GUÍA DE MUCHACHOS SIN RUMBO
Publicado en
junio 02, 2013
Mel Blount, con algunos de los muchachos de su granja, cerca de Taylorstown, Pensilvania.
En otro tiempo, Mel Blount luchó por la victoria en los juegos del Supertazón. Hoy lucha por salvar vidas jóvenes.
Por Mark Roman.
MEL BLOUNT recuerda bien los difíciles tiempos que vivió cuando se criaba en una pequeña granja de Georgia. Andaba descalzo, y en su hogar no había ni instalaciones sanitarias ni electricidad.
Pero su padre solía decir que la pobreza no es excusa para el fracaso. "Quizá les moleste que los presione", decía James Blount a sus 11 hijos, "pero el trabajo arduo es la única forma de que no sigan siendo pobres toda la vida".
Casi en cuanto pudieron andar, a todos los chicos Blount se les asignaron ciertas tareas domésticas. El primer trabajo de Mel, el menor de siete varones, fue apilar tabaco en una carreta, bajo la dorada luz de una lámpara de queroseno. "Tienes que hacerlo todas las mañanas, muy temprano, antes de que el rocío se seque", le ordenó su padre. Si al muchacho se le pegaban las sábanas, su padre volteaba el colchón y, amenazándolo con el índice, lo reprendía: "Hay mucho que hacer".
El chiquillo descubrió que había cierto placer en apilar más y más tabaco; en fijarse metas y superarlas. Pero su mayor recompensa era el sencillo elogio de su padre: "¡Buen trabajo, hijo! ¡Buen trabajo!"
Los domingos, antes del servicio religioso, los Blount se arrodillaban en el piso de la sala y el jefe de la familia dirigía las oraciones. Les recordaba que el bien siempre triunfa frente al mal, y que Dios ayuda a quienes se ayudan. Ya desde entonces, Mel sabía que el trabajo arduo, la dignidad y el sentido de responsabilidad eran los valores que debían regir la vida.
Una mañana de verano, una jauría de sabuesos que ladraban furiosamente había llegado hasta la cerca de la pequeña granja Vidalia de los Blount. Instantes después, apareció un airado grupo de hombres blancos armados, quienes, encabezados por el alguacil, andaban en busca de un pariente lejano de la familia.
La madre de Mel suplicó en vano a su esposo que no saliera. Cuando el espigado granjero negro caminó con paso resuelto hacia los intrusos, uno por uno fueron bajando las armas y apartándose. "Mi familia es respetuosa de la ley", dijo al alguacil, en tono firme. "¡En esta casa no hallará usted a ningun criminal! Y ahora, saque a sus hombres de mi tierra".
Cuando esto sucedió, Mel aún no había nacido; pero después escuchó muchas veces esta anécdota sobre el arrojo de su padre. Tiempo después se inspiraría en ella para tener fuerza, así como en las demás lecciones que su padre le enseñó.
Los domingos, después de asistir a la iglesia, los hermanos mayores de Mel jugaban al futbol americano. Los muchachos embestían con fuerza, y el benjamín del grupo era un futbolista nato. Con el tiempo, el jefe de entrenadores de la Universidad Sureña en Baton Rouge, Louisiana, oyó hablar del "flacucho muchacho de Georgia que corre como demonio", y decidió ofrecerle una beca cuando cursaba el último año de enseñanza media superior.
Cuando vio por primera vez los terrenos e instalaciones de la universidad, así como a los bien vestidos estudiantes, Mel no pudo menos de sentir angustia. Yo crecí descalzo, pensó. ¿Cómo sobreviviré aquí? No obstante, las palabras de su padre al despedirse resonaron en sus oídos: "Mel, confía en tu crianza; siempre te ayudará a tomar las decisiones más atinadas".
Fiel a los consejos de su padre, siguió teniendo costumbres sencillas. Se levantaba al alba todos los días para ejercitarse, y estudiaba asidua y empeñosamente. Cuando el trabajo académico o la disciplina deportiva ponían a prueba su resistencia, Mel oía en su interior las palabras de su padre: "Hijo, hay mucho que hacer" y, apretando los dientes, se esforzaba con renovados bríos.
Un día, Mel recibió una llamada telefónica de su madre.
—Tu padre ha muerto —le informó, sollozando—. Sufrió un ataque cardiaco.
Le pareció que el viaje a casa no terminaría nunca. ¡Cuánto deseaba yo que mi padre me viera jugar!, se repetía Mel una y otra vez. Su pesar fue más grande aún cuando, en su último año de universidad, lo nombraron uno de los mejores jugadores de futbol americano del país.
