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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
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    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    DESAYUNO CON AMOR (Corín Tellado)

    Publicado en junio 02, 2013

    Desayuno con Amor (1993)


    ARGUMENTO

    Alexandra, una joven psicóloga divorciada, no podía creer que aquel apuesto muchacho llamado Pablo era la persona que le enviaba la Oficina de Empleo para atender a su desesperada solicitud de una «chica para todo». Pero a pesar de su sorpresa y disgusto inicial, Pablo resulta ser un compañero tierno y alegre para su hijo y su perro, además de atender las tareas de la casa con auténtica destreza. Muy pronto la casa se llena de vida y un ritmo familiar envuelve de felicidad a todos. Mientras, Alexandra se ocupa de los pacientes en su consulta, recupera su vida social y sale a menudo con Enrique, un abogado que quiere casarse con ella.

    Poco a poco, la naturalidad y la ternura de Pablo van haciéndose un sitio en el corazón de Alexandra. Más allá de la relación profesional que les une, ambos se ven desbordados por una atracción que traspasa todas las barreras sociales y culturales. Alexandra sabe que tarde o temprano deberá decidir entre continuar su relación con Enrique o dejarse llevar por la pasión que siente por Pablo y asumir las consecuencias...


    SOBRE LA AUTORA

    María del Socorro Tellado López, conocida como Corín Tellado, (1927 - 2009) fue una escritora española de novelas románticas nacida en Viavélez (Asturias).

    A lo largo de su dilatada carrera literaria -56 años desde que publicó su primera novela, Corín ha publicado unos 5.000 títulos, ha vendido más de 400.000.000 de ejemplares de sus novelas y ha sido traducida a varios idiomas. No en vano figura en el Libro Guiness de los Records 1994 (edición española) como la más vendida en lengua castellana.

    Muchos factores son los que marcan la diferencia entre Corín Tellado y el resto de las "grandes damas" de la novela sentimental: el éxito de Corín reside en su facilidad para conseguir que sus lectores se identifiquen con los personajes. Ella hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor, amistad. Las tramas de sus historias son desgarradoras, llenas de equívocos, y sus hombres y mujeres sienten pasiones: unas veces amor y otras odio; lo mismo son generosos que se dejan arrastrar por la codicia.

    Los argumentos de Corín Tellado nunca se desarrollan en escenarios románticos, exóticos o históricos, sino todo lo contrario: tienen lugar en una época actual. Cada una de sus novelas es el reflejo de la realidad inmediata que nos rodea, de las costumbres al uso. Corín Tellado ha sido pionera, tanto en su forma de vivir como en la de enfocar su trabajo.



    CAPÍTULO 01


    Pablo no pudo por menos que detenerse en la acera, frente a la enorme cristalera de la agencia de empleo, al ver que un Ford Cabrio luchaba por abrirse un hueco entre dos automóviles estacionados exactamente frente a la puerta del local al que él se dirigía. La mujer que no dejaba de apretar el acelerador una vez había conseguido entrar en contacto con el parachoques del auto posterior parecía la viva imagen de la furia. Parapetada tras unas gafas de sol oscuras, con el hermoso pelo castaño claro trenzado descuidadamente y un ligero jersey de algodón blanco, fruncía los labios y maldecía en una jerga incomprensible.

    —¿Es que tienes mucho interés en ver cómo estaciono? ¿Lo harías tú mejor?

    Pablo tardó un minuto en comprender que la mujer se dirigía a él. Tenía un fuerte acento anglosajón y, evidentemente, su entonación no era amistosa.

    Pablo se encogió de hombros. Al fin y al cabo la calle era de todos y no tenía por qué responder. El sí que tenía motivos para estar furioso y malhumorado. Sólo disponía ya de una noche para abandonar el apartamento de alquiler en el que vivía y aún no había encontrado un alojamiento asequible a sus escasas posibilidades económicas. Pablo sonrió para sus adentros al calificar de «escaso» su poder adquisitivo. Realmente sus posibilidades eran nulas, iguales a cero. Si aquel mismo día no encontraba un empleo, su porvenir se le antojaba francamente desolador.

    —Sí, te hablo a ti. No pongas cara de ocho cuando te hablo —volvió a increparle la mujer.

    Pablo le sonrió y se bajó sus propias gafas de sol, mirándola con ironía sobre sus lentes.

    —Por muchos esfuerzos que haga no conseguirá estacionar en este hueco. Si tuviera un seiscientos...
    —¿Y por qué he de tener un seiscientos? ¿Es que no concibes que una mujer pueda tener un coche más grande que un seiscientos?

    Pablo se calló el comentario soez que le cruzó por la mente y pensó en lo mucho que habían cambiado las cosas. Hacía apenas unos años, a ninguna mujer se le hubiera ocurrido discutir a voz en grito en la calle por su forma de estacionar. Ahora, en cambio, parecían haber incluido entre sus reivindicaciones el ser las legítimas herederas de la destreza de los famosos pilotos de fórmula 1.

    La mujer apagó el motor, retiró la llave de contacto y descendió del auto, dejándolo completamente cruzado en la calle. Pablo levantó las cejas admirativamente. Aquella mujer era todo un carácter. No pudo evitar admirar sus largas piernas, bronceadas y esculturales, que mostraba generosamente bajo una minifalda blanca que apenas cubría sus muslos. La mujer se dirigió a la agencia de empleo a paso enérgico y Pablo observó cómo una furgoneta de reparto se aproximaba por la calle y comenzaba a tocar la bocina para llamar la atención del conductor del vehículo que le estorbaba el paso. Con una sonrisa de indulgencia, se encogió de hombros y se dijo que no valía la pena aguardar. Pablo fue a entrar a la agencia y tropezó con la mujer del automóvil.

    —¿Es que además de mirón no tienes educación? —le espetó ella.
    —Perdone —se disculpó Pablo—. Yo iba a pasar y...
    —Simplemente no se te ocurrió cederme el paso —concluyó ella—. Todos los hombres han perdido las formas, no conservan un ápice de buenas maneras, sólo aceptan los presupuestos que les convienen de la liberación de la mujer...
    —Si a lo que se refiere usted es a las buenas maneras, espero que haya reparado en que, al menos, yo la trato de usted —protestó Pablo al fin—. Podría dirigirse a mí con un poco de respeto—Pablo enmudeció de asombro cuando la mujer, ignorándole, le apartó de su camino y entró directamente sin terminar de escucharle. Cuando se repuso de su sorpresa, pasó él mismo a la agencia y esperó unos momentos a que sus ojos se acostumbrasen a la penumbra del local. No le extrañó ver a la intrépida conductora comenzar a discutir de inmediato con uno de los empleados, casi sin que mediase saludo. Pensó por un momento en hacerle la observación de que sería mejor que retirase su auto de en medio de la calle, pero desistió al momento.
    —¡Pablo! ¡Qué sorpresa! —oyó que exclamaba una voz al otro lado del mostrador.

    Pablo se dirigió hacia Cristina, la psicóloga encargada de seleccionar a los candidatos a un empleo de acuerdo con su perfil.

    —Iba a tomar un café. ¿Quieres acompañarme y hablamos? —invitó la joven.

    Pablo asintió mudamente. Cristina dirigió una mirada de rencor a la extranjera que seguía discutiendo con el encargado de las ofertas de empleo y recogió su bolso de debajo del mostrador.

    —Salgo un momento, José Luis —el aludido le dirigió una mirada suplicante y Cristina sonrió a espaldas de la mujer, advirtiéndole—: Creo que es a usted a quien reclaman, señora Farewell. Su auto estorba el paso en la calle.

    La mujer del Ford Cabrio prosiguió impertérrita la enumeración de sus muchas reclamaciones dirigida hacia el encargado de las ofertas de personal, haciendo oídos sordos a la advertencia de la joven psicóloga.

    Cristina se encogió de hombros y salió a la calle seguida de Pablo. Eran apenas las once de la mañana de un día de agosto que prometía ser tórrido. Los dos jóvenes echaron a andar por la desierta calle, a la sombra de los edificios.

    —Esa mujer está al borde de un ataque de histeria y conseguirá que nosotros acabemos mal de los nervios cuando la veamos aparecer. Fíjate que...
    —¿Encontraste algo para mí, Cristina? —la interrumpió Pablo con ansiedad.

    La joven miró al frente y Pablo echó a andar junto a ella con las manos en los bolsillos de su pantalón de pinzas beige.

    —Como no te ofrezca mi propio puesto... —dijo la muchacha.
    —¿No os ha llegado ninguna oferta?

    Pablo miró a la joven psicóloga y ésta apretó los labios y negó con la cabeza con expresión de pesar.

    —Compréndelo, Pablo. Prácticamente todas las empresas han cerrado por vacaciones; las pocas que permanecen abiertas saben positivamente que durante este mes no tendrán ningún agobio. Es la peor época para la contratación...
    —Ya te dije que estoy dispuesto para lo que sea. Me es lo mismo que se trate de un puesto de secretaria que de albañil. Tengo hasta esta noche de plazo para abandonar mi apartamento y, a partir de mañana, me convertiré en un indigente si no puedo presentar al menos un contrato laboral para que me alquilen una habitación. Además, ya he consumido hasta la última cifra de mis exiguos ahorros.

    No era habitual en Pablo hacer públicas sus penurias, pero su situación era ya límite.

    —¿Por qué no te vas unos días de Madrid? —sugirió Cristina—. Hasta septiembre. Yo te avisaré en cuanto encuentre algo.

    Ya habían llegado a la cafetería y ella estaba encaramándose a un taburete. El camarero se acercó lentamente hacia ellos.

    —¡Las once de la mañana y sois los segundos clientes! No sé por qué ese empeño en dejar el bar abierto en agosto. ¡No hay nadie por aquí! —protestó dirigiéndose a Cristina, una de las habituales de la cafetería.
    —Los que no nos hemos ido aún de vacaciones necesitamos un café —protestó la joven—. El mío con leche. ¿Y el tuyo, Pablo?
    —Solo —respondió Pablo dirigiéndose al camarero.
    —¿Qué dices a lo de esas vacaciones? —volvió a preguntar Cristina a Pablo.
    —No puedo hacerlo —respondió él crípticamente—. No quiero sumarme a las legiones de estudiantes en busca de apartamento en septiembre. Sabes muy bien que aún será más difícil para mí encontrar algo si dejo pasar el tiempo.
    —¿Pero no puedes irte un par de semanas fuera de Madrid? —insistió la joven sacudiendo el sobrecito de azúcar y rasgando una de las esquinas para verterlo en el café.
    —No puedo, Cristina. Tú no tienes problema porque continúas viviendo en casa de tus padres, pero yo hace muchos años que abandoné la de los míos y no puedo regresar si no es aceptando las condiciones que ellos me imponen —Pablo removía su café sin conseguir disimular la crispación de su rostro—. No puedo regresar allí con veintinueve años y reconociendo que he fracasado, que no puedo vivir por mi cuenta...

    Cristina suspiró ruidosamente.

    —Pero tendrás que dormir en algún sitio... Y comer...
    —Prefiero pedir un favor a un extraño que volver a casa de mis padres reconociendo mi derrota. —Pablo miró a Cristina sonriendo—. Mientras vuestra agencia esté cerrada y tú disfrutas de tus vacaciones, me dedicaré a recorrer obras ofreciéndome como peón.
    —¡Me cuesta creer que con tu brillante expediente estés en esta situación! —dijo Cristina, abatida y sin poder evitar sentir una cierta culpabilidad.

    Lo cierto era que había hecho lo posible por Pablo, pero apenas lo proponía para un puesto, los clientes siempre tenían algo que objetar: tenía demasiados años para ocupar una categoría tan baja; la oferta era para una persona del sexo femenino; su titulación no les parecía la adecuada...

    —Es cuestión de suerte. ¡Tú la tuviste! —exclamó Pablo, optimista.
    —Veremos si dentro de unos meses yo no me encuentro en tu misma situación... —dijo sombría la joven.
    —Verás cómo no —aseguró Pablo.
    —¿Y adonde irás a partir de mañana? —le preguntó ella, temiendo la respuesta que iba a escuchar de sus labios.

    Él negó con la cabeza, dando a entender con su gesto que la pregunta no tenía respuesta.

    —¿No tienes algún amigo que viva solo? —insistió Cristina.
    —Me dieron el ultimátum de abandonar el apartamento hace apenas cinco días. Casi todos mis amigos viven con sus padres y los que viven solos están de vacaciones. No puedo localizarlos —dijo Pablo intentando no parecer desesperado.
    —Pablo, me estás poniendo los pelos de punta —le advirtió ella, llamándose mil veces estúpida por haberle preguntado sobre el tema—. ¿No sabes qué vas a hacer o me lo quieres poner más difícil para que encuentre algo para ti en veinticuatro horas?
    —No te lo pongo difícil, Cristina —respondió Pablo—. He respondido a tu pregunta.
    —Lo siento —se disculpó la joven—, pero es que me siento aterrada al pensar en tu situación —bebió el café de un sorbo y ofreció—: ¿Hay algo en lo que pueda ayudarte?

    Pablo negó con la cabeza. De repente se quedó pensando y la miró intentando descubrir si su ofrecimiento era sincero.

    —Tal vez una cosa... Algo sin importancia —se apresuró a añadir Pablo.
    —Dime —le animó ella.
    —Verás, tengo unas seis cajas llenas de libros, discos y cosas parecidas... No puedo salir del apartamento y vagar por ahí buscando trabajo y alojamiento con seis cajas y dos maletas... Si pudieses guardármelas hasta que encuentre algo —sugirió Pablo, esperanzado.
    —¡Por supuesto que puedo guardártelas! —sonrió Cristina—. Verás, yo soy la encargada de cerrar mañana el local. Allí tenemos un pequeño almacén en la parte posterior. Está vacío. Puedes venir mañana por la mañana y dejaremos allí las cajas.

    Pablo sonrió, agradecido, y ella prosiguió:

    —Lo único que sucede es que yo no puedo disponer de mi auto mañana. Tengo que dejarlo en el taller para que le hagan una pequeña revisión. Salgo hacia la playa mañana a mediodía. ¿Cómo traerás las cajas? —preguntó ella.
    —Ya me las arreglaré. Me basta con que me las guardes.


    —¡Esto es inaudito! —se exasperó Alexandra, golpeando impacientemente el suelo con su tacón—. ¡Vengo a ofrecer un puesto de trabajo y me dicen que no han encontrado a nadie!
    —Señora Farewell, su automóvil impide el paso de una furgoneta y el pobre conductor está... —avisó José Luis, aturdido ya por Alexandra y el sonido insistente de la bocina que no dejaba de sonar un solo instante.
    —¡Son los de la acera contraria quienes están mal aparcados! ¡Que salgan ellos! ¿Qué me dice de lo mío?
    —Estamos en agosto... La gente no piensa que vaya a encontrar un puesto de trabajo durante este mes y... no localizamos a nadie para cubrir su oferta —se excusó encogiéndose de hombros, dando evidentes muestras de lo impotente que se sentía para satisfacer los requerimientos de la mujer.
    —¡Creo yo que no hay que ser una lumbrera para encontrar a una persona que cubra un puesto de empleada del hogar! —dijo Alexandra llevándose la mano a la frente, con patente ironía, pero su tono de voz, más relajado por un momento, volvió a trocarse en una furiosa diatriba—. Y además, por lo que veo, ustedes son el colmo de la irresponsabilidad y la ineptitud... ¡Piensan cerrar la agencia durante el mes de agosto dejando ofertas de empleo sin cubrir!
    —No es tan fácil como usted piensa —protestó el empleado—. Quiere usted a alguien joven, con buenas referencias y experiencia, pero que no haya trabajado en demasiadas casas. Una persona a la que le gusten los niños, los perros, dispuesta a sacrificar algunos fines de semana... ¿No le parece que la tarea tiene una cierta dificultad?
    —¿No le parece que su trabajo consiste en superar esa aparente dificultad? —objetó Alexandra con mordacidad.
    —¿Por qué no recurre a la sección de demandas de empleo de un periódico? —sugirió José Luis con un hilo de voz.
    —¿Me estoy volviendo loca? —Alexandra se quitó las gafas de sol y las depositó sobre la mesa. Sus hermosos ojos grises relampagueaban, desmintiendo la sinceridad de la sonrisa que se perfilaba en sus labios—. Veamos —comenzó con una peligrosa y amenazadora serenidad—, yo he recurrido a ustedes para que me envíen a una persona con referencias que debe ocupar un puesto de empleada del hogar, una mujer que debe trabajar como interna en mi casa. No creo que sea demasiado pedir pretender disponer de una mínima garantía de honestidad de la persona que va a dormir bajo mi mismo techo. ¿O sí es demasiado pedir?

    José Luis negó enfáticamente con la cabeza.

    —Y ustedes, precisamente los de la agencia que tanto insistieron en su infalible servicio y absoluta garantía, me sugieren ahora que recurra a una anónima sección de demandas de empleo de un periódico, donde ni siquiera puedo pedir referencias ni responsabilidades a nadie —el tono de voz de Alexandra había ido subiendo de nuevo—. ¿No es eso lo que me ha dicho?
    —Yo sólo pretendía...

    José Luis se aferró casi con desesperación al tablero que hacía las veces de mostrador.

    —Espero que dentro de sus pretensiones esté la de enviar sin falta a una muchacha a mi casa en un plazo de veinticuatro horas. ¡Y no se olvide de darme un teléfono para que pueda reclamar si no me satisface la candidata a la que envíen!

    Alexandra Farewell se colocó enérgicamente las gafas de sol, que resbalaron irremediablemente sobre el puente de su fina y pequeña nariz, y salió a la calle sin despedirse, dirigiéndose hacia su automóvil con una incomprensible tranquilidad y sangre fría. Otros dos automóviles se sumaban ya al concierto de cláxones y José Luis contempló, estupefacto, cómo Alexandra ignoraba las imprecaciones de los conductores para arrancar su auto como si ella no hubiese sido culpable en absoluto de aquel pequeño embotellamiento.

    José Luis se secó el sudor de la frente y elevó los ojos al cielo, en una muda plegaria, como si pidiese un milagro imposible para satisfacer la demanda de aquella enérgica mujer en un plazo prácticamente imposible.


    Tras despedirse de Cristina, Pablo tomó el metro que le llevaría de vuelta a su apartamento para terminar de empaquetar sus cosas. Buscó infructuosamente por los alrededores de su casa una panadería que estuviese abierta. La única que encontró ya había agotado sus existencias. Se dirigió con paso cansino hacia el portal de su casa y, antes de subir, decidió telefonear a uno de sus amigos para saber si él podría hacerle el favor de compartir su puesto de reventa de entradas en un cine de la calle de Fuencarral, mientras aquella mala racha por la que atravesaba tocaba a su fin. Pablo aguardó pacientemente a que respondieran su llamada mirando con insistencia el reloj: eran las doce menos diez. Cuando ya se disponía a colgar, oyó una somnolienta voz al otro lado del hilo. —¿Sí?

    —¿Ricky? ¿Estabas durmiendo?
    —Sí, estaba durmiendo —respondió malhumorada la voz.
    —Lo siento, chico. No pensé... Soy Pablo —dijo éste sin saber cómo disculparse.
    —Ya, ya te he reconocido. Dime.

    Pablo se dio cuenta de que su llamada no había sido precisamente oportuna.

    —Verás, es que estoy muy apurado. Pensaba que a lo mejor no te vendría mal dejarme compartir contigo el puesto de reventa...
    —¿Estás loco? —interrumpió la voz— ¿Es que no te has enterado de que en agosto no hay reventa de entradas? No hay en todo Madrid una sala llena. ¿Cómo vas a vender a la gente unas entradas que pueden comprar en taquilla más baratas?
    —Pero... ¿Y tú qué haces en agosto? —preguntó Pablo, al borde de la desesperación.
    —Yo me marcho esta noche a Marbella... Voy a poner copas en un pub que han abierto unos amigos.
    —¿Y no tendrán trabajo para otro más? —inquirió Pablo, desesperanzado, pero sin cejar en su intento de tentar a la suerte.
    —Ya están al completo. Pero si hubiese algo, yo te llamo desde allí —propuso Ricky sin mucho entusiasmo.
    —De acuerdo, llámame si encuentras algo. Que te lo pases bien —y Pablo colgó el teléfono sin aguardar respuesta.

    ¿Para qué explicarle que no iba a tener lugar alguno donde llamarle? ¿Para qué volver a comenzar con su interminable retahíla de desdichas? Ricky se iría aquella misma noche y bastante tenía con solucionar la difícil papeleta de su propia vida. Pablo se sintió tentado de maldecir su suerte, pero se encogió de hombros y se dispuso a subir a su apartamento para terminar de recoger sus escasas pertenencias.


    —¡Creo que voy a estallar!

    Alexandra estaba sentada en el sofá de su casa y rascaba la enorme cabezota de un san Bernardo que parecía tan agobiado como ella misma.

    A pesar de la semi penumbra de la sala, la temperatura a las tres de la tarde no debía de bajar de los cuarenta grados a la sombra. El san Bernardo miraba a su ama con ojos somnolientos e inclinaba la cabeza a uno y otro lado dando a entender que seguía sus palabras con toda la atención e inteligencia a la que podía aspirar un miembro de la raza canina durante las horas más calurosas de una tarde de agosto.

    —¿Puedes entender que en sólo una semana toda una ciudad se haya paralizado de este modo? ¿Toda la ciudad excepto mis pacientes? —El perro cerró los ojos y dejó caer su cabezota sobre la pierna de Alexandra. Esta apartó su pierna bruscamente—. Me llenas de babas, Rick —el aludido levantó las orejas al oír su nombre y miró lánguidamente a su dueña—. No tengo a nadie con quien dejar a Dan mientras yo paso consulta, nadie me ayuda a limpiar la casa, ni siquiera tengo tiempo de salir al campo con Dan y contigo porque no puedo parar de fregar y cocinar un instante.

    Alexandra se levantó y se dirigió abatida a la cocina, donde abrió la nevera para servirse un refresco. El perro, al oír la puerta del frigorífico girar sobre sus goznes con su sonido característico y prometedor, se apresuró a correr hacia la cocina sin reparar demasiado en los destrozos que su rabo enorme y peludo iba ocasionando a su paso.

    —¡Oh, Rick!

    Alexandra contempló desolada que el perro había vuelto a tirar el recipiente que contenía unas decorativas plumas teñidas de colores, que se habían vuelto a esparcir por todo el salón en una especie de lluvia multicolor. El perro movió el rabo, mirando a su ama, sin comprender el motivo de su desolación.

    Alexandra se mordió insistentemente el labio inferior y, por fin, se encogió de hombros.

    —Al fin y al cabo tú no tienes la culpa. Sólo eres un perro. Ni Dan ni tú sois los culpables de que las guarderías estén cerradas, de que la gente esté bronceándose al sol en una playa, de que mis pacientes prosigan con su tratamiento cuando el asfalto vomita fuego... Ninguno de nosotros tenemos la culpa de que el bastardo de Juan Luis haya decidido a última hora cambiar la fecha de sus vacaciones y no os haya llevado con él a su flamante chalet...

    Al pronunciar las últimas palabras, Alexandra descargó su furia contra la puerta del refrigerador, cerrando la puerta de una patada. Los imanes adheridos al blanco PVC se desplomaron al suelo junto con las notas de la compra, los dibujos de Dan y el bolígrafo imantado. Rick movió el rabo dubitativamente, como si no supiese muy bien qué estaba sucediendo. Por fin, levantó su enorme cabezota y dejó colgar su lengua, empapando de babas los papeles caídos.

    Alexandra depositó sobre la encimera de la cocina, con un airado golpe, el bote de refresco que sostenía en su mano y sintió que las lágrimas la cegaban. Se inclinó sobre la encimera y comenzó a llorar de rabia e impotencia. ¿Es que nada iba a salirle bien?

    Desde que se había divorciado de Juan Luis había intentado desesperadamente tomar las riendas de su vida sin mirar atrás, sin arredrarse ante las dificultades que encontraba en su camino. Pero las cosas no eran fáciles para una mujer divorciada, con un hijo y que trabajaba por su cuenta con un loable afán de superación.

    Alexandra había sorteado sin dificultad el inicial problema del idioma. Cuando llegó a España apenas si sabía pronunciar un par de frases de compromiso y, al cabo de un año, hablaba español con notable soltura. También había conseguido superar el hecho de encontrarse sola en un país extraño, sin amigos, sin familia, dependiendo exclusivamente de su marido y las relaciones a las que éste le daba acceso. Había conseguido la convalidación de su título de psicóloga especializada en problemas de psicomotricidad, sin pensar entonces que su separación la obligaría a ejercerlo antes de lo que tenía previsto. Pero ahora se veía impotente para solucionar algo tan simple como el hecho de compatibilizar su trabajo y su maternidad a lo largo de los veinticinco días que aún quedaban de aquel mes de agosto.

    Rick la golpeó con la pata y lloriqueó brevemente, desconcertado por el llanto de Alexandra. Esta se limpió las lágrimas con la mano y se acuclilló acariciando al perro, que lamió los dedos de la joven con fruición.

    —¿Qué es lo que vamos a hacer? Teresa ya se ha marchado y no tengo ni una sola vecina que pueda cuidar de Dan mientras yo trabajo. Y no puedo llevarle conmigo a la consulta...

    La recepcionista que se encargaba del teléfono y de abrir la puerta a las visitas llevaba de baja ya dos días. La muchacha había tenido que ser ingresada por una operación de apendicitis y Alexandra presentía que su dolencia se prolongaría por espacio de un par de semanas. —¡Mamá!

    Alexandra se puso en pie y se dirigió hacia la habitación donde su hijo, Daniel, dormía la siesta.

    —Aún no es hora de levantarte, Dan —le dijo, a la vez que cerraba la puerta para impedir que el perro pasase a la habitación del niño. Rick aguardó en la puerta, desconcertado y no muy conforme con la prohibición.
    —Mamá, ¿me llevarás al parque esta tarde? —preguntó el niño, dejándose caer de nuevo sobre la almohada.

    Alexandra contempló con ternura el pequeño cuerpo cubierto de sudor y le apartó el rubio cabello pegado a la frente.

    —Esta tarde tengo que trabajar —se excusó ella.
    —¿Y me quedaré con Teresa y con David? —preguntó el niño, esperanzado.

    Alexandra movió la cabeza negativamente. Daniel parecía no haber comprendido que Teresa y su hijo, David, de la misma edad que Dan, se habían marchado durante un largo mes y que no tendría junto a él a su eterno compañero de juegos.

    —David se ha ido con sus padres de vacaciones, cariño —le explicó Alexandra, haciendo esfuerzos por reunir una infinita paciencia, anticipándose al aluvión de preguntas que presentía que llovería a continuación.
    —¿Y cuándo nos iremos de vacaciones nosotros, mamá? —preguntó inevitablemente el pequeño Dan.
    —Este año no habrá vacaciones, hijo —suspiró Alexandra levantándose y procediendo a apilar los juguetes del niño.
    —¿Y cuándo iremos al chalet de los abuelos? —volvió a preguntar.
    —Pasarás allí el sábado —le sonrió ella.
    —¿Cuánto falta para el sábado? —preguntó él, ingenuamente.

    «¡Una eternidad!», pensó Alexandra, pero contestó:

    —Sólo cuatro días —y volvió a dirigirse a la cama de su hijo, viendo cómo éste contaba con los dedos—. Eso son tres días, Dan.
    —Hoy ya no lo cuento —replicó el niño sin inmutarse—. ¿Faltan cuatro días contando hoy o sin contarlo?
    —Sin contarlo, cariño. Hoy está a punto de acabar —le sonrió ella.

    Pensó que ojalá fuera cierto. Estaba deseando que llegase el día siguiente, que la sorprendiesen con la noticia de que al fin habían encontrado una muchacha que pudiese cuidarse del niño y de la casa.

    El perro arañó la puerta y Dan se incorporó.

    —¡Deja pasar a Rick! —exclamó.

    «Se acabó la siesta», pensó Alexandra con resignación. Y cuando abrió la puerta, una enorme bola de pelo corrió hacia los pies de la cama de la que el pequeño Dan se levantaba a toda prisa.


    —¡Bueno! ¡Ya he terminado!

    Pablo se sentó sobre el desvencijado sillón del salón y tomó del suelo una lata de cerveza que se había calentado considerablemente. Bebió un largo trago sin reprimir una mueca de desagrado por la temperatura del líquido.

    Se sintió terriblemente desazonado al contemplar las cajas que, en fila en el corredor, le recordaban el incierto mañana que le aguardaba.

    Sobreponiéndose a su inquietud, se puso una camiseta sobre el torso desnudo y se dirigió a la casa de su vecino, un jubilado que vivía solo y con el que departía en la escalera siempre que se lo encontraba. El anciano, como recompensa a las atenciones de Pablo, le había ofrecido su teléfono cuando le hiciese falta. El muchacho nunca lo había utilizado si no era para recibir llamadas. Cada vez que acudía a una entrevista para un posible trabajo, dejaba aquel número como contacto. También le llamaban allí sus padres, una vez a la semana, para recordarle que tenía una familia e interesarse por su situación.

    Pablo llevaba más de dos años mintiéndoles sistemáticamente, contándoles que tenía un magnífico puesto en un gabinete de psicología, que los clientes le llovían y que su situación era inmejorable.

    —¿Y por qué no te has hecho instalar el teléfono? —le preguntaba su madre invariablemente.
    —No quiero que los clientes me molesten. Prefiero vivir sin teléfono. Vosotros ya sabéis dónde localizarme y eso basta.

    Pulsó el timbre y esperó a que los cansinos pasos del anciano se aproximaran a la puerta para gritarle su nombre. El pobre don Eduardo era muy desconfiado. Temía constantemente la intrusión de un desconocido en su domicilio y solía asegurarse muy bien antes de abrir la puerta.

    —¡Pablo, hijo! —le saludó—. Hoy tampoco has tenido ninguna llamada. Pero pasa, pasa. Ven a sentarte conmigo un ratito —el anciano ya se alejaba a pasos cortos por el pasillo, arrastrando los pies—. Cierra la puerta... Precisamente en este momento estaba abriéndome una cervecita... ¡En este tiempo entran tan bien! ¿No quieres una?

    Pablo le siguió y aceptó el botellín que don Eduardo le tendía.

    —Don Eduardo, vengo a decirle que mañana me mudo de casa —dijo levantando la voz.
    —¿Mañana ya? ¡Qué pronto pasan los días! —suspiró el hombre—. ¿Y cómo te localizaré si alguien te llama?
    —Yo le llamaré a usted, don Eduardo. Y me acercaré a hacerle una visita de vez en cuando —prometió Pablo.
    —A los viejos nadie nos hace visitas —sentenció el anciano moviendo la cabeza—. ¿Y adónde vas, si puede saberse?
    —Primero me marcharé unos días de vacaciones —mintió Pablo—. Después, cuando regrese, la inmobiliaria a la que contraté me tendrá preparado un nuevo apartamento, aunque no sé exactamente la dirección.
    —¿No te has preocupado de conocer la zona en la que vas a vivir? —el anciano movió la cabeza en señal de desaprobación—. Los jóvenes no pensáis las cosas...
    —Me gustan las sorpresas, don Eduardo. Nada hay mejor que una desconcertante sorpresa de última hora...


    CAPÍTULO 02


    Alexandra sonrió a su pequeño paciente y a la madre de éste, intentando desesperadamente ignorar los gritos y carreras de Dan a los que seguían invariablemente los sonoros ladridos de Rick. Había tenido que dejar a Dan solo en el piso superior mientras ella pasaba la consulta del día y, a pesar de su determinación de concentrarse en su trabajo, la algarabía en la planta de arriba no estaba contribuyendo a tranquilizar su alterado estado de ánimo.

    —Y ahora, Álvaro, para terminar —dijo poniendo en su voz todo el entusiasmo que pudo reunir—, vamos a imaginar que haces una llamada telefónica a tu tobillo derecho.
    —¿Cuál es mi tobillo derecho? —preguntó el aludido. La madre se inclinó impaciente sobre él.
    —Este, Álvaro, éste.

    Alexandra no pudo reprimir una mueca de desaprobación y se volvió a dirigir al pequeño.

    —¿Cuál es el tobillo izquierdo, Álvaro?
    —¿Éste? —sonrió el niño, recuperando momentáneamente su confianza, un tanto menguada por las constantes intrusiones de su madre y por los ladridos roncos y potentes que oía exactamente sobre su cabeza.
    —Bien. ¿Lo ves? Es como si le hubieses hecho una llamada telefónica y él te ha contestado moviéndose.

    Alexandra se incorporó y no pudo evitar un sobresalto cuando el sonido de la televisión irrumpió con una potencia comparable a la del montaje de sonido de un concierto de rock.

    —Hemos terminado por hoy, Álvaro —Alexandra se dirigió a la madre, que ya tomaba de la mano al niño tirando impacientemente de él—. Lamento mucho todas estas interrupciones —alzó un poco la voz cuando la mujer frunció el ceño y señaló sus oídos—. ¡Digo que lamento estas interrupciones! ¡Han tenido que ingresar a Sonia y, como estoy sola...!
    —Lo comprendo. Será sólo cuestión de un par de días —gritó a su vez la madre sin ocultar su evidente malestar.

    Alexandra acompañó a la señora Ventura hacia la puerta y regresó trotando a la sala de espera, irrumpiendo impetuosamente y detectando de inmediato la sorpresa e incomodidad de los presentes.

    —Estoy con ustedes enseguida. Un minuto, por favor.

    Salió corriendo hacia una puerta al fondo, abrió con su llavín y subió a toda prisa las escaleras que conducían a su vivienda particular.

    —¡Daniel! ¡Baja el volumen de la televisión de inmediato!

    El niño gritó algo que Alexandra no pudo oír sobre la música infernal del aparato. Por fin comprendió lo que Daniel intentaba explicarle y corrió por la habitación siguiendo a Rick, que saltaba sobre sillones y muebles llevando entre sus dientes el mando a distancia del televisor y que, mientras corría, oprimía con sus dientes los botones cambiando constantemente de canal. Era imposible sobreponerse al ruido. Alexandra se dirigió al enchufe y desconectó el televisor. Ante el súbito silencio, Rick soltó el mando a distancia sobre la alfombra y ladró alegre y sonoramente, como si se sintiese orgulloso del bullicio y la diversión que había conseguido provocar en los habitantes de la casa.

    Alexandra se dirigió hacia el perro, pero éste, intuyendo las intenciones de su dueña, se parapetó tras la barra del mueble—bar con las orejas gachas y moviendo insistentemente el rabo.

    —¡Mamá! —protestó Daniel con voz quejumbrosa, reclamando su atención—. Yo quiero ver los dibujos animados.
    —¡Se han acabado los dibujos animados! —gritó Alexandra desesperada.
    —¡Mamá! —volvió a protestar el niño.
    —Ahora te vas a poner a jugar en tu habitación y te prohíbo que dejes pasar a Rick. No quiero tener que volver a subir cuando empieces a gritar porque el perro te ha arrebatado uno de tus repugnantes monstruos de goma o te ha destrozado uno de tus vehículos espaciales. ¡Estoy trabajando, Dan, por el amor de Dios!

    Daniel se dirigió a su habitación cabizbajo, mientras Alexandra montaba guardia a la salida del mueble—bar, para que Rick no siguiera a su pequeño amo.

    Cuando la puerta de la habitación de Daniel se cerró tras éste, Alexandra tomó al perro del collar y le arrastró con considerable esfuerzo a la cocina.

    Tampoco Rick parecía mostrarle el respeto debido a su autoridad y se resistía sin el menor reparo a acatar la temporal orden de destierro.

    Alexandra volvió a arrepentirse una vez más de haber insistido en que Rick pasase a engrosar la lista de los bienes adquiridos durante su matrimonio que a partir de su separación le pertenecerían a ella. Hablando con propiedad, Rick había sido el único bien que le había correspondido. El lujoso dúplex en el que había vivido con su marido mientras duró su matrimonio estaba escriturado a nombre de la empresa de la familia de Juan Luis, y lo mismo sucedía con su automóvil y con las antigüedades que ella había elegido cuidadosamente, e incluso con parte de su propia ropa. Todas las facturas habían sido pagadas con las tarjetas de las cuentas de la empresa. Alexandra se llevó del domicilio familiar, que el juez no consideró como tal por estar valorado bien de una empresa para uso y disfrute de sus empleados, únicamente los regalos que, con ocasión de su boda, le había hecho a ella su familia y el mueble—bar que ella misma le había regalado a Juan Luis cuando se mudaron a aquella casa. Lo cierto era que este último se lo llevó sólo con ánimo de fastidiarla un poco. Ella se iba prácticamente con las manos vacías y asumía la responsabilidad de empezar desde cero con Dan, que entonces sólo contaba tres años de edad, y con un monstruoso perro que devoraba un kilo y medio de comida diaria, pero al que adoraba.

    Rick llevaba siendo su inseparable compañero desde el día en que se casó y era el que había aliviado en gran medida la sensación de soledad que experimentó al empezar a vivir en un país extraño, esperando durante todo el día las llamadas y la llegada de Juan Luis.

    Alexandra cerró con un sonoro golpe la puerta de la cocina, tras dirigir a Rick una severa mirada, y regresó a la planta de abajo, donde tenía su consulta, intentando serenarse para poder reanudar su trabajo con tranquilidad y entusiasmo.

    Le había costado mucho encontrar una vivienda que se ajustase a su presupuesto y a su conveniencia, pero estaba satisfecha en aquella casita de dos plantas, antigua, que había conseguido alquilar en una zona próxima a la plaza de Castilla. Los propietarios no habían puesto el menor reparo a que la joven introdujese ciertas reformas en la vivienda haciendo una pequeña cocina en el piso superior y transformando la de la primera planta en dos aseos para el uso de los pacientes.

    Los comienzos habían sido muy duros, pero había tenido suerte. Su ex marido no había dudado en avalar el crédito que solicitó para montar su consulta y ella, incluso en sus peores momentos, agradecía sinceramente a Juan Luis su actitud ante su separación. Sólo tenía que reprocharle lo poco constante que era a la hora de compartir la responsabilidad de la educación de Dan con ella. Pero Juan Luis siempre había sido así. De haberse comportado de otra manera ella no se hubiera separado de él.

    Alexandra había conseguido recomponer su sonrisa y una aparente serenidad cuando regresó a la sala de espera.

    —¡Ya te toca a ti, Marta! —dijo, dirigiéndose a una pequeña alegre y vivaracha con problemas de coordinación de movimientos.


    Una llamada telefónica sobresaltó a José Luis, el empleado de la agencia de empleo, que archivaba y ordenaba sus papeles para dejar impecablemente recogida la oficina con vista a las vacaciones que comenzaban para él en unas horas. Un ligero estremecimiento recorrió su espalda al pensar en la posibilidad de que Alexandra Farewell le llamase para recordarle su compromiso de enviar aquel mismo día, el último que la agencia permanecería abierta, a una candidata al puesto que ella ofrecía.

