no me permitían estar a su lado constantemente como, muchas veces hubiera sido mi deseo... Nuestra vida matrimonial se truncó..., ¿cuándo? ¡Bah, qué importa eso! Poco a poco y sin saber cómo, dejé de amarla. La quise como se quiere a una persona que vive y palpita y sufre a nuestro lado. La vida no podía exigirme más, ¿no es cierto?
Romy, en silencio, asintió.
—La respeté mucho, Romy, la quise como tenía que quererla. Si a veces la viste llorar, no lloraba porque yo la hiciera sufrir. Lauri lloraba la salud perdida, la felicidad que dependía de esa misma salud. Fui fiel a Lauri y nadie puede decir que la postergara jamás. Hice todo lo humanamente posible por que ella recuperara su salud, y bien quisiera que no hubiese muerto.
Romy se enderezó y le tendió la mano.
—Perdona, Dexter. Tienes razón, a veces soy una ingenua tonta. Ahora permite que me retire.
—Buenas noches, querida.
—Buenas noches.
Dexter quedó allí. Tenía las facciones contraídas y una mueca de cansancio en los labios. No mintió al confesar su pesar por la muerte de Lauri. Si ella viviera, si hubiera sido una mujer fuerte, nunca se le ocurriría pensar en otra mujer, precisamente en la hermana de su esposa.
«Soy un estúpido —se dijo, mirándose a sí mismo—. Romy es tan imposible para mí como la luna.»
Se echó a reír con una sonrisa forzada y decidió que al día siguiente se ocuparía de su piso. Era preciso salir de allí. Quizá la ausencia, un nuevo hogar lejos de aquel palacio..., otra mujer tal tez... ¡Quién sabe!
* * *
Durante muchos días, Dexter apenas si aparecía por el palacio. La verdad es que Romy, aparte de los momentos que pasaba con su sobrino, tampoco paraba allí, como si en el hogar se ahogara. Organizó su vida de antes. Salía con sus amigos, se reunían en el club, asistía a fiestas nocturnas y coqueteaba con Mark...
Ya nadie se ocupaba de ella porque todos sabían que Dexter Walters vivía en un lujoso piso de soltero en el mismo edificio de la oficina, pero el drama íntimo continuaba y Romy lo sabía. Como sabía asimismo que un día cualquiera, Dexter encontraría una mujer y que le arrebatarían a Dex... Y ella cada día transcurrido anhelaba con mayor ardor regresar al hogar para apretar en sus brazos el cachito de vida que le recordaba a su hermana.
—Nunca debiste haber muerto, Lauri —sollozó aquella noche, estrechando a Dex junto a su pecho—. No sé contra quién revelarme, pero me rebelo. Es horrible pensar en la vida de este niño en manos de una mujer que no sea su madre. Y Dexter es joven y desea formar un hogar y se casará. ¡Oh, Lauri, Lauri, dime tú lo que debo hacer! Ilumina mi cansino. No amo a Dexter, Lauri —susurró apenas—. No podré amarle nunca, pero quiero a tu hijo y por nada del mundo lo cederé a otra mujer.
Casi sin percatarse dejó de salir. Fue espaciando sus salidas, un día se dio cuenta de que durante toda aquella semana estuvo desoyendo las llamadas telefónicas de sus amigos.
Hacía nueve meses que muriera Lauri, y ya todos parecían haberla olvidado. Los criados reían en la cocina; el niño jugaba, y con su lengüecita ligera la llamaba «mamá Romy»; el jardinero canturreaba mientras regaba el jardín. Y ella... también la olvidaba poco a poco, pues, aunque en su corazón el recuerdo de Lauri sería imperecedero, sus actos no lo indicaban así. Era alegre y divertida y, no obstante, ahora se sentía triste, deprimida, desolada sin saber definir las causas.
—¿No hay nadie en esta casa? —oyó la voz de Mag que venía del vestíbulo.
Salió precipitadamente y sonrió.
—Estoy yo aquí, pasa.
Mag recortó su figura en el umbral y contempló el cuadro con mirada socarrona.
—La mamá de película —rió divertida—. ¿Es que te vas a consagrar a un niño, querida impulsiva?
—Pasa, cierra la puerta y siéntate, habladora.
Mag hizo lo que le mandaba. Tiró el abrigo sobre una butaca y se inclinó hacia el niño, que jugaba en la alfombra.
— ¿Cómo te llamas, precioso?
—Dex.
—Como tu papá, ¿eh?
—Sí, como mi papá.
—Eres un niño delicioso, pero... —miró a Romy—, no le encuentro atractivo bastante para encarcelar a una mujer como tú.
—Y no me encarcela.
—Ya. Pues no se dice eso, mí querida Romy.
—Me importa un bledo lo que digan, Mag. Ten en cuenta que no voy a vivir siempre pendiente de lo que digan los demás.
—A veces es preciso. Eres muy conocida, Romy. No ya por ti misma, sino por el propio Dexter, que es un hombre importante, un personaje que no puede pasar nunca inadvertido. Y se comenta. En una fiesta social, donde tú estabas antes, y ahora no estás. En una reunión, en el club, en nuestra pandilla...
Romy agitó la mano con ademán cansado.
— ¡Bah! ¿Qué importa eso?
—Pues importa mucho y a eso he venido, a decírtelo.
Romy se puso en guardia.
— ¿A decirme qué?
—Que eres demasiado joven para consagrarte a un niño. Que Dexter te está perjudicando, que estás demasiado supeditada al esposo de tu hermana, y a su hijo... Yo, en tu lugar, lanzaba lejos ese lastre, Romy.
Dex, como si comprendiera a Mag se sentó en las rodillas de su tía y ésta lo apretó contra su corazón.
—No has tenido nunca una hermana, Mag; por lo tanto no puedes comprender estas cosas. Yo quiero a Dex como si realmente fuera mi hijo, y por nada del mundo permitiría que sufriera.
—Por Dios, no dramatices, Dex tiene un capital muy grande; por tanto, dispone de criados y amas para cuidarlo. Dentro de nada será un hombrecito y tú... ¿Qué serías tú? Una mujer acabada, sin ilusiones, sin esperanzas. Decididamente, yo no obraría así.
—Porque somos diferentes.
— ¿Esperas acaso una compensación? —preguntó Mag, mordaz.
Romy se irguió.
—Soy demasiado honrada para dar algo con miras a una compensación, Mag —replicó indignada—, y mentira me parece que tú me hables así.
—Yo te habló por boca de los demás.
—Pues no me interesa saber la opinión de nadie porque tengo mi propia opinión al respecto. Y te ruego, Mag, que vengas a verme cuando quieras, pero no me digas cosas que pueden ofenderme.
Mag se puso en pie y sonrió acariciando la cabeza del niño, que retrocedió como si le repugnara la proximidad de la joven elegante que enfadaba a su «mamá Romy».
—Te Advierto; Romy, que Dexter tiene cierta relación con una antigua compañera de estudios.
— ¿Compañera? ¿De quién?
—Tuya y mía. Y no le tenía mucha simpatía precisamente —rió Mag, burlona—. Tampoco tenía un gran corazón. No me agrada para mamá de... Dex.
El niño fue depositado en el suelo y Romy miró a su amiga interrogante.
— ¿Acaso te refieres a Irma Vals?
—Precisamente. Los vi ayer noche en un local nocturno y... mis padres los ven con frecuencia en el teatro.
Romy soportó la noticia con sonrisa burlona. Por un instante estuvo a punto de responder airadamente, pero comprendió que ni Mag ni ninguna de sus amigas merecían presenciar el espectáculo de su rabia.
—Tiene derecho a vivir —dijo fría—. Es lógico, aunque, si me consultara, nunca elegiría a Irma por esposa. De todos modos, Dex será mío.
—Yo no tendría tanta esperanza, Romy. Irma nunca te demostró mucha simpatía porque eres más bella que ella, más rica y tienes infinitamente más personalidad. Y por hacerte daño es muy capaz de todo. He venido a eso, Romy. No me creas tan perversa como para burlarme de tu drama íntimo. Te conozco bien y sé que siempre obras impulsada por tu gran corazón. Yo, en tu lugar..., trataría de hacer algo en bien de Dexter. Tienes el deber, creo yo, de hacerle comprender quién es Irma...
Romy apretó contra sus piernas la figulina menuda de Dex y sonrió a Mag sutilmente.
—Gracias, querida. Por un momento creía que eras como... todos.
—Parece mentira que habiendo vivido a mi lado tantos años, cuando ocupabamos el mismo pupitre, hayas dudado de mi sinceridad.
—Gracias, Mag.
—Ya me voy, Romy. En realidad, creo que Dex es lo bastante atractivo como para renunciar a. ciertas cosas...
Una vez se hubo marchado Mag, Romy, sin titubeos, fue hacia el teléfono y marcó un número.
Reconoció la voz de Dexter al otro lado.
— ¿Puedes venir un momento, Dexter?
— ¿Ahora?
—Sí, ahora. Hace más de una quincena que no vienes a ver a tu hijo.
— ¿Deseas que vaya a verlo?
—Ahora no me interesa eso. Quiero hablarte. He pensado mucho la conversación que sostuvimos... hace tiempo y...
— ¿Y qué?
—Prefiero que vengas un instante.
—Te advierto que tengo una cita urgente.
—Entonces iré yo a tu casa ahora mismo.
Y colgó el aparato. Romy era así de impulsiva. Mientras Mag hablaba de Irma, de Dexter, de las habladurías y de bobadas, ella pensaba. Pensaba en Dexter y en su boda. No la boda de Irma, sino en la boda de ella con el marido de Lauri. ¿Por qué? Pues sencillamente porque Romy era así. Pensaba y obraba inmediatamente.
Dejó al niño en manos del ama y se cambió de ropa en un instante. Tomás sacó el auto del garaje, y Romy se sentó ante el volante y empuñó éste con firmeza.
Antes de pulsar el botón de arranque, rumió con los dientes juntos:
«Te he pedido consejo y ya me lo diste, Lauri. No sé si hago bien o mal, pero lo voy a hacer. Si no es Irma, será otra peor un día cualquiera, y prefiero ser yo.»
Al poner el auto en marcha, elevó los ojos al cielo y susurró: «Lo hago por Dex, Lauri, y tú lo sabes...»
Capitulo 6
El piso era muy elegante y Romy lo apreció en seguida. Tapices, alfombras y muebles colocados con gusto exquisito. No dudó de que el gusto perteneciera a Dexter. Por algo era el arquitecto más célebre, de cuya competencia nadie dudaba y a quien pedían consejo los mismos compañeros de profesión.
Le abrió un criado y la hizo pasar a un elegante salón del fondo del cual surgió la distinguida figura de su cuñado. Vestía traje gris y camisa blanca sin corbata. Calzaba simples zapatillas de fieltro. Romy, al mirarle y sonreírle un poco estúpidamente, pensó: «Siempre creí que mi boda se celebraría con toda pompa, y mira por dónde va a ser la boda más vulgar del siglo.»
—Buenas noches, Romy. Francamente no te esperaba ya.
—Pues estoy aquí. ¿Vas a salir o puedo quitarme el abrigo?
—Sería una descortesía por mi parte no oír lo que tienes que decirme. Te ayudaré a quitarte el abrigo.
Situóse tras ella y se lo quitó. El abrigo cayó al suelo, sobre la alfombra que cubría todo el salón. Las manos de Dexter continuaban sobre los hombros desnudos. La volvió lentamente y clavó la hondura de sus ojos en aquéllos otros que parecían escapar.
— ¿Qué pasa? , —preguntó con rara voz, una voz contenida que ella no oyó nunca en Dexter—. ¿Qué es esto tan importante que tienes que decirme?
Los párpados de Romy se abatieron y muy lentamente se separó de él. Le dio la espalda.
—Un día me pediste que me casara contigo... —Se volvió bruscamente y le miró—. Pues quiero casarme. Eso es lo que tengo que decirte.
El hombre quedó quieto, estático. O no había comprendido bien o la noticia la esperaba.
—Bien. Dime, ¿por qué?
—Porque... porque... ¿Qué importa el por qué?
—No me amas.
—No.
— ¿Y entonces?
— ¿Estabas dispuesto a hacerme tantas preguntas cuando me solicitaste en matrimonio?
—Por supuesto que no.
—Pues acéptame ahora del mismo modo.
Dexter se balanceó sobre las largas piernas con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Sonreía y su sonrisa era velada, casi triste.
