¡ES UN PÁJARO, ES UN AVIÓN! (Norman Spinrad)
Publicado en
junio 30, 2013
El doctor Félix Funck puso torpemente una nueva cinta en la grabadora que tenía escondida en el cajón central de su mesa mientras la voluptuosa señorita Jones introducía a un nuevo paciente. El doctor Funck contempló con anhelo a la señorita Jones, cuya corta bata blanca de enfermera dejaba adivinar su contenido de la manera más efectiva sin revelar ninguno de los detalles más íntimos e interesantes. Si la visión de rayos X fuera realmente posible y no parte del maldito síndrome...
« ¡Domínate, Funck, domínate!», se dijo Félix Funck por decimoséptima vez aquel mismo día.
Suspiró, se resignó, y dijo al joven de aspecto serio que la señorita Jones había llevado a su despacho:
—Por favor, siéntese, señor...
— ¡Kent, doctor! —repuso el joven, sentándose cuidadosamente en el borde de un sillón demasiado relleno enfrente del escritorio de Funck—. ¡Clark Kent!
El doctor Funck hizo una mueca, y después sonrió débilmente.
— ¿Por qué no? —dijo, examinando el aspecto del joven. El joven llevaba un arcaico traje azul cruzado y gafas de montura de acero. Su cabello era de un azul acerado—. Dígame..., señor Kent, ¿por casualidad sabe dónde se encuentra?
— ¡Desde luego, doctor! —repuso vivamente Clark Kent—. ¡Estoy en un gran hospital mental público de la ciudad de Nueva York!
—Muy bien, señor Kent. Y ¿sabe usted por qué está aquí?
— ¡Creo que sí, doctor Funck! —contestó Clark Kent—. ¡Sufro de amnesia parcial! ¡No recuerdo cómo ni cuándo vine a Nueva York!
— ¿Quiere decir que no recuerda su vida pasada? —preguntó el doctor Félix Funck.
— ¡Claro que no, doctor! —dijo Clark Kent—. ¡Me acuerdo de todo hasta hace tres días, cuando me encontré súbitamente en Nueva York! ¡Y me acuerdo de los últimos tres días aquí! ¡Pero no me acuerdo de cómo llegué!
—Así pues, ¿dónde vivía antes de encontrarse en Nueva York, señor Kent?
— ¡En Metrópolis! —respondió Clark Kent—. ¡Eso lo recuerdo muy bien! ¡Soy periodista del Daily Planet de Metrópolis! Es decir, ¡lo soy si el señor White no me ha echado por no presentarme en tres días! ¡Debe usted ayudarme, doctor Funck! ¡Tengo que regresar inmediatamente a Metrópolis!
—Bueno, lo único que tiene que hacer es coger el próximo avión —sugirió el doctor Funck.
— ¡No parece haber ningún vuelo de Nueva York a Metrópolis! —exclamó Clark Kent—. ¡Tampoco hay autobuses ni trenes! ¡Ni siquiera pude encontrar un ejemplar del Daily Planet en el quiosco de Times Square! ¡Ni siquiera puedo acordarme de dónde está Metrópolis! ¡Es como si alguna fuerza maligna hubiera borrado todo rastro de Metrópolis de la faz de la Tierra! ¡Este es mi problema, doctor Funck! ¡Tengo que regresar a Metrópolis, pero no sé cómo!
—Dígame, señor Kent —dijo lentamente Funck—, ¿por qué es tan imperativo que regrese inmediatamente a Metrópolis?
—Bueno..., uh..., ¡está mi empleo! —repuso Clark Kent con desasosiego—. ¡Perry White debe de estar furioso a estas alturas! ¡Y está mi chica, Lois Lane!
¡Bueno, quizá no lo sea todavía, pero lo será!
El doctor Félix Funck esbozó una sonrisa de conspirador.
— ¿No hay alguna razón más apremiante, señor Kent? —preguntó—. ¿Algo que tenga que ver con su identidad secreta?
— ¿Identidad secreta? —balbuceó Clark Kent—. ¡No sé de qué está usted hablando, doctor Funck!
— ¡Oh, vamos, Clark! —dijo Félix Funck—. Hay mucha gente que tiene identidades secretas. Yo mismo tengo una. Dígame cuál es la suya, y yo le revelaré la mía. Puede confiar en mí, Clark. El juramento de Hipócrates, y todo eso. Su secreto está a salvo conmigo.
— ¿Secreto? ¿De qué secreto está hablando?