    No pudo evitar un suspiro de alivio cuando oyó la quejumbrosa voz de Cristina al otro lado del auricular.

    —¿José Luis?
    —¡Cristina! ¿Qué te ocurre? Hace más de una hora que levanté el cierre y...
    —José Luis —le interrumpió—, no voy a poder ir hoy a trabajar. Anoche salí a cenar y me temo que me intoxiqué. He pasado toda la noche vomitando, ahora tengo fiebre y me encuentro francamente mal.
    —¡Mira que eres oportuna! —dijo José Luis, fingiendo un hondo pesar—. Precisamente el día que te vas de vacaciones, te pones enferma. ¿Se puede saber qué comiste?
    —Nada que pudiese dejarme en un estado tan lamentable —suspiró ella—, pero ya nunca se sabe...
    —No te preocupes. Yo me encargaré de cerrar —dijo él intentando disimular el fastidio que sentía por el retraso con el que tendría que comenzar sus vacaciones. Era evidente que a él solo no le iba a dar tiempo de liquidar todos los asuntos pendientes.
    —Te quería avisar de una cosa —le dijo Cristina—. ¿Recuerdas a Pablo, el chico que vino ayer cuando estaba la señora Farewell?

    José Luis se apresuró a tocar la madera del mostrador al escuchar aquel nombre.

    —Sí, sí. Claro que lo recuerdo. Es ese chico psicólogo al que tenemos en archivo desde hace más de seis meses.
    —Verás. Hoy tiene que dejar el apartamento en el que vive y aún no ha encontrado ningún alojamiento nuevo. Me ofrecí a prestarle ayuda en lo que me fuera posible y me pidió que le guardase unas cajas de libros —Cristina suspiró—. ¿Te importaría dejar esas cajas en el almacén de la oficina?
    —¿Cómo se te ocurrió comprometerte a tal cosa? —la reprendió José Luis.
    —Está vacío, tú lo sabes —se defendió ella—. La agencia estará cerrada lo que resta del mes y él no puede ir por ahí cargado de cajas mientras busca algo.
    —Está bien —aceptó José Luis, con la única intención de poner fin de inmediato a aquella conversación y poder agilizar los asuntos pendientes—. Lo haré. ¿Algo más?
    —No, José Luis, gracias —se despidió Cristina—. Que te lo pases bien estos días.
    —Gracias, lo mismo te deseo —respondió José Luis, negando con la cabeza a modo de censura hacia la psicóloga y haciendo un obsceno gesto con la mano.


    Alexandra había conseguido terminar de limpiar su consulta en un tiempo realmente récord. Dan intentaba jugar con Rick en el patio trasero de la casa, pero el perro, sofocado por la alta temperatura ya a las diez y media de la mañana, hacía caso omiso del pequeño que no dejaba de arrojarle uno de sus discos para que su compañero de juegos fuese a buscarlo.

    —¿Sabes que eres un perro muy aburrido y muy vago? —oyó Alexandra decir al pequeño Dan, que se dejó caer en el suelo, junto a Rick, a la sombra de la higuera que crecía en el patio.
    —¡Dan! —le llamó Alexandra—. ¡Deja en paz al pobre perro! ¿No te das cuenta de que está muerto de calor?
    —Es que me aburro —protestó el pequeño—. ¿Cuándo vas a dejar de limpiar?
    —A este paso —murmuró Alexandra— cuando las ranas críen pelo.

    La joven se limpió con desesperación el sudor que perlaba su frente al pensar en la tarea que aún le aguardaba en la planta superior.

    —¿Eh, mamá? ¿Cuándo vas a venir a jugar conmigo? —insistió Dan.
    —¿Por qué no vienes tú conmigo y me lees un cuento mientras yo termino? —preguntó Alexandra, consciente de la soledad de su hijo.
    —Porque no haces caso de lo que te leo —objetó el pequeño con aplastante lógica—. Y luego te pones de mal humor.

    Alexandra se sintió espantosamente culpable al oír el comentario de Dan. Se vio a sí misma con los pantalones cortos caqui, la camiseta de tirantes sudada y el cabello recogido en una desastrosa coleta, blandiendo una escoba como una bruja y se sintió francamente desolada por la imagen que su mente le devolvía. No era precisamente para sentirse orgullosa de sí misma. En su hermoso y pálido rostro se dibujó una fiera determinación y, dejando a un lado la fregona que empuñaba en aquel momento, pasó a su despacho y marcó el número de la agencia de empleo con un abrecartas que tomó en su mano como si fuese un arma mortal con la que sus amenazas serían más efectivas.


    José Luis experimentó, incluso después de haber colgado el auricular, las secuelas de los devastadores efectos del ataque de ansiedad que siempre conseguía provocarle el sonido de la aniñada voz de Alexandra Farewell.

    No sabía cómo hacer comprender a aquella mujer que no había nadie disponible para el mes de agosto. Todo el afán del concienzudo empleado era conseguir que las horas que le separaban de la ansiada libertad de las vacaciones transcurriesen volando e ignorar durante unos días la insistencia de la extranjera. Al menos, había conseguido tranquilizarla con la excusa de que estaba a punto de localizar a alguien. Le daba lástima ahora recordar el evidente tono de alivio de ella, pero no podía por menos que sentirse reconfortado al pensar que, al cabo de unas horas, él estaría lejos del alcance de su ataque de furia.

    —¡Buenos días! ¿No está Cristina?

    La voz de Pablo sobresaltó a José Luis. Miró hacia la puerta y vio al otro lado de la cristalera seis cajas apiladas y dos voluminosas maletas. El muchacho llevaba colgada al hombro una bolsa de deportes.

    —No ha podido venir. Está enferma —se excusó José Luis sin prestar mucha atención al recién llegado.
    —Pero... Ayer quedé con ella en que vendría a traer unas cajas —Pablo miró con evidente preocupación a José Luis—. ¿No te ha comentado nada?
    —Sí, puedes recoger eso de la acera y guardarlo en el almacén —le dijo con un tono de voz indiferente y no muy amistoso.

    Pablo dejó su bolsa de deportes en el suelo y se dispuso a meter las cajas en el interior.

    —¿Dónde está el almacén? —preguntó, visiblemente agobiado por la primera caja que ya cargaba a hombros.
    —Es esa puerta —dijo José Luis, señalando un extremo del mostrador.

    Pablo se dirigió allí y comenzó a guardar las cajas y las maletas. Cuando ya había terminado, José Luis le hizo una seña para que aguardase un momento. El estaba hablando por teléfono con la central de la empresa. Apenas colgó le miró con cierta dureza y le advirtió:

    —No tengo ni que decirte que Cristina se ha ofrecido a hacerte este favor sin consultar con nadie. Quiero verte aquí a primera hora del día uno para que recojas todo eso.

    Su voz era innecesariamente dura y casi le supuso un alivio que el teléfono volviese a reclamar su atención unos instantes. José Luis tenía un carácter cordial por naturaleza y no le gustaba mantener aquella absurda pose de hombre duro y sin consideración. Sólo se trataba de que no podía seguir sosteniendo la presión a la que le sometía aquella endiablada Farewell.

    José Luis sonrió, evidentemente aliviado al oír la voz que le hablaba por teléfono cuando respondió y Pablo se quedó unos momentos indeciso, sin saber qué hacer.

    Una segunda línea sonó y José Luis dirigió a Pablo una angustiada mirada. Pablo vaciló, se aproximó al teléfono y miró interrogante al empleado que asintió:

    —Agencia de empleo, buenos días —dijo mecánicamente al descolgar.
    —¿Oiga? ¿El señor Suárez Garayoa? —preguntó una voz con fuerte acento anglosajón.

    Pablo no pudo evitar sentir sorpresa. Creyó identificar la voz de la mujer del Ford Cabrio que el día anterior le había increpado con una lamentable falta de educación.

    —En este momento está ocupado —respondió Pablo—. ¿Quién le llama? —preguntó.
    —Alexandra Farewell. Dígale que me llame de inmediato, que estoy esperando noticias suyas.
    —Se lo diré, no se preocupe —respondió Pablo con tranquilidad a la alterada voz de la mujer, que se superponía a los gritos de un niño y a unos atronadores ladridos de perro.
    —Insístale en que me llame a toda costa. ¡Es muy urgente! —exigió la voz de la mujer.
    —Le dará un infarto —murmuró Pablo negando con la cabeza al colgar el auricular.

    José Luis seguía hablando acerca de los preparativos de sus vacaciones, Pablo supuso que con su mujer. Se dispuso a aguardar unos segundos más, por si volvía a sonar el teléfono y, entretanto, miró las fichas pegadas con un imán a un enorme tablero. La mayor parte de ellas eran ofertas de empleo requiriendo personal de servicio doméstico, con innumerables detalles: edad de las candidatas, obligaciones de éstas y al final, en letra mucho más pequeña, la oferta económica del puesto. Todas las fichas estaban tachadas, lo que indicaba que los puestos ya habían sido cubiertos.

    José Luis colgó y Pablo se dirigió hacia él.

    —Bueno, muchas gracias por el favor. Yo ya me voy.

    El empleado estrechó la mano que Pablo le tendía.

    —Me comentó Cristina que no tenías dónde dejar todo eso —se interesó José Luis, arrepentido de su inicial dureza.
    —Aún no he encontrado un apartamento —respondió Pablo encogiéndose de hombros—. Ni trabajo para poder alquilar uno.
    —¿Y qué piensas hacer? —preguntó José Luis visiblemente interesado por la solución a un problema tan acuciante.
    —Ya me las arreglaré —le tranquilizó Pablo—. Por cierto, una tal Alexandra Farewell dice que está esperando noticias tuyas, que te insistiera en que es urgente.

    A Pablo no le pasó inadvertida la repentina palidez del hombre que tenía enfrente, quien, hasta que se pronunció el nombre de la mujer, lucía un saludable color en su semblante.

    —¿Es ésa la inglesa que estaba ayer aquí? —se interesó Pablo.

    José Luis asintió con la cabeza.

    —Me está volviendo loco. Esa mujer va a conseguir acabar con mis nervios.
    —¿Otra en busca de un empleo? —preguntó Pablo.
    —¡No! —exclamó José Luis—. ¡Ella ofrece un puesto y se cree con derecho a exigir hasta la vida de la persona a la que contrate!

    Pablo reprimió a duras penas el impulso de ofrecerse de inmediato. Estaba seguro de que, de no haberle comentado nada al respecto Cristina, no habría posibilidad ninguna para él.

    —¡Vaya! Siento que te esté ocasionando tantos problemas esa mujer. Parecía tener un carácter muy fuerte —dijo Pablo ya en la puerta.
    —Muy insoportable —le corrigió José Luis.
    —No quería ser grosero con vuestros clientes —sonrió Pablo, sin saber por qué sus pies se negaban a abandonar aquel local.

    El teléfono volvió a sonar y José Luis lo miró con verdadera aprensión.

    —¿Quieres que conteste? —se ofreció Pablo amistosamente.

    El sonido de la voz del joven pareció aliviar como un bálsamo a José Luis, que le miró con los ojos brillantes y una nueva sonrisa en su rostro.

    —Quizá...
    —¿No contestas el teléfono?
    —Todavía no.

    El teléfono dejó de sonar una vez transcurrieron trece timbrazos y José Luis indicó una silla a Pablo para que tomase asiento. Este avanzó un paso mirando al hombre con evidente desconfianza.

    —Tal vez—empezó José Luis—, podamos hacernos un favor mutuo.

    Pablo miró con curiosidad al empleado, que se sobresaltó al escuchar de nuevo el sonido del teléfono. —Tú dirás —le animó Pablo.

    —Verás, se me acaba de ocurrir que... Bueno, tú no tienes sitio donde dormir. Yo, por otro lado, quiero irme de vacaciones tranquilo, sin el temor de que, a mi regreso, me aguarde una amonestación del director general por no haber cumplido con un cliente...
    —¿Y...?

    Pablo alzó las cejas, conteniendo a duras penas su curiosidad.

    —¿Te gustan los niños? ¿Tienes alergia a los perros? ¿Te importaría sacrificar un par de fines de semana?

    Pablo respiró hondo y le respondió:

    —Los niños no me inspiran una antipatía especial. No tengo alergia a los perros; es más, me gustan mucho. Y no se puede decir que mi agenda esté repleta de compromisos para los fines de semana.
    —¡Pues ya tienes trabajo y techo bajo el que dormir! —José Luis levantó eufórico el auricular del teléfono y contestó tras carraspear—. Agencia de empleo, buenos días.
    —¡Señora Farewell! Precisamente iba a llamarla en este mismo instante... Acabo de encontrar una solución perfecta para su problema —le dijo, con tal felicidad en su semblante, que Pablo no pudo por menos que mirar hacia otro lado, seguro de que la solución a la que José Luis se refería no le atañía a él.
    —Ahora mismo le enviaré a la persona prometida.

    José Luis sonrió tranquilizador a Pablo tras hacerle un gesto de que todo iba bien. Pablo comprendió que era él la solución a la que el hombre se refería y le miró con los ojos abiertos como platos y sin dejar de hacerle señas.

    —Encaja perfectamente con el perfil. Adora a los niños y le encantan los perros. Es una persona sacrificada y dispone de los fines de semana libres —le anunció, triunfal.
    —Por supuesto que podrá reclamar si no es de su agrado —le dijo José Luis en un tono que no dejaba lugar a dudas—. Mientras la agencia esté cerrada seguirá funcionando un servicio de contestador automático. Nosotros mismos nos pondremos en contacto con él un par de veces diarias y usted podrá formular su reclamación.

    Pablo abrió y cerró los ojos, no pudiendo por menos de censurar tanto cinismo.

    —Ya le digo, de toda confianza —respondía José Luis a algún comentario de la mujer—. Es como si le enviase a mi propia madre. No tendrá usted motivo alguno de queja.
    —¿No se lo dije? Solucionaría su problema. La única cuestión pendiente es la de arreglar el pago por nuestros servicios.
    —Hagamos una cosa, señora Farewell —le propuso, conciliador, pues el tono de voz de la mujer había vuelto a elevarse—. Usted nos envía de inmediato una transferencia a nuestra cuenta corriente. Nosotros pediremos la conformidad a su banco y asunto resuelto... En menos de una hora tendrá allí a alguien que la ayude.
    —En el mismo momento en que tengamos la conformidad del banco, entregaremos su dirección. Queremos ofrecer la máxima garantía a ambas partes, comprenda.
    —Encantado de haber sido de ayuda, señora Farewell. Adiós.

    Pablo miró a José Luis esperando una explicación.

    —¿No especificaste en tu ficha que cualquier empleo te valdría? —le preguntó amenazador José Luis con una expresión de ira casi devastadora, como si se estuviese anticipando a que Pablo se atreviese a negarse, como si intuyese que no podía ser cierto que hubiese conseguido solucionar el problema de la señora Farewell y comenzar así sus vacaciones tranquilo.
    —Aún no sé de qué empleo se trata —protestó Pablo, molesto porque su voz le fallase tan ostensiblemente.
    —Un empleo honrado y digno. Se trata de un puesto como muchacha para todo —y José Luis no pudo por menos de esbozar una sonrisa maliciosa—. Pero la principal urgencia de Alexandra Farewell está en encontrar a una persona que se haga cargo de su hijo y de su perro mientras ella trabaja.
    —¿Cuántos años tiene el niño? —preguntó Pablo, intentando sobreponerse a su sorpresa.
    —No lo sé con exactitud. ¿Qué puede importar eso? —preguntó José Luis.
    —No me considero preparado para atender a un bebé —se excusó—. Me da un terror espantoso tener a un recién nacido entre mis manos. Pienso que se me caerá a pedazos...
    —¡Por eso no te preocupes! —le quitó importancia el hombre—. Lo que sí es seguro es que ya anda y habla. De modo que no se trata de un bebé —José Luis se interrumpió y observó con detenimiento la expresión del joven—¡Pues no te veo muy entusiasmado, muchacho!
    —Debe de ser la sorpresa —se excusó Pablo con una sonrisa forzada—. Pero te lo agradezco mucho. Lo único es que... ¿Qué dirá ella cuando me vea aparecer?
    —Probablemente se arrojará en tus brazos y llorará de felicidad. ¡No te digo! —repuso el hombre con un gesto de fastidio—. No hará nada —continuó—. Te abrirá la puerta, te enseñará tu habitación y la casa y te pondrá al corriente de tus obligaciones. ¿Qué quieres que haga?
    —Me refería a... —Pablo tragó saliva. Tenía una desagradable sensación de sequedad en su garganta—. ¿No le importa que un hombre ocupe ese puesto? ¿No preferiría una mujer?
    —Bueno, ella parece una mujer sin prejuicios. Probablemente le entusiasmará contar con tu cooperación. Además, en lo que atañe a ti —añadió con autosuficiencia—, el sueldo no está tan mal. Es lo fijado por el convenio y te sacará de apuros, al menos temporalmente.
    —Si tú lo dices... —admitió Pablo levantando levemente las cejas, expresando ciertas reservas.
    —¡Pues claro que te lo digo! Verás como al terminar agosto está tan encantada contigo que no te dejará marchar—concluyó José Luis dándole un par de palmaditas en el hombro.
    —¿Cuál es la dirección? —preguntó Pablo, levantándose de la silla.
    —Todo a su tiempo, muchacho. La haremos sufrir un par de horas más, para asegurarnos de que realiza esa transferencia. Una vez que tenga la seguridad de que se ha cursado, te daré la dirección.

    Pablo pensó que ese par de horas era el plazo que José Luis estimaba conveniente y seguro para no estar presente cuando Alexandra Farewell formulase su reclamación, pero no expresó en voz alta sus reservas.

    —¿No vas a decirme siquiera en qué zona viviré? —preguntó Pablo acordándose de las recomendaciones de don Eduardo y dispuesto a obtener la máxima información posible para ir haciéndose a la idea de su nuevo empleo.
    —Está por la plaza de Castilla —dijo José Luis—. En una de esas calles que bajan hacia una zona de oficinas —le informó encogiéndose de hombros, como si no pudiese comprender la curiosidad del muchacho.
    —¿Y? —le animó Pablo a seguir.
    —Por lo que ella me ha contado, vive en una casa de dos plantas. En la planta inferior ella pasa consulta de algo relacionado con niños. Y vive con su hijo y un perro en la planta superior —le dijo.
    —¿Es pediatra? —se interesó Pablo.
    —¡Y yo qué sé qué demonios es esa mujer! —se indignó el hombre—. Por cierto —añadió, recordando algo—, si vas a tener un techo bajo el que vivir ya puedes sacar esas cajas del almacén.
    —¿Y si la tal señora Farewell me echa? —repuso Pablo, de inmediato.
    —No te echará, Pablo. Descuida, tienes este mes resuelto.
    —Por curiosidad, José Luis. ¿No pidió ella a alguien del sexo femenino?
    —Da lo mismo, ¿no te parece? ¿Es que vas a tener prejuicios machistas a la hora de aceptar un empleo tan bueno como éste? ¿Tienes alguna alternativa mejor? —le espetó José Luis, al que no parecía gustarle nada la resistencia del joven—. Serás un pionero del futuro —añadió con una sonora carcajada—, tú te quedarás en casa limpiando y ella saldrá a trabajar como todo un cabeza de familia...


    CAPÍTULO 03


    Alexandra volvió a dirigir otra impaciente mirada al reloj. Su gesto no pasó inadvertido a Daniel, que hacía verdaderos esfuerzos por atraer la atención de su madre. Ambos jugaban al parchís y el pequeño estaba a punto de conseguir una memorable victoria a costa del nerviosismo y la patente distracción de Alexandra.

    —Vamos a terminar esta partida, ¿eh? —dijo el pequeño con tono amenazante—. No me digas que tienes que hacer algo porque yo voy ganando...
    —No te preocupes, cariño —le respondió Alexandra, que se sentía más y más desanimada a medida que las manecillas del reloj se aproximaban a la psicológica frontera de las tres de la tarde—. Terminaremos esta partida.

    Era inaudito. Hacía ya más de dos horas y media que había tenido que vestirse a toda prisa e ir al banco arrastrando a Daniel de la mano, cruzando las calles con su hijo en brazos, sorteando temerariamente los automóviles que circulaban a una velocidad de vértigo, todo para llegar a tiempo de poner la transferencia por el importe de los servicios de la agencia, no sin decirse mil veces que, al menos, tendría que haber exigido ver a la persona que le enviaban. Aquel bastardo de Suárez Garayoa sabía muy bien que la tenía en sus manos: si no había transferencia, no había empleada. Ella tendría que aceptar sin condiciones. Alexandra había aguardado pacientemente junto a la ventanilla de la caja de su agencia bancaria hasta que una llamada de Suárez Garayoa a su banco confirmó que la transferencia estaba en curso. Ahora recordaba que casi había comenzado a dar saltos de alegría y se había dirigido a toda velocidad a su casa para aguardar a su nueva interna y disponer la habitación que destinaba a la empleada para que todo estuviese a gusto de la recién llegada, como si ésta fuese una bendición del cielo. ¡Sería el colmo que pudiese poner objeciones a cualquier detalle y dejar a Alexandra de nuevo sola con Daniel, Rick, la consulta, la casa...!

    Alexandra había sonreído al contemplar el fruto de su esfuerzo cuando concluyó sus preparativos. Había reservado para la empleada del hogar una bonita alcoba, soleada y espaciosa. Había colgado unas alegres y femeninas cortinas estampadas de cretona, en tonos rosa y azul pastel, a juego con la colcha con la que había cubierto la cama. Había conectado el aparato de televisión de su propia alcoba y había esquilmado las plantas de su despacho para hacer de la estancia un lugar acogedor y alegre al que nadie pudiese poner el más mínimo reparo. Incluso había cortado una rosa del rosal del patio y la había dejado en la mesilla junto a la cama, en un elegante florero de cristal. También había colgado unas reproducciones de la época rosa y azul de Picasso que representaban hermosos pierrots con expresiones melancólicas. El resultado era francamente satisfactorio.

    Pero la martirizaba una vocecilla interior, a la que no había conseguido acallar, insistiendo en que no debía haber hecho todo aquello, que lo que se imponía era que fuese ella quien exigiese aptitudes y buena disposición a la candidata al puesto, que tal vez no debería mostrar su aceptación y alivio por contar con una ayuda sin más vacilaciones. ¡Diablos! ¡Ni siquiera había tenido la oportunidad de elegir y experimentaba un verdadero terror al pensar que la persona a la que le enviaban pudiera negarse a cubrir el puesto!

    —Y ahora te como ésta y me cuento veinte —dijo Daniel sin el habitual entusiasmo que le caracterizaba cuando conseguía comer una ficha a su madre. La miró de reojo y una picara sonrisa se dibujó en su infantil rostro—. Y... ¡He ganado, mamá! ¡Te he ganado! —dijo el pequeño levantando los brazos en un ademán de campeón olímpico y dando repetitivos saltos que Rick se apresuró a imitar.

    Alexandra se había dado cuenta perfectamente de que su hijo había contado alguna casilla de más y le había hecho trampas, pero su mente estaba en otra parte y casi experimentó verdadero alivio cuando pudo dar por terminada la partida.

    —Muy bien, cariño. Eres un verdadero experto con el parchís —dijo Alexandra mecánicamente.
    —¿Comemos ya, mamá? —preguntó el pequeño sin ocultar su estupor porque su madre recogía a toda prisa el tablero de la mesa.

    La actitud de Alexandra había sido como un jarro de agua fría para el entusiasmo del pequeño que, no obstante, no cejó en su frenética actividad, desviando de inmediato su atención al perro, al que agarró de las orejas retorciéndoselas, fingiendo que su enorme cabezota era el manillar de una moto en la que él corría el Gran Premio del Jarama.

    —Tenemos que esperar, cariño —le dijo Alexandra, visiblemente desanimada y sin regañarle, como era habitual en ella, por la obsesión de Daniel con las orejas de Rick, que gruñía, fastidiado por los bruscos acelerones de su compañero de juegos.
    —¿Te pasa algo, mamá? —preguntó el pequeño, mirándola con desaliento y olvidándose momentáneamente de las orejas del perro—. ¿Te has enfadado porque Rick y yo hemos entrado a jugar a la consulta?

    Alexandra negó con la cabeza. Lo cierto era que aquellos juegos habían terminado de deprimirla. Toda su labor de limpieza de la mañana no había valido para nada. Se sentía desolada. Nada le había salido como tenía previsto. En lugar de su precipitada excursión al banco, hubiera debido ir a hacer la compra. El exiguo aprovisionamiento de la nevera ni siquiera permitía preparar una comida completa para Daniel. Alexandra estaba a punto de agotar su ya escasa paciencia. Tendría que salir a comer fuera con su hijo. Hacía más de una hora que el pequeño debería haber comido, pero ni siquiera tenía un par de huevos en la despensa y tampoco podía ausentarse, porque la persona que la agencia debía enviarle tenía que estar a punto de llegar. No podía salir en aquel momento y...

    El sonido del timbre en la puerta interrumpió el sombrío curso de sus pensamientos. Alexandra, vestida con una minifalda color tabaco y una blusa corta a juego, que marcaba su silueta con múltiples jaretas, se levantó y echó a correr sin preocuparse de que el tablero hubiese caído a sus pies, que las fichas se hubiesen desparramado por el suelo y que su impaciencia pudiese resultar improcedente.

    Daniel y Rick, sin reparar lo más mínimo en la tentación del tablero caído y la lucha a la que hubiese dado lugar en otras circunstancias, se apresuraron a seguir los pasos de Alexandra que ya había bajado la escalera como una exhalación y abría la puerta.

    Ni el niño ni la mascota se extrañaron cuando oyeron la desmayada voz de Alexandra balbucear:

    —¿Tú?... ¿Qué significa esto? Tiene que tratarse de una broma, una broma de mal gusto.

    Pablo no tuvo demasiado tiempo para reparar en el desconsuelo de Alexandra Farewell. Tan pronto ésta se apartó del umbral, Pablo sintió que las piernas le flaqueaban y abrió desmesuradamente los ojos para ver cómo un miembro gigantesco de la raza canina, con los belfos extendidos como alas al tórrido viento estival, bajaba la escalera con un ruido semejante al del trotar de los caballos de todo el ejército de Napoleón. Alexandra, que no podía creer que Suárez Garayoa hubiera podido urdir semejante treta y sólo prestaba atención a la sorda cólera que la corroía, no reparó en el regocijo que el visitante había producido a sus espaldas. Cuando reaccionó, ya era demasiado tarde.

    Pablo estaba tendido cuan largo era en el suelo, en la acera. Había perdido el equilibrio cuando Rick saltó sobre su pecho para darle una calurosa y húmeda bienvenida. El joven se palpaba la cabeza con desmayo, confuso, sin atreverse a pronunciar una sola palabra a favor o en contra del efusivo recibimiento del can, que parecía encantado con el recién llegado.

    —¡Oh, Dios mío! ¿Te ha hecho daño?

    La cólera y el estupor inicial de Alexandra habían dejado paso al temor por la integridad de su nueva «interna». Alexandra miró tras él y confirmó, no sin unos tremendos deseos de echarse a llorar, que su primera intuición de que aquel joven era la persona que la agencia le enviaba era tan cierta como que el sol ardiente caía a plomo aquel mediodía de agosto. En la acera se alineaba un voluminoso equipaje: seis cajas y dos maletas. Y el muchacho seguía en el suelo, inmovilizado por Rick, al que parecía entusiasmar la nueva visita. Y ahora ya el chico ni siquiera se palpaba la cabeza. Tenía los brazos extendidos en el suelo, inertes.

    —¡Vaya tortazo! —exclamó Daniel, que se había llevado las manos a la boca y miraba alternativamente a su madre, estupefacta, apoyada en el quicio de la puerta, y a Rick, que se dedicaba con efusividad a su nuevo juguete, al que tenía paralizado entre sus patazas.

    Alexandra avanzó un paso y tomó a Rick del collar, apartándolo. Rick se sentó en la acera y contempló a su ama y a Pablo con sincera satisfacción, sin dejar de mover el rabo y babear, atento a un solo descuido para volver a su desigual juego.

    Pablo, que miraba por el rabillo del ojo a Alexandra, se apresuró a cerrar los ojos, como si estuviese inconsciente. La señora Farewell no le había decepcionado en absoluto. Realmente había reaccionado como él había previsto y... temido. Aunque su accidentada llegada había superado todas sus expectativas, el destino le había puesto en la mano un as inesperado, la providencial intervención del perro le podía suponer el pasaporte seguro para la aceptación de su candidatura al puesto que ofrecía Alexandra Farewell. Sólo era necesario provocar un ataque de remordimientos y culpabilidad en la mujer.

    —¡Mira, mamá! —oyó Pablo exclamar al niño, que le seguía mirando con infantil curiosidad— ¡Tiene los ojos cerrados! ¿Estará muerto?
    —¡No digas tonterías, Dan! —exclamó ella con un perceptible temblor en su voz—. ¡Despierta! Despierta!

    Dos sonoras bofetadas, más enérgicas de lo que Pablo hubiese deseado, fueron la señal para que él abriese los ojos y mirase aturdido alrededor.

    —¿Dónde estoy? ¿Qué significa...?
    —«¡Arnesia!» —exclamó Daniel, encantado con tanta novedad.
    —¿Quieres callarte, Dan? —gritó Alexandra, exasperada—. Además, no se dice «arnesia», se dice amnesia.
    —¿Pero qué ha pasado? —continuó Pablo, temeroso de que la atención de Alexandra volviese a desviarse.

    Rick, que no quería perderse palabra, asomaba la cabeza sobre el hombro de su ama que, acuclillada en la acera, se inclinaba hacia Pablo palpándole delicadamente la cabeza.

    —¡Arggg! —se quejó Pablo.
    —¿Te duele aquí? —preguntó ella, con un hilo de voz.
    —Aquí, aquí —se quejó Pablo.

    Alexandra presionó con sus dedos donde el joven le indicaba y se sintió desfallecer, al apreciar un considerable chichón que ya empezaba a abultarse.

    —¿Puedes levantarte? Te llevaré al hospital —le dijo la muchacha, absolutamente consternada—. Ahora mismo saco el auto y en cinco minutos estamos en...

    La sola mención del automóvil y el recuerdo de la peculiar forma de estacionar de Alexandra hicieron que Pablo se incorporase de inmediato y los mirase a todos con fingido interés. Como si los viese por vez primera.

    —¡Oh, ya recuerdo! —exclamó teatralmente—. No, no será necesario que me lleve al hospital. En realidad yo venía a...

    Pablo empezó a rebuscar en el bolsillo de su pantalón. Daniel se había acercado y le miraba el codo.

    —¡Se ha raspado, mamá! Vas a tener que curarle.
    —¡Chico listo! —respondió Pablo, despeinándole. Rick ladró, reclamando una atención para sí—. Yo venía... —continuó Pablo, sacando un arrugado papel del bolsillo de su pantalón— a solicitar el puesto de «chica para todo» que usted había ofrecido en la agencia de empleo.

    Alexandra estaba de pie, inclinada, con las manos en sus rodillas, observando la escena como si se tratase del fotograma de una película, algo ajeno a ella que superaba su capacidad de sorpresa y de reacción. Ni siquiera parpadeó al oír las palabras del joven. Daniel miró a su madre con un brillo inusitado en sus pupilas.

    —¿Viene a quedarse, mami? —preguntó, con expresión esperanzada.
    —No lo sé —dudó Alexandra, que seguía en la misma postura, sin mover un músculo, con el hermetismo de una máscara egipcia.

    Pablo se levantó trabajosamente de la acera y comenzó a sacudirse el polvo de sus pantalones blancos y su camisa polo azul marino.

    —Si no desea mis servicios —dijo el joven con humildad—, espero que, al menos, me permita cambiarme de ropa, señora.

    Alexandra se incorporó lentamente y miró hacia el interior de la casa, dubitativa. Pablo le tendió el papel y ella dudó un momento antes de tomarlo.

    —Aquí tiene mis referencias. ¡Son excelentes! —la animó Pablo, decidiendo que era el momento preciso para volver a insistir sobre su chichón, al que se llevó la mano a la vez que ponía una expresión de dolor.
    —¿No vas a curarle, mami? —le apoyó Daniel inmediatamente.
    —Sí, claro —vaciló Alexandra, que leía la carta de presentación que había escrito a máquina apresuradamente el propio Pablo en la agencia—. ¿Quiere pasar? —dijo ella, extendiendo un brazo en dirección a la puerta.
    —¿Y esto? —respondió a su vez Pablo, señalando las cajas y maletas con el brazo, en un gesto idéntico al que Alexandra acababa de hacer.
    —Pues... —dudó ella.
    —No lo puedo dejar aquí —dijo él frotándose el codo raspado—. Es posible que cuando salga me hayan robado todas mis posesiones.
    —¿Qué trae en esas cajas? —le preguntó ella tímidamente, alzando un poco las cejas con expresión de culpabilidad por aquella necesaria desconfianza.
    —Libros, discos, cosas como un saco de dormir para cuando me voy de acampada... —dijo él con expresión de inocencia.
    —Está bien —aceptó Alexandra—, puede dejarlo en esa habitación hasta que decida lo que voy a hacer.
    —¿Entonces se queda? —volvió a preguntar Daniel que ahora se apoyaba en el perro.

    Alexandra observó la expresión de felicidad en el rostro de su hijo y la mansa mirada de aceptación de Rick. Miró de nuevo a Pablo, que se rascaba la cabeza donde se había dado el golpe y preguntó: —¿No le conozco yo a usted?

    —Cuando nos vimos por primera vez me dijo algo como que los hombres no aceptábamos sino lo que nos convenía de la liberación de la mujer —dijo él, encogiéndose de hombros con una simpática sonrisa.
    —Me temo que debí resultar bastante grosera —respondió Alexandra enrojeciendo al recordar las circunstancias en las que ambos se habían conocido.
    —Sus palabras me hicieron reflexionar —sonrió Pablo.
    —Está bien. Pase dentro —dijo Alexandra apartándose del umbral y señalando el recibidor de la consulta—. Tendremos que llamar al servicio de pizzas a domicilio. Se ha retrasado tanto que ni siquiera he podido ir a hacer la compra.


    Pablo estaba sacando su ropa de la bolsa de deportes y la colocaba en el armario de la habitación que Alexandra le había indicado como suya, bajo la atenta mirada de Daniel y Rick.

    —¿De verdad te gusta esta habitación? —preguntaba Daniel mirando de una a otra pared sin ocultar su regocijo—. ¡Si es de niña!
    —Está muy bien —aseguró Pablo, mirando en torno suyo con satisfacción—. Tiene una cama, un armario, una televisión...
    —Es la televisión de la alcoba de mamá —le anunció Daniel con su voz atiplada.
    —¿Cómo? —preguntó Pablo, sin comprender.
    —Cuando le dijeron que hoy venía la nueva «chica» —y no pudo reprimir una risita—, sacó la tele de su habitación y la puso aquí.
    —Eso no está bien —dijo Pablo negando con la cabeza—. Le diré que puede volver a llevársela. A mí no me hace falta...
    —Si quieres —ofreció Daniel que se apoyaba en el perro, sobre cuyo cuello había pasado el brazo—, puedes venir a ver los dibujos a la tele de mi habitación, con Rick y conmigo.

    Pablo miró al perro, que jadeaba acalorado, y no pudo reprimir una sonrisa maliciosa.

    —Yo tengo un amigo que se llama Ricky —le dijo al pequeño guiñándole un ojo.

    Daniel no pudo contener la risa. Miró a su mascota y le preguntó a Pablo:

    —¿No es ése un nombre de perro?

    Pablo negó con la cabeza.

    —El Ricky del que yo te hablo se llama en realidad Ricardo.
    —¿Y se parece a Rick? —preguntó el pequeño.
    —No te puedes imaginar hasta qué punto —rió Pablo.
    —Yo a veces le llamo Ricky —dijo el pequeño con los ojos brillantes y mirando de reojo al perro que le devolvió una lánguida mirada seguida de un lengüetazo que expresaba sin ambages la ternura que sentía por Dan—. Si quieres, le cambiamos el nombre.
    —Hecho, campeón —aceptó Pablo extendiéndole la mano para que el niño la golpeara.
    —Tú sí que me gustas —dijo el pequeño sentándose sobre la cama de Pablo a la vez que el perro se tendía en la alfombra.
    —¿Es que no te gustaba quien vivía aquí antes? —se interesó Pablo.
    —Nadie ha vivido aquí antes —afirmó el pequeño—. Antes venía una chica por las tardes que me recogía a la salida del «cole» y se quedaba conmigo hasta que mamá terminaba de trabajar —el pequeño se quedó un momento pensativo—. Y me llamaba cosas como «cariño», «pitufo», «tontín»...
    —¿«Tontín»? —rió Pablo sin poder contener su hilaridad.
    —Sí —afirmó el niño preocupado, como si hubiese tenido que pasar por indecibles torturas—. Me decía: «¿cómo no vas a comer, "tontín"». Y a Ricky —y el pequeño sonrió, con complicidad— le llamaba «monstruo» y «baboso».
    —Ricky se llevaba la peor parte —afirmó Pablo, muy serio.
    —Sí, pero a él no le importaba —respondió Daniel, levantando las manos en un gesto de absoluta evidencia.

    La voz de Alexandra, que subía por las escaleras, provocó una auténtica estampida de la habitación de Pablo.

    Daniel, Pablo y Ricky corrieron apresuradamente hacia la cocina, donde dos pizzas humeantes se ofrecían ante sus ojos en una maltratada caja de cartón como un banquete digno de dioses.

    Alexandra ya había puesto la mesa y anudaba la servilleta al cuello de Daniel, que se soplaba los dedos en los que sostenía una porción de pizza caliente a la que se había aferrado como un náufrago a una tabla de salvación. Pablo esperó a que Alexandra se sirviese, pero ésta tomó una de las porciones y sirvió un plato que le tendió al muchacho.

    —¡No, por favor, señora Farewell! —dijo Pablo—. Usted primero.

    Daniel se reía con un pedazo de pizza en la boca. —Te llama «señora», mamá.

    —Daniel —le reprendió Alexandra—, te he dicho un millón de veces que no hables con la boca llena.

    El pequeño se concentró en su comida y no volvió a hablar. El silencio que reinó durante varios minutos sólo fue roto por el sonido de los tenedores y cuchillos que utilizaban Pablo y Alexandra.

    Tan pronto terminaron el postre, Alexandra envió a Dan a lavarse las manos.

    Pablo se levantó a toda prisa.

    —¿Va a querer café? —preguntó a Alexandra, que negó con la cabeza.
    —Se me ha hecho muy tarde —se excusó ella—. Pero puede prepararse uno si ésa es su costumbre.
    —Señora Farewell —dijo humildemente Pablo—, le agradezco mucho su confianza y que haya permitido que me quede en su casa y ocupe este puesto.

    Tras beber un largo trago de agua, Alexandra miró a Pablo con franqueza.

