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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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  • Ancho igual a 1088
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  • + -

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    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


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    APARATO DE VUELO RASANTE (James Graham Ballard)

    Publicado en junio 30, 2013

    LA CIUDAD ÚLTIMA


    DURANTE TODO EL INVIERNO, mientras trabajaba en el planeador, Halloway no había sabido con certeza qué era lo que lo empujaba a fabricar ese peligroso avión, de alas desgarbadas y giboso fuselaje. Ahora, acurrucado en la cabina durante los últimos segundos antes del primer vuelo, todavía no sabía bien por qué estaba en el borde de los abruptos acantilados encima del Estrecho, esperando a que lo catapultasen al agua demasiado brillante. Las alas puntiagudas se estremecían en el aire frío, como si el avión estuviera tratando de romper la cabina y arrojar a ese temerario piloto a la playa que se extendía allí debajo.

    Halloway y sus ayudantes —una multitud de niños de diez años que formaban una entusiasta claque y mano de obra barata— habían tenido que empezar a trabajar al amanecer para arrastrar el planeador desde el gránelo detrás de la casa del abuelo y asegurarlo en la catapulta. Cuando llegaron a los acantilados ya hacía horas que los demás concursantes del campeonato de vuelo si n motor estaban en el aire. Desde la cabina, Halloway veía una docena de aparatos de brillantes colores que Motaban sobre su cabeza en el cielo tranquilo.

    En el suelo, por contraste, el aire turbulento que barría las caras de los acantilados parecía haberse desprendido de un tornado. Agotados por el esfuerzo de llevar el planeador, los niños colgaban flojamente de las alas como una hilera de bolsas de lastre. En cualquier momento una súbita ráfaga de viento los barrería arrojándolos al aire a todos juntos.

    Delante de Halloway había diez metros de vía férrea en miniatura y el cable de acero que unía el planeador al pequeño carro cargado de arena junto al borde del acantilado; el carro rompería el planeador o, con suerte, lo catapultaría lanzándolo al aire. Halloway hizo señas a los chicos para que se apartasen y aferró la palanca con ambas manos. Volvió a decirse que los primeros vuelos prolongados de los hermanos Wright, hacía poco más de cien años, también habían sido lanzados con catapulta.

    —Gracias a todos... ¡Ahora apartaos! —gritó por encima del viento. Uno de los niños más pequeños seguía colgado distraídamente del ala de babor—. ¡Jamie, suéltala, por Dios! ¡ Vuela de ahí!

    Cuando el carrito se puso en marcha, arrastrando el planeador como un pájaro asustado, Halloway sintió la inesperada resistencia de las enormes alas, y supo ya que ese avión sería el mejor de todos los que había diseñado su padre antes de morir. Al llegar al borde de los acantilados, el carrito bajó como un rayo por la vía férrea. Halloway soltó el cable de remolque y el planeador subió bruscamente, alzado por una mano fría, a punto de quedar boca abajo a causa de la ráfaga de viento. Las dunas y la playa se alejaban por estribor, llevándose el mundo. Los aplausos del público se perdieron en el estridente zumbido del aire.

    Treinta segundos más tarde, Halloway había subido una turbulenta escalera que lo llevó, dando vueltas en espiral hacia la derecha, a una altura de trescientos metros. De repente todo estaba tranquilo a su alrededor. Poco más que un susurro, el viento succionaba la tela del fuselaje. El calor del sol le hacía escocer la piel clara, pero Halloway no hizo caso del dolor y estabilizó el aparato. Como siempre, el diseño del padre no tenía errores. Después del primer alabeo, comenzó a pilotar el planeador por el cielo, sintiendo casi la presencia del padre en esas alas poderosas. El planeador se remontó como un cóndor en las corrientes ascendentes, dominando a los demás competidores que ahora estaban mucho más abajo. Contento y relajado, Halloway se preparó a presidir generosamente sus dominios.

    Halloway había empezado a fabricar los planeadores dos años antes. Después de la muerte de sus padres se había mudado a la casa del abuelo, y durante mucho tiempo se había resistido a volver a su viejo hogar. Los restos carbonizados de la sauna donde habían muerto su madre y su padre seguían intactos debajo de la abandonada vela de la plataforma de energía solar. Los cientos de espejos opacados, fundidos por el intenso calor del fuego, se elevaban casi veinte metros por encima de las tejas calcinadas, un monumento demasiado triste.

    Una noche, mientras hablaban del concurso anual de planeadores organizado por los residentes para poner un poco de rivalidad en la vida pastoral de Ciudad Jardín, la abuela dijo que el padre de Halloway había sido un entusiasta piloto amateur durante los últimos días de la aviación con motor. Sin pensarlo, Halloway tomó prestadas las llaves de la casa y recorrió las habitaciones destruidas. Sólo el estudio y el taller, separados de la casa por un brazo del canal que irrigaba el huerto de los padres, se habían librado del fuego. Los estantes estaban llenos de reliquias de la inquieta mente del padre: antiguas cajas de cambios y carburadores, recuerdos de la desaparecida época del petróleo, y diseños de una serie de aviones sin motor cada vez más ambiciosos. Todavía quedaba, montado sobre los caballetes del taller, el esqueleto a medio terminar de un pequeño planeador.


    Halloway estudió los proyectos durante meses, fascinado por la caligrafía descuidada pero clara del padre. Las notas marginales formaban un diario continuo de la rica vida interior de ese hombre infinitamente inventivo a quien, por una amarga ironía, habían matado junto con su mujer los circuitos sobrecargados de un avanzado aparato solar que él mismo había diseñado. Tenía la costumbre de sentarse en el estudio, como un Leonardo pastoral, en el centro de esa apacible huerta. Mientras los canales corrían entre los invernaderos llenos de flores y hortalizas, mientras giraban las ruedas hidráu-licas y los cientos de velas solares recogían en silencio la luz del sol, había inventado bombas cada vez más complejas, impulsadas por la energía de las mareas, y baterías solares, aparatos para reciclar la basura y molinos de viento. Pero su verdadera pasión, aparte de un curioso interés por los viejos motores de combustión interna, eran esos planeadores.

    Todo ese primer invierno, Halloway había examinado los proyectos, percibiendo los contornos de la mente del padre en el elegante diseño de esas estructuras y esas alas. En varios de los aviones los alerones eran amplios y habían reforzado la estructura del fuselaje casi como si los hubiesen diseñado para transportar un pesado cargamento secreto. Pero Halloway empezó con el planeador más elemental. Por fortuna, el arte y la práctica de la carpintería habían alcanzado un avanzado nivel en Ciudad Jardín. Mientras los adolescentes de una anterior generación aprendían a desmontar un carburador, los jóvenes de Ciudad Jardín eran expertos a los doce años en ensamblar, acoplar y encastrar. En menos de un mes su grupo de entusiastas colaboradores le había ayudado a construir el primer y modesto planeador, a tiempo para el campeonato estival de vuelo.

    Pero mientras los animaba, mirando cómo cortaban y cosían la tela, cómo cepillaban y pulían los largueros y los travesaños, Halloway ya se había dado cuenta de que el concurso no era más que un pretexto. Lo empujaba alguna otra necesidad, relacionada no tanto con su padre como con las reliquias mecánicas, los supercargadores empotrados en metacrilato, los surtidores de combustible y los velocímetros esparcidos por el taller como los adornos de un santuario dedicado al desaparecido espíritu del Ciclo de Otto.

    Mucho antes de convertirse en un diestro piloto, Halloway ya superaba a sus rivales, tanto por agresividad como por el dominio del aire. Ninguno de los otros contrincantes estaba dispuesto a aceptar sus desafíos de altura, y menos aún a competir con él. Aunque los campeonatos eran el hecho culminante de los vuelos anuales, los demás pilotos le daban con mucho gusto el premio. Cuando se ladeó y bajó en picada sobre la playa, persiguiendo las corrientes ascendentes más rápidas detrás de las dunas, los dos planeadores que obligó a apartarse le dejaron paso sin una queja. Los pilotos, un arquitecto de treinta y cinco años a quien Halloway vencía siempre al tenis, y un hidrógrafo de cierta edad y barba roja, habían visitado el taller para observar la construcción de ese enorme planeador, y habían advertido a Halloway de la imposibilidad de lanzar al aire semejante aparato.

    Ambos habían quedado agradablemente sorprendidos con la catapulta de Halloway. Era evidente que estaban contentos por el éxito del planeador; demasiado contentos, en realidad. Si naturalmente no fueran tan poco propensos al engaño, lo habrían interpelado sobre los motivos que lo habían impulsado a construir ese intrincado planeador —no había ninguna garantía de que él pudiese contestarles—, pero el pelo rubio y la mirada inocente de Halloway alejaban toda sospecha. Apasionado por la acción, pero tímido y muy soñador, Halloway tenía un talento natural para rodearse de gente.

    Al mismo tiempo, le gustaba provocar al público. Mirando a los espectadores con las cestas de picnic entre las dunas —los funcionarios que observaban el cielo desde las sillas de lona—, Halloway imaginó que era un as de la segunda guerra mundial que bajaba en picada desde el sol y barría con ráfagas de ametralladora a esos vecinos amables. El bucólico paisaje de Ciudad Jardín, ese mundo de velas solares y jardines poblados de flores, los tranquilos molinos de viento y el amable cabeceo de las máquinas impulsadas por las mareas, todo eso pedía a gritos un Pearl Harbour.

    Sorprendido al descubrir en sí mismo esa veta agresiva, Halloway trató de controlarse. A la mayoría de los trescientos espectadores los conocía desde la infancia, personas inteligentes, civilizadas y bondadosas que habían hecho todo lo posible por cuidarlo desde la muerte de sus padres, y que disfrutaban asustándose con esos desesperados vuelos acrobáticos.

    Ahora todos lo miraban, protegiéndose del sol con las manos. La pandilla de chicos estaba en cuclillas en los rieles de la catapulta, evidentemente esperando a que los asombrase.

    A casi dos kilómetros de distancia, del otro lado del Estrecho, las escarpadas paredes de una isla artificial brotaban del agua, como el casco de un transatlántico. La isla era una antigua estación naval, un grupo de edificios de metal herrumbroso y un faro en el medio. Aunque casi se podía llegar a ella a nado, Halloway había notado que poca gente de Ciudad Jardín se daba cuenta de que la isla existía, como si la atribuyera mentalmente a los edificios altos de la vieja metrópoli de la orilla de enfrente. El verano anterior, Halloway había remado hasta la isla, serpenteando por el peligroso laberinto de pontones y balancines que separaban la playa del mar. En la sala de bombeo debajo del faro encontró los enormes motores diesel que en otra época hacían funcionar la luz de advertencia; cada uno de esos motores tenía el tamaño de una locomotora de vapor. Pero aun la sorpresa que había sentido ante la enorme potencia que parecía latir en esas bestias metálicas, palideció cuando vio claramente la ciudad por primera vez. En la oxidada pasarela aferró con fuerza la baranda para contenerse y no saltar a las frías aguas del Estrecho y nadar hasta la orilla de enfrente. Los enormes bloques de oficinas, muchos de ellos de más de cien pisos, formaban una silenciosa congregación, más distante y al mismo tiempo más cercana que nunca.

    Allá abajo, mientras el planeador subía empujado por las corrientes ascendentes, las primeras personas se habían levantado entre las cestas de picnic, y los funcionarios saludaban a Halloway agitando las banderas de cuadros. Ya suponían que iba a dar una vuelta alrededor del faro. Halloway ascendió, aprovechando las poderosas corrientes que subían de los calientes invernaderos, de los reflectores solares y de los tejados, de los canales tibios y las arcillosas pistas de tenis. Ya miraba hacia abajo, no sólo a la isla naval sino a las distantes torres de la ciudad.

    Cuando Halloway llegó a la isla media hora más tarde, la línea de la costa de Ciudad Jardín quedaba muy atrás, y las hileras de reflectores solares eran franjas de brillo metálico. Había querido impresionar a todo el mundo dando algunas vueltas alrededor del faro antes de regresar, pero mientras volaba sobre el agua sintió que el viento lo llevaba, internándolo más en el Estrecho. En cualquier momento se haría demasiado tarde para volver. Esperó a que el planeador se ladease a babor o a estribor, pero siguió avanzando sobre las aguas profundas. Halloway ya veía los cañones que se abrían entre los bloques de oficinas de la ciudad, un sueño abandonado que esperaba ser habitado de nuevo. Sol y sombra se alternaban entre los edificios, como transmitiéndole un mensaje críptico. Pero Halloway supo que había tomado una decisión, y entendió por qué había dedicado todo el invierno a fabricar ese extraño aparato.

    Llevado por los frentes de aire caliente, Halloway y su planeador atravesaban el Estrecho. Las orillas opuestas habían empezado a converger, y poco más de cinco kilómetros de agua separaban las comunidades de la playa de los desiertos muelles y rutas suburbanas de la ciudad. Entusiasmado como nunca, Halloway sostuvo la palanca de mando con las rodillas y estiró los brazos para apoderarse del aire intenso. No estaba solo en el cielo. Por todas partes atravesaban el Estrecho bandadas de aves silvestres: ánades rabudos y gansos de cabeza blanca, patos reales y patos arlequines. Por debajo de él iba una colonia de gaviotas argénteas, que cambió de rumbo al adelantársele, como queriendo guiarlo a través del aire poblado. Como los habitantes vegetarianos de Ciudad Jardín no las perseguían, unas inmensas congregaciones de aves acuáticas medraban alrededor de las orillas deshabitadas del Estrecho, en los bancos de arena, lagunas y cenagales entre los mercados y la vieja metrópoli.

    Delante de Halloway, al otro lado de la mercurial superficie del agua, yacía como un saurio ahogado un derrumbado puente colgante, en la puerta del Estrecho. Después de la última huerta había campos sin labrar, completamente cubiertos de maleza. Los canales se agotaban entre las dunas. A quince kilómetros de la ciudad, siguiendo una norma no escrita, como si supieran que el hechizo físico de la metrópoli todavía podía amedrentarlos, los últimos habitantes que habían dejado fábricas, oficinas y edificios de apartamentos, ha-bían fundado una tierra de nadie que los separaría de sus pasados. Halloway recordaba el pintoresco relato del abuelo (el viejo estaba siempre dispuesto a evocar esos recuerdos): cómo la ciudad, al igual que otro millar de ellas alrededor del globo, se había ido parando poco a poco hasta cerrarse para siempre. Al agotarse por fin las reservas mundiales de combustibles fósiles, al vaciarse los últimos silos y quedar amarrados los últimos superpetroleros, las centrales eléctricas y los sistemas ferroviarios, las líneas de montaje y las acerías habían cerrado por última vez, y había comenzado la era postecnológica.

    De cualquier modo en esa época, veinticinco años antes, ya quedaba poca gente. Tal vez percibiendo inconscientemente su propia extinción, las enormes poblaciones urbanas de finales del siglo veinte habían ido menguando durante las últimas décadas. Los padres de Halloway habían sido los últimos en irse y abandonar el apartamento —el único todavía ocupado— en una de las torres que Halloway veía ahora asomando en la neblina, más allá del ruinoso puente colgante. Quizás era esa partida tan tardía lo que había separado a su padre de los demás habitantes de Ciudad Jardín. Los pequeños pero decididos grupos de colonos —médicos, químicos, agrónomos e ingenieros— se habían metido en apartados sitios rurales resueltos a construir la primera sociedad agraria científicamente organizada. Dentro de una generación, al igual que innumerables comunidades alrededor de otras ciudades principales, habían crea-do su paraíso pastoral, forzada mezcla de Arcadia y tecnología avanzada. Allí cada casa, rodeada por sus propias dos hectáreas de huerta de cultivo intensivo, estaba equivocada con aparatos para reciclar materia orgánica y para aprovechar la energía solar; un paraíso agrícola económicamente independiente, vinculado con sus vecinos mediante una red de canales y conductos, todo el irrigado paisaje calentado y enfriado, accionado e impulsado por una tecnología mucho más sofisticada que la de la ciudad que habían abandonado, pero una tecnología aplicada a la rueda hidráulica, a la bomba movida por las mareas y a unos pedales de bicicleta.

    Había llegado al límite occidental del Estrecho. Trescientos metros más abajo estaba el espinazo roto del puente. Halloway sobrevoló una enorme fábrica de cerámica en la orilla sur, dejando que el aire caliente reflejado por las tejas lo levantase todo lo posible antes de cruzar hasta la ciudad. Los bloques de oficinas y los edificios de apartamentos del centro todavía estaban a casi quince kilómetros de distancia; pero frente a él, del otro lado del puente, había una zona urbanizada de astilleros, almacenes suburbanos, garajes y cruces de pistas. Amarrados a los muelles había hileras e hileras de barcos de carga y petroleros, con cascos que parecían cáscaras.

    Por primera vez, mientras llevaba el planeador por encima del puente, Halloway vio los coches, cientos de vehículos polvorientos estacionados detrás de los muelles, detenidos en las calles laterales sobre neumáticos desinflados. Calles inmensas salían en todas direcciones, terraplenes de acero y cemento que se movían como esculturas serpentinas atravesando complejas intersec-ciones. Rastros de esas anchas calzadas, nunca de menos de seis carriles, quedaban todavía en Ciudad Jardín: en un tramo de un kilómetro todavía intacto detrás de la casa del abuelo, los habitantes organizaban la carrera anual de bicicletas.

    Por supuesto, no había coches en Ciudad Jardín. Si los hubiera, pensaba a veces Halloway con profunda amargura, su madre y su padre aún estarían vivos. A pesar de las graves quemaduras, quizás los podrían haber salvado en la unidad de cuidados intensivos del hospital, a cinco kilómetros de distancia. El transporte más rápido disponible había sido el coche de los bomberos del pueblo. Ese velero de tierra, genialmente diseñado, equipado con el sistema de velas metálicas más eficiente que se haya conocido, y con una suspensión magnética avanzada creada por un ingeniero local, desarrollaba una velocidad máxima de diez kilómetros por hora. Cuando llegaron al hospital, con el hijo enloquecido desgarrando frenéticamente las velas de aluminio, los Halloway ya estaban en coma profundo y murieron al día siguiente.

    Mientras atravesaba el puente en ruinas, perdiendo altura en el aire frío sobre las aguas, Halloway contó los coches estacionados a lo largo de los muelles. Habían abandonado grandes cantidades en las calles de acceso al puente, desde donde los ocupantes habían continuado a pie. El aire salado había destruido los techos y las carrocerías, dejando al descubierto los motores y los mecanismos de dirección. Halloway había visto antes motores de coches, en las enciclopedias de arqueología industrial de la escuela del pueblo. Una vez, cuando tenía diez años, había entrado en el taller del padre y lo habían encontrado haciendo funcionar un viejo motor de gasolina. El ruido violento pero controlado, el movimiento vibratorio que sacudía el banco de trabajo y las paredes de madera, y el humo fuerte parecido a un gas negro —un olor embriagador que era a la vez sucio y estimulante— casi lo había derribado. Lo que más recordaba, antes de que el padre apagase el motor y lo guardase en una caja por última vez, era la arrolladora energía de la máquina, la fuerza y la emoción superiores a todo lo demás en esa sofisticada Arcadia. Sin embargo, como le había dicho su padre, ése no era más que el motor de una pequeña cortadora de césped.

    No es que hubiera un tabú contra los motores de gasolina, ni tampoco contra las máquinas de vapor movidas por petróleo o por carbón. Se sabía, aunque nadie lo mencionara, que durante doscientos años el hombre protoindustrial había saqueado los recursos naturales de la tierra, y esas reliquias eran recuerdos molestos de una historia triste. Hay que tener en cuenta, además, la indiferencia y el aburrimiento: los habitantes de Ciudad Jardín sabían muy bien que su tecnología, su horticultura avanzada y su manera despreocupada de conseguir energía del sol, del viento y de las mareas, había progresado mucho más que todo lo que se había logrado en la época del petróleo y el carbón, con aquellas poblaciones hambrientas de proteínas y aquella ilimitada contaminación del aire, la tierra y el mar.

    Cuando llegó a la orilla de enfrente, el planeador volaba apenas a cien metros por encima de las aguas sembradas de restos metálicos. El borde mellado de la calzada de ocho carriles pasó por debajo de Halloway; las hileras de coches formaban enramadas de óxido desde las que mostraban sus colores algunas flores marinas. Enormes cantidades de palomas se habían ] adueñado de la ciudad silenciosa, y Halloway casi podía convencerse de que había entrado en un inmenso santuario de pájaros. Miles de estorninos se apiñaban en las gradas de un estadio deportivo desierto. Generaciones de tordos y mirlos habían anidado en los alféizares de las ventanas de las oficinas y en los asientos de los coches. Halloway tuvo que ladear bruscamente el planeador para eludir a un par de cisnes que se esforzaban por ganar altura sobre la hilera de grúas de un astillero.

    Después de rebasar con dificultad el techo de un almacén, el planeador volvió a elevarse en el aire cálido que subía del cemento caliente de las calles y los coches estacionados. Un laberinto de cables de telégrafo atravesaba las calles laterales del puerto. Halloway siguió volando sobre los herrumbrosos cobertizos de la aduana, y cruzó el dique de marea de un astillero obstruido con sedimentos, donde había un brazo de grúa sumergido en unos pocos centímetros de agua. Más allá de una muda estación de ferrocarril, donde se veían hileras de trenes enterrados a medias en la hierba, llegó a las afueras de un centro urbano, una de la docena de ciudades satélites que rodeaban la metrópoli. Por todas I ñutes había tiendas repletas de electrodomésticos, mue-bles, ropas y baterías de cocina, una superabundancia de mercancías que Halloway nunca había previsto. En Ciudad Jardín había pocas tiendas: todo lo que uno necesitaba, ya fuera una nueva cocina alimentada por energía solar o una bicicleta de alta velocidad, se le encargaba directamente al artesano que lo diseñaba y fabricaba exactamente según las necesidades de la clientela. En Ciudad Jardín todo estaba tan bien hecho que duraba para siempre.

    Siguiendo la carretera arterial que llevaba a la siguiente ciudad satélite, Halloway atravesó una zona de casas baratas y fábricas de un solo piso. En los campos abiertos un fabricante local había tirado lo que parecía ser la producción de lavadoras de toda una vida. A la luz del sol se veían los gabinetes blancos y cromados, apilados hilera sobre hilera. De ese campo metálico subía una corriente de aire caliente que elevó el planeador sobre los terraplenes de cemento de un triple cruce de carreteras.

    Directamente delante de Halloway hubo un destello de luz en la cara vítrea de un edificio de quince pisos. En el aire brillante, saliendo de ese estallido de sol, se movieron unas alas enormes. Un poderoso avión, de tanta envergadura como su propio planeador, se remontó vendo directamente a su encuentro. Asustado, Halloway giró bruscamente, maldiciéndose por haber entrado en el espacio de la ciudad, con esas torres vacías guardadas por demonios aéreos.

    Cuando el planeador se ladeó siguiendo la cara del edificio de oficinas, su adversario también giró. Las largas alas de aquel aparato, construidas de la misma manera que las de Halloway, se alzaban en un ademán defensivo. Separados por unos treinta metros, se elevaron juntos pasando por delante del bloque mientras aquel piloto de rostro pálido miraba a Halloway con una alarma evidente.

    Sin ninguna advertencia, el tímido intruso se esfumó tan de repente como había aparecido. Halloway dio media vuelta y sobrevoló las calles alrededor del bloque de oficinas buscando señales del planeador rival. Al volver a pasar por delante del edificio de oficinas con aquella cubierta de vidrio espejado, se dio cuenta de que lo que lo había asustado no era nada más que su propio reflejo.

    Encantado ahora, Halloway empezó a subir y a bajar por delante del edificio, imitándose eufóricamente, pasando con la punta del ala a menos de tres metros de la pared vítrea. Saludó su reflejo sosteniendo la palanca de mando entre las rodillas, orgulloso de su destreza y con la alegría de poder lucirse ante sus propios ojos. Se elevó sobre el edificio llevado por las poderosas corrientes que salían de los techos metálicos de los coches, y luego se lanzó hacia sí mismo a ciento cincuenta kilómetros por hora; se desvió en el último instante, arrancando con la punta del ala un trozo del espejo.

    —¡Olé...!

    El grito de alegría se perdió entre los vidrios rotos. En la tercera picada, mientras caía a plomo, ya no le importó que una ráfaga de viento lo arrastrara lateralmente sobre las calles en una tormenta de paquetes de cigarrillos. Fuera de control, el planeador fue arrojado contra el edificio, donde rompió una docena de ventanas. Tras chocar contra su propia imagen, Halloway cayó con la máquina rota entre los coches, treinta metros más abajo.

    Una hora más tarde, Halloway dejó el planeador estrellado, caído junto a la base de ese enorme espejo rectilíneo y echó a andar hacia las torres de la ciudad, a unos ocho kilómetros hacia el suroeste.

    Protegida por las alas torcidas, la cabina del planeador había caído entre los vehículos estacionados delante de la entrada del edificio de oficinas. Cabeza abajo, colgado del arnés, Halloway sacó a golpes el techo I facturado de la cabina, soltó las correas y bajó hasta el lecho de un sedán verde.

    Demasiado conmocionado para poder hacer algo más que echar un vistazo a la cara del edificio que lo había derribado, Halloway bajó por las alas astilladas del planeador. Escogió un coche al azar y se tendió en el asiento trasero. En ese aire cálido y estancado, casi inalterado durante treinta años, descansó tranquilamente, masajeándose el pecho y los hombros doloridos. La cabina abovedada del coche, con asientos suavemente mullidos y contornos antiguos, de una pura funcionalidad metálica, era un apropiado útero para proteger su pasaje de los abiertos tránsitos del cielo al duro e inmóvil cemento que ahora lo rodeaba por todas partes.

    Pero cuando salió del coche después de una hora de descanso, Halloway ya empezaba a adaptarse a la escala y al carácter del paisaje urbano en el que había caído. Por todas partes proliferaban los letreros publicitarios, una voraz flora metálica, sin podar, desenfrenada. La tosquedad de las calles de asfalto y cemento comparada con los senderos de Ciudad Jardín, embaldosados y adornados con flores, la tecnología elemental de los cables de electricidad y pozos de ventilación, tenía toda la fuerza anárquica de una sociedad protoindustrial, más cercana a los enormes puentes voladizos y a las máquinas de vapor de los grandes Victorianos que a la imagen que tenía Halloway del siglo veinte.

    Cerca de dos kilómetros al noroeste una hilera de oxidadas grúas señalaba la orilla del Estrecho. Si iba por las calles laterales podía llegar al puente colgante en menos de una hora, cruzar el canal nadando de una parte a otra y llegar a casa por la noche.

    Sin pensarlo, Halloway volvió la espalda a la orilla, a las grúas y a los herrumbrosos barcos de mercancías. A pesar de su aparente amenaza, el grupo de rascacielos le ofrecía más seguridad que el mundo pastoral de Ciudad Jardín con sus bondadosos granjeros e ingenieros. En algún sitio de esos edificios altos —en un último piso, sin duda— estaba el apartamento donde habían vivido su madre y su padre. En cuanto a la preocupación por su seguridad que pudiesen sentir sus abuelos, Halloway tenía la certeza de que tanto ellos como la gente que estaba en la playa sabían perfectamente a dónde había ido.

    Halloway trepó al espinazo roto del fuselaje del planeador. Miró los restos, pensando en los meses que había empleado en construir el aparato. Allí, al pie de ese espejo, recordó el cuerpo de su padre tendido debajo del reflector solar en las ruinas calcinadas de la casa.

    —¡Vamos! ¡Olvídalo, Halloway! —Lanzando un grito de alegría, Halloway saltó por encima de la cola del planeador y echó a andar por la calle. Gritándose a sí mismo, corrió entrando en los coches, golpeando los techos con los puños. Volvía a casa.

    Durante las dos horas siguientes, mientras el sol cruzaba el Estrecho, Halloway siguió avanzando por las largas avenidas que lo llevaban, calle tras calle, al corazón de la metrópoli. Los bloques de oficinas y los edificios de apartamentos eran cada vez más grandes, aunque el centro de la ciudad seguía tan lejos como siempre. Pero Halloway no tenía prisa; le interesaba mucho más lo que veía alrededor. Se le había ido la primera sensación de nerviosismo. Con una curiosidad que todo lo devoraba, corría junto a los coches asentados sobre neumáticos desinflados, saltando de un lado de la calle al otro cada vez que algo le llamaba la atención. Las puertas de muchas de las tiendas, bares y oficinas no estaban cerradas con llave. En una peluquería —una cueva de Aladino repleta de chismes cromados, espejos, miles de botellas de diferentes colores— se sentó en las sillas giratorias y se probó una serie de pelucas, haciéndose muecas ante los espejos polvorientos. Dentro de una tienda grande se perdió en un laberinto de salas amuebladas, cada una como un escenario, decoradas en los estilos de hacía casi medio siglo. La cortina sintética y d tejido de las alfombras, con aquellos dibujos complicados y aquellos hilos de lame, eran totalmente distintos de los simples estambres y de los géneros de lana tejidos a mano de Ciudad Jardín.

    Halloway recorrió las penumbrosas escenas, los fantasmas de dormitorios y comedores. Se acostó majestuosamente en una cama de columnas, y acarició el mullido pelo de la colcha. Lo que más lo divertía era la sensación que producía ese mundo desaparecido, una sorpresa más táctil que visual.

    En la oscura sección de ropa de hombres sacó perchas y las puso sobre el mostrador, abrió a golpes los cajones de las vitrinas. Volcó en el suelo una cornucopia de trajes y camisas, zapatos y sombreros. Se quitó los pantalones y el chaleco de lana, como si fueran el uniforme de un ignorante patán medieval, y escogió nuevas ropas: zapatillas de color rojo, blanco y azul, pantalones amarillos de ante y una chaqueta de muletón forrada, bordada con hilo de plata y con flecos de cuero tan largos como su brazo.

    Con ese modesto atavío, se puso alegremente en marcha por la avenida. Miles de coches bordeaban las calles, con las vistosas carrocerías cubiertas de musgo. De las parrillas de los radiadores brotaban flores silvestres. Cada diez coches Halloway se detenía y trataba de hacer arrancar el motor. Sentado ante esos mandos que no respondían, recordó el coche que había encontrado enterrado en las dunas de Ciudad Jardín. La herrumbre había acabado con el techo y con las puertas, pero él se había quedado horas sentado al volante de ese viejo casco hundido. En cambio, el tiempo casi no había afectado a los coches que estaban aquí. Debajo del musgo y la suciedad la pintura chillona seguía tan brillante como siempre.

    A Halloway le decepcionó que ninguno arrancase. Mientras balanceaba una limusina negra que le había llamado la atención en una sala de muestras de automóviles, oyó que el combustible todavía chasqueaba en el tanque.

    —En algún sitio, Halloway —se dijo en voz alta— encontrarás un coche que funcione. He decidido que llegarás con elegancia...

    Al anochecer, al pasar por un parque lleno de árboles, arbustos y flores silvestres de todo tipo, Halloway se dio cuenta de que alguien lo seguía. A sus espaldas se oía débilmente, en el aire oscuro, el golpeteo suave de pies que a veces apenas se movían y luego corrían oblicuamente. Con el corazón saltándole en el pecho, Halloway se agazapó entre los coches. Nada se movía en la calle. Se llenó los pulmones de aire y corrió de prisa entrando en los coches y volviendo a salir. Se zambulló por la puerta de un autobús de evacuación estacionado delante de la puerta de un hotel y observó desde los asientos traseros.

    Cinco minutos más tarde vio el primero de sus tímidos perseguidores. Avanzando con cautela, todavía sin dejar de mirar hacia el parque a cincuenta metros de distancia, un ciervo grande cojeaba por la acera, buscando en la penumbra a Halloway. En un instante aparecieron dos más, esquivando con la cornamenta los cables aéreos que atravesaban la calle.

    Mientras miraba cómo olfateaban la oscuridad, Halloway recordó las apacibles criaturas del zoológico de Ciudad Jardín, tan poco agresivas como esos ciervos. Las vacas Angus y Hereford en el establo, los percherones y los cerdos de lomo manchado, los corderos, las gallinas y los gansos de corral conmemoraban todas las desaparecidas especies de animales domésticos. En Ciudad Jardín todo el mundo era vegetariano, no por convicción moral o religiosa sino simplemente porque sabían que la provisión de tierras para pastoreo, y el cultivo de cereales para la fabricación de piensos era una manera antieconómica e ineficiente de obtener proteínas.

    Después de que se alejaron los ciervos, regresando a su bosque entre los edificios de apartamentos, Halloway bajó del autobús. Como sabía que tenía que pasar la noche en alguna parte, subió las escaleras del hotel. En el séptimo piso encontró un dormitorio desde el que veía tanto el Estrecho como los rascacielos del centro de la ciudad. En la orilla de enfrente todavía brillaban débilmente los reflectores solares que bebían la última luz del crepúsculo, faros de un mundo desaparecido. Durmió durante toda la noche, soñando con aeroplanos de cristal de alas como espejos que giraban sobre su cabeza, esperando para llevarlo a un soleado nido entre las nubes.

    A la mañana siguiente Halloway salió temprano y continuó avanzando hacia el centro de la ciudad. Se sentía renovado y seguro de sí mismo, fortalecido por un desayuno de zumo de pomelo, habichuelas y melocotones sacados de los estantes de un supermercado cercano.

    Poco inclinado a comer carne, decidió no abrir ninguna lata de carne de cerdo ni de vaca, ni la ilimitada variedad de salmón, atún y sardinas.

    La brillante luz del sol llenaba las calles, resaltando los vivos colores de las flores silvestres que crecían en abundancia en las grietas de las aceras. A pesar de esos adornos, el carácter de la ciudad había empezado a cambiar. Halloway se cerró la chaqueta sobre el pecho y avanzó con más cautela. Por encima de él, en todas direcciones, estaban las enormes estructuras y la pesada tecnología de fines del siglo veinte: cruces de autopistas y accesos de puentes, hoteles de sesenta pisos y bloques de oficinas. Entre ellos, casi invisibles a nivel de tierra, había un deteriorado sustrato de bares y salas de juegos electrónicos, discotecas y tiendas de ropa. Las baratas fachadas y letreros de neón habían caído en las calles hacía mucho tiempo. En todas direcciones corría un laberinto de estrechas calles laterales, pero al seguir sólo las avenidas principales, pronto se desorientó. Una calle ancha, levantada por soportes de cemento, lo elevó en el aire, y cambió de rumbo en una serie de gigantescos bucles. Caminando pesadamente por ese curvo viaducto, una combada pista de ocho carriles, Halloway perdió casi una hora en volver al punto de partida.

    Fue en ese momento, poco después de salir de la intersección por una escalera de emergencia, que Halloway se topó con el primero de los extraños monumentos que luego encontraría por toda la ciudad. Al bajar por la salida de peatones descubrió que habían utilizado como basurero municipal un parque de estacionamiento cercano. Había desparramados por todas partes neumáticos viejos, desperdicios industriales y aparatos domésticos abandonados en un oxidado montón. Levantándose en el centro había una pirámide de televisores de unos veinte metros de altura, construida con considerable cuidado y con un avanzado sentido de la geometría. Los cerca de mil televisores estaban alineados uno contra otro, con las pantallas mirando hacia afuera; las combinaciones de diferentes modelos formaban dibujos decorativos en los bordes escalonados. La totalidad de la estructura, de la base al ápice, estaba invadida por saúcos, musgo y rosales, y las nubes de bayas formaban una enorme cascada.

    Halloway miró las hileras de televisores, una pirámide de ojos muertos dentro de cajas carcomidas, como huevos de algún voraz reptil que esperaba nacer de los suaves globos empotrados en esa matriz de materia orgánica en descomposición. Abiertos por los saúcos, muchos de los aparatos mostraban su instalación eléctrica interior. Los circuitos verdes y amarillos, los con-densadores y los moduladores, se mezclaban con las brillantes bayas de los rosales, órdenes rivales de caprichosa naturaleza que volvían a mezclarse después de millones de años de evolución separada.

    A menos de un kilómetro de allí, en una plaza entre dos edificios de oficinas, Halloway encontró una segunda pirámide. Desde lejos parecía una pira funeraria de chatarra, construida con cientos de máquinas de escribir, aparatos de télex y fotocopiadoras sacados de las oficinas que rodeaban la plaza, monumento a las generaciones de oficinistas y mecanógrafos que habían trabajado allí. Ordenadas en una serie de estrechas terrazas superpuestas, las pilas de máquinas de escribir formaban ingeniosas columnas barrocas. Brillantes plantas trepadoras, clemátides de pinzas como langostas y madreselvas de flores amarillas y rosadas, se entrelazaban alrededor de las columnatas metálicas, y las intensas flores iluminaban ese monumento a la herrumbre.

    Halloway subió por la escalera de archivos hasta la terraza superior de la pirámide. Por todas partes, en las calles cercanas y en las zonas elevadas para peatones, había echado raíz una extraordinaria vegetación. Dalias, caléndulas y cosmos florecían entre las losas agrietadas y en las urnas ornamentales de las entradas de los edificios de oficinas. En un sector de la avenida, de unos trescientos metros de largo, habían quitado todos los coches, y del asfalto roto brotaba un campo de amapolas. Las flores brillantes, fúnebres, se extendían en una alfombra rojo sangre por delante de la hilera de hoteles, como esperando a un turista demoníaco. De vez en cuando había un coche que había sido elegido por ese jardinero misterioso y derrochador, con el parabrisas y las ventanillas rotas y la cabina llena de flores. Tan vividas como una explosión en una tienda de pinturas, las flores azules y carmesíes y las hojas de nervaduras amarillas atestaban las ventanas abiertas, mezcladas con girasoles inclinados y las vides que cercaban el techo y la parrilla del radiador.

    De una calle lateral a menos de medio kilómetro de distancia llegó el ruido de un derrumbe de mampostería. El sonido de vidrios rotos hendía el aire. Halloway saltó bajando de la pirámide, aferrándose a una columna de máquinas de escribir mientras la calle le vibraba bajo los pies. El lento alud continuó, el retumbo de paredes de ladrillos y el frágil tintineo de vidrios que se rompían. Entonces Halloway oyó el fuerte golpeteo de lo que parecía ser algún tipo de motor enorme, un motor que latía con el mismo ritmo que aquel que su padre había puesto en marcha en el taller hacía unos años. La máquina se alejaba, rompiendo algún obstáculo que había encontrado en el camino. Ya empezaba a subir una nube de polvo al final de la calle, alumbrada por miles de pétalos de colores.

    Halloway subió a un coche que había cerca, y esperó a que la máquina se fuese. En la ciudad desierta el ruido del ataque había estado acompañado por una inconfundible violencia, como si una criatura enorme y peligrosa estuviese descargando su cólera al azar en los edificios que tenía alrededor.

    —Halloway, es hora de irse... —Ya había decidido dejar la ciudad y volver a casa. Una vez que hubiese atravesado el río estaría fuera de peligro.

    Cuando cesó el ruido en las calles, y la nube de polvo y pétalos ya había bajado por la avenida, Halloway echó a andar, alejándose del monumento de máquinas de escribir y aparatos de télex. Corrió en silencio por el campo de amapolas mientras los últimos pétalos caían en el aire inquieto a su alrededor.

    Al llegar a la calle lateral encontró la calzada llena de figuras humanas. Entre las flores aplastadas había mampostería y vidrios rotos, partes de escaparates de tiendas tan grandes como las alas de su planeador. La mayoría de las tiendas de ropa que ocupaban ambas aceras de esa calle estrecha habían sido atacadas, y una gigantesca herramienta había destrozado las fachadas de cristal y los escaparates.

    Por todas partes había maniquíes esparcidos a la luz del sol, brazos y piernas aplastados por el paso de la máquina, caras corteses que miraban desde los montones de vidrios y mampostería.

    Asustado por primera vez por ese espectáculo de violencia, Halloway corrió hacia el río, y por suerte encontró un puente de carretera que lo llevaba fuera de la ciudad. Sin detenerse a mirar atrás, atento al ruido de la máquina, echó a andar a toda velocidad con las zapatillas de colores. Al llegar a la mitad del puente aminoró por primera vez el paso para recuperar el aliento. La nube de pétalos flotaba todavía hacia el este entre los bloques de oficinas. Halloway miró hacia los suburbios del norte buscando el edificio espejado contra el que había chocado, lamentando tener que dejar el planeador entre esas calles anónimas patrulladas por una máquina violenta.

    Enfadado consigo mismo, se quitó la chaqueta forrada de muletón y la arrojó por encima de la barandilla. La chaqueta cayó en las aguas estancadas como un pájaro triste y brillante. Ya esperaba con ilusión el regreso a Ciudad Jardín, donde la gente era civilizada, de conducta sensata. Recordó su propia agresividad en los campeonatos de vuelo sin motor y se sintió avergonzado.

    —... demasiado apasionado por la acción a cualquier precio —se reprochó mientras caminaba—. En el futuro ten eso en cuenta, Halloway...

    Salió del puente y anduvo hacia el este, pasando por delante de los astilleros y los depósitos. Acababa de entrar en una zona de fábricas de una sola planta y viviendas baratas, tanques de productos químicos y subestaciones de electricidad. A su alrededor, por todas partes, se alzaban los monumentos. Atravesaba ahora un sitio cubierto de pirámides de electrodomésticos y neumáticos de coches, máquinas herramientas y muebles de oficina que habían sido levantadas en cada metro cuadrado de terreno baldío. Halloway continuó andando, sin prestar atención a esas pirámides y a las ambiguas flores que lo adornaban. Ya veía el derrumbado puente colgante que marcaba la puerta del Estrecho.

    Poco antes del mediodía, cuando se había alejado cinco kilómetros del puente, Halloway encontró el aeropuerto. Al acercarse a la valla vio la torre de control, y las colas de los aviones de pasajeros estacionados, tan altas como edificios de tres pisos. Toda la superficie del aeropuerto, las pistas de cemento y los bordes de césped, estaba cubierta por miles de automóviles. Variantes de no más de dos o tres modelos, se extendían por el paisaje como un enorme sueño metalizado.

    Con ganas de ver los aviones, Halloway siguió la valla hacia la entrada. Suponía que los coches habían sido modelos nuevos recién salidos de la línea de montaje y que habían sido almacenados en ese sitio al cerrarse el grifo del petróleo. Con un poco de suerte, conseguiría que uno arrancara.

    Ahora que había salido de la ciudad, Halloway comenzó a relajarse. El aeropuerto le parecía una zona curiosamente tranquilizadora, y de un modo secreto le compensaba la pérdida del planeador. Se imaginó a su padre aterrizando y despegando en uno de esos aviones monomotores estacionados en apretada fila del otro lado de la valla.

    En la entrada del aeropuerto, en una zona de peatones entre dos carriles de tránsito, Halloway encontró la pirámide más grande que había visto hasta ese momento. I )e bastante más de treinta metros de altura, el monumento había sido construido utilizando nada más que parrillas de radiadores de coches, una proeza de humor irónico. Hilera sobre hilera, los radiadores subían hasta la cima ingeniosamente soldados entre sí para formar escaleras y galerías internas. Por una vez, la flora tropical apenas había podido aferrarse a la base de la pila, y el cromo brillaba aún como una capa de encaje reluciente.

    Impresionado por la estructura, Halloway la rodeó y entró en el aeropuerto. En todas direcciones salían calles hacia los edificios de la terminal y las oficinas de carga. Camiones de combustible y vehículos averiados obstruían los estrechos carriles. Después de perderse en ese laberinto, Halloway decidió subir al techo de un garaje de diez pisos de altura cuyos suelos inclinados subían en espiral detrás de los edificios de la estación terminal.

    Al pasar por delante de los ascensores rumbo a la escalera, Halloway tocó sin pensar el botón de llamada. Para su sorpresa, las puertas respondieron rápidamente, y se abrieron sin vacilar sobre cojinetes bien aceitados. El interior del ascensor estaba cuidado y limpio, el tablero de mandos recién lustrado.

    Escuchando el débil zumbido de un generador eléctrico encima del hueco del ascensor, Halloway juntó coraje. Había algo de seducción en ese compartimiento inmaculado, y ya estaba perdiendo la paciencia con su costumbre de dar media vuelta e irse de la ciudad ante la menor señal de alarma. Pensaba tarde o temprano ponerse de acuerdo con la criatura que merodeaba entre los edificios desiertos, y este garaje sería un buen puesto de observación.

    Entró en el ascensor, examinó el tablero de instrumentos y tocó un botón al azar.

    En menos de un minuto había subido al séptimo piso y salido a lo que pronto descubrió era un museo de automóviles. A primera vista los coches no se distinguían de los miles de vehículos junto a los que había pasado ese día. Pero mientras caminaba por la penumbra, viendo su reflejo en el cuero encerado y la celulosa bruñida, se dio cuenta de que había tropezado con un singular museo privado. Los alrededor de sesenta coches de ese piso inclinado eran todos piezas de exposición rotundamente asentadas sobre neumáticos inflados, automóviles antiguos amorosamente recompuestos.