En 1970, Mel fue seleccionado en el reclutamiento de la Liga Nacional de Futbol por los Acereros de Pittsburgh, quizá el equipo más débil de la liga en ese entonces. No importa, pensó. Tendré muchas oportunidades de demostrar lo que valgo.
Durante los siguientes 14 años, Mel Blount llegó a ser un hombre clave en la orgullosa defensa del equipo de Pittsburgh. Su estilo impetuoso le granjeó gran popularidad entre los fanáticos del fubol americano, y gracias a su intervención el equipo obtuvo cuatro victorias en el Supertazón.
Un día, tras un partido especialmente rudo, Blount se quedó sentado, en silencio, junto a su casillero. Después de tantos años, comenzaba a cansarse del juego. Y acudió a su memoria una observación que Chuck Noll, entrenador de los Acereros, había hecho en una reunión del equipo, en los vestidores: "El futbol no loes todo. ¿A qué van a dedicar ustedes su vida?"
Esa pregunta lo obsesionó varios meses. Al cabo, halló la respuesta que buscaba en el transcurso de una de sus visitas a la granja familiar en Georgia, donde, cada vez que volvía, sus jóvenes admiradores pasaban a visitarlo.
"Mis padres me dejan solo todo el tiempo", le confió uno de estos muchachos. "Acabo de dejar los estudios", le confesó otro. Llevándose a Mel aparte, Clinton, su hermano, le dijo: "Hay muchachos como estos por todo el país. Piensa en el bien que podrías hacerles si los ayudas".
En ese momento, Mel Blount, superestrella del futbol americano profesional, se dio cuenta de que había descubierto su misión en la vida: Les construiré a estos muchachos una granja familiar, decidió. Allí aprenderían las lecciones y los valores que su padre le había enseñado a él.
En 1983, su último año en el futbol profesional, Mel y su hermano inauguraron, con autorización oficial, un albergue juvenil a unos 60 metros de la casa de su madre. Mel invirtió en ese proyecto miles de dólares de su propio bolsillo y, con ayuda de algunos ex compañeros de equipo y relaciones suyas del mundo de los negocios, reunió varios miles más.
Al enterarse del proyecto, un juez de Fort Lauderdale, Florida, fue de los primeros en llamar. "Conozco a un muchacho que ha estado robando", le informó a Mel. "Al parecer, tiene una actitud equivocada frente a la vida". Esa es exactamente la clase de jóvenes de la que quiero ocuparme, pensó Mel.
Una semana después, una camioneta de la policía llegó hasta la granja Blount, y de ella bajó un adolescente de 16 años. Desnutrido y todavía muy alterado por las palizas que le propinaba su padrastro, el muchacho tenía toda la facha de un buscabullas callejero. Pero cuando Mel le estrechó la mano, el chico recibió su primera lección.
—Hijo —le recomendó Mel—, da siempre la mano con firmeza. Mira a la gente a los ojos, di tu nombre y agrega: Mucho gusto.
A pesar suyo, el joven respondió:
—¡Sí, señor!
Los organismos para la prevención de la delincuencia juvenil empezaron a enviarle a otros adolescentes abandonados o maltratados, muchos de ellos con antecedentes penales. Las autoridades consideraban la granja familiar de Mel como una última opción antes de dictar sentencia.
El programa de actividades de la granja se basó en el que Blount mismo había aprendido en su infancia: levantarse al alba para limpiar los establos; asistir a la escuela de la localidad; después de las clases, sesiones de estudio supervisado; luego, más trabajo en la granja y, finalmente, acostarse temprano. Los muchachos lavaban y planchaban su ropa, y fregaban ollas, sartenes y platos después de cada comida. Los cuartos debían estar impecables. Mel y Clinton inspeccionaban cada armario y gaveta de los dormitorios.
Siempre que los jóvenes cumplían bien con sus deberes, se hacían merecedores de una visita a un restaurante o a un centro comercial cercano. Pero cualquiera que holgazaneara tenía que quedarse en casa, y si reincidía en su mal comportamiento, se le enviaba, pala en mano, a desenterrar alguno de los tocones que había en los terrenos de la granja. "Desenterrar un tocón puede ser labor de todo el día", se quejó uno de los chicos. "Pero así se dispone de mucho tiempo para cavilar en lo que se hizo o se dejó de hacer".
LOS PADRES de los muchachos no tardaron en calificar a Mel Blount de "hacedor de milagros". De sus más de 100 "graduados", alrededor del 85 por ciento habían continuado sus estudios y conseguido empleo, y llevaban una vida decorosa.
