LOS HEREDEROS (William Golding)
Publicado en
junio 02, 2013
Resumen
En primavera, la tribu de Lok regresa a los pastos donde, desde tiempos inmemoriales, su gente pasa las épocas de bonanza. Esta vez, sin embargo, sonidos y olores inexplicables los sorprenden y atemorizan: sus tierras han sido ocupadas por unos extraños seres que, si bien guardan cierto parecido con ellos, muestran fascinantes habilidades y sofisticación. Se trata de la tribu de Tuami, de una nueva raza: el homo sapiens, cuya crueldad y corrupción los convertirá en los herederos de unos humanoides condenados a la extinción.
En esta novela, por la que él mismo sentía una especial predilección, el premio Nobel Golding traslada el tema de El señor de las moscas, la crueldad consustancial al hombre, a la prehistoria. Con inigualable virtuosismo, que otorga una dimensión tangible a las descripciones, construye una obra deslumbrante y perturbadora que desvela la barbarie inherente a la llamada «civilización», donde el progreso es en realidad una larga caída.
Minotauro
Título del original en inglés: The Inheritors
Traducción de Luis Echávarri
Primera edición: mayo de 1993©1961 Faber & Faber Ltd.
©Ediciones Minotauro, 1968,1993
Rambla de Catalunya, 62. 08007 Barcelona. Tel. 900300127
ISBN: 84-450-7192-0
Depósito legal: B. 16.716-1993
Impreso por Romanyá / Valls Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona)
Impreso en España Printed in Spain
...Sabemos muy poco del aspecto del hombre de Neanderthal, pero se le atribuye una pilosidad extrema, una fealdad o rareza repulsivas, una frente baja y ceñuda, un cuello de mono y una estatura escasa... Sir Harry Johnston, en sus Views and Reviews, hablando de la aparición del hombre moderno dice: «El oscuro recuerdo que tiene la raza de estos monstruos parecidos a gorilas, de mente astuta, andar bamboleante, cuerpo peludo, dientes recios, y acaso tendencias caníbales, es quizás el origen del ogro folklórico»...
H. G. WELLS
Esquema de la Historia
Para Ann
Capítulo 1
Lok corría rápidamente. Llevaba la cabeza baja y el espino horizontal para mantener el equilibrio, y apartaba con la mano libre los capullos de colores brillantes. Liku iba a horcajadas y se reía, tomándose con una mano de los rizos castaños del cuello y la espina dorsal de Lok, y sosteniendo con la otra a la pequeña Oa, que iba apretada bajo el mentón de Lok. Los pies de Lok eran hábiles. Veían. Lo apartaban de las raíces extendidas de las hayas, saltaban cuando un charco de agua se interponía en el sendero. Liku golpeaba el vientre de Lok con los pies.
—¡Más aprisa! ¡Más aprisa! Lok se lastimó los pies, trastabilló y aminoró la marcha. Ya podían oír el río que corría paralelamente, pero oculto, a la izquierda. Las hayas comenzaron a espaciarse, el matorral desapareció, y de pronto se encontraron en el claro de fango donde estaba el tronco.
—Allí, Liku.
El agua pantanosa de color de ónice se extendía ante ellos y se ensanchaba internándose en el río. El sendero que corría junto al río comenzaba de nuevo en el otro lado, en un terreno que se elevaba hasta perderse entre los árboles. Lok, sonriendo satisfecho, dio dos pasos hacia el agua y se detuvo. Dejó de sonreír y se quedó boquiabierto, mirando. Liku bajó deslizándose hasta las rodillas de Lok y luego saltó a tierra. Se llevó la cabecita de Oa a la boca y miró.
Lok se rió, perplejo.
—El tronco se fue.
Cerró los ojos y frunció el ceño imaginándose el tronco. Había estado sobre el agua desde este lado hasta el otro, gris y podrido. Cuando se pisaba el centro se podía sentir el agua que corría debajo de uno, un agua horrible, tan profunda en algunos lugares que llegaba a la cabeza de un hombre. El agua no estaba despierta como el río o la cascada, sino dormida; se extendía así hasta el río y luego despertaba y se derramaba a la derecha por un yermo de pantanos infranqueables, matorrales y ciénagas. Lok estaba tan seguro de ese tronco que utilizaba siempre la gente que abrió otra vez los ojos y sonrió como si despertara de un sueño; pero el tronco había desaparecido.
Fa llegó trotando por el sendero. El nuevo dormía en su espalda. Fa no temía que se cayera, porque sentía que las manos de él la tomaban por el pelo del cuello y que apoyaba los pies en el pelo de más abajo de la espalda; pero no obstante ella trotaba suavemente para no despertarlo. Lok oyó que se acercaba antes que apareciese bajo las hayas.
—¡Fa! ¡El tronco se fue!
Fa se acercó directamente al borde del agua, miró, olió, y se volvió acusadoramente hacia Lok. No necesitó hablar. Lok comenzó a sacudir la cabeza hacia ella. —No, no. Yo no saqué el tronco para que la gente se riese. Se fue. Extendió los brazos para indicar que la desaparición era irremediable; vio que Fa comprendía y los dejó caer. Liku lo llamó. Trataba de alcanzar una rama que colgaba como un cuello largo, y subía otra vez con una brazada de capullos pardos y verdes. Lok abandonó el tronco que no estaba allí y puso a Liku en la curva de la rama, y fue retrocediendo paso a paso mientras la rama crujía.
—¡Basta!
Lok soltó la rama y cayó sentado. La rama saltó hacia adelante y Liku gritó alegremente.
—¡No! ¡No! Pero Lok tiró una y otra vez, y la brazada de hojas llevaba a Liku gritando, riendo y protestando a lo largo de la orilla del río. Fa miraba el agua y miraba a Lok, y fruncía otra vez el ceño. Ha llegó por el sendero, apresuradamente, pero sin correr; era más reflexivo que Lok, el hombre indicado para una emergencia. Cuando Fa comenzó a llamarlo no le contestó inmediatamente, y miró el agua vacía y luego hacia la izquierda, donde podía ver el río más allá del arco de hayas. Luego escuchó y olió el bosque, en busca de intrusos y sólo cuando pensó que no había peligro dejó en tierra el espino y se arrodilló junto al agua.
—¡Mirad!
Señaló con el dedo las huellas que había dejado el tronco debajo del agua. Los bordes de tierra eran nítidos aún, y en el fondo había unos terrones que el agua no había desintegrado. Siguió con los ojos puestos en las huellas curvas que se alargaban en el agua hasta desaparecer en la oscuridad. Fa miró al otro lado, donde reaparecía el sendero interrumpido. La tierra estaba revuelta en el sitio donde se había apoyado el otro extremo del tronco. Hizo una pregunta a Ha y él contestó con la boca:
—Un día. Quizá dos días. No tres. Liku chillaba aun de risa. Nil apareció en el sendero. Gemía suavemente como de costumbre cuando estaba cansada y hambrienta. Pero aunque la piel le colgaba en pliegues, tenía los pechos tensos y llenos y una leche blanca le fluía de los pezones. Si alguien pasaba hambre, no sería el nuevo. Miró cómo se tomaba del pelo de Fa, vio que estaba dormido y luego se acercó a Ha y le tocó el brazo.
—¿Por qué me dejaste? Tienes en la cabeza más imágenes que Lok.
Ha señaló el agua.
—He venido rápidamente para ver el tronco.
—Pero el tronco ha desaparecido.
Los tres se quedaron mirándose. Luego, como le sucedía con tanta frecuencia a la gente, nacieron sospechas entre ellos. Fa y Nil compartían una imagen de Ha, que pensaba. Ha había pensado que era necesario saber si el tronco estaba todavía en su sitio, porque si el agua se lo había llevado, o si el tronco se había alejado por su propia cuenta, la gente tendría que hacer un día de viaje alrededor del pantano y eso significaba peligro y todavía más incomodidad que de costumbre.
Lok apoyó todo el peso del cuerpo contra la rama y no dejó que se soltara. Hizo callar a Liku. Liku descendió y se puso junto a Lok. La anciana se acercaba por el sendero y se oía ya un ruido de pisadas y de respiración. Apareció alrededor del último de los troncos; era gris y menuda y caminaba doblada hacia adelante, contemplando la carga envuelta en hojas que llevaba en las manos, junto a los pechos marchitos. Los otros se mantuvieron juntos y el silencio fue como un saludo. La anciana no respondió y esperó con una suerte de paciencia humilde. Sólo la carga se le inclinó un poco en las manos y la levantó otra vez para que la gente recordase qué pesada era.
Lok habló primero. Les habló a todos, riendo, y sólo se oían las palabras que le salían de la boca, pero él pensaba en la risa. Nil gimió otra vez.
Ahora alcanzaban a oír al último de la gente, que se acercaba por el sendero. Era Mal, que avanzaba lentamente y tosía de vez en cuando. Dio la vuelta al último tronco de árbol, se detuvo al comienzo del espacio abierto, se apoyó pesadamente en el extremo roto del espino y empezó a toser. Cuando se inclinaba los otros podían ver el mechón de pelo blanco que nacía sobre las cejas, pasaba sobre la cabeza y descendía a la mata de pelo que le cubría los hombros. La gente no decía nada mientras Mal tosía y se limitaba a esperar, inmóvil como un ciervo en acecho, y el fango se alzaba alargándose y se le metía entre los dedos de los pies. Una nube nítidamente esculpida se alejaba del sol y los árboles cernían la luz fría sobre los cuerpos desnudos.
Al fin Mal dejó de toser. Se enderezó apoyándose en el espino y cambiando la posición de las manos, moviéndolas hacia arriba, a lo largo del espino. Luego observó el agua, y lo mismo hicieron los otros por turno, y esperaron.
—Tengo una imagen —dijo.
Soltó una mano y se la puso de plano sobre la cabeza, como para aprisionar unas imágenes revoloteantes.
—Mal no es viejo sino que se agarra a la espalda de la madre. Hay más agua no sólo aquí sino también a lo largo del sendero por el que hemos venido. Un hombre es sabio. Hace que los hombres tomen un árbol caído y... Los ojos profundamente hundidos en las órbitas se volvieron hacia la gente suplicando que compartiera una imagen. Volvió a toser, suavemente. La anciana levantó con cuidado la carga. Por fin habló Ha:
—Yo no veo esa imagen. El anciano suspiró y apartó la mano de la cabeza.
—Buscad un árbol caído —dijo.
Los otros obedecieron diseminándose por la orilla del agua. La anciana fue hacia la rama en que se había columpiado Liku y apoyó allí las manos juntas. Ha fue el primero que los llamó. Corrieron hacia él y retrocedieron ante el barro líquido que les llegaba a los tobillos. Liku encontró unas bayas ennegrecidas. Mal se acercó y se quedó mirando el tronco con el ceño fruncido. Era el tronco de un abedul, no más grueso que el muslo de un hombre, un tronco medio hundido en el lodo y el agua. Estaba descortezado en algunos lugares y Lok empezó a arrancarle las setas coloreadas. Algunas de las setas eran buenas para comer y Lok se las dio a Liku. Ha, Nil y Fa se pusieron a tirar torpemente del tronco. Mal volvió a suspirar.
—¡Esperad! —dijo—. Ha aquí. Fa allí. También Nil. ¡Lok!
El tronco subió fácilmente. Le quedaban algunas ramas que se enganchaban en los matorrales, recogían el lodo y molestaban a los hombres, mientras lo arrastraban pesadamente de vuelta al agua negra. El sol se ocultó de nuevo.
Cuando llegaron al borde del agua el anciano se quedó mirando con la cara fruncida la tierra revuelta en el otro lado. —Dejad que el tronco flote. Esto era delicado y difícil. No había modo de manejar la madera empapada sin que los pies tocasen el agua. Por fin el tronco quedó flotando y Ha se inclinó hacia adelante sosteniéndolo. El otro extremo se hundió un poco. Ha cambió la orientación del tronco con una mano y tiró con la otra. La cabeza con ramas del tronco se movía apenas y por fin fue a apoyarse en el lodo del otro lado. Lok charlaba alegremente, admirado, con la cabeza echada hacia atrás, y las palabras le salían confusamente de la boca. Nadie hacía caso de Lok, pero el anciano fruncía el ceño y se apretaba la cabeza con las manos. El otro extremo del tronco estaba sumergido hasta quizás el doble de la longitud de un hombre y era la parte más delgada. Ha miró inquisitivamente al anciano, que volvía a apretarse la cabeza y tosía. Ha suspiró y deliberadamente metió un pie en el agua. Cuando los otros lo vieron, gimieron compadeciéndose. Ha caminó con cautela, hizo una mueca y los otros hicieron muecas también. Ha jadeaba y se obligó a seguir adelante hasta que el agua le llegó más arriba de las rodillas y las manos tomaron la corteza podrida del tronco, que se desprendía. Ahora empujaba con una mano y levantaba con la otra. El tronco rodaba, las ramas revolvían un barro pardo y amarillo que se arremolinaba formando un banco de hojas giratorias, y el extremo se tambaleaba posándose en un banco distante. Ha empujaba sin darse descanso, pero las ramas extendidas eran demasiado para él. Había todavía una brecha donde el tronco se curvaba bajo el agua en el lado más lejano. Ha volvió a la tierra seca y la gente lo observó gravemente. Mal lo miraba, expectante, otra vez con las dos manos sobre el espino. Ha fue al lugar donde el sendero entraba en el claro. Recogió su espino y se agachó. Durante un minuto se inclinó hacia adelante y luego tomó impulso y se lanzó a través del espacio abierto. Dio cuatro pasos sobre el tronco, tan inclinado durante todo el tiempo que parecía que la cabeza le golpeaba las rodillas; de pronto el tronco salió del agua y Ha fue volando por el aire, con los pies hacia arriba y los brazos extendidos. Cayó sobre hojas y tierra. Estaba en el otro lado. Se incorporó, tomó la cabeza del tronco y la levantó, y los dos lados del sendero quedaron unidos a través del agua. La gente lanzó gritos de alivio y de satisfacción. El sol reapareció en ese momento de modo que el mundo entero parecía participar de aquella alegría. Aplaudieron a Ha golpeando las palmas de las manos contra los muslos y Lok compartió su triunfo con Liku.
—¿Ves, Liku? El tronco está a través del agua. ¡Ha tiene muchas imágenes!
Cuando volvieron a guardar silencio, Mal señaló con el espino a Fa.
—Fa y el nuevo.
Fa buscó a tientas al nuevo. La mata de pelo le cubría el cuerpo y sólo se le veían las manos y los pies agarrados firmemente a los rizos. Fa se acercó al borde del agua, tendió los brazos lateralmente, corrió con destreza a lo largo del tronco, saltó sobre la última parte y se encontró junto a Ha. El nuevo se despertó, atisbo sobre el hombro de Fa, cambió la posición de un pie y se volvió a dormir.
—Ahora Nil.
Nil frunció el ceño. Apartó los rizos de la frente echándolos hacia atrás, hizo una mueca de pesar y corrió al tronco. Mantenía las manos levantadas por encima de la cabeza y cuando llegó a la mitad del tronco se echó a llorar:
—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
El tronco comenzó a inclinarse, hundiéndose. Nil llegó a la parte más delgada, dio un brinco —los pechos enormes rebotaron— y fue a caer en el agua, que la cubría hasta las rodillas. Gritando y tratando de sacar los pies del barro, tomó la mano que le tendía Ha y subió a tierra firme, jadeante y temblorosa, absorta. Mal se acercó a la anciana y le preguntó amablemente:
—¿Quiere cruzar ella ahora?
La anciana abandonó sólo en parte aquel estado de contemplación interior. Se acercó al borde del agua, llevando todavía las dos manos con la carga a la altura del pecho. Era delgada: huesos y piel, y unos mechones blancos. Cuando cruzó rápidamente el tronco apenas removió el agua.
Mal se acercó hacia Liku y le preguntó:
—¿Quieres cruzar?
Liku se sacó a la pequeña Oa de la boca y frotó el mechón de rizos rojos contra el muslo de Lok.
—Iré con Lok.
Esto encendió una especie de luz solar en la cabeza de Lok. Abrió la boca, rió y habló a la gente, aunque había poca relación entre las imágenes rápidas y las palabras. Vio que Fa se reía y que Ha sonreía gravemente.
Nil les gritó:
—Cuidado, Liku. Agárrate bien.
Lok tiró de un rizo del cabello de Liku.
—Sube —le dijo.
Liku le tomó la mano, apoyó un pie en la rodilla de Lok y trepó a los rizos de la espalda. Lok sintió bajo el mentón la mano tibia de Liku, que sostenía a la pequeña Oa.
Liku gritó:
—¡Ahora!
Lok retrocedió por el sendero hasta las hayas. Miró el agua con el ceño fruncido, corrió, patinó y se detuvo. Al otro lado del agua la gente se echó a reír. Lok corría hacia atrás y hacia adelante, y se detenía cada vez al llegar cerca del extremo del tronco. De pronto gritó:
—¡Mirad a Lok, el gran saltador!
Orgullosamente se lanzó hacia adelante, pero casi en seguida se acobardó, agazapándose y retrocediendo. Liku brincaba y gritaba:
—¡Salta! ¡Salta!
La cabeza de Liku rebotaba involuntariamente contra la de Lok. Lok bajó hasta el borde del agua como Nil, con los brazos en alto.
—¡Ay! ¡Ay! —gritó.
Hasta Mal sonrió entonces. La risa de Liku había llegado a la etapa silenciosa y jadeante y el agua le caía de los ojos. Lok se ocultó detrás de una haya y Nil se apretó los pechos sacudidos por la risa. De pronto reapareció Lok. Se lanzó hacia adelante con la cabeza baja. Corrió a lo largo del tronco dando un grito terrible, saltó y cayó en terreno seco, levantándose de un brinco; continuó saltando, burlándose del agua vencida hasta que Liku comenzó a hipar y la gente se abrazó, riendo. Por fin callaron y Mal avanzó. Tosió un poco y les hizo una mueca.
—Ahora, Mal.
Sostuvo el espino ante él, para mantener el equilibrio. Corrió el tronco, apoyando y alzando los viejos pies. Comenzó a cruzar, moviendo el espino a un lado y a otro. No avanzaba con la velocidad suficiente para cruzar con seguridad. Los otros veían la angustia que le asomaba a la cara, los dientes descubiertos. Luego un pie de Mal arrancó un trozo de corteza y dejó un trecho desnudo, y no se movió con la rapidez necesaria. El otro pie resbaló y Mal cayó hacia adelante. Rebotó de costado y desapareció en un remolino de agua sucia. Lok corría de un lado a otro aullando:
—¡Mal está en el agua!
—¡Ay! ¡Ay!
Ha se metió en el agua y el frío le torció la cara en una mueca. Consiguió tomar el espino y Mal estaba en el otro extremo. Sostuvo a Mal por la cintura y mientras avanzaban tropezando parecía que luchaban entre ellos. Mal se desprendió y se arrastró a gatas hasta la tierra firme. Dejó un haya entre él y el agua y se tendió encogido y temblando. Los otros se reunieron a su alrededor en un grupito apretado. Se agacharon y frotaron los cuerpos contra el de Mal, entrecruzando los brazos en una especie de enrejado para protegerlo y confortarlo. El agua se escurría alisándole el pelo. Liku se abrió paso en el grupo y apretó el vientre contra las pantorrillas de Mal. Sólo la anciana seguía esperando sin moverse. El grupo, agazapado, compartía los escalofríos de Mal.
Liku habló:
—Tengo hambre.
La gente rompió el círculo alrededor de Mal y Mal se levantó. Todavía temblaba. Este temblor no era un movimiento superficial de la piel y el pelo, sino algo más profundo, de modo que el espino temblaba también.
—¡Vamos! —dijo. Encabezó la marcha a lo largo del sendero. En ese lado había más espacio entre los árboles y muchos matorrales. Pronto llegaron a un claro cercano al río y todavía dominado por el cadáver en pie de un árbol enorme. La hiedra se había apoderado del tronco y los tallos incrustados eran una maraña varicosa y terminaban en las ramificaciones del árbol. En la madera medraban también las setas, semejantes a platillos, llenos de agua de lluvia, y unas ampollas rojas y amarillas como jalea, de modo que el viejo árbol se deshacía en polvo y en una pulpa lechosa. Nil le llevó comida a Liku, y Lok arrancaba con los dedos las larvas blancas. Mal los esperó. El cuerpo ya no le temblaba constantemente, pero aún se sacudía a veces. Luego de esas sacudidas se apoyaba en el espino como si se deslizara hacia abajo. Había un nuevo elemento para los sentidos: un ruido tan constante y penetrante que la gente no necesitaba recordarse mutuamente de qué se trataba. Más allá del claro, el terreno comenzaba a elevarse con brusquedad, barroso, pero punteado con árboles más pequeños; y allí los huesos de la tierra asomaban como protuberancias de lisa roca gris. Más allá de esa cuesta estaba el barranco entre las montañas, y desde el borde del barranco, el río caía en una cascada, dos veces más alta que el árbol más alto. Todos guardaban silencio y escuchaban el distante zumbido del agua. Se miraban unos a otros y al fin rieron y charlaron. Lok le explicó a Liku:
—Esta noche dormirás junto al agua que cae. No ha desaparecido, ¿recuerdas?
—Tengo una imagen del agua y la cueva.
Lok palmeó amistosamente el árbol muerto y Mal los llevó hacia arriba. Ahora estaban contentos, pero empezaron a sentir la debilidad del anciano, aunque no sabían aún qué honda era esa debilidad. Mal levantaba las piernas como quien trata de sacarlas del lodo y los pies no le obedecían. Pisaban aquí y allá, torpemente, como si algo los empujara hacia los lados, y Mal se tambaleaba apoyándose en el garrote. Los que iban detrás seguían los movimientos de Mal con facilidad y destreza. Atentos a los esfuerzos de Mal, lo imitaban afectuosa o inconscientemente. Cuando el anciano se inclinaba y trataba de recuperar el aliento, también ellos jadeaban, se tambaleaban y movían los pies con torpeza deliberada. Ascendieron por un trecho sembrado de cantos rodados grises y peñascos hasta que los árboles fueron desapareciendo y llegaron a un espacio abierto. Allí se detuvieron y Mal tosió, y todos comprendieron que debían esperar. Lok tomó a Liku de la mano y le dijo:
—¡Mira!
La loma llevaba al barranco y la montaña se alzaba ante ellos. A la izquierda la ladera se interrumpía y descendía por un risco hasta el río. En el río había una isla que asomaba como si una parte se hubiese levantado apoyándose en la cascada. El río corría por ambos lados de la isla, estrecho en la parte más cercana, pero más ancho e impetuoso en la otra; y nadie podía ver dónde caía a causa de la espuma y del vapor. Había árboles y espesos matorrales en la isla, pero una niebla densa oscurecía el extremo próximo a la cascada, y a los lados el río era sólo un centelleo limitado.
Mal reanudó la marcha. Dos caminos llevaban al borde de la cascada; uno subía zigzagueando a la derecha y el otro ascendía entre las rocas. Aunque el primer camino hubiese sido más fácil para Mal, no lo eligió, como si sólo le importara descansar lo más pronto posible. Fueron, pues, por el camino de la izquierda. Allí había pequeños arbustos que ayudaban a subir, y mientras pasaban entre ellos Liku le habló otra vez a Lok. El ruido de la cascada apagó el sonido de las palabras:
—Tengo hambre.
Lok se golpeó el pecho y gritó tan alto que todos lo oyeron:
—Tengo una imagen de Lok encontrando un árbol con orejas muy gruesas.
—Come, Liku.
Ha estaba junto a Lok con bayas en la mano. Las echó en las manos de Liku y la niña comió hundiendo la boca en el alimento, sosteniendo a la pequeña Oa bajo el brazo. El alimento le recordó a Lok que él también tenía hambre. Ahora que habían dejado la húmeda cueva del invierno junto al mar y los alimentos amargos de la costa y las marismas, tenía de pronto una imagen de cosas buenas, de miel y tallos jóvenes, de bulbos y larvas, de carne sabrosa. Recogió una piedra y golpeó la roca estéril que se alzaba junto a su cabeza, como esperaba golpear, pronto, un árbol probable. Nil arrancó una baya seca de un arbusto y se la puso en la boca.
—¡Mirad a Lok golpeando una piedra!
Cuando los otros se rieron bromeó simulando que escuchaba lo que le decía la roca y gritó:
—¡Despertad, larvas! ¿Estáis despiertas?
Pero Mal los conducía hacia adelante.
La cima del risco se inclinaba un poco hacia atrás, de modo que en vez de trepar por la parte escabrosa podían ir a lo largo de la ladera más suave, donde el río dejaba las turbulencias de la catarata. El sendero ganaba altura a cada paso; era un camino vertiginoso, con declives y salientes sobre el vacío, barrancos y contrafuertes, y lo único que daba seguridad eran los accidentes del terreno, que permitían afirmar los pies, y la roca que descendía en pronunciado declive, y dejaba un vacío de aire entre ellos y el humo de la isla. Allí los cuervos revoloteaban como los tizones negros de una hoguera, las algas ondulaban brillando apenas, indicando dónde estaba el agua, y la isla, empinada contra la cascada, interceptando la caída del agua, parecía tan lejana como la luna. El risco se inclinaba como si se mirase los pies en el río. Las algas eran muy largas, más largas que muchos hombres, y se movían hacia atrás y hacia adelante con la regularidad de los latidos de un corazón o las oscilaciones del mar.
Lok recordó cómo graznaban los cuervos:
—¡Cuac!
El nuevo se movió en la espalda de Fa y cambió las posiciones de las manos y los pies. Ha avanzaba muy lentamente, pensando en su propio peso, arrastrándose, tomándose con manos y pies de la roca inclinada. Mal habló otra vez.
—Esperad. Le leyeron los labios cuando se volvió, y se agruparon a su lado. Allí el sendero se ensanchaba en una plataforma y había sitio para todos. La anciana apoyó las manos en la roca para aliviar la carga. Mal se inclinó y tosió hasta casi dislocarse los hombros. Nil se sentó en cuclillas y le puso una mano en el vientre y la otra en la espalda. Lok miraba el río para olvidarse del hambre. Respiró hondamente y en seguida fue recompensado con una verdadera mezcla de olores, pues el vaho de la cascada magnificaba todos los aromas, como la lluvia intensifica y diferencia los colores de un campo florecido. Estaban también los olores de la gente, individuales, pero todos mezclados con el olor del sendero barroso por donde habían pasado. Eso era tan concretamente la prueba de que llegaban a la vivienda de verano que se echó a reír de alegría y se volvió hacia Fa, sintiendo que le gustaría acostarse con ella a pesar de toda su hambre. El agua de lluvia del bosque se le había secado en el cuerpo, y los rizos que se arracimaban alrededor del cuello y sobre la cabeza del nuevo eran de un color rojo lustroso. Lok tendió la mano y le tocó el pecho y ella rió también y se echó hacia atrás el pelo que le caía sobre las orejas.
—Encontraremos comida —dijo Lok con toda la ancha boca— y nos acostaremos juntos.
La mención de la comida hizo su hambre tan real como los olores. Se volvió otra vez hacia donde olía la carga de la anciana. No vio más que el vacío y el humo de la cascada que subía hacia él desde la isla. Se tendió en la roca con los brazos extendidos, apoyando los pies y las manos en las asperezas, como lapas. Alcanzaba a ver las algas, no moviéndose, sino congeladas en un instante de extrema percepción. Liku se quejaba en la plataforma y Fa estaba tendida junto al borde y tomaba a Lok por la muñeca. El nuevo se agitaba y lloriqueaba entre los cabellos de Fa. Los otros volvían. A Ha se lo veía desde los lomos para arriba, cuidadoso pero rápido y apoyándose en su otra muñeca. Sentía el sudor del terror en las palmas. Movía un pie o una mano cada vez hasta que quedó agazapado en la plataforma. Se dio vuelta gateando y les farfulló a las algas que volvían a moverse. Liku gritaba. Nil se inclinó y puso la cabeza de Liku entre sus pechos y le acarició suavemente los rizos de la espalda. Fa tiró de Lok de modo que quedó frente a ella.
—¿Por qué?
Lok se arrodilló durante un instante y se rascó el pelo bajo la boca. Luego señaló la espuma húmeda que venía hacia ellos cruzando la isla.
—La anciana —dijo—. Estaba allí.
Los cuervos alzaron el vuelo bajo la mano de Lok. El aire azotaba el risco. Fa apartó su mano de Lok, que la miraba fijamente.
—Ella estaba allí...
No entendían, y callaron. Fa arrugaba la cara otra vez. No era una mujer con la que se podía acostar. En el aire que le envolvía la cabeza había algo invisible y que era parte de la anciana. Lok se disculpó:
—Me volví hacia ella y cayó.
Fa cerró los ojos y dijo austeramente:
—No veo esa imagen.
Nil llevaba a Liku detrás de los otros. Fa los siguió como si Lok no existiera. Lok trepó tras ella tímidamente, dándose cuenta de su error, pero mientras avanzaba murmuraba:
—Me volví hacia ella...
Los otros se habían reunido en un grupo a cierta distancia en el sendero. Fa les gritó:
—¡Ya vamos!
Ha le contestó gritando:
—Hay una mujer de hielo.
Más allá y sobre Mal había en el risco una hondonada de nieve a la que no había llegado el sol. El peso y el frío y luego la lluvia del invierno anterior habían comprimido la nieve y ahora colgaba peligrosamente en una masa de hielo, y el agua corría entre el borde que se fundía y la roca más caliente. Aunque nunca habían visto una mujer de hielo en aquel barranco cuando volvían de la cueva de invierno junto al mar, no se les ocurrió que Mal los había llevado a las montañas demasiado pronto. Lok olvidó su equivocación y la extraña e indefinible novedad del olor a espuma y corrió hacia adelante. Se detuvo junto a Ha y gritó:
—¡Oa! ¡Oa! ¡Oa!
Y los otros gritaron con él:
—¡Oa! ¡Oa! ¡Oa!
Sobre el estruendo insistente de la catarata las voces eran débiles y apagadas, pero los cuervos las oyeron y temblaron y luego planearon suavemente una vez más. Liku gritaba y sacudía a la pequeña Oa, aunque no sabía por qué. El nuevo volvió a despertar, se pasó la lengua rosada por los labios como un gatito y atisbo por entre los rizos de la oreja de Fa. La mujer de hielo colgaba sobre ellos y más allá. Aunque el agua mortal todavía le goteaba en el vientre, no se movía. Los viajeros guardaron silencio y pasaron rápidamente hasta que la roca ocultó a la mujer. Llegaron a las piedras de la cascada, donde el risco se miraba los pies en las aguas turbulentas y la humareda blanca. Casi al nivel de los ojos, y antes de caer sobre el antepecho, el agua describía una curva; era un agua tan clara que podían ver el fondo. Había allí unas malezas que no se movían con un ritmo lento, si no que se estremecían furiosamente como si quisieran irse. Cerca de la cascada la espuma mojaba las rocas, y los helechos colgaban sobre el espacio. La gente apenas miró la cascada y siguió adelante rápidamente.
Sobre la cascada, el río pasaba por una brecha en la cadena de montañas.
Ahora que el día casi había terminado, el sol tocaba la brecha y resplandecía en el agua. Al otro lado de la brecha la corriente se deslizaba junto a un monte escarpado, negro y sombrío, pero este lado era menos peligroso. Había una repisa inclinada, una terraza que se convertía poco a poco en risco. Lok no hizo caso de la isla no visitada y de la montaña que se alzaba detrás en el otro lado del barranco. Se apresuró a seguir a los otros recordando lo segura que era la terraza. Nada podía amenazarlos desde el agua porque la corriente se lo llevaría y lo arrojaría sobre la cascada; y el risco sobre la terraza era para las zorras, las cabras, la gente, las hienas y las aves. Hasta el camino que descendía de la terraza al bosque estaba defendido por una entrada estrecha. Bastaba para guardarlo un hombre con un espino. En cuanto al sendero que subía por el risco escarpado, sobre las columnas de espuma y la confusión de las aguas, sólo estaba gastado por los pies de la gente.
Lok llegó al recodo en que terminaba el sendero. El bosque que daba ahora atrás, a oscuras, y las sombras avanzaban por el barranco hacia la terraza. La gente descansó allí ruidosamente. Ha soltó su vara, posando en el suelo el extremo espinoso. Se arrodilló y olfateó el aire. En seguida, los otros guardaron silencio y se colocaron en fila, delante de la saliente. Mal y Ha se adelantaron con los espinos preparados, y subieron por una pequeña loma de tierra hasta que pudieron ver la saliente desde arriba.
Pero las hienas se habían ido. Aunque las piedras diseminadas que habían caído del techo y la hierba escasa que crecía en la tierra desde hacía generaciones conservaban el olor, era el olor de hacía un día.
Todos vieron que Ha levantaba el espino de modo que ya no era un arma y distendieron los músculos. Avanzaron unos pocos pasos loma arriba y se detuvieron ante la saliente mientras la luz del sol arrojaba sus sombras oblicuas. Mal contuvo la tos que le subía del pecho, se volvió hacia la anciana y esperó. La anciana se arrodilló en la saliente y dejó la bola de arcilla en el centro. Luego esparció la arcilla, alisándola y amoldándola, sobre la vieja capa anterior. Acercó la cara a la arcilla y sopló. En el fondo mismo de la saliente había unos nichos, a ambos lados de una columna de roca, que guardaban palos, ramitas y ramas grandes. La anciana fue rápidamente hacia los montones y volvió con dos ramitas y hojas y un tronco podrido y blando. Puso esas cosas sobre la arcilla esparcida y sopló hasta que apareció un poco de humo y una chispa solitaria saltó en el aire. La rama crujió y una llama de color amatista y rojo subió en espiral y luego se enderezó de modo que el lado oscuro del rostro de la anciana se iluminó de pronto, y los ojos le brillaron. Fue otra vez a los nichos y volvió con más leña que echó al fuego, del que brotaron llamas y chispas. Luego se puso a amasar la arcilla húmeda con los dedos, levantando los bordes de modo que el fuego quedó en medio de un plato poco profundo. En seguida se levantó y les dijo:
—El fuego está otra vez despierto.
Capítulo 2
La gente habló entonces otra vez, excitada. Entraron de prisa en la cavidad. Mal se sentó en cuclillas entre el fuego y los nichos y tendió las manos, mientras Fa y Nil llevaban más leña y la dejaban preparada junto a la hoguera. Liku trajo una rama y se la dio a la anciana. Ha se agazapó contra la roca y se restregó la espalda hasta sentirse cómoda. Estiró la mano derecha, encontró una piedra y la levantó. La mostró a los otros y dijo:
—Tengo una imagen de esta piedra. Mal la usó para cortar una rama. ¡Mirad! Aquí está la parte que corta.
Mal tomó la piedra de Ha, la sopesó, frunció el entrecejo un instante y luego les sonrió.
—Ésta es la piedra que usé —dijo—. ¡Mirad! Aquí pongo mi dedo pulgar y aquí mi mano aprieta alrededor.
Alzó la piedra y simuló que cortaba una rama.
—La piedra es buena —dijo Lok—.
No desapareció. Esperó junto al fuego la vuelta de Mal.
Se incorporó y escudriñó la tierra y las piedras de la loma. Tampoco habían desaparecido el río ni las montañas. La saliente los había esperado. De pronto sintió una corriente de felicidad y regocijo. Todo los había esperado. Oa los había esperado.
En aquel momento empujaba hacia arriba las espigas de los bulbos, engordaba las larvas, sacaba los olores de la tierra, arrancaba pimpollos de las grietas y las ramas. Lok se puso a bailar en la terraza junto al río, extendiendo los brazos.
—¡Oa! Mal se alejó un poco del fuego y examinó el fondo de la saliente. Escudriñó la superficie y barrió unas pocas hojas secas y excrementos de animales al pie de la columna. Se sentó en cuclillas y se encogió acomodando los hombros.
—Aquí es donde Mal se sienta —dijo.
Tocó la roca con el afecto con que Lok o Ha podían tocar a Fa.
—¡Estamos en casa!
Lok volvió de la terraza. Miró a la anciana. Libre ahora de la carga del fuego parecía un poco menos remota, un poco más como ellos. Ahora podía mirarla a los ojos y hablarle, y quizás ella le contestaría. Además, sentía la necesidad de hablar, de ocultar a los otros la inquietud que le producían siempre las llamas.
—Ahora el fuego está en el hogar. ¿Sientes calor, Liku?
Liku se quitó la pequeña Oa de la boca y contestó:
—Tengo hambre.
—Mañana encontraremos comida para toda la gente.
Liku levantó a la pequeña Oa.
—También ella tiene hambre.
—Ella irá contigo y comerá.
Rió mirando a los otros.
—Tengo una imagen...
Entonces los otros rieron también, porque aquella era la imagen de Lok, casi la única que tenía, y la conocían tan bien como él.
—... una imagen de encontrar a la pequeña Oa.
Fantásticamente, la vieja raíz retorcida y combada y alisada por los años, parecía el vientre de una mujer embarazada.
—... Estoy entre los árboles. Toco. Con este pie toco. —Representaba la escena para ellos: cargaba el peso del cuerpo sobre el pie izquierdo y con el derecho exploraba el terreno.
—Toco. ¿Qué toco? ¿Un bulbo? ¿Un palo? ¿Un hueso? —El pie derecho de Lok tomó algo y lo pasó a la mano izquierda. Lo miró.
—¡Es la pequeña Oa! —Sonrió triunfalmente.
—Y ahora donde está Liku está la pequeña Oa.
La gente lo aplaudió, sonriendo en parte a Lok y en parte al relato. Tranquilizado con el aplauso, Lok se instaló junto al fuego y los otros guardaron silencio, contemplando las llamas.
El sol cayó en el río y la luz abandonó la saliente. Ahora el fuego era más que nunca central: ceniza blanca, un punto rojo y una llama que oscilaba hacia arriba. La anciana se movía lentamente y echaba más madera al fuego para que el punto rojo comiera y la llama se hiciera fuerte. Los otros observaban y los rostros parecían temblar a la luz vacilante. Las pieles pecosas habían enrojecido, y en las profundas cavernas que tenían bajo la frente habitaban reproducciones del fuego, y todos los fuegos bailaban a la vez. A medida que se convencían de que hacía calor distendían los miembros y aspiraban el vaho, agradecidos. Movían los dedos de los pies y estiraban los brazos, cuidando de apartarlos del fuego. Cayó sobre ellos un silencio profundo, que parecía mucho más natural que el lenguaje hablado, un silencio eterno en el que había al principio muchos recuerdos de la saliente, y luego quizá ningún recuerdo. Tan completamente descontado estaba el estruendo del agua que oían el suave roce del viento en las rocas. Los oídos, como si tuviesen una vida independiente, clasificaban la maraña de pequeños sonidos y los aceptaban: el sonido de la respiración, el sonido de la arcilla húmeda que se desconchaba, el sonido de las cenizas que caían en la arcilla.
Luego Mal habló con una inseguridad poco habitual:
—¿Hace frío? De vuelta otra vez a sí mismos, separados, los otros miraron a Mal. Ya no estaba mojado y ahora tenía rizos en el pelo. Se movió hacia adelante decididamente y se agachó de modo que las rodillas tocaran la arcilla, extendiendo los brazos como soportes a los lados. El calor le golpeaba el pecho. Luego el viento primaveral sacudió ligeramente las llamas y envió la delgada columna de humo directamente a la boca abierta de Mal. Mal se atragantó y tosió. Siguió tosiendo y las toses parecían salirle del pecho sin advertencia ni consulta. Retiraron el cuerpo de la proximidad del fuego y Mal siguió jadeando. Quedó tendido de costado estremeciéndose. Los otros vieron que sacaba la lengua y los miraba, asustado.
La anciana habló:
—Es el frío del agua donde estaba el tronco.
Se acercó y se arrodilló junto a Mal, y le frotó el pecho y los músculos del cuello. La cabeza de Mal cayó sobre las rodillas de la anciana, que lo defendió del viento hasta que dejó de toser y calló. El nuevo despertó y descendió a gatas de la espalda de Fa. Se arrastró entre las piernas extendidas con la cabeza roja centelleando a la luz. Vio el fuego, se deslizó bajo las rodillas levantadas de Lok, se tomó del tobillo de Mal y se levantó. Dos fuegos pequeños le brillaban en los ojos mientras permanecía así, inclinado hacia adelante y agarrado a la pierna temblorosa. La gente miraba al nuevo y luego a Mal. De pronto estalló una rama. Lok dio un salto y las chispas volaron en la oscuridad. El nuevo cayó de bruces antes que las chispas descendieran. Corrió entre las piernas, trepó por el brazo de Nil y se ocultó en el pelo de la espalda y el cuello. Luego uno de los fuegos apareció junto a la oreja izquierda de Nil, un fuego que no parpadeaba y observaba cautelosamente. Nil volvió la cara y frotó suavemente la mejilla en la cabeza del niño. El nuevo estaba otra vez encerrado, en la cueva de su propia cabeza, entre los rizos de la madre. Poco después el puntito de fuego, junto a la oreja de Nil, desapareció.
Mal se enderezó de modo que quedó sentado y apoyado contra la anciana. Miró a todos, uno por uno. Liku abrió la boca para hablar, pero Fa le dijo que callara. Mal habló entonces:
—En un principio estaba la gran Oa. El vientre de Oa parió a la tierra. Le dio de mamar. La tierra parió a la mujer y el vientre de la mujer parió al primer hombre.
Lo escuchaban en silencio. Esperaban más, todo lo que sabía Mal. Era la descripción de la época en que había habido mucha gente, el relato que a ellos les gustaba tanto de la época en que era verano todo el tiempo y las flores y los frutos colgaban de la misma rama. Había también una larga lista de nombres que comenzaba con Mal y retrocedía pasando siempre por el hombre más viejo de la población en cada época. Pero Mal no dijo nada más. Lok estaba sentado entre él y el viento.
—Tienes hambre, Mal —dijo—. Un hombre que tiene hambre es un hombre frío.
Ha levantó la boca.
—Cuando vuelva el sol encontraremos comida. Quédate junto al fuego, Mal, y te traeremos comida y entonces te sentirás fuerte y caliente.
Fa se acercó y apoyó el cuerpo contra Mal, de modo que los tres lo defendían del fuego. Mal les habló entre toses:
—Tengo una imagen de lo que hay que hacer.
Inclinó la cabeza y examinó las cenizas. La gente esperaba. Podían ver cómo la vida había ido despojándolo. Los largos cabellos le raleaban en la frente, y los rizos que debían haber descendido por la loma del cráneo habían retrocedido, y ahora, sobre las cejas, asomaba una franja de piel desnuda y arrugada, ancha como un dedo. Bajo las cejas, las cuencas de los ojos eran profundas y oscuras; y los ojos, tristes y doloridos. Alzó una mano y se miró atentamente los dedos.
—La gente tiene que encontrar comida. La gente tiene que encontrar madera. Se tomó los dedos de la mano izquierda con la otra mano; los tomó fuertemente, como si la presión fuera a mantener las ideas adentro.
—Un dedo para la madera. Un dedo para la comida.
Sacudió la cabeza y comenzó de nuevo:
—Un dedo para Ha. Para Fa. Para Nil. Para Liku...
Llegó al final de los dedos y se miró la otra mano, tosiendo suavemente. Ha se movió en su asiento, pero no dijo nada. Luego Mal aflojó la frente y se dio por vencido. Bajó la cabeza y entrelazó las manos sobre el cabello gris de la nuca. Los otros lo oían, sintiendo qué cansado estaba.
—Ha traerá madera del bosque. Nil irá con Ha y el nuevo.
Ha se movió otra vez y Fa retiró el brazo de los hombros del anciano, pero Mal siguió hablando:
—Lok conseguirá comida con Fa y Liku.
Ha habló:
—Liku es demasiado pequeña para ir a la montaña y salir a la llanura.
Liku gritó:
—¡Iré con Lok!
Mal murmuró con la cabeza apoyada en las rodillas:
—He hablado.
Ahora que todo estaba resuelto la gente se sentía inquieta. Sabían que algo andaba mal, pero la palabra estaba dicha. Cuando la palabra estaba dicha era como si ya estuviesen haciendo las cosas, y eso los preocupaba. Ha tiró una piedra contra la roca de la saliente y Nil volvió a quejarse en voz baja. Sólo Lok, que tenía el menor número de imágenes, recordaba la generosidad de Oa y las imágenes deslumbradoras que lo habían hecho bailar en la terraza. Dio un salto y enfrentó a la gente, y el aire nocturno le sacudió los rizos.
—Traeré la comida en mis manos —dijo, e hizo un amplio ademán—, tanta comida que no me tendré derecho. ¡Así!
Fa se burló:
—No hay tanta comida en el mundo.
Lok se puso en cuclillas y replicó:
—Ahora tengo una imagen en la cabeza. Lok vuelve a la cascada. Corre por la ladera de la montaña. Lleva un ciervo. Un gato ha matado al ciervo y le ha chupado la sangre. Así, bajo este brazo izquierdo. Y bajo el brazo derecho —lo extendió— los cuartos de una vaca.