    —Pierce Arrow... Bugatti... Hispano—Suiza... Chevrolet Impala... —dijo, leyendo en voz alta los nombres que había en los medallones de los fabricantes. Muchos de los vehículos databan de por lo menos un siglo atrás, de los comienzos de la era automovilística, coches enormes de chapa y acero con asientos altos y faros más grandes que los diminutos motores. Otros, espaciosos turismos y limusinas, eran tan nuevos como los modelos que cubrían las pistas del aeropuerto.

    Cord. Stutz. Chrysler Imperial. Halloway subió al octavo piso. En la oscuridad, más coches estacionados unos frente a otros, todos cuidadosamente encerados y lustrados.

    La única excepción estaba detenida en el centro de la rampa, un sucio camión de seis ruedas con una pesada grúa montada en la plataforma trasera. La cubierta del motor estaba todavía caliente. Halloway abrió la puerta del conductor; en el asiento había una caja de herramientas y un juego de mapas de la ciudad con zonas tachadas. Las naves de encendido colgaban del ta-blero, y un olor crudo pero potente de aceite carbonizado, gasolina y refrigerante inundaba la cabina.

    Sentado al volante, Halloway tocó los mandos, tratando de recordar algo de la pericia informal con la que tan fácilmente había impresionado a la pandilla de niños de doce años mientras les mostraba cómo se conducía.

    De repente empezó a funcionar el motor, tronando entre los pisos de cemento como si fuera a deshacerse. El pesado vehículo vibraba intensamente, y la portezuela que no estaba cerrada chocó contra el codo de Halloway. En el tablero se encendieron varias luces. Aferrando el volante con cautela, Halloway soltó el freno de mano y dejó que el camión bajase por la pendiente de hormigón, pisando el acelerador mientras el vehículo avanzaba a una velocidad constante de tres o cuatro kilómetros por hora.

    En treinta minutos conducía por el aeropuerto a gran velocidad, rugiendo por las calles laterales y por el único pedazo de pista descubierta. De los embalses al este del aeropuerto se levantaban bandadas de patos y gansos asustados que huían del ruido del vehículo. Al salir del garaje, el camión se había detenido, y Halloway había tardado algún tiempo en descubrir que la palanca de cambios estaba en punto muerto. Pronto aprendió a poner los cambios, y arrancó a velocidad vertiginosa, entrando y saliendo por la zona de coches estacionados. El pesado camión, y la grúa que se balanceaba violentamente golpeando a un lado y a otro con el gancho de acero, levantaba nubes de herrumbre de los coches que apartaba del camino. La fuerza de avance del vehículo, tras el movimiento ágil pero pasivo del planeador, asombraba a Halloway. La más leve presión del pie en el acelerador lanzaba al camión hacia adelante como un rayo. Lo que más lo impresionaba era la energía bruta de la máquina, esa dinamo visceral totalmente de acuerdo con la ciudad del otro lado del río.

    Entusiasmado por esa recién estrenada resolución, y seguro de que ahora podría enfrentar a cualquier adversario, Halloway se dirigió a la salida del aeropuerto. Al pasar por la puerta principal ya iba a casi cien kilómetros por hora. Soltó demasiado tarde el acelerador cuando el camino viró rodeando la isla peatonal con la pirámide de parrillas de radiadores. Tratando de aminorar la marcha, se lanzó contra el borde cubierto de césped, y el cordón de cemento casi hizo volcar el camión, que siguió adelante como un rayo, el gancho y las pesadas cadenas de la grúa golpeando la cabina detrás de la cabeza de Halloway. Aferrado al volante, protegiéndose la cabeza con los brazos, sintió que el choque contra la hilera más baja de la pirámide lo arrojaba a través de la cabina. El camión rompió una docena de parrillas, que quedaron colgando como trofeos de los abollados parachoques mientras el vehículo giraba y apuntaba directamente a un poste indicador y se detenía de costado con la cabina enterrada en la tierra blanda.

    Estaba despertando de un sueño en el que volaba en un aparato con motor.

    Volaba por un cielo oscuro y sin viento. A través del fuselaje detrás de la cabeza le llegaba el martilleo continuo de un motor. En la cabina, a su lado, iba un hombre agazapado sobre los mandos, como si estuviera ocultándose de Halloway. Cuando intentaba ver la cara de ese misterioso piloto el avión se ladeaba bruscamente, arrojando a Halloway contra la pared de la cabina. Mientras buscaba la manera de huir, se daba cuenta de que el aparato estaba hecho de cristal y que veía las estrellas a través de las alas y del fuselaje. Sin poder contenerse, aferraba el hombro del piloto y trataba de arrebatarle la palanca de las manos. Mientras luchaban, el avión caía en picada por el cielo con el motor chillando...

    Al despertar se encontró en una cabina débilmente iluminada, acostado en una cama sujeta a una pared de chapa. Inclinado sobre Halloway, tirándole preocupado del hombro, había un joven unos cinco años mayor que él, un negro alto y delgado con una expresión de prudente ansiedad en el rostro tímido pero inteligente.

    —Descansa: has aterrizado sin peligro.

    Flotando en el aire a poco más de medio metro de distancia, ante los ojos de Halloway, brillaba una línea de letras escarlata, en la estilizada tipografía de un ordenador.

    —¿Me oyes? Ya no estás volando.

    Halloway asintió débilmente, mirando los mensajes que parecían salir de la mano del hombre. Aunque había ventanillas en la cabina, el aire de afuera era casi i opaco, como si estuvieran dentro un edificio más grande. A seis o siete metros de distancia se veía en el cielo otro techo ladeado.

    —Había un motor en el planeador —explicó Halloway. Se incorporó y señaló el techo de la cabina. Allí arriba, en algún sitio, martilleaba un motor de explo-sión—. Ahora lo oigo...

    Unas letras parpadearon en la palma del negro. El extraño alfabeto volvió a ordenarse en forma de mensaje. Aquellos ojos pensativos presidían esas combinaciones de letras como si fueran anagramas de estigmas.

    —Hay un generador de energía en el techo.

    Como para tranquilizar a Halloway, pulsó un interruptor en la pared.

    Cuando se encendió la luz eléctrica en la cabina —un brillo producido por un antiguo filamento de tungsteno—, Halloway examinó los alrededores. Estaba acostado en una litera de un todoterreno grande, parte de un grupo reunido en lo que creía que era el último piso del garaje. Frente a él, detrás de una pequeña cocina, estaba el compartimiento del conductor, el volante y el panel de instrumentos debajo de un parabrisas alto.

    Sentado a su lado, claramente aliviado de ver que Halloway volvía en sí, estaba el habitante del todoterreno. Tenía el lado izquierdo de la cara cubierto por un calado de muescas, diminutos cortes sin duda infligidos durante la niñez. Al principio Halloway pensó que eran algún tipo de insignia tribal, pero luego se enteró de que eran las cicatrices de un grave accidente auto-movilístico.

    Con esa cara inteligente y esos ojos curiosamente desenfocados, que parecían clavados en algún punto dentro de su propia mente, le recordó a Halloway un payaso de circo sin el maquillaje. Estaba allí en el todo—terreno con la misma actitud vagamente melancólica de los payasos que Halloway y sus amigos iban a ver cada vez que las caravanas visitaban Ciudad Jardín. Mientras miraba a Halloway con esa expresión despierta pero neutra, daba la sensación de que había estado demasiado tiempo solo, y no sabía muy bien cómo reaccionar ante la presencia física de otro ser humano.

    Tocó el hombro de Halloway, evidentemente para convencerse de que su visitante no representaba una amenaza.

    —¿Estás bien?

    —Mucho mejor. Me parece que el camión que choqué era el tuyo.

    El hombre hizo un ademán, quitándole importancia al asunto. Parecía a punto de hablar, pero se contenía. En una mano, casi oculta entre los dedos delgados, tenía una calculadora de bolsillo. Con asombrosa rapidez tecleó mi mensaje que brilló en el visor alfanumérico.

    —Olvídalo. Aquí no hay exactamente escasez.

    Mientras miraba por la ventanilla del todoterreno, Halloway tuvo una clara impresión de que ese joven solitario y mudo era un prisionero de ese lugar, encima del museo de coches en el centro del aeropuerto abandonado. Los dedos revolotearon sobre las teclas de la calculadora. Cada frase que aparecía era rápidamente leída y borrada por los dedos que escribían ese Braille al revés. Era evidente que estaba acostumbrado a mantener largas conversaciones consigo mismo.

    —Siento lo del camión —dijo Halloway. Al recordar la espantosa violencia de esa mañana, preguntó con cautela—: ¿Vives aquí? ¿Cómo te llamas?

    —Olds.

    —¿Olds? ¿Como...? —Halloway no pudo contener una carcajada, pero el joven negro asintió, evidentemente sin ofenderse. Participando en la broma, se tocó las cicatrices del cuero cabelludo. Los dedos golpetearon el I celado.

    —Sí. Como en Oldsmobile. Hace diez años me cambié el nombre.

    Halloway miró el mensaje iluminado, pensando en otra cosa. En su tenue sonrisa había una expresión de pesar.

    —¿Por qué no? —dijo en tono alentador—. Me gusta, es un buen nombre. —Miró el reloj. Pasaba de las dos. Se sentía atraído por ese negro solitario pero era hora de marcharse.
    —Olds, tengo que irme.

    —Está bien. Pero antes come algo.

    Salieron de la cabina y bajaron al décimo piso del garaje. Con cuatro todoterreno se había formado un recinto cerrado. Desde la barandilla, Halloway miró los miles de vehículos que cubrían el aeropuerto.

    El camión accidentado estaba tumbado junto a la pirámide de parrillas de radiadores. Daba por sentado que Olds había construido esos monumentos. Sobre mesas de caballete junto a los todoterreno había una importante selección de piezas eléctricas: dínamos y transformadores, cajas de fusibles e interruptores. Por el suelo se veían cables de electricidad que comunicaban el generador del techo con una barbacoa en el centro de lo que, suponía, era el comedor de Olds. Girando en el asador, estaba el cuerpo de un pequeño ciervo. La carne fundida brillaba como roble lustrado. Por señas, Olds invitó a Halloway a que se sentara en una silla y empezó a cortar tajadas.

    Una hora más tarde Halloway había terminado la comida más embriagadora de su vida, y decidió aplazar el regreso a Ciudad Jardín todo lo posible. Después de la pálida cocina vegetariana de la infancia, el gusto de la carne y de la grasa animal actuó sobre él como si fuera adrenalina. Rodeado de huesos y de sobras de carne, se sintió como los primitivos pioneros que habían coloni-zado esa tierra y construido sus ciudades.

    Olds lo había mirado con evidente placer mientras comía. De vez en cuando, tras invitarlo a que se sirviera una segunda o tercera ración, su mano derecha tecleaba en la calculadora un breve mensaje dirigido a sí mismo, como si estuviese transcribiendo un comentario sobre una segunda vida que transcurría dentro de su cabeza.

    Durante la comida le contó a Halloway cosas de su vida; cómo, cuando era un niño de cinco años, lo había atropellado un ama de casa que llevaba el Oldsmobile al cementerio local de coches. Así, se había convertido en la última víctima mundial de tráfico. Quince años más tarde, tras una larga e incompleta recuperación de las lesiones cerebrales, dejó el centro de formación técnica del hospital de la comuna ochenta kilómetros al norte de la ciudad y se fue a vivir entre los miles de coches estacionados en las pistas de ese aeropuerto aban-donado. Allí, movido por una profunda compulsión, dedicaba su tiempo a montar ese museo de coches, tal vez con la esperanza de encontrar las partes de la mente que le faltaban. Su ambición, le explicó a Halloway, era tener en funcionamiento un modelo de cada tipo de coche que se hubiera fabricado.

    —Sólo entonces haré las paces con el accidente.

    Esbozó una sonrisa de disculpa y agregó:

    —Luego podré aprender a volar.

    Halloway asintió, comprensivo, sin saber si Olds le estaba tomando el pelo. Ese hombre inteligente, tímido pero seguro de sí mismo parecía en su sano juicio hasta donde Halloway podía darse cuenta. Cuando terminaron de comer le pidió a Olds que lo llevase a ver el museo.

    —¿Reparaste todos éstos? Cuesta creerlo... En primer lugar, ¿de dónde sacaste el combustible?

    Olds hizo un ademán casual hacia el mar de vehículos que se extendían hasta el horizonte alrededor del garaje.

    —Hay cinco millones de coches sólo en esta ciudad. Casi lodos los tanques tienen todavía un poco de gasolina.

    Halloway siguió la hilera de vehículos, mirando su propio reflejo en las parrillas de los radiadores y en el cromado amorosamente restaurados. Olds iba delante, señalando un poco común Mercedes 600, un Rolls—Royce Silver Cloud, un Facel Vega. Estaba evidentemente orgulloso de mostrar la colección, pero al mismo tiempo Halloway notó que parecía algo aburrido de esos vehículos. La mirada se le iba continuamente hacia los aviones de pasajeros cubiertos de musgo y estacionados junto a los edificios de la terminal.

    —¿Estás seguro de que todos funcionan? —dijo Halloway. Señaló una resplandeciente limusina—. Éste, por ejemplo... un Daimler Majestic.

    Con una rapidez notable, Olds saltó al volante del coche. En segundos rugía el motor y latían los faros, cegando por un instante a Halloway. La bocina sonaba imperiosamente.

    —Olds, ¡esto es increíble! —lo felicitó Halloway—. Prueba este otro... este Pontiac Firebird.

    Durante los próximos treinta minutos los dos hombres recorrieron el museo, Halloway gritando y señalando un coche tras otro, Olds saltando de un asiento al siguiente como un fauno excitado, un Ariel automovilístico, haciendo girar la llave y arrancando el motor. Cada coche quedaba con el motor en marcha y los faros encendidos. Primero hubo una docena de coches funcionando, luego más de treinta, y finalmente todo el piso octavo y todo el piso noveno del garaje. El rugido de los motores, los gases de los escapes que se arremolinaban ante los faros, la vibración de los pisos y de las barandillas, el olor a combustible quemado y el estruendo que resonaba en el aeropuerto abandonado le hicieron sentir a Halloway que toda la ciudad había comenzado a revivir, arrancando de nuevo por obra de ese joven recluso.

    Finalmente, menos por crueldad que por curiosidad, Halloway gritó un último nombre.

    —¡Uno más, Olds! ¿Qué te parece...? —A falta del coche, señaló al azar.— ... ¡el Oldsmobile!

    Halloway lamentó inmediatamente la travesura. Demasiado tarde, vio el rictus en la cara de Olds. Sentado al volante de un Galaxie blanco, empezó a golpear el tablero, enfadado con el coche porque no arrancaba solo. Cuando Halloway llegó junto a él ya se había desplomado contra el respaldo y estaba entrando en una profunda ausencia, la boca abierta, la sangre de la cara transformándole las cicatrices en un vivido encaje. En el asiento de al lado, como un animal hiperexcitado, su mano derecha tecleaba un desesperado mensaje en la calculadora.

    —¡Olds... no importa!

    Halloway abrió la portezuela y trató de calmarlo. Unos raros mensajes centelleaban entre los faros mien—t ras Olds perdía la conciencia y los motores de cien coches vibraban alrededor en el aire cargado de gases.

    —¡Enséñame a volar!

    En una hora Olds se había recuperado. Sentado en un asiento de coche junto a la barbacoa, se tocó la cara y el cuero cabelludo, palpando la tracería de cicatrices como para asegurarse de que el rompecabezas volvía a estar en su lugar. Después de arrastrarlo hasta el ascensor y llevarlo a la guarida, Halloway había andado entre los coches, apagándolos uno por uno. Cuando el edificio volvió a quedar en silencio se apoyó en la barandilla y miró hacia las distantes torres de la ciudad. A pesar de los aviones cubiertos de musgo delante de los edificios de la terminal, Halloway descubrió que ya no pensaba en buscar el apartamento de sus padres. Ya se le estaba formando en la mente un proyecto mucho más ambicioso.

    Se quedaron sentados juntos en la penumbra, escuchando el golpeteo monótono del generador del techo, las caras alumbradas por el brillo de la barbacoa.

    Con la misma astucia inocente que utilizaba con su abuelo, Halloway dijo: —Olds, tú eres un genio con los coches. Pero ¿puedes hacer funcionar alguna otra cosa?

    Olds asintió sobriamente, sin dejarse engañar ni un momento. Se examinó las manos delgadas, como resignado a los talentos que se le multiplicaban en las puntas de los dedos.

    —Cualquier cosa. Puedo hacer funcionar cualquier cosa.

    —Te creo, Olds. Encontraremos mi planeador y tú le pondrás un motor y una hélice. Luego te enseñaré a volar.

    Temprano a la mañana siguiente Olds y Halloway salieron juntos del aeropuerto. Olds escogió, aparentemente al azar, otro vehículo averiado entre la reserva de camiones y furgonetas del primer piso del garaje. En la parte trasera, donde había un generador atornillado a la caja, arrojó una bolsa de herramientas y bobinas de cable para electricidad. Se había recuperado del ataque de la tarde anterior. De algún modo, la posibilidad de volar le había devuelto la confianza en sí mismo. Mientras salían del aeropuerto, rodeando la pirámide de parrillas de radiadores, tecleó una serie de preguntas a Halloway.

    —Un motor, pero ¿de qué tamaño? ¿Cuántos caballos de fuerza1?

    —No recuerdo —admitió Halloway. Tenía que fingir que había pilotado aviones con motor—. Suficientemente grande como para mover una hélice. ¿Como el de este camión?

    —Demasiado pesado. Buscaré un motor de aviación.

    Cruzaron el río y fueron hacia el norte atravesando la ciudad. De vez en cuando Olds miraba el indicador de combustible, y detenía el camión en el centro de la calle y saltaba con una manguera en la mano. Daba vueltas alrededor, sacudiendo los coches y escuchando el chasquido del combustible.

    Una vez, mientras Olds chupaba el tubo, Halloway cruzó la acera hasta un pequeño bar. En la entrada había un tocadiscos automático, con una gruesa capa de polvo sobre el extravagante frente de plástico. Halloway tocó los botones al azar y luego salió a caminar por la calle.

    Al volver, cinco minutos más tarde, Olds había desaparecido. El camión seguía en la calle, con el motor del generador eléctrico funcionando tranquilamente. Faltaba la bolsa de herramientas, y atravesaban la acera unos cables del generador.

    —¡Olds! ¡Vamos!

    Entonces oyó una música que venía del bar. Un sonido discordante y áspero, unos rápidos golpes de batería y guitarras, y la voz de un cantante de rock and roll rugió atronando la calle vacía.

    Cuando llegó al bar encontró a Olds agachado detrás del tocadiscos, la bolsa de herramientas abierta en el suelo. Como un maletín de cuero equipado con cientos de bolsillos, la bolsa parecía contener todas las herramientas jamás inventadas. Los brazos de Olds estaban dentro de las entrañas de la máquina, enganchando una serie de cables prolongadores que iban a un transformador.

    Al llevarse Halloway las manos a las orejas, Olds apagó el aparato y le hizo un guiño.

    —Esto es sólo el comienzo.

    Estaba cumpliendo lo prometido. Mientras avanzaban por las interminables avenidas bordeadas de bloques de oficinas, hoteles y tiendas, Olds detenía el camión, sacaba la bolsa de herramientas y desenrollaba los cables sobre la calle. En rápida sucesión hizo funcionar tres billares automáticos en una galería de atracciones, una hilera de lavadoras en una lavandería, un télex y dos telégrafos en las oficinas de la planta baja de una empresa comercial, y toda una línea de electrodomésticos en una tienda de equipamiento del hogar. Como si estuvieran ensayando para una familia de locos, las licuadoras zumbaban, los calefactores de ventilador soplaban, las aspiradoras rugían y una docena más de aparatos martilleaban y silbaban.

    Mientras miraba todo eso, a Halloway le impresionó la naturalidad con que Olds ponía en marcha todos esos artefactos. Iban hacia el norte, animando esas minúsculas porciones de la ciudad, dejando atrás esos alegres nudos activos.

    Aturdido por el ruido y por la emoción, Halloway iba lánguidamente sentado en el camión cuando llegaron al bloque de oficinas espejado contra el que había chocado. El planeador estaba caído entre los coches, con las alas rotas que se agitaban en la brisa leve. Olds dio una vuelta alrededor, inspeccionando con ojos dulces pero astutos la cabina invertida, y Halloway casi tuvo la esperanza de que su compañero lo armase de nuevo con unas pocas vueltas de destornillador.

    Olds señaló la gibosa cabina, donde la reforzada armazón del fuselaje detrás del asiento del piloto formaba una plataforma cuyo propósito Halloway nunca había entendido.

    —Este es un avión verdadero. Diseñado para llevar un motor de gasolina. Pero ¿tú lo construiste para que pareciese un planeador?

    —Ya lo sé —mintió Halloway—. No encontré el grupo electrógeno adecuado.

    Las manos rápidas de Olds exploraban el interior del fuselaje.

    —Guías para cables de control. Compartimiento para el tanque de combustible. Está muy bien pensado. Y tiene sitio para los dos.

    —¿Qué? —Sinceramente sorprendido, Halloway miró dentro de la cabina.

    —Detrás del panel del piloto hay espacio para un pasajero.

    Mientras Olds señalaba con la calculadora, Halloway observó lo que su padre había diseñado para servir sin duda de asiento trasero. Su madre y su padre ¿planearían dejarlo cuando partiesen? O tal vez su padre tenía la intención de llevar consigo a su hijo, y volar los dos juntos hasta la ciudad.

    Perplejo ante esos descubrimientos, notó que Olds lo miraba con ojos interesados aunque cariñosos. ¿Creería realmente Olds que Halloway había diseñado ese planeador? ¿Estaría usando a Halloway exactamente del mismo modo en que Halloway trataba de explotarlo?

    Por el momento casi no tenía importancia. Halloway se sentó al volante durante el viaje de regreso al aeropuerto, después que desmontaron el planeador y ataron las piezas al camión. La fuerza y el ruido del motor borraba todas las dudas. Dominando apenas la excitación, trató de reducir la velocidad mientras corrían por las calles.

    —¡Olds! ¡Mira esto!

    Cruzaron una parte de la calle en la que crecían amapolas, flores vividas pero siniestras que se extendían por delante de ellos unos trescientos metros. El parachoques del camión segó las flores, y una densa nube de pétalos ondeó subiendo en el aire, tiñendo el cielo como un crepúsculo en miniatura. Halloway dio media vuelta y pasó de nuevo entre las amapolas, sosteniendo el volante casi de pie mientras atravesaban el remolino de pétalos.

    Al acercarse al centro de la ciudad, Halloway se metió por las calles laterales, buscando otras zonas florales cultivadas en el asfalto roto por algún jardinero aberrante. Pronto hubo millones de hojas flotando en el aire coloreado. Había calles blancas donde encontraron amapolas, avenidas amarillas cubiertas por una bruma de ranúnculos aplastados, bulevares azules que lloraban una lluvia de nomeolvides.

    De repente, al salir de una tormenta de pétalos de narciso, Halloway casi chocó contra un tractor industrial de gran tamaño que iba por la calle delante de él. Frenó detrás del tractor y arrojó a Olds contra el tablero de instrumentos. Halloway apagó el motor y miró ese enorme vehículo con orugas que se movía pesadamente entre la neblina de pétalos. Delante del motor llevaba montado un brazo hidráulico provisto de una inmensa pinza que ahora sujetaba un solo automóvil, levantado en el aire a tres metros del suelo.

    En la cabina de mando, un hombre de pelo oscuro con una chaqueta negra de plástico adornada con tachones plateados movía hábilmente las palancas. Apenas se le veía la cara detrás del remolino de pétalos, y no parecía haber advertido la presencia del camión detenido detrás. Sin embargo, cuando Halloway hizo arrancar de nuevo el camión e intentó adelantarse al tractor, el hombre hizo girar la pinza hacia la derecha, cerrándole el paso con el coche que sostenía en alto. Al mirar ese rostro bien parecido, de labios duros como cartílagos, Halloway tuvo la certeza de que había sido ese conductor, y esa máquina aterradora, los que habían destrozado los maniquíes de la tienda de modas el día anterior.

    Halloway comenzó a dar marcha atrás, pero Olds le apretó el brazo.

    —Síguelo. Stillman necesita salirse con la suya.

    Mientras Halloway avanzaba, siguiendo al tractor, Olds se echó hacia atrás en el asiento. Había apagado la calculadora y parecía haber olvidado la jubilosa carrera entre las flores, la mente en otra parte, aburrido al pensar en lo que vendría.

    Salieron a una plaza abierta, situada en el corazón de uno de los sectores más viejos de la ciudad, una zona de teatros, bares y hoteles baratos. En el centro de la plaza se levantaba el monumento a la tecnología del siglo veinte más grande y más excéntrico que había visto hasta entonces. A primera vista parecía una catedral gótica, construida totalmente con hierros oxidados, vidrio y cromo. Al cruzar la plaza siguiendo al tractor, Halloway se dio cuenta de que toda la estructura estaba montada nada más que con carrocerías de coches. Apilados unos sobre otros, formaban una empalizada de torres que subían en el aire casi setenta metros.

    Un grupo de pesadas grúas y andamiajes señalaban el lado que estaban construyendo, dominado por una plataforma de observación a la que se llegaba con la ayuda de un ascensor. Junto a la barandilla, esperando a que el tractor llevase su última contribución al monumento, había un hombre de edad avanzada, pequeño y belicoso. Aunque tenía bastante más de ochenta años, estaba vestido como un instructor de educación física con suéter y pantalones inmaculadamente blancos. Examinó el planeador de Halloway con ojo crítico, agarró un megáfono y empezó a gritar instrucciones en voz alta al hombre que conducía el tractor.

    Olds miraba el monumento de coches sacudiendo la cabeza, como sabiendo con tristeza que él y ese extraño viejo estaban metidos en el mismo asunto. Encendió la calculadora.

    —Te espero aquí. Vas a conocer al señor Buckmaster. Virrey, zar y guardián de esta isla.

    Halloway esperó a que el conductor bajase de la cabina. Tomándose deliberadamente su tiempo, el hombre se acercó despacio a Halloway, señalando con el dedo las zapatillas rojas, blancas y azules, los pantalones ama-rillos y la camisa cubierta de pétalos.

    —El Chico Arco Iris... bajaste del cielo y te estás divirtiendo...

    Aunque doblaba en edad a Halloway, con el pelo alisado hacia atrás y una piel pálida que siempre parecería sucia, tenía un aura de pereza y juventud, como si una gran parte de su vida hubiera transcurrido en su ausencia y él mismo no hubiese envejecido más allá de los veinte años. A pesar de esa manera de ser sarcástica, parecía observador y dispuesto a congraciarse con él en cualquier momento. Con esa agresividad autocomplaciente y ese estilizado pavoneo, era un tipo de persona que Halloway no había conocido nunca en Ciudad Jardín, pero que todas sus lecturas confirmaban como un espécimen clásico de hombre metropolitano.

    —Toma el ascensor —le dijo a Halloway—. El señor Buckmaster te ha estado esperando. Querrá alistarte como mano de obra.
    —Este monumento... y los demás. ¿Él los construyó todos?
    —Yo los construí. Buckmaster sólo tuvo la disparatada idea. Un homenaje a la Chrysler Corporation, a Datsun y a la General Motors. Cuando terminemos, el espíritu de Karl Benz descansará bajo un millón de carnets de conducir y multas de estacionamiento.

    Cerró de golpe la reja del ascensor en la cara de Halloway y dio un puñetazo al botón de subida.

    El viejo de blanco estaba esperando cuando Halloway llegó a la plataforma de observación. Sobre una mesa pequeña había un juego de planos, y Halloway vio que, si algún día quedaba terminada, la estructura subiría en el aire más de ciento treinta metros.

    El viejo invitó a Halloway por señas a que se acercase a la barandilla. Todo en el hombre sugería prisa: la agilidad de los ojos y de la boca, las manos inquietas. Habló con Halloway como si lo hubiera conocido de siempre y estuviese reanudando una conversación interrumpida hacía sólo unos segundos.

    —Parece un lío, ¿verdad? Sólo una pila de automóviles, hay millones de depósitos de chatarra llenos. ¿Qué crees que estoy haciendo? Espera y verás. —Señaló el planeador de Halloway que iba en la caja del camión, donde Olds le estaba sacando ya la tela rota.— ¿Es un planeador o un avión de motor? Durante la guerra fabriqué treinta mil cazas para el gobierno, los producíamos con tanta rapidez que la Fuerza Aérea alargó la guerra para deshacerse de ellos. Y eso además de un centenar de aeronaves, submarinos de carga, y suficientes piezas de repuesto como para que cada habitante de este planeta tuviese en casa un juego para armar un robot. Luego cambié de herramientas e inundé el mundo con televisores de pulsera, casas de papel comprimido, un millón de trucos. Técnicas de producción masiva llevadas a la enésima potencia. ¿Recuerdas mi sintetizador de proteínas? —Miró a Halloway, que asintió rápidamente.— No, eres demasiado joven. No era más grande que una maleta, y lo ponías debajo de la cama por la noche y aprovechaba tu sudor y tu temperatura corporal. Por una u otra razón no tuvo éxito, pero yo habría dado de comer a un mundo hambriento, habría elevado la población del mundo a cincuenta mil millones y le habría dado bienestar. Estaba preparado para construirles superciudades, los primeros conglomerados de urbanizaciones, megametrópolis más grandes que cualquier nación—estado. Diseñé la primera ciudad plegable, partes intercambiables que se podían trasladar sobre rieles gigantescos. Tiene sentido: si durante el día no se usa un teatro, sácalo del paso y pon en su lugar un bloque de oficinas. En vez de aprovecharlo —aquí levantó con elocuencia las viejas manos hacia las calles vacías— renunciaron a todo eso y desaparecieron. Adiós, hombre del siglo veinte, hola Arcadia, ese mundo tímido de ruedas hidráulicas y baterías solares. No es que la energía de las mareas tenga un futuro ilimitado. Cada vez que cabecea uno de esos pontones, el planeta retarda un poco su movimiento. Los días se alargan...
    —Bueno... —Halloway echó una mirada al conductor de chaqueta negra de pie junto al tractor, con una mano en el automóvil suspendido en el aire sobre su cabeza.—Pensaba establecerme.
    —Muy bien... pero todo ha terminado. Ahora lo único que queda por hacer es cerrar esto. Ofrecerle un entierro humano, levantar por aquí y por allá un monumento a la tecnología del siglo veinte, a todas esas cosas que dábamos por sentadas: neumáticos, motores, televisores, electrodomésticos, automóviles...

    Por primera vez le flaqueó la voz, y luego se interrumpió, mientras miraba con tristeza la catedral de coches. Esperando a que ese extraño viejo volviera a hablar, Halloway recordó haber visto esa mandíbula combativa y esos ojos de soñador en libros de texto de arquitectura que había en la biblioteca del abuelo. Buck—master había sido el último de los grandes empresarios industriales, en parte arquitecto e ingeniero, en parte visionario, movido por una anticuada chifladura, una incesante originalidad y un fino talento para monopolizar los titulares. Proyectos grandiosos iniciados en todo el mundo y luego abandonados a manos de rivales y de alumnos, una serie de mujeres, la tercera de las cuales murió en un escándalo misterioso, pleitos contra numerosos gobiernos, planes para el primer puente transatlántico: ésos eran algunos elementos de una carrera tempestuosa que abarcaba casi setenta años. Aunque era evidente que Buckmaster vivía con un siglo de retraso, había algo en esa energía y en esa resolución que hizo reaccionar la mente de Halloway. No pudo dejar de comparar el ilimitado apetito de Buckmaster por el acero, la energía, el cemento y las materias primas con las abnegadas y derrotistas vidas de los ingenieros y arquitectos de Ciudad Jardín. Hasta había un grupo marginal de fanáticos científicos —los llamados «heliófilos»—cuya ambición era devolver energía al sol mediante el disparo de todos los antiguos misiles con cabezas nucleares, para pagarle así los mil millones de años de generosidad.

    Siguió a Buckmaster al interior del monumento, incómodamente consciente de que esa catedral de óxido podía derrumbarse en cualquier instante. En el otro extremo de la nave el semicírculo de paredes internas había sido transformado en un profuso jardín botánico. De las carrocerías de los coches colgaban terrazas y terrazas de plantas trepadoras, de las ventanillas y de los huecos de las ruedas brotaban flores brillantes. Las doradas campanas de la forsitia se arrastraban decenas de metros cayendo por el aire desde las ventanillas de imponentes limusinas, la neblina blanca de vides de un kilómetro por minuto flotaba como vapor sobre las parrillas de los radiadores y los escapes.

    Aparentemente sin darse cuenta de que esa cascada de flores ya estaba transformando su monumento en una estructura mucho más extraña de lo que él había imaginado, Buckmaster empezó a señalarle varios detalles de la construcción. Pero a Halloway le interesaba más el jardín colgante. Una mujer joven cuidaba las flores, sacando de una serie de bandejas plántulas de ca-puchinas y de petunias y colocándolas en las portezuelas y las ventanillas. Mientras iba y venía, subiendo y bajando una alta escalera, Halloway tuvo dificultades para adivinar su edad. En Ciudad Jardín las mujeres emancipadas vestían blusas simples y chalecos de confección casera que no se distinguían de los que usaban los hombres. Sin peinar y sin maquillaje, los papeles sexuales eran siempre explícitos, y llevaban el deseo despreocupadamente en las mangas.

    Por contraste, esa joven —su hija Miranda, le informó Buckmaster— se vestía como la protagonista de una lujosa comedia musical de época. Todo en ella, desde el pelo extravagantemente teñido de cobrizo con ese corte prerrafaelista hasta el cuello largo y blanco y el vestido bordado art—nouveau, estaba calculado para la ocultación y el efecto, el artificio y la seducción. Más tarde, Halloway descubrió que ella cambiaba de apariencia todos los días, recorriendo las desiertas boutiques y las tiendas de modas de la ciudad e imitando los desaparecidos estilos del siglo veinte. Un día aparecía con un sombrero cloche color crema y un vestido Gatsby; otro, con una blusa de lurex, calcetines y falda escocesa.

    Buckmaster le presentó a Halloway. —Miranda, un nuevo recluta... el señor Halloway, aviador de Ciudad Jardín. Otro más como él y tendré que volver a pensar en reabrir mi oficina de diseño.

    Mientras el viejo iba de un lado a otro cabeceando con aprobación ante la profusión de flores, Halloway buscó algo que decir. Con esos pantalones amarillos y esas zapatillas multicolores estaba tan disfrazado como la hija de Buckmaster, pero al lado de ella se sentía torpe e inseguro. Aunque era de su misma edad, Miranda tenía aire de ingenua pero al mismo tiempo de astuta y sofisticada. Suponía que él era el primer joven de dieciocho años que ella había conocido, y también que ella había dedicado bastante tiempo a pensar en el tema, y que a pesar de esa timidez estaba muy bien preparada para relacionarse con él imponiendo sus propias condiciones.

    —Miramos cómo conducías por ahí —dijo en tono casual y sin rencor—. Matando todas esas flores... de un modo que debe de haber resultado divertido.
    —Bueno... —Con poca convicción, Halloway intentó disculparse. La ayudó a bajar de la escalera, y se sintió más tranquilo cuando ella estuvo en su mismo nivel. Había algo de perturbador en la manera en que ella lo había mirado, rodeada de coches plagados de vides.—No sabía que eran tuyas. Te ayudaré a plantarlas de nuevo... pronto crecerán.
    —Ya lo sé. —Dio una vuelta alrededor de él quitándole los pétalos de la camisa como si fueran manchas de sangre.— A veces me siento como la hija de un gran mago... donde toco brota una flor.

    Halloway se sacó el último pétalo. Su dificultad para hablar con Miranda se debía en parte a la ambigüedad de ella, a las ingenuas y burlonas insinuaciones sexuales, pero más a su propia inexperiencia. En Ciudad Jardín, las relaciones entre los jóvenes estaban gobernadas por las normas más comprensivas, derivadas de las enseñanzas de Malinowski, Margaret Mead y los antropólogos que los habían sucedido. Desde los dieciséis años, en el acostumbrado estilo polinesio, los jóvenes de uno y otro sexo convivían abiertamente en los dormitorios de la «casa larga» reservados para ellos hasta que elegían pareja matrimonial. Por razones que nunca había entendido, Halloway había optado por no participar de esa forma de vida, limitándose por un lado a la compañía de los abuelos y por otro a la de los adolescentes más jóvenes. Nunca había lamentado la decisión: había algo demasiado amable, demasiado estúpido y acrítico en los acaramelados habitantes de la casa larga.

    Ahora, mientras observaba cómo Miranda le admiraba las zapatillas de color, arremolinándole alrededor el vestido bordado, tuvo la certeza de que no se equivocaba. La ambigüedad que ella mostraba, la caprichosa combinación de encanto y desafío: eso, exactamente, era la ciudad.

    —Ayer vi tu planeador —dijo Miranda—. Cruzando el Kstrecho. Era como un trozo de un sueño, a kilómetros i le distancia, sobre el agua. Y de pronto estás aquí, con esas zapatillas milagrosas.
    —Yo sueño con volar en aviones de motor —dijo Halloway con cierto orgullo—. Olds y yo estamos reconstruyendo el planeador. Cuando quede listo le pondremos un motor de gasolina.

    Miranda asintió, y miró su jardín colgante, como si esperara el regreso de la selva. En cierto sentido casi parecía estar reñida con el padre, tratando de deshacerle la obra y de transformarla para sus propios fines.

    —Halloway... —Le tocó el brazo.— Mi padre es muy viejo. Quiero que termine esto antes de que sea demasiado tarde. Stillman pierde interés. ¿Trabajarás con nosotros durante un tiempo?

    Al día siguiente Halloway se alistó en la brigada constructora de Stillman: una brigada de un solo hombre. Se había despedido de Olds, que regresó con el planeador al aeropuerto, y pasó la noche en uno de los pequeños hoteles que daban a la plaza.

    Montado en cuclillas sobre la cubierta del motor del tractor, delante de la cabina, Halloway acompañó a Stillman a recorrer la ciudad en busca de los modelos de coche que Buckmaster había encargado. Los llevaban de vuelta al monumento, uno por uno, y Halloway trepaba a la muralla de vehículos y guiaba a Stillman, que conducía la grúa más grande e insertaba el coche en su lugar. Desde la plataforma de observación el viejo industrial supervisaba el trabajo consultando los planos. Mientras tanto la hija, vestida para el día con un traje sastre de la década de los cuarenta con hombros fruncidos y falda marrón a rayas, el pelo rizado, andaba en silencio entre las flores del monumento, cuidando las vides de la pérgola oscura y húmeda.

    El compromiso con ese extraño trío sorprendió a Halloway, pero pronto se dio cuenta de que cada integrante desempeñaba un papel en ciertas obsesiones propias que empezaba a descubrir. De los tres, Stillman, con la chaqueta negra y el estilo de matón, fascinado también él por una visión sombría de la ciudad, era el que más lo perturbaba y más lo estimulaba.

    Mientras regresaban por las calles ese primer día, Halloway tuvo una inquietante muestra de la violencia imprevisible de Stillman. El enorme tractor avanzaba estruendosamente por una ancha avenida, sosteniendo con la pinza un taxi amarillo, cuando pasaron frente a una tienda grande. Halloway iba sentado delante de la cabina, y casi salió despedido hacia la calle cuando Still-man tiró de repente de la palanca izquierda e hizo girar el tractor hacia la acera. Había una apretada fila de coches en el borde de la calzada, pero Stillman apuntó directamente a ellos y se abrió paso a golpes, balanceando el taxi a derecha e izquierda. Apretado por la pinza, el maltrecho vehículo derramaba cristales y herrumbre en la calle. Accionando las palancas y el acelerador con bruscos, casi espasmódicos movimientos de brazos y de hombros, Stillman llevó el tractor hacia la rienda. Masticaba un chicle moviendo rápido las man-díbulas pero con cara deliberadamente inexpresiva, parte de una estilización continua de gestos y movimientos que Halloway no había visto nunca y que lo excitaba y lo perturbaba a la vez.

    En el escaparate de la tienda había un grupo de maniquíes sentados alrededor de una mesa, parte de una cena simulada que había empezado hacía veinticinco años y que nunca había pasado de los entremeses de cera. Era evidente que las posturas educadas y los modales exageradamente elegantes de los maniquíes desencadenaban algo en la mente de Stillman. Cuando el cristal del escaparate se desplomó en la acera, arrojó a un lado el taxi, que se alejó rodando por la calle, y empezó a barrer hacia afuera los maniquíes, desparramándolos en el pavimento.

    Mientras observaba la destrucción de esas figuras femeninas tan elegantemente vestidas, Halloway pensó en Miranda y en los obsesivos cambios de ropa de la muchacha. ¿Sería ésa su manera de contener a Stillman, o tal vez su manera de provocarlo? Stillman la miraba con una especie de ironía desprovista de humor, como si se le estuviesen ocurriendo chistes obscenos a costa de ella. Sólo su respeto por el viejo industrial parecía impedirle atacar a Miranda.

    Recogió el taxi amarillo con la pinza y arrancó de nuevo, dejando los maniquíes destrozados y los elegantes trajes hechos jirones, como acomodadas víctimas de un atentado terrorista en un centro comercial de moda. Halloway temblaba excitado, y le costaba mantenerse sentado en la tapa del motor. A pesar del temor que le producía Stillman, sabía que de algún modo estaba esperando que volviese a emplear la violencia. Imaginó la ciudad llena de gente a cuya existencia daba vigor ese tipo de agresión estilizada y cruel. Cuando pasaron por delante de otra tienda de modas en cuyo escaparate había un grupo de maniquíes, golpeó el parabrisas y se los señaló con el dedo a Stillman.

    Más tarde, cuando Buckmaster y su hija se retiraron a la suite del tercer piso del hotel que daba al monumento de coches, Stillman y Halloway caminaron hacia un parque cercano. Stillman entró en una armería, y de los estantes detrás del mostrador sacó un rifle deportivo y una escopeta. Con los bolsillos llenos de cartuchos entraron en el parque y a la luz del atardecer cazaron codornices y un ciervo pequeño. El estruendo de los disparos, el grosero olor de la pólvora y el fuerte retroceso del arma contra el brazo y el hombro, el mo-vimiento aterrorizado de miles de pájaros y animales que huían por el bosque, llenaron la cabeza de Halloway de fantasías violentas.

    Stillman ocupó un ático en el piso veinte de un edificio que daba al parque. —Hay que subir mucho —le advirtió a Halloway—. Pero me gusta estar allí arriba por la mañana y ver cómo mi cena pasta aquí abajo.

    En la terraza abierta hicieron fuego con muebles sacados de otros apartamentos. Alrededor de ellos subían en la noche los muros de la ciudad. Mientras asaba las codornices y daba vuelta al ciervo en el asador, Halloway vio que las llamas se reflejaban en miles de ventanas oscurecidas, como si se hubiese incendiado la noche. Estaban sentados en sillones junto a los rescoldos que llameaban al viento, y Stillman habló de la ciudad, del período que él recordaba y en el que la poblaban más de un millón de personas y las calles estaban atestadas de tránsito y los cielos de helicópteros, un reino de incesante actividad, competencia y delito. Precisamente en esa época, mientras estudiaba en la escuela de arquitectura, Stillman había conocido a Buckmaster. A los seis meses había matado a la tercera mujer del industrial en una riña de amantes. Ultimo asesino en ser juzgado y condenado antes de que la emigración de las ciudades empezase en serio, lo habían sentenciado a veinte años de cárcel. Dieciocho años más tarde, mientras se pudría en una penitenciaría vacía, prisionero único cuidado por un anciano carcelero, Buckmaster lo había puesto en libertad, de la que se había hecho responsable en un extraño gesto. Ahora Stillman trabajaba para el viejo, haciendo funcionar las pesadas grúas y ayudándolo a construir el monumento a la desaparecida era tecnológica. Al mismo tiempo apenas podía contener la rabia de encontrar vacía y abandonada la ciudad que había anhelado durante tantos años.

    Halloway lo escuchó sin decir nada. Cuando Stillman terminó el relato y se recostó en el sillón, mirando los rescoldos y los huesos desparramados a sus pies, Halloway fue hasta la barandilla y miró los oscuros edificios que los rodeaban.

    —Stillman... no es demasiado tarde. Todo esto nos está esperando. Podemos ponerlo en marcha de nuevo. Olds es capaz de hacerlo funcionar.


    Durante el mes siguiente, mientras continuaba trabajando para los monumentos del viejo industrial, Halloway comenzó la tarea de reanimar la enorme metrópoli. La catedral de coches alcanzaba ahora una altura de cien metros, una estructura excéntrica pero impresionante de acero, vidrio y cromo. A medida que se acercaba la terminación, Buckmaster empezó a retardar el trabajo, como si supiese que ese último monumento marcaría el fin de su vida y de su carrera.

    Libre durante las tardes, Halloway regresaba al edificio de apartamentos de Stillman. Invariablemente encontraba la delgada y paciente figura de Olds aguardando junto al camión averiado. Las esperanzas de aprender a volar, el sueño de huir de los miles de coches que lo rodeaban en el aeropuerto y los recuerdos del accidente eran ahora la obsesión central de la vida del mudo. La única tarde en que Halloway dispuso de tiempo para visitar el aeropuerto, encontró el planeador en el techo del garaje, atado al inclinado piso de hormigón como un prisionero de los cielos. Olds había reconstruido las alas y el fuselaje, y ya estaba preparando un motor de cincuenta caballos para instalarlo encima de la cabina.