    —En realidad no me ha quedado más remedio. He llamado a la agencia para reclamar —le anunció con una resignada mirada en sus ojos grises.

    Pablo asintió, sin responder.

    —No es que tenga prejuicios —se apresuró a añadir la mujer—, pero creo que, al menos, hubieran debido advertirme de que me enviaban a un «empleado» —dijo Alexandra, intentando reunir la poca firmeza que le quedaba en aquel instante—. Al fin y al cabo vivo sola, con Daniel y Rick. Podían haber previsto que tal vez no fuese conveniente que me enviasen un hombre...
    —No tiene por qué preocuparse, señora Farewell —la interrumpió Pablo—. Puede tratarme exactamente igual que trataría a una muchacha del servicio. Yo entiendo que mi inesperada llegada ha provocado cierta confusión, pero ya verá como esta tarde todo vuelve a su cauce y usted podrá llevar una vida tranquila y sin preocupaciones.
    —No me queda más remedio que conformarme —suspiró Alexandra dejando su servilleta sobre la mesa—. Suárez Garayoa me insistió en que dejarían un servicio de contestador automático donde podría formular mis reclamaciones en caso de tener alguna, pero ese «contestador» es una pura ficción. No existe.

    Alexandra se sumió en un reconcentrado silencio y Pablo se dispuso diligentemente a recoger la mesa.

    —Los restos de la comida son para Rick —le dijo Alexandra, saliendo de su ensimismamiento por un instante.

    Pablo asintió y siguió recogiendo. Alexandra se levantó de su silla y se alisó la falda.

    —Paso consulta de cuatro a ocho de la tarde en la planta de abajo —le anunció con un ruidoso suspiro—. Como hoy es el primer día, para cualquier duda, puede llamarme por la línea interior.
    —¿Qué quiere que haga esta tarde? —preguntó Pablo, que se estaba anudando un delantal estampado con naranjas, limones y ciruelas.

    Alexandra le miró con las cejas levantadas y reprimiendo a duras penas una sonrisa.

    —Puede terminar de instalarse —dijo, mirando en todas direcciones y mordiéndose el labio inferior para no estallar en carcajadas—, y entretener a Daniel y a Rick. Esta noche planificaremos su tarea diaria.
    —¿Quiere que prepare algo especial para cenar? —preguntó Pablo asomándose a la puerta de la cocina con la bayeta en la mano.
    —No —respondió Alexandra que ya se reía sin disimulos—, cenaremos fuera. Iremos al hipermercado a hacer la compra. No tenemos de nada.
    —Si quiere —repuso Pablo gritando con todas sus fuerzas para hacerse oír por encima del timbre que sonaba insistentemente—, me acerco con Daniel y con Rick a comprar alguna cosa.
    —Déjelo —se asomó Alexandra, limpiándose las lágrimas de sus ojos, que chispeaban de regocijo—, tenemos que hacer una compra voluminosa y también tendremos que adquirir delantales y cosas así...

    Pablo se miró cuando ella cerró la puerta al pie de las escaleras y no pudo reprimir una sonrisa.

    Una carcajada a sus espaldas le hizo volverse.

    —¡Guapa! —le piropeó Dan que se asomaba por la puerta del salón. Y, antes de que pudiese alcanzarle, el pequeño salió disparado a su habitación poniendo distancia entre su trasero y un azote que fustigó el aire.

    El estado de ánimo de Alexandra era lo más parecido al buen humor que últimamente habían visto sus pacientes. Bromeó con cada uno de los niños, introdujo divertidas variaciones en su rutina de ejercicios y les instó a que le contasen cómo les gustaría pasar las vacaciones. En nada recordaba a la mujer apesadumbrada y constantemente sobresaltada de los últimos días.

    Alexandra no podía por menos de sentirse admirada, para sus adentros, de la calma y el silencio que reinaban en la planta superior. Únicamente algún ladrido, espaciado en el tiempo y la distancia, le recordaba que, sobre su cabeza, su hijo y Rick estaban siendo atendidos por el... «muchacho para todo».

    —¡Perfecto, Gloria! —animó Alexandra a una niña de diez años que la miraba asustada tras unas gruesas lentes—. Dentro de muy poco podrás asistir a las clases de gimnasia en el colegio.
    —La verdad es que ha mejorado mucho, doctora Farewell —dijo la madre de la pequeña, sonriéndole—. ¿Sabe algo de Sonia?
    —Llamé a su casa hace un rato —dijo Alexandra—. Me dijeron que aún está en el sanatorio. No creo que pueda regresar hasta dentro de un par de semanas.
    —Parece que hoy se las arregla mejor —dijo la mujer, mirando hacia el piso de arriba con un leve gesto de extrañeza.
    —Sí —suspiró Alexandra—, no podíamos seguir así toda la vida, ¿verdad, Gloria? —dijo dirigiéndose a la niña que ya se levantaba.
    —Hasta pasado mañana, doctora Farewell —se despidió la madre.
    —Hasta el jueves —dijo Alexandra pellizcando la mejilla a Gloria, que la miró fascinada.

    Alexandra cerró la puerta y se dirigió hacia la sala de espera, canturreando para despachar a su último paciente del día.

    —¡Gerardo Cruz! —anunció ceremoniosamente—. ¡Adelante!


    —¿Verdad que esto es mucho más divertido que ver la tele? —decía Pablo, visiblemente sofocado y experimentando todos los síntomas de la asfixia, a Dan, quien, sentado sobre sus hombros, esgrimía una espada que hundía exactamente en las cervicales del joven.

    Rick también parecía entusiasmado. La frecuencia con la que Pablo se tumbaba exactamente al alcance de su lengua y sus pezuñas hacía las delicias del can, que se apresuraba a correr hacia la cara del muchacho tan pronto vislumbraba la más mínima probabilidad.

    —¡Te mataré, villano! —aullaba Dan, haciendo caso omiso de las protestas de Pablo que, por fin, reuniendo todas sus fuerzas, se dio la vuelta y se incorporó—. ¿No vamos a seguir jugando a la guerra de Dan? —preguntó el pequeño esgrimiendo la espada como si fuese una batidora.
    —Creo que basta por hoy —resopló Pablo mirando alrededor—. Si no queremos que tu madre nos ensarte con esa espada vamos a tener que darnos mucha prisa en recoger y lavarnos.
    —¿Y para qué vamos a recoger? —dijo el pequeño acercándose al oído de Pablo, que ya estaba acuclillado y amontonaba los juguetes a una velocidad realmente increíble—. Si mañana vamos a tener que volver a sacarlo todo...

    Pablo, que se sentía agotado, no pudo por menos de sentir admiración por la inagotable actividad de aquel niño, que ya se había vuelto hacia Rick, amenazándole ahora a él con la espada. El perro echó a correr por el pasillo y Pablo tomó una brazada de pequeños monstruos de goma en sus brazos y los dejó caer en cascada sobre el juguetero, sentándose en la tapa a continuación, para que el desorden en su interior no fuese tan evidente.

    Su primera jornada había sido agotadora. No le extrañaba lo más mínimo que la chica que había cuidado anteriormente de Daniel se negase a compartir con él cualquier juego que no fuese el parchís.

    Pablo se guió por las voces de Dan y lo encontró en su propia habitación, lanzando estocadas bajo la cama, para conseguir que el recién bautizado Ricky saliese de debajo de la colcha.

    —¡Vamos, campeón! ¡A lavarse!

    Tomó al niño en brazos y lo pasó a su espalda, trotando alegremente por el pasillo para conseguir que la imposible tarea de que el niño se asomase bajo el grifo se acabase convirtiendo también en un juego.

    —¡Nos lo vamos a pasar «chupi»! —gritaba el niño—. Me parece que ya no voy a querer ir a ver a mis abuelos el fin de semana.
    —Por mi bien —suspiró Pablo—, espero que tu madre opine lo contrario.


    CAPÍTULO 04


    Pablo llamó dos veces con los nudillos a la puerta del salón, anunciando discretamente su presencia. Se había apresurado todo lo que le había sido posible pensando que Alexandra ya estaría allí. El había aprovechado para ducharse y ponerse ropa más cómoda cuando la joven le dispensó de la tarea de acostar a Daniel.

    Tras mucho dudar acerca de la corrección de su atuendo casero, había optado por unas informales bermudas y una fresca camisa de algodón. No creía que su elección mereciese censura. La propia Alexandra no había tenido reparo en ponerse cómoda para ir a la compra, luciendo un bustier de punto, color blanco, y unos atrevidos shorts téjanos deshilachados, provocativamente recortados a la altura de las nalgas, demasiado reveladores para el gusto de Pablo, que no había vacilado en dirigir furibundas miradas de advertencia a cuantos hombres pululaban por el hipermercado, realizando sus inverosímiles compras de vacaciones, mientras sus familias se bronceaban al sol de la playa.

    Pablo dudó al no ver a Alexandra. Tenía la firme convicción de que dedicarían unos minutos a la planificación de las tareas del hogar. De hecho, necesitaba que ella le diese alguna orientación en lo que respectaba a sus obligaciones. No tenía la menor idea de por dónde empezar al día siguiente y le asaltaba el presentimiento de que Daniel y Ricky absorberían toda su atención y energías.

    Pablo oyó a Alexandra en la cocina y se dirigió hacia allí, contemplando, no sin cierta inquietud, el desorden que reinaba en el salón que, apenas una hora antes, habían recogido entre Alexandra y él.

    —¡Señora Farewell! —Pablo asomó la cabeza por la puerta de la cocina y vio que Alexandra cerraba el frigorífico con un golpe de sus caderas. El sinuoso movimiento de éstas se fijó con tal viveza en la mente de Pablo que éste se sorprendió viéndola repetir una y otra vez su movimiento, como en una moviola—. Siento molestarla —carraspeó—. Creí que íbamos a planificar mis tareas y... ¡Vaya, Rick, tú por aquí! —dijo al perro, casi agradecido de que su presencia pudiese distraerle la vista de los sucintos shorts de la joven.
    —¿Una cerveza? —ofreció Alexandra alargándole un bote.
    —Yo... —vaciló Pablo.
    —¡Vamos! ¡Te la has merecido! —le dijo Alexandra casi empujándole hacia el salón.
    —Gracias —balbuceó Pablo.

    Alexandra cerró la puerta de la cocina, ante el abatimiento de Rick, que ya se prometía una larga velada de juegos junto al recién llegado.

    Pablo esperó en el centro del salón a que Alexandra le invitase a sentarse y ésta, tras acomodarse en el sofá, señaló a Pablo el sillón contiguo.

    —Bien, ahí tienes un bolígrafo y papel... Por si quieres anotar algo —dijo Alexandra.

    El muchacho abrió su bote de cerveza y lo depositó pulcramente sobre un posavasos encima de la mesa—centro. A continuación apoyó la libreta que Alexandra le señalaba sobre las rodillas y aguardó a que ella le hiciese alguna indicación.

    —Cuando quiera, señora Farewell —dijo él, solícito.

    Alexandra se le quedó mirando analíticamente. Pablo se sintió incómodo y sostuvo su mirada, no sin cierto nerviosismo.

    —No me llames «señora Farewell», yo he dejado de llamarte de usted —dijo Alexandra tras tomar un largo sorbo de su refresco—. Llámame Alexandra... O Alex, como prefieras.
    —De acuerdo —asintió él.
    —Verás —dijo ella, tras un innecesario carraspeo. Su voz era aniñada y dulce y Pablo se dio cuenta de que sus modales agresivos ocultaban a una persona sensible y tierna que ella quería a toda costa mantener oculta. Alex no dejaba de juguetear constantemente con su largo cabello rubio oscuro, como si aquella situación le resultase también a ella inverosímil y difícil de aceptar—. Pablo, tengo que confesarte que yo no tengo mucha práctica en esto de organizar tareas del hogar a un extraño. Pero vamos a intentar hacer un plan con el que ambos nos sintamos a gusto. —Pablo asintió y Alex empezó a enumerar—: Tarea número uno: hacer las camas —Pablo empezó a anotar y Alex no consiguió contener una sonrisa ante la actitud de niño aplicado del hombre sentado frente a ella—. Número dos —prosiguió, con acento académico—: preparar el desayuno de Daniel —ante un asentimiento de Pablo, ella añadió—: después tendrás que recoger la casa, barrer y limpiar el polvo, pasar la aspiradora...

    Pablo se quedó mirando a Alexandra, que reflexionaba con sus ojos fijos en el techo y la cabeza completamente reclinada en el respaldo del sofá. El joven reparó en la curva de los sensuales labios de Alex y le pareció adorable. Le invitaba a saborearlos, a morderlos...

    —De la comida no tienes que preocuparte —dijo Alex, interrumpiendo el peligroso curso que tomaban los pensamientos de él—. Antes de marcharme a la piscina con Dan pondremos la olla con la verdura y, al regresar, freiremos unos filetes, o pescado...

    Pablo asintió y se removió incómodo en el sillón. El bustier de la joven se había ahuecado cuando ella subió uno de sus brazos para apartarse el pelo del cuello y la tentadora visión que le ofrecía el escueto pedazo de tela de los senos pequeños y bien formados le alteró hasta el punto de casi gritar:

    —¿Ir a por el pan?

    Alexandra parpadeó, extrañada por su brusquedad.

    —No es necesario. Yo aprovecharé las mañanas para ir con Dan a la piscina, o al zoo, o de compras... Así tú estarás más libre para realizar tu trabajo y yo me haré la ilusión de disfrutar de unas vacaciones —le explicó sin bajar su brazo y sin reparar en la insistente mirada de Pablo en dirección a su bustier—. Yo traeré el pan cuando regresemos a casa a comer...
    —¿Limpiar el patio y regarlo?
    —Eso por la noche —dijo Alex, pensativa.
    —Poner la lavadora —sugirió él y Alexandra se ruborizó visiblemente.

    La visión de Pablo con el delantal de naranjas, limones y ciruelas, tendiendo a secar sus minúsculas braguitas de encaje, la turbó más de lo que ella misma se atrevía a admitir.

    —¡Eso ya lo haré yo! —casi exclamó.
    —¿Es que no le encargarías esa tarea a una «muchacha para todo»? —dijo Pablo, con expresión de absoluta inocencia. También por su mente había cruzado la imagen de la ropa interior femenina, suave, reveladora...

    «Demonios, Pablo, estás trabajando. Controla tus impulsos», se reprendió clavando sus ojos en la libreta, fingiendo un inusitado interés en sus anotaciones.

    Alexandra interpretó erróneamente su expresión y pensó que le había ofendido. El había insistido desde el primer momento en que debía tratarle como trataría a una empleada del hogar.

    —De acuerdo —aceptó Alex, casi a regañadientes—, pero tú sólo pondrás la ropa que haya en el cesto de la ropa sucia del tendedero.
    —No me cuesta ningún esfuerzo... —objetó Pablo, pero ella no le dejó continuar.
    —Sólo la de ese cesto —dijo tajantemente.

    Pablo se encogió de hombros y Alexandra le miró interrogante, sin poder contener su curiosidad.

    —¿Por qué aceptaste venir a esta casa? ¿Dónde has trabajado antes? —le preguntó.
    —En mis referencias... —comenzó el joven.
    —¡Al diablo con tus referencias! —exclamó Alexandra—. Quiero la verdad.

    Pablo dejó sobre sus rodillas la libreta en la que había estado anotando las tareas diarias y tomó el bote de cerveza de encima de la mesa.

    —Necesitaba un trabajo y un techo bajo el que dormir. No podía seguir manteniendo mi apartamento —confesó con sencillez—. Hasta este verano me ganaba la vida dando clases particulares.
    —¿De qué? —se interesó Alexandra.
    —De matemáticas, física, química, literatura... —y su voz acabó convirtiéndose casi en un graznido que anunciaba—: ¡A la rica clase de pina para el niño y para la niña!

    Alexandra se echó a reír. Pablo la imitó y ambos estuvieron un buen rato en silencio, sonriendo ocasionalmente.

    —¿Estudiaste magisterio? —preguntó ella, que se había dejado escurrir por el sillón y ahora tenía la barbilla contra su pecho.
    —No —respondió Pablo, intentando desesperadamente desviar el tema de conversación de su persona—. Por cierto, cuando volvíamos de la compra me fijé en la placa de tu consulta. Así que eres psicóloga... ¿En qué estás especializada? —bebió un sorbo de su cerveza y la miró con interés.
    —En niños con problemas de psicomotricidad —dijo ella.
    —Desde luego, si tu hijo es un botón de muestra de tu habilidad como especialista, podría asegurar que eres toda una autoridad en la materia.
    —Es un niño muy vital —asintió Alexandra, sonriendo.
    —Es un rabo de lagartija —sentenció Pablo—. Incluso Rick es un perro tremendamente vital para su tamaño... y su edad. No es un perro joven, ¿verdad?

    Alexandra esbozó una mueca indefinible.

    —Tiene siete años, pero no está gordo. Se mueve mucho y eso le hace parecer más joven. A propósito de Rick, ¿te duele tu chichón? —dijo ella, inclinándose hacia él y alargando sus dedos.

    Pablo se echó instintivamente hacia atrás y la miró con cierto remordimiento.

    —En realidad no debes preocuparte —le dijo—. Exageré un poco para que te sintieses culpable y me admitieras en tu casa —confesó él, sonriendo.

    Alexandra abrió los ojos y movió la cabeza negativamente, censurándolo. Reparó por primera vez en los hoyuelos que se marcaban en las mejillas de Pablo cuando sonreía, en el brillo malicioso de sus ojos oscuros y en el mechón de cabello negro y liso que le caía sobre la frente, dándole aspecto de niño travieso.

    —¿Cuántos años tienes, Pablo? —preguntó ella, cambiando súbitamente la expresión de su rostro.
    —Veintinueve —respondió él.
    —Los mismos que yo —musitó Alexandra, casi como si hablase consigo misma.
    —Es evidente que tú has aprovechado la vida mejor que yo —dijo Pablo con una amistosa sonrisa.
    —Lo único evidente es que corrí demasiado —dijo Alexandra, fingiendo concentrarse en el cabello que sus dedos trenzaban en un movimiento reflejo. Y suspiró al añadir—: Me casé muy joven. Apenas había cumplido los veintidós años. Quise quedarme embarazada muy pronto... —su expresión se tornó melancólica un instante—. Me sentía muy sola. No tenía amigos, ni familia, ni lograba aclimatarme a las costumbres del país... Hubiera debido pensarlo más detenidamente.

    Pablo observó la mirada de los ojos grises de Alexandra, transparentes como un estanque, reparó en sus facciones delicadas, dulces. Parecía un hada sacada de un libro de cuentos para niños, con sus manos blancas, de dedos largos y afilados, su voz aguda y cantarina. No parecía posible que aquella mujer hubiese estado casada y... que ya llevara a sus espaldas el dolor de un fracaso.

    —No intento excusarme por haber sido tan inconsciente —añadió Alex tras un momento de silencio—. No me arrepiento de nada de lo que he hecho.
    —No lo dudo —asintió Pablo, con expresión reflexiva.
    —Daniel tenía tres años cuando decidí separarme de Juan Luis... mi ex marido —ella tomó entre sus manos el bote del refresco que había depositado sobre la mesa y comenzó a darle vueltas mirándolo con reconcentrada atención—. No me separé de él porque hubiese otra mujer, ni ninguna historia de infidelidad. Por no quejarme ni siquiera puedo decir que Juan Luis me levantase nunca la voz. El caso era que no había nada que nos uniese o hiciese de nuestra relación algo que mereciese la pena vivir... Me refiero a la emoción, a lo que hace que cada día sea irrepetible. Nuestro inicial entusiasmo se había reducido a un profundo y desalentador desamor sin más pimienta que la rutina —intentó bromear ella, cambiando su grave tono de voz.
    —Entiendo —asintió Pablo.
    —¿Entiendes? —Alexandra frunció el ceño.
    —No quiero decir que yo haya pasado por una situación semejante —se apresuró a explicar Pablo—, sólo quería decir que es bueno tener valor para romper cuando ya no hay esperanza para el amor.
    —Es bonito eso —sonrió Alexandra.
    —¿Qué nos queda si perdemos la ilusión de amar y sabernos amados? —continuó Pablo, elocuente—. Si ya no amamos es mejor soltar las amarras y arriesgarse a que la marea nos arrastre a puertos menos propicios... o tal vez a los destinos que soñamos.
    —Eres todo un poeta, Pablo —elogió con ironía Alexandra, sin lograr que desapareciese la expresión soñadora de su mirada.
    —¿Te pusiste a trabajar cuando te divorciaste? —preguntó el joven, intentando desviar la conversación a un tema menos íntimo.
    —Sí —respondió ella—. Lo cierto es que ya había empezado a colaborar desinteresadamente con el gabinete psicológico de un colegio y no me fue difícil montar la consulta —Alex sonrió con cierta melancolía—. Pero conseguí todo esto gracias a la ayuda de Juan Luis. Él me avaló para solicitar el crédito que pedí a un banco para montar mi propio negocio.
    —Nunca te ha guardado rencor, ¿verdad? —le dijo Pablo.

    Alexandra miró fijamente a Pablo intentando encontrar ironía en su mirada.

    —Nunca —se limitó a responder y, apurando su bote de refresco, se levantó del sofá—. Posiblemente Juan Luis llamará mañana por la mañana. Le tienes que decir que hemos salido y que estaremos de regreso a la hora de comer —le indicó con voz indiferente—. Te preguntará quién eres. Será mejor que le digas que estás tomando nota de las llamadas para mi consulta. Dile que sustituyes a Sonia temporalmente. Así me dará tiempo a explicarle la situación...
    —¿También llamarán para la consulta? —preguntó Pablo.
    —Sí —respondió Alexandra que ya se dirigía hacia el pasillo que conducía a su dormitorio—. Toma nota y yo me ocuparé.
    —Si quieres —se ofreció Pablo—, puedo ayudarte con eso.

    Alexandra se volvió lentamente y le miró, dubitativa. —¿A qué te refieres? —preguntó.

    —¿No se trata de dar hora de visita? —dijo Pablo, haciendo verdaderos esfuerzos por no recorrer con su mirada el sensual cuerpo femenino que se desperezaba como un gato—. Conozco el sistema. Tengo que consultar las características de los pacientes que ya acuden regularmente e intentar acoplar a los nuevos procurando que los niños más nerviosos no tengan las horas de más concurrencia.
    —¿Dónde aprendiste eso? —se interesó Alexandra.
    —Trabajé como recepcionista en un gabinete psicológico —mintió Pablo.
    —Bueno —asintió Alexandra—, si llama alguien dale hora y día de visita. Uno de estos días hablaremos de ese asunto—. Hasta mañana, Pablo.
    —Hasta mañana, Alexandra —y Pablo se dispuso a apagar las luces de toda la casa antes de dirigirse a su habitación.


    Alexandra se despertó sobresaltada al oír voces que se acercaban por el pasillo. Tenía la sensación de que se había acostado hacía apenas unos minutos. Se frotó los ojos, aturdida, y tanteó por la mesilla, buscando el reloj despertador, desorientada y confusa. Cuando por fin lo encontró, acercó la esfera a la altura de su nariz y terminó de despejarse de repente.

    —¡Las nueve de la mañana, Santo Dios!

    Ya se disponía a levantarse a toda prisa, cuando la voz de Pablo, grave y profunda, la dejó inmovilizada.

    —Espero que no te hayas equivocado en nada, Dan, porque si a tu madre no le gusta el desayuno te pondré la tostada por sombrero.

    El pequeño rió, encantado.

    —¡Por el lado de la mantequilla!
    —Exactamente. Eres un chico muy listo.

    Las voces se acercaban hacia su puerta. Justamente a su puerta. Alexandra se subió la sábana hasta el cuello, sintiéndose repentinamente acorralada. El picaporte comenzó a abrirse e, impotente, vio la cabeza de su hijo que se asomaba por una rendija con una indescriptible expresión de felicidad.

    —¡Mami! —canturreó—. ¿Estás visible? —añadió con absoluta inocencia.

    «No», pensó Alexandra, sintiendo que la sábana de raso que la cubría era más reveladora que su propia desnudez. Pero no consiguió articular palabra. Sólo acertó a asentir, con demasiada energía.

    —Pasa, Pablo. Dice que está visible. ¿No te dije que no tenía que preguntarle esa tontería? —anunció satisfecho el pequeño, abriendo la puerta de par de par.

    Daniel encendió la luz y Alexandra guiñó los ojos, deslumbrada.

    —¡Buenos días a todos! —consiguió decir, dominando a duras penas su alteración. No se trataba sólo de que estuviese desnuda bajo la sábana. A su malestar también se añadía el pensar que Pablo estaba viendo exactamente el rostro que ella mostraba al espejo todas las mañanas: párpados hinchados, ojos enrojecidos, cabello alborotado, facciones abotargadas...
    —¡Buenos días, Alexandra! —saludó Pablo que, instantáneamente, se dio cuenta de la razón por la que la mujer se cubría de aquella manera con la sábana—. ¡Oh, lo siento! Dan me dijo que podía pasar y... ¡Yo no sabía que tú...! ¡Cielos! Creo que estoy empeorando las cosas.

    Realmente la reacción de Pablo no había contribuido a que Alexandra se sintiese reconfortada, a que la consolase la posibilidad de que él no se diera cuenta de que dormía sin nada. Alex vaciló un instante, miró alternativamente a su hijo y a Pablo. Ella siempre había insistido en decir a Dan que la desnudez era algo natural de lo que nadie debía avergonzarse. Si obligaba a Pablo a salir de la habitación, Daniel le pediría una explicación y ella se vería obligada a contradecirse. Así que respiró profundamente, sonrió y se apoyó en el respaldo de la cama.

    —¡No te preocupes, Pablo! —dijo, haciendo de tripas corazón—. Habéis sido muy amables trayéndome el desayuno a la cama. ¡Una rosa! Gracias, cariño —dijo sonriendo a su hijo.
    —No ha sido idea mía —respondió con naturalidad el pequeño—. La había cogido Pablo esta mañana, cuando abrió el patio a Ricky porque el perro se meaba...
    —Como no tenía llaves para sacarlo a la calle —se excusó Pablo.
    —No te preocupes. Esta misma mañana te haré una copia —sonrió Alexandra.

    Pablo sonrió a su vez y se acercó lentamente hacia la joven.

    —Parece que has descansado bien —le dijo, sin disimular su turbación.

    La sábana de raso revelaba cada uno de los pliegues y las curvas del cuerpo de Alexandra Farewell, el mismo cuerpo que le había atormentado por la noche, haciendo que sus sueños se poblasen de visiones y promesas tan dulces como el mismísimo Paraíso Terrenal.

    —¡Zumo de melocotón! ¡Esto sí es una sorpresa! —Alexandra dirigió una sonrisa de compromiso a Pablo y éste se dio cuenta de que la situación era igual de violenta para ambos.
    —¡Mami! —terció Dan—. ¿Verdad que Pablo también se va a venir con nosotros a la piscina?

    Alexandra miró a Pablo y puso una desesperada expresión de impotencia. Pablo intervino:

    —Yo no iré a la piscina, Dan. Tendré ocupada toda la mañana. No jugaremos hasta esta tarde. ¡Vaya, Alexandra! —exclamó repentinamente—. Se me olvidó traerte una servilleta. Voy ahora mismo a por ella.
    —¡Pero si está aquí! —protestó Daniel agitando una bonita servilleta estampada como si fuese una bandera—. No me ha oído —dijo el pequeño volviéndose a su madre con un gesto de resignación.

    Alexandra aprovechó para levantarse y ponerse un albornoz con naturalidad, abriendo a continuación la persiana.

    —¿Pero no te gusta desayunar en la cama? —le preguntó su hijo, que no comprendía muy bien por qué todo el mundo se había puesto tan nervioso de repente.
    —Sí, cariño —le dijo Alex dándole un beso en la rubia coronilla—. Por eso voy a volver a meterme en la cama para tomarme el desayuno. Anda, ve a por la servilleta que ha ido a buscar Pablo.

    El pequeño echó a correr por el pasillo y Alexandra sintió otra mirada a los pies de su cama. Cuando se volvió, vio a Ricky sentado en el suelo y contemplándola con la misma expresión de desconcierto que su hijo.

    —Sería demasiado largo de explicar —se excusó Alexandra encogiéndose de hombros y sin poder evitar un ademán a modo de disculpa.


    —Bien, nos vamos entonces. ¿Estás seguro de que ya sabes dónde está todo? —volvió a preguntar Alexandra por enésima vez en el transcurso de la mañana.

    Realmente, la disposición de Pablo para emprender las tareas del hogar no era una visión alentadora. Con unos guantes de goma que parecían ir a reventarle en sus enormes manos, una gorra con visera y apoyado en una «telescoba» como si ésta fuese el mástil de un barco a punto de naufragar, el joven decía con expresión de absoluta confianza:

    —Podéis iros tranquilamente. Me las arreglaré muy bien.
    —¿Seguro que no es mejor que se venga a la piscina con nosotros? —sugirió Dan, arrugando la nariz al ver la imagen que ofrecía su, hasta el momento, idolatrado nuevo amigo.
    —Yo me quedaré aquí cuidando de la casa y de Ricky —le consoló Pablo—. Y cuando vosotros estéis de vuelta yo ya habré preparado la comida y así podremos aprovechar para jugar toda la tarde.

    Dan dirigió una desconsolada mirada hacia Pablo y Ricky. La piscina no le parecía tan divertida como quedarse a jugar en casa. Acarició la cabeza al perro, que se había tumbado en la alfombra del salón, y puso una solemne expresión de fastidio.

    —Bueno, si tienes algún problema... —insistió Alex.
    —No tendré ninguno. Puedes irte tranquila —volvió a repetir Pablo.

    Madre e hijo se dirigieron por el patio hacia una puerta posterior, donde Alexandra guardaba su auto. Pablo se apresuró a asomarse al balcón del salón para despedirlos con la mano.

    Cuando el auto salió con un violento chirriar de ruedas a la calle, Pablo cerró los ojos y comenzó a agitar su mano desesperadamente. No vio a Dan responder entusiasmado a su saludo.

    Una vez giraron en la esquina y el pequeño perdió de vista el balcón, se acomodó en el asiento y miró a su madre:

    —¿Sabes lo que más me gusta de Pablo? —le preguntó el niño sin ocultar su aprobación hacia el recién llegado.
    —¿Qué, cariño? —preguntó Alexandra.
    —Que con él es seguro que no te puedes aburrir nunca.


    «Aburrimiento» era la única palabra en la que Pablo no pensó ni por un instante. Las camas no representaron mayor problema para él. A pesar de que, durante todo el tiempo que llevaba viviendo solo, Pablo había resuelto que podía evitar ese molesto deber durmiendo en un saco—edredón, dominaba la técnica de las sábanas perfectamente. Era algo que tenía que agradecer al sargento al mando durante su servicio militar en el campamento de Cáceres, un recto suboficial que insistía en que debía arrojar una moneda a la cama y ésta tenía que rebotar. Pablo se sintió satisfecho de su labor cuando hizo la comprobación del sargento con resultado positivo.

    El paso posterior, barrer, ya no fue tarea tan fácil. Ricky no cesaba de demostrar su enconado odio hacia la «telescoba» y Pablo no conseguía convencer al perro de que la indiferencia para con el inanimado objeto era la actitud más inteligente por su parte. Maldijo mil veces al can y acabó tomando la determinación de sustituir el proceso de barrer por el de pasar la aspiradora. Al fin y al cabo se trataba de eliminar tierra, pelusas y bolas de pelo de perro, tarea que, seguramente, la aspiradora podría acometer con eficacia.

    Con la aspiradora tuvo más suerte. Ricky corría a esconderse bajo una cama tan pronto oía el penetrante sonido y Pablo disfrutó comprobando que, en su caso, la habilidad había superado a la fuerza.

    Sólo surgió un «pequeño» problema: el sonido de la aspiradora no le permitió oír el silbido de la olla que le indicaba que ya debía poner la válvula y bajar el fuego.

    Para cuando Pablo terminó de «barrer y limpiar el polvo» en el cuarto de Alexandra, un penetrante y amargo olor a quemado se había adueñado de toda la casa. También comprobó otra serie de cualidades que caracterizaban el olor a comida quemada: era un aroma persistente, indeleble, inalterable al transcurso del tiempo y desafiaba a las leyes físicas del efecto de la corriente de aire. En pocos minutos, el aroma se había quedado impregnado en la tapicería del sofá, en las cortinas, en las alfombras. Incluso, para su consternación, había penetrado en los más recónditos rincones de la consulta de Alexandra.

    Pablo se sintió morir. Nunca había comprendido los accesos de ira de su madre cuando una muchacha del servicio quemaba la comida. ¡Era una verdadera catástrofe! La sombra del despido se cernía sobre él como un fantasma. Se sentía tan abatido que optó rápidamente por subsanar su imperdonable falta con una heroica tarea: poner la lavadora y proceder a limpiar los azulejos de la cocina.

    Tampoco aquello era una tarea tan fácil como había previsto siempre. Las cocinas de los apartamentos que él había ocupado eran minúsculas como un armario y nunca le ofrecieron resistencia. Pablo filosofó, mientras fregaba enérgicamente los azulejos, sobre la manía de las mujeres de sembrar de obstáculos un recinto tan propenso a la suciedad... y los malos olores. Había que ser realmente masoquista para obstaculizar la limpieza de los azulejos colgando en las paredes un dispensador de papel de aluminio, otro para el papel de celulosa, un especiero, una batidora, los útiles de remover la comida, un bloc de notas, platos decorativos, platos para dar la vuelta a la tortilla, un incómodo salero cuya tapa se caía constantemente aplastándote la mano cada vez que intentabas tomar una pizca de sal... La lista era interminable, casi tan eterna como el olor a comida quemada.

    Cuando Pablo miró su reloj, comprobó, para su horror, que apenas faltaban treinta minutos para que llegasen Alexandra y Daniel. Fue entonces cuando reparó en que no había primer plato y que se esperaría de su supuesta profesionalidad el subsanar su anterior falta con las acelgas carbonizadas.

    La lavadora había terminado y Pablo embutió la ropa húmeda en un cesto y se apresuró a bajar al patio para tenderla. Desgraciadamente, Ricky ya había comprobado que podía tratarse de una faena muy divertida.

    Pablo arrastró al perro al fondo del patio, donde le ató hasta que terminó de extender perfectamente los calzoncillos de Dan y la reveladora ropa de su madre, para facilitar su posterior planchado.

    Una vez concluyó, volvió a desatar al perro y subió las escaleras con él a toda prisa.

    Apenas tardó en recoger barreños y útiles de limpieza. Después procedió a buscar desesperadamente un libro de cocina en la nutrida biblioteca de Alexandra Farewell. Cuando consiguió encontrar algo asequible e intentaba, sin éxito, comprender el mecanismo de apertura de una botella de aceite que se burlaba de él mostrando una obscena lengüeta, oyó la puerta de la casa abrirse sobre sus goznes y la voz de Alexandra gemir:

    —Pero... ¿a qué huele aquí? ¡Qué asco!

    Daniel demostró que sus reflejos eran infinitamente más rápidos que los de su madre cuando exclamó con verdadero deleite:

    —¡Chupi! ¡Hoy también comemos pizza!


    CAPÍTULO 05


    Daniel observaba atentamente cómo Pablo ponía la mesa. El niño callaba ante la expresión abatida del muchacho, que estaba firmemente convencido de que la idea de utilizar la aspiradora para todas las tareas domésticas no había sido tan genial como pensó.

    —No te preocupes, Pablo —dijo Daniel balanceando las piernas que colgaban de la silla en la que estaba sentado—. A mí me gusta mucho más la pizza que las acelgas. ¿A ti no?

    Pablo no respondió. Seguía oyendo la voz de Alexandra hablando con Juan Luis quien, al parecer, había llamado innumerables veces a lo largo de la mañana sin que su llamada fuese atendida. La potencia de la aspiradora quedaba fuera de toda duda. ¡Su sonido lograba silenciar incluso el insistente timbre del teléfono! Los remordimientos de Pablo no estaban motivados precisamente por no haber atendido al padre de Daniel, hacia el que sentía una inexplicable e irracional animosidad, sino por la duda del número de pacientes de Alexandra que pudiesen hallarse en su misma situación.

    —¡Ése debe ser el repartidor! —exclamó Dan poniéndose en pie en el mismo instante en que sonó el timbre en la puerta—. ¡Ya era hora! ¡Me muero de hambre! —decía el niño a espaldas de Pablo, que ya bajaba tropezando con Ricky para abrir la puerta.
    —¡Son unos jetas! —se quejó Pablo secándose las manos en el delantal que se había puesto para picar una ensalada—. Les hemos llamado hace ya más de hora y media...

    Pablo entreabrió una rendija para que Ricky no se abalanzase dispuesto a dispensar otra de sus cordiales bienvenidas y vio a un motorista con casco y una caja de cartón, esperando impacientemente.

    —Ya se ha quedado fría —dijo el muchacho, de malos modales, en el momento en que vio abrirse la puerta.
    —No será por lo que he tardado yo en abrir —protestó Pablo, sacando del bolsillo de su pantalón un arrugado billete que le había dado Alexandra para que abonase el importe de la comida.

    El repartidor se quedó mirando el billete, observando que éste estaba meticulosamente presentado en forma de rollito, como sólo saben doblar los billetes las mujeres para meterlos en monederos de broche. Levantó la vista y recorrió con su mirada a Pablo, que tenía puesto un delantal con la leyenda: «A la mejor cocinera». Era lo más discreto que habían conseguido encontrar Alexandra y él en el supermercado el día anterior.

    Pablo reparó en la mirada del repartidor y le increpó:

    —¿Me vas a dar esa pizza o te vas a quedar mirando todo el día como un pasmarote?

    Daniel se asomó a la puerta de inmediato, abriéndose paso a empujones. Si había jaleo él no quería perderse detalle.

    —¡Vaya «manija» que estás hecho, tío! —exclamó despreciativamente el repartidor, tendiendo a Pablo las vueltas del billete con un gesto de desdén.
    —¡«Maruja» lo será tu padre! —le espetó Pablo contando cuidadosamente el cambio.
    —¡No te digo! —dijo el repartidor subiendo a su moto y bajando el caballete—. ¡Si se creerá la muy tonta que la voy a «sisar»!
    —Te está llamando tonta, Pablo —le dijo Dan tirando instintivamente del delantal—. ¿No le vas a partir la cara de un puñetazo?

    Pablo miró al motorista y a Dan alternativamente. El niño le dirigía una mirada anhelante, pidiéndole una demostración de su valor y su heroicidad. Pablo se dio cuenta de que no podía cerrar la puerta sin más, ignorando la ofensa del repartidor.

    —Sujeta la pizza, Dan. Si ahora se cae, tu madre nos mata a los dos —y se enfrentó con las manos metidas en los bolsillos de sus téjanos al motorista que luchaba con el pedal de arranque—. ¿Qué pasa, chico, quieres que te arranque la moto de una patada en el culo?