Simuló que se tambaleaba delante de la saliente bajo el peso de la carne. Los otros reían con Lok. Luego se rieron de Lok. Sólo Ha guardaba silencio, sonriendo un poco, hasta que los otros lo advirtieron y se quedaron mirándolos a él y a Lok.
Lok exclamó, enojado: —¡Es una imagen verdadera! Ha no dijo nada con la boca, pero siguió sonriendo. Luego, mientras los demás lo observaban, movió las dos orejas, volviéndolas lenta y solemnemente hacia Lok de modo que decían con tanta claridad como si él hubiera hablado: ¡Te escucho! Lok abrió la boca. Se le erizó el pelo. Comenzó a farfullar mudamente a las orejas sarcásticas y los labios entreabiertos. Fa los interrumpió: —No lo molestéis. Ha tiene muchas imágenes y pocas palabras. Lok tiene un bocado de palabras y ninguna imagen. Ha soltó entonces una carcajada y sacudió los pies, y Lok y Liku rieron sin saber por qué. Lok deseó de pronto la paz sin imágenes de la buena armonía de todos. Olvidó el mal humor y se acercó de nuevo al fuego, fingiendo que era muy desdichado, y los otros fingieron también que lo consolaban. Luego volvió el silencio, y sólo hubo un pensamiento o ningún pensamiento en la saliente. Todos compartían ahora espontáneamente la misma imagen. Era una imagen de Mal, al parecer un poco apartado de ellos, iluminado y claramente definido en toda su desdicha. Veían no sólo el cuerpo de Mal, sino también las imágenes lentas que le crecían y le menguaban en la cabeza. Una sobre todo desalojaba a las otras y asomaba entre los argumentos nebulosos, las dudas y las conjeturas, hasta que supieron qué pensaba Mal tan tristemente convencido.
—Mañana o pasado mañana moriré.
La gente volvió a separarse. Lok tendió la mano y tocó a Mal. Pero Mal no sintió el roce a causa de su propio dolor y el cabello protector de la anciana. La anciana miró a Fa.
—Es el frío del agua.
Se inclinó y murmuró en el oído de Mal:
—Mañana habrá comida. Duerme ahora.
Ha se levantó y dijo:
—Habrá más madera también. ¿No quieres dar de comer al fuego?
La anciana fue al nicho y sacó unos leños. Ajustó hábilmente los trozos de modo que cuando las llamas se elevaron pudieron morder en madera seca. Pronto las llamas azotaron el aire y la gente de la saliente retrocedió. Eso agrandó el semicírculo y Liku se metió entre la gente. Los pelos crujieron con el calor y todos se sonrieron mutuamente complacidos. Bostezaron, amontonándose alrededor de Mal, haciéndole una especie de cuna de carne caliente con el fuego frente a él. Restregaban los pies y murmuraban. Mal tosió un poco y luego también él se quedó dormido.
Lok se sentó en cuclillas a un lado y se quedó mirando afuera las aguas oscuras. No habían tomado una decisión consciente, pero él estaba en guardia. Bostezaba también y examinaba el dolor que sentía en el estómago. Pensaba en la buena comida y baboseaba un poco y estuvo a punto de hablar, pero recordó que todos los demás dormían. Se levantó, en cambio, y se rascó los rizos tupidos que tenía bajo el labio. Fa estaba a su alcance y de pronto volvió a desearla, pero su deseo era fácil de olvidar, porque ahora prefería pensar en la comida. Recordó las hienas y avanzó en silencio por la terraza hasta que pudo mirar el bosque, loma abajo. Kilómetros de oscuridad y de manchas fuliginosas se extendían hasta la faja gris que era el mar; más cerca, el río brillaba en pantanos y meandros. Alzó los ojos al cielo y vio que estaba despejado; sólo unas capas de nubes aborregadas se cernían sobre el mar. Mientras observaba, y se le desvanecía la imagen accidental del fuego, vio aparecer una estrella. Luego aparecieron otras, diseminadas, formando campos de luces titilantes que se extendían de horizonte a horizonte. Los ojos de Lok contemplaban las estrellas sin pestañear, mientras husmeaba las hienas y descubría que no había ninguna cerca. Trepó por las rocas y miró abajo la cascada. Había siempre luz donde el río caía. La espuma humeante parecía atrapar toda la luz y distribuirla sutilmente. Sin embargo, esa luz no iluminaba más que la espuma, de modo que la isla quedaba en una oscuridad total. Lok observó sin pensar en nada los árboles negros y las rocas que asomaban entre la blancura nebulosa. La isla era como la pierna entera de un gigante sentado: las rodillas, empenachadas con árboles y matorrales, interrumpían la caída centelleante de la cascada, y los pies desmañados se extendían más abajo, desapareciendo en la oscuridad. El muslo del gigante, que debía de haber soportado un cuerpo como una montaña, estaba en el agua que bajaba por el barranco y disminuía hasta perderse en las rocas dislocadas que se curvaban, acercándose a la terraza, a una distancia del largo de unos pocos hombres. Lok contemplaba el muslo del gigante como podía haber contemplado la luna: era algo tan remoto que no tenía relación alguna con la vida tal como él la conocía. Para llegar a la isla la gente habría tenido que saltar por encima de esa brecha entre la terraza y las rocas a través del agua, que quería atraparlos y arrojarlos a la cascada. Sólo alguna criatura más ágil y asustada se habría atrevido a dar ese salto, por lo que nadie visitaba la isla.
Le vino una imagen ahora, muy lejos de la cueva junto al mar, y se volvió para mirar el río. Vio los meandros y los charcos que brillaban débilmente en la oscuridad. Se le presentaron extrañas imágenes del sendero que llevaba del mar a la terraza, a través de las tinieblas que se extendían debajo. Miraba y se sentía cada vez más turbado, pensando que el sendero estaba realmente allí donde él miraba. Aquella parte de la región, con su confusión de rocas, que parecían haberse detenido en el instante más tempestuoso de su arremolinamiento, y aquel río de abajo desparramado en el bosque eran demasiado complicados y no alcanzaba a entenderlos, aunque sus sentidos podían encontrar un sendero tortuoso. Abandonó, aliviado, la meditación. Husmeó el aire, en busca de hienas, pero habían desaparecido. Descendió hasta el borde de la roca y orinó en el río. Luego volvió silenciosamente y se agazapó a un lado del fuego. Bostezó una vez, volvió a desear a Fa y se rascó. Había ojos que lo vigilaban desde los riscos, y también ojos en la isla, pero nada se acercaría mientras las cenizas del fuego siguieran brillando. Como si se hubiera dado cuenta de lo que Lok pensaba, la anciana se despertó, echó un poco de leña al fuego y atizó las cenizas con una piedra lisa. Mal tosió secamente en sueños y los otros se agitaron. La anciana se acostó otra vez y Lok se puso las palmas de las manos en las cavidades de los ojos, los frotó soñolientamente, y unos puntos verdes flotaron sobre el río. Miró pestañeando a la izquierda, donde la cascada resonaba de modo tan monótono que ya no podía oírla. El viento se movió en el agua y revoloteó, y luego subió con fuerza del bosque a través de la barranca. La línea bien definida del horizonte se borró y el bosque se iluminó de pronto. Una nube se cernía sobre la cascada, la niebla ascendía desde la cuenca esculpida y el viento azotaba y hacía retroceder el agua del río. La isla se oscureció, la niebla húmeda subió a la terraza, colgó bajo el arco de la saliente y envolvió a la gente con gotas diminutas. La nariz de Lok se abrió y aspiró el complejo de olores que llegaban con la niebla.
Lok se sentó en cuclillas, perplejo y temblando. Llevó las manos a la nariz y examinó el aire atrapado. Con los ojos cerrados, atento, se concentró en el aire caliente, y durante un instante creyó estar al borde mismo de la revelación. Luego el olor se secó como el agua, se borró como un pequeño objeto lejano cuando lo ahogan las lágrimas. Lok dejó que el aire se fuera y abrió los ojos. El viento alejaba ahora la niebla de la cascada y el olor de la noche era el de todas las noches. Miró ceñudo la isla, y el agua oscura que se deslizaba hacia el borde, y luego bostezó. No podía concebir una imagen nueva; no había, aparentemente, ningún peligro. El fuego disminuía y era apenas un ojo rojo que sólo se iluminaba a sí mismo, y la gente estaba inmóvil y tenía el color de la roca. Se sentó y se inclinó hacia adelante para dormir, apretándose la nariz con una mano para no sentir la corriente de aire frío. Alzó las rodillas hasta el pecho y presentó al aire nocturno la menor superficie posible. Levantó el brazo izquierdo y metió los dedos en el cabello de la nuca, hundiendo la boca en las rodillas. Sobre el mar, en un lecho de nubes, había una luz anaranjada que se extendía. El aro de la luna creciente se abría paso entre los brazos dorados de las nubes. El antepecho de la cascada centelleaba; las luces corrían de un
lado a otro a lo largo de la orilla o saltaban en un chisporroteo súbito. Los árboles de la isla eran ahora más nítidos, y el tronco del abedul que se alzaba sobre ellos se puso de pronto blanco y plateado. A través del agua, en el otro lado del barranco, el risco conservaba todavía la oscuridad, pero en todos los otros sitios las montañas mostraban sus cimas de nieve y hielo. Lok dormía, en equilibrio sobre las nalgas. Una débil señal de peligro lo habría enviado volando por la terraza como un corredor que salta desde la línea de partida. La cascada centelleaba sobre Lok como el hielo de la montaña. El fuego era un cono romo que contenía un puñado de luz roja. Unas llamas azules oscilaban y se apagaban en los extremos intactos de las ramas y los troncos. La luna se elevó lenta y casi verticalmente. En el cielo sólo había unos pocos restos de nubes desparramados. La luz descendió a la isla y envolvió las columnas de espuma, descubriendo unas formas grises que se escabullían retorciéndose de la luz a la sombra, o corrían rápidamente por los espacios abiertos en las laderas de las montañas. Unos ojos verdes observaban la luz; caía sobre los árboles del bosque y unas manchas dispersas de color marfil pálido se movían sobre las hojas marchitas y la tierra. Se extendía sobre el río y las algas fluctuantes; y en el agua relumbraban las ondas, y había círculos y remolinos de fuego frío y líquido. Llegó un ruido desde el pie de la cascada, desde el estruendo, sin eco ni resonancia, la forma de un ruido. Las orejas de Lok se crisparon a la luz de la luna y la escarcha acumulada en los bordes superiores tembló levemente. Las orejas le preguntaron a Lok:
—¿...?
Pero Lok estaba dormido.
Capítulo 3
Lok notó que la anciana había comenzado a trabajar antes que nadie, ocupándose del fuego a la primera luz de la aurora. Preparó un montón de leña y Lok oyó en sueños que la leña comenzaba a arder y crepitar. Fa estaba aún en cuclillas; la cabeza inquieta del anciano se sacudía en el hombro de Fa. Ha se movió y se levantó. Salió a la terraza y orinó, y luego volvió y miró al anciano. Mal no se despertaba como los otros. Estaba sentado pesadamente sobre las nalgas, movía la cabeza de un lado a otro en el cabello de Fa y respiraba rápidamente como una gama preñada. Tenía la boca abierta hacia el fuego ardiente, pero otro fuego invisible lo consumía ahora; estaba en todas partes: en la carne de los miembros y alrededor de las cuencas de los ojos. Nil corrió al río y llevó agua en las manos. Mal bebió el agua antes de abrir los ojos. La anciana echó más leña al fuego. Señaló los nichos y movió la cabeza hacia el bosque. Ha tocó a Nil en el hombro.
—¡Ven!
El nuevo despertó también, trepó por el hombro de Nil, maulló un instante y se le acomodó en el pecho. Nil siguió a Ha hacia el atajo que descendía al bosque mientras el nuevo mamaba. Dieron la vuelta al recodo y desaparecieron en la niebla matutina que se cernía casi al nivel de lo alto de la cascada.
Mal abrió los ojos. Los otros se inclinaron para oír lo que decía:
—Tengo una imagen.
Los tres esperaron. Mal levantó una mano y se la puso en la cabeza, sobre las cejas. Aunque le temblaban dos fuegos en los ojos no miraba a la gente, sino a algo muy lejano al otro lado del agua. Tan intensa y temerosa era esta atención que Lok se dio vuelta para ver si podía descubrir por qué Mal estaba tan asustado. No había nada; sólo un tronco, arrancado de alguna tortuosa orilla del río por la fuerte corriente, pasó delante de ellos y fue a detenerse en silencio al borde de la cascada.
—Tengo una imagen. El fuego vuela por el bosque y devora los árboles.
La respiración de Mal era más acelerada, ahora que estaba despierto.
—Se quema. El bosque se quema. La montaña se quema.
La cabeza del anciano se volvió hacia cada uno de ellos. Había pánico en su voz.
—¿Dónde está Lok?
—Aquí.
Mal lo miró, perplejo, con el ceño fruncido.
—¿Quién es éste? Lok está en la espalda de su madre y los árboles son devorados.
Lok movió los pies y rió tontamente. La anciana tomó la mano de Mal y se la llevó a la mejilla.
—Esa es una imagen de hace mucho tiempo —dijo—. Todo eso pasó ya. Lo has visto en sueños.
Fa lo palmeó en el hombro. Luego aplicó la mano a la piel y abrió los ojos. Pero le habló a Mal amablemente, como si le estuviera hablando a Liku.
—Lok está aquí de pie. ¡Míralo! Es un hombre.
Aliviado al comprender por fin, Lok les habló vivamente a todos.
—¡Sí, soy un hombre! —Tendió las manos.—Aquí estoy, Mal.
Liku despertó, bostezando, y la pequeña Oa se le cayó del hombro. Se la puso en el pecho.
—Tengo hambre.
Mal se dio vuelta tan rápidamente que casi se desprendió de Fa y ella tuvo que agarrarlo.
—¿Dónde están Ha y Nil?
—Tú los mandaste afuera —contestó Fa—. Los mandaste a buscar leña. Y a Lok, a Liku y a mí a buscar comida. Te traeremos algo.
Mal se balanceaba hacia atrás y adelante, con la cara entre las manos.
—Ésa es una mala imagen —dijo.
La anciana lo abrazó:
—Duerme ahora.
Fa apartó a Lok del fuego y le dijo:
—No conviene que Liku vaya a la llanura con nosotros. Déjala junto al fuego.
—Mal lo ha dicho.
—Tiene enferma la cabeza.
—Ha visto arder todas las cosas. Tengo miedo. ¿Cómo puede arder la montaña?
Fa replicó en tono desafiante:
—Hoy es como mañana y ayer.
Ha y Nil, con el nuevo, trabajaban a la entrada de la terraza. Llevaban brazadas de ramas rotas. Fa corrió hacia ellos.
—¿Debe Liku venir con nosotros porque Mal lo ha dicho?
Ha se tiró del labio y contestó:
—Eso es una cosa nueva. Pero se ha dicho.
—Mal vio la montaña ardiendo.
Ha miró la montaña oscura que se alzaba dominándolos.
—Yo no veo esa imagen.
Lok rió con nerviosidad.
—Hoy es como ayer y mañana.
Ha sacudió las orejas hacia ellos y sonrió gravemente.
—Se ha dicho.
Inmediatamente desapareció la tensión indefinible y Fa, Lok y Liku corrieron a lo largo de la terraza. Saltaron al risco y comenzaron a trepar. Estaban a bastante altura para ver directamente la línea de espuma humeante al pie de la cascada y oían el estruendo. Cuando el risco se inclinó algo hacia atrás Lok hincó una rodilla en tierra y gritó:
—¡Arriba!
La luz era más brillante ahora. Podían ver el río reluciente entre las montañas y las vastas extensiones de cielo caído donde se embalsaba el lago. Debajo la niebla ocultaba el bosque y la llanura y se apoyaba tranquilamente en la ladera de la montaña. Echaron a correr por la ladera empinada, deslizándose hacia la niebla. Cruzaron por la roca desnuda, llegaron a donde había altos montones de piedras rotas y filosas, descendieron por barrancas escarpadas y llegaron por fin a unas rocas redondeadas donde había algo de hierba y unos pocos arbustos encorvados por el viento. La hierba estaba húmeda y las telarañas tendidas entre las hojas se rompían adhiriéndose a los tobillos. La inclinación de la ladera disminuía y los arbustos eran más frecuentes. Llegaban al límite de la niebla.
—El sol beberá la niebla —dijo Lok.
Fa no le prestó atención. Buscaba con la cabeza baja, y los rizos arrancaban gotas de agua a las hojas. Un ave graznó y se alejó por el aire revoloteando pesadamente. Fa se abalanzó sobre el nido y Liku golpeó con los pies el vientre de Lok.
—¡Huevos! ¡Huevos!
Descendió de la espalda de Lok y se puso a bailar entre las matas de hierba. Fa cortó una espina de un arbusto y agujereó el huevo por los dos extremos. Liku se lo arrancó de las manos y lo chupó ruidosamente. Había un huevo para Fa y otro para Lok. Los tres quedaron vacíos entre dos aspiraciones. Después de comerlos se dieron cuenta del hambre que tenían y se pusieron a buscar. Siguieron adelante, inclinados y buscando. Aunque no levantaban la vista sabían que seguían a la niebla en retirada hasta el terreno llano, y que la opacidad luminosa, allá sobre el mar, contenía los primeros rayos del sol. Separaban las hojas y escudriñaban los arbustos y descubrían las larvas dormidas y los pálidos retoños que yacían bajo un montón de piedras. Mientras trabajaban y comían Fa los consolaba:
—Ha y Nil traerán un poco de comida del bosque.
Lok buscaba larvas, bocados exquisitos y blandos, fortificantes.
—No podemos volver con una sola larva. Y volver. Y luego una sola larva.
Llegaron a un espacio abierto. Una piedra había caído de la montaña desplazando a otra. El trecho de tierra descubierta había sido invadido por gruesos retoños blancos que salían a la luz, pero eran tan cortos y gruesos que estallaban al tocarlos. Se sentaron en círculo para comerlos. Era tanto lo que hablaban como lo que comían, entre breves exclamaciones de placer y excitación, y al fin comieron sin sentir hambre. Liku nada decía, pero se sentaba con las piernas extendidas y comía con las dos manos.
Poco después Lok hizo un amplio ademán y dijo:
—Si comemos en este extremo del camino podemos llevar a la gente a comer en aquel extremo.
Fa habló confusamente:
—Mal no vendrá y ella no lo dejará solo. Volveremos por este camino cuando el sol vaya al otro lado de la montaña. Llevaremos a la gente lo que podamos sostener en los brazos.
Lok eructó y miró afectuosamente el sendero.
—Éste es un buen lugar.
Fa frunció el ceño y masticó.
—Si el camino estuviera más cerca...
Tragó el bocado entero.
—Tengo una imagen. La buena comida crece. No aquí. Crece junto a la cascada.
Lok se rió.
—¡No hay plantas así junto a la cascada!
Fa separó las manos, observando a Lok todo el tiempo. Luego comenzó a unirlas de nuevo. Pero a pesar de la inclinación de la cabeza, las cejas que se movían ligeramente hacia arriba y hacia los lados hacían una pregunta para la que no tenía palabras. Trató de nuevo:
—Pero sí... Veo esta imagen. La saliente y el fuego están aquí abajo.
Lok levantó la cara y rió:
—Este lugar está aquí abajo, y la saliente y el fuego están allí arriba.
Arrancó más tallos, se los metió en la boca y siguió comiendo. Miró a la luz más clara y vio las señales del día. Poco después Fa olvidó la imagen y se levantó. Lok se levantó también y habló para ella:
—¡Vamos!
Descendieron con dificultad entre las rocas y los arbustos. Casi inmediatamente salió el sol, un círculo de plata mate que corría oblicuamente entre las nubes, aunque siempre estaba en el mismo sitio. Lok iba delante, y lo seguía Liku, seria e impaciente, buscando comida por primera vez. La ladera se hizo más suave y llegaron al borde empinado que daba al mar de hierbas de la llanura. Lok se detuvo y las mujeres esperaron inmóviles, detrás. Se volvió, hizo una pregunta muda a Fa y alzó otra vez la cabeza. De pronto echó aire por la nariz y aspiró. Probó delicadamente el aire, reteniéndolo en la nariz hasta que la sangre se le calentó y sintió el olor. Había verdaderos milagros en aquellas cavernas de la nariz. El olor era apenas perceptible. Si Lok hubiese sido capaz de hacer esas comparaciones se habría preguntado si el rastro era un verdadero olor o sólo el recuerdo de un olor. Tan débil y rancio era ese olor que cuando miró interrogativamente a Fa ella no le entendió. Lok le sopló entonces la palabra:
—¿Miel?
Liku se puso a saltar hasta que Fa le dijo que se quedara quieta. Lok aspiró el aire de nuevo, pero esta vez le llegó una ráfaga distinta y estaba vacía. Fa esperaba.
Lok no necesitó pensar de dónde llegaba el viento. Trepó a una roca en la que no daba el sol y comenzó a buscar rastros. La dirección del viento cambió y sintió el olor de nuevo. Esta vez era excitante y real, y Lok no tardó en seguirlo hasta un pequeño risco que la escarcha, el sol y la lluvia habían gastado convirtiéndolo en una red de grietas. Alrededor de una de las grietas había manchas parecidas a marcas de dedos morenos; una sola abeja, apenas viva, aunque el sol brillaba plenamente en la superficie de la roca, estaba pegada a una profundidad de quizás el ancho de una mano. Fa sacudió la cabeza y dijo:
—Habrá poca miel.
Lok invirtió el espino y metió la punta en la grieta. Unas pocas abejas comenzaron a zumbar lánguidamente, heladas y hambrientas. Lok movió el cabo del espino en la grieta. Liku brincaba.
—¿Hay miel, Lok? ¡Quiero miel!
Las abejas salían de la grieta y revoloteaban alrededor. Algunas caían pesadamente a tierra y se arrastraban moviendo las alas. Una se le posó en el pelo a Fa. Lok sacó el espino. En el extremo había un poco de miel y cera. Liku dejó de brincar y se puso a lamer la punta del palo. Ahora que los otros habían satisfecho su hambre disfrutaban viendo comer a Liku.
Lok charlaba:
—La miel es lo mejor. Hay fuerza en la miel. Mira cómo le gusta la miel a Liku. Tengo una imagen de un tiempo en que la miel saldrá de esta grieta en la roca y podremos tomarla en los dedos. ¡Así!
Pasó la mano por la roca y luego se chupó los dedos y saboreó el recuerdo de la miel. Luego metió otra vez la punta del espino en la grieta, para que Liku pudiera comer. Fa se mostró inquieta.
—Ésta es miel vieja del tiempo en que bajamos al mar —dijo—. Tenemos que encontrar más para los otros. ¡Vamos!
Pero Lok introducía otra vez la punta del espino en la grieta para gozar viendo comer a Liku, mirándole el vientre y recordando la miel. Fa descendió por las rocas, siguiendo la niebla que se retiraba a la llanura, pasó más allá del borde y se perdió de vista. En seguida oyeron que gritaba. Liku trepó a la espalda de Lok, y Lok corrió hacia donde había sonado el grito con el espino preparado. En el borde del roquedal había un barranco escabroso que llevaba a la llanura. Fa estaba agazapada en la boca del barranco, mirando la hierba y los brezos de la llanura. Lok corrió hacia ella. Fa se levantó temblando ligeramente. Había allí abajo dos animales amarillentos, con las patas ocultas por los brezos, tan cerca que ella podía verles los ojos. Los animales alzaban las orejas, alarmados por la voz de Fa, y la miraban fijamente. Lok bajó a Liku, y dijo:
—Sube.
Liku trepó por la ladera del barranco y se agazapó, a una altura que Lok no podía alcanzar.
Los animales amarillos mostraron los dientes.
—¡Ahora!
Lok se lanzó hacia adelante con el espino de lado. Fa describió un círculo a su izquierda. Llevaba una piedra afilada como una espada en cada mano. Las dos hienas se acercaron juntas gruñendo. Fa sacudió de pronto la mano derecha y la piedra fue a golpear a una de las hienas en las costillas. La hiena gañó y corrió aullando. Lok avanzó blandiendo el palo y metió las espinas en el hocico gruñón del macho. Los dos animales huyeron hasta ponerse fuera de alcance, hablando perversamente y asustados. Lok se colocó entre ellos y el animal muerto.
—Pronto, huelo a gato.
Fa estaba ya de rodillas, bregando con el cadáver.
—Un gato le ha chupado toda la sangre. No hay daño. Los amarillos ni siquiera han llegado al hígado.
Desgarraba furiosamente el vientre del ciervo con la lámina de piedra. Lok blandía el espino amenazando a las hienas.
—Hay mucho alimento para toda la gente.
Oía a Fa que refunfuñaba y jadeaba mientras desgarraba la piel peluda y las entrañas.
—Rápido.
—No puedo.
Las hienas, habiendo terminado aquella charla perversa, avanzaban por la izquierda y la derecha.
Mientras Lok las enfrentaba vio ante él las sombras de dos grandes aves que flotaban en el aire.
—Lleva el ciervo a la roca.
Fa comenzó a tirar del ciervo y luego les gritó furiosa a las hienas. Lok se colocó detrás, se inclinó, y tomó al ciervo por una pata. Arrastró al cuerpo hasta el barranco, blandiendo constantemente el espino. Fa alcanzó una pata delantera y tiró también. Las hienas los seguían desde lejos. Lok y los otros llevaron al ciervo hasta la entrada estrecha del barranco, donde estaba Liku, y las dos aves descendieron. Fa hundió de nuevo en la carne la espina de piedra. Lok encontró un canto rodado y golpeo el cuerpo para romperle las coyunturas. Fa refunfuñaba, excitada. Lok charlaba mientras sus manazas desgarraban, retorcían y arrancaban los tendones. Entre tanto las hienas corrían de un lado a otro. Las aves se posaron en la roca que se alzaba frente a Liku, y la niña bajó hasta donde estaban Lok y Fa. El ciervo estaba ya descuartizado. Fa le abrió el vientre y luego el estómago, y tiró al suelo la hierba fermentada y los tallos masticados que había dentro. Lok le golpeó el cráneo para removerle los sesos y le abrió la boca para sacarle la lengua. Llenaron el estómago con los bocados más exquisitos y enrollaron las entrañas de modo que el estómago se convirtió en una bolsa hinchada.
Mientras, Lok decía entre gruñidos:
—Esto es malo. Esto es muy malo.
Ahora que los miembros del animal estaban rotos y desarticulados, Liku se agazapó junto al ciervo y comió el trozo de hígado que Fa le había dado. El aire entre las rocas los molestaba; era un aire violento, que olía a carne y a maldad.
—¡Pronto! ¡Pronto!
Fa no hubiese podido decir qué temía; el gato no volvería en busca de un animal muerto desangrado. Estaría ya a medio día de distancia en la llanura, rondando alrededor del rebaño, quizá saltando sobre otra víctima para clavarle las garras en el cuello y chuparle la sangre. Sin embargo, había una especie de oscuridad en el aire, bajo las aves vigilantes.
Lok habló en voz alta, reconociendo la oscuridad:
—Esto es muy malo. Oa sacó el ciervo de su vientre.
Fa murmuró entre dientes mientras desgarraba con las manos:
—No hables de eso.
Liku seguía comiendo, ajena a la oscuridad; siguió comiendo el sabroso hígado caliente hasta que le dolieron las mandíbulas. Luego del reproche de Fa, Lok ya no charlaba y rezongaba de cuando en cuando.
—Esto es malo. Pero un gato te mató y no hay culpa.
Baboseaba moviendo los gruesos labios.
El sol había disipado la niebla y ahora podían ver más allá de las hienas las ondulaciones cubiertas de brezos de la llanura, y más allá todavía, en un nivel inferior, las copas de color verde claro de los árboles y el destello del agua. Detrás, las montañas se alzaban austeras. Fa se enderezó y respiró. Se pasó el dorso de la mano por la frente.
—Debemos subir hasta donde los amarillos no puedan seguirnos.
Del ciervo ya no quedaba más que la piel rasgada, los huesos y las pezuñas. Lok entregó su espino a Fa. Fa lo blandió en el aire y les gritó rudamente a las hienas. Lok enlazó las ancas del ciervo junto con las entrañas enroscadas y se las puso alrededor de la cintura de modo que podía sostenerlas con una mano. Se inclinó y tomó con los dientes el extremo del estómago. Fa alzó una parte de los restos del animal y Lok una carga doble de restos desgarrados y temblorosos. Comenzó a retirarse rezongando y en actitud feroz. Las hienas entraron en la boca del barranco y los milanos levantaron vuelo describiendo círculos un poco más arriba del matorral. Liku, muy valiente entre los dos mayores, amenazó con su trozo de hígado a los milanos.
—¡Fuera de aquí! ¡Ésta es la comida de Liku!
Los milanos chillaron, renunciaron y bajaron a discutir con las hienas, que tascaban los huesos rotos y la piel ensangrentada. Lok no podía hablar. Aquellos restos de ciervo era todo lo que hubiese podido llevar a hombros en terreno llano. Ahora colgaban de él y le pesaban principalmente en los dedos agarrotados y en los dientes. Antes de llegar a lo alto del roquedal iba ya doblado bajo el peso de la comida y le dolían las muñecas. Fa se dio cuenta, sin tener ninguna imagen. Se acercó a Lok y le quitó el estómago donde había guardado los restos del ciervo. Lok pudo respirar más fácilmente. Luego Fa y Liku fueron adelante. Lok tuvo que distribuir la carga de tres maneras distintas, y al fin pudo trepar detrás de las mujeres. La oscuridad y la alegría se le confundían de tal modo en la cabeza que podía oír los latidos de su propio corazón. Le habló a la oscuridad que se había cernido sobre la boca del barranco.
—Hay poca comida cuando la gente vuelve del mar. Todavía no hay bayas ni frutos ni miel ni casi nada para comer. La gente está delgada y hambrienta y tiene que comer. No les gusta el sabor de la carne, pero tienen que comer.
Subía con esfuerzo por la ladera de la montaña a lo largo de una loma de roca lisa apoyándose sólo en los pies. Baboseando aún, mientras se tambaleaba a lo largo de las rocas, concluyó con un pensamiento brillante:
—La carne es para Mal, que está enfermo.
Fa y Liku encontraron una falla en la ladera de la montaña y trotaron hacia la brecha. Lok quedó muy atrás, forcejeando y buscando una roca en la que pudiera dejar la carne, como la anciana había dejado el fuego. Encontró una donde comenzaba la falla: una losa ancha, extendida sobre el vacío. Se agachó y dejó caer la carne. Debajo y detrás los milanos enfurecidos eran cada vez más numerosos. Se apartó del barranco y la oscuridad y buscó a Fa y a Liku. Estaban muy adelante, todavía trotando en la saliente, donde anunciarían a los otros que traían comida. Quizás enviarían a Ha para que lo ayudase a llevarla. No tenía ganas de seguir adelante y descansó un rato observando la actividad del mundo. El cielo tenía un color azul claro y la lejana faja del mar no era más oscura. Las sombras más densas eran unas manchas violáceas que avanzaban sobre la hierba, las piedras, los brezos y los afloramientos grises de la llanura. Cuando se posaban en los árboles humedecían las hojas verdes y borraban los centelleos del río. A medida que se acercaban a la montaña se ensanchaban arrastrándose sobre la cima. Lok miró hacia la cascada donde Fa y Liku eran figuras minúsculas, ya apenas visibles. Frunció el ceño, boquiabierto. El humo del fuego se había movido y era ahora distinto. Durante un momento pensó que la anciana lo había cambiado de lugar, pero la imagen era tan tonta que se rió. La anciana no podía hacer un humo como ése. Era una espiral amarilla y blanca; el humo que sale de la madera húmeda o de una rama verde y con hojas; y sólo un tonto o una criatura que no supieran nada de la naturaleza del fuego podía cometer esos errores. Tuvo la imagen de dos fuegos. Las llamas caían a veces del cielo y brillaban en el bosque, un rato, o despertaban mágicamente en la llanura, entre los brezos, cuando las flores se habían marchitado y el sol calentaba demasiado.
Lok volvió a reír ante aquella imagen. La anciana no hacía esa clase de humo y los fuegos no despertaban solos en la primavera húmeda. Observó cómo el humo se desarrollaba y se alejaba por encima del barranco adelgazándose cada vez más. Luego olió la carne y se olvidó del humo y de la imagen. Recogió la carga y avanzó tambaleándose detrás de Fa y Liku a lo largo de la falla. El peso de la carne y la idea de llevar toda aquella comida a la gente le sacaron de la cabeza las imágenes del humo. Fa se acercó corriendo, le quitó de los brazos parte de la carga y los dos descendieron arrastrándose y deslizándose a medias por la última loma.
Un humo denso se elevaba en los riscos; era un humo azul y caliente. La anciana había extendido el lecho de fuego, de modo que entre las llamas y las rocas había una bolsa de aire. Las llamas del fuego y el humo eran como una pared e impedían que el viento entrara en la saliente. Mal yacía en esa bolsa, encogido, como una mancha gris en un fondo pardo, y tenía los ojos cerrados y la boca abierta. Respiraba rápidamente y el pecho le latía como un corazón. Se le veían los huesos y la carne era como grasa que se derretía al fuego. Nil, el nuevo y Ha bajaron al bosque en el momento en que apareció Lok. Comían mientras caminaban y Ha felicitó a Lok con un ademán. La anciana estaba junto al fuego y examinaba el estómago que Fa le había dado.
Fa y Lok bajaron a la terraza y corrieron al fuego.
Mientras dejaba la carne en las piedras Lok le gritó a Mal por encima de las llamas:
—¡Mal! ¡Mal! ¡Tenemos carne!
Mal abrió los ojos y se apoyó en un codo. Miró a través del fuego el estómago bamboleante y esbozó una sonrisa. Luego se volvió hacia la anciana. La anciana le sonrió y se golpeó el muslo con la mano libre.
—Esto es bueno, Mal. Esto es fuerza.
Liku saltaba junto a la anciana.
—Yo comí carne —dijo—. Y la pequeña Oa comió carne. Y asusté a los pájaros, Mal.
Mal los miraba sonriendo y jadeando.
—Al fin y al cabo, Mal vio una buena imagen.
Lok cortó un trozo de carne y lo masticó. Se echó a reír y corrió tambaleándose por la terraza, simulando que llevaba la carga como en la noche anterior. Habló confusamente con la boca llena:
—Y Lok vio una imagen verdadera. Miel para Liku y la pequeña Oa. Y brazadas de carne, de la víctima de un gato.
Los otros se reían con Lok y se golpeaban los muslos. Mal se recostó, dejó de sonreír, y se quedó en silencio, atento a su propia respiración entrecortada. Fa y la anciana distribuyeron la carne y apartaron unos trozos dejándolos en salientes de la roca o en los nichos. Liku tomó otro pedazo de hígado y evitando el fuego se acercó a Mal. Luego la anciana puso suavemente el estómago sobre una roca, lo desenrolló y comenzó a registrar el interior.
—Traed tierra.
Fa y Lok salieron a la terraza, donde las piedras y los matorrales descendían hasta el bosque. Arrancaron manojos de hierba gruesa, junto con los terrones de las raíces, y los llevaron a la cueva. La anciana tomó el estómago, lo puso en el suelo y raspó la ceniza del fuego con una piedra lisa. Lok se sentó en cuclillas en la terraza y empezó a deshacer los terrones con un palo, diciendo:
—Ha y Nil han traído leña para muchos días. Fa y Lok han traído comida para muchos días. Y pronto llegará el tiempo de calor.
Mientras Lok recogía la tierra seca y desmenuzada, Fa la humedecía con el agua del río. Luego se la llevó a la anciana, que la apretó alrededor del estómago, apresurándose a sacar del fuego las cenizas más calientes y amontonándolas alrededor de la tierra. Las cenizas eran ahora una capa espesa y sobre ellas vibraba el aire caliente. Fa llevó más tierra y césped. La anciana los amontonó alrededor de las cenizas. Lok dejó de trabajar y se levantó para observar la comida. Podía ver la boca plegada del estómago y la tierra apretada y luego las hierbas. Fa lo apartó de un codazo, se inclinó y echó en la boca del estómago el agua que traía en las manos. La anciana observaba críticamente mientras Fa corría de la terraza al río. Fue y vino muchas veces hasta que el agua desbordó en el estómago como una espuma burbujeante. La hierba de los terrones, sobre las cenizas, comenzó a rizarse, retorciéndose, ennegreciéndose y humeando. Unas llamas diminutas saltaban de la tierra y corrían por las hierbas y subían por los tallos como destructoras bolas amarillas. Lok retrocedió y recogió otros terrones. Mientras los echaba sobre las llamas le dijo a la anciana:
—Es fácil no dejar salir el fuego. Las llamas no se escaparán arrastrándose.
No encontrarían comida allí afuera.
La anciana le sonrió sabiamente, en silencio. Lok se sintió tonto. Arrancó una tira de músculo del anca fofa del ciervo y bajó a la terraza. El sol estaba sobre el barranco entre los montes y la jornada terminaba ya. La primera parte del día había pasado tan rápidamente que Lok tenía la impresión de haber perdido algo. Imaginó de algún modo la saliente, cuando él y Fa no estaban en ella. Mal y la anciana habían esperado; la anciana examinando la enfermedad de Mal, Mal jadeando y aguardando a que Ha volviera con la leña y Lok con la comida. De pronto comprendió que Mal no había estado seguro de que ellos fuesen a encontrar comida. Sin embargo, Mal era sabio. Aunque Lok se sentía otra vez importante pensando en la comida, el conocimiento de que Mal no había estado seguro era como un viento frío. El conocimiento, tan parecido al pensamiento, lo cansó al fin; sacudió la cabeza y volvió a ser el Lok cómodo y feliz cuyos superiores lo aconsejaban y lo cuidaban. Recordó a la anciana, tan próxima a Oa, que sabía tanto y para quien todos los secretos estaban abiertos. Se sentía otra vez dominado por un temor reverente, feliz e ignorante.
Fa estaba sentada junto al fuego asando unos trozos de carne en una ramita. El fuego quemaba la rama y los trocitos de carne chisporroteaban y goteaban, y Fa se quemaba los dedos cada vez que tomaba la carne para comerla. La anciana recogía agua en las manos y la vertía en la cara de Mal. Liku se había sentado con la espalda apoyada en la roca y tenía en el hombro a la pequeña Oa. Comía ahora lentamente con las piernas extendidas hacia adelante. La anciana fue a sentarse en cuclillas junto a Fa y se quedó observando la columnita de vapor que se elevaba de las burbujas en el estómago del ciervo. Arrebató un bocado, se lo pasó rápidamente de una mano a otra, y se lo metió en la boca.
La gente guardaba silencio. La vida estaba colmada, no había necesidad de ir a buscar más comida. El día de mañana estaba asegurado y el de pasado mañana era tan remoto que no le preocupaba a nadie. Cuando se satisfacía el hambre la vida era deliciosa. Mal comería pronto los sesos blandos. La fuerza y la agilidad del ciervo comenzarían pronto a crecer en Mal. Sintiendo la presencia de ese prodigio, no tenían necesidad de palabras. Se hundieron por lo tanto en un silencio tranquilo que hubiese podido parecer una melancolía distraída si no fuera por el movimiento de los músculos que subiendo desde las mandíbulas sacudía los rizos a ambos lados de las cabezas abovedadas.
La cabeza de Liku se inclinó y la pequeña Oa se le cayó del hombro. Las burbujas se elevaron activamente en la boca del estómago, se deslizaron hasta el borde y una nube de vapor subió y fue absorbida lateralmente por el aire ascendente del fuego mayor. Fa tomó una ramita, la hundió en la comida, probó el extremo, y se volvió hacia la anciana.
—Pronto.
La anciana probó también.
—Mal debe beber el agua caliente. Hay fuerza en el agua dada por la carne.
Fa se miró ceñudamente el estómago con el ceño fruncido, se puso la mano derecha sobre la cabeza y dijo:
—Tengo una imagen.
Dejó la saliente y señaló el bosque y el mar.
—Estoy junto al mar y tengo una imagen. Es una imagen de una imagen. Estoy... —levantó la cara y frunció el ceño— pensando.
Volvió y se sentó en cuclillas junto a la anciana. Se balanceó un poco hacia atrás y hacia adelante. La anciana apoyó los nudillos de una mano en la tierra y con la otra se rascó bajo el labio. Fa continuó hablando.
—Tengo una imagen de la gente vaciando caracoles junto al mar. Lok saca agua mala de un caracol.
Lok comenzó a decir algo pero Fa lo hizo callar.
—Allí están Liku y Nil...
Se interrumpió, perpleja. La imagen era demasiado vivida y no le encontraba significado. Lok rió y Fa lo apartó como una mosca.
—... agua en un caracol...
Miró a la anciana con esperanza. Suspiró y comenzó de nuevo:
—Liku está en el bosque...
Lok señaló, riendo, a Liku, que se apoyaba en la roca y dormía. Fa lo golpeó esta vez como si tuviera un niño en la espalda.
—Es una imagen. Liku viene por el bosque. Trae a la pequeña Oa...
Miraba fijamente a la anciana. Lok advirtió que la tensión desaparecía en el rostro de la anciana y supo que las dos mujeres compartían una imagen. Vio entonces, él también, una escena confusa de caracoles, Liku, el agua y la saliente. Comenzó a hablar:
—No hay caracoles en las montañas. Sólo algunos pequeños, en cuevas.
La anciana estaba inclinada hacia Fa. Luego se echó hacia atrás, levantó las dos manos de la tierra y se tocó las nalgas huesudas. Lenta, deliberadamente, la cara le cambió y pareció de pronto que estuviese viendo a Liku demasiado cerca de los colores ostentosos de la baya venenosa. Fa se apartó, llevándose las manos a la cara. La anciana habló:
—Ésa es una cosa nueva.
Dejó a Fa inclinada sobre el estómago del ciervo y agitándolo con una ramita.
La anciana puso una mano en el pie de Mal y lo sacudió suavemente. Mal abrió los ojos, pero no se movió. Tenía en los labios un poco de tierra, oscurecida por la saliva. La luz del sol entraba oblicuamente en la saliente desde el lado nocturno de la barranca y lo iluminaba brillantemente de modo que las sombras se extendían hasta el otro lado del fuego. La anciana acercó la boca a la cabeza de Mal y le dijo:
—Come, Mal.
Mal se apoyó en un codo, jadeando.
—¡Agua!
Lok bajó corriendo al río y volvió con agua en las manos, y Mal bebió. Luego Fa se arrodilló en el otro lado y dejó que Mal se apoyara en ella. Mientras, la anciana hundía un palo en el caldo más veces que los dedos de todo el mundo y lo ponía en la boca de Mal. Respiraba entrecortadamente, y apenas tenía tiempo para tragar el caldo. Al fin comenzó a mover la cabeza de un lado a otro eludiendo el palo. Lok le llevó más agua. Fa y la anciana lo tendieron cuidadosamente de costado y Mal se apartó de ellas, cerrándoles la mente. La anciana se quedó junto al fuego mirando a Mal.
Los otros podían ver que algo del secreto de Mal se le había transmitido a ella; y lo tenía en la cara como una nube. Fa corrió al río. Lok le leyó los labios.
—¿Nil?
Fue tras ella a la luz del atardecer y juntos atisbaron a lo largo del acantilado sobre el río. Ni Nil ni Ha estaban a la vista, y más allá de la cascada el bosque se oscurecía ya.
—Traen demasiada madera.
Fa carraspeó, aprobando.
—Pero traerán madera grande por la loma. Ha tiene muchas imágenes. Traer madera por el acantilado es malo.
Luego notaron que la anciana los miraba, pensando que sólo ella entendía a Mal. Volvieron para compartir la nube que la anciana tenía en la cara. Liku dormía contra la roca y el vientre redondo le brillaba a la luz del fuego. Mal ni siquiera había movido un dedo, pero tenía aún los ojos abiertos. De pronto la luz del sol brilló horizontalmente. Se oyeron unos golpes en el acantilado, sobre el río, y luego las pisadas acompasadas de alguien que llegaba al recodo. Nil corrió por la terraza con las manos vacías.
Gritó:
—¿Dónde está Ha?
Lok la miró estúpidamente.
—Está trayendo madera con Nil y el nuevo.
Nil corrió hacia ellos y se puso a temblar aunque estaba a un brazo del fuego. Luego habló rápidamente a la anciana:
—Ha no está con Nil. ¡Mirad!
Dio la vuelta a la terraza corriendo para demostrar que allí no había nadie. Volvió, escudriñó la saliente, tomó un trozo de carne, y comenzó a desgarrarla. El nuevo despertó bajo el pelo de Nil y asomó la cabeza. Un momento después tomó la carne de la boca de Nil y miró atentamente a los otros.
—¿Dónde está Ha? —preguntó Nil.
La anciana se apretó la frente con las manos, pensó un momento en el nuevo problema, y renunció. Se agazapó junto al estómago y empezó a sacar carne.
—Ha recogía leña contigo.
Nil se puso violenta.
—¡No! ¡No! ¡No!
Daba saltitos nerviosos sacudiendo los pechos y la leche afluía a los pezones. El nuevo la olfateó y se le trepó al hombro. Nil lo sujetó furiosamente con ambas manos, y el nuevo maulló antes de chupar. Nil se sentó en cuclillas en la roca y llamó a los otros con los ojos.