—Romy, te hago estas preguntas porque yo te quiero. No como quiere a una cuñada que cuida a nuestro hijo, sino como quiere un hombre a una mujer. Y me pareces tan bella como a cualquier otro ser masculino, con la diferencia de que yo te quiero para mí y aprecio tu belleza de otro modo. La aquilato, ¿comprendes? Como los hombres aquilatan la belleza de sus propias mujeres.
Al pronto, Romy quedó desconcertada, fue retrocediendo lentamente y se dejó caer en el borde de un sofá. Con ademán automático recogió el abrigo del suelo y lo colocó sobre sus rodillas. Estaba ida, y sus labios sensitivos temblaban perceptiblemente.
En silencio, Dexter alcanzó el abrigo y lo puso en el respaldo de diván. Luego enderezó el busto para mirarla.
—Romy, aún no me has contestado.
—Creo..., creo que no tengo nada que contestarte, Dexter. Ha sido todo... demasiado inesperado. Preferiría que te hubieses callado...
— ¿Por qué? Siempre fui leal con los demás y conmigo mismo. No por amarte voy a exigir de ti lo que con sencillez me niegas. No se incluso lo que estás dispuesta a dar en ese matrimonio un poco urdo...
—Sería horrible para mí, Dexter —confesó con velada voz—, que exigieras, porque yo no podría darte nada. Quizá algún día pueda acostumbrarme a ti. Ahora... —Pasosé una mano por la frente. Aquella mano era delgada, larga y bonita, con las uñas perfiladas en rojo. Lucía una sortija de brillantes en el dedo medio y los destellos hirieron los ojos del hombre, que parpadeó sutilmente—. Ahora no puedes... ni debes forzarme a nada. Tú sabes bien cómo soy, Dexter —añadió quedo—. Sabes a lo mucho que renuncio con este matrimonio.
— ¿Acaso me crees incapacitado para hacerte feliz?
—Te desconozco por completo —confesó bajísimo— y debo decir con sinceridad que sí, te creo incapacitado para hacerme feliz. Somos dos temperamentos opuestos. Tú quieres con la misma indiferencia que admiras un cuadro de una firma anónima. Yo... no.
— ¿Y qué te hizo suponer eso?
—¿Ocaso no he vivido a tu lado muchos años?
Dexter curvó la boca en una mueca extraña.
—Bien —dijo frío—, ¿para qué vamos a discutir? Nos casaremos. Viviremos juntos como hacíamos antes... La diferencia no se notará. —Sonrió de nuevo con sarcasmo—, Soy un británico, como tú has dicho muchas veces, que no se muere de amor por ninguna mujer. Te quiero, me gustas, te admiro y... te deseo, y no con la misma indiferencia con que contemplaría un cuadro de una firma anónima; pero no importa. Seremos dos buenos amigos, Romy. Dos buenos amigos, mientras podamos sostener esta situación tan... anormal.
La joven se puso en pie. Había ido allí decidida y casi retadora, y salía desconcertada e inquieta.
— ¿Te acompaño?
—No es preciso. Puedes acudir a la cita..., pero si es una mujer la que te espera, te ruego que te despidas de ella. Si es que voy a sacrificar por vosotros mi hermosa juventud, justo es que pagues de algún modo mi sacrificio. No me agrada en absoluto ser el hazmerreír de la gente. Ni quiero que mi marido... tenga amistades femeninas poco... recomendables.
—Estás diciendo cosas muy desagradables, Romy, y estás asimismo humillándome, cosa que no digiero muy bien.
¿Se burlaba? Romy alzó la barbilla con altanería, y le miró. Pero Dexter sonreía indiferente.
—Hasta mañana, Dexter.
— ¿Cuándo quieres casarte?
—En seguida, y no deseo en modo alguno una ceremonia espléndida. Nos casaremos e iremos a la finca del campo. Tú puedes volver a tu trabajo. Yo me quedaré allí unos días con Dex...
—Parece que te avergüences de este matrimonio.
Romy irguió el busto. Estaba muy bonita ciertamente, y Dexter apartó los ojos para no verla.
—Siempre creí que mi boda sería otra cosa —murmuró—. Esperaba mucho del día de mi boda, y tengo derecho a confesarlo con sinceridad. No es un plato de gusto para mí casarme contigo, y no tengo por qué engañarte.
— ¿Por qué, entonces, te casas conmigo?
Romy cogió el abrigo, se lo puso maquinalmente por los hombros y después alzó la barbilla voluntariosa y miró a Dexter de frente.
—Porque tienes un hijo, Dexter, y este hijo es de Lauri también. Sé que Lauri en mi lugar obraría de idéntico modo.
— ¿Y no has pensado que puedo ser un hombre desconsiderado?
—Quieres demasiado a tu hijo y me consideras demasiado joven para abusar de mi ingenuidad.
—Perfectamente, Romy. Nadie en mi lugar contraería matrimonio con estas perspectivas, pero yo deseo que seas mi esposa. —Hizo una rápida transición y añadió—: Permite que me ponga una corbata y me calce, y te acompañaré a casa.
—No te molestes.
—Iré de todos modos. Mi cita era con una mujer y tú... —la miró con los párpados entornados y subrayó—: me prohíbes esas citas...
Ya sentados en el interior del auto, Dexter al volante y ella a su lado, parecían sumidos en sus propias reflexiones.
De súbito, dijo Dexter:
—No debes sacrificar tu vida por dos seres que, al fin y al cabo, pueden ventilarse solos. No soy tu ideal de hombre. Recuerdo que me lo dijiste cuando aún vivía Lauri. ¿No temes, pues?
—Deseo tener a Dex siempre a mi lado, Dexter.
—Es una pobre razón.
—A mí, por el contrario, me parece una razón poderosa.
—.Bien.
El auto avanzaba. Al llegar ante la verja del palacio, el auto se deslizó lentamente, y Dex, que estaba en la terraza, al ver a su padre y a «mamá Romy», dio saltitos de alegría y corrió a refugiarse en los brazos fuertes de Dexter.
Luego pasó a los de Romy y los tres entraron en el magnífico y acogedor hogar.
* * *
Hubo muchos comentarios con respecto a la boda que iba a celebrarse. ¿Quién dio la noticia? Pudo ser la misma Romy, o Dexter, o los criados. ¿Qué importaba? El mundo lo sabía, la sociedad comentaba. Condenaban el hecho. Una chiquilla como Romy, bonita, jovencísima y millonaria; un hombre de treinta y tres años con un hijo... No era un acierto. Allí faltaba una persona amiga que aconsejara a la joven millonaria... No se les vio juntos por parte alguna. Se sabía que Dexter trabajaba en su oficina como si nada fuera a ocurrir, y Romy apenas si salía de su suntuoso palacio. ¿Se ocultaba? No. Romy era demasiado personal para avergonzarse de sus actos, que llevaba a cabo con absoluta consciencia.
Mag se atrevió a visitarla, dispuesta a darle un consejo, pero Romy no mencionó para nada su próximo enlace y Mag no encontró fuerza moral para abordar el tema. También Mark la llamó por teléfono, resuelto quizás a hacer una protesta en regla, pero a las primeras frases, Romy cortó con brusquedad y colgó el receptor.
Los días se aproximaban. Dexter venía ahora todas las tardes a ver a su hijo y a su... novia. Interiormente se reía de sí mismo, pero continuaba impertérrito, en espera de que ella, llegado el momento se arrepintiera, o de que él perdiera el valor para coger con sencillez lo que se le daba casi soberbiamente.
Pero no sucedió una cosa ni otra y una mañana se casaron. Fue una ceremonia sencilla en un lejano monasterio donde Dexter tenía amigos. El niño esperó en el auto y cuando ellos salieron, subieron al coche y éste rodó en dirección a la finca rural. Hacía frío y llovía. Y como en otra ocasión, un año antes, el hombre iba sentado ante el volante y la mujer bellísima a su lado con el niño apretado en sus brazos.
No hubo frases más o menos veladas. Romy oprimía nerviosamente la cabeza de Dex contra su pecho, y poco a poco fue dejando caer su propia cabeza sobre la de su sobrino. Cerró los ojos.
— ¿Tienes sueño? —preguntó Dexter con dulzura.
Se sobresaltó. Sonrió apurada.
—He dormido mal esta noche.
— ¿Por qué?
Encogió los hombros.
— ¡Bah! ¿Qué sé yo?
—No tardaremos en llegar y podrás descansar. Yo regresaré a Nueva York esta misma noche. Te advierto —añadió mirando hacia carretera— que en esta época la finca es tristísima.
— ¡Qué importa eso!
—Te angustiarás.
Ella se mordió los labios. De buen grado hubiera contestado que más angustiada no podía estar. Pero dominó la respuesta y calló.
—Yo no podré venir a veros todos los días. Mis ocupaciones me impedirán.
—No te preocupes.
—Cuando desees regresar, me llamas por teléfono.
—Bien.
Cuando llegaron a la finca, los criados ya se hallaban alineados en la terraza. Un niño entregó un ramo de flores a la mujer bella, las agradeció con una débil sonrisa. Después, ella entró en la casa y Dexter la siguió con el niño en brazos.
Jamás comida de boda fue más silenciosa que aquélla. Romy, los labios apretados, parecía sumida en hondas reflexiones, y Dexter la observaba preocupado.
Cuando tomaban el café en el saloncito, Dexter se paseó agitadamente de un lado a otro. Romy; nerviosa, alzó los ojos y pidió con velada voz:
—Me descompones con tus paseos, Dexter. ¿Puedes detenerte al nos un instante?
—Es que me siento el más insignificante de los hombres —confesó enfadado—. Bien está que no me quieras y te hayas casado conmigo por mi hijo; pero eso no impide que seamos buenos amigos. Olvida por un instante que somos marido y mujer. ¿O acaso no puedes? ¿Hay algo que te lo impida?
—Por supuesto que no.
Fue hacia ella y se sentó a su lado. Tomó las manos frías entre las suyas y dijo quedamente:
—Romy, quisiera ser un amigo para ti. No te forzaré nunca a nada. Sería absurdo que lo hiciera sabiendo que... me toleras por conveniencia. No soy repulsivo ni tan indiferente como tú supones. Nunca he querido a ninguna mujer como te quiero a ti. Mi temperamento, aunque tú no lo consideres así, se complementa con el tuyo. Quizá no te des cuenta de ello nunca, o tal vez te la des mañana mismo. No quiero verte pensativa ni triste. Eres alegre por naturaleza, sensible y noble. Haz un esfuerzo y verás como... como te tranquilizas.
—Es algo que no puedo remediar, Dexter —confesó bajísimo.
— ¿Me odias?
—No.
— ¿Te repugno?
—No.
— ¿Entonces, Romy...?
La joven rescató sus manos y se puso en pie. Vestía un modelo negro, descotado, con la manga por el codo. Calzaba altos zapatos y su figura, más estilizada si cabe, se recortó en el fondo rojo de la chimenea, quedando bajo la luz de la lámpara, que ponía de relieve su cuerpo palpitante de diosa griega.
—No hablemos de eso —pidió con un hilo de voz—. Fuiste el marido de Lauri, Dexter, ¿comprendes? Para mí siempre serás eso y no sé si... podré resistirlo. Tú no puedes comprenderme porque... porque nunca la amaste apasionadamente. Yo no quisiera tener que negarte nada. Lucho constantemente por ver en ti al marido normal, al cual la mujer debe darle todo su ser y todo su amor. Yo no puedo. Detesto estas situaciones absurdas, ¿me entiendes? Soy hermana y juzgo las cosas con humanidad. Tú dices que me amas y tienes derecho a gozar de mi amor...
—Cállate, por favor.
—No puedo callar, Dexter. Aunque no te quiero como la mujer quiere al hombre que comparte su vida, yo podría darte lo que tengo el deber de darte, a lo que me obliga el sagrado lazo del matrimonio, y aun sin quererte porque no vivo de ilusiones, sino de realidades; pero... has sido el marido de mi hermana y eso es horrible para mí. Me estarías acariciando y yo creería que Lauri nos miraba —tapose la cara con las manos y sollozó—. Es horrible esa visión —gimió ahogándose—. Yo no podré soportarla nunca.
—No te esfuerces, querida —exhortó bajito—. En realidad, te comprendo muy bien. Algún día estas visiones desaparecerán. Estás obsesionada. Ahora vamos a ser buenos amigos, ¿quieres? Eres una niña, Romy —añadió enternecido—. Una deliciosa niña que jugó a coquetear con los hombres, que habló de amor como una mujer experimentada, y en verdad desconoces lo que significa todo ello. Anda, sé buenecita y tranquilízate. Yo me iré ahora mismo y tú jugarás con Dex.,
— ¡No soy una niña! —gritó enojada.