— ¡Vamos, vamos, señor Kent! —apremió Funck—. Si quiere que le ayude, tendrá que jugar limpio conmigo. No me creo toda esa palabrería humilde y suave de periodista. Sé quién es usted en realidad, señor Kent.
— ¡Soy Clark Kent, periodista humilde y suave del Daily Planet de Metrópolis! —insistió Clark Kent.
El doctor Félix Funck metió la mano en un cajón de la mesa y extrajo un pequeño trozo de roca cubierta con pintura verde.
—¡Usted es, en realidad, Supermán —exclamó—, más rápido que una bala, más fuerte que una locomotora, capaz de saltar altos edificios de un solo brinco! ¿Sabe qué es esto? —chilló, lanzando la roca verde a la cara del desventurado Clark Kent—. ¡Es kriptonita, eso es lo que es, auténtica kriptonita, inspeccionada por el gobierno! ¿Qué me dice de eso, Supermán?
Clark Kent, que en realidad es el Hombre de Acero, trató de decir algo, pero antes de que pudiera articular sonido alguno, perdió el conocimiento.
El doctor Félix Funck se inclinó por encima de la mesa y desabrochó la camisa de Clark Kent. Como era de esperar, debajo de su ropa de calle, Kent llevaba un mono de lana teñido de azul y carcomido por las polillas, sobre cuya parte delantera había sido cosida una «S» de tela burda y desigual.
—Un caso clásico... —murmuró para sí el doctor Funck—. Como sacado de un libro de texto. Incluso ha perdido sus poderes imaginarios cuando le he enseñado la falsa kriptonita. ¡Otro trabajo para Supersiquiatra!
« ¡Domínate, Funck, domínate!», volvió a decirse el doctor .Félix Funck.
Meneando la cabeza, tocó el timbre para llamar a los enfermeros.
Cuando los enfermeros se hubieron llevado al Clark Kent número 758, el doctor Félix Funck sacó un montón de comics del cajón de su mesa, los extendió encima de ella, los contempló inexpresivamente y gimió.
El síndrome de Supermán estaba escapando a todo control. «Sólo en este hospital, ya hay 758 casos clasificados del síndrome de Supermán, pensó desesperadamente, y sólo Dios sabe cuántos superchalados esperan ser clasificados en el pabellón de ingresos.»
— ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? —murmuró Funck, mesándose el cabello cada vez más escaso.
Él sabía que, naturalmente, la razón básica, fundamental, ineludible e incurable era que el mundo estaba lleno de Clark Kents. Hombres de maneras humildes y suaves. Perdedores natos. Claro que ninguno de ellos se veía a sí mismo como a un inepto. Todos los ratones se consideran leones. Todo el mundo tiene una identidad secreta, la imagen soñada de sí mismo, posterior de poderes fantásticos, capaz de enfrentarse con situaciones normalmente imposibles...
Incluso los psiquiatras tenían identidades secretas, pensó abstraídamente Funck. Al fin y al cabo. ¿quién más que Supersiquiatra podía enfrentarse con un pabellón repleto de supermanes?
¡Supersiquiatra! ¡Más fuerte que un psicópata, violento! ¡Capaz de diagnosticar una verdadera neurosis en una sola sesión! ¡Más rápido que Freud! ¡Más hábil que Adler! Este, disfrazado como el doctor Félix Funck, cabeza calva y atormentada del pabellón del síndrome de Supermán de un gran manicomio metropolitano, libra la guerra interminable de la adaptación. ¡Análisis neo-freudiano, dicotomía y American Way!
« ¡Domínate, Funck, domínate!»
«Hay un pequeño Clark Kent en el mejor de nosotros», pensó Funck.
Esa era la razón de que Supermán hubiera pasado al folklore desde hacía tanto tiempo. Supermán y su alter ego, Clark Kent, constituían la expresión franca y perfecta del dilema humano (Kent) y la correspondiente realización de sus deseos (El Hombre de Acero). Para los niños era normal asimilar el mito sintético en sus descuidados subconscientes. Pero para ellos también era normal superarlo más tarde. Unas cuantas tendencias esquizoides infantiles nunca perjudican a nadie. Todos los niños están un poco locos, razonaba sabiamente Funck.
¡Ojalá alguien hubiera detenido a Andy Warhol antes de que fuese demasiado tarde!