    Mientras asentía con la cabeza, Halloway notó que el museo de coches mostraba ya signos de abandono. Una película de polvo cubría la carrocería antes inmaculada, y contra los parabrisas sucios se acumulaban hojas y pedazos de papel. Olds miraba el planeador, y la calculadora parpadeaba continuamente.

    —Halloway, pronto nos iremos. Cuando haya instalado el motor.

    —Desde luego —lo tranquilizó Halloway—. Ya sé que nos iremos juntos.

    —¿Lecciones de vuelo?

    Había pánico en las letras temblorosas.

    —¡Todavía no sé volar!

    —Por supuesto, Olds. No te resultará nada difícil... Mira cómo manejas las máquinas; eres un genio.

    Pero a Olds sólo le interesaba el planeador. En la parte de aviación de uno de los museos de ciencias de la ciudad encontró un traje y un casco de aviador de cuero que se remontaba a la primera guerra mundial. Empezó a usarlos, enfundando el cuerpo delgado y la cabeza cubierta de cicatrices en ese antiguo equipo de vuelo.

    Por el momento, Halloway decidió seguirle la corriente. Olds era imprescindible para su plan de poner de nuevo en marcha la ciudad, y sin su facilidad para la electricidad y la mecánica la metrópoli seguiría muerta como una tumba. A cambio de la promesa de lecciones de vuelo, Olds viajaba todas las tardes desde el aeropuerto provisto de generadores, cables y herramientas.

    Escéptico ante los ambiciosos planes de Halloway, Stillman recorría el tupido parque con su escopeta, matando pájaros. Mientras tanto Olds proporcionaba electricidad al edificio de apartamentos. Pronto retumbó en el vestíbulo del edificio un generador de gasolina conectado a la red eléctrica. Ese pequeño paso en seguida dio vida al edificio. Halloway iba de un apartamento a otro, encendiendo y apagando las luces, probando los electrodomésticos de las cocinas. Chasqueaban las licuadoras, zumbaban las tostadoras y las neveras, en los tableros de instrumentos centelleaban luces de advertencia. La mayoría de los aparatos, apenas usados durante el largo período de cortes eléctricos de hacía veinticinco años, funcionaban todavía. Los televisores se encendían, las radios emitían una fantasmal ausencia de tono, perturbada de vez en cuando por parásitos de los interruptores de control remoto en las bombas impulsadas por las mareas a treinta kilómetros de distancia, sobre el Estrecho.

    De cualquier manera, en los grabadores, los equipos de estéreo y los contestadores automáticos, Halloway encontró por fin el ruido que necesitaba para romper el silencio de la ciudad. Al principio, al escuchar esas cintas de conversaciones grabadas por maridos y mujeres en los últimos años del siglo veinte, perturbaron a Halloway las angustiadas preguntas y los desesperados mensajes que describían la lenta caída de un mundo entero. La sensación de pesimismo y de entropía psíquica que transmitían esos recordatorios de la cola del combustible y del aceite de cocina era exactamente lo opuesto al vigor y al dinamismo que había esperado.

    Pero la música era diferente. Cada apartamento casi parecía una emisora. Irrumpiendo con tosca confianza, la música transformaba esas habitaciones pobladas de fantasmas en una batería de discotecas. Yendo de piso en piso, soplaba el polvo de los discos y los casetes, y ponía los apartamentos en marcha, uno tras otro. Por las ventanas abiertas salía un estruendo que retumbaba en el parque silencioso, mezcla de rock—and—roll, música orquestal, jazz y pop. Hasta Stillman estaba impresionado, y miraba sorprendido, metido en la hierba hasta la cintura, alzando con indecisión la escopeta como si pensara dos veces antes de producir un ruido equivalente.

    —¡Olds, funciona! —Halloway lo encontró descansando en el vestíbulo, junto al generador.— ¡Si podemos hacer arrancar este edificio, podemos hacer arrancar toda la ciudad! Quítate ese gorro de aviador; empezamos en seguida.

    De mala gana, Olds se quitó el casco. Sonrió devotamente a Halloway, admirando sin duda la energía y el entusiasmo de ese joven apasionado, pero parecía como si al mismo tiempo estuviese calculando cuál era en verdad el grado de compromiso que los unía. Aunque rodeado de sus herramientas y cables, amperímetros y transformadores, no había duda de que su mente esta-ba a kilómetros de distancia, en la cabina del planeador atado al techo del garaje. Parecía aburrido de lo que hacía: no era el mecánico del mundo que necesitaba Halloway.

    Halloway notó que Olds había encontrado una segunda calculadora. Los dos instrumentos estaban juntos en el suelo, fragmentos de un prolongado diálogo privado que iba y venía bajo los dedos del negro. Por primera vez Halloway se impacientó.

    —Olds... ¿quieres o no quieres lecciones de vuelo? Si no puedes ayudarme buscaré a otro. —Gozando del tono agresivo, añadió:— El viejo Buckmaster sabrá de alguien.

    —Te ayudaré, Halloway. Por una lección de vuelo.

    De ese modo empezó Olds a participar en el gran proyecto de Halloway. Mientras Halloway iba al aeropuerto a buscar los generadores guardados en el sótano del garaje, Olds se quedó trabajando en el edificio, reparando el ascensor y los aparatos de aire acondicionado. Con una facilidad casi mágica iba y venía por el edificio, abriendo cajas de fusibles, tendiendo cables desde un segundo generador hasta los motores del ascensor. Cuando regresó, Halloway encontró a Olds haciendo subir y bajar tranquilamente el ascensor, como un trapecista malhumorado pero elegante.

    —Olds, es increíble... —lo felicitó Halloway, cuidándose de agregar—: Espera a reparar los aviones de reacción en el aeropuerto.

    Olds sacudió la cabeza, mirando pensativo a Halloway, sin dejarse engañar ni un momento.

    Un poco demasiado... hasta para mí.

    —Nada es demasiado... ahora ayudaremos al señor Buckmaster.

    Halloway y Olds dejaron resonando en las calles vacías la música de una docena de estéreos y partieron hacia el mausoleo. Buckmaster descansaba en el dormitorio. Halagado por el interés de Halloway, miró aprobatoriamente desde el balcón cómo Olds metía un generador dentro del vestíbulo e instalaba todo un sistema de cables.

    Del camión averiado Halloway descargó una batería de reflectores que había sacado de la fachada del edificio terminal del aeropuerto.

    —Las pondremos alrededor de la plaza, señor —explicó Halloway—. Toda la noche podrá ver el monumento iluminado.

    Buckmaster dio un paseo por la plaza, y su mirada penetrante siguió a Halloway con cierta curiosidad mientras el joven corría alrededor de la catedral de coches colocando las luces. En las profundidades de la nave del monumento, Miranda trabajaba en las terrazas de su jardín colgante. Vestida esta vez con téjanos y una chaqueta hippie, y con abalorios infantiles en las muñecas, colocaba petunias y capuchinas entre las parrillas de los radiadores a diez metros del suelo. Durante los días anteriores Halloway había estado demasiado ocupado como para ponerse en contacto con ella. Además, ese aire de hechicera lo inquietaba. Parecía que había algo de decadente en ese trasplante obsesivo de vides y flores, un intento inconsciente y por lo tanto aún más siniestro de recuperar una naturaleza chillona e hiperbrillante de garras y dientes rojos. Halloway había empezado a odiar las alfombras de flores, esas enredaderas y esas plantas trepadoras que amenazaban con estrangular la ciudad antes de que él pudiese soltarla. Pensaba ya en los defoliantes que había visto en una tienda de productos químicos.

    —Le estoy muy agradecido, Halloway —dijo Buckmaster mientras regresaban al hotel—. Da una imagen de estilo que me gusta y que es rara en estos tiempos, pertenece a una raza extinguida: Brunel, Eiffel, Lloyd Wright, Kaiser, Buckmaster. Pero por una vez no tenga sueños demasiado ambiciosos. ¿Qué pasará cuando se acabe la gasolina? Tendrá que soportar una segunda crisis energética.

    Halloway meneó la cabeza, muy seguro. —Señor, hay aquí millones de coches. Los camiones cisterna del aeropuerto: algunos de ellos están casi llenos de gasolina de aviación, suficiente para abastecernos durante un año. Después —Halloway hizo un ademán hacia el aire— ya encontraremos alguna otra cosa.

    Con una mano en el hombro de Halloway, Buckmaster escuchó cómo arrancaba el generador del vestíbulo. Miró las luces de arco, que latieron un instante y luego se encendieron calentando casi más que la luz del sol. A pesar de la prudencia del viejo industrial, Halloway sintió que Buckmaster se había emocionado. Eso lo alegró. Por alguna razón quería impresionarlo. Se daba cuenta de que la imagen del padre, que lo había impulsado hasta la ciudad, se le empezaba a desvanecer en la mente, confinada en el planeador atado al techo del garaje como un pájaro encarcelado.

    Halloway señaló con la mano las calles desiertas alrededor de la plaza. —Hay tantas cosas que deberían haber sucedido aquí y que no sucedieron... —le explicó a Buckmaster—. Quiero revivir todo de nuevo, y devolverle a la ciudad todo ese tiempo perdido.

    Durante las semanas siguientes Halloway puso en marcha su grandioso proyecto de reanimación de la ciudad. Desde el comienzo sabía que la tarea de devolver literalmente la vida a toda esa enorme metrópoli excedería la capacidad de cien hombres como Olds. Sin embargo, en un sentido simbólico, era posible realizar la tarea en una escala más modesta.

    Sobre el lado norte de la plaza había un grupo de calles secundarias: un barrio independiente, aislado de los edificios de cincuenta pisos que lo rodeaban. Por casualidad, este enclave, de poco más que una manzana de extensión, contenía la ciudad entera en miniatura. Había modestos hoteles y teatros, bares y restaurantes, hasta una comisaría y un estudio de televisión. Paseando de tarde por esas calles estrechas, Halloway descubrió que las tiendas y las oficinas, los bancos y los supermercados habían sido construidos a escala más pequeña que el resto de la ciudad, y en una época anterior a las orde-nanzas zonales que habrían excluido las fábricas livianas instaladas en los patios traseros, los talleres de reparación de coches en garajes convertidos. En el primer piso, encima de los bares y tiendas, había docenas de negocios individuales, pequeñas imprentas y agencias de viajes, sastrerías y locales de reparación de televisores.

    Sentado en un taburete de un bar vacío, Halloway calculó que la población activa de esa ciudad en miniatura no habría superado las dos mil personas en su momento de apogeo. Incluso ahora cien personas como él podrían poner en marcha la mayoría de las actividades.

    En el transcurso de las semanas siguientes, Halloway y Olds, con la desganada ayuda de Stillman, comenzaron la tarea de devolverle la vida al barrio. Olds trajo desde el aeropuerto un camión cisterna pintado de amarillo, cargado con suficiente gasolina de aviación como para alimentar a cien generadores durante un mes. Incansable, entró y salió por las galerías de ins-pección debajo de las aceras, abriendo las subestaciones de electricidad y poniendo cables nuevos. Mientras tanto, Halloway cortaba la maraña de alambres aéreos que cruzaban las calles formando telarañas metálicas; luego él y Olds iniciaron la pesada tarea de cambiar la instalación de las calles. Primero se encendió el alumbrado público, llenando de extraño brillo esos pasajes desiertos, luego los semáforos y las señales de tránsito para peatones. Stillman sacó los cientos de coches que ocupaban las aceras, dejando unos veinte vehículos que Olds creía poder restaurar.

    Supervisando toda esa actividad, Halloway andaba en un coche—patrulla policial blanco y negro a cuyo motor había dado vida el joven negro. Halloway había convertido la comisaría local en su cuartel general de operaciones. Los abundantes mapas murales y equipos de comunicación, las señales electrónicas de alarma que conectaban con tantas tiendas y comercios, hasta los aparatos de escucha clandestinos que la policía había ocultado en muchos de los bares y hoteles, hacían de la comisaría un centro de operaciones natural.

    Trabajando a menudo doce horas por día, Halloway seguía insistiendo, demasiado cansado por las noches para hacer otra cosa que quedarse dormido en su apartamento dos pisos más abajo que el de Stillman. Pero a pesar de todos los esfuerzos el caos no parecía disminuir sino ir en aumento. Pilas de basura cubrían las aceras, docenas de generadores y bidones de combustible obstruían las puertas de los bares y los supermercados, por todas partes se veían restos de circuitos y de centrales telefónicas.

    Pero una tarde, después de regresar del aeropuerto con un pequeño torno para Olds, supo que al fin había triunfado.

    A cien metros de la comisaría, cuando estaba llegando a un cruce menor de calles, los semáforos cambiaron de verde a rojo. Riendo a carcajadas por obedecer esa solitaria señal en una ciudad vacía en la que había diez mil cruces y en la que él era el único policía de tráfico, Halloway se detuvo y esperó a que las luces cambiasen al verde. Un importante principio estaba en juego. Más tarde, mientras iba sentado en la cabina del tractor de Stillman recogiendo las pilas de basura y de carteles desparramadas por las calles, Halloway pensó que no trabajaba sólo para él. En los tres supermercados que había en la zona de recuperación vació los congeladores, barrió los pasillos y volvió a apilar en pirámides los productos enlatados, como un dedicado hotelero que se prepara para una invasión de turistas. Delante del principal hotel del barrio había tres taxis en buen estado. Una por una las calles fueron quedando sin escombros y sin coches abandonados, las aceras sin basura, y los vidrios de los escaparates volvieron a brillar como nuevos.

    Divertido pero impresionado por la transformación, Stillman decidió al fin participar. Al principio Halloway se resistió a reclutar a ese pervertido. Todos los días Halloway lo oía andar por la ciudad, las violentas explosiones de acero y vidrios rotos cada vez que derribaba otra puerta de una tienda y aplastaba los maniquíes. Por la noche, mientras estaban sentados en la iluminada terraza del ático, Stillman miraba resentido por encima del ciervo que se estaba asando, como molesto de que ese joven idealista estuviese dando vida de un modo tan ingenuo a la sombría visión de la ciudad que lo había sostenido durante tanto tiempo. Y una noche, de pronto, mientras Halloway se extasiaba hablando de la dureza y la vitalidad de sus pulcras e inmaculadas calles, Stillman lo hizo callar bruscamente y anunció que participaría en el proyecto de restauración. Era evi-dente que había decidido inyectar un poco de vida real a ese barrio de juguete. Halloway le sugirió que se encargase de la renovación de una tienda que vendía electrodomésticos para cocina, y Stillman se negó secamente.

    —Ése no es mi estilo, Halloway. Las ciencias domésticas te las dejo a ti. Mis conocimientos están en otras áreas...

    En seguida Stillman eligió dos galerías de atracciones, algunos bares y un pequeño club nocturno en el sótano de un bloque de oficinas. Después que Olds les dio corriente eléctrica, Stillman se puso a trabajar con entusiasmo, moviéndose con una rapidez que su pereza habitual siempre le había impedido. Las galerías de atracciones fueron pronto una llamarada de luces chillonas. Las máquinas tragaperras chasqueaban y repicaban, tartamudeando cifras. En la sala de comunicaciones de la comisaría, sentado ante el monitor del sistema de control de tráfico, Halloway miraba las luces multicolores que ondeaban en las aceras.

    Stillman había arrancado los agujereados letreros de neón que había sobre los bares y las galerías. De un depósito que descubrió en algún sitio llevó un cargamento de letreros intactos, enormes piezas de arquitectura electrográfica que dominaban todo el barrio de Halloway. En el cielo nocturno goteaban letras gigantescas, cascadas de luz rosada caían blandamente sobre la fachada del club nocturno, en el aire sobrecargado latían emblemas alados de líneas aéreas desaparecidas hacía mucho tiempo, tubos de torrencial fluorescencia adornaban los techos de los bares y las galerías.

    Mirando con inquietud el monitor, Halloway se preguntó cómo poner término a esa invasión chillona. Al anochecer, mientras la ciudad circundante se oscurecía, salió de la comisaría y recorrió las calles en el coche—patrulla, escuchando los latidos de los generadores en los sótanos y las callejuelas, los incansables corazones que bombeaban esa hemorragia de luz. Ahora sabía por qué Stillman no había tomado más en serio la laboriosa renovación de las oficinas y los supermercados. La ciudad, inundada por todas esas luces y esos ruidos estridentes, sólo ahora tenía una verdadera identidad, sólo en ese torrente de neón barato había cobrado verdadera vida.

    Halloway se detuvo delante del banco que había empezado a recuperar. Junto a la puerta estaban las herramientas y los materiales de Olds. El mudo había trabajado en las puertas electrónicas de la cámara acorazada antes de irse al aeropuerto, dejando a la vista las pilas de dinero en las bandejas metálicas. Halloway miró los fajos de billetes ahora sin valor pero que treinta años antes habían sido una fortuna. En Ciudad Jardín no se usaba nunca dinero, y eso había dado lugar a un sofisticado sistema de trueque y de pago de diezmos que eliminaba los abusos del crédito, de la compra a plazos y del sistema tributario.

    Mientras tocaba los billetes, que iban cambiando sutilmente de valor, una manera de cuantificar la importancia de todo, las promesas y las obligaciones, Halloway miró cómo las chillonas luces de neón de la calle le parpadeaban en las manos. Se alegraba de que Stillman hubiese transformado esa calle seria y limpia. Necesitaban trabajadores para las tiendas y las oficinas y las líneas de montaje, y necesitaban visitantes para los hoteles y los bares. También necesitarían dinero, para aceitar la maquinaria de la competencia.

    Halloway guardó bajo llave las bandejas de billetes y metió las llaves en el bolsillo. Había otros miles de bancos en la ciudad, pero en la imprenta que estaba al lado de la comisaría Olds sobreimprimiría los billetes con el sello de Halloway. Le gustó la idea: haber llegado al punto de emitir su propia moneda significaba que de verdad tenía el éxito al alcance de la mano.

    Terminó las rondas nocturnas en la plaza. Alumbrado por los reflectores, el monumento de Buckmaster se elevaba en el aire más de cien metros, una catedral de herrumbre. Las vides y las flores que trepaban por los lados parecían muertas bajo esa intensa luz. Halloway se alegró de ver que los colores antes vividos habían sido blanqueados por el potente resplandor. Una docena de reflejos en los oscuros edificios de alrededor transformaban la plaza en un llano mortuorio de tumbas iluminadas.

    Buckmaster estaba de pie en la escalera del hotel, observando con evidente placer ese inmenso espectáculo. Pero Miranda, desde una ventana más arriba, miraba a Halloway con una hostilidad igualmente clara. Esa tarde Halloway había arrancado las últimas amapolas y los últimos nomeolvides de las avenidas que rodeaban la zona de recuperación. Después de cruzar la plaza al mando del tractor, llevando en la pala mecánica el fardo de flores como un pajar coloreado, Miranda lo siguió por las calles, atrapando con manos blancas los pétalos sueltos que flotaban en el aire.

    Ahora, en el balcón, ella llevaba un estrafalario traje de Barbarella de cristal y metal plateado, como una bruja de ciencia ficción a punto de vengarse de Halloway.

    Sin advertir la cólera de la hija, Buckmaster tomó del brazo a Halloway y le señaló un edificio del otro lado de la plaza, las oficinas de un antiguo periódico, un friso de letras eléctricas que alguna vez había reproducido una continua cinta de noticias había sido reparado por Olds, una copia en tamaño gigante del visor de las calculadoras de bolsillo que utilizaba. Las letras empezaron a correr de derecha a izquierda.

    —¡Halloway, tendrían que darle la insignia de alcalde, y poner allí arriba su nombre, bien grande y visible!

    Pero ya pasaba como un rayo el primer mensaje.

    OLDS! ¡ OLDS! ¡ OLDS! ¡ OLDS! ¡ OLDS!


    Encantado por lo que acababa de oír, Halloway siguió al viejo industrial y juntos subieron en el ascensor 11 asta la plataforma de observación al lado de la catedral. Pero cuando salieron ya pasaba otro mensaje.

    ¡PELIGRO! OCHO KILÓMETROS AL NOROESTE. VIENE GRUPO INVASOR.


    Dos días más tarde, cuando llegó la expedición de rescate, Halloway ya estaba preparado para recibirla a su manera. Durante la primera noche después que Olds dio la alarma, pasó las largas horas hasta el amanecer en las oficinas del último piso del edificio del periódico. Poco después de la salida del sol vio cómo desembarcaba el grupo del velero, un navío de tres mástiles cuyas velas blancas de aluminio y casco blanco de acero se destacaban contra el agua como huesos cincelados. Halloway utilizó unos binoculares y en seguida identificó el barco, un bergantín construido por el consejo administrativo de Ciudad Jardín.

    Halloway había dado por sentado que algún día iría un grupo a buscarlo. Probablemente habían estado recorriendo la orilla del lado norte del Estrecho, y ahora habían decidido explorar la propia ciudad, sin duda guiados por la repentina eflorescencia luminosa de todas las noches, ese parque de atracciones de neón que había resucitado entre los silenciosos rascacielos.

    Una hora después del alba, Halloway salió en el patrullero hacia el norte, atravesando la ciudad. Dejó el vehículo a menos de un kilómetro del sitio de desembarco y siguió a pie por las calles desiertas. Los mástiles blancos y la metálica y cuadrada vela de trinquete se elevaban sobre los edificios cerca del muelle donde había atracado el bergantín. No había aparejos: telecontrolado por un ordenador que llevaba a bordo y que calculaba las mareas, el rumbo y la velocidad del viento, el barco era lo último en tecnología de navegación a vela.

    Halloway subió al techo de una tienda de electrodomésticos y miró cómo desembarcaba la expedición. Era un grupo de diez personas, todas socias del club de vuelo sin motor de Ciudad Jardín: Halloway reconoció al arquitecto y al hijo de doce años, y al viejo hidrógrafo de barba roja. Mientras descargaban las bicicletas y los cestos de mimbre, le recordaron a Halloway un grupo de excursionistas Victorianos que habían salido a explorar una reserva natural. ¿Sería cierto que había pasado su vida con esa gente tranquila, civilizada e insípida? Divertido por ellos, pero aburrido ya de tanto absurdo, vio cómo medían la presión de los neumáticos y se ajustaban las pinzas en los pantalones. Los modales amables y corteses, la manera tímida de mirar las calles vacías, le habían dado todas las ideas necesarias sobre cómo tratarlos.

    Como había supuesto Halloway, el grupo de rescate tardó dos días enteros en llegar al centro de la ciudad. Durante las mañanas pedalearon a ritmo tranquilo, avanzando con cautela entre los coches abandonados y las guirnaldas de oxidado alambre telefónico. Hubo interminables pausas para consultar los mapas y comer o beber algo. Hasta habían traído una unidad portátil de reciclado, y reprocesaban cuidadosamente las sobras de comida y demás. En las primeras horas de la tarde ya montaban las complejas tiendas y desplegaban todo el sofisticado equipo de campaña.

    Por suerte casi estaba anocheciendo cuando finalmente llegaron a la plaza central. En el monitor de televisión de la comisaría, Halloway los vio bajar de las bicicletas y mirar con asombro el imponente monumento de Buckmaster. Iluminado por un solo foco instalado dentro de la nave, el monumento dominaba la plaza oscurecida, y los cientos de ventanillas y parrillas de ra-diadores brillaban como las facetas de una inmensa y resplandeciente joya.

    El grupo avanzó con indecisión, apretando los manillares de las bicicletas en busca de apoyo moral. Alrededor de ellos las calles estaban oscuras y silenciosas. De pronto, cuando se inclinaron para sacarse las pinzas, Halloway se acercó a la consola de mandos y empezó a mover los interruptores.

    Más tarde, cuando recordaba ese episodio, Halloway saboreaba la derrota del grupo de rescate y sólo lamentaba no haberla grabado en el sistema de vídeo del control de tránsito. Durante treinta minutos se desató el infierno en la plaza y en las calles próximas. Mientras arrancaban cien generadores, vertiendo corriente eléctrica en la red, alrededor de la plaza brillaron los reflec-tores, petrificando a los que habían llegado para salvarlo. Los edificios alrededor de la plaza estallaron en una catarata de neón. Los semáforos cambiaban de color. De los altavoces que Olds había instalado en las calles brotaban sonidos babélicos: aullidos de sirenas policiales, el estruendo de aviones que despegaban, el fragor de trenes que cambiaban de vías, el bramido de bocinas, todos los ruidos de una ciudad en su apogeo que Halloway había encontrado en una tienda de discos especializada.

    Al desatarse esa pesadilla visual y acústica alrededor de los integrantes del grupo de rescate, Halloway abandonó la sala de comunicaciones y salió a la calle corriendo. Cuando estaba subiendo al coche, Stillman pasó bruscamente por delante en su limusina blanca de gángster. Halloway lo persiguió haciendo funcionar la sirena. Llegó a la plaza y la rodeó a la velocidad de un rayo, tomando las curvas sobre dos ruedas como los conductores acrobáticos de las películas policiales que Stillman le había proyectado esa tarde en el club nocturno.

    Durante los siguientes quince minutos, mientras retumbaba en las calles el ruido de sirenas policiales y turbinas de aviones, de trenes rápidos y fuego de ametralladoras, Halloway y Stillman simularon una persecución acosándose alrededor de la plaza, lanzándose por calles estrechas y subiendo a las aceras, hostigando a los aterrorizados integrantes del grupo de rescate. Stillman, inevitablemente, pronto se pasó de la raya, y les derribó las bicicletas y aplastó dos de las complejas máquinas contra una boca de incendios. En realidad, Halloway estaba seguro de que si no hubieran dado media vuelta y echado a correr, por lo menos un integrante del grupo habría muerto.

    Abandonando todo lo que habían traído y compartiendo las bicicletas que les quedaban, tardaron menos de seis horas en llegar al barco y zarpar. Mucho después de esa partida, cuando Halloway ya había apagado los sonidos grabados y había debilitado las luces de neón, Stillman seguía dando vueltas alrededor de la plaza en su limusina blanca, sin respetar los semáforos de los cruces, entrando y saliendo incansablemente por calles y callejones, como si ese sueño realizado de una ciudad violenta lo hubiese trastornado.

    Desde la sala de comunicaciones de la comisaría, Halloway vio cómo el coche de Stillman giraba alrededor de la plaza. Se le ocurrió que tendría que encontrar la manera de contener a Stillman antes de que destruyese todo lo que habían hecho. Cansado de tanto ruido y de tanta acción, Halloway tendió la mano para apagar el monitor y entonces se dio cuenta de que ya no era el único espectador de las enloquecidas maniobras de Stillman.

    De pie en el pórtico de un banco abandonado, con los cuerpos delgados casi ocultos detrás de las altas columnas, había dos muchachos de cerca de veinte años. A pesar de las maletas de plástico brillante —probablemente sacadas de las tiendas de las afueras de la ciudad—Halloway tenía la certeza de que habían venido de los asentamientos pastorales. En esos rostros de Ciudad Jar-dín había una esperanza infantil, una inocente pero clara decisión de aprovechar la vida de la metrópoli.

    Halloway encendió el sistema de altavoces para poder hablarles, y levantó el micrófono. Los primeros que venían a ocupar sus puestos en la ciudad habían llegado.

    Había sido otro día de éxito. En el monitor de televisión de la oficina del comisario, Halloway observaba la actividad de la avenida que pasaba por delante. Eran las cinco de la tarde y comenzaba a notarse el tránsito de las horas críticas. En las aceras se apiñaban más de una docena de peatones que habían salido de las oficinas y los talleres e iban a los bares y supermercados del barrio. A cien metros de la comisaría, seis coches obstruían un cruce donde habían dejado de funcionar los semáforos. Las bocinas sonaban impacientes por encima del ruido de la ciudad.

    Halloway habló con el sargento en la oficina. —Manda a un hombre al cruce de la Séptima Avenida. La luz verde del semáforo no funciona, y está demorando el tránsito.

    —Ya ha salido, señor Halloway.
    —Muy bien... si no arreglamos eso ahora, en una o dos horas será el caos.

    Esas averías menores representaban un agradable desafío para Halloway. En ese momento uno de los jóvenes de Stillman pasó por alto el parpadeante semáforo rojo y el extendido brazo del policía, pero Halloway no se sintió nada molesto. En cierto modo, esas muestras de agresión le agradaban, pues confirmaban todo lo que siempre había esperado del plan de recuperación de la ciudad. Los peatones andaban a zancadas por la calle, abriéndose paso con escasa cortesía. No había allí ningún rastro de buen humor ni de docilidad pastoral.

    En la callejuela que desembocaba frente a la comisaría un generador diesel echaba densas nubes de humo y hollín. Un equipo de reparación de tres hombres, recién adiestrado por Olds, había vaciado el aceite del cárter en la acera, en clara contravención de las ordenanzas locales. De nuevo, Halloway no tomó ninguna medida para reprenderlos. Si acaso, se había encargado de frustrar todo intento de aprobación de reglamentos más estrictos que garantizasen la pureza del aire. La contaminación era parte de la ciudad, una medida de su salud. Todos los presuntos males que habían aquejado a esa enorme metrópoli en su mejor momento se habían presentado con halagadora prisa en el pequeño enclave de Halloway. En seguida habían reaparecido la contaminación atmosférica, la congestión de tránsito, los servicios municipales inadecuados, la inflación y el déficit del gasto público.

    Halloway hasta se había alegrado cuando cometieron el primer delito. Durante la noche anterior habían forzado varias tiendas de modas, y los robos en los supermercados eran continuos. Halloway había hablado con Stillman acerca de la ligereza de manos de su séquito. Sentado con los jóvenes compinches en la limusina de gángster de la década de los veinte, Stillman sólo se había tocado las solapas puntiagudas del traje gris paloma, señalando que los delitos menores contribuían al funcionamiento de la economía.

    —Tranquilo, Halloway, todo está relacionado con el problema de la renovación urbana. ¿Me he quejado alguna vez de que tus chicos aceptan sobornos? Hay que acelerar el movimiento comercial. Exprimes tanto a esos pobres diablos que no tienen tiempo para gastar el sueldo. Eso, si les queda algo para el fin de semana. Tienes una zona de alquileres muy altos. En cualquier momento se te va a presentar una crisis de vivienda, problemas sociales, disturbios. Recuerda, Halloway, que no quieres provocar la huida de las ciudades.

    Halloway había tomado con calma esa broma amistosa, aunque el rápido crecimiento de la pandilla de Stillman empezaba a preocuparlo. Era muy evidente que a Stillman le encantaba dominar despóticamente a ese séquito de adolescentes deslumbrados y chicos campesinos, equipándolos con trajes y armas de gángsters como un director de escena corrupto que organiza juegos intencionados con un conjunto de jóvenes actores.

    A veces Halloway sentía que también él formaba parte de la tortuosa diversión de ese hombre burlón.

    No obstante, aparte de los robos, los destrozos continuos que Stillman provocaba en los escaparates de las tiendas de zonas cercanas habían convertido el barrio de Halloway en una isla de luz y actividad, en un creciente mar de devastación. Ese vandalismo deliberado, la destrucción sistemática de manzanas completas, había obligado a Halloway a archivar los proyectos de ex-pansión de la ciudad.

    Además, el séquito de Stillman había chocado con Olds, y Halloway ahora dependía más que nunca del mudo. Dos de los hombres de Stillman habían intentado entrar por la fuerza en la planta de automóviles de Olds, quejándose de que no habían recibido los modelos que le habían encargado. Durante varios días Olds se había retirado a su escondite en el techo del garaje del aeropuerto. Sin él pronto todo empezó a pararse. Halloway fue a apaciguarlo, y lo encontró sentado, pensativo, debajo del ala del planeador atado al techo, mientras las calculadoras le parpadeaban en las manos. Sus ojos miraban las bandadas de pájaros que salían de los embalses que rodeaban el aeropuerto, miles de gansos que volaban hacia el oeste sobre la ciudad. Preocupado, Halloway descubrió que los coches del museo estaban descuidados y polvorientos. Uno de ellos, el Duesenberg negro, había sufrido un ataque feroz: tenía los vidrios de las ventanillas rotos, la tapicería cortada, los mandos desfigurados por los golpes de un pesado mazo.

    Si no fuera por una brillante jugada de Halloway, Olds ya se habría ido hacía tiempo. Dos meses antes había empezado a mostrar su fastidio con la multitud de chicos y chicas adolescentes que entraban en la zona de recuperación. Muchos de ellos eran idealistas como Halloway, reprimidos por la pasividad de las comunidades hortícolas e impacientes por ayudar a poner de nuevo en marcha la ciudad. Sin embargo, otros tantos eran vagabundos e inadaptados a los que no les gustaba recibir órdenes de Olds y lo remedaban escribiendo obscenidades en los visores de las calculadoras de bolsillo que habían sacado de una tienda de máquinas para oficina.

    Buscando una manera de no perder su influencia sobre Olds, Halloway propuso que el mudo tuviera y dirigiera su propia fábrica de automóviles. La idea le había interesado inmediatamente a Olds. En un garaje subterráneo cerca de la comisaría él y su personal pronto construyeron una tosca pero eficaz línea de montaje, en la que las docenas de coches reequipados y con motor nuevo avanzaban por un tramo de vía férrea. Los que al entrar eran poco más que montones de chatarra traídos de la calle por los futuros dueños, al salir por la otra punta de la línea de montaje eran vehículos que funcionaban perfectamente. Encantado con esos resultados, Olds había aceptado quedarse en la ciudad.

    En realidad, la idea de Halloway había dado mejores resultados de lo que él esperaba. El automóvil era el principal artículo de consumo de la ciudad, y la demanda era insaciable. Casi todos los nuevos habitantes tenían ahora tres o cuatro vehículos, y su principal diversión consistía en salir en coche por las calles de la zona de recuperación vestidos con las ropas más llamativas. Los problemas de estacionamiento se habían agravado, y un grupo especial de trabajo al mando de Olds renovaba los parquímetros, medida poco popular que se aceptaba de mala gana y sólo debido a la condición especial del automóvil y a la importante posición que ocupaba en la vida de los habitantes, no sólo en el plano económico.

    A pesar de esos problemas, Halloway estaba satisfecho. En los cuatro meses transcurridos desde la llegada de los primeros habitantes, se había desarrollado un auténtico microcosmo de la antigua metrópoli. La población de la ciudad era ahora de doscientas personas, chicas y chicos que rondaban los veinte años, emigrantes de Ciudad Jardín y Ciudad del Parque, y Monte de los Laureles y Heliópolis, atraídos desde esas amodorradas colonias pastorales por las chillonas luces de neón que iluminaban el cielo nocturno como un faro.

    A los nuevos inmigrantes —algunos de ellos, alarmantemente, poco más que niños— se los iniciaba en seguida en la vida urbana. Al llegar los entrevistaba Halloway, y se les mostraba una lista de trabajos posibles, en la línea de montaje de Olds, en las tiendas de ropas y los supermercados, o en una docena de pandillas encargadas de la recuperación. Este último grupo, que recorría la ciudad en busca de coches, combustible, víveres, herramientas y accesorios eléctricos representaba en realidad la capacidad productiva de la nueva colonia, pero Halloway esperaba que con el tiempo emprendería la fabricación de un espectro cada vez más amplio de bienes de consumo. A los nuevos reclutas se les adelantaba dinero (billetes de banco sellados con el nombre de Halloway) a cuenta del primer sueldo semanal, con lo que podían comprarse lo que aparentemente más necesitaban: ropas chillonas, discos y cigarrillos. La mayoría de los doscientos habitantes estaban ahora pro-fundamente endeudados, pero antes que echarlos de los apartamentos y cerrar las discotecas, los bares y las galerías de atracciones donde pasaban las noches, Halloway, astutamente, les había prolongado la jornada de trabajo de ocho a diez horas, tentándolos con un generoso aunque antieconómico sobresueldo por las horas extras. Halloway descubrió con alegría que, literalmente, ya estaba imprimiendo dinero. En unos pocos meses habría una inflación galopante, pero eso, al igual que el delito y la contaminación ambiental, era una auténtica señal de su éxito, una confirmación de todo lo que él había soñado.

    Hubo un parpadeo de interferencia en la pantalla del monitor, indicando una falla en la cámara instalada en la puerta de la comisaría. Murmurando con fingido enojo «Ya nada funciona», Halloway encendió la cámara de la plaza. A esa hora, con el monumento de coches en el centro, estaba desierta. El monumento nunca había sido terminado. Stillman hacía tiempo que había perdido interés en el duro trabajo de la construcción, y ningún otro se había ofrecido, especialmente porque no había ninguna recompensa económica de por medio. Además, esos monumentos de coches y parrillas de radiadores, neumáticos y electrodomésticos creaban una atmósfera de derrota y fatalidad, presidiendo como piras funerarias las afueras de la ciudad mientras los recién llegados avanzaban hacia su tierra prometida.

    Había habido algunos intentos de desmontar las pirámides, pero cada vez Buckmaster y su hija se las habían arreglado para reparar los daños. Vestida con ropas siempre cambiantes, en esa cabalgata de la moda del siglo veinte, Miranda recorría incansable la ciudad, sembrando de amapolas y margaritas las calles cubiertas de vidrios, arrastrando vides sobre los caídos cables telefónicos. Halloway había asignado a dos de sus ayudantes la tarea de seguirla por la ciudad y destruir todas las plantas que encontrasen. La mayoría de las flores que ponía en las ventanas en macetas y jarrones ornamentales tenían un aspecto decididamente siniestro. Halloway la había sorprendido la semana anterior trabajando misteriosamente en la propia zona de recuperación, plantando unos extraños lirios de pétalos nacarinos y flores parecidas a mantis en la entrada de la comisaría, plantas atractivas pero maliciosas que parecían a punto de saltarle a la garganta a cualquiera que pasara por delante. Halloway se había acercado a volcarle el carrito con las flores y había destrozado los lirios con sus propias manos. Luego, con un inesperado dominio de sí mismo, había ordenado al sargento que la llevase en coche al hotel. Sus sentimientos hacia Miranda seguían siendo tan confusos como cuando la había visto por primera vez. Por un lado quería impresionarla, hacerle reconocer la importancia de todo lo que él había hecho, y por otro temía vagamente a esa joven e ingenua Diana de los jardines botánicos, a punto de emprender una macabra cacería entre el follaje recalentado e intenso.

    El día después de ese incidente Buckmaster hizo una visita a Halloway, la primera a la zona de recuperación. Interesado todavía en obtener la aprobación del viejo industrial, Halloway lo llevó a recorrer el barrio, mostrándole orgulloso los mecánicos que trabajaban en los coches de la línea de montaje de Olds, los relucientes vehículos recogidos por sus nuevos dueños, el sistema crediticio y financiero que había creado, los concurridos bares y supermercados, los recién llegados que ocupaban sus apartamentos restaurados, y hasta la primera de las transmisiones de dos horas diarias realizadas por el canal de televisión local: los programas, con total precisión histórica, consistían solamente en películas y anuncios comerciales viejos. Estos últimos, a pesar de una interrupción de treinta años, seguían estando al día con los productos que se compraban y vendían en las tiendas y los supermercados.

    —Hay aquí todo lo que se le ocurra, señor —le dijo Halloway al viejo—. Y es una estructura urbana viva, no un plato. Tenemos problemas de tráfico, inflación, hasta algunas muestras serias de delito y de contaminación del ambiente...

    El industrial miró a Halloway con una sonrisa nada inamistosa. —Un orgulloso alarde, Halloway. Las dos últimas cosas ya había empezado a notarlas. Ya que me ha mostrado todo eso, permítame a mi vez mostrarle algo.

    Halloway no tenía ganas de dejar el puesto de mando de la comisaría, pero decidió complacer a Buckmaster. Además, sabía que en muchos sentidos Buckmaster desempeñaba ahora el papel de padre. A menudo, mientras descansaba por las noches en el apartamento que daba al parque, Halloway se preguntaba si su padre habría llegado a entender sus propios logros, tan superiores a las partes de motores antiguos y los diseños de aviones. Por desgracia, la respuesta de Buckmaster —que sí los entendía— seguía siendo ambigua.

    Salieron juntos en el coche de Halloway y viajaron durante más de una hora hacia las zonas industriales al noroeste de la ciudad. Allí, entre las centrales eléctricas y los depósitos de locomotoras, las fundiciones y los almacenes de carbón, Buckmaster trató de mostrarle a Halloway cómo había hecho el siglo veinte para provocar su propia extinción. Se detuvieron a orillas de lagunas artificiales llenas de desechos químicos, pasaron junto a canales plateados por la escoria metálica, atravesaron paisajes cubiertos por miles de toneladas de basura sin tratar, campos con altas pilas de latas, vidrios rotos y máquinas abandonadas.

    Pero mientras escuchaba al viejo advirtiéndole que tarde o temprano él contribuiría a esos yermos terminales, Halloway se había sentido estimulado por las escenas que lo rodeaban. Lejos de desfigurar el paisaje, esos productos de desecho de la industria del siglo veinte poseían una belleza rara y feroz. Halloway estaba fascinado por el tenue brillo de los canales cubiertos de es-puma metálica, por la extraña melancolía submarina de los coches sumergidos que se vislumbraban en los lagos abandonados, por los brillantes colores de las montañas de basura, por el centelleo de un millón de latas empotradas en una matriz de cajas de detergente y papel de estaño, un calidoscopio de todo lo que podían usar, comer y beber. Lo fascinaban las nubes cobalto que flotaban debajo de la superficie del agua, libre al fin de toda planta y todo pez, las suaves ondas químicas que actuaban unas sobre otras a medida que se filtraban saliendo de la tierra empapada. Exploró las espirales de las virutas de acero, un follaje entresacado de un árbol de Navidad metálico, los rollos de alambre oxidado cuyos densos tonos cobrizos formaban un bosque bruñido a la luz del sol. Miró extasiado la blancura cretácea de los viejos vertederos de caolín, tan intensos como hielo pulverizado, los depósitos abandonados con las locomotoras cubiertas de musgo, la belleza no empañada de los desechos industriales producidos por técnicas y por imaginaciones mucho más ingeniosas que las de la naturaleza, más espléndidas que cualquier prado edénico. Al revés de lo que ocurría en la naturaleza, allí no había muerte.

    Acunado por esa visión de los Campos Elíseos de la tecnología, Halloway casi se quedó dormido detrás del escritorio del comisario, empequeñecido por el sillón con respaldo de cuero. Al despertar descubrió que el monitor de televisión volvía a mostrar una mezcla de señales de interferencia. Parte de la emoción de la vida en la ciudad eran las constantes averías de esos aparatos mal diseñados, y la dificultad de conseguir a alguien que los reparase. En Ciudad Jardín, cada elemento de la casa, cada lavadora y cada cocina de energía solar funcionaba para siempre con desesperante perfección. En el raro caso de que algo tuviese el más leve de los fallos, el diseñador tardaba en llegar a la puerta el tiempo que empleaba su bicicleta en transportarlo hasta allí. Por contraste, la metrópoli funcionaba a un emocionante pelo de distancia del desastre total.

    Halloway salió de la comisaría y saludó a los dos policías de dieciocho años sentados en el coche patrulla. Había diez oficiales a sus órdenes, un porcentaje demasiado alto del número total de habitantes, pero el estudio que había hecho Halloway de los archivos de la comisaría confirmaba que una fuerza policial numerosa, al igual que la contaminación ambiental y el alto índice delictivo, era una característica esencial de la vida urbana.

    Además, podrían ser útiles antes de lo que suponía. Al subir al automóvil para recorrer los cincuenta metros que lo separaban del garaje de Olds —Halloway nunca caminaba, por corta que fuese la distancia, y a menudo daba una vuelta en redondo en el coche para ir de un lado de la calle al otro— un grupo de adolescentes salió de una galería de atracciones cercana gritando obscenidades. Se apiñaron alrededor de una motocicleta grande con horquillas alargadas y motor lujosamente cromado. Todos llevaban chaquetas de cuero negro cargadas de adornos siniestros: cruces de hierro, dagas ceremoniales y calaveras. El conductor pisó el pedal e hizo arrancar la máquina con un rugido violento, luego avanzó describiendo un círculo sobre la acera, derribando parte de un kiosco de venta de tabaco antes de virar hacia Halloway. Sin disculparse, aporreó con el puño el techo del coche encima de la cabeza de Halloway y se alejó con gran estrépito por la calle, zigzagueando entre los peatones que gritaban.

    Como suponía Halloway, la mayoría de los obreros de la fábrica de Olds se habían ido temprano. Los treinta vehículos montados en los carros móviles se habían detenido, y los pocos mecánicos que quedaban estaban enchufando las baterías en los cargadores nocturnos.

    Olds estaba sentado en su oficina de paredes de vidrio, jugando de mala gana con la colección de calculadoras de bolsillo, tecleando con dedos delgados fragmentos de un extraño diálogo. A medida que se le complicaba la vida, con todos los problemas de administración de esa planta automovilística, había ido aumentando la cantidad de calculadoras. Puso los instrumentos en una serie de hileras sobre el escritorio, como si estuviera a punto de tomar una decisión acerca de todo, colocando los elementos de su conversación reduccio-nista como naipes en un solitario.