—Ésta es la imagen. Hacemos un montón con la leña. Donde está el gran árbol muerto. En el claro. Hablamos del ciervo que trajeron Fa y Lok. Reímos juntos.
Miró a través del fuego y tendió una mano.
—¡Mal!
Mal, jadeando, volvió los ojos hacia ella. Nil le habló mientras el nuevo le chupaba el pecho. Detrás, la luz del sol dejaba el agua.
—Luego Ha va hacia el río para beber y yo me quedo junto a la leña. —Tenía la expresión que habían visto en la cara de Ha cuando los detalles de la imagen eran excesivos.— Después él va también a hacer su necesidad y yo me quedo junto a la leña. Pero él grita: «¡Nil!». Cuando me levanto —Mal se levantó— veo a Ha que corre hacia el risco. Corre detrás de algo. Mira hacia atrás y está alegre y luego está asustado y alegre. ¡Así! Luego no puedo verlo ya. —Los otros siguieron la mirada de Mal risco arriba y ya no podían ver a Ha.— Espero y espero. Luego voy al risco en busca de Ha para traer leña. No hay sol en el risco.
Mal tenía el pelo erizado y mostraba los dientes.
—Hay un olor en el risco. Dos. Ha y otro. No Lok. No Fa. No Liku. No Mal. No Nil. Hay otro olor de nadie. Sube por el risco y baja. Pero el olor de Ha termina. Hay Ha subiendo por el risco cuando el sol se ha puesto. Y luego nada.
La anciana comenzó a sacar los terrones del estómago. Habló por encima del hombro:
—Ésa es una imagen de sueño. No hay otro.
Nil continuó, angustiada:
—No Lok. No Mal. —Fue olfateando por la roca; se encontró demasiado cerca del recodo que daba al risco y volvió con el pelo erizado.— Allí está el fin del olor de Ha. Mal...
Los otros consideraron gravemente esa imagen. La anciana abrió la bolsa humeante. Nil saltó sobre el fuego y se arrodilló junto a Mal. Lo tocó en la mejilla.
—¡Mal! ¿Oyes?
Mal contestó entre jadeos:
—Oigo.
La anciana entregó carne a Nil. Nil la tomó pero no la comió. Esperaba que Mal volviera a hablar, pero la anciana dijo entonces:
—Mal está muy enfermo. Ha tiene muchas imágenes. Come ahora y alégrate.
Nil le gritó con tanta furia que los otros dejaron de comer:
—¡No hay Ha! El olor de Ha ha terminado.
Durante un momento nadie se movió. Luego todos se volvieron y miraron a Mal. Mal irguió el cuerpo, trabajosamente, y se balanceó sobre las nalgas. La anciana abrió la boca para hablar, pero enseguida la cerró. Mal se puso las manos extendidas sobre la cabeza. Apenas conseguía mantenerse en equilibrio y comenzó a sacudirse.
—Ha fue a los riscos —dijo.
Tosió y se quedó sin aliento. Los demás esperaron.
—Ha y el olor de otro.
Mal se apoyó en el suelo con las dos manos. Temblaba. Se le estiró una pierna y se sostuvo apoyándose en el talón. Los otros esperaban, rojos a la luz del sol poniente y de la fogata, mientras el vapor del caldo ascendía despidiendo un olor fuerte y se ocultaba en la oscuridad.
—Ha y el olor de otros.
Durante un momento contuvo el aliento. Luego los demás vieron que los músculos desgastados del cuerpo se le relajaban, y que Mal caía de lado como si no le importase el golpe que se iba a dar contra el suelo. Le oyeron susurrar:
—No puedo ver esa imagen.
Incluso Lok guardaba silencio. La anciana fue a los nichos en busca de leña como si caminara dormida. Hacía las cosas tanteando con las manos y miraba más allá de la gente. Como no podían ver lo que ella veía se quedaron inmóviles y meditando confusamente en la imagen de la desaparición de Ha. Pero Ha estaba con ellos. Conocían muy bien las expresiones de Ha. Aquel olor particular, el rostro serio y silencioso. El espino de Ha estaba apoyado en la roca, con el mango deformado por la fuerza del puño. La roca de costumbre lo esperaba y ahí delante estaba la marca que el cuerpo de Ha había dejado en la tierra. Todas esas cosas se juntaron en la mente de Lok. Sintió que el corazón se le dilataba y que ahora tenía fuerzas como para devolverles a Ha sacándolo del aire.
De pronto Nil dijo:
—Ha se ha ido.
Capítulo 4
Asombrado, Lok miró el agua que salía de los ojos de Nil. Se detenía un instante en el borde de las cuencas y luego le caía en goterones sobre la boca y el nuevo. Nil bajó corriendo al río y gritó en la oscuridad. Lok vio que las gotas de los ojos de Fa brillaban también a la luz del fuego y que ella iba a unirse con Nil y le gritaba al río. La impresión de que Ha aún estaba con ellos, en tantas cosas, abrumó a Lok. Corrió detrás de las mujeres, tomó a Nil por la muñeca y la hizo girar.
—¡No!
Nil apretaba fuertemente al nuevo, y el nuevo sollozaba.
El agua seguía goteando de la cara de Nil. Cerró los ojos, abrió la boca y gritó otra vez, fuerte y largamente. Lok la sacudió, enojado.
—¡Ha no ha desaparecido! Mira...
Corrió a la saliente y señaló el espino, la roca y la marca en la tierra. Ha estaba en todas partes. Lok le habló a la anciana:
—Tengo una imagen de Ha. Lo veremos pronto. ¿Cómo podría Ha encontrarse con otro? No hay otro en el mundo...
Fa comenzó a hablar ansiosamente. Nil olfateaba y escuchaba.
—Si hay otro, entonces Ha se ha ido con él. Que Lok y Fa vayan...
La anciana la interrumpió con un ademán.
—Mal está muy enfermo y Ha se ha ido. —Los miró a todos, uno por uno.— Ahora sólo queda Lok...
—Yo lo encontraré.
—...y Lok tiene muchas palabras y no imágenes. Nada se puede esperar de Mal. Dejadme hablar.
Se sentó en cuclillas ceremoniosamente, junto a la bolsa humeante. Lok la miró a los ojos y las imágenes se le fueron de la cabeza. La anciana comenzó a hablar con autoridad, como habría hecho Mal sino hubiera estado enfermo.
—Sin ayuda, Mal morirá. Fa debe llevar un regalo a las mujeres de hielo y hablar por él a Oa.
Fa se sentó junto a ella y preguntó:
—¿Qué otro hombre puede ser ése? ¿Es uno vivo que estaba muerto? ¿Es uno que vuelve del vientre de Oa? ¿Podría ser mi niño que murió en la cueva junto al mar?
Nil olfateó de nuevo.
—Que vaya Lok a buscarlo.
La anciana la reprendió:
—Una mujer para Oa y un hombre para las imágenes que tiene en la cabeza. Dejen que hable Lok.
Lok se descubrió riendo tontamente. Iba al frente de la fila y no haciendo cabriolas en el otro extremo con Liku. La atención de las tres mujeres lo golpeaba. Bajó la vista y se rascó un pie con el otro. Se dio vuelta y quedó de espaldas a los demás.
—¡Habla, Lok!
Trató de fijar los ojos en algún punto de las sombras, olvidando a los otros. Casi sin mirarlo vislumbró el espino apoyado contra la pared. Inmediatamente la Haidad de Ha estuvo con él en la saliente. Sintió una excitación extremada y se puso a hablar:
—Ha tiene una marca bajo los ojos, donde lo quemó el palo. Huele... ¡Así! Habla. Tiene esos pelos en el dedo gordo del pie. —Brincó.— Ha ha encontrado a otro. ¡Mirad! Ha cae del risco... Esto es una imagen. Luego el otro viene corriendo. Le grita a Mal: «¡Ha se ha caído al agua!».
Fa le escudriñó atentamente la cara y dijo:
—El otro no vino.
La anciana tomaba a Fa por la muñeca.
—Entonces, Ha no cayó. Vete en seguida, Lok. Encuentra a Ha y al otro.
Fa frunció el ceño.
—¿Conoce el otro a Mal?
Lok rió de nuevo:
—¡Todos conocen a Mal!
Fa le hizo un gesto rápido pidiéndole que callara. Se llevó los dedos a la boca y tironeó de los dientes. Nil miraba a todos sin comprender lo que decían. Fa se sacó los dedos de la boca y señaló el rostro de la anciana.
—Aquí hay una imagen. Alguien es... otro. Nadie de la gente. Le dice a Ha: «Vamos, aquí sobra comida». Luego Ha dice...
La voz de Fa se apagó. Nil se echó a llorar.
—¿Dónde está Ha?
La anciana le contestó:
—Se ha ido con otro hombre.
Lok tomó a Nil y la sacudió un poco.
—Cambiaron palabras o compartieron una imagen. Ha nos dirá y yo iré a buscarlo. —Miró a los otros.— La gente se entiende. Los otros consideraron esas palabras y asintieron.
Liku despertó y sonrió a todos. La anciana se puso a trabajar en la saliente. Le habló a Fa en voz baja; compararon los trozos de carne, sopesaron los huesos y volvieron donde estaba el estómago para discutir. Nil se sentó al lado; lloraba y comía con una persistencia mecánica e indiferente. El nuevo se arrastró lentamente sobre el hombro de Nil, se balanceó allí un instante, y miró el fuego. Luego se metió bajo los cabellos de Nil. La anciana miró a escondidas a Lok (de modo que hasta la imagen de Ha y el desconocido desapareció de la cabeza de Lok) y se levantó apoyándose primero en un pie y luego en el otro. Liku se acercó al estómago y se quemó los dedos. La anciana siguió mirando y por fin Nil olfateó y le dijo a Lok:
—¿Tienes una imagen de Ha? ¿Una imagen verdadera?
La anciana era una figura de fuego y luz lunar. Recogió el espino de Ha y se lo dio a Lok. Los pies llevaron a Lok fuera de la saliente.
—Tengo una imagen verdadera.
Fa se apresuró a darle comida sacada del estómago, una comida tan caliente que Lok sólo podía sostenerla haciendo juegos de manos. Miró titubeando a las mujeres y se encaminó al recodo. Fuera de la luz del fuego todo estaba negro y plateado; negros la isla, las rocas y los árboles, que parecían grabados nítidamente en el cielo, y plateado el río, con una luz centelleante que ondeaba de una parte a otra a lo largo del borde de la cascada. De pronto la noche se hizo muy solitaria y la imagen de Ha no volvía a la cabeza de Lok. Lok miró a la saliente para encontrar la imagen. Había una cavidad fluctuante en el risco sobre la terraza, con una línea negra que se curvaba en el fondo, donde la tierra se elevaba y ocultaba el fuego. Lok podía ver a Fa y a la anciana sentadas en cuclillas y juntas, sosteniendo un trozo de carne. Se perdió en el recodo y el estruendo de la cascada aumentó para salirle al encuentro. Dejó el espino, y se sentó a comer la carne. Era tierna, caliente y sabrosa. Ya no sentía el dolor desesperado del hambre; y podía saborear la comida. La sostenía a la altura de los ojos, y examinaba la pálida superficie; la luz de la luna se reflejaba allí más suavemente que en el agua. Se olvidó de la saliente y de Ha y se convirtió en el estómago de Lok. Y la cascada estruendosa moteaba la oscura extensión del bosque. La grasa y la dicha serena brillaban en la cara de Lok. Esa noche era más fría que la anterior, aunque él no hacía comparaciones. En la bruma de la cascada había un brillo de diamante que sólo se debía al resplandor de la luna, pero parecía hielo. El viento había amainado y los únicos seres que se movían eran los helechos colgantes, de los que tiraba el agua. Lok observaba la isla sin verla y atendía a la dulzura que sentía en la lengua, al cloqueo de la garganta, y a la tensión de la piel.
Por fin terminó de comer la carne. Se pasó las manos por la cara, y se limpió los dientes con una punta del espino. Volvió a acordarse de Ha, la saliente y la anciana, y se apresuró a levantarse. Comenzó a utilizar la nariz conscientemente, agazapándose de lado y husmeando la roca. Los olores eran muy complejos y la nariz no parecía ser hábil.
Sabía por qué, y se tendió con la cabeza hacia abajo hasta que sintió el agua en los labios. Bebió y se enjuagó la boca. Trepó de nuevo y se agazapó en la piedra. La lluvia la había suavizado, pero el angosto paso junto al recodo estaba desgastado por el tránsito de otros muchos hombres. Se quedó un rato sobre el monstruoso estruendo de la cascada, atento a las reacciones de la nariz. Los olores se ajustaban a una norma en el espacio y en el tiempo. Allí, junto al hombro, estaba el olor más reciente de la mano de Nil en la roca. Abajo había una asociación de olores, los olores de la gente que había pasado por allí el día anterior, olores de sudor y de leche, y el olor acre de la enfermedad de Mal. Lok clasificó y descartó esos olores y se detuvo en el último olor de Ha. A cada olor acompañaba una imagen más vivida que el recuerdo, una especie de presencia viviente aunque limitada, de modo que Ha estaba otra vez vivo. Inmovilizó la imagen de Ha en la cabeza para no olvidarla.
Seguía agazapado, tomando el espino con una mano. Lo alzó lentamente y lo sostuvo con las dos manos. Los nudillos palidecieron y Lok dio un paso cauteloso hacia atrás. Allí había algún otro. No se lo notaba entre la gente; pero si eliminaba a todos quedaba ese olor, un olor sin imagen. Advirtió que era más fuerte junto al recodo. Alguien había estado allí, con la mano apoyada en la roca, inclinado y atisbando la terraza y la saliente. Lok comprendió en seguida el asombro que había visto en la cara de Nil. Se movió hacia adelante a lo largo del risco, lentamente al principio y luego corriendo hasta que casi volaba por la superficie de la roca. Una confusión de imágenes le revoloteaba en la cabeza mientras corría: allí estaba Nil, perpleja, asustada; allí estaba el otro, y allí estaba Ha, que avanzaba rápidamente.
Lok se volvió y corrió de regreso. En la plataforma donde él mismo había caído tan inexplicablemente, el olor de Ha se interrumpía como si el risco terminase allí.
Lok se inclinó y miró hacia abajo. Podía ver las algas ondeando bajo el brillo del río. Sentía que los sonidos de la aflicción le subían a la garganta y se tapó la boca con las manos. Las algas ondeaban y el río enviaba una corriente de plata retorcida a lo largo de la orilla oscura. Tuvo una imagen de Ha luchando en el agua, arrastrado por la corriente hacia el mar. Comenzó a avanzar por la roca siguiendo el olor de Ha y del otro hacia el bosque. Pasó entre los arbustos donde Ha había encontrado bayas para Liku, bayas marchitas. Ha vivía allí, apresado por los arbustos. La mano de Ha había tirado de las ramas arrancando las bayas. Estaba vivo en la cabeza de Lok, pero hacia atrás, moviéndose a través del tiempo, hacia el día en que dejaron la orilla del mar. Lok descendió por la ladera saltando entre las rocas y bajo los arbustos del bosque. Los altos capullos y las ramas inmóviles quebraban la luz de la luna, que brillaba mucho en el río. Los troncos de los árboles proyectaban grandes fajas de oscuridad, pero cuando Lok se movía entre ellos la luna le arrojaba una red de luz. Allí estaban Ha y su excitación. Allí iba hacia el río. Allí, junto al montón de leña abandonado, estaba el lugar donde Nil había esperado pacientemente, hasta que los pies dejaron huellas que ahora eran negras en el rocío de la luz. Allí había seguido a Ha, confusa e inquieta. Las huellas subían de nuevo por las piedras hacia el risco.
Lok recordó a Ha en el río. Echó a correr, tratando de no separarse de la orilla. Llegó al claro donde estaba el árbol muerto y bajó hasta el agua. Unos arbustos salían del agua, inclinándose. Las ramas que flotaban en la corriente hacían visible el agua sacando a la luna de la oscuridad. Lok llamó entonces:
—¡Ha! ¿Dónde estás?
El río no contestó. Lok llamó otra vez y esperó mientras la imagen de Ha se oscurecía y desaparecía. Comprendió que Ha se había ido. Luego llegó un grito desde la isla. Lok gritó de nuevo y se puso a saltar, pero mientras saltaba advirtió que no era la voz de Ha la que había llamado. Era una voz distinta, no la voz de la gente. Era la voz de otro. De pronto se sintió muy excitado. Tenía una importancia desesperada que viera al hombre al que olía y oía. Dio la vuelta al claro, sin rumbo, gritando. Luego el olor del otro le llegó desde la tierra húmeda y lo siguió, apartándose del río, hacia la ladera de la montaña; lo siguió inclinado y vacilando a la luz de la luna. El olor describía una curva alejándose del río bajo los árboles y llegaba a las piedras caídas y los matorrales. Allí había un peligro posible: los lobos y los gatos, y también los zorros corpulentos, rojos como Lok mismo, que cuando sentían el hambre de la primavera se volvían salvajes. Pero el rastro del otro era sencillo y ni siquiera se cruzaba con el olor de un animal. Se mantenía apartado del sendero que llevaba a la saliente y prefería los fondos de las hondonadas a las rocas empinadas del costado. El otro había pasado por aquí y allá y se había detenido durante un tiempo inexplicable con los pies vueltos hacia atrás. En una ocasión, donde el camino era más suave y empinado, el otro había dado hacia atrás más pasos que los dedos de una mano. Luego se había vuelto otra vez corriendo barranca arriba, y los pies levantaron tierra, o más bien la desplazaron al posarse en el terreno. Deteniéndose de nuevo, trepó por la ladera de la barranca y se quedó un rato en el borde. En la cabeza de Lok se formó una imagen del hombre, no mediante una deducción razonada, sino porque en cada lugar el olor le decía: ¡haz esto! Así como el olor de gato despertaba en él un sigilo y un refunfuño gatunos, así como la gente había imitado a Mal viendo cómo se tambaleaba en la ladera, así también ahora el olor convirtió a Lok en la criatura que había pasado por allí. Comenzaba a conocer al otro sin comprender cómo lo conocía. Lok, el otro, se sentó en cuclillas en el borde del risco y se quedó mirando por encima de las rocas de la montaña. Luego se lanzó hacia adelante y corrió con las piernas y la espalda inclinadas. Se paró a la sombra de una roca, refunfuñando y a la expectativa. Avanzó con cautela, se puso a gatas y se arrastró lentamente mirando la hondonada del río.
Veía abajo la terraza, pero la roca no le dejaba ver a la gente. Sin embargo, debajo de la roca brillaba un semicírculo de luz rojiza que iba disminuyendo hacia afuera hasta confundirse con la luz de la luna. El viento arrastraba un poco de humo a través del barranco. Lok, el otro, descendió de retallo en retallo. A medida que se acercaba a la saliente marchaba cada vez más despacio y apretaba el cuerpo contra la roca. Se abrió camino, se inclinó hacia el borde y miró abajo. Una lengua de llama que se elevaba del fuego lo deslumbró de pronto; volvía a ser Lok, estaba en la vivienda con la gente, y el otro había desaparecido. Lok se quedó donde estaba, mirando estúpidamente la tierra, las piedras y la terraza tranquila y cómoda. Fa hablaba debajo. Decía palabras extrañas que nada significaban para Lok. Fa apareció cargando un bulto y se alejó trotando por la terraza hacia la borrosa sugestión de un camino que llevaba hacia las mujeres de hielo. La anciana salió, miró a Fa y volvió a ocultarse bajo la roca. Lok oyó que raspaban unas maderas, y una lluvia de chispas ascendió flotando y le pasó por la cara, y la luz del fuego se extendió aún más en la terraza y comenzó a bailar.
Lok se echó hacia atrás y se levantó lentamente. Tenía la cabeza vacía y sin imágenes. A lo largo de la terraza Fa había dejado la roca y la tierra llana y comenzaba a subir. La anciana apareció otra vez, corrió al río y trajo agua en las dos manos. Estaba tan cerca que Lok podía ver las gotas que le caían de entre los dedos y los fuegos gemelos reflejados en los ojos. La anciana se metió bajo la roca y Lok comprendió que no lo había visto, y se asustó. La anciana sabía mucho, pero no lo había visto. Lok ya no era de la gente. Como si aquella comunión con el otro lo hubiera cambiado, era distinto y no podían verlo. No tenía palabras para estos pensamientos, pero sentía esa diferencia y esa invisibilidad como un viento frío que le soplaba sobre la piel. El otro tiraba de las cuerdas que lo unían a Fa, Mal y Liku y el resto de la gente. Las cuerdas no eran el ornamento de la vida sino su esencia. Si se rompían, el hombre moría inevitablemente. De pronto sintió necesidad de que los ojos de alguien se encontrasen con los suyos y lo reconocieran. Se volvió para correr a lo largo de los retallos y dejarse caer en la saliente, pero allí estaba de nuevo el olor del otro. Ya no era parte de Lok, y lo atraía como algo fuerte y raro. Siguió el olor a lo largo de los retallos, sobre la terraza, y llegó así a la orilla del agua. Arriba quedaba el camino que llevaba a las mujeres de hielo.
Las rocas diseminadas de la isla dividían allí la corriente en una extensión de no muchos hombres. El olor bajaba hasta el agua y Lok descendió detrás. Se quedó temblando ligeramente ante la soledad del agua y mirando la roca más próxima. Vislumbró la imagen del salto que había dado el otro para pasar a la primera piedra; y luego, de salto en salto sobre el agua mortífera; vio cómo había llegado a la isla oscura. La luz de la luna caía sobre las rocas y las iluminaba. Mientras, una de las rocas más lejanas cambió de forma. En un lado se alargó una pequeña protuberancia, y se desvaneció rápidamente. La cima de la roca se hinchó, la protuberancia se adelgazó en la base, volvió a alargarse, fue dos veces más pequeña y desapareció.
Lok no se movió y dejó que unas imágenes sucesivas le acudieran a la cabeza. Una de ellas era la imagen de un oso cavernario que había aparecido detrás de una roca y que había oído bramar como el mar. Lok no sabía mucho más acerca del oso, porque después de oír aquellos rugidos la gente había corrido la mayor parte de un día. Esta forma negra y cambiante tenía algo del movimiento lento del oso. Lok trató de ver si la forma cambiaba de nuevo. En la isla había un abedul que sobrepasaba en altura a todos los demás árboles y en aquel momento se destacaba contra el cielo bañado por la luz de la luna. Era muy grueso en la base, indebidamente grueso, y mientras Lok observaba, imposiblemente grueso. La gota de oscuridad parecía coagularse alrededor del tronco como una gota de sangre en un palo. Se alargaba, se engrosaba otra vez y volvía a alargarse. Subía por el abedul con una lentitud perezosa, y colgaba en el aire sobre la isla y la cascada. No hacía ruido, y al final no se movió más. Lok gritó, pero la criatura era sorda o el estruendo de la cascada borraba las palabras:
—¿Dónde está Ha?
La criatura no se movió. Una ráfaga de viento irrumpió en el barranco y la copa del abedul donde estaba la forma negra se inclinó arqueándose. El pelo se le erizó en el cuerpo a Lok, y volvió a sentir algo de la inquietud que había sentido en la ladera de la montaña. Necesitaba la protección de los seres humanos, pero el recuerdo de la anciana que no lo había visto le impedía volver a la saliente. Se quedó allí, mientras el bulto descendía del árbol y desaparecía en las sombras anónimas de la isla. Luego el bulto reapareció y cambió de forma en la roca más lejana. Aterrorizado, Lok trepó por la ladera a la luz de la luna. Antes de tener una imagen clara en la cabeza subía ya por el sendero borroso que Fa había recorrido. Cuando estuvo sobre el agua a la altura de un árbol, se detuvo y miró hacia abajo. La criatura saltaba en ese momento de roca en roca. Lok se estremeció y siguió subiendo.
La ladera se inclinaba hacia atrás; se extendía verticalmente y en algunos lugares parecía un acantilado. Lok llegó a un manantial en el risco. El agua salía de una hendidura, se deslizaba por la pendiente e iba a parar al barranco. Estaba muy fría y Lok sintió que una gota le mordía la cara. Olía a Fa y a la carne en la roca. Se metió en la hendidura, que ascendía verticalmente con una lonja de cielo en lo alto. La roca húmeda y resbaladiza trataba de sacárselo de encima. El olor de Fa lo llevó adelante. Cuando llegó al sitio donde estaba el cielo descubrió que la hendedura se convertía en un barranco ancho que parecía llevar directamente a la montaña. Miró hacia abajo y el río era estrecho en la hondonada y todo había cambiado de forma. Deseaba a Fa más que nunca y se metió en el barranco. Detrás de él y al otro lado del barranco las montañas eran brillantes cuernos de hielo. Oyó a Fa, cerca, y le gritó. Fa descendía rápidamente por el barranco, saltando sobre las piedras que golpeaba el agua. Los cantos rodados resonaban bajo los pies de Fa y el ruido rebotaba en los riscos como si todo un grupo de gente pasase por allí. Luego Fa llegó a donde estaba Lok, con el rostro crispado por la ira y el miedo.
—¡Calla!
Pero Lok no le hizo caso y balbuceó:
—He visto al otro. Ha cayó al río. El otro vino y miró la saliente.
Fa lo tomó por el brazo. Tenía el bulto apretado contra el pecho.
—¡Calla! ¡Oa hará que las mujeres de hielo te oigan y se caigan!
—¡Déjame estar contigo!
—Tú eres hombre. Allí hay terror. ¡Vuelve!
—No quiero ver ni oír. Quiero estar a tu lado.
El estruendo de la cascada había disminuido hasta ser un suspiro parecido al sonido del mar distante, cuando hacía mal tiempo. Las palabras se alejaban volando como una bandada de pájaros, describiendo círculos y multiplicándose misteriosamente. En la barranca profunda cantaban los riscos. Fase tapó la boca con la mano y se quedaron así mientras los pájaros se alejaban cada vez más y no quedó otro sonido que el del agua junto a los pies y el suspiro de la cascada. Fa se volvió y comenzó a trepar por la barranca y Lok fue detrás de ella. Fa se detuvo entonces, furiosa, indicándole con un ademán que se volviera, pero cuando reanudó la marcha Lok la siguió otra vez. Fa se detuvo de nuevo y corrió de un lado a otro entre los riscos pidiéndole a Lok que guardara silencio y mostrándole los dientes, pero él no quería dejarla. El camino de vuelta llevaba al otro Lok que había estado indeciblemente solo. Por fin Fa renunció y ya no hizo caso de Lok. Siguió subiendo trabajosamente barranca arriba y Lok trepó detrás sintiendo que los dientes le rechinaban de frío.
Pues allí por fin no había agua junto a los pies. Había, en cambio, troncos de hielo congelado adheridos sólidamente al risco y en el lado de cada piedra donde no daba el sol había un banco de nieve. Lok sentía otra vez las calamidades del invierno y el terror de las mujeres de hielo, y seguía a Fa de cerca como si ella fuese un fuego caliente. El cielo era una faja estrecha, un cielo glacial, todo punteado de estrellas y salpicado con trazos de nubes que atrapaban la luz de la luna. Ahora Lok podía ver que el hielo se apegaba a las laderas del barranco como la hiedra, ancho abajo y dividiéndose más arriba en un millar de ramas y zarcillos, y las hojas eran de un blanco brillante. Había hielo en el suelo y los pies se quemaban y luego se entumecían. Lok utilizaba entonces las manos, que se le entumecían como los pies. Las nalgas de Fa se meneaban delante, y él las seguía. El barranco se ensanchaba y el cielo derramaba allí más luz. De pronto tropezaron con una pared de roca escarpada. Abajo, a la izquierda, había una línea más oscura. Fa se deslizó hacia esa línea y desapareció. Lok la siguió. Se encontró en una entrada tan estrecha que podía tocar los dos lados con los codos. Se metió entre las rocas.
La luz lo golpeó. Se agachó y se cubrió los ojos con ambas manos. Parpadeando miró hacia abajo y vio piedras que destellaban, masas de hielo y sombras de un azul intenso. Podía ver los pies de Fa delante de él, blanqueados y centellantes; y la sombra de Fa, que cambiaba de forma en el hielo y las piedras. Miró más arriba al nivel de los ojos y vio que las nubes de respiración colgaban alrededor como las nubes de espuma de la cascada. Se quedó donde estaba y Fa se oscureció envuelta en su propia respiración.
El lugar era grande y abierto, rodeado de rocas, y en todas partes las plantas de hiedra del hielo ascendían y se extendían hasta muy arriba. Cuando se encontraban con el suelo del santuario se hinchaban como los troncos de los robles viejos. Las ramas altas desaparecían en cavernas de hielo. Lok retrocedió y miró a Fa, que había subido hacia el otro extremo del santuario. Fa se sentó en las piedras y alzó el bulto de carne. No se oía sonido alguno, ni siquiera el ruido de la cascada.
Fa comenzó a hablar en una voz que era apenas más que un susurro. Al principio, Lok podía oír palabras aisladas, «Oa» y «Mal». Pero las palabras golpeaban las paredes y rebotaban. «Oa» decían la pared y la hiedra, y la pared detrás de Lok repetía «Oa Oa Oa». Luego ya no se oyeron palabras separadas sino un canto: «O» y «A» al mismo tiempo. El sonido se elevaba como el agua en un charco dejado por la marea, se alisaba como el agua, se convertía en una «A» retumbante y ahogaba a Lok. «Enfermo; enfermo», decía la pared en el extremo del santuario; «Mal» decían las rocas detrás, y el aire cantaba con la interminable y creciente marea de «Oa». A Lok se le erizó el pelo en la piel. Movió la boca como para decir «Oa». Miró hacia arriba y vio a las mujeres de hielo. Las cavernas adónde iban a parar las ramas de hiedra eran los lomos. Los muslos y vientres sobresalían del risco, arriba. Pendían de tal modo que el cielo era más pequeño que el suelo del santuario. Uniendo los cuerpos se inclinaban hacia afuera como arcos, y las cabezas puntiagudas brillaban a la luz de la luna. Lok veía que los lomos eran cavernas azules y terribles. Estaban separadas de la roca, y la hiedra era un agua que se escurría entre la roca y el hielo. El charco de sonido se había elevado hasta las rodillas de Lok.
—Aaaa —cantaba el risco—. Aaaa...
Lok se había tendido con la cara contra el hielo. Aunque la escarcha le titilaba en el pelo, el sudor le corría por la piel. Le parecía que el barranco se movía hacia un lado. Fa le sacudió el brazo.
—¡Vamos!
Lok tenía en el estómago una sensación nauseabunda, como si hubiese comido hierbas. Sólo veía unas luces verdes que se movían con una persistencia implacable en un vacío de oscuridad. El sonido del santuario se le había metido en la cabeza y vivía allí como el sonido del mar en un caracol. Los labios de Fa se movieron en la oreja de Lok:
—Antes que ellas te vean.
Lok recordó a las mujeres de hielo. Clavó los ojos en el suelo para no ver la luz terrible y salió gateando. Arrastraba el cuerpo como si fuese una cosa muerta. Siguió a Fa y pasaron por la hendedura en la pared y salieron al barranco y luego cruzaron otra hendedura. Lok se adelantó a Fa y echó a correr pendiente abajo. Cayó y rodó, se incorporó, y saltó torpemente entre la nieve y las piedras. Por fin se detuvo, débil y agitado y sollozando como Nil. Fa llegó a donde estaba Lok y lo rodeó con el brazo, y Lok se inclinó para mirar el agua que corría como un hilo por la hondonada. Fa le dijo suavemente al oído:
—Oa es demasiado para un hombre.
Lok se volvió y puso la cabeza entre los pechos de Fa.
—Yo tenía miedo.
Durante un rato guardaron silencio. Pero sentían frío y se estremecían.
Menos asustados, pero todavía temblando de frío, descendieron por la ladera empinada. El sonido de la cascada subió hacia ellos. Lok tuvo entonces imágenes de la saliente, y le explicó a Fa:
—El otro está en la isla. Es un gran saltador. Estaba en la montaña. Fue a la saliente y miró abajo.
—¿Dónde está Ha?
—Cayó al agua.
Fa dejó atrás una nube de aliento y Lok oyó la voz que salía de esa nube:
—Ningún hombre cae al agua. Ha está en la isla.
Durante un rato Fa guardó silencio. Lok trataba de imaginar a Ha saltando por la brecha a través de la roca. No podía ver esa imagen. Fa habló de nuevo:
—El otro tiene que ser una mujer.
—Huele a hombre.
—Entonces tiene que haber otra mujer. ¿Puede un hombre salir del vientre de un hombre? Quizás hubo una mujer y luego una mujer y luego una mujer. Ella sola.
Lok pensó. Mientras había una mujer había vida. Pero ¿para qué servía un hombre sino para oler cosas y tener imágenes? Confirmado en su humildad, no quería decir a Fa que había visto al otro o que había visto a la anciana descubriendo que él, Lok, era invisible. Poco después hasta las mismas imágenes y la intención de hablar le desaparecieron de la cabeza, pues habían llegado a la parte vertical del camino. Descendieron gateando en silencio, acompañados por el estruendo del agua. Sólo cuando estuvieron en la terraza y trotaron hacia la saliente, recordó Lok que había salido en busca de Ha y volvía sin él. Como si el terror del santuario los persiguiera, los dos corrieron hacia el refugio.
Pero Mal no era el hombre nuevo que ellos esperaban encontrar. Estaba desfallecido y respiraba tan débilmente que el pecho apenas se le movía. Vieron que tenía la cara verde, y que le brillaba con el sudor. La anciana había mantenido encendido el fuego, y Liku se había apartado. Comía más hígado, lenta y gravemente, y miraba a Mal. Las dos mujeres estaban en cuclillas, una a cada lado. Nil se inclinaba hacia Mal y le secaba el sudor de la frente con los cabellos. Las noticias de Lok sobre el otro parecían estar demás allí. Cuando las oyó, Nil levantó la vista, no vio a Ha y volvió a inclinarse para secar la frente del anciano. La anciana le dio una palmadita en el hombro y dijo:
—Ponte bien y fuerte, anciano. Fa ha llevado una ofrenda a Oa en tu nombre.
Lok recordó entonces su terror bajo las mujeres de hielo. Abrió la boca, pero Fa había tenido la misma imagen y le cerró la boca con la mano. La anciana no lo notó y sacó otro bocado de la bolsa humeante.
—Siéntate y come —le dijo a Mal.
Lok le habló:
—Ha se ha ido. Hay otra persona en el mundo.
Nil se levantó y Lok sabía que iba a llorar, pero la anciana habló como Fa.
—¡Calla!
Nil y Fa levantaron a Mal cuidadosamente hasta sentarlo, apoyado en los brazos y con la cabeza colgando sobre el pecho de Fa. La anciana le acercó un bocado, pero los labios de Mal lo rechazaron.
—No me abran la cabeza y los huesos. Sólo encontrarían debilidad.
Lok miró a las mujeres con la boca abierta. Le salió una risa involuntaria. Luego le dijo a Mal:
—Pero hay otro. Y Ha se ha ido.
La anciana alzó los ojos y le ordenó:
—Trae agua.
Lok corrió al río y volvió con las manos llenas de agua. La vertió lentamente en la cara de Mal. El nuevo apareció bostezando en el hombro de Nil, y se puso a mamar. Los otros vieron que Mal trataba de hablar.
—Ponedme en la tierra caliente junto al fuego.
En el estruendo de la cascada hubo un largo silencio. Hasta Liku dejó de comer y se quedó mirando. Las mujeres no se movieron y observaron largamente el rostro de Mal. El silencio colmó a Lok y se convirtió en agua que le asomó de pronto a los ojos. Luego Fa y la anciana tendieron a Mal suavemente de costado. Le apoyaron los huesos delgados de las rodillas contra el pecho, le levantaron la cabeza de la tierra y pusieron las dos manos debajo. Mal estaba muy cerca del fuego y miraba las llamas. La anciana tomó una astilla de madera y trazó una línea en la tierra alrededor del cuerpo de Mal. Luego lo llevaron a un lado con el mismo silencio solemne.
La anciana eligió una piedra lisa y se la dio a Lok.
—¡Cava!
La luna pasaba por el lado del poniente de la barranca, pero la luz era apenas perceptible en la tierra, a causa del resplandor rojizo del fuego. Liku volvió a comer. Se deslizó a hurtadillas detrás de los mayores y fue a sentarse junto a la roca en el fondo de la saliente. La tierra era dura, y Lok tenía que apoyar todo su peso en la piedra. La anciana le dio una afilada astilla de hueso sacada de la carne del ciervo y Lok descubrió que podía romper fácilmente la superficie. Debajo la tierra era más blanda. La capa superior era como esquisto, pero debajo se desmenuzaba en las manos y podía sacarse con la piedra. Siguió trabajando mientras la luna cruzaba el cielo. En la cabeza de Lok apareció la imagen de un Mal más joven y más fuerte que cavaba también pero en el otro lado del fogón. La arcilla del fogón formaba un círculo combado en un lado del agujero irregular que Lok estaba cavando. Pronto llegó a otro fogón debajo de aquél y luego a otro. Allí había un pequeño risco de arcilla quemada. Cada fogón parecía más pequeño que el de encima, hasta que a medida que el hoyo se profundizaba las capas eran de piedra dura y no mucho más gruesas que una corteza de abedul. El nuevo terminó de mamar, bostezó y se deslizó hasta la tierra, tomó la pierna de Mal, se levantó, se inclinó hacia adelante y se quedó mirando el fuego sin parpadear. Luego se dejó caer, gateó alrededor de Mal e investigó el hoyo. Se balanceó allí, y trepó maullando por la tierra blanda que había sacado Lok. Después volvió a donde estaba Nil y se le agazapó en el regazo.
Lok se sentó, jadeando. El sudor le corría por el cuerpo. La anciana le tocó el brazo y le dijo:
—¡Cava! ¡Sólo queda Lok!
Lok volvió de mala gana al hoyo. Sacó de la tierra un hueso antiguo y lo arrojó lejos, a la luz de la luna. Tropezó con una piedra y cayó hacia adelante.
—No puedo.
Aunque para las mujeres aquello era algo nuevo, tomaron piedras y se pusieron a cavar. Liku las miraba y se volvía hacia el agujero cada vez más profundo y oscuro sin decir nada. Mal temblaba ahora. La columna de fogones de arcilla era más y más estrecha. Tenía las raíces muy abajo, en una olvidada profundidad de la saliente. Cada vez que aparecía una capa nueva, era más fácil trabajar. Al fin casi no podían mantener rectos los lados. Encontraron unos huesos secos y sin olor, unos huesos divorciados de la vida desde hacía tanto tiempo que ya no tenían significado, y los arrojaron a un lado; eran huesos de piernas y costillas, y de una cabeza aplastada y abierta. También encontraron piedras, algunas con bordes afilados que podían cortar, o con puntas que podían taladrar, y las utilizaron en algún momento, pero no las conservaron. La tierra excavada formaba una pirámide junto al hoyo, y pequeños aludes de granos morenos caían mientras sacaban la tierra nueva a puñados. Sobre la pirámide había huesos diseminados. Liku jugaba con las partes de la cabeza. Lok recuperó las fuerzas y se puso también a excavar, y el hoyo creció más rápidamente. La anciana atizó otra vez el fuego, y la mañana era gris más allá de las llamas.
Por fin quedó terminado el hoyo. Las mujeres derramaron más agua en la cara de Mal. Era todo piel y huesos. Tenía la boca abierta como queriendo morder el aire que no podía aspirar. Los otros se arrodillaron alrededor. La anciana los miró a todos.
—Cuando Mal era fuerte encontró mucha comida.
Liku se sentó junto a la roca en el fondo de la saliente, con la pequeña Oa en el pecho. El nuevo dormía bajo el cabello de Nil. Los dedos de Mal se movían en el aire y abría y cerraba la boca. Fa y la anciana alzaron la parte superior del cuerpo y le sostuvieron la cabeza. La anciana le dijo al oído:
—Oa está caliente. Duerme.
Mal se sacudió espasmódicamente. La cabeza le rodó a un costado hasta el pecho de la anciana y se quedó allí.
Nil comenzó a gemir. El sonido llenó la saliente y se alejó resonando por el agua hacia la isla. La anciana puso a Mal de costado y le colocó las rodillas contra el pecho. Junto con Fa lo levantó y lo metió en el hoyo. Le puso las manos bajo la cara y le bajó los miembros. Luego se incorporó y mostró a los otros un rostro inexpresivo. Fue al nicho de la roca y eligió un trozo de carne. Se arrodilló y lo puso en el hoyo junto a la cara de Mal.
—Come, Mal, cuando tengas hambre.
Miró a los otros ordenándoles que la siguieran. Bajaron al río, dejando a Liku con la pequeña Oa.
La anciana tomó agua en las manos y los otros la imitaron. Volvió y derramó el agua en la cara de Mal.
—Bebe cuando tengas sed.
Uno por uno los otros derramaron el agua en la cara gris y muerta, repitiendo las palabras. Lok fue el último, y mientras caía el agua sintió una gran ternura por Mal. Fue al río y trajo una segunda ofrenda.
—Bebe, Mal, cuando tengas sed.
La anciana tomó puñados de tierra y los echó sobre la cabeza de Mal. Liku se acercó la última, con timidez, e hizo lo que le ordenaban los ojos de la anciana. Luego volvió a la roca. A una señal de la anciana, Lok arrojó la pirámide de tierra en el hoyo. La tierra cayó silbando suavemente y Mal desapareció en seguida. Lok apretó la tierra con las manos y los pies. La anciana observaba, inexpresiva. La tierra llenó el hoyo, elevándose silenciosamente en un túmulo. Lok se acercó y pisoteó el túmulo, una y otra vez.
La anciana se sentó en cuclillas junto a la tierra recién pisoteada y esperó a que todos la miraran.
Luego dijo:
—Oa se metió a Mal en el vientre.
Capítulo 5
Después del silencio la gente comió. Comenzaron a descubrir que el cansancio los envolvía como la niebla. Había un vacío de Ha y Mal en la saliente. El fuego seguía ardiendo y la comida era buena, pero sentían una lasitud enfermiza. Uno tras otro se encogieron en el espacio entre el fuego y la roca y se durmieron. La anciana fue al nicho y llevó leña al fuego, que rugió como el agua. Recogió los restos de comida y los guardó en los nichos. Luego se sentó junto al montón de tierra donde había estado Mal y se quedó mirando al agua.
La gente no soñaba con mucha frecuencia, pero mientras la luz de la aurora se cernía sobre ellos fueron acosados por una multitud de fantasmas que venían de otro sitio. La anciana veía de soslayo la tensión, la exaltación y el tormento de la gente. Nil hablaba. La mano izquierda rascaba en la tierra. En las bocas de todos había susurros y gritos inarticulados de placer y temor. La anciana miraba fijamente una imagen propia. Las aves comenzaban a gritar y los gorriones descendían y picoteaban a lo largo de la terraza. Lok tendió de pronto una mano que golpeó a la anciana en el muslo.
Cuando el agua centelleaba ya, la anciana se levantó y fue a los nichos en busca de leña. El fuego acogió a la madera con una crepitación ruidosa. La anciana se quedó junto al fuego mirando hacia abajo.
—Ahora es como cuando el fuego voló y devoró todos los árboles.
La mano de Lok estaba demasiado cerca del fuego. La anciana se inclinó, y la retiró, y la puso en el rostro de Lok. Lok se dio vuelta y gritó.
Soñaba que corría. El olor del otro lo perseguía y él no podía escaparse. Era de noche y el olor tenía garras y dientes de gato. Lok estaba en la isla, donde no había estado nunca. La cascada rugía a ambos lados. Lok corría a lo largo de la orilla y sabía que pronto caería agotado y el otro lo alcanzaría. Caía y libraba una lucha eterna. Pero las cuerdas que lo ataban a la gente estaban ahí. Atraída por la desesperada urgencia de Lok la gente venía caminando fácilmente sobre el agua. El otro se había ido y la gente lo rodeaba. Lok no podía verlos claramente a causa de la oscuridad, pero sabía quiénes eran. Se acercaban cada vez más, pero no como si estuvieran en la saliente y reconociesen el hogar y dispusieran libremente de todo el espacio. Llegaban y se unían a Lok, cuerpo con cuerpo. Compartían un mismo cuerpo como compartían una misma imagen. Lok estaba a salvo.
Liku despertó. La pequeña Oa se le había caído del hombro y la levantó. Bostezó, vio a la anciana y dijo que tenía hambre. La anciana fue a un nicho y le llevó el último trozo de hígado. El nuevo jugaba con la melena de Nil. Tironeó, se le colgó del pelo, y Nil se despertó y volvió a sollozar. Fa se incorporó, Lok se movió otra vez y casi fue a parar al fuego. Se apartó de un salto murmurando. Vio a los otros y les dijo tontamente:
—Dormía.
La gente bajó al río, bebió e hizo sus necesidades. Cuando regresaron tenían la impresión de que había mucho que decir en la saliente; dejaron dos lugares vacíos como si los que habían estado allí pudieran volver un día. Nil dio de mamar al nuevo y se peinó los rizos con los dedos.