Eso fue lo que abrió la fétida lata de gusanos, pensó Funck... El furor del pop-art. Repentinamente, los comics dejaron de ser asunto de niños. Repentinamente, los comics pasaron a ser Arte con una «A» mayúscula. Estaban de moda, los llamados adultos ya no se avergonzaban de arrebatárselos a los niños y leerlos ellos mismos.
En toda América, hombres de maneras humildes y suaves daban marcha atrás y revivían su juventud a través de los comics. Millares de patanes de maneras humildes y suaves se identificaban una vez más con el periodista de maneras humildes y suaves del Daily Planet de Metrópolis. Era como regresar de nuevo a casa. Supermán era la figura que encarnaba perfectamente la realización de todos los deseos. Nadie dudaba de que pudiera pulverizar a 007, saltar por encima de un atasco de tráfico en la autopista de Long Island de un solo brinco, ver a través de la ropa femenina con su visión de rayos X, y, voilà, ¡el síndrome de Supermán!
Primera etapa: la víctima de maneras humildes y suaves se identifica con ese prototipo de todos los zoquetes, Clark Kent.
Segunda etapa: empieza a encontrarse cada vez más parecido a Clark Kent; empieza a soñar que es Supermán.
Tercera etapa: un momento de intensa frustración, un desaire de alguna Lois Lane, una reprimenda de algún airado equivalente de Perry White, y algo se rompe, encontrándose en las garras del síndrome de Supermán.
Generalmente, todo empezaba con disimulo. La víctima se procuraba un mono de lana, lo teñía de azul, cosía una «S» sobre él, y llevaba ocasionalmente el traje por debajo de su ropa de calle, en días de depresión.
Pero una vez dado el primer paso fatal, el síndrome de Supermán era irreversible. La víctima acababa llevando el traje todos los días. Tarde o temprano, la tensión y fatiga de la realidad eran demasiado, y se producía un estado de amnesia temporal. Durante la amnesia, la víctima se teñía el cabello del mismo azul acerado que Supermán, se compraba un traje azul cruzado y gafas de montura metálica, se olvidaba de quién era, y una mañana se despertaba con una serie de recuerdos extraídos de los comics. Era Clark Kent, y tenía que regresar a Metrópolis.
Ya era bastante horrible que miles de locos se pasearan por la ciudad creyendo que eran Clark Kent, pero lo peor resultaba que Clark Kent era el Hombre de Acero. Eso significaba que miles de hombres adultos se tiraban de los edificios, intentaban detener locomotoras con sus manos desnudas, abordaban a criminales armados en las calles y encontraban otras mil formas de hacerse el harakiri.
Y lo peor de todo era que, habiendo tantos superchalados merodeando por el país, todo el mundo había visto a Supermán por lo menos una vez, y bastantes de ellos habían conseguido realizar alguna hazaña —salvar a una ancianita de una banda de asaltantes, frustrar el inexperto robo a un banco con su sola aparición—, de modo que cada vez era más difícil convencer a la gente que no existía ningún Supermán.
Y cuanta más gente se convencía de que existía un Supermán, más gente caía víctima del síndrome, y más gente se convencía...
Funck soltó un gruñido. Incluso había un conocido locutor televisivo que sugirió, en broma, la posibilidad de que Supermán fuera real, y los locos fueran todos los que creyeran que no lo era.
Funck se preguntaba si eso era posible. Si la cordura estaba definida por la norma, por el estado mental de la mayoría de la población, y la mayoría de la población creía en Supermán, entonces quizá los que no creyeran en Supermán tenían un tornillo flojo...
Si los locos estaban cuerdos, y los cuerdos estaban locos, y los locos constituían la mayoría, la verdad tendría que ser...
— ¡Domínate, Funck! —gritó el doctor Félix Funck—. ¡Supermán no existe! ¡Supermán no existe!
Funck introdujo nuevamente los comics en el cajón y apretó el botón del ínterfono.
—Puede enviarme al próximo superloco, señorita Jones —dijo.
La voluptuosa señorita Jones parecía muy sonrojada cuando introdujo al siguiente paciente en el despacho del doctor Funk.
Funck observó instantáneamente que había en él algo insólito. Llevaba las gafas usuales y el traje azul cruzado usual, pero se podía decir que casi le favorecían. Tenía la complexión de un bunker, y el teñido azul acerado de su cabello parecía verdaderamente profesional. Funck olfateó el dinero. Al fin y al cabo, uno de los poderes de Supersiquiatra era su misteriosa capacidad para calcular instantáneamente la cuenta bancaria de un paciente en potencia. Quizá hubiera algún medio para quedarse con aquél en calidad de paciente particular...