    Alzó la cabeza y miró a Halloway como si le costara reconocerlo. Parecía cansado y apático, atontado por el trabajo en todos los proyectos que Halloway había impulsado despiadadamente.

    —Olds, son sólo las seis. ¿Por qué no hay turno de noche?

    —Los hombres que tengo no alcanzan para la línea de montaje.

    —Deberían estar aquí. —Olds se echó hacia atrás, barajando las calculadoras con una mano, y Halloway dijo bruscamente:— Olds... ¡Necesitan trabajar! ¡Tienen que devolver los sueldos adelantados!

    El mudo se encogió de hombros, mirando a Halloway con ojos pasivos pero inteligentes. De un cajón sacó el viejo casco de aviador. Parecía a punto de preguntarle algo a Halloway, pero cambió de idea.

    —Halloway, ellos no aprecian como tú el valor del trabajo.

    —Olds, ¿no entiendes? —Halloway dominó con esfuerzo la irritación. Se paseó por la oficina, decidiendo utilizar otra línea de conducta.— Escucha, Olds, hay algo que quería decirte. Como sabes, tú no pagas alquiler por este garaje; en realidad, esta explotación no hace ninguna contribución directa a las arcas del municipio. Al principio te eximí del pago por lo mucho que nos ayudaste a poner las cosas en marcha, pero me parece que ahora tendremos que pensar en un alquiler razonable... y en algunos impuestos.

    Mientras los dedos de Olds empezaban a recorrer molestos las calculadoras, tecleando mensajes que él no podía leer, Halloway continuó.

    —Otra cosa. Aquí la vida depende mucho del tiempo: las horas de trabajo, los sueldos, etcétera, todo se mide con el reloj. Se me ocurrió que si alargáramos la hora, sin que nadie se enterara, por supuesto, podríamos hacer que la gente trabajase más por los mismos sueldos. Si yo ordenara que me fuesen entregados todos los relojes para, digamos, un examen gratuito, ¿po-drías ajustados y hacerlos andar un poco más despacio? —Halloway hizo una pausa, para ver si Olds comprendía bien la sencillez de ese ingenioso plan. Agregó:—Desde luego, sería para beneficio de todos. Si variáramos la duración de la hora, retardando o acelerando los relojes, tendríamos en nuestras manos un potente regulador económico, podríamos reducir o alentar la inflación, cambiar los sueldos y la productividad. Me estoy adelantando, lo sé, pero ya imagino un radiotransmisor central que emite una señal horaria variable para todos los relojes, de modo que nadie tiene que molestarse en ajustados...

    Halloway se quedó esperando una respuesta, pero por una vez las calculadoras no hablaron, los visores no se encendieron. Olds lo miraba con una expresión que Halloway no había visto nunca. Toda la inteligencia y el juicio del mudo estaban en esos ojos, que miraban al joven rubio como si lo vieran claramente por primera vez.

    Molesto por esa actitud casi desdeñosa, Halloway tuvo la tentación de pegarle al mudo. Pero de pronto, por encima del golpeteo de los generadores, llegó un chillido de neumáticos, y el ruido de unos vidrios que se rompían y el grito de un niño.

    Cuando llegaron a la calle ya se había reunido una muchedumbre alrededor de una limusina blanca que había subido a la acera y había roto el escaparate de un supermercado. Entre los vidrios estaban esparcidas las latas y las cajas de detergente que Halloway había ayudado a apilar en pirámides. El chófer de Stillman, un joven de chaqueta negra de dieciséis años, bajó del coche escupiendo el chicle con un gesto nervioso. Todo el mundo miraba a los dos niños de doce años, apenas conscientes, tendidos en la calle, y el cadáver de una niña caído entre las ruedas traseras de la limusina.

    Mientras se oía cada vez más cerca el gemido de una sirena de coche—patrulla, Olds se abrió paso entre la gente. Se arrodilló y tocó la muñeca ensangrentada. Levantó a la niña en brazos y empujó bruscamente a Halloway, sin soltar la calculadora que llevaba en la mano. Halloway alcanzó a ver el visor, que gritaba una sola obscenidad silenciosa.

    La semana siguiente fue un incómodo paréntesis. Con el pretexto de vigilar todo, Halloway se retiró a la oficina del comisario, a mirar las calles durante horas en el monitor. La muerte de la niña, la primera víctima del tránsito de la nueva ciudad, era un suceso que ni siquiera Halloway podía racionalizar. No asistió al funeral, en el que estuvo todo el mundo menos él. Olds condujo el enorme coche fúnebre, que había encontrado en un depósito y había restaurado durante toda la noche. Rodeada por una pérgola de flores, la niña muerta encabezaba la procesión en el lujoso ataúd tallado a mano, seguida a lo largo de las calles vacías por todos los habitantes de la vecindad, cada uno al volante de su coche. Stillman y su séquito llevaban los más oscuros trajes de gángster. Miranda y el viejo Buckmaster, ambos con capas negras, aparecieron en un viejo turismo descubierto repleto de extrañas coronas que ella había preparado con las flores destruidas por los hombres de Halloway.

    Sin embargo, para alivio de Halloway, pronto volvió todo a la normalidad, aunque por una triste paradoja esa primera muerte había desatado una violencia latente todavía mayor. Durante los días siguientes desertaron cada vez más trabajadores para unirse al séquito de Stillman, que a estas alturas tenía las dimensiones de un considerable ejército privado. Muchos de los integrantes llevaban uniforme negro paramilitar. Durante todo el día retumbaba en las calles el ruido de los disparos mientras mataban cientos de ciervos en el parque, espantando los faisanes, las codornices y los ánades de los que dependía Halloway para abastecer los mostradores de carne fresca en los supermercados. Armados con rifles, marchaban yendo y viniendo por la plaza como en una parada militar, presentando armas junto a las filas de ciervos muertos. Stillman, luciendo ahora una guerrera militar y una gorra de visera, había cambiado la limusina por un camión semioruga abierto, desde donde saludaba en posición de firme.

    Halloway trataba de no tomar en serio esos juegos absurdos, viéndolos como otra aberración mental de ese asesino convicto, pero los hombres de Stillman habían empezado a trastornar la vida ciudadana. Andaban en grupos cerca de los supermercados, sirviéndose lo que necesitaban y negándose luego a pagar. Siguiendo el ejemplo de ellos, muchos de los inquilinos de los edificios de apartamentos dejaban de pagar el alquiler. En vez de comprar en los supermercados, y alentar la vacilante economía de la zona, entraban en las tiendas que había más afuera. Cada día se deslizaban un poco más hacia la anarquía: fallaba otro generador, se demoraba más el tránsito, y sobre todo aumentaba la creencia de que la ciudad era incontrolable.

    Enfrentado con ese fracaso de sus sueños, en los que había puesto tanto entusiasmo, Halloway decidió reafirmar su autoridad. Necesitaba medios para inspirar a esos nuevos habitantes urbanos. Aburridos por las largas horas de trabajo repetitivo, la mayoría sólo empleaba el tiempo libre en ir a los bares y a las galerías de atracciones, conduciendo el coche a la deriva por las calles. La afluencia de gente nueva había empezado a menguar, y los primitivos pobladores ya estaban empacando y marchándose a los suburbios.

    Tras una noche de tumultos continuos, llena de ruido de sirenas y de disparos, Halloway decidió pedir ayuda a Buckmaster. El viejo industrial era la única persona a la que podía recurrir. Olds ya no le hablaba: hacía tiempo que la ficción de enseñarle a volar al mudo había perdido credibilidad. Pero Buckmaster había sido uno de los pioneros que crearon el siglo veinte, y podría volver a infundir entusiasmo a todo el mundo.

    Delante del hotel de Buckmaster, antes de bajar del coche, Halloway vaciló. Había intentado arruinar con defoliantes el reino vegetal de Miranda, y la posibilidad de verla hacía que se sintiera incómodo. Pero tendría que olvidarse de eso.

    Mientras subía los escalones delante de la entrada del hotel, descubrió que habían convertido la puerta giratoria en un invernadero en miniatura. Cada uno de los segmentos estaba ocupado por una extraña planta, de hojas moradas y bayas de color morado oscuro. Fastidiado, en un acto reflejo, Halloway iba a romperlas con las manos cuando lo sorprendió un breve movimiento en un balcón.

    Tres pisos más arriba, asomada a su balcón, estaba Miranda, observando a Halloway con un ramillete de lirios mantis en la mano. Llevaba un largo vestido blanco y un velo blanco de encaje que Halloway no había visto nunca pero que reconoció inmediatamente. Mientras la miraba, convencido de que nunca había estado tan hermosa, Halloway supo de repente que lo que ella se había puesto era el traje de novia para casarse con él.

    Estaba esperando a que Halloway subiera a buscarla; saldrían y cruzarían la plaza hasta la catedral de coches, donde el padre de ella los casaría.

    Como para confirmar todo eso, Miranda se asomó ligeramente, sonriéndole a Halloway y llamándolo con una mano enguantada de blanco.

    Al llegar a la puerta giratoria las flores moradas y las bayas oscuras se apiñaron a su alrededor. Iba a pasar entre ellas cuando recordó el ramillete de lirios que tenía ella en la mano, y la impaciencia con que lo había mirado al llegar. Entonces se dio cuenta de que las plantas que iba a apartar del camino, y que apestaban esa cámara de ejecución de paredes de vidrio que se interponía entre él y la novia, eran belladonas.

    En las primeras horas de la tarde Miranda y su padre se marcharon definitivamente de la ciudad.

    Esa noche, mientras dormía en el apartamento, Halloway soñó que miraba por una ventana abierta que daba al parque. Allá abajo la hierba alta hasta la cintura se estremecía y se agitaba. Un movimiento profundo había inquietado el suelo, un hondo temblor que atravesaba todo el parque. Los matorrales y las zarzas, los árboles y los arbustos, hasta las más humildes hierbas y flores silvestres estaban empezando a susurrar y a estremecerse, tratando de despegarse del suelo. Las ramas levantaban por todas partes un viento invisible, golpeando el aire con las hojas. Entonces, junto al lago del centro del parque, se soltó un roble en miniatura, agitando las ramas como las alas de un pájaro desgarbado. Sacudiéndose la tierra de las raíces, voló hacia Halloway, a treinta metros del suelo. Lo seguían otros árboles que asían el aire con las ramas, un millón de hojas que giraban juntas. Mientras Halloway miraba, aferrándose al alféizar para impedirse ir con ellos, se elevó de pronto todo el parque, se juntaron cada árbol y cada flor, cada brizna de hierba, para formar una inmensa flota soleada que dio una vuelta sobre la cabeza de Halloway y subió siguiendo los rayos del sol. Mientras se alejaban por el cielo, Halloway vio que las flores y las vides que Miranda había plantado en toda la ciudad también se iban. Cerca pasó una bandada de amapolas, una alfombra carmesí seguida por un reguero de margaritas con pétalos que latían como los cilios de una enorme criatura de encaje. Halloway miraba desde la ciudad, de piedras ahora estériles y atmósfera agonizante. Una legión de criaturas voladoras llenaba todo el cielo, una neblina verde de pétalos y flores libres al fin para viajar al sol acogedor.

    Al despertar a la mañana siguiente, Halloway salió al balcón; no sabía bien si la espesa vegetación firmemente arraigada en el suelo era una ilusión mental. Más tarde, cuando se detuvo un instante en la comisaría, la visión de esos voladores robles y caléndulas, olmos y margaritas todavía flotaba en el aire, más brillante que las fachadas de neón de los bares y las galerías.

    En vez de apagar las luces e irse al trabajo, la gente se quedaba en las puertas de los bares, y miraba a Halloway por encima de las mesas de billar. Era ya mediodía y ninguno de los integrantes del cuerpo de policía se había presentado aún a cumplir su servicio, y por un momento Halloway sintió que el día mismo había faltado a la cita.

    Decidido a enfrentar a Stillman, regresó al coche. Estaba convencido de que el ex convicto era el responsable de la ruina de todo aquello por lo que él había trabajado. Stillman se había visto atraído a ese sitio por las oportunidades sin límite que ofrecía para mostrarse cruel y dedicarse a la destrucción. No necesitaba una ciudad viva sino una ciudad moribunda, un cadáver caliente que él pudiese infestar como un gusano.

    Después de cerrar con llave la comisaría, Halloway salió en el coche por delante del parque hacia el cuartel general de Stillman, un museo de arte cilíndrico con una sola rampa que subía en espiral hasta la sala de audiencias de Stillman. Unos guardias armados, vestidos con uniformes negros, holgazaneaban junto a la hilera de limusinas blindadas estacionadas frente al museo. Por señas, le indicaron a Halloway que entrase; era evidente que lo estaban aguardando. Mientras Halloway iba hacia el ascensor, Stillman esperó en el piso de más arriba, en pose teatral.

    El encuentro nunca se produjo. A medio camino el ascensor se detuvo con una sacudida brusca, y se cortó la luz. Empezaron a oírse gritos por todas partes, hubo un disparo, y en seguida ruido de pies que bajaban corriendo por la rampa. Cuando Halloway logró escapar del ascensor, fue el último en salir del edificio a oscuras. Stillman y su pandilla se habían ido, llevándose el coche de Halloway.

    Cuando llegó a la comisaría media hora más tarde, una tormenta eléctrica azotaba las calles de la zona de recuperación. Los coches estaban detenidos en fila en los cruces, tocándose los parachoques. Los conductores, al lado de los vehículos, miraban con alarma los letreros de neón que explotaban en cascadas de vidrio derretido sobre los bares y los restaurantes. Por todas partes ardían los circuitos sobrecargados. Bombillas de colores estallaban en los techos de las galerías de atracciones. Los billares automáticos reventaban con un repiqueteo de juegos gratis, en los supermercados brotaban las primeras llamas de los congeladores, llamas que asaban la carne de los ciervos y las aves. El ruido de cien generadores llenaba el aire.

    Halloway tardó varias horas en restablecer el orden. Mucho antes de parar el último de los generadores recalentados, de cambiar los fusibles y de apagar los fuegos más peligrosos, Halloway supo quién era el responsable.

    Junto a los generadores, en las calles y en los sótanos, había docenas de calculadoras de bolsillo, con los visores brillando débilmente. Olds debía de haber saqueado los negocios de máquinas de oficina, recogiendo todas las calculadoras que pudo encontrar para hacer frente a su propia crisis. Ahora estaban esparcidas en un largo reguero que le brotaba de la mente hiperactiva.

    ¿Alas?
    Mezcla rica, carburador frío.
    Gorrión, reyezuelo, petirrojo, colibrí...


    Halloway miró con rabia esos mensajes fragmentarios, anuncios dirigidos a él y que expresaban las dudas y los anhelos de Olds. Cuando lo encontrase, Halloway lo sometería con un grito, con una palabra potente, le provocaría un último ataque del que no se recuperaría nunca.

    ¿Kiwi, pingüino?
    Paso de hélice al máximo, gases abiertos.
    Estornino, golondrina, vencejo...


    Halloway pateó las calculadoras, pulverizando ese ascendente orden de pájaros. Agotado por el esfuerzo de apagar los generadores, se sentó en el suelo del sótano del supermercado, rodeado de latas de caldo y de visores incandescentes.

    Subiendo.
    Bajar flaps, avanzar palanca de gases.
    Elizabeth, niño muerto. Ningún dolor.
    Ojos azules. Loca.
    Perdiz, codorniz, ganso, oropéndola... águila, milano, halcón...


    Creyendo que podía encontrar al mudo en la planta de automóviles, Halloway bajó corriendo por la rampa hasta el sótano. Pero Olds no estaba. En un espasmo galvánico final, los últimos treinta coches de la línea de montaje habían sido arrojados contra la pared de hormigón, y se amontonaban ahora unos sobre otros en un enredo de cromo y vidrios rotos. En el escritorio de la oficina, las calculadoras estaban cuidadosamente ordenadas para formar un último mensaje.

    1
    Oíd
    Olds
    Oldsm
    Oldsmo
    Oldsmob
    Oldsmobi
    Oldsmobil
    ¡HOLDSMOBILEW


    Y luego, en el cajón donde guardaba el viejo casco de piloto:

    ¡Puedo...!
    Fulmar, albatros, flamenco, fragata, cóndor...
    ¡ENCENDIDO!


    Halloway abandonó el coche y caminó por las calles vacías, cubiertas de ardientes tubos de neón como si un arco iris quemado se hubiese derrumbado sobre las aceras. Ya veía que todo el mundo estaba en la plaza, de espaldas al monumento de Buckmaster. Miraban el cartel luminoso en el edificio del periódico, el breve mensaje que Olds les había dejado y que se repetía como un grito de miedo, orgullo y determinación.

    ¡PUEDO VOLAR! ¡PUEDO VOLAR! ¡PUEDO VOLAR! ¡PUEDO VOLAR! ¡PUEDO VOLAR!


    Cuando Halloway llegó al aeropuerto el cerco estaba en marcha. Stillman y sus hombres rodeaban el garaje, agazapados detrás de las limusinas y disparando al azar hacia los pisos superiores. No había señales de Olds, pero desde la cumbre de la pirámide de parrillas de radiadores Halloway vio que el planeador con motor que había en el techo había sido preparado para volar. Olds le había puesto un tren de aterrizaje y una rueda de cola. Ya no estaba sujeto con cuerdas, y había sido llevado a la parte más alta del techo inclinado; los doscientos metros de hormigón se extendían en declive debajo de la hélice pulida.

    Cubiertos por una descarga cerrada, Stillman y tres de sus hombres corrieron hasta el edificio y entraron en la planta baja del garaje.

    Diez pisos más arriba apareció Olds en el techo, vestido con el antiguo traje de vuelo, chaqueta de cuero y polainas. Dio unas vueltas alrededor del aparato, haciendo algunos ajustes de último momento en el motor, inconsciente del tiroteo que se estaba produciendo allí abajo.

    Veinte minutos más tarde empezó a salir humo del octavo piso del garaje, nubes oscuras que ondulaban hacia el techo. Al ver el humo, Olds se detuvo y miró cómo se arremolinaba a su alrededor. Entonces, por encima del ruido de disparos y explosiones de tanques de combustible, Halloway oyó el estruendo del motor de aviación. La hélice giraba rápidamente, alejando el denso humo.

    Sabiendo que Olds se mataría si intentaba despegar, Halloway corrió hacia el garaje. Gritándoles a los hombres de Stillman, se abrió paso hacia las escaleras de emergencia.

    Cuando llegó al octavo piso uno de los jóvenes guardas lo retuvo. En el extremo del inclinado suelo de hormigón, Olds había construido una sólida barricada con cuatro camiones. Al no poder seguir subiendo, y con el resto de la escalera obstruido por un montón de generadores y materiales eléctricos, Stillman y sus hombres incendiaban los coches, disparando a los motores y a los tanques de gasolina de los antes tan apreciados limusinas y turismos.

    —¡Stillman! —gritó Halloway—. ¡Déjalo marchar! ¡Si intenta volar se matará!

    Pero Stillman le indicó por señas que se alejara. Dos de los coches ardían con rapidez, y él y sus hombres los empujaron hacia arriba por la rampa y los estrellaron contra los camiones. En unos pocos instantes el intenso calor empezó a abrir las carrocerías de metal. Al ver que estallaba ese incendio, Stillman ordenó a sus hombres que bajaran.

    Entonces, descendiendo por el desagüe debajo de la balaustrada interior, apareció una delgada corriente de líquido que en seguida bordeó los viejos neumáticos y las pilas de hojas y nidos de pájaros. Pensando que ése era un patético esfuerzo de Olds por apagar el incendio que había provocado Stillman, Halloway enfrentó al guardia, tratando de arrebatarle la escopeta. Mientras luchaban junto a la escalera vio que la corriente había aumentado y era ahora tan ancha como la rampa y avanzaba como un maremoto. La corriente se metió debajo de los camiones y lamió las ruedas de los coches ardientes, tocada de vez en cuando por el nimbo de una llama. El líquido cubrió los pies de Stillman mientras él y sus hombres daban media vuelta y escapaban tratando de salvarse, chapoteando en el rápido torrente. En los últimos segundos, mientras el piso entero se encendía en una repentina bola de fuego, iluminando las figuras que corrían atrapadas en el centro de ese horno inclinado, Halloway se lanzó por las escaleras. Los ruidos de las explosiones lo siguieron hasta que lle-gó a la planta baja.

    Así que Olds había abierto los tanques de gasolina de los coches del noveno y del décimo piso. Cuando Halloway llegó a la calle, ya ardían los tres últimos pisos del garaje. Potentes explosiones destrozaban las limusinas, los coches deportivos y los turismos abiertos que Olds había reunido con tanto esmero. Cristales de ventanas y afilados pedazos de cromo atravesaban velozmente el aire, aterrizando en la acera alrededor de Halloway, que se había agachado detrás de la furgoneta de una línea aérea. Las llamas de la gasolina se alzaban en una lenta torre de humo de veinte metros de altura y de doscientos metros de diámetro.

    La mayoría de los hombres de Stillman, jóvenes de uniforme negro metidos en coches grandes, se habían ido asustados por la violencia de las explosiones. Tres se habían quedado, y esperaban con los rifles en alto, pero Halloway estaba seguro de que tanto Olds como Stillman ya habían muerto.

    Allá arriba, entre el humo, giró una hélice. El planeador avanzó por el techo, preparándose para despegar. La delgada figura de Olds estaba acurrucada en la cabina, con el rostro oculto por el anticuado casco. El motor rugió con más fuerza, y el avión, de alas largas y caídas, aceleró por la pendiente. Al dejar el edificio y navegar por el aire pareció que se iba a estrellar en el suelo, pero de repente las alas se elevaron empujadas por el ligero viento que atravesaba el aeropuerto. Continuó remontándose, atronando con el motor pocos metros por encima de los coches estacionados en una apretada hilera en la pista de aterrizaje, deshaciéndose del humo grasiento que todavía se le enroscaba en el fuselaje y las alas. El avión siguió a velocidad constante, ganando altura después de pasar la valla. Puso rumbo al norte, hacia el Estrecho, y giró con cuidado hacia la izquierda, a cien metros del suelo. Empezó a cruzar el río, balanceando las alas mientras Olds probaba los mandos. Al llegar a la mitad del río se encontró con una bandada de patos que daba vueltas sobre la ciudad, y luego se sumergió en un río de pétalos de un kilómetro de largo arrastrado por el viento. Los tres juntos —los patos y el río de pétalos y Olds en el planeador— volaron hacia el noroeste, y se separaron al atravesar el puente colgante. Halloway esperó hasta que el planeador, poco más que un punto de luz reflejado por la hélice, subió a cielo más seguro y finalmente desapareció hacia el oeste, sobre el continente.

    Al regresar a la ciudad, Halloway dejó el coche en la plaza. De pie junto al monumento de Buckmaster, vio cómo cerraban los supermercados y las tiendas, los bares y las galerías de diversiones. Ya casi no quedaba nadie, ahora que los jóvenes volvían a sus colonias hortícolas.

    Halloway esperó hasta que se fueron todos. El último generador se había quedado sin combustible, y no había luz en la comisaría. Caminó por las calles sorteando los vidrios rotos y los cables ennegrecidos, entre las docenas de coches abandonados. En la calzada se amontonaban los billetes con su nombre impreso.

    En el espacio de unos pocos meses se las había arreglado para conseguir lo que a esa metrópoli en conjunto le había costado más de ciento cincuenta años. Pero había merecido la pena. Ahora sabía que no regresaría nunca a la calma bucólica de Ciudad Jardín. Por la mañana, después de descansar, saldría a pie en busca de Olds y el avión, siguiendo los monumentos hacia el oeste, a través del continente, hasta encontrar al viejo y poder ayudarlo a levantar esas pirámides de lavadoras, parrillas de radiadores y máquinas de escribir. De alguna manera recompondría sus relaciones con Miranda y la ayudaría a repoblar de árboles las ciudades. Entonces tal vez ella volvería a ponerse el traje de novia para él.

    Seguro de todo eso, Halloway echó a andar por la plaza. Ya estaba planeando la primera de una serie de enormes pirámides metálicas, tan altas quizás como esos rascacielos, construidas con aviones de pasajeros, trenes de mercancías, dragadoras móviles y lanzamisiles, más grandes que todo lo que Buckmaster y el siglo veinte habían soñado. Y además, quizás Olds le enseñaría a volar.


    APARATO DE VUELO RASANTE


    EL HOMBRE ESTÁ METIDO en un juego loco consigo mismo.

    Desde el balcón del décimo piso del hotel vacío, Forrester y su mujer miraron cómo el avión ligero despegaba de la pista de Ampuriabrava, un kilómetro playa abajo. El biplano, un fumigador de cultivos modificado, se estaba colocando en el extremo de la cinta de cemento. El motor resonaba en el centro turístico desierto como un ventilador demente.

    —Un día de estos no lo va a conseguir. Tengo la certeza de que es eso lo que espera... —Sin pensar, Forrester se levantó de la silla, pasó por delante del carrito de las bebidas y fue hasta el pretil del balcón. El aparato avanzaba ahora rápidamente por la pista, tocando todavía la raya demarcatoria con la rueda trasera. Delante quedaban poco más de setenta metros de cemento. La pista había sido construida hacía treinta años para los suizos y los alemanes acomodados que traían sus aviones privados a ese complejo de vacaciones de la Costa Brava. Ahora, a falta de cualquier clase de mantenimiento, las poderosas corrientes costeras habían reducido el muelle de cemento que se internaba en el mar a un tercio de su extensión original.

    Pero el piloto, con la frente huesuda asomándole por encima de las gafas y el pelo largo atado en un nudo de bandido, parecía despreocupado. Forrester esperó, apretando la barandilla con las manos, dominado por una confusión de emociones: quería ver a ese médico solitario y esquivo estrellarse contra las rocas, pero al mismo tiempo su complicada rivalidad con Gould le hizo lanzar un grito de advertencia.

    En el último instante, cuando apenas quedaban seis o siete metros de pista, Gould se echó bruscamente hacia atrás en el asiento, casi arrastrando al avión hacia el aire. El aparato subió en forma abrupta sobre la rota calzada de cemento, se ladeó y dio una vuelta lenta sobre el mar antes de poner rumbo a tierra.

    Forrester miró hacia arriba cuando el avión les pasó por encima. A veces pensaba que Gould trataba deliberadamente de provocarlo... o, lo que era mucho más probable, de provocar a Judith. Los unía algún tipo de vínculo tácito.

    —¿Has visto el despegue? —preguntó—. No habrá muchos más.

    Judith estaba recostada en la silla de playa, mirando vagamente la pista ahora silenciosa. En un momento Forrester había exagerado el factor peligro de esos despegues, esperando distraerla durante los últimos y tediosos meses del embarazo. Pero esa comedia ya no era necesaria, ni siquiera ahora, mientras esperaban a que el practicante trajese de Figueras los resultados del examen amniótico. Cuando la próxima tormenta de verano acabara de destrozar la ya ruinosa pista de cemento, Gould sin duda se estrellaría. Curiosamente, podría haber evitado todo eso con sólo limpiar una parte de cualquiera de los cientos de carreteras abandonadas.

    —Ahora hay casi demasiado silencio —dijo Judith—. ¿Has visto al practicante? Tendría que haber venido esta mañana.
    —Ya vendrá. La clínica sólo abre un día por semana. —Forrester tomó el pequeño pie de su mujer y lo sostuvo entre las manos, admirando abiertamente esas piernas pálidas sin ninguna malicia ni cálculo.— No te preocupes. Esta vez habrá buenas noticias.
    —Ya lo sé. Es extraño, pero yo también estoy totalmente segura. Nunca tuve dudas, en todos estos meses.

    Forrester escuchó el zumbido del avión ligero que desaparecía sobre las colinas detrás del centro turístico. Allá abajo, en la calle, la arena traída por el viento desde la playa se apilaba en una serie de dunas que habían enterrado a muchos de los coches hasta las ventanillas. Como cabía esperar, las pocas huellas de neumáticos que llevaban a la entrada del hotel, eran todas de la

    Honda del practicante. El claqueteante motor de ese enfermero de cara seria alborotaba el pueblo. Había cuidado a Judith desde la llegada, hacía dos meses, con estudiado esmero pero con una completa falta de tono emocional, como si ya estuviera seguro del resultado final del embarazo.

    Sin embargo, Forrester todavía se aferraba a la esperanza. Antes había temido esos embarazos infructuosos, los viajes forzados desde Ginebra, y el interminable recorrido de vacíos centros turísticos mediterráneos mientras esperaban la aparición de otro feto seriamente deforme. Pero había esperado con ilusión este último embarazo, que veía casi como un desafío, como un juego en el que las probabilidades estaban abrumadoramente en contra, pero en el que el premio era el mayor posible. Cuando Judith le dijo, seis meses atrás, que había vuelto a concebir, él se encargó de todos los preparativos para viajar en coche a España. Judith concebía con tanta facilidad... era una amarga paradoja, esa vigorosa e insaciable sexualidad, esa fertilidad enorme aunque de naturaleza cuestionable, desatada en un mundo casi despoblado.

    —Vamos, Richard. Pareces un muerto. Brindemos por mí. —Judith acercó el carrito a la silla. Se incorporó, animándose como un juguete. Al ver los reflejos de ellos en el espejo del dormitorio, Forrester pensó que se parecían a unos modernos Scott Fitzgerald, dos cuerpos hermosos y atractivos que escondían un pecaminoso secreto.
    —¿Te das cuenta de que esta noche sabremos los resultados del examen? ¡Richard, tenemos que celebrarlo! Quizás deberíamos haber ido a Benidorm.
    —Es un sitio enorme —dijo Forrester—. Allí en verano hay por lo menos quince o veinte personas.
    —A eso me refiero. Tendríamos que ver a otra gente, compartir con ella la buena noticia.
    —Pues... —Habían ido expresamente a ese tranquilo centro turístico en el extremo norte de la Costa Brava para alejarse de todo el mundo; en realidad, a Forrester le había molestado encontrar allí a Gould, el médico de aspecto hippie que vivía en uno de los abandonados hoteles de la playa y que inesperadamente apareció en su avión después de faltar un fin de semana.

    Forrester contempló las hileras de hoteles y edificios de apartamentos abandonados, las rostiserías y los supermercados cerrados desde hacía mucho tiempo. El vacío producía una especie de sensación tranquilizadora. Se sentía más cómodo aquí, en este pueblo olvidado.

    De pie junto al pretil, sorbiendo los tragos y mirando hacia la bahía silenciosa, Forrester rodeó con el brazo la cintura abultada de su mujer. Hacía semanas que casi no le podía sacar las manos de encima. Cuando se fuera Gould, éste sería un sitio agradable. Pasarían el resto del verano tendidos por allí, haciendo el amor todo el tiempo y jugando con el bebé: una rareza, pues el promedio de nacimientos normales era de menos de uno por cada mil. Ya se imaginaba a unos pocos campesinos viejos bajando de las colinas y celebrando algún tipo de fiesta primitiva en la playa.

    A sus espaldas, sobre el pueblo, había reaparecido el avión. Por un momento vislumbró el casco plateado del médico: una de las aficiones fastidiosas de Gould era pintar rayas en el casco y la chaqueta de piloto, y en el parachoques de su viejo Mercedes, presunción de estudiante un poco fuera de tono. Forrester había encontrado rastros de la pintura en varios puntos del pueblo: en el puente para peatones sobre el canal que separaba el puerto deportivo de la pista de aterrizaje de Ampuriabrava, en las esquinas de las calles que llevaban al hotel de Gould. Esas marcas, hechas aparentemente al azar, eran elementos de un críptico idioma privado. Hacía ya algún tiempo que Forrester tenía la certeza de que Gould andaba en algún juego nefario en las colinas. Quizás estuviese saqueando los monasterios abandonados, robando iconos y objetos de oro. Forrester tuvo una potente visión de ese médico solitario, pilotando el avión ligero en una incesante exploración de las costas mediterráneas, acumulando una reserva de tesoros artísticos para el caso de que en el mundo volviesen a funcionar los negocios.

    El último encuentro de Forrester con Gould, en el museo Dalí de Figueras, pareció confirmar esas sospechas. Había dejado a Judith en la clínica prenatal, donde el estudio amniótico confirmaría, esperaban, la ausencia de anormalidades en el feto, y por un error de cálculo había ido paseando hasta ese museo dedicado por el pueblo a su más ilustre artista nativo. Mientras caminaba rápidamente por las galerías vacías observó a Gould cómodamente sentado en el diván central, contemplando con amable serenidad los embriones fláccidos y las monstruosidades anatómicas del surrealista. Con la chaqueta salpicada de plata y el pelo largo anudado, Gould parecía menos un médico que un Ángel del Infierno cincuentón. Al lado, en el diván, tenía tres lienzos que había descolgado de las paredes, y que luego se llevó para decorar sus habitaciones de hotel.

    —Para mí rayan en la indecencia —comentó Forrester—. Toda una colección de noticiarios del Infierno.
    —Sí, una inteligente conjetura sobre el futuro —coincidió Gould—. La distopía última es el interior de nuestra propia cabeza.

    Mientras salían del museo, Forrester dijo: —El bebé de Judith nacerá en unas tres semanas. Pensamos si usted querría atenderla.

    Gould no respondió. Cambió los lienzos de un brazo al otro y miró los árboles de la rambla desierta arrugando el entrecejo. Sus ojos parecían estar esperando algo. Forrester notó, y no por primera vez, lo cansado que estaba el hombre, el nerviosismo que dominaba esas facciones huesudas.

    —¿Y qué me dice del practicante? Tal vez esté más capacitado que yo.
    —Yo no pensaba tanto en el nacimiento como en...
    —¿En la muerte?
    —Bueno... —Perturbado por el tono combativo de Gould, Forrester buscó en su surtido de eufemismos.—Estamos muy esperanzados, por supuesto, pero tenemos que aprender a ser realistas.
    —En ese sentido son ustedes admirables.
    —Ante uno de los posibles resultados, creo que Judith preferiría que se ocupara usted...

    Gould movía afirmativamente la cabeza, con aire de sabiduría. Miró bruscamente a Forrester. —¿Por qué no conservar el niño? Sea cual sea el resultado.

    Esto había impresionado de veras a Forrester. Sorprendido por la agresión del médico, vio cómo daba media vuelta y se marchaba con un gesto desagradable, las pinturas chillonas bajo el brazo, regresando a zancadas al Mercedes.

    Judith estaba dormida en la habitación. Forrester le sacó de la floja palma de la mano los Valiums que no había tomado por estar demasiado cansada. Los puso de nuevo en el frasco y luego se sentó con poca firmeza en la cama. Durante la última hora había estado bebiendo solo en el balcón, al sol, en parte por aburrimiento —la escala temporal del embarazo humano era un gran error evolutivo, decidió— y en parte a causa de confusos miedos y esperanzas.

    ¿Dónde demonios estaba el practicante? Forrester caminó otra vez hasta el balcón, y escudriñó la carretera que iba hacia Figueras pasando por delante de los abandonados clubes nocturnos y las oficinas de alquiler de lanchas. El avión se había marchado, desapareciendo entre los montes. Mientras examinaba la pista de aterrizaje, Forrester descubrió la figura de una joven vestida de negro en la puerta del hangar de Gould. Varias veces la había visto rondar por allí, y reconocía abiertamente que sentía una ligera punzada de envidia por la presunta relación sexual que existía entre ella y Gould. Había algo de sigiloso en esa relación que lo intrigaba. Cuidando de no moverse, esperó a que la joven saliese al sol. Gracias al alcohol, y a una monogamia escrupulosa en exceso, sentía que ya se le abultaba la entrepierna. Pese a su necesidad de estar solo, la idea de que había otra joven a menos de un kilóme-tro de distancia casi hacía descarrilar la mente de Forrester.

    Cinco minutos más tarde volvió a ver a la chica, de pie en el techo de observación del Club Náutico, mirando hacia tierra adentro, como si estuviese esperando el regreso del avión plateado de Gould.

    Cuando Forrester salió de la suite, su mujer todavía dormía. Ahora sólo funcionaban dos de las suites del décimo piso. Las demás habitaciones tenían cerradas puertas y ventanas, cápsulas de tiempo que albergaban una carga melancólica: los aerosoles, irrigadores, horquillas y tubos de crema solar dejados por los miles de turistas desaparecidos.

    El ascensor de servicio, impulsado por un pequeño motor de gasolina instalado en el sótano, lo llevó hasta el vestíbulo. Ahora no había corriente eléctrica para hacer funcionar el sistema de aire acondicionado, pero el hotel estaba fresco. En los dos sillones de mimbre colocados junto a la escalera, debajo del estante de las tarjetas postales con descascaradas vistas veraniegas de Rosas en su época de apogeo turístico, estaban sentados el gerente, un hombre mayor, y su mujer. El señor Cervera había sido linotipista de un diario de Barcelona durante los años en que había empezado a manifestarse el descenso demográfico, y seguía siendo una mina de información sobre decadencia mundial.

    —La señora Forrester duerme. Si llega el practicante, dígale que suba.
    —Ojalá haya buenas noticias. Ustedes han esperado mucho tiempo.
    —Si las hay, esta noche lo celebraremos, por supuesto. Judith quiere abrir todos los clubes nocturnos.

    Forrester salió al sol y trepó a la primera de las dunas que cubrían la calle. Se detuvo en el techo de un coche sumergido y miró la hilera de hoteles vacíos. Había venido a ese lugar de veraneo una vez durante la infancia, cuando el sitio parecía aún poblado de turistas. Sin embargo, muchos de los hoteles ya estaban cerrando, pero sus padres le habían dicho que treinta años antes había en el pueblo tanta gente que casi no se podía ver la arena de la playa. Forrester recordaba el Club Náutico, que presidía como un portaaviones los bares y clubes nocturnos de Ampuriabrava, atestado de gente que se divertía con una frenética alegría finisecular. Ya se estaban construyendo los primeros de los llamados «hoteles de Venus», y vagones de jóvenes parejas trastorna-das llegaban desde el aeropuerto de Gerona.

    Forrester saltó del techo del coche y echó a andar por la carretera de la playa hacia Ampuriabrava. La arena inmaculada bajaba hasta el agua, libre al fin de colillas y tapones de botellas, tan limpia y suave como hueso molido. Mientras pasaba por delante de los hoteles desiertos, le extrañó no tener ninguna sensación de pánico al pensar en toda esa gente desaparecida. Al igual que Judith y todas las demás personas que conocía allí, como el viejo linotipista y su mujer sentados solos en el vestíbulo del hotel, aceptaba con calma la lógica aterradora de esa pesadilla como si fuese un hecho totalmente natural y pacífico.

    Cuarenta años antes, por contraste, se había desatado una incontrolada epidemia de miedo, cuando la gente empezó a darse cuenta del marcado descenso de la población mundial, de la enorme caída aparente de la natalidad, y lo que era todavía más inquietante, el enorme aumento del número de fetos deformes. Fuera lo que fuese lo que había puesto en marcha ese proceso, que ahora dejaba a Forrester solo en esa playa antes atestada de la Costa Brava, los resultados eran dramáticos e irreversibles. Al actual ritmo de descenso, la población de Europa, de doscientas mil personas, y la población de Estados Unidos, de ciento cincuenta mil, iban camino de extinguirse dentro de una generación.

    Al mismo tiempo, por una triste paradoja, no había bajado la fertilidad, ni en el hombre ni en las pocas especies animales también afectadas. En realidad, la natalidad había subido vertiginosamente, pero casi todos los fetos eran criaturas deformes. Forrester recordaba los primeros hijos de Judith, de ojos defectuosos, con los nervios ópticos al descubierto, y lo que era todavía más perturbador, los órganos sexuales deformes: esas sombrías parodias de genitales humanos despertaban toda clase de nerviosismo y aversión.

    Forrester se detuvo al final de la playa, donde la hilera de hoteles doblaba en ángulo recto siguiendo el canal que llevaba al puerto deportivo. Al volverse a mirar el pueblo se dio cuenta de que era casi con seguridad el último turista. El deterioro continuo de la red europea de carreteras pronto impediría todo viaje futuro a España. Durante los últimos cinco años él y Judith habían vivido en Ginebra. Empleado en un organismo de las Naciones Unidas, recorría las ciudades de Europa dirigiendo un equipo que hacía inventarios de las enormes reservas de comestibles, productos farmacéuticos, artículos de equipo y materias primas industriales guardadas en depósitos y en terminales de ferrocarril, en supermercados vacíos y en líneas de montaje paradas: mercancía suficiente para alimentar a la menguante población durante mil años. Aunque la población de Ginebra andaba por las dos mil personas, la mayoría de las zonas urbanas de Europa estaban totalmente desiertas, incluyendo, cosa sorprendente, algunas de sus grandes ciudades episcopales: Chartres, Colonia y Canterbury eran cáscaras vacías. Por algún motivo, los consuelos de la religión carecían de sentido para la gente. Por otra parte, a pesar del pánico inicial, nunca había habido verdadera desesperación. Durante treinta años habían estado sacrificando con toda naturalidad a sus hijos y cerrando el hemisferio occidental, como un grupo de trabajadores de circo que desarman las tiendas y matan a los animales al concluir la temporada.

    Desde la orilla del canal, Forrester miró el casco blanco del Club Náutico. No había señales de la joven. A sus espaldas, frente a la pista de aterrizaje, estaba un restaurante de carretera, abandonado desde hacía algunos años. Por las ventanas manchadas de sal, vio las hileras de botellas alineadas contra el espejo detrás de la barra, las sillas apiladas sobre las mesas.

    Forrester empujó la puerta. El interior del restaurante era como un cuadro vivo de museo. Nada había sido cambiado de sitio durante años. A pesar de que la puerta estaba sin llave no había habido allí ningún tipo de vandalismo. Las huellas visibles en la arena fina que cubría el piso indicaban que a lo largo de los años algunos viajeros de paso habían entrado a refrescarse en el bar y se habían ido sin hacer daño. Eso mismo ocurría en todos los sitios que había visitado Forrester. Habían desocupado cien ciudades y aeropuertos como si quisieran dejarlos en condiciones para sus sucesores.

    El aire en el restaurante era viciado pero fresco. Sentado detrás de la barra, Forrester sacó una botella de Fundador y se puso a beber tranquilamente mientras esperaba a que reapareciera la joven. Al mirar por encima del canal descubrió que Gould había pintado dos líneas continuas de un plateado fluorescente en las planchas metálicas y en el pasamanos de alambre del puente peatonal. Desde la puerta vio las mismas líneas atravesando la calle y subiendo por los escalones hasta el hotel de Gould, donde desaparecían en el vestíbulo.

    En la calle, tambaleándose un poco, Forrester miró arrugando el entrecejo la chillona fachada del hotel, que había sido diseñada en un estilo griego toscamente erótico. Cariátides desnudas de tres pisos de altura sostenían un falso pórtico adornado con sátiros y ninfas. De todos los hoteles vacíos que había en Rosas, ¿por qué Gould habría elegido vivir en ése? En el sector donde estaba, que equivalía al barrio chino de la ciudad, el hotel formaba parte de un grupo conocido en todo el mundo con el eufemismo de los «hoteles de Venus», pero al que Judith llamaba, más acertadamente, «los hoteles del sexo». De Waikiki a Glyfada Beach, de Río a Recife, esos complejos hoteleros habían crecido rápidamente en los primeros años de la crisis de despoblación. Los habían ocupado torrentes de turistas subvencionados por los gobiernos, incitados a participar en una última y frenética fiesta de la erotomanía. En un equivocado esfuerzo por reavivar la fertilidad, se había alentado todo tipo imaginable de actividad sexual pervertida. La decoración pornográfica de los hoteles, vestíbulos atiborrados de aparatos, incesantes películas de sexo mostradas en circuito cerrado de televisión, reflejaban para todos una triste certeza: la de que el sexo ya no importaba. El sentido de obligación hacia una generación futura, por residual que fuese, ya no estaba presente. En todo caso, la verdadera obscenidad era ahora lo «normal». En el vestíbulo de uno de esos hoteles, Forrester y Judith se habían topado con la imagen pornográfica más siniestra de todas: la fotografía de un bebé sano, obscenamente retocado.

    Judith y su marido habían sido demasiado jóvenes para participar en esas desesperadas orgías, y cuando se casaron había habido una reacción general contra toda forma de sexo perverso. Volvieron a imperar la castidad y el amor romántico, el celibato premarital y todas las restricciones de la monogamia. Mientras las poblaciones del mundo seguían disminuyendo, las últimas parejas casadas permanecían sentadas sumisamente juntas como personajes de un interior de Vermeer.

    Y en todo ese tiempo, el impulso sexual no había disminuido. Forrester caminó al sol ardiente, tambaleándose, sintiendo la oleada del alcohol. En alguna parte del hangar, al lado de la pista de aterrizaje, lo esperaba la joven, quizás mirándolo en ese mismo momento desde el interior oscuro. Ella sabía, desde luego, lo que él pensaba, y casi daba la impresión de que lo alentaba con el coqueteo de esas breves apariciones.