En 1989, Mel adquirió otra granja cerca de Taylorstown, a unos 65 kilómetros de Pittsburgh, Pensilvania. Día tras día los diarios de Pittsburgh informaban de tiroteos, apuñalamientos y riñas en el centro de la ciudad. Mel estaba convencido de que podía salvar a los jóvenes de ese bárbaro mundo de delincuencia.
La nueva granja tenía una casa de 200 años de antigüedad, y lo único que hacía falta para que empezara a funcionar era el permiso del ayuntamiento. Sin embargo, Mel no había previsto la furia que despertaría su solicitud.
Al principio, en los buzones de Taylorstown aparecieron amenazas ofensivas: "¡Estos monos de gueto no les traerán más que problemas!", rezaba una de ellas. Luego, en las semanas siguientes, un grupo de "ciudadanos preocupados" hizo labor de convencimiento entre los padres de familia de la localidad, y siguieron apareciendo volantes de tono racista. Hasta un inspector del ayuntamiento se permitió declarar: "Es muy posible que este sea un gran programa, pero también es muy factible que traiga un gran daño a nuestra comunidad".
E1 4 de agosto de 1989, la víspera en que Mel Blount ingresaría en el Salón de la Fama del Futbol Profesional, dos jóvenes llegaron hasta el frente del albergue Blount e hicieron varios disparos con una pistola Magnum .44. Al día siguiente, en su discurso en el Salón de la Fama, Mel habló orgullosamente de dar a chicos en dificultades "una segunda oportunidad". También se refirió a los problemas de racismo que estaba afrontando, y su mensaje fue enérgico: "El Albergue Juvenil Mel Blount será una realidad, y haremos que funcione".
Un mes después, cientos de personas abarrotaron el auditorio de la escuela local de enseñanza media para estar presentes en la audiencia en que se debatiría el tema del permiso de operación del albergue. En medio de una oposición a menudo enconada, Mel Blount permaneció impasible y callado.
Luego, un pastor protestante se puso de pie y declaró su apoyo a la solicitud de Mel. En seguida, un hombre de negocios habló en favor del proyecto. A este le siguió un ama de casa que también lo defendió. Mel sintió una oleada de orgullo y gratitud cuando la gente del ayuntamiento exteriorizó sus puntos de vista. En cuestión de semanas, las autoridades le otorgaron su aprobación oficial.
A las tres semanas de estas buenas nuevas ocurrió algo que Mel Blount asegura que siempre recordará. Una turba racista comenzó a arremolinarse cerca de la granja. ¿Qué haría mi padre en este caso?, se preguntó Mel. Así como su padre se había encarado al alguacil y sus hombres, Mel tendría que enfrentarse a esos fanáticos.
Cuando llegó al sitio en que se habían reunido los manifestantes, los hombres reconocieron a Mel y rápidamente desviaron la mirada. Ninguno de ellos osó hablar. En eso, Mel vio acercarse a un muchacho, vestido con la indumentaria del grupo racista. No es mayor que mis muchachos del albergue, pensó con tristeza.
—Hijo —le pidió Blount—, ¿puedo ver uno de esos volantes que traes?
Mel leyó las ofensivas palabras impresas en el papel y miró con fijeza los ojos café oscuro de aquel muchacho. El jovenzuelo apartó la mirada, aparentemente avergonzado ante el valor dé Mel.
LA MAÑANA DE NAVIDAD de 1990, en el albergue de Pensilvania, Mel Blount convocó a todos sus muchachos a la sala. Conforme iban entrando, se quedaban boquiabiertos de asombro. Bajo el árbol había pilas de regalos bellamente envueltos.
—Se los envía la gente de este pueblo —les explicó Blount—. La Navidad es época de dar, y estas personas oran por ustedes y les desean lo mejor.
Unos días antes, los chicos habían hecho un regalo a Mel. Era un librito de confección casera, en el que habían estado trabajando secretamente durante varias semanas. Describía el Albergue Juvenil, y en la portada los muchachos habían dibujado la figura de un adolescente en ademán de querer alcanzar una estrella distante. Mel no recordaba haber recibido un regalo más valioso.
Mel Blount dice de sí mismo que no es un genio ni un trabajador social con teorías deslumbrantes. Es, sencillamente, un muchacho de campo que acaricia el sueño de salvar a jóvenes sin rumbo. Y concluye: "Hay que guiar a los muchachos; llevarlos por el buen camino; enseñarles a ser disciplinados, o serán ingobernables toda su vida". Y en su fuero interno sigue oyendo una voz, que es la de su padre: Si trabajas con más empeño, podrás hacerlo aún mejor.