    A sus espaldas, Dan asomaba la cara por la puerta con la pizza abrazada a su pecho, sin reparar en que la mozzarella le escurría por su camisa polo. Ricky luchaba y empujaba furiosamente para conseguir lamer el delicioso queso de la camisa del niño.

    —¡Muy bien, Pablo! —le animaba el pequeño, dando pequeños saltos de impaciencia.
    —¡Si te quitas el delantal a lo mejor te trato como a un hombre! —le increpó el motorista—. ¡Me han enseñado a no pegar a las mujeres!
    —¡Ven aquí, hijo de Satanás!

    Pablo corrió intentando enganchar al repartidor por el cuello de la camisa. El muchacho avanzaba a zancadas bajando de la acera, ignorando a Pablo.

    —¡Que se te va! —exclamaba el niño—. ¡Corre!
    —¡Anda a fregar, marujón! —gritó el repartidor cuando su moto arrancó, haciendo una demostración de su habilidad para conducir la moto sobre la rueda trasera y alejándose a toda velocidad.
    —¡Ojalá te rompas el cuello! —dijo Pablo en voz baja, sin poder evitar una frustrante sensación de fracaso.
    —¿Has visto qué caballito, Pablo? —le dijo Daniel, cuando el joven entraba en el recibidor, estrechando aún más la pizza contra su camisa—. Si no hubiera sido por la moto seguro que le habrías dado una buena zurra.

    Pablo contempló consternado al pequeño que le miraba con auténtica adoración.

    —¡Se ha salvado por un pelo! —seguía el niño, obviamente satisfecho del espectáculo.

    Pablo sonrió y le arrebató la caja de la pizza de sus manos, abriéndola rápidamente y arreglando con las manos la evidencia del queso desaparecido, sin mucho éxito.

    —Deja que Ricky te limpie eso de la camisa —sugirió Pablo a Dan en voz baja—. A lo mejor tu madre no se entera.
    —¿De qué no me tengo que enterar? —Pablo se estremeció al oír la voz de Alexandra a sus espaldas.
    —¡Mamá! —se apresuró a decir el pequeño, avanzando sin el menor rubor hacia su madre, que clavaba una horrorizada mirada en su camisa polo—. El repartidor de pizzas ha insultado a Pablo, pero él le ha pegado un puñetazo así... y así...
    —¡No exageres, Daniel! —se apresuró a decir Pablo—. No ha sido para tanto —dijo dirigiéndose a Alexandra que le miraba con los ojos como platos—. De verdad que sólo le di un pescozón.
    —¡Pues estamos listos si sigues quemando la comida y ahuyentando a los repartidores a domicilio! —reprendió Alexandra—. ¡Vamos a acabar comiendo...!
    —¡Mierda! —concluyó Daniel por su madre, subiendo a toda prisa las escaleras para escapar de sus iras.
    —Lo siento —se disculpó Pablo humildemente—. ¡Es que no sé qué le pasa a todo el mundo cuando me ve con el delantal! —exclamó, rojo como la grana, intentando justificarse—. ¡Y además tendríamos que llamar a esos tipos del restaurante para protestar! ¡Ese repartidor era un insolente!
    —Pero traía comida, Pablo. ¿Entiendes esa palabra? ¡Comida! —dijo Alexandra acercándose a él y hundiendo su dedo índice en su pecho—. Además, no sé qué tiene de especial este delantal. A mí me parece anodino.

    Pablo hizo verdaderos esfuerzos por callarse lo que pensaba de su delantal, de la comida, del repartidor y de la mozzarella que había caído al suelo y Ricky recogía con su lengua.

    Alexandra le señaló las escaleras y Pablo le cedió el paso, caballerosamente. Cuando pasó por su lado, la joven no pudo reprimir una sonora carcajada.

    —¡Pues yo esta tarde no me voy con papá al cine! —protestaba Daniel, iracundo y sin terminarse su helado al que parecía amenazar con su cuchara.
    —Tu padre ha llamado para llevarte con él y no le puedes decir que no —repitió Alexandra, aburrida, por enésima vez durante la comida—. Además, ¿no querías ir a ver esa película desde hacía dos semanas? Creí que me ibas a volver loca a fuerza de insistir.

    Pablo servía el café a Alexandra sin intervenir en la conversación. Después se retiró hacia la encimera y se sirvió él mismo una taza.

    —Pues ahora —dijo Daniel apretando los labios— insisto en que no quiero verla.
    —¡Pues le dices a tu padre que te lleve al parque de atracciones! —exclamó Alex, enfadada.

    El rostro del niño se iluminó pero, a continuación, dirigió a Pablo una mirada cargada de remordimientos.

    —¡Pero no voy a dejarte solo toda la tarde! —dijo, con verdadero pesar.
    —No te preocupes, Daniel —se apresuró a decir Pablo—. Yo puedo hacer otras cosas y tenemos muchos días para jugar.
    —Sí, Dan —apoyó Alexandra—. Creo que Pablo podrá sobrevivir a una tarde sin tu compañía.

    El pequeño apoyó la cabeza en su mano y se dispuso a terminar su helado. Alex se le quedó mirando y le dijo, dulcificando su expresión:

    —Además, Pablo te dará hoy la cena.

    El niño miró a su madre con los ojos muy abiertos. Alex prosiguió:

    —Yo aprovecharé para salir a cenar fuera esta noche. Así que, cuando tu padre te traiga de vuelta a casa, podrás jugar con Pablo hasta aburrirle —y sonrió mirando en dirección a Pablo.

    Éste continuó bebiendo a sorbos su café, sonriendo impasible.

    Alexandra había dicho que cenaría fuera. ¿Con quién? ¡Claro que a él no le importaba! Pablo fingió no prestar atención cuando Dan le preguntó a su madre:

    —¿Otra vez vas a salir con el pesado de Enrique?
    —¡Daniel! —le reprendió severa—. ¡No te consiento que hables así de nadie! Enrique es muy amable contigo y te quiere mucho. ¿No te acuerdas ya de los videojuegos que te regaló la última vez?

    El niño calló, obstinado y demostrando a todas luces que no aprobaba la elección de su madre. Cuando Alexandra ya parecía haber olvidado el incidente, Daniel insistió:

    —Pues cuando Enrique llegue, yo voy a estar en el patio jugando con Pablo. ¡Y le dices que mi videoconsola ya está guardada!

    Pablo miró al niño con extrañeza y luego a Alexandra, que esbozaba un mohín de fastidio.

    El timbre sonó y Pablo hizo ademán de ir a abrir la puerta. Alex le detuvo con un gesto y se levantó dirigiéndose a la salida, no sin antes decir:

    —Ya tendrás tiempo para abrir la puerta esta tarde. La recepcionista de mi consulta está de baja y si no tienes que cuidar a Daniel... Además, hoy necesito ayuda. Llegan dos pacientes nuevos y hay que abrirles la ficha. Será la ocasión para que me demuestres tus habilidades al respecto.
    —Lo haré encantado, de verdad —asintió Pablo que, por primera vez en su vida, iba a estar en contacto con el mundo profesional que debía ser el suyo. No era gran cosa, pero sería la ocasión en que más de cerca lo tocaría.
    —¿A qué huele aquí, Alexandra? Es repugnante —se oyó una voz masculina inmediatamente después del chirrido de la puerta.
    —Un pequeño accidente —replicó la mujer.

    A continuación se oyó un murmullo de voces que hablaban en tono confidencial y una puerta que se cerró en la planta baja.

    —Ése es papá —informó Daniel, con una mueca.
    —¿Por qué no vas a darle un beso? —preguntó Pablo.
    —Porque se han encerrado en el despacho de mamá —dijo Daniel—. Y cuando se encierran en el despacho de mamá yo no puedo entrar porque se ponen de mal humor. Dicen que interrumpo el «consejo familiar».

    Pablo pensó que era una definición muy peculiar de sus extrañas relaciones.

    —Vamos al baño. Tendrás que lavarte la cara y las manos —dijo Pablo al niño.
    —¿Qué le pasa a mi cara? —preguntó Daniel, sin ocultar su enojo.
    —Que tienes «bigotes» de chocolate del helado. El pequeño se levantó de su silla y siguió a Pablo al cuarto de baño, visiblemente compungido.


    —¡Dan!—llamó Juan Luis tan pronto subió las escaleras de la casa—. Soy yo, tu padre, ¿dónde estás?

    Juan Luis, un hombre de treinta y tantos años, con aspecto de ejecutivo, el cabello peinado hacia atrás con gomina, un carísimo reloj deportivo en la muñeca y vestido con una moderna camisa polo y unos téjanos impecables, asomó la cabeza por la puerta del cuarto de Daniel.

    —¿No me oías? —preguntó el hombre, acercándose a su hijo y mirando escrutadoramente a Pablo.
    —¡Hola, papá! Este es Pablo, ¿le conoces?
    —¡Hola, chaval! —saludó el recién llegado—. Ya me ha estado contando Alexandra la novedad.

    Pablo se puso lentamente en pie para estrechar la mano que Juan Luis le tendía y éste se sintió incómodo por la estatura de Pablo, que le sacaba más de una cabeza.

    —Encantado, señor...

    Pablo vaciló.

    —Solana —respondió el aludido—. Juan Luis Solana.

    Pablo asintió y despeinó a Daniel.

    —Luego seguimos jugando, campeón.
    —Hasta luego, Pablo —se despidió el niño y, dirigiéndose a su padre le dijo—: No quiero ir al cine, quiero ir al parque de atracciones. Mamá me ha dicho que te lo dijera...
    —Iremos donde tú quieras, Dan. ¿No tendrías que cortarte ya ese pelo? Pareces una niña.

    El pequeño miró a Pablo de reojo y esbozó un mohín de fastidio. Este levantó las cejas y se encogió de hombros, en un ademán de impotencia.

    Alexandra canturreaba contenta en el cuarto de baño, arreglándose para salir a cenar. Se había puesto un vestido de hilo color canela con una profunda abertura en la espalda y se terminaba de maquillar.

    La ayuda de Pablo en la consulta había sido realmente magnífica. Una verdadera revelación. Daba incluso la sensación de que ambos fueran colegas. Sus anotaciones en las fichas habían sido más que acertadas. ¡Y Juan Luis se llevaría a Daniel de vacaciones toda una semana! Ella podría disponer de la ayuda de Pablo... Tal vez, cuando Daniel fuese al colegio en septiembre, podía pensar en la posibilidad de ampliar su horario de consultas a la mañana. Si Pablo se hacía a ese trabajo... El timbre de la puerta la distrajo de sus proyectos. Alex gritó desde el baño:

    —¡Abrid vosotros! Yo salgo en un momento.

    Y sonrió, sintiendo una extraña sensación de familiaridad, al oír el trote de Pablo, de Daniel, que había llegado apenas una hora antes, y de Ricky, por las escaleras.

    Un hombre tan alto como Pablo, de gesto serio y taciturno, pálido y tan delgado que parecía enfermo, esperaba en la puerta con un paquete bajo el brazo.

    —Buenas tardes —saludó Pablo al abrir, mirándole con recelo.
    —Buenas tardes —respondió Enrique—. ¡Hola, Daniel!

    Daniel se dirigió a Pablo ignorando al hombre:

    —Es el abogado de mamá —le informó—. El que la divorció de papá —le dijo con una indiferencia aplastante.
    —Encantado —sonrió Enrique, sin poder disimular una mirada analítica a los musculosos brazos de Pablo y después, ignorándole, se volvió a dirigir a Daniel—. ¿A que no adivinas lo que te traigo?

    El pequeño levantó las cejas y torció los labios.

    —¿Un videojuego, quizá? —aventuró.
    —¡Premio! Mira —dijo, tendiéndole el paquete—, éste sí que es bueno. No vas a tener ningún problema para pasar las pantallas. Yo te enseñaré el funcionamiento y...
    —La videoconsola está guardada —dijo el pequeño, ante la estupefacción de Pablo—. Mamá me ha castigado y me la escondió —mintió Dan con expresión de absoluta inocencia.

    Pablo le miró, interrogante, y Daniel prosiguió impasible bajo su mirada.

    —Ni siquiera puedo ver la tele, ¿verdad, Pablo? Estábamos jugando a la guerra de los monstruos.
    —No te preocupes, Daniel —le dijo Enrique— Ahora mismo hablo yo con tu madre y te devuelve la videoconsola —le respondió, con tono de salvador de niños.
    —Ya verás cómo no me va a dejar —le respondió el pequeño—. Además, estábamos jugando a otra cosa...

    Los tres subieron las escaleras y Enrique se quedó en el salón, indeciso.

    —¿Has venido a cuidar de Daniel esta noche? —preguntó Enrique a Pablo, con visible curiosidad.
    —No —respondió Pablo, sin dar más explicaciones.
    —Es el nuevo interno —explicó Dan, sin poder ocultar su admiración.
    —¿Interno? —interrogó Enrique, mirando a Pablo.
    —Soy el «chico para todo», para entendernos —dijo Pablo escuetamente.
    —¿Y cómo es que trabajas en el servicio doméstico? —inquirió Enrique con desconfianza, analizando el físico del joven.
    —La crisis, ya sabe —respondió Pablo.
    —Bueno, Enrique —dijo Daniel, tirando de la camiseta de Pablo—. Nosotros nos vamos a jugar. Seguro que mi madre sale enseguida.

    Pablo sonrió tan pronto se dio la vuelta, visiblemente satisfecho por la hostilidad de Daniel hacia el recién llegado.

    —¿Enrique? —se oyó la voz de Alexandra—. ¿Estás ahí?
    —Sí, Alexandra —respondió éste y, a continuación, como si no pareciese haber advertido la resistencia de Daniel a jugar con él, preguntó—: ¿Cómo es que le has escondido a Dan la videoconsola?
    —¿Que yo he hecho qué? —se oyó, extrañada, la voz de Alexandra.
    —Sí, que por qué le has castigado a no jugar con la videoconsola —insistió Enrique.

    Alexandra se miró al espejo y suspiró. Ella nunca tendría problemas con Daniel por su afición a los videojuegos. Había bastado con que Enrique le iniciase para vacunar al niño definitivamente contra la adicción a la pantalla de colores.

    —¿Le has traído a Daniel algún juego nuevo? —preguntó, sintiéndose muy incómoda.
    —¡Sí! —gritó Enrique—. Me gustaría enseñarle cómo funciona.
    —¡Está en el cuarto de Daniel! —dijo Alexandra—. En su armario.

    Dan continuó haciendo galopar a un monstruoso rinoceronte vestido con armadura para embestir a un robot que Pablo sostenía al otro lado. Ambos ignoraron la presencia de Enrique en la habitación cuando éste entró y abrió el armario, sacando el preciado tesoro por el que había estado insistiendo.

    —A Daniel no le conviene nada ese tipo de juegos —terció Pablo, al ver la insistencia del hombre.
    —¿Lo has oído? No me conviene —repuso Dan—. Y mamá no me ha dicho que me haya levantado el castigo.
    —Pero me lo ha dicho a mí —respondió el incombustible Enrique—. ¡Vamos, Dan!

    El pequeño miró a Pablo con ojos coléricos y Pablo asintió.

    —¡Vamos, Dan! —le dijo Pablo, ignorando la airada mirada de Enrique.

    Mientras el amigo de Alexandra conectaba el aparato a la televisión, Dan le susurró a Pablo al oído:

    —Ya verás, él sí que está obsesionado con la videoconsola. No sé para qué la saca. Luego se pone a sudar y tiene que acabar poniendo el baño perdido para lavarse.

    Pablo hizo callar al niño y ambos se sentaron en el sofá, contemplando los gestos nerviosos de Enrique.

    —¿No vas a abrir tú el regalo, Daniel? —le preguntó el hombre, visiblemente fastidiado.
    —Si te empeñas... —le dijo el niño, rasgando el papel sin la menor pulcritud y mirando la caja—. No he visto este juego en mi vida —dijo el pequeño.
    —¡Es nuevo! —le dijo el hombre, visiblemente excitado—. Trae aquí, voy a conectarlo.

    Daniel le tendió el videojuego y miró a Pablo, con resignación.

    Una música estridente irrumpió en la estancia. La pantalla se quedó negra y, a continuación, pequeños muñecos con andares torpes, comenzaron a llenarla. Pablo y Daniel se miraron entre sí. Enrique tomó entre sus dedos el joystick de los mandos y se volvió a Daniel.

    —Mira, mira, Dan. ¡Verás qué juego más fácil!

    El niño miraba atentamente la cara del hombre y Pablo no apartaba sus ojos de las manos de Enrique, blancas, largas y pálidas, corriendo apresuradamente sobre los botones de forma instintiva.

    —¿Ves, Dan? Con este botón puedes volar y... ¡Mierda! ¡Era esa bola de fuego la que tenía que saltar!... No te preocupes, enseguida pasaré esta pantalla... Otra vez, Dan... ¿Quieres probar tú? —preguntó Enrique, sin hacer el menor caso al pequeño, que ahora miraba a Pablo y señalaba la cabeza de Enrique.

    Efectivamente, Daniel no podía haber hecho una descripción mejor de las reacciones del hombre ante las pantallas. En apenas unos minutos, gruesos goterones de sudor le corrían por las sienes y el cabello comenzaba a pegársele a la cabeza.

    —Mira... Ahora te dejo, Dan... ¡La bola de fuego!
    —Enrique, yo casi que vuelvo con Pablo a mi habitación a jugar... —dijo el pequeño, levantándose del sillón, con una mano metida en el bolsillo de sus pantalones, haciendo sonar unas canicas.
    —No, no... Espera... Si ya mismo te dejo... —insistió el hombre.
    —Casi mejor me llamas cuando hayas terminado con esa pantalla y...
    —No, no, Dan... ¿ves? Me has distraído... Me han matado por tu culpa. Ahora, vuelta a empezar...

    Daniel se dejó caer en el sofá con un gesto de desesperación y poniendo los ojos en blanco. Pablo, por fin, se decidió a intervenir.

    —Tengo que dar a Dan la cena. Si no le importa, le dejamos solo entreteniéndose y así...

    Dan miró a Pablo con agradecimiento, pero Enrique continuaba jugando, impasible.

    Pablo nunca había visto cosa parecida. Estaba seguro de que si le tomasen a Enrique el pulso, la frontera entre su estado y el infarto sería tan delgada, que bastaría un pequeño susto para precipitar el colapso. Y sintió unos tremendos deseos de darle él mismo ese pequeño empujoncito.

    —Vámonos, Pablo —propuso el pequeño, aburrido.

    Pablo se levantó, pero cuando estaban a punto de salir del salón, Enrique dijo:

    —No, Daniel. Tú no te vayas. Ven aquí... Ahora mismo te dejo los mandos.

    Pablo no se pudo contener.

    —Francamente, no me parece que sea una buena idea inculcar a Daniel afición por los videojuegos. Al niño le altera su estado nervioso y...
    —¿Enrique? —se oyó la voz de Alexandra, que se acercaba por el pasillo. Al ver a Daniel detrás de Pablo, le preguntó—: ¿Qué? ¿Te gusta el regalo de Enrique?

    Un silencio absoluto por parte de Daniel y de Pablo acogió sus palabras. Pablo se apartó y Alexandra vio a Enrique saltar sobre el sillón, al borde del colapso nervioso pulsando el disparador de flechas.

    —¿Enrique? —dijo con voz pausada— ¿Nos vamos ya?

    El hombre no le respondió. Se volvió a oír la música que anunciaba el fin de los créditos de la vida del muñeco y la pantalla se oscureció.

    —¿A ti te parece inadecuado, Alexandra, el hecho de que regale a tu hijo videojuegos? —preguntó Enrique, dirigiendo una mirada desafiante a Pablo.
    —Pues... —dudó Alexandra mirando de reojo a su hijo, al lado de Pablo, que miraba a Enrique con un infinito fastidio—. No, no me parece inadecuado.
    —Pues tu nuevo empleado del hogar dice que sí —anunció Enrique, con voz casi triunfal.

    Alexandra se volvió hacia Pablo y le miró, divertida. Pablo se excusó rápidamente:

    —Es que a Dan le ponen nervioso —dijo.
    —No me ponen nervioso —terció Dan—. Me aburre ver jugar a Enrique todo el rato y que no me deje los mandos. ¡Es un egoísta, mamá!
    —¡Daniel! —reprendió Alexandra.
    —Bueno, Dan —dijo Enrique, arreglándose la corbata de seda italiana—. Yo lo único que pretendo es enseñarte el funcionamiento... Anda, ven a jugar.
    —Ya no quiero —replicó el niño—. Quiero seguir jugando a la guerra de los monstruos...
    —Daniel —advirtió Alexandra—, haz el favor de jugar un rato con Enrique.

    El pequeño, ante la severa mirada de su madre, bajó la cabeza y se dirigió al sofá.

    —Déjame el mando —le pidió a Enrique, sin ningún entusiasmo.
    —Vamos a hacer una cosa —propuso Enrique, conciliador—. Yo dirijo el joystick y tú disparas, ¿vale?
    —¡No quiero jugar! —exclamó Daniel, corriendo a su habitación, en la que se encerró. Pablo se dio la vuelta y desapareció también en la habitación de Dan.
    —Tú no te quedes levantado, Pablo —recomendó Daniel mirando a su amigo, mientras terminaba de cenar—. Así si mamá vuelve pronto no te regaña por haber enfadado a Enrique. Seguro que mañana se le ha olvidado todo.

    Pablo asintió y le dio a Ricky un trozo de salchicha.

    —¿Te lo has pasado bien en el parque de atracciones? —se interesó Pablo, intentando olvidar la indignación del amigo de Alexandra por su presencia en la casa y por su desdichada intervención que, según el abogado, «desacreditaba» la autoridad de él sobre el niño.
    —Sí, con papá siempre me lo paso bien —repuso el niño—. Me lleva a sitios divertidos y no se enfada nunca.
    —Es simpático tu padre —dijo Pablo, fingiendo indiferencia, e intentando sonsacar al niño información.
    —Sí —contestó Daniel—, pero nunca juega conmigo, ¿sabes? Me lleva a sitios y me compra cosas, pero luego me deja que juegue solo. Y, además —añadió Daniel—, hay veces que dice que viene a buscarme y luego llama para decir que no...
    —Es una persona ocupada —le excusó Pablo.
    —Sí. Lo peor es cuando tiene una reunión o algo y entonces me deja con la abuela. ¡Es más pesada! Todo el rato dándome besos y abrazos. A veces hasta parece que me va a aplastar la cabeza.

    Pablo rió. Daniel se levantó de la mesa masticando el último bocado:

    —¿Jugamos otro ratito, Pablo? —propuso.
    —En cuanto recoja la cocina —asintió el joven.


    Cuando Daniel se quedó dormido, Pablo no pudo resistir la tentación de entrar en la habitación de Alexandra. Sonrió mirando alrededor y viendo prendas suyas esparcidas por todas partes.

    Tomó un frasco de colonia de la mesilla de ella y aspiró su olor. Era el olor de Alexandra, un olor a hierbas aromáticas, a lavanda y romero. Un olor fuerte para una mujer de aspecto tan frágil.

    Pablo suspiró y entornó la puerta. Tenía la extraña sensación de haber llegado a un puerto propicio, el presentimiento de que había para él un lugar en aquella casa, un lugar reservado para él en las vidas de Alexandra Farewell y Daniel. Y ellos habían llenado un vacío en su vida, entrando directamente en su corazón como si siempre hubiesen estado allí. Pablo, por primera vez, se sentía responsable de alguien que no fuese él mismo, se sentía responsable del bienestar de Daniel y Alexandra, de su seguridad.

    Alexandra se dirigía a él como a un amigo, como si fuese otro más y no un empleado a su servicio. Y Daniel le profesaba auténtica admiración...

    Pablo se acostó esa noche soñando con una excursión al campo, soñando con comidas familiares y soñando con permanecer para siempre en las vidas de ellos.


    CAPÍTULO 06


    Alexandra tomaba su desayuno en la cama, visiblemente más relajada. La solución de que Pablo llamase discretamente a su puerta antes de comenzar el cortejo para llevarle el desayuno, de forma que ella tuviese tiempo de colocarse una bata sobre sus hombros, había satisfecho a todos.

    Pablo y Dan se habían esmerado aquella mañana especialmente, anticipándose al previsto sermón por su motín solapado de la noche anterior contra Enrique y su pasión por la videoconsola de Dan. De hecho, cuando Alexandra envió a Daniel a la cocina a por un poco más de zumo, Pablo se quedó firme, frente a la cama, aguardando pacientemente el aguacero.

    Pablo observaba detenidamente a la joven que, tras su salida de la noche anterior, parecía muy satisfecha. No comprendía cómo podía estar de tan excelente humor después de haber salido a cenar con aquel fatuo abogado tan absolutamente irreprochable. Pablo sintió un extraño nudo en su estómago al contemplar a Alexandra que, recién despierta, tenía una dulce expresión de desamparo y desconcierto en sus ojos. Parecía que Alexandra Farewell no se hubiese acostumbrado aún a encontrarse con el mundo por las mañanas. Sus ojos volvían a mirarlo todo con curiosidad, una curiosidad e inocencia que desaparecían a medida que transcurrían las horas del día.

    —Pablo, aprovechando que Daniel no está aquí, quería comentar algo contigo —le dijo ella, tras masticar un trozo de su tostada.
    —Si vas a reprenderme por haberme expresado con tanta vehemencia en contra de los videojuegos para los niños —dijo Pablo humildemente—, reconozco que metí la pata. Fue como desacreditar a...
    —¿Quién habla de eso? —preguntó Alex con los ojos muy abiertos.
    —Creí que...
    —No —respondió Alexandra—. Juan Luis me dijo ayer que pensaba tomarse unos días de vacaciones. No piensa ir a ningún sitio, se quedará en el chalet donde viven sus padres. —Pablo asintió fingiendo interés, aunque aquel ejecutivo pretencioso le caía francamente mal. Era más, aquella misma noche había llegado a la conclusión de que todos los hombres que rodeaban a Alexandra Farewell, con la única excepción de su hijo, le caían muy mal—. Juan Luis va a llevarse con él a Daniel a partir del viernes —Pablo abrió los ojos, conteniendo su ansiedad. Preveía que Alexandra iba a decirle que ya no necesitaría sus servicios, que debía marcharse. La sombra de la incertidumbre consiguió hacer verdaderos estragos en él. Ella no podía...—. Así que, durante toda la semana que viene, si te parece bien, como tendrás las tardes libres, me puedes ayudar en la consulta.

    Pablo sintió que volvía a la vida. Alexandra no le despedía, simplemente le reconvertía. Una solución muy inteligente. No esperaba menos de ella.

    —No creo que Sonia vuelva antes de un par de semanas —continuó Alexandra—, y a mí no me gusta tener que interrumpir la consulta para abrir la puerta. Causa mala impresión en los niños y en sus padres.
    —No te preocupes, Alexandra. Me encantará.
    —También tendrás el fin de semana libre —añadió la joven—. No será preciso que te quedes con Daniel el sábado por la noche.

    Pablo suspiró. Tenía que haberlo previsto. Alexandra reservaría aquel fin de semana libre para pasarlo con Enrique, el fanático de los videojuegos.

    —Puedo aprovechar para hacer una limpieza más a fondo y la compra y...
    —Ya está, mamá —la entrada de Daniel interrumpió la larga lista de razones que Pablo estaba ideando para que Alex considerase su presencia allí el fin de semana como algo imprescindible— Oye, mami —le dijo el niño a Alexandra, sentándose en el borde de la cama y tendiéndole el vaso de zumo—. Hoy no vendrá papá a buscarme, ¿verdad?
    —No, cariño —le dijo Alex, distraída. El niño sonrió, mirando a Pablo con complicidad.
    —Esta tarde no vas a tener que sobrevivir sin mi compañía —le dijo, con una radiante sonrisa.
    —No hubiera podido soportarlo —respondió Pablo con cara de circunstancias—. ¿Nos vamos, campeón? ¿Dejamos que tu madre se vista? —le propuso.
    —Bueno —dijo—. Hoy no vas a dejar a Pablo solo para que se ponga a hacer estropicios, ¿verdad, mamá?

    Alexandra enrojeció hasta la raíz de los cabellos y miró a Pablo, atirantando los labios en una mueca que quería ser una sonrisa.

    —Se refiere a la comida, Pablo —se excusó Alexandra—. Hoy la pondré yo.
    —No es necesario —dijo Pablo, ofendido—. Ya puedo controlar perfectamente el funcionamiento de una olla a presión.
    —Y si no... Hoy pedimos que nos traigan hamburguesas, o comida china —sugirió Daniel.
    —Hoy no pediremos nada —dijo Alexandra—. No será necesario. Pondremos un panaché de verduras y de segundo tomaremos un filete.

    Pablo fue a salir y Daniel corrió tras él, seguido de Rick. Alexandra pudo oír a su hijo que decía a Pablo por el pasillo:

    —¿Verdad que a veces mi madre es muy aburrida? Siempre que sale con Enrique le dura el aburrimiento días y días...

    Alexandra parpadeó, confusa. ¿Aburrida? Ella no se sentía aburrida. Cuando se citaba con Enrique su estado de ánimo pasaba a ser absolutamente sereno. Él le infundía confianza, conseguía que considerase la vida como algo lineal y sin sobresaltos. Era lo más parecido a una terapia que había podido encontrar en ningún hombre.

    Cerró la puerta de su habitación para no oír la chillona voz de su hijo y la de Pablo, profunda y grave hablando con él, y se vistió. El comentario de Dan la hizo sentirse realmente mal. Desde luego, era cierto que Enrique no era lo más parecido que había encontrado en su vida a una fiesta con fuegos artificiales, pero...

    —¿Por qué no me habías dicho que tienes un balón de reglamento?

    La voz de Pablo en el cuarto de Daniel, acompañada por unos golpecitos regulares de cuero sobre cuero, la distrajeron de sus pensamientos, sobresaltándola.

    Si había una persona en el mundo comparable a un cielo estrellado y surcado por fuegos artificiales ése era Pablo.

    —¡Mi balón! ¡Lo has encontrado! —exclamaba Dan.
    —Estaba aquí —decía Pablo. Alexandra podía imaginar perfectamente la expresión de perplejidad y confianza a la vez en la cara de él.
    —¡Venga, chuta! —oyó a Daniel.

    Alexandra sólo tuvo reflejos para cerrar instintivamente los ojos. El estrépito de algo que se desplomaba en la habitación de su hijo fue inmediato.

    Había sido ella quien había escondido el balón de reglamento de Daniel en el maletero del armario.


    —Bien, Pablo —decía Alexandra—. Tú vas a la ferretería y a cortarle el pelo a Dan y yo pongo la olla mientras tanto. Luego yo me iré con él de compras y, cuando regresemos, sólo tendremos que hacer los filetes.
    —Y a mí que no me gusta nada el panaché —decía Daniel, haciendo rodar un pequeño auto sobre la mesa de la cocina a la vez que arrastraba a Rick de una oreja—... Ni el filete...
    —La olla ya la he cerrado yo —respondió Pablo a Alexandra, terminando de limpiar la encimera de la cocina.
    —Pablo —dijo el niño—, esta tarde podíamos pintar tu delantal con una moto o algo así, para que cuando vengan los repartidores no se metan contigo.
    —No te preocupes, Dan —le respondió Pablo—. Hoy no van a venir repartidores.
    —¡Pues qué lástima!

    Alexandra miró a su hijo y a Pablo sin poder contener una expresión de desesperanza y encendió el gas para proceder a preparar la comida.

    —Bueno —dijo Pablo—, yo ya he terminado esto. Y las camas y todo lo demás ya están. Podemos irnos, Daniel.

    Alexandra se los quedó mirando mientras bajaban las escaleras. Pablo iba diciendo a Daniel, al que había pasado un brazo por los hombros:

    —Primero vamos a comprar unas escarpias tan gordas como tu cabeza y cuando hayamos asegurado bien todas las estanterías de tu habitación, para que no vuelvan a caerse, haremos un campo de futbolito...

    Alexandra no pudo contener una sonrisa. En cuanto la puerta se cerró, salió como una flecha hacia su habitación, recogiendo su ropa interior y lavándola apresuradamente.

    Seguro que Pablo y Daniel no regresarían hasta pasadas un par de horas. Tal vez, incluso le daría tiempo a que se secase.

    No era que le importase demasiado. Al fin y al cabo no era nada del otro mundo. El hecho de tener a un hombre para hacer las tareas de la casa en lugar de una mujer no era para echarse las manos a la cabeza. Era un indicativo de que los prejuicios iban desapareciendo y...

    Alexandra se quedó mirando la ropa interior que estaba lavando, enérgicamente, mientras pensaba precisamente en los prejuicios...

    Era una estupidez. ¡Ella tenía prejuicios! ¡Ella misma era la que estaba cargando de significados sexuales su comportamiento hacia Pablo! ¿Por qué se resistía a la idea de que él lavase su ropa interior? Si la situación fuese al contrario, estaba segura de que Pablo le daría sus calzoncillos para lavar sin el menor rubor.

    «No podemos sustraernos a las secuelas de tantos y tantos siglos de opresión de la mujer», pensó Alexandra, para consolarse, desechando completamente la idea de entregarle su ropa interior, porque sentía que, con ella, le entregaba una parte de su intimidad.

    La olla empezó a silbar y Alexandra, sintiéndose estúpidamente realizada, puso la válvula y bajó el fuego como si su dominio femenino sobre la cocina fuese un estandarte triunfal.


    —¿Y cómo es? —le preguntaba Laura, su mejor amiga, a Alexandra, a propósito de su nuevo «interno».
    —Con la cocina no se desenvuelve muy bien —respondía Alexandra sujetando el auricular del teléfono entre la oreja y el hombro, mientras hacía desesperados esfuerzos por abrir la olla, tarea en la que llevaba enfrascada ya mucho tiempo—. Pero la verdad es que la casa la limpia muy bien. Te aseguro que no hay una mota de polvo en los muebles —Alexandra se interrumpió para tomar aliento y volvió a intentarlo con un gesto heroico—. Ya ha limpiado la cocina y hoy va a hacer limpieza general en el cuarto de Daniel.
    —Es un valiente —rió Laura.
    —No, es que se han caído las estanterías de los juguetes esta mañana y, aprovechando... —dijo Alexandra.
    —Fíjate. Si lo piensas bien es una maravilla. Te limpia la casa y arregla ese tipo de cosas que nosotras no hemos sabido arreglar nunca —opinó Laura—. ¿Y Juan Luis? ¿No se ha molestado por el hecho de que tengas a un hombre en casa?
    —Bueno —dijo Alexandra, masajeándose la muñeca, sin cejar en su intento de abrir la olla—, la idea no le hizo muy feliz, pero Daniel está tan contento...
    —¿Hacen buenas migas? —preguntó Laura.
    —No te lo puedes imaginar —respondió Alexandra—. Está entusiasmado. No quiere dejarle ni a sol ni a sombra.
    —¿Y cuando Juan Luis se lleve a Dan la semana que viene, tú qué harás? —se interesó su amiga, a la que la presencia de Pablo en casa de Alexandra le parecía una extraña mezcla de morbo y originalidad.
    —Pues me ayudará en la consulta en lugar de cuidar a Dan —repuso Alexandra, dándose por vencida.
    —¿Y ahora, dónde está? —preguntó Laura.
    —Se fue a la ferretería y a llevar a Daniel a la peluquería, para que le corten el pelo.
    —¿Y tú qué haces ahí sola, tonta? —le preguntó Laura, casi escandalizada. «El imbécil. Hago el imbécil», pensó Alexandra mirando la olla cerrada con infinito rencor.
    —Estoy leyendo tranquilamente —mintió Alexandra.
    —Bueno, espero que me invites a cenar una noche de éstas para que conozca a esa joya. ¿Cuántos años tiene?
    —Veintinueve —respondió Alexandra, mirando al auricular como si éste fuese a cobrar vida y separándolo de su oreja.
    —¡Veintinueve! —la exclamación de Laura fue perfectamente audible a la distancia de un brazo—. ¿Es atractivo?
    —Pssss —respondió Alex, fingiendo no haber reparado en él.

    La puerta de la calle se abría y Alex se apresuró a despedirse.

    —Ya llegan, Laura —le dijo, confidencial—. Te llamaré esta semana. No te preocupes.
    —¡Mami! —dijo Daniel, entrando a la cocina como una exhalación—. Te llevamos llamando desde hace más de hora y media. ¿Con quién hablabas?
    —Con pacientes —dijo Alexandra, mirando a Pablo que entraba detrás de Daniel, visiblemente sofocado.
    —¿No os habéis retrasado mucho? —preguntó Alex a ambos.
    —Por eso llamábamos. Para avisar. Es que como casi no hay autobuses —respondió Pablo, jadeante—, hemos llegado tarde y se nos había pasado la hora. Y a la vuelta habían suspendido una línea y hemos tenido que venir andando.
    —¿Y tú por qué vienes tan sofocado? —le preguntó.
    —Me ha traído a caballito, mami. ¡Es un tío! —exclamó Dan, feliz.
    —Bueno, espero que aún te queden fuerzas.

    Alexandra le señaló a Pablo la olla con un ademán.

    —¿Qué ha pasado? —preguntó él, con gesto de terror.
    —Que no la puedo abrir, Tarzán.

    Daniel se echó a reír y se acodó en la mesa, de rodillas en el banco corrido para contemplar cómo su héroe se disponía a socorrer a su angustiada madre.

    —Trae aquí, deja.

    El rostro de Pablo enrojeció. Frunció los labios y guiñó los ojos como si así pudiese hacer más fuerza.

    —Pero, ¿por qué no se puede abrir? —dijo, tras varios intentos.
    —Me temo —repuso Alexandra—, que como ya ha salido el vapor y se ha enfriado ya no hay forma humana de abrirla. Si no la hubieras apretado tanto...
    —Esto tiene fácil solución —dijo Pablo con una confianza absoluta— La calentamos un poquito y enseguida se abre.

    Daniel seguía observando las maniobras de Pablo y de su madre con curiosidad, abrazado al perro.

    —¿Cuánto crees que habrá que calentarlo? —preguntó Pablo a Alexandra.
    —Bastarán un par de minutos —dijo ésta.
    —Se va a quemar el panaché —anunció Dan con su voz aguda y una mirada de expectación y alegría.
    —No te preocupes, cariño —decía su madre, observando la olla—. No se quemará.
    —Sí se va a quemar —insistió Daniel.

    Pablo y Alexandra se miraron, consternados. Por el orificio de la válvula se esparció un penetrante olor a quemado en forma de ventosidad. Para cuando reaccionaron, Daniel ya tendía a su madre el teléfono señalando el número de la memoria que correspondía al restaurante de envíos a domicilio.


    Ya en su habitación, Pablo no conseguía conciliar el sueño. Daniel no parecía muy feliz cuando su padre llegó a buscarle aquella tarde para llevárselo consigo al chalet una semana. En los días que llevaba en la casa, Pablo había congeniado perfectamente con el niño. Le iba a echar de menos.