—Prefiero creer lo contrario —repuso Dexter con rara entonación.
Segunda Parte
Capitulo 1
Romy saltó del lecho y fue hacia la mesa del centro donde tres sobres parecían llamarla.
— ¿Quién los ha traído? —preguntó, ciñéndose la bata.
—Vinieron por correo, señora.
—Ábrelos y léemelos mientras me cepillo el cabello.
La doncella así lo hizo. A través del espejo del tocador, veía el rostro ideal de Romy que la interrogaba con la mirada.
—Son invitaciones, señora.
¡Señora! ¿Desde cuándo la llamaban señora? Un mes, desde entonces. Vivía en el campo con Dex, y jugaron juntos en la nieve, cabalgaron en día de lluvia, le contó cuentos, sentados ambos ante la chimenea encendida... Hasta que se cansó. La quietud del campo la angustiaba. La soledad de las noches silenciosas la atemorizaba. Un día llamó a Dexter y éste acudió a buscarlos. ¿Cuándo fue ello? La noche anterior y, no obstante, parecían haber transcurrido miles de años.
Allí estaba, en la alcoba matrimonial que él reformó. ¿Lo hizo ya con intención de que fuera para ella? Miró la puerta de comunicación. No estaba cerrada, pero Romy sabía muy bien que Dexter jamás la traspasaría si ella no lo autorizaba. —Déjalas ahí, Mary, y prepárame el baño —ordenó un poco alterada, porque aquellos pensamientos la desconcertaban.
Se bañó y vistió. Se puso un traje de mañana y salió de la alcoba en dirección al comedor. Encontró a Dex en el pasillo y le besó apretadamente.
— ¿Ha marchado el señor? —preguntó a la nurse.
—Creo que no, señora.
Agitó la mano y sonrió al nene. En el comedor estaba Dexter. Vestía de gris y se hallaba de pie ante el ventanal.
—Buenos días.
El hombre se volvió. Avanzó hacia ella, la tomó por el brazo y la miró a los ojos, inclinando su alta talla.
— ¿Contenta?
—Sí.
— ¿Quieres que realicemos un viaje?
Estaban de pie muy juntos, y Romy, nerviosa, se apartó un poco para verlo mejor. Alzó la barbilla y escrutó fijamente los ojos de él.
— ¿Para esta época?
—Podemos ir a Las Vegas.
—No, no; prefiero quedarme aquí. Además..., ¿puedes disponer de tiempo?
Retiró la silla y Romy, sin dejar de mirarle, se sentó.
— ¿Y el niño?
—Podíamos dejarlo o... llevarlo. Como tú desees.
—Me gusta la casa. Opto por quedarme. Cuando llegue la época estival, iremos a cualquier sitio si tú... dispones de tiempo. Las Vegas me parece una ciudad demasiado...
— ¿Agitada?
—No es ésa la explicación exacta, pero no importa.
Dexter se echó a reír. Era alegre su risa. ¿Desde cuándo reía Dexter de aquel modo? ¡Bah! ¡Quién sabe! Romy, mientras untaba el pan con mantequilla y hundía la cucharilla en la mermelada, pensaba en Dexter, a quien tenía enfrente, comiendo y mirándola al mismo tiempo.
Era esposa de aquel hombre. Tanto si quería como si no, era su esposa y Dexter la amaba según confesó. ¿Puede un hombre amar a una mujer y... mirarla tan sólo?
«Un británico de hielo.»
Curvó la boca en una mueca y pensó asimismo:
«Soy injusta. Dexter es, ante todo, un caballero, y sabe muy bien que yo no le amo. Pero es mi marido. ¡Mi marido! Tengo un marido y no me di cuenta exacta de ello hasta este instante. Ya no podré salir con mis amigas, ni admitir los galanteos de Mark, ni asistir a ninguna fiesta social si Dexter no me acompaña. Cuando nos presentemos en público (y será esta misma noche) los amigos y conocidos nos mirarán mucho y comentarán... Me he casado con el hombre que perteneció a mi hermana. ¿Hice bien o hice mal, Lauri?»
— ¿En qué piensas?
Se sobresaltó, y aturdida echóse a reír.
—En nada determinado.
—La expresión de tu rostro era inquieta.
—Quizá lo esté.
— ¿Tengo yo la culpa?
Por encima de la mesa alargó la mano y la colocó sobre la de su esposo. En aquellas dos manos lucían dos anillos idénticos, y en el interior de aquellos anillos había una inscripción y dos nombres. Romy y Dexter. Todo era absolutamente auténticos y, sin embargo...
—No tienes tú la culpa —susurró, apretando levemente los dedos masculinos.
Iba a retirar su mano cuando Dexter la apretó entre las suyas. La acarició de modo turbador y después, poniéndola más nerviosa si cabe, la besó en la muñeca, junto al reloj de oro.
—Déjame, Dexter...
—Es difícil vivir a tu lado y no... no...
Retiró la silla y se puso en pie. Sonreía forzadamente.
— ¿Te marchas?
—Sí. Volveré a la hora justa de comer.
— ¿Quieres que vaya a buscarte?
— ¿A buscarme? —la miró brevemente—. ¿Serías capaz?
—Claro.
Iba a levantarse, pero Dexter se situó tras ella y le puso las manos en los hombros.
—Tomaremos juntos el vermut, querida. Nunca una mujer fue a buscarme a la salida de la oficina y.., —se inclinó hacia ella y terminó en su oído—. y será una sensación nueva que me halagará...
—Hasta luego, Dexter.
No se fue. La presión la sentía aún en sus hombros. La respiración masculina muy cerca. ¿Por qué no se iba de una vez? Así, silencioso y quieto, estaba poniéndola nerviosa.
—Quiero darte un beso —dijo al fin, la voz enronquecida. Romy se estremeció de pies a cabeza.
—Un...
—Por favor, no te muevas...
—Es que...
Dexter comprendió. La besó en la mejilla rápidamente y, sin mirarla de nuevo, se alejó con paso ligero, como si le persiguieran.
— ¡Dexter! —llamó Romy.
—Hasta luego, querida.
Se retiró a sus habitaciones. Se sentía inquieta. ¡Oh, si!, como nunca lo estuviera. ¡Era el primer día que pasaba al lado de Dexter después de casarse y... no sabía si podría soportar momentos como aquél! Lo desconocía. ¿El británico de hielo? ¡Oh, no! Había algo hondo y ardiente en el fondo de las pupilas azules. Algo que aún nadie había despertado excepto ella y... ella no quería, no debía despertar en Dexter lo que Lauri no logró avivar...
Estuvo con el niño buena parte de la mañana. Mag vino a verla y le contó todos los chismes de sociedad que ignoraba. Le dijo que hablaban de ella, que su matrimonio había despertado comentarios diferentes. Y que en todos los círculos sociales se esperaba verlos aparecer juntos. Comentó después las fiestas a las cuales estaba invitada, y Romy le dijo que aquella noche ellos irían a la brillante fiesta que ofrecían los padres de Mark con motivo de la puesta de largo de su hija. Dexter era íntimo amigo del hermano mayor de Mark y debía asistir aunque no les complaciera. Luego, Mag quiso saber si Romy amaba mucho a su marido, y la joven repuso que sí con sorprendente aplomo.
Al mediodía llegó el coche de Dexter conducido por el chófer, y Romy se vistió elegantemente y le dijo:
—Lo llevaré yo, Max. Usted limpie mi coche.
Se sentó ante el volante, pulsó el arranque y antes de desaparecer envió un beso con la punta de los dedos a Dex, que la contemplaba arrobado desde la terraza.
* * *
El claxon sonó insistente. En el alto edificio no pareció conmoverse nada; no obstante, en el vestíbulo apareció el hombre que seguramente ya la esperaba. Le sonrió de lejos y él devolvió la sonrisa. Avanzó con paso ligero y se recostó en la ventanilla. La mujer era bonita y joven y era su esposa... Se enorgulleció de aquella evidencia y la contempló apasionadamente, como nunca la había contemplado. Lauri había sido primero una amiga buena, después una esposa enferma y luego una muerta. Aquella muchacha que vestía elegantemente, que tenia los ojos azulverdosos más luminosos del mundo, un cutis terso, mate y jovencísimo, que llevaba con gracia incomparable un casquete sobre el cabello azulado a fuerza de negrura, era viva, palpitante y fuerte... Jamás sintió la sensación de seguridad que ahora sentía y, sin embargo, no poseía su amor. Pero ¿qué importaba ello si era suya? Lo sería enteramente algún día, y los hombres no podrían mirarla codiciosos porque... porque ya tenía dueño y el dueño de aquella mujer era él.
— ¿Por qué me miras de ese modo? —preguntó apurada.
No respondió a la pregunta. Dije tan sólo, sin dejar de mirarla:
— ¿Conduces tú o prefieres que lo haga yo?
—Prefiero que lo hagas tú.
Se retiró un poco y Dexter abrió la portezuela y se sentó a su lado. El auto rodó por la calle poco transitada.
— ¿Adónde vamos?
—Adonde quieras. Me da igual un lugar que otro.
—Entonces iremos a un lugar de moda donde nos contemplarán con extremada curiosidad. Nunca me gustó despertar la curiosidad de la gente —rió divertido y contento—, si bien ahora... me es indiferente.
— ¿Por qué?
—Será porque te tengo a ti.
—Antes tenías a Lauri...
Las facciones masculinas se contrajeron por un instante. En seguida adquirieron su serenidad habitual.
—Será mejor que no lo recordemos. Y quiero decirte algo más, Romy. Lauri y tú siempre fuisteis diametralmente opuestas. La prueba la tienes en el hecho de esta mañana. A todos los hombres nos gusta que las mujeres se acuerden de nosotros... Tú no me quieres, Lauri me quería, y no obstante nunca se le ocurrió venir en el auto a la oficina a buscar a su marido... Nunca se le ocurrió poner flores en mi despacho particular... y ayer las había.
—Yo no las he puesto —protestó enrojeciendo.
¡Qué bonita y juvenil era Romy con los colores subidos!
Dejó el volante por un segundo y apretó cálidamente la rodilla femenina.
—No pudiste ser tú porque ayer estabas en la finca. Pero llamaste por teléfono dando órdenes al ama y le dijiste: «Ama, pon flores en toda la casa, quiero ver muchas flores. Y no te olvides del búcaro que hay en el despacho de mi marido...»
— ¿Quién... quién te... lo ha dicho?
—Estaba junto al ama cuando hablaste.
—Ya. Me... gustan las flores.
—Y a mí también.
Hizo una pausa... El auto se deslizaba sin prisas por las calles elegantes donde el mucho tráfico los detenía a cada instante.
—Hay cosas, Romy, que los hombres deben decirlas. Yo me casé con tu hermana creyendo que Lauri sería de otro modo. La he querido después, pero nunca deseé tenerla constantemente a mi lado.
—Estaba enferma —protestó la joven con débil voz.
—Antes no lo estuvo. No encontré en Lauri nada extraordinario. Hay mujeres que resultan más sugestivas después de casadas porque reservan celosamente su espíritu... sus gustos, sus aficiones, como si temieran que alguien pudiera profanarlos. Hay otras que lo dan todo desde un principio y jamás aportan al matrimonio una emoción nueva. Todo es espantosamente igual y monótono. Hay también mujeres que... no dan nada. Recogen nada más. Las hay que están dando continuamente.
— ¿En cuál de los grupos me incluyes? —preguntó, coquetuela.
El auto estaba parado. Otros muchos autos esperaban, como el suyo, la señal de seguir. Dexter pudo mirarla y su mirada resultó un poco atrevida.
—No lo sé —rió—. Creo que no lo sabré en mucho tiempo. Hasta ahora eres una novia para mí... Una novia inasequible a la cual no puedo ni debo tocar... No obstante.
—No obstante, ¿qué...?
—Creo que te incluyo en el primer grupo. Serás sencillamente encantadora cuando ames, Romy. Darás mucho y pedirás exigente otro tanto.
—Nunca creí que... supieras decir tantas cosas.
— ¿Acaso has reparado en mí alguna vez?
—Pues... no, la verdad. Eras el marido de Latid y nunca se me curtió mirarte como hombre simplemente.
—Tu sinceridad me conmueve —rió Dexter, burlón.
El auto se detuvo ante un elegante local. Saltó Dexter a la acera, abrió la portezuela y alargó las manos. Romy puso la suya en las de su esposo y se apeó.