—Tome asiento, señor Kent —dijo el doctor Funck—. Es usted Clark Kent, ¿verdad?
Clark Kení se sentó en el borde del sillón, sin abandonar la extrema rigidez de sus anchas espaldas.
— ¡Pues, sí, doctor! —repuso—, ¿Cómo lo ha sabido?
—He visto su fotografía en el Daily Planet de Metrópolis, señor Kent —dijo Funck. «He de seguirle la corriente», pensó. «Aquí hay dinero. ¡El teñido está tan bien hecho que debe de haberle costado cincuenta pavos como mínimo! ¡Un buen trabajo para Supersiquiatra!»—. Bueno, usted dirá cuál es el problema, señor Kent —prosiguió.
— ¡Se trata de mi memoria, doctor! —dijo Clark Kent—. ¡Al parecer sufro una extraña forma de amnesia!
— ¿De veras? —preguntó suavemente Félix Funck—, ¿Será quizá que..., que se ha encontrado súbitamente en Nueva York sin saber cómo ha llegado hasta aquí, señor Kent? —inquirió.
— ¡Pero esto es asombroso! —exclamó Clark Kent—. ¡Ha dado usted en el clavo!
— ¿Y no podría ser también —sugirió Félix Funck— que tuviera usted la necesidad de regresar inmediatamente a Metrópolis? ¿Que sin embargo, no encontrara ningún avión, ni tren ni autobús que le llevara hasta allí? ¿Que no ha logrado encontrar un ejemplar del Daily Planet en los quioscos de la ciudad? ¿Que, de hecho, ni siquiera recuerda dónde está Metrópolis?
Los ojos de Clark Kent parecían a punto de salírsele de las órbitas.
— ¡Fantástico! —exclamó—. ¿Cómo puede saber todo esto? ¿Es posible que no sea usted un psiquiatra ordinario, doctor Funck? ¿Es posible que el doctor Félix Funck, cabeza calva y atormentada de un pabellón en un gran manicomio metropolitano sea en realidad... Supersiquiatra?
—¡Oh! —exclamó el doctor Félix Funck.
—No se preocupe, doctor Funck —dijo Clark Kent con voz cálida y comprensiva—, ¡su secreto está a salvo conmigo! Nosotros, los superhéroes, tenemos que ayudarnos mutuamente, ¿no es verdad?
— ¡Hum! —dijo el doctor Félix Funck. ¿Cómo era posible que lo supiera? Entonces, tenía que ser... ¡Gulp! Aquello era ridículo. « ¡Domínate, Funck, domínate!» Después de todo, ¿quién era el psiquiatra allí?
—Así que sabe que Félix Funck es Supersiquiatra, ¿eh? —dijo astutamente—. En ese caso, también debe saber que no puede ocultarme nada; que yo también conozco su identidad secreta.
—¿Identidad secreta? —repuso Clark Kent con gazmoñería—. ¿Quién? ¿Yo? ¡Pero si todo el mundo sabe que sólo soy un periodista de maneras humildes y suaves de un gran periódico…!
Con un salvaje alarido, el doctor Félix Funck se inclinó repentinamente sobre su mesa y abrió de un tirón la camisa del atónito Clark Kent, dejando al descubierto un mono azul muy ajustado con la insignia de una «S» roja cosida sobre el pecho. Obra de un excelente sastre, pensó aprobadoramente Funck.
— ¡Ajá! —exclamó Funck—. ¡Así que Clark, el periodista de maneras humildes y suaves, es, en realidad, Supermán!
— ¡Mi secreto ha sido descubierto! —dijo Clark Kent con estoicismo—. ¡Espero que crea usted en la Verdad, la Justicia, y la American Way!
—No se preocupe, amigo Clark. Su secreto está a salvo conmigo. Nosotros, los superhéroes, tenemos que ayudarnos mutuamente, ¿no es verdad?
— ¡Absolutamente! —dijo Clark Kent—. En cuanto a mí problema, doctor…
— ¿Problema?
— ¿Cómo voy a regresar a Metrópolis? —preguntó Clark Kent—. ¡A estas alturas, las fuerzas del mal deben de estar disfrutando de un día de fiesta!
—Mire —dijo el doctor Funck—. En primer lugar, no hay ninguna Metrópolis, ningún Daily Planet, ninguna Lois Lañe, ningún Perry White,-y ningún Supermán. Todo esto son imaginaciones, amigo.
Clark Kent contempló al doctor Funck con expresión inquieta.
