LA TÍA EULOGIA Y EL FANTASMA
Publicado en
junio 23, 2013
Roberto estaba tan cansado, que necesitaba unas vacaciones en un lugar aislado, perdido, lejos del mundo... y convenció a la tía Eulogia para irse a la Patagonia, a una mansión del siglo XIX.
Por Elizabeth Subercaseaux.
Roberto había pasado un año espantoso, la empresa estaba al borde de la quiebra, su jefe había muerto del corazón y él casi había enloquecido con todo el trabajo que le había caído encima.
—Necesito unas vacaciones —le dijo a mi tía Eulogia—, pero unas verdaderas vacaciones, lejos de todo.
—Alquilemos una casa en la playa —sugirió mi tía.
—De ninguna manera. Eso nunca ha sido un descanso. Yo quiero descansar, lo que se llama descansar, voy a buscar una casa aislada, perdida, lejos del mundo, donde no nos encuentren ni los pensamientos de la gente. ¿Te apuntas?
—Me apunto —dijo mi tía— pero, ¿puede ir la Domitila?
—Ni la Domitila ni nadie. Solos tú y yo, por una vez en la vida.
Mi tía Eulogia lo miró sorprendida. ¿No se habría vuelto loco? ¿Y qué iban a hacer ellos dos solos, en una casa perdida?
—¿Y de dónde piensas sacar esa casa? —le preguntó.
—Ya lo tengo todo estudiado. Mi corredor de propiedades me la está buscando, cerca de la Patagonia, pero en un lugar tan remoto, donde no haya ni pingüinos. ¿No te parece estupendo?
A decir verdad, a mi tía no le parecía nada estupendo, pero en fin, al menos sería una casa sin esquina y, por lo tanto, sin ninguna flaca a la vista. Algo era algo. Así que por fin accedió.
Una semana más tarde, Roberto llegó con la noticia. Había encontrado la casa perfecta. Se trataba de la viejísima mansión de los señores Méndez, en la misma Patagonia, una casa victoriana del siglo XIX, con aleros y torrecillas, en medio de un peladero donde no había nada, absolutamente nada más que la casa y unos cuantos árboles que el último descendiente de los Méndez había plantado.
Partieron un martes de madrugada. Un avión hasta el fin de Chile, otro avión hasta el fin del mundo y de ahí se fueron en mulas hasta llegar a la propiedad. Al ver la casa, mi tía Eulogia casi sufre un infarto. Era espeluznante, se estaba cayendo de un lado. Al entrar tuvieron que dar manotazos para separar las telarañas. Una inmensa escalera de mármol se abría frente a la puerta de entrada. A los costados de la escalera había un salón pegado a un comedor y una gran biblioteca con libros hasta el techo. En el segundo piso había cinco inmensos dormitorios, con un baño cada uno. Y en el tercer piso una habitación cerrada con llave. La casa había sido preciosa en su tiempo, sin duda, pero ahora estaba hecha una ruina. Los muebles desvencijados, los cuadros de los bisabuelos de los Méndez torcidos, las lámparas de lágrimas sucias. No era de ninguna manera un lugar alegre. Pero a Roberto le gustó tanto la idea de la lejanía, que todos estos detalles le parecieron sin importancia.
La primera noche mi tía Eulogia durmió abrazada a Roberto como hacía años que no lo abrazaba. Estaba muerta de miedo. Pero poco a poco se fue acostumbrando a los ruidos extraños y al viento que entraba silbando por las rendijas.
Durante el día, Roberto leía, dormía, hacía meditación trascendental para olvidar el año tan terrible que había tenido, y mi tía Eulogia miraba por la ventana, aburrida como una ostra.
Uno de esos días, cuando Roberto fue al pueblo cercano en la mula, a comprar café, mi tía se quedó sola en la casa y fue entonces cuando lo sintió. Estaba en la cocina y de pronto llegó un ruido como de cadenas que casi la tira de espaldas. En puntillas se acercó al pie de la escalera para escuchar. Chang, chang, chang.
—¿Quién anda ahí? —gritó mi tía con el alma en un hilo.
—Soy yo, preciosa, no te asustes, ahora voy —dijo una voz de hombre, profunda, con un timbre muy bonito.
Mi tía, medio muerta, corrió hacia la cocina, y cuando estaba por alcanzar el largo pasillo, una mano la sujetó por el hombro. Dio una vuelta para encontrarse frente a un hombre de unos 45 años, extraordinariamente bien parecido, igual a Robert Redford.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó mi tía, con los ojos a punto de salírseles de las órbitas.
—Bueno, tal vez sea yo quien debiera hacer esa pregunta, reina mía; esta es mi casa. Vivo aquí hace 400 años.
—¿Un fantasma? —balbuceó mi tía.
—Así es, mi linda señora, pero soy totalmente inofensivo.
—¿Está seguro?
—Como que me llamo Felipe Méndez primero, mi linda.
—¿Usted? ¿Usted es el primer dueño de esta casa?