    Forrester caminó hasta el puente. A sus espaldas quedaba en silencio la hilera de hoteles chillones, un escenario diseñado sólo para esa aventura. Los peldaños metálicos del puente resonaron suavemente bajo sus pies. Golpeándolos como si fueran teclas de un xilófono, Forrester tropezó contra la barandilla, y se manchó las manos con la raya de pintura plateada todavía fresca.

    Sin pensar, se las limpió en la camisa. Las rayas de pintura fluorescente continuaban a lo largo del puente, y se retorcían atravesando los coches abandonados en el parque de estacionamiento al lado de la pista. Siguiendo el iluminado sendero de Gould, Forrester atravesó el canal. Cuando llegó al depósito de combustible, vio que la joven había salido del hangar. Estaba en la entrada, los pies bien visibles dentro del rectángulo de sol. El rostro inteligente pero de rasgos algo mongoloides estaba oculto como siempre detrás de unas gafas negras: una barbilla corta y una frente alta rematada por delante en un carapacho de cristal oscuro. A pesar de ese ocultamiento, Forrester estaba seguro de que ella había contado con su llegada; más aún, que había estado esperando su aparición. La mujer movía las manos dentro del chal negro como una colegiala: sin duda se daba cuenta de que él era el único hombre que había en el centro turístico, aparte de Gould, que se había ido en uno de sus interminables vuelos solitarios, y el viejo linotipista.

    El sudor brotaba de la piel de Forrester, cubriéndole la frente como un pellejo ardiente. Se lo enjugó con las manos junto al surtidor de combustible. La joven pareció responder a esos ademanes. Sacó las manos del chal y las movió ajustándose a un complejo código, un semáforo que hacía señales invitando a Forrester. El respondió volviéndose a tocar la cara, sin hacer caso de la pintura plateada que tenía en las manos. Como para congraciarse, se untó las mejillas y la nariz, y se extendió las pegajosas manchas metálicas por la boca.

    Cuando llegó junto a la joven y le tocó el hombro, ella miró con repentina alarma esos contornos luminosos, como si acabara de comprender que se había equivocado de persona al componer la figura de un hombre con esos fragmentos pintados: las manos, el pecho y las facciones de Forrester.

    Demasiado tarde, se dejó meter marcha atrás en la oscuridad del hangar. Las gafas de sol se le cayeron de las manos y se estrellaron contra el suelo. El luminoso rostro de Forrester alumbraba como una máscara cromada desde las ventanas de la oficina. Miró a la joven ciega que buscaba a tientas las gafas de sol, delante de sus pies, tratando de ocultar los ojos con una mano. Entonces oyó el zumbido de un avión ligero que volaba por encima del pueblo.

    El aparato de Gould dio una vuelta sobre el Club Náutico; los paneles del fuselaje plateado reflejaron el sol como un espejo facetado. Forrester se apartó de la joven apoyada en la pared trasera del hangar, que volvía a tener sobre la cara las gafas de lentes fracturadas. Salió a la luz de la tarde y corrió atravesando la pista mientras el avión se acercaba para aterrizar.

    Dos horas más tarde, después de recorrer las calles desiertas hasta el hotel, encontró al señor Cervera subido a la duna que había delante de la escalera y protegiéndose los ojos con las manos. El señor Cervera llamó a Forrester por señas y lo saludó con alivio. Forrester había pasado el intervalo en uno de los hoteles del centro de Rosas, cambiando inquieto de una a otra habitación mientras intentaba limpiarse la pintura de la cara y de las manos. Había dormido media hora en un dormitorio.

    —La señora Forrester... —El viejo esbozó un débil ademán.
    —¿Dónde está? —Forrester siguió a Cervera hasta la escalera del hotel. La mujer del hotelero rondaba detrás del mostrador de caoba con aire preocupado.— ¿Qué pasó?
    —Llegó el practicante... justo cuando usted acababa de salir. —El viejo hizo una pausa para examinar los rastros de pintura plateada que todavía cubrían la cara de Forrester. Con un leve movimiento de la mano, tal vez rechazándolos como otro detalle menor de ese día aberrante, continuó:— Le trajo los resultados a la señora Forrester...
    —¿Ella está bien? ¿Qué ocurre?

    Forrester echó a andar hacia el ascensor pero la vieja lo llamó por señas. —Salió...Traté de detenerla. Iba vestida como para una fiesta.

    —¿Vestida? ¿Cómo?
    —De un modo muy... muy extravagante. Estaba alterada.
    —Dios mío... —Forrester contuvo el aliento.— Pobre Judith... ¿Adonde fue?
    —A los hoteles. —Cervera alzó una mano y señaló de mala gana los hoteles de Venus.

    Forrester la encontró media hora más tarde, en la suite nupcial del tercer piso de uno de los hoteles. Mientras él corría por la calle del canal, gritando el nombre de Judith, Gould caminaba despacio por el puente peatonal, con el casco de piloto en una mano. La oscura figura de la joven —las lentes de las gafas fracturadas como soles negros—, lo seguía con pasos de ciega saliendo de la puerta del hangar y avanzando con él por el pasillo pintado.

    Cuando por fin oyó el grito de Judith, Forrester entró en el hotel. La descubrió en la suite principal del tercer piso, tendida en la cama nupcial, rodeada de los obscenos murales y bajorrelieves. Estaba acostada sobre la polvorienta colcha de lame, vestida como una prostituta con prendas de su propio guardarropa. Como una cortesana borracha en las últimas horas de un embarazo, miró a Forrester con ojos vidriosos, como si no quisiera reconocerlo. Cuando se acercó, recogió el arnés que tenía al lado, en la cama, e intentó golpearlo. Forrester se lo quitó de las manos. Le aferró los hombros, esperando tranquilizarla, pero sus pies resbalaron en los vibradores y los casetes de películas desparramados alrededor de la cama. Cuando recuperó el equilibrio, Judith estaba en la puerta. Corrió detrás de ella por el pasillo, apartando a patadas los kioscos de revistas pornográficas que había fuera de cada dormitorio. Judith huía escalera abajo, arrancándose a pedazos el disfraz. Entonces, con alivio, Forrester vio que Gould la esperaba en el descanso, los brazos alzados para atraparla.

    Al anochecer, después que Gould y Forrester llevaron a la turbada mujer de vuelta al hotel, los dos se quedaron junto a la entrada, en la oscuridad.

    En un inesperado gesto de preocupación, Gould tocó el hombro de Forrester. Eso fue todo: su rostro era inexpresivo. —Dormirá hasta la mañana. Pídale al practicante que le dé algo de talidomida para ella. Tendrá que sedarla durante las próximas tres semanas.

    Señaló las manchas plateadas en la cara de Forrester. —Estos días todos usamos pintura de guerra. Usted estaba en el hangar antes de que yo aterrizase. Carmen me dijo que usted le pisó las gafas.

    Aliviado de que la joven, por alguna razón, no lo hubiese traicionado, Forrester dijo: —Trataba de tranquilizarla. Parecía preocupada porque usted tardaba en regresar.

    —Ahora tengo que volar más lejos tierra adentro. Se pone nerviosa cuando no estoy por aquí.
    —No me había dado cuenta de que era... ciega —dijo Forrester mientras bajaban por la calle hacia el canal—. Me alegro de que la cuide. Los españoles la matarían sin más si la encontraran aquí. ¿Qué pasará cuando usted se vaya?
    —Cuando me vaya ya estará bien. —Gould se detuvo y miró a través de la penumbra hacia la calzada de la pista de aterrizaje. Una parte del poroso cemento parecía haberse caído al mar. Gould asintió en silencio, como calculando cuánto tiempo le dejaba ese dique en desintegración.— Y ahora ¿qué pasa con ese bebé?
    —Es otro... los mismos defectos. Haré que el practicante se ocupe de él.
    —¿Por qué? —Antes de que Forrester pudiera contestar, Gould lo tomó del brazo.— Forrester, es una buena pregunta. ¿Quién de nosotros puede en verdad decidir cuál es el defectuoso?
    —Las madres parecen saberlo.
    —Pero ¿tienen razón? Empiezo a pensar que ha ocurrido una masacre de inocentes que literalmente hace palidecer a Herodes. Oiga, venga conmigo mañana. Los Cervera pueden cuidar de su mujer; ella va a dormir todo el día. Le resultará interesante el vuelo.

    Despegaron a las diez de la mañana siguiente. Sentado en la carlinga delantera, con la corriente de aire de la hélice en la cara, Forrester estaba convencido de que se estrellarían. Acelerando al máximo, avanzaron rápida-mente por la pista, en la que ya se veían los nuevos bloques de cemento rotos. Forrester miró por encima del hombro, esperando que Gould consiguiese de algún modo detener el aparato antes de matarse, pero la cara del médico estaba oculta detrás de las gafas, como si no tuviera conciencia del peligro. En el último momento, cuando la catarata de bloques de cemento estaba casi debajo de las ruedas, Gould tiró de la palanca de mando. El pequeño avión se elevó bruscamente, como arrojado al aire por una mano gigantesca. Treinta segundos más tarde Forrester empezó a respirar.

    El aparato se enderezó, y giraron hacia la izquierda y dieron una vuelta sobre el pueblo vacío. Gould ya estaba señalando con una mano enguantada las manchas de pintura fosforescente en las colinas encima de Rosas. Antes del despegue, mientras Forrester estaba incómodamente sentado en la carlinga, preguntándose por qué habría aceptado ese desafío, la joven había llevado un bidón de líquido hasta el avión. Gould bombeó el contenido en el tanque que Forrester tenía debajo de los pies. Mientras él esperaba, la joven caminó hasta la carlinga y miró a Forrester, escudriñándole el rostro. Había algo grotesco, casi cómico, en esa chica mongoloide que contemplaba el mundo con su inexistente visión a través de esas gafas agrietadas. Quizás estaba decepcionada porque él había perdido interés en ella. Forrester volvió la cara, apartándose de la mirada ciega, y pensó en Judith dormida en la oscurecida habitación de hotel, y en el pequeño y molesto inquilino de su cuerpo.

    Trescientos metros por debajo de ellos había un ancho valle que conducía tierra adentro, hacia las estribaciones de los Pirineos. La hilera de montañas bajas señalaba la muralla norte de la llanura del Ampurdán, una rica zona agrícola donde aún ahora había pequeñas zonas de cultivo. Pero todo el ganado había desaparecido, sacrificado hacía años.

    Mientras seguían el curso del valle, Forrester vio que algunas zonas de los senderos y caminos de las granjas habían sido rociadas con pintura fosforescente. Unos paneles de plata surcaban los lados del valle.

    Así que era eso lo que había estado haciendo Gould en sus vuelos, pintando zonas de las laderas de las montañas en un inmenso despliegue pop—art. El médico señalaba con la mano hacia el fondo del valle, donde un pequeño novillo peludo, parecido a un bisonte en miniatura, se alzaba aparentemente aturdido sobre un promontorio aislado. Gould redujo la potencia del motor, ladeó el avión y voló a poca altura sobre el suelo del valle, a menos de diez metros por encima de la criatura.

    Forrester se estaba preguntando cómo esa criatura ciega, evidentemente mutante, había conseguido sobrevivir, cuando sintió debajo una repentina sacudida. La cabeza rodadora ventral había sido bajada, y un instante más tarde brotó de ella una enorme ráfaga de pintura plateada que se desparramó en el aire detrás de él. La ráfaga flotó allí en una nube luminiscente, y luego se posó formando una angosta pincelada que bajaba por la ladera de la montaña. Gould retiró la cabeza rociadora y subió a pico, dando una vuelta alrededor del valle. Aceleró el motor y descendió en picada sobre la cabeza del novillo, haciéndole dejar el promontorio y bajar por la ladera de la montaña. Mientras tropezaba a derecha e izquierda, incapaz de orientarse, el animal atravesó el sendero de plata. En seguida recuperó el paso firme y echó a andar al trote rápido por ese camino privado.

    Durante la hora siguiente volaron sobre el valle, y Forrester vio que esas líneas de pintura rociadas desde el aire eran parte de una intrincada serie de rastros que llevaban a la seguridad de las montañas. Cuando finalmente emprendieron el regreso, girando por encima de un lejano barranco sobre un pequeño lago, Forrester no se sorprendió al ver que un rebaño de varios centenares de esas criaturas se habían establecido en el lugar. Levantando las cabezas, parecían seguir el vuelo de Gould. Infatigable, el médico trazó más líneas donde hacían falta, y llevó el ganado errante a los senderos iluminados.

    Cuando aterrizaron en Ampuriabrava, esperó en la pista mientras Gould guardaba el avión. La joven salió de la oscuridad del hangar y se quedó con los brazos cruzados debajo del chal. Forrester notó que los costados del fuselaje y del plano de cola del aparato eran de un plateado brillante, bañados por el rocío metálico dentro del que habían dado interminables vueltas. El traje de piloto y el casco de Gould, y la cara y los hombros le brillaban como espejos, como si acabaran de bajar del sol. Curiosamente, sólo los ojos, protegidos por las gafas, estaban libres de pintura, órbitas oscuras que la joven miraba con la esperanza de encontrar a alguien de su propia especie.

    Gould la saludó y le dio el casco. Se quitó el traje de piloto e hizo entrar a la muchacha en el hangar.

    Señaló hacia el otro lado del canal. —Tomaremos un trago en el bar. —Caminó delante, atravesando en diagonal el parque de estacionamiento, sin prestar atención a los senderos de plata.— Creo que tenemos suficiente como para que Carmen sepa dónde estamos. Le da una sensación de seguridad.

    —¿Cuánto hace que cuida el ganado? —preguntó Forrester después que se sentaron detrás de la barra.
    —Desde el invierno. De algún modo, un rebaño escapó de los machetes de los granjeros. Mientras volaba desde Perpiñán por el Col du Perthus, descubrí que los animales seguían al avión. En algún sentido me veían, utilizando una parte diferente del espectro electromagnético. Entonces me di cuenta de que había rociado el aparato con un poco de vieja pintura reflectante: un material muy fosforescente.
    —Pero ¿para qué salvarlos? No podrían sobrevivir por su cuenta.
    —No es cierto. En realidad son extremadamente fuertes. Cuando llegue el próximo invierno sabrán correr más rápido y pensar mejor que todo lo demás en esta zona. Como Carmen, que es una chica muy inteligente. Ha logrado mantenerse durante años sin ver nada. Cuando empecé a ponerme toda esta pintura, creo que fui la primera persona que ella había visto.

    Forrester volvió a pensar en el bebé de Judith, y meneó la cabeza.

    —Me parece mogólica, con esa frente abultada.
    —Se equivoca. He descubierto muchas cosas acerca de ella. Posee una enorme colección de relojes con diales luminosos, cientos de ellos, que durante años ha ido robando de las tiendas. Los tiene funcionando a todos al mismo tiempo, pero puestos en horas diferentes, una especie de computadora gigantesca. Sólo Dios sabe para qué mundo hiperiluminado la está preparando la naturaleza, pero creo que no estaremos aquí para verlo.

    Forrester miró con desagrado su copa de brandy. Por una vez, el Fundador le caía mal. —Gould, ¿dice usted en realidad que el niño que va a tener Judith no es una criatura deforme?

    Gould asintió con aprobación. —No es nada deforme, o por lo menos no lo es más que Carmen. Lo mismo que el caso de la llamada disminución de la población, que todos hemos aceptado como una verdad evidente. En realidad, no ha habido una disminución... excepto en el sentido de que hemos estado matando a nuestra descendencia. En los últimos cincuenta años el índice de natalidad no ha bajado sino aumentado. —Antes que Forrester pudiese protestar, continuó :—Trate por un momento de librarse de los prejuicios: tenemos este incremento de la sexualidad, y una fertilidad sin precedentes. Hasta su mujer ha tenido, ¿cuántos?, siete hijos. Pero ¿por qué? Es evidente que estamos a punto de emprender un inmenso programa de sustitución aun-que, lamentablemente, seremos nosotros mismos los sustituidos. Nuestra tarea consiste simplemente en repoblar el mundo con nuestros sucesores. En cuanto a nuestra necesidad de estar solos, este intenso placer de nuestra propia compañía, y la ausencia de todo vestigio de desesperación, supongo que son la manera que tiene la naturaleza de decir adiós.

    —¿Y la pista de aterrizaje? —preguntó Forrester—. ¿Es ésa su manera de decir adiós?

    Un mes más tarde, en cuanto Judith se repuso del nacimiento de su hijo, ella y Forrester se fueron de Rosas y regresaron a Ginebra. Después que se despidieron del señor Cervera y de su mujer, Forrester llevó el coche por la carretera de la playa. Eran las once de la mañana, pero el avión de Gould estaba todavía en la pista. Por algún motivo, el médico se había retrasado.

    —Es un viaje bastante largo. ¿Estarás bien? —le preguntó a Judith.
    —Claro que sí. Nunca me sentí mejor. —Se acomodó en el asiento. Forrester tuvo la impresión de que había caído una cortina sobre la mente de su mujer, ocultándole todos los recuerdos de los últimos meses. Parecía otra vez tranquila y relajada, pero tenía la expresión simpática y fija de una maniquí de escaparate.
    —¿Le pagaste al practicante? —preguntó—. Esperan algo extra por...

    Forrester miraba las fachadas de los hoteles de Venus. Recordó la noche del parto, y al practicante sacándole el niño a la señora Cervera. El enfermero del barrio había dado por sentado que le encomendarían la tarea de acabar con el bebé. Cuando Forrester detuvo al español junto al ascensor, se puso a pensar dónde lo habría matado: en alguna calleja detrás de los hoteles baratos en la parte trasera del pueblo, o en cualquiera de los millares de habitaciones vacías. Pero cuando Forrester se llevó al niño, cuidando de no mirarlo a los ojos, el practicante no se opuso; sólo le ofreció a Forrester la bolsa quirúrgica.

    Forrester no la había aceptado. Al irse el practicante, y antes de que la señora Cervera regresara al vestíbulo, salió por las calles oscuras hacia el canal. Había vuelto a ponerse la chaqueta plateada del día en que Gould lo había llevado en avión a las montañas. Cuando estaba cruzando el puente, la joven salió del hangar, casi invisible con el chal oscuro. Forrester fue hacia ella, escuchando los débiles murmullos y chasquidos del niño fuerte que llevaba en brazos. Lo puso en manos de la mujer y regresó hacia el canal, arrojando la chaqueta mientras corría.

    Mientras pasaban por delante de la hilera de hoteles hacia la carretera de Figueras, Forrester oyó el sonido del avión. Gould estaba subiendo a la carlinga; iba a calentar el motor antes del despegue.

    —La verdad es que nunca lo entendí —comentó Judith—. ¿Qué hacía en las montañas?
    —No lo sé... alguna obsesión.

    Durante una breve tormenta, dos noches antes, se había desmoronado otro sector de la pista. Pero Forrester sabía que Gould seguiría volando hasta el fin, llevando el rebaño más y más arriba en las montañas, hasta que esta ayuda dejase de ser necesaria y fuera el momento de despegar por última vez.


    EL ASTRONAUTA MUERTO


    Cabo Kennedy y sus enormes instalaciones erigidas sobre las dunas ya no eran ahora más que un mausoleo. La arena había sepultado el Banana River y todos sus riachuelos, convirtiendo el antiguo complejo espacial en un desierto pantanoso lleno de islas de hormigón cuarteado. Durante el verano los cazadores se emboscaban entre los restos de los desmantelados vehículos de servicio, pero cuando nosotros llegamos, Judith y yo, era principios de noviembre y no había ni un alma. Tras Cocoa Beach, donde aparqué el coche, los moteles en ruinas desaparecían a medias bajo la vegetación salvaje. Las rampas de lanzamiento apuntaban hacia el atardecer, como los oxidados grafismos de una extraña álgebra celeste.

    —La verja de entrada está a ochocientos metros ahí delante —dije —. Esperaremos aquí hasta que se haga de noche. ¿Te sientes mejor?

    Judith contemplaba en silencio la enorme nube de color rojo cereza en forma de embudo que parecía estar arrastrando consigo al moribundo día hacia el otro lado del horizonte. El día anterior, en Tampa, había sufrido un momentáneo desvanecimiento sin ninguna causa aparente.

    —¿Y el dinero? —dijo de pronto —. Quizá nos pidan más, ahora que estamos aquí.
    —¿Más de cinco mil dólares? No, es suficiente. Los cazadores de reliquias son una especie en vías de extinción. Cabo Kennedy ya no interesa a nadie. ¿Qué te ocurre? —estaba tironeando nerviosamente con sus afilados dedos las solapas de su chaquetón de ante.
    —Bueno, es que, pienso... quizás hubiera tenido que vestirme de negro.
    —¿Por qué? Esto no es un entierro, Judith. Vamos, hace veinte años que Robert está muerto. Sé lo que representaba para nosotros, pero...

    Ella miraba fijamente los destrozados neumáticos y los restos de los coches abandonados. Sus ojos claros parecían tranquilos en su tenso rostro.

    —¿Pero es que no lo comprendes, Philip? —murmuró —. Vuelve. Es preciso que alguien esté ahí esperándolo. Los servicios efectuados en su memoria ante el aparato de radio no fueron más que una farsa atroz. ¿Imaginas el shock que hubiera recibido el pastor si Robert le hubiera respondido? Ahora, aquí, tendría que haber todo un comité de recepción esperándole, en lugar de solo nosotros dos en medio de toda esta ruina.
    —Judith —dije, con voz más firme —, podría haber un comité de recepción... si le dijéramos a la NASA lo que sabemos. Sus restos serían inhumados en la cripta de la NASA en el cementerio militar de Arlington, habría toda una ceremonia, quizás incluso asistiera el propio presidente. Aún estamos a tiempo.

    Esperé, pero ella no dijo nada. Miraba con ojos fijos cómo la verja de entrada se diluía en el cielo nocturno. Quince años antes, cuando el astronauta muerto, girando en órbita en torno a la Tierra en el interior de su calcinada cápsula, fue cayendo lentamente en el olvido, Judith se había erigido en un firme comité de recuerdo. Quizá dentro de algunos días, cuando tuviera por fin entre sus manos los restos de lo que había sido Robert Hamilton, se viera libre por fin de su obsesión.

    —¡Philip! —dijo de pronto —. Allá arriba. ¿Acaso es...?

    Al oeste, arriba en el cielo, entre Cefeo y Casiopea, un punto luminoso avanzaba hacia nosotros como una estrella errante en busca de su zodíaco. Unos minutos después paso por encima de nuestras cabezas, una débil baliza parpadeante entre los cirros que coronaban el mar.

    —Lo es, Judith. —Le mostré los horarios de trayectorias que había anotado en mi bloc —. Los cazadores de reliquias calculan mejor las órbitas que cruzan el cielo que cualquier ordenador. Debe hacer años que observan sus pasos.
    —¿Quién va en ella?
    —Una cosmonauta rusa, Valentina Prokrovna. Fue lanzada hace veinticinco años desde una base de los Urales para instalar un repetidor de televisión.
    —¿De televisión? Espero que los espectadores hayan disfrutado con los programas.

    La crueldad de aquella observación, dicha mientras Judith descendía del coche, me hizo pensar de nuevo en las verdaderas razones que habían empujado a Judith a realizar el viaje hasta Cabo Kennedy. Seguí con la mirada la cápsula de la muerta hasta que se desvaneció sobre el Atlántico en sombras, emocionado una vez más ante el trágico pero sereno espectáculo de aquellos viajeros fantasmas regresando al cabo de tantos años, rechazados por las mareas del espacio. Lo único que conocía de aquella rusa, además de su nombre, era su clave: Gaviota. Sin embargo, sin saber exactamente la razón, me sentía contento de estar allí en el momento de su regreso. Judith, por el contrario, no experimentaba nada de aquello. A lo largo de todos aquellos años había permanecido sentada en el jardín, en el frescor del anochecer, demasiado cansada para subir a la habitación y acostarse, sin preocuparse más que de uno solo de los doce astronautas muertos que orbitaban en el cielo.

    Aguardó, de espaldas al mar, mientras yo metía el coche en un garaje abandonado, a cincuenta metros de la carretera. Tomé las dos maletas del capó. Una de ellas, la más ligera, contenía nuestras cosas. La otra, forrada interiormente con una chapa metálica, provista de doble asa y con correas de refuerzo, estaba vacía.

    Avanzamos en dirección a la verja metálica, como dos viajeros retrasados llegando a una ciudad abandonada desde hace mucho.


    Hace veinte años que los últimos cohetes abandonaron los silos de lanzamiento de Cabo Kennedy. Por aquel entonces la NASA nos había transferido —yo era programador de vuelos —al gran complejo espacial planetario de Nuevo Méjico. Poco después de nuestra llegada conocimos a uno de los astronautas que se entrenaban allí, Robert Hamilton. Han pasado dos decenios desde entonces, y lo único que recuerdo de aquel muchacho exquisitamente educado es su penetrante mirada y su tez albina. Tenía los mismos ojos claros y los mismos cabellos opalinos que Judith, y la misma frialdad de comportamiento, casi ártica. Intimamos durante apenas seis semanas. Judith se había sentido atraída por él, un capricho pasajero nacido de esas confusas pulsiones sexuales que las mujeres jóvenes y convenientemente educadas expresan de la misma ingenua y típica manera; viéndoles juntos en la piscina o jugando al tenis, no era irritación lo que sentía, sino más bien aprensión ante la idea de que, para ella, todo aquello no era más que una efímera ilusión.

    Y un año más tarde, Robert Hamilton estaba muerto. Había vuelto a Cabo Kennedy para efectuar uno de los últimos lanzamientos militares antes de que el lugar fuera cerrado. Tres horas después del lanzamiento, su cápsula había entrado en colisión con un meteorito que había averiado irrecuperablemente el sistema de distribución de oxígeno. Vivió todavía cinco horas gracias a su traje. Aunque tranquilos al principio, sus mensajes por radio fueron haciéndose más y más frenéticos hasta convertirse al final en un galimatías incoherente. Ni Judith ni yo fuimos autorizados a escucharlos.

    Una docena de astronautas habían muerto accidentalmente en órbita, y sus cápsulas seguían girando en torno a la Tierra como las estrellas de una nueva constelación. Al principio, Judith no se mostró tan traumatizada, pero más tarde, tras su aborto, la imagen del astronauta muerto girando en el cielo por encima de nuestras cabezas empezó a obsesionarla. Durante horas permanecía con los ojos fijos en el reloj de la habitación, como si estuviera aguardando algo.

    Cinco años más tarde, cuando presenté mi dimisión de la NASA, acudimos por primera vez a Cabo Kennedy. Algunas unidades militares custodiaban todavía las desmanteladas instalaciones, pero la antigua base de lanzamiento había sido convertida ya en cementerio de satélites. A medida que iban perdiendo su velocidad orbital, las cápsulas muertas eran llamadas de nuevo por las radiobalizas. Además de los americanos, los satélites rusos y franceses lanzados en el marco de los proyectos espaciales conjuntos euro—americanos regresaban a Cabo Kennedy, y las cápsulas carbonizadas se estrellaban contra el resquebrajado cemento.

    Y entonces surgían los cazadores de reliquias, hurgando entre la requemada maleza en busca de los tableros de control, los trajes espaciales y, lo más valioso de todo, los cadáveres momificados de los astronautas.

    Esos renegridos fragmentos de tibias y de clavículas, de rótulas y de costillas, reliquias únicas de la era del espacio, eran tan preciosos como los huesos de los santos en la Edad Media. Tras los primeros accidentes mortales en el espacio, la opinión pública había desatado una campaña para que aquellos ataúdes orbitales fueran atraídos de nuevo a la Tierra. Desgraciadamente, cuando un cohete lunar se estrelló en el desierto de Kalahari, los indígenas penetraron en él, tomaron a los astronautas por dioses, cortaron cuatro pares de manos y desaparecieron entre los matorrales. Fueron necesarios dos años para hallarlos. Después de lo cual se deja que las cápsulas orbiten y se consuman hasta el momento en que efectúan la reentrada por sus medios naturales.

    Los vestigios que sobreviven al brutal aterrizaje en el cementerio de satélites son recuperados por los cazadores de reliquias de Cabo Kennedy. Esos nómadas viven allí desde hace años, acampando en los cementerios de coches y en los moteles abandonados, arrebatando sus iconos en las propias narices de los guardianes que patrullan por las pistas de cemento. A principios de octubre, cuando un antiguo compañero de la NASA me comunicó que el satélite de Robert Hamilton había entrado en su fase de inestabilidad, me dirigí a Tampa y empecé a informarme del precio que iba a costarme la compra de sus despojos. Cinco mil dólares para lograr que su fantasma fuera depositado por fin bajo tierra y dejara de atormentar el espíritu de Judith no era caro.


    Franqueamos la verja a ochocientos metros de la carretera. Las dunas habían aplastado en algunos lugares aquella cerca de seis metros de altura, y la maleza crecía por entre el enrejado. No lejos de nosotros se divisaba la entrada que, más allá de un semiderruido puesto de guardia, se dividía en dos caminos pavimentados que partían en direcciones opuestas. Cuando llegamos al lugar de la cita, los faros de los semitractores de los guardianes iluminaron el lado de la playa.

    Cinco minutos más tarde un hombre bajo de piel curtida surgió de un coche medio sepultado en la arena, a cincuenta metros de nosotros, y avanzó con la cabeza baja.

    —¿Señor y señora Groves? —preguntó. Hizo una pausa para estudiarnos atentamente, antes de presentarse a sí mismo en forma lacónica —: Quinton. Sam Quinton.

    Nos estrechamos las manos. Sus dedos parecidos a garras, palparon mis muñecas y mis antebrazos. Su afilada nariz dibujaba círculos en el aire. Tenía los ojos huidizos de un pájaro, unos ojos que escrutaban incesantemente las dunas y la vegetación. Un cinturón militar mantenía en su sitio su remendado pantalón de terciopelo. Agitaba las manos como si dirigiera una orquesta de cámara oculta tras las arenosas colinas, y observé las profundas cicatrices que surcaban sus palmas, como pálidas estrellas en la noche.

    Por un momento, pareció inquieto y como casi sin deseos de continuar. Luego, con un gesto brusco, se giró y avanzó a buen paso entre las dunas, mientras nosotros trastabillábamos tras él, sin que pareciera preocuparle lo más mínimo. Al cabo de una media hora llegamos a una especie de depresión cercana a una instalación transformadora de amoníaco. Tanto Judith como yo estábamos agotados de transportar las maletas por en medio de todos aquellos montones de neumáticos de desecho y piezas metálicas oxidadas.

    Algunos bungalows, edificados originalmente junto a la playa, habían sido transportados al interior de una hoya. Su equilibrio era más bien precario debido a la pendiente, y sus paredes exteriores estaban adornadas con cortinas y papeles estampados.

    La hoya estaba llena de material espacial recuperado: elementos de cápsulas, protectores térmicos, antenas, fundas de paracaídas. Dos hombres de rostro pálido, vestidos con monos, estaban sentados en un asiento trasero de coche, junto a la abollada carcasa de un satélite meteorológico. El de más edad de los dos llevaba un rajado casco de aviador hundido hasta los ojos, y sus manos llenas de cicatrices pulían el visor de un casco espacial. El más joven, cuya boca permanecía oculta por una pequeña pero espesa barba, miró como nos acercábamos con la misma fría e indiferente mirada de un empresario de pompas fúnebres.

    Entramos en la mayor de las cabañas, dos habitaciones construidas a partir de uno de los bungalows de la playa. Quinton encendió una lámpara de petróleo y, haciendo un gesto vago hacia el deteriorado interior, murmuró sin excesiva convicción:

    —Estarán bien aquí. —Al ver la expresión visiblemente disgustada de Judith, añadió —: Bueno, no tenemos demasiados visitantes, ¿saben?

    Dejé nuestro equipaje sobre la cama metálica. Judith se dirigió a la cocina, y Quinton señaló la maleta vacía.

    —¿Están ahí?

    Saqué del bolsillo dos fajos de billetes de a cien dólares y se los tendí.

    —La maleta es... para los restos. ¿Es lo bastante grande?

    Me miró, a la rojiza claridad de la lámpara de petróleo, como si nuestra presencia allí le desconcertara.

    —Hubiera podido ahorrarse toda esta molestia, señor Groves. Hace un montón de tiempo que están ahí arriba, ¿sabe? Después del impacto... —una misteriosa razón le hizo dirigir una mirada fugaz a Judith —... una caja de las usadas para guardar las piezas de un juego de ajedrez hubiera bastado.

    Cuando se fue, me reuní con Judith en la cocina. De pie ante el hornillo, con las manos apoyadas sobre una caja de latas de conserva, estaba mirando a través de la ventana todos aquellos detritus del cielo donde Robert Hamilton seguía girando todavía. Tuve la fugitiva sensación de que toda la tierra estaba recubierto de detritus, y que era precisamente allí, en Cabo Kennedy, donde habíamos hallado por fin la fuente.

    Apoyé mis manos en sus hombros.

    —¿Por qué todo esto, Judith? ¿Por qué no regresamos a Tampa? Lo único que tendríamos que hacer sería volver otra vez dentro de diez días, cuando ya todo hubiera terminado...

    Se giró y frotó su chaqueta de ante, como si quisiera borrar la huella dejada por mis manos.

    —Quiero estar aquí, Philip. Por penoso que sea. ¿Acaso no puedes comprenderlo?

    A medianoche, cuando terminé de preparar nuestra parca cena, ella estaba de pie en lo alto de la pared de hormigón del silo de fermentación. Los tres cazadores de restos, sentados sobre el asiento trasero de coche, la contemplaban sin moverse, con sus manos llenas de cicatrices parecidas a llamas en medio de la noche.

    A las tres de la madrugada, mientras permanecíamos tendidos en la estrecha cama, inmóviles, sin dormir, Valentina Prokrovna regresó del cielo. Realizó su última vuelta en un esplendoroso catafalco de aluminio incandescente de casi trescientos metros de longitud. Cuando salí, los cazadores de reliquias ya no estaban allí. Los vi correr entre las dunas, saltando como liebres por encima de los neumáticos viejos y de la chatarra.

    Volví a entrar en la habitación.

    —Está llegando, Judith. ¿Quieres verla?

    Con sus rubios cabellos sujetos con un pañuelo blanco, tendida boca arriba sobre la cama, contemplaba fijamente el resquebrajado yeso del techo. Poco después de las cuatro, mientras yo permanecía sentado a su lado, un resplandor fosforescente inundó la hoya. A lo lejos resonaron una serie de explosiones que atronaron a lo largo de la muralla de dunas. Se encendieron algunos proyectores, seguidos por el estruendo de motores y sirenas.

    Los cazadores de reliquias regresaron al amanecer, con sus destrozadas manos envueltas en vendajes hechos a toda prisa, arrastrando su botín.


    Tras aquel melancólico ensayo general, Judith pareció ser presa de una febril actividad tan inesperada como repentina. Como si preparara la casa para alguna visita, colgó las cortinas y barrió las dos habitaciones con un meticuloso cuidado. Incluso le pidió a Quinton un producto para abrillantar el suelo. Durante horas, sentada frente al tocador, cepillaba sus cabellos, probando uno tras otro nuevos peinados. La observé varias veces palpando sus hundidas mejillas, como buscando en ellas los contornos de un rostro que había desaparecido hacía veinte años. Cuando hablaba de Robert Hamilton, parecía tener miedo de parecerle demasiado vieja. En otras ocasiones lo evocaba como si él fuese un niño, el hijo que no habíamos podido tener tras su aborto. Aquellos papeles contrapuestos se iban encadenando como las peripecias de un psicodrama íntimo. Sin embargo, y sin saberlo, ambos utilizábamos a Robert Hamilton desde hacía años, cada uno por distintas razones personales. Esperando su regreso con la certeza de que, después, Judith ya no tendría a nadie más hacia quien volverse excepto a mí, yo esperaba y callaba.

    Durante todo aquel tiempo, los cazadores de reliquias trabajaban sobre los restos de la cápsula de Valentina Prokrovna: la deformada porcelana térmica, el chasis de la unidad telemétrica, varias cajas de película en las que había quedado registrada la colisión y la muerte de la cosmonauta (si la película estaba intacta, recibirían elevados precios por ellas: los cines clandestinos de Los Angeles, Londres y Moscú se disputarían aquellas imágenes de violencia y horror que crisparían a sus públicos). Al pasar ante la cabina adyacente a la nuestra, vi un plateado traje espacial desgarrado cuidadosamente extendido sobre dos asientos de coche. Quinton y sus compañeros, con los brazos metidos en las mangas y las perneras de la escafandra, me miraron con una expresión extática en sus ojos.


    Una hora antes del amanecer fui despertado por el ruido de motores procedentes de la playa. Los tres cazadores de reliquias estaban escondidos tras el silo, con sus crispados rostros iluminados por sus lámparas frontales. Un largo convoy de camiones y de semitractores evolucionaba por el área de lanzamiento. Algunos soldados saltaron de sus vehículos y empezaron a descargar tiendas y material.

    —¿Qué están haciendo? —le pregunté a Quinton —. ¿Acaso nos están buscando?

    El hombre colocó una costurada mano formando visera sobre sus ojos.

    —Es el ejército —dijo con voz insegura —. Quizás estén de maniobras. Es la primera vez que veo al ejército aquí.
    —¿Y Hamilton? —murmuré, aferrando su descarnado brazo —. ¿Está seguro de que...?

    Me apartó con un gesto irritado que revelaba su inquietud.

    —Seremos los primeros, no se preocupe. Va a llegar antes de lo que ellos creen.


    Como profetizara Quinton, Robert Hamilton emprendió su último descenso dos noches más tarde. Lo vimos surgir de entre las estrellas y efectuar su última pasada. Reflejado miles de veces en los cristales de los coches apilados, su cápsula llameó entre la vegetación que nos rodeaba. Una difusa estela plateada dejó un fantasmagórico rastro a su paso.

    Se produjo una repentina y febril actividad en el campamento militar. Los haces luminosos de los faros se entrecruzaron sobre las pistas de hormigón. En contra de la opinión de Quinton, yo había comprendido que no se trataba de maniobras, sino que los soldados estaban allí preparándose para el aterrizaje de la cápsula de Robert Hamilton. Una docena de semitractores patrullaban entre las dunas, incendiando los bungalows abandonados y aplastando las viejas carcasas de los automóviles. Equipos especializados reparaban la verja y reemplazaban los elementos de señalización desmantelados por los cazadores de reliquias.

    Robert Hamilton apareció por última vez un poco después de medianoche, a una elevación de 42 grados noroeste, entre la Lira y Hércules. Judith se levantó de un salto y lanzó un grito. Al mismo instante, un gigantesco dardo de claridad desgarró el cielo. El deslumbrante halo que no dejaba de aumentar de tamaño se precipitaba sobre nosotros como un gigantesco cohete luminoso, mostrando el paisaje hasta sus más mínimos detalles.

    —¡Señora Groves! —Quinton se lanzó sobre Judith, que echaba a correr hacia el satélite en caída libre, y la tiró de bruces al suelo. A trescientos metros, en la cúspide de una duna, se erguía la aislada silueta de un semitractor; el llamear del meteoro ahogaba sus luces de posición.

    La cápsula incandescente, el ataúd del astronauta muerto, pasó sobre nuestras cabezas con un sordo y metálico suspiro, haciendo llover gotas de metal derretido. Al cabo de unos segundos, mientras yo me protegía los ojos, una columna de arena surgió tras de mí, y un chorro de polvo se elevó hacia el cielo en medio de la noche, como un inmenso espectro hecho de huesos pulverizados. El sonido del impacto repercutió de duna en duna. Cerca de las rampas se elevaron llamaradas allá donde caían fragmentos de la cápsula. Un sudario de gases fosforescentes flotaba centelleando en el aire.

    Judith corría a toda velocidad, pisándoles los talones a los cazadores de reliquias, cuyas luces zigzagueaban. Cuando los alcancé, los últimos braseros provocados por la explosión morían entre las instalaciones. La cápsula había aterrizado al lado de las antiguas rampas del cohete Atlas, excavando un pozo poco profundo de unos cincuenta metros de diámetro, cuyas paredes estaban

    sembradas de puntos de luz que brillaban como ojos que se fueran cerrando lentamente. Judith corría en todos sentidos, escarbando entre los restos de metal aún incandescentes.

    Alguien me empujó. Quinton y sus hombres, con sus requemadas manos cubiertas de cenizas calientes, me rebasaron. Corrían como locos, con una luz salvaje brillando en sus ojos. Mientras nos alejábamos a toda velocidad de los proyectores que taladraban las tinieblas, me giré hacia la playa. Una pálida luminosidad plateada envolvía las instalaciones. Aquella nube resplandeciente fue arrastrada hacia lo lejos, como un fantasma moribundo, en dirección al mar.


    Al amanecer, mientras los motores gruñían y resoplaban entre las dunas, recogimos los restos de Robert Hamilton.

    Quinton entró en nuestra casa y me tendió una caja de zapatos. Judith, en la cocina, se secó las manos con un pañuelo.

    Tomé la caja.

    —¿Es todo lo que han encontrado?
    —Es todo lo que había. Si quiere puede ir a mirar usted mismo.
    —Está bien. Nos iremos dentro de media hora.

    Agitó la cabeza.

    —Imposible. Están por todas partes. Si se mueven nos descubrirán.

    Esperó a que yo alzara la tapa de la caja, hizo una mueca, y salió al exterior.


    Nos quedamos allí otros cuatro días. El ejército rastreaba las dunas. Día y noche, los semitractores cruzaban entre los bungalows y los coches abandonados. En una ocasión, mientras espiaba la danza de vehículos desde detrás de una torre de aguas, un semitractor y dos jeeps llegaron a menos de cuatrocientos metros de nuestra hoya. Sólo el olor de los silos de sedimentación y el mal estado de las calzadas de hormigón les impidieron acercarse más.

    Durante todo aquel tiempo, Judith permaneció sentada en la habitación, con la caja de cartón posada sobre su regazo. No decía nada. Como si ni yo ni el basurero de Cabo Kennedy le interesáramos ya. Se peinaba con gestos mecánicos, se maquillaba y volvía a maquillarse una y otra vez, incansablemente.

    Al segundo día, me reuní con ella tras ayudar a Quinton a enterrar sus cabañas en la arena hasta las ventanas. Estaba de pie junto a la mesa.

    La caja estaba abierta. En medio de la mesa estaban apilados una serie de bastoncillos carbonizados, como si hubiera estado intentando encender un fuego. Comprendí bruscamente que así había sido. Mientras removía las cenizas con sus dedos, vi asomar un fragmento de caja torácica, una mano y una clavícula.

    Ella me miró con aire aturdido.

    —Están negros —dijo.

    La tomé en brazos y la obligué a tenderse en la cama. Me tendí a su lado. Fragmentos de órdenes amplificadas por los altavoces y cuyo eco era retransmitido por las dunas golpeaban contra los cristales.

    —Ahora podemos irnos —dijo Judith cuando la columna de soldados se hubo alejado.
    —Un poco más tarde, cuando ya no haya nadie —dije yo —. ¿Qué hacemos con esto?
    —Enterrarlo. En cualquier lugar, ya no tiene importancia.

    Parecía haber recuperado finalmente la tranquilidad. Me dedicó una breve sonrisa, como admitiendo que aquella macabra comedia por fin había terminado.

    Sin embargo, una vez hube colocado de nuevo los huesos en la caja de zapatos y recuperado las cenizas de Robert Hamilton con ayuda de una cucharilla de postre, tomó de nuevo la caja de cartón y se la llevó a la cocina cuando fue a preparar la cena.


    La enfermedad apareció al tercer día.

    Tras una larga y agitada noche, encontré a Judith peinándose ante el espejo. Tenía la boca abierta, como si sus labios estuvieran impregnados de ácido. Cuando se sacudió la falda para eliminar los cabellos que habían caído en ella me sorprendí ante la leprosa blancura de su rostro.

    Me levanté a duras penas, me dirigí pesadamente a la cocina, y me quedé contemplando el pote lleno de café frío. Sentía un cansancio indefinible, parecía como si mis huesos se hubieran reblandecido, estaba extenuado. Mi cuello y hombros estaban llenos de cabellos.

    Judith se acercó a mí con paso vacilante.

    —Philip... ¿Te encuentras mal?... ¿Qué es esto?
    —El agua —murmuré. Vacié el café en la fregadera y me apreté la garganta —. Debe estar contaminada.
    —¿Podemos irnos ya? —Se llevó una mano a la frente y, con sus uñas quebradizas, se arrancó un mechón de cabellos color ceniza —. ¡Philip! ¡Por el amor del cielo! ¡Se me está cayendo todo el cabello!

    Ambos nos sentíamos incapaces de comer nada. Tras forzarme a tragar un poco de carne fría, tuve que salir a vomitar fuera de la cabaña.

    Quinton y sus hombres estaban agachados junto al silo. Me acerqué a ellos y tuve que apoyarme contra la carcasa del satélite meteorológico para mantener el equilibrio. Quinton se acercó a mí. Cuando le dije que era probable que los depósitos de agua estuvieran contaminados, sus acerados e inquietos ojos de pájaro se me quedaron mirando fijamente.

    Una hora más tarde se habían ido todos.