— ¿Se encuentra bien, doctor? —preguntó solícitamente—. ¿Está seguro de que no ha trabajado demasiado? ¡Todo el mundo sabe que hay un Supermán! Dígame, doctor Funck, ¿cuándo se dio cuenta de que tenía esta extraña dolencia? ¿Es posible que algún trauma infantil le haya inducido a dudar de mi existencia? Quizá su madre...
— ¡No se meta con mi madre!— chilló Félix Funck—. ¿Quién es el psiquiatra aquí? No quiero oír ninguna historia sucia acerca de mi madre. ¡No hay ningún Supermán, usted no es él y puedo demostrarlo!
Clark Kent asintió pacientemente con la cabeza.
— ¡Claro que puede, doctor Funck! —le apaciguó.
— ¡Mire! Si usted fuera Supermán no tendría ningún problema. No tendría que... —Funck paseó nerviosamente la mirada por su despacho. Estaba en el piso décimo. Tenía una ventana. La ventana tenía barrotes de acero de treinta milímetros de grosor. No podía hacerse daño, pensó Funck. ¿Por qué no? ¡Que se enfrentara con la realidad, él truncaría sus delirios de grandeza!
— ¿Qué estaba diciendo, doctor? —preguntó Clark Kent.
—Si usted fuera Supermán, no tendría que preocuparse por trenes, aviones o autobuses. Usted puede volar, ¿no? Puede retorcer una barra de acero con sus manos desnudas. Pues entonces, ¿por qué no arranca los barrotes de la ventana y regresa volando a Metrópolis?
— ¡Pues..., pues tiene usted toda la razón! —exclamó Clark Kent—. ¡Naturalmente!
—Ah... —dijo Funck—. Así que se ha dado cuenta de que ha sido víctima de una ilusión. Progreso, progreso. Pero no crea que ya está completamente curado. Ni siquiera Supersiquiatra puede lograr tanto. Necesitará muchas horas de consulta particular, al modesto precio de cincuenta dólares la hora. Debemos averiguar cuáles son las causas psicosomáticas básicas que...
— ¿De qué está hablando? —exclamó Clark Kent, levantándose de un salto de la silla y despojándose del traje con asombrosa celeridad, dejando al descubierto un mono de Supermán, completado por una capa escarlata de lujoso aspecto que Funck examinó ávidamente.
Corrió hacia la ventana.
— ¡Naturalmente! —dijo Supermán—. ¡Claro que puedo retorcer una barra de acero con las manos desnudas! —Diciendo esto, dobló los barrotes de acero de treinta milímetros con sus manos desnudas como si fueran barras de regaliz, las arrancó y saltó al alféizar de la ventana.
— ¡Gracias por todo, doctor Funck! —dijo—. ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Y en marcha! —Extendió los brazos y saltó de la ventana del décimo piso.
Horrorizado, Funck se precipitó hacia la ventana y sacó la cabeza por ella, esperando ver un terrorífico panorama sobre la acera. En cambio:
Una figura cubierta con una capa que disminuía rápidamente de tamaño planeaba sobre Nueva York. Desde la calle abarrotada de gente, estridentes exclamaciones llegaron a oídos del doctor Félix Funck.
— ¡Mira! ¡En el cielo!
— ¡Es un pájaro!
— ¡Es un avión!
— ¡Es SUPERMÁN!
El doctor Félix Funck vio cómo el Hombre de Acero ejecutaba un giro hacia la izquierda y se dirigía hacia el Empire State Building. Durante un momento, el doctor Funck se quedó aturdido, perplejo. Después comprendió lo que había sucedido y lo que le tocaba hacer.
— ¡Está loco! —gritó Félix Funck—. ¡Este hombre ha perdido la razón! Le falta un tornillo. ¡Cree que es Supermán, y está tan loco que es Supermán! Ese hombre necesita ayuda. ¡Este es un trabajo para SUPERSIQUIATRA!
Y con estas palabras, el doctor Félix Funck saltó al alféizar de la ventana, se quitó el traje de calle, dejando al descubierto un brillante y ajustado mono rojo con una gran «S» azul cosida en la parte delantera, y saltó de la ventana gritando:
— ¡Espéreme, Supermán, neurótico patético, espéreme!
El doctor Félix Funck que, después de todo, es en realidad Supersiquiatra, giró hacia la izquierda y voló sobre el Hudson en dirección a Metrópolis, en algún lugar más allá de Secaucus, Nueva Jersey,
Fin