    Aquella noche Alexandra había salido con Enrique. Pablo llevaba solo desde las nueve de la noche y ya eran... ¡las dos y media de la madrugada! ¿Qué haría Alexandra a esas horas si sólo había salido a cenar?

    Alexandra. La sola mención de su nombre provocaba en Pablo una tibia inquietud. Alexandra cuando se acababa de despertar por la mañana. Alexandra riéndose de sus enconadas disputas con los repartidores de comida a domicilio. Alexandra cuando salían a pasear por la noche con Daniel y Ricky. Alexandra y Daniel se habían convertido en el centro de su vida.

    Cuando aquella noche había llamado a don Eduardo para comunicarle su paradero, el anciano le había informado de que su familia le había llamado. ¡Su familia! Le parecían extrañamente lejanos. Nunca regresaría si no era sólo para verles, con un porvenir resuelto y acallando así las protestas de sus padres.

    Su padre pretendía que pasase a hacerse cargo del almacén de piensos compuestos que él tenía en un pueblo perdido en Castilla. Todos le habían augurado el fracaso en su tentativa de despegar, lejos del negocio familiar. Y cuando le hizo falta volver, cuando le hizo falta ayuda... la condición ineludible era su integración al almacén, claudicando absolutamente. Sin más alternativas. No volvería. No volvería nunca.

    Pablo oyó la puerta de la calle abrirse en el silencio poblado de ruidos de la ciudad y se incorporó, alerta.

    Oyó voces. Alexandra venía acompañada. Era Enrique quien hablaba. Sus voces eran casi un susurro.

    La puerta de la habitación de Pablo estaba entornada. Se levantó de la cama y avanzó hacia la puerta.

    —¿Una copa, Enrique? —ofrecía Alexandra.
    —¿Tienes coñac francés? —preguntó él.
    —Por supuesto.

    Unas frases inconexas a continuación y luego, la voz de Enrique, más alta.

    —Siéntate aquí, conmigo, Alexandra. ¡Y Alexandra le obedecía!

    Pablo no salía de su asombro. Aquello no era propio de él. Tenía que regresar a la cama y taparse los oídos con la almohada para no seguir escuchando, pero una ira sorda le mantenía junto a la puerta, atento a cada palabra.

    —¿Vas a pensar seriamente lo que te propuse esta noche? —preguntaba él. Ella no contestó. Una sonrisa cruzó el rostro de Pablo—. Ya sé que aún tienes miedo a una nueva relación de pareja —seguía Enrique—, pero lo que yo te propongo es que nos lo tomemos con calma, que vayamos avanzando en nuestra relación a medida que nos consideremos preparados para ello.
    —Ya lo estamos haciendo —dijo Alexandra.

    Pablo sintió que una oleada de sangre le subía al rostro.

    —Sabes a lo que me refiero, Alexandra —dijo él.

    Un profundo silencio siguió a sus palabras.

    «¡La está besando! ¡Seguro que la está besando!», pensaba Pablo, como si el atrevimiento de Enrique superase los límites de lo admisible.

    —Te quiero, Alexandra —dijo Enrique, con un suspiro—. Sólo mirarte me vuelve loco. ¿No te pasa a ti? —preguntó.

    «Seguramente se va a volver loca mirando tu cara de pergamino, imbécil», pensó Pablo.

    —No me contestas, Alexandra.

    Pablo sonrió, malévolamente, muy satisfecho.

    —Es que estoy muy cansada. Es muy tarde —dijo ella.

    Enrique levantó el tono de voz, para decir:

    —¿Precisamente esta noche tienes sueño? ¿Hoy que no está tu hijo en casa tienes sueño? ¡Vaya, hombre! ¡Qué mala suerte la mía!
    —No dramatices, Enrique...
    —No, si estoy dramatizando... —dijo él— Muy bien. Pues si tienes sueño, vámonos a la cama.
    —Enrique, otro día. De verdad que estoy agotada...
    —¡Vamos a la cama! —repitió él, con un tono petulante.

    Otra oleada de calor arrasó el rostro de Pablo. Una súbita determinación se dibujó en su semblante. Salió de su habitación y se dirigió firme y seguro al salón:

    —¡Alexandra! —exclamó al entrar— ¡Menos mal que os he oído! —dijo, ignorando la mirada de estupor e indignación de Enrique—. Quería preguntarte si mañana quieres que te lleve algo especial para el desayuno.
    —No, no —balbuceó ella, sobresaltada por la presencia de él—. De hecho, preferiría que no me sirvieses el desayuno. No está Daniel y...
    —Y ella tiene su vida privada. ¿No sería mejor que volvieses a la cama? —le dijo Enrique con una voz fatua.

    Pablo miró despreciativamente a Enrique: un hombre extremadamente delgado, vestido impecablemente con traje de hilo de diseño, pálido y ojeroso, con aspecto enfermizo.

    —¿Te está molestando, Alexandra? —le preguntó Pablo a la joven, dirigiéndole a él una mirada cargada de desdén.
    —¿Cómo va a molestarme? —dijo Alexandra—. No me está violando ni nada parecido, Pablo. ¿Es que estás sonámbulo?
    —Pues a mí me pareció que te molestaba —replicó Pablo.
    —Creo que este chaval se está propasando, Alexandra —dijo Enrique mirando desafiante a Pablo—. ¿No crees que se excede en sus atribuciones?
    —¡Mira qué valiente! —se burló Pablo—. ¡A que me excedo con tu cara, imbécil! —le amenazó.
    —¡Pablo! —exclamó Alexandra.
    —Todos estos tipos de mala calaña suelen ser así —justificó Enrique a Alexandra—. Tienen que imponer con la fuerza de sus puños lo que no consiguen con la dialéctica. Son hombres de pocas palabras a los que la sangre les pide acción —añadió, pasando su brazo por los hombros de Alexandra. Ésta se removió, incómoda.
    —La dialéctica te la voy a meter yo por un sitio que tú y yo sabemos —le dijo Pablo, acercándose amenazadoramente.
    —¡Pablo! —se interpuso Alexandra—. Estás sacando las cosas de quicio. Si necesito ayuda ya la pediré yo, no soy ninguna mojigata —le dijo con voz glacial—. Enrique ha subido a mi casa porque yo se lo he pedido. Y recuerda que soy muy libre de subir a quien quiera y a la hora que quiera a mi casa, ¿entiendes?
    —Entiendo, entiendo —dijo Pablo, poniéndose frente a Enrique que también se había levantado—. Incluso puedes subir a un caradura que pretende colarse en tu cama sin más preámbulos —le dijo, sin pensar en sus palabras.
    —Alexandra —dijo Enrique—, ¿has contratado a un interno o a un marido por horas?
    —¡Basta ya! ¡No os consiento que os pongáis así en mi casa! —dijo Alexandra, mirando a uno y a otro extrañamente sorprendida de que no sintiese la cólera que hubiera debido provocar en ella la intrusión de Pablo.

    Este la miró, expectante. Los ojos de los dos hombres estaban fijos en ella. Los de Pablo ardían de ira, Alexandra pensó en un ascua ardiente. Los de Enrique, tras sus lentes de concha, tenían una mirada fría y apagada. Un extraño escalofrío la recorrió. La actitud que mantenía Pablo debería ser más propia de Enrique; al fin y al cabo, era él quien le estaba pidiendo que formalizasen sus relaciones, pero éste parecía no inmutarse.

    Una parte de ella la tranquilizaba diciendo que ése era el hombre que le convenía. Alguien que no se alterase, que no perdiese los estribos, pero otra voz dentro de ella se rebelaba ante aquella evidencia.

    —Pablo —dijo Alexandra fríamente—, te exijo que nos dejes a solas. Yo elijo muy bien mis compañías y sé cuidar de mí misma. Lo he hecho durante muchos años hasta ahora. Tu ayuda no es necesaria.
    —¡Ya has oído! —terció Enrique—. Y ahora, si eres tan amable...

    La intervención de Enrique fue lo que volvió a infundir valor a Pablo, que se había sentido avergonzado por las palabras de Alexandra.

    —Os dejo para que echéis una partidita a los videojuegos —dijo, con ironía.

    Enrique enrojeció, ofendido por la petulancia del joven.

    —Espero, Alexandra, que tras esta escena te hayas dado cuenta de que cometiste un lamentable error al contratar a un hombre.
    —Creo —dijo Alexandra, terminante—, que soy yo la que decide respecto a mi vida, y si he decidido contratar a un hombre debes dejarme a mí que me las entienda con él.
    —No en esta situación —objetó Enrique—. Lo que se impone es que abandone esta casa de inmediato y yo me encargaré de ello.
    —¡Yo me encargaré de decidir lo que quiera en mi casa! —exclamó Alexandra, enfurecida.
    —¡Ya la has oído! —espetó Pablo a Enrique.

    Alexandra se acercó a Pablo, con sus hermosos ojos grises despidiendo fuego y le dijo:

    —Nadie va a salir de esta casa si yo no lo digo. Enrique es una persona en la que tengo depositada toda mi confianza. En cualquier caso él es mi invitado y tú debes tenerle respeto.
    —Bien —dijo Pablo, encogiéndose de hombros y sintiéndose espantosamente avergonzado—. Yo me retiro.

    Pablo salió del salón y se dirigió a su habitación sintiéndose ridículo y humillado.

    No hubiera debido reaccionar así nunca. Oyó la voz de Enrique, innecesariamente alta, decir a Alexandra:

    —Mañana por la mañana le despediremos.
    —Yo no le despediré —dijo Alexandra—. No me cabe duda de que su actitud para contigo ha sido grosera, pero justifico que le haya preocupado que yo pudiese estar en una situación embarazosa...
    —¿Estás loca, Alexandra? —preguntó Enrique, casi gritando.
    —No le despediré, Enrique. Entiéndelo —dijo ella, con firmeza.

    Pablo suspiró en su habitación, aliviado y halagado a un tiempo. Pero las palabras que oyó a continuación fueron un jarro de agua fría para su confianza.

    —Vamos a mi habitación —propuso Alexandra—. No me gusta pensar que nadie pueda escuchar nuestra conversación.

    Alexandra cerró la puerta que comunicaba el salón con el pasillo en el que se encontraba la habitación de Pablo y éste no escuchó nada más. A pesar de que se mantuvo alerta, para distinguir el posible sonido de la puerta de la calle, no pudo oír nada. Y el pensamiento de Alexandra en los brazos de aquel hombre le martirizó, asaltándole con pesadillas durante toda la noche.


    Alexandra cerró la puerta de su dormitorio a sus espaldas y vio que Enrique se dirigía hacia el fondo de la habitación, sonriendo.

    Ella entró en el baño y se lavó la cara con agua fría. Se sentía extraña. El desafío de Pablo a Enrique, pese a la incorrección que había supuesto, le infundió una extraña sensación de seguridad y un sentimiento de... hostilidad hacia Enrique. La presencia de Pablo aquellos días había alterado sutilmente su vida y su modo de sentir.

    Aquélla había sido la primera noche que se había aburrido soberanamente con Enrique. Alexandra había repetido durante la cena las palabras de Pablo sobre el amor, pero Enrique había replicado de inmediato con un largo monólogo sobre las definiciones del amor de distintos filósofos.

    A continuación, Alexandra había comenzado a hablar de incidentes domésticos. Enrique no había esbozado ni un asomo de sonrisa. Parecía que el tema no era lo suficientemente trascendente para él.

    Cuando llegaron a los postres, Alexandra se había sentido secretamente desencantada. Sus sentimientos, las cosas que le sucedían, no eran importantes para Enrique si ella no conseguía hacerlas trascendentes y remitirlas a grandes conceptos.

    Alexandra salió del cuarto de baño envuelta en su albornoz y vio que Enrique la esperaba de pie, junto a la cama. Se había quitado la chaqueta y la camisa y caminaba hacia ella.

    La joven clavó la mirada en el pecho de él, liso y delgado, sin fuerza, casi enfermizo. Los brazos de él se extendían para tocarla y los vio nervudos. Sintió frío.

    Alexandra cerró con fuerza los ojos y recordó el torso de Pablo, bronceado, musculoso... Abrió los ojos de repente y vio la mirada de Enrique clavada en sus ojos.

    —Enrique, dije que vendríamos a hablar —advirtió Alexandra serenamente, retrocediendo un paso—. Recuerdo que cuando Pablo apareció yo te estaba diciendo que estaba cansada y tú insistías para que llegásemos a esta situación.

    Enrique la miró, perplejo.

    —¿Vas a decirme que...?
    —Voy a decirte que no —dijo Alexandra con firmeza—. No quiero acostarme contigo ni esta noche ni nunca. Y eso implica que tampoco quiero mantener unas relaciones formales...
    —¡Vamos, Alexandra! ¡Estás nerviosa! ¡La intervención de ese muchacho te ha sacado de tus casillas!

    Alexandra negó con la cabeza y la voz casi inaudible que pedía más pasión en Enrique cuando Pablo se enfrentó a él, habló por su boca.

    —No me ha sacado de mis casillas. Me he despertado. Es como si hubiese despertado por la mañana y te hubiese visto a ti junto a mí —Alexandra esbozó un gesto de extrañeza—. Y es extraño... Cuando yo me despierto, cada persona a la que veo, cada objeto que toco, adquieren un sentido nuevo cada mañana, pero al pensar en despertarme junto a ti... Todo, incluso tú, me parece envuelto en niebla.
    —¡Alexandra! —exclamó Enrique.
    —Es cierto —musitó la joven.
    —Déjame demostrarte que no es verdad. Deja que me quede y verás como la niebla que tú ves es felicidad, es bienestar.

    Alexandra negó con la cabeza. —Vístete y vete.

    —Si me voy —amenazó él—, sabes que no volveré.
    —Lo entiendo —dijo Alexandra.
    —¿No vas a darme la oportunidad de que lo intentemos? —pidió Enrique sin demasiada convicción en su voz.
    —Te estoy diciendo que no.
    —¿Y si fuese amor? ¿Y si estuvieses equivocada? —le preguntó él, poniéndose la camisa.

    Alexandra le vio de repente como un hombre triste y gris y algo en su interior sonrió.

    —Esto no es el amor, Enrique. Esto no es amor.


    CAPÍTULO 07


    Pablo, siguiendo al pie de la letra las indicaciones de Alexandra de la noche anterior, no le llevó aquel sábado el desayuno a la cama. ¿No era dueña de su vida y podía llevar a quien quisiera a las horas que le apeteciese? ¡Pues que le preparase el desayuno aquel arenque pálido al que había defendido con tanta elocuencia! ¡A ver si era capaz aquel estúpido con cara de muñeco de videojuego de conseguir el punto preciso que a Alexandra le gustaba para sus tostadas!

    Pablo se había levantado de pésimo humor y dispuesto a replicar a la más mínima provocación a aquella atiplada voz masculina que había oído por la noche susurrar palabras de amor a Alexandra. Claro que, al fin y al cabo, ¿quién era él para prohibir a Alexandra que llegase acompañada por un hombre un viernes por la noche en el que, además, su hijo no estaba en casa?

    El había llegado a aquella casa para trabajar y tenía que aceptar que Alexandra hiciese lo que le viniese en gana. No era su casa. La vida de los que en ella vivían no le pertenecía en absoluto. Sólo se esperaba de él que no siguiese quemando sistemáticamente la comida y que cuidase de Daniel y de la casa. ¡Claro que ahora podría tener otras atribuciones! La baja de Sonia, la recepcionista de Alexandra, había resultado ser para él providencial... Aunque los días siguientes añoraría la compañía de Dan. No había conseguido aceptar que Juan Luis se hubiese llevado consigo a Dani unos días de vacaciones. Pablo preveía un infinito aburrimiento. Lo cierto era que ya aquella mañana echaba de menos al niño, echaba de menos los juegos de ambos con Ricky y echaba de menos la tumultuosa comitiva para llevar el desayuno al cuarto de Alexandra.

    Pablo se levantó tarde. Eran las diez de la mañana cuando puso en marcha la licuadora, la cafetera y la tostadora para hacerse su propio desayuno. Necesitaba oír ruidos, alguna señal de vida. Necesitaba hacer ruido. Recordar de ese modo a Alexandra su presencia en la cocina. Hacer que se arrepintiese de haberle pedido que no le llevase el desayuno. El silencio en la casa le resultaba incómodo. Seguramente el estúpido de Enrique estaría compartiendo con Alexandra su lecho a aquellas horas de la mañana, tal vez unas caricias ocasionales... Estaría mirando con cara de cordero degollado los ojos hinchados por el sueño y con expresión de desconcierto de Alexandra Farewell... Estaría explorando su cuerpo bronceado bajo los pliegues reveladores de las sábanas de raso...

    Pablo no se había puesto el delantal. Había tomado la determinación de que nada pudiese sugerir su condición de empleado doméstico a aquel intruso. De hecho, se había hecho el propósito de no recoger ni siquiera su taza del desayuno hasta que el tal Enrique hubiera salido de la casa... y de la cama de Alexandra.

    Cuando oyó pasos que se aproximaban a la cocina, clavó obstinadamente su mirada en la tostada que mojaba en el café, predispuesto al más absoluto hermetismo.

    Alexandra, con el pelo mojado y sin peinar, el flequillo goteando sobre sus mejillas en las que Pablo advirtió unas pecas, fruto de sus mañanas en la piscina, y enfundada en un albornoz, bostezó ruidosamente en la puerta de la cocina, desperezándose.

    «¡Vaya inútil con el que te has liado! ¡Te sentirás orgullosa de tu tigre de Bengala! Tienes una cara de aburrimiento que no te la arrancan ni los payasos de la tele», pensó Pablo con rencor y una íntima satisfacción.

    —Buenos días —dijo Pablo con un tono de voz que no delataba precisamente entusiasmo.
    —Buenos días, Pablo —respondió Alexandra frotándose los ojos, somnolienta, y sentándose en el banco corrido de la mesa de la cocina con naturalidad, enfundada en aquel albornoz, al menos tres tallas más grande de lo necesario para ella.

    Pablo siguió dedicando toda su atención a la tostada, que Alex parecía contemplar con auténtica avidez. Por fin, ella musitó:

    —¿Queda un poco de zumo para mí, Pablo?

    Pablo levantó la vista de su tostada y la miró con indiferencia.

    —Queda un poco, pero no es suficiente para dos.

    Alexandra, sin responder, se levantó y sacó un vaso de un armario de la cocina. Vertió el contenido de la licuadora en él y apuró el zumo de un trago.

    Pablo, apartando la mirada de las comisuras de los labios de ella, en las que habían quedado restos de zumo, le indicó con un tono de voz no demasiado amistoso:

    —Límpiate, se te han quedado «bigotes» del zumo —la muchacha arrancó un pedazo de papel de celulosa y se limpió los labios. Pablo, volviendo a mirarla con indiferencia, añadió—: También queda café para uno en la cafetera.

    Alexandra se sirvió una taza y fue a sentarse de nuevo, pero Pablo, con expresión despreocupada, le dijo:

    —Si quieres, te puedo poner una tostada pero...
    —No hace falta que digas más, Pablo. Presiento que sólo queda pan para uno —concluyó Alexandra por él.
    —Se nos ha acabado el pan de molde —informó Pablo, con un tono de voz casual—. Si quieres, más tarde puedo ir al supermercado para reponer las cosas que se nos han agotado esta semana. ¡Claro que si lo que quieres es que traiga pan para tostadas y fruta para un desayuno más...!
    —No hace falta que te molestes, Pablo.
    —No es molestia, si quieres...
    —No, no. Déjalo. Mejor déjalo.

    Pablo se sumió en un silencio rebosante de amor propio herido.

    —¿Qué piensas hacer hoy? —se interesó Alexandra, volviendo a tomar asiento en el banco—. ¿No vas a aprovechar para quedar con algún amigo o para dar una vuelta por ahí? Tienes el fin de semana libre.
    —Quiero terminar de hacer la limpieza general —dijo Pablo con una firmeza innecesaria—. Así cuando vuelva Dan, estaré más libre para dedicarme a él.
    —¿No te gustaría ir a la piscina? —insistió Alexandra.

    Pablo negó obstinadamente. Ni aunque le matasen pensaba despejar la casa para facilitar a Alexandra sus escarceos amorosos. Además, apenas le quedaban cuatro mil pesetas que tenía que estirar cuidadosamente hasta cobrar su primer sueldo.

    Alexandra bajó los ojos ante la negativa de Pablo. «Si te has creído que te voy a dejar retozar con ese infeliz a tus anchas, lo llevas claro», pensó Pablo para sus adentros, sintiendo una inmensa satisfacción.

    —A mí no me apetece quedarme en casa —dijo Alexandra.

    Pablo asintió, simplemente por cortesía, mientras pensaba: «No me extraña lo más mínimo, con ese reptil de sangre fría, hasta el mismo espíritu de la Navidad pondría pies en polvorosa».

    —¿Voy entonces al supermercado, o no? —volvió a preguntar Pablo con una actitud realmente castigadora.

    Alexandra sonrió y se levantó tarareando «El tiempo pasará», de Casablanca, con una sonrisa que, de puro irónica resultaba insultante.

    —«Tócala otra vez, Sam» —dijo Pablo, sin poder contenerse.

    Alexandra se echó a reír. Su risa era tan fresca, tan natural, que Pablo no pudo evitar sonreír, descomponiendo su máscara de indiferencia y mal humor.

    —Mmmm —murmuró Alexandra, poniendo una fingida mueca de pesar—. No sonrías, te sentaba tan bien ese gesto a lo Bogart...

    Pablo volvió a clavar su vista en el café.

    —¿Bautizaste a Rick así por la película? —preguntó, intentando cambiar de conversación.

    El perro, tumbado en la cocina, desacostumbradamente tranquilo, como toda la casa sin la presencia de Dani, levantó las orejas al oír su nombre.

    —Sí, siempre ha sido mi película favorita —sonrió Alexandra, sacando el pan del tostador y volviéndose a sentar.
    —No has dejado desayuno para tu amigo —dijo Pablo, intentando parecer casual.

    Alexandra puso los ojos en blanco y silabeó con desesperación:

    —Mi a-mi-go se fue, después de tomar una copa. No tienes que preocuparte más por mi integridad física. Mi amigo no es un hombre de acción, es un hombre de palabras.
    —Pues, por como vives tú y como vive el canalla de tu ex marido, tu a-mi-go no fue precisamente muy elocuente en los tribunales para estipular vuestra separación de bienes. ¿Cómo le conocen en el Ministerio de Justicia? ¿No le llamarán Pico de oro?
    —La cuestión de mi divorcio era puramente legal. Yo ya sabía que no conseguiría ningún bien material y sólo me interesaba negociar la pensión de Daniel —dijo Alex—. Y en cualquier caso, creo que no es de tu incumbencia, Pablo —añadió con suavidad.
    —Lo siento, es que ese tipo, francamente, no me cayó nada bien. Ya sé que tampoco es de mi incumbencia. Así que, lo siento —dijo Pablo—. Lamento ser tan entrometido y haberme comportado con él de una manera tan desagradable.
    —Parecías un marido celoso —le reprochó Alexandra—. Pero no estoy demasiado enfadada.
    —Me disculparé con él —prometió Pablo.
    —No creo que tengas ocasión —informó Alexandra dirigiéndole una mirada cargada de intención—. ¿Vas a quedarte el fin de semana? —preguntó a continuación.
    —Tú tienes la última palabra —dijo Pablo, repentinamente ruborizado y maldiciéndose por aquel injustificado y pueril ataque de celos que a ella no le había pasado inadvertido. Había hecho el ridículo más espantoso, no era extraño que Alex pareciese tan divertida a su costa.
    —Puedes quedarte, Pablo. Pero no tienes por qué aprovechar para hacer limpieza general —le dijo Alexandra, recostándose en el respaldo del banco con indolencia—. Puedes aprovechar para ir a la piscina, o para ver a algún amigo, o ir al cine... O quedarte en casa y leer, si quieres. La esclavitud se erradicó del mundo hace dos siglos, Pablo.

    Pablo, avergonzado, no respondió. Alex le miró de reojo y sonrió.

    —Pensaba que quizá aceptases mi invitación para acercarnos al pantano y hacer un poco de windsurf, ¿no te gusta la vela? —le preguntó ella.

    Pablo levantó vivamente la mirada y la clavó en los ojos de ella, desconcertado.

    —¿Y Enrique? —preguntó, arrepintiéndose al momento de haber pronunciado ese nombre.
    —Enrique no es tan eficaz como tú quemando la comida —dijo Alexandra con los ojos chispeantes—. La vida con él sería una barbacoa perfecta y yo soy una mujer de costumbres... Me gusta comer pizza aplastada.
    —Ya te he prometido que aprenderé a cocinar, pero, de verdad que no es tan fácil —le dijo Pablo, fingiéndose ofendido—. Y menos para un «machista» como yo...

    Alexandra se encogió de hombros y le dirigió una mirada de simpatía.

    —Siento haberte insultado de esa forma anoche —se excusó—, pero la verdad es que te excediste en tus funciones. Ya tengo a Ricky para que me guarde.

    Pablo desvió la mirada y apretó los labios, después se volvió a ella y clavó sus ojos en la boca de Alexandra, sintiendo una urgente necesidad de que empezase a correr el aire por aquella cocina. Un fuego abrasador le quemaba el pecho.

    —Ya que eres tan amable dándome el fin de semana libre, dejaré el resto de las disculpas y justificaciones para el lunes por la mañana —le dijo.
    —Las aceptaré con el desayuno —sonrió Alex—. Tendrás que añadir una rosa más.
    —Tomaré nota —aceptó Pablo—. Y en cuanto a tu propuesta del día en el pantano, no sería un caballero si no aceptase.
    —Gracias —dijo Alexandra, fingiendo hacer una reverencia—, no te arrepentirás, «hombre de pocas palabras» —se burló ella.

    Pablo sonrió y recogió las tazas del desayuno. Alex se encaramó a la encimera de la cocina y le miró con interés.

    —¿De verdad no tienes a ninguna chica a la que llamar para salir con ella hoy? —le preguntó, sin poder reprimir su insana curiosidad. Aun sabiendo que si la respuesta de Pablo era afirmativa se sentiría verdaderamente enojada—. No quisiera fastidiarte tus planes ni que te sintieras obligado...

    Pablo sonrió para sus adentros. Tenía en sus manos una bonita revancha por el incidente de la noche anterior con Enrique y no estaba en sus planes desaprovecharla.

    —Mi amiga está de vacaciones —dijo, encogiéndose de hombros.

    No vio cómo Alexandra fruncía el ceño a sus espaldas y le dirigía una mirada airada.

    —¿Dónde está? No me habías dicho que tuvieras una amiga...
    —En Marbella —respondió Pablo, diciendo el primer lugar que le acudió a la mente al ver a Ricky mirarle atentamente, como si el giro que había tomado la conversación despertase en él un sincero interés.
    —Y si tu amiga tiene tanto dinero como para veranear en Marbella, ¿qué haces tú aquí? —repuso Alexandra con una sonrisa irónica que pretendía disimular su malestar por la respuesta de él.
    —Es que unos amigos abrieron un pub y ella se ha ido allí a servir copas —replicó, recordando a su amigo Ricky.
    —¿Y tú? ¿Por qué no has ido con ella?
    —Sólo querían camareras en el bar —replicó él encogiéndose de hombros—. Como verás, es mucho más fácil encontrar ocupación perteneciendo al sexo femenino que al masculino.
    —Pero la mujer... —protestó Alexandra.
    —Está peor pagada, tiene mayores probabilidades de enfrentarse al acoso sexual laboral, se le exige más a igualdad de puestos... —enumeró Pablo—. ¡Anda! Vístete, encendida feminista. Si no salimos pronto vamos a encontrar una caravana horrible.
    —Ahora mismo —dijo Alexandra, bajando de un salto de la encimera—. Pero que conste que todo eso que has dicho es cierto y...
    —Si quieres, podemos preparar unos bocadillos para llevarnos al pantano —propuso él, cambiando inmediatamente de tema, antes de que volviese a comenzar su interminable monólogo sobre los derechos de las mujeres.
    —Es una idea excelente. Creo que estoy empezando a odiar el queso mozzarella derretido —aceptó Alexandra—. ¿Qué dice tu amiga de tus cualidades culinarias?


    —Juro que si me tocas, Alexandra, agradecerás infinitamente que los Juzgados estén tan cerca de tu domicilio! —la amenazó Pablo.

    Alexandra estaba apoyada en la puerta del cuarto de baño, blandiendo impaciente un bote de after-sun de aspecto grasiento y desagradable con el que pretendía untar la espalda de Pablo. El muchacho no era precisamente un campeón de la tabla de windsurf y su inmersión casi constante en las aguas del pantano había conseguido abrasarle la espalda, para consternación de la muchacha e incomodidad de él.

    —¿Es que tu amiga nunca te ha extendido crema por la espalda? ¡Pues su inquietud por ti deja mucho que desear!

    Pablo se arrepintió por vigésima vez en el día de haber contado a Alexandra la patraña de su inexistente «amiga».

    —¡No tengo amigas que me unten esa asquerosidad! ¡De hecho ni siquiera tengo amiga! ¡Te lo he repetido ya cientos de veces! —se exasperó.
    —¡No cambies de conversación! ¡Ven aquí, hombre de hierro! —exclamó Alexandra—. ¿No decías que estabas acostumbrado a las mayores torturas?
    —¡No vas a tocarme! —amenazó Pablo—. Si te acercas te arrepentirás...
    —¡Mira cómo tiemblo! —se burló Alexandra—. Tendrías que verte ahí, más lloroso que Daniel, lamentándote por una simple quemadura de sol en la espalda...
    —¿Una simple quemadura de sol? ¡Me he despellejado, Alexandra! Me siento como si una pantera me hubiera arrancado la piel a tiras y tu jodida tabla de windsurf se ha ensañado contra mí, atacándome por los flancos más inesperados...
    —¡Si me hubieses hecho caso y no te hubieses obstinado en avanzar contra el viento! —se enojó la joven.
    —Te he hecho el mismo caso que tú a mí cuando te avisé que el auto que circulaba delante de nosotros tenía estropeadas las luces de los frenos —recriminó Pablo.
    —¡Muy bien! ¡Muy bien! —dijo Alexandra derramando una generosa porción de after-sun sobre los azulejos al llevarse las manos a la cabeza. Ricky, que contemplaba entusiasmado el primer indicio de discusión del día, se acercó a olisquear el líquido y lo lamió sin el menor reparo—. ¡Sabía que ibas a acabar recriminándomelo! Tienes los mismos modales que un patán. Por lo menos podías ser caballeroso y no recordarme que he hecho papilla el auto contra ese panzer de la ingeniería alemana... Pero no, tienes que insistir e insistir...
    —Sí que insisto, pero en que salgas del baño para ver si me puedo dar una ducha bien fría...
    —No saldré hasta que consiga darte un poco de crema en...
    —¿Quieres que te diga dónde te puedes dar la crema o me vas a llamar grosero a continuación? —dijo Pablo, intentando cerrar la puerta.
    —Te voy a llamar grosero antes de que lo hayas insinuado —dijo Alexandra, riéndose—. Pero antes me vas a oír llamarte cobarde, pusilánime...

    Pablo consiguió cerrar la puerta y se apoyó en ella, crispando a continuación su rostro en un inequívoco gesto de dolor por el roce de la áspera madera contra su espalda en carne viva. Cuando los pasos de Alexandra se alejaron en dirección a su propio cuarto de baño, el muchacho abrió los grifos de la ducha.

    Necesitaba esa ducha fría. Había necesitado durante todo el día una constante inmersión en agua fría para que a la muchacha le pasase inadvertido su constante estado de excitación. La espalda quemada había merecido la pena. Ella no había notado nada.

    Alexandra Farewell continuaba en la más absoluta ignorancia acerca del efecto que ejercía sobre las hormonas de Pablo, paseándose con aquel bikini rojo delante de sus ojos y pidiéndole que le aplicara crema en la espalda. Pablo maldijo para sus adentros a Suárez Garayoa por su genial idea al enviarle a aquella casa y, a continuación, sonrió... Lo cierto era que le debía una invitación a desayunar.

    Nadie había conseguido crisparle los nervios y despertarle a la vez tanta ternura y tanta pasión como Alexandra. Era la primera vez que se encontraba cara a cara con toda una mujer. Alexandra era independiente, fuerte, con una personalidad acusada. Era la mujer con mayor sentido del humor de cuantas había conocido y también la más inteligente. Era a la vez intolerante, dominante, estaba convencida de que siempre tenía la razón. Era sexy, femenina, insinuante...

    Alexandra era el compendio de todo lo que podía desear un hombre y de todo lo que le podía exasperar a un tiempo. Alexandra era la única mujer, hasta aquel momento, que había conseguido inspirarle algo muy cercano a lo que debía de ser el amor. Pablo necesitaba desesperadamente poner distancia entre él y las miradas insinuantes de ella. Tenía que recordarse que trabajaba en su casa, a sus órdenes. Tenía que convencerse de que aquella relación se desarrollaba de acuerdo con las normas más estrictas del juego de una inocente camaradería, pero supeditada a una relación laboral.

    Pero, ¡diablos!, Alexandra coqueteaba con él. Cuando ella le miraba con los ojos entornados y los labios entreabiertos, apenas a unos centímetros de su rostro, tumbada indolentemente mientras tomaba el sol, parecía incitarle, ofrecérsele sin resistencia, invitarle incluso. Alex había iniciado una relación prácticamente de igual a igual desde el primer día y... él deseaba poder tomar la relación que ella le brindaba y conquistarla.


    «Te estás pasando de la raya, Alexandra», pensaba ella mientras se lavaba las manos y abría los grifos de la bañera. «Ahora tienes varios días por delante de convivencia con él, completamente sola. Deberías contenerte y no provocarle hasta ese punto.»

    Pero, ¿quién provocaba a quién? ¿Es que Pablo no se había dado cuenta de que su sola presencia la alteraba? Ella, una mujer con pleno control de sí misma, temblaba como una adolescente cuando sus ojos se cruzaban con la mirada brillante y expresiva de los ojos negros de él. Se sentía vulnerable cuando sus cuerpos se rozaban por el pasillo. El verle por las mañanas con la bandeja del desayuno, en su dormitorio, la excitaba hasta el extremo de no poder contener el temblor de sus manos.

    La voz de Daniel resonaba en sus oídos ahora: «Con Pablo es seguro que no te aburres nunca».

    Alexandra recordó sin ninguna culpabilidad, para su sorpresa, las palabras que había dirigido a Enrique la noche anterior. Mientras intentaba desengañar a Enrique sin herir sus sentimientos, por su mente cruzaba constantemente la misma idea al mirarle a sus ojos apagados y sin vida: «Es un pelma, Alexandra. Te aburrirías con él toda la vida. Además, regala videojuegos a tu hijo».

    El solo pensamiento le ponía ahora el cabello de punta. ¿Qué extraña ruptura se produjo en ella cuando vio entrar en el salón a Pablo con el torso desnudo y su cuerpo fuerte, vital y musculoso enfrentándose a Enrique, tan correcto, tan anodino, tan... gris? Hasta ese mismo instante ella había pensado dar un paso adelante en sus relaciones con Enrique. Había decidido aceptarle cuando él propusiese una relación seria y más comprometida.

    Enrique era el hombre ideal para Alexandra, siempre lo había pensado así. Con él podía hablar sobre cine, sobre cultura, se interesaba por la psicología... Enrique era un hombre culto y bien relacionado. Un abogado con un porvenir profesional que se adivinaba brillante. Era el hombre perfecto para convertirse en el futuro padre de Daniel.

    En cambio... Pablo... la inquietaba. Sabía muy poco de él. No sabía qué estudios había realizado, cuál era su verdadera profesión, no habían hablado sobre literatura, o sobre economía... Realmente, todas sus conversaciones habían tenido un tono intrascendente. Hablaban de Daniel, de los problemas domésticos, de la vida de ella, del amor... No era el hombre adecuado para ella. Definitivamente, no.

    Pero cuando Alexandra vio a Pablo, el pensamiento de que amaba desesperadamente la vida, las emociones, la pasión arrolladora, la había impactado con tal fuerza que no fue capaz de contener un escalofrío de horror ante la perspectiva de una vida con Enrique.

    Alexandra siempre se había debatido entre dos personalidades contradictorias. Había en ella una mujer apasionada, tierna e irreflexiva que no cesaba de agitarse en su interior obligándola a reaccionar por impulsos. Pero después, otra Alexandra, fría, calculadora, razonable y aburrida, imponía su criterio, dictado por la razón y la conveniencia. Y ella reconocía que era la última Alexandra la que le había dado verdaderos problemas y quebraderos de cabeza. Era esa Alexandra la que inhibía su espontaneidad y la atormentaba con un constante miedo al ridículo.

    Pero la Alexandra que deseaba emociones y plenitud había despertado milagrosamente en el transcurso de unos días en presencia de su «chico para todo». La imagen de Pablo con el delantal, arreglando los desperfectos de una pizza, llevando a Daniel a caballo al baño, peleando con Ricky... despertaba en ella una ternura especial. Pero no, ella tenía que ser sincera consigo misma. No era sólo ternura lo que sentía. Se sorprendía docenas de veces al día mirando la fuerte espalda de Pablo, admirando sus brazos, aspirando su olor cuando estaba cerca... ¡Se sorprendía docenas de veces al día fantaseando con la idea de estar entre sus brazos! Y la idea le resultaba excitante, prometedora... Su cuerpo respondía a aquellos pensamientos con verdadera violencia, con una sensualidad que Enrique, realmente, no despertaba. Una noche de pasión con Pablo... «¿Estás loca, Alexandra?»

    ¿Qué sentiría Pablo por ella? Le había sorprendido mirando embelesado su cuerpo apenas cubierto por el bikini que había comprado aquella misma semana. No le había pasado inadvertido el desasosiego de él cuando ella se aproximaba. De hecho, sabía que buena parte de sus caídas al pantano habían sido absolutamente intencionadas... Y una extraña excitación se apoderaba de Alexandra al pensarlo.

    Y para cuando Alexandra dejó de pensar y salió del baño, más de una hora después, no había ni rastro de Pablo por la casa.


    —¡Eres la mujer más estúpida que hay sobre la Tierra! —se insultaba Alexandra a voz en grito, ataviada con un ajustado vestido de lycra negro y sintiéndose la más infeliz de las mujeres—. Una hora y media arreglándote para salir a tomar algo en alguna terraza con tu interno y él —chasqueó los dedos— se esfuma como el humo sin dejar ni una nota.

    El ruido de la puerta de la calle al abrirse la hizo enmudecer.

    «Ahora le voy a decir que he quedado con otro tipo. Piensa, Alexandra, piensa un nombre ya.»