    A la mañana siguiente, nuestro último día en aquel lugar, nuestro estado empeoró. Judith, temblando bajo su chaqueta de ante, permaneció tendida en la cama, con la caja de zapatos sujeta entre sus brazos. Yo pasé horas enteras buscando agua potable en los bungalows. Mi agotamiento era tal que tuve que trabajar lo indecible para alcanzar el borde opuesto de la hoya. Las patrullas militares no habían estado nunca tan cerca. Podía oír el sonido de los semitractores cuando cambiaban de marcha. Los ladridos de los altavoces martilleaban mi cráneo como puños de acero.

    Mientras miraba a Judith a través de la puerta abierta, algunas palabras llegaron hasta mi conciencia:

    —...zona contaminada... evacúen... radiactividad...

    Fui junto a Judith y le arranqué la caja de las manos.

    —Philip... —me miró con expresión abatida —. Devuélvemela...

    Su rostro era una máscara abotagada. Manchas lívidas marcaban sus muñecas. Su mano izquierda se tendió hacia mí como la garra de un cadáver.

    Agité rabiosamente la caja. En su interior, los huesos entrechocaron.

    —¡Maldita sea, es esto! ¿No comprendes... no comprendes por qué estamos enfermos?
    —¿Dónde están los demás, Philip? El viejo, los otros... Ve a buscarlos... Diles que nos ayuden.
    —Se han ido. Ayer. Ya te lo dije.

    Dejé caer la caja de cartón sobre la mesa. La tapa se abrió, dejando escapar un fragmento de caja torácica. Las costillas parecían un manojo de ramas secas.

    —Quinton sabía qué era lo que pasaba. El porqué el ejército estaba aquí. Intentó prevenirnos.
    —¿Qué quieres decir? —Se irguió. Parecía como si tuviera que esforzarse para mantener su visión clara —. No hay que dejarles que se lleven a Robert. Entiérralo en cualquier parte. Ya vendremos a buscarlo en otra ocasión.
    —¡Judith! —me incliné sobre la cama —. ¿Acaso no te das cuenta? ¡Había una bomba a bordo! ¡Robert Hamilton llevaba consigo en su cápsula un proyectil atómico! —Me acerqué a la ventana y aparté las cortinas —. Ha sido una buena broma. Veinte años aguantando porque no podía tener la certeza...
    —Philip...
    —No te preocupes. Yo también lo utilicé. Creía que sólo él podía permitirnos continuar. ¡Y, durante todo este tiempo, él ha estado esperando ahí arriba la hora de arreglar cuentas con nosotros!

    Un tubo de escape petardeó en el exterior. Un semitractor, en cuyas puertas y capota había pintada una enorme cruz roja, apareció en el borde de la hoya. Dos hombres vestidos con trajes protectores saltaron al suelo. Esgrimían contadores geiger.

    —Judith, antes de que se nos lleven, dime... Nunca te lo he preguntado...

    Sentada en la cama, Judith acariciaba distraídamente los cabellos esparcidos sobre la almohada. La mitad de su cráneo estaba casi desnudo. Miraba como sin ver sus manos de epidermis cada vez más pálida y desprovistas casi de fuerza. Nunca había visto en su rostro aquella expresión: la rabia sorda que engendra la traición.

    Cuando sus ojos se posaron en mí y en los huesos esparcidos sobre la mesa, supe finalmente la respuesta a mi pregunta.


    VOLANDO EN SUEÑOS A WAKE ISLAND


    EL SUEÑO EN EL QUE MELVILLE volaba a Wake Island —una desesperada ambición, dadas todas sus desventajas— volvió a cobrar vida cuando encontró el avión estrellado sepultado en las dunas, encima de la casa de playa. Hasta entonces, durante esos primeros tres meses en el abandonado centro turístico construido entre las lomas de arena, su obsesión con Wake Island se basaba en poco más que una gastada colección de fotos de ese atolón del Pacífico, en unos pocos recuerdos vagos de sus inmensas pistas de cemento y en una incumplida visión de sí mismo al mando de un avión liviano, volando sin parar hacia el oeste, sobre el mar abierto.

    Con el descubrimiento del bombardero estrellado en las dunas, todo había cambiado. En vez de dedicarse a vagar sin rumbo por la playa, o a mirar desde el balcón los interminables bancos de arena que se extendían hacia el mar durante la marea baja, Melville empleaba ahora todo su tiempo en desenterrar el avión de las dunas. Anuló las partidas de ajedrez con el doctor Laing, su único vecino en el centro turístico vacío, se acostaba antes de que empezaran los programas de televisión y estaba en pie a las cinco, arrastrando las palas y las cuerdas por la arena hacia el lugar de la excavación.

    La actividad le sentaba bien a Melville, pues lo distraía de las fuertes jaquecas que tenía de vez en cuando. Esos recuerdos del prolongado tratamiento de electroshock lo inquietaban más de lo que había supuesto, con esa inequívoca advertencia de que en los márgenes de su mente esperaban para reconstituirse los elementos de un mundo menos agradable. El sueño en el que huía a Wake Island era una especie de brújula, pero el descubrimiento del avión estrellado le dio la oportunidad de comprometer todas sus energías y, con suerte, mantener a raya esas jaquecas.

    Había varios aviones de guerra enterrados cerca del centro turístico. Durante las caminatas por los bancos de arena buscando, como creía el doctor Laing, especímenes de biología marina, Melville encontraba a menudo pedazos de cazas tanto aliados como enemigos derribados sobre el Canal. Oxidados bloques de motores y partes de recámaras de cañones brotaban de la arena, de alguna manera sacados a la superficie por la acción del mar, y luego volvían a hundirse sin dejar rastro. En el verano, durante los fines de semana, algunos cazadores de recuerdos y entusiastas de la segunda guerra mundial revolvían la arena, y de vez en cuando encontraban un motor o un ala completos. Como eran demasiado pesadas para moverlas, dejaban esas reliquias donde estaban. Sin embargo, uno de los grupos de fin de semana, dirigido por un ex ejecutivo publicitario llamado Tennant, había encontrado un Messerschmitt 109 intacto enterrado en la arena apenas unas decenas de cen-tímetros, a un kilómetro de distancia. Los integrantes del grupo estacionaron los coches deportivos en el fondo del camino debajo de la casa de Melville y partieron con sofisticados gatos y aparejos en una DKW reacondicionada.

    Melville notó que Tennant era normalmente receloso y reservado con los visitantes que se acercaban al Messerschmitt, pero el publicitario estaba claramente fascinado por ese solitario vecino del centro turístico que se pasaba el tiempo deambulando entre los escombros de la playa. Le ofreció a Melville la oportunidad de mirar el avión. Fueron en el coche por la arena hú-meda hasta donde estaba el caza, un saurio alado dentro de su muro de contención de hierro galvanizado a pocos centímetros de la superficie de arena. Tennant ayudó a Melville a bajar a la oscurecida cabina, una experiencia que rápidamente le causó la primera ausencia.

    Más tarde, después que Tennant y sus colaboradores lo llevaron de vuelta a la casa, Melville estuvo durante horas sentado masajeándose los brazos y las manos, incómodamente consciente de ciertas habilidades digitales complejas que quería olvidar pero que empezaban a reafirmarse de maneras inesperadas. El solano de Laing, con sus contraventanas y cuadrantes, con su interior de cápsula, lo inquietaba aún más que la cabina del 109.

    Por impresionante que fuera el hallazgo, la oxidada armazón del caza de la segunda guerra mundial resultaba insignificante comparada con el descubrimiento de Melville. Hacía algún tiempo que era consciente de la presencia del bombardero, o al menos de una estructura mecánica grande. Al principio, mientras caminaba entre las dunas sobre la casa de playa en el aire templado de las tardes, había estado demasiado preocupado por la tarea de instalarse en un centro turístico desierto, y sobre todo por el hecho de no hacer nada. A pesar de las horas interminables que había pasado en el gimnasio del hospital después del accidente de aviación, durante su larga convalecencia se encontró con que el esfuerzo de caminar por la arena espesa pronto lo agotaba. Pero en esta etapa tenía otras cosas en qué pensar. Al llegar al centro turístico se había puesto en contacto con el doctor Laing, siguiendo las instrucciones que los encargados de la asistencia postoperatoria en el hospital le habían dado, con la esperanza de que el médico lo siguiese a todas partes. Pero no sabía si deliberadamente, Laing no había mostrado un interés especial por Melville, ese ex piloto que había aparecido irreflexivamente en el pueblo en un coche de lujo y se movía ahora inquieto por el solario como si anduviera persiguiendo una rata cromada. Laing trabajaba en el laboratorio del Consejo de Investigación Científica, a ocho kilómetros de la costa, y valoraba sin duda la intimidad del solario prefabricado que había montado en el banco de arena en el extremo sur del centro turístico. Saludó a Melville sin hacer ningún comentario, le entregó las llaves de la casa y dejó que se las arreglase por su cuenta.

    Esta falta de interés fue un alivio para Melville, pero al mismo tiempo hizo que se enfrentara consigo mismo. Había llegado con dos maletas, una llena de ropa recién comprada y nada familiar, la otra con las radiografías de la cabeza que le habían sacado en el hospital y las fotografías de Wake Island. Las placas se las pasó al doctor Laing, que las levantó a la luz y escrutó esos negativos del cráneo de Melville como si fuera a señalar en ellos algún error de construcción. Las fotografías de Wake Island se las devolvió sin ningún comentario.

    Había reunido esas ilustraciones del atolón del Pacífico, con sus enormes pistas de aterrizaje, a lo largo de los meses anteriores. Durante su convalecencia en el hospital se había hecho miembro de una sociedad de conservación de la fauna, aparentemente en apoyo de la campaña para salvar de la extinción al albatros de Wake Island: decenas de miles de esos pájaros idiotas anidaban en los extremos de las pistas, y se levantaban en bandadas enormes que atravesaban la trayectoria de los aviones de pasajeros en el momento del despegue. El verdadero interés de Melville había estado en la propia isla, una base aérea de la segunda guerra mundial y ahora punto de reabastecimiento de combustible para los aviones que atravesaban el Pacífico. La combinación de arena sucia y cemento, las casuchas metálicas que se oxidaban junto a las pistas, la completa reducción psicológica de ese paisaje artificial eran para él una verdadera obsesión, poderosa aunque ambigua. A pesar de ese aislamiento árido y oceánico, la Wake Island de la mente de Melville pronto se convirtió en una zona de intensas posibilidades. Soñaba con volar hasta allí en un avión liviano, saltando de isla en isla a través del Pacífico. Sabía que una vez que aterrizase se le irían las jaquecas para siempre. Lo habían licenciado de la Fuerza Aérea en circunstancias confusas, y durante su convalecencia después del accidente a los psiquiatras militares les había encantado desempeñar su papel en lo que pronto resultó ser una mal ensayada conspiración de silencio. Cuando les dijo que había alquilado una casa a un médico en ese abandonado centro turístico, y que tenía la intención de vivir allí durante un año con los sueldos atrasados, les alivió verlo irse con las radiografías de la cabeza y las fotografías de Wake Island.

    —Pero ¿por qué Wake Island? —le preguntó el doctor Laing en la tercera noche de ajedrez. Señaló las ilustraciones que Melville había sujetado en la chimenea, y los resúmenes técnicos que documentaban generosamente la geología, la cantidad de lluvia, la sismología, la flora y la fauna—. ¿Por qué no Guam? ¿O Midway? ¿O la cadena hawaiana?
    —Midway habría estado bien, pero ahora es una base naval... Dudo que me hubiesen permitido aterrizar. De todos modos, la atmósfera es mala. —Discutir los méritos comparativos de diversas islas del Pacífico siempre estimulaba a Melville, y le alimentaba esa poderosa tendencia a reinventarse sus propias mitologías.— Guam tiene setenta kilómetros de largo y está cubierta de montañas y selva espesa, Nueva Guinea en miniatura. Las islas hawaianas son un suburbio costero de Estados Unidos. Sólo Wake posee tiempo verdadero.
    —¿Se crió en el Lejano Oriente?
    —En Manila. Mi padre tenía allí una empresa textil.
    —Entonces la zona del Pacífico tiene un atractivo especial para usted.
    —Hasta cierto punto. Pero Wake está muy lejos de las Filipinas.

    Laing nunca preguntaba si Melville había estado realmente en Wake Island. Era evidente que la visión en la que Melville volaba a ese remoto atolón del Pacífico tenía pocas probabilidades de concretarse fuera de su propia cabeza.

    Pero entonces Melville tuvo la buena suerte de descubrir el avión enterrado en las dunas.

    Cuando la marea subía, cubriendo la arena, Melville se veía obligado a caminar entre las dunas encima de la casa. Empujados y modelados por el viento, los contornos variaban de un día a otro, pero una tarde Melville notó que una parte de debajo de la cresta era de borde rectilíneo, indicando que debajo de la arena había alguna estructura artificial, tal vez el techo de un granero o de un cobertizo metálico para botes.

    Fastidiado por el familiar zumbido de un avión monomotor que salía del aeropuerto de aparatos livianos detrás del pueblo, Melville trepó hasta la cresta por la arena cada vez más suelta y se sentó en el saliente horizontal que corría entre las matas herbosas. El avión, un Cessna de propiedad privada, voló desde el mar directamente hacia él, se ladeó abruptamente y dio una vuelta allí arriba. La piloto, una dentista y entusiasta de la aviación de poco más de treinta años, sentía curiosidad por Melville desde hacía algún tiempo: el zumbido blando de su aparato dividía eternamente el cielo sobre la cabeza de él. A menudo, cuando Melville caminaba por la arena a cuatrocientos metros de la orilla, ella pasaba volando por encima, tocando casi con las ruedas la arena chorreante, acelerando el motor como si tratara de meterle algo a él en la cabeza. La mujer parecía probar distintos tipos de tanque auxiliar de carburante. De vez en cuando la veía conducir el sedán norteamericano por las desiertas calles del pueblo hacia el campo de aviación. Por alguna razón, el ruido de ese avión liviano empezaba a inquietarlo, como si detrás de una oscura cortina le estuvieran cambiando de lugar el mobiliario cerebral.

    El Cessna dio una vuelta sobre él como un pájaro torpe e incansable. Tratando de parecer ocupado en su estudio de la ecología de la playa, Melville apartó la arena que tenía entre los pies. Sin darse cuenta, había destapado parte de una pieza metálica gris, remachada, la cáscara de una muy conocida estructura aerodinámica. Se levantó y se puso a trabajar con las dos manos, dejando pronto al descubierto el inconfundible perfil de una curvatura de plano aerodinámico.

    El Cessna había desaparecido, llevándose a la dentista de regreso a la pista de aterrizaje. Melville se había olvidado de ella mientras sacaba la pesada arena, empujándola playa abajo entre las dunas. Aunque estaba casi agotado, siguió limpiando la punta del ala de estribor que ahora emergía de la duna. Se quitó la chaqueta y apartó los gruesos granos blancos hasta que por fin aparecieron las insignias de combate, la estrella y las barras de un blasón de la Fuerza Aérea de Estados Unidos.

    Como supo unos minutos más tarde, había descubierto un B—17 intacto de tiempos de guerra. Dos días después, tras un esfuerzo sostenido, había cavado varias toneladas de arena dejando a la vista la mayor parte del ala de estribor, la cola y la torreta trasera. El bombardero casi no había sufrido daños: Melville supuso que el piloto se había quedado sin combustible mientras cruzaba el Canal y trató de aterrizar en la arena con la marea baja, no logró hacerlo en la superficie húmeda y terminó arrastrándose por las dunas. Totalmente inservible, la fortaleza había sido abandonada, y pronto la habían cubierto las dunas movedizas. El pequeño centro turístico había crecido, florecido brevemente y decaído sin que nadie se diera cuenta de que en la cresta de arena a cien metros detrás del pueblo había una reliquia de la segunda guerra mundial.

    De manera sistemática, Melville se organizó en la tarea de sacar, y luego renovar, ese antiguo bombardero. Trabajando solo, calculó que le llevaría tres meses desenterrar el avión, y dos años más desmontarlo y reconstruirlo a partir de cero. Seguía teniendo una vaga idea de cómo enderezar las deformadas paletas de la hélice y cómo reemplazar los motores Wright Cyclone, pero ya imaginaba la rampa de tierra y arena reforzada con guijarros que construiría con una motoniveladora desde la cresta de las dunas hasta la playa. Cuando se retiraba el mar, después de un largo día de fines del verano, la arena a lo largo de la línea de la marea era lisa y dura...

    Poca gente iba a mirarlo. Tennant, el ex publicista que dirigía el grupo encargado de sacar el Messerschmitt, iba por la arena y observaba filosóficamente las alas y el fuselaje de la fortaleza que iba quedando al descubierto. Ninguno de los dos hablaba con el otro; Melville sabía que ambos estaban ocupados en cosas más importantes.

    Al atardecer, mientras Melville estaba todavía trabajando en el avión, el doctor Laing salió del solario y caminó por la playa. Subió a las dunas cubiertas de sombras y miró cómo Melville limpiaba la arena de la torreta delantera.

    —¿Y la carga de bombas? —preguntó—. No me gustaría nada ver todo el pueblo arrasado.
    —Son restos que el gobierno ha abandonado oficialmente. —Melville señaló la desmontada torreta de las ametralladoras.— Han sacado todo, incluso las ametralladoras y el visor de bombardeo. Creo que no represento ningún peligro para usted, doctor.
    —Hace cien años usted estaría desenterrando un diplodocus de un acantilado de creta —comentó Laing. El Cessna daba una vuelta sobre el banco de arena en el extremo sur del pueblo, regresando tras un ejercicio de navegación—. Si tiene ganas de volar, quizás Helen Winthrop lo lleve de copiloto. El otro día me preguntó algo sobre usted. Piensa batir el récord de vuelo en avión monomotor a Ciudad del Cabo.

    Esta noticia despertó la curiosidad de Melville. Al día siguiente, mientras trabajaba en el sitio de la excavación, estuvo atento al ruido del motor del Cessna. La imagen de esa mujer decidida, preparándose para un vuelo solitario sobre África, probando el aparato en ese campo de aviación abandonado junto a las dunas, coincidía notablemente con su propio sueño de volar a Wake Island. Sabía muy bien que la vieja fortaleza que laboriosamente desenterraba de las dunas no saldría nunca de su percha sobre la cresta, y mucho menos despegaría de la playa. Pero el avión de la mujer era una alternativa factible. Melville ya proyectaba mentalmente una ruta, calculando la capacidad de aquellos tanques auxiliares y los puntos de reabastecimiento en las Azores y en Terranova.

    Temiendo que ella pudiera irse sin él, decidió abordarla directamente. Salió en coche por las desiertas calles del pueblo, dobló por el camino sin asfaltar que llevaba al campo de aviación y se detuvo junto al sedán norteamericano de la mujer. El Cessna, con las cubiertas de los motores quitadas, estaba al final de la pista.

    Trabajaba sobre un banco en el hangar, soldando las partes de un depósito de combustible. Al acercarse Melville, la mujer apagó el soplete y se quitó la máscara, protegiéndose el rostro inteligente con las manos.

    —Veo que estamos metidos en una carrera por ver quién salía antes de aquí —gritó ella, tranquilizadora, cuando él se detuvo en la entrada del hangar—. El doctor Laing me dijo que usted sabría cómo reforzar esos tanques de combustible.

    Para Melville, la nerviosa sonrisa de la mujer disimulaba una compleja metáfora sexual.

    Desde el comienzo, Melville dio por sentado que ella abandonaría el plan de volar a Ciudad del Cabo y que en cambio se embarcaría en un vuelo alrededor del mundo con él de copiloto. Describió a grandes rasgos el posible vuelo hacia el oeste, calculando cuánto menos combustible tendrían que llevar para compensar el peso de él. Le mostró sus diseños de la estructura y los refuerzos de las alas que sostendrían los tanques auxiliares.

    —Melville, voy a volar a Ciudad del Cabo —dijo ella con voz cansada—. Me ha llevado años organizar esto... Ni hablar de ir a otra parte. Tú estás obsesionado con esa isla absurda.
    —Ya entenderás cuando lleguemos allí —le aseguró Melville—. No te preocupes por el avión. Después de Wake seguirás por tu cuenta. Quitaré los tanques y todos esos refuerzos.
    —¿Piensas quedarte en Wake Island? —Helen Winthrop parecía poco convencida de la seriedad de Melville, como si estuviera oyendo a un paciente demasiado entusiasta que le describía el detallado tratamiento dental en el que había puesto todo su empeño.
    —¿Quedarme allí? Por supuesto... —Melville merodeaba junto al aparador de la casa de playa, palmeando la hilera de fotografías.— Mira esas pistas de aterrizaje, todo está allí. Un aeropuerto grande como el de Wake es una zona de tremendas posibilidades... por cierto un sitio no de fines sino de comienzos.

    Helen Winthrop, mirando a Melville tranquilamente, no dijo nada. Ya no dormía en el hangar del campo de aviación, y durante las visitas de fin de semana se quedaba en la casa de playa de Melville. Como necesitaba la ayuda de él para aumentar la autonomía de vuelo del Cessna, y para reducir las escalas de reabastecimiento con las demoras consiguientes, le soportaba la impaciencia y el entusiasmo casi infantiles, y sólo le preocupaba la creciente dependencia de él. Helen lo escuchó durante horas mientras trabajaba en el Cessna, describiendo las pistas de aterrizaje de la isla. No obstante, tenía cuidado de no dejarlo solo con las llaves de encendido.

    Mientras ella se iba a ejercer su profesión de dentista, Melville volvía a las dunas y seguía desenterrando el bombardero estrellado. Las alas de babor y estribor estaban ahora al descubierto, y pronto lo estuvo la parte superior del fuselaje. Dedicaba los fines de semana a preparar el Cessna para el largo viaje hacia el oeste. A pesar de su excitabilidad, del estado de euforia provocado por el inminente cumplimiento del sueño de volar a Wake Island, sus planes de navegación y la modificación estructural del Cessna fueron cuidadosa y profesionalmente ejecutados.

    Ni siquiera las intensas jaquecas que comenzaban a molestar el sueño de Melville consiguieron mellar su buen humor. Suponía que las tensiones de su relación con esa aviadora demasiado seria le habían sacado a la superficie de la mente algunos fragmentos del pasado, pero luego supo que esos elementos de una pesadilla no olvidada le habían sido sugeridos por los aviones que brotaban saliendo de todas partes a su alrededor: el Cessna de Helen Winthrop, la fortaleza que él estaba sacando a la luz, el ennegrecido Messerschmitt que el publicista arrancaba del lecho marino.

    Después que una tormenta perturbó el banco de arena, Melville salió al balcón de la casa a respirar el aire carbonatado, tratando de librarse de los inquietantes sueños que habían poblado la noche, un sistema de metáforas dementes. Delante de él la superficie de la arena estaba cubierta por docenas de piezas de metal oxidado, partes de aviones arrancadas por la tormenta. Mientras Helen Winthrop miraba desde la ventana del dormitorio, él salió a la playa y caminó por la arena arrugada, contando los fragmentos de carburadores y colectores de escape, alerones y ruedas de cola esparcidos alrededor como si los hubiera dejado allí la menguante marea de sus sueños.

    Ya se acumulaban y lo rodeaban otros recuerdos, fragmentos que pertenecían sin duda a la vida de otro hombre, detalles de la historia clínica de un paciente imaginario cuyo papel le habían impuesto mediante engaños y trampas. Mientras trabajaba en la fortaleza allá arriba entre las dunas, cepillando la arena de las paletas de los motores radiales, recordó otros aviones con los que había tenido alguna relación, vehículos sin alas.

    El bombardero estaba ahora completamente descubierto. Sabiendo que casi había terminado el trabajo, Melville abrió la portilla ventral detrás de la torreta delantera. Desde que había destapado la cabina del aparato, sentía la tentación de trepar por el roto parabrisas de estribor y sentarse a los mandos, pero la experiencia del Messerschmitt le aconsejaba prudencia. Sin embargo, con Helen Winthrop estaría seguro.

    Tiró la pala y bajó por la arena hacia la casa.

    —¡Helen! ¡Ven aquí! —Señaló con orgullo el avión destapado sobre la cresta, apoyado sobre la barriga como si estuviera en la punta de una rampa de despegue.

    Mientras Helen trataba de calmarlo, él la llevó cuesta arriba por las movedizas pendientes aferrándose a la cuerda.

    Al trepar por la portilla se volvió para mirar por última vez hacia el banco de arena, cubierto de oxidadas partes de aviones. Se abrieron paso dentro del fuselaje, alrededor de la plataforma de la torreta, pisando entre los restos de viejas herramientas, chalecos salvavidas y cajas de municiones. Después de todos sus esfuerzos, Melville veía el interior del fuselaje como una glorieta mágica, una gruta deslumbrante dentro de una máquina arcaica.

    Sentado junto a Helen en la cabina, contento de tenerla con él como la tendría cuando volaran a través del Pacífico, le mostró los mandos, moviendo los aceleradores y los volantes.

    —Ahora. Mezcla rica, carburador frío, bajara/y para el despegue...

    Mientras ella lo tomaba por los hombros, tratando de apartarlo de la cabina, Melville oyó cómo los motores de la fortaleza arrancaban dentro de su cabeza. Como si mirara una película, recordó sus años de piloto militar de pruebas, y su única y fracasada misión como astronauta. Por un grotesco capricho del destino, le había tocado ser el primer astronauta que sufría un colapso mental en el espacio. Sus pesadillescas incoherencias habían perturbado a millones de telespectadores alrededor del mundo, como si la aterradora imagen de un hombre que enloquece en el espacio hubiera activado un mecanismo disparador innato enterrado desde hacía mucho tiempo.

    Luego, al atardecer, Melville se quedó junto a la ventana del dormitorio mirando el mar en calma que cubría los bancos de arena. Recordó cómo Helen Winthrop lo había dejado en la cabina y había corrido por la playa a buscar al doctor Laing. Aunque cauteloso, el médico no había tenido más éxito al tratar con Melville que los doctores del instituto de medicina de la Fuerza Aérea que habían tratado de librarlo de la obsesión de que había visto una cuarta figura a bordo de la nave de tres tripulantes. Estaba seguro de que había matado a esa misteriosa figura, un hombre o un pájaro. ¿Habría también cometido el primer crimen del espacio? Después que lo liberaron decidió hacer un viaje alrededor del mundo, exteriormente a Wake Island e interiormente a los planetas de su mente.

    Al terminar el verano y acercarse el momento de la partida, Melville se vio obligado a renovar sus esfuerzos por desenterrar la fortaleza estrellada. Con el tiempo más frío los vientos nocturnos empujaban la arena por encima de la cresta, volviendo a cubrir el fuselaje.

    El doctor Laing lo visitaba más a menudo. Preocupado por el deterioro de Melville, miraba cómo luchaba contra las toneladas de arena.

    —Melville, se está agotando. —Laing le sacó la pala y empezó a apartar la arena. Melville se sentó en el ala. Ahora se cuidaba de no entrar nunca en la cabina. Del otro lado de los bancos de arena, Tennant y su equipo se iban por el invierno, y llevaban el Me 109 destartalado en dos camiones. Melville esperaba el día en que él y Helen Winthrop dejarían ese centro turístico aban-donado y despegarían hacia el cielo occidental.
    —Todas las ayudas radiales están listas —le dijo a ella el fin de semana anterior a la partida—. Todo lo que necesitas ahora es archivar tu plan de vuelo.

    Helen Winthrop miró comprensiva a Melville que estaba junto a la chimenea. No soportaba los vómitos nerviosos de él y se había mudado de vuelta al hangar. A pesar de, o tai vez a causa de un breve enredo sexual, la relación de ellos era ahora casi prosaicamente neutra, pero Helen trataba de tranquilizarlo.

    —¿Cuánto equipaje tienes? Todavía no has hecho las maletas.
    —No llevo nada: sólo las fotografías.
    —No las necesitarás una vez que llegues a Wake Island.
    —Quizás... Ahora son más verdaderas para mí de lo que jamás podría ser la isla.

    Cuando Helen Winthrop partió sin él, Melville se sorprendió pero no se decepcionó. Trabajaba arriba, en las dunas, cuando el Cessna, muy cargado, equipado con los tanques que él había instalado en las alas, despegó de la pista. Supo inmediatamente por el ruido del motor que ése no era un vuelo de prueba. Sentado en la torreta del techo de la fortaleza, miró cómo la dentista subía sobre los bancos de arena, giraba a la derecha, hacia el mar, y se iba a favor del viento sobre el Canal.

    Mucho antes de que se perdiera de vista, Melville la había olvidado. Ya encontraría la manera de llegar solo al Pacífico. Durante las semanas siguientes pasó gran parte del tiempo refugiado debajo del avión, mirando cómo el viento volvía a soplar la arena sobre el fuselaje. Con la partida de Helen Winthrop y del ejecutivo de publicidad llevándose el Messerschmitt, encontró que sus sueños se volvían cada vez más tranquilos y no le traían recuerdos de los vuelos espaciales. A veces estaba seguro de que todo ese recuerdo de haberse adiestrado como astronauta era una fantasía, parte de un complejo sistema de ilusiones, una metáfora extrema de su verdadera ambición. Esa convicción hizo que se sintiera mucho mejor físicamente, y que confiara más en sí mismo.

    Hasta el momento en que el doctor Laing subió a las dunas a decirle que Helen Winthrop había muerto dos semanas después de estrellarse con el Cessna en el aeropuerto de Nairobi, Melville se había recuperado lo suficiente como para sentir verdadero dolor durante varios días. Fue en el coche hasta el campo de aviación y deambuló por el hangar desierto. Entre los bidones de aceite vacíos se veían rastros de la apresurada partida de Helen, una maleta con ropa y un juego extra de bengalas.

    Melville regresó a las dunas y siguió desenterrando de la arena el bombardero estrellado, cuidando de no dejar demasiada superficie al descubierto. Aunque a menudo el húmedo aire invernal lo agotaba, se sentía cada vez más tranquilo, sostenido por el enorme bulto de la fortaleza, en cuya cabina no entraba nunca, y por el sueño en el que volaba a Wake Island.


    VIDA Y MUERTE DE DIOS


    DURANTE LA PRIMAVERA y el verano de 1980 comenzó a circular por el mundo un extraordinario rumor. Limitado al principio a los círculos gubernamentales y científicos de Washington, Londres y Moscú, pronto se extendió a África, a Sudamérica y al Lejano Oriente, y entre gente de todos los oficios, desde ganaderos australianos hasta anfitrionas de clubes nocturnos y corredores de la Bolsa de París. Era raro el día en que el rumor no aparecía en la primera plana de por lo menos una docena de periódicos a lo largo y a lo ancho del mundo.

    En unos cuantos países, Canadá y Brasil especialmente, la persistencia del rumor provocó un peligroso descenso de los precios de los productos, y los gobiernos del momento desmintieron con firmeza la noticia. En la sede central de las Naciones Unidas en Nueva York, el Secretario General designó un comité de prominentes científicos, teólogos e importantes hombres de negocios con el único propósito de contener la excitación que hacia fines de la primavera comenzaba a generar el rumor. Esto, desde luego, terminó de convencer a todo el mundo de que algo de trascendencia universal sería pronto revelado.

    Por una vez, los gobiernos de Occidente fueron ayudados por la actitud comprensiva de la Unión Soviética y de países como Cuba, Libia y Corea del Norte, que en el pasado se habrían aprovechado de la menor ventaja que les ofreciese el rumor. Pero ni siquiera esto logró impedir serios estallidos de malestar industrial y de ventas provocadas por el pánico: millones de libras fue-ron retiradas de la Bolsa de Londres tras el anuncio de que el Arzobispo de Canterbury visitaría la Tierra Santa. Una plaga de absentismo recorrió el mundo, al amparo del rumor. En zonas tan alejadas entre sí como las plantas automotoras de Detroit y las fundiciones de acero del Ruhr, poblaciones completas de obreros perdieron todo interés en sus trabajos y salieron por las puertas de las fábricas mirando afablemente hacia el cielo despejado.

    Por fortuna, los efectos del rumor eran casi siempre pacíficos y no violentos. En el Oriente Medio y en Asia, donde confirmó creencias ya arraigadas durante siglos, la noticia apenas despertó interés, y sólo en los círculos gubernamentales y científicos más sofisticados produjo una cierta conmoción. Sin duda, donde más sensación causó la noticia fue en Europa Occidental y en Norteamérica. Irónicamente, donde más circuló fue en esos dos países, Estados Unidos y Gran Bretaña, que durante siglos habían alegado basar sus respectivas sociedades en los ideales expresados por el rumor.

    Durante ese período sólo una institución se mantuvo alejada de todas las especulaciones: las Iglesias y las confesiones religiosas del mundo. Esto no significa de ningún modo que fuesen hostiles o indiferentes, pero su actitud indicaba una cierta cautela, si no una clara ambivalencia. Aunque mal podían negar el rumor, sacerdotes y clérigos de todas partes recomendaban una debida prudencia en las mentes de sus fieles, el rechazo de conclusiones demasiado apresuradas.

    Sin embargo, pronto tuvo lugar un notable e inesperado acontecimiento. En una declaración solemne, representantes de las creencias religiosas más importantes del mundo, reunidos simultáneamente en Roma, La Meca y Jerusalén declararon que por fin habían decidido abandonar sus rivalidades y diferencias. Ahora se unirían en una Iglesia nueva y más grande que se lla-maría Asamblea de las Religiones Unidas, de carácter internacional e intersectario, que contendría los elementos esenciales de todos los credos en una sola fe unificada.

    La noticia de ese extraordinario acontecimiento obligó al fin a los gobiernos del mundo a tomar una decisión. El 28 de agosto se celebró una reunión plenaria de las Naciones Unidas. Tras una fanfarria publicitaria que excedió incluso todo lo conocido por esa organización, hubo una asistencia sin precedentes de delegados de todas las naciones miembros. Mientras los comentaristas de un centenar de canales de televisión describían la escena a todo el mundo, un numeroso grupo de científicos, estadistas y eruditos, precedidos por representantes de la Asamblea de las Religiones Unidas, entraron en el edificio de las Naciones Unidas y ocuparon sus asientos.

    Al comenzar la reunión, el secretario de las Naciones Unidas invitó a hablar a una serie de prominentes científicos, encabezados por el director del radiotelescopio de Jodrell Bank, en Gran Bretaña. Luego de un preámbulo en el que recordó la búsqueda científica del principio unificador que explicaría las incertidumbres y los caprichos de la naturaleza, describió los notables trabajos de investigación llevados a cabo en años recientes con los telescopios de Jodrell Bank y de Arecibo, en Puerto Rico. Como en el caso del descubrimiento de la radiactividad, fundado en el conocimiento de que había partículas aún más pequeñas dentro del aparentemente indivisible átomo, esos dos gigantescos telescopios habían revelado que todas las radiaciones electromagnéticas contenían en realidad un sistema de vibraciones infinitamente más pequeñas. Esas «ultramicroondas», como las llamaban, estaban presentes en toda la materia y en todo el espacio.

    No obstante, continuó diciendo el orador, se había hecho un descubrimiento mucho más importante cuando se analizó la estructura de esas microondas con un ordenador. Ese intangible sistema electromagnético presentaba una inconfundible estructura matemática, compleja y siempre cambiante, con todos los atributos de la inteligencia. Para dar un solo ejemplo, reaccionaba según la conducta del observador, y era incluso sensible a pensamientos no expresados. Estudios exhaustivos del fenómeno confirmaron sin lugar a dudas que ese ser consciente, como se lo debía llamar, estaba presente en todo el universo. Más exactamente, era el auténtico sustrato del universo. El propio aire que respiraban en la sala de sesiones en ese momento, las mentes y los cuerpos de todos, estaban formados por ese ser inteligente de dimensiones infinitas.

    Tras esa declaración, un profundo silencio recorrió la Asamblea General, y luego el mundo. En ciudades y pueblos de toda la Tierra las calles se vaciaron de tráfico, pues la gente estaba en sus casas, sentada en silencio ante el televisor. El secretario de las Naciones Unidas se levantó entonces y leyó la declaración firmada por trescientos científicos y sacerdotes. Luego de dos años de las más rigurosas pruebas, la existencia de una divinidad suprema había sido demostrada sin la menor duda. La milenaria fe de la humanidad en un principio divino había sido finalmente confirmada por la ciencia, y con eso se abriría una nueva época en la historia del hombre.

    Al día siguiente, los diarios del mundo ensayaron un centenar de variantes del mismo titular:

    DIOS EXISTE
    Ser Supremo Presente en Todo el Universo


    Durante las semanas posteriores nadie prestó atención a los hechos de la vida corriente. En todo el mundo hubo servicios de acción de gracias, y las procesiones religiosas colmaron innumerables calles. Grupos inmensos de penitentes atestaron las ciudades sagradas y los santuarios del mundo. Moscú, Nueva York, Tokio y Londres parecían ciudades medievales en un apocalíptico día santo. Mirando los cielos, millones de personas se arrodillaban en las calles o andaban en lentas procesiones, sosteniendo cruces y mándalas. Las cate-drales de San Pedro, Notre Dame y San Patricio se vieron obligadas a celebrar servicios continuos, tan grandes eran las multitudes que afluían por sus puertas. Las luchas sectarias fueron olvidadas. Los sacerdotes de la Asamblea de las Religiones Unidas intercambiaban las vestimentas y participaban unos en los oficios de otros. Los budistas eran bautizados, los cristianos hacían girar los molinos de oraciones y los judíos se arrodillaban ante las estatuas de Krishna y Zoroastro.

    Pronto hubo más beneficios prácticos. En todas partes, los médicos anunciaban que había disminuido de modo notable el número de pacientes. Las neurosis y otras enfermedades mentales desaparecieron de un día para otro. El descubrimiento de la existencia de la divinidad había actuado como una terapia instantánea. Las fuerzas policiales fueron disueltas en todo el mundo. Los integrantes de las fuerzas armadas fueron licenciados por tiempo indefinido y luego desmovilizados; se abrieron las fronteras durante muchos años clausuradas. El Muro de Berlín fue demolido. La gente actuaba en todas partes como si acabase de obtener una inmensa victoria contra un enemigo invencible. Aquí y allá, entre rivales particularmente agresivos, como Estados Unidos y Cuba, y Egipto e Israel, fueron firmados duraderos pactos de amistad. Se enviaron aviones y barcos de guerra a depósitos de chatarra, se destruyeron arsenales. (Sin embargo, fueron conservados unos pocos rifles deportivos después de que el espíritu de hermandad universal causó una primera víctima: un ingeniero sueco que en Bengala intentó abrazar a un tigre. Se advirtió entonces públicamente que el conocimiento de la existencia de Dios todavía no se había extendido a los miembros inferiores del reino animal, entre los que la lucha por la vida, de momento, seguía siendo tan despiadada como siempre.)

    En primer lugar, esos episodios pasaban casi inadvertidos dentro de la euforia general. Miles de espectadores se sentaban alrededor de los grandes telescopios de Jodrell Bank y Arecibo, y lo mismo ocurría con un gran número de antenas de la televisión comercial y otras estructuras que vagamente sugerían una torre receptora, esperando con paciencia un mensaje directo del Todopoderoso. Poco a poco la gente fue volviendo al trabajo; o, con más exactitud, lo hicieron todos aquellos que lo consideraban moralmente provechoso. La industria manufacturera consiguió mantenerse en marcha, pero los comercios responsables de vender los productos al público se encontraron en un difícil dilema. Los elementos de exageración y astucia, sobre los que se basaba todo tipo de comercialización, desde las campañas publicitarias en el nivel nacional hasta la venta puerta a puerta ya no eran tolerables en este nuevo esquema pero no había una maquinaria de distribución alternativa.

    La inevitable disminución de las actividades comerciales e industriales no pareció importante en esas primeras semanas. La mayoría de la gente en Europa y Estados Unidos seguía celebrando el nuevo estado del hombre, los comienzos del primer milenio verdadero. Toda la base de la vida privada había cambiado radicalmente, y con ella las actitudes hacia el sexo, la moral y todas las relaciones humanas. Los periódicos y la televisión se habían transformado: la anterior dieta de historias de crímenes y chismes políticos, películas del Oeste y teleteatros había sido sustituida por artículos serios y programas que detallaban las circunstancias que habían conducido al descubrimiento de la divinidad.

    Ese creciente interés por la naturaleza precisa de la divinidad, llevó a un examen más minucioso de su supuesta naturaleza ética. A pesar de las generalizaciones de los científicos y del clero, pronto fue evidente que las dimensiones del ser supremo eran lo suficientemente grandes como para abarcar cualquier interpretación que uno quisiese inventar. Aunque era fácil deducir el propósito moral de la divinidad, dada la armonía, la pureza y la simetría formal que revelaban los análisis matemáticos —cualidades más pronunciadas cuando respondían a acciones coherentes y creativas que cuando respondían a acciones fortuitas o destructoras—, esas características no parecían tener más relación con respecto al hombre y su conducta cotidiana que los principios que sustentan la música. Existía sin duda una inteligencia suprema cuyo ser ocupaba toda la trama del universo, y fluía en innumerables olas a través de sus mentes y cuerpos como un infinito éter moral, pero esta divinidad parecía mucho menos propensa a predicar las instrucciones y exigencias que habían caracterizado sus anteriores encarnaciones.

    Por fortuna, ese dios no era celoso ni vengativo. Ningún rayo cayó del cielo. Los primeros miedos de un día del juicio final, de paisajes oscuros cubiertos de horcas, se fueron borrando poco a poco. Las pesadillas de El Bosco y de Bruegel no se materializaban. Y por primera vez, la humanidad no necesitaba aguijones para reconducir su conducta. Las infidelidades matrimoniales, la promiscuidad y el divorcio habían casi desaparecido. Curiosamente, también decrecía el número de matrimonios, tal vez a causa de un sentimiento común de que se acercaba algún tipo de reino milenario.

    Esa idea, tan difundida, se manifestaba de muchas maneras. Un gran número de obreros industriales de Europa y de Norteamérica habían perdido todo interés en sus trabajos, y pasaban el día sentados en las puertas con los vecinos, mirando el cielo y escuchando los boletines de la radio. Al final del verano los campesinos recogieron las cosechas, pero no mostraron mucho in-terés en preparar los campos para la siguiente estación. El torrente de declaraciones, y las primeras y discutidas interpretaciones ofrecidas por los comités de sacerdotes y científicos que todavía investigaban el fenómeno de la divinidad, sugerían que quizás fuese imprudente hacer planes demasiado detallados para un futuro indefinido.

    A los dos meses de la confirmación del rumor universal de la existencia de Dios, se tuvieron los primeros indicios de que sus consecuencias empezaban a preocupar a los gobiernos. La industria y la agricultura ya habían sido afectadas, aunque menos que el comercio, la política y la publicidad. En todas partes se hacían evidentes los resultados de esa moral nueva, de las virtudes de la verdad y de la caridad. Una legión de capataces, cronometradores e inspectores descubrieron de repente que nadie los necesitaba. Agencias de publicidad con muchos años en el mercado quebraron de repente. Aceptando la exigencia pública de honradez total, y temerosos de ese cliente supremo que estaba en el cielo, la mayoría de los avisos de televisión terminaban ahora con una exhortación a no comprar sus productos.

    En cuanto al mundo de la política, toda su raison d'étre —esfuerzos por perpetuarse, intrigas y nepotismo— había sido destruida. Una docena de parlamentos, desde el Congreso norteamericano hasta la Cámara de Diputados rusa y la Cámara de los Comunes británica, se vieron privados de la propia maquinaria de su existencia.

    La Asamblea de las Religiones Unidas enfrentaba problemas parecidos. Aunque la gente seguía asistiendo a sus lugares de culto en cantidades mayores que nunca, lo hacía en las horas en que no se celebraban los servicios formales; preferían comulgar directamente con el Todopoderoso antes que representar el papel secundario de legos en un ritual donde el sacerdote oficiaba de mediador.

    Estos acontecimientos perturbaron, desde luego, a los ex integrantes cristianos de la Asamblea de las Religiones Unidas, que recordaban la Reforma y la rebelión de Martín Lutero contra un clero que pretendía tener un acceso privilegiado al ser supremo. Les costaba aceptar las descripciones matemáticas de la divinidad ofrecidas por los científicos del mundo, pero nada tenían para ofrecer a cambio, y por el momento estaban a la defensiva. Los físicos, a la inversa, se apresuraron a recordar al clero que sus largamente reverenciados símbolos —la cruz, la trinidad y el mandala— se basaban más en la fantasía que en la realidad científica que ellos habían descubierto. El viejo temor de todas las religiones —que la revelación de Dios se originase en el conocimiento antes que en la fe—, se había finalmente justificado.

    El cambio continuo en la calidad de vida a ambos lados del Atlántico comenzó a preocupar a importantes miembros de los gobiernos y de la industria. Las condiciones en Estados Unidos y en Europa del Norte empezaban a parecerse a las de la India y el Lejano Oriente, donde legiones de amistosos mendigos vagaban por las calles sin pensar en el futuro. El Reino de Dios estaba quizás al alcance de la mano, pero esa mano estaba vacía.