La anciana se apartó del fuego y les dijo:
—Ahora está Lok.
Lok la miró estúpidamente. Fa inclinó la cabeza. La anciana se acercó a Lok, le tomó la mano con firmeza y lo llevó a un lado, al lugar de Mal. Hizo que Lok se sentara allí, con la espalda contra la roca y las nalgas hundidas en la tierra alisada que Mal había socavado. Lo extraño de la situación abrumaba a Lok. Miró el agua de soslayo y luego a la gente, y rió. Había ojos en todas partes y lo observaban. Estaba a la cabeza de la procesión y no a la cola, y todas las imágenes le salían directamente de la cabeza. La sangre le calentaba la cara y se apretó los ojos con las manos. Miró a través de los dedos a las mujeres, a Liku y luego al túmulo en que estaba enterrado el cuerpo de Mal. Necesitaba hablar con Mal, y que Mal dijera lo que debía hacer. Pero del túmulo no salía ninguna voz ni ninguna imagen. Se apoderó de la primera imagen que le entró en la cabeza.
—Soñé. El otro me perseguía. Luego estábamos juntos.
Nil levantó al nuevo en su pecho.
—Soñé. Ha se acuesta conmigo y con Fa. Lok se acuesta con Fa y conmigo —dijo, y se echó a llorar.
La anciana hizo un gesto que los asustó y enmudeció.
—Un hombre para las imágenes. Una mujer para Oa. Ha y Mal se han ido. Ahora está Lok.
Lok habló con una voz pequeña, como la de Liku:
—Hoy cazaremos para conseguir comida.
La anciana esperaba despiadadamente. Había todavía comida en los nichos, aunque poca. ¿Por qué salir entonces en busca de comida? Además no tenían hambre.
Fa se inclinó hacia adelante. Mientras hablaba, parte de la confusión desapareció en la cabeza de Lok.
—Tengo una imagen. El otro busca comida y la gente busca...
Miró a la anciana en los ojos atrevidamente.
—Luego la gente tiene hambre.
Nil se frotó la espalda contra la roca.
—Ésa es una mala imagen.
La anciana les gritó:
—¡Ahora está Lok!
Lok recordó. Se quitó las manos de la cara.
—He visto al otro. Está en la isla. Salta de roca en roca. Sube a los árboles. Es negro. Cambia de forma como un oso en la cueva.
Los otros miraron hacia la isla. Había sol, y una niebla de hojas verdes. Lok habló de nuevo.
—Y yo seguí el olor del otro. Estaba allí. —Señaló el techo de la saliente y los demás levantaron la vista.— Estaba allí y nos miraba. Es como un gato y no es como un gato. Es también como, como...
Las imágenes se le fueron de la cabeza durante un rato. Se rascó la barbilla. Había muchas cosas que decir. Deseaba haberle preguntado a Mal cómo una imagen se une a otras de modo que la última sale de la primera.
—Quizás Ha no está en el río. Quizás está en la isla con el otro. Ha era buen saltador.
La gente miró a lo largo de la terraza el lugar donde las piedras separadas de la isla llegaban a la orilla. Nil se arrancó al nuevo del pecho y dejó que se arrastrara por la tierra. El agua le caía de los ojos.
—Ésa es una buena imagen.
—Yo hablaré con el otro. ¿Cómo puede estar siempre en la isla? Buscaré un nuevo olor.
Fa se dio una palmada en la boca.
—Quizá salió de la isla, como de una mujer. O salió de la cascada.
—Yo no veo esa imagen.
Lok estaba descubriendo lo fácil que era hablarles a los otros, cuando querían escuchar. Ni siquiera necesitaba dar una imagen con las palabras.
—Fa buscará un olor y Nil y Liku y el nuevo...
La anciana no quería interrumpirlo. En cambio tomó una rama y la arrojó al fuego. Lok se levantó de un salto dando un grito y calló. La anciana habló por él:
—Lok no quiere que vaya Liku. No hay hombre. Que vayan Fa y Lok. Eso es lo que dice Lok.
Lok la miró perplejo y los ojos de la anciana no le dijeron nada. Meneó la cabeza.
—Sí —dijo—, sí.
Fa y Lok corrieron juntos hacia el extremo de la terraza.
—No le digas a la anciana que has visto a las mujeres de hielo.
—Cuando bajé por la montaña siguiendo al otro, ella no me vio. —Recordó el rostro de la anciana.— ¿Quién puede decir lo que ve o lo que no ve?
—No se lo digas.
Lok trató de explicar:
—Yo he visto al otro. Él y yo nos arrastramos por la ladera de la montaña y acechamos a la gente.
Fa se detuvo y los dos miraron la brecha entre la roca de la isla y la terraza. Fa señaló.
—¿Podía Ha saltar eso?
Lok examinó la brecha. Las aguas aprisionadas se arremolinaban enviando una cola de rayas brillantes río abajo. Los remolinos irrumpían en la superficie verde, como jorobas. Lok comenzó a representar con gestos sus imágenes:
—Con el olor del otro soy el otro. Me arrastro como un gato. Estoy asustado y hambriento. Soy fuerte. —Interrumpió la pantomima y corrió más allá de Fa. Luego volvió y se colocó frente a ella.— Ahora soy Ha y el otro. Soy fuerte.
—No veo esa imagen.
—El otro está en la isla...
Extendió los brazos todo lo que pudo y los sacudió como si fueran las alas de un pájaro. Fa hizo una mueca y luego rió. Lok rió también, cada vez más contento. Corrió alrededor de la terraza, graznando como un pato, y Fa se rió de él. Estaba a punto de volver, aleteando, para compartir su broma con la gente, cuando recordó. Patinó y se detuvo.
—Ahora está Lok.
—Encuentra al otro, Lok, y habla con él.
Lok recordó el olor. Husmeó alrededor de la roca. No había llovido y el olor era muy débil.
Recordó la mezcla de olores en el risco, sobre la cascada.
—Vamos.
Corrieron por la terraza hasta más allá de la saliente. Liku les gritó y alzó a la pequeña Oa. Lok dio la vuelta al recodo y sintió que el cuerpo de Fa lo tocaba en la espalda.
—El tronco mató a Mal.
Lok se volvió hacia ella y crispó las orejas, sorprendido. Fa añadió:
—Quiero decir el tronco que no estaba allí. Mató a Mal.
Lok abrió la boca y se dispuso a discutir, pero Fa lo empujó:
—Sigue.
No pudieron dejar de ver en seguida las señales del otro. El humo se elevaba en el centro de la isla. Había muchos árboles en la isla y algunos se inclinaban de modo que las ramas se hundían en el agua y la gente no podía ver la orilla. Entre los árboles había espesos matorrales que crecían profusamente, de modo que el suelo de roca estaba todo cubierto de hojas. El humo subía en una densa espiral que se extendía y desaparecía. No cabía duda. El otro tenía un fuego y utilizaba troncos gruesos y húmedos que la gente no hubiese podido levantar. Fa y Lok contemplaban el humo sin encontrar una imagen común. Había humo en la isla, había otro hombre en la isla...
Por fin Fa se volvió y Lok vio que temblaba.
—¿Por qué? —le preguntó.
—Tengo miedo.
Lok lo pensó y dijo:
—Bajaré al bosque. Eso está más cerca del humo.
—Yo no quiero ir.
—Vuelve a la saliente. Ahora está Lok.
Fa volvió a mirar la isla. De pronto se acercó al recodo y desapareció.
Lok descendió por el risco a través de las imágenes de la gente y llegó al sitio donde empezaba el bosque. El río se veía ocasionalmente, pues los arbustos no sólo colgaban sobre la antigua orilla, sino que además el agua había subido y muchos arbustos hundían allí los pies. Donde el terreno era bajo el agua entraba anegando la hierba. Los árboles se alzaban en los terrenos más altos y los pies de Lok se movieron expresando el horror que le inspiraba el agua y el deseo de ver al hombre nuevo o a la gente nueva. Cuanto más se acercaba a la parte de la orilla opuesta al humo, tanto más crecía su excitación. Hasta se atrevía a dejar que el agua le llegara más arriba de los tobillos, y avanzaba temblando y haciendo cabriolas. En los lugares en que no podía ver el río, o mantenerse cerca, rechinaba los dientes, se desviaba hacia la derecha y seguía tropezando. Bajo el agua había fango y puntas de bulbos descoloridas. Normalmente los pies de Lok habrían tomado los bulbos, pero en aquel momento no eran más que unas breves durezas. Entre él y el río se extendía toda una cubierta de matorrales florecidos. Se apoyó tambaleándose y perdiendo pie en el ramaje que se entrelazaba y se combaba. Las ramas verdes no tenían fuerza para sostenerlo si no se tendía abierto de piernas y brazos entre los capullos y los espinos.
Luego observó que había agua debajo, un agua profunda donde los tallos de los matorrales se perdían de vista. Trastabilló y los matorrales se alejaron. Vislumbró un espacio brillante al nivel de los ojos y lanzó un grito y trepó con una especie de levitación angustiada al barro seguro y desagradable. Allí no había camino alguno que llevara al río, excepto para las gallináceas. Corrió río abajo internándose en el bosque, de suelo más firme, y salió al claro donde estaba el árbol muerto. Bajó a la pequeña escarpa de tierra. Allí el agua se recogía en remolinos, pero en la otra orilla seguía elevándose el humo desde un misterio de árboles y malezas. Tuvo la imagen del otro que trepaba por el árbol y atisbaba a través de la brecha. Se alejó corriendo por el sendero —el olor de la gente se percibía aún— hasta que estuvo junto al pantano, pero el tronco nuevo había desaparecido. El árbol en el que había columpiado a Liku seguía en el otro lado. Miró alrededor y vio un haya tan grande que las nubes parecían enredarse en las ramas. Apoyándose en una rama trepó por el árbol rápidamente. El tronco se dividía y en la horquilla había agua de lluvia. Subió por la rama más gruesa mano tras pie hasta que sintió el solemne movimiento del árbol bajo el viento. Las yemas no habían brotado todavía, pero los millares de hojas verdes nublaban la vista lo mismo que las lágrimas. Lok se impacientó. Subió más arriba hasta llegar a la copa, y allí comenzó a romper las ramas que se interponían entre él y la isla. Luego miró hacia abajo por un agujero que cambiaba de forma a cada momento, al moverse las ramas. El agujero abarcaba parte de la isla.
Había ramas en todas las partes de la isla, y se extendían a lo largo de la orilla como nubes de brillante humo verde. Detrás, los árboles más grandes eran como humaredas que ascendían verticalmente y luego ondulaban. El fondo de todo ese verdor era el negro de los troncos y de las ramas, y no había tierra. Pero había un ojo brillante donde ardía el fuego, en la base del verdadero humo, y cuando las ramas se movían el ojo parpadeaba y hacía guiños. Mirando fijamente el fuego vio por fin la tierra junto a él, muy oscura y más firme que la tierra cercana a aquel lado del río. Debía de estar llena de bulbos, nueces caídas, larvas y hongos. Era indudable que allí había buena comida para que el otro comiera.
El fuego parpadeó vivamente y Lok parpadeó también. El fuego había parpadeado no a causa del movimiento de las ramas, sino porque alguien se había movido delante, alguien tan negro como las ramas.
Lok sacudió la copa del haya.
—¡Eh, hombre!
El fuego parpadeó dos veces, y Lok comprendió de pronto que allí había más gente. Le llegó otra vez la fuerte excitación del olor. Sacudió la copa del árbol como si quisiera romperla.
—¡Eh, gente nueva!
Una gran fuerza entró en Lok. Podía haberse lanzado a través del agua invisible hasta donde estaban los hombres. Se atrevió a hacer una acrobacia desesperada en las ramas delgadas de la copa y luego gritó otra vez:
—¡Gente nueva! ¡Gente nueva!
De pronto se quedó helado en las ramas oscilantes. Los nuevos lo habían oído. Supo, por el parpadeo del fuego y el sacudimiento de los matorrales, que los otros se acercaban. El fuego parpadeó nuevamente, pero un sendero entre el humo verde comenzó a retorcerse avanzando hacia el río. Lok oía crujidos de ramas y se inclinó.
Luego no sucedió nada más. El humo verde no se movía ni ondulaba suavemente bajo el viento. El fuego parpadeaba.
Tan inmóvil estaba Lok que oyó el ruido de la cascada, monótono, interminable. El puño que le aferraba la mente a los hombres nuevos comenzó a aflojarse y otras imágenes le entraron en la cabeza.
—¡Gente nueva! ¿Dónde está Ha?
Abajo, junto al borde del agua, temblaron las ramas verdes. Lok miró atentamente. Siguió los movimientos de las ramas en la parte baja del tronco principal y arrugó la piel sobre las cuencas de los ojos. Vio un antebrazo o quizá la parte superior de un brazo a través de la rama, y era negro y peludo. La maleza verde tembló otra vez y el brazo negro desapareció. En la cabeza de Lok se formó una imagen nueva de Ha en la isla: Ha con un oso, Ha en peligro.
—¡Ha! ¿Dónde estás?
En la otra orilla los matorrales se sacudían y retorcían: la huella de un movimiento se alejaba rápidamente de la orilla y se introducía de nuevo entre los árboles. El fuego volvió a pestañear. Luego las llamas desaparecieron y una nube de humo blanco se elevó entre las masas verdes. La base de la nube se adelgazó y desapareció y el humo blanco siguió subiendo lentamente, girando. Lok se inclinó peligrosamente hacia afuera para examinar los árboles y los matorrales. La urgencia lo acosaba. Giró entre las ramas hasta que pudo ver el árbol más próximo río abajo. Saltó a una de las ramas, tomó impulso, y como una ardilla roja siguió saltando de árbol en árbol. Luego trepó por otro tronco, arrancó unas ramas y miró hacia abajo.
El estruendo de la cascada se había amortiguado un poco y alcanzaba a ver las columnas de espuma. Se posaban sobre el extremo más alto de la isla, de modo que allí unas sombras cubrían los árboles. Paseó entonces los ojos a lo largo de la isla hasta el sitio donde se habían movido los matorrales y había parpadeado el fuego. Podía ver, aunque no claramente, un espacio abierto entre los árboles. El humo del fuego apagado todavía flotaba en el aire, pero se dispersaba lentamente. No había gente allí, aunque Lok veía el lugar donde habían roto los matorrales y el sendero de tierra removida que corría entre la orilla y el espacio abierto. En el extremo interior de ese sendero había montones de troncos, grandes y muertos, con la podredumbre de los años alrededor. Lok examinó los troncos con la boca abierta y la mano libre apretada sobre la cabeza. ¿Por qué llevaba la gente toda aquella comida —veía claramente las setas al otro lado del río— y también la madera inútil? Eran gente que no tenía imágenes en la cabeza. Luego vio un tronco quemado en la tierra donde había estado el fuego, y otros troncos amontonados allí cerca. De pronto, sintió miedo, un miedo tan grande y falto de razón como el de Mal cuando había visto arder el bosque, en sueños. Y como él era parte de la gente y estaba unido a ella por mil lazos invisibles, temió por la gente. Comenzó a temblar. Los labios se le retorcían descubriendo los dientes, y no podía ver con claridad. Oyó que su propia voz gritaba a través de un ruido estrepitoso que le resonaba en los oídos:
—¡Ha! ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
Alguien de piernas gruesas corrió torpemente a través del claro y desapareció. El fuego seguía apagado y una brisa que venía del río combó los matorrales, que en seguida se aquietaron.
Lok preguntó desesperadamente:
—¿Dónde estás?
Las orejas de Lok le dijeron a Lok:
—¿...?
Tan absorto lo tenía la isla que durante un tiempo no prestó atención a sus propios oídos. Se balanceaba suavemente en la copa del árbol mientras la cascada le gruñía y el claro de la isla seguía desierto. Luego oyó. Se acercaba gente, no del otro lado del agua, sino en el lado en que estaba él. Descendían desde la saliente y los pasos resonaban sin precaución en las piedras. Los oía hablar, y se rió. Los sonidos se le entrelazaron en una imagen tenue y compleja, voluble y tonta, no como la larga curva del grito de un gavilán, sino enmarañada como las malezas en la playa después de una tormenta, revuelta como el agua. El sonido de risa avanzaba entre los árboles hacia el río. La misma risa comenzó a oírse en la isla y a revolotear de un lado a otro a través del agua. Lok descendió resbalando por el tronco y se encontró en el sendero. Corrió hacia el antiguo olor de la gente. El sonido de risa se acercaba a la orilla del río. Lok llegó al lugar donde había estado el tronco tendido sobre el agua. Tuvo que trepar a un árbol, balancearse en una rama y saltar al otro lado para encontrarse de nuevo en la continuación del sendero. Luego, entre el sonido de risa en este lado del río, Liku se puso a gritar. No gritaba a causa de la ira, el temor o el dolor, sino a causa del pánico insensato que podía haber mostrado ante el lento avance de una culebra. Lok echó a correr, con el pelo erizado. Quería llegar cuanto antes a aquella gritería y salió del sendero y avanzó trastabillando. Los gritos lo desgarraban interiormente. No eran como los gritos de Fa cuando llevaba al niño muerto, ni los lamentos de Nil cuando enterraron a Mal; era como el ruido que hace el caballo cuando el gato le clava los dientes curvos en el cuello y le chupa la sangre. Lok gritaba también sin darse cuenta mientras luchaba con los matorrales. Y los sentidos le decían por medio de los gritos que Liku estaba haciendo lo que ningún hombre ni ninguna mujer podían hacer. Cruzaba el río.
Lok seguía luchando con los matorrales cuando los gritos cesaron. Ahora oía otra vez el sonido de la risa y los maullidos del nuevo. Irrumpió a través de los matorrales y salió al claro. El espacio libre alrededor del tronco olía al otro y a Liku y a temor. En el extremo del agua había un remolino de espumas verdes. Lok vislumbró la cabeza roja de Liku y al nuevo en un hombro negro y peludo. Se puso a saltar y a gritar:
—¡Liku! ¡Liku!
Los ramajes verdes se entrelazaron y la gente que estaba en la isla desapareció. Lok corría de un lado a otro a lo largo de la orilla del río bajo el árbol muerto y el nido de hiedras. Estaba tan cerca del agua que los trozos de tierra removida caían chapoteando en la corriente.
—¡Liku! ¡Liku!
Los matorrales se movieron de nuevo. Lok se quedó quieto junto al árbol, miró, y vio enfrente una cabeza y un pecho, algo ocultos. Había cosas de hueso blanco detrás de las hojas y del pelo. El hombre tenía cosas de hueso blanco sobre los ojos y bajo la boca, de modo que la cara era más larga que las caras de la gente. El hombre se puso de costado en el matorral y miró a Lok por encima del hombro. Un palo se alzó, y tenía una protuberancia de hueso en el medio. Lok atisbaba el palo y la protuberancia de hueso y los ojitos en las cosas de hueso sobre la cara. De pronto comprendió que el hombre le tendía el palo, pero ni él ni Lok podían alcanzar el otro lado del río. Lok se hubiera reído, pero tenía aún en la cabeza el eco de los gritos. El palo se acortó por los dos extremos. Luego fue otra vez como antes.
El árbol muerto habló junto al oído de Lok.
—¡Clop!
Las orejas se le crisparon a Lok y se volvió hacia el árbol. En el tronco había brotado una ramita, una ramita que olía al otro, y a ganso, y a las bayas amargas que (decía el estómago de Lok) no se debían comer. La ramita tenía un hueso blanco en la punta. Había ganchos en el hueso y una materia negra y pegajosa pegada a los ganchos. La nariz de Lok examinó esa materia y no le gustó. Olfateó a lo largo del tallo de la rama. Las hojas eran plumas rojas y le recordaron el ganso. Se perdió en un asombro y una excitación generalizados. Gritó a los matorrales verdes del otro lado del agua centelleante y oyó que Liku le contestaba gritando, pero no pudo entender las palabras. Se interrumpieron de pronto, como si alguien le hubiera tapado la boca con la mano. Lok corrió al borde del agua y volvió.
A cada lado de la orilla descubierta había unos matorrales espesos que se metían en el agua, y en la parte más alejada algunas de las hojas se abrían bajo la corriente, y esos matorrales se inclinaban a los lados.
El eco de la voz de Liku hizo que Lok siguiera temblando en el peligroso sendero de matorrales que llevaba a la isla. Normalmente debían haber estado arraigados en tierra seca, y sin embargo los pies de Lok chapoteaban. Siguió hacia adelante tomándose de las ramas con las manos y los pies, mientras gritaba:
—¡Ya voy!
Tendiéndose y arrastrándose a medias y con una constante mueca de temor, Lok avanzaba sobre el río. Veía debajo la humedad misteriosa y atravesada en todas partes por los tallos oscuros y combados. No había lugares firmes. Tenía que desparramar el peso del cuerpo por todos los miembros, y apoyarse en dos lugares a la vez y desplazarse de uno a otro cuando cedían las ramas. El agua se oscurecía debajo. Había escarceos en la superficie detrás de cada rama, malezas enganchadas o que ondulaban longitudinalmente, y destellos del sol distribuidos al azar abajo y arriba. Llegó a los últimos matorrales altos, medio hundidos en el agua, y que colgaban sobre el lecho del río mismo. Durante un momento vio una extensión de agua y la isla. Vislumbró las columnas de espuma junto a la cascada y las rocas del acantilado. Luego, como Lok no se movía ya, las ramas comenzaron a inclinarse. Se inclinaban hacia afuera y hacia abajo, de modo que la cabeza de Lok pendía más abajo que los pies. Se hundía, farfullando, y el agua se elevaba, llevando consigo una cara de Lok. Había un temblor de luz sobre la cara de Lok, pero él podía verle los dientes. Debajo de los dientes se movía hacia atrás y hacia adelante un alga, más larga que un hombre. Pero todo lo demás bajo los dientes y los escarceos era remoto y oscuro. A lo largo del río soplaba una brisa y los matorrales se ladeaban. Las manos y los pies de Lok se asían dolorosamente a sí mismos y tenía nudos en todos los músculos del cuerpo. Dejó de pensar en la gente vieja y en la gente nueva. Sólo tenía la imagen de Lok, cabeza abajo sobre el agua profunda, con una rama para salvarlo.
Lok nunca había estado hasta entonces tan cerca del centro del agua. El agua tenía piel, y bajo la piel unas manchas oscuras se elevaban hacia la superficie, daban vueltas y más vueltas, flotaban describiendo círculos y se hundían hasta perderse de vista. En el fondo había piedras que centelleaban con una luz verde y oscilaban. Las malezas las ocultaban y las descubrían regularmente. La brisa cesó; los matorrales se balancearon lo mismo que las malezas, y la piel brillante del río se acercó a la cara de Lok y se alejó una y otra vez. Las imágenes se le habían ido de la cabeza. Hasta el temor era leve, como el dolor del hambre. Las manos y los pies de Lok tomaban implacablemente un haz de ramas y los dientes hacían muecas en el río.
El alga se acortaba. La punta verde se retiraba, aguas arriba. Había una oscuridad que consumía el otro extremo. La oscuridad, enmarañada ahora, se movió perezosamente. Como las motitas de polvo, daba vueltas pero no al azar. Casi tocaba la raíz del alga, encorvaba la cola, daba vueltas y subía por la cola hacia Lok. Los brazos se le movían un poco y los ojos le brillaban suavemente como las piedras. Giraban con el cuerpo, mirando la superficie, la anchura del agua profunda y el fondo oculto sin indicios de vida. Una madeja de malezas pasó a través de la cara y los ojos no parpadearon. El cuerpo se dio vuelta con el mismo movimiento suave y lento del río hasta que la espalda se elevó a lo largo del alga. La cabeza se volvió con una lentitud como de sueño, subió en el agua y se acercó a la cara de Lok. Lok había sentido siempre por la anciana un temor reverente, aunque era hijo de ella. Vivía demasiado cerca de la gran Oa, tanto con el corazón como con la cabeza, y un hombre no podía mirarla sin temor. Sabía mucho, había vivido mucho tiempo, sentía cosas que ellos sólo podían sospechar; era la mujer. Aunque los envolvía a todos en comprensión y compasión, a veces mostraba una calma extraña que los dejaba humillados y avergonzados. Por eso la querían y respetaban sin tenerle miedo y bajaban la vista ante ella. Pero ahora Lok la veía cara a cara. La anciana ignoraba los daños que llevaba en el cuerpo, tenía la boca abierta, sacaba la lengua y las motitas de polvo le entraban y le salían lentamente como si la boca fuera sólo un agujero en una piedra. Los ojos de la anciana pasaron rápidamente por los matorrales y por la cara de Lok, miraron sin ver, se alejaron y desaparecieron.
Capítulo 6
Los pies de Lok se desprendieron de los matorrales. Se deslizaron hacia abajo y quedó colgando de los brazos y con el agua hasta la cintura. Levantó las rodillas y se le erizó el pelo. Ya no gritaba. El terror del agua era sólo un fondo. Se dejó caer, y tomándose de los matorrales avanzó forcejeando por el agua, hasta la orilla. Allí se quedó dando la espalda al río y temblando como Mal. Mostraba los dientes y mantenía los brazos levantados y tensos como si siguiera sosteniéndose sobre el agua. Miraba ligeramente hacia arriba y movía la cabeza de un lado a otro. Detrás, volvieron a oírse los sonidos de risa. Poco a poco fueron llamándole la atención, aunque la postura y la mueca con que había atravesado el agua no lo habían abandonado aún. Había muchos sonidos de risa, como si la gente nueva hubiera enloquecido, y se oía uno más fuerte que los otros, la voz de un hombre que gritaba. Las otras voces cesaron y el hombre siguió gritando. Una mujer rió, con una risa aguda y excitada. Luego hubo un silencio.
El sol ponía puntos brillantes en la maleza y la oscura tierra húmeda. De cuando en cuando el viento pasaba río arriba y el follaje nuevo y vivido se inclinaba ligeramente y los puntos brillantes cambiaban de lugar. Una zorra ladró entre las rocas. Un par de palomas torcazas conversaban monótonamente.
Lok bajó con lentitud la cabeza y los brazos. Ya no torcía la cara. Dio un paso hacia adelante y se volvió. Comenzó a descender por la orilla del río, no con rapidez, pero manteniéndose cerca del agua, todo lo posible. Escudriñaba seriamente los matorrales, caminaba y se detenía. No veía bien y la mueca le volvió a la cara. Se detuvo con la mano apoyada en la rama curva de una haya, distraído. Examinó la rama, sosteniéndola con ambas manos. Se puso a moverla hacia atrás y hacia adelante, hacia atrás y hacia adelante, cada vez con más rapidez. El gran abanico de ramas del extremo se columpiaba sobre los matorrales y Lok se lanzaba también hacia atrás y hacia adelante; jadeaba y el sudor del cuerpo le corría por las piernas juntamente con el agua del río. Soltó la rama, sollozando, y se quedó otra vez con los brazos colgando, la cabeza inclinada y los dientes apretados como si le ardieran todos los nervios del cuerpo. Las palomas seguían hablando y los puntos de luz solar se cernían allá arriba.
Se apartó del haya, volvió al sendero, vaciló, se detuvo y luego echó a correr.
Llegó en seguida al claro donde estaba el árbol muerto; el sol brillaba en el penacho de plumas rojas. Miró hacia la isla y vio que los matorrales se movían; luego una ramita cruzó girando el río y desapareció detrás en el bosque. Lok tenía la confusa idea de que alguien trataba de hacerle un regalo. Le habría sonreído a través del río al hombre de cara huesuda, pero nadie estaba a la vista y en el espacio abierto se oía aún el eco débil y atormentado de los gritos de Liku. Arrancó la ramita del árbol y corrió otra vez. Llegó a la loma que llevaba a la montaña y la terraza y percibió el olor de los otros y de Liku; siguiendo ese olor y retrocediendo en el tiempo fue hacia la saliente. Avanzaba rápidamente y aunque llevaba la flecha en la mano izquierda casi parecía que corría a gatas. Se puso la ramita de través en la boca, entre los dientes, tendió ambas manos y subió por la ladera corriendo y trepando a medias. Cuando estuvo cerca de la entrada de la terraza pudo ver la isla sobre la roca. Uno de los hombres de cara huesuda estaba a la vista desde el pecho para arriba, y con el resto del cuerpo oculto por los matorrales. La gente nueva nunca se había dejado ver a esa distancia a la luz del día y la cara parecía el parche blanco de la grupa de un ciervo. Había humo detrás del hombre nuevo entre los árboles, pero era azul y transparente. En la cabeza de Lok las imágenes eran muy confusas y demasiado numerosas, y esto era peor que no tener ninguna imagen. Se quitó la ramita de los dientes y gritó sin saber lo que gritaba:
—¡Vengo con Fa!
Corrió a través de la entrada y se encontró en la terraza. Vio que no había nadie allí, y lo sintió como una frialdad que llegaba de la saliente donde había estado el fuego. Se acercó rápidamente al montón de tierra y se quedó mirándolo. Habían esparcido las cenizas y el único de la gente que quedaba allí era Mal debajo de aquel montón. Pero había olores y señales abundantes. Oyó un ruido en lo alto de la saliente, se apartó de un salto del círculo de cenizas y vio a Fa que bajaba por los retallos de la roca. Fa lo vio también y los dos corrieron. Fa temblaba y tomó a Lok fuertemente con ambas manos. Se dijeron balbuceando:
—Los hombres de cara de hueso me han dado esto. He subido por la ladera corriendo. Liku gritaba al otro lado del agua.
—Cuando tú bajabas por la roca y yo subía porque estaba asustada. Los hombres vinieron a la saliente.
Quedaron en silencio, abrazados y temblorosos. Había tantas imágenes confusas revoloteando entre ellos que se sentían cansados. Se miraban a los ojos desamparadamente. Luego Lok comenzó a mover la cabeza de un lado a otro, inquieto.
—El fuego ha muerto —dijo.
Se acercaron al fuego, sosteniéndose mutuamente. Fa se agachó y hurgó entre los extremos chamuscados de las ramas, dejándose llevar por la fuerza del hábito. Se sentaron cada uno en el lugar apropiado y se quedaron mirando el agua y la línea plateada que se derramaba en el risco. El sol vespertino entraba de soslayo en la saliente, pero no era una luz rojiza y fluctuante con la que había que luchar. Por fin Fa se movió.
—Aquí está la imagen. Yo estoy mirando hacia abajo. Los hombres vienen y me escondo. Mientras me escondo veo que la anciana va hacia ellos.
—Ella estaba en el agua. Me miraba desde el agua. Yo estaba cabeza abajo.
Otra vez se miraron, desamparados.
—Yo bajo a la terraza cuando los hombres se van. Se llevan a Liku y al nuevo.
El aire resonó alrededor de Lok con los gritos del fantasma.
—Liku gritaba al otro lado del agua. Está en la isla.
—Yo no veo esa imagen.
Tampoco la veía Lok. Tendió los brazos e hizo una mueca recordando los gritos.
—La ramita vino a mí desde la isla.
Fa examinó la rama atentamente desde la punta de hueso hasta las plumas rojas y la muesca de otro extremo. Miró de nuevo la punta, vio la goma parda y torció la boca. Las imágenes de Lok estaban un poco mejor ordenadas.
—Liku está en la isla con la otra gente.
—La gente nueva.
—Arrojaron esta ramita al árbol muerto.
—¿...?
Lok trató de que Fa viera una imagen, pero tenía la cabeza demasiado cansada y renunció.
—¡Vamos!
Siguieron el olor de la sangre hasta la orilla del río. También había sangre en la roca cerca del agua y un poco de leche. Fa se apretó la cabeza con las manos y dio palabras a su imagen:
—Mataron a Nil y la echaron al agua. Y a la anciana.
—Se han llevado a Liku y al nuevo.
Ahora compartían una imagen que era un propósito. Corrieron juntos por la terraza. En el recodo Fa retrocedió, pero cuando Lok trepó alrededor lo siguió y se quedaron en la roca mirando la isla. Vieron que el tenue humo azul seguía esparciéndose a la luz vespertina, pero la sombra estaría muy pronto en las montañas del bosque. Las imágenes se ajustaban en la cabeza de Lok. Se veía volviéndose en el risco para hablar con la anciana: había olido el fuego cuando ella no estaba allí. Pero eso sólo era otra complicación en un día de novedad total y se desentendió de la imagen. Los matorrales se sacudían en la orilla de la isla. Fa tomó a Lok por la muñeca y los dos se encogieron contra la roca. El sacudimiento era prolongado y excitado.
Luego los dos fueron sólo ojos que miraban y absorbían sin pensar en nada. Bajo los matorrales había un tronco que flotaba en el agua y uno de los extremos se mecía en la corriente. Era oscuro y liso y hueco. Uno de los hombres de cara huesuda estaba sentado en el extremo móvil. Las ramas que ocultaban el otro extremo se prolongaban formando una especie de bulto. Y el tronco quedó a la vista, libre de los matorrales flotando, con un hombre en cada extremo. El tronco apuntaba hacia la cascada, un poco cruzado en el río. La corriente comenzaba a llevarlo aguas abajo. Los dos hombres levantaron unos palos que terminaban con grandes hojas pardas y los metieron en el agua. El tronco no se movía del lugar en que estaba; era el río el que se movía debajo de él. Las hojas pardas dejaban en el río una cola de espuma blanca. El tronco se movió, y apareció a los lados una extensión de agua profunda que no se podía cruzar. Vieron cómo los hombres miraban por los agujeros que tenían en las máscaras de hueso y escudriñaban la orilla cerca del árbol muerto y los matorrales.
El hombre que iba delante en el tronco dejó el palo y tomó otro encorvado. Tomó ese palo por el medio como había hecho cuando la ramita voló a través del río hacia Lok. El tronco se acercó a la orilla y el hombre que iba delante saltó y se ocultó en los matorrales. El tronco se quedó donde estaba y el hombre que iba atrás metía la hoja parda en el agua de vez en cuando. La sombra de la cascada llegaba al tronco. Podían ver cómo el pelo le crecía al hombre en la cabeza, sobre el hueso, y era como un nido de corneja en un árbol alto. Cada vez que el hombre tiraba de la hoja el nido se sacudía y temblaba.
Fa temblaba también.
—¿Vendrá a la terraza?
El primer hombre regresó de pronto. El extremo del tronco se perdió de vista en la orilla y cuando apareció de nuevo, el primer hombre estaba otra vez sentado y tenía en la mano otra ramita con plumas rojas en el extremo. El tronco se volvió hacia la cascada y los dos hombres introducían a la vez las hojas en el agua. El tronco entró en el agua profunda.
Lok comenzó a balbucear:
—Liku cruzó el río en el tronco. ¿Dónde crece un tronco como ése? Liku volverá en el tronco y estaremos juntos. —Señaló a los hombres.— Tienen ramitas.
El tronco volvía a la isla. Parecía olfatear los matorrales de la orilla como una rata de agua. El hombre de delante se levantó cuidadosamente. Separó los matorrales y se metió entre ellos con el tronco. El otro extremo del tronco quedó un momento meciéndose en la corriente y luego se introdujo también entre los matorrales y el hombre que iba detrás se agachó y dejó el palo.
De pronto Fa tomó a Lok por el brazo derecho, sacudiéndolo. Lo miró fijamente a la cara.
—¡Devuelve la ramita!
Lok compartía algo del espanto que veía en la cara de Fa. Detrás de Fa había una ladera de sombra que se extendía desde el borde de la cascada hasta el extremo de la isla. Por encima del hombro de la mujer vislumbró un tronco de madera que pendía sobre la cascada y luego desapareció sin hacer ruido. Levantó la ramita y la examinó.
—¡Arrójala! ¡Ahora!
Lok sacudió la cabeza con violencia.
—¡No! ¡No! La gente nueva me la arrojó.
Fa dio dos pasos hacia atrás y hacia adelante en la roca. Lanzó una mirada a la saliente fría y a la isla. Tomó a Lok por los hombros y lo sacudió.
—La gente nueva tiene muchas imágenes. Y yo también tengo muchas imágenes.
Lok rió, indeciso.
—Un hombre para las imágenes. Una mujer para Oa.
Los dedos de Fa se apretaron en la carne de Lok. Tenía una expresión de odio. Le dijo, furiosa:
—¿Qué hará el nuevo sin la leche de Nil? ¿Quién encontrará comida para Liku?
Lok se rascó el pelo bajo la boca abierta. Fa lo soltó y esperó. Lok siguió rascándose y sentía un vacío doloroso en la cabeza. Fa lo sacudió dos veces.
—Lok no tiene imágenes en la cabeza.
Se puso muy solemne y allí estaba la gran Oa, como una nube, alrededor. Lok se sintió disminuido. Tomó la ramita con ambas manos nerviosamente y desvió la mirada. Ahora que el bosque estaba a oscuras podía ver el ojo del fuego de la gente nueva.
Fa habló al costado de la cabeza de Lok:
—Harás lo que digo. No digas: «Fa, harás esto». Yo diré: «Lok, harás esto». Tengo muchas imágenes.
Lok se sintió un poco más disminuido y lanzó a Fa una mirada rápida y luego otra al fuego lejano.
—Arroja la ramita.
Lok tendió hacia atrás el brazo derecho y lanzó al aire la ramita con las plumas hacia adelante. Las plumas se detuvieron, el tallo giró, la ramita quedó suspendida un momento a la luz del sol y luego, como un halcón que se lanza sobre su presa, cayó de punta en las sombras y desapareció en el agua.
Lok oyó que Fa emitía un sonido ahogado, como un sollozo seco. Luego la mujer apoyó la cabeza en el pecho de Lok y rió, sollozando y temblando como si hubiera hecho algo difícil pero bueno. Fue entonces Fa sin mucho de Oa y Lok la abrazó para consolarla. El sol estaba en aquel momento en el barranco y el río flameaba, de modo que el borde de la cascada ardía como las puntas de los leños en el fuego. Unos troncos descendían por el río, negros contra el fondo del agua brillante. Eran árboles enteros y las raíces se movían como los animales extraños del mar. Uno de los troncos iba hacia la cascada debajo de ellos, y las raíces y ramas se levantaban, se arrastraban y se hundían. Durante un instante quedó suspendido sobre el borde; el agua ardiente se alzó en un montón de luz y luego el árbol cayó por el aire y desapareció tan suavemente como la ramita.
Lok habló sobre el hombro de Fa:
—La anciana estaba en el agua.
Poco después Fa lo apartó.
—¡Vamos!
Lok la siguió por el recodo a la luz horizontal de la terraza. Los cuerpos tejían una madeja de sombras paralelas, de modo que un brazo levantado parecía levantar también un largo peso de oscuridad. Fueron por costumbre a la saliente. Los nichos estaban allí, como ojos negros, y entre ellos la columna de roca, enrojecida por la luz. La leña y las cenizas no eran más que tierra. Fa se sentó junto al fogón y miró a la isla con el ceño fruncido. Lok esperó mientras Fa se apretaba la cabeza con las manos, pero no veía las imágenes de ella. Recordó la carne guardada en los nichos.
—Comida.
Fa no contestó, y Lok, con cierta timidez, como si pudiera encontrarse otra vez con los ojos de la anciana, se acercó a uno de los nichos. Olió la carne y sacó una cantidad suficiente para los dos. Cuando volvió oyó que las hienas gañían en las rocas, sobre la saliente. Fa tomó la carne sin ver a Lok y se puso a comer atendiendo siempre a sus propias imágenes.
Una vez que hubo empezado a comer, Lok recordó su hambre. Arrancaba del hueso la carne en largas tiras y se la metía en la boca. Había mucha fuerza en la carne.
Fa dijo vagamente:
—Arrojamos piedras a los amarillos.
—¿...?
—La ramita.
Volvieron a comer en silencio mientras las hienas gemían y gañían. Los oídos de Lok le decían que tenían hambre y la nariz le aseguraba que estaban solos. Sacudió el hueso para sacarle el tuétano y luego separó un palo de las cenizas y lo metió en el hueso. De pronto le vino una imagen de Lok.
Lok metía un palo en una grieta para sacar miel. Sintió como si una ola de mar cayera sobre él quitándole la satisfacción de haber comido, y hasta el placer de la compañía de Fa. Estaba sentado allí con el palo todavía en el hueco del hueso y la sensación pasaba a través de él y sobre él. No había nacido en ninguna parte, como el río, y como el río nadie podía negarla. Lok era un tronco en el río, un animal ahogado que las aguas llevan y traen. Alzó la cabeza, como había hecho Nil, y emitió un sonido de aflicción mientras la luz del sol abandonaba el barranco y la oscuridad descendía. Luego se acercó a Fa y ella lo abrazó.
La luna había salido cuando se movieron. Fa se levantó y la miró de soslayo y luego miró a la isla. Bajó al río, bebió y se quedó allí, arrodillada. Lok se unió a ella.
—Fa.
Fa hizo un movimiento con la mano indicando que no la molestara y siguió contemplando el agua. Luego se levantó y corrió por la terraza.
—¡El tronco! ¡El tronco!
Lok corrió tras ella, pero no podía comprender. Fa señalaba un tronco delgado que avanzaba hacia ellos, volteándose. Se arrodilló y alcanzó una larga astilla en el extremo mayor. El tronco se dio vuelta y tiró de Fa. Lok vio que Fa se deslizaba por la roca y se lanzó para sujetarle los pies. La tomó por las rodillas y los dos forcejearon hacia la tierra mientras el otro extremo del tronco giraba en el agua. Fa tenía una mano enrollada en el pelo de Lok y tiraba sin misericordia; las lágrimas afluían a los ojos de Lok y le corrían hasta los labios. El otro extremo del tronco se volvió y quedó flotando junto a la terraza, tirando de ellos suavemente. Fa habló por encima del hombro:
—Tengo una imagen de nosotros cruzando a la isla en el tronco.
A Lok se le erizaron los pelos.
—¡Pero los hombres no pueden pasar sobre la cascada como un tronco!
Fa resopló un rato hasta que recobró el aliento.
—En el otro lado de la terraza podemos apoyar el tronco en la roca —dijo, y respiró fuertemente—.En el sendero la gente cruza el agua, corriendo por un tronco.
Lok estaba asustado.
—¡No podemos pasar sobre la cascada!
Fa volvió a explicarle, con paciencia.
Remolcaron el tronco corriente arriba hasta el extremo de la terraza. Era un trabajo difícil y terrible, pues la terraza no se elevaba toda a la misma altura sobre el agua, y había brechas y salientes a lo largo del borde. Tenían que ir aprendiendo mientras avanzaban, y mientras el agua tiraba de ellos unas veces suavemente y otras con una fuerza súbita, como si le estuvieran robando la comida. El tronco no estaba tan muerto como la leña. A veces se retorcía en las manos de los dos, y las ramas rotas del extremo más delgado se sacudían en la roca como patas. Mucho antes que llegaran al extremo de la terraza, Lok había olvidado por qué remolcaban el tronco.
Sólo recordaba el agrandamiento súbito de Fa y la ola de aflicción que lo había ahogado. Trabajando con el tronco y asustado por el río, la aflicción retrocedía hasta un punto en que podía examinarla, y no le gustaba. La aflicción se refería a la gente y a los desconocidos.
—Liku tendrá hambre —dijo.
Fa no dijo nada.
Cuando llevaron el tronco al extremo de la terraza no había otra luz que la luna. La brecha estaba azul y blanca, y unas guarniciones de plata cubrían el río.
—Toma el extremo.
Mientras Lok lo sostenía, Fa empujó el otro extremo río adentro, pero la corriente lo llevó de vuelta. Luego se quedó largo tiempo sentada, en cuclillas, con las manos sobre la cabeza, y Lok esperó en obediente silencio. Bostezó, se chupó los labios y miró el risco escarpado y azul más allá del barranco. No había terraza en aquel lado del río, sino una pendiente abrupta que se introducía profundamente en el agua. Bostezó de nuevo y alzó las manos para quitarse las lágrimas de los ojos. Durante un rato parpadeó a la oscuridad, examinó la luna, y se rascó bajo el labio.
Fa gritó:
—¡El tronco!
Lok miró más allá de los pies, pero el tronco se había ido; miró a un lado y a otro y al aire, echando el cuerpo hacia atrás. Luego el tronco pasó a la deriva junto a Fa, volviéndose lentamente. Fa trepó por la roca y alcanzó las ramas parecidas a piernas. El tronco la arrastró, se detuvo, y el extremo que Lok había olvidado salió del agua. Lok estiró un brazo, pero el tronco ya estaba lejos. Fa murmuraba y gritaba furiosa. Lok se apartó de ella tímidamente mientras se decía: «El tronco, el tronco», sin sentido. La aflicción se había retirado, como la marea, pero volvía.
El otro extremo del tronco golpeó contra la cola de la isla. El agua del río lo empujó de costado y el tronco se movió crujiendo y arrancó la rama de la mano de Fa. La rama se arrastró por la terraza, se encorvó, se sacudió, volvió a encorvarse y cedió con un largo crujido. El tronco quedó atascado, con el extremo más grueso golpeando en la roca, golpeando y golpeando; el agua abrió un canal en el medio y la copa se aplastó contra el lado accidentado de la terraza. El centro del tronco, aunque era casi tan grueso como Lok, se encorvaba bajo la presión del agua, pues tenía muchas veces la longitud de un hombre.