    —¡No me digas que vas a salir! —dijo Pablo, mirándola con estupefacción, asomándose por la puerta del salón y con expresión desolada.
    —Sí, he quedado con... —«Piensa, Alexandra»—. Un amigo.
    —¡Vaya! —exclamó Pablo intentando desesperadamente no volver a parecer un marido celoso.
    —¿«Vaya», qué? —preguntó Alexandra sin contenerse, aunque una voz le gritaba en su interior que no pronunciase las palabras que ya se atropellaban en su boca—. «Vaya», es que me has dejado aquí más tirada que a una colilla mientras yo me bañaba y has tardado más de dos horas en volver. «Vaya», es que me he dado un susto de muerte...

    El no borró de su rostro su expresión de abatimiento.

    —Pues nada, mujer. Que te lo pases bien —dijo Pablo sintiendo que la botella de champán que tanto le había costado encontrar le helaba los dedos... y el corazón.
    —¿Se puede saber adónde has ido con tanta prisa que no te ha dado tiempo a dejarme una nota? —le dijo Alexandra, calzándose unos zapatos con un elevadísimo tacón.
    —Fui a buscar algo para cenar —repuso Pablo humildemente, sin resistirse a la tentación de hacerla sentirse culpable por su mal humor.
    —¿Es que no había cosas suficientes? —preguntó Alexandra recogiendo su bolso de un sillón y volviéndolo a dejar, a continuación.

    Sabía que su actitud era completamente absurda. En realidad no estaba enfadada con él, estaba enfadada consigo misma. Había dejado su fin de semana en blanco para estar con él. Ella, que siempre había previsto exhaustivas actividades los fines de semana, que tenía multitud de amigos con los que hablar de psicología, de arte, de teatro... estaba enfadada porque Pablo, el hombre que trabajaba como «asistenta» en su casa y con el que no había sostenido una sola conversación intelectualmente consistente, la había ignorado en sus planes.

    —Para corresponder a tu invitación de hoy no había nada digno para cenar —dijo Pablo, sin alterar su expresión y saboreando de antemano la culpabilidad que ella sentiría.
    —¿Mi invitación? —balbuceó Alexandra.
    —Sí —dijo Pablo.
    —¿Qué llevas escondido ahí? —le preguntó Alexandra.

    Pablo se encogió de hombros. Había gastado prácticamente todo el dinero que le quedaba en aquella botella de champán, en un sobre de salmón ahumado y en una bolsa de palitos de cangrejo congelados.

    —Nada, mujer. Anda, date prisa, que te estarán esperando —le dijo Pablo, retrocediendo hacia la cocina.
    —¡Pablo! —dijo ella con un tono de voz que auguraba una verdadera hecatombe— ¡No juegues conmigo! ¡Dime lo que llevas ahí!

    Pablo le enseñó con gesto de resignación su bolsa con las compras.

    —Era para invitarte a cenar —le dijo—, pero lo dejaremos para otro día. No te preocupes. Como no me habías dicho que tuvieras otros planes...

    Alexandra le miró sintiéndose espantosamente culpable. ¿Cómo podía ser tan desagradable? Pablo había tenido un detalle tan delicado... No podía confesarle que aborrecía a muerte los palitos de cangrejo congelados. ¿Pero qué estaba pensando? Se comería esos palitos y hasta uno de sus repugnantes platos si se lo pusiese delante. ¡Al diablo con sus estúpidos prejuicios! Pablo era el único hombre que había conseguido arrancarle una verdadera tormenta de sentimientos en su vida. Era el primer hombre que encontraba que sabía vivir. Pablo tenía una intuición mágica para la vida. Dani tenía razón. Era imposible aburrirse con él porque estaba milagrosamente vivo y hacía que ella se sintiera igual.

    —No sé qué decir, Pablo —se excusó ella—. Tal vez podría anular mi cita.
    —No te molestes por mí —dijo Pablo dirigiéndose ya a la cocina y abriendo el frigorífico para guardar sus compras—. Lo dejaremos para otro día. Yo me haré un bocadillo y me quedaré aquí, con Ricky, leyendo en el patio.
    —No, si no es ninguna molestia —dijo Alexandra—. La verdad es que no me apetece mucho salir.

    Alexandra pensaba en una larga velada romántica. ¿Por qué no? ¿Por qué no coquetear con Pablo? Con él se sentía tremendamente femenina.

    Pablo cerró la puerta del frigorífico y tropezó con Alexandra. Los dos se quedaron mirando a los ojos, confusos por la proximidad del otro. Pablo miró la boca de Alexandra, pintada de color rosa palo, excitante, exótica... Sus ojos estaban sombreados con una fina raya negra. Su cutis, de aspecto suave, estaba bronceado y sus mejillas tenían un color adorable.

    —No hace falta que te sientas obligada, Alexandra. No dejes esa cita por mí. Cenaremos otro día. Yo lo comprendo.
    —¿Lo comprendes? —preguntó Alexandra, perdida en las negras pupilas del joven, sintiendo casi su respiración contra su pecho.
    —Lo comprendo en mi calidad de empleado y en mi calidad de amigo —dijo Pablo, sonriendo.

    Los hoyuelos que se insinuaron en las mejillas del joven no contribuyeron a que Alexandra recuperase el sentido común que le gritaba que era hora de salir, de inmediato.

    —Podría anular la cita —le dijo, casi suplicante.
    —Tú verás, Alexandra. Pero si no la anulas... Quedamos tan amigos.
    —Bueno, pues si no te importa... —le dijo ella.
    —No, de verdad. Tenías toda la razón del mundo. Hubiera debido avisarte para saber los planes que tenías. La verdad es que no doy una a derechas.

    «Realmente, no», pensó Alexandra, enfurecida porque él insistiese para que se marchase. Había conseguido ponerla en un aprieto. Lo de su cita era una burda mentira y ahora se iba a ver obligada a salir sola, aburriéndose como una ballena en una pecera sólo para mantener el tipo delante de Pablo. La idea de ella, sola en una terraza de verano, soportando a algún ligón fatuo con su familia en la playa, pintó una verdadera desolación en su semblante. En cambio, la perspectiva de cenar en casa con él, de sentirle cerca...

    —Pues mira, Pablo. Es verdad que no das una a derechas —le dijo Alexandra—, pero hay que reconocer que esta vez has tenido una buena idea. Estoy agotada y me apetece más cenar en casa. Me quedo —Pablo suspiró, aliviado—. Además, la perspectiva de una cena fría que no puedas estropear de ninguna manera, me parece de lo más atractiva.


    CAPÍTULO 08


    Alexandra se humedeció los labios y volvió a beber un sorbo de champán. Estaban sentados los dos en el sofá del salón, charlando animadamente sobre mil y una naderías. Pablo le relató a Alexandra su infancia en el pequeño pueblo de Castilla del que era procedente su familia y sus desacuerdos con sus padres. Alexandra, por su parte, rememoró para él sus primeras experiencias en España, ya casada con Juan Luis, y los felices años de su niñez en una pequeña casa cercana a Cambridge.

    —A pesar de que me gustaría empapelar el salón con su pellejo, debo agradecerle a Suárez Garayoa su luminosa idea —rió Alexandra cuando Pablo terminó de contarle cómo había ido a parar a su casa la misma mañana en que la agencia de empleo cerraba por vacaciones—. ¿Se me ha quedado «bigote» del champán? —preguntó reparando de nuevo en los inquietantes ojos de Pablo y bajando el tono de su voz.
    —Yo no veo nada —respondió Pablo, lanzando un rápido vistazo y apartando de inmediato la mirada de los turbadores labios de Alexandra.
    —Límpiamelos —pidió ella.

    Pablo se fue a levantar en busca de una servilleta, pero ella le retuvo por la camiseta.

    —No hace falta que te levantes —dijo, sin poder reprimir una sugerente invitación en su voz.

    Alexandra se sentía hipnotizada por la vehemencia de Pablo, por su tremenda vitalidad. Su sola presencia la emborrachaba más que el champán con el que llevaban más de una hora brindando. La cena no sólo había sido amena: Alexandra había descubierto con Pablo el placer de hablar de nimiedades, el placer de no hacer trascender lo más cotidiano de la vida a un plano superior. Se sentía cómoda y feliz sólo por el hecho de ser quien era y sentir como sentía.

    Pablo volvió a tomar asiento, incómodo, y miró a Alexandra, sintiendo que se abría una brecha en su firme voluntad de mantener las distancias con ella. Acercó su dedo pulgar a las comisuras de los labios de ella y los secó con delicadeza, en un movimiento involuntariamente acariciador.

    No era sólo que fuese hermosa. El rostro de Alexandra no era perfecto, pero su expresión cautivaba el corazón de Pablo. Era como una niña que despertaba a un mundo desconocido. Era una mujer deseosa de que la hiciesen vibrar. Cuando se buceaba en sus ojos se descubría de inmediato que la mujer fría y dura que ella aparentaba ser era tan sólo una máscara.

    Alexandra retuvo la mano de él por la muñeca, movida por un impulso y le besó brevemente el pulgar. Pablo extendió sus dedos y comenzó a acariciar los labios de Alexandra, con sensuales movimientos. La joven cerró los ojos y las aletas de su nariz temblaron.

    —Alexandra —susurró Pablo con voz ronca—, no me hagas esto. Si no te apartas de mí de inmediato, sé que seguiré hasta el final y mañana me será muy difícil levantarme y fingir que nada ha sucedido entre nosotros.

    Ella abrió los ojos y respiró profundamente. La oscilación de su pecho provocó un arrasador incendio en los sentidos de Pablo. Los ojos entornados de ella le miraban con asombro, con expectación.

    —¿Y quién piensa en mañana? —susurró.
    —Yo tengo que pensar en mañana —dijo él haciendo desesperados esfuerzos por no besar sus párpados, sus sienes, el nacimiento de su cabello.
    —Podríamos hacer un pacto —sugirió Alexandra murmurando en el oído de él y rozando el lóbulo de su oreja—Es fin de semana, tú eres Pablo y yo Alexandra. Cuando llegue el lunes yo volveré a ser la doctora Farewell y tú Pablo Armero, el interno que vive en mi casa.
    —Yo no podré, Alexandra. No te puedo asegurar que vaya a respetar ese pacto —dijo Pablo tras tragar saliva, con los ojos fijos en los senos de Alexandra, en los que era absolutamente evidente la excitación de ella. El se removió en el sofá, intentando controlar sus propias emociones físicas.
    —Yo te ayudaré —sonrió Alexandra, perdiéndose en los ojos brillantes, de mirada apasionada, de Pablo—. Te ayudaré cuando Dan regrese de sus vacaciones. Hasta entonces... todas las noches son nuestras.
    —Alexandra —repuso Pablo, sintiendo una extraña corriente de electricidad en su piel—, me estás seduciendo.
    —¿Y tienes alguna objeción que hacer? —dijo ella, con una divertida sonrisa en sus labios—. ¿No te gustan las mujeres agresivas?
    —No me gustan las mujeres agresivas —respondió Pablo—. Me gustas tú...
    —Ya me había dado cuenta —suspiró Alexandra, entreabriendo sus labios y acercándolos a los del joven.

    Pablo miró su boca insinuante. Era tan fácil, apenas unos milímetros y... Fue inevitable. Pablo apretó entre sus labios el labio inferior de Alexandra y ella movió la cabeza suavemente a un lado y a otro, haciendo más sensual el roce de sus labios.

    La Alexandra fría y calculadora, que tanto la importunaba con sus continuos reproches cuando su espontaneidad salía a flor de piel, enmudeció cuando otra mujer, mucho más temperamental, arrastrada sólo por el deseo y la atracción que sobre ella ejercía Pablo, se apoderó de su mente y de sus sentidos.

    Alexandra nunca se había comportado así. Podía haber sido más o menos insinuante, pero nunca había llegado a seducir de una manera tan explícita y descarada. Lo cierto era que, aunque mentalmente Alexandra Farewell nunca había tenido prejuicios, cuando llegaba la hora de poner en juego sus emociones era extraordinariamente conservadora. A ella misma le maravilló su falta de rubor y su empeño para que Pablo la rodease con sus brazos.

    —¿Cuándo te diste cuenta de que me gustas? —preguntó Pablo, acariciando el cabello de Alexandra y mirando embelesado su boca sensual.
    —He tenido varias ocasiones para reparar en ello —dijo Alexandra—: a la hora de la sobremesa, cuando me miras de esa forma intensa y posesiva; anoche, cuando te dejaste arrastrar por los celos; hoy, en el pantano...
    —No se te pasa nada por alto, ¿verdad? —dijo Pablo, posando sus labios en los párpados de ella, en sus sienes, en la punta de su nariz.
    —Podríamos llamarlo deformación profesional —susurró ella, tomando la cabeza de Pablo entre sus manos y besándole el cuello con pasión.

    El se dejó hacer, mientras acariciaba la espalda femenina, sintiendo cada una de las curvas del cuerpo de Alexandra entre sus brazos, contra su pecho.

    Se besaron apasionadamente; exploraron sus bocas con auténtica delectación. Sus respiraciones se iban acelerando. Cuando tomaban aliento se miraban a los ojos, como si quisieran penetrar en el alma del otro.

    Pablo inclinó a Alexandra hacia atrás y comenzó a besar su cuerpo encima del vestido de lycra negro, sin dejar de explorar con sus manos bajo la ceñida falda, acariciando la cintura y las caderas de Alexandra.

    Todavía sobre el vestido, Pablo besó sus senos y retuvo suavemente entre sus dientes los pezones endurecidos. Alexandra gimió y le retuvo allí. Las manos de Pablo se volvieron más audaces bajo el vestido de la mujer y comenzaron a explorar bajo su ropa interior.

    Alexandra suspiró y retiró a Pablo con sus brazos, tirando hacia arriba de la camiseta que cubría el torso masculino. El se despojó de la camiseta y, tras dirigir a la mujer una intensa mirada de deseo, tomó entre sus brazos su menudo cuerpo y lo condujo a la habitación, depositándolo con cuidado sobre las sábanas de raso.

    Allí, Alexandra se arrodilló sobre la cama y se quitó el vestido de lycra, revelando su piel centímetro a centímetro, consiguiendo que Pablo contemplara y adorara cada palmo de su piel. Ante sus ojos aparecía un cuerpo firme, una adorable piel con tacto de melocotón. Un cuerpo que le llamaba con una música insinuante, repetitiva y sensual...

    Cuando Alexandra terminó de quitarse el vestido y se despojó de sus braguitas de encaje negro, Pablo terminó de desnudarse y ambos quedaron mirándose frente a frente, bajo la implacable luz de la lámpara que pendía del techo. Sus miradas eran de admiración. Se descubrían extraordinariamente hermosos el uno para el otro. Eran jóvenes, estaban llenos de vida y sus cuerpos les pedían satisfacer su sed de amor, su sed de deseo, su sed de exploración.

    Cuando Pablo se inclinó sobre Alexandra, se produjo en la mente de la joven una verdadera explosión de fuegos artificiales. Se aferró a sus hombros y le buscó con avidez, implorante, casi llorando y riendo a la vez.

    Vibraba, su cuerpo era un maravilloso instrumento en el que cada caricia de Pablo resonaba intensamente, prolongándose en un eco infinito que despertaba otros sentidos inexplorados.

    ¡Una noche de amor con Pablo! Aquélla era más que una noche de amor, era una inmersión en un mar profundo donde podía bucear en unos ojos que le sugerían mundos distintos, mundos que sólo había podido atreverse a soñar hasta el momento. Alexandra descubría que su cuerpo era un verdadero paraíso, una región salvaje e indómita en la que los sentidos se hundían plenamente.

    Pablo la mordía, la besaba, acariciaba su espalda y la atraía a su vez. Aquella simple exploración era un mundo al otro lado del puro placer carnal...

    El se daba cuenta de que toda su vida había estado esperando a una mujer como Alexandra. Toda su vida había estado en suspenso aguardando aquel momento mágico, preparando y reuniendo más encanto del que cualquier imaginación podía concebir.

    Sus cuerpos se fundieron en uno solo. Se sentían inmersos en una calima abrasadora, perdidos en el oasis de un desierto donde un manantial rezumaba amor, un oasis oculto a la vista de los que vivían en el mundo hostil e inhóspito que ellos también habían pisado.

    Sus respiraciones se convirtieron ahora en jadeos. Alexandra no podía sentir otra cosa que el cuerpo de Pablo. Todo lo que la rodeaba había sucumbido en la marea de su placer. Pablo la devoraba con hambre, con sed, con un ansia inagotable.

    Alexandra sintió las primeras oleadas de éxtasis. Intentó contenerse, pero su cuerpo se estrellaba contra el arrecife del cuerpo de Pablo y él la arqueó contra sí, prolongando aquel placer salvaje en un infinito océano que rugía en sus cuerpos y acababa lamiendo la arena de sus cuerpos en un dulce arrullo.

    Ambos quedaron tendidos en la cama agotados, satisfechos, profundamente enamorados...

    Y su placer se prolongó noche tras noche a lo largo de toda aquella semana. Su relación siguió adelante, llena de complicidad y sonrisas de entendimiento. Pablo y Alexandra empezaban a complementarse de una forma insólita. Pablo y Alexandra habían conseguido en apenas unos días formar una verdadera pareja, alcanzar una relación que sobrepasaba los límites de la camaradería, de la comprensión, del deseo y del amor... Pablo y Alexandra llegaron a sentirse una prolongación de sí mismos.


    —¡Pablo! ¡Pablo! —llamaba la infantil voz de Dan subiendo las escaleras a toda prisa.

    Pablo salió precipitadamente de la habitación de Alexandra donde estaba guardando la femenina ropa íntima que acababa de lavar.

    —¡Dan! —gritó Pablo, corriendo por el pasillo al encuentro de la voz del niño tras dejar caer las braguitas y los sostenes de Alexandra a sus pies.

    Ricky fue más rápido que él. Encontró antes al niño, al que seguía su padre, Juan Luis, con expresión de no muy buenos amigos. El perro se abalanzó sobre el niño, haciéndole perder el equilibrio.

    —¡Ricky! —exclamó el pequeño Dan, conmovido—. ¡Cuánto te he echado de menos! —dijo dándole un beso en la cabezota y tirándole de la oreja instintivamente.

    El perro parecía sentir lo mismo, miraba con ojos mansos a su pequeño amito y le lamía, lloriqueando, hasta parecer un can senil.

    —¡Daniel! —Pablo tropezó con el perro en el pasillo y Dan se arrojó a sus brazos—. ¿Cómo te lo has pasado, campeón? ¿No nos has echado de menos?

    Juan Luis contemplaba la familiar escena con una mueca de disgusto en su semblante. Estaba hastiado de oír a Daniel que, gracias a Pablo, llevaba comiendo pizza una semana seguida; harto de oír cómo discutía el muchacho repetidamente con los repartidores de comida a domicilio; cansado de haber escuchado cientos de veces el relato de cuando Pablo le llevó a cortarle el pelo y luego le llevó a caballo hasta su casa mientras él se comía un helado. ¡Estaba harto de Pablo y de su dominio sobre su hijo, su ex mujer y su ex perro!

    —Bueno —dijo con una voz que pretendía ser agradable—, aquí te dejo las bolsas del niño —y tendió hacia el vacío un par de pesadas bolsas de deporte, que Pablo ni siquiera vio.

    Ni Daniel ni Pablo parecían oírle.

    —¿Me has hecho el campo de futbolito en la habitación? —preguntaba el niño arrastrando a Pablo de la mano.
    —Te he hecho un bunker —decía Pablo, dejándose llevar.
    —¿Y vamos a poder jugar al fútbol? —preguntaba Daniel.
    —A lo que tú quieras. Ahora tu habitación está a prueba de bombas...

    Juan Luis dejó caer al suelo las bolsas con la ropa y los juguetes del niño y, sin poder contener su ira, bajó precipitadamente al patio, donde Alexandra podaba los rosales.

    —¿Tú tampoco me vas a saludar? —le espetó Juan Luis de malos modos, al verla inclinada sobre la tierra leyendo las instrucciones de la etiqueta de un abono para rosales.

    Alexandra vestía unos pantalones cortos color caqui y una camiseta de tirantes color negro.

    —Ya te saludé, Juan Luis —dijo ella, sin apartar los ojos de la etiqueta—. ¿Es que no me has visto cuando te abrí la puerta? ¿Qué pasa? ¿Los días pasados en compañía de Dan han conseguido alterar tu sempiterna flema?
    —Pues, ya que lo dices —replicó Juan Luis arrebatándole el bote de abono de las manos—, sí. Me desequilibra bastante el hecho de que mi hijo me hable constantemente de tu nueva adquisición como si él fuese su padre. Me altera el hecho de que un intruso ocupe el lugar que sólo a mí me corresponde...

    Alexandra se levantó y volvió a tomar el bote de manos de Juan Luis, mirándole desafiante.

    —¿No te parece que es demasiado tarde para arrepentirte? —le preguntó—. Si no hubieras demostrado tanta desidia a la hora de compartir con tu hijo los momentos más importantes de su vida, que, por cierto, son prácticamente todos, Dan no hubiese buscado en otra persona el ídolo que a su edad necesita...
    —¿Un ídolo, ese patán? —inquirió Juan Luis a su vez, con un tono de voz que incitaba a la discordia—. Alexandra —añadió con ironía—, me preocupa tu estado mental. No me parece muy correcto que tú misma, una competente profesional, califiques a ese muchacho de ídolo para Daniel. No es recomendable. ¿Qué sabe hacer ese chico? ¿Es una persona socialmente aceptable? Quizá, además de quemar la comida, pelear con los motoristas y hacer las labores del hogar, sepa cómo hacer perder el sentido a una mujer que, hasta el momento, me ha parecido razonable y competente y a un niño despierto y equilibrado como Dan...

    Alexandra fue a abrir el bote del abono para rosales que sostenía en la mano y, al resistirse la tapa de metal, dirigió una instintiva mirada de impotencia hacia la planta de arriba. Pensativa, volvió su mirada gris y chispeante hacia Juan Luis...

    —¿Estás insinuando que quizá también te haya sustituido en mi corazón? ¿En la cama que una vez ocupé contigo? —preguntó ella, retadora.

    Juan Luis sostuvo su mirada.

    —Pues yo no voy a molestarme en negar lo que tú insinúas —dijo ella, volviendo a acuclillarse y mirando al rosal y al bote de abono alternativamente—. ¡Pablo! —llamó, luchando con la tapadera.
    —Déjame a mí —repuso Juan Luis arrebatándole el bote de sus manos y acuclillándose junto a ella—. ¿O necesitas a ese gorila para que despedace el bote en sus manos?
    —Necesito que me dejes en paz, Juan Luis. Tengo la sensación de que hoy vienes buscando guerra y, si es eso lo que quieres, la vas a tener.

    Juan Luis se levantó despacio y la miró con frialdad.

    —Tal vez seas tú la que vayas a encontrarte con una batalla inesperada —dijo Juan Luis entornando los ojos.

    Alexandra sintió que un escalofrío recorría su piel. Conocía de sobra aquel tono de voz de su ex marido y no auguraba nada bueno.

    —¿Vas a darme la noticia o esperarás a que me entere por los periódicos? —ironizó Alexandra.
    —Anteayer vino a cenar a casa Enrique —anunció él, paseando de un lado a otro de la puerta que comunicaba el patio con la casa ante la inquieta mirada de Alexandra.

    Enrique y Juan Luis habían estado siempre unidos por una peculiar amistad que, en su caso, incluso trascendía al hecho de que Enrique hubiese aceptado ser el abogado de Alexandra cuando el matrimonio se divorció. Unos amigos tan peculiares que Juan Luis aprobaba las relaciones de Enrique con su ex mujer.

    —¿Y? —preguntó Alexandra, con su atención repartida entre los ladridos y gritos de la planta superior y las palabras de Juan Luis.
    —Hemos considerado que, dado tu extravagante comportamiento de las últimas semanas —dijo, con tono paternal— tal vez fuera adecuado pedirle a un juez la suspensión cautelar de tu custodia sobre Dani...

    Fue como si una ráfaga de aire helado hubiese congelado a Alexandra.

    —¿Qué estás diciendo, Juan Luis? —preguntó ella.
    —¿Podrías demostrar que tu relación con ese gorila que te has buscado es absolutamente irreprochable? —preguntó él, saboreando su triunfo.
    —Abrevia, querido. Nunca has sido precisamente un maestro del suspense —le dijo Alexandra con tono hiriente.
    —No podrías demostrar nada. El propio Enrique fue testigo de cómo él se ponía en evidencia con un furioso ataque de celos y tú le defendías.

    Alexandra movió la cabeza negativamente, con un gesto de desprecio.

    —¿Te dijo Enrique también que su «objetiva observación» estaba condicionada por el hecho de que yo no dejé que él se metiese en mi cama? —preguntó Alexandra.
    —¿Puedes probarlo, Alexandra? ¿Declarará tu nuevo amigo que Enrique te pidió que te acostaras con él y tú te negaste? ¿Estuvo presente en esa conversación?

    Alex palideció. Sus labios se atirantaron para escupirle:

    —¡Sois unos cerdos!
    —Somos unos hombres respetables e intachables en nuestra conducta —se burló Juan Luis—. Incluso en las actas de nuestro divorcio consta que no hubo por mi parte el más mínimo desliz que justificase tu apresurada petición de separación... Y ya sabes que la reputación de Enrique es inmaculada...
    —Tan inmaculada como su raquítico pecho de plástico —se burló Alexandra.
    —Que, por supuesto —ironizó Juan Luis—, nada tiene que ver con el cuerpo musculoso de ese tal Pablo...
    —¡Sois sucios! —le dijo Alexandra sintiendo un rencor devastador—. ¡Tenéis la mente sucia! Sois tan débiles y tan mezquinos que si el mundo no gira a vuestro alrededor lo consideráis al margen de lo «aceptable».
    —No soy mezquino, Alexandra —respondió Juan Luis con aparente ecuanimidad—. De hecho, soy tan generoso, que si despides de inmediato a ese chico y alejas a mi hijo de su perniciosa influencia, me arrepentiré de inmediato de mi impulso de formular una denuncia...

    Juan Luis no esperó la respuesta de Alexandra. Se dirigió con pasos lentos y seguros a la puerta del patio y le envió un beso con la punta de los dedos.

    El bote de abono para rosales se estrelló contra la pared, fallando su puntería, abriéndose y esparciendo su contenido sobre el cemento de la acera.


    Alexandra buscó consuelo para su desasosiego entre los brazos de Pablo aquella noche. Cuando Daniel se durmió, Alexandra se escabulló a la habitación de Pablo y le contó su conversación con Juan Luis.

    A pesar de que se había sentido reconfortada, la inquietud se había apoderado de Alexandra que, aquella mañana, la primera que Dan iba al colegio, se encerró en su consulta sin deseos de hablar con nadie.

    Pablo había llevado al niño al colegio y después a Ricky al veterinario. El perro estaba aquejado de una indigestión de restos de comida no consumible por seres humanos.

    Alexandra se esforzaba desesperadamente por concentrarse en los papeles que tenía delante, pero las letras de éstos se burlaban de ella, saltando de un lado a otro de la página como si de un circo de pulgas se tratase.

    Tenía que responder a la oferta de un colegio para que dirigiese el gabinete psicológico del centro. Una tarea que ahora, con la presencia de Pablo, que seguía echándole una mano con sus fichas, podía aceptar.

    Cuando el teléfono sonó, Alexandra estuvo tentada de dejar que respondiese el contestador. Pero el director del centro para niños con problemas de adaptación había convenido llamarla aquella misma mañana. Le diría que aún no había tenido tiempo de pensarlo, que le llamaría en uno o dos días...

    —¿Alexandra Farewell? —preguntó una voz femenina cuando ella descolgó el auricular.
    —Soy yo —respondió Alexandra, extrañada. Sus amistades la llamaban Alexandra y sus pacientes, doctora Farewell. El corazón le dio un vuelco en el pecho.
    —¿Sigue teniendo a su servicio a Pablo Armero? —preguntó la voz. Alexandra se sintió enrojecer, pero, ante su silencio, la voz se apresuró a identificarse—. Soy Cristina, de la agencia de empleo a la que usted recurrió.
    —¡Ah! —suspiró Alex, aliviada—. Sí, claro que le sigo teniendo a mi servicio.
    —Verá, señora Farewell —dijo la voz, tras emitir un hondo suspiro—. El caso es que la llamo porque se produjo un lamentable error al enviarle a Pablo para ocupar el puesto que usted ofrecía.
    —¡No me diga! —exclamó Alexandra, sin poder contener la ironía en su voz.
    —Sí, señora Farewell, pero el problema está solucionado —aseguró la voz cantarina al otro lado del teléfono—. Hemos encontrado para usted la persona idónea y Pablo Armero tiene ya programada una entrevista para un puesto más acorde con su capacitación profesional.
    —¡Son ustedes un ejemplo de competencia y profesionalidad! —dijo Alex, reclinándose en su sillón y mirando con interés los dibujos que colgaban de las paredes de su alegre despacho, la mayoría de ellos obra de Dan—. Y, dígame, ¿puedo preguntarle cuál es el puesto que han encontrado para Pablo Armero?
    —Director de Recursos Humanos en una empresa cuyo nombre no puedo confiarle —dijo Cristina, evidentemente molesta por la ironía de la mujer—. Pablo Armero es un psicólogo con un excelente expediente y unas aptitudes fuera de toda duda...

    Alexandra se quedó sin aliento. Fue a responder un monosílabo, pero su garganta era incapaz de articular una sola palabra.

    —¿Señora Farewell? —preguntó la voz de Cristina— ¿Sigue al teléfono?
    —Sí —respondió Alex, tras carraspear.
    —Lamento este malentendido. ¿Cuándo podré localizar a Pablo en su casa?

    Alexandra enrojeció. ¿Qué podía contestar? Tenía en sus manos la solución a su dilema. Podía darle a Pablo el recado de Cristina. El se integraría a su puesto de Director de Recursos Humanos y abandonaría su casa. Juan Luis no podría llevar a cabo su amenaza de denunciarla para suspender cautelarmente la custodia de su hijo. Pero la vida sin Pablo... Las noches sin Pablo...

    —¿Señora Farewell? —volvió a preguntar la voz de Cristina—. Le preguntaba que cuándo puedo localizar a Pablo en su casa —insistió—. También me gustaría saber cuándo desea usted entrevistarse con la candidata al puesto de interna en su casa.

    Alex carraspeó.

    —Yo misma daré el recado a Pablo —afirmó, súbitamente consternada—. En cuanto a la candidata... estuve esperando tanto tiempo que casi me es lo mismo aguardar una semana más. Yo misma les telefonearé un día de la semana que viene.

    Cristina vaciló al otro lado del auricular.

    —Lo mejor será que yo vuelva a llamar a Pablo para ponerle al corriente de los datos del puesto de trabajo.
    —Como quiera, señorita —dijo Alexandra, profundamente molesta.
    —¿Estará a la hora de comer? —preguntó Cristina.
    —Sí. Puede localizarle a esa hora.
    —Gracias, señora Farewell. Y acepte de nuevo nuestras disculpas.

    Alexandra asintió con la cabeza, pero no respondió. Depositó el auricular sobre el teléfono como si éste fuese un objeto extraño. ¡Pablo era psicólogo! ¡Y no le había dicho una sola palabra! ¿Cómo había sido capaz?

    Alterada, no sabía muy bien por qué motivo, Alexandra comenzó a caminar nerviosamente por su despacho.

    No le daría el recado de Cristina. Evitaría a toda costa que el teléfono sonase a la hora de comer... Le invitaría a ir a un restaurante cuando Daniel saliese del colegio. Sí, eso haría.

    Alexandra se dirigió a toda prisa a su habitación y comenzó a vestirse. Ya había decidido lo que haría: comentaría detalladamente con Pablo la oferta del colegio para niños con problemas de adaptación y le ofrecería así la posibilidad de que él le confesase su verdadera profesión. Si ella le decía que no podría aceptar porque esa cantidad de trabajo la excedía, él, tal vez, se ofreciese a ayudarla...

    Cualquier cosa menos la posibilidad de perder a Pablo. Lo que fuese con tal de que los tres siguiesen juntos.

    No sólo estaba la cuestión de que Daniel le profesase una verdadera admiración, ni la cuestión de sus noches de pasión, ni siquiera contaba para ella el hecho de demostrar a Juan Luis y a Enrique que sus amenazas no la arredraban.

    Alexandra, con los ojos arrasados en lágrimas, sólo pensaba que tenía que ganar tiempo a toda costa. Tiempo para aclarar la profundidad de sus sentimientos, tiempo para descubrir si realmente estaba dispuesta a abrir su vida al amor... a una vida compartida.

    Tenía un miedo irracional a perder la oportunidad de permanecer junto al hombre de su vida. La idea de una intrusa en su casa, ocupando la habitación de Pablo, la misma habitación en la que ella había dormido entre sus brazos, le era realmente odiosa.

    Si Pablo se marchaba alguna vez, nadie ocuparía su lugar... Nadie... «Aunque sea diplomado en alta cocina francesa», sonrió Alexandra para sí, entre lágrimas.


    El teléfono no dejó de sonar un solo instante desde la una y media hasta las tres de la tarde en casa de Alexandra Farewell, pero nadie respondió.

    José Luis Suárez Garayoa y Cristina se miraron cuando, tras la última llamada, la línea volvió a quedar libre.

    —Ella me dijo que le podía localizar a esa hora —se lamentó Cristina.
    —Déjalo, mujer —la consoló José Luis—. Tal vez él esté trabajando con ella en su consulta. ¿Quién sabe?
    —Y me ha dicho que no le importaba esperar para entrevistar a la candidata al puesto —suspiró, compungida—. ¡Cielos, José Luis! ¿Cómo pudiste hacerles algo así?

    Suárez Garayoa se encogió de hombros con una mueca de mal humor. La sombra de Alexandra Farewell sería su pesadilla hasta el final de sus días.


    CAPÍTULO 09


    Alexandra estaba apoyada en el quicio de la puerta de la habitación de Pablo, mirándole pensativa. El se incorporó y la miró a su vez sin encender la luz, pensando que aquella figura envuelta en una ligera bata de satén era como una aparición. Un sueño que quizá se desvaneciera...

    —Alexandra —susurró él—, ¿no vienes a mi lado?

    Ella avanzó un paso y vaciló.

    —¿Te ocurre algo, Alexandra? Hoy no has estado muy locuaz —dijo él sonriendo y haciéndole un gesto con la mano para que se acercara.

    Alexandra se aproximó y se sentó en el borde de la cama.

    —Quiero hablar contigo, Pablo —le dijo, sin mirarle a los ojos.

    Pablo se removió, colocó las almohadas y atrajo a la joven hacia su pecho.

    —A ver, ¿qué cosa es ésa tan importante que me tienes que decir?

    Alexandra dudó un momento. Después empezó:

    —¿Sabes? Hoy ha sucedido algo... insólito.
    —No me puedo creer que en esta casa suceda algo insólito —se burló Pablo.
    —Escúchame, no estoy bromeando —dijo Alexandra—. Verás, me encuentro en un pequeño aprieto. Me han ofrecido la dirección de un gabinete psicológico en un centro para niños inadaptados...
    —¡Eso es una noticia excelente, Alex! ¡Hay que celebrarlo! —dijo Pablo, intentando besar los labios de la muchacha, que apartó la cara.
    —El caso es que no hay nada que celebrar... No puedo aceptar ese puesto —dijo Alexandra, intentando distinguir la expresión del rostro de Pablo en la oscuridad—. Me exigiría mucho trabajo, tendría que abandonar en cierto modo a mis clientes y...
    —Yo puedo ayudarte, Alexandra —se ofreció Pablo.
    —¿Sí? —preguntó ella, esperanzada.
    —¿Lo has dudado por un momento? Puedo ocuparme del trabajo administrativo que te ocupa varias mañanas a la semana. También puedo... —Alex le hizo callar.
    —No voy a aceptar, Pablo. Es demasiado trabajo para mí.

    Pablo guardó silencio. Tal vez debiera confesarle la verdad. Tal vez debiera decirle que él era...

    —¿Sabes quién telefoneó esta mañana? —preguntó Alexandra y, a la silenciosa negativa de él respondió—. Cristina, de la agencia de empleo...

    Alexandra se quedó expectante. Pablo seguía mirándola, analítico.

    —Me dijo que fue un lamentable error el que te enviaran a ocupar este puesto, que tienen uno más acorde con tu capacidad profesional —confesó Alexandra en un murmullo.
    —¿Cuándo llamó? —se interesó Pablo.
    —Esta mañana —dijo Alex—. ¿Y sabes? Estoy arrepentida. ¿Sabes lo que había tramado para que no te marchases de esta casa? —preguntó, y sin esperar respuesta, prosiguió—: No decirte nada. Olvidar que habían llamado e ignorar que, tal vez, tú desees optar por un porvenir lejos de Dan y de mí.
    —Alex —dijo Pablo, acariciando la mejilla de la joven—, el hecho de que yo pueda acceder a otro trabajo no significa que vaya a salir de vuestras vidas... Si vosotros no lo queréis así.
    —Pablo, ¿por qué no me has dicho que eres psicólogo? ¿Por qué he tenido que enterarme por boca de otra persona?

    Pablo suspiró. De modo que se trataba de eso. Pensó detenidamente antes de contestar. Ni él mismo había analizado fríamente sus motivos.

    —Alex, mi situación cuando llegué a tu casa era muy delicada. No sólo se trataba del hecho de que tú pudieses negarte a aceptarme para ocupar el puesto que pensaste para una mujer —Pablo calló un momento y luego prosiguió—. Cuando vi la placa de tu consulta en la puerta el primer día que entré en tu casa, pensé que si te confesaba la verdad tú me creerías un oportunista. El primer día yo no podía permitirme el lujo de perder mi empleo. El segundo... nadie me hubiese arrancado de esta casa si no era pasando por encima de mi cadáver.

    Alexandra se abrazó a él. Pablo prosiguió:

    —La situación se fue complicando cada vez más. No parecía que mi presencia en esta casa agradase a nadie salvo a Dan y a ti. Si se hubiese sabido la verdad, si Enrique y Juan Luis hubiesen sospechado que tenía más puntos de afinidad contigo que los que ellos ya sospechaban, ¿cómo crees que hubiesen reaccionado?

    Alexandra asintió y después apartó la mirada de él.

    —¿Y por qué no me lo has confesado ahora, cuando te he comunicado mi decisión acerca de ese gabinete psicológico?
    —No lo sé, Alexandra. Sabía que este momento tenía que llegar, pero no me he decidido. Tal vez porque la situación para ti es ahora más delicada por las amenazas de tu ex marido. No lo sé. Quizá esté buscando una excusa estúpida...

    Alexandra se levantó y fue hacia la ventana de la habitación. La luz de las farolas del exterior iluminó su rostro revelando su tristeza y su desconsuelo.

    —¿Llamarás mañana a Cristina? —le preguntó, en un murmullo.
    —Si tú reconsideras tu decisión respecto a ese puesto de dirección del gabinete, no —dijo Pablo, categórico—. Si es que aceptas mi ayuda profesional a otros niveles...