    Durante octubre ocurrieron pocas cosas visibles, pero a fin de mes la Asamblea de las Religiones Unidas celebró una segunda reunión en Jerusalén. Allí un prominente arzobispo puso públicamente en duda la opinión científica de que la divinidad era un ser de inteligencia vasta y neutral. Sin duda, afirmó el arzobispo, ésa era una manera ingenua y demasiado simple de ver las cosas, fundada en métodos de detección reconocidamente imperfectos. La divinidad, ¿era totalmente pasiva o, como el mar, se revelaba de muchos modos y bajo muchas formas? Señalando que no se avergonzaba de mencionar la herejía maniquea, el arzobispo subrayó la dualidad del bien y el mal que siempre habían existido en el pasado, tanto en el hombre como en la naturaleza, y que continuaría existiendo en el futuro. No quería con eso insinuar que el mal fuese una parte fundamental de la naturaleza humana, o que la redención del hombre fuera una imposibilidad, pero esa contemplación pasiva de un Dios invisible no debería impedirles ver los inevitables antagonismos que llevaban dentro, o sus propios defectos. Los grandes logros de la humanidad, el comercio, el arte y la industria, se habían basado en esa sana comprensión de la naturaleza dual de la raza humana. La actual decadencia de la vida civilizada era un síntoma de esa negativa de la gente a verse como era, una advertencia de los peligros que entrañaba identificarse demasiado estrechamente con el Todopoderoso. Sin capacidad de pecar no había redención.

    Poco después, como respondiendo a las palabras del arzobispo, hubo en el mundo una serie de crímenes espectaculares. En el Medio Oeste de Estados Unidos, los robos y asaltos a bancos rivalizaban con los de la década del 30. En Londres se intentó un asalto armado a las joyas de la corona en la Torre. Siguió una avalancha de depredaciones. No todos esos delitos eran cometidos por razones de lucro. En París, un maniático que enloqueció en el Louvre, acuchilló la Mona Lisa, mientras en Colonia unos vándalos, aparentemente pro-testando contra la propia existencia de la divinidad, entraron en la catedral y profanaron el altar mayor.

    La Asamblea de las Religiones Unidas reaccionó ante esos crímenes de un modo inesperado. Los saludó con tolerancia y paciencia, como aliviada de volver a ver esos conocidos ejemplos de fragilidad humana. Luego del arresto de un envenenador de mujeres en Alsacia, un sacerdote local declaró que la culpabilidad del hombre era en realidad un testimonio de su inocencia, una se-ñal de su capacidad para una eventual redención.

    Esa tortuosa paradoja recibió una gran publicidad. Algunos políticos menos escrupulosos comenzaron a fomentar ideas parecidas. En California, en una zona muy afectada, donde antes se fabricaban aviones militares, un candidato al Congreso propuso que la noción de una divinidad omnipresente era una afrenta a la libre elección y a la diversidad de la actividad humana. La idea de un mundo cerrado reducía en el hombre los poderes de iniciativa y de independencia, las cualidades sobre las que las democracias de la libre empresa habían edificado su grandeza.

    Poco después de esa declaración vino el discurso de un distinguido metafísico que asistía a un congreso en Zurich. El metafísico habló de la pluralidad del universo, de su infinita fenomenología. Para abarcar todas las posibilidades, la divinidad tendría que contener la posibilidad de su propia inexistencia. En otras palabras, pertenecía a esa clase de estructuras abiertas cuya forma, alcance e identidad resultaban imposibles de definir. La palabra «divinidad» carecía de sentido útil.

    A los científicos de Jodrell Bank y Arecibo que habían identificado al Todopoderoso, se les pidió que reconsideraran sus descubrimientos. Las televisadas audiencias en Washington, en las que equipos de abogados y teólogos acosaban e interrogaban a astrofísicos de ojos cansados, hacían pensar en una nueva Inquisición. En Jodrell Bank y en Arecibo solicitaron la ayuda de tropas para proteger los telescopios de conversos demasiado impacientes.

    El público observó con atención los feroces debates que siguieron. A esas alturas, los primeros días de diciembre, estaba en marcha la temporada navideña, pero sin el acostumbrado entusiasmo. En primer lugar, pocos comercios y tiendas tenían algo que vender. Además, había muy poco dinero para gastar. Se había dispuesto el racionamiento de algunos artículos básicos. En muchos sentidos, la vida se estaba volviendo intolerable. Los hoteles y los restaurantes carecían de servicio. Los coches se estropeaban todo el tiempo.

    En todas partes, mientras el debate continuaba, la gente esperaba algo de la Asamblea de las Religiones Unidas. Pero, misteriosamente, casi todos los templos estaban clausurados: mezquitas y sinagogas e iglesias y capillas permanecían cerradas a las inquietas muchedumbres. Los miembros de las congregaciones eran ahora elegidos con el mismo rigor que los socios de los clubes más exclusivos, y sólo se admitía a los aspirantes si éstos estaban dispuestos a aceptar la guía de la Iglesia en todos los temas espirituales, su absoluta autoridad en todos los asuntos religiosos. Comenzó a circular el rumor de que pronto se difundiría un anuncio de importancia universal, pero que esta vez sólo se transmitiría a los fieles.

    Las noticias de varios desastres naturales distrajeron durante unos cuantos días la creciente atmósfera de in—certidumbre e intranquilidad. Un derrumbe en el norte de Perú inmoló a un millar de aldeanos. En Yugoslavia un terremoto destrozó una capital de provincia. Unos icebergs hundieron a un superpetrolero en el Atlántico. La pregunta tímidamente formulada por un periódico neoyorquino,

    DIOS ¿EXISTE?
    La Asamblea de las Religiones expone sus dudas sobre la existencia de la Divinidad fue relegada a la última página.


    Tres semanas antes de la Navidad estalló la guerra entre Israel y Egipto. Los chinos invadieron Nepal, reclamando un territorio que acababan de ceder bajo el hechizo de lo que llamaron intriga «neocolonialista». Una semana más tarde una revolución en Italia, apoyada por la Iglesia y las fuerzas armadas, desalojó al anterior régimen liberal. La producción industrial empezó a renacer en Estados Unidos y en Europa. Submarinos rusos, armados con misiles, fueron detectados haciendo maniobras en el Atlántico Norte. El día de Nochebuena, todos los sismógrafos del mundo registraron una gigantesca explosión en la zona del Desierto de Gobi, y Radio Pekín anunció que se había probado con éxito una bomba de hidrógeno de 100 megatones. Las decoraciones navideñas habían aparecido por fin en las calles, y las conocidas figuras de Santa Claus y el trineo adornaban miles de tiendas. Se celebraban festivales de villancicos en un centenar de catedrales, ante fieles de todas las confesiones.

    En toda esa atmósfera de festividad, poca gente reparó en la publicación de lo que un portavoz de la Asamblea de las Religiones Unidas describió como una de las declaraciones religiosas más trascendentales y revolucionarias que se habían hecho jamás, la encíclica navideña titulada Dios ha muerto...


    EL ESPECTÁCULO DE TELEVISIÓN MÁS GRANDE DE LA TIERRA


    EL DESCUBRIMIENTO en el año 2001 de un sistema eficaz para viajar por el tiempo tuvo una serie de importantes repercusiones, aunque en nada tan notorias como en el campo de la televisión. El último cuarto del siglo veinte había sido testigo del espectacular crecimiento de la televisión a lo largo de todos los continentes del globo, y se afirmaba que los programas transmitidos por cada una de las enormes cadenas —la americana, la europea y la afroasiática— contaban con mil millones de espectadores. Pero a pesar de sus enormes recursos financieros, las empresas de televisión enfrentaban una crónica escasez de noticias y de entretenimientos. Vietnam, la primera guerra de la TV, había llevado al público toda la excitación de las transmisiones en vivo desde el campo de batalla, pero las guerras en general, amén de cualquier actividad digna de ser noticia, habían ido desapareciendo en la medida en que la población del mundo se dedicaba casi exclusivamente a mirar televisión.

    El descubrimiento de la manera de viajar por el tiempo apareció entonces en el momento justo.

    Liquidada la primera tormenta de pleitos por derechos de invención (un japonés emprendedor casi consiguió patentar la historia; entonces el tiempo fue declarado territorio «abierto»), resultó claro que el mayor obstáculo para viajar en el tiempo no eran las leyes del universo físico sino las abultadas sumas de dinero necesarias para construir y dotar de energía a las instalaciones. Esos safaris al pasado costaban aproximadamente un millón de dólares por minuto. Luego de unos pocos y breves viajes para verificar la Crucifixión, la firma de la Carta Magna y el descubrimiento de las Américas por Colón, el Einstein Memorial Time Center, en Princeton, se vio obligado a suspender las operaciones.

    Era evidente que sólo había otro grupo en condiciones de financiar nuevas exploraciones al pasado: las corporaciones mundiales de la televisión. Sus vehementes seguridades de que no habría excesos de sensacionalismo convencieron a los jefes de gobierno de que los beneficios educativos de esas excursiones en el tiempo eran más importantes que cualquier posible falta de buen gusto.

    Las compañías de televisión, por su parte, vieron en el pasado una fuente inagotable, y además gratuita, de noticias y de entretenimientos. De inmediato se pusieron a trabajar, invirtiendo miles de millones de dólares, rupias, rublos y yens en la duplicación del enorme cronotrón del Centro Temporal de Princeton. Contingentes de físicos y matemáticos fueron alistados como ayudantes de producción. Equipos de camarógrafos fueron enviados a los sitios clave —Lon-dres, Washington y Pekín— y poco después fueron transmitidos a un mundo expectante los primeros programas pilotos.

    Esas borrosas escenas, como descoloridos noticiarios, de la coronación de la reina Isabel II, del juramento de Franklin Delano Roosevelt y del funeral de Mao Tse—tung demostraron, de modo triunfal, la factibilidad de Tiempo Visión. Luego de este solemne acto de presentación —un gesto dirigido a las comisiones de fiscalización gubernamental—, las compañías de televisión comenzaron a preparar en serio su programación. Entre los espectáculos que en el invierno del año 2002 se ofrecieron a los televidentes estaban el asesinato del presidente Kennedy («en vivo», como lo anunció la compañía norteamericana, con notable falta de tacto), los desembarcos del Día D y la Batalla de Stalin—grado. A los espectadores asiáticos se les ofreció Pearl Harbour y la caída de Corregidor.

    Este énfasis en la muerte y la destrucción marcó el tono de lo que vendría después. El éxito de los programas superó los sueños más descabellados de los planificadores. Las fugaces imágenes de humeantes campos de batalla, con los calcinados tanques y barcazas, habían abierto un enorme apetito. Fueron preparados más y más equipos de camarógrafos, y se desplegó un ejército de historiadores militares para establecer el momento exacto en que fue socorrida la ciudad de Bastogne y enarboladas las banderas de victoria sobre el Monte Suribachi y el Reichstag.

    Un año más tarde, doce programas semanales llevaban a tres mil millones de televidentes los momentos culminantes de la segunda guerra mundial y de las décadas siguientes, transmitidos tal cual habían ocurrido. Noche tras noche, en algún sitio del mundo, John F. Kennedy era muerto a tiros en la Plaza Daley, bombas atómicas explotaban sobre Hiroshima y Nagasaki, Adolf Hitler se suicidaba en las ruinas de su bunker de Berlín.

    Luego de este éxito, las compañías de televisión retrocedieron a la guerra de 1914—1918, dispuestas a cosechar todavía mejores índices de audiencia desde los campos de batalla de Passchendaele y Verdún. Pero, para sorpresa de los productores, las imágenes de ese universo repleto de barro y de proyectiles fueron un triste fracaso comparadas con las grandes batallas tecnológicas de la segunda guerra mundial que en ese mismo momento transmitían en vivo los canales de la competencia desde las cubiertas de portaaviones en el Mar de las Filipinas y desde los miles de bombarderos que atacaban Essen y Dusseldorf.

    Una sola escena de la primera guerra mundial excitó los saciados paladares de los espectadores: una carga de caballería de los ulanos del Ejército Imperial Alemán. Saltando por encima de los alambres de púas en sus espléndidas monturas, los penachos blancos volando por encima del barro, esos jinetes armados con lanzas llevaron a mil millones de pantallas de televisión cansadas de guerra la magia de los trajes y la pompa. En un momento en el que podía haberse tambaleado, Tiempo Visión fue salvado por las charreteras y las corazas.

    En seguida comenzaron a viajar equipos de camarógrafos al siglo diecinueve. Las dos primeras guerras desaparecieron de la pantalla. En unos pocos meses los espectadores vieron la coronación de la reina Victoria, el asesinato de Lincoln y el sitio de El Álamo.

    Como culminación de esa temporada de historia instantánea, las grandes corporaciones de Tiempo Visión de Europa y Norteamérica colaboraron en el proyecto más espectacular hasta el momento: la transmisión en vivo de la derrota de Napoleón Bonaparte en la Batalla de Waterloo.

    Mientras hacían sus preparativos, las dos compañías descubrieron algo que habría de tener trascendentales consecuencias en la historia de Tiempo Visión. Durante sus visitas a la batalla (aislados de los disparos y la furia por las invisibles paredes de las cápsulas temporales) los productores notaron que había en realidad menos combatientes que los descriptos en las historias de la época. Por muy grandes que hubiesen sido las consecuencias de la derrota de la Francia napoleónica, la batalla en sí desilusionaba, pues consistía en la presencia de unos pocos millares de soldados fatigados por largas marchas, entregados a esporádicos duelos de fusilería y artillería.

    En una reunión de emergencia, los jefes de programación discutieron el hecho de que Waterloo no estuviese a la altura de su reputación. Los productores volvieron a visitar el campo de batalla; dejaron las cápsulas y caminaron disfrazados entre la exhausta soldadesca. La perspectiva de los índices de audiencia más bajos de toda la historia de Tiempo Visión parecía cada vez más inminente.

    En ese punto crítico, un anónimo ayudante de producción propuso una idea notable. Antes que quedarse sentadas detrás de las cámaras, sin hacer nada, las compañías de Tiempo Visión deberían participar, sugirió, aportando sus amplios conocimientos y recursos para realzar el drama de la batalla. Podrían volcar más extras —es decir, mercenarios reclutados en las comunidades agrícolas del lugar— en la refriega, y distribuir pólvora y munición para las armas descargadas, y reorganizar toda la coreografía de la batalla según las indicaciones de los asesores militares del departamento editorial. «La Historia», concluía, «es sólo el primer borrador de un guión de televisión.»

    Esta sugerencia de rehacer la historia para aumentar el atractivo de los programas fue tomada muy en cuenta. Pertrechados con un abundante caudal de monedas de oro, representantes de las compañías de televisión recorrieron las llanuras de Bélgica y del norte de Alemania, contratando a miles de mercenarios (a la tarifa normal para extras de televisión de cincuenta dólares diarios, sin distinción de jerarquía, y setenta y cinco dólares por un papel hablado). La columna de relevo del general prusiano Blücher, compuesta según los historiadores por muchos miles de hombres y responsable de haber volcado decisivamente la batalla contra Napoleón, resultó ser una fuerza insignificante que no superaba las dimensiones de una brigada. En unos pocos días miles de ansiosos reclutas engrosaron el ejército, antibióticos secretamente administrados a las contaminadas reservas de agua curaron un escuadrón de caballería que sufría de ántrax, y una brigada de artillería completa, amenazada por el tifus, fue puesta en pie con una dosis masiva de cloromicetina.

    La Batalla de Waterloo, cuando finalmente llegó a una audiencia de más de mil millones de televidentes, fue un brillante espectáculo que superó incluso los anticipos publicitarios de los dos siglos anteriores. Los miles de mercenarios luchaban con furia salvaje, el fuego de artillería desgarraba el aire sin pausa, oías de caballería atacaban y volvían a atacar. El propio Napoleón estaba azorado por el curso que habían tomado los acontecimientos, y pasó los últimos años de su vida en un desconcertado exilio.

    Después del éxito de Waterloo, las compañías de Tiempo Visión comprendieron las ventajas que ofrecía la preparación del terreno. Desde entonces casi todos los hechos históricos importantes fueron readaptados por los departamentos editoriales. Se descubrió que el ejército de Aníbal que atravesó los Alpes disponía nada más que de seis elefantes, y se le agregaron doscientos más para pisotear a los asombrados romanos. Los asesinos de César eran sólo dos, y fueron contratados otros cinco conspiradores. Discursos históricos famosos, como el de Gettysburg, fueron recortados y corregidos para hacerlos más emocionantes. Waterloo, mientras tanto, no fue olvidada. Para recuperar la inversión original, la batalla fue subalquilada a empresas de televisión menores, algunas de los cuales la inflaron hasta darle proporciones de Apocalipsis. Sin embargo, esos espectáculos a la manera de De Mille, en los cuales compañías rivales aparecían en el mismo campo de batalla arrojando extras, armas y animales, eran despreciados por los espectadores más sofisticados.

    Para fastidio de las compañías de televisión, el tema más fascinante de toda la historia les estaba vedado. Ante la severa insistencia de las iglesias cristianas, ninguno de los hechos que rodeaban la vida de Cristo era llevado a la pantalla. Por grandes que fuesen los beneficios espirituales de una transmisión en vivo del Sermón de la Montaña, los cortes publicitarios podían opacar la sublime experiencia.

    Ante este obstáculo, los programadores fueron más atrás en el tiempo. Para celebrar el quinto aniversario de Tiempo Visión, iniciaron los preparativos para una estupenda aventura conjunta: la huida de los israelitas de Egipto y la travesía del Mar Rojo. Cien unidades de cámaras y varios millares de productores y técnicos se apostaron en la Península del Sinaí. Dos meses antes de la transmisión resultó evidente que ahora habría más de dos bandos en esta clásica confrontación entre los ejércitos de Egipto y los hijos del Señor. No sólo había más camarógrafos que fuerzas de ambas partes; era posible que la cantidad de extras egipcios contratados, el equipo adicional para producir olas y la presa prefabricada construida para sostener las cámaras obstruyeran la travesía de los israelitas. Sin duda, las fuerzas del Todopoderoso sufrirían una severa prueba en esa primera confrontación importante con los índices de audiencia.

    Algunos presagios, expresados por los clérigos más anticuados, aparecieron en los periódicos bajo titulares irónicos como «¿Guerra contra el Cielo?» o «Gremio de productores de TV rechaza oferta de tregua del Sinaí». A lo largo de toda Europa, las apuestas se inclinaban cada vez más contra los israelitas. El día de la transmisión, el 1 de enero de 2006, los índices de audiencia indicaban que el 98% de los telespectadores adultos del mundo occidental estaban mirando sus televisores.

    Aparecieron las primeras imágenes en las pantallas. Allí estaban los israelitas, bajo un cielo espasmódico, avanzando despacio hacia las cámaras invisibles montadas sobre el agua. Originalmente trescientos, los israelitas eran ahora una vasta multitud que se extendía kilómetros y kilómetros por el desierto. Desconcertados por la enorme cantidad de simpatizantes, los jefes israelitas se detuvieron en la orilla, sin saber muy bien cómo atravesar esa movediza masa de agua inestable. Por el horizonte, los carruajes del ejército del Faraón, de ruedas de borde afilado, se acercaban a gran velocidad.

    Los espectadores miraban fascinados, muchos de ellos preguntándose si esta vez las compañías de televisión no habrían ido demasiado lejos.

    Entonces, sin ninguna explicación, mil millones de pantallas quedaron en blanco.

    La batahola fue inmensa. En todas partes se saturaron los conmutadores de teléfono. Llamadas prioritarias en el nivel intergubernamental saturaron los re-lés de los satélites de comunicaciones, los estudios de Tiempo Visión en Europa y en América fueron asediados.

    No llegaba ninguna imagen. Todo contacto con los camarógrafos destinados en el lugar de transmisión se había interrumpido. Por fin, dos horas más tarde, apareció una breve escena, de aguas torrenciales que lavaban los restos de las cámaras de televisión y de las instalaciones. En la orilla más cercana, las fuerzas egipcias emprendían el regreso. Del otro lado de las aguas, la pequeña banda de israelitas avanzaba hacia la seguridad del Sinaí.

    Lo que más sorprendió a los televidentes fue la extraña luz que iluminaba la escena, como si usaran para la transmisión alguna arcaica pero extraordinaria fuente de energía.

    Desde entonces, todos los esfuerzos por retomar contacto fracasaron. Casi todo el equipo de Tiempo Visión había sido destruido, y se habían perdido para siempre los principales productores y técnicos, que tal vez andaban ahora entre los duros peñascos del Sinaí como una segunda tribu perdida. Poco después de este desastre, los safaris al pasado fueron eliminados en todo el mundo de los programas de televisión. Como señaló a sus escarmentados feligreses televisivos un sacerdote aficionado al humor irónico: «El gran canal que hay allí arriba, en el cielo, también tiene sus índices de audiencia».


    UN LUGAR Y UN TIEMPO PARA MORIR


    APUNTANDO CON LAS ESCOPETAS, los dos hombres esperaban en la orilla del río. En la ribera de enfrente, a cuatrocientos metros de distancia, del otro lado de las aguas brillantes, resonaban en el aire vacío los golpes de gong y de tambor, reverberando en los techos metálicos del pueblo abandonado. Los petardos estallaban encima de los árboles de la orilla, y las pulposas explosiones rosadas iluminaban los cañones de los carros blindados y los tanques.

    Durante toda la mañana, la pareja despareja que presentaba esa última resistencia —Mannock, el retirado y ahora ligeramente excéntrico jefe de policía, y su desganado lugarteniente, Forbis, un hipotiroideo vendedor de coches usados— había observado la creciente actividad de la ribera de enfrente. Poco después de las ocho, cuando Mannock atravesó en coche el pueblo desierto, ya habían aparecido los primeros en escena. Cuatro vehículos de reconocimiento que transportaban a un pelotón de soldados con acolchados uniformes pardos se habían detenido en la orilla. El oficial examinó a Mannock con los binoculares durante unos segundos y luego comenzó a inspeccionar el pueblo. Una hora más tarde un batallón de avanzada de ingenieros de campaña tomaron posición junto al dinamitado puente del ferrocarril. A mediodía había llegado una división completa. Una polvorienta caravana de cañones autopropulsados, tanques en remolques y cocinas ambulantes de campaña en autobuses requisados llegó rodando por los campos y se detuvo en la ribera. Detrás llegó un ejército de infantería y de prostitutas, tirando de carros de madera y golpeando gongs.

    En la mañana de ese mismo día, Mannock había subido al tanque de agua de la granja de su hermano. El paisaje al pie de las montañas, a quince kilómetros de distancia, estaba entrecruzado por docenas de columnas motorizadas. Casi todas avanzaban aparentemente al azar, cegadas por el polvo que levantaban. Se derramaron por los campos abandonados como una horda de hormigas, pasando por alto un pueblo intacto e instalándose luego en un silo de grano vacío.

    Pero a estas alturas, en las primeras horas de la tarde, todas las partes de ese inmenso ejército de campaña habían llegado al río. Las esperanzas de Mannock—que esos hombres cambiaran de rumbo y desaparecieran en el horizonte— acababan de desvanecerse. No resultaba fácil predecir cuándo atravesarían el río. Mientras él y Forbis miraban, allí enfrente levantaban una serie de enormes campamentos. Hileras de cobertizos plegables dibujaban plazas de armas, pelotones de soldados marchaban de un lado para otro entre el polvo, grupos rivales de civiles —probablemente cuadros políticos— se en-trenaban y gritaban consignas. El humo de centenares de fuegos de rancho subía en el aire, le bloqueaba a Mannock la visión de las montañas que habían sido el telón de fondo del valle ribereño durante los veinte años que había pasado allí. Hileras de camiones y de vehículos anfibios camuflados esperaban a orillas del río, pero todavía no había señales de que fueran a atravesarlo. Dotaciones de tanques deambulaban de un lado a otro como aburridas pandillas que se entretienen en un paseo marítimo, tirando petardos y remontando cometas de papel con consignas pintadas en las colas. Los golpes de gong y de tambor resonaban en todas partes, sin cesar.

    —Debe de haber allí un millón... Dios mío, ¡nunca terminarán de pasar! —Casi defraudado, Forbis bajó la escopeta y la apoyó en la bolsa de arena.
    —Nada los ha detenido, todavía —comentó Mannock. Señaló un convoy de camiones que arrastraba una flotilla de barcazas de madera a través de una atestada plaza de armas—. Sampanes... parecen locos, ¿verdad?

    Mientras Forbis miraba con ferocidad hacia el otro lado del río, Mannock lo observó, dominando con dificultad la repugnancia que sentía cada vez que se daba cuenta de que él mismo había elegido a Forbis como último compañero. Forbis, un hombre amargado de ojos demasiado grandes, pertenecía a aquel pequeño grupo de personas por las que Mannock había sentido una instintiva antipatía durante toda su vida. Los últimos días en el pueblo vacío habían confirmado todos sus prejuicios. La tarde anterior, después de pasar una hora dando vueltas en coche por el pueblo, disparando a los perros extraviados, Forbis había llevado a Mannock a su casa. Allí, orgullosamente, le había mostrado su enorme arsenal. Aburrido de esa exhibición de armas, Mannock entró en el comedor y encontró la mesa arreglada como un altar con docenas de revistas de extrema derecha, panfletos patológicos y sabe Dios qué otros disparates impresos en toscas imprentas caseras.

    ¿Qué había retenido a Forbis en el pueblo desierto después que todo el mundo se hubo marchado? ¿Qué lo llevaba a querer defender esas pocas calles en las que nunca había conocido demasiado cariño ni éxito? Un gen indómito o una extraña veta de patriotismo, quizás no muy diferente de su propio tipo de malhumor. Mannock miró por encima del agua y vio una enorme rueda catalina que giraba en el aire sobre una hilera de tanques estacionados junto al río; la nube de humo rosado transformaba al campamento en un enorme parque de atracciones. Por un momento Mannock tuvo la esperanza de que ese abrumador ejército estuviera movido por motivos enteramente pacíficos, que de pronto decidiera retirarse, cargar los tanques en los remolques y perderse en el horizonte occidental.

    Al irse la luz supo con certeza que no había posibilidades de que eso ocurriera. Generaciones de odio y resentimiento habían empujado a esos hombres, haciéndolos avanzar sin pausa a través del mundo, y allí, en ese pueblo de un valle ribereño, llevarían a cabo un pequeño acto de venganza.

    ¿Por qué él mismo había decidido quedarse, y esperar allí detrás de esas escasas e inútiles bolsas de arena armado con una escopeta? Mannock echó una ojeada por encima del hombro al tanque de agua que marcaba el perímetro noroeste de la granja de su hermano, durante años el sitio más prominente del pueblo. Hasta último momento había planeado irse con el resto de la familia, mientras ayudaba a llenar de combustible los tanques de los coches y a soltar el ganado. Después de cerrar la puerta de su propia casa por última vez, decidió esperar a que se asentase el polvo que se había levantado al comenzar el éxodo. Bajó en el coche hasta el río, y se metió debajo del puente roto que los ingenieros del ejército habían dinamitado antes de retirarse.

    Mientras caminaba por la orilla hacia el sur, Forbis casi lo había matado de un disparo. El vendedor se había parapetado detrás de una barricada improvisada encima de la ribera, y esperaba allí solo la aparición del enemigo. Mannock intentó convencerlo de que se fuera con los demás, pero al sermonearlo se dio cuenta de que monologaba, y entendió por qué sus palabras sonaban tan poco convincentes.

    En los días siguientes, mientras las distantes nubes de polvo avanzaban hacia ellos desde el horizonte, transformando al pequeño valle en un paisaje apocalíptico, los dos hombres sellaron una incómoda alianza. Forbis miraba impaciente cómo Mannock se movía por las calles vacías cerrando las puertas de los coches abandonados y estacionándolos junto a la acera, cerrando las ventanas de las casas y poniendo las tapas a los cubos de basura. Con su lógica demencial, Forbis creía realmente que los dos podían detener el avance de ese inmenso ejército.

    —Quizás sólo unas horas —le aseguró a Mannock, con tranquilo orgullo—. Pero será suficiente.

    Más probablemente unos segundos, pensó Mannock. Un breve movimiento en alguna parte, una ráfaga de ametralladora y muerte en el polvo...

    —¡Mannock...! —Forbis señaló la ribera, a cincuenta metros del terraplén del puente. Un pelotón de trabajadores estaba bajando al agua, a pulso, un pesado esquife metálico. Por detrás, a lo largo de la orilla, se movía un tanque, retrocediendo y haciendo girar la torreta. El motor diesel eructaba gases de escape.
    —¡Vienen! —Forbis se agachó detrás de las bolsas de arena y apuntó con la escopeta. Llamó la atención a Mannock agitando frenéticamente las manos.— Por Dios, Mannock, ¡baje la cabeza!

    Mannock no le hizo caso. Se quedó en el techo del emplazamiento, con el cuerpo totalmente expuesto. Miró cómo el esquife se deslizaba en el agua. Mientras dos de los soldados intentaban poner en marcha el motor, un grupo que iba en la proa remó acercando la embarcación al primer pilón del puente. No botaban ninguna otra lancha. En realidad, como ya había notado Mannock, nadie miraba hacia la orina de enfrente, aunque cualquier buen tirador les podría haber acertado sin dificultad. Un solo proyectil de 75 mm de uno de los tanques habría acabado con ellos y con el emplazamiento.

    —Ingenieros —le dijo a Forbis—. Están inspeccionando los pilares del puente. Quizás están pensando en reconstruirlo.

    Forbis miró por los binoculares, poco convencido, y luego aflojó la presión sobre la escopeta. Seguía adelantando el mentón agresivamente. Mientras lo miraba, Mannock se dio cuenta de que Forbis no sentía realmente ningún miedo por lo que pudiese ocurrirles. Miró de nuevo hacia el pueblo. Hubo un destello luminoso cuando se abrió una puerta de un piso alto y reflejó la luz.

    —¿Adonde va? —En la cara de Forbis había un dejo de sospecha, que reforzaba las dudas que ya sentía acerca de Mannock.— Quizás lleguen antes de lo que usted espera.
    —Llegarán cuando lo dispongan ellos, no cuando lo dispongamos nosotros —dijo Mannock—. Ahora mismo parece que aún no se han resuelto. Yo me voy a quedar aquí.

    Caminó tiesamente hacia el coche, sabiendo que su chaqueta negra de cuero era un objetivo fácil contra el fondo de la camioneta pintada de blanco. En cualquier momento una bala acompañada de pedazos de su corazón destrozaría la pintura blanca.

    Puso en marcha el motor y retrocedió con cuidado hacia la playa. Por el espejo retrovisor vigiló la otra orilla. Los ingenieros del esquife habían perdido interés en el puente. Como un grupo de turistas, caminaban por la orilla mirando las dotaciones de los tanques agazapadas en las torretas. El ruido de los gongs llegaba por encima del agua.

    En el pueblo desierto, los sonidos murmuraban en los techos metálicos. Mannock dio una vuelta en coche por delante de la estación de ferrocarril y la de autobuses, para saber si algún refugiado había atravesado el río. Nada se movía. Los coches abandonados llenaban las calles laterales. Las ventanas rotas de las tiendas servían de marcos dentados a pilas de cajas de detergentes y latas de sopa. En las estaciones de servicio las mangueras cortadas derramaban las últimas gotas de gasolina en el cemento sucio.

    Mannock detuvo el coche en el centro del pueblo. Se bajó y miró hacia las ventanas del hotel y de la biblioteca pública. Por algún raro efecto acústico el sonido de los gongs se había apagado, y durante un momento pareció una soñolienta tarde cualquiera de diez años atrás.

    Mannock se inclinó hacia el asiento trasero del coche y sacó un paquete envuelto en papel. Manipulando con torpeza el cordel seco, consiguió deshacer el viejo nudo, luego abrió el papel y quitó una descolorida chaqueta de uniforme.

    Mientras buscaba un cigarrillo en los bolsillos traseros del pantalón, examinó los gastados galones. Había planeado ese pequeño gesto —un inútil ejemplo de sentimentalismo, lo sabía muy bien— como un adiós privado a sí mismo y al pueblo, pero las gastadas insignias metálicas tenían con la realidad aproximadamente la misma relación que el oxidado tapacubos tirado en la cuneta a pocos metros de distancia. Se acomodó la chaqueta sobre el brazo izquierdo y abrió la puerta del coche.

    No había alcanzado a echarla sobre el asiento cuando retumbó en la plaza un disparo de fusil. Los edificios devolvieron los ecos de una descarga. Mannock se apoyó en una rodilla detrás del coche, agachando la cabeza para protegerse de las ventanas del tercer piso del hotel. La bala había dibujado una estrella en la ventanilla del acompañante y rebotado en el tablero de instrumentos, astillando el volante antes de salir por la puerta del conductor.

    Mientras se apagaba el sonido de la explosión, Mannock oyó las botas de goma de un hombre delgado que bajaba por la escalera de incendios del otro lado del edificio. Mannock miró hacia arriba. Del mástil del hotel, encima del pueblo, ondeaba una bandera extraña. Por tanto, los primeros francotiradores habían cruzado el río. Sintiendo cómo se le aceleraba el pulso, Mannock sacó la escopeta del asiento del coche.

    Unos cinco minutos más tarde estaba esperando en el callejón detrás del supermercado cuando alguien pasó corriendo junto a él. Cuando el hombre cayó en la grava, Mannock le saltó encima a horcajadas, apuntándole con la escopeta a la cara. Mannock miró esperando encontrar a un asustado joven de piel amarilla y uniforme acolchado.

    —¿Forbis?

    El vendedor se puso de rodillas con esfuerzo, recuperando dolorosamente el aliento. Se miró la sangre de las manos, y luego la cara de Mannock por encima del cañón de la escopeta.

    —¿A qué demonios juega? —jadeó con voz cansada, atendiendo con un oído a los sonidos del río—. Ese disparo... ¿quiere atraerlos? —Señaló la chaqueta de policía que llevaba ahora Mannock, y meneó la cabeza.— Mannock, esto no es una fiesta de disfraces...

    Mannock iba a explicarle cuando se oyó el portazo de un coche. El motor de la furgoneta rugió por encima del chillido de los neumáticos. Al llegar los dos hombres a la acera el coche giraba saliendo de la plaza, derribando con el parachoques una pila de envases.

    —¡Hathaway! —gritó Forbis—. ¿Lo vio? ¡Ahí tiene su francotirador, Mannock!

    Mannock miró cómo el coche se perdía de vista por una calle lateral. —Hathaway —repitió, taciturno—. Tendría que haberlo adivinado. Decidió quedarse y encontrarse con sus amigos.

    Después que Forbis hubo arrancado la bandera del mástil del hotel, él y Mannock volvieron en coche hasta el río. Mannock, incómodo con la chaqueta de policía, pensaba en Hathaway, el extraño joven que con él y Forbis completaba un triángulo clave en aquella sociedad: Hathaway el inadaptado, la cabeza llena de consignas marxistas a medio digerir, con la carga de una mujer aburrida que un día se cansó de vivir en pensiones y lo dejó llevándose al hijo pequeño; Hathaway el activista político fracasado, cuyos ojos obsesos incomo-daban incluso a un grupo estudiantil de extrema izquierda; Hathaway el delincuente menor, arrestado por robar en un supermercado... aunque pronto se convenció de que era mártir de una conspiración capitalista.

    Era evidente que con ver una vez la vieja chaqueta de policía de Mannock le había bastado.

    Una hora más tarde comenzó el avance a través del río. En un momento Mannock estaba sentado en el viejo tirante de la barandilla que era la pared trasera del emplazamiento de Forbis, mirando la instrucción y los desfiles interminables que tenían lugar en la orilla opuesta, y escuchando los gongs y las explosiones de los petardos. En el momento siguiente docenas de lanchas de desembarco bajaban por la ribera hacia el agua. Detrás hormigueaban miles de soldados, llevando sobre la cabeza fardos de materiales. Todo el paisaje se había levantado y avanzado. A un kilómetro tierra adentro subían al aire enormes nubes de polvo. Por todas partes se derrumbaban cobertizos y puestos de mando improvisados, y unas desgarbadas grúas blandían tramos de pontones por encima de los árboles. El golpeteo de tambores resonaba a lo largo de varios kilómetros de la orilla. Contando rápidamente, Mannock calculó que en ese momento por lo menos cincuenta lanchas de desembarco atravesaban el río, remolcando cada una dos o tres tanques anfibios.

    Una lancha grande de madera iba directamente hacia ellos, con más de cien soldados de infantería sentados en cuclillas en la cubierta como culis. Sobre la cuadrada proa de teca asomaba del protector metálico rectangular una pesada ametralladora, y los artilleros hacían señas al timonel.

    Forbis empezó a apuntar con la escopeta y Mannock le apartó la culata del hombro.

    —¡Repleguémonos! Más cerca del pueblo... ¡aquí nos van a pasar por encima!

    Agazapados, retrocedieron alejándose del emplazamiento. Cuando la primera lancha tocó la orilla, ellos ya habían llegado a la protección de los árboles que bordeaban el camino. Forbis corrió delante hasta una pila de bidones de doscientos litros tirados en la cuneta y comenzó a empujarlos y a formar con ellos una tosca barricada.

    Mannock miró cómo trabajaba mientras el aire se llenaba de ruidos de tanques y de gongs. Cuando Forbis terminó, Mannock meneó la cabeza. Señaló con una mano cansada los campos a ambos lados del camino, luego apoyó la escopeta en la pared del terraplén.

    Hasta donde podían ver, cientos de soldados avanzaban en dirección al pueblo, con fusiles y metralletas al hombro. La orilla del río estaba atestada de lanchas de desembarco. Una docena de puentes de pontones atravesaban el agua. De las lanchas salían soldados de infantería e ingenieros que descargaban los coches del estado mayor y piezas de artillería livianas. A menos de un kilómetro de distancia los primeros soldados ya seguían la línea férrea hacia el pueblo.

    Mannock miró una columna de infantería que subía por el camino hacia ellos. Cuando la columna estuvo más cerca, descubrió que por lo menos la mitad de sus integrantes eran civiles que no portaban armas ni correajes; las mujeres llevaban pequeños folletos rojos en la mano. En palos que levantaban por encima de la cabeza, sostenían ampliaciones de fotografías de líderes partidarios y de generales. Una motocicleta con sidecar donde iba montada una ametralladora liviana se abrió paso hasta dejar atrás la columna y entonces se atascó en el borde del camino. Cantando juntos, un grupo de mujeres y soldados la empujaron hasta sacarla de allí. Corrieron tras ella, gritando y aplaudiendo.

    Al acercarse la motocicleta, Mannock esperaba que la ametralladora abriese fuego sobre ellos. Forbis estaba acurrucado detrás de un bidón, frunciendo el entrecejo. Sus ojos grandes parecían huevos demasiado duros. Le aleteó un tic en la comisura derecha de la boca, como si se estuviera balbuceando para sus adentros un rosario subvocal. Entonces, en un repentino instante de lucidez, volvió el cañón de la escopeta hacia la motocicleta, pero la máquina rugió girando alrededor de Mannock y aceleró hacia el pueblo.

    Mannock dio media vuelta para mirarla, pero un hombre que pasaba corriendo chocó contra él. Mannock le aferró los hombros delgados y lo puso de pie. Se encontró con un conocido rostro cetrino, unos ojos demasiado brillantes que lo habían mirado por última vez entre los barrotes de una celda.

    —Hathaway, qué loco...

    Antes de que Mannock pudiese agarrarlo, se apartó y corrió hacia la columna que se acercaba subiendo por el camino de tierra. Se detuvo a unos pasos de los soldados que abrían la marcha y los saludó a gritos. Uno de los hombres, que a Mannock le pareció un oficial aunque ninguno de los soldados llevaba insignias, le echó una ojeada y en seguida lo apartó con la mano. En un instante lo tragó el tumulto de soldados que cantaban y golpeaban gongs. Empujado de aquí para allí, perdió el equilibrio y se cayó, se levantó y comenzó a hacer señas de nuevo a las caras que pasaban al lado, tratando de llamarles la atención.

    Entonces también Mannock se vio atrapado por la multitud. Los uniformes acolchados y grises, manchados por el polvo y el sudor de medio continente, se abrieron paso empujándolo al borde del camino. Se le cayó la escopeta de las manos, decenas de pies la patearon de un lado a otro por la tierra agrietada, luego alguien la recogió y la arrojó en la parte trasera de una carreta. Un grupo de mujeres jóvenes rodeó a Mannock, mirándolo sin curiosidad mientras salmodiaban sus consignas. La mayoría eran poco más que niñas con fervorosas caras de maniquí y pelo cortado al rape.

    Al darse cuenta de lo que había pasado, Mannock sacó a Forbis de la zanja. Nadie había intentado quitarle la escopeta a Forbis, y el vendedor se aferraba a ella como un niño. Mannock se la arrancó de las manos.

    —¿No entiende? —gritó—. ¡No les interesamos! ¡No les interesamos nada!


    LOS ÁNGELES COMSAT


    LA PRIMERA VEZ que oí hablar de la misión, en el verano de 1968, hice todo lo posible por rechazarla. Charles Whitehead, productor de Horizon, programa científico de la BBC, me pidió que volase con él a Francia para grabar una conferencia de prensa que daría un niño prodigio de catorce años, Georges Duval, que estaba llamando la atención en los periódicos de París. La película formaría parte de «La mente en expansión», la nueva serie de Horizon para la que yo escribía los guiones y que trataría el papel de los satélites de comunicación y de los mecanismos de procesamiento de datos en la llamada explosión informativa. Lo que me molestó fue la inserción de material inoportuno y sensacionalista en un programa por lo demás serio.

    —Charles, vas a destruir todo —protesté sobre su escritorio esa mañana—. Todos esos niños prodigio son iguales. O tienen algún talento raro o los manipulan padres ambiciosos. ¿Crees francamente que ese muchacho es un genio?
    —Podría serlo, James. ¿Quién sabe? —Charles señaló con una mano rolliza las imágenes captadas por satélites orbitales, sujetas a las paredes.— Estamos preparando un programa sobre sistemas de comunicación avanzados: si alguna justificación tiene es sacar a la luz talentos como éste.
    —Tonterías. A esos prodigios los han desenmascarado una y otra vez. La relación entre ellos y el verdadero genio es la misma que hay entre un nadador que atraviesa el canal de la Mancha y un astronauta lunar.

    Al fin, a pesar de mis protestas, Charles me convenció, pero a la mañana siguiente, cuando volamos al aeropuerto de Orly, yo todavía era escéptico. Cada dos o tres años llegaban noticias del descubrimiento de algún niño genio. Los hechos eran siempre los mismos: el prodigio había dominado el ajedrez a los tres años, el sánscrito y el cálculo a los seis, la Teoría General de la Rela-tividad de Einstein a los doce. Las universidades y los conservatorios de Norteamérica y Europa le abrían las puertas.

    Pero por alguna razón no pasaba nada con esos talentos precoces. Una vez que los padres o un patrocinador comercial sin escrúpulos habían exprimido al niño hasta la última gota de publicidad, el presunto genio se esfumaba en el olvido.

    —¿Recuerdas a Minou Drouet? —le pregunté a Charles mientras nos trasladábamos en coche desde Orly—. Una niña prodigio de hace algunos años. Cocteau leyó sus poemas y dijo: «Todo niño es un genio, excepto Minou Drouet».
    —Tranquilo, James... Como todos los científicos, no soportas nada que ponga en duda tus propios prejuicios. Esperemos hasta verlo. Quizás nos sorprenda.

    Desde luego nos sorprendió, pero no como esperábamos.

    Georges Duval vivía con su madre viuda en el pequeño pueblo de Montereau, sobre el Sena, cincuenta kilómetros al sur de París. Mientras atravesábamos la plaza adoquinada, por delante de la prefectura de policía, no nos pareció un lugar de nacimiento probable de otro Darwin, Freud o Curie. No obstante, la casa de los Duval era un chalet caro de paredes blancas que daba a un apacible brazo del río. Un césped cuidado llevaba a un paisaje de prados y cisnes.

    En la entrada estaba estacionado el camión de exteriores del equipo de rodaje que habíamos contratado, y al lado una camioneta de Radio—Television—Francaise y un Mercedes con una pegatina de Paris—Match en la ventanilla trasera. Los cables del sonido atravesaban la grava y entraban por una ventana de la cocina. Una criada de facciones angulosas nos llevó sin más hacia la conferencia de prensa. En la sala, cuatro hileras de sillas doradas traídas del Hotel de Ville miraban hacia una mesa de caoba que había junto a las ventanas. Allí una docena de camarógrafos fotografiaban a madame Duval, una elegante mujer de treinta y cinco años, tranquilos ojos grises, los brazos circunspectamente cruzados bajo dos hileras de perlas. Tres hombres de traje y cara solemne la protegían de los técnicos que colocaban micrófonos y arrastraban cables por debajo de la mesa.

    Ya quince minutos antes de que apareciese Georges Duval sentí que había algo falso en la atmósfera. Los tres hombres de oscuro —el director de Estudios de la Sorbona, un burócrata del Ministerio de Educación francés y un representante del Instituto Pascal, un centro de estudios avanzados— le daban a la conferencia un aire demasiado estirado, aliviado sólo por la presencia del alcalde del lugar, un personaje sencillo con un traje grasiento, y el maestro del niño, un hombre de cara enjuta encorvado alrededor de la pipa.