Fa se acercó a Lok y lo miró titubeando a la cara. Lok recordó la ira de Fa cuando el tronco parecía alejarse. Le palmeó el hombro amistosamente.
—Tengo muchas imágenes.
Fa siguió mirándolo en silencio. Luego sonrió y palmeó también a Lok. Se puso las dos manos en los muslos y los golpeó suavemente, riéndose de Lok, y Lok hizo lo mismo y rió también. La luna brillaba tanto entonces que dos sombras azuladas los imitaban en el suelo.
Una hiena gañó junto a la saliente. Lok y Fa fueron por la terraza hacia los animales. Sin decir una palabra las imágenes de los dos eran una sola imagen. Cuando llegaron junto a las hienas los dos tenían piedras en las manos y se habían separado. Comenzaron a arrojar las piedras y a gritar al mismo tiempo y los animales huyeron rocas arriba y luego se detuvieron, grises, y con cuatro ojos como chispas verdes.
Fa sacó el resto de la comida de los nichos, mientras las hienas gruñían detrás, y volvió con Lok corriendo por la terraza. Cuando llegaron adonde estaba el tronco, comían ya mecánicamente. Luego Lok se quitó el hueso de los labios.
—Es para Liku.
El tronco no estaba solo. Otro más pequeño golpeaba y crujía en el agua. Fa se adelantó a la luz de la luna y puso un pie en el extremo que apuntaba hacia la orilla. Luego volvió e hizo una mueca al agua. Se alejó por la terraza, miró río abajo, donde llameaba el borde de la cascada, y corrió hacia adelante. De pronto se detuvo. Un palo largo que daba vueltas en el agua se agregó a los dos troncos. Fa probó de nuevo con una corrida más corta y se detuvo farfullando y mirando el agua deslumbradora. Se puso a dar vueltas alrededor de los troncos, emitiendo unas palabras sin sentido, pero que parecían feroces y desesperadas. Esto también era algo nuevo y asustó a Lok, que se alejó por la terraza. Pero luego recordó sus propias travesuras junto al tronco en el bosque y se obligó a reírse de Fa, aunque detrás estaba el vacío. Fa corrió hacia Lok y le mostró los dientes como si quisiera morderlo, y de la boca le salieron unos sonidos extraños. Lok echó el cuerpo hacia atrás.
Fa guardó silencio, apretada a Lok, temblando; formaban una sola sombra en la roca. Luego murmuró con una voz en la que no estaba Oa:
—Pasa el primero por el tronco.
Lok la empujó a un lado. Ahora que no hacían ruido volvía la angustia. Miró el tronco y descubrió que estaba fuera de él y dentro de él y que fuera era mejor. Se puso en los dientes la carne para Liku. Liku no cabalgaba en él ahora, y Fa temblaba, y el río se movía; no tenía ganas de hacerse el gracioso. Examinó el tronco de un extremo a otro, vio una ancha dentellada en el lado de la salida del agua, donde en otro tiempo había habido una horquilla y se alejó hacia la terraza. Midió la distancia, se inclinó y corrió hacia adelante. El tronco estaba debajo y era resbaladizo. Temblaba como Fa y se movía de costado río arriba, de modo que Lok se inclinó hacia la derecha para no caerse. Apoyó un pie en el otro tronco, que se hundió, y Lok trastabilló. Estiró la pierna izquierda y se levantó y el agua le empujaba con más fuerza que un viento las corvas de las rodillas y estaba fría como las mujeres de hielo. Saltó frenéticamente, tropezó, volvió a saltar y se encontró sobre la roca, con los brazos tendidos hacia arriba y la cara apretada contra la carne para Liku. Los pies se le separaron y treparon roca arriba, hasta que sintió que la horquilla de las piernas se le iba a romper. A saltos dio penosamente la vuelta a la roca y se encontró de nuevo frente a Fa. Se dio cuenta de que un sonido le había salido de la boca, a pesar de la carne, un sonido agudo y sostenido como el de Nil cuando había corrido por el tronco en el bosque. Calló, respirando a sacudidas. Otro tronco se había agregado al montón. Estaba al costado, golpeando, y el agua rompía allí en espumas y salpicaduras. Fa probó ese tronco con los pies y luego se metió cuidadosamente en el agua, a horcajadas, con un pie en cada tronco. Llegó a la roca donde estaba Lok y trepó hasta alcanzarlo. Luego le gritó sobre el ruido del agua:
—Yo no he hecho un ruido.
Lok se enderezó moviéndose como si la roca no se alejara también río arriba. Fa midió el salto y se dejó caer diestramente en la siguiente. Lok la siguió, con la cabeza vacía a causa del ruido y de la novedad. Siguieron saltando y trepando hasta que llegaron a una roca que tenía matorrales en la cima, y entonces Fa se sentó y metió los dedos en la tierra, mientras Lok esperaba pacientemente con las manos llenas de carne. Estaban en la isla, y el borde de la cascada corría y zigzagueaba a los lados como relámpagos en el verano. Había también un ruido nuevo y más alto: la voz de la cascada principal, más allá de la isla, y que apagaba el sonido de las voces, ya debilitadas por el estruendo de la cascada menor.
Poco después Fa se levantó. Avanzó hasta que vio abajo la espinilla de la isla, y Lok se unió a ella. El agua casi borraba las huellas de los pasos, de modo que dejaban detrás sólo un sendero estrecho. Lok se agazapó y miró.
Hiedra y raíces, cicatrices de tierra y protuberancias de roca dentada, el risco se inclinaba de modo que la cima, con el penacho de abedules, miraba directamente hacia abajo, a la isla. Las rocas que habían caído estaban todavía amontonadas contra el risco en el fondo, y esas formas oscuras, siempre húmedas, contrastaban con el brillo de las hojas y el risco. Los árboles seguían viviendo en la cima, aunque peligrosamente, pues la roca había desgarrado la mayor parte de las raíces. Las que quedaban se asían a las grietas del borde, o se retorcían risco abajo, o colgaban en el aire húmedo. El agua corría a cada lado, y las ondas espumosas estremecían la tierra sólida. La luna, casi llena, iluminaba las alturas del risco, y el fuego brillaba en el lugar más lejano de la isla.
Fa y Lok no hicieron comentarios sobre la altura vertiginosa. Se inclinaban buscando un sendero en la superficie del risco. Fa se deslizó sobre el borde y descendió a gatas entre las raíces y la hiedra. Lok la siguió, otra vez con la carne entre los dientes, mirando de soslayo el resplandor del fuego. Sentía un gran deseo de correr hacia él, como si allí hubiera algún remedio para su angustia. No eran ese remedio solamente Liku y el nuevo. Los otros, con sus muchas imágenes, eran como el agua, que al mismo tiempo aterra y desafía e invita a un hombre a acercarse. Comprendía vagamente esa atracción indefinida y se sentía tonto. Se encontraba ahora en el extremo de una raíz quebrada, en una extensión de agua brillante y cavernosa. La raíz oscilaba con el peso de Lok, y la carne que llevaba en los dientes le golpeaba el pecho. Tuvo que saltar de lado a una maraña de raíces y hiedra para poder seguir a Fa.
Fa iba delante por las rocas y el bosque de la isla. Allí había poco que se pudiera llamar un sendero. La otra gente había dejado su olor en los matorrales aplastados, y eso era todo. Fa seguía el olor, a ciegas. Sabía que el fuego tenía que estar en el otro extremo, pero para decir por qué había que detenerse y luchar con imágenes, apretándose la cabeza entre las manos. Muchas aves anidaban en la isla y les molestaba la presencia de la gente, de modo que Fa y Lok comenzaron a moverse con cuidado. Dejaron de prestar una atención directa al nuevo olor y se limitaron a atravesar el bosque con el menor ruido y alboroto posibles. Compartían activamente sus imágenes. En la oscuridad casi total, bajo la enramada, veían con una vista nocturna. Evitaban lo invisible, echaban a un lado la hiedra colgante, apartaban las zarzas y avanzaban. No tardaron en oír a la gente nueva.
También podían ver el fuego; o más bien podían ver el reflejo del fuego y un resplandor. La luz dejaba el resto de la isla en una oscuridad impenetrable y les velaba los ojos, y marcharon más despacio. El fuego era mucho mayor que antes y el trecho iluminado estaba rodeado por una orla de hojas nuevas de color verde pálido, como si detrás hubiera alguna clase de luz solar. La gente hacía un ruido rítmico, parecido a los latidos de un corazón. Fa se levantó delante de Lok y se convirtió en una forma muy negra.
Los árboles eran altos en aquel extremo de la isla, y en el centro se espaciaban los matorrales. Lok siguió a Fa hasta que se encontraron arrodillados y con los pies preparados para huir, detrás de un matorral, en el borde mismo de la luz del fuego. Podían ver sobre el matorral el espacio abierto elegido por la gente. Eran muchas las cosas que había que ver a la vez. Para comenzar, los árboles se habían reorganizado, agachándose y entrelazando las ramas estrechamente y formando cavernas de oscuridad a cada lado del fuego. La gente nueva estaba sentada en la tierra entre Lok y la luz y no había dos cabezas de la misma forma. Se estiraban hacia un lado como un cuerno, o se alzaban en punta como la copa de un pino, o eran grandes y redondas. Más allá del fuego un montón de troncos esperaba a que lo quemasen, y parecía moverse con la luz.
Luego, increíblemente, un ciervo bramó junto a los troncos. El ruido era desagradable y furioso, lleno de dolor y de deseo. Parecía la voz del mayor de todos los ciervos, y el mundo no era bastante grande para él. Fa y Lok se abrazaron y se quedaron mirando fijamente los troncos, sin imágenes en la cabeza. Los nuevos se inclinaron tanto que las formas de los cuerpos cambiaron y las cabezas quedaron ocultas. El ciervo apareció. Se movía a saltos sobre las patas traseras y estiraba las delanteras hacia los lados. Las astas se alzaban entre las hojas de los árboles. El animal miraba hacia arriba y pasó junto a la gente nueva y junto a Fa y Lok balanceándose de un lado a otro. Luego se volvió y vieron que la cola estaba muerta y golpeaba contra las patas pálidas y sin pelo. El animal tenía manos.
En una de las cavernas oyeron maullar de nuevo. Lok comenzó a saltar detrás del matorral.
—¡Liku!
Fa le tapó la boca y lo obligó a estarse quieto.
El ciervo dejó de bailar y oyeron que Liku gritaba:
—¡Aquí estoy, Lok! ¡Aquí estoy!
Hubo un súbito clamoreo de ruido de risas, zambullidas, revoloteos de aves, voces y gritos y una mujer que chillaba. El fuego silbó de pronto y un vapor blanco se elevó en el aire mientras la luz disminuía. La gente nueva corría de un lado a otro. Había en ellos ira y temor.
—¡Liku!
El ciervo oscilaba violentamente a la luz amortiguada. Fa tiraba de Lok y le hablaba en voz baja. La gente se acercaba con palos, corvos y rectos.
—¡Pronto!
Un hombre golpeaba furiosamente el matorral de la derecha. Lok blandió el brazo derecho.
—¡La comida es para Liku! Y la arrojó al claro. La carne cayó a los pies del ciervo. Lok sólo tuvo tiempo para ver que el ciervo se inclinaba hacia ella entre el vapor, y se retiró tropezando, arrastrado por Fa. El clamoreo de la gente nueva se fue convirtiendo en una serie de gritos, preguntas y respuestas y órdenes. Ramas ardientes corrían a través del claro, y el follaje primaveral aparecía de pronto y en seguida desaparecía. Lok bajaba la cabeza y golpeaba la tierra blanda con los pies. Arriba sonó un silbido, como un aliento que se inspira súbitamente. Fa y Lok se desviaron entre los matorrales y se abrieron paso ingeniosamente entre las zarzas y las ramas. A Lok se le había comunicado ya la desesperación de Fa y tenía la respiración agitada. Se lanzaron hacia adelante y las antorchas destelleaban bajo los árboles, detrás. Oían que los nuevos se llamaban unos a otros y hacían un gran ruido en la maleza. Luego una sola voz gritó fuertemente, y el estrépito cesó.
Fa trepaba por las rocas humedecidas.
—¡Pronto! ¡Pronto!
Lok la oía a pesar del estruendo del agua. La siguió obedientemente, asombrado por la velocidad de Fa, pero sin imagen alguna en la cabeza, como no fuera la de aquel ciervo bailando.
Fa se arrojó sobre el borde del risco y se tendió a su sombra. Lok esperaba y ella le preguntó, jadeando:
—¿Dónde están?
Lok miró hacia abajo a la isla, pero ella le interrumpió:
—¿Suben?
A medio camino en el risco una raíz oscilaba lentamente a causa del tirón que Fa le había dado, pero el resto del risco estaba inmóvil y miraba a la luna.
—¡No!
Guardaron silencio durante un rato. Lok oía otra vez el ruido del agua, tan fuerte que no lo dejaba hablar. Se preguntaba inútilmente si habían compartido imágenes o habían hablado con las bocas y luego examinó la pesadez que sentía en la cabeza y en el cuerpo. No cabía duda. Esa sensación se relacionaba con Liku. Bostezó, se frotó las cuencas de los ojos y se pasó la lengua por los labios. Fa se levantó.
—¡Vamos!
Trotaron entre los abedules sobre la isla, saltando de piedra en piedra. Al tronco se habían unido otros, y ahora eran más que los dedos de una mano y se enredaban con todas las cosas que pasaban a la deriva por aquel lado del río. El agua corría entre los troncos y por encima. Era un sendero tan ancho como los del bosque. Lok y Fa llegaron a la terraza fácilmente y se detuvieron sin hablar.
De la saliente llegaba un ruido de patas. Corrieron hacia allá y las hienas huyeron. La luna iluminaba la saliente, de modo que hasta se veían los nichos, y lo único oscuro era el agujero en que estaba enterrado Mal. Se arrodillaron y retiraron la basura, las cenizas y los huesos de la parte del cuerpo que podían ver. Ahora la tierra no se levantaba formando un montón, sino que estaba otra vez al nivel del fuego más alto. En silencio, hicieron rodar una piedra y cubrieron con ella a Mal.
Fa murmuró:
—¿Cómo alimentarán al nuevo sin leche?
Luego Lok y Fa se abrazaron, pecho contra pecho. Las rocas de alrededor eran como cualquier otra roca; la luz del fuego se había ido de ellas. Se apretaron el uno contra el otro, se abrazaron buscando un centro y cayeron, cara contra cara. El fuego de los cuerpos se les encendió y lo buscaron trabajosamente.
Capítulo 7
Fa empujó a un lado a Lok. Se levantaron juntos y examinaron la saliente. El aire frío del amanecer se derramaba alrededor. Fa fue a los nichos y volvió con un hueso que casi no tenía carne y algunos restos que las hienas no habían alcanzado. La gente era otra vez roja, de un color rojo cobrizo y amarillento, pues el azul y gris de la noche los había abandonado. Sin decir nada compartieron los restos de la comida con un sentimiento de muda compasión. Luego se limpiaron las manos en los muslos y bajaron al río a beber. En seguida, y sin hablar ni compartir una imagen, se fueron hacia la izquierda a un recodo que llevaba al risco.
Fa se detuvo.
—No quiero ver.
Se volvieron juntos y contemplaron la saliente vacía.
—Cogeré fuego cuando caiga del cielo o despierte entre los brezos.
Lok consideraba la imagen del fuego. Tenía además un vacío en la cabeza y sólo sentía aquella marea, profunda y segura. Echó a andar hacia los troncos y el otro extremo de la terraza. Fa le tomó la muñeca:
—No iremos otra vez a la isla. Lok le hizo frente con las manos en alto.
—Hay que encontrar comida para Liku. Así será fuerte cuando vuelva.
Fa lo miró intensamente y había en la cara de ella cosas que Lok no podía comprender. Dio un paso a un lado, se encogió de hombros y gesticuló. Se detuvo y esperó ansiosamente.
—¡No!
Tomó otra vez la muñeca de Lok y tiró. Lok se resistía, hablando constantemente. No sabía lo que decía. Fa dejó de tirar.
—Te matarán.
Hubo una pausa. Lok miró a Fa y luego a la isla. Se rascó la mejilla izquierda. Fa se acercó más a Lok.
—Tendré hijos que no morirán en la cueva junto al mar. Allí habrá un fuego.
—Liku tendrá hijos cuando sea una mujer.
Fa le soltó la muñeca otra vez.
—Escucha. No hables. La gente nueva se llevó el tronco y Mal murió. Ha estaba en el risco y un hombre nuevo estaba en el risco. Ha murió. La gente nueva vino a la saliente. Nil y la anciana murieron.
La luz era mucho más intensa detrás de Fa. Había una mancha roja en el cielo, que crecía ante Lok. Era la mujer. Lok inclinó la cabeza ante ella, humildemente.
—Me alegraré cuando la gente nueva traiga a Liku de vuelta.
Fa hizo un sonido fuerte y airado, dio un paso hacia el agua y volvió. Tomó a Lok por los hombros.
—¿Cómo pueden dar leche al nuevo? ¿Da leche un ciervo? ¿Y si no traen de vuelta a Liku?
Lok contestó humildemente con la cabeza vacía:
—No veo esa imagen.
Fa lo dejó airada, se alejó y se quedó apoyando una mano en el recodo donde comenzaba el risco. Lok veía cómo se encrespaba y cómo se le sacudían los músculos de la espalda. Se inclinaba hacia adelante, con la mano derecha en la rodilla del mismo lado. Oyó que murmuraba dándole todavía la espalda:
—Tienes menos imágenes que el nuevo.
Lok se apretó los ojos con las palmas de las manos con tanta fuerza que vio unos chispazos de luz como en el río.
—No ha habido una noche.
Eso era cierto. Donde debía haber estado la noche todo era gris. No sólo los oídos y la nariz de Lok habían estado despiertos después de haberse acostado con Fa, sino también el Lok de adentro, observando cómo la sensación crecía, menguaba y volvía a crecer. Dentro de los huesos de la cabeza llevaba la pelusilla de las enredaderas otoñales, y las semillas le habían entrado en la nariz y lo hacían bostezar y estornudar. Separó las manos y miró con los ojos entreabiertos el sitio donde había estado Fa. En aquel momento Fa daba la espalda a la pared rocosa y miraba alrededor, al río. La mano de ella lo llamó.
El tronco había aparecido otra vez. Estaba cerca de la isla y en cada extremo iban sentados los dos caras de hueso. Cavaban en el agua y el tronco cruzaba el río. Cuando estuvo cerca de la orilla y los matorrales, se enderezó en la corriente y los hombres dejaron de cavar. Miraban atentamente el espacio despejado junto al agua donde estaba el árbol muerto. Lok vio que uno de ellos se volvía y hablaba con el otro.
Fa le tocó la mano.
—Buscan algo.
El tronco se dejaba llevar suavemente por la corriente río abajo, y el sol salía. Los lugares más lejanos del río parecían arder en llamas, y durante un tiempo el bosque a los lados estuvo a oscuras. La indefinible atracción de la gente nueva expulsó la pelusilla de la cabeza de Lok. Se olvidó de pestañear.
El tronco se hacía más pequeño al alejarse de la cascada. Cuando se torcía, el hombre que iba detrás volvía a cavar en el agua y el tronco se daba vuelta y apuntaba directamente a los ojos de Lok. Durante todo ese tiempo los hombres miraban de soslayo a la orilla.
Fa murmuró:
—Allí hay otro tronco.
Los matorrales de la orilla de la isla se sacudían fuertemente, se dividieron un instante, y ahora que sabía adónde mirar, Lok vio el extremo de otro tronco oculto. Un hombre asomó la cabeza y los hombros entre las hojas verdes y movió un brazo airadamente. Los dos hombres que iban en el otro tronco se pusieron a cavar rápidamente y el tronco fue a parar a donde estaba el hombre que hacía señas frente al árbol muerto. Ya no miraban el árbol muerto sino al hombre y le hacían movimientos afirmativos con la cabeza. El tronco los llevó hasta él y entró en los matorrales.
La curiosidad se apoderó de Lok; echó a correr hacia el nuevo camino que llevaba a la isla con tanta excitación que Fa compartió la imagen. Lo alcanzó y lo sujetó mientras gritaba: —¡No! ¡No!
Lok farfulló y Fa volvió a gritarle:
—¡Digo que no!
Y señaló la saliente.
—¿Qué has dicho? Fa tiene muchas imágenes.
Por fin Lok guardó silencio y se quedó esperando. Fa dijo solemnemente:
—Bajaremos al bosque, a buscar comida. Los vigilaremos a través del río.
Descendieron rápidamente por la ladera alejándose del río y manteniendo las rocas entre ellos y la gente nueva. En las márgenes del bosque había comida: bulbos que apenas mostraban un punto verde, larvas y tallos, hongos y el interior tierno de algunas cortezas. La carne de la gama estaba todavía en ellos y no tenían lo que llamaban hambre. Podían comer donde había comida, pero podían prescindir de ella fácilmente durante un día y el día siguiente si era necesario. Por esta razón no buscaban mucho y al poco tiempo el encantamiento de la gente nueva los llevó otra vez a los matorrales al borde del agua.
Allí se quedaron, con los pies hundidos en el lodo, escuchando a la gente nueva a través del estruendo de la cascada. Una mosca madrugadora zumbó en la nariz de Lok. El aire estaba caliente y el sol brillaba, y Lok volvió a bostezar. Luego oyó que la gente nueva hacía ruidos de pájaro al conversar y algunos otros sonidos inexplicables, de topetazos y crujidos. Fa se deslizó hasta el límite del claro junto al árbol muerto y se tendió en tierra.
No se veía nada al otro lado del agua, pero los topetazos y crujidos continuaban.
—Fa, sube al árbol muerto para ver —dijo Lok.
Fa volvió la cara y lo miró dudosamente. Lok se dio cuenta en seguida de que Fa diría que no, insistiendo en que se alejaran de la gente nueva y pusieran una ancha brecha de tiempo entre ellos y Liku; y esto fue de pronto un conocimiento insoportable. Avanzó rápidamente a hurtadillas caminando a gatas y trepó por la parte oculta del árbol muerto. No tardó en abrirse paso hasta la copa desgreñada, entre las hojas de hiedra polvorientas, negruzcas y de olor acre. Apenas había introducido un último miembro en la copa hueca cuando la cabeza de Fa se abrió paso detrás de él.
La copa del árbol estaba vacía como la vaina de una bellota. Era una madera blanca y blanda que cedía y se moldeaba bajo el peso de los cuerpos y estaba llena de comida. La hiedra se extendía hacia arriba y hacia abajo formando una maraña oscura y era como si hubieran estado sentados en un matorral en tierra. Los otros árboles descollaban sobre ellos pero quedaba un espacio de cielo descubierto hacia el río y los matorrales verdes de la isla. Separando las hojas cautelosamente como si buscara huevos, Lok descubrió que podía hacer un agujero no mayor que los ojos, y aunque los bordes del agujero se movían un poco, podía ver el río y las otras orillas, muy claramente a causa de las hojas de color verde oscuro que rodeaban el agujero, como si mirara protegiéndose los ojos con las manos. A la izquierda Fa miraba también, apoyando los codos en el borde de la copa. Lok volvió a sentirse molesto, como cada vez que vigilaba a la gente nueva. Pero de pronto se olvidaron de todo y se quedaron muy quietos.
El tronco se deslizaba fuera de los matorrales junto a la isla. Los dos hombres cavaban en el agua cuidadosamente y el tronco se daba vuelta. No apuntaba hacia Lok y Fa sino aguas arriba, aunque comenzaba a moverse a través del río hacia ellos. Había muchas cosas nuevas en el hueco del tronco: formas parecidas a piedras y pieles combadas. Había palos de todas clases, desde largas estacas sin hojas y ramas hasta ramajes secos. El tronco se acercó.
Por fin veían a la gente nueva frente a frente y a la luz del sol. Eran incomprensiblemente extraños. El pelo era negro y crecía de las maneras más inesperadas. El cara de hueso que iba adelante en el tronco tenía un cabello que se alzaba como un pino, de modo que la cabeza, ya demasiado larga, se estiraba como si algo la tironeara hacia arriba despiadadamente. El otro cara de hueso tenía el pelo como un matorral y le sobresalía por todos lados como la hiedra en el árbol muerto.
El pelo les crecía espesamente en el cuerpo alrededor de la cintura, en el vientre y en la parte superior de las piernas, de modo que esa parte era más gruesa que el resto. Pero Lok no miró inmediatamente los cuerpos; le llamaba mucho más la atención lo que tenían alrededor de los ojos. Debajo se veía un hueso blanco muy recortado, y donde debían estar las anchas ventanas de la nariz había unas ranuras estrechas y entre estas ranuras el hueso se alargaba en una punta. Debajo había otra ranura sobre la boca y las voces salían por allí revoloteando. Bajo la ranura sobresalía un poco de pelo negro. Los ojos de la cara que atisbaban a través de todo aquel hueso eran negros y vivaces. Tenían cejas sobre los ojos, más delgadas que la boca y las ventanas de la nariz, negras, y que se curvaban hacia afuera y hacia arriba de modo que los hombres parecían amenazadores como avispas. Hileras de dientes y conchas marinas les colgaban alrededor de los cuellos sobre la piel gris y cubierta con pieles de animales. Sobre las cejas el hueso se combaba hacia arriba y hacia atrás para ocultarse bajo el cabello. Cuando el tronco se acercó más, Lok pudo ver que el color no era en realidad de hueso blanco y brillante sino más mate. Se parecía al color de las grandes setas y las espigas que comía la gente y era de una contextura parecida. Las piernas y brazos eran delgados como palos y las coyunturas se parecían a los nudos de una rama.
Ahora que Lok tenía el tronco casi al lado vio que era mucho más ancho que antes, o más bien que los dos troncos se movían juntos. Había más bultos y formas extrañas en este tronco y un hombre estaba tendido entre ellos, de costado. El cuerpo y el hueso eran como los de los otros, pero el pelo le crecía en la cabeza en una masa de puntas que brillaban y parecían tan duras como las puntas de una cascara de castaña. Estaba haciendo algo con una de las ramitas afiladas y tenía al lado el palo curvo.
Los troncos se arrimaron a la orilla. El hombre que iba detrás —Lok se lo imaginaba como Pino— habló en voz baja. El que llamaba Matorral dejó la hoja de madera y alcanzó la hierba de la orilla. Cabeza de Castaña recogió el palo curvo y la ramita y se deslizó a través de los troncos hasta que quedó agazapado en la tierra. Lok y Fa estaban casi directamente sobre él. Podían sentir el olor del hombre, un olor a mar y a carne, espantoso y excitante. Estaba tan cerca que en cualquier momento podía olerlos a ellos, y con un temor súbito Lok retuvo su propio olor, aunque no sabía lo que hacía. Trató de contener el aliento y hasta las hojas de hiedra parecieron más animadas.
Cabeza de Castaña se levantó allá abajo a la luz del sol. Colocó la ramita en cruz sobre el palo curvo. Miró a un lado y a otro alrededor del árbol muerto, examinó el terreno, y volvió a mirar el bosque. Habló de lado a los otros que estaban en el tronco a través de la ranura que tenía sobre la boca, y las palabras salieron como gorjeos y la blancura tembló.
Lok sintió el sobresalto de un hombre que confía en una rama y no la encuentra. Comprendió con una especie de sensación al revés que no había allí una cara como de Mal, o de Fa, o de Lok, escondidas bajo el hueso. El hueso era piel.
Matorral y Pino habían hecho algo con las tiras de cuero que unían los troncos a los matorrales. Se apresuraron a salir del tronco y corrieron hasta perderse de vista. Poco después se oyó el ruido de unos golpes: una piedra contra una madera. Cabeza de Castaña avanzó también y se ocultó.
Ya no se veía nada interesante además de los troncos. Eran muy lisos y brillantes por dentro, y por fuera tenían largas manchas viscosas como las partes blancas de una roca cuando el mar se retira y el sol la seca. Los bordes estaban redondeados y rebajados en los lugares en que los cara de hueso habían apoyado las manos. Las cosas que había dentro de los troncos eran demasiado variadas y numerosas para clasificarlas. Había piedras redondas, palos, cueros, bultos más grandes que Lok, dibujos de un color rojo brillante, huesos que tenían formas de cosas vivas; los extremos mismos de las hojas pardas, en la parte en que las tomaban los hombres, tenían forma de peces; y había también olores y preguntas sin respuesta. Lok miraba sin ver y las imágenes se iban y volvían. Al otro lado del agua, en la isla, no había movimiento alguno.
Fa le tocó la mano y se dio vuelta en el árbol. Lok la imitó cuidadosamente y apartaron las hojas para ver el espacio libre.
Lo conocido se había modificado ya. La maraña de matorrales y agua estancada a la izquierda del claro estaba como antes y lo mismo el pantano impenetrable de la derecha. Pero donde el sendero a través del bosque tocaba el claro los espinos crecían ahora densamente. Había una brecha en esos matorrales y vieron que Pino avanzaba por la brecha con otro espino sobre el hombro. El tallo era blanco y puntiagudo. Detrás de él seguían los golpes en la madera.
A Lok le llegaba el temor de Fa. No nacía de una imagen compartida, sino de una sensación general, un olor acre, un silencio absoluto, una atención angustiada, una vigilancia inmóvil y tensa. En aquel momento, más claramente que nunca hasta entonces, había dos Lok, uno fuera y otro dentro. El Lok interior podía esperar siempre. Pero el exterior, que oía y olía y estaba constantemente despierto, insistía y apretaba como otra piel. El Lok exterior comunicaba el miedo, la sensación de peligro mucho antes que el cerebro comprendiera la imagen. Estaba más asustado que nunca, más que cuando se agazapaba en una roca con Fa y un gato se paseaba de un lado a otro junto a un animal muerto mirando hacia arriba y preguntándose si los atacaría o no.
La boca de Fa le dijo al oído:
—Estamos cercados.
Los espinos se desparramaron. En el sitio del sendero que entraba en el claro eran muy espesos; pero ahora había otros, dos filas junto al agua estancada y el pantano. El claro formaba un semicírculo, abierto únicamente en la parte que daba al agua del río. Los tres cara de hueso venían por la última brecha, con más espinos. Con ellos cerraban el camino detrás de Lok y Fa.
Fa le murmuró al oído:
—Saben que estamos aquí. No quieren que nos vayamos.
Sin embargo los caras de hueso no los buscaban. Matorral y Pino volvieron y los troncos se entrechocaron. Cabeza de Castaña comenzó a pasearse lentamente alrededor de la fila de espinos, con la cara vuelta hacia el bosque. Mantenía siempre el palo encorvado con la ramita en cruz. Los espinos le llegaban hasta el pecho y cuando un toro bramó a lo lejos en la llanura se quedó quieto, con la cara levantada y el palo un poco desencorvado. Las palomas volvían a hablar y el sol daba en la copa del árbol muerto y respiraba calurosamente sobre Fa y Lok.
Alguien cavó ruidosamente en el agua y los troncos chocaron de nuevo. Luego hubo golpeteos de madera, ruido de cosas arrastradas y lenguaje de pájaros. Después otros dos hombres salieron de debajo del árbol al espacio abierto. El primer hombre era como los otros. El pelo se le alzaba como un copete sobre la cabeza y luego se le desparramaba oscilando con cada movimiento. El del copete se acercó directamente a los espinos y se quedó mirando el bosque. Tenía también un palo curvo y una ramita.
El segundo hombre era diferente de los otros, más ancho y bajo. Tenía mucho pelo en el cuerpo, y el de la cabeza parecía bruñido, como si lo hubieran frotado con grasa. No tenía pelo alguno en la parte delantera de la cabeza, de modo tal que la piel de hueso, de una fungosa y terrible palidez, le caía directamente sobre las orejas. Lok vio por primera vez las orejas de los hombres nuevos. Eran pequeñas y muy pegadas a los lados de la cabeza.
Copete y Cabeza de Castaña se agazaparon y se pusieron a retirar hojas y brizna de hierba de las huellas que Fa y Lok habían dejado en el suelo. Copete miró hacia arriba y dijo:
—¡Tuami!
Cabeza de Castaña siguió las huellas con la mano extendida. Copete le habló al hombre ancho:
—¡Tuami!
El hombre ancho se volvió hacia ellos desde el montón de piedras y palos que lo había tenido ocupado. Lanzó un rápido ruido de ave, inapropiadamente delicado, y los otros respondieron. Fa dijo al oído de Lok:
—Es su nombre...
Tuami y los otros se inclinaban y movían la cabeza sobre las huellas. Donde la tierra se endurecía cerca del árbol las huellas eran invisibles, y cuando Lok esperaba que los nuevos aplicaran las narices a la tierra, todos se irguieron y levantaron. Tuami se echó a reír. Señalaba la cascada, riendo y gorjeando. Luego dejó de reír, golpeó fuertemente las palmas de las manos una contra otra, dijo una palabra y volvió al montón.
Como si esa palabra única hubiera cambiado el claro los hombres nuevos abandonaron aquella actitud de vigilancia. Aunque Cabeza de Castaña y Copete seguían observando el bosque, se quedaron, uno a cada lado del espacio abierto, contemplando los espinos y los palos desencorvados. Pino no movió ninguno de los bultos durante un rato; se llevó una mano al hombro, tiró de un pedazo de cuero y lo separó de la piel. Eso le dolió a Lok como si fuese una espina bajo la uña de un hombre, pero descubrió que a Pino no le importaba y que en realidad se mostraba alegre, tranquilo y cómodo con su propia piel blanca. Ahora estaba desnudo como
Lok, sólo que una piel de venado le cubría la delgada cintura y los lomos.
Lok podía ver ahora otras dos cosas. La gente nueva no se movía como todos los que había conocido. Se balanceaban sobre las piernas, y las cinturas eran tan delgadas que los cuerpos oscilaban hacia atrás y hacia adelante. No miraban a la tierra, sino directamente en frente. Y no sólo estaban hambrientos. Lok conocía el hambre. Los nuevos se morían. La carne se les hundía en los huesos como se había hundido la carne de Mal. Aunque los cuerpos tenían la gracia flexible de una rama joven, se movían lentamente como las figuras de un sueño. Caminaban erguidos y debían estar muertos. Era como si algo que Lok no podía ver los sostuviese, manteniéndoles erguidas las cabezas y empujándolos lenta e irresistiblemente hacia adelante. Lok sabía que si hubiese sido tan delgado como ellos habría muerto ya.
Copete había arrojado la piel al suelo, bajo el árbol muerto, y trataba de levantar un gran fardo. Cabeza de Castaña corrió a ayudarlo, y lo alzaron juntos. Lok vio que se les arrugaban las caras y se reían, y durante un instante sintió más afecto que angustia. Vio cómo compartían el peso y sintió en sus propios miembros el esfuerzo desesperado. Tuami volvió, se quitó la piel, se estiró y se arrodilló en el suelo. Apartó unas hojas, dejando al descubierto la tierra parda. Tenía un palito en la mano derecha y hablaba con los otros hombres. Todos movían mucho la cabeza. Los troncos golpearon y se oyó un ruido de voces en la orilla del agua. Los hombres del claro dejaron de conversar. Copete y Cabeza de Castaña volvieron a moverse alrededor de los espinos.
Luego apareció un nuevo hombre. Era alto y no tan delgado como los otros. El pelo bajo la boca y sobre la cabeza era gris y blanco como el de Mal. Se le rizaba en una melena, y de cada oreja le colgaba un diente de gato. Lok y Fa no podían verle la cara porque les daba la espalda. Mentalmente lo llamaron el anciano. El anciano se quedó mirando a Tuami y hablando con una voz ronca que se zambullía y forcejeaba.
Tuami hizo más marcas. Las marcas se unieron y de pronto Lok y Fa compartieron una imagen de la anciana trazando una línea alrededor del cuerpo de Mal. Fa miró de soslayo a Lok y señaló hacia abajo con un dedo. Los hombres que no vigilaban se reunieron alrededor de Tuami y hablaron entre ellos y con el anciano. No gesticulaban mucho ni bailaban para expresar lo que querían decir cómo podían haber hecho Lok y Fa, pero los labios delgados se movían constantemente. El anciano alzó un brazo, se inclinó hacia Tuami y le dijo algo.
Tuami sacudió la cabeza. Los hombres se apartaron un poco y se sentaron en fila; solamente Copete quedó de guardia. Fa y Lok observaron lo que hacía Tuami sobre la fila de cabezas peludas. Tuami pasó al otro lado del terreno y pudieron verle la cara. Tenía líneas verticales entre las cejas y movía la punta de la lengua mientras dibujaba líneas en el suelo. La fila de cabezas comenzó a gorjear otra vez. Un hombre recogió unos palitos y los rompió. Los encerró en la mano y cada uno de los otros tomó un palito.
Tuami se levantó, fue a un fardo y sacó de él una bolsa de cuero. En ella había piedras, madera y figuras y las colocó junto a la marca dibujada en el suelo. Luego se sentó en cuclillas frente a los otros hombres, entre ellos y el terreno marcado. Inmediatamente los hombres comenzaron a hacer un ruido con las bocas. Al mismo tiempo batían palmas y el golpeteo de las manos acompañaba el ruido de las bocas. El ruido crecía y disminuía y se retorcía, pero tenía siempre la misma forma, como los mogotes al pie de la cascada, sobre los que corría el agua constantemente, que eran siempre los mismos y estaban en el mismo lugar. La cascada empezó a ocupar la cabeza de Lok. Como si la hubiese mirado durante demasiado rato, hasta sentir sueño. La tensión de la piel se le había aflojado un poco pues había visto que la gente nueva se quería mutuamente. La pelusilla volvía a metérsele en la cabeza mientras las voces y los golpeteos seguían.
El bramido de un ciervo en celo resonó debajo del árbol.
La pelusilla salió de la cabeza de Lok. Los hombres se inclinaron de modo que el pelo de las cabezas barrió el suelo. El ciervo de todos los ciervos bailaba en el claro. Llegó rodeando la línea de cabezas, fue bailando al otro lado de las marcas, volvió y se quedó inmóvil. Bramó otra vez. Hubo un silencio en el claro mientras las palomas conversaban entre ellas.
Tuami comenzó a trabajar activamente. Se puso a arrojar cosas a las marcas. Se inclinaba hacia adelante y hacía movimientos solemnes. Pronto hubo color en el terreno descubierto: color de hojas otoñales, bayas rojas, el blanco de la escarcha y el negro mate que deja el fuego en las rocas. El cabello de los hombres todavía estaba en el suelo y nadie decía nada.
Tuami volvió a sentarse.
Lok sintió en la piel tensa un frío invernal. Había otro ciervo en el claro, donde habían estado las marcas, tendido en tierra; corría y no obstante no cambiaba de lugar. Tenía los colores de la época de cría, pero estaba muy gordo y los ojitos negros espiaban a Lok a través de la hiedra. Lok se sentía atrapado y acobardado en la madera blanda, por donde la comida corría haciéndole cosquillas. No quería mirar.
Fa le tocó la muñeca y lo sacudió otra vez. Lok acercó temerosamente la cara a las hojas y miró de nuevo el ciervo tendido, pero los hombres que estaban delante se lo ocultaban. Pino tenía en la mano izquierda un trozo de madera pulida, y una rama, o el pedazo de una rama, sobresalía en el otro extremo. Uno de los dedos de Pino se estiraba a lo largo de esa rama. Tuami estaba frente a él. Sostenía el otro extremo de la madera. Pino hablaba al ciervo en pie y al ciervo tendido. Lok y Fa oían que suplicaba. Tuami levantó la mano derecha y el ciervo bramó. Tuami golpeó fuertemente y una piedra brillante mordió la madera. Pino se quedó inmóvil unos instantes y luego separó cuidadosamente la mano de la madera pulida apoyando un dedo en la rama. Se volvió y fue a sentarse con los otros. El color de la cara era más de hueso que antes y se movía con mucha lentitud y se tambaleaba. Los otros hombres levantaron las manos y lo ayudaron a sentarse entre ellos. Pino callaba. Cabeza de Castaña tomó un trozo de cuero y le vendó la mano, y los dos ciervos esperaron.
Tuami dio vuelta la madera y el dedo no se despegó en seguida, pero luego cayó haciendo un ruido sordo y fue a parar al hocico rojizo del ciervo. Tuami volvió a sentarse. Dos de los hombres rodeaban con sus brazos a Pino, que se inclinaba de lado. Luego hubo un largo silencio y parecía que la cascada sonaba más cerca.
Cabeza de Castaña y Matorral se levantaron y se acercaron al ciervo tendido. Tenían los palos curvos en una mano y las ramitas con plumas rojas en la otra. El ciervo de pie movió la mano de hombre como si los rociara con algo y luego la tendió y tocó a todos en la mejilla con una hoja de helecho. Los otros se inclinaron sobre el ciervo tendido en el suelo estirando los brazos hacia abajo y con los codos derechos levantados. Se oyeron unos golpecitos y dos ramitas fueron a clavarse en el ciervo junto al corazón. Los dos hombres se agacharon y arrancaron las ramitas al ciervo sin que éste se moviera. Luego los hombres sentados batieron palmas y emitieron los sonidos extraños una y otra vez hasta que Lok bostezó y se lamió los labios. Cabeza de Castaña y Matorral seguían en pie con los palos curvos. El ciervo bramó y los hombres se inclinaron hasta que los cabellos tocaron el suelo. El ciervo volvió a bailar. La danza prolongaba el sonido de las voces. Se acercó, pasó bajo el árbol, se perdió de vista y las voces cesaron. Detrás de ellos, entre el árbol muerto y el río, el ciervo bramó una vez más.
Tuami y Copete corrieron a donde estaban los espinos a través del sendero y apartaron uno. Se pusieron a ambos lados de la abertura empujando hacia atrás los espinos y Lok vio que tenían los ojos cerrados. Cabeza de Castaña y Matorral avanzaron a hurtadillas alzando los palos curvos. Pasaron por la abertura, desaparecieron silenciosamente en el bosque, y Tuami y Copete dejaron que los espinos volvieran a su lugar.
El sol se había movido, y el ciervo que Tuami había dibujado en el suelo husmeaba a la sombra del árbol. Pino estaba sentado en el suelo bajo el árbol y temblaba un poco. Los hombres comenzaron a moverse lentamente con la pereza soñolienta del hambre. El anciano salió de debajo del árbol muerto y se puso a hablar con Tuami. El cabello que llevaba pegado a la cabeza reflejaba la luz del sol. Avanzó y se quedó mirando al ciervo. Luego tendió un pie y lo frotó alrededor del cuerpo del animal. El ciervo dejó que lo ocultaran. Unos instantes después no quedaban en la tierra más que manchas de color y una cabeza con un ojito. Tuami se apartó, hablando consigo mismo, fue a un fardo y lo revolvió. Sacó de él un hueso largo, grueso y arrugado en la base como la superficie de un diente y que terminaba en una punta embotada. Se arrodilló y se puso a frotar esa punta con una piedrecita y Lok oía las raspadura. El anciano se acercó, señaló el hueso, rió con una voz rugiente y simuló que se clavaba algo en el pecho. Tuami inclinó la cabeza y siguió raspando. El anciano señaló el río y luego el suelo y habló largamente. Tuami metió el hueso y la piedra en el cuero que tenía en la cintura, se levantó, pasó bajo el árbol y se perdió de vista.
El anciano dejó de hablar y se sentó cuidadosamente en un fardo cerca del centro del claro. La cabeza del ciervo con el ojito estaba a sus pies.
Fa habló al oído de Lok:
—Él se fue antes. Teme al otro ciervo.
Lok tuvo una imagen inmediata y vivida del ciervo que había bailado y bramado. Movió la cabeza indicando que estaba de acuerdo.
Capítulo 8
Fa cambió lentamente de posición y se acomodó de nuevo. Lok, mirándola de reojo, vio que se pasaba la lengua roja por los labios. Una pausa los unió, y durante un momento Lok observó dos Fa que se separaban; para unirlas se necesitaba mucha firmeza. En la parte interior de la hiedra había criaturas que volaban y cantaban débilmente o se le posaban en el cuerpo estremeciéndole la piel.
Las sombras entre los rayos y los parches del sol se desprendían y disminuían hasta que la luz quedó en un nivel diferente. Unas frases raras de Mal y de la anciana asomaban junto con imágenes y se mezclaban con las voces de la gente nueva, de modo que Lok apenas distinguía unas de otras. Era difícil que aquel anciano que estaba debajo de ellos hablase con la voz de Mal de la región del verano, donde el sol calentaba como un fuego y los frutos maduraban continuamente. Tampoco la saliente podía fundirse, como ocurría en aquel momento, con los espinos y los bulbos del claro. Aquella sensación tan desagradable se había desparramado como un charco. Lok casi estaba acostumbrado ahora.
Sintió un dolor en la muñeca. Abrió los ojos y miró hacia abajo, irritado. Fa le apretaba la muñeca con los dedos. Entonces Lok oyó claramente el maullido del nuevo. La charla de pájaros y las risas agudas de la otra gente se elevaban ahora como si todos fuesen niños. Fa se volvió en el árbol hacia el agua. Lok tardó en desprenderse de las ensoñaciones y de las imágenes de la otra gente. Luego el nuevo volvió a maullar y Lok se dio vuelta como había hecho Fa y miró el río entre las ramas.