—Estás muy bonita esta mañana —sonrió el hombre, cerrando la portezuela con un seco golpe.
Ascendieron juntos. Romy, colgada del brazo de su marido, miró a un lado y a otro, repartiendo saludos. Comprendió que Dexter la llevaba allí para que los vieran juntos, quizá con objeto de dar seguridad al hecho de ser ella su mujer.
Observó que los miraban con curiosidad primero, con simpatía después. Varios amigos vinieron a saludarlos y Romy departió con ellos con su desenvoltura acostumbrada.
Cuando salieron, una hora después, alguien dijo a sus espaldas y ellos lo oyeron:
—Hacen una excelente pareja. Ella parece muy joven a su lado, pero es encantadora. Mucho más bella que su hermana Laura...
Con un suspiro de alivio se sentó de nuevo junto a su marido y este puso el auto en marcha.
— ¿Lo has oído? — rió él, tras un largo silencio—. No podremos nunca pasar inadvertidos, porque nuestra boda, a pesar de su sencillez, dio mucho que decir. Y lo sabes, querida Romy, eres una jovencita encantadora para un vejestorio como yo.
—No digas tonterías.
Capitulo 2
Esperaba impaciente. Vestía de etiqueta y su frente se plegaba en una profunda arruga. Iba de nuevo a enfrentarse con la sociedad hostil que condenó su matrimonio. ¿Cambiaría de parecer al verlos? ¡Bah! ¿Qué podía importarle a él la opinión ajena?
— ¿Terminas, Romy?
La puerta se abrió, y la joven apareció en el umbral. Vestía de negro y su traje era sencillamente maravilloso. Modelaba su cuerpo con cierto atrevimiento que le hacia parecer un poco mayor. Descolado, la espalda muy pronunciada, marcando las caderas y el busto. Lucía un collar de perlas y prendiendo el escote un broche cuyos destellos hicieron parpadear al hombre que la miraba.
—Estás bonita —dijo bajísimo, al tiempo de tomar la capa y ponérsela por los hombros—. Muy bonita, Romy. Aunque... me disgustará que los hombres te vean tan...
— ¿Tan?
—Dejémoslo.
Tenía las manos en los hombros femeninos. Apretaba sin piedad, como si temiera que alguien entrara para llevarse a la mujer que le pertenecía.
—Dexter, me lastimas.
—Perdona.
Pero no la soltó.
—Se nos hará tarde —susurró apurada.
Súbitamente las manos de Dexter hiciéronle dar una vuelta en redondo y la atrajo hacia sí de tal modo que por un instante sus cuerpos se confundieron.
—Suéltame, Dexter.
La miraba. No la soltó por supuesto. La miraba con insistencia, con desesperación. ¿Y aquél era el Dexter que creyó de hielo? Nerviosa, trató de desasirse y Dexter no se lo permitió. La besó en el cuello, y el cuerpo de Romy se agitó como si la sacudiera.
—No, no —pidió casi sin voz—. Por favor, Dexter.
La besó. Era el primer beso y al pronto Romy quedó envarada en los brazos que la apretaban turbadorarnente. La mujer se debatió para quedar inerte después, muy quieta, con los ojos cerrados, pálida, temblorosa...
Sin soltarla, buscó la mirada azul verdosa. Los ojos de Romy brillaban humedecidos. El hombre se estremeció.
—Perdona —pidió quedamente—. A veces los hombres somos unos brutos...
Ella nada repuso. Entró en la alcoba, se pintó de nuevo y salió después apretando la capa nerviosamente cruzada sobre el pecho.
—Romy...
La joven caminaba por el pasillo y Dexter la seguía.
—Romy, debo explicarte...
— ¿Para qué? Olvidémoslo, te lo ruego...
—Quiero decirte..
—Por favor, Dexter, por favor...
Colgóse de su brazo y descendió majestuosamente y bella hacia el vestíbulo. El chófer, gorra en mano, los esperaba con la portezuela auto abierta. Se acomodaron en el interior, y ambos permaneciera y serios hasta que el auto se detuvo ante el palacio de padres de Mark.
La velada resultó muy animada. Romy bailó con Mark y éste no mencionó para nada su amor, el amor que con frecuencia le confesaba cuando era una mujer libre, sin un marido…
A éste lo vio bailar con Irma Vals. Irma hablaba mucho, coqueteaba con Dexter, pero Dexter parecía cansado. También Romy lo estaba.
«Parece mentira —pensó— que lleguen a hastiarme cosas y hechos que antes me ilusionaban.»
Bailó con todos sus antiguos compañeros y bromeó con ellos. sus ojos miraban a Dexter. El beso... ¡Oh, sí! No lo olvidaría, aunque llegara a vieja sin amar a Dexter. Había sido todo demasiado inesperado, demasiado sorprendente.
Ella, como toda mujer, había soñado muchas veces con el primer beso. Y lo había recibido en un instante extraño, en circunstancias extrañas también... Jamás creyó que fuera tan sensible y lo era. ¡Ah, sí! Mucho.
— ¿Bailamos, Romy?
Se estremeció perceptiblemente. El grupo de amigos que la rodeaba miró al marido; la miró a ella después. Les sonrió tontamente. Se fue con Dexter. Este la rodeó con su brazo y la atrajo hacia si con ademán posesivo.
— ¿No querías? —preguntó, buscando los ojos que no encontró.
— ¿Acaso me has dado tiempo a meditarlo?
Se echó a reír. Y la apretó cálidamente, con ademán turbador que, a su pesar, la enajenó. ¿Qué tenía aquel hombre? ¿Era en verdad el hombre indiferente y frío que compartía la vida con Lauri?
No se separaron en todo el resto de la noche. Ni él intentó hacerlo ni ella lo pidió. Se dejaba llevar, se dejaba querer. Necesitaba dejarse querer porque estaba ansiosa de cariño. Siempre dando y no recogiendo nunca, y tenía derecho... a una compensación.
Nadie, al verlos, hubiera dudado del mutuo cariño que se profesaban. Y, no obstante, obcecada y tonta, seguía pensando en que se dejaba ir por la corriente de la vida estúpidamente, sin que existiera por su parte cariño alguno.
Cuando se dejó caer en el muelle asiento del auto, suspiró ahogadamente.
—Estoy rendida, Dexter —susurr6 bajísimo—. Esta noche me has hecho bailar demasiado.
Parecía una niña y Dexter sintió tal ternura que no pudo contener el deseo de atraerla hacia sí y la atrajo en silencio con aquel ademán tan suyo que le impedía a ella protestar.
La envolvió en sus brazos y la retuvo quieta, con la barbilla femenina alzada hacia él.
—Soy el salvaje mayor de la Creación —sonrió dulcemente — ¿Me perdonas?
—Te perdono.
— ¿Lo has pensado bien?
—Sí.
— ¿Estás contenta?
—Sí —suspiró—. Estoy contenta sin saber por qué, Dexter. ¿No parece raro?
—No —repuso el hombre, enigmático—. Nada me parece raro en ti porque eres..., como te dije el otro día, la mujer de las sorpresas. Dulce y buena en ocasiones, agresiva y desdeñosa en otras. Mujer y niña al mismo tiempo. Audaz e ingenua a la vez...
Ella rió. Rió quedamente, ocultando la cara en el cuello de su esposo.
—Dexter —observó pensativa, sin moverse—, estoy contenta de ser tu mujer. Me gusta estar casada y pensar que Dex es mi hijo. Creo que... que soy feliz.
Con un dedo, el hombre le alzó la barbilla y la miró a los ojos. Lentamente fue acercando su rostro y la besó en la boca inexperta. Y ella se mantuvo inmóvil y suspiró después.
—Prefiero que no lo hagas —dijo sin gritar.
Y despacio, se separó de él y apretó la boca con extraña mueca. El auto se detuvo y, en silencio, descendieron los dos.
— ¿Quieres tomar una copa?
Lo miró: No estaba enfadada, pero en el fondo de las pupilas glaucas había un brillo raro.
—Tengo sueño. Buenas noches.
Dexter mordióse los labios y dijo tan sólo:
—Siento haberte molestado, Romy.
—No me has molestado.
El hombre se agitó. Fue hacia ella y la sujetó por los hombros, la miró imperioso.
—Creo, Romy, que estoy portándome como un cadete. Y creo asimismo que tú me estás juzgando mal. No soy un cadete ni un estúpido —casi gritó— y te quiero. ¿Acaso cometo un delito por este hecho grandioso?
— ¡Dexter! —exclamó asustada.
—Eres una niña y no comprendes las cosas de los hombres —dijo él lentamente con los dientes juntos—. No soy bueno ni indulgente, Romy —añadió, fiero—. Soy un hombre con muchos defectos y tengo el más grande que puede tener un ser humano. Soy apasionado y amo. Tú eres mía y...
Lo contemplaba con los ojos muy abiertos. Era una niña y Dexter lo comprendió como nunca en aquel instante.
—Retírate, Romy —indicó, serenándose con un violento esfuerzo de voluntad—. Es mejor, ¿comprendes? Ve a dormir y sueña con las hadas.
Turbada e inquieta, Romy escapó escalera arriba, recogiendo el velo perfumado de su modelo de noche. Al llegar a su alcoba, apoyo la frente en las manos y la espalda en la madera. Suspiró ahogadamente, como si alguien le atenazara la garganta impidiéndole respirar.
Luego miró como alucinada la puerta de comunicación y se apresuró a cerrarla con violencia.
—No debieras decirme esas cosas, Dexter —susurró casi sin voz.
* * *
No fue a buscarlo a la oficina. Dexter no era el mismo de antes y la inquietaba por esa misma razón.
Ella, tan hermosa como siempre, jugaba con el niño en el gabinete. Vestía pantalón negro y suéter blanco modelando el busto perfectísimo. Calzaba chinelas y se tiraba por el suelo como el mismo Dex, cuyos gritos alborozados llegaban claramente al despacho de su padre.
Romy ignoraba que Dexter estaba allí. Jugaba divertida, haciendo de caballo y Dex de jinete. Cuando se abrió la puerta de golpe ni se preocupó de mirar. La voz la asustó, no obstante.
— ¿Qué gritos son ésos?
Simultáneamente, tía y sobrino se pusieron en pie.
Dexter esbozó una burlona sonrisa.
—La niña de tres años se divierte, ¿eh? —comentó irónico—. ¿No tienes algo más práctico y elegante que enseñarle al niño? Se enfadó. ¡Era tan impulsiva!
— ¿Tengo yo acaso la culpa de que tú seas un viejo? —preguntó rencorosa—. Hago lo que me da la gana, Dexter. Y el niño tiene tiempo de aprender cosas elegantes.
Dexter, al pronto, quedó desconcertado. Después sonrió de modo vago y, dando la vuelta, salió, cerrando la puerta tras de si.
Romy se echó a reír nerviosamente y miró al asustado Dex.
—Tu padre siempre quiere imponer a los demás, lo que te conviene. No estoy de acuerdo, Dex, ¿te enteras?
—Sí, mamá Romy.
—Llámame mamá nada más, Dex. Creo que soy madre tuya desde que naciste.
— ¿Sí?
—Sí. ¿Acaso lo dudas?
— No.
—Bueno.
Se sentó en el borde del sillón. Reía... Pero no estaba contenta.
— ¿No jugamos más, mamá?
—No. Se me acabó la gracia.
— ¿Tiene la culpa papá?
—No sé, quizá... ¿Quieres quedar solo un momento? Volveré enseguida.
No esperó que el niño respondiera. Hundió las manos en los bolsillos del pantalón y, como un pilluelo, salió silbando. Pero no estaba contenta, ¡oh, no!
Bajó las escaleras de dos en dos y en el vestíbulo vio al ama, que entraba con un brazado de flores aún mojadas.
— ¿Para dónde son, ama?
—Para el búcaro del salón.
—Dámelas, yo las pondré.
—Se va a mojar.
— ¿Qué importa? Me gusta el agua de las flores.
Se alejó con ellas y subió de nuevo las escaleras. Miró las flores, miró las manchas que el agua dejaba en la alfombra y después miró la puerta del despacho. Hizo un esfuerzo. ¡Caray, no era fácil!
Dio un paso al frente, otro, otro. Entró sin llamar. ¿Acaso no era su marido?
— ¿Quién anda ahí?
—Soy yo —dijo despreocupadamente, pero el corazón le daba fuertes golpetazos en el pecho.
—Estoy ocupado, Romy.
La voz era normal, pero estaba enfadado, y Romy lo sabía.
—Voy a poner flores en este búcaro.
—Las pusieron ayer tarde.
—Están marchitas.