    No hace falta decir que la aparición de Georges Duval fue decepcionante. Acompañado por un joven sacerdote, el consejero de la familia, se sentó detrás de la mesa después de hacer una reverencia a los tres funcionarios y darle a la madre un obediente beso en la mejilla. Cuando se encendieron las luces y las cámaras empezaron a rodar, los ojos del niño nos miraron sin el menor desconcierto.

    Georges Duval tenía entonces catorce años, y era un niño de hombros estrechos, pequeño para su edad, muy dueño de sí mismo en aquel traje de franela gris. Tenía un rostro pálido y anémico, y el pelo peinado hacia abajo ocultaba la enorme frente huesuda. No sacaba las manos de los bolsillos, para esconder unas muñecas demasiado grandes. Lo que inmediatamente me llamó la atención fue la falta de emoción o de expresión en la cara, como si hubiera dejado la mente en la habitación de al lado, ocupada en algún complejo problema.

    Abrió la conferencia el profesor Leroux de la Sorbona. Georges había salido a luz al licenciarse en matemáticas a los trece años, el más joven desde Descartes. Leroux describió la carrera de Georges: leía a los dos años, y a los nueve había aprobado los exámenes, que generalmente se tomaban a los quince o a los dieciséis. Durante unas vacaciones, como pasatiempo, había aprendido inglés y alemán, a los once había recibido el diploma del Conservatorio de París por teoría musical, a los doce trabajaba en su licenciatura. Había mostrado un interés precoz por la biología molecular, y ya se escribía con bioquímicos de Harvard y Cambridge.

    Mientras revelaban ese catálogo, los ojos de Georges, debajo del gran carapacho del cráneo, no mostraban ni un atisbo de emoción. De vez en cuando miraba de soslayo a un joven calvo de traje gris sentado solo en la primera fila. En ese momento pensé que era el hermano mayor de Georges: tenía las mismas sienes altas y huesudas y la misma expresión cerrada. Pero más tarde descubrí que desempeñaba un papel muy diferente.

    Se nos invitó a que le hiciéramos preguntas a Georges. Éstas fueron las mismas de siempre: qué pensaba de Vietnam, la carrera espacial, la escena psicodélica, las minifaldas, las muchachas, Brigitte Bardot. En pocas palabras, ni una pregunta seria. Georges contestó de buen humor, afirmando que fuera de sus estudios no tenía opiniones que valiesen la pena. Hablaba con voz firme y razonablemente modesta, pero cada vez parecía más aburrido de la conferencia, y en cuanto terminó se reunió con el joven de la primera fila. Salieron juntos de la sala, con ese aire de distracción en la cara que uno ve en algunos locos, como si atravesaran el universo en un ángulo indiferente.

    Mientras salíamos, hablé con los demás periodistas. El padre de Georges había trabajado como obrero en la cadena de montaje de la planta de Renault de París; ni él ni madame Duval eran gente instruida, y una importante fundación dedicada a la investigación pagaba la casa, a la que la madre y el hijo se habían mudado hacía sólo dos meses. Por lo visto, había fuerzas ocultas que protegían a Georges Duval. Aparentemente, nunca jugaba con los niños del pueblo.

    Cuando nos íbamos, Charles Whitehead me dijo con cierta malicia: —Me doy cuenta de que no hiciste ninguna pregunta.

    —Todo eso no era más que un montaje. Era como si estuviéramos entrevistando a De Gaulle.
    —Quizás lo estábamos.
    —¿Crees que el general puede estar detrás de esto?
    —Es posible. Reconozcamos que si el muchacho es brillante, le resultará más difícil irse a trabajar en Du Pont o IBM.
    —Pero ¿será tan brillante? Estuvo inteligente, por supuesto, pero aun así te apuesto que dentro de tres años nadie se acordará de él.

    Después que regresamos a Londres me volvió un poco la curiosidad. Desde el autobús de Air France que nos llevaba al Centro de TV de White City, miré a los niños que andaban por la acera. Sin duda ninguno de ellos tenía la madurez ni la inteligencia de Georges Du—val. Dos mañanas más tarde, cuando me di cuenta de que seguía pensando en Georges, subí a la biblioteca.

    Mientras hojeaba recortes de los últimos veinte años, hice un interesante descubrimiento. Encontré que a partir de 1948 había una importante noticia sobre un niño prodigio cada dos años. La última celebridad había sido Bobby Silverberg, un muchacho de quince años de Tampa, Florida. Las fotografías que acompañaban los artículos en Look, Paris—Match y Oggi podrían haber sido de Georges Duval. Aparte del marco norteamericano, todos los ingredientes eran iguales: la conferencia de prensa, las cámaras de TV, los funcionarios, el direc-tor de la escuela, la madre encantada, y el propio genio, esta vez con el pelo cortado al rape y sin nada que ocultase ese cráneo alto y huesudo. Ya tenía dos títulos universitarios, y le habían ofrecido becas de posgrado el MIT, Princeton y CalTech.

    Y luego, ¿qué?

    —Eso fue hace casi tres años —le dije a Judy Walsh, mi secretaria—. ¿Qué hace ahora?

    Judy hojeó las fichas, y meneó la cabeza. —Nada. Supongo que estará haciendo alguna otra carrera en una universidad.

    —Ya tiene dos títulos. A estas alturas ya tendría que haber inventado alguna forma de energía para viajar más rápido que la luz, o un método para sintetizar la vida.
    —Sólo tiene diecisiete años. Espera a que sea un poco mayor.
    —¿Mayor? Me has dado una idea. Volvamos al comienzo: mil novecientos cuarenta y ocho.

    Judy me entregó la pila de recortes. La revista Life había indagado la historia de Gunther Bergman, el primer prodigio de posguerra, un joven sueco de diecisiete años cuyos ojos claros, excesivamente grandes, miraban desde las fotografías. Un hecho insólito era la presencia de tres representantes de la Fundación Nobel. Quizás porque era mayor que Silverberg y Georges Duval, los logros intelectuales de Bergman parecían prodigiosos. Ya andaba por la tercera carrera; ya había hecho contribuciones a la radioastronomía, ayudando a la identificación de fuentes radiales que una década más tarde recibieron el nombre de «cuásares».

    —Parece que tiene garantizada una carrera espectacular en astronomía. Supongo que no resultará difícil localizarlo. ¿Qué edad tendrá? Treinta y siete, y será por lo menos catedrático, camino al premio Nobel.

    Buscamos en las guías profesionales y llamamos al observatorio de Greenwich y a la secretaría londinense de la Federación Mundial de Astronomía.

    Nadie había oído hablar de Gunther Bergman.

    —Muy bien, ¿dónde está? —le pregunté a Judy cuando agotamos todas las líneas de investigación—. Por el amor de Dios, pasaron veinte años; tendría que ser mundialmente famoso.
    —Tal vez esté muerto.
    —Es posible. —Miré pensativo la cara burlona de Judy— Comunícame con la Fundación Nobel. En realidad, despeja el escritorio y pon encima todas las guías telefónicas internacionales que encuentres. Vamos a hacer cantar los Comsats.

    Tres semanas más tarde, llevando un voluminoso portafolios, entré con paso eléctrico en el despacho de Charles Whitehead.

    Charles me observó con cautela por encima de las gafas.

    —James, me dicen que te has esforzado tras la pista de nuestros genios desaparecidos. ¿Qué encontraste?
    —Un nuevo programa.
    —¿Nuevo? Ya hemos anunciado a Georges Duval en Radio Times.
    —¿Durante cuánto tiempo? —Acerqué una silla al escritorio de Charles, abrí el portafolios y le esparcí delante la docena de expedientes.— Déjame que te ponga al corriente. Judy y yo hemos investigado hasta mil novecientos cuarenta y ocho. En estos veinte años ha habido once casos de presuntos genios. Georges Duval es el duodécimo.

    Le puse la lista delante.


    ■ 1948 Gunther Bergman (Upsala, Suecia) 1950 Jaako Litmanen (Vaasa, Finlandia)
    ■ 1952 John Warrender (Kansas City, EE.UU.)
    ■ 1953 Arturo Bandini (Bolonia, Italia) 1955 Gesai Ray (Calcuta, India)
    ■ 1957 Giuliano Caldare (Palermo, Sicilia)
    ■ 1958 Wolfgang Herter (Colonia, Alemania) 1960 Martin Sherrington (Canterbury, Inglaterra) 1962 Josef Oblensky (Leningrado, U.R.S.S.)
    ■ 1964 Yen Hsi Shan (Wuhan, China)
    ■ 1965 Robert Silverberg (Tampa, EE.UU.) 1968 Georges Duval (Montereau, Francia)


    Charles estudió la lista, pasándose de vez en cuando un pañuelo floreado por la frente. —Francamente, fuera de Georges Duval, los nombres no significan nada.

    —¿No es raro? Hay ahí talento suficiente para ganar todos los premios Nobel tres veces.
    —¿Has intentado rastrearlos?

    Solté un gemido de dolor. Hasta la apacible Judy se estremeció de desesperación. —¿Si hemos intentado? Dios mío, no hemos hecho otra cosa. Charles, además de verificar un centenar de guías y registros, nos hemos puesto en contacto con las revistas y las agencias de noticias que difundieron por primera vez las historias, consultado a las universidades que les ofrecieron becas, hablado con periodistas de la BBC en Nueva York, Nueva Delhi y Moscú.

    —¿Y? ¿Qué saben?
    —Nada. No tienen ninguna información.

    Charles negó con la cabeza, obstinado. —Tienen que estar en algún sitio. ¿Y las universidades a donde se supone que asistieron?

    —Tampoco hay noticias por ese lado. Es curioso, pero en realidad ninguno de ellos fue a la universidad. Nos hemos puesto en contacto con los claustros de cerca de cincuenta universidades. Sus nombres no aparecen por ninguna parte. Todos obtuvieron títulos externos mientras estaban todavía estudiando, pero después de eso rompieron todos sus vínculos con el mundo académico.

    Charles se inclinó sobre la lista, sosteniéndola como si fuera el mapa de un tesoro. —James, parece que vas a tener razón. Por algún motivo se agotaron en los últimos años de la adolescencia. Una repentina llamarada de inteligencia respaldada por una memoria prodigiosa, que ninguna chispa creativa verdadera podía igualar... Supongo que se trata de eso: ninguno era un genio.

    —En realidad pienso que todos lo eran. —Seguí hablando antes de que pudiera interrumpirme.— Olvida eso por el momento. No importa que hayan o no hayan sido genios. Por supuesto, tenían intelectos que superaban holgadamente el término medio, cocientes intelectuales de doscientos, talentos escolásticos enormes en una amplia gama de temas. Gozaron de un repentino estallido de fama y publicidad y...
    —Se esfumaron en el aire. ¿En qué piensas...? ¿En una especie de complot?
    —Sí, en cierto sentido.

    Charles me devolvió la lista. —Deja de preocuparte. ¿En serio crees que alguna siniestra agencia gubernamental se los ha llevado de contrabando y los tiene trabajando como esclavos en una superarma?

    —Es posible, pero lo dudo. —Saqué un sobre de fotografías de la segunda carpeta.— Échales un vistazo.

    Charles tomó la primera. —Ah, es Georges. Aquí parece mayor. Cómo envejecen las cámaras de televisión.

    —No es Georges Duval. Es Oblensky, el muchacho ruso, en una foto sacada hace seis años. Pero se parecen bastante. —Esparcí las doce fotografías sobre la mesa. Charles recorrió el semicírculo, comparando los ojos excesivamente grandes y las frentes huesudas, la misma mirada fija.
    —¡Un momento! ¿Estás seguro de que éste no es Duval? —Charles tomó la foto de Oblensky y señaló la figura de un hombre joven de traje gris, de pie detrás de un funcionario de la alcaldía en un salón de Leningrado.— Ese hombre estaba en la conferencia de prensa de Duval, sentado delante de nosotros.

    Asentí mirando a Judy.

    —Tienes razón, Charles. Y no es ésa la única foto en que aparece. —Junté las fotografías de Bobby Silverberg, Herter y Martin Sherrington. En todas se veía, en el fondo, la misma figura semicalva con el traje gris paloma, los ojos penetrantes que eludían el objetivo de la cámara.— Ninguna universidad admite conocerlo, tampoco Shell, Philips, General Motors ni otra docena de empresas internacionales. Desde luego, puede trabajar buscando talentos para otras organizaciones...

    Charles se había levantado y caminó despacio saliendo de atrás del escritorio. —Como la CIÁ. ¿Crees que puede estar reclutando talentos para algún gabinete de estrategia gubernamental secreto? Es improbable, pero...

    —¿Y los rusos? —lo interrumpí—. ¿O los chinos? Reconozcamos que se han esfumado doce jóvenes. ¿Qué les pasó?

    Charles miró con atención las fotografías. —Lo raro es que reconozco vagamente todas esas caras. Esos cráneos huesudos, y esos ojos... en algún sitio. James, quizás tengamos aquí material para un nuevo programa. Al prodigio inglés, Martin Sherrington, no costará mucho rastrearlo. Luego el alemán, Herter. Búscalos y tendremos una buena pista.

    Salimos para Canterbury a la mañana siguiente. La dirección, proporcionada por un amigo que era director científico del Daily Express, estaba en una urbanización detrás de la enorme planta de radio y televisión de la General Electric en las afueras de la ciudad. Anduvimos en el coche por delante de las filas de casas de ladrillo gris hasta que encontramos la de los Sherrington al final de una hilera. Saliendo de los restos de un invernadero había una enorme antena de radioaficionado, con los cables de fijación herrumbrados y rotos. En los ocho años que habían pasado desde que su estupenda mente se había revelado al maestro de la escuela secundaria, Martin Sherrington podía haberse ido al fin del mundo, a Cabo Kennedy, a los Urales o a Pekín.

    En realidad, no sólo no estaban allí ni Martin ni sus padres, sino que nos llevó dos días encontrar a alguien que los recordara. Los actuales ocupantes de la casa, una pareja mal vestida, hacía dos años que estaban allí; y antes de ellos había vivido en ese sitio una familia de tendencias delictivas que los alguaciles y la policía habían echado a la fuerza. El director de la escuela se había jubilado y vivía en Escocia. Afortunadamente, el ama de llaves de la escuela recordaba a Martin: «... un chico brillantemente inteligente, todos estábamos orgullosos de él. Pero la verdad es que no puedo decir que le tuviéramos mucho afecto. No lo despertaba». No sabía nada de la señora Sherrington, y en cuanto al padre del niño, suponían que había muerto en la guerra.

    Finalmente, gracias a la cajera de la compañía de electricidad local, descubrimos a dónde se había mudado la señora Sherrington.

    En cuanto vi el agradable chalet de paredes blancas en aquel próspero suburbio del otro extremo de Canterbury, sentí que la búsqueda se estaba animando. La grava limpia y el jardín grande de arbustos recortados me recordaron otra casa: la de Georges Duval en las afueras de París.

    Por encima del techo de mi coche estacionado junto al seto, miramos a una mujer bella, de espaldas fuertes, que paseaba entre los rosales.

    —La situación de Martin ha mejorado —comenté—. ¿Quién paga esta casa?

    El encuentro fue curioso. Esa mujer de cerca de cuarenta años, sencilla y discretamente vestida, nos miró por encima del plateado servicio de té como una Mona Lisa domesticada. Nos dijo que no teníamos ninguna posibilidad de entrevistar a Martin en la televisión.

    —Su hijo despertó tanto interés en su momento, señora Sherrington... ¿Nos puede hablar de su posterior carrera académica? ¿A qué universidad asistió?
    —La educación de mi hijo se completó de manera privada. —En cuanto al actual paradero de Martin, creía que estaba en el extranjero, trabajando para una gran organización internacional cuyo nombre no estaba autorizada a divulgar.
    —¿No es un organismo oficial, señora Sherrington?

    La señora Sherrington vaciló, pero sólo un instante.

    —Me han dicho que esa organización está íntimamente relacionada con varios gobiernos, pero no lo sé con certeza.

    La voz de la mujer era exageradamente precisa, como si estuviese ocultando su verdadero acento. Cuando nos marchábamos, me di cuenta de lo solitaria que era su vida; pero, como señaló Judy, probablemente había estado sola desde que Martin Sherrington había aprendido a hablar.

    Nuestro viaje a Alemania fue igualmente vano. No quedaba ningún rastro de Wolfgang Herter. Algunas personas en la pequeña aldea cerca de la autobahn de Frankfurt lo recordaban aún, y el cartero de la aldea dijo que frau Herter se había trasladado a Suiza, a un chalet junto a un lago cerca de Lucerna. Una mujer de recursos modestos y escasa educación, pero el hijo sin duda había tenido éxito.

    Hice una o dos preguntas.

    ¿El padre de Wolfgang? Frau Herter había llegado con el niño justo después de la guerra; el marido probablemente había perecido en uno de los anónimos campamentos de prisioneros o en los campos de batalla de la segunda guerra mundial.

    ¿El hombre semicalvo con el traje gris claro? Sí, no cabía duda de que había ido a la aldea y ayudado a frau Herter a organizar la partida.

    —Regresamos a Londres —le dije a Judy—. Para esto hacen falta recursos muy superiores a los nuestros.

    Mientras volábamos de vuelta, Judy dijo: —Hay algo que no entiendo. ¿Por qué han desaparecido siempre los padres?

    —Buena pregunta. Para decirlo de un modo grosero, cariño, esos chicos son producto de un acople genético único. Casi da la sensación de que alguien rompió por el medio el mapa del tesoro y se quedó con una mitad. Piensa en el banco que están construyendo, donde hay suficiente esperma sobre hielo en un cóctel eugenésico para repoblar todo el planeta.

    Iba pensando en esa perspectiva pesadillesca cuando a la mañana siguiente entré en el despacho de Charles Whitehead. Era la primera vez que veía a Charles en mangas de camisa. Para mi sorpresa, no hizo ningún caso de mis disculpas y me indicó por señas que me acercara a un enorme despliegue de fotografías clavadas en el yeso de la pared, detrás de su escritorio. El despacho era un verdadero revoltijo de recortes de periódicos y ampliaciones de cuadros de películas de noticiarios. Charles sostenía una lupa sobre una fotografía del presidente Johnson y McNamara en una recepción de la Casa Blanca.

    —Mientras no estabas, hicimos nuestra propia investigación —dijo—. Si te sirve de consuelo, durante un tiempo no encontramos a ninguno.
    —¿Entonces los encontraste? ¿Dónde?
    —Aquí. —Hizo un ademán hacia las decenas de fotografías.— Delante de nuestras narices. Los miramos todos los días.

    Señaló una fotografía sacada por una agencia de noticias en una recepción del Kremlin al premier Ulbricht de Alemania Oriental. Allí estaban Kosygin y Brezhnev, el presidente del Soviet, Podgorny, hablando con el embajador finlandés, y un grupo de veinte funcionarios del partido.

    —¿Reconoces ahí a alguien? ¿Fuera de Kosygin y los demás?
    —La habitual pandilla de camareros con cara de cuchillo con la que a esta gente le gusta rodearse. Pero espera un minuto.

    El dedo de Charles se había detenido sobre un joven de rostro reservado y cabeza alta y dolicocefálica al lado de Kosygin. Curiosamente, la cara del premier soviético estaba vuelta hacia él más que hacia Brezhnev.

    —Oblensky... el prodigio ruso. ¿Qué hace ahí con Kosygin? Parece un intérprete.
    —¿Entre Kosygin y Brezhnev? Difícil. He consultado a la BBC y a los corresponsales de Reuter en Moscú. Lo han visto con bastante frecuencia. Nunca dice nada en público, pero los hombres importantes siempre hablan con él.

    Dejé la fotografía sobre el escritorio. —Charles, habla con el Foreign Office y la Embajada de Estados Unidos. Tiene sentido: probablemente los doce estén allí, en la Unión Soviética.

    —Tranquilo. Eso fue lo que pensamos. Pero mira estas imágenes.

    La siguiente foto había sido sacada en una reunión de la Casa Blanca en la que participaban Johnson, McNamara y el general Westmoreland, para discutir la política norteamericana en Vietnam. Afuera, en el césped, estaban los habituales ayudantes, secretarios y hombres del servicio secreto. Habían rodeado con un círculo la cara de un hombre de poco más de treinta años, discretamente colocado detrás de Johnson y Westmoreland.

    —¡Warrender... el genio de mil novecientos cincuenta y dos! Trabaja para el gobierno de Estados Unidos.
    —Más sorpresas. —Charles me guió por delante de las fotografías.— Quizás te interese ver estas otras.

    La siguiente mostraba al papa Paulo VI en el balcón de la basílica de San Pedro, impartiendo su bendición anual «Urbi et Orbi» —a la ciudad y al mundo— ante una enorme multitud reunida en la plaza. Junto a él estaban el cardenal Mancini, jefe del secretariado papal, y miembros del personal doméstico. A un costado detrás del papa había un hombre de unos treinta años vestido con lo que me pareció una sotana de jesuita, mirando fijamente al papa, con ojos grandes.

    —Bandini, Arturo Bandini —comenté al reconocer la cara—. Oggi le dedicó una serie de artículos. Ha subido mucho en la jerarquía papal.
    —Pocos están tan cerca del papa, o son tan queridos.

    Charles me señaló una fotografía de UThant sacada en una reunión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas durante la crisis de los misiles cubanos. Sentado detrás del secretario general estaba un joven brahmán de tez pálida y boca y ojos hermosos: Gesai Ray, el indio de casta alta que era el único prodigio bien nacido con que me había topado.

    —Ray está ahora en un puesto todavía más elevado en el equipo de UThant —dijo Charles—. Hay una foto interesante de él con Warrender tomada en los días de la crisis cubana. Warrender estaba entonces en el equipo de J.F.K. —Con tono despreocupado, agregó:— El año después de que Oblensky llegó al Kremlin, echaron a Khrushchev.
    —Entonces ¿están en contacto? Empiezo a entender para qué es realmente el teléfono rojo entre Washington y Moscú.

    Charles me pasó otra foto.

    —Aquí está un viejo amigo tuyo... nuestro propio Martin Sherrington. Está en el equipo del profesor Lovell en el radiotelescopio de Jodrell Bank. Es uno de los pocos que no han entrado en el gobierno o en los grandes negocios.
    —Pero sí en la gran ciencia. —Miré el rostro tranquilo e intenso del esquivo Sherrington, sabiendo que alguien en Jodrell Bank me había desalentado deliberadamente.
    —Como Gunther Bergman, que se trasladó a Estados Unidos desde Suecia hace quince años y está ahora muy arriba en la cadena de mando de la NASA. Yen Hsi Shan es el más joven, apenas diecisiete años, pero mira esto.

    La fotografía mostraba a Mao Tse—tung y a Chou En—lai en el palco de desfiles en Pekín durante la revolución cultural, y a la inmensa muchedumbre de adolescentes que pasaba por delante, todos llevando ejemplares de los Pensamientos de Mao y cantando eslóganes. De pie entre Mao y Chou había un muchacho con un puño en alto y que era el principal Guardia Rojo.

    —Yen Hsi Shan. Empezó temprano —dijo Charles—. Todavía nos falta localizar a uno o dos, pero nos han dicho que Herter está metido en el gigantesco trust bancario de Zurich—Hamburgo. Hay rumores de que Jaako Litmanen, el prodigio finlandés, trabaja para el programa espacial soviético.
    —Al menos hay que admitir —comenté—, que todos lo han hecho bien.
    —No todos. —Charles me mostró la última foto, del genio siciliano Giuliano Caldare.— Uno de ellos lo ha hecho mal. Caldare emigró a Estados Unidos en mil novecientos sesenta, está ahora en el círculo interior de la Cosa Nostra, y por lo que se cuenta, es un talento prometedor.

    Me senté en el escritorio de Charles. —Sí, pero eso ¿qué prueba? Puede parecer un complot, pero dado el talento que tienen todos ellos, uno esperaría que se destacasen en el mundo.

    —Eso es poco decir. ¡Santo Dios!, ese grupo sólo tiene que dar un paso adelante y serían los amos de todo.
    —En eso tienes razón. —Abrí el bloc de notas de Charles.— Revisaremos el programa, ¿de acuerdo? Empezamos con la conferencia de Georges Duval, seguimos con nuestros propios descubrimientos de dónde están los otros, lo empalmamos con material de noticiarios viejos, entrevistas con las madres... Será un gran programa.

    O eso esperamos.

    No hace falta decir que el programa nunca se puso en marcha. Dos días más tarde, cuando yo aún trataba de organizar el material de los noticiarios, llegó desde arriba la orden de archivar el proyecto. Tratamos de defenderlo, pero la decisión era firme.

    Poco después cancelaron mi contrato con Horizon, y me encomendaron la tarea de preparar una nueva serie para niños sobre grandes inventores. A Charles lo mandaron a «Golf internacional». Desde luego, a ambos nos pareció evidente que habíamos llegado demasiado cerca, y que alguien se había sentido incómodo; pero poco podíamos hacer.

    Tres meses más tarde hice un viaje hasta el radiotelescopio de Jodrell Bank con un grupo de periodistas científicos, y vi fugazmente a Martin Sherrington, un hombre alto y bien parecido que miraba alrededor con ojos duros mientras el profesor Lovell daba su conferencia de prensa.

    Durante los meses siguientes estuve atento a los periódicos y los noticiarios de televisión. Si había un complot, ¿qué proyectaban hacer? Allí estaban, sentados detrás de los grandes hombres del mundo, con las manos preparadas para aferrar las palancas del poder. Pero una dictadura global sonaba improbable. Al menos dos de ellos parecían oponerse a la autoridad establecida. Aparte de Caldare en la Cosa Nostra, Georges Duval había utilizado espectacularmente su talento musical, convirtiéndose en menos de un año en el mayor cantante francés de música «ye—ye», eclipsando a los Beatles como líder de la joven generación psicodélica. Puesto que estaba al frente del movimiento mundial de protesta, era odiado por la policía de una docena de países, pero idolatrado por los adolescentes desde Bangkok hasta Ciudad de México.

    Una colaboración entre Georges y Bandini en el Vaticano parecía improbable. Además, nada de lo que pasaba en el mundo en general hacía pensar que los miembros del grupo estuviesen desempeñando papeles que no fueran benignos: el enfrentamiento nuclear evitado durante la crisis de los misiles cubanos, la caída de Khrushchev y la distensión ruso—norteamericana, las propuestas de paz en Vietnam, la política de liberalización del Vaticano en temas como el control de natalidad y el divorcio. Aun el movimiento de los Guardias Rojos y el caos consiguiente eran quizás un modo sutil de desviar la militancia china en un momento en el que podía haber intervenido en Vietman.

    Tres meses después, Charles Whitehead me llamó por teléfono.

    —Hay una nota en Der Spiegel —dijo con estudiada indiferencia—. Pensé que podía interesarte. Han descubierto a otro genio.
    —Estupendo —dije—. Haremos un programa sobre el tema. Lo de siempre, supongo.
    —Claro que sí. La misma frente y los mismos ojos, la madre que perdió al marido hace años, nuestro amigo en el chalet. Pero el muchacho parece realmente brillante. Se calcula que tiene un cociente intelectual de trescientos. Qué mente.
    —Ya leí el guión. Pero nunca llegué a ver el programa. A propósito, ¿dónde está ese joven?
    —En Hebrón.
    —¿Dónde queda eso?
    —Cerca de Jerusalén. En Israel.
    —¿Israel?

    Colgué el teléfono. Algo había cambiado en mi cabeza. ¡Israel! Por fin todo cobraba sentido. Los doce jóvenes, que ahora ocupaban posiciones de poder y controlaban todo, desde los gobiernos norteamericano, ruso y chino hasta la política de lanzamiento de satélites, las finanzas internacionales, las Naciones Unidas, la gran ciencia, la juventud y los movimientos de protesta. Hasta había un Judas, Giuliano Caldare de la Cosa Nostra. Ahora era evidente. Siempre había supuesto que los doce trabajaban para alguna misteriosa organización, pero en realidad ellos eran la organización. Esperaban el momento de la llegada. Cuando llegara el niño, todo estaría correctamente preparado, velarían por él los relés de los satélites de comunicación, el teléfono rojo estaría abierto, los ejércitos del mundo, inmovilizados. Esta vez no habría errores.

    Después de una hora llamé a Charles.

    —Charles —dije—, sé lo que está pasando. Israel...
    —¿De qué hablas?
    —Israel. Pero ¿no te das cuenta? Hebrón está cerca de Belén.

    Hubo un irritante silencio. —James, por Dios... No querrás decir que...

    —Por supuesto. Los doce jóvenes, ¿para qué otra cosa podrían estar preparándose? ¿Y por qué la guerra árabe—israelí terminó en sólo dos días? ¿Qué edad tiene ese niño?
    —Trece.
    —Digamos que dentro de otros diez años. Muy bien; yo ya había tenido la impresión de que vendría.

    Cuando Charles empezó a protestar le pasé el auricular a Judy.

    En realidad estoy bastante seguro de tener razón. He visto las fotografías que le sacaron a Joshua Herzl en la conferencia de prensa, un chico bastante difícil que ha incomodado a unos cuantos periodistas. Desapareció del escenario poco después, aunque ahora su madre tiene sin duda un agradable chalet en las afueras de Haifa o Tel Aviv.

    Y Jodrell Bank está construyendo un nuevo y enorme radiotelescopio. Un día de estos, pronto, veremos señales en los cielos.


    LOS CRÍMENES DE LA PLAYA


    A LOS LECTORES QUE DESEEN aclarar el misterio de los Crímenes de la Playa —en los que están comprometidos una princesa Romanoff, un agente de la CÍA, dos de sus homólogos rusos y una bailarina de limbo norteamericana— quizás les interese abordarlo bajo la forma del juego de naipes con el que se entretuvo Quimby, el fugado jefe de códigos del Departamento de Estado, en su escondite de la Costa Blanca. Por lo tanto, las principales pistas han sido ordenadas alfabéticamente. La clave correcta puede ser una frase conocida, por ejemplo PLAYMATE DEL MES, O algo sin sentido, por ejemplo qwertyuiop..., etc. Desde luego, es posible cualquier cantidad de soluciones, y el resultado final del misterio queda oculto para siempre, igual que los motivos de Quimby.


    Autoerótico

    Como siempre después del baño, el reflejo de su cuerpo desnudo llenó a la princesa de una profunda sensación de reposo. En el tríptico de espejos encima del tocador, miró las interminables copias de ella misma mientras el aroma del heliotropo de Guerlain le aliviaba la leve jaqueca. Se abrió la puerta del dormitorio, y ella bajó los brazos. A través de la débil nube de talco reconoció el rostro guapo y calculador del agente ruso cuya fotografía había visto en el maletín de Statler esa tarde.


    Brassiére

    Statler caminó entre las rompientes. La copa izquierda del corpiño que llevaba en la mano estaba manchada de sangre. Se agachó y lo lavó en el agua tibia. El latido de los faros del Mercedes estacionado debajo del camino de cornisa iluminó la ensenada. ¿Dónde demonios estaba Lydia? En algún lugar de la playa una mujer con un pecho ensangrentado daría un susto mortal al destacamento de desembarco ruso.


    Cordobés

    El poco comunicativo rostro del torero, mezcla de pilluelo y de Beatle, iba quedando a la vista de Quimby a medida que éste ponía las cartas sobre la mesa del balcón. Dijeran lo que dijesen de él, el chico nunca movía los pies. Por contraste, Raissa se paseaba por el dormitorio como una tigresa en celo. Quimby oía cómo esas anchas caderas eslavas le rozaban la bata de cachemira detrás del escritorio. De lo que esos obsesivos de Moscú y Washington no se daban cuenta era de que por una vez quizás él careciese de motivos.


    Drinamil

    Esas malditas cápsulas, pensó Raissa. Con razón Occidente se estaba muriendo. Cada vez que se preparaba para atraer a Quimby a la villa de sir Giles, él tomaba algún tranquilizante y luego bajaba al mar y se ponía a hablar con los vagabundos de la playa. En Benidorm hasta tuvo el descaro de volver con una de las chicas suecas al apartamento. Pelo hasta las rodillas, pechos como dedales, inmensas nalgas de caballo. Puaj.


    Embonpoint

    La princesa se metió los restos de chocolate en la boca. Mientras tragaba el pastel le hizo pucheros a Statler con los labios embadurnados de crema. Statler bajó el ejemplar enrollado de Time Atlantic, con la foto de Quimby ante la Comisión de la Cámara de Representantes. Las bailarinas se movían en la sala de té al ritmo del fox—trot. Había algo de sensual, de sexual casi, en la manera compulsiva que tenía Manon de comer chocolate. Esa magnífica vaca serbocroata, ¿tendría alguna idea de lo que le iba a pasar?


    Fata Morgana

    Lydia sintió que la mano de él le recorría el cierre de cremallera del vestido. Ella estaba tendida sobre el cubrecama de tela de algodón mirando el mar y la arena blanca. Aparte del chiflado milord inglés que les había alquilado la villa, el sitio estaba desierto. Kovarski titubeó, y el silencio pareció amplificar todas las in—certidumbres que ella había notado desde la llegada a San Juan. El encuentro en la colonia nudista de la Isle du Levant no había sido del todo fortuito. Levantó la mano y soltó el cierre. Al quedarle los pechos al descubierto, se volvió hacia él. Kovarski estaba apoyado en un codo, mirando por los binoculares Zeiss el bloque de apartamentos que había sobre la playa, a trescientos metros.


    Guardia Civil

    Quimby observó a los policías de uniforme color oliva que deambulaban por la orilla, con esos pintorescos gorros que les protegían los ojos mientras escudriñaban a las chicas de la playa. Cuando llegara el momento de la verdad, ¿de qué lado estarían? ¿Del de Stat, del de los rusos o del suyo? Quimby barajó los naipes con el Cordobés en el dorso. La prostituta platinada que vivía en el apartamento de al lado estaba saliendo para Alicante en su Seat rosa. Quimby sorbió el whisky. Cinco minutos antes había descubierto la antena escondida del transmisor de Raissa.


    Heterodino

    Kovarski estaba preocupado. La escena del cuerpo de Raissa en la piel de potro le recordó que todavía había que tener en cuenta a Statler. El penetrante silbido de la radio portátil confirmaba que Raissa había estado allí tendida desde el anochecer. Se arrodilló, recorriendo con la mirada, por última vez, los broches plateados de las ligas Gossard. Le metió un dedo en la boca y buscó la cápsula explorándole las encías. Una le saltó a la palma. Con una mueca, la dejó caer en el vodkatini que había junto a la radio. Abrió la mano derecha de Raissa y sacó la cápsula que sostenía entre el pulgar y el índice. Al leer el mensaje se le arrugó la frente. ¿Qué diablos tenía que ver la princesa con Quimby? ¿Sería un plan loco de la CÍA para devolver el trono a los Romanoff?


    Iguana

    El reptil de jade se hizo añicos a los pies de sir Giles, que con esfuerzo recuperó el equilibrio. Simulando alisarse su corbata de viejo estoniano, tocó la dolorosa magulladura que tenía debajo del esternón. Alzó la cabeza y miró otra vez el rostro duro, la mandíbula cuadrada de la chica norteamericana. ¿Volvería a golpearlo? La chica lo miraba con ferocidad y desprecio plantada sobre la piel de potro, las piernas separadas y los pies descalzos. Bueno, pensó él, se habían vivido momentos peores. En Dunquerque, las bombas que caían de los Stukas habían hecho tamborilear la playa como una pista de baile.


    Jazmín

    Statler miró fijamente las flores blancas, con forma de bandeja, que había en el vestíbulo. Los nacarados pétalos, totalmente incoloros, le recordaron la piel de Manon, y luego el rostro grande y pálido de Quimby: los ojos demasiado inteligentes que miraban por encima de las mejillas hundidas con expresión de Buda sarcástico. ¿Era justo el intercambio: la princesa por el complejo y malhumorado jefe de códigos? Salió por la puerta giratoria del hotel al brillante sol de Alicante, y sintió una punzada al darse cuenta de que nunca volvería a ver a Manon.


    Kleenex

    Raissa se inclinó hacia adelante sobre la cama. Con el dedo anular de la mano derecha se levantó el párpado. Por un momento la elegante máscara de la cara se le retorció imitando a un periquito obsceno. Apretó el párpado inferior y la microlente brotó del tejido. La diminuta R del borde brilló al rayo de la lámpara. Limpió las lentes y las colocó en el polarímetro. Cuando se abrió la puerta de la caja fuerte, mostrando los mandos del transmisor, escuchó a Quimby que cantaba Arrivederci Roma en el baño. Todo ese drinamil y whisky mantendrían al cerdo medio dormido durante al menos una hora.


    Limbo

    La barra había estado a unos cuarenta centímetros del suelo, recordó Kovarski, cuando sintió la dura curva de la cresta ilíaca de Lydia debajo de los pantalones elásti-cos de color azul medianoche. Por una vez el club nocturno de Benidorm estaba en silencio; todos miraban cómo esa demente chica norteamericana de muslos increíbles se había metido debajo de la barra, sacudiendo las caderas al compás del tocadiscos automático. Kovarski se hurgó la nariz, pensando involuntariamente en Stat. El hombre de la CÍA tenía cara de hielo.


    Mercedes

    No funcionaban los servos de los frenos. Sin soltar el freno de mano, Lydia buscó a tientas por detrás del pecho de Kovarski la manija de la puerta derecha. El ruso estaba apoyado en el marco de la ventanilla; el rostro bien parecido empezaba a colgarle como el primer desprendimiento de un alud. Al abrirse la puerta, cayó hacia atrás sobre la grava. Lydia soltó el freno de mano y dejó que el coche avanzara. Cuando perdió de vista a Kovarski subió el vidrio de la ventanilla, elegantemente adornada con la estrella de la bala que la había atravesado. Hizo una última seña con los faros y puso en marcha el motor.


    Napolitano

    Raissa terminó los restos del helado de Quimby con ansiosos labios de niño. En tres horas estarían a seis brazas de profundidad en el Mediterráneo, preparándose para emerger en el Báltico por primera vez. Echaría de menos el sol y los menudos y morenos españoles, que la seguían con ojos melancólicos mientras bajaba por la calle polvorienta hacia la bodega. A la larga valdría la pena. Tira el Man—Tan, como recitaba a veces Kovarski parodiando a Evtushenko, el cielo pronto se llenará de soles.


    Oceánida

    Por un momento Manon comprendió que Kovarski estaba indeciso entre violarla y matarla. Retrocedió metiéndose en el baño, cubriéndose con la mano izquierda los pechos empolvados. El vapor atrapado ondeó hacia la cara de Kovarski, que miró con ojos desorbitados, como un estudiante loco en una novela de Dostoievski. Atravesó la estera de corcho y sujetó a Manon por el codo, con un gesto sorprendentemente tierno. Entonces la jabonera de alabastro golpeó a la mujer en el costado de la cabeza. Un segundo más tarde estaba tendida en el baño, y los brazos de Kovarski se movían sobre su cabeza como pistones.


    Poseidón

    Quimby manejó la botella de Black Label con el respeto que venía de un largo conocimiento mutuo. El océano proto—Atlántico había cubierto toda Norteamérica y Europa menos Escocia, dejando intacto un sistema de filtro de trescientos millones de años de antigüedad. Mientras llenaba el vaso miró la villa de sir Giles en el peñasco encima de la ensenada. El ruso moreno y su beatnik norteamericana se habían mudado allí el día anterior. Stat estaba sin duda en el Carlton de Alicante. Quimby dispuso los naipes para la última partida. Sería una mano difícil, pero por suerte todavía era él quien repartía las cartas.


    Quietus

    Statler moría en el oleaje oscuro. Cuando el contramaestre ruso lo dejó ir flotando en las aguas poco profundas, él pensó en la princesa y sus inmensos pezones pardos. ¿Llevaría ella entonces un niño en las entrañas, manteniendo vivos los menguantes recuerdos del imperio austrohúngaro? Los ardientes restos del Mercedes brillaban sobre el agua, iluminando los cuerpos de los dos rusos que eran arrastrados hacia el bote. Statler quedó tendido boca arriba en el agua fría mientras la sangre se le derramaba en el mar.


    Remington

    Lydia se arrodilló junto a la máquina de escribir portátil. En el patio debajo de la ventana del dormitorio, sir Giles partía para Alicante en su destartalado Citroen. Ese vie-jo y nervioso cabrón: ¿no pensaban los ingleses en ninguna otra cosa? Quitó la tapa de la máquina de escribir y luego miró la cinta nueva que había puesto mientras Kovarski estaba en San Juan. Las letras impresas brillaban a la luz del sol. Las anotó en el bloc, luego arrancó la hoja y se la metió en la copa izquierda del corpiño.


    Smith & Wesson

    Kovarski anduvo a ciegas en la oscuridad entre las dunas. Allí abajo, las olas rompían en la playa como un chal de encaje. Toda la operación se estaba yendo a pi-que. Raissa ya tendría que haber llegado con Quimby. Subió por la cuesta hasta el Mercedes. Mientras buscaba a tientas la pistola en la guantera, algo se movió en la grava a sus espaldas. El fogonazo del disparo alumbró el interior del coche. Kovarski cayó de lado sobre el asiento. La segunda bala le atravesó el pecho y se incrustó en la puerta derecha.


    Tranquilizante

    Statler abrió la cápsula y sacó el papel doblado. En el vodkatini intacto de Raissa, el papel de arroz estalló como una flor acuática japonesa. Lo pescó con el escar-badientes. Así era, entonces, como establecían contacto. Miró el cuerpo tendido en la piel de potro y sonrió para sus adentros. Con suerte, Kovarski se tragaría literalmente sus propias palabras. Mientras daba vuelta a la chica rusa con el pie, de la boca de ella cayó una cereza. Se la metió de nuevo entre los labios y fue hasta la máquina de escribir.


    Ultravioleta

    Con un suspiro, la princesa dejó caer las gafas sobre el tocador. A pesar de sus esfuerzos, de los meses de verano bañándose en la Costa Azul antes de su encuentro con Stat, su piel seguía siendo tan blanca como los jazmines del vestíbulo. Por las venas le corría la sangre enferma de los Romanoff, aunque ya había pasado el momento de vengar a Ekaterimburgo. Stat ¿se daría cuenta de eso?


    Velocidad de onda

    Seis mil metros por segundo, suficiente para hacer volar a Stat por la ventanilla trasera del Mercedes. Kovarski levantó la capota y colocó la bomba en la ranura detrás de la batería. Miró por encima del hombro la oscuridad que cubría el mar. A dos millas de distancia, donde comenzaban las aguas profundas, estaría esperando el submarino, el destacamento de desembarco acurrucado junto a la lancha, debajo de la torreta. Apretó los bornes, lamiéndose la sangre de la herida que se había reabierto en la mano. La princesa había desarrollado un montón de músculos debajo de aquella increíble piel de marfil.


    Wagner

    Lydia sintonizó Radio Argel con un dedo índice mojado. Los franceses habían dejado algunos discos excelentes. Se quedó sobre la piel de potro, admirándose las caderas duras y masculinas mientras se secaba después de nadar. Se acarició con uñas afiladas la piel fría de los pechos. Entonces vio la cara de tití de sir Giles que la atisbaba entre las frondas de la palmera en miniatura que había junto a la puerta del dormitorio.


    XF—169

    Los datos de rendimiento de Lockheed serían un plus útil, pensó Raissa mientras deslizaba las largas piernas dentro de los pantalones elásticos. La cuenta abierta en GUM y la dacha en Crimea empezaban a ser una clara posibilidad. La puerta se abrió a sus espaldas. Sifón en mano, Quimby clavó la mirada en la figura semidesnuda. Sin pensar, ella se cubrió los pechos con las manos. Por una vez, la cara de él registró una expresión de sorprendente inteligencia.


    Yardley

    Sir Giles recurrió a la loción de Statler para después de afeitarse. Miró a la princesa. Incluso teniendo en cuenta la estatura de ella, la cantidad de sangre derramada era increíble. El desconcierto le hizo arrugar el rostro enjuto al encontrar esos ojos inexpresivos que miraban fijamente la ducha. Escuchó los sonidos distantes del tránsito que atravesaban la suite vacía. Hizo funcionar la ducha. Cuando las gotas salpicaron la piel roja de la mujer, la magnificencia del cuerpo blanco trastornó a sir Giles.


    Zeitgeist

    Las grandes aspas del Sikorsky de la Guardia Civil golpeaban el aire encima del bloque de apartamentos. Quimby se inclinó y recogió dos de los naipes del suelo embaldosado. Allá abajo, en la calle de la playa, los policías de tránsito españoles convergían donde estaban los restos del Mercedes. Quimby se sentó mientras el helicóptero se alejaba atronando en la oscuridad. Bien mirado, todo había salido bien. La cara del Cordobés lo seguía observando desde el dorso de los naipes. Sobre la Sierra se elevaba una luna llena. En el supermercado de Alicante las caderas de las chicas del mostrador se movían al compás de Trini López. En la bodega, el vino costaba sólo diez pesetas el litro, y el hombre de la baraja todavía mandaba en el juego.


    Fin


    Título original: Low-Flying Aircraft
    ©J.G.Ballard, 1976
    Traducción: Marcial Souto
    Publicación: (1994)
    Editorial: Minotauro
    ISBN: 9788445071007

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