    Alexandra se quedó pensativa mirando al exterior. La situación, de repente, no le parecía tan divertida ni tan prometedora.

    Pablo tenía razón. Ella no aceptaría que él siguiese viviendo bajo su techo a la vista de las nuevas circunstancias. Pero Dan necesitaba la presencia de Pablo...

    Como si adivinase sus pensamientos, Pablo sugirió:

    —Tal vez deberíamos replantearnos la situación con tranquilidad y llegar a una especie de arreglo. Yo podría ser tu «socio», y tú me descontarías lo que considerases oportuno en concepto de alquiler de esta habitación.

    Alexandra esbozó una sonrisa indefinible y tomó entre sus manos las cortinas estampadas de cretona.

    —¿Tanto apego sientes al rosa y al azul celeste? —le miró y la tensión se relajó por un momento.
    —Tanto apego siento por ti y por Daniel —respondió él—. Por nada del mundo quisiera separarme de vosotros.
    —Ni Daniel de ti —replicó Alexandra.
    —¿Y tú?

    Ella estaba esperando aquella pregunta y en aquel momento se dio cuenta de que no tenía la respuesta. La Alexandra Farewell que la había mantenido toda su vida por el recto camino del sentido común se había vuelto a apoderar de ella.

    Pero una voz interior la hizo volverse hacia él y responder, en contra de su voluntad:

    —¿Lo dudas?
    —Quiero que me lo digas, Alex —dijo Pablo—. Ya no me basta con el lugar que ocupo en las vidas de Daniel y tuya. Quiero más y, si tengo que volver atrás, quisiera no haberme precipitado por un camino sin retorno. Si no te importo a ti me iré de esta casa y nunca volverás a saber nada de mí.

    Alexandra se refugió en los brazos de él y sintió su calor, su fuerza, el secreto que tan bien sabía él guardar acerca de cómo aprehender la vida minuto a minuto.

    Pablo la obligó a alzar la barbilla y saboreó su boca con deleite. Poco a poco la mujer de la que se había enamorado volvía a asomar a las pupilas de Alexandra Farewell.


    El acuerdo había sido extraordinariamente simple. Todo seguía igual, excepto que ambos compartían los deberes profesionales y las tareas domésticas. Pablo era un miembro más de la familia de pleno hecho y derecho... Y ésa era el arma que Alexandra y él pensaban esgrimir en caso de que Juan Luis llevase a cabo sus amenazas.

    Pero la sombra de Juan Luis parecía afectarles menos cada vez.

    El único inconveniente en sus relaciones era que seguían gozando de sus noches de amor... clandestinas. Alexandra no dejaba de insistir en que era lo más conveniente hasta que sus relaciones estuviesen bien cimentadas...

    Y aquello dolía a Pablo, que estaba profundamente enamorado de ella y no albergaba dudas ni vacilaciones sobre lo que deseaba hacer con su vida futura: compartirla plenamente con Alexandra y con Daniel.


    El año tocaba a su fin. La hoja del calendario correspondiente a noviembre había caído al igual que las hojas de los árboles. Ahora, sus paseos otoñales de los fines de semana discurrían sobre una alfombra quebradiza de colores rojizos y sus conversaciones y carcajadas iban ineludiblemente precedidas de una espesa nube de vaho.

    Llegaba diciembre y, con él, la promesa de unos largos días libres para los cuales Pablo había reservado una sorpresa.

    El día dos de diciembre, Pablo preparó una cena muy especial. Una cena a base de pizza, palitos de cangrejo, champán y gaseosa. Aquella cena era para tres. Pablo y Dan estaban en la cocina de rigurosa etiqueta. Pablo había vestido a Dan solemnemente para la ocasión. El niño era el único cómplice de Pablo para aquella velada y ambos habían tenido una tarde muy atareada preparando el marco adecuado para la propuesta del hombre.

    De los planes de Pablo, Daniel sólo ignoraba una cosa. En el bolsillo del traje recién comprado de Pablo había un pequeño estuche que guardaba en su interior un anillo. Un solitario de oro con un pequeño brillante en el que el joven depositaba todas sus esperanzas.

    Su vida había cambiado radicalmente desde que encontrase a Alexandra Farewell, al pequeño Daniel y al ineludible Ricky. La tarea para la que fue requerido era ahora una responsabilidad que afrontar. Ellos eran ahora la familia de Pablo y éste estaba plenamente dispuesto a asumir por completo y legalmente la labor de cuidar de ellos.

    —¿Llegará hoy a tiempo el repartidor, Pablo? —preguntaba Dan al hombre, sintiéndose tremendamente importante con su pajarita.
    —Eso espero, Dan. Tú estate atento a la puerta de entrada. Si entra tu madre y se da cuenta de lo que hemos montado, se nos jorobó el invento.

    Daniel comprobó que su parka estuviese al alcance de su mano en caso de que su madre, que había salido a hacer un par de compras una vez finalizada la hora de la consulta, llegase antes que el repartidor de pizzas. Pablo se había puesto su delantal con la inscripción: «A la mejor cocinera», que Alexandra había prohibido que se eliminase.

    —¿Y si yo me voy y llega el repartidor de pizzas con ganas de fastidiar? —objetó Daniel que contemplaba con interés las maniobras de Pablo en la cocina preparando una deliciosa ensalada. Como Pablo no contestara, el pequeño dijo con una espontaneidad fuera de toda duda—: La verdad es que ya no se te da tan mal, Pablo.
    —Gracias —sonrió éste.
    —¿Eso es ser un «manijo»? —preguntó el pequeño.
    —Esto es ser un hombre de pelo en pecho —respondió Pablo golpeándose la caja torácica como si fuese el hombre mono.

    Dani se echó a reír y fue a tocar instintivamente las orejas de Ricky, reparando en aquel momento en que el perro seguía a Pablo por la cocina con un especial interés por acometer cuanto antes su labor de trituradora de alimentos no consumibles por el ser humano.

    —A Ricky ya no le da asco lo que cocinas, Pablo —observó Daniel—. Ni siquiera ha vuelto a tener una indigestión.

    Pablo siguió absorto en sus preparativos. Dan, que echaba de menos sus habituales horas de juego con el muchacho, volvió a preguntar, apoyando su cara en la mano:

    —¿De verdad nos vamos a ir a esquiar el puente?
    —¿No me dirás que ya te estás arrepintiendo? —se volvió Pablo a mirarle blandiendo el cucharón de mezclar la ensalada.
    —Un niño de mi «cole» me ha dicho que se fue a esquiar y que se aburrió un montón y que un hombre muy gordo le tiró por la pista...
    —Seguro que tu amigo es muy torpe. Tú no te preocupes.
    —Mamá sabe esquiar —volvió a decir Daniel por decimosexta vez desde que empezasen a planear el viaje.
    —Los dos te enseñaremos, Dan —le tranquilizó Pablo.

    El timbre en la puerta sobresaltó a ambos. Daniel se puso inmediatamente en pie y siguió a Pablo y a Ricky por la escalera, sintiéndose un poco envarado con su traje de gala.

    Cuando Pablo abrió la puerta, Dan le empujó la pierna y se puso delante de Pablo para no perderse detalle, el pequeño se removió hacia atrás y abrió a su vez un hueco para que Ricky asomase la cabeza. El perro olisqueó el aire y movió el rabo, llenando de pelos los pantalones de Pablo y la chaqueta de Dan.

    —La pizza —dijo el motorista calado de agua y tendiendo una churretosa caja de cartón.
    —Un momento —dijo Pablo—. Sujétala, Dan.

    Dan tomó la pizza entre sus manos, manteniéndola a una prudencial distancia de su pecho y el perro comenzó a lamer la caja, mientras el repartidor miraba al niño y al perro con desconfianza. Pablo sacó su cartera del bolsillo trasero del pantalón y tendió un billete al repartidor. Este contó el cambio y se lo tendió.

    —¿Es que siempre vas a tener la misma pinta de «guarra» con ese delantal? —preguntó el motorista cuando ya estaba preparando el pedal de arranque de su vehículo.

    Daniel miró hacia arriba y Pablo le puso una mano sobre el hombro.

    —Ya sé que me ha llamado «guarra», Dan, pero no le voy a partir la cara —Pablo se dirigió al motorista poniéndose en jarras—. ¿Qué pasa? ¿Tú no tienes a nadie a quien dar la cena, «desgraciao»? —le gritó sintiéndose tremendamente feliz y superior al resto de los mortales.

    El motorista levantó su cabeza protegida por el casco, que le confería un rostro anónimo, y respondió:

    —A mí no me dejan «colgao» con un niño. A mí no me deja ninguna tía cuando me han «probao» en la cama, bocazas.
    —Es que las muñecas hinchables son muy sufridas —le respondió Pablo a gritos cuando el repartidor arrancó la moto.
    —¿A que te parto la jeta, idiota? —le increpó el motorista, dando la vuelta en la acera y bajando a la calle, desapareciendo de la vista de Pablo y Daniel.
    —Pues hoy sí que se ha asustado, no lo entiendo —repuso Dan, tendiendo la caja de cartón a Pablo—. ¿Qué es una muñeca hinchable, Pablo?
    —Es como un balón de reglamento para hacer ejercicio mientras duermes cuando eres mayor —respondió Pablo, impasible.
    —¿Guardo ya la parka? —preguntó el pequeño, satisfecho por la claridad de las respuestas de su amigo.
    —Sí. Ahora, sólo estate atento para encender las velas. Quieto, Ricky. Luego te tocará el turno de comer.

    Pablo metió en el horno la pizza y se desató el delantal, con un ruidoso suspiro. Alexandra se retrasaba un poco. Hacía más de media hora que habían cerrado los grandes almacenes.

    Pablo y Daniel encendieron las velas y se sentaron a ver una película de vídeo en el sofá del salón, codo con codo e intercambiando sonrisas de complicidad cuando llegaban las escenas que siempre provocaban, invariablemente, su hilaridad.

    Alexandra estacionó su auto en la calle y descendió de él, como sonámbula. Tenía los ojos arrasados en lágrimas y una inexplicable opresión en el pecho. Su mano derecha, embutida en el bolsillo de la gabardina, oprimía un papel arrugado que le habían entregado apenas una hora antes en un sobre cerrado.

    Cuando ya iba a abrir la puerta de su casa, reparó en que ni siquiera había cerrado su auto. Volvió sobre sus pasos y, cuando echó la llave, se apoyó sobre el capó y comenzó a llorar, golpeando con su puño cerrado la carrocería, sollozando, gimiendo y sintiendo el sabor de las lágrimas que le resbalaban sobre sus labios, tan amargo como el acíbar.

    Una pareja entrada en años que paseaba por la calle se detuvo y se la quedó mirando sin ocultar su preocupación. La mujer, una señora madura con el cabello plateado cuidadosamente peinado y con un impecable pañuelo de seda en torno al cuello, dio un codazo a su marido. Este la miró y ella asintió. El caballero se acercó a Alexandra.

    —Perdone, señorita, ¿le sucede algo? ¿Podemos serle de ayuda?

    Alexandra levantó la cara, arrasada en lágrimas, con la punta de la nariz colorada y brillante, por el frío, y negó con la cabeza conteniendo un sollozo.

    —¿Se encuentra bien, criatura? —preguntó la mujer avanzando un paso.

    Alexandra dudó un momento y tras dirigir a aquella desconocida de mirada amable y solícita una triste sonrisa, negó con la cabeza.

    —Diga, señorita. ¿Quiere que la acompañemos a algún sitio? —se ofreció el hombre.

    Alexandra se negó y apretó el papel que guardaba en el bolsillo entre sus dedos.

    —No, gracias. Ésa es la puerta de mi casa —dijo en un murmullo—. Pero, gracias de todos modos.
    —No hay de qué —dijo el hombre, con una inclinación de cabeza.

    Cuando Alexandra se dirigía a la puerta de la casa con la cabeza gacha, la mujer la retuvo por el codo y la miró compasivamente, diciéndole:

    —No se preocupe. Todo tiene arreglo en esta vida...

    Alexandra asintió con una sonrisa forzada y sacó las llaves de su bolso, pensando en las palabras de la mujer. Sí, aquella amable desconocida tenía razón: todo tenía arreglo. Abrió la puerta de la calle y cerró a sus espaldas sintiendo que la agradable temperatura del interior no contribuía a reconfortarla. Alexandra seguía teniendo frío, mucho frío.

    Colgó la gabardina en el perchero y apretó su bolso contra sí, en silencio. Se quedó unos instantes con la mirada perdida y, a continuación, rebuscó en el bolsillo de la gabardina colgada, extrayendo el arrugado papel y guardándolo en el interior de su bolso, en un compartimento en el que había dos billetes de avión.

    Oyó la televisión a todo volumen. Pablo y Dan estaban viendo una vez más una de sus películas de la guerra espacial. Alexandra se quedó en el umbral de la puerta del salón, contemplando la cabeza de Pablo y la rubia coronilla de Daniel, que apenas sobresalía sobre el respaldo, ambos atentos a la pantalla en la que dos robots entablaban un absurdo diálogo.

    Alex reparó en la mesa con el centro de rosas con una tarjeta y en las velas encendidas a los lados. Se fijó en que, en el interior de la champañera, junto con una botella de cava, se enfriaba una botella de gaseosa y sonrió amargamente, sintiendo que la invadía una tristeza insoportable. Se apartó las lágrimas de las mejillas con las puntas de los dedos y avanzo hacia el sofá, intentando recomponer una sonrisa.

    —Y ahora le disparan al alto —decía Dan a Pablo.
    —No es ahora. Es después —replicó éste.
    —No, es ahora. La escena que tú dices es cuando le arrancan la cabeza —insistió Dan.

    En ese preciso instante un disparo en la pantalla hizo dar un respingo a Alexandra. Incluso Ricky, que dormía enroscado sobre el sillón, abrió los ojos y levantó una oreja, para luego volver a dormirse.

    —¿Lo ves? —dijo inmediatamente Dan con una sonrisa triunfal.

    Sólo cuando Alexandra estaba prácticamente encima de ellos reparó en que ambos se habían vestido de rigurosa etiqueta. La joven no podía contener las lágrimas que acudían a sus ojos. Los dos se volvieron a la vez y se levantaron precipitadamente del sofá con sonrisas de culpabilidad.

    —¡Mami! ¡No te hemos oído! —dijo Daniel, mirando a Pablo de reojo para comprobar que éste no se sentía molesto porque hubiese bajado la guardia en la labor que se le había encomendado.
    —¡Alexandra! —exclamó Pablo, al ver el abatido estado de ánimo que había hecho estragos en su rostro—. ¿Te ha sucedido algo?
    —¿Te han atracado, mamá? —preguntó Dan, subiéndose al sofá para examinar más de cerca la expresión de su madre.
    —No, no —dijo Alexandra—. Es sólo que... Es sólo que —se dio la vuelta y contempló la mesa puesta—... me he emocionado.
    —¿Qué le ha pasado, Pablo? —inquirió Daniel, esperando a que el chico le diera una justificación más comprensible de las lágrimas de su madre.
    —Es el síndrome premenstrual —musitó Pablo, mirando fijamente a Alexandra.
    —¿El qué has dicho? —insistió Daniel, tirando de la manga del traje de Pablo.
    —Es cuando tu madre se pone mala todos los meses por eso que te expliqué de los bebés —le dijo Pablo.
    —¡Ah! —repuso el niño, no del todo convencido.

    Alexandra sollozó y, tapándose los ojos con la mano, avanzó casi a tientas por el pasillo, en dirección a su alcoba.

    —¿Qué hemos hecho, Pablo? —susurró Daniel, que había perdido todo interés por lo que sucedía en la pantalla.

    Los ojos de Pablo se velaron y cogió a Daniel en brazos, visiblemente desanimado.

    —No lo sé, Dan. No lo sé.

    La cena que se habían prometido en un ambiente festivo transcurría silenciosa, pese a los esfuerzos de Alexandra por mostrarse animada.

    —Esto está delicioso —dijo Alexandra, removiendo la ensalada con el tenedor, visiblemente inapetente.
    —¿Te sucede algo, Alexandra? —volvió a preguntar Pablo.

    Daniel miró a ambos y se dedicó con fervor a su pizza.

    —No me sucede nada —dijo Alexandra—. Hoy estoy un poco tonta.

    Pablo bebió un trago de champán y Dan se apresuró a imitarle con su copa de gaseosa.

    Cuando ambos dejaron las copas sobre la mesa, Daniel levantó su mirada y esbozó una radiante sonrisa en dirección a Pablo.

    —Ya sé cómo hacer que a mamá se le pase la tontería —dijo, como si hubiese tenido la idea más genial del mundo—. Ahora le das la sorpresa y ya verás cómo no nos amarga la noche...

    Alexandra miró a su hijo despacio, sorprendida, y a continuación a Pablo, que clavaba en Daniel una mirada reprobadora. Pablo se volvió y vio que los ojos de Dan, Alexandra y Ricky estaban fijos en él, expectantes.

    —La sorpresa era para los postres —se excusó Pablo.

    Como nadie contestara, Pablo carraspeó y volvió a beber un sorbo de su champán. Alexandra y Dan le imitaron y cada uno bebió de sus copas.

    —Bueno —dijo, sintiendo una vaga inquietud—, me he permitido la libertad de decidir unas vacaciones para todos —sonrió Pablo, mirando a Alexandra con ansiedad—. Creo que ya es hora de enseñar a este niño y a este perro a esquiar.
    —¿Al perro también? —rió Daniel.

    Pero nadie le secundó. Pablo miraba a Alexandra que había bajado los ojos hacia su plato y había enrojecido. Las lágrimas volvían a asomar a sus ojos y un imperceptible temblor atirantó sus labios. Pablo, ante el silencio de Alexandra y el estupor de Daniel, volvió a tomar la palabra, fingiendo un entusiasmo que estaba muy lejos de sentir:

    —Saldremos el viernes al acabar la consulta y regresaremos después del puente. Iremos a los Pirineos y...
    —Lo lamento, Pablo —musitó Alexandra—, pero yo ya tenía previsto un viaje.

    Daniel miró a Pablo de inmediato, pero éste no apartaba sus ojos de los labios de su madre.

    —¿Qué viaje, mamá?
    —Yo... Lo siento... No me habías dicho...

    El ambiente se enrareció considerablemente en el salón. Ricky se levantó y se dirigió a la cocina por su propia voluntad, gimoteando.

    Un silencio como una losa cayó sobre el salón. Una extraña electricidad zumbaba en el ambiente. Alexandra depositó el tenedor sobre el plato con un ruido innecesario y sonriendo forzadamente.

    —Pensaba hablar contigo esta noche para preguntarte si podrías hacerte cargo de la consulta hasta pasadas las fiestas de Navidad... —dijo, dirigiéndose a Pablo.

    Daniel había soltado el trozo de pizza que se comía con las manos sobre el plato y miraba a su madre muy serio.

    —¿Hasta... después de las fiestas? —preguntó Pablo.
    —Bueno, ya te dije que cerraríamos una semana. Para entonces Dan y yo estaremos de vuelta.

    El pequeño frunció el ceño y miró a Pablo.

    —¿Dan y tú? —preguntó Pablo.

    Alexandra suspiró y se echó hacia atrás en su silla.

    —Echo de menos a mi familia —dijo Alexandra a modo de explicación—. Tengo dos billetes para el jueves para Dan y para mí. Iremos a Cambridge. Daniel se quedará unos días allí con mis padres y yo iré a Londres un par de días. Después pasaremos las fiestas con mi familia —dijo Alexandra en el tono de voz más animado que consiguió articular—. Ya hablé con Juan Luis y no le importa que Dan pase parte de las fiestas...
    —¿Y yo? —preguntó Pablo, estupefacto.
    —Eso, ¿y Pablo? —apoyó el pequeño de inmediato.
    —Sabes perfectamente que no podemos faltar los dos a la vez —dijo Alexandra, con vehemencia—. A ti te conocen la mayor parte de mis pacientes. No habrá ningún problema... Por supuesto que te quedarás en casa y...
    —Puedo aprovechar para buscarme un apartamento... —dijo Pablo, herido y sintiendo que el suelo se desplomaba bajo sus pies.
    —Tal vez quieras llevar una vida más independiente, sin tener que contar con Daniel y conmigo... —Alexandra enmudeció y no prosiguió, pero miró a su hijo de reojo.

    Pablo la miró sin poder comprender. Desde hacía una semana Alexandra estaba taciturna, ausente. Se excusaba alegando que estaba muy cansada, que sentía la necesidad de unas vacaciones. Por eso él había reservado un apartamento para los tres en una estación de esquí de los Pirineos. Lo que no había podido prever, de ningún modo, era una ruptura en aquel preciso momento.

    —Eres tú la que decides, Alexandra —dijo Pablo, con un tono de voz glacial—. Sabes que yo acataré tu decisión... Al fin y al cabo, ésta es tu casa —dijo Pablo sin poder ocultar lo ofendido que se sentía.
    —Sí —replicó Alexandra—, ésta es mi casa. Vamos, Daniel, si no quieres más pizza lo mejor será que te acuestes.

    El niño la miró, airado.

    —¿Y por qué no te vas tú a ver a los abuelos y yo me quedo con Pablo? —preguntó, dispuesto a luchar hasta el final por no irse.
    —Ya veremos.

    La respuesta de su madre le desarmó. Daniel miró a Pablo con impotencia y el muchacho le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

    —Hasta mañana, campeón —le dijo el joven—. Tu madre tiene razón. Ya va siendo hora de que te vayas a la cama. Mañana hay que madrugar.
    —Hasta mañana, Pablo —y cuando ya desaparecía de la mano de su madre, se volvió para decirle—: Mañana despiértame antes para que te ayude a preparar el desayuno de mamá.

    Pablo asintió y un escalofrío le hizo estremecerse. La expresión de dolor e impotencia del rostro de Alexandra se le hizo muy difícil de soportar... y de comprender.

    Pablo se quedó sentado a la mesa, jugueteando con el tapón de la botella de champán. La actitud de Alexandra era tan extraña... tan imprevista... En todo aquel tiempo ella no le había comentado nada acerca de sus planes para irse de vacaciones. Incluso le había preguntado a él si pasaría las fiestas de Navidad con su familia, en el pueblo donde vivían sus padres, o se quedaría allí, con Daniel y con ella. Él no había vacilado en responder que se quedaría con ellos, que sería la mejor Navidad que hubiese pasado nunca.

    La última vez que su madre le telefoneó, Pablo le había dicho que tal vez recibiese una grata sorpresa por esas fechas. Pablo se había reconciliado en cierto modo con su propia familia. Ahora ya no se sentía un perdedor. Nadie podía reprocharle nada. Sus padres aún estaban admirados de que su hijo hubiese conseguido abrirse camino como psicólogo. Y Pablo planeaba, en cuanto Alex accediese a casarse con él, una visita a sus padres.

    Pablo levantó los ojos del tapón de la botella de champán y miró a Alexandra, que le observaba con una expresión indefinible en su rostro, apoyada en el quicio de la puerta.

    —¿No vienes a sentarte? —le preguntó Pablo—. ¿No tienes nada que explicarme?

    Alexandra no le respondió. Se dirigió hacia el sofá donde había depositado su bolso y, abriendo la cremallera, extrajo un papel arrugado. Se dirigió al lugar que había ocupado en la mesa y apuró de un trago el contenido de su copa de champán. Después, tras frotarse los ojos, alargó a Pablo el papel.

    Pablo lo tomó observando el temblor de las blancas manos de Alexandra. La miró con el papel en la mano, sin abrirlo, pero Alexandra rehuyó sus ojos.

    —Lee ese papel —le dijo.

    Pablo lo dejó sobre la mesa y negó con la cabeza.

    —¿No prefieres comunicarme tú su contenido?

    Ante la negativa de Alexandra, Pablo esbozó un gesto de contrariedad y desdobló la hoja plegada en cuatro trozos. Volvió a mirar a hurtadillas a Alexandra y, cuando volvió sus ojos al papel, vio en la parte superior de la cuartilla el nombre y el número de colegiado de un ginecólogo. Una oleada de sangre le subió al rostro. Ahora fue él el que se precipitó hacia su copa de champán para apurarla, pero la copa cayó sobre la mesa, derramándose su contenido y rompiéndose en mil pedazos. Alexandra le miró, crispada, él negó con la cabeza y leyó el resultado de los análisis que Alexandra se había realizado.

    ¡Alexandra estaba embarazada! ¡Ellos iban a ser... padres! Levantó los ojos del papel sin poder contener su emoción y buscó los ojos de Alexandra, visiblemente excitado. Ella, al comprobar su reacción, se levantó de inmediato de la silla, tirándola al suelo y se alejó en dirección a la ventana.

    Pablo la miró y una sombra veló su alegría. Las palabras de Alexandra resonaban en su mente como un eco siniestro, con una extraña resonancia a muerte, a desesperanza. Un viaje... «y yo iré a Londres un par de días». «Tú puedes hacerte cargo...»

    Pablo se levantó y avanzó hacia Alexandra, ella quiso escabullirse, pero no le dio tiempo, Pablo ya la aferraba por los hombros e inclinaba su rostro hacia ella. Estaba tan cerca que podía sentir su aliento, su respiración alterada, su crispación.

    No había pensado mucho en las alternativas que se le ofrecían. En el momento en que sospechó que esperaba un hijo de Pablo, la decisión que había tomado de no tenerlo se apoderó de su voluntad cerrando la puerta a cualquier otra alternativa. Su romance con Pablo había sido una locura... Algo que nunca debió pasar. Siempre había sucedido lo mismo: se había precipitado y se había encontrado con situaciones irremediables. Esta vez no quería que fuese así. Ella quería tomar las riendas de su vida. Alexandra ya tenía un hijo y no deseaba revivir con Pablo lo que antaño experimentó con Juan Luis: un indefinible sentimiento de soledad cuando éste no asumió las obligaciones que su paternidad conllevaba.

    Hacía apenas un año que había conseguido abrirse camino, respirar, rehacer su vida, sus amistades. Había edificado alrededor de ella un mundo que sólo a ella le pertenecía y ahora aquel embarazo no deseado llegaba a destruir lo que ella había edificado, volviéndola a obligar a compartir...

    La relación con Pablo había ido demasiado deprisa... Alexandra estaba harta de que todo en su vida sucediese demasiado deprisa. No iba a tener aquel hijo. Aunque, como ella sabía, su decisión rompiese su relación con Pablo, no iba a seguir adelante con aquel embarazo.

    Pablo clavaba sus negras pupilas en los ojos de ella, turbios y ausentes, reflejo de una Alexandra que ni ella misma había conocido jamás: una Alexandra implacable, firme en su voluntad...

    —Alexandra, yo quiero a ese hijo. Yo te quiero a ti y quiero a Dan como si ya fuese hijo mío...

    Las palabras de Pablo no consiguieron penetrar en la coraza tras la que Alexandra Farewell se había parapetado.

    —En cambio —replicó serena—, yo no quiero a ese hijo y soy yo quien tiene la decisión última.

    Pablo la miró estupefacto. Alexandra vio que la mano de él buscaba nerviosamente en uno de los bolsillos de su chaqueta. Ella retrocedió y se dirigió a la mesa, aparentando serenidad, pero la botella de champán que sostenía en su mano mientras volvía a llenar la copa temblaba visiblemente.

    Cuando levantó la copa para llevársela a los labios, algo brilló a la luz de la lámpara. Vio la mano fuerte y morena de Pablo que levantaba algo diminuto hacia sus ojos y murmuraba:

    —Alexandra... además de las vacaciones yo tenía otra sorpresa para ti...

    Alexandra cerró los ojos. Sintió que todo daba vueltas a su alrededor. Alexandra Farewell sólo quería dormir, se sentía cansada y... tenía frío. No quería ver lo que Pablo le ofrecía, no quería nada de él, nada. ¿Es que él no podía comprender que todo aquello debía terminarse?

    —¿No me dices nada, Alexandra? —preguntó él, rebelándose ante la derrota que preveía.
    —Ya he dicho todo cuanto quería decirte —dijo ella con un tono firme y cortante.

    Pablo buscó la mano de la mujer y le introdujo el anillo. Los dedos de ella estaban helados y su mano inerte.

    —Si ya habías tomado una decisión —dijo Pablo rojo de ira y desesperación—, ¿por qué me has enseñado el resultado de esos análisis? ¿Por qué me has dicho que estabas embarazada? ¿Por qué, Alexandra?

    Ella parecía una muñeca entre sus brazos. Él, a pesar de su ira, no se atrevía a zarandearla, a despertarla de aquel letargo letal en el que parecía sumida.

    Alexandra pensó por un momento en qué respuesta debía darle. Era cierto. Podía haberle ocultado su estado, podía haber pretextado un viaje urgente por asuntos familiares y haberle mantenido en la más absoluta ignorancia de lo que sucedía. Alexandra se estremeció al reconocer la verdad de sus motivos: quería que él la odiase. Quería hacerle tanto daño que la simple mención de su nombre le diese náuseas. Ella se había aferrado desesperadamente a la idea de que él la rechazaría, que él no admitiría hacerse cargo de aquel hijo, ni de ella, ni de Dan...

    No podía contestar a las preguntas de él. Ella no podía darle la respuesta.

    Pablo intentó buscar las palabras que a ella le hiciesen comprender, reconsiderar su decisión.

    —Si tú no quieres ser mía, reclamo lo que tú llevas dentro de ti y que me pertenece.

    Alexandra apuró su copa de un trago y se aparto de él, sonriendo con amargura.

    —Mi cuerpo sólo me pertenece a mí. Lo que haya dentro de mi cuerpo es decisión mía y depende de mi voluntad —le dijo con un tono de voz triunfante que sus ojos desmentían.

    Ella no esperaba la resistencia de Pablo. Ella esperaba que él acatase su decisión. ¿Qué se había creído él? El no tenía ningún derecho sobre ella, ni tampoco sobre Daniel, ni sobre la vida y el porvenir de ambos. Ella tenía que recuperar su libertad y las riendas de su vida.

    —Ese hijo es mío y yo lo quiero —repitió Pablo, desafiante ahora.
    —Busca una madre de alquiler —se burló Alexandra con una mordacidad hiriente.
    —No tengo por qué buscar nada. Tú llevas un hijo mío, aunque éste no haya sido buscado. Yo soy su padre y tengo también derecho a decidir —insistió Pablo.

    Alexandra se sintió desconcertada, pero una ira sorda le impidió prestar oídos a una voz en su interior que le pedía a gritos que escuchase a Pablo.

    Alexandra Farewell estrelló la copa de champán que tenía en su mano contra el suelo y, antes de que Pablo pudiese reaccionar, salió corriendo a su habitación y echó el cerrojo.

    Pablo no llegó a tiempo de impedir que Alexandra se parapetase tras aquella puerta. Se quedó quieto ante ella, con la mano en el aire, dispuesto a gritar y golpear hasta que ella entrase en razón, cuando una voz sonó a sus espaldas.

    —¿Le pasa algo a mamá, Pablo?

    Pablo se volvió y vio a Dan mirarle con estupor, frotándose los ojos. No pudo remediarlo. Se arrodilló en el suelo, abrazó al pequeño y no le soltó hasta que no estuvo seguro de poder contener las lágrimas que le cegaban.


    CAPÍTULO 10


    Alexandra se quedó escuchando tras la puerta. Pablo hablaba con Dan, tranquilizándole. Oyó las voces de los dos, que se dirigían hacia la habitación del niño. Alex apoyó la frente sobre la madera de la puerta. Un súbito contacto la hizo estremecerse. En sus labios se heló un grito de terror. Sólo el gimoteo de Ricky la hizo volver a la realidad.

    —¿Por dónde entraste tú? —preguntó, agachándose y abrazando el cuello del animal, que se apresuró a lamer la cara de ella, por la que resbalaban profusamente las lágrimas. Se las secó con el reverso de las manos y trató de respirar hondo para aliviar la angustia que oprimía su pecho, sin dejarla respirar.

    Alexandra comenzó a desabrocharse la blusa despacio, sin atreverse a mirar la imagen de sí misma que le devolvía el espejo.

    No estaba arrepentida de su decisión. Aunque adorase a Dan, aunque no renunciaría a él por nada del mundo, sentía al hijo que ahora llevaba en sus entrañas como algo ajeno a ella. Y no era por desamor hacia Pablo, más bien todo lo contrario. Alexandra Farewell había tomado la decisión de no volver a comprometerse. Su relación con Pablo la hacía sentirse vulnerable, insegura. Tenía un miedo irracional a perderle y no quería vivir dominada por inseguridades y temores.

    Además, estaba Dan. El niño no había vivido el desarrollo de una relación íntima entre ella y Pablo que le acabase convenciendo para aceptar la presencia de otro niño en su casa. Alexandra no quería que su hijo se sintiese como un príncipe destronado. Bastante peculiar era su vida afectiva como para involucrarle en una nueva relación de ella con un hombre e imponerle un padre postizo.

    Ya había dado el paso. Pablo se iría seguramente en unos días de su casa y ella no pondría ninguna condición para que se repartieran el trabajo. Su sociedad laboral era simple y había estado bien delimitada desde el principio.

    Pablo sabría abrirse camino por sí mismo. La dirección del gabinete psicológico para niños inadaptados le había sido legalmente transferida y ella no tenía por qué seguir sintiéndose vinculada a él. Nada se debían.

    Habían mantenido una apasionada historia de amor y ésta había tocado a su fin. Tenía que tocar a su fin. Ningún vínculo podía quedar entre ellos. Por mucho que él insistiera ella no tendría a ese hijo. No quería, no podía consentir que nada los uniese. No podía permitirse el hecho de vivir emocionalmente comprometida porque ella ya tenía a su hijo y un fracaso a sus espaldas.

    Se sentó en la cama y acarició la cabeza del perro, que se había acomodado sobre el edredón.

    —Podremos sobrevivir sin él, Ricky —le murmuró levantándole una oreja—. Ya verás como seremos tan felices como antes...

    El problema era que ese «antes» no se refería al tiempo en el que Pablo no vivía en la casa. Ese «antes» era después de la llegada de Pablo a su casa. Era después de que él hubiese irrumpido en sus vidas con su torpeza y su ternura, con su energía y su dulzura...

    Daniel, seguramente, acabaría volcando su afecto y su admiración en otra persona. Nadie olvida con tanta facilidad como un niño. En cuanto a ella... había otros hombres, había otros ojos, había otros brazos, o tal vez ya no hubiese ningunos reservados a ella.


    Pablo, desde el despacho de Alexandra, volvía a marcar insistentemente el mismo número.

    —Yo no dormiré, pero te tengo que localizar como sea —decía mirando al teléfono como si en él pudiese descargar toda la frustración y toda la ira que sentía...

    Trataba desesperadamente de buscar una justificación para el comportamiento de Alexandra.

    Tal vez se tratase de que ella había sufrido en silencio toda la tensión de su nuevo estado. Debía haber sentido las molestias lógicas de un embarazo y no se había atrevido a comunicar ese malestar a nadie. Seguramente la inquietud y la incertidumbre habían hecho mella en su ánimo... Además, había ido sola al ginecólogo y estaba, por otro lado, la posibilidad de que los embarazos la deprimiesen.

    Esperaría al día siguiente con toda su paciencia para replantear su situación. Seguro que conseguiría hacerla entrar en razón. El estado de ánimo de Alexandra por las mañanas era el más propicio... Conseguiría vencer su resistencia si es que lograba localizar de una vez a su amigo Ricky para que llevase a Daniel al colegio al día siguiente.

    El pensamiento de un hijo suyo, un hijo de Alexandra y de él, le provocaba una ternura que nunca antes había sentido... ¿Cómo sería en aquel momento? Alexandra sólo debía haber tenido una falta. El mes anterior recordaba perfectamente que tuvo una menstruación normal. La certidumbre de ese niño creciendo en el adorado vientre de Alexandra era una sensación tan inquietante, tan misteriosa, le hacía sentirse tan pequeño ante el milagro de la vida...

    Pablo sentía que la sangre le hormigueaba en las piernas, en los brazos, en el corazón... Un hijo como Daniel, otro hijo de Alexandra, le parecía lo más fascinante que le hubiese sucedido nunca. No consentiría que Alexandra siguiese adelante con su decisión. No permitiría que le privase de algo que la naturaleza le había regalado sólo por el hecho de no ser él quien gozaba del privilegio de poderlo llevar en su interior.

    Volvió a marcar el número de Ricky y, por fin, obtuvo respuesta.

    —¿Diga? —dijo el joven con su voz eternamente somnolienta.
    —No pongas voz de sueño porque sé que no estabas dormido —dijo Pablo a modo de saludo.
    —¿Pablo? ¿Eres Pablo? ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Saliste del «marrón»? —dijo animadamente la voz de Ricky.
    —Sí, soy Pablo. Sí, conseguí salir. Estoy trabajando... como psicólogo —anunció él, recordando con una sonrisa lo mucho que habían cambiado las circunstancias desde la última vez que hablaron.
    —¿Y cómo ha sido eso? —se interesó Ricky, con su voz milagrosamente despierta y animada.
    —Mañana te contaré. Te contaré eso y muchas cosas más... Pero necesito que me hagas un favor y no me digas que no porque realmente lo necesito —dijo Pablo.
    —Tío, no tengo un duro. El negocio va fatal y... —dijo Ricky.
    —No se trata de eso, miserable tacaño. Si tan mal te va lo que puedo hacer es contratar tus servicios por una hora mañana por la mañana.

    Se oyó un carraspeo al otro lado del teléfono y, a continuación, Ricky dijo:

    —No hace falta, hombre. Un favor se le hace a cualquiera y más a un amigo.
    —Mira —dijo Pablo, ignorando el arrepentimiento del muchacho—, necesito que vengas mañana a la casa en la que vivo a las ocho y cuarto de la mañana y lleves a un niño al colegio —le dijo Pablo, intentando plantearlo de la forma que le exigiese la menor cantidad de explicaciones posible.
    —¿Qué? ¿De niñero? —se extrañó Ricky—. No me vayas a decir ahora que tu trabajo de psicólogo consiste en llevar a un niño al colegio...
    —No se trata de eso —suspiró Pablo. Nunca podía hablar con Ricky sin tener que darle innumerables explicaciones sobre cada una de las cosas que no le atañían—. Es que tengo que hablar con su madre... en privado.
    —¡Ah, bueno! —exclamó la voz de Ricky, con alivio—. Eso es otra cosa. Venga, dame esa dirección. Me debes una copa por el madrugón...


    Daniel bajaba las escaleras despacio, remoloneando.