Avanzó por el austero despacho y miró todo con curiosidad. Estando Dexter en él, no entraba nunca. Sobre el tablero había un libro y varios planos. Al fondo una fotografía.
La miró con curiosidad.
— ¿Soy yo? —preguntó trémula.
—Supongo.
—Ayer tenías la de Lauri.
—Tú eres mi esposa.
No respondió. Nerviosamente colocó las flores en el búcaro. El agua salpicó el libro.
— ¿Qué haces? —gritó enojado—. ¿Crees acaso que esto es una alfombra? Mira cómo lo has puesto.
Los ojos femeninos se llenaron de lágrimas. Pero Dexter volvió el rostro para que ella no viera su risa.
—No se nota, ¿ves?
—Sí, bueno. Vete ahora.
No se movió. Dexter, como si no notara su presencia, continuó haciendo apuntes. Volvía las hojas y anotaba en un bloc.
— ¿Qué haces? —preguntó ella, situándose a su espalda.
—Ah, ¿pero aún estás ahí?
—Sí. ¿Qué haces?
—Tomo apuntes que necesito esta tarde.
— ¿Te ayudo?
— ¿Tú? —la miró burlón—. No, querida. Si quieres ayudarme, déjame solo. Es lo único que te pido ahora.
La sintió retroceder.
—Romy.
Ella no respondió. Estaba ya junto a la puerta y aprisionaba el pomo.
—Ven aquí, Romy.
Le obedeció en silencio.
—Aproxímate más.
Romy dio otro paso. Dexter cogió la mano femenina y tiró de ella. La sentó en sus rodillas luego de girar el sillón, y con un dedo alzó la barbilla voluntariosa.
—Vamos a ver, pilluelo, ¿a qué has venido?
Silencio por parte de la joven.
—Te pregunto a qué has venido. Nunca interrumpes mi trabajo. ¿Por que lo haces hoy?
—Vine... a poner las flores...
— ¿Sólo a eso? Siempre has sido una chica sincera... Dime la verdad.
—Te enfadaste en el gabinete... Yo... yo...
Súbitamente se ciñó a su cuello y apretó los labios en la mejilla rasurada.
—No eres viejo, Dexter. Disculpa... mis palabras.
Se puso de un salto en pie y se alejó de él.
—Romy...
—Hasta luego, Dexter. Voy a vestirme para comer. Te llamaré luego.
—Ven aquí, Romy.
La joven desapareció y cerró la puerta tras sí. Dexter no tomó un apunte más. Nervioso, descompuesto, agitado, se apretó las sienes ambas manos y susurró:
—Deliciosa, deliciosa mujer...
Capitulo 3
Estaban en la ópera.
Les miraban. ¡Qué linda era aquella heredera de Daniel Colhuen! ¿Y el hombre que la acompañaba era su marido? Un hombre muy elegante y muy serio.
—Es el famoso arquitecto—comentó alguien en el palco frontero—. Primero estuvo casado con una hermana de Romy Colhuen.
—Ah, ya recuerdo.
—Ella es muy hermosa.
— ¿Tienen hijos? —preguntó una dama muy elegante.
—No. Se casaron hace algunos meses.
—Ya.
En el palco de los Walters estaban ellos silenciosos.
—No me agrada la ópera —observó Romy, con su acostumbrada sinceridad—. Y apuesto a que no gusta a la mitad de los que están en el local. Tanto grito, tanto ademán y genuflexión me crispan los nervios.
Dexter, que era apasionado de ella, se echó a reír indulgente.
—¿Y por qué vienes? —preguntó quedamente, inclinando su busto hacia ella.
—Porque es de buen tono.
— ¿Sí?
—Es elegante estar abonado. Es elegante vestir ricos modelos y sentarse aquí. ¡Bah! ¡Me descompone la hipocresía! A ti te gusta, ¿no?
—Me gusta mucho.
—Yo soy profana.
Hablaron tan bajo que casi se entendían por los movimientos de la boca.
* * *
Tosca se hallaba en el instante más emocionante, pero Romy se entretenía en contar las perlas de su collar.
— ¿Por qué no lo matan de una vez y nos dejan en paz con tanto chillido? —preguntó enojada—. No pienso volver, Dexter.
—Pero, Romy... Si es una obra magnífica.
—No lo dudo, pero a mí no me gusta. Tan pronto como termine me marcho.
—No vamos a quedarnos aquí —murmuró Dexter, sin dejar de mirar a la escena.
A la salida, Dexter la llevaba del brazo. Los miraron mucho porque ambos eran hermosos, jóvenes. Formaban una gran pareja. Romy saludó aquí y allá con la cabeza, y cuando se vio en el interior del auto suspiró aliviada.
— ¡Oh, todos vienen aquí para exhibirse, y la mayor parte no entiende nada en absoluto!
—Como tú —dijo Dexter, indicando al chófer que se dirigiese a casa—. Exactamente igual que tú.
—Yo no. Conozco todas las óperas como mis dedos; pero no me gustan. ¿Has visto a Irma? ¿Sí? ¿Has oído el comentario que hacía ante sus amigos? Pues no entiende nada. Siempre fue poco inteligente. Pero la gente la miraba y la creía una chica culta.
— ¿Por qué mencionas a Irma precisamente?
—Porque te miraba a ti al hablar.
Dexter se echó a reír y con ademán natural tomó la mano femenina y tiró de ella.
— ¿Qué haces?
—Ven aquí. Hablaremos de Irma.
La tenía prisionera y Romy alzaba la cara para mirarle.
—No me interesa hablar de Irma. Es una muchacha insoportable. Claro que a ti quizá no te lo parezca.
—No me lo parece.
—Pues lo es —porfió enfadada.
Dexter acarició el cabello que cosquilleaba en su mejilla y dejó resbalar la mano hasta el cuello adornado por el collar de perlas. Romy se mantenía quieta. No hablaba. Miraba los ojos de su esposo con rara expresión de niña asustada. Y Dexter, que no era un niño, precisamente, la ciñó contra sí y durante muchos minutos besó y la acarició en la oscuridad del auto silencioso.
—Dexter...
—Te quiero —declaró él quedamente.
Se dejó besar dócil y quieta, sintiendo que necesitaba los besos de Dexter. ¡Oh, sí! Se había acostumbrado a ellos y los devolvía tímidamente, calladamente.
El auto se detuvo. La mujer se envolvió en la capa y saltó suelo, seguida de su marido.
Procuró no mirarle. Caminaba presurosa hacia la casa iluminada
—No corras tanto, Romy.
—Tengo sueño —pretextó, con un hilo de voz.
Traspasó el umbral y, sin esperarlo, ascendió por las escalinatas, hasta su alcoba. Entró y dio un golpe a la puerta, cerrando. Creyó quizá que él iba a llamar, pero no fue así.
Cuando se vieron en el comedor a la mañana siguiente, mientras una doncella les servía el desayuno, dijo ella, sin mirarle, pero roja como la grana:
—Quiero ir a la finca, Dexter.
— ¿A la finca? ¿Ahora?
—Sí. La capital me aturde. Tenemos que ir a fiestas y teatros, y prefiero no ir a parte alguna. Allí no hay fiestas ni teatros ni recibiré invitaciones.
—Pero yo no podré ir a veros todos los días.
—Haciendo un esfuerzo sí podrás.
No respondió. No la comprendía. Lo amaba, estaba seguro. Una mujer como Romy no besa a un hombre por coquetería, sino porque le quiere. ¿Podía él abrir los ojos de aquella muchacha? No tenía derecho. Lógicamente debía dejarla hasta que ella misma, por sí sola, lo comprendiera.
Se retiró la doncella, y Dexter aprovechó el momento para extender la mano por encima de la mesa y apretar los dedos temblorosos.
— ¿Deseas que vaya a veros?
—Es justo que lo hagas.
—No te pregunto si es justo o injusto. Te pregunto si lo deseas.
Miró hacia el jardín, donde la primavera comenzaba a poner tonos alegres, y contestó quedo:
—Lo deseo.
—Pues iré. Me dejas muy solo aquí, Romy. ¿Crees que eso es justo?
—Yo estaré allí, Dexter, y el niño también. Puedes ir todas las tardes, al dejar la oficina. En una hora haces el recorrido.
—Todo lo tienes previsto.
Ella rió eludiendo la respuesta, y el mirar de sus ojos soñadores, que parecían huir constantemente de las pupilas exigentes.
* * *
¿Cuántos días llevaba allí, en la finca silenciosa? Dos semanas, durante las cuales sólo dos veces fue Dexter a pasar la noche con ellos.
Inquieta, sobresaltada, sin saber definir las causas de su desasosiego, oteaba la carretera aquella tarde de lluvia. Dex tenía constipado y estaba en cama. Los criados se ocupaban en sus faenas, y ella desesperada y sola, optó por ir a sentarse en el borde de la cama de su sobrino.
El niño, al verla, palmoteó de gozo. Y Romy, con débil voz, le contó un cuento de duendes y gigantes que deleitó al niño, hasta que la joven enmudeció súbitamente.
— ¿No me cuentas otro?
—No tengo ganas.
— ¿Estás triste, mamá?
—Sí,
— ¿Por qué?
—No lo sé.
¿Era porque no llegaba Dexter? ¿Sería posible? Se echó a reír. ¡Qué absurdo! Claro que no era por eso. Quizá por la lluvia, que le impedía salir al jardín, la enfermedad de Dex, el mismo silencio de la casa grande... ¡Quién sabe! ¡Por la ausencia de Dexter, no!
Oyóse el trepidar de un motor y Romy se estremeció como si la pincharan. Se puso en pie y corrió hacia la ventana. Dexter descendía del auto y caminaba hacia la casa.
—Es tu papá —dijo radiante. Y echó a correr en dirección al pasillo.
—¡Romy! —llamó Dexter, subiendo las escaleras.
Ella, impulsiva, corrió hacia él, se ciñó a su cuello y se besaron. Fue una cosa espontánea, natural y lógica en un matrimonio que se ama. Romy quedó asombrada, con las piernas colgando, pues Dexter le levantaba en vilo sin dejar de besarla. Al fin, Romy susurró con la boca entreabierta:
—Es la primera vez que no recuerdo a Lauri...
—La estás recordando, querida impulsiva.
—Sí. Pero de otro modo —reaccionó y se echó a reír nerviosamente, apartándose de los brazos que la encarcelaban—. Ven, vamos a ver al niño. Está constipado, ¿sabes? No será nada.
La casa parecía más alegre. La lluvia ya no entristecía el espíritu de Romy, y la enfermedad de Dex la consideraba una cosa sin importancia. Todo... ¿por qué?
Comieron en el comedor pequeño, servidos por una tosca criada, y luego pasaron al gabinete donde aún chisporroteaba la chimenea.
—Ya es hora de ir apagándola —indicó Dexter, hundiéndose en el diván con un suspiro de alivio.
—Sí. Cuando pasen estas lluvias no volverá a encenderse.
—Siéntate.
Lo hizo a su lado.
— ¿Te aburres?
—Un poco.
—Y aun aburriéndote me obligas a venir hasta aquí cuando tan bien podíamos estar en casa.
—Esto es una casa —rió burlona.
—Sí. Una casa de campo para el verano. Pero detestable en esta época del año.
—Me aburro a gusto.
—Y me fatigas a mí.
Se enojó.
— ¿Fatigarte? ¿Vienes acaso muchas veces? En dos semanas te hemos visto unas horas de la tarde durante tres días espaciados. Di que disfrutas mejor de tu soledad en la capital. ¿Sales mucho? ¿Vas a la ópera? ¿Vas al club?
Como siempre, impulsiva y apasionada, hacía las preguntas atropelladamente. Y se enfadaba y se reía con la misma facilidad. Una mujer con carácter complicado quizá, pero, de todos modos, encantadora, maravillosamente femenina, maravillosamente guapa. Una mujer junto a la cual el matrimonio siempre sería una novedad. Una mujer que detestaba la monotonía, una mujer emocional de gran temperamento, de una sensibilidad extremada.
Ahora mismo la tenía a su lado, inclinada sobre él, mirándole con los ojos muy abiertos. Y Dexter sólo tuvo que hacer un simple movimiento para atraerla sobre sí. No hubo protestas ni reparos.
¿Por qué? El podía decirlo. Ella podía preguntar. Mas no lo dijo él, ni preguntó ella.
Un minuto, muchos minutos y quizá horas en el saloncito caldeado, donde la muchacha se convertía en una cosa dócil y moldeable. Pero de súbito...
— ¡Dexter!