Uno de los dos troncos se movía en la orilla. Tuami iba sentado en la parte trasera, cavando, y en el resto del tronco había mucha gente. Eran mujeres, pues se les veían los pechos desnudos. Más pequeñas que los hombres, llevaban menos cantidad de aquella piel que podía quitarse. Los cabellos eran menos raros y distintos que los de los hombres. Tenían caras arrugadas y flacas. Entre Tuami y los bultos y las mujeres se sentaba una criatura. Llamó tanto la atención de Lok que apenas le quedó tiempo para observar a los demás. Era también una mujer, y llevaba alrededor de la cintura una piel brillante que subía y se le doblaba sobre los brazos, y se le cerraba en una bolsa detrás de la cabeza.
El cabello negro de la mujer brillaba y le rodeaba la blancura ósea de la cara como los pétalos de una flor. Los hombros y los pechos eran blancos, pasmosamente blancos comparados con la piel del nuevo, que forcejeaba sobre ellos. El nuevo trataba de alejarse del agua y de trepar a la bolsa que la mujer tenía en la espalda, y la mujer reía con la cara arrugada y la boca abierta, de modo que Lok podía verle los dientes raros y blancos. Había demasiadas cosas que ver y Lok se convirtió otra vez en ojos que registraban y acaso más tarde recordarían lo que no entendía en aquel momento. La mujer era más gorda que las otras, como el anciano, aunque no tan vieja, y tenía leche en las puntas de los pechos. El nuevo tironeaba del cabello brillante y se izaba mientras ella trataba de hacerlo bajar, con la cabeza inclinada hacia un lado y la cara levantada. La risa sonaba como el canto de los estorninos. El tronco se deslizó bajo el límite de la atalaya, y Lok oyó que los matorrales suspiraban en la orilla del río.
Se volvió hacia Fa. Había una risa silenciosa en la cara de Fa, y Lok vio también que ella tenía agua en los ojos, un agua que en cualquier momento se le derramaría. Fa dejó de reír y la cara se le arrugó como si sintiera el dolor de una espina en el costado. Unió los labios, los separó, y aunque no la dijo, Lok comprendió la palabra:
—Leche...
La risa de Fa desapareció y se oyó un balbuceo y luego los ruidos de las cosas que sacaban del tronco y echaban a la orilla. Lok abrió otro agujero en la hiedra y miró hacia abajo. Fa ya miraba también.
La mujer gorda había calmado al nuevo y le daba el pecho. Estaban junto al agua. Las demás mujeres se movían de un lado a otro tirando de los fardos y abriéndolos con hábiles sacudidas y revoloteos de las manos. Una de ellas, descubrió Lok, no era más que una niña, alta y delgada, con una piel de ciervo alrededor de la cintura. Miraba una bolsa que estaba en el suelo. Otra mujer la abría. Lok vio que la bolsa cambiaba de forma convulsivamente. La boca de la bolsa se abrió, y Liku salió, cayó a gatas y saltó. Lok vio que le colgaba del cuello un largo trozo de piel. La mujer se arrojó sobre Liku y la retuvo. Liku se dio vuelta en el aire y cayó de espaldas. Los estorninos volvieron a cantar. Liku tironeó de la piel dando vueltas y se agazapó bajo el árbol. Lok veía el vientre redondo de Liku y cómo apretaba allí a la pequeña Oa. La mujer que había abierto la bolsa rodeó el árbol con la piel y la ató. Luego se fue. La mujer gorda se acercó a Liku de modo que Lok alcanzaba a ver la coronilla brillante de la cabeza y la delgada línea blanca que dividía el cabello. Habló a Liku, se arrodilló, y volvió a hablarle riendo, llevando siempre al nuevo en el pecho. Liku no decía nada, pero movía a la pequeña Oa desde el vientre hasta el pecho. La mujer se levantó y se fue.
La muchacha se acercó a Liku, muy despacio, y se sentó a la distancia de un cuerpo. Las dos niñas se miraron un rato. Luego Liku se movió, arrancó algo del árbol y se lo llevó a la boca. La muchacha observaba y unas líneas rectas le aparecieron entre las cejas. Sacudió la cabeza. Lok y Fa se miraron y también sacudieron las cabezas ansiosamente. Liku arrancó otra seta del árbol y se la ofreció a la muchacha, que se echó hacia atrás. Luego se inclinó, tendió la mano cautelosamente y se apoderó de la comida. Vaciló, se llevó la seta a la boca y empezó a masticarla. Pasó rápidamente la mirada por los lugares en que las otras mujeres habían desaparecido y tragó. Liku le dio otro pedazo, tan pequeño que sólo podían comerlo los niños. La muchacha lo tragó también. Luego quedaron en silencio y mirándose.
La muchacha señaló a la pequeña Oa e hizo una pregunta, pero Liku no dijo nada y hubo otro silencio. Fa y Lok veían cómo la muchacha examinaba a Liku de la cabeza a los pies, y quizás, aunque no podían verle la cara, Liku hacía lo mismo. Liku separó a la pequeña Oa del pecho y se la puso en equilibrio sobre el hombro. De pronto la muchacha se echó a reír, mostrando los dientes, y luego rió Liku y las dos siguieron riendo al mismo tiempo.
Lok y Fa reían también. En Lok la sensación era ahora afectuosa y alegre. Habría bailado si no hubiese sido por el Lok exterior que insistía en señalarle el peligro.
Fa acercó la cabeza a la de Lok y dijo:
—Cuando oscurezca tomaremos a Liku y huiremos.
La mujer gorda bajó al agua. Desenvolvió las pieles y se sentó y vieron que el nuevo ya no estaba con ella. Las pieles se le deslizaron de los brazos y quedó desnuda hasta la cintura, y el cabello y la piel del cuerpo le brillaron a la luz del sol. Levantó los brazos hasta la parte de atrás de la cabeza, se inclinó y comenzó a trabajar en la forma del cabello. En seguida los pétalos cayeron como culebras negras y le colgaron sobre los hombros y los pechos. Sacudió la cabeza como un caballo y las culebras volaron hacia atrás y otra vez le pudieron ver los pechos. Se sacó de la cabeza unas espinas blancas y delgadas y las juntó en un montoncito a la orilla del agua. Luego buscó en el regazo y sacó un pedazo de hueso dividido como los dedos de una mano. Levantó la mano y se pasó los dedos de hueso por el cabello repetidas veces, hasta que el cabello no fue ya culebras, sino una cascada negra y brillante y la línea blanca pasaba claramente por la coronilla.
Dejó de jugar con el cabello y observó a las dos muchachas hablándoles de vez en cuando. La muchacha delgada ponía ramitas en el suelo y las unía por la parte de arriba. Liku estaba a gatas, mirándola sin decir nada. La mujer gorda volvió a trabajar en su cabello; lo retorció y estiró, lo alisó, pasó por él la mano de hueso, inclinándose y agachándose, y el cabello tomó otra forma: subía y luego se enroscaba.
Lok oyó hablar a Tuami. La mujer gorda se apresuró a recoger la piel y a envolverse en ella hasta los hombros, ocultando el ombligo y las nalgas anchas y blancas. Sólo los pechos le quedaban a la vista, en la cuna de piel. Miró de soslayo bajo el árbol y Lok se dio cuenta de que hablaba con Tuami. Hablaba riéndose mucho.
El anciano habló también en voz alta desde el claro y, como Lok, no sólo miraba a las niñas, sino que prestaba atención además a los sonidos nuevos. Rompían madera, crepitaba un fuego, y la gente golpeaba cosas. No sólo el anciano, sino también los otros daban órdenes con agudas voces de pájaro. Lok bostezó, satisfecho. Pronto habría oscuridad y él podría escapar con Liku a la espalda.
Tuami volvió a colocarse bajo el árbol y habló con el anciano. Pino apareció en la parte trasera de tronco. Había allí leña amontonada a gran altura, y detrás, en el agua, flotaban unos troncos gruesos sacados del claro en la isla. Delante de Pino iba una sombra, pues el sol que volaba en el cielo descendía ahora del punto más alto. La luz se reflejaba en el agua alrededor de los troncos y hacía parpadear a Lok. Pino y la mujer gorda se tocaron las cabezas de pelo y hablaron un rato. Luego el anciano apareció debajo de Lok y comenzó a gesticular y a hablar en voz alta. La mujer gorda rió, levantó el mentón, lo miró de soslayo y los reflejos del agua se esparcieron y temblaron sobre la piel blanquecina. El anciano desapareció otra vez.
Las niñas estaban juntas. La niña delgada se inclinaba sobre una cueva de ramitas y Liku se había sentado en cuclillas junto a ella, estirando la piel de cuero que la sujetaba al árbol muerto. La niña delgada tenía a la pequeña Oa en las manos, la daba vueltas y la examinaba con curiosidad. Le dijo algo a Liku y luego puso cuidadosamente a la pequeña Oa en la cueva, tendida de espaldas. Liku miraba a la niña delgada con ojos de adoración.
La mujer gorda se levantó y se alisó las pieles. Se había colgado alrededor del cuello una cosa brillante que le tocaba los pechos. Lok vio que era una de esas piedras amarillas hermosas y combadas que la gente recogía a veces para jugar un rato. La gorda echó a andar moviendo las caderas y se perdió de vista en el claro. Liku conversaba con la muchacha delgada. Se señalaban la una a la otra.
—¡Liku!
La delgada reía con toda la cara, aplaudía y repetía:
—¡Liku! ¡Liku!
Luego se señaló el pecho y dijo:
—Tanakil.
Liku la miró solemnemente.
—Liku.
La delgada sacudió la cabeza y Liku la imitó.
—Tanakil.
Liku repitió con mucho cuidado:
—Tanakil.
La muchacha delgada se levantó de un salto, gritó, aplaudió y rió. Una de las mujeres arrugadas se acercó a ellas y se quedó mirando a Liku. Tanakil le farfulló algo señalando a Liku y moviendo la cabeza y luego se interrumpió y le dijo a Liku:
—Tanakil.
Liku levantó la cara y repitió:
—Tanakil.
Las tres rieron. Tanakil se acercó al árbol muerto, lo examinó, dijo algo, arrancó un pedazo de la seta amarilla que Liku le había dado y se la puso en la boca. La mujer arrugada gritó tanto que Liku se asustó. Luego golpeó a Tanakil ferozmente en el hombro, mientras gritaba. Tanakil se apresuró a llevarse la mano a la boca y se sacó la seta. La mujer se lo arrancó de la mano con tanta fuerza que la seta cayó en el río. Le gritó a Liku, quien se arrimó otra vez al árbol. La mujer se inclinó hacia Liku, pero manteniéndose algo alejada, y siguió gritándole.
—¡Ah! —decía—. ¡Ah!
Se volvió hacia Tanakil, hablando sin cesar, y la empujó con una mano mientras mantenía la otra en la cadera. Empujaba y charlaba, obligando a Tanakil a avanzar hacia el claro. Tanakil se movía de mala gana, mirando hacia atrás. Liku se arrastró hasta la cueva de ramitas, sacó a la pequeña Oa, se la puso en el pecho, y volvió al árbol. La mujer arrugada regresó y la miró. Algunas de las arrugas se le suavizaron en la cara. Durante un tiempo no dijo nada y luego se inclinó, manteniéndose lejos de Liku.
—Tanakil.
Liku no se movió. La mujer tomó una ramita y se la ofreció con cautela. Liku la tomó, dudando, la olió y la dejó caer al suelo. La mujer preguntó:
—¿Tanakil?
Las palomas torcazas respondieron en lugar de Liku y la luz del agua tembló en la cara de la mujer.
—¡Tanakil!
Liku callaba y poco después la mujer se fue.
Fa apartó la mano de la boca de Lok y le dijo:
—No le hables.
Y lo miró con cara ceñuda. A Lok se le aflojó la piel al ver que la mujer ya no estaba cerca de Liku. El Lok exterior le recordó que debía tener cuidado.
Oyeron voces en el espacio abierto. Lok y Fa cambiaron de posición otra vez. Había cosas nuevas. Un fuego brillante ardía en el centro y el humo denso subía directamente al cielo. A cada lado del claro habían construido cuevas y salientes con las ramas que la gente nueva había llevado en los troncos. La mayoría de los fardos había desaparecido, y ahora había mucho espacio libre en los alrededores del fuego. La gente estaba reunida allí y conversaba. Hacían frente al anciano, quien hablaba otra vez. Todos le tendían los brazos, menos Tuami, que estaba de pie en un lado como si perteneciera a una gente distinta. El anciano sacudía la cabeza y gritaba. Los otros se volvieron hacia adentro dándole la espalda y se pusieron a cuchichear entre ellos. Luego se volvieron otra vez hacia el anciano, gritando. El anciano sacudió la cabeza, les dio la espalda y se metió en la cueva de la izquierda. Los otros se reunieron alrededor de Tuami, todavía gritando. Tuami levantó una mano y los otros callaron. Señaló la cabeza de ciervo que seguía en el suelo, más allá de los troncos del fuego y luego el bosque, mientras los otros volvían a gritar. El anciano salió de la cueva y levantó una mano como había hecho Tuami. La gente guardó silencio un momento.
El anciano dijo una palabra, con voz muy alta. Inmediatamente hubo un gran griterío entre la gente, y hasta se movieron con más rapidez. La mujer gorda sacó de la cueva un bulto extraño. Era la piel entera de un animal, pero se bamboleaba como si el animal fuera de agua. Los otros llevaron piezas de madera huecas y las pusieron debajo del animal, que inmediatamente vertió agua en las maderas. Las llenó todas, pues Lok veía los destellos del agua. La mujer gorda parecía feliz con el animal como había sido feliz con el nuevo; todos eran felices, hasta el mismo anciano, que sonreía y reía. La gente llevó las piezas de madera a donde estaba el fuego, sosteniéndolas con cuidado para que el agua no se derramase, aunque había mucha agua en el río. Se arrodillaron o se sentaron lentamente y se llevaron las maderas a las bocas y bebieron. Tuami se arrodilló sonriendo junto a la mujer gorda y el animal le echó agua en la boca. Fa y Lok seguían agachados en el árbol con las caras torcidas. Un bulto subía y bajaba por la garganta de Lok. La comida del árbol le corría por la piel y Lok hacía muecas mientras se la metía distraídamente en la boca. Se lamía los labios, hacía una mueca y volvía a bostezar. Luego miró a Liku.
La muchacha delgada había vuelto. Tenía un olor diferente, acre, pero estaba contenta. Comenzó a hablar con Liku en su agudo lenguaje de pájaro y poco después Liku se apartó un poco del árbol. Tanakil miró de soslayo a la gente reunida alrededor del fuego y luego se acercó lentamente a Liku. Puso una mano en la tira de piel sujeta al tronco y comenzó a desatarla. La tira se soltó y Tanakil se la enrolló en la muñeca, haciendo movimientos de zambullida y rotación como la golondrina en su vuelo estival. Dio la vuelta al árbol y la tira de piel la siguió. Habló a Liku, tiró suavemente de ella y las dos niñas se alejaron juntas.
Tanakil hablaba constantemente. Liku se mantenía junto a ella y escuchaba con las dos orejas; Lok y Fa veían las orejas crispadas. Lok tuvo que abrir otro agujero para ver adónde iban. Tanakil llevó a Liku a que mirara un fardo.
Soñoliento, Lok cambió su punto de mira para ver el claro. El anciano caminaba de un lado a otro impaciente y tironeaba con una mano del pelo gris que tenía debajo de la boca. Los otros que no estaban de guardia o se ocupaban del fuego se habían tendido en tierra como si estuvieran muertos. La mujer gorda había entrado otra vez en la cueva.
El anciano decidió algo. Lok vio que apartaba la mano de la cara. Dio unas fuertes palmadas y comenzó a hablar. Los hombres tendidos junto al fuego se levantaron de mala gana. El anciano señaló el río, instándolos a algo. Hubo un silencio de los hombres, y luego una gran sacudida de cabezas y una perorata súbita. El anciano habló otra vez enojado. Fue hacia el agua, se detuvo, habló sobre el hombro y señaló los troncos huecos. Los hombres soñolientos avanzaron lentamente por las matas espesas y la tierra frondosa. Hablaban en voz baja entre dientes y con los otros. El anciano les gritó como la mujer había gritado a Tanakil. Los hombres llegaron a la orilla del río y se quedaron mirando los troncos sin moverse ni hablar. El olor acre de la bebida vertida por el animal bamboleante le llegaba a Lok y era como el olor de la putrefacción otoñal. Tuami cruzó el claro y se puso detrás de ellos.
El anciano pronunció un discurso. Tuami se alejó moviendo la cabeza y unos instantes después Lok oyó un ruido de tajaduras. Los otros dos hombres desprendieron las tiras de cuero de los matorrales, saltaron al agua, empujaron el extremo trasero del primer tronco hasta introducirlo en el río y llevaron el otro a la orilla. Se colocaron a cada lado del extremo y lo levantaron. Luego los dos se inclinaron sobre el tronco, jadeando. El anciano volvió a gritar alzando las manos al aire. Luego señaló y los hombres volvieron a trabajar. Tuami llegó con un trozo de rama bien desbastada. Los hombres se pusieron a arrancar la tierra blanda de la orilla. Lok se dio vuelta en su nido para mirar a Liku. Vio que Tanakil le mostraba cosas maravillosas de todas clases, entre ellas una sarta de conchas marinas que colgaba de un hilo y una Oa tan natural que al principio Lok creyó que dormía o que quizás estaba muerta. Llevaba la tira de piel en la mano pero estaba floja, pues Liku se mantenía junto a la niña mayor y la miraba como miraba a Lok cuando la columpiaba o le hacía payasadas. Las líneas rectas de la luz del sol caían oblicuamente al claro desde lo alto del barranco. El anciano gritó y las mujeres salieron de las cuevas arrastrándose y bostezando. Gritó otra vez y ellas pasaron bamboleándose bajo el árbol hablando unas con otras como habían hecho los hombres. Pronto no quedaron a la vista más que el centinela y las dos niñas. Una nueva clase de griterío comenzó entre el árbol y el río. Lok se volvió para ver qué sucedía.
—¡A-ho! ¡A-ho! ¡A-ho!
La gente nueva, hombres y mujeres, se inclinaba hacia atrás. El tronco los miraba, con el hocico apoyado en el palo que había llevado Tuami. Lok sabía que aquel extremo era un hocico porque el tronco tenía ojos a cada lado. No los había visto antes porque estaban debajo de la materia blanca, ahora ennegrecida. La gente estaba unida al tronco por tiras de piel. El anciano ordenaba y ellos se inclinaban hacia atrás, jadeando, y con los pies arrancaban terrones del suelo blando. Se movían a sacudidas y el tronco los miraba todo el tiempo. Lok les veía las arrugas de las caras y el sudor cuando pasaban bajo el árbol. El anciano los siguió y el griterío continuó.
Tanakil y Liku volvieron al árbol. Liku llevaba la muñeca de Tanakil en una mano y a la pequeña Oa en la otra. Los gritos cesaron y toda la gente reapareció caminando con dificultad y lúgubremente, y se alineó a la orilla del río. Tuami y Pino se metieron en el agua junto al segundo tronco. Tanakil avanzó para ver, pero Liku tiró de ella para retenerla. Tanakil le explicó, pero Liku no quería acercarse al agua. Tanakil comenzó a tirar de la piel y Liku se prendía a la tierra con manos y pies. De pronto Tanakil se puso a gritarle como la mujer de cara arrugada. Tomó un palo, le habló con una voz penetrante y aguda y volvió a tirar de Liku. Liku siguió resistiéndose y Tanakil le golpeó la espalda con el palo. Liku gritó y Tanakil siguió tironeando y pegando.
—¡A-ho! ¡A-ho! ¡A-ho!
El segundo tronco tenía el hocico en la orilla, pero esta vez no trepó a la tierra. Se deslizó hacia atrás y la gente se apartó. El anciano señaló curiosamente el río, y luego la cascada, y luego el bosque, bramando todo el tiempo. La gente le contestaba gritando también. Tanakil dejó de golpear a Liku y se quedó mirando a los grandes. El anciano iba de un lado a otro empujando a los otros con el pie. Tuami estaba a un lado, observándolo como un poste y sin decir nada. Poco a poco la gente se fue levantando y tomó otra vez las tiras de piel. Tanakil se cansó de mirar, y se arrodilló junto a Liku. Recogía piedrecillas, las arrojaba al aire y trataba de atraparlas en la estrecha palma de la mano. Liku se volvió a mirarla. El tronco trepó a la orilla, se sacudió y quedó fríamente en tierra. La gente se retiró.
Lok miraba a Liku, y le alegró ver el vientre redondo y la tranquilidad de la niña ahora que Tanakil ya no utilizaba el palo. Recordó al nuevo en el pecho de la mujer gorda y sonrió de soslayo a Fa.
Fa le hizo una mueca torciendo la cara. No parecía estar tan contenta. La sensación que Lok tenía adentro había disminuido y desaparecido, como la escarcha cuando el sol la sorprende en una roca lisa. La gente que poseía cosas tan maravillosas ya no le parecía una amenaza inmediata como anteriormente. Hasta el Lok exterior estaba tranquilo y menos atento a los sonidos y los olores. Bostezó largamente y se apretó las cuencas de los ojos con las palmas de las manos. La pelusilla se le iba de la cabeza como cuando en pleno verano el viento la arranca de los arbustos de la llanura y el aire se llena de vilanos a la deriva. Oyó que Fa cuchicheaba fuera de él:
—Recuerda que los llevaremos cuando oscurezca.
A Lok le vino la imagen de la mujer gorda y dando leche.
—¿Cómo le daremos comida? —preguntó.
—Yo comeré a medias para él y quizá venga la leche.
Lok pensó en eso y Fa habló una vez más:
—Dentro de poco la gente nueva dormirá.
La gente nueva no dormía todavía. Hacía más ruido que nunca. Los dos troncos estaban en el claro, atravesados sobre ramas gruesas y redondas. La gente se agrupaba alrededor del segundo tronco y le gritaba al anciano. El anciano señalaba enérgicamente el sendero que llevaba al bosque y hacía ruidos de pájaro. Los otros sacudían la cabeza, se libraban de las tiras de piel y se metían en las cuevas. El anciano levantaba los puños al cielo, donde el aire era de un azul más oscuro, y se golpeaba la cabeza, pero la gente se acercaba como en sueños al fuego y las cuevas. Cuando se quedó completamente solo junto a los troncos de madera, el anciano guardó silencio. Comenzaba a oscurecer bajo los árboles y la luz del sol se retiraba de la tierra.
El anciano fue muy lentamente al río. Luego se detuvo y Lok y Fa no le vieron ningún gesto, pero se apresuró a volver a su cueva y desapareció. Lok oyó hablar a la mujer gorda y el anciano salió. Otra vez caminó hacia el río lentamente, pisando las mismas huellas, y en esta ocasión no se detuvo junto a los troncos y siguió adelante. Pasó debajo del árbol y se quedó entre el árbol y el río mirando a las niñas Tanakil enseñaba a Liku a atrapar las piedras, olvidada del palo. Cuando vio al anciano se levantó, se puso las manos a la espalda y frotó un pie sobre el otro. Liku hizo también eso lo mejor que pudo. El anciano guardó silencio un rato y luego movió la cabeza hacia el claro y habló severamente. Tanakil tomó el extremo de la tira de piel y pasó bajo el árbol seguida por Liku. Volviéndose cuidadosamente en el árbol, Lok vio que entraban en una cueva. Cuando miró otra vez hacia el río el anciano orinaba en la orilla. La luz del sol había abandonado el río y estaba presa en las copas de los árboles del otro lado. Había un gran resplandor rojo sobre la cascada y la barranca, y el agua resonaba fuertemente. El anciano volvió al árbol, se detuvo debajo, y miró atentamente los espinos donde estaba la guardia. Luego fue al otro lado del árbol y volvió a mirar alrededor. Después se recostó en el árbol de frente al agua. Metió la mano dentro de la piel que le cubría el pecho y sacó un trozo de carne. Lok lo olió, lo vio y lo reconoció. El anciano comía la carne destinada a Liku. Recostado en el árbol, con la cabeza baja y los codos salientes, oían cómo desgarraba, tiraba y masticaba. Parecía ocupado en la carne como un escarabajo en una madera seca.
Alguien se acercaba. Lok lo oyó, pero no el anciano, preso en el ruido de sus propias mandíbulas. El hombre dio la vuelta al árbol, vio al anciano, se detuvo y gritó furioso. Era Pino. Corrió de vuelta al claro, se paró junto al fuego y se puso a gritar. Los hombres y las mujeres salieron de las cuevas oscuras. La oscuridad se extendía sobre la tierra y Pino pateó el fuego para que se elevaran las chispas y las llamas. Hubo una inundación de luz de fuego que luchó con la oscuridad bajo el cielo sereno y brillante. El anciano gritaba junto a los troncos; Pino gritaba también y lo señalaba y la mujer gorda salió de una cueva con el nuevo en el hombro. De pronto la gente echó a correr. El anciano se metió de un salto en uno de los troncos, recogió una hoja de madera y la blandió. La mujer gorda se puso a gritar a la gente y el ruido era tan grande que las aves sacudían las alas en los árboles. La voz del anciano se oscureció también. La gente se tranquilizó un poco. Tuami, que no había hablado y estaba junto a la mujer gorda, dijo algo ahora y los otros repitieron lo que él decía. Las voces volvían a ser más fuertes. El anciano señalaba la cabeza de ciervo que estaba junto al fuego, pero el ruido que hacía la gente repitiendo una palabra sonaba como si se acercasen. La mujer gorda se metió en su cueva y Lok vio que todos fijaban los ojos en la entrada. La mujer salió, no con el nuevo, sino con el animal bamboleante. La gente gritó y aplaudió. Corrieron en busca de las maderas huecas y el animal que tenía la mujer gorda en el hombro vertió agua otra vez. La gente bebió y Lok vio cómo se les movían los huesos de las gargantas a la luz del fuego. El anciano les hacía señas para que volvieran a las cuevas, pero nadie iba. Volvían a donde estaba la mujer gorda y ella les daba más agua para beber. Ahora no reía, sino que paseaba la mirada del anciano a la gente y de la gente a Tuami. Tuami estaba junto a ella, sonriendo. La mujer gorda trataba de meter otra vez al animal en la cueva, pero Pino y una mujer no la dejaban. El anciano corrió entonces hacia adelante y el grupo que formaban los otros forcejeó al mismo tiempo. Tuami contemplaba el forcejeo como si la gente fuese algo que él hubiese dibujado en el aire con un palo. La gente daba vueltas y vueltas y la mujer gorda gritaba. El animal bamboleante se le deslizó del hombro y desapareció. Algunos de los hombres se le echaron encima. Lok oyó un sonido acuoso y luego el montón de gente disminuyó un poco. Se diseminaron y el animal apareció tendido en el suelo, chato como el ciervo que había hecho Tuami, pero con mucho más aspecto de muerto.
El anciano se hizo muy alto.
Lok bostezó. No lograba unir aquellas visiones. Los ojos se le cerraban y abrían de pronto. El anciano tenía los dos brazos en alto. Hacía frente a la gente y gritaba asustándolos. Habían retrocedido un poco. La mujer gorda entró a hurtadillas en una cueva. Tuami había desaparecido. La voz del anciano se elevó, y murió. El anciano bajó los brazos. Había en el claro silencio y temor y un olor acre de animal muerto.
Durante un rato la gente no dijo nada y permaneció un poco agazapada, inclinada como para huir. De pronto una de las mujeres avanzó, le gritó al anciano, se frotó el vientre, le mostró los pechos, y lo escupió. La gente comenzó a moverse otra vez. Hubo un movimiento de cabezas y un griterío. El anciano gritaba también y señalaba la cabeza de ciervo. Siguió un silencio. Los ojos de la gente se volvieron hacia el ciervo, y el ojito del ciervo aún vigilaba a Lok.
Se oyó un ruido en el bosque fuera del claro. La gente lo oyó poco a poco. Alguien gritaba. Los espinos se movieron y abrieron. Cabeza de Castaña apareció renqueando y sostenido por Matorral. La sangre le brillaba en toda la pierna izquierda. Cuando vio el fuego se dejó caer en tierra y una mujer corrió hacia él. Matorral avanzó hacia la gente.
A Lok se le cerraban los párpados, pero volvió a abrirlos de pronto. Durante un momento como de sueño se vio a sí mismo en una imagen contándole todo aquello a Liku. Liku tampoco entendía.
La mujer gorda salió de la cueva llevando al nuevo en el pecho. Matorral hizo una pregunta y la respuesta fue un griterío. La mujer que había mostrado los pechos vacíos señaló al anciano, el árbol muerto y a la gente. Cabeza de Castaña escupió a la cabeza del ciervo y la gente volvió a gritar y avanzó. El anciano levantó los brazos y comenzó a decir las mismas palabras amenazadoras, pero la gente se burlaba y reía. Cabeza de Castaña estaba junto a la cabeza del ciervo. Los ojos le brillaban a la luz del fuego como dos piedras. Sacó una ramita de la cintura sosteniendo el palo curvo en la otra mano, y mirando al viejo.
El anciano dio un paso de costado y habló rápidamente. Se acercó a la mujer gorda, tendió las manos y trató de quitarle el nuevo. Ella se apresuró a inclinarse y le mordió la mano como habría hecho cualquier mujer, y el anciano comenzó a bailar y a gritar. Cabeza de Castaña puso la ramita a través del palo curvo y tiró hacia atrás las plumas rojas. El anciano dejó de bailar y se acercó con las manos tendidas y las palmas haciendo frente a la ramita. Se detuvo casi al alcance de Cabeza de Castaña y enroscó todos los dedos de la mano derecha menos el largo. Éste se movió de lado hasta que quedó señalando una cueva. Toda la gente guardaba silencio. La mujer gorda reía con una voz aguda y estaba otra vez inmóvil.
Tuami observaba la espalda del anciano. El anciano miró alrededor del claro, atisbo hacia donde se amontonaba la oscuridad bajo los árboles y volvió a mirar a la gente. Nadie decía nada.
Lok bostezó y se reclinó en el hueco de la copa del árbol, donde estaba a cubierto de las miradas de la gente. El campamento no era más que una fluctuación de la luz reflejada en los árboles. Miró a Fa, invitándola a dormir a su lado. Lok le veía la cara y los ojos que espiaban a través de la hiedra y no parpadeaban. Tan absorta estaba Fa en su vigilancia que cuando Lok le tocó la pierna con la mano no dejó de mirar. Lok vio entonces que Fa abría la boca y que la respiración se le aceleraba. Fa apretó la madera podrida del árbol muerto. La madera se cascó y desmenuzó convirtiéndose en una pulpa húmeda. A pesar de sentirse tan cansando eso interesó a Lok y lo asustó un poco. Tuvo la imagen de un nuevo que subía al árbol, y echándose hacia atrás comenzó a apartar las hojas. Fa lo miró de soslayo y la cara de ella era como la de una mujer dormida que lucha con un sueño terrible. Tiró de la muñeca de Lok y lo obligó a echarse. Luego lo tomó por los hombros y ocultó la cara en el pecho de él. Lok la abrazó, y el Lok exterior sintió un placer cálido. Pero Fa no quería jugar. Se arrodilló otra vez y puso la cabeza contra el pecho de Lok mientras Lok sentía en la mejilla los latidos apresurados del corazón de ella. Trató de ver qué la asustaba tanto, pero Fa lo sujetó y Lok sólo pudo ver el ángulo del mentón de Fa y los ojos abiertos, abiertos constantemente, y vigilantes.
La pelusilla volvió a la cabeza de Lok y el cuerpo de Fa estaba caliente. Lok cedió, pues sabía que Fa lo despertaría cuando la gente durmiera y pudieran huir con las niñas. Se acurrucó en los brazos de Fa, y dejó que la pelusilla que flotaba ahora en la oscuridad se transformase en todo un mundo de sueño agotado.
Capítulo 9
Se despertó para luchar con brazos que lo empujaban hacia abajo, brazos que le sujetaban la espalda y una mano que le tapaba la cara. Hablaba y farfullaba casi dispuesto a morder los dedos, impulsado por aquellos nuevos temores que conocía ahora. Fa lo miraba de cerca, sujetándolo. Lok se agitaba contra las hojas y la blanda madera pulverizada.
—¡Quieto!
Fa había hablado más alto que nunca en el árbol, y más alto aun que de costumbre, como si la gente no estuviese ya alrededor. Lok dejó de forcejear y se despertó del todo. Vio que la luz saltaba sobre las hojas negras moteándolas aquí y allá al mismo tiempo. Había muchas estrellas sobre el árbol, y a la luz del fuego parecían pequeñas y mortecinas. El sudor le corría por la cara a Fa y tenía el cuerpo húmedo. Mientras observaba a Fa, Lok oía también a la gente nueva, que alborotaba como una manada de lobos. Gritaban, reían, cantaban y charlaban con aquel lenguaje de pájaros, y las llamas del fuego saltaban locamente junto con ellos. Lok se dio vuelta y miró metiendo los dedos en las hojas.
La luz del fuego llenaba el claro. Habían llevado a tierra los troncos que flotaban en el río detrás de Pino, poniéndolos de pie sobre el fuego, apoyados unos en otros. No había nada caliente o confortable en aquel fuego; era como la cascada, como un gato. Lok veía parte del tronco que había matado a Mal apoyado en el montón, y las setas duras y parecidas a orejas eran rojas ahora. Las llamas salían a chorros de lo alto de la hoguera como si las exprimieran desde abajo, y eran rojizas, amarillas y blancas, y lanzaban unas chispas que subían perdiéndose de vista. Las puntas de las llamas estaban al nivel de Lok y el humo azul de alrededor era casi invisible. La luz se extendía desde la fuente de llamas de la pira por todo el claro, y no era una luz caliente sino violenta, de color rojo blanco y enceguecedora. Esa luz palpitaba como un corazón, de modo que hasta los árboles de hojas ensortijadas que rodeaban el claro parecían saltar hacia los lados como los agujeros entre las hojas de la hiedra.
La gente era como el fuego, amarilla y blanca, pues se habían quitado las pieles y no tenían más que una faja alrededor de la cintura y las nalgas. Saltaban de lado al mismo tiempo que los árboles y tenían el cabello caído o revuelto, de modo que Lok no podía distinguir fácilmente las diferencias entre los hombres. La mujer gorda se recostaba en uno de los troncos huecos, con las manos apoyadas a los lados, y estaba desnuda hasta la cintura, y su cuerpo era también amarillo y blanco. Tenía la cabeza baja, el cuello curvado y la boca abierta y reía, y el cabello suelto le colgaba en el hueco del tronco. Tuami estaba en cuclillas, con la cara junto a la muñeca izquierda de la mujer, y se movía, no sólo a saltos hacia atrás y hacia adelante con la luz del fuego, sino también hacia arriba, y deslizaba la boca por el cuerpo de ella, y los dedos subían jugando como si estuviese comiendo aquella carne y trepando hacia el hombro desnudo. El anciano estaba tendido en el otro tronco hueco, y los pies le asomaban a cada lado. Tenía en la mano una piedra redonda que se llevaba de vez en cuando a la boca, y en los intermedios cantaba. Los otros hombres y mujeres estaban diseminados en el claro. Tenían más piedras redondas y Lok vio que bebían también. El olor era más dulce y fuerte que el de la otra agua, y se parecía a la cascada y el fuego. Era agua de abejas, olía a miel y a cera y a putrefacción, atraía y repelía, asustaba y excitaba como la gente misma. Había cerca del fuego otras piedras con agujeros en la parte superior y el olor parecía venir de ellas principalmente. Lok vio que cuando la gente acababa de beber acudía a esas piedras, las levantaba y tomaba más bebida. Tanakil estaba acostada delante de una de las cuevas, de espaldas e inmóvil como si estuviera muerta. Un hombre y una mujer luchaban, se besaban y gritaban, y otro hombre se arrastraba alrededor del fuego como una mariposa con un ala quemada. Daba vueltas y más vueltas arrastrándose y los otros no le prestaban atención y seguían haciendo ruido.
Tuami había llegado al cuello de la mujer gorda. La empujaba y ella reía, sacudía la cabeza y le apretaba el hombro con la mano. El anciano cantaba, la gente luchaba y el hombre se arrastraba alrededor del fuego. Tuami abrazaba a la mujer gorda y entretanto el claro saltaba hacia atrás y hacia adelante y de lado.
Había abundante luz para que Lok viese a Fa. El sacudimiento le cansaba los ojos, por lo que volvió la cabeza y miró a Fa en cambio. Fa también brincaba, pero sólo con la luz. Parecía como si no hubiese pestañeado ni hubiera desviado los ojos desde que Lok se había dormido. En la cabeza de Lok las imágenes venían y se iban como la luz del fuego. No significaban nada y comenzaron a girar de tal modo que le parecía que se le iba a romper la cabeza. Encontraba palabras para la lengua, pero la lengua apenas sabía cómo utilizarlas.
—¿Qué pasa?
Fa no se movió. Una especie de semiconocimiento terrible por lo mismo que carecía de forma, se filtró en Lok como si compartiera una imagen con ella, pero no tenía ojos dentro de la cabeza y no podía verlo. El conocimiento era algo parecido a la sensación de peligro extremo que el Lok exterior había compartido con Fa anteriormente, pero esto de ahora pertenecía al Lok interior y no le encontraba cabida. Se introducía en él desalojando la sensación agradable de después del sueño, las imágenes y su rotación; destruyendo las pequeñas ideas y opiniones, la sensación de hambre y la urgencia de la sed. Lok se sentía poseído por ese conocimiento y no sabía qué era.
Fa movió la cabeza de lado lentamente. Los ojos, con sus fuegos gemelos, lo miraron como los ojos de la anciana que ascendían a través del agua. Hubo un movimiento alrededor de la boca de Fa —no una mueca o una preparación para hablar— y los labios se le agitaron como los de la gente nueva, y luego se quedaron otra vez abiertos e inmóviles.
—Oa no los sacó de su vientre.
Al principio ninguna imagen acompañó a estas palabras, pero penetraron en la sensación de Lok y la reforzaron. Luego Lok volvió a atisbar entre las hojas buscando el significado de las palabras y se encontró mirando directamente a la boca de la mujer gorda. La mujer iba hacia el árbol, apoyada en Tuami, y se tambaleaba y chillaba de risa de modo que Lok podía verle los dientes. No eran anchos y útiles para comer y masticar, sino muy pequeños, y había dos más largos que los otros. Eran dientes que recordaban los del lobo.
El fuego se apagó con un rugido y un torrente de chispas. El anciano ya no bebía, sino que yacía inmóvil en el tronco hueco, y los otros estaban sentados o acostados y el ruido de los cantos moría como el fuego. Tuami y la mujer gorda pasaron bajo el árbol y desaparecieron. Lok se dio vuelta para observarlos. La mujer gorda quiso ir al agua, pero Tuami la tomó por el brazo y la hizo girar. Se quedaron así mirándose, la mujer gorda pálida en un lado a causa de la luna y rojiza en el otro a causa del fuego. Se reía de Tuami y le sacaba la lengua mientras él hablaba rápidamente. De pronto Tuami la tomó con las dos manos y la apretó contra el pecho, y ambos lucharon, jadeando y sin hablar. Tuami le alcanzó luego un mechón del cabello y tiró hacia abajo, obligándola a levantar la cara, contraída por el dolor. Ella clavó las uñas de la mano derecha en la espalda de Tuami y tiró hacia abajo al mismo tiempo que Tuami le tiraba del pelo. Tuami pegó su cara contra la de ella y giró de modo que una de sus rodillas quedó detrás de la mujer. Luego levantó la mano hasta apoyarla en la parte de atrás de la cabeza de ella. La mano clavada en la espalda de Tuami se aflojó, buscó a tientas, se tendió alrededor de él y de pronto los dos se encontraron unidos, forcejeando al mismo tiempo, flanco contra flanco y boca contra boca. La mujer gorda comenzó a deslizarse y Tuami a inclinarse sobre ella. Hincó torpemente una rodilla en tierra y los brazos de la mujer le rodearon el cuello. La mujer quedó tendida de espaldas a la luz de la luna, con los ojos cerrados, el cuerpo flojo y el pecho jadeante. Tuami se arrodilló, le soltó a tientas la piel que tenía alrededor de la cintura, gruñó y se arrojó sobre ella. Lok pudo ver otra vez los dientes de lobo. La mujer gorda movía la cara de un lado a otro y la tenía contraída como cuando luchaba con Tuami.
Lok se volvió hacia Fa. Estaba todavía arrodillada, mirando en el claro el montón de madera rojiza, y la piel sudorosa le brillaba débilmente. Lok tuvo una imagen súbita y brillante y vio como él y Fa se apoderaban de las niñas y huían a través del claro. Acercó la cabeza a la boca de Fa y le preguntó en voz baja:
—¿Nos apoderamos de las niñas ahora?
Fa se apartó de Lok para poder verlo claramente a la luz empañada de aquel momento. Se estremeció de pronto como si la claridad de la luna que caía sobre el árbol fuese una luz invernal.
—¡Espera!
Las dos personas que estaban bajo el árbol hacían ruidos furiosos como si se pelearan. En particular la mujer gorda gritaba ahora como una lechuza y Lok oía que Tuami jadeaba como un hombre que lucha con un animal y no cree que vencerá. Los miró y vio que Tuami no sólo estaba acostado con la mujer gorda, sino que además la comía, pues del lóbulo de la oreja de ella manaba una sangre negra.
Lok se sintió excitado. Tendió una mano y la puso sobre Fa, pero ella sólo tuvo que volver hacia él unos ojos de piedra para que inmediatamente quedase envuelta en aquella misma sensación incomprensible, aquella sensación peor que la de Oa y que Lok reconocía pero no podía entender. Se apresuró a retirar la mano del cuerpo de Fa y abrió de nuevo las hojas para mirar el fuego y el claro. La mayoría de la gente había entrado en las cuevas. Del anciano sólo se veían los pies, apoyados en los lados del tronco hueco. El hombre que se había arrastrado alrededor del fuego estaba tendido de bruces entre las piedras redondas que contenían el agua de abejas, y el cazador que hacía la guardia seguía en pie junto a la cerca de espinos apoyado en un palo. Mientras Lok lo observaba ese hombre comenzó a dejarse caer hasta que quedó tendido e inmóvil cerca de los espinos, y la luz de la luna se le reflejó débilmente en la piel desnuda. Tanakil había desaparecido y las mujeres arrugadas también; el claro era poco más que un espacio alrededor de un montón de madera rojiza.
Lok se volvió y miró a Tuami y la mujer gorda, quienes habían llegado a la culminación de la lucha y en aquel momento estaban inmóviles, y los cuerpos brillantes de sudor olían a carne y a miel de las piedras. Lok miró a Fa, que seguía silenciosa y terrible y contemplaba una imagen que no estaba en la oscuridad de la hiedra. Lok bajó la vista y automáticamente se puso a palpar la madera podrida en busca de comida. Pero de pronto descubrió su sed, y una vez descubierta ya no podía ignorarla. Impaciente, volvió a mirar a Tuami y la mujer gorda, pues de todos los acontecimientos pasmosos e inexplicables que se habían producido en el claro ellos eran el más comprensible y al mismo tiempo el más interesante.
La batalla feroz y como de lobos había terminado. Al parecer no sólo se habían acostado juntos; habían luchado entre ellos y se habían devorado mutuamente, pues había sangre en la cara de la mujer y en la espalda del hombre. Ahora, terminada la pelea y restablecida entre ellos la paz, o lo que fuera, jugaban juntos. El juego era complicado y absorbente. No había animal en la montaña o la llanura, ni criatura en los matorrales y el bosque bastante flexible y hábil y con la sutileza y la imaginación necesarias para inventar juegos como aquéllos, ni con el ocio y la vigilia imprescindibles para jugarlos. Perseguían el placer como los lobos persiguen a los caballos; parecían seguir las huellas de la presa invisible, escuchar con la cabeza inclinada y el rostro concentrado y retirarse a la luz pálida de los primeros pasos de un acercamiento secreto. Jugaban con el placer cuando lo alcanzaban como juega una zorra con un pájaro gordo, aplazando la muerte de la presa para gozar doblemente del placer de comérsela. Guardaban silencio aparte de los gruñidos y jadeos y un gorgoteo ocasional de risa oculta de la mujer gorda.
Una lechuza blanca pasó sobre el árbol y un momento después Lok oyó la nota del ave, que siempre sonaba más allá de donde estaba. El espectáculo de Tuami y la mujer gorda no era tan excitante como había sido cuando luchaban, y Lok no podía ahora olvidar su sed. No se atrevía a hablarle a Fa, no sólo a causa del extraño alejamiento de ella, sino también porque Tuami y la mujer gorda hacían tan poco ruido en aquel momento que hablar volvía a ser peligroso. Lok se sentía cada vez más impaciente por apoderarse de las niñas y huir.