—Así es, princesa de oro, el primerísimo —dijo sonriendo.
Siguieron charlando, hasta que el fantasma dijo que tenía que ir a comer, que al otro día regresaría.
Cuando volvió Roberto del pueblo, mi tía Eulogia no le dijo una palabra del fantasma, pero esa fue la primera noche que durmió a rienda suelta, feliz; se le había quitado el miedo y no hallaba las horas para que llegara el nuevo día y que Felipe Méndez regresara y poder conversar con él. ¿Y si Roberto lo descubría? ¿No se pondría celoso del fantasma?
No tuvo que enfrentar tal problema, pues al día siguiente, cuando el fantasma regresó (se encontraron en la biblioteca), este le dijo que él era visible solamente para ella, pues era la mujer que estaba esperando desde hacía 320 años. Por fin la vida le había concedido su deseo de la eternidad y la besó en los labios. Fue un beso húmedo, tierno, largo, como solo saben besar los fantasmas, y mi tía cayó rendida de amor. El fantasma era un tesoro, le decía muchos piropos, la encontraba preciosa, alababa su inteligencia, "eres la mujer más creativa del mundo de los vivos y de los muertos, pero apuesto a que tu marido no se ha dado ni cuenta de lo que vales", le susurraba al oído, mientras le acariciaba una pierna.
Llegó un momento en que mi tía, completamente fascinada con él, no hacía más que sugerirle a Roberto que fuera al pueblo. "Me faltan velas, se terminó la mantequilla, ya no tenemos leche. ¿Te ensillo la mula? ¿Por qué no vas a comprar el diario? A lo mejor se acabó el mundo y nosotros sin enterarnos".
Y Roberto, paciente, pues la meditación lo había convertido en otro, ensillaba su mula y partía.
El fantasma era un encanto de hombre. Nadie nunca le había dicho a mi tía Eulogia cosas tan hermosas. Era de una ternura tan infinita como su existencia, cantaba como los ángeles y, además, tenía un gran sentido del humor. Mi tía empezó a pasarlo tan bien con él, que al cabo de 15 días, le estaba sugiriendo a Roberto quedarse un poco más en el pueblo, tal vez hubiera alguna flaca de la esquina con la cual entretenerse un rato, total, se lo merecía después de un año de tanto trabajo.
—¿Y a ti no te importaría? —preguntaba Roberto, entre impresionado y furioso, porque a ningún marido —ni siquiera a él le gusta que su mujer lo mande a buscarse una flaca por ahí.
—No, mi amor, ¿por qué habría de importarme? Yo tengo mis propios entretenimientos en este caserón.
—¿Y qué haces todo el día? —quiso saber Roberto, que a estas alturas estaba bastante intrigado.
—Nada especial —dijo mi tía, haciéndose la misteriosa.
Y Roberto ensilló su mula y partió. Mal que mal hacía tiempo que no echaba una canita al aire... Pero en el pueblo —no era más que una calle con pocas casas, un bar, dos iglesias y un almacén— no había ni flacas, ni gordas, ni rubias, solo el dueño del almacén que tenía 80 años y era viudo, dos curas y un gato.
Uno de los curas lo invitó a tomar una taza de té en la casa parroquial.
—¿Y ha venido solo hasta estas lejanías, amigo? —le preguntó el sacerdote, cuando se sentaron a la mesa.
—No, vine con mi señora. Pero ella se quedó en la casa.
—¿En la casa? ¿Con don Felipe? —preguntó abriendo unos ojos espantados.
—No, está sola, no hay ningún don Felipe —dijo Roberto.
—¡Oh, sí! Sí que lo hay, es el fantasma de los Méndez, ha vivido siempre allí. Le aconsejo que tenga cuidado, amigo, porque se ha llevado a 190 mujeres en los últimos 200 años.
—¿Qué?
—Así es. Yo que usted me iba volando a la casa, antes de que sea tarde.
Roberto partió en la mula y tardó horas en llegar. Mi tía estaba radiante.
—¿Qué haces con ese vestido? ¿Y de dónde lo sacaste?
—Me lo dio Felipe. Es el vestido de matrimonio de su mamá. Quiero contarte algo que a lo mejor no te agrade, pero me voy a casar con él, es un fantasma, ¿sabes? Pero me gusta como son los fantasmas, de haberlo sabido antes, nunca me habría casado con un vivo. Los fantasmas son mucho más amorosos, comprensivos.
—¿Estás loca, Eulogia?
—No, mi amor. Estoy enamorada.
Y desapareció escalera arriba, haciéndose humo ante los ojos del propio Roberto, que miraba horrorizado.
En ese momento ¡zas!, despertó. Mi tía dormía a pierna suelta a su lado. La zarandeó por los hombros.
—¿Qué te pasa? —preguntó ella—. Son las tres de la mañana, déjame dormir.
—Nada, no me pasa nada. Solo quería decirte que no vamos a ir a la Patagonia, sino a una playa cercana —le dijo. Pero no le contó el sueño que había tenido.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, OCTUBRE 14 DEL 2003