—Por favor, Romy...
Saltó hacia la puerta. Lo miró desde allí. No había rencor ni rabia en sus ojos. Un gran asombro quizá.
—Romy.
—Te prepararé la alcoba, Dexter. Creía que no venías hoy y mandé levantar las ropas. Espérame aquí.
No volvió. No lo hacía premeditadamente. Estaba asustada del ímpetu del hombre a quien creyó «un británico de hielo» y asustada de sí misma, de la facilidad con que admitía las caricias de Dexter. ¿Y las necesitaba? ¿Lo sabía acaso? Las recibía con placer; eso era todo. ¿Por qué? ¿Por qué?
Por la mañana, muy temprano, oyó el trepitar del motor y saltó de la cama anudándose la bata que había alcanzado al vuelo. Abrió el balcón. La mañana era radiante, en contraste con el día anterior. Por el horizonte asomaba el disco rojizo, bañando todo el firmamento con su luz de alborada.
—Dexter —llamó.
El hombre que subía al auto se detuvo en seco y miró-.
Ella dormía en la planta baja, y Dexter sólo tenía que subir las escalinatas de la terraza para llegar a su ventana.
Lo hizo sin titubeos. No estaba enfadado, pero sí enternecido.
—Qué niña eres —susurró besándola en los ojos muy abiertos.
— ¿Por qué te marchas tan temprano?
—No he dormido.
—Romy...
—Dime, querido.
— ¿En verdad te parezco muy viejo?
La risa de Romy, inquieta y juvenil, se extendió por la terraza. El hombre la contemplaba con los ojos entornados, y sus manos apretaban los dos brazos femeninos como si pretendiera acallar la risa que le hacía daño.
—Claro que no, Dexter —susurró, encantadoramente femenina—. Nunca me lo has parecido.
— ¿Y no te encuentras con fuerzas para quererme?
La joven enmudeció de repente. Apartóse un poco y contempló a su esposo de modo raro.
—No lo sé, querido. Es algo... que aún no me pregunté a mí misma.
Dexter encendió un cigarrillo y fumó ávido. Evidentemente, Romy nunca dejaría de ser una niña y él no podía en modo alguno hacerla mujer de repente. Podía ser contraproducente, perjudicial para ambos.
—Hasta otro día, Romy —saludó, agitando la mano—. Quiero llegar a la oficina a las ocho en punto. Quizá no pueda volver en toda la semana.
El rostro bonito se oscureció. No dijo nada, no obstante. En la penumbra de la alcoba su figura se recortaba ingrávida, hermosa. Vestía el pijama de dormir y un salto de cama que envolvía su cuerpo de diosa griega; la brisa del amanecer agitaba el vuelo de la vaporosa falda. No había pintura en el rostro; los labios frescos eran de una sensibilidad extremada, porque temblaban perceptiblemente en aquel instante en que el hombre confesaba que tal vez no volvería en toda la semana y ella..., ella lo necesitaba a su lado constantemente.
—Adiós, querida.
Se alejaba. Romy inclinó el busto fuera de la ventana y le llamó:
— ¡Dexter!
— ¿Qué deseas?
—Yo..., yo...
Se aproximó de nuevo y, con ademán natural, tomó el rostro femenino entre sus manos. La miró a los ojos hondamente y Romy parpadeó deslumbrada.
—Romy —dijo él, despacio—, nuestra situación es un poco absurda, ¿no es cierto? No podemos en modo alguno continuar así toda la vida. Yo soy un hombre de poca paciencia, aunque contigo y, dadas las extrañas circunstancias de nuestra boda, tuve mucha... Y quizá la tenga hasta el fin de mis días porque tú eres... eres... tú.
—No comprendo...
—Prefiero no volver en toda la semana porque... la situación es demasiado violenta. No quiero forzarte a nada porque te quiero demasiado, pero tú... ya no eres una niña y puedes darte perfecta cuenta de estas cosas.
La soltó y dio un paso atrás.
—Dexter, yo...
La miró escrutador.
— ¿Tú qué?
Retorcióse las manos y se ocultó en la penumbra de la alcoba.
—Es mejor que te marches ya, Dexter —susurró—. Te comprendo perfectamente, es cierto. No puedo responder, Dexter, pero... —volvió el rostro a un lado y suspiró bajísimo— estoy dispuesta a... lo que tú dispongas.
—Así no.
Y esta vez se alejó con paso ligero. Subió al auto y éste rodó lentamente hacia la verja, que se abrió y se cerró casi simultáneamente.
Capitulo 4
Una semana sin verle. Otra mujer cualquiera podría resistirlo, pero Romy era demasiado impulsiva y apasionada para soportar aquella horrible soledad sin hacer nada por remediarlo. Aquella mañana se levantó decidida. Llamó por teléfono y dijo al ama que enviara su coche. Dos horas después su pequeño automóvil estaba detenido ante la escalinata, y Romy, que lo esperaba dispuesta con el niño junto a ella, dijo adiós a los criados y subió al auto.
—A casa —ordenó al chófer.
El auto rodó y Romy se sintió aliviada. Necesitaba estar en su casa, en la casa donde nació y creció y se casó con un hombre que tenía un hijo... ¡aquel niño iba ahora en sus brazos, le llamaba mamá y ella le amaba como si en realidad fuera su hijo! Necesitaba ir, sí. Dexter estaría demasiado solo en el palacio grande y silencioso. Recordó las veladas en el saloncito íntimo, las comidas animadas por charla amenísima, las salidas, las fiestas, los bailes...
Dexter se hallaba en la oficina cuando ella llegó. Respiró ampliamente en el gran vestíbulo lujosamente decorado, recorrió una por una todas las habitaciones y en el despacho se detuvo. Después puso flores en todos los búcaros, abrió los ventanales por sí misma y perfumó con su esencia los rincones más inverosímiles. Nadie podría dudar de que ella había llegado. Estaba en el hogar y los criados sonreían al verla. Era tan bonita, femenina y joven, que sólo con su presencia alegraba el ambiente que, sin ella, parecía austero e impresionante.
Dex jugaba por el jardín. Corría tras una pelota y el hijo del jardinero se la devolvía, riendo alegremente. Lo contempló a distancia y susurró, mirando al cielo:
—Lauri, sólo Dios podrá robármelo y... rezaré continuamente para que no lo haga. He seguido tu consejo, Lauri. Nunca nada me has dicho, pero el mensaje de tus ojos me pidió muchas veces que ocupara el lugar que tú dejabas...
— ¿Adónde vas, mamá? —preguntó Dex, observando cómo Romy subía a su automóvil y empuñaba el volante.
—Volveré en seguida, querido mío. Sigue jugando con Tom.
—Sí, mamá.
No hacía frío. Era una hermosa mañana primaveral y el sol calentaba las flores, los seres y las cosas... Ella estaba contenta. El auto rodó por las calles luminosas y Romy conducía con mano experta. Vestía un modelo de mañana, un modelo costoso, pero sencillo, que modelaba suavemente su figura esbelta. Llevaba un abrigo claro por los hombros y calzaba altos zapatos. Detuvo el auto ante el gran edificio de la oficina de su marido y cogiendo el bolso y los guantes, miró hacia arriba.
En el interior del ascensor iba pensando:
«¿Por qué estoy aquí? ¿Y por qué me palpita el corazón de este modo? Soy absurda, pero estoy aquí y no me arrepiento. No es la primera vez en mi vida que vengo a esta oficina. Y estoy dispuesta a llegar hasta el despacho de ese británico de hielo.»
Cruzó el pasillo. Muchos departamentos defendidos por tabiques encristalados. En cada ventanilla un rostro inexpresivo.
Se detuvo al fondo. Todos la miraban con cara de atontados.
—¿El señor Walters? —preguntó, deteniéndose ante la ventanilla de secretaría.
El joven la miró de pies a cabeza y sus ojos expresaron algo. ¿Admiración? Quizá. Romy alzó la barbilla con gesto altivo.
—El director no recibe, señorita.
—A mí sí —rió burlona.
—Le advierto que no. Tiene mucho trabajo.
—Anúncieme de todos modos —añadió con la misma sonrisa.
—Lo siento, pero no puedo ni debo hacerlo. ¿Acaso la espera? ¿Tiene usted concertada la entrevista con el señor director?
Romy pensó:
«Voy a decir quién soy. Será, como en las películas, el golpe de gracia que deja a los empleados con cara de bobos.»
—No tengo concertada entrevista alguna —sonrió encantadora mente—. Soy su esposa.
Hubo un revuelo en la amplia oficina. Los ojos se alzaron. ¿Cuántos ojos? Muchos, todos los que hasta aquel instante permanecieron indiferentes, fijos en sus respectivos trabajos.
El joven que se negaba a anunciarla enderezó el nudo de la corbata, carraspeó, tosió luego y al fin, tras un esfuerzo, balbució con un hilo de voz:
—Perdone, señora Walters, ignoraba..., ignoraba... Por aquí, por favor.
—No se moleste. Dígame dónde está el despacho de mi marido e iré sola.
Era bonita la palabra marido. ¿Significaba mucho? Para ella todo, todo...
—Al fondo. Donde dice «Dirección».
Saludó con la mano y caminó gentil, seguida por muchos ojos admirativos.
Empujó la puerta y entró. Una mujer joven y bonita, quizá un poco provocativa debido a la pintura que embadurnaba su rostro moderno, le salió al paso. Traía muchos papeles en las manos parecía orgullosa de su papel de... ¿secretaria? No le agradó en absoluto. Dexter junto a aquella mujer... ¿Por qué los hombres tenían que tener secretarias?
—No puede pasar —dijo, soberbia, la joven pintarrajeada.
— ¿Por qué?
—El señor director está ocupado.
—Me atenderá.
—Le advierto que es imposible.
La voz inconfundible llegó hasta ellas desde el otro lado
— ¿Qué sucede, señorita Dors...?
Romy avanzó resuelta y entró en la oficina por la joven provocativa. Esta dijo enfadada:
—Señor director, esta señorita...
Romy y Dexter se miraban.
—Retírese, señorita Dors, se lo ruego —indicó Dexter, muchísimo menos severo que habitualmente—. Esta señora es mi esposa —añadió, sin dejar de mirar a Romy.
La señorita Dors se retiró presurosa, balbuciendo frases de disculpa. El hombre quedó de pie y la mujer también.
— ¿Y esta sorpresa? —preguntó Dexter, saliendo de su asombro.
—He venido.
—Ya lo veo.
— ¿No querías que viniera?
Dexter fue hacia ella, le quitó el abrigo y la ciñó por la espalda.
—Es el mejor regalo que puedes hacerme, Romy. ¿Acaso lo ignoras? —susurró, besándola en la garganta.
La joven se estremeció de pies a cabeza y dio la vuelta dentro de los brazos de Dexter. Se miraron.
—No me gusta tu secretaria.
— ¿De veras?
La besaba. Romy no podía respirar. Cuando al fin la miró de nuevo, ella insistió:
—Es joven, Dexter.
—También tú lo eres.
—Déjame ya y responde con cordura.
— ¿Responder con cordura teniéndote aquí?
—Dexter, no me agrada en absoluto esa mujer tan...
— ¿Tan...?
¿Por qué no dejaba de besarla y respondía seriamente? Aturdida, dejó de hablar. Correspondió con vehemencia a las caricias exigentes.
Era la chica apasionada y dócil que él siempre creyó. Jamás le pareció tan encantadora como en aquel instante en que, solos los dos en el amplio y lujoso despacho, se entregaban al placer de su cariño. Asfixiada, se apartó de él al fin, y suspiró hondo.
—Eres un loco —reprochó, retocándose el pelo y los labios—. No voy a volver a tu oficina nunca más.
— ¿De veras?
—¡0h, Dexter! ¿Por qué no me dices que esa muchacha...?
Dexter tiró de ella y se hundió en el diván. Romy le pasó los brazos por el cuello y se arrebujó contra él.
—Ahora bien —susurró Dexter, bajísimo.
—No me gusta, ya te lo he dicho.
— ¿Por qué?
—Porque... porque está a tu lado.
—Nunca me he fijado.
Y era cierto. Para Dexter, los empleados de la oficina eran simples máquinas. Servían o no servían, pero nada más. Un mecanismo tan sólo, del cual él era el motor.
Romy vino a su lado y se sentó en el borde del sillón. Dexter mostró intención de atraerla contra sí, pero Romy se lo impidió con un ademán.
—Pues tu secretaria lo es.
— ¿Qué perfume usas? ¿Es francés?
— ¡Bah! ¿Acaso estamos hablando de mi perfume?