El fuego tenía un color rojo muy débil y la luz apenas llegaba a los ramajes de alrededor del claro, de modo que esa pared se oscurecía cada vez más contra el cielo brillante. El terreno del claro estaba tan sumido en las tinieblas que Lok tenía que emplear su vista nocturna. El fuego, aislado, parecía flotar. Tuami y la mujer gorda salieron de debajo del árbol tambaleándose y no se alejaron juntos, sino que fueron cada uno por su lado a través de las sombras, hacia cuevas separadas. La cascada retumbaba, y ahora se oían las voces del bosque con sus crepitaciones y pasos invisibles. Otra lechuza blanca voló a través del claro y se alejó por el otro lado del río.
Lok se volvió hacia Fa y le dijo en voz baja:
—¿Ahora?
Fa se le acercó. Había en su voz el mismo tono apremiante e imperioso que cuando lo había obligado a obedecerla en la terraza:
—Yo tomaré al nuevo y saltaré sobre los espinos. Cuando me haya ido, sígueme.
Lok pensó, pero no le vino imagen alguna.
—Liku...
Las manos de Fa se apretaron contra el cuerpo de Lok.
—¡Fa ordena!
Lok se movió rápidamente, de modo que las hojas ásperas de la hiedra rozaron unas con otras.
—Pero Liku...
—Yo tengo muchas imágenes en la cabeza.
Las manos de Fa soltaron a Lok. Lok estaba acostado en la copa del árbol y todas las imágenes del día comenzaron a girar una vez más. Oyó que el aliento de Fa pasaba junto a él y se hundía en la hiedra, que susurró de nuevo. Miró de prisa el claro, pero nadie se movía allí. Sólo veía los pies del anciano que sobresalían del tronco hueco y los agujeros muy negros de las cuevas de ramas. El fuego flotaba con un débil color rojo y un corazón más brillante donde las llamas azules recorrían la madera. Tuami asomó en la cueva, se acercó al fuego y lo miró. Fa había salido ya a medias de la hiedra y se apoyaba en las ramas gruesas del árbol, en la parte del río. Tuami tomó una rama y atizó las cenizas calientes hasta que echaron chispas y lanzaron al aire una columna de humo y de puntos parpadeantes. La mujer arrugada salió también de su cueva, le quitó la rama y durante unos instantes los dos se quedaron balanceándose y conversando. Luego Tuami se fue, y un momento después Lok oyó el ruido que hacía al acostarse entre hojas secas. Esperó, y la mujer se puso a excavar la tierra alrededor del fuego hasta convertirlo en un montecillo negro con una boca resplandeciente en lo alto. La mujer llevó césped al fuego y lo arrojó en esa boca, y la hierba se encendió y crepitó mientras una ola de luz se extendía por el claro. La mujer arrugada temblaba en el extremo de una larga sombra y la luz vaciló y se apagó. Lok oyó y sintió a la vez que ella iba a tientas hacia la cueva, se agachaba y entraba.
Recuperó su vista nocturna. El claro volvía a estar muy tranquilo y oyó que la piel de Fa raspaba la vieja corteza del árbol al deslizarse hacia el suelo. Se dio cuenta de lo inmediato del peligro. El conocimiento de que estaban a punto de engañar a aquella gente extraña, y todas sus obras inescrutables y la terrible imagen de Fa que se arrastraba hacia ellos le apretaban la garganta de tal modo que no podía respirar y el corazón le sacudía el cuerpo. Buscaba apoyo en la madera podrida y se ocultaba detrás de la hiedra con los ojos cerrados, buscando sin darse cuenta las horas en que el árbol muerto era relativamente seguro. El olor de Fa se elevó hasta él desde el lado del árbol que daba al fuego y compartió con ella la imagen de una cueva con un oso apostado a la entrada. El olor dejó de elevarse, la imagen desapareció y comprendió que Fa se había convertido en ojos, oídos y nariz que se arrastraban silenciosamente hacia la cueva.
El corazón y la respiración se le calmaron un poco y pudo mirar otra vez al claro. La luna asomó por el borde de una nube espesa y arrojó una luz gris azulada sobre el bosque. Pudo ver a Fa, tendida junto a la luz, agarrada a la tierra y a no más del doble de su longitud del montón negro del fuego. A la nube sucedió otra y el claro se llenó de oscuridad. Por encima de los espinos que cerraban la entrada al sendero oyó que el centinela se ahogaba y trataba de levantarse. Luego oyó que vomitaba y a continuación un largo gemido. Las sensaciones se mezclaban en Lok. Pensaba a medias que la gente nueva podía decidir de pronto estar como estaban ellos, levantarse, hablar y mostrarse cautos o infinitamente hábiles y confiados. A esto se unía una imagen de Fa, que no se atrevía a correr a lo largo del tronco junto a la terraza; y el deseo ardiente y apremiante de estar con ella era también parte de esa imagen. Se movió en la copa de hiedra, separó las hojas que daban al río y buscó a tientas las ramas del tronco. Descendió en seguida del árbol, antes que las sensaciones tuvieran tiempo de cambiar y lo transformaran en un Lok obediente, y se quedó entre la larga hierba al pie del árbol muerto. Pero recordó de pronto a Liku, se arrastró más allá del árbol y trató de ver en qué cueva estaba la niña. Fa avanzaba hacia la derecha del fuego. Lok se movió a la izquierda, se puso a gatas y fue hacia la cueva de más allá de los troncos y del montón de bultos desordenados. Los troncos huecos seguían donde la gente los había dejado, como si también ellos hubiesen bebido la bebida melosa, y los pies del anciano todavía sobresalían del más próximo. Lok se agachó junto a ese tronco y olió cautelosamente el pie del anciano. No tenía dedos, o más bien —pues ahora lo veía de tan cerca— estaba cubierto con cuero como la cintura de toda aquella gente y olía fuertemente a vaca y a sudor. Lok alzó la vista y miró sobre el borde del tronco. El anciano estaba completamente tendido, con la boca abierta, y lanzaba ronquidos por la nariz delgada y puntiaguda. A Lok se le erizó el pelo en el cuerpo y se agachó como si el anciano hubiese abierto los ojos. Se ocultó en la tierra revuelta y la hierba junto al tronco, y ahora que la nariz se le había ajustado al anciano se desentendió de él, pues le llegaban otros muchos fragmentos de información. Los troncos por ejemplo, se relacionaban con el mar. El blanco de los costados era blanco de mar, áspero y evocador de playas y de la incesante progresión de las olas. Había el olor de la resina del pino, de una clase de limo peculiarmente espeso y fuerte que la nariz de Lok podía identificar como distinto, pero que no tenía nombre. Había los olores de muchos hombres, mujeres y niños y, al fin, de una manera más vaga pero no menos poderosa, un olor compuesto de muchos, el olor único de la vejez extrema.
Lok sentía una picazón en el pelo; le temblaba la carne. Se serenó y se arrastró a lo largo del tronco hasta llegar a donde estaban las piedras redondas, a poca distancia del fuego caliente pero sin luz. Las piedras conservaban aún aquel olor, y era tan fuerte que podía vérselo como un resplandor o una nube alrededor de los agujeros en la parte alta. El olor era como la gente nueva, repelía y atraía, acobardaba y tentaba; era como la mujer gorda y al mismo tiempo como el terror del ciervo y del anciano. Lok recordaba tanto al ciervo que se agachó otra vez, pero no sabía adonde había ido el ciervo, ni de dónde venía, excepto que se acercaba al claro desde detrás del árbol. Se dio vuelta, miró hacia arriba y vio la hiedra y el árbol muerto, grande, desgreñado, y que colgaba de las nubes como un oso de las cavernas. Se arrastró rápidamente a la choza de la izquierda. El centinela apostado junto a los espinos volvió a gemir.
Lok olió el camino a lo largo de las ramas inclinadas en la parte trasera de la cueva y encontró un hombre y otro hombre y otro hombre. No había olor de Liku, excepto una especie de olor generalizado, tan débil que era apenas la vaga conciencia de algo que podía relacionarse con la niña. Siempre que se tendía en tierra tenía esa sensación, pero no alcanzaba a seguirle el rastro. Se sintió audaz. Abandonó aquella búsqueda azarosa y fue al lado abierto de la cueva. En primer lugar la gente había puesto dos palos, verticalmente, tendiendo otro entre ellos. Luego habían apoyado innumerables ramas contra el palo largo y habían formado así una saliente frondosa. Había tres de esas construcciones: una a la izquierda, otra a la derecha y la tercera entre el fuego y los espinos donde estaba el centinela. Los extremos cortados de las ramas habían sido introducidos por la fuerza en la tierra y formaban una línea curva. Lok se arrastró hasta el final de la línea y asomó la cabeza cautelosamente. El ruido de la respiración y los ronquidos que llegaban de adentro era irregular y fuerte. Alguien dormía a menos de la distancia de un brazo. Ese alguien gruñó, eructó, se dio vuelta y una mano cayó de modo que la palma abierta rozó la cara de Lok. Lok se echó hacia atrás, temblando, y luego se inclinó hacia adelante y olió la mano. Era una mano pálida, ligeramente brillante, impotente e inocente como la mano de Mal. Pero era más estrecha y larga y de una blancura fungosa.
Había un espacio estrecho entre el brazo y el lugar donde los extremos de las ramas se introducían oblicuamente en la tierra. La imagen de Liku, tan enloquecedoramente presente y tan oculta, lo impulsó hacia adelante. No entendía el mensaje de aquella sensación, pero sabía que debía hacer algo. Comenzó a arrastrar el cuerpo hacia adelante, lentamente, por el espacio estrecho, como una culebra que se desliza en un agujero. Sintió un aliento en la cara y se detuvo. Había una cara a menos de una mano de distancia. Sentía el cosquilleo del pelo fantástico y veía el casco de hueso, largo e inútil, que prolongaba la cabeza sobre las cejas. Podía ver el brillo mate de un ojo en una ranura que no estaba bien cerrada y los dientes de lobo irregulares, y sentía el aliento agridulce en la mejilla. El Lok interior compartía una imagen de terror con Fa, pero el Lok exterior era valiente y tranquilo como el cielo.
Lok pasó el brazo sobre el hombre dormido y palpó un espacio y luego hojas y tierra en el otro lado. Apoyó firmemente la palma de la mano en el espacio y se preparó para pasar sobre el dormido describiendo un arco. Mientras, el hombre habló. Las palabras le salían del fondo de la garganta como si no tuviera lengua y le estorbaran la respiración. El pecho le subió y le bajó rápidamente. Lok retiró el brazo apoyado en el otro lado y se agazapó de nuevo. El hombre se puso a golpear las hojas a su alrededor; el puño apretado arrancó una lluvia de luces de los ojos de Lok. Lok retrocedió y el hombre se arqueó de modo que el vientre le quedó más alto que la cabeza. Durante todo el tiempo las palabras sin lengua pugnaban por salir y los brazos golpeaban alrededor las ramas inclinadas. La cabeza del hombre se volvió de pronto y Lok vio que tenía los ojos completamente abiertos pero no miraban a nada; giraban con la cabeza lo mismo que los ojos de la anciana en el agua. Miraban de través, y el temor le contrajo la piel a Lok. El hombre levantaba cada vez más el cuerpo, y las palabras se habían convertido en una serie de graznidos más y más fuertes. En una de las otras chozas se oyó un ruido, la charla aguda de las mujeres y luego un grito de terror. El hombre que estaba junto a Lok cayó de lado, se levantó tambaleando y se abrió paso golpeando las ramas, que rodaron formando un montón. El hombre avanzó trastabillando y sus graznidos se convirtieron en un grito al que alguien respondió. Otros hombres forcejeaban en la cueva, derribando las ramas y gritando. Junto a los espinos el centinela daba vueltas tropezando y luchando con las sombras. Una figura se alzó de entre los destrozos junto a Lok, vio vagamente al primer hombre y lo golpeó con un palo. Inmediatamente la oscuridad del espacio libre se llenó de gente que luchaba y gritaba. Alguien retiró del fuego los terrones de césped y primeramente un débil resplandor y luego un estallido de llamas iluminaron el claro y el círculo de árboles. El anciano estaba allí, blandiendo el palo gris alrededor de la cabeza y la cara. También estaba allí Fa, corriendo y con las manos vacías. Vio al anciano y se desvió. La figura que estaba junto a Lok alzó un palo y Lok se detuvo en el aire. Se encontró rodando entre una maraña de miembros, dientes y garras. Consiguió desprenderse y la maraña siguió luchando y gruñendo. Vio que Fa pasaba por encima de los espinos y desaparecía detrás, y que el anciano, una imagen demente de pelo y ojos brillantes, descargaba un palo con un bulto en la punta sobre el montón de hombres. En el momento en que Lok saltaba también sobre los espinos observó que el centinela se esforzaba por pasar entre ellos. Cayó al otro lado sobre las manos y corrió hasta que los matorrales lo detuvieron. Vio que el centinela pasaba rápidamente con el palo curvo y la ramita preparados, se agazapó bajo la rama doblada de una haya y desapareció en el bosque.
El fuego ardía brillantemente en el claro. El anciano se hallaba junto al fuego, y los otros hombres se levantaban. El anciano gritó y señaló y uno de los hombres se acercó tambaleando a los espinos y corrió detrás del centinela. Las mujeres se habían reunido alrededor del anciano y la niña Tanakil estaba entre ellas con las manos en los ojos. El centinela y el otro hombre volvieron corriendo, le gritaron al anciano y entraron en el claro a través de los espinos. Lok alcanzó a ver que las mujeres arrojaban ramas en el fuego; eran las ramas de una cueva. La mujer gorda se retorcía las manos y gemía y tenía al nuevo en el hombro. Tuami hablaba animadamente con el anciano y señalaba el bosque y luego el lugar en que estaba la cabeza del ciervo. El fuego crecía; montones de hojas se incendiaban con un chasquido explosivo y los árboles del claro se veían tan nítidamente como de día. La gente se amontonó alrededor del fuego, dándole la espalda y haciendo frente a la oscuridad del bosque.
Iban rápidamente a las cuevas y volvían corriendo con ramas que arrojaban al fuego, y la luz aumentaba. Luego trajeron pieles enteras de animales y se envolvieron los cuerpos. La mujer gorda había dejado de gemir y alimentaba al nuevo. Lok veía que las mujeres lo acariciaban temerosas, le hablaban, le ofrecían las conchas que llevaban al cuello y miraban constantemente el cerco oscuro de los árboles. Tuami y el anciano seguían hablando con animación y con muchos movimientos de cabeza. Lok se sentía seguro en la oscuridad, pero comprendía que aquella gente sacaba de la luz una fuerza impenetrable.
—¿Dónde está Liku?
Vio que la gente se inmovilizaba y encogía. Sólo Tanakil comenzó a gritar hasta que la mujer arrugada la tomó por el brazo y la sacudió.
—¡Denme a Liku!
Cabeza de Castaña escuchaba de soslayo a la luz del fuego, buscando la voz con el oído, y tenía levantado el palo curvo.
—¿Dónde está Fa?
El palo se encogió y enderezó de pronto. Un momento después algo cruzó por el aire como el ala de un pájaro; luego se oyó un golpe seco, un rebote de madera y un chasquido. Una mujer corrió a la cueva por la que se había arrastrado Lok, sacó todo un haz de ramas y las arrojó al fuego. Las oscuras siluetas de la gente miraban al bosque inescrutable.
Lok se alejó confiando en su nariz. Se tendió en el sendero y encontró el olor de Fa y de los dos hombres que la habían seguido. Avanzó, con la nariz aplicada a la tierra, siguiendo el olor que lo llevaría de nuevo a Fa. Tenía muchas ganas de oírla hablar otra vez y de tocarla con el cuerpo. Se movía más rápidamente a través de la oscuridad que precedía a la aurora, y la nariz le decía, paso a paso, todo lo sucedido. Allí estaban las huellas de la huida de Fa, muy separadas, y los dedos de los pies habían desplazado una media luna de tierra en el camino. Descubrió que podía ver más claramente ahora, ya lejos del fuego, pues la aurora asomaba detrás de los árboles. Una vez más se acordó de Liku. Volvió, trepó al tronco hendido de una haya y miró el claro a través de las ramas. El centinela que había corrido detrás de Fa bailaba delante de la gente. Se arrastraba como una culebra, iba a lo que quedaba de las cuevas, se levantaba y volvía al fuego echando la zarpa como un lobo, y la gente se apartaba. El hombre señalaba, imitaba una cosa que corría y se agazapaba y movía los brazos como las alas de un pájaro. Se detuvo junto a los espinos, trazó una línea en el aire sobre ellos, una línea que subía y subía hacia los árboles y terminaba en un gesto de ignorancia. Tuami habló rápidamente con el anciano. Lok vio que se arrodillaba junto al fuego, despejaba un espacio y se ponía a dibujar con un palo. No había señales de Liku, y la mujer gorda estaba sentada en un tronco hueco con el nuevo en el hombro.
Lok se dejó caer en tierra, encontró otra vez las huellas de Fa y las siguió corriendo. En los pasos de Fa había terror y a Lok se le erizó el pelo. Llegó a un lugar donde los perseguidores se habían detenido y vio que uno de ellos se había puesto de lado y que los pies sin dedos habían dejado marcas profundas en la tierra. Vio también la distancia entre los pasos donde Fa había saltado al aire y luego la sangre, derramada espesamente y que describía una curva irregular, desde el bosque al pantano. La siguió entre una maraña de zarzas por donde habían pasado los perseguidores. Fue más allá sin tener en cuenta las espinas que le desgarraban la piel. Vio los lugares en que los pies de Fa, como los suyos, se habían hundido terriblemente en el lodo dejando un agujero abierto, lleno ahora de agua estancada. La superficie del pantano se extendía bruñida y aterradora. Las burbujas habían dejado de elevarse desde el fondo, y el lodo pardo, que había formado espirales en la superficie del agua, se había hundido otra vez. Hasta la espuma y la maleza y los racimos de huevas de rana estaban ahora inmóviles en el agua muerta, bajo las ramas sucias. Los pasos y la sangre llegaban hasta allí; allí estaban el olor y el terror de Fa, y después nada.
Capítulo 10
La luz pardusca crecía y se plateaba y el agua negra brillaba en el pantano. Un ave graznó entre las islas de juncos y zarzas. A lo lejos el ciervo de todos los ciervos bramaba y bramaba de nuevo. El lodo apretaba los tobillos de Lok, y Lok mantenía el equilibrio extendiendo los brazos. Tenía un asombro en la cabeza y debajo del asombro un hambre pesada y molesta que incluía extrañamente el corazón. Automáticamente husmeaba el aire buscando la comida y volvía los ojos entre el lodo y las marañas de zarzas. Se sacudió, sacó los pies del barro y volvió tambaleando a la tierra firme. El aire estaba caliente, y unas minúsculas cosas voladoras cantaban débilmente como la nota que se siente en los oídos después de un golpe en la cabeza. Lok se sacudió otra vez, pero la nota aguda y débil continuaba y un sentimiento de tristeza le pesaba en el corazón.
Donde comenzaban los árboles había bulbos con puntas verdes que apenas brotaban de la tierra. Los recogió con los pies, los alzó hasta la mano y se los metió en la boca. El Lok exterior no parecía quererlos, pero el Lok interior se obligaba a masticar, y la garganta se le elevaba y hundía. Recordó que tenía sed y corrió al pantano, pero el lodo había cambiado; ahora le atemorizaba más que antes cuando seguía el olor de Fa. Los pies no querían entrar en el pantano.
Lok se inclinó lentamente. Las rodillas tocaron al fin el suelo, las manos se tendieron hacia abajo y se apoyó en ellas adhiriéndose a la tierra. Se retorció contra las hojas y las ramas muertas, levantó la cabeza, la volvió y miró alrededor: unos ojos asombrados sobre una boca abierta y tensa. El sonido de la aflicción le salió de la boca; era un sonido prolongado, desagradable, doloroso, un sonido de hombre. La nota aguda de las cosas voladoras continuaba y la cascada zumbaba al pie de la montaña. A lo lejos el ciervo bramaba otra vez.
El cielo estaba rosado y había un verde nuevo en las copas de los árboles. Los pimpollos que no habían sido más que puntos de vida se habían abierto como dedos impidiendo el paso de la luz, y sólo eran visibles las ramas mayores. La tierra misma parecía vibrar como si trabajase obligando a la savia a subir por los troncos. A medida que los sonidos de la aflicción desaparecían poco a poco, Lok iba fijando la atención en aquellas vibraciones y eso lo consolaba. Se agachó y fue recogiendo bulbos con los dedos, masticándolos, y la garganta le subió y le bajó de nuevo.
Recordó otra vez su sed y buscó un terreno firme junto al agua. Se colgó cabeza abajo de una rama que se inclinaba sobre el agua y mientras se sostenía con una mano succionaba en la oscura superficie de ónice.
Oyó pasos en el bosque. Volvió a la tierra firme y vio que dos hombres de la gente nueva se deslizaban más allá de los troncos con los palos curvos en las manos. Llegaban ruidos del resto de la gente, ruidos de troncos que pasaban unos sobre otros y de árboles cortados. Recordó a Liku y corrió hacia el claro hasta que pudo atisbar sobre los matorrales y ver lo que hacía la gente.
—¡A-ho! ¡A-ho! ¡A-ho!
De pronto tuvo una imagen de los troncos huecos: subían a la orilla y descansaban al fin en el claro. Avanzó a gatas y se agazapó. Ya no había más troncos en el río, y ya no saldrían más de allí. Tuvo otra imagen de los troncos volviendo al río y esta imagen se relacionaba claramente, de algún modo, con la primera y los ruidos que venían del claro. Comprendió entonces que una imagen salía de la otra. Eso era todo un acontecimiento en el cerebro de Lok y se sintió orgulloso y triste y parecido a Mal. Les dijo en voz baja a los zarzales dónde había cadenas de pimpollos nuevos:
—Ahora soy Mal.
Inmediatamente le pareció que tenía una cabeza nueva, como si hubiera en ella un haz de imágenes que podía elegir a voluntad. Esas imágenes eran claras como la luz del día. Mostraban el único hilo de vida que lo unía a Liku y al nuevo; mostraba a la gente nueva —por la que tanto el Lok exterior como el interior suspiraban con un afecto aterrado— como seres que lo matarían si pudieran.
Tuvo una imagen de Liku que miraba tiernamente a Tanakil, y creyó ver a Ha, aterrorizado y ansioso, yendo al encuentro de una muerte súbita. Se tomó de los matorrales mientras las corrientes de sentimientos se arremolinaban en él y gritó:
—¡Liku! ¡Liku!
Los ruidos de corte de árboles cesaron y se convirtieron en un largo crujido. Delante, la cabeza y los hombros de Tuami se movieron rápidamente hacia un lado y luego todo un árbol se inclinó quebrándose en una masa de frondas. Cuando el árbol se derrumbó Lok pudo ver otra vez el claro, pues habían retirado los espinos y los troncos huecos pasaban por el sendero abierto. La gente tiraba de los troncos y los hacía avanzar poco a poco. Tuami gritaba y Matorral forcejeaba sacándose el palo curvo del hombro. Lok se alejó corriendo hasta que la gente se hizo pequeña al comienzo del sendero.
Los troncos no volvían al río, y marchaban hacia la montaña. Lok trató de ver otra imagen que saliera de aquélla, pero no pudo; y luego su cabeza volvió a ser la cabeza de Lok, vaciándose.
Tuami cortaba el árbol, pero no el tronco mismo, sino el extremo delgado del que salían las ramas; Lok podía oír la diferencia en la nota. También oía al anciano:
—¡A-ho! ¡A-ho! ¡A-ho!
El tronco avanzaba por el sendero. Rodaba sobre otros troncos que se hundían en la tierra blanda, de modo que la gente jadeaba y gritaba de cansancio y de miedo. El anciano, aunque no tocaba los troncos, trabajaba más duramente que todos. Corría de un lado a otro, ordenaba, exhortaba, imitaba los esfuerzos de los demás y jadeaba con ellos; y su aguda voz de pájaro revoloteaba constantemente. Las mujeres y Tanakil estaban alineadas a los lados del tronco hueco, y hasta la mujer gorda trabajaba en la parte de atrás. Sólo había una persona en el tronco: era el nuevo, acurrucado en el fondo, apoyado en un costado, y contemplando toda aquella conmoción ruidosa.
Tuami volvió del lado del sendero arrastrando una parte del tronco del árbol. Cuando llegó a la tierra blanda lo llevó rodando hacia el tronco hueco. Las mujeres reunidas alrededor de los ojos del tronco hueco tiraban hacia arriba y hacia adelante, haciéndolo rodar fácilmente por el terreno blando sobre el otro tronco. Los ojos se hundían y Matorral y Tuami se adelantaron con un rodillo más pequeño para que el tronco no tocase la tierra. Había un movimiento incesante, como un remolino de abejas alrededor de una grieta en la roca, y una desesperación ordenada. El tronco avanzaba por el sendero hacia Lok con el nuevo balanceándose, subiendo y bajando y maullando de vez en cuando, pero la mayor parte del tiempo con la mirada clavada en la persona más cercana o más enérgica. En cuanto a Liku, no se la veía en ninguna parte, pero Lok, con un destello del pensamiento de Mal, recordó que había otro tronco y muchos bultos.
Así como el nuevo no hacía más que mirar, así también Lok observaba a los otros como un hombre que ve llegar la marea y no piensa en moverse hasta que la espuma le toca los pies. Sólo cuando estuvieron tan cerca que pudo ver cómo la hierba se aplastaba delante del rodillo recordó que aquella gente era peligrosa y se alejó por el bosque. Se detuvo cuando los otros se perdieron de vista, pero todavía se los podía oír. Las mujeres gritaban empujando el tronco y el anciano enronquecía. Lok tenía tantas sensaciones en su cuerpo que estaba aturdido. Lo asustaba la gente nueva y al mismo tiempo la compadecía como se compadece a una mujer enferma. Comenzó a vagar bajo los árboles, recogiendo toda la comida que podía encontrar, pero sin preocuparse si no la encontraba. Las imágenes se le fueron de la cabeza nuevamente y se convirtió en nada más que un pozo de sensaciones que no podían ser examinadas ni negadas. Pensaba al principio que tenía hambre y se metía en la boca todo lo que podía encontrar. De pronto se encontró devorando ramas jóvenes, amargas e inútiles. Se llenaba la boca y tragaba y luego se ponía a gatas y vomitaba todas las ramas.
El ruido de la gente disminuyó un poco y sólo se oía la voz del anciano cuando daba una orden o expresaba su furia. Donde el bosque se convertía en pantano y el cielo se abría sobre los matorrales, los sauces dispersos y el agua, no había señales de la gente nueva. Las palomas torcazas conversaban; nada había cambiado, ni siquiera la rama donde la niña pelirroja se había columpiado y había reído. Todas las cosas se beneficiaban y prosperaban en aquel lugar cálido y tranquilo. Lok se levantó y fue por la orilla de los pantanos a la laguna en la que Fa había desaparecido. Ser Mal era un orgullo y una carga. La nueva cabeza sabía que ciertas cosas habían desaparecido terminando como una ola del mar. Tenía que abrazarse a la angustia dolorosamente, lo sabía, como un hombre tiene que apoyarse a veces en los espinos, y trataba de comprender a la gente nueva, a la que se debían todos los cambios.
Lok descubrió el «cómo». Se había pasado toda la vida comparando y sin darse cuenta. Los hongos de un árbol eran orejas; la palabra era la misma, pero había una diferencia pues ciertas circunstancias no se podían aplicar a las cosas sensibles que tenía a los lados de la cabeza. Ahora, en una convulsión del entendimiento, Lok se encontró utilizando la semejanza como una herramienta, con la misma seguridad con que había utilizado una piedra para cortar los palos o la carne. La semejanza podía tomar a los perseguidores de cara blanca con una mano, podía ponerlos en un mundo en que eran algo concebible y no una irrupción casual y sin relación con nada.
Se imaginó a los perseguidores que salían con los palos curvos y los utilizaban con habilidad y mala intención.
—La gente es como un lobo hambriento en el hueco de un árbol.
Recordó a la mujer gorda defendiendo al nuevo del anciano, recordó su risa, recordó a los hombres que trabajaban con una misma carga y se sonreían.
—La gente es como la miel que gotea de una grieta en la roca.
Recordó a Tanakil jugando; los dedos hábiles, la risa y el palo.
—La gente es como la miel en las piedras redondas, la nueva miel que huele a cosas muertas y a fuego.
Habían vaciado la saliente con poco más que un giro de las cabezas.
—Son como el río y la cascada, son gente de la cascada; nada se les resiste.
Recordó la paciencia de los nuevos y al hombre ancho llamado Tuami que sacaba un ciervo de la tierra colorada.
—Son como Oa.
En la cabeza de Lok hubo una confusión, una oscuridad, y volvió a ser el Lok que vagaba sin rumbo junto a los pantanos y el hambriento que no encontraba satisfacción en la comida. La gente corría hacia el claro donde estaba el segundo tronco, y aunque no hablaban Lok oía el golpeteo y el crujido de los pasos. Tuvo una imagen que como un destello de luz solar en el invierno se fue antes que tuviera tiempo de verla adecuadamente. Se detuvo, con la cabeza alta, husmeando. Las orejas se hicieron cargo de la tarea de vivir, descartaron el ruido de la gente y se concentraron en las cercetas que arrastraban tan furiosamente los pechos suaves por el agua. Iban hacia Lok oblicuamente, pero lo vieron y giraron todas juntas hacia la derecha. Una rata de agua las siguió, con el hocico en alto y el cuerpo sacudiéndose dentro de la ola. Lok oyó un chapoteo, un latigazo y un susurro entre los matorrales de zarzas diseminados en los pantanos. Echó a correr, pero volvió en seguida. Se agazapó en el barro y desenredó las zarzas que le ocultaban la vista. El chapoteo había cesado y las ondas lamían los matorrales y llenaban las huellas. Buscó en el aire con la nariz, luchó con los matorrales y pasó al otro lado. Dio tres pasos en el agua y se hundió en el lodo de través. El chapoteo se reanudó, y Lok, riendo y charlando, dio unos pasos de borracho. El pelo del Lok exterior se erizaba al contacto de la materia fría que le rodeaba los muslos y el tirón del lodo invisible que le succionaba los pies. El abatimiento y el hambre creciente se convirtieron en una nube que le llenaba el cuerpo, una nube que el sol encendía con llamas. Ya no era abatimiento sino sólo una alegría que lo hacía charlar y reír como la gente de la miel, y evitar que el agua le entrara en los ojos. Ya compartían una imagen.
—¡Aquí estoy! ¡Ya voy!
—¡Lok! ¡Lok!
Fa, con los brazos en alto, los puños y los dientes apretados, se inclinaba y avanzaba trabajosamente por el agua. Todavía estaban cubiertos hasta los muslos cuando se abrazaron y fueron torpemente hacia la orilla. Antes que pudieran verse de nuevo los pies, Lok reía y charlaba.
—Es malo estar solo. Es muy malo estar solo.
Fa renqueaba.
—Estoy lastimada. El hombre me alcanzó con una piedra en la punta de un palo.
Lok tocó el dorso del muslo de Fa. La herida ya no sangraba, pero había allí sangre negra, como una lengua.
—Es malo estar solo...
—Corrí a meterme en el agua cuando el hombre me lastimó.
—El agua es terrible.
—El agua es mejor que la gente nueva.
Fa sacó el brazo del hombro de Lok y se sentaron en cuclillas bajo una haya. La gente volvía del claro con el segundo tronco hueco. Sollozaban y jadeaban avanzando. Los dos cazadores que se habían alejado anteriormente gritaban desde las rocas de la montaña.
Fa estiró la pierna herida y dijo:
—He comido huevos y junquillos y jalea de rana.
Lok descubrió que tenía las manos tendidas y tocando a Fa. Fa le sonrió torvamente. Lok recordó la relación instantánea que había aclarado las imágenes desconectadas.
—Ahora soy Mal. Es difícil ser Mal.
—Es difícil ser la mujer.
—La gente nueva es como un lobo y la miel, la miel podrida y el río.
—Son como un fuego en el bosque.
De pronto Lok tuvo una imagen y venía desde tan adentro de la cabeza que él no sabía que estaba allí. Durante un momento la imagen pareció estar fuera de él de modo que el mundo cambió. Lok mismo tenía el tamaño de antes, pero todo lo demás había crecido de pronto. Los árboles eran como montañas. Lok no estaba en la tierra, sino montado en una espalda, prendido a un pelo rojizo con las manos y los pies. La cabeza que tenía delante, aunque no podía verla, era la cabeza de Mal, y una Fa mayor huía ante ellos. Arriba los árboles lanzaban llamas y el hálito del fuego los atacaba. Había precipitación, y el mismo estrechamiento de la piel: había miedo.
—Ahora es cuando el fuego voló y devoró los árboles.
Los ruidos de la gente y los troncos se alejaron. Unos hombres corrieron por el sendero hasta el claro. Hubo un momento de lenguaje de pájaros y luego silencio. Los pasos volvieron a resonar a lo largo del sendero y desaparecieron. Fa y Lok se levantaron y fueron hacia el sendero. No hablaban, pero se acercaban cautelosamente dando un rodeo, reconociendo así que a la gente no se la podía dejar en paz. Podían ser terribles como el fuego o el río, pero atraían como la miel o la carne. El sendero era diferente, como todo lo demás que la gente había tocado. La tierra estaba excavada y esparcida y los rodillos habían aplastado y alisado un camino bastante ancho para que Lok, Fa y otro pasaran por allí de frente. Empujaban los troncos huecos sobre árboles que rodaban. El nuevo estaba en un tronco. Y Liku estaría en el otro.
Fa lo miró a la cara con tristeza. Señaló en la tierra alisada una mancha que había sido una babosa.
—Han pasado sobre nosotros como un tronco hueco —dijo—. Son como un invierno.
La sensación volvió al cuerpo de Lok, pero con Fa delante era un abatimiento que se podía soportar.
—Ahora sólo quedan Fa y Lok y el nuevo y Liku.
Durante un rato Fa lo miró en silencio. Tendió una mano y Lok la tocó. Fa abrió la boca para hablar, pero no le salió ningún sonido. Sacudió el cuerpo y luego se echó a temblar. Lok vio que Fa trataba de dominarse, como si saliera de la comodidad de una cueva en una mañana de nieve. Fa tendió al fin la mano.
—¡Vamos!
El fuego ardía todavía en rescoldo en un círculo de ceniza. Los refugios estaban destruidos, pero los soportes se mantenían en pie. El terreno del claro estaba revuelto como si hubiera pasado toda una manada. Lok se arrastró hasta el borde del claro. Fa vaciló, y dio una vuelta alrededor. En el centro del claro estaban las pinturas y los regalos.
Cuando Fa los vio avanzó detrás de Lok y los dos se acercaron en espiral, con los oídos atentos. Las pinturas aparecían confusas junto al fuego donde la cabeza del ciervo seguía observando a Lok inescrutablemente. Ahora había un ciervo nuevo, de color primaveral y gordo, pero otra figura lo cruzaba. Esta figura era roja, con brazos y piernas enormes extendidos, y la cara lo miraba fijamente, pues los ojos eran guijarros blancos. El pelo se alzaba alrededor de la cabeza como si la figura estuviera cometiendo alguna crueldad frenética, y a través de la figura, sujetándola al ciervo había una estaca clavada profundamente con la punta rota y cubierta de piel. Fa y Lok se apartaron aterrados, pues nunca habían visto nada parecido. Luego se volvieron tímidamente hacia los regalos.
El anca entera de un ciervo, cruda pero relativamente sin sangre, colgaba de la punta de la estaca, y junto a la cabeza había una piedra abierta que contenía la bebida de miel. El olor de la miel se elevaba como el humo y la llama de un fuego. Fa tendió la mano y tocó la carne. La carne osciló y Fa se apresuró a retirar la mano. Lok describió otro círculo alrededor de la figura, evitando pisar los miembros estirados mientras tendía la mano lentamente. Un momento después desgarraban el regalo, separaban los músculos y se metían la carne cruda en la boca. No dejaron de comer hasta que la piel se les puso tensa y un hueso blanco y brillante colgó de la estaca junto a una tira de cuero.
Por fin Lok retrocedió y se limpió las manos en los muslos. Todavía sin decir nada se volvieron mirándose y se agazaparon junto a la olla. A lo lejos, en la ladera que llevaba a la terraza, oían al anciano que gritaba:
—¡A-ho! ¡A-ho! ¡A-ho!
El vaho que salía de la boca abierta de la olla era denso. Una mosca meditaba en el borde y luego, cuando sintió el aliento de Lok, sacudió las alas, voló un instante y se posó de nuevo en la olla.
Fa puso una mano en la muñeca de Lok.
—No la toques.
Pero Lok tenía la boca cerca de la olla, y respiraba ansiosamente.
—Miel —dijo con voz fuerte y quebrada.
De pronto se agachó, metió la boca en la olla y chupó. La miel podrida le quemó la boca y la lengua. Saltó hacia atrás y Fa huyó de la olla, corriendo alrededor de las cenizas del fuego. Se quedó mirando a Lok temerosamente mientras él escupía y se arrastraba otra vez al acecho de la olla, que lo esperaba humeando. Se agachó con cautela y sorbió. Se lamió los labios y volvió a chupar. Se sentó y rió en la cara de Fa.
—Bebe.
Indecisa, Fa se inclinó hasta la boca de la olla y metió la lengua en aquella materia picante y dulce. De pronto Lok se arrodilló charlando y empujó a Fa a un lado. Fa cayó sentada, perpleja, lamiéndose los labios y escupiendo. Lok metió la boca en la olla y chupó tres veces, pero a la tercera chupada no alcanzó a la superficie de la miel, de modo que aspiró aire y se atragantó. Rodó por el suelo tratando de recuperar el aliento. Fa quiso chupar, pero no pudo llegar a la miel con la lengua y le habló airadamente a Lok. Calló un momento y luego levantó la olla y se la llevó a la boca como hacía la gente nueva. Lok la vio con la gran piedra sobre la cara y rió y trató de decirle lo cómica que estaba. Recordó la miel a tiempo, dio un salto e intentó quitarle la piedra. Pero estaba pegada a la cara de Fa, y cuando Lok tiraba de la cara venía con la piedra. Se quedaron tironeando y gritándose mutuamente. Lok oyó que la voz le salía alta, fuerte y salvaje. Soltó la piedra para examinar la voz nueva y Fa se alejó tambaleándose con la olla. Lok descubrió que los árboles se movían muy suavemente hacia los lados y hacia arriba. Tenía una imagen magnífica que ponía todo en orden y trató de describírsela a Fa, que no lo escuchaba. Luego no tuvo más que la imagen de haber tenido una imagen y eso lo irritó furiosamente. Trató de encontrar la imagen con la voz y la oyó, separada del Lok interior y riendo y graznando como un pato. Pero había una palabra que era el comienzo de la imagen, aunque la imagen se había perdido. Se aferró a la palabra. Dejó de reír y le dijo muy solemnemente a Fa, quien seguía con la piedra en la cara:
—¡Tronco! ¡Tronco!
Luego recordó la miel e indignado le quitó la piedra a Fa. La cara roja de Fa salió de la olla y empezó a reír y a charlar. Lok tomó la olla como la había tomado la gente nueva y la miel le corrió por el pecho. Retorció el cuerpo hasta que la cara le quedó bajo la olla y consiguió que la miel le entrara en la boca. Fa chillaba de risa. Se dejó caer, rodó y quedó tendida de espaldas y sacudiendo las piernas en el aire. Lok y el fuego de miel respondieron a esa invitación, torpemente. Luego los dos recordaron la olla y volvieron a tironear y a disputar una vez más. Fa consiguió beber un poco, pero la miel se había puesto de mal humor y no quería salir. Lok le arrebató la olla, luchó con ella, la golpeó con el puño y gritó; pero ya no había miel. Arrojó la olla al suelo, furioso, y la rompió en dos pedazos. Lok y Fa se lanzaron sobre esos pedazos; se sentaron en cuclillas y lamieron los pedazos dándolos vuelta para descubrir adonde había ido la miel. La cascada rugía en el claro dentro de la cabeza de Lok. Los árboles se movían más rápidamente. Se levantó de un salto y descubrió que el terreno era tan peligroso como un tronco. Golpeó un árbol al pasar para que no se moviera y se encontró tendido de espaldas, mirando el cielo que giraba. Se dio vuelta y consiguió levantarse, tambaleándose como el nuevo. Fa se arrastraba alrededor de las cenizas del fuego como una mariposa con un ala quemada. Hablaba consigo misma acerca de las hienas. De pronto Lok descubrió en él la fuerza de la gente nueva. Era uno de ellos y no había nada que no pudiera hacer. En el claro quedaban muchas ramas y troncos sin quemar. Lok corrió trastabillando hasta un tronco y le ordenó que se moviera:
—¡A-ho!¡A-ho!¡A-ho!
El tronco se movía como los árboles, pero no con bastante rapidez. Lok siguió gritando, pero el tronco no quería moverse más rápidamente. Tomó una rama y golpeó el tronco una y otra vez como Tanakil había golpeado a Liku. Tenía una imagen de la gente a cada lado del tronco: todos forcejeaban con las bocas abiertas.
Les gritó como les gritaba el anciano.
Fa pasó junto a él arrastrándose. Se movía lenta, deliberadamente, como el tronco y los árboles. Lok descargó el palo en las nalgas de Fa y lanzó un alarido, y la punta de la rama se rompió y se alejó volando entre los árboles. Fa gritó y se levantó sacudiéndose y el siguiente golpe de Lok no dio en el blanco. Fa giró y se encontraron frente a frente, gritando mientras los árboles oscilaban. Lok vio que el pecho derecho de ella se movía y que alzaba el brazo con la mano abierta, una mano que podía convertirse de pronto en algo importante. En seguida un rayo le golpeó un lado de la cara iluminando el mundo, y la tierra se levantó y le asestó un golpe en el otro lado de la cara. Lok se apoyó contra aquella tierra vertical mientras el otro lado de la cara se le abría y se le cerraba emitiendo llamas. Fa estaba acostada, alejándose y acercándose. Luego tiraba de Lok hacia arriba y abajo, y volvía a encontrar la tierra sólida bajo los pies y se apoyaba firmemente. Los dos lloraban y reían, y la cascada rugía en el claro mientras la copa desgreñada del árbol muerto se elevaba hacia el cielo, aunque parecía cada vez más grande. Lok estaba asustado de manera distinta, y sabía que le convenía acercarse a Fa. Puso a un lado el asombro y la somnolencia que tenía en la cabeza, buscó a Fa con los ojos y le vio la cara, que seguía alejándose como el árbol muerto. Los otros árboles oscilaban aún, pero regularmente, como si ése fuera el movimiento natural de los árboles.
Le dijo a Fa a través de las tinieblas:
—Yo soy uno de los nuevos.
Lok dio unos saltos en el aire. Luego cruzó el claro, lentamente, balanceándose como la gente nueva. Le vino la imagen de que Fa debía cortarle el dedo. Dio pesadamente la vuelta al claro buscándola para decírselo. La encontró detrás del árbol que se alzaba cerca de la orilla del río. Fa estaba vomitando.
Le habló de la anciana del agua, pero Fa no le hizo caso, y Lok volvió a donde estaba la olla rota y lamió los restos de miel podrida. La figura dibujada en la tierra se convirtió en el anciano y Lok le dijo que ahora la gente nueva contaba con uno más. Luego se sintió tan cansado que la tierra se ablandó y las imágenes le giraron en la cabeza. Le explicó al hombre que Lok tenía que volver a la saliente, pero eso le recordó, a pesar de las vueltas que le daba la cabeza, que ya no había saliente. Comenzó a llorar, ruidosa y fácilmente, y el llanto era muy agradable. Descubrió que cuando miraba los árboles los troncos se separaban y que sólo podía reunidos de nuevo mediante un tremendo esfuerzo que no estaba dispuesto a hacer. De pronto ya no hubo más que la luz del sol y la voz de las palomas sobre el estruendo de la cascada. Se tendió de espaldas, con los ojos abiertos, contemplando los extraños dibujos de las ramas dobladas. Se le cerraron los ojos y cayó como por un risco de sueño.
Capítulo 11
Fa lo sacudía:
—Ellos se van.
Unas manos que no eran las manos de Fa le rodeaban la cabeza. Lok sentía un dolor caliente. Gimió y se apartó rodando, pero las manos siguieron apretándolo hasta que el dolor le entró en la cabeza.
—La gente nueva se va. Llevan los troncos huecos por la ladera a la terraza.
Lok abrió los ojos y gritó de dolor, pues le pareció que miraba directamente el sol. El agua le fluía de los ojos y le quemaba los párpados. Fa volvió a sacudirlo. Lok buscó a tientas la tierra con las manos y los pies y se incorporó a medias. Se le contrajo el estómago y de pronto sintió náuseas. El estómago tenía ahora vida propia; era un nudo duro y rechazaba aquella sustancia mala y que olía a miel. Fa lo tomó por el hombro y le dijo:
—Mi estómago también estuvo enfermo.
Lok se dio vuelta otra vez y al fin se sentó en cuclillas sin abrir los ojos. Sentía que la luz del sol le quemaba un lado de la cara.
—Ellos se van. Tenemos que traer de vuelta al nuevo.
Lok abrió los ojos y miró cautelosamente entre los párpados pegados para ver qué le había sucedido al mundo. La tierra y los árboles eran sólo color, y oscilaban tanto que Lok volvió a cerrar los ojos.