    —¿Pero por qué no puedes llevarme tú al colegio? —le preguntaba a Pablo mientras se colocaba la correa de la mochila que contenía sus libros—. No lo entiendo...
    —Porque voy a intentar convencer a tu madre de que nos vayamos de vacaciones todos juntos —acabó diciéndole Pablo, agotado por la evidencia de que sus anteriores excusas no habían conseguido vencer la resistencia del niño.
    —¡Ah! —se calló un momento, pero de inmediato volvió al ataque—. ¿Y por qué tenemos que esperar en la calle? Tu amigo podía llamar al timbre, así no pasaríamos frío. Además llueve, Pablo. Estoy pensando que no quiero ir al colegio...
    —¿Me vas a hacer una faena por dos gotitas de nada? —le preguntó Pablo, empujando al niño a la calle.

    Tan pronto abrió la puerta, un rostro macilento y sin afeitar le miró con curiosidad. Fuera, en la calle, diluviaba.

    —Mira, éste es Dan —se apresuró Pablo a presentar—. Y éste, Dan, es mi amigo, el que te llevará al colegio.

    Un galope de pezuñas por las escaleras hizo que el corazón de Pablo se acelerase. Como él preveía, Alexandra abriría la puerta de su habitación en el momento en que les oyese bajar las escaleras.

    —Mira —decía Daniel al desconocido que se protegía de la lluvia bajo un paraguas—, éste es mi perro Ricky.

    Ricardo sonrió y despeinó al pequeño.

    —Es un perro muy bonito.
    —Antes sólo se llamaba Rick, pero Pablo y yo le volvimos a bautizar y ahora se llama...

    Ricky miró a Pablo con hostilidad y éste se encogió de hombros. El muchacho tomó a Dan de la mano y le dijo:

    —Vamos, hijo, te has echado un amigo muy gracioso, pero que muy gracioso...

    Pablo salió al patio y cortó la última rosa que quedaba. Un capullo marchito y enfermizo atacado por las heladas que, no obstante, depositó en la bandeja del desayuno de Alexandra.

    Avanzó despacio por el pasillo, procurando no hacer ruido y unos gemidos en el interior de la habitación le hicieron olvidarse de todas sus precauciones. Dejó la bandeja en el suelo y se precipitó a abrir la puerta.

    La luz del baño estaba encendida y Pablo pasó, sin preocuparse siquiera de avisar. Alexandra estaba arrodillada en el suelo, junto al inodoro, vomitando.

    Pablo, consternado, se arrodilló a su lado y le apartó el pelo de la cara, abrazándola.

    —¿Te sientes muy mal, Alex?

    Ésta, tras una fuerte arcada, volvió a inclinarse para vomitar. Permaneció unos segundos con los ojos cerrados y, por fin, suspiró.

    —Lo normal en estos casos —dijo con un tono de voz frío y distante.

    Alexandra se levantó fatigosamente y tiró de la cadena. A continuación se lavó la cara y los dientes, fingiendo no reparar en la presencia de Pablo, que la seguía mirando a sus espaldas, evitando encontrarse con su mirada en el espejo del baño mientras se secaba la cara. Salió del baño, escurriéndose bajo el brazo de él que obstaculizaba el paso y se dirigió a la cama cruzando la bata sobre su pecho. Pablo salió al pasillo y volvió a entrar en la alcoba de Alexandra, con la bandeja del desayuno. Se dirigió directamente a la cama de ella y se sentó en el borde, con la bandeja sobre sus rodillas.

    —No me apetece nada, Pablo. Gracias —dijo ella, sin mirarle—. ¿Quién ha llevado a Dan al colegio?
    —Un amigo mío —repuso él—. Tenía que hablar a solas contigo y, si dejaba pasar esta oportunidad, ya no habría ocasión.
    —Y has tenido que hacerlo a la hora del desayuno, ¿verdad? Es un chantaje sentimental muy burdo —dijo Alexandra volviendo la cara, para que Pablo no pudiese advertir su tristeza.
    —La verdad es que, hasta hoy, la hora del desayuno siempre ha sido muy especial para mí. Quizá por eso la prefiriera...

    Alexandra volvió su vista hacia la bandeja y vio el capullo de rosa, helado y marchito, junto al vaso de zumo. Sonrió apenas y lo tomó entre sus manos.

    —La rosa de siempre... Está tan acabada como nuestra relación, Pablo —dijo ella levantando sus grises ojos hacia Pablo con una intensa mirada.
    —Tal vez esté tan acabada como tus sentimientos hacia mí, Alex. Te agradecería que no hablases por mí. Yo tengo una opinión muy distinta.

    Alexandra calló y se arropó con la manta. Pablo, sin poderse contener, alargó una mano en dirección al vientre de ella.

    —¿Me dejas tocarlo? —preguntó, con una mirada suplicante.
    —No se nota nada —dijo ella, apartándose instintivamente.
    —Déjame tocarlo —insistió Pablo.
    —¿Qué crees? —le dijo Alexandra, repentinamente furiosa—. ¿Que te va a dar pataditas? ¿Que te va a llamar papá en cuanto pongas la mano encima?

    Pablo se apartó un poco y dos lágrimas asomaron a sus ojos. Cuando miró a Alexandra ésta se estremeció. La mirada de Pablo, dolida, desesperada, intensa, consiguió que se le helara el corazón, que ella misma sintiese un dolor tan profundo como un abismo.

    —Alexandra, anula esos billetes. Vámonos estos días y piensa tranquila. Piensa en nosotros, en todos —suplicó él, con la voz quebrada.
    —No tengo nada que pensar. Ya está decidido —dijo ella reclinándose sobre el cabecero tapizado de tafetán blanco.

    Pablo la miró. Estaba pálida, demacrada. Sus grises ojos parecían muertos, apagados. No había nada en ella que recordase a esa Alexandra que miraba con admiración y sorpresa todo cuanto la rodeaba. Pero la amaba, la amaba de todas formas y necesitaba que aquella mirada volviese a brillar para él.

    —Yo —dijo Pablo sin el menor asomo de provocación en su voz— también he decidido. Te ofrezco dos alternativas: la primera ya te la propuse ayer, cásate conmigo —al ver que Alexandra no respondía, Pablo prosiguió—: La segunda alternativa es que tengas a mi hijo y me lo entregues a mí. Podrás verlo o ignorar su existencia, pero no puedes pretender que yo no tenga derecho a decidir el destino de él.
    —No lo tienes, Pablo —le respondió ella con tanta dureza que él sintió deseos de abofetearla—. No tienes ningún derecho y nadie te lo reconocería. Ese hijo depende de mí y la decisión es mía. Tú no puedes impedir que sea yo quien decida...

    Pablo respiró profundamente, intentando evitar dar rienda suelta a su ira y, con su voz más serena, le respondió:

    —¿Por qué tienes ese derecho? Tú siempre te has quejado de que Juan Luis, tu ex marido, no había asumido su paternidad. Te has quejado de que no presta a Daniel la debida atención. Y después de censurar su actitud como lo más condenable sobre la Tierra me niegas a mí el derecho de que yo asuma mi paternidad, como si sólo una mujer pudiese tener sentimientos hacia un hijo todavía por nacer, como si un hombre no pudiese sentir nada...
    —Y no lo siente —replicó Alexandra—. El sentimiento maternal es inherente a la mujer, pero el hombre aprende a ser padre cuando tiene entre sus brazos a su hijo. No puedes sentir nada, Pablo —le dijo, con una distante sonrisa de superioridad.
    —Pues yo sí lo siento, Alexandra —respondió Pablo— y estoy dispuesto a lo que sea por tener a mi hijo entre mis brazos.
    —No lo tendrás, Pablo. Ahora, déjame sola. Necesito dormir —le ordenó ella, disponiéndose a tumbarse en la cama.

    Pablo no pudo contenerse. Se abalanzó sobre ella y la tomó entre sus brazos, zarandeándola violentamente.

    —¡No te reconozco, Alexandra! —le gritó, sobre su boca—. ¿Es que quieres que te odie? ¿Es eso lo que pretendes?
    —¡Sí! —exclamó ella, igual de alterada que él—. ¡Quiero que me odies! ¡Quiero que comprendas que ninguna de tus alternativas me vale porque no quiero que quede ningún vínculo de nuestra relación! ¡Ódiame, Pablo! ¡Vamos, ódiame!
    —¡Lo estás consiguiendo, Alexandra! ¡Te juro que lo estás consiguiendo! —se alteró él, sintiendo los labios de ella tan cerca que sintió el deseo de volver a tomarlos, de volver a saborearlos, de intentar resucitar un amor que, hasta hacía poco menos de unas semanas les había arrasado con su fuerza y su pasión—. ¡Dame a mi hijo!
    —¡No! —gritó ella—. ¡No me convencerás, Pablo! ¡No hay marcha atrás! Yo ya tenía mi vida antes de que tú irrumpieses en ella. Yo ya tenía a mi hijo, había tenido una relación de pareja. ¿Por qué te empeñas en que yo comparta contigo lo que yo ya tengo?
    —Una vez, Alexandra —le dijo él sin soltar sus hombros—, me dijiste que habías corrido demasiado. Yo nunca corrí tras nada. Tal vez estuviese equivocado, pero pensé que todo llegaría en su momento. ¿Sabes que te envidio? Te envidio porque tienes a Dan. Te envidio porque tienes derecho sobre él y tienes derecho sobre mi propio hijo. Y ahora... —la voz de Pablo se quebró y Alexandra tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por contener sus lágrimas—. ¡Ahora vas a arrebatarme a mi hijo y... al tuyo! Tú decides por todos. Y me has condenado a que sea yo quien pierda, quien pierda la oportunidad de tener lo que es mío y, no contenta con eso, estás dispuesta a que también pierda a Dan. ¿Te sientes orgullosa, Alexandra? ¿No te sientes feliz por ser la ganadora?

    Los labios de Alexandra se atirantaron y luego su expresión se relajó:

    —La marea te arrastró a un puerto poco propicio, Pablo. Suelta amarras y confía de nuevo.
    —Pero, ¿por qué? ¿Por qué, Alexandra?

    Pablo se derrumbó. Toda su ira se transformó en una desolación intensa, en un vacío absoluto.

    Alexandra cerró los ojos para no verle llorar, se tapó los oídos con las manos para no escuchar sus sollozos y acabó cubriéndose la cabeza con las mantas para evitar sentir su presencia y sufrir su dolor.

    Algo en ella la empujaba a abrazarle, a llorar con él, a dar una oportunidad a su relación. Pero las razones que había planteado el criterio juicioso de Alexandra Farewell eran consistentes... a ellas no podían superponerse los impulsos, ni el presentimiento de una soledad y un vacío que ya tocaban con una mano helada su corazón.

    Alexandra oyó que la puerta de su alcoba se cerraba y que Pablo se alejaba sollozando, dando golpes de rabia e impotencia contra la pared del pasillo. Entonces, y sólo entonces, se permitió llorar.


    —¿Y qué vamos a hacer con Ricky? —preguntaba Daniel desolado, mirando cómo su madre terminaba de preparar su maleta.
    —Tu padre vendrá a buscarlo esta tarde y se lo llevará al chalet de los abuelos —le dijo Alexandra, intentando contener su contrariedad. Realmente Daniel no estaba facilitando mucho las cosas.

    El niño comenzó a dar vueltas por la habitación y Alexandra le miró de reojo, se frotaba los ojos insistentemente, intentando contener las lágrimas. Una profunda ternura la ganó y avanzó hacia él, tendiéndole los brazos.

    —Vamos, Dan. No es una hecatombe. No nos vamos al fin del mundo. Vamos a ver a mis padres —ella le sonrió, intentando infundirle confianza—. Hace más de un año que no ves a tus abuelos y ellos te quieren tanto...

    El pequeño asintió, apartándose un poco de su madre y sin pronunciar una sola palabra.

    —Y tampoco es tanto tiempo. Nos vamos sólo dieciocho días. Regresaremos el día siguiente a Navidad —le consoló Alexandra.
    —¿Y Pablo? —preguntó el pequeño.

    Alexandra volvió a suspirar y se sentó en la cama, haciendo un gesto a su hijo para que se acercara.

    —Cariño, Pablo tiene su vida. Esta misma tarde recogerá sus cosas y se irá a vivir a un apartamento suyo —razonó Alexandra.
    —¡Pero si ésta es su casa! —insistió el pequeño—. ¿Es que he hecho algo malo y ya no me quiere?

    Alexandra no pudo evitar sentir una punzada de culpabilidad.

    —No, cariño. No has hecho nada malo. Se trata sólo de que él quiere tener su casa, su vida, su mujer, sus propios hijos —una voz gimió en su interior cuando pronunció sus últimas palabras.
    —A mí no me importa ser su hijo si él quiere —dijo Dan con su aplastante e irrebatible lógica infantil.
    —Daniel, tienes que comprenderlo —dijo Alexandra—, no se trata de que juguéis a que él es tu padre y tú su hijo. Tú tienes a tu padre y Pablo no podrá sustituirlo nunca.
    —Pero... ¿y si tú eres su mujer? —preguntó Dan, esperanzado.
    —¡Yo no quiero ser la mujer de nadie, Dan! Yo sólo quiero ser tu madre —zanjó Alexandra, a la que aquella conversación estaba sacando de sus casillas.
    —¡Pues yo no quiero que lo seas! —le gritó Daniel, apartándose y corriendo por el pasillo.

    Alexandra ocultó la cara entre las manos y se levantó, segura de dónde iba a encontrar al niño.

    Cuando se asomó al cuarto de Pablo, revuelto con las cosas que terminaba de empaquetar para llevarse, se detuvo y miró a su hijo que, tumbado boca abajo en la cama de su ídolo, lloraba como sólo los niños saben hacerlo, con un inconsolable sentimiento de pérdida y de desamparo.

    Y Alexandra se dio la vuelta, con la certeza de que ella no podía alcanzar ni tocar esa parcela de la vida de su hijo.


    Alexandra depositó la última bolsa sobre el mostrador de la compañía aérea y miró a Daniel de reojo.

    —Aquí tiene su tarjeta de embarque —dijo la azafata con una sonrisa artificial—. Pase por aquella puerta, por favor.

    Alexandra asintió y tiró de la mano de su hijo, impacientándose por la resistencia que éste ofreció.

    —Mamá, quiero hacer pis —le dijo el niño, excusándose de antemano para que Alexandra no volviese a reprenderle.
    —Ahora. En cuanto pasemos dentro te llevaré al servicio —le dijo ella, emprendiendo el paso.
    —Es que quiero hacerlo ya —objetó Dan.

    Alexandra se volvió hacia él con los ojos relampagueantes.

    —Es que el servicio más cercano está al otro lado de esa puerta —le dijo.

    Daniel bajó los ojos y echó a andar tras de su madre, sin poder ocultar su malestar.

    De repente, Alexandra se dio cuenta de que alguien detenía al niño, cogiéndole por los hombros. Cerró los ojos y fingió no darse cuenta, pero aquella voz la hizo detenerse, hizo que algo se desgarrase en su interior, consiguió que sintiese que el aire le faltaba.

    —¡Hola, campeón! ¿Te ibas sin despedirte?
    —¡Pablo! —el niño se soltó de la mano de Alexandra y se echó al cuello de su amigo—. ¡Sabía que ibas a venir! ¡Lo sabía seguro!

    Alexandra retrocedió un paso, manteniéndose a distancia.

    —Hola, Alexandra —le dijo Pablo, levantando la mirada hacia ella.
    —Hola, Pablo —le respondió en voz baja. Pero Pablo ya volvía a dirigirse al niño, como si ignorase la presencia de ella.
    —Te he traído un regalo, campeón. Es para que no eches de menos a Ricky —le dijo, tendiéndole un pequeño paquete.

    Daniel rompió el papel y se echó a reír.

    —Tiene la misma cara de cansado que Ricky —y levantó su mirada hacia Pablo, repentinamente serio—. ¿Por qué te vas a ir de casa, Pablo? Mamá me ha dicho que es porque quieres tener tu mujer... y tus hijos. ¿Es que ya no me quieres?

    Una mirada tormentosa se cruzó entre Pablo y Alexandra. Ésta desvió sus ojos rápidamente. La distancia que había entre ellos parecía haberse ensanchado hasta convertirse en un océano insalvable.

    —¡Claro que te quiero! —repuso Pablo, de inmediato—. Tú vas a ser siempre mi campeón favorito. Lo que sucede es que hay unos niños que están muy tristes en el sitio donde trabajo y tengo que irme una temporada con ellos —le explicó.
    —¿Y luego volverás a casa? —le preguntó Dan, esperanzado.
    —Cuando no me necesiten —le sonrió Pablo, eludiendo una respuesta directa.

    Dan asintió y Pablo le depositó en el suelo, extendiendo una mano. El niño le dio una palmada y se puso el perro de peluche bajo el brazo.

    —¿No vas a escribirme, campeón? —le preguntó Pablo, cuando el niño tomó la mano de su madre y se dio la vuelta.
    —Si mamá sabe las señas... —le dijo, agitando la mano en el aire.
    —Sí que las sabe, ¿verdad, Alexandra? —le preguntó a sus espaldas. Alexandra se encogió y Pablo añadió—: Tú sabes dónde encontrarme. Yo seguiré esperando hasta el último día...


    Pablo se bajó del renqueante y maltrecho autobús y miró a un lado y a otro de la vacía plaza del pueblo. Una triste hilera de bombillas colgaba del balcón del ayuntamiento y, en medio de la plaza, en el roble bordeado de bancos, bolas multicolores se mecían violentamente al viento. Hacía un frío intenso. Un frío que calaba hasta los huesos. Pablo se sintió arropado por un silencio sobrecogedor. El mismo silencio que recordaba de su infancia. Siempre que en aquellos páramos reinaba aquel silencio él presentía la llegada de la nieve. Olisqueó el aire, como hacía cuando era pequeño y sonrió, sin poder evitar pensar en Ricky y en Daniel. Una sombra de profunda tristeza nubló su mirada. El autobús se perdió por una de las callejuelas que salía de la plaza y él se quedó solo, más solo de lo que nunca se había sentido.

    Había tocado con sus manos la felicidad. Había sentido lo que era tener cerca a los seres más queridos y había perdido esa felicidad, lo mismo que había echado a perder la de sus padres con su obstinación de no regresar nunca a su lado.

    Una infinita ternura hacia su propia familia le inundó y Pablo echó a andar hacia una pequeña calleja de empedrado irregular que conducía hacia la casa de su hermana, donde sabía que estarían sus padres. Nadie sabía de su llegada. Al día siguiente sería Nochebuena y, por primera vez desde hacía siete años, la pasaría con su familia, añorando desesperadamente a la que él, seguramente ya, había perdido.

    Tras las ventanas iluminadas se adivinaba un bullicio ensordecedor. Pablo se detuvo en una de las casas y cedió a la tentación de atisbar tras sus visillos. Una pareja joven, con un pequeño recién nacido en brazos, bailoteaba en medio de un modesto salón, rodeada por ancianos y otras parejas de edad.

    Pablo se retiró de la ventana, sintiendo que el desaliento volvía a apoderarse de él.

    El sonido de una pandereta y las voces desafinadas de unos niños le hicieron volver la cabeza. Un muchacho de unos diez años, junto a otro que aparentaba tener la edad de Dan, vociferaban un villancico delante de una puerta. Pablo vio que, en el umbral, se agolpaban los habitantes de la casa, con verdadera hilaridad, ofreciendo a los niños dulces y monedas. Los pequeños se miraron cuando la puerta se cerró y echaron a correr al siguiente portal.

    El más pequeño le vio a lo lejos y echó a correr hacia él, como si le conociera, como si no existiese nadie más en el mundo que él, dejando al otro solo e indeciso. Pablo creyó por un momento que la cara de Dan se superponía a la del niño y se acuclilló, abriendo sus brazos lentamente para abrazarle.

    —¿Me da un aguinaldo, señor?

    Pablo parpadeó. No era Dan. ¿Qué le había llevado a pensar que tal vez pudiese serlo? Lo más probable era que nunca volviese a verle.

    Pablo rebuscó en sus bolsillos y sacó unas monedas.

    —¿No vas a cantarme un villancico? —le pidió—. Tienes que cantar algo para que yo te dé el aguinaldo.

    El niño vaciló. Miró a su compañero que tenía la pandereta y le esperaba, apoyado en la pared, y se volvió de nuevo hacia Pablo.

    —Pero tiene que ser sin pandereta —le dijo. Pablo sonrió y le animó con un gesto.

    El pequeño comenzó a cantar con su voz destemplada un triste villancico de Navidad. Pablo no podía entender la letra que, seguramente, el niño modificaba a su antojo sobre la marcha. Era como cuando Dan le cantaba las canciones que le enseñaba su madre en inglés. Una lágrima resbaló por la mejilla de Pablo que, tomando la mano del niño, le dio las monedas, antes de que terminase.

    —Corre, campeón. Te están esperando.
    —Gracias, señor. ¡Feliz Navidad!

    Y, sin volverse ni un momento, Pablo se levantó y aceleró el paso en dirección a la casa de su hermana, maldiciendo su suerte y el nombre de Alexandra Farewell.


    Dan se sentía más aburrido que nunca. Sus abuelos intercambiaban bromas que él no entendía con un señor pelirrojo y con la cara cubierta de pecas y la mujer de éste, una señora blanca y rellenita que le pellizcaba constantemente las mejillas.

    Dan se levantó del taburete en el que estaba sentado, junto a la chimenea y se dirigió a su habitación. Se subió a la cama a oscuras y gateó por ella hasta que encontró a su Ricky de juguete. Abrazó el peluche y regresó al salón, con él bajo el brazo.

    Su abuela, la madre de Alexandra, le sentó sobre sus rodillas y le acarició el pelo.

    —Abuela —le dijo él—, ¿cuándo vuelve mamá?
    —Vendrá esta noche. Seguramente tarde, cariño. ¿Quieres cenar ya?

    Dan negó con la cabeza, apretando a Ricky contra su pecho.

    La mujer regordeta le dijo algo que Dan no comprendió. Miró a su abuela y ésta le dijo, despacio:

    —Tendrás que venir más a menudo. Tu madre no te ha enseñado a hablar inglés. ¿No puede cuidarte ninguna chica inglesa?

    El pequeño se encogió de hombros, con un triste mohín.

    —Pablo sabía inglés, pero le daba vergüenza hablarlo delante de mamá —le explicó.

    La mujer gordezuela se volvió a dirigir a él y su abuela le tradujo, indulgente.

    —Dice que si no conoces ninguna canción de Navidad.
    —No me acuerdo —se excusó el niño.
    —Vamos, seguro que conoces alguna. ¿No vas a cantarla? Si nosotros nos la sabemos, la cantaremos contigo.

    Dan vaciló un momento y luego, sin apartar los ojos del perro de peluche, comenzó a tararear una canción que, en aquel momento, Pablo escuchaba muy lejos de labios de otro niño.


    CAPÍTULO 11


    Alexandra era incapaz de concentrarse en la lectura de la revista que tenía entre sus manos. Se hallaba en la sala de espera de una moderna y aséptica clínica, rodeada de otras mujeres que, como ella, aguardaban también a que las llamasen. Sólo una cosa diferenciaba al resto de aquellas mujeres de ella: Alexandra era la única que estaba sola. Las demás suspiraban ruidosamente, estrechando la mano de amigas o compañeros.

    Alexandra comenzó a mover su pie, nerviosamente. Aquel retraso imprevisto había afectado a sus nervios. Realmente tuvo muy mala suerte cuando, el mismo día que aterrizaron en Heathrow, sintió los síntomas de una fuerte gripe. Había estado en cama toda una semana y había tenido que aguardar a que le diesen nueva hora en la clínica. Esperaba que le diese tiempo a recuperarse. En tres días regresarían a Madrid. No había conseguido hora hasta la víspera de Nochebuena, pero en la clínica le habían asegurado que bastaría un solo día de reposo.

    Con la excusa de adquirir algunos regalos de última hora y aprovechar para cenar con una amiga, Alexandra había tomado un tren hacia Londres a primera hora de la mañana y había disfrutado de un día sólo para ella.

    Una insistente mirada en la puerta de la sala de espera llamó su atención. Era una enfermera entrada en años, de aspecto impecable, con su cabello plateado perfectamente peinado. Alexandra vaciló al ver aquellos ojos y aquella expresión. ¿Dónde había visto esa cara antes? Era imposible que la conociese.

    La mujer se dirigió hacia ella y dijo discretamente:

    —¿Mistress Farewell?

    Alexandra se levantó, apoyando las palmas de sus manos en los riñones. El largo día de caminatas había conseguido que éstos se resintiesen levemente. La verdad es que aquella molestia no era nada, en comparación con los dolores que hubiese llegado a sentir de continuar con su embarazo.

    La enfermera le hizo una seña y comenzó a caminar pausadamente delante de ella, conduciéndola hasta un pequeño habitáculo con un desagradable olor a antisépticos.

    —Tengo que tomar unos datos para pasarlos antes de que procedan —le indicó con suma delicadeza.

    Alexandra volvió a preguntarse dónde había visto antes aquella cara.

    —¿La conozco? —le preguntó, intrigada y para disculpar de alguna forma sus insistentes miradas.
    —No creo —sonrió la enfermera—. Usted vive en Madrid, ¿no es cierto?

    Alexandra asintió.

    —Una ciudad encantadora. Yo pasé muchos años allí, pero usted seguramente sería una niña —rió la enfermera suavemente.

    Alexandra volvió a mirarla y balbuceó:

    —Es extraño. Su rostro me es tan familiar... Pero no puedo situarlo.

    Ella se encogió de hombros y terminó de rellenar los formularios a la vista de los documentos que la joven le había entregado. Una vez concluyó, se levantó de la silla y dijo:

    —¿Quiere esperar aquí o prefiere pasar ya a la sala y prepararse?

    Alexandra sintió un desagradable escalofrío. —Preferiría esperar aquí, si a usted no le molesta —dijo Alexandra.

    —En absoluto. Además, mi turno ya ha terminado —la mujer se dirigió a un pequeño armario y descolgó una percha—. Es curioso que usted insista tanto en que me conoce... ¿Sabe? Mi hermana, que es idéntica a mí, se quedó a vivir en Madrid. Se casó allí y le va muy bien.
    —¿Su hermana? —preguntó Alexandra.
    —Sí, pero no la conocerá. Madrid es tan grande... La última vez que fui me sorprendió lo mucho que había crecido.

    Alexandra miraba a la mujer que, de espaldas, se ponía el abrigo y se anudaba un pañuelo al cuello. La mujer sonrió y se dirigió a ella.

    —Mire, este pañuelo me lo envió ella. Lo compró allí.

    Alexandra sintió una extraña sensación de vacío en el estómago.

    —¡Oh, mire! —le dijo la enfermera—. Ya puede entrar.

    Alexandra se levantó como sonámbula y otra enfermera, de aspecto bastante desagradable, la condujo a otra sala en la que había una camilla cubierta con una sábana.

    —Desnúdese de cintura para abajo —le ordenó, dejándola sola a continuación.

    Alexandra obedeció, sin apartar de su pensamiento a la mujer. Se tendió en la camilla, cubriéndose con una toalla y aguardó.

    ¡Ya lo recordaba! ¡Era inaudito! El día en que el ginecólogo confirmó sus sospechas, cuando lloraba en la calle, se acercó aquella pareja. Ella le había preguntado si se sentía bien. Era curioso, llevaba el mismo pañuelo y su rostro era exacto. Tal vez, incluso, fuese la hermana de la enfermera que la había atendido. ¿Cómo pudo no recordarlo? Había sido tan amable... Le había dicho algo así como que todo tiene remedio... Pero aquel día ella se sentía tan abatida... Ni siquiera pudo reaccionar cuando vio la cena que habían preparado Daniel y Pablo... Recordaba, sobre todo, la extraña sensación que la asaltó cuando los vio a los dos esperándola, viendo aquella cinta de vídeo que Dan había puesto ya tantas veces que amenazaba con caerse fotograma a fotograma.

    Alexandra clavó sus grises ojos en el techo de la sala, iluminada con una agresiva luz fluorescente.

    Sentía una desolación extraña. No se sentía en absoluto satisfecha de sí misma, ni de su vida. Realmente lo único que para ella merecía la pena era Daniel, su hijo. Su trabajo la satisfacía, pero... eso no era todo. En cuanto a las demás facetas de su vida. Bueno... Tenía que reconocer que no era lo que podía llamarse una persona feliz. Llevaba toda su vida corriendo desesperadamente tras una sombra que ni siquiera tenía un nombre. Siempre que la asaltaba el presentimiento de que lo tenía al alcance de la mano, una voz la reprendía, rigurosa, con el mismo tono que emplearía una institutriz decimonónica. Y Alexandra nunca había podido sustraerse a la autoridad de esa voz.

    Un hombre vestido con una bata blanca se acercó a la camilla y la miró detenidamente.

    —No respondió en el cuestionario a la cuestión de si prefiere anestesia parcial o total —le dijo, clavando en ella sus ojos apagados y sin vida, ocultos tras unas gruesas gafas de concha.
    —Preferiría anestesia total —respondió—. No creo que haya problemas, dejé mis análisis y mis pruebas...
    —Lo sé —la interrumpió el hombre—. Enseguida vuelvo.

    Alexandra suspiró. Tampoco aquel hombre parecía muy feliz. Ella nunca había conocido a personas felices... Con una excepción... Pablo. Pablo sí era una persona con una insólita capacidad para ser feliz incluso en circunstancias adversas. Pero no quería pensar en él. En ese preciso momento no podía pensar en él.

    «Con Pablo es seguro que no te aburres nunca.»

    La voz de Dan resonó en su cerebro, amplificada, como un eco infinito. Alexandra sonrió tristemente. La esperaba una dura temporada. Daniel tendría que acostumbrarse a prescindir de Pablo... Y ella también.

    El médico entró en la sala, poniéndose unos guantes de goma. La enfermera de aspecto desagradable también entró y le dijo al doctor:

    —Falta el volante de registro.

    Los dos miraron interrogantes a Alexandra.

    —Lo dejé en mi bolso. Ahí... —Alexandra retiró la mano de la toalla para señalar y un pequeño hilo suelto se enganchó en su dedo. La joven sintió que su corazón se paralizaba.

    Sus ojos grises chispearon un momento. Esa sensación... era lejana, era como si le recordase algo que no le hubiese sucedido a ella. Las lágrimas se agolparon en sus ojos por un momento. Vio el rostro de Pablo perfectamente dibujado en su mente, él buscaba su mano y deslizaba un anillo en el mismo dedo. Había sido la noche de la cena, la noche que ella le dijo lo que pensaba hacer. La noche en que decidió romper y no comprometerse.

    «Todo tiene remedio.» Veía el rostro de la mujer de la calle y Alexandra se incorporó en la camilla, mirando al médico y a la enfermera como si no supiese qué era lo que hacía allí.

    Los rostros de Pablo y Dan lo llenaban todo en aquel momento. Su hijo corría hacia Pablo y él abría los brazos, como siempre hacía, para recibirle. Pero no llegaban a encontrarse. Corrían desesperadamente y no podían encontrarse. Alexandra bajó los pies de la camilla y se produjo un estrépito a sus espaldas. Había tirado una botella de cristal. La enfermera y el médico la miraban, reprobadores.

    —No es necesario que se levante —le dijo la enfermera, con autoridad—. Ya tengo ese volante.

    Alexandra no la escuchó. La imagen de Dan y Pablo, abrazados, se superpuso a todo cuanto la rodeaba. Un ansia incontenible por salir de aquel reducido y triste recinto y respirar, se apoderó de ella. Tiró la toalla al suelo y comenzó a vestirse.

    —Pero, ¿qué hace? Vamos, mujer, túmbese —le dijo la enfermera con indulgencia.

    Alexandra la miró a su vez con ojos radiantes.

    —Tengo que conseguir una reserva en el primer vuelo a casa. No puedo esperar.


    Pablo ayudaba a su madre en la cocina y la mujer, de cabellos canosos, mirada dulce y gesto cansado, le observaba con un brillo de orgullo en sus ojos.

    —¿Trabajas de psicólogo o de cocinero? —le preguntó, pícaramente.

    Pablo esbozó una triste sonrisa.

    —Ya te dije que era autosuficiente —intentó bromear. Pero movió la cabeza, negando, y miró con ternura a su madre— ... Pues es mentira. Os he echado mucho de menos y os necesito...
    —¡Hijo! —la mujer se abrazó a la cintura de Pablo, visiblemente emocionada—. ¡Tú eres el mejor regalo de Navidad que podían hacerme!
    —Anda, mujer, suelta, que a este paso no voy a acabar nunca —dijo él, con ironía.
    —¿Cómo se llama esa ensalada? —le preguntó su madre, mirándole con orgullo.

    Pablo vaciló un momento. La ensalada de palitos de cangrejo no tenía nombre, sólo sugería unos ojos grises, tranquilos y profundos como las aguas de un estanque, sólo sugería un nombre...

    —Puedes llamarla como quieras, mamá. Nunca tuvo nombre —y algo se desgarró en él al pensar en Alexandra.


    Alexandra corría desesperadamente por su alcoba. El mismísimo caos parecía haberse apoderado de aquella estancia, por lo general impecable en su orden. Dan, dando saltos encima de la cama, con impaciencia y sujeto a las orejas de Ricky, la urgía constantemente:

    —¿Quieres darte prisa, mamá? A este paso no vamos a acabar nunca.
    —¿Quieres tener un poco de paciencia y no ponerme nerviosa, Dan? Estoy buscando algo —dijo Alexandra, vaciando una pequeña caja joyero.
    —Pero, ¿qué buscas? Ya verás... Cuando lleguemos a casa de Pablo ya se habrá pasado la hora de que llegue Santa Claus, no nos habrá dado tiempo a echar la carta urgente dando la dirección de la casa de él...
    —¡Dan! ¿Quieres callarte? Estoy buscando un anillo. No sé lo que hice con él. ¡No puedo acordarme!

    El niño miró a su madre con un mohín de fastidio.

    —¿Uno con una piedra pequeñita y un aro muy finito? —preguntó.
    —Sí, ése. ¿Sabes dónde está?
    —Cuando fui a hacer pis lo vi encima de la cisterna de tu baño, mami.

    Alexandra recordó entonces que no se había quitado el anillo hasta que sintió las náuseas, la misma mañana del último desayuno que Pablo le había llevado a la cama. —¡Pues vamos! ¿Has cogido la comida de Ricky?

    —¡Nos la vamos a acabar cenando nosotros!


    El padre de Pablo se levantó ceremoniosamente y alzó su copa.

    —Brindo por la primera Nochebuena en la que nos reunimos hijos y nietos —dijo con visible satisfacción. Pablo miró con complicidad a su hermana, que tenía sobre sus rodillas a una pequeña de cuatro años a la que él nunca había llegado a conocer—. Brindo porque pronto seamos muchos más...

    Todos se levantaron y entrechocaron las copas. La madre de Pablo, Isabel, se dirigió a la cocina tras el brindis y regresó al momento sin la fuente humeante de cordero asado que todos esperaban.

    —Jesús! ¡No vais a poder creeros lo que acabo de ver! ¡Anda hija, sal ahí fuera! ¡Hay una salvaje estacionando justamente entre tu auto y el de tu padre! Yo creo que te ha roto un faro.

    Pablo sintió que el corazón le daba un vuelco. Un perro ladraba y gimoteaba y el sonido de un motor acelerado se interrumpía a intervalos regulares cuando las carrocerías entraban en contacto.

    Pablo se levantó, palideciendo y después sintiendo que toda su sangre se le agolpaba en el rostro.

    La hermana de Pablo y su marido ya se levantaban a toda prisa y se dirigían a la puerta, alarmados.

    —Pero... ¿qué haces? —dijo Isabel apartando a su hija cuando Pablo salió como una exhalación, prácticamente atropellándolas.

    Se quedó en la calle, arropado por el mismo silencio que le había dado la bienvenida la noche anterior. El motor del Ford se caló, no sin antes dar un último empujón al anticuado auto del padre de Pablo.

    Tres cabezas miraron expectantes a Pablo. Dan mostraba una radiante sonrisa, en la que era visible la falta de un diente superior. Ricky aguardaba con las orejas levantadas y la lengua fuera, jadeante, en el asiento trasero y Alexandra... ella había abierto su ventanilla y alargaba una mano en dirección a él. Pablo no pudo ver nada más.

    Toda su familia se agolpaba en la puerta y contemplaba, estupefacta, la escena.

    Pablo avanzó hasta tomar entre las suyas la mano de Alexandra y vio el anillo que él había deslizado en su dedo. Levantó la mirada, pero ella tiró de su mano y prácticamente le introdujo en el auto. Pablo aguardó con expectación, ella depositó la mano de él sobre su vientre y le dijo, sonriendo entre lágrimas:

    —¿No le oyes? Sí, dice «papá».

    Pablo se apartó de la ventanilla y abrió la portezuela, obligando a salir a Alexandra y estrechándola entre sus brazos. De inmediato la apartó y se introdujo él en el auto.

    —Bueno, campeón. Creo que ha llegado el momento de enseñarte a conducir.

    Dani seguía exhibiendo su sonrisa, señalando con un dedo hacia su boca.

    —¿Has visto, Pablo? Se me ha caído un diente en el avión. Te lo he guardado para regalártelo.

    Pablo extendió los brazos y Dan se refugió en ellos. Los dos se fundieron en un emotivo abrazo.

    Alexandra, todavía emocionada, se volvió a la joven que se apoyaba en el quicio de la puerta.

    —Por aquí no hay mucha circulación, ¿verdad? —y ante el silencio de todos añadió—: Quiero decir que no va a ser necesario buscar otro hueco para estacionar, ¿verdad? Lo puedo dejar así, supongo.

    Pablo salía del auto con Daniel en brazos y Ricky sujeto por el collar.

    —¡Mira Pablo, está nevando! —exclamó el niño, encantado.

    Pablo hizo entrar a Alexandra, Dan y Ricky en la casa de su familia. Las explicaciones no eran necesarias. Las copas volvieron a alzarse y, en aquel momento... Una furgoneta comenzó a hacer sonar su claxon.


    —Señora Farewell —se atrevió a decir Cristina—, su auto interrumpe la circulación.
    —Ya me he dado cuenta, no soy tonta —exclamó Alexandra irritada, moviendo con impaciencia el cochecito en el que dormía plácidamente un bebé recién nacido.
    —No se preocupe, señora Farewell. Le enviaremos una persona de inmediato.
    —¡Háganse cargo, por una vez en la vida! Con el bebé, Dan, el perro... Pablo y yo no damos abasto... ¡Y todo cerrado en agosto, como de costumbre! —exclamaba Alexandra, mirando con rencor la hilera de automóviles que la reclamaban de inmediato.

    Suárez Garayoa se levantó de su silla y le tendió la mano.

    —Señora Farewell, confíe en mí. Antes de veinticuatro horas tendrá una persona en su casa, se lo garantizo.

    Alexandra asintió, no sin cierta reticencia, resolviendo ignorar la mano que el empleado le tendía y salió a la calle. Cuando pisó la acera, se volvió hacia José Luis y le preguntó:

    —¿Puede decirme cuándo cierran por vacaciones?
    —¡Mañana! —respondieron al unísono las voces de los empleados de la agencia.


    FIN

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