—Yo sí.
—Pues yo no.
—No seas tonta.
—Creo, Dexter, que en adelante voy a trabajar a tu lado. Prefiero ser yo tu secretaria.
Era en serio, por lo visto, y a Dexter le complació observar aquellos celos.
—Bueno —admitió de buen grado—. Diré a la señorita Dors que pase a mi despacho auxiliar.
—No creas que hablo en broma.
—Estoy convencido de ello.
Romy se puso en pie y con aquel su gesto peculiar que la hacía más atractiva si cabe, cogió el abrigo y el bolso y dijo:
—Me voy, Dexter. Quiero tomar el aperitivo con Mag.
— ¿Desdeñas mi invitación?
—La desdeño.
Se puso en pie sin prisas y avanzó hacia ella, que estaba de espaldas. La rodeó por los hombros, la volvió hacia sí y preguntó quedamente:
— ¿De verdad me desdeñas?
Fue un momento sublime para los dos. Romy, con su impulso fascinador, alzó los brazos, tiró el abrigo y el bolso y se ciñó a él con intensidad.
—No puedo desdeñarla, cariño. ¡Te necesito tanto...!
Capitulo 5
Estaba hundida en un sillón, en la terraza tenuemente iluminada. No hacía frío y las estrellas brillaban juguetonas en el firmamento despejado. De pie ante la balaustrada, estaba Dexter fumando un cigarrillo.
— ¿No salimos? —preguntó él sin volverse.
—Prefiero quedarme aquí.
— ¿Has acostado a Dex?
—Sí. Lo dejé en mi cama bien arropadito.
El hombre nada repuso. Parecía reflexivo, ausente.
Romy echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Se sentía feliz. hundida en el sillón con los ojos cerrados. La noche era hermosa. Los criados se retiraban. ¿Qué hora es? El reloj del vestíbulo toca las doce.
— ¿No piensas retirarte hoy? —preguntó Dexter, sentándose a medias en la balaustrada y mirando a distancia, a través de la oscuridad.
—Es pronto. Estoy bien aquí.
Dexter encendió otro cigarrillo y fumó ávidamente, como si quisiera aplacar su nerviosidad con el cigarrillo cuyo humo expelía a grandes bocanadas.
Tras aquellos besos apretados y cálidos no hubo explicaciones. ¿Las necesitaba el hombre? No lo creía. El día transcurrió feliz. Fueron a tomar el aperitivo y allí vieron a Mag, a Mark y a Irma... Toda la pandilla los saludó dando muestras de contento y protestando por la retirada inesperada de la joven. Esta sonreía, apretando el brazo de su marido entre sus dos manos. Luego, al salir de allí, volvieron a casa. Comieron juntos y más tarde Dexter se fue a la oficina y ella jugó con Dex en el jardín. Ahora lo tenía allí. Dexter había cenado fuera, con unos industriales ingleses cuya colaboración e interesaba lograr.
— ¿Piensas ir mañana a la oficina a debutar como secretaria particular del jefe? —preguntó Dexter inesperadamente, con rara entonación.
Romy alzó la cabeza y abrió los ojos. Sonrió burlona.
—No pienso ir, querido.
— ¿No? ¿Tan pronto has cambiado de parecer?
—Si voy a tener que vigilarte para retenerte, prefiero no hacerlo. Nunca fui partidaria de sojuzgar a los hombres.
—Luego eso quiere decir...
—No sé en verdad lo que quiere decir. Sé tan sólo que no iré a u oficina. Soy tu esposa, no tu secretaria.
Romy, con los ojos aún cerrados, pensaba.
—Una esposa extraña.
—Una segunda esposa —repitió Romy con brusquedad.
Al pronto Dexter no supo qué decir. Después se aproximó a ella buscó los ojos glaucos en la oscuridad.
— ¿Por qué dices eso?
—No lo sé, Dexter —suspiró ahogándose—. No lo sé; pero lo pienso muchas veces.
— ¿Has pensado alguna vez en mí como marido?
—Sí.
— ¿Y bien?
Romy se irguió. Estaba nerviosa. Comprendía perfectamente a Dexter, ¡oh, sí! Sería absurdo que a aquellas alturas no lo comprendiera, pero... ¿necesitaba acaso que se lo dijera? Prefería que Dexter la obligara; ella, espontáneamente, nunca se atrevería a decirlo. Y por los actos de Dexter sabría ella hasta dónde llegaba su cariño por el marido de Lauri...
—Ya me retiro, Dexter. Tengo sueño.
—Espera un instante, Romy.
Se detuvo sin volverse. Sintió que su esposo se aproximaba y le pasaba un brazo por los hombros. La atrajo hacia sí y dijo con sencillez:
—Yo también me retiro, querida.
Atravesaron el vestíbulo y Dexter, sin soltarla, iba apagando las luces. Ascendieron por la escalinata alfombrada, y, al llegar al largo pasillo, también Dexter apagó las luces. Apareció la puerta del dormitorio de él abierta de par en par. Sólo existía allí la claridad que entraba por el balcón abierto, dejando ver las estrellas y la luna.
—Buenas noches, Dexter —susurró la joven, poniendo la, mano en el pomo de la puerta de su alcoba.
Dexter no respondió. Ciñóla contra sí y la besó. Creyó morir ahogada e iba a apartarse de él, cuando el hombre, apasionadamente, la levantó en vilo.
—Dexter —suspiró Romy colgándose de su cuello—. ¡Oh, Dexter, tengo tanto miedo al recordar a Lauri esta noche!
Era una exclamación tan ingenua como ella misma, y Dexter, enternecido, la besó largamente en los ojos, murmurando:
—Algún día tendrás que destruir ese recuerdo, querida impulsiva.
* * *
¡Qué lejos quedaba Lauri y qué lejos todo, excepto aquel «británico de hielo» que no era de hielo ni parecía británico!
Se sentía contenta y feliz. Recogía flores en el jardín y vestía sus clásicos pantalones negros con el suéter del mismo color exageradamente descotado.
—Mamá —dijo el niño, pensativo—, esta noche no estabas a mi lado. Desperté, ¿sabes?
Romy enrojeció como si le hablara el propio marido. Echóse reír nerviosamente y lo levantó en sus brazos.
—Claro que estaba a tu lado —susurró—. Y no despertaste. Estabas soñando.
— ¿Si?
—Pues claro, cariño mío.
Dex pensó que mamá lo engañaba, pero era demasiado educadito para replicar. Limitóse a colgarse de su cuello y confesar con vocecilla infantil:
—Pues entonces soñé que tenía miedo, ¿sabes? Y lloré.
— ¿Lloraste? —se asustó—. ¡Ah, pues eso no lo permite mamá! No llorarás nunca más, querido, vida mía.
Dexter apareció en lo alto de la terraza y al verlos atravesó el jardín a grandes zancadas. La mujer ocultó su nerviosismo en la cara del niño.
—Buenos días, pareja —saludó Dexter con la mayor naturalidad. Luego, al verla roja como la grana se echó a reír—. Pareces...
— ¿Has desayunado? —preguntó precipitadamente.
—Sí. Es la primera vez que me dejas solo.
—Dex y yo lo hicimos hace una hora. Hoy llegarás tarde a la oficina.
El chófer sacaba el auto y ellos hubieron de retirarse para dejar aso libre.
—Deja el niño en el suelo, Romy. Pesa mucho.
—Me contaba que tuvo miedo esta noche.
Dexter frunció las cejas.
— ¿Miedo?
—Notó mi ausencia —dijo Romy, desviando la mirada—. Y eso preciso evitarlo.
—Tiene su doncella, una nodriza que nunca se irá de nuestro lado y…
—Me necesita a mí.
—También yo te necesito.
—Dexter, sé comprensible.
—Sólo sé... —mordióse los labios y se dirigió al auto—. Hablaremos de ello en otra ocasión, Romy. Ahora no puedo entretenerme más porque tenemos reunión esta mañana.
El niño corría por el parque y Dexter se hallaba ya sentado ante el volante. El chófer limpiaba el auto de Romy en el interior del garaje. La joven apoyóse en el marco de la ventanilla y metió la cabeza por el hueco del cristal.
—No me seas susceptible, Dexter —pidió bajísimo—. Eres muy diferente a como te creía en verdad, pero..., pero prefiero que seas... menos exigente.
—«Exigiré mucho de mi marido porque estoy dispuesta a dar otro tanto» —exclamó Dexter con voz burlona imitándola a ella, repitiendo sus propias palabras.
Romy se echó a reír nerviosamente.
—Y tendrá que ser así, pero Dex...
—Tendrás otros hijitos, Romy —dijo serio, apoyando los codos en el volante—, y has de compartir tu cariño con todos. Dex, tanto para ti como para mí, será uno más, ¿me entiendes? Y no quiero que vivas supeditada a él.
—Es hijo de Lauri.
Dexter se enfadó.
— ¿Hijo de Lauri? También yo fui marido de Lauri y ahora lo soy tuyo y me quieres. ¿Acaso puedes negar la evidencia de ese cariño que salta por encima de todo? De Lauri muerta, del recuerdo que dejó...
Romy revolvió sus dedos en el cabello de Dexter y rió burlona.
—Cállate, británico gruñón. ¿Tienes preparado el discurso que vas a pronunciar en la reunión?
La risa de Dexter coreó la de ella. Con aquella mujer que saltaba de la más estrepitosa alegría a la tristeza más honda, nunca se sabía cómo iba a reaccionar.
—No he preparado ningún discurso y tenía que hacerlo. ¿Acaso me lo has permitido?
Le envió un beso con la punta de los dedos y él se alejó.
Durante el resto de la mañana se aturdió con Dex. Este le ayudó a poner flores en todos los búcaros de la casa; luego subió con ella a la alcoba para que le contara cuentos. Más tarde bajaron a comer, y mientras esperaba a Dexter, ella misma dispuso la comida del niño.
A las dos llamó Dexter por teléfono.
— ¿Es que no vienes? —preguntó ansiosa.
—No puedo, Romy. Ni sé si podré ir hasta las diez o las once. Come sola y no me esperes.
—Pero ¿qué pasa?
—La reunión... No acabamos de ponernos de acuerdo. Quieren que construya varios edificios importantes en Nueva Jersey y no estoy de acuerdo con las condiciones que imponen. Tengo las mías .y las sostengo.
—Siempre tan imperioso.
Al otro lado hubo una risita queda.
— ¿Impongo algo irrazonable?
—Eres un británico delicioso —comentó Romy, bajísimo.
Pero Dexter, al otro lado, la oyó y dijo:
—Un beso, impulsiva. Reténlo hasta que llegue y lo haga tangible...
Quedó con el auricular en la mano. Dejóse caer en un sofá y echó la cabeza hacia atrás. Cerró los ojos. Amaba a Dexter, como había dicho él, por encima de Lauri muerta y por encima de todo el recuerdo que pudiera dejar. ¿Desde cuándo lo amaba? ¡Bah! Quizá desde siempre, porque jamás, salvo en raras excepciones, fue espontánea con él. Dexter era un hombre a quien temió y respetó siempre, y a quien amó después sin saber cuándo ni cómo. ¿Qué importaba ello?
Eran uno del otro y eso era lo primordial.
Al anochecer llevó al nene a la cama. Dex estaba enfurruñado.
— ¿También soñaré cosas feas esta noche? —preguntó pensativo.
—Es seguro que no. Mañana cambiaremos de aposento. ¿Qué te parece?
— ¿Adónde iremos?
—A la alcoba de papá.
— ¿Y tú te quedas aquí?
—Sí. Si te oigo llorar, iré a verte, ¿quieres?
Dex se moriría de sueño y Romy lo arropó cuidadosamente.
—Si lloro ven, ¿eh?
—Sí, mi vida. Eres un niño muy buenecito y yo te quiero mucho.
—Bueno, mamá.
Estuvo a su lado hasta que se durmió. Bajó luego a cenar y lo hizo sola en el gran comedor. Ama la servía, pues las doncellas tenían el día libre y aún no habían regresado.
— ¿No viene hoy el señor?
—Comerá fuera —dijo Romy, sonriente.
—El señor trabaja mucho. ¿No piensa tomarse unas vacaciones?
—Creo que no. Dex tendría que ir con nosotros y no es agradable viajar con niños.
El ama la contempló cariñosa.
—Se preocupa usted demasiado del niño. Dex es dócil y nos quiere a todos, y la servidumbre lo quiere a él. Puede quedarse aquí tranquilamente.
—Me costará separarme de él —sonrió apurada.