—Estoy enfermo.
Durante un rato Fa no habló. Lok descubrió que las manos que lo apretaban estaban adentro de la cabeza; sentía latir la sangre en el cerebro. Abrió otra vez los ojos, parpadeó y el mundo se calmó un poco. Los colores flameantes seguían allí, pero no oscilaban. Delante la tierra era parda y roja, los árboles plateados y verdes y en las ramas había chorros de fuego verde. Se quedó en cuclillas, parpadeando y palpándose la cara blanda mientras Fa seguía hablando:
—Yo estaba enferma y tú no despertabas. Fui a ver a la gente nueva. Los troncos huecos han subido por la ladera. La gente nueva está asustada. Se quedan quietos o se mueven como la gente que está asustada. Jadean y sudan y vigilan el bosque que dejaron atrás. Pero no hay peligro en el bosque. Los asusta el aire, donde no hay nada. Tenemos que quitarles al nuevo.
Lok apoyó las manos en la tierra a cada lado. El cielo estaba brillante y el mundo era una llamarada de colores, pero seguía siendo el mundo conocido.
—Tenemos que quitarles a Liku.
Fa se levantó y corrió alrededor del claro. Volvió y miró a Lok, quien se levantó con cuidado.
—Fa dice: ¡Harás esto!
Lok esperó. Mal se le había ido de la cabeza.
—Tengo una imagen. Lok sube por el sendero junto al risco donde la gente no puede verlo. Fa da un rodeo y sube a la montaña más arriba de la gente. Ellos la siguen. Los hombres la siguen. Entonces Lok le quita el nuevo a la mujer gorda y corre.
Fa tomó a Lok por los brazos y lo miró a la cara, suplicando.
—Habrá fuego otra vez. Y yo tendré hijos.
Una imagen asomó en la cabeza de Lok.
—Haré eso —dijo con energía—, y cuando la vea a Liku la llevaré también.
En la cara de Fa, y no por primera vez, había cosas que Lok no entendía.
Se separaron al pie del barranco, donde los matorrales los ocultaban todavía a la gente nueva. Lok fue hacia la derecha y Fa se alejó por el lindero del bosque bordeando la ladera. Cuando Lok miraba hacia atrás la veía, roja como una ardilla, corriendo, casi siempre a gatas, al abrigo de los árboles. Comenzó a trepar, atento a las voces. Salió del sendero sobre el agua, y la cascada rugía allá adelante. Caía más agua que nunca. Al pie la cuenca del río resonaba más profundamente y el humo se extendía hasta muy lejos sobre la isla. Las capas del agua se abrían en madejas blancas, se deshilachaban en una sustancia cremosa que apenas se distinguía de la espuma y de la niebla. Más allá de la isla había árboles altos, y el follaje primaveral se deslizaba por el borde de la cascada. Desaparecían entre la espuma y volvían a aparecer, rotos e inclinados sobre el agua del río, sacudiéndose como si una mano gigantesca tirara de ellos desde abajo. Pero en este lado de la isla no había árboles, sino sólo una continua abundancia de agua brillante y leche cremosa que caía ruidosamente, humeando.
Luego, a través de todo el ruido del agua, Lok oyó las voces de la gente nueva. Estaban a la derecha, detrás de la roca donde colgaban las mujeres de hielo. Se detuvo y oyó que se gritaban.
Allí, en aquel escenario tan familiar junto a aquellas rocas donde estaba inserta aun la historia de su propia gente, la angustia de Lok volvió con una fuerza nueva. La miel no había matado esa angustia; la había adormecido un tiempo y ahora cobraba nuevas fuerzas. El vacío lo hizo gemir y sintió una honda compasión por Fa en el otro lado de la ladera. También estaba Liku en alguna parte, entre la gente nueva, y su necesidad de una de ellas o de ambas se hizo apremiante. Comenzó a trepar por la grieta en que había visto a la mujer de hielo y los ruidos de la gente nueva se hicieron más fuertes. Poco después estaba tendido en el borde del risco, mirando por encima de un corto trecho de tierra, hierba dispersa y arbustos achaparrados.
Una vez más la gente nueva actuaba para él. Habían hecho con los troncos cosas que no tenían sentido, metiéndolos como cuñas en las rocas, y tendiendo otros de través. Las cicatrices que se veían en la tierra de la ladera llevaban directamente a la terraza, y Lok comprendió que el otro tronco hueco había llegado a la saliente. En aquel momento la gente trabajaba en un tronco hueco que apuntaba ladera arriba, del que salían unas tiras de cuero grueso y retorcido, y que sostenía en equilibrio sobre otro tronco colocado de través. El extremo más próximo del tronco hueco se inclinaba con el peso de un canto rodado que deseaba rodar ladera abajo. Lok vio que el anciano tiraba del cuero retorcido, y el canto rodado quedaba en libertad. Golpeó el tronco transversal haciéndolo caer por la ladera, y el tronco hueco se deslizó en la otra dirección, hacia la terraza. El canto rodado hizo todo ese trabajo y cayó dando saltos al bosque. Tuami había puesto una piedra detrás del tronco hueco y la gente gritaba. No había más cantos rodados entre el tronco y la terraza, y la gente hacía ahora el trabajo del canto rodado. Tomaban el tronco y lo levantaban. El anciano estaba junto a ellos y una culebra muerta le colgaba de la mano derecha. Comenzó a gritar «¡A-ho!» y la gente forcejeó arrugando la cara. El anciano alzaba la culebra y les golpeaba los lomos. El tronco avanzaba.
Al cabo de un rato Lok vio a la otra gente. La mujer gorda no empujaba. Se mantenía aparte, junto con Tanakil, entre Lok y el tronco y tenía al nuevo. Lok comprendió entonces lo que quería decir Fa cuando hablaba del temor de la gente nueva, pues la mujer gorda miraba constantemente a su alrededor y estaba más pálida que en el claro. Como si se le hubieran abierto los ojos Lok podía ver ahora que aquella gente bregaba de ese modo impulsada por el temor. Consentían que la culebra muerta les golpease la espalda porque así podían sacar más fuerza de los cuerpos, ya tan delgados. Había un apremio histérico en los esfuerzos de Tuami y en la voz chillona del anciano. Se retiraban ladera arriba como si los gatos de dientes malignos los persiguieran, como si el río mismo corriera cuesta arriba. Pero el río seguía en su cauce, y en la ladera no había nadie más que la gente nueva.
—Tienen miedo del aire.
Pino gritó y resbaló, e inmediatamente Tuami puso otra vez la piedra contra la parte trasera del tronco. La gente se reunió alrededor de Pino, charlando, y el anciano blandió la culebra. Tuami señaló a lo alto de la ladera, se agachó y una piedra golpeó sonoramente el tronco hueco. La charla se convirtió en griterío. Tuami, inclinándose, sostenía el tronco con una sola tira de cuero y lo ponía de costado. Ató el cuero a una roca y luego los hombres se alinearon enfrentando la montaña. Se veía a Fa, pequeña figura roja que bailaba en la roca, sobre ellos. Fa sacudió el brazo y otra piedra atravesó la línea zumbando. Los hombres curvaban los palos y dejaban que se enderezasen bruscamente. Lok vio que las ramitas volaban ladera arriba, vacilaban antes de alcanzar a Fa, giraban y volvían. Otra piedra dio en la roca junto al tronco y la mujer gorda corrió al risco en que estaba Lok. Se detuvo y volvió, pero Tanakil siguió adelante, directamente hasta el borde. Vio a Lok y gritó, pero Lok la alcanzó antes que la mujer gorda tuviera tiempo de volver. Le sujetó los brazos delgados y le preguntó ansiosamente:
—¿Dónde está Liku? Dime, ¿dónde está Liku?
Al oír el nombre de Liku, Tanakil forcejeó y gritó como si hubiera caído en un agua profunda. La mujer gorda gritaba también y el nuevo se le había encaramado en el hombro. El anciano corría por el borde del risco. Cabeza de Castaña venía de donde estaba el tronco. Corría directamente hacia Lok y mostraba los dientes. Los gritos y los dientes aterraron a Lok. Soltó a Tanakil y la niña retrocedió tambaleándose. El pie de Tanakil golpeó la rodilla de Cabeza de Castaña en el momento en que el hombre se lanzaba sobre Lok. Saltó por el aire más allá de Lok, gruñendo débilmente, y cayó por el risco. Siguió la suave curva de la cuesta, de modo que parecía deslizarse por ella sobre el pecho, nunca a más de una mano de distancia de la roca, pero sin tocarla. Desapareció y ni siquiera dejó un grito detrás. El anciano lanzó a Lok un palo que tenía una piedra afilada en la punta, pero Lok lo eludió. Luego echó a correr entre la mujer gorda, boquiabierta, y Tanakil tendida de espaldas. Los hombres que arrojaban ramitas a Fa se habían dado vuelta y observaban a Lok. Lok corrió por la ladera hasta que llegó a la tira de cuero que sostenía el tronco. La soltó y el tronco comenzó a deslizarse hacia atrás. La gente dejó de observar a Lok y se volvió hacia el tronco, y Lok miró atrás mientras corría. El tronco ganó velocidad sobre dos rodillos, dejó la ladera, y saltó por el aire. La parte de atrás chocó con la punta de una roca y el tronco se abrió en dos mitades todo a lo largo. Las dos mitades siguieron adelante dando vueltas y vueltas hasta que se destrozaron en el bosque. Lok saltó a una hondonada y la gente se perdió de vista.
Fa brincaba a la entrada de la hondonada y Lok corrió hacia ella. Los hombres avanzaban entre las rocas con los palos curvos, pero Lok llegó antes. Estaban a punto de seguir trepando cuando los hombres se detuvieron; el anciano les gritaba. Aunque no conocía las palabras, Lok alcanzaba a entender los ademanes del anciano. Los hombres se alejaron corriendo risco abajo.
Fa mostraba también los dientes.
Se acercó a Lok sacudiendo los brazos y tenía en la mano una piedra afilada.
—¿Por qué no les quitaste al nuevo?
Lok tendió las manos, defendiéndose.
—Pregunté por Liku. Pregunté a Tanakil.
Fa bajó los brazos lentamente.
—¡Vamos!
El sol descendía hacia el barranco en un remolino dorado y rojo. La gente nueva corría de un lado a otro en la terraza mientras ellos, Fa adelante, iban hacia el risco, sobre la saliente. La gente nueva había llevado otro tronco hueco al extremo de la terraza río arriba, y en aquel momento intentaba hacerlo pasar entre unos troncos agolpados, en el mismo sitio en que Fa y Lok habían cruzado a la isla. Los hombres tiraban de esos troncos y trataban de desviarlos más allá de la roca, donde podían alejarse a la deriva sobre la cascada. Fa iba de un lado a otro en la ladera.
—Se llevarán al nuevo.
Echó a correr ladera abajo mientras el sol se hundía en la barranca. El cielo estaba rojo sobre las montañas y las mujeres de hielo ardían. Lok gritó de pronto y Fa se detuvo y miró el agua. Un árbol iba hacia los troncos, pero no era un árbol pequeño ni un fragmento desgajado, sino un árbol entero de algún bosque del horizonte. Flotaba a lo largo de aquel lado del barranco, llevando una colonia de ramitas y ramas florecientes; las raíces se extendían sobre el agua y traían bastante tierra como para hacer un fogón para toda la gente del mundo. El anciano gritó y bailó. Las mujeres alzaron los ojos de los bultos que metían en el tronco hueco y los hombres bajaron a la orilla. Las raíces golpearon los troncos rotos que saltaron al aire o se levantaron lentamente. Se enredaron en las raíces y se quedaron colgando. El árbol dejó de moverse, giró hacia un lado y quedó junto al risco, más allá de la terraza. Entre el tronco hueco y el agua desembarazada de obstáculos había una maraña de maderas, como una larga hilera de espinos. Los troncos atascados eran ahora una barrera infranqueable.
El anciano dejó de gritar. Corrió a uno de los bultos y comenzó a abrirlo. Llamó a Tuami, quien a acudió llevando de la mano a Tanakil. Pasaron por la terraza.
—¡Pronto!
Fa bajó corriendo por la ladera de la montaña hacia la entrada de la terraza y la saliente. Mientras corría le gritó a Lok:
—Llevaremos a Tanakil. Luego ellos nos devolverán al nuevo.
La roca era ahora diferente. Los colores que empapaban el mundo cuando Lok despertó del sueño de la miel eran más vivos, más intensos. Le parecía que saltaba y trepaba a través de una marea de aire rojo y las sombras de las rocas eran malvas. Se dejó caer ladera abajo.
Se detuvieron juntos a la entrada de la terraza y se agazaparon. El río era carmesí con destellos dorados. Las montañas del otro lado del río se habían puesto tan oscuras que Lok tuvo que fijarse bien antes de descubrir que eran de un azul intenso. Los troncos atascados y el árbol y las figuras que trabajaban alrededor eran negras. Pero en la terraza y en la saliente había aún una brillante luz roja. El ciervo bailaba otra vez en la loma de tierra que llevaba a la saliente y miraba el espacio en que Mal había muerto, delante del nicho de la derecha. Parecía negro ahora, contra el fondo del fuego; el sol se ponía lanzando rayos deslumbrantes. Tuami trabajaba en la saliente coloreando una figura, entre los dos nichos junto a la columna. Tanakil estaba allí, una figura pequeña, delgada y negra, agazapada en el sitio donde había estado el fuego.
En el otro lado de la terraza se oyó un rítmico clop clop. Dos de los hombres cortaban el tronco que Lok había movido. El sol se enterró en una nube, el rojo ascendió a lo alto del cielo y las montañas se ennegrecieron.
El ciervo bramó. Tuami salió corriendo de la saliente y fue a donde trabajaban los hombres y Tanakil comenzó a gritar. Las nubes se amontonaban sobre el sol y hubo menos presión en el color rojo; ahora parecía flotar en el barranco como un agua más tenue. El ciervo marchaba a saltos hacia los troncos atascados y los hombres trabajaban en el tronco como escarabajos en un pájaro muerto.
Lok corrió hacia adelante y el grito de Tanakil resonó como los gritos de Liku al cruzar el agua. Lok se asustó. Se detuvo a la entrada de la saliente, farfullando:
—¿Dónde está Liku? ¿Qué han hecho con Liku?
Tanakil se enderezó y arqueó el cuerpo y puso los ojos en blanco. Dejó de gritar y se tendió de espaldas, y tenía sangre entre los dientes. Fa y Lok se agazaparon ante la niña.
La saliente había cambiado como todo lo demás. Tuami había hecho una figura para el anciano, y esa figura estaba allí junto a la columna y los miraba fijamente. Podían ver con qué rapidez y ferocidad había trabajado, pues la figura era más confusa que las del claro. Parecía un hombre. Tenía los brazos y las piernas encogidos como si saltara hacia adelante y era rojo como había sido antes el agua. El pelo le sobresalía por todos los lados de la cabeza, lo mismo que al anciano cuando estaba furioso o asustado. En la cara embadurnada con arcilla había dos guijarros que miraban ciegamente. El anciano se había quitado los dientes que llevaba al cuello y los había puesto en la cara junto con los dos dientes de gato que llevaba en las orejas. En una grieta del pecho habían clavado un palo, con una tira de cuero, y en el extremo de la tira estaba atada Tanakil.
Fa comenzó a hacer ruidos. No eran palabras ni gritos. Tomó el palo y quiso levantarlo, pero no salía. Lok empujó a un lado a Fa y tiró también del palo. La luz roja se levantaba del agua y la saliente se llenó de sombra; la fiera los miraba fijamente con los ojos y los dientes.
—¡Tira!
Lok descargó todo su peso y sintió que el palo se inclinaba. Alzó los pies, los plantó en el vientre rojo de la figura y forcejeó hasta que le dolieron los músculos. La montaña pareció moverse y la figura se deslizó como abrazando a Lok. De pronto el palo saltó de la grieta y Lok rodó por el suelo.
—Llévala rápidamente.
Lok se levantó tambaleando, se apoderó de Tanakil y corrió detrás de Fa por la terraza. La gente que estaba junto al tronco hueco gritó de pronto; y se oyó un estrépito. El árbol comenzó a moverse hacia adelante y los troncos avanzaron pesadamente como las piernas de un gigante. La mujer arrugada luchaba con Tuami en la roca junto al tronco hueco; se desprendió y corrió hacia Lok. En todas partes había movimiento, gritos y una actividad demoníaca. El anciano atravesó los troncos revueltos y arrojó algo a Fa. Los hombres sostenían el tronco hueco contra la terraza, y la copa del árbol, con todo aquel peso de ramas y hojas húmedas, se arrastraba junto a ellos. La mujer gorda se había tendido en el tronco; la mujer arrugada estaba adentro con Tanakil, y el anciano brincaba en la parte de atrás. Las ramas se rompían y arrastraban a lo largo de la roca chillando angustiosamente. Fa estaba sentada junto al agua sujetándose la cabeza. Las ramas del árbol la engancharon y se la llevaron por el agua mientras el tronco hueco se liberaba de la roca alejándose. El árbol se metió en la corriente con Fa entre las ramas. Lok comenzó a farfullar otra vez. Corrió de un lado a otro por la terraza. El árbol se resistía. Avanzó hasta la orilla de la cascada, giró y quedó cruzado en el borde. El agua pasaba sobre el tronco, empujándolo, y las raíces se inclinaban hacia el torrente. El árbol quedó colgando durante un rato con la cabeza mirando río arriba. Luego las raíces se fueron hundiendo lentamente; la cabeza se levantó y el árbol se deslizó en silencio hacia adelante y cayó en la cascada.
La criatura roja estaba en el borde de la terraza, inmóvil. El tronco hueco era un punto negro en el agua, alejándose hacia el lugar donde el sol se había puesto. En el barranco el aire era claro, azul y tranquilo. No se oía más ruido que el de la cascada, pues no soplaba el viento y el cielo estaba despejado. La criatura roja se volvió a la derecha y trotó lentamente hacia el extremo más lejano de la terraza. Detrás caía el agua que venía de los hielos en las montañas. Había largas cicatrices en la tierra y en la roca, donde las ramas de un árbol habían pasado arrastrándose junto al agua. La criatura roja volvió trotando a una cavidad negra en la ladera del risco. Miró a la otra figura, en aquel momento negra, que le hacía muecas desde el fondo de la cavidad. Luego se alejó y corrió por el estrecho paso que unía la terraza con la ladera. Se detuvo, y examinó las cicatrices, los rodillos abandonados y las cuerdas rotas. Se volvió otra vez, rodeó un grupo de rocas y se encontró en un sendero casi imperceptible que corría a lo largo de la escarpa rocosa. Avanzó por el sendero, agazapada, oscilando y tocando el suelo con los largos brazos, en los que se apoyaba casi tan firmemente como en las piernas. Atisbo allá abajo las aguas atronadoras, pero nada había que ver fuera de las columnas de bruma centelleante donde el agua había ahuecado la piedra. Comenzó a moverse más rápidamente con un raro medio galope que le sacudía la cabeza hacia arriba y hacia abajo, adelantando los antebrazos como las patas de un caballo. Se detuvo al final del sendero y miró abajo las largas algas que se movían hacia atrás y hacia adelante al impulso del agua. Levantó una mano y se rascó bajo la boca sin mentón. Había un árbol muy lejos en el río centelleante, un árbol con follaje que flotaba empujado por la corriente hacia el mar. La criatura roja, ahora gris y azul en el crepúsculo, galopó ladera abajo y se metió en el bosque. Siguió un sendero ancho y trillado y llegó a un claro junto al río bajo un árbol muerto. Avanzó por la orilla del agua, trepó al árbol y espió a través de la hiedra el árbol que flotaba en el río. Luego descendió y corrió a lo largo de un sendero que pasaba a través de los matorrales de la orilla del río, hasta llegar a una rama que interrumpía el sendero. Allí se detuvo y luego corrió de un lado a otro por la orilla del río. Tiró de la rama oscilante de una haya hacia atrás y hacia adelante hasta que se le entrecortó la respiración. Volvió al claro y se puso a dar vueltas alrededor y entre los espinos amontonados allí. No hacía ningún ruido. Las estrellas aparecían y el cielo ya no era verde, sino azul oscuro. Una lechuza blanca voló a través del claro hacia su nido entre los árboles de la isla, en el otro lado del río. La criatura se detuvo y examinó unas manchas junto a los restos de un fuego.
La luz del sol se había ido, y ni siquiera iluminaba el cielo desde debajo del horizonte, y la luna ocupó el sitio del sol. Las sombras comenzaron a crecer y a extenderse desde cada árbol enmarañándose detrás de los matorrales. La criatura roja olfateó alrededor de las cenizas. Marchaba a gatas y casi rozando la tierra con la nariz. Una rata de agua que volvía al río vislumbró las cuatro patas y corrió a refugiarse en un matorral, donde quedó esperando. La criatura se detuvo entre las cenizas del fuego y el bosque. Cerró los ojos y aspiró rápidamente. Luego siguió gateando, buscando siempre con el hocico. La garra derecha recogió en la tierra revuelta un hueso pequeño y blanco.
Se enderezó un poco y se quedó mirando, no el hueso sino un punto algo más adelante. Era una criatura extraña, pequeña y arqueada. Tenía las piernas y los muslos combados y todo un matorral de rizos en la parte exterior de las piernas y los brazos. La espalda era alta y un pelo rizado le cubría los hombros. Los pies y las manos eran anchos y planos y el dedo gordo de los pies se proyectaba hacia adentro en una garra. Las manos cuadradas colgaban hasta las rodillas. La cabeza se inclinaba ligeramente hacia adelante sobre el cuello robusto que parecía llevar directamente a la hilera de rizos bajo el labio. La boca era ancha y blanda y sobre los rizos del labio superior las ventanas de la nariz se ensanchaban como alas. No tenía puente en la nariz y la sombra de la frente proyectada por la luz de la luna se extendía sobre el labio. Sobre las mejillas unas densas sombras cavernosas ocultaban los ojos. La frente era una línea recta y velluda, y sobre esa frente no había nada.
La luz de la luna pasaba sobre la criatura, que no se movía. Las cuencas de los ojos no miraban el hueso, sino un punto invisible del lado del río. Luego la pierna derecha comenzó a moverse. La atención de la criatura pareció concentrarse en la pierna, y el pie buscó en la tierra como una mano. El dedo gordo horadó y los otros dedos se plegaron alrededor de un objeto casi enterrado en el suelo revuelto. El pie se levantó, la pierna se dobló y pasó el objeto a la mano. La cabeza descendió y la mirada se desvió del punto invisible y se fijó en lo que estaba en la mano. Era una raíz, vieja y podrida, desgastada en las puntas, pero que mostraba los contornos exagerados de un cuerpo femenino.
La criatura volvió a mirar el agua. La línea de la frente brillaba a la luz de la luna sobre las grandes cavernas de los ojos. La luz se derramaba por los pómulos y los labios y había un rayito de luz como una cana en cada rizo. Pero las cavernas estaban oscuras, como si la cabeza entera fuese sólo un cráneo.
La rata de agua observó la inmovilidad de la criatura y ya no tuvo miedo. Salió corriendo del matorral, cruzó el claro, y olvidándose de la figura silenciosa buscó activamente un poco de comida.
Ahora había luz en cada caverna; eran unas luces débiles como la luz de las estrellas en los cristales de un risco de granito. Las luces aumentaron, se avivaron y se posaron centelleando en el borde inferior de cada caverna. De pronto, silenciosamente, se transformaron en finas medias lunas, se apagaron, y unas rayas brillaron en las mejillas. Las luces reaparecieron, presas entre los rizos plateados de la barba. Descendieron, goteando de rizo en rizo, y se unieron en el extremo de la barba, en una gota temblorosa y brillante. La gota se despegó y cayó con un destello plateado golpeando una hoja seca. La rata de agua escapó y se zambulló en el río.
La luz de la luna movía cautelosamente las sombras azules. La criatura sacó el pie derecho del lodo y lo adelantó tambaleándose. Describió un semicírculo hasta que llegó a la abertura entre los espinos donde comenzaba el sendero ancho. Echó a andar a lo largo de ese sendero, y era azul y gris a la luz de la luna. Avanzaba con dificultad, lentamente, moviendo la cabeza hacia arriba y abajo, renqueando. Cuando llegó a la ladera que subía a lo alto de la cascada marchaba a gatas.
Ya en la terraza se movió con más rapidez. Corrió al extremo más lejano, donde el agua caía desde el hielo a la cascada. Giró y trepó a gatas hasta la cavidad donde estaba la otra figura. Trabajó en una piedra colocada sobre un montón de tierra, pero no pudo moverla. Al fin renunció y gateó alrededor de la cavidad junto a los restos de un fuego. Se acercó a las cenizas y se tendió de costado. Levantó las piernas y puso las rodillas junto al pecho. Entrelazó las manos bajo la mejilla y se quedó inmóvil. La raíz retorcida y delicada estaba en el suelo, junto a la cara velluda. La criatura no hacía ruido, pero parecía apretarse contra la tierra, conteniendo de este modo los movimientos del pulso y la respiración.
Había ojos parecidos a fuegos verdes sobre la cavidad, y unos perros grises se deslizaban y se movían furtivamente entre las sombras. Los perros descendieron a la terraza. Husmearon la tierra, pero no se atrevieron a acercarse. Poco a poco la procesión de estrellas se fue ocultando detrás de la montaña y la oscuridad disminuyó. Había una luz gris en la terraza, y la brisa leve del alba soplaba a través del barranco, entre los montes. Las cenizas se removieron, se elevaron, revolotearon, y se esparcieron sobre el cuerpo inmóvil de la criatura. Las hienas vigilaban con la lengua fuera, jadeando.
El cielo sobre el mar fue primero rosado y luego de oro. La luz y el color volvieron revelando los dos cuerpos rojos; uno de ellos miraba al otro desde la roca, y parecían haber salido de la tierra arenosa, parda y roja. El agua del hielo crecía y caía en el barranco en una larga cascada curva. Las hienas alzaron los cuartos traseros, se separaron y se acercaron a la cavidad. Las cimas heladas de las montañas centelleaban, saludando al sol. De pronto se oyó un gran estruendo y las hienas volvieron temblando al risco. Fue un estruendo que acalló los ruidos del agua, rodó por las montañas, saltó de risco en risco y se extendió en una maraña de vibraciones sobre los bosques soleados y hacia el mar.
Capítulo 12
Tuami estaba sentado en la popa de la piragua, con la pala del timón bajo el brazo izquierdo. Había mucha luz y los parches de sal ya no parecían agujeros en la vela de piel. Pensaba amargamente en la vela cuadrada que habían dejado empaquetada en aquella última hora de desesperación entre las montañas, pues con esa vela y la brisa que soplaba a través del barranco no hubiese tenido que esforzarse tanto en aquellas horas. No hubiese tenido que pasar toda la noche preguntándose si la corriente vencería al viento y los llevaría de vuelta a la cascada mientras la gente o los que aún quedaban dormían profundamente. Pero habían seguido adelante y las paredes de roca se fueron apartando hasta que el lago se hizo tan ancho que Tuami no tuvo que mirar las estrellas para saber cómo se movían, y se sentó. El esfuerzo le había enrojecido los ojos, y las montañas se alzaban sobre el agua plana. Se movió un poco, pues el pantoque redondo era duro y la almohadilla de cuero que muchos timoneles habían amoldado convirtiéndola en un asiento cómodo se había perdido mientras subían por la ladera desde el bosque. Sentía la presión que se transmitía a su antebrazo a lo largo del remo y sabía que si pasaba la mano por el costado de la embarcación el agua lo golpearía en la palma y le subiría hasta la muñeca. Las dos líneas negras que se extendían en las amuras no formaban un ángulo agudo; se desviaban en ángulos casi rectos con la línea de la piragua. Si el viento cambiaba o vacilaba, esas líneas se deslizarían hacia adelante y desaparecerían y la presión disminuiría en el remo y comenzarían a navegar de popa hacia las montañas.
Cerró los ojos, cansado, y se pasó una mano por la frente. El viento podía cesar y se verían obligados a remar con la poca fuerza que les quedaba para llegar así a una orilla antes que la corriente los llevase de vuelta. Sacudió la mano y miró la vela: vibraba suavemente y las escotas dobles que iban desde la popa hasta las cabillas se movían juntas, se movían separándose, se movían hacia arriba y hacia abajo. Miró la larga extensión de agua gris visible en aquel momento y vio un monstruo que pasaba deslizándose a menos de un cable de distancia, a estribor; la raíz le sobresalía de la superficie como el colmillo de un mamut. Se deslizaba hacia la cascada y los demonios del bosque. La piragua, inmóvil, esperaba a que cesase el viento. Tuami trataba de reflexionar, trataba de considerar la corriente, el viento y la piragua, pero no podía llegar a ninguna conclusión, y le dolía la cabeza.
Se sacudió irritado y las líneas paralelas se apartaron de los costados de la piragua.
Un viento favorable, y agua abundante alrededor, ¿qué más podía desear un hombre? Aquellas nubes que se endurecían a los dos lados eran colinas con árboles. Lo que se veía bajo la vela parecía ser terreno llano, donde quizá los hombres podían cazar al aire libre, sin tropezar entre árboles negros y piedras duras. ¿Qué más podía desear un hombre?
Pero todo era confuso. Se miró el dorso de la mano izquierda y trató de pensar. Había esperado la luz para volver a la cordura y a la condición humana que parecían haberlos abandonado, pero la aurora brillaba desde hacía tiempo y aún se sentían como en el barranco: perseguidos por fantasmas, hechizados, abrumados por una extraña aflicción irracional, como él mismo, o vacíos, postrados, profundamente dormidos. Parecía que el traslado de las embarcaciones —o de la embarcación más bien, pues habían perdido la otra— desde el bosque hasta lo alto de la cascada los había llevado a un nuevo nivel, no sólo de tierra, sino también de experiencia y de emoción. El mundo en cuyo centro se movía tan lentamente la piragua estaba oscuro entre la luz; era desaliñado, desesperante, sucio.
Movió el remo en el agua y las escotas se sacudieron. La vela hizo una observación soñolienta y luego volvió a llenarse atentamente. Quizá si estibaran bien la embarcación, si colocasen las cosas de modo adecuado... En parte para apreciar el trabajo de las mujeres, y en parte para alejar sus propios pensamientos, Tuami examinó el interior de la piragua.
Los fardos estaban donde los habían arrojado las mujeres. Los dos de babor formaban una tienda para Vivani, aunque, testaruda como siempre, ella prefería un refugio de hojas y ramas. Debajo había un haz de flechas, y se estaban estropeando pues Bata dormía sobre ellas boca abajo. Luego encontrarían las astas combadas o rajadas y las puntas de pedernal rotas. La parte de estribor era un revoltijo de pieles de poca utilidad para todos, pero las mujeres las habían arrojado allí en vez de atender a la vela. Una de las ollas se había roto y la otra estaba volcada con el tapón de arcilla todavía en su sitio. Habría poco que beber fuera del agua. Vivani se había tendido en las pieles inútiles. ¿Había puesto allí las pieles para estar cómoda, sin preocuparse por la preciosa vela? No sería raro. Vivani se cubría con una piel magnífica, la piel del oso cavernario que había costado dos vidas: el precio que su primer hombre había pagado por ella. ¿Qué importancia tenía una vela, pensaba Tuami amargamente, cuando Vivani quería estar cómoda? ¡Qué tonto era Marlan! Había huido con Vivani. El corazón, el ingenio, la risa y el increíble cuerpo blanco de Vivani lo habían enceguecido. ¡Y qué tontos eran todos! Habían ido con Marlan, obligados por su magia, o arrastrados por alguna compulsión inexpresable. Tuami miraba a Marlan con odio y pensaba en la daga de marfil que había estado afilando tan lentamente. Marlan estaba acostado, de frente a la popa, con las piernas extendidas en el fondo y la cabeza apoyada en el mástil. Tenía la boca abierta, y el cabello y la barba parecían un matorral gris. Tuami veía a la luz creciente cómo
Marlan había perdido la fuerza. Antes tenía arrugas alrededor de la boca, profundos canales desde las ventanas de la nariz hacia abajo; pero ahora la cara se le había adelgazado también. Había un agotamiento completo en aquella inclinación de la cabeza y en la mandíbula caída y oblicua. Dentro de no mucho tiempo, pensó Tuami, cuando estemos a salvo y fuera de la región de los diablos, me atreveré a utilizar la punta de marfil. Aun así, observar la cara de Marlan y pensar en matarlo intimidaba de veras. Tuami desvió la vista, echó una mirada al montón de cuerpos tendidos en la proa y luego se miró los pies. Tanakil estaba allí cerca, acostada de espaldas. No se le había agotado la vida como a Marlan, sino que más bien poseía vida en abundancia, una vida nueva y ajena. No se movía mucho y cada vez que respiraba sacudía un fragmento de sangre seca que le colgaba del labio inferior. Los ojos de Tanakil no estaban dormidos ni despiertos. Ahora que podía verlos claramente, Tuami descubrió que había noche en ellos, pues estaban hundidos y oscuros, con una opacidad sin inteligencia. Aunque se inclinó hacia adelante, los ojos de Tanakil no lo miraron y continuaron vueltos interiormente hacia la noche. Twal, acostada también allí, extendía un brazo, protegiendo a la niña. Tenía el cuerpo de una mujer vieja, aunque era más joven que él y madre de Tanakil.
Tuami volvió a pasarse la mano por la frente. Si pudiera dejar esta pala y trabajar en mi daga, o si tuviera carbón de leña y una piedra lisa... Paseó los ojos por la embarcación buscando algo que pudiera distraerlo. Soy como un charco; una marea me ha llenado, la arena se arremolina, las aguas se oscurecen y unas cosas extrañas me salen de las grietas de la mente, arrastrándose.
La piel que estaba a los pies de Vivani se movió y se levantó; Tuami creyó que ella despertaba. Pero una piernecita roja, cubierta con rizos y no más larga que una mano se extendió en el aire, palpó alrededor, probó la superficie de la olla y la rechazó; tocó la piel, se movió otra vez y frotó un mechón de pelo entre el pulgar y el índice. Satisfecha, tiró de la piel de oso, apretó firmemente los dedos alrededor de uno o dos rizos, y se quedó inmóvil. Tuami se estremeció como si tuviera un ataque epiléptico; la pala se sacudió también y las líneas paralelas se separaron de la piragua. La pierna roja era una entre otras seis que salían de una grieta.
—¿Qué podíamos haber hecho? —gritó.
El mástil y la vela se enderezaron. Vio que Marlan tenía los ojos abiertos y lo miraba.
Marlan habló desde muy adentro del cuerpo:
—A los demonios no les gusta el agua.
Eso era cierto y consolador. El agua brillante se extendía hasta muy lejos. Tuami miró a Marlan con una expresión de súplica, ya fuera del charco. Olvidó la daga casi afilada del todo.
—Sin el agua habríamos muerto.
Marlan cambió de posición; la madera dura le fatigaba los huesos. Luego miró a Tuami y movió la cabeza gravemente.
La vela era ahora de un color rojo oscuro. Tuami miró hacia atrás, a la barranca entre las montañas, y vio que había allí una luz dorada y que el sol se ponía. Como si obedeciera a alguna señal la gente comenzó a moverse, incorporándose y mirando por encima del agua las montañas verdes. Twal se inclinó sobre Tanakil, la besó y le murmuró algo al oído. Los labios de Tanakil se abrieron. La voz de la niña era áspera y llegaba de muy lejos en la noche:
—¡Liku!
Tuami oyó que Marlan le decía en voz baja desde el mástil:
—Es el nombre del demonio. Sólo ella puede pronunciarlo. Vivani estaba ya realmente despierta. Oyeron un bostezo fuerte y exuberante y la piel de oso se sacudió. Vivani se incorporó, se echó hacia atrás el cabello suelto y miró primeramente a Marlan y luego a Tuami. Tuami se sintió colmado inmediatamente de lujuria y de odio. Si ella hubiera sido lo que era, si Marlan, si su hombre, si ella hubiera salvado al hijo en la tormenta del agua salada...
—Me duelen los pechos —dijo Vivani.
Si ella no hubiera deseado al niño como un juguete, si yo no hubiera salvado a la otra como una broma...
Comenzó a hablar en voz alta y rápidamente:
—Hay llanuras más allá de esas colinas, Marlan, pues son menos altas; y allí habrá rebaños para cazar. Vayamos hacia la costa. Tenemos agua... ¡pero por supuesto tenemos agua! ¿Trajeron las mujeres la comida? ¿Trajiste la comida, Twal?
Twal levantó la cara, retorcida por la aflicción y el odio.
—¿Qué tengo que ver con la comida? Tú y él entregaron a mi hija a los demonios y ellos me devolvieron otra niña que no ve ni habla.
La arena se arremolinaba en el cerebro de Tuami. Pensaba con miedo: ellos me devolvieron un Tuami cambiado. ¿Qué debo hacer? Sólo Marlan es el mismo, más pequeño y más débil, pero el mismo. Buscó con la mirada al único que no había cambiado como algo a lo que podía aferrarse. El sol ardía en la vela roja y Marlan estaba rojo. Tenía los brazos y las piernas contraídos, el cabello y la barba estirados, unos dientes que eran dientes de lobo y los ojos como piedras ciegas. La boca se le abría y cerraba.
—Te digo que no pueden seguirnos. No pueden pasar por el agua.
Lentamente la niebla fue desapareciendo y al fin fue una vela que brillaba al sol. Vakiti se arrastró alrededor del mástil, evitando cuidadosamente que el cabello magnífico, del que estaba tan orgulloso, rozase las escotas. Se deslizó alrededor de Marlan, mostrándole, en la medida que se lo permitía la estrecha embarcación, respeto y pesar por habérsele acercado tanto. Pasó junto a Vivani y fue a donde estaba Tuami haciendo una mueca de arrepentimiento.
—Lo siento, patrón —dijo—. Ahora vete a dormir.
Se puso la pala del timón bajo el brazo izquierdo y se sentó en el lugar de Tuami. Aliviado, Tuami pasó por encima de Tanakil y se arrodilló junto a la olla llena, suspirando. Vivani se peinaba con los brazos levantados y moviendo el peine en todas direcciones. No había cambiado, o quizá sólo en relación con el pequeño demonio que ahora la poseía. Tuami recordó la noche en los ojos de Tanakil y renunció a la idea de dormir. Quizá lo haría luego, cuando tuviera que hacerlo, pero con la olla como ayuda. Las manos inquietas buscaron en la faja y sacaron de ella el marfil afilado, de mango sin forma. Encontró la piedra en la bolsa y se puso a afilar en medio del silencio. El viento se refrescó un poco y el remo empujaba detrás. La piragua estaba tan cargada que el viento no la podía zarandear como hacía a veces con las embarcaciones de corteza. Pero soplaba alrededor de ellos y se llevaba parte de la confusión de Tuami. Tuami trabajaba de mal humor en la hoja de la daga y no le importaba si iba o no a terminar de afilarla con tal de tener algo que hacer.
Vivani acabó de peinarse y miró a todos. Lanzó una risita que habría sido nerviosa en cualquiera menos en Vivani. Tiró de la cuerda que le sujetaba la cuna de cuero a los pechos y dejó que el sol le brillara en la piel. Detrás de Vivani se veían las colinas bajas y el verdor de los árboles con la oscuridad. La sombra se extendía sobre el agua como una línea delgada y los árboles se alzaban sobre ella verdes y jóvenes.
Vivani se inclinó y retiró a un lado la piel de oso. El pequeño demonio estaba tendido en un cuero al que se aferraba con manos y pies. Al derramarse la luz sobre él levantó la cabeza y abrió los ojos parpadeando. Se levantó apoyándose en los brazos y miró alrededor alegre y solemnemente, con rápidos movimientos del cuello y el cuerpo. Bostezó, de modo que pudieron ver que le salían los dientes, y luego movió la lengua rosada entre los labios. Olfateó, se dio vuelta, corrió a la pierna de Vivani y trepó por ella hasta el pecho. Vivani temblaba y reía como si este placer y amor fueran también temor y tormento.
Las manos y los pies del demonio se apoyaban en Vivani. Vacilando, medio avergonzada, con la misma risa asustada, Vivani inclinó la cabeza, lo acunó en los brazos y cerró los ojos. Los otros le sonreían también como si sintieran aquella boca extraña y tirante, como si a pesar de ellos mismos hubiera brotado allí un manantial de amor y de miedo. Hacían sonidos de adoración y sumisión, tendían las manos y al mismo tiempo temblaban a causa de la repulsión que sentían ante aquellos pies demasiado ágiles y aquel cabello rojo y rizado. Tuami, sintiendo en la cabeza remolinos de arena, trataba de pensar en el tiempo en que el demonio sería ya adulto. En aquellas tierras altas, a salvo de la persecución de la tribu, pero aislados de los hombres por las montañas demoníacas, ¿qué sacrificio se verían obligados a hacer a un mundo de confusión? Eran tan diferentes del grupo de audaces cazadores y magos que habían navegado río arriba hacia la cascada como una pluma mojada de una seca. Inquieto, Tuami daba vueltas al marfil en las manos. ¿Para qué servía afilarlo? ¿Para utilizarlo contra un hombre? ¿Quién afilaría una punta para vencer la oscuridad del mundo?
Marlan habló con voz ronca como luego de alguna meditación.
—Ellos se quedan en las montañas o en la oscuridad de debajo de los árboles. Nosotros nos quedaremos en el agua y las llanuras. Nos libraremos de la oscuridad de los árboles.
Sin tener conciencia de lo que hacía, Tuami volvió a mirar la línea de oscuridad que se alejaba, curvándose bajo los árboles a medida que la ribera retrocedía. El diablillo ya había comido bastante. Descendió del cuerpo inclinado de Vivani y se dejó caer en el pantoque seco. Comenzó a arrastrarse inquisitivamente, apoyado en los antebrazos y atisbando alrededor con la luz del sol en los ojos. La gente retrocedía y adoraba, reía y apretaba los puños. Hasta Marlan movió los pies y los recogió.
Era ya plena mañana y el sol se derramaba sobre ellos desde los montes. Tuami dejó de frotar la piedra contra el hueso. Sentía bajo la mano el bulto informe que sería luego el mango de la daga. No tenía fuerza en las manos ni imágenes en la cabeza. Ni la hoja ni el mango tenían importancia en aquellas aguas. Durante un momento tuvo la tentación de arrojar la daga por la borda.
Tanakil abrió la boca y pronunció las sílabas insensatas:
—¡Liku!
Twal se arrojó gritando sobre ella como si quisiera retener a la hija que la había abandonado.
La arena volvió al cerebro de Tuami. Se sentó en cuclillas y se balanceó de un lado a otro mientras daba vueltas al marfil en la mano, sin ningún propósito. El diablo examinaba el pie de Vivani.
De pronto llegó de las montañas un ruido, un estruendo tremendo que resonó alrededor y se extendió en una maraña de vibraciones a través del agua brillante. Marlan se agazapó y movió los dedos como apuñalando las montañas, y los ojos le centelleaban parecidos a piedras preciosas. Vakiti se había agachado y la pala los había desviado del viento, y la vela rechinaba. El diablo compartió toda esa confusión. Trepó rápidamente por el cuerpo de Vivani utilizando los brazos que ella había tendido instintivamente para protegerse y luego se acurrucó en la capucha de piel que Vivani tenía detrás de la cabeza y quedó allí encerrado. La capucha se agitaba.
El estruendo de las montañas dejó de oírse poco a poco. La gente, aliviada como si ya no sintiese la amenaza de un arma, volcó su risa en el demonio. Le gritaban al bulto. Vivani arqueaba la espalda y se retorcía como si una araña se le hubiera metido dentro de la piel. Luego el demonio reapareció, con el trasero hacia arriba y las pequeñas nalgas apretadas contra la nuca de Vivani. Hasta el severo Marlan retorció la cara en una sonrisa. Vakiti reía a carcajadas y no podía enderezar el rumbo, y Tuami dejó caer el marfil de las manos. El sol brillaba en la cabeza y las nalgas del diablillo y de pronto todo volvió a estar bien y las arenas descendieron al fondo del charco. Las nalgas y la cabeza se ajustaban y eran una figura que se podía palpar con las manos. Las manos esperaban en el marfil tosco del mango del cuchillo, mucho más importante que la hoja. Eran una respuesta al amor asustado y airado de la mujer y a las nalgas ridículas e intimidantes que se balanceaban en la cabeza; eran una contraseña. Las manos de Tuami buscaron a tientas el marfil y Tuami sintió en los dedos a Vivani y al diablo.
Por fin el diablo se dio vuelta y se acomodó. Asomó la cabeza y luego la metió en el cuello de Vivani. Y la mujer se frotó la mejilla contra el pelo rizado del diablo, sonriendo y mirando desafiante a la gente. Marlan habló en medio del silencio:
—Ellos viven en la oscuridad bajo los árboles.
Tomando el marfil firmemente y sintiendo la embestida del sueño, Tuami contempló la línea de oscuridad. Estaban muy lejos y detrás había mucha agua. Atisbo hacia adelante más allá de la vela para ver qué había en la otra orilla, pero el lago era tan largo y el agua centelleaba tanto que no pudo ver si la línea de oscuridad terminaba en alguna parte.
Fin