Estaba sola en el gabinete cuando sintió el trepidar del motor.
—Es Dexter —susurró.
Y salió a su encuentro.
* * *
—Pero, Dexter...
—Rechacé las ofertas que me hicieron, Romy. Por una vez en la vida voy a tomarme unas vacaciones. Tanto trabajar y luchar..., ¿para qué? Tengo bastante.
—Que tú digas eso me parece un poco raro.
—Pues lo hice. Además..., ¿por qué te parece raro? ¿Acaso no soy el hombre de las sorpresas? Ten en cuenta que me juzgaste severamente cuando... cuando aún vivía Lauri.
Era la primera vez, después de confesarle ella su cariño, que pronunciaba el nombre de Lauri en un momento de intimidad. Buscó el contacto de la mujer, la sintió junto a él temblorosa y dócil.
— ¿Cómo te juzgué? —preguntó Romy, sin tener en cuenta la incertidumbre de su esposo o sin notarla quizá.
—Me llamaste «británico de hielo».
—Pues no lo eres —suspiró coquetuela—. Eres, por el contrario, el hombre más maravilloso del mundo. Y me agrada que rechazaras la oferta. Después de todo, algún día tendrás que verte libre de aquella provocativa secretaria.
— ¿Secretaria? Pero ¿aún piensas en ello?
—Me harás el favor de buscar un secretario, ¿eh?
El hombre rió brevemente.
—Pero qué tontísima eres. Si para mí no hubo ni habrá más mujer que tú.
La pregunta era rotundamente directa y Dexter comprendió que la respuesta debía ser más bien evasiva. Romy era demasiado sensible para admitir que él la quisiera en vida de su hermana. Y si lo admitiera, sería para juzgarlo severamente.
— ¡Di! ¿Desde cuándo?
—¡Qué sé yo! Un día cualquiera, en un momento cualquiera...
Hubo un silencio. Las estrellas parecían entrar por el balcón abierto, aunque no era cierto. Se movían en el firmamento mientras la luna parecía burlarse de su inquietud.
— ¿Y si hiciéramos un viaje? —preguntó él, de súbito.
—Podemos hacerlo.
— ¿A España?
—Está lejos. Prefiero ir a... —sonrió juguetona y concluyó—: la finca.
— ¿Y a eso le llamas viaje?
— ¿Por qué no? De ese modo no tendríamos necesidad de depararnos de Dex...
—Romy, tienes que darte cuenta de que Dex no está solo. Tiene a la servidumbre entera a su disposición, y no quiero, ¿me entiendes?, que vivas pendiente de Dex. Eres joven y yo soy... joven —sonrió de modo raro— y tenemos que vivir; no deseo en modo alguno que el niño sea un lastre para los dos.
Ella se enfadó.
—No quieres a tu hijo.
—Romy, estás diciendo tonterías.
— ¿Vas a enfadarte por eso?
Del fondo del diván se levantó la figura menuda y esbelta. Preguntaba inclinando el busto hacia él, y Dexter la ciñó contra sí y la besó apretadamente.
—Contigo no puedo enfadarme nunca. Pero ten en cuenta que cuando nazcan más niños, no quiero que mi mujer sea una nodriza. Te quiero tal como eres, Romy —declaró, con ternura inconfundible—. Altiva a veces, dócil e ingenua otras, agresiva y orgullosa, apasionada y pendenciera...
—Pero ¿todo eso soy yo?
—Y más que me callo.
Ahora la mujer se puso en pie del todo y se asomó a la ventana. Dexter, desde la penumbra del gabinete, la contemplaba con los ojos entornados.
El arquitecto se puso en pie y se aproximó.
— ¿Eres soñadora?
—¿Por qué lo preguntas?
—Idealizas mucho las cosas. Ahora mismo te emociona el espectáculo nocturno y lo ves con...
— ¿Con...? —preguntó, alzando la mirada hacia él.
Dexter le pasó un brazo por la cintura y tiró de ella.
—Apuesto a que en ese firmamento cuajado de puntitos luminosos estás viendo algo parecido a un mercado persa...
Romy se echó a reír alegremente y caminó conducida por él.
—Qué cosas más peregrinas dices, señor marido. No veía nada raro. Simples estrellas rutilando en un cielo azul oscuro. No soy tan idealista como supones.
Epilogo
¡No hagas eso, Dex!
Dex, convertido en un chico de siete años, de rollizas piernas y rostro simpático y sano, desoyó el ruego de su madre y tiró más fuerte de la mano menuda de su hermana.
—Pero, Dex...
—Mamá —llamó la niña, pidiendo auxilio.
— ¡He dicho que vengas! —chilló Dex con terquedad—. Es un borriquito delicioso, ya lo verás.
—No quiero verlo. Me da miedo.
— ¿Miedo? ¿De qué? ¿De un borriquito recién nacido? ¡Bah! Eres una remilgada. —Miró hacia la terraza desde la cual observaba Romy la escena y dijo simpáticamente—: ¿Lo ves, mamá? Estas niñas..., prefiero ser un niño y no tener miedo.
—Pues vete tú solo —dijo Romy, riendo—. La nena tiene miedo y es muy lógico que lo tenga.
— ¿Lógico?
Dexter, que acababa de llegar sin que nadie lo oyera, apareció tras su esposa y, tomándola por la cintura, dijo mirando a sus hijos:
—Es lógico, Dex, claro que sí. El que dijo fragilidad dijo mujer; ¿acaso no lo sabías? Y la fragilidad es sinónimo de miedo.
Romy se volvió hacia su esposo y le sonrió hechicera.
— ¿Cuándo has llegado?
—Hace un instante —susurró, besándola en la punta de la nariz—. Y tú no me has oído.
—Qué raro —se burló—. Porque fíjate si te necesitaré que te siento hasta cuando no estás.
—Crees sentirme.
—Te siento.
Dexter soltó la carcajada. Era feliz como jamás soñó serlo. ¿Desde cuándo era Dexter feliz? Desde el momento de casarse con ella, pues aunque no la poseyera, tenerla a su lado era un don del cielo. Y la tenía y la poseía, y había dos hijos en común. Dos niños encantadores, aparte de Dex. Una niña que se llamaba Romy y era morena como su madre y tenía los ojos azulverdosos como su madre y unos cabellos rubios como los de... Lauri. Y estaba aquel Dex inquieto y tirano que adoraba a sus hermanos y trataba por todos los medios de quitar a la pequeña Romy el miedo que sentía hacia el borriquillo recién nacido.
— ¡Déjala, Dex! —gritó Romy, ya enojada—. Vas a ponerla mala con tus manías de bravucón.
Dex se enfadó.
—La dejaré, pero ella nunca dejará de ser una niña tonta. ¿Me ves a mí? No tengo gota de miedo de nada, ni del caballo que se desboca, ni del toro que tiene los cuernos retorcidos. Yo soy un hombre.
— ¿Sí? —rió Dexter, burlón—, pues mira hacia atrás, querido.
Dex miró indiferente. De súbito dio un salto, tomó a la niña por la mano y corrió enloquecido hacia sus padres, que reían alegremente desde la terraza. El caballo corría por el parque seguido de un criado, y Dex, pálido y tembloroso, se ocultó en las piernas de su padre, mientras la pequeña Romy buscaba el refugio de su padre, mientras la pequeña Romy buscaba el refugio de los brazos maternos.
— ¿Y ahora qué, Dex? —rió Romy irónica.
El caballo había sido alcanzado y llevado a las cuadras. Dex se fue enfurruñado.
—Ve a tranquilizarlo, Romy —aconsejó a su madre—. Y no menciones para nada el miedo que tuvo hace un instante. Hay que reconocer que tu hermano es un valiente.
La niña, saltando las escaleras, corrió hacia el rincón del jardín donde Dex rumiaba su enojo.
— ¡Dex! —llamó.
— ¿Quieres ver el borriquito, sí o no?
—Sí. Estando tú a mi lado no tendré miedo.
El rostro infantil, que jugaba a ser serio, se transfiguró.
—Gracias por tu confianza, Romy. ¡Vamos pues!
La niña, temblorosa, se dejó llevar. Al llegar a la cuadra, Dex clavó los ojos en el caballo rebelde. Se detuvo, mostró luego intención de seguir, pero no dio un paso.
—Ahora estará durmiendo —dijo con énfasis—. Lo veremos mañana por la mañana. ¿Te parece, Romy?
—Sí, sí.
—No se debe despertar a los borriquillos recién nacidos. Hay que dejarles descansar.
—Si, Dex.
—Además, su madre puede enfadarse.
—Sí, Dex.
— ¡Qué te parece si jugáramos a la pelota?
—Sí, Dex.
La niña aprobaba todo lo que decía, y éste se consideraba casi un reyezuelo en las posesiones veraniegas. Por eso prefería no ir a Nueva York. Allí los chicos del colegio eran muy tontos. Se creían los más valientes y trataban de anularlo. ¡Bah! A él no lo anulaba nadie. Todo esto iba explicándoselo a su hermana por el jardín, y la pareja lo escuchaba riendo quedamente.
— ¿Te has fijado? —sonrió Dexter, divertido—. Tiene embobada a la pobre Romy.
—Es el mayor de mis hijos, Dexter —susurró Romy, apretando entre sus manos el brazo de su esposo—. Y mientras pueda he de evitar que...
—Serás siempre su madre, Romy. Lo quieres como si en realidad lo fuera, y eso no podrá olvidarlo nunca Dex cuando comprenda las cosas y sepa la verdad.
—Trataré de que esa verdad no la sepa nunca.
—Tendrá que saberla algún día.
—Procuraré que ese día llegue lo más tarde posible.
—Siempre tan acaparadora de cariños. ¿No ves que a ti hay que quererte siempre, intensamente? Eres una mujer fascinadora, Romy, por tu belleza, por tu espíritu delicado y por el don que Dios te dio para atraer las voluntades.
— ¿Atraigo la tuya?
Dexter no respondió. Le pasó un brazo por los hombros y juntos entraron en la casa.
— ¿No me contestas?
No, no contestó. La estrechó contra su pecho, inclinó el busto y juntó su cabeza a la de ella.
—La mía como ninguna otra, que me tienes encarcelado, zalamera: Tantos años casados y siempre me proporcionas una nueva emoción. Romy, Romy, qué niña eres a veces y qué mujer más deliciosa otras.
—Me has hecho a tu imagen y semejanza, británico gruñón.
—Ya no soy el «británico de hielo» que detestabas.
—Ya no lo eres —rió juguetona—. Para mí no lo has sido nunca, Dexter amadísimo.
En el salón irrumpieron dos figuras infantiles, y los esposos se separaron.
—Mamá, Romy ya no tiene miedo.
— ¿No?
—No —dijo, triunfante, Dex—. Hemos ido a ver al borriquillo.
— ¿Y lo has visto, Romy? —quiso saber el padre.
—Pues...
Dex la atajó:
—Lo hemos dejado para mañana. Estaba la cuadra demasiado llena y tuve miedo que los animales pisaran a Romy.
Dexter soltó una burlona carcajada y buscó la mirada de su esposa, a quien guiñó un ojo.
—Y estaría también el caballo rebelde, ¿no?
Dex se envalentonó.
—Sí. Pero... ¡Bah! Es un infeliz.
—Claro, claro... Y tú no le tienes miedo, ¿no es eso, Dex?
—Por supuesto. Yo no tengo miedo a nada. ¿Vamos, Romy?
La niña, con su docilidad acostumbrada, se fue tras él como un perrito tras su amo.
Dexter y su esposa se miraron y se echaron a reír.
—No creas tú, amadísimo, que Dex es un ser cualquiera. Si a los siete años sabe disimular sus debilidades, supone lo que hará a los treinta.
—Si encuentra una mujer como tú y la quiere como yo a ti —dijo Dexter, tirando de ella y encerrándola en sus brazos—, no podrá disimularlo, cariño. Hay cosas que no se pueden disimular, ni domeñar, y ésta es una de ellas. Yo seré un viejo achacoso y sentiré por ti lo mismo que siento ahora.
—Cuántas sorpresas he recibido en el transcurso de estos años —confesó suspirando—. Cuánto me diste; amadísimo esposo, y cuánto tengo que darte yo todavía.
—Empieza ya —susurró Dexter, besándola.
Romy se ciñó a su cuello, y el coral de su boca quedó preso bajo la boca apasionada de Dexter.
Del jardín llegaban los gritos de los niños, y del otro extremo de la terraza, el lloro del nene mezclado con el lánguido canto de su nodriza.
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Colección: GRANDES ÉXITOS
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA